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Sesiones en el naufragio (5)

Incredulidades / Marcelo Percia


Credibilidades confían deseosas, deslumbradas, condescendientes.
Incredulidades ven en cada estrella un sol muerto y oscuro.

Credulidades concurren a una sesión de análisis para no enfermarse de tristeza, miedo,


resentimiento.
Incredulidades abren cuerpos de muñecas para averiguar si tienen algo dentro.

Credulidades esperan milagros.


Incredulidades se alegran con las buenas noticias, sin olvidar posibles desastres.

Credulidades suponen buenas intenciones en todas las cosas.


Incredulidades detectan mentiras en los pájaros.

Cesare Pavese (1950) piensa que “el oficio de vivir” consiste en creer en algunas mentiras, al
mismo tiempo que se aprende a olvidar la vacuidad de la existencia.
Una práctica cotidiana de creencias y olvidos.

Resulta arrogante pretender oficiar la vida.


La vida decide sola, la historia inventa y cincela, azares tumban y sostienen, dineros doblegan
y yerguen, amores levantan vuelo y desquician.

Uno de los impulsos más bellos de las credulidades reside en la ilusión de cada comienzo.
Incredulidades se fatigan con las ilusionadas ceremonias de la novedad.

Incredulidades no se confunden con pesimismos.


Pesimismos afirman que no hay nada que hacer ante la fatalidad del destino. Llaman destino a
un futuro distópico, a la destrucción irremediable, a la inminencia del colapso.
Desánimos muchas veces se despliegan como credulidades decepcionadas, contrariadas,
dolidas.
Incredulidades no conjuran lo peor haciendo predicciones espantosas.
Incredulidades, por momentos, se sienten exhaustas con el sinfín de la incredulidad.

Credulidades sostienen que se pude aprender del dolor.


Aprender del dolor suena como último consuelo ante lo irremediable.
Y, sin embargo, dolores enseñan el desamparo, la intemperie, la soledad.
Incredulidades se rehúsan a aceptar que la actual civilización reúne lo mejor de la historia. No
creen en el progreso: saben el capitalismo.

Se recuerda que Coleridge (1817) postula como contrato de toda ficción lo que llama la
“supresión momentánea de la incredulidad”.

Incredulidades suponen precauciones, exámenes, críticas, anticipos, cálculos.


Sin la incredulidad ¿la vida en común nos dañaría?
¿Para vivir se necesitan momentos de credulidad, pero para sobrevivir se precisa un fondo
sostenido de incredulidad?

Una cosa desconfianzas y paranoias que sospechan malicias en todas partes o que presienten
malas intenciones en todas las criaturas que respiran, y otra, una común incredulidad como
intemperie sin otra magia que la de la momentánea cercanía.

El secreto del lenguaje no reside en la credulidad, sino en la incredulidad. Sin incredulidad no


concebiríamos signos ni símbolos. Palabras no pueden decir la vida, la nombran sabiendo que
nunca habrán de alcanzarla.

Cuando una voluntad da la palabra comprometiéndose a cumplir algo, solicita que una
incredulidad (a pesar de no creer) dé la confianza.
Dar la confianza significa decidirla, sin garantías.
Incredulidades deciden sabiendo riesgos y anticipando consecuencias.

Conviene pensar un acto de apoyo político no como una entrega crédula, sino como decisión de
incredulidades urgidas.

Una circunstancia clínica, como el enamoramiento, solicita la suspensión de la incredulidad.


Hace lugar a una promesa: la espera imprecisa de sentirnos mejor.
Así se pone en marcha lo que se nombra como transferencia.
Una circunstancia clínica no enseña a creer en la ficción de sí, sino a descreer en todas las
ficciones. Ayuda a reponer la necesaria incredulidad identitaria.

El habla incrédula enseña desvalimientos no sofocados con certezas descamadas.


El habla incrédula desabriga, hasta que la piel suspende la travesía para enfundarse en una
suavidad, en una ternura, en una caricia, una cercanía amable o silenciosa.
Incredulidades alojan el ánimo realizativo de la promesa, pero toman distancia de la
condescendencia pasiva de la esperanza.
“No se puede creer” dice la perplejidad incrédula.
Sabemos que hay un virus que enferma y mata, pero queremos seguir haciendo nuestra vida
normal.
Normalidades cultivan credulidades empecinadas en no desprenderse de sus propiedades.
Codicias que, en medio de una catástrofe, consumen los últimos minutos tratando de llevarse
objetos de valor inservibles en una huída.

Se necesita distinguir entre credulidad y credibilidad.


Mientras la credulidad describe un estado siempre presente en el fluir de la vida, la credibilidad
designa la creencia en la palabra y autoridad de una figura o fuente.

Conviene pensar la credibilidad como decisión política de incredulidades que eligen confiar en
una posición y no en otra.
Ocasiones en las que las incredulidades optan por confiar para vivir.
Una momentánea y decidida confianza en un estado de común incredulidad.
En situaciones de catástrofes sanitarias, solo ampara y ayuda a resistir una común confianza.

Sesiones en el naufragio (6). Vivir


entre metáforas /Marcelo Percia
Habitamos vidas semióticas. Continuos vértigos de sustituciones, de encuentros de
representaciones fortuitas y ocurrentes.
Como escribe Rilke (1922) “…y ya saben los astutos animales que no nos sentimos muy seguros
en casa, dentro del mundo interpretado”.
Sin metáforas no sabríamos cómo pensar la vida.
Entre todas las significaciones que nos piensan están la de la navegación y el naufragio, la de
soltar amarras y zarpar, la de levar anclas y encallar, la de andar a la deriva y la de soltar el
timón.
Una obra de Jorge Macchi (2010) que forma parte de su serie “crónicas eventuales” se llama
fragata. Consiste en una fotografía de una caja de fósforos cortada en un extremo sobre un
plano azul que se percibe como una embarcación hundiéndose.
Dice sobre la obra: “La imagen de la caja de fósforos comenzó siendo un dibujo, y terminó en foto
de la caja real, inclinada de costado sobre un plano azul. No hay tragedia, sino exacerbación del
artificio. La caja está cortada sobre un plano azul que se nota que no es el mar. Como pasa con el
teatro, sabemos que asistimos a un mundo artificial y, sin embargo, nos conmueve”.
La caja de fósforos, que se llama Fragata, porta la ilustración de un barco de vela con tres palos.
La composición de Macchi no oculta el engaño: una sencilla superposición fotográfica sobre un
fondo azul uniforme trastorna la percepción. Ofrece un plácido extrañamiento que zarandea la
mirada. Hace abrir los ojos y hace trastabillar la cabeza.
Ayuda a soltar otras conexiones. Una de ellas, la sutileza que reúne fósforos y agua: húmedos o
mojados pierden el poder de encender un inmediato y provisorio fuego.
La obra de Macchi relata desgracias silenciosas de los días.
Se llama naufragio a la pérdida súbita de una embarcación segura, tal vez la percepción última
de la fragilidad de la vida.
No se termina de gastar la metáfora del hundimiento para pensar la existencia. La traslación que
avisa que nos encontramos, de pronto, arrojados en un inmenso mar sin referencias que nos
contengan. La figura del frío que hiela hasta agarrotar los sentidos y apagar las consciencias.

El infinitivo analizar admite formas reflexivas analizarse o analizarme.


Enunciados que refuerzan la ilusión de un dominio de sí.
Tal vez conviene pensar en darse a un análisis.
Lo que quiere decir, entre otras cosas, darse a un desprendimiento o caída de la quimera de sí.

Darse a un análisis se asemeja a darse a un naufragio.


A desasirse de suelos firmes.
A aventurarse lejos de puertos seguros.
A apartarse de caminos trazados.
A pensar contra la corriente.
A practicar la inmersión en un crudo desamparo.
A respirar la inminencia de la muerte.

Vivir no consiste solo en aprender a navegar, trazar mapas, leer brújulas, orientarse con las
estrellas, atravesar tormentas, eludir arrecifes, tener dónde amarrar.
Vivir supone, también, darse a un naufragio.
Saber estar en el momento límite en el que una existencia solo quiere seguir viviendo.
En el borde resbaladizo en el que una temblorosa osamenta se resiste a morir, no demanda
privilegios, ni solicita reconocimiento, ni ostenta una identidad, ni protege posesiones, ni odia,
ni hace daño, ni conquista, ni gobierna. Solo pide ayuda.

Escribe Pascal (1670) en sus Pensamientos: “Remamos sobre un medio vasto, siempre inciertos y
flotantes, empujados de una punta a la otra. Si aparece algún término en el que pensábamos
fijarnos y asegurarnos, oscila y nos abandona; si lo seguimos, escapa a nuestras manos, se desliza
y huye con eterna fuga. Para nosotros, nada se detiene. Tal es nuestro estado natural y, sin
embargo, es el más contrario a nuestra inclinación; ardemos por el deseo de hallar un asiento
firme y una última base constante sobre la cual edificar una torre que se eleve al infinito, pero
todo nuestro fundamento cruje y la tierra se abre hasta los abismos”.
Pascal visualiza la imposibilidad de una fijeza segura e inmóvil en la que poder construir una
inmensa torre; a la vez que advierte una inclinación a afirmarnos en un territorio firme.
Como no hay puerto seguro ni se puede estar a resguardo de los peligros del vivir, Pascal
propone una apuesta sin fin: como el naufragio resulta inevitable, solo queda tratar de encontrar
una y otra vez una salida.
Casi cuatrocientos años después, se podría volver a decir: un común estar no necesita suprimir
la inestabilidad, la incertidumbre, el riesgo. Tres condiciones inevitables del vivir. Pero sí urge
poner fin a la desigualdad. Su sin fondo de crueldad.
La metáfora del naufragio mantiene intacta la ilusión de calma, confort, control, en tierra firme.
La creencia que solo naufragan imprudencias que se aventuran más allá de las costas o
fronteras establecidas.

La modernidad europea emplea las imágenes de la navegación y el naufragio como figuras de


la aventura, la exploración, el riego.

En medio del indolente mar, a veces, no hay otra salvación que aferrarse a una tabla.
Aunque siempre habrá que distinguir entre una tabla que sirve para mantenerse a flote y un
salvavidas de plomo.
Aferrarse a un último recurso supone, a la vez, desaferrarse del peso de posesiones
innecesarias.

En un episodio de la serie francesa El colapso, creada por el colectivo Les Parasites (2019),
vemos a un millonario que recibe insistentes llamados en los que le avisan que está por salir un
avión rumbo a una isla donde podrá estar seguro. Le quedan minutos para llegar a tiempo. Sin
embargo, en el apuro y la desesperación se retrasa hasta perder el vuelo, entre otras cosas, por
empecinarse en llevar consigo sus obras de arte más valiosas.

Durante años en diferentes experiencias de formación y estudios sobre grupos se empleó, con
variantes, el relato de un naufragio para poner en marcha un juego de roles.
El barco se está hundiendo. Queda un pequeño bote salvavidas. Por su capacidad limitada, cada
cual puede llevar consigo hasta cuatro objetos que considere importantes. Cada pertenencia se
anota en un papel.
De pronto, estas existencias, ahora, naufragantes, se encuentran sentadas en el piso, protegidas
por un círculo de almohadones que simulan los límites de una frágil embarcación que flota en
un inmenso mar.
Al rato, la coordinación informa que el grupo, por consenso, tiene que desprenderse de veinte
objetos porque la barca, tan precaria, no resiste semejante peso.
Cada cual cuenta lo que lleva y se discute qué arrojar al mar. De a poco, comienzan a emerger
liderazgos, repliegues, alianzas, solidaridades, exclusiones, desprecios.
Enseguida se vuelve avisar que hay que seguir tirando cosas hasta que ya no quede nada de qué
deshacerse.
Sin embargo el peligro no cesa y hace falta decidir quién abandona la balsa.
El juego aprovecha el naufragio como experiencia límite para una analítica de las pasiones que
detona la vida en común.
Se observan sacrificios y heroísmos, mezquindades y violencias.
Casi nunca naufragantes se rebelan, en el juego, contra la conducción de la experiencia. No
objetan las consignas ni las cambian. No se les ocurre inventar una isla u otras opciones en las
que se salven todas las vidas.
El acatamiento de la fatalidad de que mueran quienes tengan que morir sobrevuela como un
verosímil inapelable.
En una ocasión, naufragantes decidieron alternarse flotando por turnos fuera del bote.
Un común naufragio necesita imaginaciones insumisas ante las crueldades derivadas de todos
los pánicos.
Acaso se pueda pensar, también, en darse a la orilla, a esa húmeda franja de aguas que suben y
bajan.
Darse al borde, al límite, al umbral.
Darse otra posibilidad entre el peligro y el tedio, entre lo previsible y lo imprevisible, entre la
helada y el fuego.

Ninguna nave se construye ni nadie se embarca para naufragar.


Naufragios se consideran como indeseadas fatalidades o fracasos, como metáforas de un
desvalimiento extremo, como mísera precariedad de la existencia.
Se dice: “Me estoy hundiendo en la angustia”. “No encuentro de qué agarrarme”. “No me puedo
mantener a flote”. “Me siento en un mar de incertidumbres”.

Nunca se sabe cuánto duele un dolor.


Alguien dice en estos días: “Cada noche ilumino con una pequeña luz la oscuridad de las aguas.
Busco sobrevivientes, pero no encuentro a nadie. Me despierto llorando a mares”.

Una sentencia popular previene que no hay que ahogarse en un vaso de agua ni naufragar en
una pileta de lona.
La expresión ahogarse en un vaso de agua relata desgracias de ensimismamientos asustados.
Asfixias del aislamiento. Extremas reducciones a comprimidos dramas personales. Ahogos
como daños auto-infligidos.
También se avisa que se puede naufragar en tierra firme o estar a gusto en el continuo mar.

En Sobre la naturaleza de las cosas (De rerum natura), Lucrecio, un pensador de un siglo antes
de la era cristiana) escribe:
“Está bien ver al navegante lejano luchar contra la borrasca y naufragar, no porque nos alegremos
del mal ajeno, sino porque es bueno hallarse libre de tormentos”.

Empatías conservan resguardos secretos. Empatías dicen siento lo que te pasa como si me
pasara o podría pasarme también a mí. Sin olvidar que, en este momento, no me pasa lo que te
está pasando. Empatías sinceras muchas veces gozan del privilegio de la distancia.

A partir de esos versos de Lucrecio, Hans Blumenberg (1979) escribe Naufragio con espectador,
un libro que releva el empleo de los tropos del hundimiento en el pensamiento europeo de la
Ilustración y del Romanticismo.

Clínicas celebran conversaciones en un común naufragio.


A veces, consiguen hacer lo que el irse a pique no permite: suspender la catástrofe.
Dar un respiro, inyectar una pausa en la perentoriedad.
Hablar de lo que está pasando hasta que una palabra o un silencio, quizás, vislumbren una
inesperada orilla.
La maravillosa magia del tiempo se dice en la frase final con la que se termina cada sesión:
Seguimos con esto la próxima.

Tal vez la novela moderna del naufragio europeo se llame Robinson Crusoe escrita por Daniel
Defoe (1719). Cuenta a la vez el drama del individualismo, el colonialismo y el capitalismo.
Componentes que renacen tras el naufragio como si compusieran la vida misma, la única
posible.

Nietzsche (1882) en un pasaje de la Gaya Ciencia piensa las metáforas de la navegación y el


naufragio como avatares inevitables de pensamientos disruptivos. ¿Se trata de decidir
naufragar? ¿Practicar un total abandono? ¿Dejarse llevar por las derivas de la razón? ¿Morir
ahogados en emociones indómitas?
Tal vez solo desamarrarse de una moral sin asirse de ninguna otra, solo zarpar sin saber hacia
dónde, solo partir.
Solo sentir, actuar, pensar, desamarrando, zarpando, partiendo.

El hundimiento del Titanic ocurrido en 1912, al chocar contra un iceberg, sigue resonado como
figura del hundimiento de la civilización moderna.
Como si el indolente mar, más de un siglo atrás, hubiera avisado lo que, desde entonces, la tierra
no deja de decir: arrogancias del progreso están destruyendo la vida.

La hipotermia resulta la peor enemiga en un naufragio. Se recomiendo, para sobrevivir más


tiempo, no consumir energías nadando, sino adoptar la postura fetal y flotar abrazados o casi
tocando otros cuerpos vivos.

El artista mexicano Héctor Zamora presenta en 2012 una instalación que lleva el nombre de
Orden y progreso.
Se trata de un barco que se va desmantelando y destruyendo a golpes de martillos y hachas
durante la exhibición.
Escribe Zamora: “El barco es un símbolo de la aventura y el descubrimiento; pero también
representa la esperanza del refugio o la posibilidad de sobrevivir en un ambiente hostil, es vehículo
de viajes místicos, encarnación del poderío militar y comercial, de la conquista y la dominación”.
La acción de Zamora cuestiona soldaduras entre orden y progreso.
Orden y progreso toma su nombre del lema inscrito en la bandera brasileña.
Frase que alude a uno de los ideales positivistas formulados por Augusto Comte: “El amor por
principio, el orden por base y el progreso por fin”.
La idea de progreso transporta sentimientos encontrados: de gratitud cuando salva y
reconforta vidas y de resquemor por su indolencia destructiva.

Benjamin (1931) advierte que la decisión de destruir lo dado solo se adelanta a la silenciosa y
continua acción del tiempo. Lo duradero importa como promesa, ilusión, calma, pero no como
destinación, capricho, eternidad. La destrucción no siempre choca o rompe con lo existente. A
veces, elude santuarios y deja atrás fetiches de mármol.
Interesa de la destrucción su deseo de abrirse paso. La destrucción no se ensaña con lo que se
desmorona.
Escribe Benjamin sobre lo destructivo: “…solo tiene como consigna hacer sitio. Solo una actividad
despejar. Su necesidad de aire fresco y espacio libre tiene más intensidad que el odio”.
La destrucción bejaminiana no se pregunta qué va a ocupar el lugar de lo destruido, prefiere -
aunque se trate de un instante- el silencio del espacio vacío.

Cautelas clínicas dicen en estos días:


“Mientras estamos viviendo este tiempo que nos ha tocado, no podemos saber, por ahora, cómo
nos afecta todo lo que está pasando”.
“La pandemia actúa como lente de aumento”.
“Abatimientos, cansancios, tristezas, que estamos sintiendo sobrevienen como aflicciones de una
civilización a la que admitíamos pertenecer, creyendo que estábamos a resguardo en nuestras
pequeñas fortalezas individuales”.
“En esta suspensión, en esta incertidumbre, en este miedo a morir, se actualizan y estallan
suspensiones contenidas, certezas inútiles, muertes diferidas y olvidadas”.
“No queremos saber lo que ahora estamos sabiendo aún sin querer saberlo: en esta inevitable
intemperie planetaria, el único secreto del porvenir reside en la común decisión de cuidar lo vivo”.

Un poema de Pizarnik (1962), “explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco
llevándome", dice lo indecible: la vida como desprendimiento, rapto, fuga.
No interroga el después ni el destino de la nave.
Relata la partida: como suspiro, ansia, curiosidad.

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