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El Decamerón

Octava Jornada - Narración segunda


[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

OCTAVA JORNADA – NARRACIÓN SEGUNDA


El cura de Varlungo se acuesta con doña Belcolor, le deja en prenda un tabardo, y
pidiéndole un mortero, se lo devuelve y le manda a pedir el tabardo dejado en prenda; se
lo devuelve la buena mujer con unas palabras de doble sentido.

Alababan por igual los hombres y las señoras lo que Gulfardo hecho había a la ansiosa
milanesa, cuando la reina, a Pánfilo volviéndose, sonriendo le ordenó que siguiese; por la
cual cosa Pánfilo comenzó:
-Hermosas señoras, se me ocurre contar una historieta contra aquellos que continuamente
nos ofenden sin poder por nosotros ser ofendidos de la misma manera; es decir, contra los
curas, los cuales contra nuestras mujeres han predicado una cruzada, y les parece no de otra
manera haber ganado la indulgencia plenaria cuando a una pueden humillar bajo ellos que
si de Alejandría hubieran traído a Aviñón al sultán maniatado. Lo que los desdichados
seglares no les pueden hacer a ellos, aunque en sus madres, sus hermanas, sus amigas y sus
hijas (con no menos ardor que ellos asaltan a sus mujeres) venguen sus iras. Y por ello
entiendo contaros un amartelamiento campesino, más propio de risa por la conclusión que
largo en palabras, del cual también podréis recoger como fruto que a los curas no hay que
creerles siempre en todo.
Digo, pues, que en Varlungo, pueblo asaz cercano de aquí, como todas vosotras o sabe o
puede haber oído, hubo un valeroso sacerdote (y gallardo en su persona) al servicio de las
damas que, aunque leer no supiese mucho, sin embargo, con mucho bueno y santo
palabreo, los domingos al pie del olmo recreaba a sus parroquianos; y mejor visitaba a sus
mujeres (cuando ellos se iban a alguna parte) que ningún otro cura que hubiera habido allí,
llevándoles cosas de la fiesta y agua bendita y a veces algún cabo de vela a su casa,
dándoles su bendición.
Ahora sucedió que, entre las demás parroquianas suyas que primero le habían gustado, una
sobre todas le gustó que tenía por nombre doña Belcolor, mujer de un labrador que se
llamaba Bentivegna del Mazzo, la cual en verdad era una agradable y fresca rusticaza,
morenota y maciza y más apropiada para poder moler que ninguna otra; y además de ello
era la que mejor sabía tocar el címbalo y cantar El agua va por el barranco y conducir el
corro y el saltarelo, cuando se terciaba, de todas las vecinas que tuviese, con un bueno y
elegante moquero en la mano. Por las cuales cosas, el señor cura se encaprichó por ella
tanto que andaba delirante y todo el día andaba correteando para poder verla; y cuando el
domingo por la mañana la sentía en la iglesia, decía un kyrie y un Sanctus esforzándose
bien en mostrarse un gran maestro de canto, que parecía un asno que rebuznase mientras
que, cuando no la veía allí, salía del lance con bastante facilidad; pero lo sabía hacer tan
bien que Bentivegna del Mazzo no se apercibía, ni aún ninguna vecina que ella tuviese.
Y para poder gozar más del trato de doña Belcolor, de cuando en cuando le mandaba
obsequios, y una vez le mandaba un manojillo de ajos frescos, que tenía los más hermosos
del barrio en un huerto suyo que labraba con sus manos, y otra vez una canastilla de habas,
y ahora un manojillo de cebollas de mayo o de escalonias; y cuando le parecía oportuno
mirándola con rostro adusto, con blandura la reprendía, y ella un tanto salvaje, fingiendo no
darse cuenta, se iba a otra parte desdeñosamente; por lo que el señor cura no podía venir al
asunto. Ahora, sucedió un día que, andando el cura en pleno mediodía de un lado a otro por
el barrio, sin ir a ningún sitio, se encontró con Bentivegna del Mazzo con un burro muy
cargado, y dirigiéndole la palabra, le preguntó dónde iba. A quien Bentivegna repuso:
-A fe mía, sire, que en verdad voy hasta la ciudad para un trasunto mío, y le llevo estas
cosas a sir Bonacotti de Cinestreto, que mi ayuda para no sé qué me ha mandado a pedir
para una comparación del parentorio, por su pericolator el juez del dificio.
El cura, contento, dijo:
-Haces bien, hijo; vete con mi bendición y vuelve pronto; y si vieses por casualidad a
Lapuccio o Naldino, no se te vaya de la cabeza decirles que me traigan aquellas correas
para los mayales.
Bentivegna dijo que lo haría; y viniéndose hacia Florencia, pensó el cura que era el
momento de ir a la Belcolor y de probar fortuna; y echándose al camino, no paró hasta que
estuvo en su casa, y entrando adentro, dijo:
-Dios os guarde; ¿quién vive?
Belcolor, que había subido al desván, al oírlo dijo:
-Oh, sire, sed bienvenido; ¿qué hacéis por ahí con este calor?
El cura repuso:
-Así Dios me guarde, que me vengo a estar un rato contigo, porque me he encontrado con
tu hombre que se iba a la ciudad.
Belcolor, bajando, se sentó y comenzó a escoger simientes de unas coles que su marido
había cogido poco hacía. El cura comenzó a decirle:
-Bien, Belcolor, ¿vas a hacerme siempre morir de esta manera?
Belcolor comenzó a reírse y a decir:
-¿Qué os hago?
Dijo el cura:
-No me haces nada, pero no me dejas hacerte lo que yo querría y Dios mandó.
Dijo Belcolor:
-Ah, vaya, vaya: ¿pues los curas hacen tales cosas?
El cura repuso:
-Mejores las hacemos que los demás hombres, ¿pues por qué no? Y te digo más, que
nosotros hacemos mucho mejor trabajo; ¿y sabes por qué? Porque molemos sólo cuando el
caz está colmado. Pero, en verdad, muy para tu provecho, si te estás quieta y me dejas
hacer.
Dijo Belcolor:
-¿Y qué provecho iba yo a sacar de ahí, que sois todos más avaros que el demontre?
Entonces dijo el cura:
-No lo sé; tú pide, ¿quieres un par de escarpines, o quieres una cinta del pelo o quieres un
buen cinturón de estambre?, o lo que quieras.
Dijo Belcolor:
-¡Basta, hermano! Esas cosas las tengo; pero si me amáis tanto, ¿por qué no me prestáis un
servicio y yo haré lo que queráis?
Entonces dijo el cura:
-Di lo que quieras y lo haré de buena gana.
Belcolor dijo entonces:
-Tengo que ir a Florencia el sábado a entregar una lana que he hilado y a llevar a arreglar el
telar; y si me prestáis cinco liras, que sé que las tenéis, recogeré en el usurero mi saya color
púrpura y el cinturón de fiesta que traje de dote, que veis que no puedo ir de romería ni a
ningún lugar porque no lo tengo; y luego siempre haré lo que queráis.
Repuso el cura:
-Así Dios me dé salud como que no las llevo encima; pero créeme que, antes que llegue el
sábado, haré que las tengas de muy buena gana.
-Sí -dijo Belcolor-, todos prometéis mucho y luego no lo mantenéis: ¿creéis que vais a
hacerme como le hicisteis a Biliuzza, que se fue con el dominus vobiscum? Por Dios que
no lo haréis, que ella es una mujer perdida a cuenta de ello; ¡si no las tenéis, idos a
buscarlas!
-¡Ah! -dijo el cura-, no me hagas ahora ir hasta casa, que ves que tengo tan derecha la
suerte y hasta que no hay nadie, y tal vez cuando volviese habría aquí alguien que lo
impediría; y no sé cuándo va a ponérseme tan bien como ahora.
Y ella dijo:
-Basta: si queréis ir, iros; si no, aguantaos.
El cura, viendo que no estaba dispuesta a hacer nada que él quisiera sino salvum me fac y él
lo quería hacer sine custodia, dijo:
-Mira, tú no me crees que te las traiga; para que me creas te dejaré en prenda este tabardo
mío de paño turqués.
Belcolor levantó la vista y dijo:
-Así este tabardo, ¿y qué vale?
Dijo el cura:
-¿Cómo qué vale? Quiero que sepas que es de dulleta y hasta de trelleta, y hay en nuestro
pueblo quien lo tiene por de cuadralleta; y no hace todavía quince días que me costó en
Lotto el revendedor mis buenas siete liras, y me ahorré unas cinco liras por lo que me dijo
Buglietto del Erta que sabes que es tan entendido en estos paños turqueses.
-¡Ah!, ¿es así? -dijo Belcolor-, así me ayude Dios como que nunca lo hubiese pensado; pero
dádmelo como primicias.
El señor cura, que tenía la ballesta cargada, quitándose el tabardo se lo dio; y ella que lo
hubo guardado, dijo:
-Sire, idos a aquella cabaña, que allí nunca entra nadie.
Y así hicieron; y allí el cura, dándole los más dulces besazos del mundo y haciéndola
pariente de Dios Nuestro Señor, con ella un gran rato se solazó; luego, yéndose en sotana,
que parecía que viniese de oficiar en unas bodas, se volvió a sagrado. Allí, pensando que
cuantos cabos de vela recogía en todo el año de oferta no valían la mitad de cinco liras, le
pareció haber hecho mal, y se arrepintió de haber dejado el tabardo y comenzó a pensar en
qué modo podía recuperarlo sin costos. Y porque era un tanto maliciosillo, pensó muy bien
qué debía hacer para recuperarlo, y lo hizo; porque al día siguiente, que era fiesta, mandó a
un muchacho de un vecino suyo a casa de esta doña Belcolor y le pidió que le pluguiera
prestarle su mortero de piedra, porque almorzaba con él Binguccio del Poggio y Nuto
Buglietti, y que quería hacer una salsa. Belcolor se lo mandó; y cuando llegó la hora de
almorzar, el cura mandó averiguar cuándo se ponían a la mesa Bentivegna del Mazzo y
Belcolor, y llamado su monaguillo, le dijo:
-Coge aquel mortero y devuélvelo a Belcolor, y dile: «Dice el sire que os lo agradece
mucho, y que le devolváis el tabardo que el muchachito os dejó en prenda».
El monaguillo fue a casa de Belcolor con el mortero y la encontró con Bentivegna a la mesa
almorzando, y dejando allí encima el mortero, dio el recado del cura. Belcolor, al oírse
pedir el tabardo quiso contestar; pero Bentivegna, con mal gesto, dijo:
-¿Desde cuándo le tomas nada en prenda al sire? Voto a Cristo que me vienen ganas de
darte un gran pescozón; ve y devuélveselo pronto, mala fiebre te dé, y cuida que de nada
que quiera alguna vez, aunque quisiese nuestro burro, no ya otra cosa, le digas que no.
Belcolor se levantó barbotando y, yendo al arcón, sacó de allí el tabardo y se lo dio al
monaguillo, y dijo:
-Dirás esto al sire de mi parte: «Belcolor dice que promete a Dios que no machacaréis más
salsas en su mortero, que no le habéis hecho ningún honor con esto».
El monaguillo se fue con el tabardo y dio el recado al sire; al que el cura, riendo, dijo:
-Le dirás cuando la veas que, si no me presta el mortero yo no le prestaré el mazo; vaya lo
uno por lo otro.
Bentivegna creyó que la mujer había dicho aquellas palabras porque él la había reprendido,
y no se preocupó por ello; pero Belcolor, que había quedado burlada, se encolerizó con el
cura y le negó la palabra hasta la vendimia; después, habiéndola amenazado el cura con
hacerla ir a la boca del mayor de los Luciferes, por puro miedo, con el mosto y con las
castañas se reconcilió con él, y muchas veces luego estuvieron juntos de juerga; y a cambio
de las cinco liras le hizo el cura poner un pergamino nuevo al címbalo y le colgó de él un
cascabelillo, y ella se contentó.
El cocinero Chichibio
[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra ciudad como hombre eminente, liberal


y espléndido, y viviendo vida hidalga, halló siempre placer en los perros y en los
pájaros, por no citar aquí otras de sus empresas de mayor monta. Pues bien;
habiendo un día este caballero cazado con un halcón suyo una grulla¹ cerca de
Perétola y hallando que era tierna y bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente
cocinero, llamado Chichibio, con orden de que se la asase y aderezase bien.
Chichibio, que era tan atolondrado como parecía, una vez aderezada la grulla, la
puso al fuego y empezó a asarla con todo esmero.
Estaba ya casi a punto y despedía el más apetitoso olor el ave, cuando se presentó
en la cocina una aldeana llamada Brunetta, de la que el marmitón² estaba
perdidamente enamorado; y percibiendo la intrusa el delicioso vaho y viendo la
grulla, empezó a pedirle con empeño a Chichibio que le diese un muslo de ella.
Chichibio le contestó canturreando:

-No la esperéis de mí, Brunetta, no; no la esperéis de mí.

Con lo que Brunetta irritada, saltó, diciendo:

-Pues te juro por Dios que si no me lo das, de mí no has de conseguir nunca ni tanto
así.

Cuanto más Chichibio se esforzaba por desagraviarla, tanto más ella se encrespaba;
así es que, al fin, cediendo a su deseo de apaciguarla, separó un muslo del ave y se
lo ofreció.

Luego, cuando les fue servida a Currado y a ciertos invitados, advirtió aquel la falta
y extrañándose de ello hizo llamar a Chichibio y le preguntó qué había sido del
muslo de la grulla. A lo que el tramposo veneciano contestó en el acto, sin atascarse:
-Las grullas, señor, no tienen más que una pata y un muslo.

Amoscado entonces Currado, opuso:


-¿Cómo diablos dices que no tienen más que un muslo? ¿Crees que no he visto más
grullas que esta?
-Y, sin embargo, señor, así es, como yo os digo; y, si no, cuando gustéis os lo
demostraré con grullas vivas -arguyó Chichibio.
Currado no quiso enconar más la polémica, por consideración a los invitados que
presentes se hallaban, pero le dijo:

-Puesto que tan seguro estás de hacérmelo ver a lo vivo -cosa que yo jamás había
reparado ni oído a nadie- mañana mismo yo dispuesto estoy. Pero por Cristo vivo te
juro que si la cosa no fuese como dices, te haré dar tal paliza que mientras vivas
habrás de acordarte de mi nombre.

Terminada con esto la plática por aquel día, al amanecer de la mañana siguiente,
Currado, a quien el descanso no había despejado el enfado, se levantó cejijunto, y
ordenando que le aparejasen los caballos, hizo montar a Chichibio en un jamelgo y
se encaminó a la orilla de una laguna, en la que solían verse siempre grullas al
despuntar el día.

-Pronto vamos a ver quién de los dos ha mentido ayer, si tú o yo -le dijo al cocinero.
Chichibio, viendo que todavía le duraba el resentimiento al caballero y que le iba
mucho a él en probar que las grullas solo tenían una pata, no sabiendo cómo salir
del aprieto, cabalgaba junto a Currado más muerto que vivo, y de buena gana
hubiera puesto pies en polvorosa si le hubiese sido posible; mas, como no podía, no
hacía sino mirar a todos lados, y cosa que divisaba, cosa que se le antojaba una grulla
en dos pies.

Llegado que hubieron a la laguna, su ojo vigilante divisó antes que nadie una
bandada de lo menos doce grullas, todas sobre un pie, como suelen estar cuando
duermen. Contentísimo del hallazgo, asió la ocasión por los pelos y, dirigiéndose a
Currado, le dijo:

-Bien claro podéis ver, señor, cuán verdad era lo que ayer os dije, cuando aseguré
que las grullas no tienen más que una pata: basta que miréis aquellas.

-Espera, que yo te haré ver que tienen dos -repuso Currado al verlas.

Y, acercándoseles algo más, gritó:

-¡Jojó!
Con lo que las grullas, alarmadas, sacando el otro pie, emprendieron la fuga.
Entonces Currado dijo, dirigiéndose a Chichibio:

-¿Y qué dices ahora, comilón? ¿Tienen, o no, dos patas las grullas?
Chichibio, despavorido, no sabiendo en dónde meterse ya, contestó:
-Verdad es, señor, pero no me negaréis que a la grulla de ayer no le habéis gritado
¡Jojó!, que si lo hubierais hecho, seguramente habría sacado la pata y el muslo como
estas han hecho.

A Currado le hizo tanta gracia la respuesta que todo su resentimiento se le fue en


risas, y dijo:

-Tienes razón, Chichibio: eso es lo que debí haber hecho.

Y así fue como gracias a su viva y divertida respuesta, consiguió el cocinero salvarse
de la tormenta y hacer las pases con su señor.

FIN
El Marido Confesor

El decamerón
Séptima Jornada - Narración quinta
[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

SÉPTIMA JORNADA – NARRACIÓN QUINTA

Un celoso disfrazado de cura confiesa a su mujer, al cual ésta da a entender que ama a
un cura que viene a estar con ella todas las noches, con lo que, mientras el celoso
ocultamente hace guardia a la puerta, la mujer hace entrar a un amante suyo por el
tejado y está con él.

A su argumento puso fin Laureta; y habiendo ya cada uno alabado a la mujer


porque había obrado bien y como a aquel desdichado convenía, el rey, para no
perder tiempo, volviéndose hacia Fiameta, placenteramente le encargó novelar;
por la cual cosa, ella comenzó así:
-Nobilísimas señoras, la precedente historia me lleva a razonar, semejantemente,
sobre un celoso, estimando que lo que sus mujeres les hacen, y máximamente
cuando tienen celos sin motivo está bien hecho. Y si todas las cosas hubiesen
considerado los hacedores de las leyes, juzgo que en esto deberían a las mujeres no
haber adjudicado otro castigo sino el que adjudicaron a quien ofende a alguien
defendiéndose: porque los celosos son hostigadores de la vida de las mujeres
jóvenes y diligentísimos procuradores de su muerte. Están ellas toda la semana
encerradas y atendiendo a las necesidades familiares y domésticas. Deseando,
como todos hacen, tener luego los días de fiesta alguna distracción, algún reposo,
y poder disfrutar algún entretenimiento como lo toman los labradores del campo,
los artesanos de la ciudad y los regidores de los tribunales, como hizo Dios cuando
el día séptimo descansó de todos sus trabajos, y como lo quieren las leyes santas y
las civiles, las cuales al honor de Dios y al bien común de todos mirando, han
distinguido los días de trabajo de los de reposo. A la cual cosa en nada consienten
los celosos, y aquellos días que para todas las otras son alegres, a ellas, teniéndolas
más encerradas y más recluidas, hacen sentir más míseras y dolientes; lo cual,
cuánto y qué consunción sea para las pobrecillas sólo quienes lo han probado lo
saben. Por lo que, concluyendo, lo que una mujer hace a un marido celoso sin
motivo, por cierto no debería condenarse sino alabarse.
Hubo, pues, en Rímini, un mercader muy rico en posesiones y en dinero el cual,
teniendo una hermosísima mujer por esposa, llegó a estar sobremanera celoso de
ella; y no tenía otra razón para ello sino que, como mucho la amaba y la tenía por
muy hermosa y sabía que ella con todo su afán se ingeniaba en agradarle, juzgaba
que todos la amaban y que a todos les parecía hermosa y también que ella se
ingeniaba tanto en agradar a otros como a él (argumento que era de hombre
desdichado y de poco sentimiento). Y así con estos celos tanta vigilancia tenía de
ella y tan sujeta la tenía como tal vez están los que a la pena capital están
condenados, que no están vigilados con tanta severidad por los carceleros. La
mujer, no ya a bodas o a fiestas o a la iglesia no podía ir sino que no osaba ponerse
a la ventana ni mirar fuera de casa por ningún motivo; por la cual cosa su vida era
desdichadísima, y aguantaba tanto más impacientemente este fastidio cuanto
menos culpable se sentía.

Por lo que, viéndose maltratar sin razón por su marido, decidió para consuelo
propio encontrar el modo, si alguno pudiera encontrar, de que con justicia le viese
hecho. Y porque no podía asomarse a la ventana y así no tenía modo de poder
mostrarse contenta del amor de alguno que se lo hubiese manifestado pasando por
su barrio, sabiendo que en la casa de al lado de la suya había un joven apuesto y
amable, pensó que, si algún agujero hubiese en el muro que dividía su casa de
aquélla, mirar por él tantas veces que llegase a ver al joven en manera de poder
hablarle y de darle su amor si quería recibirlo; y, si pudiese encontrarse el modo,
encontrarse con él alguna vez y de esta manera pasar su desdichada vida hasta
tanto que el diablo saliese de su marido.
Y yendo de una parte a otra, cuando su marido no estaba, mirando el muro de la
casa, vio por acaso en una parte asaz secreta de ella el muro abierto un tanto por
una grieta; por lo que, mirando por ella, aunque muy mal pudiese discernir la otra
parte, llegó a darse cuenta de que era una alcoba allí donde daba la grieta y se dijo:

«Si fuese ésta la alcoba de Filippo (es decir, del joven vecino suyo), estaría casi
servida.» Y cautamente a una criada suya, que le tenía lástima, la hizo espiar, y
encontró que verdaderamente el joven allí dormía solo; por lo que, acercándose
con frecuencia a la grieta, y cuando sentía al joven allí, dejando caer piedrecitas y
algunas ramitas secas, tanto hizo que, por ver qué era aquello, el joven se acercó
allí. Al cual ella llamó suavemente y él, que su voz conoció, le respondió; y ella,
teniendo tiempo, en breve le abrió sus pensamientos. De los que muy contento el
joven, hizo de tal manera que de su lado el agujero se hizo mayor, aunque de
manera que nadie pudiese apercibirlo; y por allí muchas veces se hablaban y se
tocaban la mano, pero más adelante no se podía ir por la rígida guardia del celoso.
Ahora, acercándose la fiesta de Navidad, la mujer dijo al marido que, si le placía,
quería ir la mañana de Pascua a la iglesia y confesarse y comulgar como hacen los
otros cristianos; a lo que el celoso dijo:

-¿Y qué pecado has hecho que quieres confesarte?

Dijo la mujer:

-¿Cómo? ¿Crees que soy santa porque me tienes encerrada? Bien sabes que cometo
pecados como las otras personas que así viven; pero no quiero decírtelos a ti, que
no eres cura.

El celoso sintió sospechas con estas palabras y decidió saber qué pecados había
cometido aquélla y pensó el modo en que podría hacerlo; y respondió que le
parecía bien, pero que no quería que fuese a otra iglesia sino a su capilla, y que allí
fuese por la mañana temprano y se confesase con su capellán o con el cura que el
capellán le dijese y no con otro, y se volviera enseguida a casa. A la mujer le
pareció que medio había entendido; pero sin decir nada respondió que así lo haría.
Venida la mañana de Pascua, la mujer se levantó al amanecer y se arregló y se fue
a la iglesia que el marido le había mandado. El celoso, por otra parte, se levantó y
se fue a aquella misma iglesia y llegó allí antes que ella; y habiendo ya con el cura
de allí adentro arreglado lo que quería hacer, poniéndose rápidamente una de las
sotanas del cura con un capuchón grande como el que vemos que llevan los curas,
habiéndoselo echado un poco hacia adelante, se sentó en el coro. La mujer, al
llegar a la iglesia, hizo preguntar por el cura. El cura vino, y oyendo a la mujer que
quería confesarse, dijo que no podía oírla, pero que le mandaría a un compañero
suyo; y yéndose, mandó al celoso a su desgracia. El cual, viniendo muy
gravemente, aunque no fuese muy de día y él se hubiese puesto el capuchón sobre
los ojos, no pudo ocultarse tan bien que no fuese reconocido prestamente por la
mujer; la cual, al ver aquello, se dijo a sí misma:

«Alabado sea Dios, que éste de celoso se ha hecho cura; pero dejadlo, que le daré lo
que está buscando.»

Fingiendo, pues, no conocerlo, se sentó a sus pies. Micer celoso se había metido
algunas piedrecitas en la boca para que le dificultasen algo el habla, de manera que
la mujer no le reconociese, pareciéndole que en todas las demás cosas estaba del
todo tan transformado que no creía ser reconocido de ningún modo. Pero viniendo
a la confesión, entre las demás cosas que la señora le dijo, habiéndole dicho
primero que estaba casada, fue que estaba enamorada de un cura el cual todas las
noches iba a acostarse con ella.
Cuando el celoso oyó esto le pareció que le habían dado una cuchillada en el
corazón; y si no fuera que le azuzó el deseo de saber más de aquello, habría
abandonado la confesión e ídose; pero quedándose quieto preguntó a la mujer:

-¿Y cómo? ¿No se acuesta con vos vuestro marido?

La mujer contestó:

-Señor, sí.

-Pues -dijo el celoso- ¿cómo puede también acostarse el cura?

-Señor -dijo la mujer-, el arte con que lo hace el cura no lo sé; pero no hay en casa
una puerta tan cerrada que, al tocarla él, no se abra; y me dice él que, cuando ha
llegado a la de mi alcoba, antes de que la abra, dice ciertas palabras por las que mi
marido se duerme incontinenti, y al sentirlo dormido, abre la puerta y se viene
dentro y está conmigo; y esto nunca falla.

Dijo entonces el celoso:

-Señora, esto está mal hecho y tenéis que absteneros por completo de ello.

La mujer le dijo:

-Señor, esto no creo poder hacerlo nunca porque lo amo demasiado.

-Pues yo no podré absolveros.

Le dijo la mujer:

-Lo siento mucho: no he venido aquí para decir mentiras; si creyese que podría
hacerlo os lo diría.

Dijo entonces el celoso:

-En verdad, señora, me dais lástima, que os veo perder el alma con estas cosas;
pero en vuestro servicio quiero pasar trabajos diciendo mis oraciones especiales a
Dios en vuestro nombre, las cuales tal vez os ayuden; y os mandaré alguna vez un
monaguillo mío a quien diréis si os han ayudado o no; y si os ayudan,
continuaremos.

La mujer le dijo:

-Señor, no hagáis tal de mandarme nadie a casa que, si mi marido lo supiese, es


tan celoso que nadie en el mundo le quitaría de la cabeza que venía sino para algo
malo, y nunca más tendré paz con él.

El celoso le dijo:
-Señora, no temáis por esto, que lo haré de tal manera que nunca os dirá una
palabra.

Dijo entonces la señora:

-Si eso os dice el corazón, estoy de acuerdo.

Y dicha la confesión y recibida la penitencia y poniéndose en pie, se fue a oír misa.


El celoso con su desgracia, resoplando, se fue a quitarse las ropas de cura y se
volvió a casa, deseoso de encontrar el modo de poder encontrar juntos al cura y a
la mujer para jugarles una mala pasada al uno y al otro. La mujer volvió de la
iglesia y bien vio en la cara de su marido que le había dado las malas pascuas; pero
él se ingeniaba cuanto podía por ocultar lo que había hecho y lo que le parecía
saber. Y habiendo deliberado consigo mismo pasar la noche siguiente junto a la
puerta de la calle y esperar por si venía el cura, dijo a la mujer:

-Esta noche tengo que ir a cenar y a dormir fuera, y por ello cerraré bien la puerta
de la calle y la de mitad de la escalera y la de la alcoba, y cuando quieras acuéstate.

La mujer repuso:

-En buena hora.

Y cuando tuvo tiempo se fue a la abertura e hizo el signo usado, el cual, al sentirlo
Filippo de inmediato vino allí; la mujer le dijo lo que había hecho por la mañana y
lo que el marido le había dicho después de comer, y luego dijo:

-Estoy segura de que no saldrá de casa sino que se pondrá de guardia a la puerta, y
por ello encuentra el modo de venir esta noche aquí por el tejado, de manera que
estemos juntos.

El joven, muy contento de esto, dijo:

-Señora, dejadme hacer.

Venida la noche, el celoso con sus armas se ocultó silenciosamente en una alcoba
del piso bajo. Y la mujer, habiendo hecho cerrar todas las puertas y máximamente
la de mitad de la escalera para que el celoso no pudiera subir, cuando le pareció
oportuno el joven por un camino muy cauto por su lado se vino, y se fueron a la
cama, dándose el uno al otro satisfacción y buenos ratos; y venido el día, el joven
se volvió a su casa.

El celoso, doliente y sin cenar, muriéndose de frío, casi toda la noche estuvo con
sus armas junto a la puerta esperando que llegase el cura; y acercándose el día, no
pudiendo velar más, en la alcoba del piso bajo se durmió. Luego, cerca de tercia
levantándose, estando ya abierta la puerta de la casa, fingiendo venir de fuera,
subió a su casa y almorzó. Y poco después, mandando un muchachito a guisa del
monaguillo del cura que la había confesado, le preguntó si quien ella sabía había
vuelto allí. La mujer, que muy bien conoció al mensajero, repuso que no había
venido aquella noche y que, si así hacia, podría írsele de la cabeza por más que ella
no querría que de la cabeza se le fuese. ¿Qué debo deciros ahora? El celoso estuvo
muchas noches queriendo coger el cura a la entrada, y la mujer continuamente con
su amante pasándoselo bien. Al final el celoso, que más no podía aguantar, con
airado rostro preguntó a la mujer qué le había dicho al cura la mañana que se había
confesado. La mujer repuso que no quería decírselo porque no era cosa honesta ni
conveniente. El celoso le dijo:
-Mala mujer, a pesar tuyo sé lo que le dijiste, y tengo que saber quién es el cura de
quien estás tan enamorada y que contigo se acuesta todas las noches por sus
ensalmos, o te cortaré las venas.

La mujer dijo que no era verdad que estuviera enamorada de un cura.

-¿Cómo? -dijo el celoso-. ¿No le dijiste esto y esto al cura que te confesó?

La mujer dijo:
-No que te lo hubiera contado sino que hubieras estado presente parece; pero sí
que se lo dije.

-Pues dime -dijo el celoso-, quién es ese cura y pronto.

La mujer se echó a reír y dijo:


-Me agrada mucho cuando a un hombre sabio lo lleva una mujer simple como se
lleva a un borrego por los cuernos al matadero; aunque tú no eres sabio ni lo fuiste
desde aquel momento en que dejaste entrar en el pecho al maligno espíritu de los
celos sin saber por qué; y cuanto más tonto y animal eres mi gloria es menor.
¿Crees tú, marido mío, que soy ciega de los ojos de la cara como tú lo eres de los de
la mente? Cierto que no; y mirando supe quién fue el cura que me confesó y sé que
fuiste tú; pero me propuse darte lo que andabas buscando y te lo di. Pero si
hubieses sido sabio como crees, no habrías de aquella manera intentado saber los
secretos de tu honrada mujer, y sin sentir vanas sospechas te habrías dado cuenta
de que lo que te confesaba era la verdad sin que en ella hubiera nada de pecado. Te
dije que amaba a un cura; ¿y no eras tú, a quien equivocadamente amo, cura? Te
dije que ninguna puerta de mi casa podía estar cerrada cuando quería acostarse
conmigo; ¿y qué puerta te ha resistido alguna vez en tu casa donde allí donde yo
estuviera has querido venir? Te dije que el cura se acostaba conmigo todas las
noches; ¿y cuándo ha sido que no te acostases conmigo? Y cuantas veces me
mandaste a tu monaguillo, tantas sabes, cuantas no estuviste conmigo, te mandé a
decir que el cura no había estado. ¿Qué otro desmemoriado sino tú, que por los
celos te has dejado cegar, no habría entendido estas cosas? ¡Y te has estado en
casa vigilando la puerta y crees que me has convencido de que te has ido fuera a
cenar y a dormir! ¡Vuelve en ti ya y hazte hombre como solías ser y no hagas hacer
burla de ti a quien conoce tus costumbres como yo, y deja esa severa guarda que
haces, que te juro por Dios que si me vinieran ganas de ponerte los cuernos, si
tuvieras cien ojos en vez de dos, me daría el gusto de hacer lo que quisiera de
guisa, que tú no te enterarías!
El desdichado celoso, a quien le parecía haberse enterado muy astutamente del
secreto de la mujer, al oír esto se tuvo por burlado; y sin responder nada tuvo a la
mujer por sabia y por buena, y cuando tenía que ser celoso se despojó de los celos,
así como se los había vestido cuando no tenía necesidad de ellos. Por lo que la
discreta mujer, casi con licencia para hacer su gusto, sin hacer venir a su amante
por el tejado como los gatos sino por la puerta, discretamente obrando luego,
muchas veces se dio con él buenos ratos y alegre vida.
El mechón de cabello
[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

Agilulfo, monarca de los longobardos, estableció en Paria, ciudad de Lombardía, la


base de su soberanía. Como sus antecesores, cogió por mujer a Tendelinga, viuda de
Autari, también soberano de los longobardos.
La señora era hermosísima, prudente y honrada, pero desafortunada en afectos. Y,
yendo muy bien las cosas de los longobardos por la virtud y la razón de Agilulfo,
aconteció que un palafrenero¹ de la nombrada reina, hombre de muy ruin condición
por su nacimiento, pero superior en su oficio, y arrogante en su persona, se enamoró
intensamente de la reina, y como su baja condición no le impedía advertir que aquel
amor escapaba a toda conveniencia, a nadie se lo declaró, ni siquiera a ella con su
mirada.

Y sin esperanza alguna siguió viviendo. Pero se jactaba consigo mismo de haber
puesto sus pensamientos en tan alto lugar y, ardiendo en amoroso calor, se dedicaba
a hacer mejor que sus compañeros lo que a su reina pudiese complacer. Por esto,
cuando la reina deseaba cabalgar, prefería de entre todos al palafrén, lo que él tenía
como un privilegio, y no se apartaba de ella, juzgándose afortunado algunas veces
si podía rozarle los vestidos.
Pero el amor, como muchas veces vemos, cuando tiene menos esperanza suele
aumentar, y así le sucedía al pobre palafrenero, que hallaba insoportable mantener
su escondido deseo, al que ninguna esperanza ayudaba. Y muchas veces, no
logrando librarse de su amor, pensó en morir. Y, reflexionando cómo lograrlo,
decidió que fuese de tal manera que se notara que moría por el amor que había
puesto y profesaba a la reina, y se propuso que fuera de manera que la fortuna le
diese la posibilidad de obtener, totalmente o en parte, la satisfacción de su anhelo.

No deseó manifestar nada a la reina, ni expresole su amor escribiéndole, ya que


sabía que era infructuoso hablar o escribir, mas resolvió ensayar si era posible, por
ingenio, con ella acostarse. Mas no veía otro medio ni recurso que hacerse pasar por
el rey, el cual no dormía con la reina de continuo.
Y para a ella llegar y entrar en su estancia, procuró el hombre averiguar en qué forma
y hábito iba allá el rey. Y así muchas veces, durante la noche, se escondió en una
gran sala del real palacio a la que daban los aposentos de la reina y del rey. Y una
noche vio a Agilulfo salir de su cámara envuelto en un gran manto, en una mano
una antorcha encendida y en la otra una varita, y en llegando a la puerta de la reina,
sin nada decir, golpeó la madera con la vara una vez o dos, y abriose la puerta y
quitáronle la antorcha de la mano.

Y esto visto, y vuelto a ver, pensó el palafrenero que él debía hacer otro tanto, y
mandó que le aderezasen un manto semejante al del rey, y, provisto de una antorcha
y una vara, una noche, tras lavarse bien en un baño para que la reina no advirtiese
el olor del estiércol y con él el engaño, en la sala, como solía, se escondió.

Y notando que ya todos dormían, pensó que era momento de conseguir su deseo, o,
con alta razón, la muerte que arrostraba, y, haciendo con la yesca y eslabón que
llevaba encima un poco de fuego, encendió la luz y, envuelto en el manto, se acercó
al umbral y dos veces llamó con la vara. Abrió la puerta una soñolienta camarera,
que le retiró y apartó la luz y él, sin decir nada, traspasó la cortina, quitose la capa y
acostose donde la reina dormía. Deseosamente la tomó en sus brazos, y, fingiéndose
conturbado por saber que en esos casos nunca el rey quería oír nada, sin nada decir
ni que le dijesen, conoció carnalmente varias veces a la reina aquella noche.
Apesadumbrábale partir, pero comprendiendo que el mucho retardarse podía
volverle en tristeza el deleite obtenido, se levantó, púsose el manto, empuñó la luz
y, sin nada hablar, se fue y volviose a su lecho tan presto como pudo.

Y apenas había llegado allá cuando el rey, alzándose, fue a la cámara de la reina, de
lo que ella se maravilló mucho, y entrando en el lecho y alegremente saludándola,
ella, adquiriendo osadía con el júbilo de su marido, dijo:
-Señor, ¿qué novedad es la de esta noche? Ha instantes que os partisteis de mí y más
que de costumbre os habéis refocilado conmigo, ¿y tan pronto volvéis? Mirad lo que
hacéis.
Al oír tales palabras, el rey presumió que la reina había sido engañada por alguna
similitud de persona y costumbres, pero como discreto, en el acto pensó que, pues
la reina no lo había advertido, ni nadie más, valía más no hacérselo comprender, lo
que muchos necios no hubiesen hecho, sino que habrían dicho: “Yo no fui. ¿Quién
fue ¿Cómo se fue y cómo vino?” De lo que habrían difamado muchas cosas con las
cuales hubiera a la inocente mujer contristado, y aun quizás héchole venir en deseo
el volver a desear lo que ya había sentido. Y lo que, callándolo, ninguna afrenta le
podía inferir, hubiera, de hablar, irrogándole vituperio. Y así el rey respondió, más
turbado en su ánimo que en su semblante y palabras:

-¿No os parezco, mujer, hombre capaz de estar una vez acá y tornar luego?

-Sí, mi señor, pero, con todo, ruégoos que miréis por vuestra salud.

Entonces dijo el rey:


-A mí me place seguir vuestro consejo y, por tanto, sin más molestia daros, me
vuelvo.
Y, con el ánimo lleno de ira y de mal talante por lo que ya sabía que le habían hecho,
tomó su manto, salió de la estancia y resolvió con sigilo encontrar al que tan feo
recado le hiciera, imaginando que debía ser alguien de la casa y que no había podido
salir de ella. Y así, encendiendo una lucecita en una linternilla, se fue a una muy
larga casa que había en su palacio sobre las cuadras y en la que dormían casi todos
sus sirvientes en distintos lechos. Y estimando que al que hubiese hecho lo que la
mujer decía no le habría aún cesado la agitación de pulso y corazón por el reciente
afán, con cautelosos pasos, y comenzando por uno de los principales de la casa, a
todos les fue tocando el pecho para saber si les latía el corazón con fuerza.

Los demás dormían, pero no el que había yacido con la reina, por lo cual, viendo
venir al rey e imaginando lo que buscaba, comenzó a temer mucho, en términos que
a los pálpitos anteriores de su corazón se agregaron más, por albergar la firme
creencia de que, si el rey algo notaba, le haría morir.
Varias cosas le bulleron en el pensamiento, pero, observando que el rey iba sin
armas, resolvió fingir que dormía y esperar lo que aconteciese.

Y habiendo dado el rey muchas vueltas, sin que le pareciese encontrar al culpable,
llegose al palafrenero, y observando cuán fuerte le latía el corazón, se dijo: “Éste
es”. Pero como no quería que nadie se percatase de lo que pensaba hacer, se
contentó, usando unas tijeras que llevaba, con tonsurar al hombre parte de los
cabellos, que entonces se llevaban muy largos, a fin de poderle reconocer al
siguiente día; y, esto hecho, volviose a su cámara.

El hombre, que todo lo había sentido y era malicioso, comprendió por qué le habían
señalado así y, sin esperar a más, se levantó y, buscando un par de tijeras que había
en el establo para el servicio de los caballos, a todos los que allí yacían, andando sin
ruido, les cortó parte del cabello por encima de la oreja y, sin ser sentido, se volvió
a dormir.

El rey, al levantarse por la mañana, mandó que, antes de que las puertas del palacio
se abriesen, se le presentase toda la servidumbre, y así se hizo. Y estando todos ante
él con la cabeza descubierta, y viendo a casi todos con el cabello de análogo modo
cortado, se maravilló y dijo para sí: “El que ando buscando, aunque sea de baja
condición, muestra da de tener mucho sentido”. Y, reconociendo que no podía, sin
escándalo, descubrir al que buscaba, y no queriendo por pequeña venganza sufrir
gran afrenta, resolvió con cortas palabras hacerle saber que él había reparado en las
cosas ocurridas y, vuelto a todos, dijo:

-Quien lo hizo, no lo haga más, e id con Dios.


Otro les habría hecho interrogar, atormentarlos, examinarlos e insistirlos, y así
habría descubierto lo que todos deben ocultar, y al descubrirlo, aunque tomase
entera venganza, habría aumentado su afrenta y empeñado la honestidad de su
mujer. Los que sus palabras oyeron se pasmaron y largamente trataron entre sí de
lo que el rey había querido significar, pero nadie entendió nada, salvo aquel que
tenía motivos para ello. El cual, como discreto, nunca, mientras vivió el rey,
esclareció el caso, ni nunca más su vida con tan expuesto acto confió a la Fortuna.

FIN
El velo de la abadesa

El decamerón
Novena Jornada - Narración segunda
[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

NOVENA JORNADA – NARRACIÓN SEGUNDA


Se levanta una abadesa apresuradamente y a oscuras para encontrar a una monja suya,
delatada a ella, en la cama con su amante, y estando un cura con ella, creyendo que se
ponía en la cabeza las tocas, se puso los calzones del cura, los cuales, viéndolos la
acusada, y haciéndoselo observar, fue absuelta de la acusación y tuvo libertad para estar
con su amante.

Ya se callaba Filomena y había sido alabado por todos el buen juicio de la señora para
quitarse de encima a aquellos a quienes no quería amar; y, por el contrario, no amor sino
tontería había sido juzgada por todos la osada presunción de los amantes, cuando la reina a
Elisa dijo graciosamente:
-Elisa, sigue.
La cual, prestamente, comenzó:
-Carísimas señoras, discretamente supo doña Francesca, como se ha contado, librarse de lo
que la molestaba; pero una joven monja, con la ayuda de la fortuna, se libró, con las
palabras oportunas, de un amenazador peligro. Y como sabéis, son muchos los que, siendo
estultísimos, maestros se hacen de los demás y reprensores, los cuales, tal como podréis
comprender por mi historia, la fortuna algunas veces merecidamente vitupera; y ello le
sucedió a una abadesa bajo cuya obediencia estaba la monja de la que debo hablar.
Debéis saber, pues, que en Lombardía hubo un monasterio famosísimo por su santidad y
religión en el cual, entre otras monjas que allí había, había una joven de sangre noble y de
maravillosa hermosura dotada, la cual, llamada Isabetta, habiendo venido un día a la reja
para hablar con un pariente suyo, de un apuesto joven que con él estaba se enamoró; y éste,
viéndola hermosísima, ya su deseo habiendo entendido con los ojos, semejantemente se
inflamó por ella, y no sin gran tristeza de los dos, este amor durante mucho tiempo
mantuvieron sin ningún fruto.
Por fin, estando los dos atentos a ello, vio el joven una vía para poder ir a su monja
ocultísimamente; con lo que, alegrándose ella, no una vez, sino muchas, con gran placer de
los dos, la visitó. Pero continuando esto, sucedió que él, una noche, fue visto por una de las
señoras de allá adentro (sin que ni él ni ella se apercibiesen) ir a ver a Isabetta y volver; lo
que a otras cuantas comunicó. Y primero tomaron la decisión de acusarla a la abadesa, la
cual doña Usimbalda tenía por nombre, buena y santa señora según su opinión y de
cualquiera que la conociese; luego pensaron, para que no pudiese negarlo, en hacer que la
abadesa la cogiese con el joven, y, así, callándose, se repartieron entre sí las vigilias y las
guardias secretamente para cogerla. Y, no cuidándose Isabetta de esto ni sabiendo nada de
ello, sucedió que le hizo venir una noche; lo que inmediatamente supieron las que estaban a
la expectativa. Las cuales, cuando les pareció oportuno, estando ya la noche avanzada, se
dividieron en dos y una parte se puso en guardia a la puerta de la celda de Isabetta y otra se
fue corriendo a la alcoba de la abadesa, y dando golpes en la puerta de ésta, que ya
contestaba, dijeron:
-¡Sús!, señora, levantaos deprisa, que hemos encontrado a Isabetta con un joven en la celda.
Estaba aquella noche la abadesa acompañada de un cura al cual hacia venir con frecuencia
metido en un arcón; y, al oír esto, temiendo que las monjas fuesen a golpear tanto la puerta
(por demasiada prisa o demasiado afán) que se abriese, apresuradamente se puso en pie y lo
mejor que pudo se vistió a oscuras, y creyendo coger unas tocas dobladas que llevan sobre
la cabeza y las llaman «el salterio», cogió los calzones del cura, y tanta fue la prisa que, sin
darse cuenta, en lugar del salterio se los echó a la cabeza y salió, y prestamente se cerró la
puerta tras ella, diciendo:
-¿Dónde está esa maldita de Dios?
Y con las demás, que tan excitadas y atentas estaban para que encontrasen a Isabetta en
pecado que de lo que llevase en la cabeza la abadesa no se dieron cuenta, llegó a la puerta
de la celda de ésta y, ayudada por las otras, la echó abajo; y entradas dentro, en la cama
encontraron a los dos amantes abrazados, los cuales, de un tan súbito acontecimiento
aturdidos, no sabiendo qué hacerse, se estuvieron quietos.
La joven fue incontinenti cogida por las otras monjas y, por orden de la abadesa, llevada a
capítulo. El joven se había quedado y, vistiéndose, esperaba a ver en qué acababa la cosa,
con la intención de jugar una mala pasada a cuantas pudiera alcanzar si a su joven fuese
hecho algún mal, y llevársela con él. La abadesa, sentándose en el capítulo, en presencia de
todas las monjas, que solamente a la culpable miraban, comenzó a decirle las mayores
injurias que nunca a una mujer fueron dichas, como a quien la santidad, la honestidad y la
buena fama del monasterio con sus sucias y vituperables acciones, si afuera fuese sabido,
todo lo contaminaba; y tras las injurias añadía gravísimas amenazas. La joven, vergonzosa
y tímida, como culpable, no sabía qué responder, sino que callando, hacía a las demás sentir
compasión de ella. Y multiplicando la abadesa sus historias, le ocurrió a la joven levantar la
mirada y vio lo que la abadesa llevaba en la cabeza y las cintas que de acá y de allá le
colgaban; por lo que, dándose cuenta de lo que era, tranquilizada por completo, dijo:
-Señora, así os ayude Dios, ataos la cofia y luego me diréis lo que queráis.
La abadesa, que no la entendía, dijo:
-¿Qué cofia, mala mujer? ¿Tienes el rostro de decir gracias? ¿Te parece que has hecho algo
con lo que vayan bien las bromas?
Entonces la joven, otra vez, dijo:
-Señora, os ruego que os atéis la cofia; después decidme lo que os plazca.
Con lo que muchas de las monjas levantaron la mirada a la cabeza de la abadesa, y ella
también llevándose a ella las manos, se dieron cuenta de por qué Isabetta decía aquello; con
lo que la abadesa, dándose cuenta de su misma falta y viendo que por todas era vista y no
podía ocultarla, cambió de sermón, y de guisa muy distinta de la que había comenzado
empezando a hablar, llegó a la conclusión de que era imposible defenderse de los estímulos
de la carne; y por ello calladamente, como se había hecho hasta aquel día, dijo que cada una
se divirtiera cuanto pudiese. Y poniendo en libertad a la joven, se volvió a acostarse con su
cura, e Isabetta con su amante, al cual muchas veces después, a pesar de aquellas que le
tenían envidia, lo hizo venir allí; las demás que no tenían amante, lo mejor que pudieron
probaron fortuna.
Griselda
[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

Voy a contar de un marqués no una cosa magnífica, sino una solemne barbaridad,
aunque terminase con buen fin; la cual no aconsejo a nadie que la imite porque una
gran lástima fue que a aquél le saliese bien. Hace ya mucho tiempo, fue el mayor de
la casa de los marqueses de Saluzzo un joven llamado Gualtieri, el cual estando sin
mujer y sin hijos, no pasaba en otra cosa el tiempo sino en la cetrería y en la caza, y
ni de tomar mujer ni de tener hijos se ocupaban sus pensamientos; en lo que había
que tenerlo por sabio. La cual cosa, no agradando a sus vasallos, muchas veces le
rogaron que tomase mujer para que él sin herederos y ellos sin señor no se quedasen,
ofreciéndole a encontrársela tal, y de tal padre y madre descendiente, que buena
esperanza pudiesen tener, y alegrarse mucho con ello. A los que Gualtieri repuso:

-Amigos míos, me obligáis a algo que estaba decidido a no hacer nunca,


considerando qué dura cosa sea encontrar alguien que bien se adapte a las
costumbres de uno, y cuán grande sea la abundancia de lo contrario, y cómo es una
vida dura la de quien da con una mujer que no le convenga bien. Y decir que creéis
por las costumbres de los padres y de las madres conocer a las hijas, con lo que
argumentáis que me la daréis tal que me plazca, es una necedad, como sea que no
sepa yo cómo podéis saber quiénes son sus padres ni los secretos de sus madres; y
aun conociéndolos, son muchas veces los hijos diferentes de los padres y las madres.
Pero puesto que con estas cadenas os place anudarme, quiero daros gusto; y para
que no tenga que quejarme de nadie sino de mí, si mal sucediesen las cosas, quiero
ser yo mismo quien la encuentre, asegurándoos que, sea quien sea a quien elija, si
no es como señora acatada por vosotros, experimentaréis para vuestro daño cuán
penoso me es tomar mujer a ruegos vuestros y contra mi voluntad.

Los valerosos hombres respondieron que estaban de acuerdo con que él se decidiese
a tomar mujer. Habían gustado a Gualtieri hacía mucho tiempo las maneras de una
pobre jovencita que vivía en una villa cercana a su casa, y pareciéndole muy
hermosa, juzgó que con ella podría llevar una vida asaz feliz; y por ello, sin más
buscar, se propuso casarse con ella; y haciendo llamar a su padre, que era pobrísimo,
convino con él tomarla por mujer. Hecho esto, hizo Gualtieri reunirse a todos sus
amigos de la comarca y les dijo:
-Amigos míos, os ha placido y place que me decida a tomar mujer, y me he dispuesto
a ello más por complaceros a vosotros que por deseo de mujer que tuviese. Sabéis lo
que me prometisteis: es decir, que estaríais contentos y acataríais como señora a
cualquiera que yo eligiese; y por ello, ha llegado el momento en que pueda yo
cumpliros mi promesa y en que vos cumpláis la vuestra. He encontrado una joven
de mi gusto muy cerca de aquí que entiendo tomar por mujer y traérmela a casa
dentro de pocos días: y por ello, pensad en preparar una buena fiesta de bodas y en
recibirla honradamente para que me pueda sentir satisfecho con el cumplimiento
de vuestra promesa como vos podéis sentiros con el mío.

Los hombres buenos, todos contentos, respondieron que les placía y que, fuese
quien fuese, la tendrían por señora y la acatarían en todas las cosas como a señora;
y después de esto todos se pusieron a preparar una buena y alegre fiesta, y lo mismo
hizo Gualtieri. Hizo preparar unas bodas grandísimas y hermosas, e invitar a muchos
de sus amigos y parientes y a muchos gentileshombres y a otros de los alrededores;
y además de esto hizo cortar y coser muchas ropas hermosas y ricas según las
medidas de una joven que en la figura le parecía como la jovencita con quien se
había propuesto casarse, y además de esto dispuso cinturones y anillos y una rica y
bella corona, y todo lo que se necesitaba para una recién casada. Y llegado el día que
había fijado para las bodas, Gualtieri, a la hora de tercia, montó a caballo, y todos
los demás que habían venido a honrarlo; y teniendo dispuestas todas las cosas
necesarias, dijo:

-Señores, es hora de ir a por la novia.

Y poniéndose en camino con toda su comitiva llegaron al villorrio; y llegados a casa


del padre de la muchacha, y encontrándola a ella que volvía de la fuente con agua,
con mucha prisa para ir después con otras mujeres a ver la novia de Gualtieri,
cuando la vio Gualtieri la llamó por su nombre -es decir, Griselda- y le preguntó
dónde estaba su padre; a quien ella repuso vergonzosamente:

-Señor mío, está en casa.


Entonces Gualtieri, echando pie a tierra y mandando a todos que esperasen, solo
entró en la pobre casa, donde encontró al padre de ella, que se llamaba Giannúculo,
y le dijo:

-He venido a casarme con Griselda, pero antes quiero que ella me diga una cosa en
tu presencia.
Y le preguntó si siempre, si la tomaba por mujer, se ingeniaría en complacerle y en
no enojarse por nada que él dijese o hiciese, y si sería obediente, y semejantemente
otras muchas cosas, a las cuales, a todas contestó ella que sí. Entonces Gualtieri,
cogiéndola de la mano, la llevó fuera, y en presencia de toda su comitiva y de todas
las demás personas hizo que se desnudase; y haciendo venir los vestidos que le había
mandado hacer, prestamente la hizo vestirse y calzarse, y sobre los cabellos, tan
despeinados como estaban, hizo que le pusieran una corona, y después de esto,
maravillándose todos de esto, dijo:

-Señores, ésta es quien quiero que sea mi mujer, si ella me quiere por marido.

Y luego, volviéndose a ella, que avergonzada de sí misma y titubeante estaba, le dijo:

-Griselda, ¿me quieres por marido?

A quien ella repuso:

-Señor mío, sí.

Y él dijo:

-Y yo te quiero por mujer.

Y en presencia de todos se casó con ella; y haciéndola montar en un palafrén,


honrosamente acompañada se la llevó a su casa. Hubo allí grandes y hermosas
bodas, y una fiesta no diferente de que si hubiera tomado por mujer a la hija del rey
de Francia. La joven esposa pareció que con los vestidos había cambiado el ánimo y
el comportamiento. Era, como ya hemos dicho, hermosa de figura y de rostro, y todo
lo hermosa que era pareció agradable, placentera y cortés, que no hija de Giannúculo
y pastora de ovejas parecía haber sido sino de algún noble señor; de lo que hacía
maravillarse a todo el mundo que antes la había conocido; y además de esto era tan
obediente a su marido y tan servicial que él se tenía por el más feliz y el más pagado
hombre del mundo; y de la misma manera, para con los súbditos de su marido era
tan graciosa y tan benigna que no había ninguno de ellos que no la amase y que no
la honrase de grado, rogando todos por su bien y por su prosperidad y por su
exaltación, diciendo (los que solían decir que Gualtieri había obrado como poco
discreto al haberla tomado por mujer) que era el más discreto y el más sagaz hombre
del mundo, porque ninguno sino él habría podido conocer nunca la alta virtud de
ésta escondida bajo los pobres paños y bajo el hábito de villana. Y en resumen, no
solamente en su marquesado, sino en todas partes, antes de que mucho tiempo
hubiera pasado, supo ella hacer de tal manera que hizo hablar de su valor y de sus
buenas obras, y volver en sus contrarias las cosas dichas contra su marido por causa
suya (si algunas se habían dicho) al haberse casado con ella. No había vivido mucho
tiempo con Gualtieri cuando se quedó embarazada, y en su momento parió una niña,
de lo que Gualtieri hizo una gran fiesta. Pero poco después, viniéndosele al ánimo
un extraño pensamiento, esto es, de querer con larga experiencia y con cosas
intolerables probar su paciencia, primeramente la hirió con palabras, mostrándose
airado y diciendo que sus vasallos muy descontentos estaban con ella por su baja
condición, y especialmente desde que veían que tenía hijos, y de la hija que había
nacido, tristísimos, no hacían sino murmurar. Cuyas palabras oyendo la señora, sin
cambiar de gesto ni de buen talante en ninguna cosa, dijo:
-Señor mío, haz de mí lo que creas que mejor sea para tu honor y felicidad, que yo
estaré completamente contenta, como que conozco que soy menos que ellos y que
no era digna de este honor al que tú por tu cortesía me trajiste.

Gualtieri amó mucho esta respuesta, viendo que no había entrado en ella ninguna
soberbia por ningún honor de los que él u otros le habían hecho. Poco tiempo
después, habiendo con palabras generales dicho a su mujer que sus súbditos no
podían sufrir a aquella niña nacida de ella, informando a un siervo suyo, se lo
mandó, el cual con rostro muy doliente le dijo:
-Señora, si no quiero morir tengo que hacer lo que mi señor me manda. Me ha
mandado que coja a esta hija vuestra y que… -y no dijo más.

La señora, oyendo las palabras y viendo el rostro del siervo, y acordándose de las
palabras dichas, comprendió que le había ordenado que la matase; por lo que
prestamente, cogiéndola de la cuna y besándola y bendiciéndola, aunque con gran
dolor en el corazón sintiese, sin cambiar de rostro, la puso en brazos del siervo y le
dijo:

-Toma, haz por entero lo que tu señor y el mío te ha ordenado; pero no dejes que
los animales y los pájaros la devoren salvo si él lo mandase.

El siervo, cogiendo a la niña y contando a Gualtieri lo que dicho había la señora,


maravillándose él de su paciencia, la mandó con ella a Bolonia a casa de una
pariente, rogándole que sin nunca decir de quién era hija, diligentemente la criase
y educase. Sucedió después que la señora se quedó embarazada, y al debido tiempo
parió un hijo varón, lo que carísimo fue a Gualtieri; pero no bastándole lo que había
hecho, con mayor golpe hirió a su mujer, y con rostro airado le dijo un día:
-Mujer, desde que tuviste este hijo varón de ninguna guisa puedo vivir con esta
gente mía, pues tan duramente se lamentan que un nieto de Giannúculo deba ser su
señor después de mí, por lo que dudo que, si no quiero que me echen, no tenga que
hacer lo que hice otra vez, y al final dejarte y tomar otra mujer. La mujer le oyó con
paciente ánimo y no contestó sino:

-Señor mío, piensa en contentarte a ti mismo y satisfacer tus gustos, y no pienses


en mí, porque nada me es querido sino cuando veo que te agrada.
Luego de no muchos días, Gualtieri, de aquella misma manera que había mandado
por la hija, mandó por el hijo, y semejantemente mostrando que lo había hecho
matar, a criarse lo mandó a Bolonia, como había mandado a la niña; de la cual cosa,
la mujer, ni otro rostro ni otras palabras dijo que había dicho cuando la niña, de lo
que Gualtieri mucho se maravillaba, y afirmaba para sí mismo que ninguna otra
mujer podía hacer lo que ella hacía: y si no fuera que afectuosísima con los hijos,
mientras a él le placía, la había visto, habría creído que hacía aquello para no
preocuparse más de ellos, mientras que sabía que lo hacía como discreta. Sus
súbditos, creyendo que había hecho matar a sus hijos mucho se lo reprochaban y lo
reputaban como hombre cruel, y de su mujer tenían gran compasión; la cual, con las
mujeres que con ella se dolían de los hijos muertos de tal manera nunca dijo otra
cosa sino que aquello le placía a aquel que los había engendrado.
Pero habiendo pasado muchos años después del nacimiento de la niña, pareciéndole
tiempo a Gualtieri de hacer la última prueba de la paciencia de ella, a muchos de los
suyos dijo que de ninguna guisa podía sufrir más el tener por mujer a Griselda y que
se daba cuenta de que mal y juvenilmente había obrado, y por ello en lo que pudiese
quería pedirle al Papa que le diera dispensa para que pudiera tomar otra mujer y
dejar a Griselda; de lo que le reprendieron muchos hombres buenos, a quienes
ninguna otra cosa respondió sino que tenía que ser así. Su mujer, oyendo estas cosas
y pareciéndole que tenía que esperar volverse a la casa de su padre, y tal vez a
guardar ovejas como había hecho antes, y ver a otra mujer tener a aquel a quien ella
quería todo lo que podía, mucho en su interior sufría; pero, tal como había sufrido
otras injurias de la fortuna, así se dispuso con tranquilo semblante a soportar ésta.
No mucho tiempo después, Gualtieri hizo venir sus cartas falsificadas de Roma, y
mostró a sus súbditos que el Papa, con ellas, le había dado dispensa para poder
tomar otra mujer y dejar a Griselda; por lo que, haciéndola venir delante, en
presencia de muchos le dijo:
-Mujer, por concesión del Papa puedo elegir otra mujer y dejarte a ti; y porque mis
antepasados han sido grandes gentileshombres y señores de este dominio, mientras
los tuyos siempre han sido labradores, entiendo que no seas más mi mujer, sino que
te vuelvas a tu casa con Giannúculo con la dote que me trajiste, y yo luego, otra que
he encontrado apropiada para mí, tomaré.

La mujer, oyendo estas palabras, no sin grandísimo trabajo (superior a la naturaleza


femenina) contuvo las lágrimas, y respondió:

-Señor mío, yo siempre he conocido mi baja condición y que de ningún modo era
apropiada a vuestra nobleza, y lo que he tenido con vos, de Dios y de vos sabía que
era y nunca mío lo hice o lo tuve, sino que siempre lo tuve por prestado; os place
que os lo devuelva y a mí debe placerme devolvéroslo: aquí está vuestro anillo, con
el que os casasteis conmigo, tomadlo. Me ordenáis que la dote que os traje me lleve,
para lo cual ni a vos pagadores ni a mí bolsa ni bestia de carga son necesarios, porque
de la memoria no se me ha ido que desnuda me tomasteis; y si creéis honesto que el
cuerpo en el que he llevado hijos engendrados por vos sea visto por todos, desnuda
me iré; pero os ruego, en recompensa de la virginidad que os traje y que no me llevo,
que al menos una camisa sobre mi dote os plazca que pueda llevarme.
Gualtieri, que mayor gana tenía de llorar que de otra cosa, permaneciendo, sin
embargo, con el rostro impasible, dijo:

-Pues llévate una camisa.


Cuantos en torno estaban le rogaban que le diera un vestido, para que no fuese vista
quien había sido su mujer durante trece años o más salir de su casa tan pobre y tan
vilmente como era saliendo en camisa; pero fueron vanos los ruegos, por lo que la
señora, en camisa y descalza y con la cabeza descubierta, encomendándoles a Dios,
salió de casa y volvió con su padre, entre las lágrimas y el llanto de todos los que la
vieron. Giannúculo, que nunca había podido creer que era cierto que Gualtieri tenía
a su hija por mujer, y cada día esperaba que sucediese esto, había guardado las ropas
que se había quitado la mañana en que Gualtieri se casó con ella; por lo que,
trayéndoselas y vistiéndose ella con ellas, a los pequeños trabajos de la casa paterna
se entregó como antes hacer solía, sufriendo con esforzado ánimo el duro asalto de
la enemiga fortuna. Cuando Gualtieri hubo hecho esto, hizo creer a sus súbditos que
había elegido a una hija de los condes de Pánago ; y haciendo preparar grandes
bodas, mandó a buscar a Griselda; a quien, cuando llegó, dijo:

-Voy a traer a esta señora a quien acabo de prometerme y quiero honrarla en esta
primera llegada suya; y sabes que no tengo en casa mujeres que sepan arreglarme
las cámaras ni hacer muchas cosas necesarias para tal fiesta; y por ello tú, que mejor
que nadie conoces estas cosas de casa, pon en orden lo que haya que hacer y haz que
se inviten las damas que te parezcan y recíbelas como si fueses la señora de la casa;
luego, celebradas las bodas, podrás volverte a tu casa.
Aunque estas palabras fuesen otras tantas puñaladas dadas en el corazón de
Griselda, como quien no había podido arrojar de sí el amor que sentía por él como
había hecho la buena fortuna, repuso:

-Señor mío, estoy presta y dispuesta.

Y entrando, con sus vestidos de paño pardo y burdo en aquella casa de donde poco
antes había salido en camisa, comenzó a barrer las cámaras y ordenarlas, y a hacer
poner reposteros y tapices por las salas, a hacer preparar la cocina, y todas las cosas,
como si una humilde criadita de la casa fuese, hacer con sus propias manos; y no
descansó hasta que tuvo todo preparado y ordenado como convenía. Y después de
esto, haciendo de parte de Gualtieri invitar a todas las damas de la comarca, se puso
a esperar la fiesta, y llegado el día de las bodas, aunque vestida de pobres ropas, con
ánimo y porte señorial a todas las damas que vinieron, y con alegre gesto, las recibió.
Gualtieri, que diligentemente había hecho criar en Bolonia a sus hijos por sus
parientes (que por su matrimonio pertenecían a la familia de los condes de Pánago),
teniendo ya la niña doce años y siendo la cosa más bella que se había visto nunca, y
el niño que tenía seis, había mandado un mensaje a Bolonia a su pariente rogándole
que le pluguiera venir a Saluzzo con su hija y su hijo y que trajese consigo una buena
y honrosa comitiva, y que dijese a todos que la llevaba a ella como a su mujer, sin
manifestar a nadie sobre quién era ella. El gentilhombre, haciendo lo que le rogaba
el marqués, poniéndose en camino, después de algunos días con la jovencita y con
su hermano y con una noble comitiva, a la hora del almuerzo llegó a Saluzzo, donde
todos los campesinos y muchos otros vecinos de los alrededores encontró que
esperaban a esta nueva mujer de Gualtieri. La cual, recibida por las damas y llegada
a la sala donde estaban puestas las mesas, Griselda, tal como estaba, saliéndole
alegremente al encuentro, le dijo:

-¡Bien venida sea mi señora!


Las damas, que mucho habían (aunque en vano) rogado a Gualtieri que hiciese de
manera que Griselda se quedase en una cámara o que él le prestase alguno de los
vestidos que fueron suyos, se sentaron a la mesa y se comenzó a servirles. La
jovencita era mirada por todos y todos decían que Gualtieri había hecho buen
cambio, y entre los demás Griselda la alababa mucho, a ella y a su hermano.
Gualtieri, a quien parecía haber visto por completo todo cuanto deseaba de la
paciencia de su mujer, viendo que en nada la cambiaba la extrañeza de aquellas
cosas, y estando seguro de que no por necedad sucedía aquello porque muy bien
sabía que era discreta, le pareció ya hora de sacarla de la amargura que juzgaba que
bajo el impasible gesto tenía escondida; por lo que, haciéndola venir, en presencia
de todos sonriéndole, le dijo:

-¿Qué te parece nuestra esposa?

-Señor mío -repuso Griselda-, me parece muy bien; y si es tan discreta como
hermosa, lo que creo, no dudo de que viváis con ella como el más feliz señor del
mundo; pero cuanto está en mi poder os ruego que las heridas que a la que fue antes
vuestra causasteis, no se las causéis a ésta, que creo que apenas podría sufrirlas,
tanto porque es más joven como porque está educada en la blandura mientras
aquella otra estaba educada en fatigas continuas desde pequeñita.

Gualtieri, viendo que creía firmemente que aquélla iba a ser su mujer, y no por ello
decía algo que no fuese bueno, la hizo sentarse a su lado y dijo:

-Griselda, tiempo es ya de que recojas el fruto de tu larga paciencia y de que quienes


me han juzgado cruel e inicuo y bestial sepan que lo que he hecho lo hacía con vistas
a un fin, queriendo enseñarte a ser mujer, y a ellos saber elegirla y guardarla, y lograr
yo perpetua paz mientras contigo tuviera que vivir; lo que, cuando tuve que tomar
mujer, gran miedo tuve de no conseguirlo; y por ello, para probar si era cierto, de
cuantas maneras sabes te herí y te golpeé. Y como nunca he visto que ni en palabras
ni en acciones te hayas apartado de mis deseos, pareciéndome que tengo en ti la
felicidad que deseaba, quiero devolverte en un instante lo que en muchos años te
quité y con suma dulzura curar las heridas que te hice; y por ello, con alegre ánimo
recibe a ésta que crees mi esposa, y a su hermano, como tus hijos y míos: son los
mismos que tú y muchos otros durante mucho tiempo habéis creído que yo había
hecho matar cruelmente, y yo soy tu marido, que sobre todas las cosas te amo,
creyendo poder jactarme de que no hay ningún otro que tanto como yo pueda estar
contento de su mujer.
Y dicho esto, lo abrazó y lo besó, y junto con ella, que lloraba de alegría, poniéndose
en pie fueron donde su hija, toda estupefacta, había estado sentada escuchando
estas cosas; y abrazándola tiernamente, y también a su hermano, a ella y a muchos
otros que allí estaban sacaron de su error. Las damas, contentísimas, levantándose
de las mesas, con Griselda se fueron a su alcoba y con mejores augurios quitándole
sus rópulas, con un noble vestido de los suyos la volvieron a vestir, y como a señora,
que ya lo parecía en sus harapos, la llevaron de nuevo a la sala. Y haciendo allí con
sus hijos maravillosa fiesta, estando todos contentísimos con estas cosas, el solaz y
el festejar multiplicaron y alargaron muchos días; y discretísimo juzgaron a
Gualtieri, aunque demasiado acre e intolerable juzgaron el experimento que había
hecho con su mujer, y discretísima sobre todos juzgaron a Griselda. El conde de
Pánago se volvió a Bolonia luego de algunos días, y Gualtieri, retirando a
Giannúculo de su trabajo, como a su suegro lo puso en un estado en que
honradamente y con gran felicidad vivió y terminó su vejez. Y él luego, casando
altamente a su hija, con Griselda, honrándola siempre lo más que podía, largamente
y feliz vivió. ¿Qué podría decirse aquí sino que también sobre las casas pobres
llueven del cielo los espíritus divinos, y en las reales aquellos que serían más dignos
de guardar puercos que de tener señorío sobre los hombres? ¿Quién más que
Griselda habría podido, con el rostro no solamente seco, sino alegre, sufrir las duras
y nunca oídas pruebas a que la sometió Gualtieri? A quien tal vez le habría estado
muy merecido haber dado con una que, cuando la hubiera echado de casa en camisa,
se hubiese hecho sacudir el polvo de manera que se hubiese ganado un buen vestido.
Meter el diablo en el infierno
[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

En la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo que,


entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; la
cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la ciudad había alabar
mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué
materia y con menos impedimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que
servían mejor a Dios aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían
quienes en las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado. La joven,
que simplicísima era y de edad de unos catorce años, no por consciente deseo sino
por un impulso pueril, sin decir nada a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto
de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando
sus deseos, después de algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos
una casita, se fue a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual,
maravillándose de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual
repuso que, inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también
quién le enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy
hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su buena
disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas silvestres y
dátiles, y agua a beber, le dijo:

-Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas buscando es
mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a él.

Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él y oídas de este estas mismas palabras,


yendo más adelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muy devota persona y
bueno, cuyo nombre era Rústico, y la petición le hizo que a los otros les había hecho.
El cual, por querer poner su firmeza a una fuerte prueba, no como los demás la
mandó irse, o seguir más adelante, sino que la retuvo en su celda; y llegada la noche,
una yacija de hojas de palmera le hizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se
acostase. Hecho esto, no tardaron nada las tentaciones en luchar contra las fuerzas
de este, el cual, encontrándose muy engañado sobre ellas, sin demasiados asaltos
volvió las espaldas y se entregó como vencido; y dejando a un lado los pensamientos
santos y las oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la juventud y la
hermosura de esta comenzó, y además de esto, a pensar en qué vía y en qué modo
debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él, como hombre
disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de ella.
Y probando primero con ciertas preguntas que no había nunca conocido a hombre
averiguó, y que tan simple era como parecía, por lo que pensó cómo, bajo especie de
servir a Dios, debía traerla a su voluntad. Y primeramente con muchas palabras le
mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el diablo, y luego le dio a entender que
el servicio que más grato podía ser a Dios era meter al demonio en el infierno,
adonde Nuestro Señor lo había condenado. La jovencita le preguntó cómo se hacía
aquello; Rústico le dijo:

-Pronto lo sabrás, y para ello harás lo que a mí me veas hacer. Y empezó a


desnudarse de los pocos vestidos que tenía, y se quedó completamente desnudo, y
lo mismo hizo la muchacha; y se puso de rodillas a guisa de quien rezar quisiese y
contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así, sintiéndose Rústico más que nunca
inflamado en su deseo al verla tan hermosa, sucedió la resurrección de la carne; y
mirándola Alibech, y maravillándose, dijo:

-Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo que así se te sale hacia afuera y yo no la tengo?

-Oh, hija mía -dijo Rústico-, es el diablo de que te he hablado; ya ves, me causa
grandísima molestia, tanto que apenas puedo soportarlo.

Entonces dijo la joven:

-Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo ese diablo.

Dijo Rústico:

-Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de esto.

Dijo Alibech:

-¿El qué?

Rústico le dijo:

-Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para la
salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si tú quieres
tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me darás a mí
grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para ello has venido a
estos lugares, como dices.
La joven, de buena fe, repuso:

-Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis.

Dijo entonces Rústico:


-Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar tranquilo.

Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó cómo debía
ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de Dios. La joven, que nunca había
puesto en el infierno a ningún diablo, la primera vez sintió un poco de dolor, por lo
que dijo a Rústico:

-Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente enemigo
de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte, duele cuando se mete dentro.

Dijo Rústico:

-Hija, no sucederá siempre así.

Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen de la
yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan bien la soberbia
de la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo. Pero volviéndole luego muchas
veces en el tiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempre obediente a
quitársela, sucedió que el juego comenzó a gustarle, y comenzó a decir a Rústico:

-Bien veo que la verdad decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios
era cosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa alguna hiciera yo que
tanto deleite y placer me diese como es el meter al diablo en el infierno; y por ello
me parece que cualquier persona que en otra cosa que en servir a Dios se ocupa es
un animal.

Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le decía:


-Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos a
meter el diablo en el infierno.

Haciendo lo cual, decía alguna vez:

-Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera allí de tan
buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría nunca.
Así, tan frecuentemente invitando la joven a Rústico y consolándolo al servicio de
Dios, tanto le había quitado la lana del jubón que en tales ocasiones sentía frío en
que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a decir a la joven que al diablo no había
que castigarlo y meterlo en el infierno más que cuando él, por soberbia, levantase la
cabeza:

-Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega a Dios
quedarse en paz.
Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, después de que vio que Rústico no le
pedía más meter el diablo en el infierno, le dijo un día:
-Rústico, si tu diablo está castigado y ya no te molesta, a mí mi infierno no me deja
tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a calmar la rabia de mi
infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a quitarle la soberbia a tu diablo.

Rústico, que de raíces de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los envites; y
le dijo que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno, pero que él haría
lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan raramente que no era sino
arrojar un haba en la boca de un león; de lo que la joven, no pareciéndole servir a
Dios cuanto quería, mucho rezongaba. Pero mientras que entre el diablo de Rústico
y el infierno de Alibech había, por el demasiado deseo y por el menor poder, esta
cuestión, sucedió que hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el
padre de Alibech con cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa Alibech
de todos sus bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo
en magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que esta estaba viva,
poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de los
bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos, con gran
placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la tomó por
mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero. Pero preguntándole las
mujeres que en qué servía a Dios en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale
acostado con ella, repuso que le servía metiendo al diablo en el infierno y que
Neerbale había cometido un gran pecado con haberla arrancado a tal servicio. Las
mujeres preguntaron:

-¿Cómo se mete al diablo en el infierno?


La joven, entre palabras y gestos, se los mostró; de lo que tanto se rieron que todavía
se ríen, y dijeron:

-No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien servirá
contigo a Dios Nuestro Señor en eso.
Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de que
el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo en el
infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por ello
vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a meter al diablo
en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable para las partes, y
mucho bien puede nacer de ello y seguirse.

FIN

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