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IX

Apostillas sobre el miedo en Spinoza

I. Comencemos por la definición spinoziana del miedo: “es la tristeza inconstante, surgida de la
idea de una cosa futura o pasada, de cuyo resultado tenemos alguna duda”1. Pero téngase en
cuenta de inmediato que la definición de miedo va junto con la de esperanza, que es justamente
“una alegría inconstante surgida de la idea de una cosa futura o pasada, de cuyo resultado
dudamos”2. El miedo y la esperanza, entonces, se contraponen entre sí como la tristeza y la
alegría. Tanto el miedo como la esperanza, así conectados, son afectos que viven en un estado de
inconstancia, de duda, de claroscuro. Si la duda cae, la esperanza se convierte en seguridad,
mientras que el miedo se convierte en desesperación. Si se elimina la duda, la esperanza y el
miedo se consolidan en un estado que anula su inconsistencia originaria. En resumen, siempre
existe la duda que pone en juego estos dos afectos o pasiones y los proyecta y extiende fuera de
cualquier posible conclusión directa de felicidad. En consecuencia, “los afectos de la esperanza y
de miedo no pueden ser por sí mismos buenos”3. Pero si así son las cosas, el miedo y la esperanza
deben quitarse del medio. Son fantasmas inciertos de la razón, son signos de un ánimo
impotente. Para alcanzar la seguridad y la alegría, debemos haber superado esa situación
incierta: para vivir bajo la guía de la razón, es necesario haberse colocado más allá de la
esperanza y el miedo. Debemos depender cada vez menos de la esperanza y liberarnos del
miedo, debemos imponernos sobre y contra la suerte y dirigir nuestras acciones solo de acuerdo
al consejo seguro de la razón. ¿Será posible alguna vez?
Otra definición clásica del miedo. Estamos en el Fausto de Goethe4: es carnaval, en el vasto
salón del Palacio Imperial se suceden grandes figuras mitológicas, máscaras alegóricas. En
primer lugar, la sabiduría representadas como un enorme elefante (se podrá imaginar como
aquella bestia que domina el “Triunfo de Julio César” de Andrea Mantegna). Ahora al elefante
están enlazados el miedo y la esperanza, nobles damas encadenadas, una triste y la otra alegre…
Y he aquí lo que nos dice “el miedo”:

Humeantes antorchas, lámparas, luces / alboreal por la desconcertada fiesta; / entre esos
rostros fantasmales / me sujetan, ¡ay!, firmes cadenas // ¡Atrás, ridículos guasones! /
Vuestras risitas infunden sospecha; / todos mis enemigos / me acosan esta noche // ¡Ahí!,
un amigo se ha vuelto adversario, / bien conozco su antifaz; / ese quería asesinarme, /
más, descubierto, ha huido. // ¡Ay!, con qué gusto / huiría a cualquier parte, / pero arriba
me amenaza el exterminio, / me oculto entre las nieblas y las piedras.5

Ahora lo que nos dice “la esperanza”, que, como en Spinoza, está enlazada al miedo:

¡Salud, queridas hermanas! / Ya va para dos días / que celebráis la mascarada, / sé de


todo con certeza / que mañana os descubriréis; / y si a la luz de las antorchas / no nos
sentimos muy bien, / en días de bonanza, / siguiendo nuestro albedrío, / ora juntos, ora
solos, / libres andaremos por hermosas campiñas, / descansando y actuando a placer, / y
en una vida despreocupada, / nunca padeceremos, siempre aspiraremos; / por doquier
ansiados huéspedes, / entraremos en las casas; / seguro es: lo mejor / ha de estar en
algún sitio.

1
Spinoza, Ética, III, Definición de los afectos 13.
2
Ibídem, III, Proposición 18, Escolio 2, y Definición de los afectos 12.
3
Ibídem, IV, Proposición 47.
4
Fausto, parte II, acto I, líneas 5394 y siguientes.
5
Goethe, Fausto, Penguin Clásicos, traducción de Pedro Gálvez Ruíz, Madrid 2016.

1
Finalmente, no podía faltar “la sabiduría” en su Ueberwindung, en su superación de la duda y
los afectos dudosos:

A dos de los mayores enemigos del hombre, / la Pavura y la Esperanza, encadenadas, /


mantengo separadas de la grey; / ¡abrid paso!, estáis salvados. // El coloso vivo, como
veis, / lleva una torre en el lomo, / y marcha, sin fatiga, / paso tras paso, por empinados
senderos. // Va encima, en la atalaya, / la diosa de veloces / y anchas alas, al triunfo /
dispuesta por doquier. // Gloria y fama la rodean, / su esplendor brilla a lo lejos, / y su
nombre es Victoria, / diosa de todo quehacer.

¡Tranquilicemonos, pues, contra el miedo y la esperanza! Como en Spinoza, también en Goethe


la pareja miedo/esperanza es definida y fijada dentro de una relación mutua. Y de nuevo, solo la
sabiduría nos saca de la incertidumbre de la imaginación afectiva (del miedo y/o de la
esperanza) en uno y en otro caso. Es increíble esta semejanza, en la fenomenología del miedo,
entre Spinoza y Goethe, incluso si sabemos con qué intensidad Goethe se consideraba un
spinozista. La tristeza, pero sobre todo la incertidumbre y la duda, tiñen, definen, fijan el miedo
tanto como la alegría (y sobre todo la incertidumbre y la duda) dan forma a la esperanza. La
infancia y la juventud viven en la duda y en la incertidumbre del miedo y de la esperanza:
¿representará la madurez su superación? Ser sabio es estar en una condición madura de certeza.

2. En cierto sentido, el miedo es banal. Cada uno de nosotros sabe qué es el miedo, cada uno de
nosotros ha experimentado momentos de miedo. Sin embargo, no siempre, incluso rara vez,
puede aceptarse la definición que hasta ahora se ha dado siguiendo las huellas de los autores de
la modernidad. En lo que a mí respecta, tras haber releído a estos dos grandes autores, Spinoza y
Goethe, amigos de mi pensamiento y de mi vida, no puedo acomodarme a su definición de miedo.
Por ejemplo, en un momento de mi vida estuve cubierto de acusaciones que no tenían nada de
verdadero pero que proponían horizontes de sufrimiento y pena. Tuve miedo y era un miedo
separado de la esperanza. Es cierto que se presentaban, en mi miedo, elementos de
incertidumbre, de duda, pero más que pedazos de esperanzas eran netas declaraciones de
verdad las que yo oponía a la falsedad, y eran reclamos de justicia los que me sostenían y me
empujaban a resistir y a sobrevivir. En ese entonces, el miedo estaba completamente escindido
de la esperanza; la sabiduría y la potencia de vivir no se balanceaban entre miedo y esperanza,
sino que, hundiéndose en los remolinos de la injusticia, se proyectaban hacia adelante, en
tensiones extremas de voluntad de justicia. No, no había desesperación, en ningún caso fue
desesperación: había lucha. ¿Es necesario que no haya miedo, o es necesario que haya esperanza,
para que haya lucha? O, por el contrario, ¿basta con la voluntad de no sucumbir ante la no
verdad? ¿Basta con la pasión por la verdad y la voluntad de no ceder a la imposición de lo falso, a
la provocación del mando y a la intimidación terrorista?
Tanto Spinoza como Goethe confían la superación del miedo no tanto a la lucha como a la
sabiduría. La sabiduría consistiría en el triunfo de la razón, en la serenidad, en la toma de
conciencia lúcida de los acontecimientos naturales y de la mecánica de los afectos. Pero nada de
esto corresponde a mi experiencia. Por el contrario, el miedo puede girar sobre sí mismo y la
sabiduría puede faltar a cada cita. El miedo puede poseer una lógica atrapante e insuperable. En
la incertidumbre puedo deambular sin cesar. Enormes instrumentos del poder y monstruosas
figuras de represión pueden agitarse ante mí y quitarme toda posibilidad de ser sabio. ¡Hay un
prejuicio en la concepción de Spinoza y Goethe, el prejuicio del equilibrio de las pasiones! En
realidad, bien fuera de todo equilibrio ideal, la sabiduría puede representarse como equilibrio
solo cuando ya contiene la fuerza de manera realista. Esta referencia a la realidad es una

2
referencia a lo social, a sus determinaciones y a las pasiones que emergen de lo social. Sobre esta
base podemos comenzar de vuelta a hacernos preguntas. Si se es pobre, se está desarmado,
¿cómo se podría ser sabio? ¿Cómo podría apelarse a la dulzura de la razón cuando se está
sometido a la violencia del poder? El elemento clásico que domina la imagen moderna de la
sabiduría —entre Spinoza y Goethe—, es preciso reconocerlo, está desencarnado; y si no
estuviera desencarnado, de todos modos estaría deshistorizado; y cuando no está deshistorizado
es hipócrita. Aquí debemos cambiar el registro en nuestro intento de definir ese miedo que
experimentamos en lo social, convencidos de que solo en lo social, en lo político, podremos
resolver el problema. Entonces digamos, por un lado, que no necesariamente hay sabiduría
dentro de las relaciones que la vida anuda en lo social. Por el contrario: si al miedo se le arranca
la incertidumbre, no por ello resurgirá como sabiduría, sino que siempre podrá ser hundido
definitivamente en el terror sin razón y sin salida. Por otro lado, digamos: solo la lucha, solo el
reconocimiento de la violencia de/en la vida (y de nuestra participación activa en ella) podrá
arrancarnos del miedo.
Si volvemos ahora a considerar a Spinoza, ¡qué estática parece, dentro del punto de vista que
mantiene unidos a la esperanza y el miedo, su concepción de la sabiduría! (El desgarro que sufre
la continuidad del proceso desde la cupiditas al amor en la parte V de la Ética transformará la
definición de sabiduría). Y de nuevo, si volvemos a Goethe, ¡cuán vacía es la exaltación de la
Sabiduría Elefante de sí misma…! Si llegara un ratoncito, ¿qué sucedería? Conocemos la alegría
del elefante respecto del ratón: si, entonces, apareciera una rata, sucia y horrible (¡tal como le
ocurre a muchos en la vida!), ¿qué sucedería? El discurso neoclásico, donde la sabiduría se
presenta limpiamente como una victoria sobre el miedo y la esperanza, no va mucho más allá de
la exhibición de un equilibrio vacío e ideal, en realidad una “burguesa” expectativa de solución
pacífica de todo drama. Esta victoria no sabe realmente volar: en el cruce de pasiones equívocas,
las grandes alas del equilibrio burgués son retenidas por el peso de casualidades imprevisibles y
la solución dialéctica de Goethe ni siquiera alcanza a imitar la trágica trama de la dialéctica
hegeliana.

3. En el pensamiento de la burguesía (es decir, en la ideología dominante de la modernidad) el


miedo (así irresuelto) tiene, sin embargo, una función política esencial. Hobbes nos lo recuerda
en un gran y poderoso cuadro: el hombre es un lobo para el hombre, y es para vencer el miedo
que los hombres, dispuestos pero incapaces de asociarse espontáneamente, transfieren su
derecho natural a un soberano, al que ofrecen una obligación indiscriminada en defensa de la
vida. Aquí la superación del miedo no hace hincapié en la sabiduría sino en el Estado. La
dialéctica del miedo se ha desplazado por completo al terreno político, se volvió genealogía del
poder, e indica un camino que conduce exclusivamente de abajo hacia arriba, de las impotencias
de la vida al poder trascendente del Estado. Esta función del miedo como creador de orden se
vuelve ahora tan común y tan repetida que es casi banal recordarla. La insistencia política en la
seguridad, la amenaza de una inseguridad permanente, la necesidad de la emergencia y la
urgencia de la excepción renuevan hoy con gran eficacia aquel despunte genealógico de las
concepciones modernas del Estado.
Sin embargo, aquí nuevamente podemos volver a repasar las alternativas al modelo.
Cuando la repetición de la palabra “miedo” y la exasperación de la fragilidad inducen una
transferencia trascendental, ¿no se trata de un tremebundo y humillado gesto de autodefensa, de
una desesperada confianza abierta a la expropiación de la potencia creativa de las
singularidades; en resumen, no se trata de lo que otros han llamado superstición? Estamos aquí
retomando nuevamente Spinoza. En el Tratado teológico-político desata su saber irónico y
antiautoritario contra el miedo cuando este se convierte en la base del Estado. “La causa que
hace surgir, que conserva y que fomenta la superstición es, pues, el miedo. [...] los hombres solo

3
sucumben a la superstición mientras sienten miedo; [...] no hay medio más eficaz para gobernar
a la masa que la superstición…”6. Por el contrario: “De los fundamentos del Estado
anteriormente explicados se sigue con toda evidencia, que su fin último no es dominar a los
hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, liberarlos a todos
del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al
máximo este derecho suyo natural de existir y de obrar sin daño suyo ni ajeno. El fin del Estado,
repito, no es convertir a los hombres de seres racionales en bestias o autómatas [...] El verdadero
fin del Estado es, pues, la libertad”7. Y aún más, la paz no es lo que queda cuando el miedo es
eliminado, sino que la fuerza es la que vence al miedo: la paz es virtud. Solo hay una dimensión
del miedo, un solo aspecto de la dependencia temerosa, que permanece y tiene lugar en el
discurso de Spinoza sobre la construcción de una vida social de paz y de felicidad: el miedo a la
soledad, que es “innato a todos los hombres, puesto que nadie, en solitario, tiene fuerzas para
defenderse ni para procurarse los medios necesarios de vida. De ahí que los hombres tienden
por naturaleza al estado político, y es imposible que ello lo destruyan jamás del todo”8.
Este argumento spinozista, tan intensamente antihobbesiano, tiene su origen en Maquiavelo,
cuando al reconstruir la trama de la democracia republicana, este reconoce, en el uso de técnicas
de miedo, el arte del gobierno despótico, y en el rechazo de una paz impuesta a través del miedo
y en la indignación contra quienes utilizan estos medios, la base de toda resistencia, lucha, y por
lo tanto, la base de toda institución democrática. En el juego de la acción política democrática,
por lo tanto, el miedo no configura un polo que pueda ser mediado, resumido dentro de una
sabiduría superior, no es algo que pueda ser dialécticamente subsumido; el miedo es más bien
un afecto que la política, la vida plena en la polis deben eliminar.
Más aún cuando, en términos posmodernos, asumimos la relación entre miedo y esperanza ya
no simplemente como una tensión entre miseria y riqueza (expresadas en el horizonte
económico de la lucha de clases), sino como una relación entre pobreza y actividad, entre deseo y
potencia de expresión creativa, términos que ahora caracterizan el lenguaje biopolítico. En este
caso, contra el miedo, se plantea una tensión positiva y creativa: no es solo aquella que nos
acompaña en la alternativa entre las condiciones del ser social (miseria versus riqueza) sino
aquella que se encarna en la actividad: el trabajo como potencia de producir formas de vida cada
vez más libres y felices. Vita activa.

4. Sin embargo, al contrario de lo que nos parece (es decir, que el trabajo y el conocimiento de
hoy pueden permitir la felicidad), de la vida social se habla ya casi únicamente en términos de
seguridad. El pan de cada día de una humanidad que alcanzó el bienestar parece ser el miedo.
Una obsesiva repetición periodística y una crónica siniestra de los peligros de la vida cotidiana
nos persiguen. Si somos buenos trabajadores, estamos amenazados por inmigrantes ilegales; si
somos buenos ciudadanos, nuestra tranquilidad está en peligro por una plétora de delincuentes
que se infiltran en la metrópoli; en resúmen, hay “diferentes” de todos los colores y razas que
ponen en cuestión las certezas morales de nuestra existencia, las raíces religiosas de nuestra
cultura y los fundamentos mismos de nuestros privilegios relativos, la autorreferencialidad
inmutable de nuestro saber y la rutina de nuestras prácticas de vida. El miedo reinventa la
sociedad e impone nuevamente la necesidad de depender de la autoridad. Lo posmoderno vuelve
a los orígenes, pero de una manera muy sospechosa: la idea de que cada hombre es enemigo del
otro (y esto, paradójicamente, habría permitido el nacimiento de la sociedad) es reemplazada
por la idea de que nuestra sociedad está amenazada por el “otro” y que sobre esta amenaza se
funda ahora la continuidad de nuestra vida social. El miedo se vuelve aquí parte del orden
6
Spinoza, Tratado teológico-político, Prefacio, §1.
7
Ibídem, XX, §2.
8
Spinoza, Tratado político, VI, §1.
4
biopolítico de la sociedad. Foucault imaginó un tipo de sociedad (un sistema de biopoderes) en
que las pasiones de la población son ordenadas, funcionalizadas para la reproducción económica
y moral de la existencia. Si esta hipótesis es correcta, el miedo se extiende, entonces, como efecto
y causa del orden propuesto, de la normatividad requerida, de la penalidad impuesta al conjunto
colectivo de las pasiones de la ciudadanía.
El miedo, por lo tanto, se vuelve aquí algo muy diferente de aquello descrito por Spinoza y
Goethe. Lo moderno está superado. En el orden líquido de la posmodernidad, el miedo también
es líquido: no se conecta (ambiguamente, de manera incierta pero real) a la esperanza, sino que
nos hunde en la generalidad envolvente del temor al otro, en el abismo líquido de una alteridad
que da miedo. No hay más equilibrio, todos estamos en riesgo. El miedo, a diferencia de lo que
dice Spinoza (“no se da esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza”9), no conoce ya
fluctuaciones de ánimo. El peligro, del cual tener miedo, está presente en todo momento.
¿Fantasmas, pesadillas? Como quiera que sea, el tiempo y el espacio de la vida metropolitana y
de la existencia citadina son ahora definidos por la inseguridad. Pasado y futuro están unidos por
una angustiosa ansiedad de vivir. Es interesante observar cómo las filosofías reaccionarias (a la
Heidegger) habían anticipado este sentido metafísico: pero todavía estábamos en la era del
Estado, era su territorio. Hoy, en la desterritorialización global, ese “temblor y terror” se vuelven
universales. La patologización interna de las sociedades deja espacio para amenazas que se
presentan a nivel mundial. Riesgos económicos y financieros, ecológicos y pandémicos,
terroristas y bélicos, van ocupando alternativamente el rol de recordarnos con cuánta fragilidad
tiene que lidiar nuestra vida. Terrorismo y hambre, contagios y tsunamis… Debemos tener
miedo. El buen ciudadano globalizado tiene miedo.
Surge una cierta nostalgia por aquel imposible equilibrio de la sabiduría que, más allá del
miedo y la esperanza, la duda y la incertidumbre, los clásicos no permitían vislumbrar. Con
pureza de ánimo el hombre perseguía aquel sueño; y poco importa que fuera burgués. La
condición actual no nos deja más que una alternativa: vivir en el miedo o luchar contra el miedo.
Pero el miedo es un producto biopolítico, es una condición estructural del ser actual, atraviesa y
forma parte de los modos de vida. ¿Qué hacer entonces? ¿Luchar? Por supuesto, luchar contra el
miedo. Pero si está tan íntimamente conectado al ser social ¿qué posibilidades de éxito tendrá
nuestra lucha? Probablemente, para librarse del miedo, será necesario liberarse del biopoder en
general. En general: fácil de decir… ¿En general? Si el miedo está en todas partes, debe ser
perseguido y destruido en todas partes. Si se identifica con el poder, la vida debe volverse contra
él. Por lo tanto, no nos queda más que la posibilidad de romper el espejo opaco de ese paradigma
securitario, de ese fantasma del miedo, haciendo nuestras existencias y sus sobreabundancias
-alternativas, pasionales- el terreno de nuestro rechazo… ¿Propuestas extremas y delirantes?
Quizás. Es verdad que, si el miedo ahora es el rey de todas las pasiones, la lucha para deshacerse
de él podría haberse convertido en una ilusión.
Naturalmente, lo que hemos escrito hasta aquí es solo el registro de lo que se dice a menudo
sobre el miedo, por parte de personas cultas e inteligentes, que después de haber conocido el
miedo en todas las formas en las que se expresa y puede expresarse, sienten sus efectos con
sufrimiento y registran indignados su impacto en la propia conciencia. Y luego, estas mismas
personas que comprenden su efectividad, confiesan ser sus esclavos; en resumen, se adaptan. En
el conformismo actual, experimentamos una vez más que el miedo se volvió una fuerza
independiente, que ya no está atada a la esperanza. Sin embargo, la discusión no puede terminar
aquí.

9
Ética, III, Proposición 50 y Escolio, y Definición de los afectos 13.
5
5. Johan Wolfgan von Goethe nos recuerda nuevamente que algunas cosas extrañas y
profundisimas pueden suceder en la vida. El 20 de septiembre de 1791, acompañado del duque
de Weimar en la expedición militar contra París y los revolucionarios franceses, Goethe vió en
Valmy a los ejércitos europeos más grandes y fuertes inexplicablemente rechazados por bandas
de inverosímiles Sans culottes, plebeyos franceses armados: “En este lugar y el día de hoy, se abre
una época en la historia del mundo y no podemos decir que asistimos a su origen”. Observa
Borges10 que nuestros ojos ven a menudo solo lo que están acostumbrados a ver. Tácito no había
percibido la fuerza disruptiva de la Crucifixión de Jesús, aunque en sus Historias la recordara. Y
aquí Goethe está embargado por una admiración que lo deja pasivo, estupefacto. Tal vez el miedo
necesite ser mirado por otros ojos. Tal vez necesite nuevos dionisíacos Sans culottes que lo
expulsen fuera de las fronteras de nuestra limitada imaginación.
Limitada imaginación, según la cual es realista, por ejemplo, estar de acuerdo con Spinoza
cuando afirma que “causa terror el vulgo, si no teme”11. “Pues, si los hombres impotentes de
ánimo fueran todos igualmente soberbios, si no se avergonzaran de nada, ni nada temieran,
¿cómo podrían ser unidos y sujetos por algún vínculo?”. Rigurosa afirmación de la Razón de
Estado, esta. Indicación de gobierno a los poderosos, lectura -subraya el propio Spinoza- de
“hacer político” directivo de los Profetas sobre el pueblo hebreo. Expresión típica del
razonamiento “desde arriba”, propio de los Príncipes -como dice Maquiavelo en la “dedicatoria”
del Príncipe- contra el razonar “desde abajo” que es el propio saber democrático. ¿Cómo podrá
alguna vez este imperativo, “impón el miedo si no quieres sufrir el terror”, ser predicado por los
rebeldes de Valmy? Ellos se libraban del miedo imponiendo terror al enemigo de su libertad:
libera seditio vel libera multitudo12.

6. Busquemos, entonces, comprender mejor esa atención exorbitante a la frase: “causa terror el
vulgo si no teme”13. Podríamos mostrar su carácter “incidental” y superfluo, en la “verbosidad”
del método spinoziano. Evidentemente, esa frase está construida por una serie de anotaciones
que la preceden y la siguen y que se anudan alrededor de la degradación de la cupiditas en
“miedo”, en “tristeza inconstante” (E, III, Proposición 18, Escolio 2), esclavo de presagios y
supersticiones14, de imaginarios terroristas, considerados posibles y cercanos15, etc. Pero “los
afectos de la esperanza y del miedo no pueden ser por sí mismos buenos”16, porque es la
impotencia la que nos domina cuando somos afectados por ellos. “Quien es guiado por el miedo y
hace el bien para evitar el mal, no se guía por la razón”17. Aquí, por lo tanto, se invierte el eje del
discurso spinoziano: el discurso de la razón deja de lado el miedo y toda opción titubeante u
oscilante de la pasión para reencontrar su matriz constructiva: “El hombre libre, esto es, aquel
que vive según el dictámen de la razón, no seguía por el miedo a la muerta, sino que desea
directamente el bien, esto es, actuar vivir, conservar su ser sobre la base de buscar la propia
utilidad. Y, por tanto, en nada piensa menos que en la muerte, sino que su sabiduría es

10
En “El pudor de la historia”, en Otras inquisiciones [N. de T].
11
Ética, IV, 54, Escolio.
12
Sedición libre, o bien, multitud libre [N. de T].
13
Tomada de Tácito, Anales I, 29: “nihil in vulgo modicum; terrere, ni paveant”, pero véase también Tratado
político, VII, 27.
14
Ética, III, Proposición 50, Escolio.
15
Ibídem, IV, Proposición 12.
16
Ibídem, IV, Proposición 47.
17
Ibídem, IV, Proposición 63.
6
meditación de la vida”18. Y aquí enseguida Spinoza hablará sobre cómo es posible conquistar la
virtud eliminando el miedo19.
Los intérpretes individualistas y liberales del inmanentismo spinoziano han sostenido siempre
que lo político en Spinoza es un “mediador polivalente” de lo social; que, por lo tanto, no puede
ser definido ni como un elemento de la acción ni como una propiedad de la estructura. Sin
embargo, me parece que en Spinoza lo político no es un medium de lo social, sino que es su
fuente permanente y su continua ruptura constitutiva, una potencia excedente respecto a toda
medida, una sobreabundancia que es una asimetría ontológica. Si este no fuera el caso,
estaríamos realmente condenados al acosmismo: no solo de la concepción panteísta del ser, como
pretendía Hegel, sino también de la concepción de lo político; o bien, dicho de manera más
aceptable, estaríamos atados al Elefante goethiano.
Los intérpretes que insisten en que lo político en Spinoza no puede ser sustancial y que se
construye en la dialéctica entre individuos y grupos tienen razón. Pero esto no es suficiente para
calificar el “acontecimiento” de la política spinozista. En esta dialéctica (que no es dialéctica)
siempre hay un excedente del proceso constitutivo, un excedente instituyente y comunicante, es
decir, no individual ni interindividual; una acumulación no de segmentos sustanciales
(individuales) sino de potencias modales (singulares). El monismo spinozista se nutre de la
potencia divina. ¿No es quizás esta pretensión, este volver laboriosa, obrante, a la divinidad -de
acuerdo con una línea estrictamente inmanentista- lo que vuelve “herético” al judío de
Ámsterdam? No por casualidad, la potencia positiva y la potencia negativa, el “poder de” y el
“poder sobre”, no se distinguen de ningún modo en Spinoza, porque no hay ninguna antinomia
estática de su pensamiento… pero, otra vez, simplemente, porque -ontológicamente- lo negativo
no existe. Solo hay potencia, es decir, libertad, que se opone a la nada y que construye -fuera de la
soledad- la siempre nueva medida de lo común. “El hombre que se guía por la razón es más libre
en el Estado, donde vive según el común decreto, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí
mismo”20. Así es como el miedo es expulsado del lenguaje de las pasiones y, con mayor razón, del
lenguaje de la política.

18
Ibídem, IV, Proposición 67.
19
Ibídem, IV, Proposición 73 y Demostración; apéndice: Capítulo XVI y XXV; V, Proposición 10, Escolio;
Proposición 41, Escolio.
20
Ibídem, IV, Proposición 73.
7

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