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La vigilancia Espiritual.

George Aschenbrenner, S.I.

1. Introducción

Hoy, para muchos jóvenes, la vida es espontaneidad, o no es vida. Si se


combate la espontaneidad, si se la hace abortar, la vida misma ha muerto al
nacer.

En esta perspectiva, un examen de conciencia cercena la vida, porque le


quita espontaneidad: sería una consideración reflexiva, deshidratada, que
desecaría toda la espontaneidad que caracteriza a la vida de hoy.

Quienes así piensan no admiten ya la pretensión de Sócrates, que una


vida que se sustrae al examen no merece ser vivida. Para ellos, el Espíritu está
en la espontaneidad, y todo lo que pone obstáculos a su libre manifestación, es
ajeno al Espíritu.

Esta manera de ser olvida que, en nuestra conciencia y experiencia, hay


dos tipos de espontaneidades –como en muchas otras realidades humanas, que
resultan “ambiguas”-: la una buena, al servicio de Dios; y la otra mala, que no
está a su servicio.

Todos tenemos experiencia de estos dos géneros de espontaneidades. A


menudo tropezamos con espíritus vivaces, lenguas sueltas, que saben decir
cosas interesantísimas y que saben dar en “el blanco”; y que no por eso nos
convencerán que están siempre bajo la acción de una buena espontaneidad y
que la expresan. Para quien se preocupa de servir en serio a Dios con todo su
ser, el desafío no consiste solamente en dejar brotar la espontaneidad, sino más
bien en saber filtrar los diversos impulsos espontáneos, y solamente admitir los
que vienen de Dios en nuestra vida concreta. Es lo que hacemos cuando sólo
dejamos sugerir, en nuestra vida diaria, la espontaneidad que verdaderamente
nos inspira el Espíritu.

Debemos aprender a percibir esta verdadera espontaneidad, inspirada


por el Espíritu. Y en este aprendizaje, el examen juega –en ciertos momentos del

1G. Aschenbrenner: Examen de conciencia-Examen Discernimiento. En: Conciousness Examen. Review for
Religious. 31 (1972) pp. 14-21.
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día– un papel central; y este mismo papel lo juega, en cualquier momento del
día, la vigilancia espiritual.

2. Examen de conciencia y discernimiento.

Con lo que acabamos de decir, vinculamos el examen de conciencia con


el discernimiento. Y al hacerlo así, el primero se convierte en una toma de
conciencia espiritual.

El uso ha hecho que el examen de conciencia tenga resonancias


estrictamente morales. Por más que siempre se dijese que el examen de
conciencia, en la vida de todo cristiano, es otra cosa que una preparación a la
confesión de los pecados, en la práctica siempre se lo explicará y se lo tratará
meramente como tal. Su objetivo principal será la cualidad moral, buena o
mala, de nuestras acciones de todos los días.

El ejercicio del discernimiento espiritual, en cambio, se centra


principalmente, no en la cualidad moral de las acciones buenas o malas, sino en
la manera cómo el Señor nos toca y mueve, muchas veces sin que nosotros
mismos nos demos cuenta, en medio de los diversos sentimientos o afectos que
sentimos. Lo que acontece en nuestra vida espiritual pasa a primer plano y
prevalece sobre nuestras acciones jurídicamente calificables de buenas o malas.

¿Cómo experimentamos la atracción del Padre en nuestra conciencia


espiritual concreta? (Cfr, Jn. 6, 44) ¿Cómo, por el contrario, nuestra naturaleza
pecadora –y también el “mal espíritu”, que “por donde nos halla más flacos y
más necesitados... por allí nos bate y procura tomarnos” (Cfr. EE. 327)- nos
tienta y nos atrae lejos de nuestro Padre, a través de un sutil juego de nuestras
disposiciones espirituales?

Es de esto que se trata en un examen de conciencia espiritual de cada día,


más que de sólo la respuesta que “sale de mi mera libertad...” (Cfr. EE. 32), y
que debe ser llevada a una confesión sacramental “Para limpiarse...” (ibidem)
de los pecados – veniales, mortales... o simplemente imperfecciones -.

2. 1. Examen como discernimiento espiritual.

El examen del que aquí hablamos no es un esfuerzo de


perfeccionamiento personal a la manera de un Benjamín Franklin.

Hablamos de una experiencia, en la fe, de nuestra creciente sensibilidad a


los modos únicos, especiales y personales, que emplea el Espíritu de Cristo para

acercarse a nosotros y llamarnos –y, consiguientemente, un crecimiento en la


sensibilidad respecto del “mal espíritu” que también obra en nosotros-.
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Es evidente que este crecimiento requiere tiempo. Pero, así comprendido,


el examen -y más si se lo extiende, como vigilancia espiritual, al resto del día–
nos renueva y nos enraíza en nuestra identidad cristiana, permitiéndonos
percibir mejor a Dios que nos envuelve con su amor en la realidad concreta que
somos, carne y espíritu, y nos invita a entrar más profundamente en el mundo
de su amor personal. No puedo examinar mi conciencia –mi corazón, mi
memoria...– sin encontrar en ella al Padre, y sin encontrarme ante este Padre tal
cual soy en Cristo, con mi identidad personal.

2.2 El examen y la oración diaria.

El examen de conciencia es un tiempo de oración. No es ni una reflexión


vacía sobre sí mismo, ni una introspección malsana, que implican verdaderos
peligros. Por otra parte, un examen hecho sin esfuerzo nos hace superficiales e
insensibles a la acción sutil y profunda de Cristo en lo íntimo de nuestros
corazones y también insensibles a la acción del “mal espíritu” en nosotros, a
veces “grosera” (EE. 9), a veces “más sutil” (ibidem).

El examen de conciencia sólo conserva sus cualidades de oración y de


eficacia espiritual cuando es una continuación de la oración contemplativa del
sujeto. Sin esta relación, tiende a convertirse en una reflexión sobre sí mismo -
con olvido de Dios-, con miras al perfeccionamiento espiritual personal.

Es en la oración contemplativa donde el Padre nos revela, al ritmo que le


place, su plan de “hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los
cielos y lo que está en la tierra...” (Ef. 1, 10, con notas de la Biblia de Jerusalén).

El contemplativo –o sea, todo cristiano que hace verdadera oración–


experimenta, de muchas y delicadas maneras –sobre todo no meramente
verbales– esta revelación del Padre en Cristo. El Espíritu del Señor resucitado,
presente en el corazón de todo creyente, le hace capaz de sentir –como dice S.
Juan, de “oír”, de “ver”, de “contemplar” y de “tocar (con) nuestras manos...”
(Cfr. 1 JN. 1, 1)– esta convocación a conformarnos a esta revelación.

Esta conformación respetuosa y dócil –sin la cual la oración sería vacía de


sentido– (la “obediencia de la Fe” de la que habla S. Pablo en Rom. 1, 5, con
nota de la Biblia de Jerusalén), es la obra de un examen de conciencia cotidiano
que trata de identificar tanto las invitaciones íntimas del Señor que nos guían y
hacen más profunda, día a día, nuestra adhesión, como las sutiles –o “groseras”
(Cfr. EE. 9)– insinuaciones que le son contrarias.

Sin este contacto contemplativo con el Padre que, en la oración formal o


informal, nos descubre nuestra realidad en Cristo, la práctica cotidiana del
examen de conciencia se vacía, se seca y muere. Sin escuchar la revelación que

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el Padre nos hace de sus “caminos”, diferentes de los nuestros (Cfr. Is. 55, 8 – 9),
el examen se convierte en una simple manera de “mantenernos en forma”, en
una búsqueda de la propia perfección humana y natural o, lo que es aún peor,
en la búsqueda de un compromiso egoísta y solipsista de nosotros mismos en
nuestros propios caminos.

Sin una contemplación regular, el examen es fútil. Faltar a la


contemplación empobrece la rica y maravillosa experiencia en la cual el Señor
invita sin cesar, a quien hace oración, a responderle ordenando su vida (Cfr. EE.
21).

Pero, por otra parte, también es exacto que una contemplación,


practicada sin examen regular de conciencia, se vuelve, en nuestra vida,
superficial y raquítica. El tiempo destinado a la oración formal puede así llegar
a ser, dentro de nuestra jornada, un período sacrosanto, pero tan aislado de
todo lo demás de nuestra vida que ésta no se convierte en una “oración que
encuentra a Dios nuestro Señor en todas las cosas” de la realidad cotidiana.

El examen, pues, otorga a nuestra cotidiana experiencia de Dios en


nuestra oración una influencia real sobre toda nuestra vida diaria: es un medio
importante para encontrar a Dios en todo y no solamente en el momento de la
oración formal. Volveremos, al final de este artículo, sobre este tema, porque lo
consideramos importante.

2.3. El examen y el discernimiento del corazón.

Cuando se nos habló por primera vez del examen de conciencia, se nos lo
presentó –casi seguro– como un determinado ejercicio de oración que duraba
aproximadamente un cuarto de hora. Y –sin duda– en ese primer momento nos
pareció muy estilizado y bastante artificial.

La razón de este sentimiento no estaba –por lo que dijimos y seguiremos


diciendo– en el examen de conciencia sino en nosotros mismos: éramos
principiantes en la vida espiritual y aún no habíamos integrado en nosotros ese
proceso de discernimiento espiritual a través de la práctica de los exámenes
cotidianos. Para un principiante que aún no ha avanzado mucho en la
integración de la oración y de la acción, un ejercicio semejante podría ser muy
valedero y, sin embargo, parecerle formal y estilizado. Esta primera experiencia
es inevitable en un “novicio”, y también en un “veterano” que retoma la
práctica abandonada del examen de conciencia.

Pero, en lo fundamental, no comprenderemos el examen si no


apreciamos cuál es el verdadero objetivo que se persigue. En definitiva, el

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examen apunta al crecimiento de un corazón que discierne, es decir, un corazón


activo no solamente uno o dos cuartos de hora cada día, sino continuamente.

Este es un don del Señor, uno de esos dones importantes, como lo


advirtió Salomón (Cfr. 1 Reyes 3, 6 – 9), y que, como él lo hizo, debemos pedir
sin cesar (ibidem, y Sap. 7, 7 – 10 y 9, 1 – 18), y acogerlo en nuestro corazón (Cfr.
Sap. 7, 11 – 30); y, de nuestra parte, debemos colaborar con el ejercicio cotidiano
del examen de conciencia, esencial para la adquisición de la discreción
espiritual.

3. La práctica del examen de conciencia.

Es preciso, en consecuencia, considerar la práctica del examen de


conciencia, tal como ésta se nos presenta en los Ejercicios Espirituales de S.
Ignacio (EE. 43); o sea, con sus cinco “etapas” o “puntos”.

Tenemos que hacer, tomando por guía a S. Ignacio, la experiencia en la fe


del examen de conciencia, como la de otras dimensiones de la conciencia
cristiana, a medida que esta se transforma “... conforme a la acción del Señor
que es Espíritu (Cfr. 2 Co. 3, 18). Si dejamos al Padre que poco a poco
transforme nuestro espíritu en el Espíritu de su hijo, si dejamos a nuestros
corazones hacerse verdaderamente semejantes – en la medida de lo posible – al
de Jesús a través de nuestra viviente experiencia del mundo, entonces el
examen, cuyos diversos elementos – o “etapas” – se nos presentarán como
aspectos integrados de un corazón abierto al mundo, será para nosotros un todo
más orgánico y mucho menos artificial.

S. Ignacio en su madurez y hacia el fin de su vida, no dejaba de examinar


todos los movimientos e inclinaciones de su corazón – el “propio, el cual sale
de... (la) libertad y querer; y (los) otros dos que vienen de fuera, el uno... del
buen espíritu y el otro del malo” (EE. 32) – Discernía continuamente el acuerdo
de cada cosa que se le presentaba, con su personalidad verdadera, centrada en
Cristo. Y, en ciertos momentos del día más intensos – los llamados “examen de
conciencia” -, volvía su atenta mirada sobre su propia vida.

El “novicio” – o principiante – lo mismo que el “veterano”, deben darse


cuenta, por una parte, de la importancia de uno o dos cuartos de hora al día
dedicados al “examen de conciencia”; y por la otra, de la necesidad de una
“vigilancia espiritual” mucho más frecuente y adaptada a su propia situación
espiritual, teniendo como objetivo último un corazón en estado de
discernimiento continuo. Y todos sabemos muy bien, por propia experiencia, las
sutiles argumentaciones que nos invitan a abandonar la práctica del examen

cotidiano bajo el pretexto de que ya hemos llegado a ese continuo


discernimiento del corazón, impidiéndonos así crecer en la sensibilidad ante el

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Espíritu –y también ante el “mal espíritu”– y en el descubrimiento de sus


“caminos” en nuestra vida de cada día.

Echemos pues una rápida mirada sobre la forma del “examen de


conciencia” que S. Ignacio nos presenta en sus Ejercicios Espirituales (EE. 43) a
la luz de las reflexiones que anteceden sobre el examen de conciencia como
conciencia del discernimiento en la vida cotidiana.

3. 1. Pedir Luz...

Como primer “Punto” del examen de conciencia, S. Ignacio propone la


acción de gracias. Se podría invertir el orden sin que el examen variara gran cosa.
Por mi parte propondría, como introducción apropiada al examen, la oración
para pedir luz.

El examen de conciencia no es simplemente un proceso de la memoria y


un análisis vuelto sobre una parte del día transcurrido. Se trata de penetrar mi
vida con una mirada que sea guiada por el Espíritu, para luego responder a la
llamada que el Padre, en el Hijo, me hará sentir desde dentro. Por eso, sin la
gracia del Padre que quiera revelárnoslo, esa clase de mirada es imposible.

El cristiano debe vigilar para no dejarse encerrar en el mundo de sus


potencias y posibilidades naturales. Nuestro mundo tecnológico puede, bajo
este respecto, presentar un peligro particular.

Con un sentido profundo de los valores que entran en cuestión en todas


sus relaciones humanas, el cristiano se eleva por la fe por encima de las
fronteras del “aquí y ahora” y de sus causas naturales limitadas: descubre a un
Padre que lo ama y que traduce en hechos ese amor a través y más allá de todo
cuanto existe.

Esta es la razón última por la cual comenzamos el examen de conciencia


pidiendo explícitamente esa iluminación que va a sobrevenir en y a través de
nuestras facultades naturales, pero de la cual ellas por sí solas jamás serían
capaces.

¡Que el Espíritu se digne – pedimos – ayudarme a verme a mí mismo un


poco mejor, como Él me ve!

3. 2. Dar Gracias...

La condición del cristiano en medio del mundo es la de un pobre que no


posee nada, ni siquiera a sí mismo: y que, sin embargo, es colmado, a cada
instante ya través de todas las cosas, de multitud de dones.

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Cuando nos volvemos demasiando preocupados por nosotros mismos y


desconocemos nuestra pobreza fundamental, entonces perdemos nuestra
pobreza, entonces perdemos los dones recibidos: nos ponemos a pedir lo que
creemos merecer (y así estamos en camino de amargas frustraciones), o bien
tomamos ingenuamente como obvio y como debido todo lo que nos ocurre.

Solamente el verdadero pobre puede apreciar el más pequeño don


recibido y experimentar una auténtica gratitud. Cuanto más profundamente
vivimos nuestra fe, más pobres somos, y más nos sentimos colmados más allá
de nuestros merecimientos. Esto debiera ser, cada vez más, un dato habitual de
nuestra conciencia, constatable en cada examen de la misma.

Inmediatamente después de la petición de luz, hecha a modo de


introducción, nuestros corazones debieran permanecer en una actitud de
reconocimiento verdadero hacia nuestro Padre por los dones que nos ha hecho
en la última parte del día. Quizás, en la espontaneidad del momento, no
tuvimos plena conciencia del don que recibíamos; y ahora, al tomar distancia y
reflexionar, vemos bajo una luz muy distinta lo que nos ha ocurrido.

Nuestra súbita gratitud, acto humilde y desinteresado del pobre, nos


dispone para descubrir más adelante, en el futuro, el don de Dios en su
espontaneidad.

Tal gratitud debiera tener por objeto los dones concretos y absolutamente
personales con que cada uno de nosotros es gratificado, así sean ellos
manifiestamente importantes y considerables, o bien pequeños y aparentemente
insignificantes.

Hay, en la trama cotidiana de nuestras vidas, muchas cosas que


consideramos como obvias; poco a poco Dios nos llevará, con su gracia, a
comprender profundamente que todo es don. Justo es alabarlo y darle gracias
por ello.

3. 3. Demandar cuenta...

Así describe S. Ignacio el tercer “punto” de su examen de conciencia. Y lo


solemos entender de manera que nos creemos obligados a revisar, de un modo
preciso, nuestros actos de esa parte del día que acaba de terminar, de manera

que los podamos clasificar en “buenos” o “malos”. ¡Justamente lo que – al


menos en primer lugar – no debiéramos...!

a. Con un examen más general...

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En primer lugar, a la luz de la fe, nuestra principal preocupación ha de


volverse a lo que ha ocurrido, a nosotros y en nosotros, desde nuestro último
examen.

Las preguntas esenciales son: ¿Qué ha ocurrido en nosotros? O sea: ¿Qué


trabajo ha realizado, en nosotros y con nosotros, Dios – y también el “mal
espíritu”-? ¿Qué nos ha pedido – o a dónde nos ha querido llevar uno y otro
“Espíritu?” Solamente en segundo lugar – y como consecuencia – debemos
considerar nuestra respuesta.

Esta parte del examen supone que nos hayamos vuelto atentos, en
nuestro interior, a nuestros sentimientos, a las disposiciones interiores, a las
muy delicadas percepciones que se dan en nuestra conciencia, y que no nos
deben espantar, sino que hemos de tomar muy en serio.

Es aquí, en lo más íntimo de nuestra afectividad tan espontánea, tan


fuerte, y a veces tan cargada de sombras, el lugar donde Dios se mueve y trata
con nosotros de la manera más íntima.

Todos estos sentimientos, disposiciones, presiones –o como quiera


llamárselos– son los espíritus –o son sus efectos– que hay que pasar por el
tamiz, someter al discernimiento, a fin de que podamos reconocer el llamado de
Dios en el fondo de nuestro ser -y también la sugestión del “espíritu... enemigo
de natura humana” (EE. 7 y passim)-.

Ya lo dijimos antes: el examen es uno de los principales medios para ver


claro en nuestra conciencia espiritual.

Esto supone una verdadera aproximación, en la fe, a la vida; vida que es,
en primer lugar, un atento escuchar, y luego una respuesta activa. La actitud
fundamental del cristiano es la del que escucha: escucha lo que le dice el Señor.
Bajo las variadas formas y en todos los niveles en que él discierne la palabra y la
voluntad que Dios le expresa, debe responder, como S. Pablo, en total
“Obediencia de la fe” (Cfr. Rom. 1,5, con notas de la Biblia de Jerusalén). Es la
actitud de receptividad y de pobreza de aquel que siempre está en estado de
necesidad, de dependencia radical, y que es plenamente consciente de su
condición de creatura.

De aquí se sigue una gran necesidad de tranquilidad interior, de paz y de


atención apasionada que nos dispone a escuchar la palabra de Dios en todo
instante y en toda situación, y a responderle con nuestros actos.

Pero, en un mundo construido principalmente sobre la actividad (que a


menudo se convierte en “activismo”), la productividad y el rendimiento
(mientras el “fruto” según S. Juan – Cfr. Jn. 15, 2; 15, 16... – es el verdadero

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criterio o norma para el Reino de Dios), esta mirada de fe es en cada recodo del
camino, implícita si no explícitamente, puesta en tela de juicio.

He aquí por qué, en este “punto” del examen de conciencia, nuestra


primera preocupación se dirige a esas disposiciones interiores de nuestra
afectividad, a través de las cuales Dios ha tratado con nosotros en esas últimas
horas del día. Quizás no hemos reconocido en ese momento su llamado. Muy a
menudo nuestra actividad se interpone y dejamos el llamado sin respuesta. Nos
auto –movemos y auto– motivamos, dejándonos llevar de nuestros impulsos,
hábitos o criterios personales, no dejándonos mover ni motivar por el Espíritu,
como hijos que somos de Dios (Cfr. Rom. 8, 14). Hay aquí una sutil carencia de
fe, una sutil claudicación a la vocación de vivir como hijos o hijas de Dios.

A la luz de la fe, es la actividad como respuesta –más que la mera


actividad interior– lo que importa para el Reino de Dios.

b. Con un examen más particular...

En la visión de conjunto de que acabamos de hablar nada exige que


pasemos revista a todos los minutos y segundos transcurridos desde el último
examen: debemos más bien detenernos en algunos detalles o incidentes precisos
que revelen un designio de Dios – o del “mal espíritu” -, y que aporten luz y
profundidad.

Esto nos lleva, como de la mano, a reflexionar sobre lo que S. Ignacio


llama examen particular.

Este aspecto del examen – que hace se lo llame “particular” -, más aún
quizá que los anteriores, ha sido mal entendido. A menudo se ha hecho de él un
esfuerzo de división y de conquista – “divide y vencerás”, decían los estrategas
antiguos – que desciende a lo largo de una lista de vicios o remonta la de las
virtudes, en una búsqueda planificada y como mecánica de la perfección
personal. Se dedicaba un determinado tiempo a un vicio o virtud, y luego se
pasaba al que seguía en la lista... y así reiteradamente.

No se trata de esto. Más bien que un acercamiento programado a la


perfección, el examen particular es un acercamiento personal, respetuoso y leal,
al Señor en nuestro corazón. Cuando de veras nos despertamos al amor de

Dios, comenzamos a darnos cuenta de que hay cosas que deben cambiar en
nuestra vida. Pero el Señor no nos pide que hagamos todo de un solo golpe. De
ordinario tenemos en el corazón una zona en la que especialmente Dios nos
llama a la conversión, al comienzo de una vida nueva: es, en nuestra vida, un
rincón de la misma en el cual el Señor – por así decirlo – nos da un “codazo”, y
nos recuerda que, si queremos portarnos como debemos con Él, eso tiene que
cambiar. A menudo es justamente el punto que quisiéramos olvidar y aún

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dejarlo para más tarde. No queremos oír su palabra a ese respecto y, en


consecuencia, tratamos de olvidarlo, distrayendo nuestra atención trabajando
en otro lugar más seguro que también nos pide conversión, pero no con el
mismo remordimiento de conciencia.

Es en esta zona de nuestro corazón donde conocemos por experiencia


propia, si queremos ser sinceros y dóciles al Señor, el fuego quemante de su
palabra. Muy a menudo fallamos en no reconocer esa culpabilidad, y tratamos
de embotar su percepción trabajando duro sobre otro punto, cuando el Señor
quiere otra cosa de nosotros.

Los principiantes necesitan tiempo para sentir interiormente a Dios,


antes de poder reconocer el llamado a la conversión que Él les dirige en tal o
cual punto preciso de su vida. Vale más que se tomen tiempo para aprender
qué examen particular espera el Señor de ellos en cada momento, más bien que
aplicarse –siguiendo una “lista” sistemática- a tal o cual imperfección.

Así es cómo el examen particular es una experiencia muy personal,


sincera y a veces muy delicada, del llamado que Dios nos dirige en el fondo de
nuestro corazón para que nos volvamos a él.

El objeto de esta conversión puede seguir siendo el mismo durante


mucho tiempo: lo importante es que percibimos que esa especie de
interpelación viene de Él. A menudo tomará la forma de un bueno y sano
sentimiento de culpabilidad, que habrá que interpretar con cuidado para
responder a él según el Espíritu. Cuando esa atención particular es captada
como una experiencia personal del amor que el Señor nos tiene (cualquiera sea
su forma, por ejemplo, una disponibilidad abierta a tomar a los demás como
son, o una humildad más verdadera), entonces comprenderemos por qué S.
Ignacio nos sugiere aplicarnos a un examen particular de conciencia en dos
momentos del día: al comenzarlo y al terminarlo.

3. 4. Pedir perdón...

Una de las dimensiones fundamentales del modo de orar que se llama


examen de conciencia consiste en el conocimiento íntimo de nuestra condición
de pecadores.

Este conocimiento es una toma de conciencia espiritual en la fe, una


revelación que el Padre nos hace en lo íntimo de nuestra experiencia, más bien
que un dato moralizador y culpabilizante. Depende del progreso de nuestra fe y
se desarrolla de una manera viva, terminando siempre en una acción de gracias,
en un canto renovado de un pecador que se siente una vez más salvado.

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El corazón del cristiano debe estar siempre lleno de cantos de alegría


profunda y gratitud. Pero nuestro “aleluya” puede no ser sino muy superficial,
sin cuerpo ni alma, si no está informado por un auténtico sentimiento de
arrepentimiento. Es el canto del pecador consciente de que está en lucha con sus
tendencias pecadoras, y de que al mismo tiempo se siente salvado,
transformado y renovado merced a la victoria de Jesucristo.

Esta dimensión de nuestra mirada espiritual que el Padre desea


profundizar en nosotros a medida que Él nos va transformando en sus hijos e
hijas, se aplica aquí a todo lo que hemos realizado desde nuestro último
examen, en la medida que hayamos descubierto – en el “punto” anterior – lo
insuficiente de nuestra respuesta.

Este pesar brotará especialmente de nuestra falta de sinceridad y de valor


en nuestra respuesta al llamado que el Señor nos dirige, según lo hemos sentido
en el examen particular. Y no se ha de confundir con la “depresión” o el
“sentimiento - enfermizo – de culpa” que podemos ante nuestras debilidades.
Es una experiencia de fe que se desarrolla a medida que nos vamos dando
cuenta mejor del deseo conmovedor que Dios tiene de que lo amemos con todas
las fibras de nuestro ser.

Después de esta descripción, debiéramos sentir con toda evidencia el


valor de esta “pausa cotidiana” que se denomina “examen de conciencia”,
“momento fuerte” de la “vigilancia espiritual”: da su expresión concreta a la
contrición que habita en nuestros corazones y que surge de la consideración de
nuestra jornada, mirada con los ojos del Señor, de un Señor que “estando
todavía – él hijo pródigo – lejos, conmovido...”, ha estado a nuestro encuentro
(Cfr. Lc. 15, 20).

3. 5. Proponer enmienda...

El último elemento del examen de conciencia deriva muy naturalmente


de todo lo que precede.

El desarrollo orgánico de lo anterior nos lleva a encarar el porvenir que


viene hacia nosotros para integrarse en nuestras vidas.

A la luz del discernimiento que acabamos de hacer del pasado


inmediato, ¿Cómo vemos el porvenir? ¿Entramos en él desalentados,
deprimidos o temerosos?

Si tal es la atmósfera imperante en nuestros corazones, debemos


interrogarnos, tratando de ver claro. Debemos reconocer honestamente los

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sentimientos que este porvenir nos inspira, porque el querer negarlos no los
hace desaparecer.

Lo que debiéramos experimentar en este momento del examen de


conciencia es un gran deseo de encarar el porvenir con una mirada y un
corazón renovado; y para esto propone, oír bien la palabra que nos dirige en
esta situación concreta, y responder a ello con fe, humildad y coraje. Porque la
resolución que tomamos para el porvenir debe estar determinada por el curso
de lo que ha precedido; si permaneciera idéntica, sería signo claro de que no
hemos hecho bien los cuatro “puntos” precedentes.

Esto debiera ser verdad sobre todo respecto de la íntima experiencia del
llamado del Señor a una conversión dolorosa en ese determinado rincón de
nuestro corazón sobre el cual recayó nuestro examen particular.

La atmósfera de nuestros corazones debe ser la de una gran esperanza,


fundada no ya en nuestros deseos o en nuestras fuerzas propias futuras, sino
más bien y mucho más profundamente en nuestro Padre, cuya gloriosa victoria
en Jesucristo compartimos por la vida del Espíritu de ambos en nuestros
corazones.

Cuanto más confiemos en Dios y le permitamos conducir nuestras vidas,


más tendremos la experiencia de la verdadera esperanza cristiana a través y
más allá de nuestra débil fuerza. Una experiencia a veces mezclada de temor
purificante, pero finalmente dilatante y llena de gozo.

S. Pablo expresa muy bien el espíritu de esta conclusión del examen en


aquel pasaje de su carta a los Filipenses: “... olvido lo que dejé atrás y me lanzo
a lo que está por delante...” (Cfr. Flp. 3, 13; todo el texto puede servir: Flp. 3, 7 -
14)

4. Conclusión: examen y discernimiento.

Concluiremos este artículo con algunas consideraciones de conjunto


sobre el examen de conciencia y el discernimiento espiritual.

El examen, percibido a esa luz y practicado así cada día, se convierte en


algo más que un ejercicio que se cumple una o dos veces cada día y que sería
totalmente secundario en relación con nuestra oración diaria y con nuestra
manera de vivir el amor de Dios en nuestra vida cotidiana.

Se convierte más bien en un ejercicio que centra y renueva hasta tal


punto nuestra identidad en la fe que debiéramos más bien resistirnos a omitir
nuestro examen que la misma oración de cada día.

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Tal parece haber sido la manera de ver de S. Ignacio: jamás habla de


omitirlo, aunque por otra parte hable de adaptar y aún abreviar, por
determinadas razones, la oración cotidiana. Parece que para él era central y
absolutamente exigido. Esto puede sorprendernos, a no ser que hayamos
descubierto el sentido verdadero – ignaciano – del examen de conciencia.
Cuando lleguemos a este descubrimiento, quizás también nosotros lo veamos
ligado tan estrechamente al desarrollo de nuestra identidad cristiana y tan
capital para el descubrimiento de Dios en todas partes y en todas las cosas que
se conviertan en el centro de nuestra experiencia de oración cotidiana.

“Hallar a Dios en todas las cosas...” es, para S. Ignacio, todo en su vida.
Hacia el final de su vida decía que “...siempre y a cualquier hora que quería
encontrar a Dios lo encontraba” (Autobiografía, n. 99). Era el Ignacio de la
madurez que tan plenamente había dejado tomar posesión al Señor de todas las
fibras de su ser, diciendo al Padre un “sí...” sin reservas, brotando de lo más
profundo de su corazón, que podía experimentar, cada vez que lo deseaba, la
paz profunda, la alegría y el contento en los cuales experimentaba a Dios en lo
más íntimo de su ser.

La identidad de S. Ignacio, en ese momento de su vida, está plenamente


establecida en Cristo, como lo dice S. Pablo: “... ser hallado en Él, no con la
justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la que
viene de Dios, apoyada en la fe” (Cfr. Flp. 3,9). La identidad de S. Ignacio lo
identificaba con Cristo (Cfr. Ga. 20: “... no vivo yo, sino que Cristo vive en
mí...”).

Cada vez que experimentaba en sí mismo un acuerdo interior (bajo la


forma de paz, de alegría, de renovado contacto) con la moción interna, y que se
sentía, en su verdadero ser, pacificado, tenía entonces la certeza de que en ese
instante había percibido la palabra que Dios le dirigía. Y respondía a ella con la
plenitud de la decisión que le era característica.

Si descubría alguna disonancia, agitación o turbación en el fondo de su


corazón, y no podía encontrar en Cristo su verdadero yo pacificado, entonces
identificaba la moción interior como obra del mal espíritu, y encontraba a Dios
yendo a lo opuesto de lo que entonces sentía.

De esta manera estaba en condiciones de encontrar a Dios en todas las


cosas, sometiendo al discernimiento todas sus experiencias interiores o
“espíritus”.

Este discernimiento de los “espíritus” se convierte así en una manera


cotidiana y muy práctica de vivir el arte de amar a Dios con todo el corazón,
con toda el ánima y con toda la mente (Cfr. Mt. 22, 37; Dt. 6, 5)

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La vigilancia Espiritual
G. Aschenbrenner, S.J.

Todos los instantes de su vida estaban dedicados a encontrar a Dios en


cualquier situación dada, en una profunda tranquilidad, paz y alegría.

Para S. Ignacio, esta manera de encontrar a Dios en la opción del


momento se había vuelto, en su madurez, casi espontánea: a tal punto Dios
había tomado posesión de su corazón y de todo su ser. Esto, que era casi
espontáneo en el S. Ignacio de su madurez, para el “principiante” puede exigir
un esfuerzo, un despliegue de algunas horas o de algunos días de oración
intensa, según la importancia de la moción o “espíritu” que hay que identificar.

Según algunos de sus escritos, S. Ignacio recurría al examen de


conciencia en ciertos momentos del día, y se remitía al “test” casi instantáneo
del acuerdo con su verdadero yo, test que podía hacer muchas veces al día y a
cualquier hora.

Iluminar las relaciones íntimas entre estos dos sentidos –el de conciencia,
en ciertos momentos del día, y la vigilancia mucho más frecuente -, tal ha sido
el propósito de este trabajo.

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