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Cesare Pavese (1950) piensa que “el oficio de vivir” consiste en creer en algunas mentiras, al
mismo tiempo que se aprende a olvidar la vacuidad de la existencia.
Una práctica cotidiana de creencias y olvidos.
Uno de los impulsos más bellos de las credulidades reside en la ilusión de cada comienzo.
Incredulidades se fatigan con las ilusionadas ceremonias de la novedad.
Se recuerda que Coleridge (1817) postula como contrato de toda ficción lo que llama la
“supresión momentánea de la incredulidad”.
Una cosa desconfianzas y paranoias que sospechan malicias en todas partes o que presienten
malas intenciones en todas las criaturas que respiran, y otra, una común incredulidad como
intemperie sin otra magia que la de la momentánea cercanía.
Cuando una voluntad da la palabra comprometiéndose a cumplir algo, solicita que una
incredulidad (a pesar de no creer) dé la confianza.
Dar la confianza significa decidirla, sin garantías.
Incredulidades deciden sabiendo riesgos y anticipando consecuencias.
Conviene pensar un acto de apoyo político no como una entrega crédula, sino como decisión de
incredulidades urgidas.
Conviene pensar la credibilidad como decisión política de incredulidades que eligen confiar en
una posición y no en otra.
Ocasiones en las que las incredulidades optan por confiar para vivir.
Una momentánea y decidida confianza en un estado de común incredulidad.
En situaciones de catástrofes sanitarias, solo ampara y ayuda a resistir una común confianza.
Vivir no consiste solo en aprender a navegar, trazar mapas, leer brújulas, orientarse con las
estrellas, atravesar tormentas, eludir arrecifes, tener dónde amarrar.
Vivir supone, también, darse a un naufragio.
Saber estar en el momento límite en el que una existencia solo quiere seguir viviendo.
En el borde resbaladizo en el que una temblorosa osamenta se resiste a morir, no demanda
privilegios, ni solicita reconocimiento, ni ostenta una identidad, ni protege posesiones, ni odia,
ni hace daño, ni conquista, ni gobierna. Solo pide ayuda.
Escribe Pascal (1670) en sus Pensamientos: “Remamos sobre un medio vasto, siempre inciertos y
flotantes, empujados de una punta a la otra. Si aparece algún término en el que pensábamos
fijarnos y asegurarnos, oscila y nos abandona; si lo seguimos, escapa a nuestras manos, se desliza
y huye con eterna fuga. Para nosotros, nada se detiene. Tal es nuestro estado natural y, sin
embargo, es el más contrario a nuestra inclinación; ardemos por el deseo de hallar un asiento
firme y una última base constante sobre la cual edificar una torre que se eleve al infinito, pero
todo nuestro fundamento cruje y la tierra se abre hasta los abismos”.
Pascal visualiza la imposibilidad de una fijeza segura e inmóvil en la que poder construir una
inmensa torre; a la vez que advierte una inclinación a afirmarnos en un territorio firme.
Como no hay puerto seguro ni se puede estar a resguardo de los peligros del vivir, Pascal
propone una apuesta sin fin: como el naufragio resulta inevitable, solo queda tratar de encontrar
una y otra vez una salida.
Casi cuatrocientos años después, se podría volver a decir: un común estar no necesita suprimir
la inestabilidad, la incertidumbre, el riesgo. Tres condiciones inevitables del vivir. Pero sí urge
poner fin a la desigualdad. Su sin fondo de crueldad.
La metáfora del naufragio mantiene intacta la ilusión de calma, confort, control, en tierra firme.
La creencia que solo naufragan imprudencias que se aventuran más allá de las costas o
fronteras establecidas.
En medio del indolente mar, a veces, no hay otra salvación que aferrarse a una tabla.
Aunque siempre habrá que distinguir entre una tabla que sirve para mantenerse a flote y un
salvavidas de plomo.
Aferrarse a un último recurso supone, a la vez, desaferrarse del peso de posesiones
innecesarias.
En un episodio de la serie francesa El colapso, creada por el colectivo Les Parasites (2019),
vemos a un millonario que recibe insistentes llamados en los que le avisan que está por salir un
avión rumbo a una isla donde podrá estar seguro. Le quedan minutos para llegar a tiempo. Sin
embargo, en el apuro y la desesperación se retrasa hasta perder el vuelo, entre otras cosas, por
empecinarse en llevar consigo sus obras de arte más valiosas.
Durante años en diferentes experiencias de formación y estudios sobre grupos se empleó, con
variantes, el relato de un naufragio para poner en marcha un juego de roles.
El barco se está hundiendo. Queda un pequeño bote salvavidas. Por su capacidad limitada, cada
cual puede llevar consigo hasta cuatro objetos que considere importantes. Cada pertenencia se
anota en un papel.
De pronto, estas existencias, ahora, naufragantes, se encuentran sentadas en el piso, protegidas
por un círculo de almohadones que simulan los límites de una frágil embarcación que flota en
un inmenso mar.
Al rato, la coordinación informa que el grupo, por consenso, tiene que desprenderse de veinte
objetos porque la barca, tan precaria, no resiste semejante peso.
Cada cual cuenta lo que lleva y se discute qué arrojar al mar. De a poco, comienzan a emerger
liderazgos, repliegues, alianzas, solidaridades, exclusiones, desprecios.
Enseguida se vuelve avisar que hay que seguir tirando cosas hasta que ya no quede nada de qué
deshacerse.
Sin embargo el peligro no cesa y hace falta decidir quién abandona la balsa.
El juego aprovecha el naufragio como experiencia límite para una analítica de las pasiones que
detona la vida en común.
Se observan sacrificios y heroísmos, mezquindades y violencias.
Casi nunca naufragantes se rebelan, en el juego, contra la conducción de la experiencia. No
objetan las consignas ni las cambian. No se les ocurre inventar una isla u otras opciones en las
que se salven todas las vidas.
El acatamiento de la fatalidad de que mueran quienes tengan que morir sobrevuela como un
verosímil inapelable.
En una ocasión, naufragantes decidieron alternarse flotando por turnos fuera del bote.
Un común naufragio necesita imaginaciones insumisas ante las crueldades derivadas de todos
los pánicos.
Acaso se pueda pensar, también, en darse a la orilla, a esa húmeda franja de aguas que suben y
bajan.
Darse al borde, al límite, al umbral.
Darse otra posibilidad entre el peligro y el tedio, entre lo previsible y lo imprevisible, entre la
helada y el fuego.
Una sentencia popular previene que no hay que ahogarse en un vaso de agua ni naufragar en
una pileta de lona.
La expresión ahogarse en un vaso de agua relata desgracias de ensimismamientos asustados.
Asfixias del aislamiento. Extremas reducciones a comprimidos dramas personales. Ahogos
como daños auto-infligidos.
También se avisa que se puede naufragar en tierra firme o estar a gusto en el continuo mar.
En Sobre la naturaleza de las cosas (De rerum natura), Lucrecio, un pensador de un siglo antes
de la era cristiana) escribe:
“Está bien ver al navegante lejano luchar contra la borrasca y naufragar, no porque nos alegremos
del mal ajeno, sino porque es bueno hallarse libre de tormentos”.
Empatías conservan resguardos secretos. Empatías dicen siento lo que te pasa como si me
pasara o podría pasarme también a mí. Sin olvidar que, en este momento, no me pasa lo que te
está pasando. Empatías sinceras muchas veces gozan del privilegio de la distancia.
A partir de esos versos de Lucrecio, Hans Blumenberg (1979) escribe Naufragio con espectador,
un libro que releva el empleo de los tropos del hundimiento en el pensamiento europeo de la
Ilustración y del Romanticismo.
Tal vez la novela moderna del naufragio europeo se llame Robinson Crusoe escrita por Daniel
Defoe (1719). Cuenta a la vez el drama del individualismo, el colonialismo y el capitalismo.
Componentes que renacen tras el naufragio como si compusieran la vida misma, la única
posible.
El hundimiento del Titanic ocurrido en 1912, al chocar contra un iceberg, sigue resonado como
figura del hundimiento de la civilización moderna.
Como si el indolente mar, más de un siglo atrás, hubiera avisado lo que, desde entonces, la tierra
no deja de decir: arrogancias del progreso están destruyendo la vida.
El artista mexicano Héctor Zamora presenta en 2012 una instalación que lleva el nombre de
Orden y progreso.
Se trata de un barco que se va desmantelando y destruyendo a golpes de martillos y hachas
durante la exhibición.
Escribe Zamora: “El barco es un símbolo de la aventura y el descubrimiento; pero también
representa la esperanza del refugio o la posibilidad de sobrevivir en un ambiente hostil, es vehículo
de viajes místicos, encarnación del poderío militar y comercial, de la conquista y la dominación”.
La acción de Zamora cuestiona soldaduras entre orden y progreso.
Orden y progreso toma su nombre del lema inscrito en la bandera brasileña.
Frase que alude a uno de los ideales positivistas formulados por Augusto Comte: “El amor por
principio, el orden por base y el progreso por fin”.
La idea de progreso transporta sentimientos encontrados: de gratitud cuando salva y
reconforta vidas y de resquemor por su indolencia destructiva.
Benjamin (1931) advierte que la decisión de destruir lo dado solo se adelanta a la silenciosa y
continua acción del tiempo. Lo duradero importa como promesa, ilusión, calma, pero no como
destinación, capricho, eternidad. La destrucción no siempre choca o rompe con lo existente. A
veces, elude santuarios y deja atrás fetiches de mármol.
Interesa de la destrucción su deseo de abrirse paso. La destrucción no se ensaña con lo que se
desmorona.
Escribe Benjamin sobre lo destructivo: “…solo tiene como consigna hacer sitio. Solo una actividad
despejar. Su necesidad de aire fresco y espacio libre tiene más intensidad que el odio”.
La destrucción bejaminiana no se pregunta qué va a ocupar el lugar de lo destruido, prefiere -
aunque se trate de un instante- el silencio del espacio vacío.
Un poema de Pizarnik (1962), “explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco
llevándome", dice lo indecible: la vida como desprendimiento, rapto, fuga.
No interroga el después ni el destino de la nave.
Relata la partida: como suspiro, ansia, curiosidad.