Está en la página 1de 6

El hombre esperanzado

Creo que la esperanza se funda en la convicción de que la adversidad, por más


que hoy nos paralice y dañe, no tiene por qué contar con la última palabra. Ella, sin
embargo, en nada se parece a la ilusión1. La ilusión, que confía en el arribo de
circunstancias favorables o presume tenerlas poco menos que al alcance de la mano, es
mediación, un puente tendido, no sin precipitación, entre lo real y lo posible. La
vitalidad de la ilusión descansa en la expectativa de ver concretado un sueño o un
anhelo. La esperanza, en cambio, no funda su consistencia en la confianza que le
despierta lo venidero. El mensaje venturoso que ella dice oír proviene del presente, no
del porvenir. De modo que la esperanza no extrae su energía del suelo de lo potencial,
de una virtual viabilidad o de la expectativa que despierta la ansiada concreción de los
fines que persigue. La extrae de la inmediata realidad que habita, de la presencia
inequívoca de aquello que da sustento a su consecución.
La valoración del tiempo privilegiada por la esperanza es muy otra que aquella
efectuada por la ilusión. No se asienta en la espera de una contingencia propicia ni
remite a la creencia en un destino capaz de promover la fortuna o burlar el fracaso. La
esperanza, como digo, supone un posicionamiento más hondo y elaborado, aunque no sé
si más lógico, frente al paso de las horas.
ESQUILO llama “ciega” a la esperanza para indicar que su persistencia en los
seres humanos desafía toda prueba dispuesta a desalentarla2. Asimismo, la célebre vasija
de Pandora, de la que brotaron en tropel todas las desgracias vertidas sobre Epimeteo,
guardaba en su fondo a Elpis, la tenaz esperanza, cuya presencia, en medio de ese
compendio de males, va contra toda “razonabilidad”3. Es que la estirpe y el espesor de
la esperanza provienen del deseo y éste no se nutre jamás en circunstancias favorables
ni en la certeza de que alguna vez las habrá. La esperanza es rasgo distintivo del ser que
insiste en ser, en desplegarse contra toda apariencia adversa. Insistencia que no
responde a la presencia omnímoda de una voluntad empecinada sino a la inaplazable
necesidad de proceder, de obrar en función de lo que se busca. Al imperativo
impostergable de actuar de conformidad con la convicción que se tiene. En esa acción
consiste la esperanza. Es a ese empeño que es búsqueda y encuentro simultáneos, que al
unísono se perfila como la sed incesante y el agua que la colma, a la que cabe llamar
esperanza.
Quien de veras la conoce, sabe que la esperanza jamás florece en la antesala
del escenario en el que luego se consuman los hechos, a la manera de un preámbulo
expectante o de un elixir que nos predispone a aguardar de ellos lo mejor. Tampoco
precede ingenuamente al insospechado infortunio ni confía en que él no incidirá en el
curso de los acontecimientos. La esperanza, en cambio, puede ser reconocida allí donde
el desencanto ya ha desbaratado una expectativa o donde nada indica que pueda haberla
y aun tras el golpe más cruento que parece haberlo echado todo a perder. El “escándalo”
de la esperanza consiste en ocupar los sitios donde, en apariencia, nada la invita a
germinar.
La esperanza no soslaya el trato con el dolor ni deja de frecuentar el
1
El Diccionario de la Real Academia Española (Madrid, 2001, págs. 977 y1250) intenta reflejar esta
homologación entre los dos conceptos. De hecho, si se considera la primera acepción atribuida a la
esperanza (“Estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos”) con relación a la
segunda atribuida a la ilusión (“Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”), es difícil
establecer una diferencia neta. Y la indistinción se radicaliza si comparamos la definición de la esperanza
con la caracterización que recibe el verbo ilusionar: “Despertar esperanzas especialmente atractivas”.
2
ESQUILO, “Prometeo encadenado” en Tragedias, Barcelona, Iberia, 1963, pág. 9.
3
PIERE GRIMAL, Diccionario de mitología griega y romana, Buenos Aires, Paidós, 1981, pág. 405.

1
desencanto: los atraviesa, los sobrepasa. Es un gesto de indignación y firmeza ante los
horizontes clausurados por la arbitrariedad de la fuerza o la obstinación de la
pesadumbre. “No nace”, como bien dice CLAUDIO MAGRIS, “de una visión del mundo
tranquilizadora y optimista, sino de una laceración de la existencia vivida y padecida sin
velos. Ella es la que crea una irreprimible necesidad de rescate” 4 Empeñado en arrancar
~

a Eurídice del reino de la muerte, Orfeo nos enseña que “La esperanza es el único bien
de los mortales afligidos”5, o sea que ella prospera no antes sino en medio del agobio, la
opresión, la adversidad. La esperanza es el gran lapsus de la agonía.
A tal punto intima la esperanza con el padecimiento y la frustración que el
hombre auténticamente esperanzado no es sino el mismo que conoce la derrota y no el
espíritu virginal que confía en eludirla. Lejos de inmunizar contra los desenlaces
desgraciados, la esperanza se nutre más bien del fruto áspero de esos desenlaces y se
templa metabolizando lo ingrato y la desdicha a través de una alquimia prodigiosa que
extrae jugo de donde parece no haberlo y convierte al vencido nuevamente en luchador.
Seguramente esta convicción le debe mucho a la de CAMUS, cuando a propósito de
Sísifo sostuvo que “El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un
corazón de hombre”.’6 A este mismo espíritu responden unas palabras de JEAN GIONO
que sorprendí durante un vuelo a España, hojeando una revista: “El hombre no tiene
remedio. Queda claro que, sabiéndolo, pienso en miles de remedios. El sufrimiento es
un inventor de remedios”.7
Esperanzado es quien no deja de proseguir y, por lo mismo, de recomenzar, allí
donde no pareciera haber lugar para hacerlo; es el hombre que busca, que quiere, que
intenta y no quien da crédito a la suerte o asegura, sin sombra de duda, que habrá de
llegar adonde se lo propone. Quien confía en la suerte, apuesta; es un jugador. Quien no
duda de sus fuerzas ni vacila, se acoraza en la suficiencia. Ni el azar ni la certeza son
recursos propios del hombre esperanzado. Suyo, en cambio, es el convencimiento de
que, en un momento dado, es la sujeción misma al padecimiento la que, a fuerza de ser
moralmente extenuante, termina por impulsarlo a la rebeldía. “¿Qué es un hombre
rebelde?” —cito una vez más a CAMUS:— “Un hombre que dice que no. Pero si se
niega, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento.” 8
El hombre esperanzado, entonces, no es fruto de una ocasión propicia en la que el dolor
ha quedado atrás, sino el creador de su oportunidad en medio del infortunio. Es el que
sabe trascender en la inmanencia. Caer es algo ineludible, pero no implica resignarse a
la postración. Ni la inmovilidad impuesta conlleva una aceptación de la pasividad. El
vigor espiritual que da sustento a esta convicción hecha acto no proviene de una gracia
sobrenatural: es hija de una comprensión sustantiva de la versátil naturaleza del tiempo.
En ella el hombre esperanzado encuentra una insinuante gama de matices, de variantes,
de inconclusiones y alternancias. Atento a esta predisposición de lo real, a las
incontables configuraciones que dan vida a lo posible, el hombre esperanzado asevera
que así como el mal golpea a veces de manera concluyente, así también a veces la
redención, que en ningún orden terrenal puede alcanzarlo definitivamente, restaña la
herida que parecía incurable. Su misma condición de esperanzado está, en ese hombre,
puesta a prueba sin descanso, por la concatenación incesante de ascensos y caídas, por
el vértigo que enlaza en un continuo el éxtasis y la decepción.
4
CLAUDIO MAGRIS, Utopía y desencanto, Barcelona, Anagrama, 2001, pág. 15.
5
ALESSANDRO STRIGGIO, libreto de L’Orfeo, acto III de la obra homónima de Claudio Monteverdi,
estrenada en Mantua en 1607.
6
ALBERT CAMUS, Le mythe de Sisyphe, París, Gallimard, 1942, pág. 168.
7
EVELYNE BLOCK-DANO, Le paraïs de Jean Giono, Magazine Littéraire, nº 396, París, marzo de 2001,
pág. 16.
8
ALBERT CAMUS, El hombre rebelde, Buenos Aires, Losada. 1959, pág. 121.

2
Por temperamento y aun por educación, el hombre esperanzado se pronuncia,
en consecuencia, a favor de la historia como prodigio de versatilidad, como polifonía
real e inconclusa hecha y rehecha sin tregua; como trama de propósitos múltiples,
irreductibles unos a otros; como enlace de acontecimientos que contrastan, se
confrontan, se intercalan, confluyen, se excluyen, se interceptan, colisionan, se desdicen
y confirman por oposición, insuflando aliento a una unidad que no es la del conjunto
cerrado y sin disonancias sino la del tropel que guarda, por debajo de su apariencia
febril, turbulenta y caótica, la extraña armonía de un circuito constituido, destituido y
reconstruido sin pausa. La secreta firmeza, en fin, de un equilibrio sutil entre fuerzas
que se dirían llamadas a hostilizarse hasta la aniquilación y que logran sin embargo el
milagro de la convivencia. Es así como el padecimiento que parecía superado vuelve a
dañar y destruir, y así también como se disuelve el dolor que parecía enquistado para
siempre. De modo que si podemos corregimos a perpetuidad, es porque nunca
quedamos exceptuados del error. El error es una verdad consubstancial al sujeto. Pero
sólo una. La imprescindible construcción de ideales y, más aún, su sostén y
mantenimiento es, para el hombre esperanzado, labor no menos perfectible que
interminable y es también una verdad de la estructura humana. Lo inconcluso que por
un lado lo frustra, imponiéndole una disonancia imprevista donde él se predisponía a dar
por cumplida la armonía, lo habilita, por otro, a encontrar en ello una nueva oportunidad
y a replantearse su previa e ilusoria comprensión de la armonía.
Creo, por todo lo dicho, que este perfil del hombre esperanzado es consecuente
con los rasgos que EDGAR MORIN adjudica a la auténtica racionalidad. “La verdadera
racionalidad —nos dice—, abierta por naturaleza, dialoga con un real que se le resiste.”9
Es asimismo notable la correspondencia entre esperanza y lirismo si nos atenemos a la
caracterización que de éste nos ofrece JEAN MICHEL MAULPOIX: “De su impotencia
para decir lo que es, así como para alcanzar el ideal, el lirismo extrae su razón de ser.
Mediante el fracaso, él se asegura su conquista. (...) Ni mesiánico ni profético, el lirismo
no vuela más hacia el Ideal ni pretende abrir las puertas de la ‘verdadera vida’. Su
atención, más bien, se concentra siempre en eso que falta. Él lo resguarda. Él lo
interroga y lo fuerza a expresarse”.10 Por eso el amor resulta ser, para el hombre
esperanzado, simultánea plenitud y padecimiento11. Envuelto en su atmósfera
privilegiada, no ignora que así como ella se forma, así también se disipa y que aun en el
anhelo o la experiencia, donde puede ser constante, no es nunca idéntico a sí mismo. Al
reconocer la inviabilidad de lo inamovible en todo lo viviente, su disposición primordial
y su logro decisivo se concentran en el afán y en el esfuerzo de seguir, de proseguir, de
trascender y trascenderse. “Yo espero sin cesar”, dicen los Salmos (71:14), y hay que
entender que la espera es marcha, y al ser marcha ya es encuentro. Superarse, para el
hombre esperanzado, no equivale, pues, a presumir que ha dejado atrás lo indeseable y
el obstáculo sino aquellas expresiones de lo indeseable y el obstáculo, propias de un
momento dado, que ceden sin impedir que, más adelante, uno y otro —lo indeseable y
el obstáculo— se reconfiguren mediante nuevas manifestaciones. Y todo ello en una
polémica e incansable fricción con el logro parcial y la aproximación relativa a lo
deseado, que recuerda aquella antiquísima visión en la que se homologa la cadencia del
péndulo al movimiento distintivo de la verdad. Convengamos, por eso, que la
adversidad es mucho más que un contratiempo. Es un aliciente de esa misma
subjetividad que la enfrenta y la combate, que cae frente a ella y se vuelve a levantar.

9
EDGAR MOURIN, Les sept savoirs nécessaires à l’éducation du futur, Unesco, París, 1999, pág. 20.
10
Jean MIchel Maulpoix, Pour un lirisme critque, Magazine Littéraire, nº 396, París, marzo de 2001, pág.
45.
11
Violetta, en la Traviata de VERDI, caracteriza al amor como “misterioso e altero, croce e delizia”

3
“El dolor de hoy es parte de la felicidad de entonces”, advierte el personaje al que da
cuerpo y alma ANTHONY HOPKINS al evocar, en el film Tierra de sombras, las horas de
alegría compartidas con la mujer que ama y muere, protagonizada por DEBRA WINGER.
Ajeno al relativismo, al que por lo demás concibe como una fácil claudicación,
el hombre esperanzado no afirma que todo puede ser sino que nada está llamado a serlo
todo. Y es así como fija su orientación, de conformidad con ese delicado abrazo entre la
luz que se apaga y la sombra que se desvanece en la claridad. Con él nos cercioramos de
que allí donde reina la esperanza, pierde relieve el valor adjudicado a la expectativa,
entendida como invocación de lo que hoy no tiene realidad.
La mirada esperanzada no se dirige hacia el porvenir: se concentra en el
presente. El cambio de posición subjetiva impuesto por la esperanza se manifiesta a
través de la radical alteración introducida en el significado de la actualidad. Ésta, en el
hombre esperanzado, ya no es el desierto donde nada cabe aguardar ni la atalaya desde
la que se avizora lo que no ha ocurrido aún, sino el terreno del encuentro con lo que se
estima imprescindible. Es hallazgo y no búsqueda. Experiencia fructífera y no mera
aspiración.
Por eso el presente con que cuenta el hombre esperanzado es muy otro que
aquel en que se asienta la ilusión o prospera el desencanto. La ilusión o el desencanto
acusan un vacío, evidencian una frustración. La esperanza, por el contrario, resulta de lo
que el presente ofrenda y no de lo que promete o niega. Connota un encuentro, implica
un logro. En ella cobra vida lo que hasta allí fuera mera posibilidad o ausencia sin
remedio. Nos sentimos esperanzados porque vemos indicios de lo que estimamos
imprescindible o deseable o conveniente allí donde, a primera vista, no pareciera haber
lugar para el matiz capaz de quebrantar la uniformidad del horizonte. Justamente, lo
distintivo, tanto de la desesperanza como de la ilusión, es esto: son vivencias
excluyentes, refractarias. No admiten otro paisaje que el de la monotonía por ellas
discernido; que aquel teñido de cabo a rabo por el tono exclusivo con que ellas lo pintan
todo. Donde gobiernan la ilusión o la desesperanza nadie más lo hará. Todo lo absorben,
todo lo subordinan a su régimen interpretativo y como un océano homogéneo sepultan
las diferencias bajo una superficie reacia a cualquier diversidad.
Al sentirnos esperanzados, se resquebraja la monotonía del contexto en que
agonizábamos. Dos fuerzas y no una son, en la esperanza, las que comparten el sentido
eventual de los hechos. La dirección que parecía única se ha bifurcado. Detrás de la
apariencia palpita ahora algo más. Al estar esperanzados no negamos que las cosas sean
como parecen; negamos que, en esa apariencia, se agote lo que ellas son. Hemos
ensanchado el campo de lo significativo sin apartarnos del presente. Por el contrario, le
hemos devuelto a nuestra comprensión del presente una riqueza semántica de la que
hasta aquí se veía privada, ya sea por la tendencia a idealizar el porvenir en desmedro de
la actualidad, ya por el escepticismo cuyo diagnóstico terminal vacía de sentido tanto lo
que vendrá como lo que ya sucede.
La indeclinable tensión parental que enlaza a reyes puestos y depuestos y
multiplica las coronas imperantes en un mismo momento y sobre un mismo territorio, es
—como hace mucho lo asentaron los griegos jónicos— la columna vertebral del hombre
esperanzado, el fundamento de la convicción con la que vive, su brújula en la bruma de
los días y en la lectura de los acontecimientos. Esa tensión, habitada y admitida como el
más radical de los suelos sobre los que se pueden hacer pie, es la que lo enfrenta a los
voceros de las catástrofes terminales, a los escepticismos congelados y a los
diagnósticos que se quieren definitivos y que no sólo son banderas de funebreros, sino
también de los que confunden las utopías con bastiones asequibles al deseo, negándose
a advertir que ellas son siempre, espléndida y únicamente, un aliciente, un aguijón, un

4
cebo.
El hombre esperanzado entiende, al igual que el filósofo antiguo, que la
perfección lógicamente concebida es enemiga del movimiento pues éste, al producirse,
denuncia una carencia, acusa una búsqueda, subraya un afán de plenitud, incompatibles
con la naturaleza consumada de la perfección. Pero, a diferencia del filósofo antiguo,
impugna la perfección así entendida y opta por el perfeccionamiento. Muy suya podría
ser, en este sentido, la recomendación formulada por PÍNDARO en la tercera de sus
Píticas: “Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal; / agota, en cambio, el campo de
lo posible”.12
Sin el menor remordimiento, el hombre esperanzado le da la espalda a la
eternidad propuesta como exclusión de todo devenir, pero la rescata y cultiva
amorosamente como proceso sin desenlace, al igual que un infinito en incansable
expansión.
Sabedor de que no podrá escapar al influjo ocasional del desencanto, el hombre
esperanzado afirma, por eso mismo, que la satisfacción y el júbilo podrán no ser sino
sus visitantes esporádicos pero no por ello dejarán de ser, una y otra vez, sus visitantes.
Su fe descansa en la estabilidad de esta alternancia entre proximidad y lejanía, tanto
como en la simultaneidad con que muchas veces se manifiestan los contrarios.
Del desencanto, así como de esa satisfacción y ese júbilo, el hombre
esperanzado extrae lecciones perdurables. Con ellos aprende, por un lado, a no adherirse
a sus logros y, por otro, a no ofrendar ni conceder la última palabra al desaliento cuando
el pesar y la ruina parecen haberlo agotado todo. Si el desencanto, que ciertamente lo
conmueve, no lo amilana es porque, para él, la caída de la ilusión no equivale al
derrumbe de la esperanza. Notables, en lo que hace a este discernimiento, son los versos
del tango “Volver”, que en 1934 escribiera Alfredo Le Pera: “Y aunque el olvido que
todo destruye / haya matado mi vieja ilusión, / guardo escondida una esperanza
humilde / que es toda la fortuna de mi corazón”.13
Hay que decir entonces que, en el caso del hombre esperanzado, lo suyo es una
especie de vigilia residual. Una sostenida atención latente que subyace sin mengua,
velada e indirecta. Que se deja oír en sordina, ya sea en el goce o en el padecimiento, y
en contrapunto incesante con la tendencia a presumir que aquello que se está viviendo o
quiere vivir, pueda tener valor absoluto o carácter consumado. Esta vigilia, cuyo elogio
tan acertadamente realizara Ángel Vasallo14, y que sin sustraernos al protagonismo que
a cada momento nos exigen las circunstancias, es en lo esencial disposición a asumir y
soportar, como imprescindible, la realidad inscripta en el reverso de aquello que nos
toca cada vez.
El hombre esperanzado difiere sin embargo del estoico, con quien podría
confundírselo si no se toma con cuidado lo que acabo de decir. Y si de él difiere es
porque el hombre esperanzado no invita a desoír el llamado del fervor ni convoca a la
prescindencia ni a mantenerse impertérrito ante la diversidad de estímulos o a
subestimar el provecho que del trato con ella pueda resultar. El hombre esperanzado no
cultiva la indiferencia y sospecha de la obstinada templanza ante la desdicha y el dolor.
Lejos de todo voluntarismo y de una estratégica apatía, no sugiere resignarse ni aconseja
la abstención donde importa decidirse. Lo que sí formula con fuerza es un llamado a la
conciencia capaz de responsabilizarse por lo complejo, pues por incipiente que sea, ella
12
Poetas griegos y latinos, seleção e tradução de Péricles Eugênio da Silva Ramos, Cultrix, San Pablo,
1964, pág. 116.
13
Los poetas del tango, selección y prólogo de Eugenio MAndrini, Buenos Aires, Colihue, 2000, pág.
163.
14
ÁNGEL VASALLO, Elogio de la vigilia y notas de un itinerario casi metafísico, Buenos Aires,
Catálogos, 1992.

5
será siempre invalorable y no dejará de acoger con emoción y cuidado la
irreductibilidad de lo real a un solo punto de vista o a una definición excluyente.
Y ni qué decir tiene que el hombre esperanzado discrepa también con el
epicúreo, cuyo íntimo egoísmo le repugna. Él sabe mejor que nadie que no hay manera
de amurallarse en el placer o segmentarse en el goce, sin desentenderse de la verdad y
de uno mismo.
Los fundamentalismos, en cualquiera de sus configuraciones pasadas o
presentes, los clásicos totalitarismos de hierro o los más recientes, urdidos con la seda
del consumo, tanto mediáticos como estéticos, tanto políticos como científicos, son
expresión del hombre desesperanzado, del que sólo cree en la historia como una
herramienta llamada a abolir el tiempo en lo que tiene de riesgoso, de impredecible y de
conflictivo. El tiempo heterodoxo, en cambio, es el que el hombre esperanzado
reivindica, pues bien pensado y bien vivido, es aquel que nos pone a cubierto de la
dictadura de la eternidad y nos resguarda, asimismo, de la sucesión lineal, de la atroz
monotonía de la diversidad sin provecho ni convergencia.
Por último, si el hombre esperanzado es una incontestable realidad subjetiva
allí donde el tiempo ha sido asumido como flujo y alternancia, como constancia y
renovación, empieza también, el espíritu de ese hombre, a hacerse evidente como una
acuciante necesidad social, objetiva, en esta época convulsionada por el derrumbe de
incontables exitismos y pesimismos à la page, diseminados a diestra y siniestra luego
de la zozobra de aquellos ideales que se decían redentores.
Entre la índole de la democracia y la de las convicciones del hombre
esperanzado, la correspondencia no podría ser más sustantiva. De igual modo, la crisis
de los ideales democráticos, como bien se lo ve y se lo padece por doquier, es siempre y
al unísono, la del hombre esperanzado; de ese hombre que no cree en el futuro como
salvación sino en el tiempo que, como dato de la conciencia, se manifiesta al unísono
bajo la forma de un enigma y una posibilidad; como ofrenda que nos estimula a obrar e
incógnita que nos envuelve en la perplejidad y la impotencia. Así como los ideales
democráticos y las convicciones del hombre esperanzado se alzan juntos cuando hay
lugar para cualquiera de ellos, así también juntos se desploman cuando se intenta
sostener a unos a expensas de su indispensable complemento.15

15
Tomado de SANTIAGO KOVADLOFF, Ensayos de intimidad, Buenos Aires, Emecé, 2002, págs. 81-94.

También podría gustarte