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Retiro de Resurrección

¿Cómo buscar nosotros al Resucitado con Magdalena, María, Salomé, las otras…? ¿Cómo
hacer de su historia «nuestra historia»?

Vamos a tratar de aprender sabiduría de estas mujeres a las que, con lenguaje del AT,
podemos llamar hayil, «mujeres de recursos», lo mismo que Rut (3,11) y que la mujer
ensalzada en el libro de los Proverbios (Pr 31,10) y reconocer en ellas su capacidad de
afrontar los acontecimientos con sabiduría y
audacia.

La realidad que se describe en los relatos


como precediendo a la Pascua tiene el
nombre dramático de muerte, fracaso,
decepción de todas las expectativas. Todos
los discípulos, tanto hombres como mujeres,
pensaron a lo largo de todo aquel sábado
que sólo les quedaba un cadáver en un
sepulcro.

Las palabras desalentadas de los de Emaús


«Nosotros esperábamos… pero…» reflejan
una situación de pérdida de esperanza que
quizá es también la nuestra en un tiempo en
el que hablamos de ausencia de Dios, de
exceso de dolor, de tumbas vacías de
esperanza. También nosotros podemos sentirnos como si siguiéramos aún en el anochecer
del viernes, volviendo con ánimo abatido de enterrar en el sepulcro proyectos, ilusiones y
promesas.

También nosotros podemos reaccionar: «llorando y hacer duelo» (Mc 16,10) «cerrando las
puertas por miedo…» (Jn 20,19), La piedra es demasiado grande para nuestras fuerzas, el
orden internacional demasiado injusto, la violencia demasiado arraigada, la presencia
creyente irrelevante, la Iglesia demasiado temerosa…

Por eso la tentación puede ser «prolongar el sábado», refugiarnos en una espiritualidad
evadida, permanecer en una parálisis inerte. O tomar caminos de vuelta a Emaús que se
alejan de los sepulcros y de los crucificados y tratan de escapar no sólo de su dolor sino
también de su memoria.

Pero hay en la mañana del «primer día de la semana» un camino alternativo: el de quienes,
entonces y ahora, echan a andar «todavía a oscuras» y se acercan a los lugares de muerte
para intentar arrebatarle a la muerte algo de su victoria. Cómo intentaban borrar algo de su
rastro aquellas mujeres a fuerza de perfumes!
Saben que no pueden mover la piedra pero eso no les detiene. Son conscientes de la
fragilidad y la desproporción de lo que llevan entre las manos, pero esa lucidez no apaga el
incendio de su compasión ni hace su amor menos obstinado.

Quizá no viven todo eso desde la plenitud de la fe, ni le ponen el nombre de esperanza a
sus pasos vacilantes en la noche. Pero hacen ese camino abiertos al asombro, apoyadas
en el recuerdo de palabras que prometen vida, dispuestas a dejarse sorprender por una
presencia oscuramente presentida.

Los evangelios de Pascua «están de su parte». Se lo dicen, nos lo dicen a todos, esas
mujeres que irrumpen de nuevo en nuestros cenáculos anunciando: «¡Hemos visto al
Señor!».

De ellas recibimos la buena noticia: el Viviente sale siempre al encuentro de los que le
buscan, los inunda con su alegría, los envía a consolar a su pueblo, los invita a una nueva
relación de hermanos y de hijos.

Él va siempre delante de nosotros.

Vivir la presencia de Jesús Resucitado

Una de las realidades más consoladoras y esperanzadoras para el cristiano, para el


seguidor de Jesucristo, es contemplarlo muerto en la Cruz y Resucitado. Pasó por la
Pasión, por la cruz y por la muerte, pero su triunfo definitivo con su resurrección es real,
está patente y es consolador por lo que tiene de victoria sobre el pecado y la muerte, y por
lo que tiene de salvación definitiva para nuestras vidas. Nuestra vida tiene que vivirse con la
conciencia cierta de que Cristo ha resucitado.

Él vive y está conmigo. Su presencia es viva y gozosa. Él es el triunfador, él está entre


nosotros como el que vive desde siempre y para siempre; el que nos dará la victoria
definitiva sobre el pecado, el egoísmo y la muerte.

Su presencia entre nosotros, es como la presencia de Jesús con los discípulos después de
la Resurrección: una presencia diferente a la que tenía antes de morir. Ahora vive
resucitado, es Señor de vivos y muertos y signo visible de su poder y su gloria.

Nuestra actitud debe ser la de mantenernos con los ojos y el corazón bien abiertos para
saber descubrirlo así en nuestra vida: resucitado, vencedor y salvador. Los momentos de
oración, aunque sean breves, facilitarán este descubrimiento, no lo dudes. Él se hará
presente porque siempre toma la iniciativa, se hace el encontradizo o nos está esperando.
“Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré
en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).

Esta presencia de Jesús en medio de nosotros se ha de vivir con gozo interior, con alegría
reconocible. Hay que dar sensación, porque es real en nuestro interior, de alegría y de
esperanza a todas nuestras tareas por muy difíciles o desagradables que humanamente
puedan ser; tenemos que procurar que nuestra vida se empape y se impregne de esta
experiencia de resurrección, que haga posible no solo que nuestras tareas sean gozosas y
llenas de vida caritativa, sino que la vida de los que nos rodean se viva también como
experiencia resucitadora. Es decir, hay que dar una visión esperanzadora de la vida y de
que estamos viviendo confiados en las manos misericordiosas de Dios.

Cristo ha resucitado. El pecado, la muerte, el mal, están vencidos. Su victoria y nuestra


victoria es real y definitiva.

¡Demos gracias a Dios.!

Reflexión personal

- ¿He visto al resucitado?, ¿En qué lo reconocí?


- En este tiempo de pandemia, ¿Qué alienta mi esperanza?

Quédate

A veces iré distraído,


y a mi vera serás
peregrino ignorado.
Tú hazte notar.
Puede que vaya
sumido en fracasos,
rumiando derrotas,
lamentando golpes,
arrastrando penas,
sin ver el sol radiante,
la vida que bulle,
tu mano tendida.
Tú toca mi hombro,
e importúname.

Acaso, perdido en palabras,


no escuche tu voz
desvelando lo escrito
en el cielo, en la historia,
en el acontecer de cada día.
Tú grita.
Quizás no te lo pida,
no te abra la puerta,
ni me dé cuenta
del hambre
que nos atenaza.
Pero tú quédate.

Tal vez, al conocerte,


te quiera retener
en mi casa, a mi mesa,
apresando el instante.
Tú te irás, de nuevo,
dejando en mi pecho
el fuego de mil hogueras,
y la alegría de un reencuentro.

José María R. Olaizola, sj

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