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Magistrado Ponente
I.- Antecedentes
Siendo un seguro de vida tomado por la entidad crediticia para garantizarse el pago
de las acreencias que al fallecer le adeudasen sus clientes, es claro que la póliza la
conserva ella, y por ende a cada uno de los asegurados “ha debido” entregar el
certificado de la obligación, lo que en este caso no había ocurrido porque fue
precisamente la Caja Agraria quien aportó tal documento.
Sin embargo, ahí no dio por concluido el asunto, porque agregó que aun cuando no
fuera así, el caso es que en tal tipo de pólizas el certificado hace las veces de tal, y al
folio 118 obra el último expedido al extinto G., suscrito el 28 de abril de 1998; y si
en él figura como valor asegurado la suma de $136.350.000, justamente por
comprender el saldo insoluto de la deuda, es porque “no sólo se amparó el crédito
en esa misma fecha otorgado por la Caja Agraria al mencionado señor según
obligación No. 989, sino, además, los saldos de las demás obligaciones
anteriormente contraídas para con la entidad crediticia por el mismo deudor y que
ascendían a $77.600.000, como allí mismo se deja consignado. Repárese que
justamente esta cantidad más el valor del crédito en esa fecha otorgado
($58.750.000), arroja el monto que en ese momento se aseguró”.
Y respecto de lo segundo, fulminó:
La sinceridad del asegurado sobre el estado del riesgo ha de estar presente en todo
supuesto. En este caso, él respondió el cuestionario declarando que su estado de
salud era normal y que no padecía de ninguna de las enfermedades allí enunciadas.
Ese fue el único requisito de asegurabilidad exigido entonces. Y sin más, expedida
fue la póliza. A partir de entonces (28 de abril de 1998) “comenzó su vigencia el
respectivo riesgo”, con prescindencia de exámenes médicos. De tal modo que, con
abstracción de las sanciones que el asegurador puede invocar en caso de reticencia
o inexactitud -que no ha sido el caso-, ya no se podía revocar la póliza por tratarse
de un seguro de vida, según lo dispone el artículo 1158 del código de comercio. Y
por ahí derecho estimó irrazonable el condicionamiento del pago a dichos
exámenes “posteriores”, porque “cualquiera fuera su resultado”, ya la póliza no
podía ser revocada.
Y tras eso reiteró: por ende, la práctica de exámenes tales “puede ser condicionante
para la celebración misma del contrato, para la expedición de la póliza, pero no
para el pago de la suma asegurada una vez realizado el riesgo”, pues que, estando
en camino el contrato, la única condición para el pago es la ocurrencia del riesgo.
Bien es cierto que al reverso del documento se exige el “previo cumplimiento de los
requisitos de asegurabilidad”, pero como allí no se expresan otros, es lógico que el
asegurado entendiera que todo se contraía a la declaración del estado del riesgo
según el cuestionario que allí mismo se le sometía, “máxime el carácter imperativo”
que contiene el artículo 1159, consistente en que el asegurador no puede, en ningún
caso, revocar unilateralmente el seguro de vida.
De otro lado, los exámenes “obviamente debe realizarlos un galeno autorizado por
la compañía aseguradora” y por consiguiente no bastaba consagrar la obligación
sino también impartir la orden correspondiente, cosa a la que ni se ha aludido.
Una vez que hizo todo esto, ofreció otra arista del problema, para desembocar que
el resultado no variaba así se considerara aquello como una exclusión. En tal caso -
afirma- se echa de menos la relación causal entre la omisión de los exámenes y el
fallecimiento del asegurado que, por lo demás, no obedeció a causas naturales.
Tampoco se ajustaría al artículo 44 de la ley 45 de 1990, porque no figura “con
caracteres destacados en la primera página de la póliza, so pena de ineficacia”.
Además, trataríase de cláusula ambigua ante la clara prohibición de revocación
unilateral del contrato, y éstas se interpretan contra quien las redactó. Y,
finalmente, no hubo objeción seria y fundada por parte del asegurador, por cuanto
exigió algo que bien puede ser para la suscripción de la póliza mas no a la hora del
pago, precisamente por la misma irrevocabilidad supradicha.
Fue así como revocó la sentencia de primer grado y dio paso a las pretensiones.
Primer cargo
Segundo cargo
Tercer cargo
Las estipulaciones del contrato son claras siendo obvio que el examen médico, el
análisis de orina y el electrocardiograma son requisitos cuya omisión impide la
ampliación de la cobertura económica. Entender como causal de exclusión lo que es
requisito de asegurabilidad parte de una errada valoración de la prueba, error que
lo llevó a concluir que como la exigencia de realizarse los exámenes era causal de
exclusión debía considerarse como un pacto ineficaz a la luz del artículo
1159 del código de comercio, que prohíbe revocar el contrato una vez
perfeccionado.
La aseguradora no revocó el contrato sino que estableció que ante las omisiones
ocurridas la obligación referida no estaba dentro del amparo previsto. No existió
contrato de seguro respecto a las sumas superiores a $65.000.000 por el
incumplimiento de los requisitos de asegurabilidad.
Cuarto cargo
Por este acusa violación directa de la ley sustancial por falta de aplicación
del artículo 1142 del código de comercio: “la demandante promovió el proceso
como cónyuge sobreviviente del asegurado y en virtud de la calidad -supuesta por
ella- de beneficiaria del seguro”, calidad que no tenía, pero el tribunal se la otorgó
violando la norma citada.
Consideraciones
2.- Y pensándolo bien, razones hay para descubrir en la viuda un perfecto interés
en orden a reclamar como aquí lo ha hecho, de modo de pensar que a la postre no
se dijo allí disparate alguno, así sean otras las elucubraciones jurídicas que lleven a
desembocar en el mismo llano.
Bien es cierto, en efecto, que pedir que una aseguradora cumpla lo suyo, en
principio incumbe al contratante afectado, que no es otra cosa que predicar el
postulado, proverbial como el que más, de que lo del contrato es asunto reservado a
los contratantes. Las convenciones no tienen efecto sino entre las partes
contratantes, suele indicarse. Desde luego que si el negocio jurídico es, según la
metáfora jurídica más vigorosa que campea en el derecho privado, ley para sus
autores (pacta sum servanda), queriéndose con ello significar que de ordinario son
soberanos para dictar las reglas que los regirá, asimismo es natural que esa “ley” no
pueda ponerse en hombros de personas que no han manifestado su consentimiento
en dicho contrato, si todo ello es así, repítese, al pronto se desgaja el corolario obvio
de que los contratos no pueden ensanchar sus lindes para ir más allá de sus propios
contornos, postulado que universalmente es reconocido con el aforismo
romano res inter allios acta tertio neque nocet neque prodest. Aun así en los
ordenamientos jurídicos que como el nuestro no tienen norma expresa que lo diga,
pero que clara y tácitamente efunde de lo dispuesto en el artículo 1602 del código
civil, pues al equiparar el contrato a la ley, pone de manifiesto que esa vigorosa
expresión de la fuerza del convenio lo es para las partes que han dado en
consentirlo. Y por exclusión, no lo puede ser para los demás. El contrato, pues, es
asunto de contratantes, y no podrá alcanzar intereses ajenos. Grave ofensa para
libertad contractual y la autonomía de la voluntad fuera de otro modo. El principio
de la relatividad del contrato significa entonces que a los extraños ni afecta ni
perjudica; lo que es decir, el contrato no los toca, ni para bien ni para mal.
Es con fundamento en ese criterio que a viudas como la de acá, y en su caso a los
herederos, se les impide todo reclamo que roce siquiera con la prestación surgida
del contrato de seguro. Como no fueron parte en dicho negocio -como de hecho no
lo fueron-, aquellos principios sirven –alégase- de fuerte cerrojo al contrato para
repudiar las miradas de curiosos y extraños. Se les dirá que como el contrato a
nadie importa, así es elemental que nadie ose perturbar la autonomía privada.
Ocurre, empero, que una conclusión así no puede ser sino el fruto de un criterio
inspirado en términos absolutos, que, dicho al paso, a modo de gran paradoja,
tiende a explicar lo relativo que son los contratos. Cierto que la autonomía de la
voluntad continúa siendo uno de los soportes más salientes en la vida contractual
de los individuos, pero ha tenido que resistir ciertos ajustes, todo lo más cuando de
por medio hay un interés que trasciende la frontera de lo estrictamente privado,
casos típicos del precio en el contrato de arrendamiento o en las ventas de
mercaderías básicas de un conglomerado, y también cuando él resulta irrisorio o
sumamente lesivo para uno de los celebrantes; lo propio sucede con la teoría de la
imprevisión, para no citar sino unos cuantos ejemplos. Hay que convenir entonces
que no es ya el principio arrollador de otrora. A veces consiente que se le salga al
paso, así y todo sea excepcionalmente.
“Con todo, tal argumento deja de ver que un hecho puede generar diversas
proyecciones en el mundo jurídico; de aquí y de allá. Un hecho, aunque haga parte
de un negocio jurídico, puede por ejemplo desgajar consecuencias no sólo civiles
sino también penales, y todas serán juzgadas en sus respectivos ámbitos. Un hecho
ilícito puede asimismo dejar muchas víctimas, aunque no todas estén en idéntica
relación con su autor, y en ese orden de ideas concurrir allí responsabilidades
diversas. Los perjuicios de un comportamiento anti-contractual, verbigracia,
podrían lesionar no sólo al co-contratante sino afectar a terceros, e incluso llegar a
afectar no más que a terceros: el mismo hecho con roles jurídicos varios. Ese
tercero, en la búsqueda del abono de los perjuicios, ¿alegará ante los tribunales que
la prestación incumplida le pertenece? Ciertamente no. O ¿se resentirá de la mora?
Tampoco. Con simplicidad se reducirá a alegar que un hecho, mondo y lirondo, le
ha irrogado daño. Y que si ese mismo hecho hace parte de una relación jurídica que
le es extraña, allá lo que suceda entre quienes tengan esa relación jurídica
contractual, porque poco o nada le interesa; pero que mientras tanto aquí, por lo
pronto, el autor de tal hecho ha de responderle. He ahí a la conducta de un
contratante generando responsabilidad extracontractual. Dicho de modo
axiomático: dirá que no demanda al contratante, sino al agente de un hecho”.
“V., entonces, que sería inexacto pensar que lo que suceda por fuera de las lindes
contractuales no interesa al Derecho. Ese no es el genuino alcance del principio res
inter allios acta. En la periferia del contrato hay terceros, como se vio, que el
incumplimiento del contrato los alcanza patrimonialmente, del mismo modo como
en el hecho culposo de un tercero (…) podría estar la causa determinante del
incumplimiento contractual, convirtiéndose en reo de responsabilidad
extracontractual. Las dos cosas se regirán por esta especie de responsabilidad. De
no, forzoso fuera compartir la teoría que el contrato constituye una coraza para
quienes lo celebran, quienes jamás podrían ser demandados por extraños que,
aunque perjudicados, son ajenos al mismo; y que, por ahí derecho, los hechos que
entran a formar parte del mundo contractual, no pueden causar sino lesión
negocial” (cas. civ. S.. de 2 de marzo de 2005 - expediente 8946). A lo que vendría
propicio agregar ahora que cosa parecida sucede cuando los perjudicados con la
muerte de una persona demandan porque consideran que hubo incumplimiento
del contrato de transporte. Ellos no se presentan a los tribunales alegando ser
partes o acreedores de contrato; se circunscriben a decir que la no ejecución de un
contrato, un hecho jurídico, les ocasiona daños reflejamente.
Sin duda tiene mucho más interés poner de resalto cómo por fuera de la
causahabiencia es aún posible observar que un contrato irradia los efectos más allá
de sus autores, como acontece, por evento, con los acreedores de las partes. La
suerte de ellos depende de la gestión patrimonial que haga el deudor. Si exitosa o
ruinosa, cuánto mejor o peor.
Es apodíctico, así, que en el buen o mal suceso de los contratos hay mucha gente
interesada. Bien fuera admitir la expresión de que en los contornos de los contratos
revolotean intereses ajenos al mismo, los cuales no es posible rehusar o acallar no
más que con el argumento de que terceros son. Por caso, ¿cómo decírselo a la viuda
de acá? Cierto que el deudor fallecido no es el beneficiario del seguro contratado;
que su vida se aseguró para bien del acreedor, en este caso el Banco. ¿Quién podría
negarlo ante la letra clarísima del artículo 1144 del código de comercio? De modo
que sólo el Banco es titular de las consecuencias directas del seguro contratado.
Pero a más de él también está indiscutiblemente interesada la viuda y los
herederos, dado que las secuelas indirectas del contrato, señaladamente el no pago
del seguro, le perjudica. De la suerte de aquel contrato pende y en mucho la de la
sociedad conyugal que tenía con su marido fallecido. Y algo similar le acontece a los
herederos. Más todavía: incluso podría ser que al beneficiario del seguro no le
interese hacerlo valer –lo demuestra este proceso- porque a la vista tiene otra
garantía como la hipoteca y sacará ventaja de quienes atemorizados por la pérdida
de sus bienes pagarán, y hasta con prisa, o que después de todo no le duela el
incumplimiento de la aseguradora cuando le ha reclamado – cosa no infrecuente
porque la experiencia se ha encargado de develarlo así más de una vez-, y entonces
sería exacto afirmar que no hay mayor interesada que la viuda misma.
Expresó entonces:
"el Tribunal calificó a quienes hicieron los pagos como 'terceros' con respecto a las
relaciones entre las aseguradoras y el Banco Cafetero. Este requisito de la
subrogación convencional, que entre otras cosas no se controvierte, desvirtúa que
los demandantes hayan solucionado las deudas del difunto. Como se dijo en la
sentencia recurrida, no lo es porque dicho causante 'nada debía al momento de
ocurrir el deceso', en consideración a que 'por efectos del contrato de seguro', esas
obligaciones se trasladaron, surgiendo un nuevo deudor, 'específicamente las
aseguradoras que asumían el riesgo originado el siniestro' " (cas. civ. S.. de 25 de
mayo de 2005, exp. C-7198).
Y consideración de no menor aprecio hállase en otras razones, ya muy propias del
caso particular en estudio. Así, quepa repetirlo una vez más, la caja reconoce que
no demandó a la aseguradora, e incluso manifestó que bien podían hacerlo por ella
los herederos del deudor; en concordia con esa posición, agregó que no se oponía a
la demanda de casación. La aseguradora, de otro lado, tácitamente admitió el vigor
del reclamo elevado por la viuda, cuando precisamente cubrió el seguro respecto de
otras obligaciones, y en la de aquí apenas sí adujo que echaba de menos el
certificado individual.
3.- Si se dijera que ataque también hubo a la legitimación por echarse de menos el
certificado de la obligación 430, cosa que, dicho sea de ocasión, apenas sí toca el
recurrente, habría que responder que también ahora es incompleto el ataque, amén
de tibio. Ya se dijo que el casacionista no hizo más que mencionar el aspecto. Pero,
además, el tribunal no forjó su entendimiento en una sola motivación sino en
varias. Aparte de la elucubración atinente a que el saldo de dicha obligación debió
quedar comprendido en el valor total del último certificado, dijo a mayor
abundamiento que todo apuntaba a que dicho certificado no lo podía aportar la
actora porque estaba en manos de la entidad crediticia. Y el caso es que esto no se
combate.
4.- Ya es oportuno pasar a otros aspectos. Díjose que también se critica al tribunal
por lo de los polémicos exámenes médicos. De nuevo es corta la censura, porque el
recurrente no alegó más que respecto de unas razones del tribunal, mas no de
todas. Alegó, sí, que el tribunal no se fijó que tales exámenes eran requisito de
asegurabilidad, que hizo mal en entenderlo como exclusión, todo por apreciar
incorrectamente documentos tales como el envés del certificado y el documento
denominado “condiciones particulares”. Y por ello lo emplaza de contraevidente.
Lo primero por destacar es que el tribunal puso la vista en tales documentos, y a fe
que leyó lo que el recurrente lee. Sólo que concluyó de modo diverso; pero no por
capricho sino por razones varias: dijo que lo del respaldo de aquel documento es
demasiado escueto al someter la responsabilidad de la aseguradora al
cumplimiento de las condiciones de asegurabilidad, y que como no hacía expresa
mención a otras cosas era dable entender que sólo se refería a la declaración que
con arreglo al interrogatorio suministró el deudor. Criterio que mantuvo a
despecho de leer igualmente lo de las “condiciones particulares”, pues dijo que tal
documento no lo tuvo el asegurado sino la entidad crediticia, quien precisamente lo
aportara. Y añadió que en todo caso, con abstracción de unas y otras cosas, exigir
exámenes posteriores a la suscripción de la póliza, no empece la dinámica del
seguro contratado, el cual, una vez que cobre vida jurídica es irreversible, ante la
imposibilidad de revocarlo unilateralmente; en su parecer, tales exámenes pueden
exigirse como condición previa a la suscripción de la póliza; después nada hay qué
hacer, porque el resultado de ellos no puede reversar el contrato. A la verdad, el
recurrente se desentendió de todas estos apuntamientos del tribunal, pues algunas
ni las menciona y otras las nombra al paso.
Así resulta de todas las cosas que se dejan referidas, que los cargos no alcanzan
próspero suceso.
IV. Decisión
Notifíquese