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El Séptimo Sello: el silencio

de Dios y la existencia en
Ingmar Bergman
Publicada en  En Cine/Democultura/Religión  por Jesús Roque Orellana

A poca distancia de Estocolmo, en la misma región de Uppland, se encuentra una pequeña


iglesia perteneciente a la comuna de Täby, edificada alrededor de mediados del siglo XIII.
Esta iglesia es célebre porque en el techo se hallan las pinturas de Albertus Pictor (también
conocido como Albert Målare o Albrekt Pärlstickare), realizadas durante la década de 1480, y
entre las cuales se encuentra una muy particular, que muestra una partida de ajedrez entre un
hombre y la muerte. Se dice que esta pintura, tan cargada de simbolismo, fue la
inspiración de Ingmar Bergman para una de las cintas cinematográficas clave del siglo
XX: El Séptimo Sello.
La Muerte jugando al ajedrez

PINTURA DEL JUEGO DE AJEDREZ DE LA


IGLESIA DE TUBY.
Antonius Block es un caballero que regresa a su pueblo natal en compañía de Jöns, su
escudero, tras pasar diez años luchando en las Cruzadas, encontrándose con un paisaje
desolador, puesto que Suecia ha sido azotada por la peste, cobrándose incontables vidas.

Descansando ambos en una playa cercana, la Muerte irrumpe con la intención de llevarse a
Antonius, quien le reta a una partida de ajedrez, estableciendo las condiciones del juego:
Si la Muerte gana, se llevará a Antonius, pero si éste gana, la Muerte le dejará vivir:

– ¿Quién eres tú? –Pregunta Antonius.


– La Muerte –Le responde.
– ¿Es que vienes por mí?
– Hace ya tiempo que camino a tu lado.
– Ya lo sé.
– ¿Estás preparado?
– El espíritu está pronto, pero la carne es débil. Espera un momento.
– Es lo que todos decís, pero yo no concedo prórrogas.
– Tú juegas al ajedrez, ¿verdad?
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo he visto en pinturas, y lo he oído en canciones.
– Pues sí, realmente soy un excelente jugador de ajedrez.
– No creo que seas tan bueno como yo.
– ¿Para qué quieres jugar conmigo?
– Es cuenta mía.
– Por supuesto.
– Juguemos con una condición: si me ganas, me llevarás contigo; si pierdes la partida, me
dejarás vivir. Las negras, para ti.
– Era lo lógico, ¿no te parece?

Es así como comienza la partida, en cuyas pausas Antonius ocupará el tiempo para tratar de
encontrar sentido a su vida antes de morir. Mientras se dirige a su castillo, irán apareciendo
personajes con distintas actitudes frente a la vida.

El silencio de Dios
«Y cuando el Cordero abrió el séptimo sello,
se hizo silencio en el cielo como por media hora.» (Apocalipsis 8:1)

Antonius y Jöns entran en una iglesia donde un pintor, precisamente Albert Målare, se
encuentra pintando un fresco que representa la Danza de la Muerte, una personificación
alegórica de la Muerte, quien llama a todos, ricos y pobres, nobles, campesinos, clérigos y
labradores, para bailar, siendo esta Danse Macabre el recordatorio de que todos hemos de
morir.

Mientras Jöns se interesa por el trabajo del pintor, Antonius se aleja para confesarse,
produciéndose a continuación uno de los diálogos más interesantes de la película y que ponen
de manifiesto las grandes interrogantes que no sólo atormentan al caballero, sino que
representan los temas que Bergman busca abordar a lo largo del filme: El sentido de la vida, la
muerte y la existencia de Dios y un más allá:

– Quiero confesarme y no sé qué decir… mi corazón está vacío. El vacío es como un espejo
puesto delante de mi rostro, y al contemplarme siento un desprecio profundo de mi ser, por mi
indiferencia hacia los hombres y las cosas. Me he alejado de la sociedad en la que viví; ahora
habito un mundo de fantasmas, prisionero de fantasías y ensueños – Admite Antonius.
– Y a pesar de todo, no quieres morir – Le responde la Muerte, simulando ser el confesor.
– ¡Sí, quiero!
– Entonces, ¿a qué esperas?
– Deseo saber qué hay después.
– Buscas garantías.
– Llámalo como quieras. ¿Por qué la cruel imposibilidad de alcanzar a Dios con nuestros
sentidos? ¿Por qué se nos esconde en una oscura nebulosa de promesas que no hemos oído y
milagros que no hemos visto? Si desconfiamos una y otra vez de nosotros mismos, ¿cómo
vamos a fiarnos de los creyentes? ¡Qué va a ser de nosotros los que queremos creer y no
podemos! ¿Por qué no logro matar a Dios en mi? ¿Por qué sigue habitando en mi ser? ¿Por
qué me acompaña humilde y sufrido a pesar de mis maldiciones que pretenden eliminarlo de
mi corazón? ¿Por qué sigue siendo una realidad que se burla de mi y de la cual no me puedo
liberar? ¿Me oyes?
– Te oigo.
– Yo quiero entender, no creer. No debemos afirmar lo que no se logra demostrar. Quiero que
Dios me tienda su mano, vuelva su rostro hacia mi y me hable.
– Él no habla.
– Clamo a él en las tinieblas, y desde las tinieblas nadie contesta a mis clamores.
– Tal vez no haya nadie.
– ¡Pero entonces la vida perdería todo su sentido! ¡Nadie puede vivir mirando a la muerte y
sabiendo que camina hacia la nada!
– La mayor parte de los hombres no piensa en la muerte y en la nada.
– Pero un día llegan al borde de la vida y tienen que enfrentarse a las tinieblas.
– Sí, y cuando llegan…
– ¡Calla! Sé lo que vas a decir: Que nos hace crear el miedo una imagen salvadora que
llamamos Dios.
– Te estás preocupando.
– Hoy ha venido a buscarme la Muerte. Estamos jugando una partida de ajedrez. Es una
prórroga que me da la oportunidad de hacer algo importante.
– ¿Qué piensas hacer?
– He gastado mi vida en diversiones, viajes, charlas sin sentido. Mi vida ha sido un continuo
absurdo. Creo que me arrepiento… fui un necio. En esta hora siento amargura por el tiempo
perdido, aunque sé que la vida de casi todos los hombres corre por los mismos cauces. Por eso
quiero emplear esa prórroga en una acción única que me de la paz.
– Por eso juegas al ajedrez con la Muerte.

Estas son las dudas que atormentan a Antonius: la imposibilidad de poder tener certeza de
la existencia de Dios, y la angustia que causa una vida que posiblemente carezca de sentido y
que, con la muerte, conduzca a la nada.

Mientras continúa la partida de ajedrez, Antonius y Jöns se topan con un grupo que está por
quemar en la hoguera a una joven acusada de brujería. La supuesta cercanía de la joven con el
demonio incita al caballero a sostener un diálogo con ella, en busca de respuestas a sus
interrogantes:

– Te acusan de tener pacto con el diablo – Le dice Antonius.


– ¿Por qué hablas conmigo? – Pregunta la joven.
– No es por curiosidad, sino por graves razones personales. Quisiera ver al diablo.
– ¿Para qué?
– Quiero verle y preguntarle sobre Dios. Él sabe más que nadie y me revelará.
– Puedes verle cuando quieras.
– ¿Cómo?
– Siempre está cerca de mí. Mírame a los ojos. Fíjate. ¿No le ves?
– Lo único que veo en tus ojos es el horror que paraliza tus pupilas.
– Oh. ¿No ves a nadie? ¿A nadie? Tal vez se encuentre a tu espalda.
– No, tampoco.
– Pero si él está siempre conmigo. Hasta los monjes lo han visto. Basta que yo alargue mi
mano para encontrarme con la suya, ni el fuego podrá hacerme daño.
– ¿Te lo ha dicho él?
– Yo lo sé.
– ¿Te lo ha dicho él?
– Yo lo sé. Yo lo sé. ¿No lo ves en mis pupilas? Él es mi fuerza y mi seguridad, por eso todos
me temen, porque no resisten la presencia de él.

Decepcionado, Antonius se aleja para encontrarse nuevamente con la Muerte, quien le


pregunta: “¿Acabarás de hacer preguntas?”, y tras la respuesta negativa de Antonius, le
contesta en forma fulminante: “Nadie te responderá”.

Estando a punto de ser quemada, Antonius y Jöns observan la ejecución:

– ¿Quién la va a recibir en el más allá? ¿Serán los ángeles, o Dios o el diablo o simplemente
la nada? ¿Será la nada, señor? – Pregunta Jöns.
– La nada no puede ser – Responde Antonius.
– Mira sus ojos. Su pobre cerebro está haciendo ahora un terrible descubrimiento: Se sumerge
en el abismo de la nada.
– ¡No! – grita desesperado Antonius.

En otra escena, Jöns salva a una joven de un atacante que pretendía abusar de ella, a quien
reconoce como Raval, el teólogo que había convencido a Antonius de unirse a la Cruzada, y
quien ahora se ha convertido en un ladrón. Una vez rescatada la joven, se une a Antonius y a
Jöns en su camino, pasando por un pueblo donde actuará un grupo de juglares, y donde
presenciarán una procesión de penitentes que con sus flagelaciones tratan de salvarse del
castigo divino que encuentran en la peste. Es en estos tres episodios en los que Bergman nos
muestra la postura de la religión oficial: adoradora de un Dios distante, vengativo y
castigador, en un vano intento de llegar a él mediante la culpa, el castigo y el sufrimiento.

Marchando hacia la oscuridad, en una extraña


danza
Entre los demás personajes que aparecen en la película, se encuentran Jof y Mia, unos juglares
que junto a su hijo Miguel y su socio Jonas recorren los pueblos haciendo representaciones
cómicas. Antonius, Jöns y la joven conocen a los juglares, y la peculiar alegría con que viven
en medio de tanta muerte y temor, contrasta con el ambiente sombrío del filme.
Otros personajes que se suman al grupo son el herrero y su esposa, quienes tras problemas
personales, se unen a los demás en su camino rumbo al castillo de Antonius. Es en el bosque
donde vuelven a encontrarse con Raval, quien muere a causa de la peste, y poco después,
finaliza la partida de ajedrez con la Muerte, con la derrota de Antonius, y le expresa que habrá
de llevárselo a él y a todos los que le acompañen la próxima vez que se encuentren.

Jof presencia el hecho desde la cercanía, y al reconocer a la Muerte, huye junto a su familia,
mientras el grupo llega finalmente al castillo, donde son recibidos por la esposa de Antonius,
quien le había esperado por diez años, y comparten la cena.

En la parte final del filme, la Muerte aparece en el castillo dispuesta a llevarse a todos. La
actitud de Antonius es de desesperación y profunda angustia, mientras que Jöns, escéptico,
asume con entereza el final que les espera a todos:

– «De profundis clamavi ad te Dominem», oh, Dios, ¡ten misericordia de nosotros que
vivimos en las tinieblas, pues somos pequeños y estamos angustiados! – Clama Antonius.
– En las tinieblas que confiesas vivir, en las que confieso que vivimos los hombres, no
encontrarás a nadie que escuche tu angustiosa súplica y se pueda conmover. Sécate las
lágrimas y mira el fin con serenidad. –Responde Jöns.
– ¡Oh, Dios, estés en donde estés! Porque ciertamente debes existir, ten misericordia de
nosotros.
– Hubieras gozado más de la vida despreocupándote de la eternidad, pero es demasiado tarde.
En este último instante, goza al menos del prodigio de vivir en la verdad tangible antes de
caer en la nada.

Jof al día siguiente ve a los muertos danzando junto a la Muerte:

– Ya marchan todos, hacia la oscuridad, en una extraña danza. Ya marchan huyendo del
amanecer, mientras la lluvia lava sus rostros, surcados por la sal de las lágrimas.

Las interrogantes que se plantea Antonius a lo largo de la película, pese a ambientarse en la


época medieval, recobran particular interés en el contexto del largometraje. Filmada en 1957,
la obra de Bergman se circunscribe al existencialismo, sólo que a diferencia del pensamiento
de Sartre, el cineasta no responsabiliza al individuo y su conciencia frente al devenir de su
existencia.

En ese sentido, la reflexión de Bergman entorno al ser, la existencia y la muerte, parten de


una perspectiva angustiosa, de ahí que se plantee el dilema de la fe y la religión,
particularmente en una época en la que el miedo a la aniquilación nuclear y las insoslayables
cuestiones planteadas por las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto,
repercuten en el pensamiento occidental.
Más de un siglo antes, Søren Kierkegaard se oponía a los intentos hegelianos de sistematizar
el devenir del ser humano y la historia a partir de la deducción de principios absolutos,
obtenidos mediante el ejercicio filosófico abstracto y metafísico, y propugnaba la existencia
subjetiva como recurso de la filosofía. Esta subjetividad permite al ser humano descubrir las
múltiples posibilidades de su existencia.

Es por ello que se vincula a Bergman con Kierkegaard, puesto que ambos conciben la
existencia a partir de la posibilidad, pero entendida de forma ambivalente: tanto el lado
optimista de la realización, como el lado angustioso y desesperante ante una multiplicidad de
posibilidades.

Ya en Las obras del amor, el pensador danés nos explicaba:

«Así la muerte es el arquetipo más conciso de la vida, o bien la vida es restituida a su más
concisa figura en la muerte. Por eso ha sido siempre tan importante para aquellos que piensan
de verdad sobre la vida humana, contrastar muchísimas veces, recurriendo a este conciso
arquetipo, lo que han comprendido acerca de la vida. Porque ningún pensador puede con la
vida tal y como lo hace con la muerte».

En ese tenor, el pensamiento de Kierkegaard no es equidistante de Heidegger, cuya noción


del dasein podría vincularse con la perspectiva de Bergman. En su construcción de la
estructura ontológica del ser, Heidegger expresa que el ser humano debe descubrir la verdad
de su ser dentro de sí mismo, y este objetivo es impedido por la sociedad que le rodea, por lo
que la existencia se reduciría a dos alternativas: una auténtica y otra inauténtica, siendo la
distinción entre ambas la aceptación de constituir un ser-para-la-muerte y, con ello, alejarse
del carácter impersonal y homogéneo con que la sociedad reduce al individuo, lo que
invariablemente conducirá a la angustia ante las posibilidades y, particularmente, ante la nada
como final de una vida carente de sentido.

Así, el pensamiento que Bergman proyectó en El Séptimo Sello obedece a dudas que
quizás todos hemos tenido. Interrogantes que se traducen en la angustia existencial propia de
quienes alguna vez nos hemos preguntado cuál es el sentido de la vida y si existe algo que
trascienda a ésta. La sociedad no nos permite tratar de descubrir las respuestas a las grandes
cuestiones de la existencia, pero no por ello dejan de estar ahí, esperando a que cada uno de
nosotros provea de las respuestas que creamos más cercanas a la realidad, mientras
marchamos hacia la oscuridad, en una extraña danza.

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