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Parte II

El corazón delator, es un cuento de Edgar Allan Poe, que fue publicado por primera
vez en enero de 1843, en el periódico literario “The Pioneer”. En él nos encontramos
con un joven anónimo, que nos invita a escuchar su historia, no sin antes,
advirtiéndonos que él siempre ha sido muy nervioso, pero que no por ello él estaba
loco. Nos dice que "la enfermedad" agudizo sus sentidos, dando así por consecuencia
que escuchada todas las cosas que pasaban en la tierra, el cielo y a veces en el
infierno. Nos cuenta que desea matar, no al "viejo", sino a su "ojo de buitre".
“Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su
dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo
semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que
lo clavaba en mí se me helaba la sangre.”

Entonces, detalle a detalle, nos cuenta como cada noche, durante 8 días, entraba y
lentamente, ¡oh, tan lentamente!, llegaba y con la linterna cerrada entraba al cuarto
del viejo, para luego abrir delicadamente la linterna y buscar el ojo. Durante las
primeras siete noches, no pudo hacer su cometido porque el ojo no estaba abierto. En
la octava noche, al entrar al cuarto, se rió y el viejo se sobresaltó, el siguió porque el
cuarto estaba todo oscuro, pero el viejo volvió a horrorizarse con el sonido del cierre
metálico de la linterna.
“Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No
expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del
alma cuando el espanto la sobrecoge…cuando el mundo entero dormía, surgió
de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían.”

Por un momento -admite- tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón.


Después de esperar un rato, sin escuchar al viejo acostarse, prosiguió a su cometido y
abrió una péquela rendija de la linterna, y la posicionó justo sobre el ojo de buitre. En
ese momento –por su enfermedad- escuchó un sonido apagado y presuroso que
definió como el sonido de un reloj envuelto en algodón. Al momento, reconoció que
era el latir del corazón del viejo, haciéndose cada vez más irritable y más fuerte.
Atormentado del sonido, lo tiro de la cama y lo asfixio, tirándole el colchón encima.
A pesar de ello, el corazón del viejo seguía latiendo, hasta cierto momento que se
detuvo, y efectivamente, el viejo había muerto.
“Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les
describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche
avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante
todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas”

Nos describe como descuartizado el cuerpo, lo escondió bajo unas tablas en el cuarto
del ahora muerto, y como, eficazmente, borro cualquier señal de evidencia. Al final
de la jornada eran las cuatro de la madrugada y cuenta que: “En momentos en que se
oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con
toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?”. Aquí podemos notar como el
personaje a pesar de haber cometido el crimen perfecto, empieza a dudar de lo que
pasaría. Eran tres policías, que habían acudido porque un vecino escucho un alarido.
Con los modales de todo un caballero, los invito a pasar y sonrió, pues... ¿que tenía
que temer? Les llevo por toda la casa y llevo sillas al cuarto del muerto, para sentarse
a hablar. Después de un rato, vemos como nuestro protagonista empieza a sufrir
brotes psicóticos, y de la nada, empieza a escuchar como un zumbido, el cual cada
vez, escucha más tormentoso. Mientras el más trataba de esconder el sonido este
siempre se hacía más perturbador. Le sonó familiar y lo escuchó como el sonido de
un reloj envuelto en algodón. El joven se estremece cada vez más, se pregunta por
qué los policías no se van, y se levanta, discute, grita y maldice por temas
insignificantes, solo con la intención de opacar el sonido.
“…pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé
espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me
había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba
todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto
los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no
oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y
se estaban burlando de mi horror!”

Nuestro personaje, está seguro que los policías sabían que lo había matado, y que
reían para atormentarlos. Deseaba que ese infernal sonido se apaciguada, no quería
seguir viendo sus falsas sonrisas, y prefería cumplir cualquier burla o castigo a seguir
escuchando ese diabólico ruido. Y mientras el sonido se hacía más fuerte... más
fuerte... más fuerte... ¡más fuerte! El confesó:
“—¡Basta ya de fingir, malvados! —aullé—. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten
esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!”

Robert Louis Stevenson hace notar la “poco menos que inverosímil agudeza en el


resbaladizo terreno entre la cordura y la demencia”. Y es que de eso, a mi parecer,
parece. El protagonista, nuestro narrador, nos cuenta la historia con dos detalles que
destacan sobre los demás. El primero: Esta contado como si el personaje estuviera en
un jurado, un psicólogo, o incluso explicándose ante unos policías, después que estos
lo hayan descubierto. Y el segundo: Nuestro protagonista insiste, desde el comienzo
de la historia, no en su inocencia, sino en su cordura. Al final cuando escucha de
nuevo un "sonido apagado como el de un reloj envuelto en algodón" también pudo
ser su corazón, su corazón que lo delató. Como dijo el mismo Edgar Allan Poe:
“Cuando un loco parece completamente sensato es ya el momento, en efecto, de
ponerle la camisa de fuerza”.

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