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Cuentan que hace muchos años, cuando todavía no estaba poblado el cerro del
Tezontle y solamente existían unas cuantas chozas en las faldas del mismo,
también había algunas cuevas, donde vivían los menesterosos, los pobres más
pobres.
En una de estas humildes chocitas, vivía una muchacha muy bonita, que se
llamaba Blanca, vivía sola porque era huérfana y no tenía hermanos, ni familiares.
Se dedicaba a lavar y planchar ajeno. Uno de esos días la vio un hacendado de
nombre Joaquín, que pasaba por ahí en su caballo, ya era un hombre mayor y
casado, sin embargo, se encaprichó con ella y tanto insistió, hasta que la
convenció, ya que ella se encontraba muy sola, le compró algunos muebles,
arregló su casita, hasta dejó de lavar ajeno, porque él no quería que lo hiciera.
Con el tiempo, ella le tomó cariño, aprecio y sobre todo lo respetaba mucho.
-A ti no te falta nada, a ella no la voy a dejar porque tiene los hijos que tú no me
pudiste dar.
Esa noche la pobre mujer, sin saber lo que le esperaba, compró enchiladas y se
las fue a comer a su casa, para no dejar a los niños solitos, al poco tiempo, Blanca
se empezó a sentir muy mal, hasta que ya no fue dueña de sus actos, su cuerpo
sufrió una transformación, se llenó de pelo, las uñas le crecieron y los dientes
también, fue a donde estaban dormidos sus hijos, a quienes despedazó con sus
garras.
A los gruñidos de ella y el llanto de los niños acudieron los vecinos y la escena fue
espeluznante, con palos y piedras lograron que la loba se fuera, pero no pudieron
salvar a los pequeños. Alguien le avisó a Don Joaquín, quien llegó corriendo, nada
más para ver los restos de sus hijos, el hombre casi se vuelve loco. Durante varios
días él y algunos hombres fueron en busca de la loba, pero había muchas cuevas
y adentro se comunicaban unas con otras y nunca la encontraron.