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NI I L KIMBALL nació en una pequeña granja de Illinois en 1845 y

murió en Florida en 1934. Stephen Longstreet recibió el manus­


crito de estas memorias en 1932, pero no fue publicado hasta casi
cuarenta años después.
STEPHEN LONGSTREET, seudónimo de Henri Weiner, nació en
1907. Escritor y dibujante, también es conocido por la creación de
piezas musicales, guiones cinematográficos, historietas y obras
de arte. Murió en 2002.
Memorias de una madame americana
Nell K im ball
Memorias de una madame americana
N ell K im b a l l

T R A D U C C I Ó N DE S A N D R A S t RI KOVS KY
Todos los derechos reservados. INDICE
Ninguna parle de esla publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

TÍTULO ORIGINAL
Nell Kimball, HerLife as an American Madam, byHerself
I NTRODUCCIÓN. Stephen Longstreet 9

Copyright © The Estate of Stephen Longstreet, 1970


Prim era Parte. CO M IEN ZO LA V ID A i3
1. Mi últim a casa 15
Primera edición en Sexto Piso España: 2*007
2. De dónde vengo 25
Traducción 3. Cómo me crié 39
S andra S trikovsky
4,. La huida 51
Fotografía de portada 5. En Saint Louie 69
A l b e r t o G a r c í a - A l ix
6. En casa de los Flegel 83
Copyright © E d i t o r i a l S exto P i s o , S.A. de C.V., 2006
San M iguel# 36
Colonia Barrio San Lucas
Segunda parte. BU EN O S Y M A LO S T IE M P O S 95
Coyoacán, 04080 7. La vida en una casa 97
México D.F., México
8. Por la ciudad 107
S exto P iso E s p a ñ a , S. L. 9. En el negocio del sexo 119
c/ Monte Esquinza i 3 , 4.0 Deha.
258010, Madrid, España.
10. Los pendientes del jugador 135
11. Instalada como una mantenida 147
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12- Para un solo hombre 161
13. Últimos días con Konrad 175
Diseño
E st u d i o J oa qu ín G a l l e g o
Tercera parte. L A S DOS C A R A S DEL MUNDO 189
ISBN: 978 84-985204 4 1
14. El verdadero submundo 191
Depósito Legal: M 49678-25007 15. Me convierto en esposa 2o3
16. La vida con Monte 2i3
Impreso en España 17. Tiempos d ifícile s 235
18. C rim in ales en Nueva York 285
19. De vuelta en el Círculo Rojo 243
20. En el delta * 251
21. Llam ém oslo Storyville 265
INTRODUCCIÓN

Cuarta parte. L A V ID A COMO M A D A M E 277


El manuscrito de Nell K im ball sobre su historia y la época en
22- Problem as en la casa 279
que vivió como una madame am ericana nos proporciona una
23. Los placeres del Golden Gate 287
buena cantidad de inform acióny detalles acerca de su vida hasta
24. En el com ercio de la carne 3oi
1917. Ese año el gobierno clausuró Storyville, el barrio rojo de
25. Un cliente especial 311
Nueva Orleans. Nell K im ball se retiró, y no menciona su exis­
26. Las herm anas Everleigh 32i
tencia posterior ni cómo llegó a escrib ir la historia de su vida.
Leí por p rim era vez el m anuscrito de M iss K im b all en
Quinta parte. LOS Ú LTIM O S AÑ O S 387 1982, dos años antes de que m uriera a la edad de ochenta. Se
27. De vuelta en Nueva Orleans 339 encontraba en grandes apuros y tenía esperanzas de publicar
28. Un grave error 351 algunas partes de su autobiografía. Llevaba una libreta de no­
29. Los últim os días y noches de Storyville 363 tas a p artir de la cual uno podía deducir que había empezado a
escrib ir sobre su vida en 1918, continuando, en su mayor parte
con notas vagas, hasta 192?- Esto constituía el prim er borrador
de lo que hoy es la prim era parte de este volumen. En 1922 se
i nvolucró en negocios de bienes raíces en Florida y no trabajó
en el manuscrito. En 1980, después de haber sufrido la pérd id a
de la m ayoría de sus bienes y propiedades durante la Gran De­
presión, asi como otras pérdidas debido a cierta im plicación en
el contrabando de alcohol de Cubay de las A n tillas Británicas,
reanudó la escritu ra de su historia. Trabajó en ella reg u lar­
mente, rescribiendo el prim er tercio en un estilo m ás natural
y elocuente, que creyó más apropiado para su m aterial.
El m anuscrito que me mostró en 1982 estaba m al m eca­
nografiado y lleno de correcciones con tinta y lápiz. No había
párrafos ni capítulos; era un solo texto largo y continuo. Tam­
bién se repetían algunos incidentes de los que daba varias ver­
siones, algunas cortas, otras largas. M iss Ki mball había oído
que yo era escritor y que podía ayudarla a encontrar un editor.
Edité unas veinte páginas de su m anuscrito y se presentó a va-
Este libro es la edición del m anuscrito completo de Nell
ríos consejeros que trabajaban en editoriales de Nueva York.
Kim ball dividido en capítulos y partes. En la m ayoría de los
La opinión de todos, sin embargo, fue que ningu na editorial
im portante se atrevería a publicar ni siquiera una versión edi­ casos se ha dejado la ortografía y la gram ática como en el ori­
ginal.* Cuando diferentes partes contenían varias versiones de
tada del m aterial. Aunque la m ayoría de ellos pensaba que se
trataba de un documento extraordinario, escrito con la habili­ mi mismo incidente, he elegido laq u e mejor estaba descrita y
dad de una narradora nata que tenía una vida interesante que lie escogido lo necesario de otras versiones. Nell K im ball tra-
contar, la franqueza en su m anera de expresarse y la crudeza Iiajaba casi exclusivam ente de m em oria, por lo que algunas de
del lenguaje podían provocar que se in iciara una acción legal sus fechas y datos son algo inexactos; en ese caso se ha corre­
contra su publicación. gido. Y cuando ha sido necesario se han insertado las form as
Un editor, un hombre llamado Liveright, mostró gran in ­ aceptadas de algunos nom bres, ciudades y lugares públicos.
terés por el manuscrito y señal ó que deseaba ye r de qué m anera En diversos incidentes M iss K im ball menciona los nom­
podía publicarlo. Pero no ocurrió nada, y en algún m om en­ bres de personas famosas a quienes conoció en burdeles, y como
to, entonces o más tarde, el señor Liveright se arru in ó o mu­ puede que estos caballeros tengan todavía descendientes vivos,
rió. Después de eso no hubo n in g ú n intento de p u blicar el algunos de sus nombres se han cambiado u omitido. Ella m is­
manuscrito. ma dijo que les había cambiado el nombre a algunas personas
que estaban en su grem io, como prostitutas o madames, a fin
Nell K im ball m urió en algún momento de 1984. Cuatro car­ de no causarles vergüenza a sus nietos. Miss K im ball tenía una
tas enviadas a su últim o dom icilio conocido se devolvieron muy buena memoria; cuando ha sido posible verificar sus datos,
con la anotación « F allecid a» . Había declarado que no tenía éstos han resultado ser correctos. A dm itió que tuvo una m e­
fa m ilia re s vivos y que Nell K im b all era un nom bre que ha­ moria casi excelente hasta los cincuenta años, cuando empezó a
bía adoptado después de 1917. A la edad de quince años entró fallarle: «No puedo acordarme de lo que comí ayer, pero puedo
a trabajar en un burdel en Saint Louis, en donde era conocida nom brar cada hotel de lujo en Saint Louie donde entretuve a un
como Coldie. putero» (cliente de prostituta) después de la guerra civil.
Olvidé el m anuscrito hasta 1967, cuando, al trabajar en
una historia social de Nueva Orleans llam ada s p o r t i n ' i i o u s e ,* Hoy, en una época más perm isiva, creemos que puede publi­
me acordé de los escritos de Nell K im b a lly utilicé una peque­ carse íntegra una historia como ésta, tan prolija en detalles y
ña parte de ellos, con bastante trabajo de edición en cuanto al que a menudo usa un lenguaje fuerte. K im ball fue una criatura
lenguajey los detalles, para d e sc rib irla atmósfera de una casa de su época y de su profesión. Sus actitudes hacia las m in o­
de citas de finales del siglo x i x y principios del xx. No incluí rías y los inm igran tes eran las de su tiempo, y no tenía n in ­
nada sobre su historia personal. Cuando se publicó el volumen, gún sentim iento de superioridad al usar el lenguaje que hoy en
la parte que contenía sus memorias llam ó mucho la atención, día percibim os como hum illante. Por lo general era sensible,
y varios editores se ofrecieron a publicar el m anuscrito entero mundanam ente sab iay bien equilibrada, y para su «cam po de
con su estilo original. Ahora está hecho. trabajo», una filósofa y observadora aguda.

Burdo). * En la versión en inglés.

10 11
Con una educación lim itada, en su mayor parte autodi­
dacta, fue una escritora de talento notable, capaz de retratar
claram ente su época, la gente a la que conoció y el mundo y el Prim era parte
submundo en el que existió. La franqueza y la honestidad de
COMIENZO LA VIDA
su expresión se hacen patentes; sabía que su versión de la v i­
da no era la norm alm ente aceptada por una sociedad a la que
prestó sus servicios durante tantos años. Una sociedad cuya
hipocresía, miedos y conform ism o pudo reconocer, y a menudo
señalar, en su escritura. Y si fue particularm ente severa con los
políticos, hay que recordar que los conoció más íntim am ente
que la m ayoría de nosotros.

S t e p h e n L o n g s t r e e t

13
Capítulo i
MI ÚLTIMA CASA

Al m irar hacia atrás en m i vida, y es de la única m anera en que


puedo m irarla ahora, nada en ella salió de la manera en que la
mayoría de la gente hubiera querido vivirla. Y aunque empecé
a los quince años en Saint Louis en una buena casa, sin pla­
nes, deseando únicam ente, como toda puta joven, joder para
ganarm e algo de com ery de vestir, term iné como una mujer de
negocios, y me convertí en una madame de casa de citas, que
reclutó y disciplinó putas, que atendió sitios de lujo. Siem pre
me he preguntado, tam bién, por qué suced ió todo de esa for­
ma. Ahora puedo decirlo: si alguna vez llegué a tener rem or­
dimientos, nunca tuve arrepentim ientos.
Cuando atendía mi últim o prostíbulo en Nueva Orleans,
justo antes de retirarm e, estaba tan orgullosa del lugar, sus
huéspedes y sus chicas, como podía estarlo J. P. Morgan d iri­
giendo Wall Street o Buffalo Bill —generalm ente borracho de
bourbon— en un caballo blanco disparando bolas de cristal al
aire para el público de su espectáculo.

Ojalá tuviera fotos de mi últim a casa. Los huéspedes podrían


decir que nunca vieron mejor gente en ni ngún otro lugar de la
ciudad. Había puesto auténtico cristal de Venecia en los m e­
cheros de gas y cortin as de terciopelo color rojo sangre que
llegaban basta el suelo, y tenía ocho chicas que yo m ism a es­
cogí, algunas de lugares tan remotos como Saint Louie y San
Francisco, y dos mulatas altas a las que llam aba españolas, y a
nadie le im portaba un comino lo que eran después de que su ­
bían para m ojar el churro o hacer un 69.
Am ueblar una casa debitas, yyo monté más de tres antes de
retirarme en 1917, requiere algo de sentido com úny mucha sen­
sibilidad para la comod idad del cliente, sus hábitos y pequeñas
m anías. Daba solamente la mejor comida y tenía una cocinera, mejor que se salga del negocio. Las chicas hacen o deshacen
Lacey Belle, que estuvo conmigo durante muchos años. Ella ha­ ii na casa y necesitan una mano firm e. Habia que estar atenta a
cía todas las compras, y dos negros cargaban las cosas frescas las lesbianas, y m ientras que no me im portaba que las chicas
mientras ella las compraba. Lacey Belle sabía cocinar a la fran ­ hicieran buenas m igas y com partieran habitación para jugar
cesa, y sa bía cocinar al estilo Jim Brady o americano, pero nunca con sus clítoris, si llegaba a encontrar un consolador, sabia
les servíam os a los huéspedes comida de mala calidad o mal he­ que se habían pasado de la raya. Las chicas que se vuelven I i-
cha. Las chicas y los caballeros com ían de lo mejor. Los cubier­ bertinas entre ellas no satisfacen a los puteros porque están
tos y los platos eran pesados y buenos. El vino venía en botellas demasiado ocupadas en sí m ism as.
sucias con las etiquetas apropiadas para los puteros que sabían Tuve muchas chicas que e ran mulattas, lo que llam an mes-
lo que querían. No todos los hombres que van a un burdel son I izas, negrillonnes; y de Brasil, caloclo y mulatas. Si no podían
fanáticos del coño. A men udo se tra ta de hombres solos en busca pasar por españolas, se las entregaba a una madame que tenía
de contacto humano, aun cuando tienen que pagar por él. Para una casa para negros. Siem pre tuve prostíbulos de blancos con
aquellos que no entendían de vinos teníam os muchas botellas un poco de color, para darle sabor, se podría decir. Era estric-
elegantes que rellenábam os de vez en cuando con vino tinto y Ia, pero no sentía placer alguno en hacerles la vida m iserable,
vino blanco de los toneles de un agricultor cajún.* El whisky era como alguna que otra madame hacía.
el mejor bourbon de Kentucky, y Harry, mi peón y chófer, sabía Castigaba a las ch ¡cas con multas, y si se ponían peleonas o
mezclar ginebra con soda, Tom C o llin sy Horse’s Neck,** todas fuera de control, le pedía a H arry que les dieraun a paliza, pero
las cosas que un tipo requería para hacer alarde de que había sin dejarles m arcas. Esto puede sonar ru in y cruel, supongo,
estado en Saratoga o en Churchil Downs o Hot Springs. pero a menudo se trataba de ch icas salva jes, un poco idas de la
La ropa de cama es un asunto muy im portante, y una casa cabeza, que podían hacer daño si se pasaban de la raya. Y en
puede arru in arse si no la cuida, cuenta, m arcay envía a la m e­ el momento en que u na casa adquiere la reputación de tener
jor lavandera negra de la ciudad que tuviera por clientela a los chicas que no se com portan correctam ente con los clientes,
mejores prostíbulos. Siem pre cam biaba las sábanas después más vale cerrar, apagar las luces de la entrada y tirar la llave.
de cada cliente, pero algu nas casas lo hacían cada día. Y los El huésped siempre debe estar protegido de cualquier cosa
lupanares sólo tenían una sábana gris en un cam astro y quizá que pueda causar una pelea y exponerlo al escándalo. Es sor­
nunca la cam biaban, sólo la tirab an cuando ya nadie quería prendente cuánta tranquilidad necesita un hombre, después de
acostarse ahí. cierta edad, para follar como es debido. Adem ás, una madame
ru in y m ezquina no puede m antener la calidad de una casa o
Nunca com partí la idea de que las putas tienen un corazón de los ánim os de las putas.
oro y nunca rechacé a una chica porque fuera nerviosa y volu­ Pagaba a las chicas un tercio de lo que ganaban y nunca
ble, lo que después llam aron neurótica. A veces eran las m e­ se lo retenía, y no las explotaba con intereses en los préstam os
jo res putas. Si una m adam e no puede lid ia r con las chicas, que les hacía ni las metía en d rogas ni dejaba q ue sus chulos las
estafaran, como sucedía en otras casas. Nunca si mpaticé con
los chulos que se m antcifían con las ganancias de una ch icay
Miembro de un grupo de personas del estado norteamericano de Louisiana que
habla francés, conocido por su música folky su comida picante. v iv ían a costa de su coño. No hay nad a m ás bajo que un proxe­
* Cóctel preparado con whisky, lim óny gingerale. neta, a menos que sea alguno de los políticos que conocí.

16
Las chicas ganaban su dinero y podían hacer con él lo que ca rne blanca o pollo, un pescado de río frito, tarta de manza­
quisieran. Les cobraba por su comida, lavandería, habitación, na y gran cantidad de compota de fruta. Uno de los problemas
y si no eran borrachas perdidas, les daba el alcohol gratis. Una de las putas es el estreñim iento. Insistía para que fueran re ­
borracha no es una buena puta. No puede ocultar su aliento y gularm ente y usaran corteza de cáscara sagrada* y ruibarbo.
no hace su trabajo con estilo. Las prostitutas son ru in es pero ( lada habitación tenía un orinal; a muchos puteros les encanta
sentimentales. Lloran por perros, gatitos, niños, novelas o can­ oir a la chica meando. Después mandé poner un baño en cada
ciones tristes. Nunca me gustaron mucho las chicas que venían piso; en un piso, un gran trasto de m árm ol donde cabían dos.
a trabajar a una casa por placer. Les faltaba algún tornillo. Re­ l a mbién bidés. A l principio a la mayoría no les gustaba el baño
cuerdo u na chica judía de una buena fam ilia q ue era la cosa más diario que les obligaba a tom ar en bañeras de hojalata, pero no
salvaje que se podía encontrar en Basin Street. Duró dos meses, mandé poner todas esas cañerías sólo para hacer ostentación.
trató de m atar a un putero con una silla y se colgó esa noche en Y después de un rato el perfum e no oculta al ser humano que
el ático; colgaba desnuda como un pollo desplumado. está debajo. Los bidés eran nuevos para muchas de ellas y una
Nunca conocí a ninguna puta que pudiera ahorrar d inero. ca m pesina de K ansas lo usaba para lavarse los pies hasta que
Pero hubo una chica mitad india, de Oklahoma, que regresó a le enseñé. A costum brada a las hojas de m aízy a la s páginas de
casa y se casó con un granjero que se convirtió en un magnate catálogo, tampoco había visto nunca papel de baño.
de petróleo y después en un congresista o juez federal. No dejaba sa lir mucho a las chicas, pero cada una tenía un
Siem pre d irig í las casas de m anera estricta, del mismo dia libre y las putas católicas norm alm ente eran muy devotas e
modo en que un buen capitán dirige un barco. Por las m aña­ iban a m isa. Podías saber cuando se habían confesado. Pare­
nas la casa era como una tum ba. Las chicas dorm ían y Harry cían inocentes y educadas y en un estado de gracia. No les per­
regaba las jardin eras y las banquetas, con las cortinas cerra­ mitía tener crucifijos en la pared de su cuarto. Uno de nuestros
das. Dentro Lacey B elley dos criadas lim p iáb an los ceniceros, mejores clientes era un m aravilloso caballero judío que solía
barrían, sacudían, sacaban las m anchas de los vasos mojados y enviarle a cada chica una cesta de botellas de vino cada Navi­
separaban las sábanas. Era inútil hacer comida porque no era dad. Más tarde se hizo dueño de una cadena de cin e sy siem pre
hasta las dos de la tarde cuando algunas chicas gritaban a las me enviaba un abono para toda la temporada. Eram os la única
criadas para que m ovieran sus negros cu los y les llevaran café. casa de citas que tenía una mezuza** en la puerta.
Las chicas no aguantaban mucho hasta que su café llegaba. Y Hasta las nueve de la noche las chicas se sentaban y fu m a­
yo tenía que cuidar que las borrachínas no bebieran whisky. ban, se volvían a peinar, fanfarroneaban, alardeaban, hojea­
In sistía en que todo el mundo estuviera abajo a las cua­ ban revistas; no leyeron un periódico hasta q ue las historietas
tro de la tarde para comer. Y las obligaba a lavarse, a peinarse no se hicieron populares.
correctam ente y a ponerse ropa lim pia o batas antes de que Siem pre se estaban prestando dinero entre ellas y se en­
bajaran. Veía que les sirvieran una buena comida. Nada sofis­ deudaban con Suroyin, el viejo m ercachifle griego que les ven-
ticado. Una sopa de quingom bó u ocra,* bistec, patatas, pavo,
Árbol originario de la costa oeste de Estados Unidos que se utiliza como laxante
para tratar el estreñimiento y el dolor de estómago.
Sopa que se consume mayoritariamente en Estados Unidos, cocinada con pollo o
Rollo de pergamino que contiene pasajes bíblicos, que las familias judías suelen col­
pescado, hecha a base de ocra, una verdura de largas vainas de origen africano y
gar en el marco de las puertas de sus casas como símbolo y recordatorio de su le.
sudasiático.

18 *9
día mantas, vestidos, ropa interiory zapatos a plazos. Las chicas obsesión por el cabello. A lgun as de las chicas se vestían como
que tenían un chulo tenían que m antenerlo contento con ropa 11 ncl.es con pantalones ajustados, gorrasy botas de cuero; otras,
y dinero para apuestas y lianzas para sacarlo de la cárcel por al­ como colegialas con zapatos de h e b illa y enormes lazos azules
guna cuchillada o un pequeño robo. No perm itía que los chulos en el cabello. A menudo los viejos querían de nuevo estar con
estuvieran en la casa, pero una vez al mes pod ían ven ir a cenar una colegiala.
un domingo para follar con su chica. Sin coste. Siem pre me gustaron los clientes estables, que volvían y
encontraban la m anera de sentirse en casa fuera de casa, por
A la s nueve de la noche las tres negras empezaban con música decirlo de alguna form a. Un viejo cliente y sus invitados eran
en el salón principal y el pian ista im provisaba en el piano de bienvenidos y cualquier boxeador (blanco) de paso, actor, se­
cola en el salón trasero, que era el salón para los peces gordos, nador o juez. No me interesaban mucho los clientes que venían
los muchachos del ayuntam iento, los caballeros del Capitolio, de la calle y en épocas buenas los evitaba. Un poco menos de
la gente de las m ejores fam ilias, los actores en gira (el padre ingresos, un poco más de comodidad.
de John Barrym ore me dejó un som brero de copa que guardé A la s chicas se les ponía té frío en sus bebidas, pero cada
durante casi un año). quinta ronda les daba una dosis de whisky. El cham pán era el
A lg ú n cazaputas extraviado aparecía quizá alrededor de máximo objetivo para e lla sy guardaban sus corchos. Ganaban
las diezy pedía una chica. Si tenía un aspecto algo inapropia­ un dólar por corcho. No me gustaban las chicas vulgares o atre-
do, le decía: «Lo siento, está cerrado por la muerte de un fa­ vidas. Pero siem pre m antenía cerca aú n a chica con iniciativa,
m iliar» . Los verdaderos clientes no empezaban a llegar hasta una que trabajara con los puteros túmidos o con los adolescen-
después de cenar, cerca de las diez. Tocaba una campana para les que todavía se hacían pajas, que venían de la universidad
que una de las criadas negras pidiera a algunas chicas que ba­ para desvirgarse. La chica tenía que in sin u árseles, pero sin
jaran. Nunca gritaba: «H ay visitas, ch icas»; o como algunos espantarlos. Una casa de la que se decía que era un lugar don­
hacían: «Llegaron los caballeros, señoritas», o «M uevan sus de la t imidez y la im potencia no podían tratarse perdía a una
culos». Dejaba que la criada hiciera pasar a las chicas. buena parte de su clientela especial.
En una buena noche, el lugar tendría hacia la m ediano­ A ntes de las dos de la m añana las habitaciones estaban
che de doce a veinte hom bres en am bos salones, con las ch i­ todas ocupadas y yo bebía con los huéspedes en espera, y las
cas circulando y las criadas distribuyendo las bebidas. Solía chicas volvían a bajar, con la cara refrescada y el cabello pei­
usar servidum bre negra de prim era categoría y las chicas no nado. Hacía las presentaciones y me las arreglaba al m ism o
se sobresaltaban si las pellizcaban en el trasero o en las tetas, tiempo para cobrar, si no me habían pagado por adelantado.
pero ante eso yo interven ía y decía que ofrecíam os nuestros Un cliente que ya había vaciado el saco podía hacerse el longui
servicios a caballeros y que estaba segura de que él era uno. para pagar o pedirm e que se lo pusiera en su cuenta. Siem pre
Nadie con buena educación me respond ía. Dejar que se folien les decía: «L as casas de citas no tienen secciones de contabi­
a la servidum bre nunca es bueno para una casa. lidad». El secreto está en sonreír pero ser firm e, y atrancar la
La mayoría de las putas del salón se ponían vestidos largos puerta de salida, con gracia. Segu ir parloteando, nunca dar al
de noche a los q ue yo había dado mi visto bueno. Ten í an el peor huésped la oportunid ad<ide pedir un crédito o decir que fue un
gusto para el fru frú y las plumas. No perm itía mucho los pei­ mal revolcón. Acom pañaba al huésped hasta la puerta, asegu­
nados con crepés o moños a menos que el cliente tuviera una rándome de que hubiera pagado todo el alcohol y los destrozos.

2,0 2,1
Recuerdo que algunos de los clientes viejos, un m agistrado, i I enlabio o fuera probando las contraventanas, y entonces me
un juez de corte, solían darm e un beso de buenas noches en la despertaba, y adiós al sueño.
m ejilla y palm aditas en el culo. Kl negocio del sexo e stán complicado como d irig ir laU.S.
Tenía un ama de llaves, generalmente una vieja tortillera, y Slee.l.
el la mantenía el orden arrib ay se ocupaba de las sábanas. Hacia A Igunas madames esnifaban cocaína, pero m is tensiones
las tres de la m añana la clientela empezaba a decaer. Los tras­ generalmente estaban bajo controly sólo me quedaba acostaba,
nochadores, clientes que se quedaban toda la noche, estaban medio ida, hasta que la luz déla mañana atravesaba las cortinas,
encerrados, y en el tercer piso podía estar celebrándose un es­ sido un rayo de luz. Solía sentir que estaba envejeciendo, que no
pectáculo, con chicas d esnudas o en ropa interior con volantes, leída fam ilia ni verdaderos amigos, sólo podía contar conmigo
a veces una chica medio vestid a es más sexy que una desnuda; misma. Y odiaba levantarm e. ¡Qué demonios! ¿Para qué?, ¿por
dos o tres chicas bailando, u n poco extravagantes, lo suficiente ipié? ¿Para mantener una casa de putas altaneras? Pero al final
como para excitar a los clientes, que podían participar engrupo yo era una «h ija del deber», como una vez me llamó un juga­
o individualm ente. A menos que un huésped especial pidiera dor, y salía de la cama refunfuñando, tosiendo y carraspeando,
un peq ueño vudú, rara vez perm itía orgías grupales. y pedía a gritos un café negro con un chorrito de ron.
Abajo, en los salones, las chicas se sentaban sin hacer na­ Siempre tenía much ísi mo por hacen meter en sobres la ta­
da, escuchando al pianista tocar una pieza fácil o a la orquesta jada para la pol icía y el ayuntamiento, revisar la lavandería con
ejecutar una melodía de Stephen Foster. Alrededor de las cuatro el ama de llaves, los gastos de lim pieza, reem plazar las sillas,
de la m añana subían a dorm ir; a las m ás nerviosas les daba un lám paras y sábanas rotas. Por la m añana la casa olía todavía
trago de ginebra. Hacia las cinco, am enos que hubiera un gran un poco fuerte. Talco, lisol, colillas, penetrante olor a mujer,
baile en la ciudad o que hubiera llegado un barco especial y la sudor, perfum e, meados, axilas, duchas vagin alesy alcohol de­
gente estuviera dando vueltas en la calle, apagaba las luces de rramado. Después de un tiempo, para mí una casa no era una
abajo. H arry cerraba las puertas. Rara vez abría la puerta a los buena casa si no tenía ese olora alm izcle por la m añana. Lacey
que llam aban y el polizonte de ronda venía y les decía que se Belle, las cocineras y yo tomábam os nuestro café en la cocina,
largaran. m ientras todas las chicas dorm ían, y solia leer el periódico y
Nunca contaba las ganancias hasta el día siguiente, así de ver quién estaba en los buenos hoteles y hacía apuestas con
agotada quedaba, pero ponía en rem ojo los pies en agua ca­ Lacey sobre quién aparecería esa noche en la casa.
liente y una de las criadas me m asajeaba el cuello m ientras
yo me quitaba el corsé y me iba a la cama con un vaso de leche Yo les ofrecía una buena casa de citas en B asin Street, una bue­
caliente y nuez moscada. Conform e iba envejeciendo padecía na calle, no una de anim ales salvajes y sitios escandalosos co­
de insom nio y algunas veces metía a una de las criadas en mi mo las que había alrededor de Canal Street al norte de Saint
cam ay hablábam os de todo y de nada, cotorreábam os a la luz Charles A venuey dentro del Vieux Carré. La guerra civil había
de una lam parilla de aceite, hablábam os sobre los clientes, la arruinado la ciudad y las casas más respetables perdieron a sus
vida fam iliar de la criada, y cuando la chica veía que yo ya es­ madames. Había prostíbulos en las calles de Gravier, St. John,
taba adorm ilada, se salía de la cama y me dorm ía hasta las diez Union, Royale, Basin, Corfti, Camp, F ra n k ly n y Perdido.
u once de la m añana, cuando oía a las ch icas bajar las escale ras A l principio d irig í una casa de lujo de veinte dólares con
o a H arry moviéndose con el perro guard ián que teníam os en putas herm osas y 1irupias. De ah i, los precios bajaban hasta los
burdeles de quince centavos para negros. El pago de sobor­
nos de protección a la gente adecuada era lo que los m antenía
abiertos y funcionando. (Capítulo 2
A sí eran la mayoría de m is jornadas en cualquiera de las DE DÓNDE VENGO
casas que d irigí. Y generalm ente eran buenas y tran scu rrían
así, y no como en los prostíbulos de los libros y obras de teatro
«Toda chica está sentada sobre su fortuna, si al menos lo supie­
y posteriorm ente de las películas. Nunca se mostró real mente
ra», solía decir m i tía Letty cuando yo tenía ocho años. Desde
en ellos una casa de citas, sólo ideas que los hom bres se hacen
entonces le he oído esa frase a otras personas cientos de veces,
de éstas, la idea que el cliente medio tiene sobre personas de las
pero en esa época estaba segura de que m i tía Letty se la había
que no sabe una m ierda; excepto los sueños que supuestam en­
i nventado. Llegó una m añana a nuestra granja in fé rtil en Illi­
te teníam os que hacer realidad.
nois para v iv ir con nosotros. Era la herm ana de mi m adre. Mi
madre siempre estaba hablando de la tía Letty. Decía que había
venido a m orirse con nosotros. La tía Letty era alta, dem asia­
do delgada, con dientes feos, cabello teñido de una especie de
naranja, como nunca antes habíam os visto. A menudo, el color
se quedaba en los antim acasares de las sillas.
Llegó con un baúl de piel de búfalo que tenía una tapa
cóncava y al que se le había caído casi todo el pelo. Tam bién te­
nía dos bultos de equipaje que solíam os llam ar bolsas de m o­
queta, hechas con piezas de alfom brado belga. No nos quedó
otra que acogerla. Dijo que tenía un poco de dinero para m an­
tenerse hasta que m uriera, y nos prometió que no tardaría mu­
cho tiempo. Los pocos dólares que pagaba al mes como pensión
eran una ayuda en una granja que estaba llena de rastrojos,
llena de troncos, con una gran fam ilia y un padre que no pen­
saba más que en su iglesia y en inculcarnos el amor a Dios y al
Papa a golpes, con cualquier pedazo de arnés de cab allería o
con el afilador de su navaja de afeitar.

Mi padre era un germ ano-am ericano intransigente, rollizo,


r ubio, con una barba desaliñada que siem pre estaba tocándo­
se y unos ojitos azules de loco. Era un hombre santo y devoto,
eso era lo prim ero que sacab a a la vista, y preocupado al res­
pecto. Su abuelo fue un carpintero naval que desem barcó en
F ila d e lñ a y sus fa m ilia re s eran asiduos a la iglesia, siem pre
con el culo fuera del pantalón, mojigatos y decentes. Engen­ si nos fanfarrones sin cerebro suficiente para llen ar una jarra
draban siem pre a muchos niños que m orían jóvenes o cre ­ de cerveza».
cían y se iban sin que se volviera a saber de ellos nunca más. En todas las granjas se hablaba de padres e hijos que se
Mi padre sabía un poco de latín de iglesia, como otros habían ido al oeste para buscar fortuna y habían vuelto gordos
granjeros que iban a misa. En cuanto a los niños, todo lo que como cerdos. No recuerdo a ninguno de ellos regresando con
hacíam os ofendía la visión devota que mi padre tenía de noso- las alforjas llenas de oro en polvo o llevando pepitas de oro en
trosy del mundo. Trabajaba en la granjay se follaba a mi madre, el reloj. En las granjas invadidas por las m alas hierbas todo el
asustada sobre el colchón relleno de hojas de maíz, casi cada mundo tenía hijos que se habían ido y de los que en general
noche, gritando y gruñendo m ientras se corría, y follando, fo­ no se vol vió a saber nada. Las cartas dejaban de llegar y eso
llando sin parar —lo lia maba procrear y procrear—. Follaba sin era todo. La vida era d ifícil en las granjas del sur de Illin ois, y
parar, de modo que cada año había un nuevo bebé colgado de a menudo las d irig ían personas como mi padre a quienes no
las tetas de m i m adre m ientras ella intentaba cocinar con su les gustaba nada hacerlo y que además no eran conscientes de
mano libre, quitarse el cabello de la caray hacer que todos los ello. Por lo tanto, eran am argados y ru in es y luchaban con la
niños m antuviéram os el orden. Debió de haber sido herm osa m iseria o pegaban a su fam ilia. Mi padre no bebía, no fum aba
alguna vez, con esos ojos de paloma. ni mascaba tabaco, nótenla la válvula de escape que ten ían los
La tía Letty nunca decía dónde había estado o qué había otros palurdos. Ni siquiera se iba a cazar zorros por la noche
hecho desde los tiempos en que e llay m i m adre fueron criadas con antorchas y perros, ni se sentaba a beber aguardiente y a
en un hotel de granjeros cerca de Cleveland. Hablaba de ciu­ cotor rear con los demás. Era una vida miserable. Aparte de be­
dades como Chicago y Saint Louie y Boston y P ittsb u rgh y San ber, hablar de los tiempos difíciles y de las enfermedades de los
Francisco y Nueva Orleans. Lo m áxim o que m i m adre podía anim ales, siem pre hablaban de follar. Pero mi padre tampoco
im agin arse era que la tía Letty había bailado en un escenario participaba en esto porque le daba vergüenza o sentía que era
y trabajado como la criada de una actriz. Usaba palabras de pecado hablar de ello. Era un hombre activo y lleno de energía
ciudad como pueblucho, blazery charlatanería. en la cama con m i m adre, pero no andaba cacareando por ahi
Mi padre la llam aba « la vieja ram era desgañitada». en las otras granjas o en la calle, ni se sentaba en el granero a
Siem pre estaba lam entándose de la Gran Ram era de Ba­ beber sidra y a hablar de conos con los jornaleros.
bilonia, el Fuego del Infierno, la Condenación Eterna, el Pe­ En una granja a uno le lleg an las obscenidades a raudales.
cado O riginal y el Estado de Gracia, así que yo pensaba que la Siem pre había un par de escopetazos por tem porada, cuando
palabra ramera tenía que ver con la religión. Cuando supe lo un padre o un herm ano se iba a p erseg u ir a un tipo que ha­
que quería decir ram era, ya estaba más avanzada para enten­ bía dejado em barazada a alguna chica de la fam ilia o cuando
der la lección de «Toda chica está sentada sobre su fortuna, si un m arido regresaba del campo a por una piedra de a filar o
al menos lo supiera». un recipiente para el suero y se encontraba a su mujer abierta
de piernas y a un desconocido tratando de « se rra rla en dos»,
Esto sucedía justo antes de la guerra civil en el sur de Illinois, como se decía en el campo. Esa era la diversión que había en
y antes de eso, hasta los m ejores hom bres se ha bían ido, decía esas m iserables granjas* para v ariar un poco de las vacas le­
m i tía, a los yacim ientos de oro en los años cuarenta y nueve cheras que se m etían en los cultivos de maíz verde y se in fla ­
y cincuenta. Los que quedaban eran para ella «u n os cam pe- ban de gas, hasta el punto de que mi padre les tenía que hacer
un agujero en la tripa con un cuchillo para salvarles la vida y a mí y a m is herm anos y herm anas para que fuéram os a con­
sacarles el aire. fesarnos y a com ulgar. Hacía de nuestra vida un ejemplo de
pecado mortal. Sólo vivía, según decía, para recib ir el Cuerpo
Los muchachos siempre estaban experim entando entre ellos o y la Sangre de Cristo. Nos contaba que veía la Gracia de Dios
con sus herm anas y en la charca y en la vega del riachuelo ar­ en el Sacramento y hacía sonar las cuentas de su rosario; era
m aban mucho alboroto, haciéndose pajas y hablando de pol­ sim plem ente un hom bre desgastado, in feliz, convencido de
vos y de enculadas. No creo que n ingú n niño o niña de granja que era incapaz de prosperar, incapaz de disfrutar.
creciera inocente como probablemente lo hacía un niño de la El m ugriento sacerdote que iba y venía de N orth Pike
ciudad . Las n iñ as sabíam os muy pronto todo lo que había que nos prom etía a los niños fuego del infierno y purgatorio, nos
saber antes de que tuviéram os pelo en el conejo. Era natural prometía dem onios y horcas, y el horror de quem arnos eter­
para los niños del campo saber y ver e intentar y hacer. El peor namente, como castigo a las faltas de nuestras vidas. Nos mos-
castigo que pod íamos tener era un manotazo en la cabeza, a I raba, como si fueran dulces, la herm osa imagen del ciclo y los
menos que fuera mi padre, quien por poco deja lisiado a uno ángeles y los santos. Pero a mí no me parecía muy verosím il
de m is herm anos cuando una noche lo encontró trepando a la que estuvieran en algún lugar a llí arriba.
ventana de la hija de un jornalero en la granja vecina. Lo había A l crecer y correr perseguida en las parcelas de moras, vi
seguido para pillarlo. Mi padre nunca fue un hom bre norm al que aquello no era m ejor entre los presbiterianos, los m eto­
en nada. La tía Letty solía decir: «N i siquiera pasa ham bre en distas y los bautistas que vivían alrededor. La m ayoría de ellos
una granja como el resto de la gente. Pasa ham bre a su m ane­ estaban llenos de miedos del infierno y ávidos de esperanza del
ra. Tiene que intentar cultivar cosas que si crecieran, de todos cielo. Pero tam bién inculcaban su religión en el culo de sus h i­
modos nadie q u erría». jos con látigos de mulero. Absolutam ente en ningún momento
Mi padre solía gritarle a la tía Letty en la mesa durante la creí en el fuego del infierno y tampoco estaba muy de acuerdo
cena: «¡M aldita ram era! Ramera sifilítica, m añana te vas de con el paraíso. Tanto la condenación como la felicidad absolutas
aquí». parecían algo para hablar y no realm ente para experi mentar.
Pero no se iba. Los pocos dólares que la tía Letty le da­ No pod ían engatusarm e con eso, ni siquiera entonces.
ba al mes eran el único dinero que él tenía en el pantalón la Era demasiado joven como para compadecerme de mi pa­
mayor parte del año. Ella se quedaba, diciendo que de todos dre, y estaba dem asiado dolorida de las nalgas por sus azotes
modos estaría muerta en una sem ana o en un mes. Se quedó con el arnés o sus palizas con el afilador de su navaja de afeitar
siete años. como para m em orizar el catecismo con un poco de senl i m ien­
Han pasado más de cincuenta años desde entonces, toda­ to. Llegué a no senti r compasión por él. Como la mayoría de los
vía tengo pesadillas creyendo q ue estoy allí de vuelta. fanáticos que llegaría a conocer, en realidad no tenía en abso­
En nuestra región la tier ra para cultivar era m ala; era ca­ luto virtudes cristian as de esperanza y amor. Nada de piedad,
si puro bosque, y los campos estaban todavía llenos de cepas. nada de amor a la gente como herm anos, nada de compasión
Adem ás de que los granjeros eran en su m ayoría estúpidos o por los anim ales, por los vagabundos, por los locos. Odiaba a
vagos. La holgazanería llegaba fácilm ente aúna granja infértil. los protestantes, judíos* negros, todos los demás credos. Era
Mi padre era estúpidoy era malo porque sentía que la gente no honesto hasta la médula, nunca engañaba a nadie conscien­
vivía conform e a su idea de la voluntad de Dios. Nos azotaba temente, nunca le hacia a nadie n in gú n favor, follaba como un

38
visón, era cruel con los anim ales de la granja («Dios no les da se quedó en la granja después de la muerte de nuestros padres.
alm as») y sentía que estaba condenado. Era lujurioso y lib i­ Estaba tocada de la cabeza. Se paseaba con botas de hom bre y
dinoso y durante todo el tiempo que lo conocí nunca dijo una el cabello atusado; d irig ía la granja mejor de lo que mi padre
palabra amable o algo divertido. lo había hecho. Bebía y hablaba sola. La encontraron muerta
u na fría m añana, me escribió un vecino, en su cama con un
Nací el 14 de junio de 1854, más o menos, pues mi padre tardó vagabundo, am bos bien asados por culpa de un calentador de
algunos días en anotar el nacim iento en su libro de cuentas y carbón que consumió todo el aire de la habitación cerrada du­
cuando se trataba de cifras era muy atolondrado. Puede que rante una noche helada. Lizzie tenía fama de que se follaba a
sea uno o dos días más vieja o más joven. Fui la decim oprim e- cualquier vagabundo o ind igente o mendigo que buscaba una
ra hija que mi madre Essie parió. Siempre que le daba la lata o dádiva de carne fría y una copila del w hisky local.
le causaba un dolor de cabeza atroz con m is caprichos, me de­ Lizzie, fuerte pero demacrada, con grandes ojos azulver-
cía: «T ú fuiste la única, Nellie, q ue me dio problemas para dar dosoy puños de mulero. Pero siempre tenía la necesidad de un
a luz». De los diez niños que llegaron antes de mí el récord es hombre. Podía tirarse a qu ien fuera.
bastante desalentador. Seis murieron antes de cum plir un año No hubo más niños vivos después de que yo naciera. Mi ma­
o nacieron muertos. Dos se fueron por enferm edad de la gar­ dre tuvo un aborto espontáneo y dos bebés nacieron muertos,
ganta, como llam aban a la difteria en esa época. Mi herm ano y después ya nada, aunque ella y mi padre siguieron revolcán­
Tom, el mayor, perdió una pierna en Shiloh, al que los rebeldes dose dos o tres veces a la sem ana en su vieja cama con muelles
lla ma ban Pit tsburgh Landing, y después de eso sólo se sentaba de cuerda. Los podíamos oír en ella resoplando y susurrando
en la taberna de Crossing, bebiendo y rascándose, hasta que el como cualquier pareja cachonda en un seto durante una noche
aguardiente aca bó con él. Mi otro herm ano, Orion, se fue hacia de fiesta. Mi padre era el que hacía más ruido cuando se corría,
el oeste después de noquear a mi padre en el granero una m aña­ como un becerro a quien le acaban de cortar el pescuezo.
na con un pedazo de arnés de caballo con accesorios metálicos.
A Orion lo mataron en una pelea de pastores, o le dispararon La verdad es que no se puede crecer en una granja sin aprender
en una taberna, o bien lo colgaron por birlar un caballo. Mi tía pronto. La naturaleza ideó algunas cosas bastante locas para
Letty, quien llevaba la cuenta de lo que pasaba en la famil ia, dijo m antener el mundo lleno de gente y de anim ales. Llegaba la
que cualquiera de las tres historias podía ser ciertay contaba la prim avera y todo el corral se llenaba de lujuria y de anim ales
versión que sentía que encajaba mejor en ese momento. m ordisqueándose y persiguiéndose, y el celo y el apareamiento
Era una fami Iia de atolondrados y desafortunados, aunq ue estaban por todas partes. El gallo montaba a las pobres gallinas
condenadamente prolíftca. Mi herm ana Cathy se casó con un hasta que term inaban dando vueltas con el culo sin plum as, el
granjero, un mormón ignorante y peludo, y se fue con él a su estanque de patos estaba lleno de huevos de rana. Teníam osun
tierra cuando tenía trece años y murió en un parto. Lo único pato llamado Oíd Scratch, que fornicaba con lo que fuera cada
que recibim os fue una tarjeta de Utah que decía que «había vez que tenía ganas, lo cual parecía ser todo el tiempo. Llegaba
pasado a mejor vida con su hijo». Dos herm anas m urieron de silbando, batiendo las alas, y si no era una gansita, intentaba
tisis galopante en Cleveland donde trabajaban como criadas m ontarse a los lechones, a i^n cachorro o a uno de m is conejos
en un hotel de granjeros, como habian hecho mi madre y la tía negros. Una m añana cuando tenía ocho años me levanté y lo
Letty. Mi última herm ana murió en 1901. Lizzie nunca se casó, encontré sobre un conejo que gritaba y arremet í contra él con

3o 3i
la escopeta de calibre ocho de m i padre cargada con balas, que alrededor sólo había estiércol, hedor, una lucha continua por
es un arm a tremenda. Lo que quedó de Oíd Scratch nos lo ce­ mantenerse m iserablem ente vivos, por escapar de las garras
nam os y sabia asqueroso. del banco o evitar que el sheriff te confiscara la granja por no
Para cuando supe cuál era la pauta natural de la vida hu­ pagar im puestos. Las pocas granjas a las que les iba bien es-
m ana y anim al, yo ya no tenia valores m orales de los que estu­ la ha n en manos de hom bres crueles y duros que m ataban de
viera segura, al menos no los q ue repetía el flacucho sacerdote hambre a los jornaleros, pagaban poco por las cosechas de los
alemán. A m í me parecía natural que todoy todos gozaran ju n ­ gra ajeros que necesitaban un poco de liquidez o crédito. En-
tos. Tenías que echarles agua caliente a los perros para que se I re el cólera de los cerdos, el tábano de los caballos, la difteria
despegaran y eso me parecía una crueldad. Para m í, lo demás, y el crup de los pollos, había un m illón de cosas que podían
tal como yo veía la vida, era sólo producir potros y becerros, arru in ar la vida de los anim ales en la granja antes de que pu-
polluelos y patos y conejitos. Las dos cerdas grandes que te ­ (I ¡eran crecerlo suficiente como para vendérselos a la gente del
níam os acostum braban a com erse a sus crios si no corrías a mercado por lo que pudieran pagar. Recuerdo que se pagaban
detenerlas. Pero eran sim plem ente fábricas de beicon y al ver seis centavos por una docena de huevos, veinte centavos por
a una docena de lechones colgando de sus tetas, alim entándose un pollo desplumado, destripado y chamuscado.
sin cesar, me ponía a pensar que el reino anim al era sólo pro­ Lo que me hacía diferente de esos palurdos ord in arios
crear y procrear, ni más ni menos, como m i padre en su cama, era la idea de que del otro lado de la colina y m ás allá de los
si es que lo pensaba. En general, no lo hacía. graneros sin pintar, del sucio cam ino, polvoriento en verano,
Yo era una niña m ala, en el sentido de que no iba a dejar lleno de barro en la temporada de lluvias, había otro mundo.
q ue nadie me obligara a llevar más mazorcas de las que me to­ Era un cielo nuevo, mi tía Letty solía decir que era «azul co­
caban para encender el fuego en una m añana helada o bom­ mo los pantalones de un holandés». Ese azul era más lim pio
bear el agua cuando m is herm anos tenían que haberlo hecho, que el mundo en que yo vivía. Eso y las estrellas déla noche en
ni dejaba que nadie me hablara mal. Tenía las nalgas pulidas ese cielo tan negro como el alquitrán, las estrellas titilantes,
por el afilador de la navaja de afeitar de mi padre, y m i madre que me hacían pensar; en fin, qué podía pensar una mocosa
me daba una bofetada si rebasaba los lí mites, pero eso p are­ de ocho años con piernas llenas de rasguños y desnudas, con
cía justo, pues siem pre la estaba haciendo enfadar, al no aten­ bragas sucias. Pero era algo diferente. Quizás el mundo de la tía
der los quehaceres agotadores que una granja demandaba. La I,<:tty, que había sido una putay hablaba de Pittsburgh cuando
granja de mi padre era un lugar m iserable, no im porta cómo le nía un frasco de aguardiente cerca de su boca y contaba co­
lo viéram os. Mi padre esperaba m orir, esperaba llegar al Día sas sobre hom bres que llevaban guantes de cab ritoy fum aban
del Juicio. Era un pecador—siem pre lo decía—que había caído pu ros y pedían vino y eran personas realm ente notables. Pero
de la gracia muchas veces, y farfu llab a tanto sobre los santos eso no era real para mí. Yo tenía otro mundo creado a p artir
y los m alditos protestantes que apenas le quedaba juicio para de algunas páginas arrancadas de una revista o un pedazo de
d irig ir la granja. periódico. No teníam os libros ni periódicos o revistasy lo ú n i­
A ños después, siem pre me río cuando alguien habla de co que había para leer era la vida de un Papa y algunos folletos
lo pura que es la vida en el campo y de la inocencia de v iv ir en verdes sobre santos fritos, qortados en pedazos, rebanados y
una granja. De cómo la naturaleza es mejor que las costum bres horneados de varias m aneras. «Lo suficiente», solía decir la
p erversas de la ciudad. A kilóm etros y kilóm etros a nuestro I ia Letty, «p ara hacer un estofado para leñadores».

3? 33
Nunca logré entender la im agen de una mujer, un óleo /anos con sus troncos todos negros y brillantes por la lluvia.
colorido de una santa con el corazón fuera de su cuerpo y que­ No podía dejar de gritar. Llegué al m aizaly me quedé ahí, con
m ándose como si lo hubieran metido en petróleo. Y ella son­ la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, y la lluvia bañándome,
reía como si lo disfrutara. Tam bién había encim a de la cama y la boca abierta bebiendo de la lluvia, y sintiéndom e toda ca-
de m is padres un crucifijo de latón con un Cristo fam élico, que I¡ente y a gusto y rara tam bién, m ientras ponía las manos entre
tenía clavos de verdad en sus manos y pies. Siem pre apartaba las piernas.
la mirada cuando lo veía. A ños después supe que eso fue como una gran noche fo-
Ilando con un hom bre m aravillo so . A sí que esa llu via, ese
A quello fue prácticam ente todo el mundo externo que entró juego, pudo haber sido mi p rim era toma de conciencia de una
en el mío durante mucho tiempo. A lgunas veces un vendedor experiencia sexual. Si lo hubiera sabido, ése fue mi prim er
am bulante pasaba en su calesa o el m ercachifle judío, el viejo entendim iento de lo buena y agradable que podía ser la vida.
Nat, que se jactaba de cargar cuarenta kilos en lae sp ald ay otros Pero sim plem ente me sentía bien, sin lím ite s, descalza en una
veinte delante. Todo eso, según explicaba, sostenido por un ar­ cálida lluvia y haciendo lo que se me antojaba, inclusive tem ­
nés especial. Era un hombre nervudo con una enorme barba blando en una sábana. Me llevó mucho tiempo su p erarlas re ­
negra y rizada. Comía con el som brero puesto y traía su propia glas demasiado sim ples y la gente con la mente cochambrosa
comida a base de huevos duros y pan seco. Habría tomado leche que piensa que cualquier placer del cuerpo es sucio. Ytodo es
directam ente de la teta de la vaca, si se lo hubiéram os p erm i­ tan sucio para ellos que tem ían form ar parte de eso y tampoco
tido. También solía agradecerte una m anzana o una pera, q ue querían que nadie participara en ello.
envolvía en su pañuelo rojo. El viejo Nat y m i mad re podían Me gustaba acostarm e en el ático del granero y m ordis­
hablar durante horas y ella term inaba por com prarle una bo­ quear una pajay m irar a escondidas, espiar la vida de la granja,
bina de hilo, un rallador de hierro para remolacha o algunos a los jornaleros bebiendo a escondidas una jarrita de sidra, a
botones de cristal en form a de flores. Era el único hombre al una de m is herm anas dejándose cepillar el cabello con un buen
que alguna vez mi padre habló am ablem ente, sin in clu ir al peiney gritando y recibiendo una bofetada. A m i madre le gu s­
sacerdote. El viejo Nat solía son reír y encogerse de hombros taba m antener la vida anim al fuera de nuestro cabello. Todas
cuando mi padre le señalaba lo estúpidos que eran los judíos, teníamos el cabello rubio cobrizo o am arillo limón. El mío era
quienes fundaron el mundo, por no un irse a esa promesa que realmente dorado, como vi después cuando tuve una moneda
el padre Gutm an tenía para salvar sus alm as del eterno purga­ de veinte dólares proveniente de la casa de la moneda de San
torio. Mi padre lo llam aba «el viejo judío de la tripa peluda», Francisco. Entendí por qué los hom bres me llam aban Goldie.
pero le gustaba hablar con el viejo Nat. Me pon ía a soñar despierta en el ático. A lo lejos veía hu­
Nunca fu i sentimentaloide o blanda sobre las cosas que al­ mo q ue se alzaba lentamente porq ue alguien estaba quemando
gunas personas sentían con respecto a la música, a los poemas maleza o un viejo tocón, y al caballo blanco que tiraba del arado
o al m irar viejas botellas de vino. Pero recuerdo el verano en de mi padre dando media vuelta al final de un surco, y a m i pa­
que tenía ocho años, que me puse a correr fuera, desnuda como dre q ue se secaba la cara con la manga de su cam iseta y tomaba
Dios me trajo al mundo, bajo una cálida lluvia. Simplemente un trago de agua de una vasija de barro que había dejado ahí.
corrí, grité sonidos locos y reí como si tuviera un ataque, con el A veces un zorro, o alguna especie de bicho, andaba rondando
barro chorreándom e entre los dedos del pie y los viejos man- en la hierba am arillay alta cerca del galli nero. Bucket, el perro

34 35
encadenado cerca del granero, se ponía a au llar y a tira r ca­ Mi tía Letty fue la prim era m ujer que conocí' que trata­
si estrangulándose con su collar hasta que alguien salía con ba de cuidar su cutis. Mi m a d re y la s otras mujeres del campo
una escopeta y dejaba sa lir un disparo. Recuerdo un halcón llevaban som breros contra el sol, pero nunca se ponían nada
de alas rojas que pasó como un rayo justo arrib a del corral. El en la cara más que lejía, jabón de sebo hervido en casa y agua.
jornalero sol tó dos cañonazos y el halcón dio repentinam ente Y no demasiado. Pero la tía Letty, que había traído b o tellitasy
una pirueta, se cayó y se convirtió en un revoltijo de plum as polvos y algunos frascos de productos con olor fuerte, sentía
sueltas. Se precipitó como u n bu lio destrozado en medio de los que una no podía « an d ar por ahí con un cutis de alce».
tomates verdes. Cuando sus reservas empezaron a agotarse, se puso a mez­
No hay nada que se le escape a un niño de granja. Vi a la clar sus propios productos. Todavía tengo una vieja hoja de pa­
yegua de la granja vecina cruzarse con el sem ental del dueño pel con algunas de sus recetas q ue anotó para mí como algo q ue
del alm acén, un sem ental llam ado Jackson. Le sostuvieron la podía m antener mi piel joven.
cabeza a layegua en la parte de atrás del alm acén, luego u no de Con el viento del campo y el frío del invierno teníam os
los hom bres cavó dos agujeros de unos treinta centím etros de siempre los labios partidos y resecos. L atía Letty fabricaba un
profundidad en la tierra detrás de las ancas de la yegua y lle­ bálsamo para labios abase de resina de benjuí en polvo, aceite
varon a Jackson, que giraba los ojos y tenía el pito fuera, g ru e­ de nuez moscad a hervido con algunas gotas de té de azahar en
so y negro; parecía de casi un metro de largo, era la verga más una taza de agua de lluvia. Para el cutis hacía un m ejunje con
larga que jam ás había visto. Lo ayudaron a montar y a meter polvo de resina de benjuí y una taza de wh isky. Definitivamente
sus patas traseras en los agujeros cavados en la tie rra y alguien hacía que la piel ardiera. Se tenía que secar en la piel y no se
lo ayudó para que su pito encontrara el coño de la yegua y el pod ¡a lim piar.
estaba frenético y la yegua tenía las orejas levantadas, los ojos Las arrugas eran el problema de la tía Letty y las combatía
cerrados, m ostraba sus dientes am arillos y resollaba en cierto con un m ejunje de cera blanca derretida, miel y jugo de bulbo
modo. Durante todo el tiempo debió de haber una decena de de I i rio. A l untárselo, m antenía las arrugas bajo control. «Las
hora bres alrededor de los dos caballos ocupados y unos cuan­ más grandes cortesanas de los franceses en París usan esta re­
tos niños viendo gozar al semental. Una de m is herma ñas y yo ceta. A los sesenta, setenta años, hay algunas que tienen la piel
estábam os en una loma donde habíam os estado recogiendo como el culo de un beb éy los hom bres se mueren por... bueno,
moras. Sentí mi boca seca y me sentí sofocada por dentro. La olvida lo».
yegua relinchó, el sem ental se salió y se bajó, con el pito em ­ El polvo facial de la tía Letty era realm ente muy bueno y lo
papado y flácido. A lgunos de los hom bres se reían y algunos usé hasta q ue se acabó m i últim a cajú a. Lo hacía con alm idón
de los niños recibían bofetadas por estar ahí. de trigo mezclado con raíz de 1 i rio, aceite de lim ón y bergamota,
No entendí por qué los niños se burlaban. Yo estaba tan aceite de clavo («tam bién excelente para el dolor de m uelas»,
interesada, aun cuando m iherm anadijo que aquello era «desa­ añadía). Bien mezclado, este polvo cubría muy bien la cara,
gradable». Compadecí al sem ental porque todo el mundo se pero Ja dejaba un poco pálida. La tía Letty y sus m ejunjes me
reía de él. Me h abría gustado preguntarle a la tía Letty sobre hacían dudar que las cortesanas fueran unas sim ples ram e­
los sem entales y sus enorm es aparatos, pero estaba ocupada ras. Las ram eras no sonaba i» tan refinadas cuando mi padre
mezclando una de sus crem as para el cutis y no podía escuchar las maldecía.
y m ezclar al mism o tiempo.

36 37
(Capítulo 3
CÓMO ME CRIÉ

I.o peor de todo all í, en la granja, era sentirm e tan condenada­


mente ignorante, no tener palabras ni ideas para explicarm e
a mí m ism a. El sentim iento de soledad, el aislam iento, es lo
más duro de explicar acerca de la niña que fui en esa granja.
El mundo estaba en todas partes, granjas y bosques, pero no
saber nada era lo que más me molestaba. A lrededor de mí a la
gente parecía no im portarle, no querían nada más que eom ery
dorm ir y fornicar. Pero el hecho de e x istiry de desearm e afec­
taba mucho y no tenía gran cosa para explicarm e lo que había
allá afuera, más allá de la vereda. Sólo los cruces de carreteras
llenos de barro, elalm acén y el correo. El otro mundo, en cierto
modo, me era m ás cercano en el alm acén. Mi prim er indicio
de la grandeza que había más allá de la granja y de la carretera
fue esa tienda de pacotilla.

Muchos años me separan de ese alm acén, pero todavía puedo


olerlo. Era una mezcolanza fuerte de queso maduro, pescado
seco, choucroute, queroseno—que llam ábam os aceite de alq u i­
trán—, melaza—llam ada edulcorante— el olor algodonoso de los
rollos de percal, aceite pa ra arm a sy w hisky de maíz. Tam bién
zarzaparrilla, que era fuerte en alcohol y que tomaban los ch i­
cos y las m ujeres, tabaco en rollos y puros baratos, grasa para
m áquinas, excremento de pollo, caram elo de menta. Mi na­
riz sigue llena de esos olores cuando lo recuerdo. En las raras
ocasiones en que me llevaron cuando era una niña pequeña, se
me salían los ojosy deam bulaba entre las cajas llenas de gafas,
peines de cuerno, cerrojos, látigos para carretas, zapatos ador­
nados con borlas, cartonesfcon corchetes de abrochar, franelas
rojas, cuellos de celuloide. A hí sentía riqueza y abundancia de
verdad, más de lo que un cuerpo podría afrontar o poseer de
una sola vez. M iraba las grandes ja rras de cristal llenas de ca­ respetable. A llí iban los jorn aleros errantes, los holgazanes
ramelo barato, el m arrubio, azúcar cande en cubos, caram elos del pueblo, los mozos de caballos y los cocheros a por whisky
de canela, gotas de lim ón. Se me caía la baba, pero yo era sólo de pésim a calidad y mujeres. El dueño era un pequeño irlan ­
una m irona, no una compradora. A lgun as veces la tía Letty me dés llam ado sim plem ente Mick. Tenía dos hijas que eran las
compraba un pedazo de azúcar cande envuelto en un cucurucho putas de la región. Eran unas lagartonas huesudas, con cara de
de periódico y tenía que defenderm e de m is herm anas y her­ sueño, que generalm ente estaban borrachasy arrastraban sus
manos para no soltarlo. Tenías que tragar rápido para poseer mugrientas faldas por el barro. Se rascában la cabeza y usaban
cualquier cosa com estible. palabras cuyo significado desconocía y eran las únicas m uje­
Por toda la tienda había escopetas colgando, cu chillos res que se pintaban la cara, además de mi tía Letty. Mi madre
«B arlow », tram pas de acero, birim baos, alm anaques agríco­ solía m eternos p risa al pasar cerca de las dos putas y nos decía
las. Era un lugar bullicioso para los holgazanes y los machos. que eran unas zorras y unas desvergonzadas y que se estaban
Los jornaleros y los muchachos podían com prar piel de p es­ pudriendo como los leprosos (al principio yo creía que quería
cado, que era un condón prim it ivo hecho de vejiga de pez, y el decir leopardos).
hijo del dueño traficaba con fotografías cochinas, con muchos Las dos m ujeres contagiaron a gran cantidad de mucha-
colores, como pude ver cuando un jor nalero me las enseñó. chosy jornaleros con Pequeño Casino (gonorrea) y Gran Casino
Había toda clase de posturas extrañas y pitos enorm es y vul­ (sífilis). Una noche mi p adrey otros cuantos hom bres de la fa­
vas con vello púbico, con gente que trataba con calm a de re ­ m ilia las echaron del pueblo después de darles latigazos a ellas
presentar las cosas de un modo extraño. Me interesaba, pero y a Mick desnudos. Esto sucedió después de que un agricultor
era cautelosa. Había un gran m olinillo de café rojo y una caja contagiara a su esp o say ésta se cortara el cuel lo en el establo.
de cartuchos y betún negro para zapatos y barniz para lim piar Mi madre nos dijo que era demasiado pulcra como para hacerlo
estufas. dentro de la casa.
En la tienda m i madre y mi lía toq ueteaban, pero apenas Pero no era así lodo el tiem po en el cruce. El cuatro de
si com praban algo, lazos y galones, retales de encaje, y todavía julio se celebraba con carretadas de gente que ataba sus caba­
recuerdo las letras en la tarjeta de algo llam ado pasam anería. llos a las cercas y que se reunía en las grandes praderas detrás
Me encantaban el esm alte y los botones cubiertos de terciope­ del alm acén y de la oficina de correos, llenos hasta el techo de
lo y deseaba poder tener algunos para mí, aunque nunca logré ba rriles de cerveza y cañones de verdad y montones de fuegos
entender el uso de tantos botones. Los míos siem pre colgaban artificiales. Recuerdo a algunos peces gordos de la política con
de los hilos. cuello alto y sombrero de copa altayun chaleco rojo con botones
Había muy poco de lo que después se conoció como ropa en forma de estrellas, que daban discursos. Los muchachos se
de confección. Sólo los monos y las cam isetas de los hom bres, em borrachaban con w hisky de m ala cal idad y disparaban sus
pero todo lo demás venía en rollos o tram os de tela y había que pistolas y siem pre en esa festividad había alguien a quien le sa­
cortarlo y hacer todo en casa o dárselo a coser, m al, a una pe­ caba n un ojo o que perdía unos cuantos dedos. Generalm ente
queña costurera polaca que norm alm ente estaba borracha. había una pelea entre dos muchachos que rodaban por el suelo,
tratando de sacarse los ojos, con todo el mundo gritando para
Había una taberna cerca del cruce, pero los granjeros gene­ incitarlos o para detenerlos y los perros excitados corriendo
ralm ente bebían en el alm acén. La tabern a no era un lugar alrededor y la gente dándoles patadas.

41
Un año, mi herm ano Tom y algunos chicos ataron unas lujuria de la carne. Decían que el predicador te ponía realm en-
latas a la cola de un perro y le frotaron el culo con aguarrás, y le cachondo con sólo escucharlo hablar acerca del cepo y las
dicen que el perro enloqueció y atravesó corriendo tres con­ I rampas de la carne débil y lujuriosa y todas esas orgias que
dados sin parar. citaba directam ente de la Biblia; y explicaba cómo Sodoma y
Había mucha comida en cestas repletasy revolcones en el Oomorra habían recibido su justo castigo. Tom decía: «Por lo
pasto, los jóvenes galanteabany los niños recibían bofetadas. visto es más divertido que el alm acén».
Las jorn aleras solían desaparecer entre los arbustos, y algu ­ Por lo demás, am én del m ercachifle ju d ío y de un dentista
nas veces un padre iba a buscar a su hija y la encontraba con itinerante que sacaba muelas, no pasaba mucha gente. Recuer­
un jornalero, los dos pegados como perros en celo. El asunto do al pad re de John D. Rockefeller que montaba un espectáculo
se ponía feo si el padre trataba de poner a alguien en su lugar y am bulante en el que vendía m edicam entos y lo curaba todo,
muchas chicas tenían un bebé justo nueve m eses después del incluso el cáncer, con la botella, bebiendo él m ism o y tom án­
cuatro de julio. dole el pelo a las chicas más audaces. Eso era casi todo lo que
Cuando oscurecía había cohetes y estrellas de fuego de veía del mundo exterior.
todos los colores que estallab an y flotaban en el cielo. Y yo me
quedaba ahí de pie, tan peq ueña como era, y decía oh y ah. Era Varios de los granjeros estaban suscritos al periódico de Ho-
como si mi cuerpo estuviera lleno de cosas m aravillosas que race Greeley de Nueva Yorky algunos com praban revistas. No­
no podía explicar, pero sentía que estaba allí arrib a silbando sotros no. Excepto por las pocas tem poradas en que asistí a
y estallando y flotando de la m anera más m aravillosa. una escuela am arilla con dos aulas, a duras penas veía letras
im presas, sólo las palabras en las herram ientas de la granja
Pero peor que un día festivo para provocar el celo era una reu­ o en los frascos de m edicam entos contra las m ordeduras de
nión en el campo o un predicador de him nos religiosos que serpiente.
llegaba con su tienda o carreta y hablaba detalladam ente so ­ El ún ico Iibro que recuerdo es Life ofWashington de Weems,
bre el fuego del infierno y la condenación y todos los pecados que algún jornalero dejó olvidado. Tenía pequeños grabados
de la carne. Pedía a las personas que se acercaran a la estera y le faltaban muchas páginas, ya que los hom bres las habían
colocada enfrente y que se confesaran y se volvieran de nuevo usado para lim p iar sus pipas. No hago referencia a algunos
cristianos. Nosotros no llegam os a ir a esas asam bleas, ya que folletos devotos que estaban llenos de las vidas de los santos.
mi padre era católico y todos los dem ás eran para él sim ple­ Me asustaban tanto que nunca los m iré mucho.
mente unos protestantes hijos de puta, a quienes prom etía,
incluso a los bebés que m orían sin haber sido bautizados, que Conforme envejezco y conozco mi vida, aveces m epregu nto qué
se quem arían en el purgatorio. Nunca pude aceptar esta clase habría sido de mi si hubiera tenido una educación y si cuando
de fe, si es que era fe. Me daba la im presión de que se trataba era joven hubiera tenido algo de inform ación de los l i bros sobre
simplemente del odio de mi padre hacia todos los que lograban el mundo y sus form as, si hubiera aprendido modales, ideas,
sa lir adelante m ejor que él. un poco de cultura. No lo sé. Porque más tarde cuando inten­
Mis herm anos solían ir a las asam bleas del predicador y té leer novelas, me parecieron llenas de m entiras y evasiones
aprovechar para desvirgar a alguna chica tonta con un ataque y recargadas de palabrería estram bótica. Decidi que todos los
de histeria por el discurso sobre el pecado y la fornicación y escritores dejaban fuera la mitad de lo que era la vida real. En

4? 43
la m ayoría de las novelas apenas conocías a gente que tu vie­ manta de caballo en el establo, en medio de los percheros con
ra cuerpos y órganos o que usara el retrete. Guando era niña los arneses. Y gritaba, enloquecido, para que alguien le trajera
nunca estuve segura de que la clase alta y la burguesía cagara a un cura, que Ilegó lleno de barro hasta las rodillas y dijo algo
o meara como el resto de nosotros. No recuerdo un solo libro en latín y puso aceite y cenizas sobre la frente de Hank.
en el que la gente se fuera a la cama por diversión, para gozar Pero después de eso mi padre nos curtía a palos si no dá­
mutuamente de las partes del otro, por un buen revolcón. Pa­ bamos las respuestas correctas a las preguntas que el cura nos
recía que solamente su spiraban y gem ían y se agarraban de las hacía. Nos pegaba en la cabeza, como alguien que prueba un
manos y decían cosas elaboradas. Q uizá me faltaron los libros melón, pero más duro, si sentía que necesitábam os un golpe
que decían toda la verdad, y no me reñero a la basura llam ada por im pertinentes o por lo que él llam aba «llevarle la contra­
« lib ro s cochinos», eso es pura fantasía y me hace reír. ria». « Kurz ist cLer Schmerz, und ewig ist die Freu.de!».
Vivíam os pobres y sim ples, pero no éramos felices ni lim ­
pios ni optim istas, y para mí ser sucia significaba tener las bra­ Para cuando ten ía doce años me mantenía fuera del alcance de
gas sucias, que usábam os sólo para ir a la iglesia o a la escuela. los jornaleros que ib a n y venían. Mi padre pagaba m aly siem ­
De lo contrario, nos poníam os una cam iseta de lana que nos pre con retraso. Nunca oí nada de que la fe por sí sola funcione
llegaba cerca de las rodillas, hasta que teníam os siete años, y para uno y ésa era la verdad de todo tal como yo lo veía. El sexo
luego u n vestido holgado. Teníam os zapatos, unas cosas pesa­ era el único placer verdadero que la mayoría de los cam pesinos
das hechas por un zapatero en Iridian Crossing. Les sacába­ de todas las edades podían conseguir; eso y la bebida. A que­
mos brillo con barniz para la estufa y me parece recordar que llos que no bebían ni follaban ni perdían el tiempo parecían
estaban hechos de tal modo que no había diferencia entre el bastante am argados y trataban de a rru in ar el placer de todos
derecho y el izquierdo. Pero éstos eran sólo para el invierno o los demás. « A rru in a re l placer», solía decir la tía Letty, « e s la
para ir al cruce a hacer un recado especíalo, por supuesto, para satisfacción que un montón de gente saca de la vida».
ir a la iglesia en la capital del condado. Nunca vi tanto consumo de alcohol como el que había en
Para cuando cum plí diez años ya había tenido suñciente las granjas de nuestra región. Durante el invierno casi todos los
iglesia para toda mi vida y au nq ue puedo recitar muchas de las granjeros congelaban unos cuantos b arriles de sid ray cuando
cosas que me aprendí de memoria, cuando a esa edad vi m orir a el núcleo de agua se congelaba y se hacía sólido, lo sacab an y lo
alguien en agonía, no pude creer en la esperanza o m isericordia que quedaba era alcohol de alta graduación, malo como una coz
de la religión. Había un jornalero llam ado Hank que sufrió una de burro. También hacían aguardiente de manza na y de maíz.
cornad a de un toro y quedó destrozado por dentro y sin em bar­ No probé un whisky comprado en tienda hasta que huí a Saint
go había llevado una buena vida: siempre fue a m isa, no follaba Louis a los quince años.
ni les andaba mostrando el pito a las chicas de la granja veci na, El sexo siem pre era algo fáci 1de con segu iry todos los ch i-
siem pre era muy atento y nunca llevaba el som brero dentro de cos son reían abiertam ente y exam inab an las palm as de sus
casa. Solía m andarle cinco dólares al mes a su madre en Troy, manos para ver sile s estaba creciendo pelo ahí, señal segura de
Nueva York. Era sum iso y amaba a los anim ales. ¿Qué maldito que se estaban tocando el rabo, como les decían los mayores, y
derecho tenía cualquier deidad de hacerle eso a Hank, de hacer­ se volvían locos. A la s chieas siem pre las estaban pellizcando
le m orir todo destrozado y apestar por la gangrena? Caramba, o toqueteando, las invitaban al hoyo de cenizas o detrás de las
cómo apestó esos últim os días, acostado ahí sobre su mugrienta cribas para maíz.

44
Una vez cuando tenía nueve años, un jornalero, mitad in ­ sorprendían haciéndose pajas. Eso no los detenía a ellos ni a
dio, Joe Dancer, subió al ático del granero conm igo diciéndome nosotras. Nada puede detener el instinto sexual, si lo tienes.
que fuera a ver a los nuevos gatitos. A h í estaba detrás de mí, Desde luego, todo el tiempo teníam os a los anim ales de la
y cuando me di la vuelta vi sus vaqueros bajados alrededor de granja para m ostrarnos lo que sucedíay no veíam os por qué, si
sus ro d illas y u na verga f uera casi tan grande para m í como un maldito anim al podía disfrutarlo, nosotros no podíamos.
la del sem ental Jackson. Estaba pasmada, pero no sorpren di­ Además, los ad ultos lo hacían tam bién y nos decían que ellos
da. Lleva ba intentando meterme mano bajo el vestido durante eran sabios y que lo sabían todo.
sem anas. Nosotras estábam os a salvo de nuestro propio padre. Solía
Le dije: da rnos palm aditas en el culo cuando excepcionalm ente estaba
—M ira,Joe, mi padre simplemente tevaa rom perla cabeza de buen humor. A diferen cia de las fam ilias de granujas ru ­
con un yugo de buey, si se entera de lo que tienes en mente. bios que estaban en la hondonada del riachuelo y que vivían
Joe solamente meneó su pito hacia mí. cazando y robando, cuyas hijas nunca estaban a salvo de sus
—Entonces has visto muchos de éstos, ¿o no es verdad? parientes m ás cercanos. En la hondonada, los cazadores de
Le dije que sí y que no me im portaba y él me dijo que si zorros y pieles de rata siem pre reservaban a la hija mayor para
sabia para qué eran. Le dije que sí, «m aldito seas híbrido de el padre. Generalm ente ella tenía un vientre enorme antes de
indio», y salté por la tram pilla para el heno, riéndome a car­ (] ue term inara el año.
cajadas. Joe simplem ente no me atraía. Nunca me gustaron los No eran simplemente rumores. Recuerdo un viejo con ojos
morenos, y adem ás su estilo era muy tosco. Si se me hubiera crueles llam ado Pearie a quien se llevaron el sh en fjy un dipu­
acercado lenta y tranquilam ente y me hubiera engatusado un tado; el viejo era calvo y barbudo, los dedos del pie se le salían
poco, habría podido jugar algo con él y él conmigo y habríam os de sus botas rotas, tenía las manos esposadas. Todo por m atar
pod ido, muy probablem ente, divertirnos un poco. Pero lo que a un recién nacido que su hija D rucilla parió. Ella solía traer
yo tem ía era la penetración. las vacas al prado conmigo. Lo enjuiciaron por incesto porque
Mi tía Letty me había dejado claro que podía doler como el no pudieron probar en el tribu n al del condado que el bebé no
diablo y desgarrarla a una la pri mera vez. Debo dejar claro que había nacido muerto.
no tenía miedos reales sobre todo este asunto y francam ente Tenía trece años cuando empecé a m enstrual-. Bien, nun­
estaba muy interesada en ello. Había estado experim entando ca se oyó semejante chillido y alarido, como si me fuera a m orir
por mi cuenta, conm igo m ism a y con una de m is herm anas. justo ahí en el cam astro por una pérd ida de sangre. Desde lue­
Nos sentábam os, como hacen los niños, en la m u grey echába­ go nadie me había informado, ni siquiera la tía Letty. Luego me
mos ojeadas exploradoras y nos m anoseábam os, y m i herm ana llevó a un lado y me dijo: «Bien, eso es ser mujer. Es la maldición
se met ió piedrecitas en su vagi na u na vez y me hizo cosq ui llas de Adán». Lo cual no tenía mucho sentido para mí. Adán llevaba
con su dedo del pie. Desde luego, siem pre teníam os miedo de muerto un m illón de años, me im aginaba. Me puse un trapo en­
que los adultos se dieran cuenta y de que nos pegaran de lo tre las piernas y me sentí madura. Decidí que lo que q uería era
lindo. Pero parecía una sensación tan placentera e inocente sentirlo mismo q ue esayegua con la que Jackson se cruzó. Quería
y tan excitante para nosotras, que nunca sentim os q ue fuera saber de lleno sobre aqqgllo de lo que los jornaleros hablaban
ningún pecado. Tampoco temi mos que se nos cayera a Igo o que y hacían bromas y se daban palmadas en la espalda y sonreían
enloqueciéram os como les advertían a los chicos cuando los abiertamente como un gato que se va a comer a un petirro jo.

46 47
No quería a Joe Dancer, quien de todos modos se había ido a de alm izcle por diez centavos al viejo Nat, el m ercachifle judío,
cosechar trigo y cebada en los cam pos del oeste, o a mi herm a­ con peniques que había ahorrado vendiendo huevos de pájaro
no, o a cualquier otro patán con las manos m ugrientas. En una de caza silvestre en el al macén. Solía soñar que estaba lejos con
página rota de revista en la que nos habían envuelto levadura el hombre de la foto del envoltorio de la levadura, y me abra­
en la tienda había una foto de un tipo con una cam isa alm ido­ zaba a mí m ism a m ientras gozaba con el mango de un cepillo.
nada, el cabello engom inado con raya en medio y una frente Cuando la luna flotaba tan bajo que casi la podías alcanzar y
alta y un bigote elegante, que estaba apoyado en una m ujer con locar, me volvía un poco loca. Cam inaba por la carretera y me
un gran trasero —dudaba si se lo abultaba un polisón o no—. acostaba en el amplio prado y oía a algún perro lad rar en una
El 1c sonreía a ella y mostraba sus dientes y yo pensaba que ni granja lejana y a los saltam ontes cantar en la hiedra venenosa.
siqu iera Dios se vería tan esbelto y guapo vistiendo un traje Entonces suspi raba si n motivo alguno que yo pudiera entender
negro. Tenía la página escondida y la m iraba cuando estaba y sent ía como si la noche y yo estuviéram os juntas sin palabras.
segura de estar sola. No tenía palabras.
Soñaba con él y con Jackson el sem ental. Iba al sum idero Quiero decir que entonces no podía plasm ar esto en ideas
donde en verano nadaban los chicos con el culo desnudo. Me y con razón o lógica. Los niños están como adormecidos, pe­
quitaba el vestido y m iraba hacia abajo en el agua, y veía unas ro no son tontos. Es porque no saben todo lo que les sucede y
tetas pequeñas y un talle muy estrecho pero una cadera feno­ el por qué sucede. Me hacía el am or a mí m ism a, despacio al
menal. No había pelo todavía en mi conejito. Me im aginaba a principio, luego más rápido, y tenía orgasmos muy placenteros.
mí m ism a bañada y peinada, algún día, con medias de algodón Tenia la sensación de que estaba a un m illón de kilóm etros de
blanco y un pequeño corsé, y un som brero de paja y un parasol. esa granja decadente y de ese padre fanático de Dios, de esa
Quizá podía ser tan inteligente como las dam as que se dete­ madre agotada, del estiércol y de la basura del granero; todo
nían en ln d ian C rossing para tom ar la diligencia en la últim a ese asunto m ugriento de tener que luchar por una vida en el
estación. Las vi solamente unas tres o cuatro veces. Llevaban campo. Después sentía el sudor fresco en mi labio superior y
zapatos de botón con borla que dejaban ver cuando se subían simplemente me quedaba tendida ahí; ¡ay, qué bien y qué sa­
al coche, y los holgazanes del alm acén se inclina ban en sus si­ tisfecha! Era yo m isma. Y si era el verano indio, el olor de las
llas para echar un buen vistazo a algún tobillo. Los hombres se hojas quem adas traía ese encantador olor ácido, m ientras el
golpeaban en los brazosy escupían por todas partes, sonriendo aire flotaba con polvo de los prados cosechados, y por poco me
todo el tiempo. desmayaba. Ahí estaba todo para hacerm e se n tiry p ercib ir un
No nos bañá bamos mucho en la granja. Cuando mi madre mundo que no conocí hasta años después. Un actor de Saint
pensaba en ello, una tina de agua en la estufa de la cocina ser­ Louie me dijo una vez qué se experim entaba al ser uno mismo,
vía para todos, que usábam os la m ism a agua antes de que se sabiéndolo y sintiéndolo. La palabra que dijo era único.
enfriara. Los hom bres generalm ente se echaban agua de una
palangana en el cobertizo, sólo m iraban la toalla y usaban sus Yo fu i condenadamente única ese verano cuando tenía catorce
faldones. A pestaban a tabaco masticado, a sudor y a los olores años. Quería que mi hombre del envoltorio de la levadura me
naturales del cuerpo que se les pegaban a su ropa si n lavar. Em ­ penetraray sabía que ninfea estaría ahí, sólo estaba im preso en
pecé a coserm e un par de bragas, hechas de unos retales que un papel. Pero tendría q ue encontrar a alguien como él. H allar
la tía Letty tenía en el baúl. Le compré una botella de esencia el placer producido por algo más que una zanahoria o el mango

4,8 49
de un cepillo. No era sofisticada, así que no cometí el error que
tantas chicas cometen y llam an amor. Era un instinto sexual
glan d u lary natural. El amor es algo completamente diferente
C apítulo 4
de la simple fornicación. Toda m i vida pensaría de ese modo.
Guando pudieras com binar amor y coito con el placer, ésa sería LA HUIDA
la m ejor m anera de ser única. Si tuve un poco de esa alegría en
la niñez y adolescencia, fue gracias a que tenía necesidades y Tenía catorce años, fue un año de m ala cosecha, nos alim en ­
me faltaba inocencia. No tenía absolutamente n in gú n sentido tábam os de hígado de ciervo y cebolla, h arin a y suero de le ­
del pecado. Más tarde tendría dudas, pero no durante mucho che. Y mi padre me abofeteaba por insolente o si un jornalero
tiempo. Soy una optim ista tenaz. trataba de m eterm e ma no bajo el vestido o tocar m is tetas —y
yo gritaba contra el mundo «Ya veréis, ya v e ré is» —. De lo que
verían ellos o lo que vería yo, no tenía idea. Había hecho co­
mo unos cuatro años de escuela, en otoño e invierno, cuando
las carreteras eran buenas, puesto que la choza am arilla que
nos servía de colegio estaba a seis ki lómetros de distancia. Te­
níam os un profesor que m ascaba tabaco en polvo, frotándolo
en sus encías, y nos golpeaba en los nudillos con una regla de
m arfil. Intentaba que nuestras cabezas de chorlito aprendie­
ran a deletrear y a conta r, y nos leía discursos de Patrick Henry
y Thom as Jefferson, así como anuncios de un periódico local.
Yo sabía leer un poco —moviendo los labios— y escrib ir algo;
pero no fue hasta años después cuando realm ente llegué a ser
capaz de leer correctam ente, y en cuanto a la palabra escrita,
ya estaba en la edad madura cuando me atreví a e scrib ir una
carta larga sobre papel. El solo chirrido de una pluma sobre el
papel me aterraba hasta revolverm e las tripas.

Mi verdadera educación llegó cuando fui puta y m adam e, al


hablar con los huéspedes educados, pues muchos hom bres van
a una casa de citas sólo para beber y charlar. Había noches en
que los huéspedes si mplemente se quedaban sentados, pasán­
dose las licoreras de bourbon, y hablando de política, dinero,
historia, la escaram uza vil del gobierno, la grandeza de la de­
m ocracia como esperanza. Esa es la form a en que fu i educa­
da, y fue muy buena, por cierto. Hay buenas mentes entre los
hom bres que van a ciertos prostíbulos, si es una casa de lujo y

5o
si los huespedes se sienten a gusto y cómodos en ella. Podría pequeñas zapatillas rojas en los pies, con el cabello g ris como
decir que m i universidad fue un prostíbulo. ceniza que hacía mucho tiempo había dejado de teñ irse. Me
m iraba fijam ente m ientras se mecía y con su voz diftérica me
Así que tenía catorce años por aquel entonces en la granja y mi decía:
tía Letty se estaba m uriendo de verdad. Yo era ignorante co­ —Portubien, niña, vete de aquí. Si te quedas vas a ser como
mo un asno, todavía llena de sueños disparatados. Era incapaz m i herm ana Essie, tu vieja. Estarás perd ida, agotada por dentro
de entender absolutamente nada sobre m í m ism a. Mi cuerpo por culpa de un montón de mocosos, uno cada nueve m eses, y
estaba sano y jugoso y era una m aldición para mí, aun con una u n sucio viejo verde que va a estar follándote sin parar cuando
dieta de calabaza hervida, ensaladas de vin agre y pr ingue de no esté apilando estiércol. No hay vida para una belleza como
beicon, pescado de agua dulce y carne ahumada. tú en ninguna granja de por aquí.
A la tía Letty se le acabó el dinero en los siete años que -—Puedo irm e y ser criada de hotel como lo fue m i vieja
estuvo con nosotros. Se había deshecho de todas las monedas cuando el viejo la conoció.
de oro que había en el baúl de piel de búfalo y sus an illo s h a­ La tía Letty negó con la cabeza y me m iró fijam ente con
bían desaparecido uno por uno. Su vida y su fortun a sim p le­ sus ojos de párpados caídos.
mente se f ueron agotando a la vez. La tía Letty había vendido —Cuando yo y Essie nos pusim os a trabajar como criadas
la mayor parte de sus sedas y su som brilla con el mango de oro en ese hotel en Cleveland —y era de m ala muerte—, pronto tuve
en varios pueblos alrededor de Indian Crossing. No quedaba claro que las dos term inaríam os siendo blanco de los vendedo­
mucho. Ya no bebía el buen bourbon del alm acén y del correo, res am bulantes o de los fantoches en busca de un polvo rápido.
sino que tom aba cu alq u ier bebida corriente destilada en el Essie conoció a tu viejo cuando él estaba repartiendo patatas de
bosque por la chusm a de las barracas en el cauce del río, que invierno en el hotel. Muchísimo bien le hizo. Mira a tu vieja. Es
robaba la ropa lavada tendida en las cuerdas, mataba a un cer­ una esclava del demonio y una cerda de crianza. Yo me ganaba
do por la noche y se lo llevaba a su docena de niños con llagas un dólar acostándome de vez en cuando. Está bien, es hora de
alrededor de la boca. que lo sepas, niña. Fui cortesana, durante veinte años. Traba­
Pero lo real mente triste sobre la edad es el hecho de pasar jé en algunos de los m ejores burdeles. No me refiero a que no
de ser una herm osa m ujer a convertirse en un cadáver a rru ­ hubiera épocas en las que tuve que tomarlo como viniera. Pero
gado, enferm o y débil. Recuerdo a la tía Letty sentada en su si vas a Pittsburgh, a Saint Louie, pregunta por Letty Brown, el
pequeña habitación con la chim enea de lad rillo rojo en el se ­ nombre que usaba. Me refiero a los hom bres que iban de putas
gundo piso, meciéndose como ausente, con el rostro pálido y hace unos cuantos años. Puro encajey organdí, el mejor vino,
enferm izo todo pintado. Ya no se ve mucho ese tipo de m aqui­ los m ejores caballos.
llaje. Era un líq uido de un blanco m ortal que se ponía por toda
la cara y los brazos y luego un círculo de colorete en cada m e­ Me senté ahí, mi rando a mi tía Letty y supongo que boqu ia­
jilla. «C olor de teatro», solía lla marlo la tía Letty. Me acuerdo bierta. Tenia idea de lo que era una cortesana: una ram era
de ancianas que todavía se m aquillaban de esa m anera a lre ­ refinad a y de l ujo. Y me acordé de su dicho sobre toda chica
dedor de 1930, después se puso de moda usar polvo, un toque sentada sobre su propia fortuna. Yo no era de mucho mundo,
de color em badurnado en las m ejillas y lápiz labial brillante. pero tampoco era estúpida. Vi que la tía Letty tenía ganas de
La tía Letty se sentaba ahí con su bata verde de algodón, sus hablar como nunca antes había tenido.

53 53
—Los mejores años fueron los cinco que pasé cuando era la Supongo que la tía Letty murió en ese momento, justo ahí,
favorita del prostíbulo de los Flegel, en Saint Louie. Zigy Emma con su mano en la m ía, y el reloj haciendo tic tac en m is dedos
Flegel dirigían las mejores casas de citas de Saint Louie, todavía, como si fuera su corazón. Di un salto hacia atrás sosteniendo
en Lucas Avenue. Lucas, sí. Es una enorme casa de piedra, que el pequeño reloj. Empecé a berrear. Nunca he llorado mucho.
se ve elegante, con protección de la policía. Vaya, había siempre Solamente berreé tres veces en mi vida. Con esas excepciones,
por todas partes jueces y abogados y capitanes de em barcacio­ no soy una llorona.
nes fluviales, que se llevaban a las chicas para una mamada o Yo berreaba, y ella estaba desplomada en su mecedora, con
para sexo australiano. Los mejores vinos, un negro tocando el la cabeza hacia un lado, le salía baba de un extrem o de su bo­
piano, pavo cada dom ingo y vestidos de seda. Vaya, sólo por un ca abierta, y m ostraba sus pocos dientes; era la única persona
abrazo o un beso de Letty un cliente elegante podía ma ndarme a la que realm ente había amado. Sentía cariño por mi vieja, y
u n frasco de perfum e o un kim ono chino. Caray, mi Nellie, me por algunos de m is herm anos y herm anas. Pero amor verda­
voy a morir, y tú te vas a quedar aquí sola, algún granjero mu­ dero era el que sentía por esta pequeñita colección de huesos
griento te va a dejar em barazada, y te quedarás friendo carne de y carne vieja que empezaba a en friarse. Esta vieja puta q ue era
cerdo sobre una fogata de leña para el resto de tu vida. Siempre la única persona amable que había conocido hasta los catorce
embarazada con niños apestosos trepándosete por todas partes. años. Ella, que se tom aba el tiempo de hablar conm igo, que
Te verás como Essie a los treinta años. me decía que yo era muy bonita. Me había mostrado bondad
Intentaba llorar pero no podía. Y en voz muy baja repetía: más allá del simple hecho de darm e de comer y velar porque
« Z ig y Em m a Flegel, Z ig y Emma Flegel... Saint Louie, Saint tuviera con qué vestirm e.
Louie». Ya entonces sabía que no fue m ás que una sim ple puta
La dejé ahí. No sabía lo enferm a que estaba. Un poco más desdichada, con poca suerte, a la que la flor de la vida no le
tarde traté de que le diera un trago a un poco de caldo de buey, duró mucho. Y que sólo por poco tiempo disfrutó lo m ejor del
pero se quedó sentada ahí en su mecedora hablándom e sobre negocio y de sus clientes.
los Flegel, y su piel estaba toda g ris verdosa. Sus manos tem ­ Más tarde me enteraría de la clase de vida que la tía Letty
blaban y su hombro se estrem ecía como un caballo nervioso tuvo: el mundo de la prostituta de clase baja, nunca lo su fi­
que sacude su piel para deshacerse de una mosca. Se estaba cientemente buena ni brillante ni hábil, y sin esa cualidad que
desmoronando, justo enfrente de mí. no tiene nom bre, pero que hace que a una chica la inviten, la
Sostenía algo en la mano, abrió sus dedos y dijo: cortejen o la diviertan en la cama hom bres de la mejor cal idad.
—Esto es para ti. Es todo lo que me queda, ni an illos ni La tía Letty le había echado un rápido vistazo, le había dado un
cam afeos. Sólo esto y unos cuantos trapos. pequeño bocado a lo mejor del negocio del sexo y term inó como
Era un pequeño reloj de oro del tam año de un dólar de puta en los pueblos con ferrocarril.
plata, con dos tapas y un broche para llevarlo en una blusa. E s­ En el fondo del baúl de la tía Letty había un sobre am a­
taba grabado con un pequeño cupido desnudo, con su pajarito rillo en el que estaba escrito: « u s a d l o p a r a e n t e r r a r m e » .
ytodo, disparando dardos y flores, y con las letras L. B. Dentro había unas pequeñas m onedas de oro y diez dólares
—Es tuyo. Zig Flegel me lo regaló cuando dejé su prostíbulo de plata. La enterram os, pero no en el cem enterio de la iglesia
para irm e a P ittsb u rgh ... Flabía un hom bre, pero no importa. pasada la carretera. Ella y m i m adre habían sido una especie
Queda bien sobre seda azul o a m a rilla ... de bautistas, aun cuando mi vieja se convirtió cuando se ca­

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só con mi padre. Enterram os a la tía Letty en un cam posanto nadie en este rincón del campo al que no le diera igual lo que
m ugriento y lleno de hierbajos, con mucha señalización de les sucedía a los negros, lib re s o esclavos. En ese momento
madera, porque era un lugar para la gente que no tenía dinero nuestra preocupación era la roya del trigo, las orugas, y cuando
para com prar lápidas. el molino dejó de funcionar durante un tiempo, com im os trigo
Todo lo que recuerdo —afligid a como me encontraba, al machacado a mano. No había esclavos en muchos kilóm etros
igual que m i vieja— es la lluvia q ue caía sobre los árboles en los a nuestro alrededor. Costaban de seiscientos a m il dólares por
lindes del campo y los terrones estériles y el ataúd de pacoti­ cabeza y, ¿quién podía p erm itirse ese lujo? Mi padre era un
lla y un m inistro que decía algo. Yo, asustada y con liebre, me hombre devoto y estaba en contra de esclavizar a nadie, salvo
aferraba a las faldas de mi m adre. Luego la lluvia nos golpea­ a su esposa e hijos, y estaban las sagradas escrituras que se lo
ba, y m ientras sentía frío y tem blaba, pensaba en la pobre tía perm itían. « Gottwill es».
L ettyy en quienes estaban alrededor de ella, esos muertos de Después de que la guerra term inara, y le dispararan al Sr.
ham bre m ediocres en sus tum bas, y ella enterrada con ellos Lincoln, en la carretera de delante de nuestra granja a veces
para siempre. Regresam os a casa y me fui a la ca ma y tuve liebre podías encontrarte a dos o tres soldados con barbas, vestidos
durante tres días: mi cabeza estaba llena de dib u jo sy sonidos con lana desteñida y de m ala calidad, y llegaban para pedir
muy extraños. Guando me levanté, decidí que me escaparía, suero o agua, un pedazo de pa n de maíz, tarta, carnes frías. Se
incluso si tenía que convertirm e en una criada en un hotel de los veia molidos y hechos polvo y desgastados. Algunos ten ían
gran jerosy follar con los huéspedes y hacer algo que latía Letty un solo ojo y otros un muñón, y a otros cuantos los llevaban
11 a m a ba « f r a n c e s e a r ». como a u n perro con una correa. Eso fue la guerra para mí. No
La guerra civil no había tenido mucho significado para recibíam os el periódico o el Harpers Weekly, así que teníam os
nosotros en medio de los árbolesy de los cultivos de guisantes. que depender de lo que se decía en el alm acén y en la oficina
Sólo para mi herm ano Tom, que regresó sin una pierna y con de correos en el cruce.
unas ansias de w hisky que con nada se pod ían satisfacer, y que Algunos de los granjeros nunca regresaron a casa. Mu rie­
se quedaba sentado sin hacer nada o apostaba o m entía sobre ron o se fueron a otra parte, decía la gente. Un soldado volvió
sus actividades en el tiempo de guerra en Indian Crossing. Para a casa después de tres años y encontró a un n i ño de un año de
el resto de nosotros la guerra fue dura. Si tenías buenas cose­ edad succionando la teta de su esposa, y por la carretera Joel
chas no podías conseguir com ercializarlas. 0 si había demanda Medder llegó a casa y mató al jornalero y le cortó el pito y los
de alim ento para caballos o patatas, era el año en que llegaban huevos, luego se fue hacia el oeste esa m ism a noche. Eso fue
los insectos saltadores o que el viento era tan seco que hasta la la guerra para nosotros en la granja.
algarroba, el pasto quila y la hierba de San Juan se m orían.
Se hablaba de saqueadores del bando rebelde y de negros La guerra trajo de vuelta a Charlie Owens al almacén que su tío
que cortaban gargantas —mucho peores que las langostas que tenía en Indian Crossing. Charlie había perdido su mano iz­
l legaban para devorarlo todo—, guerrilleros confederados que quierda. Siem pre decia que fue en Gettysburg, pero una noche
podían m atary violar. Pero no tuvim os n ingú n atracoy no lle ­ cuando estábam os acostados e n las m argaritas y el pasto cerca
garon negros, al menos no en una cantidad que no pudiéram os del arroyo, me confesó q^e nunca había estado en Gettysburg.
m anejar con unos cuantos hom bres armados. Los negros reci­ Perd ió su mano en el río Jam es cuando unos soldados de la ca­
bían disparos y huían al norte. La verdad es que no conozco a ballería rebelde los sorprendieron m ientras saquea han por ahí

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y una bala de pistola 1c destrozó la mano a Charlie y el ciruja­ Supongo que se podría decir que se trataba de naturaleza en
no se la quitó con algo de su tu ray la envolvió en pan mojado y celo. No sabía nada de am or a los catorce años, y m ás tarde
un trapo, pues ya no le quedaban su m in istros, y se curó bien. cuando tuve amor, supe que no se trataba solamente de calor
Charlie Owens andaba tras de m í incluso cuando era só­ corporal y una comezón interna. Sim plem ente estaba viva y
lo una niña. Era uno de esos muchachos que siem pre tenían sana y quería que me usaran y quería usar. Más allá de eso no
que probar que nadie podía resistírseles. Era mitad escocés y hubiera podido explicarlo. No tenía palabras sofisticadas, ni
mitad sueco, con el cabello rojizo castaño que le caía sobre un tampoco ideas sofisticadas. Estaba verde como una cagada de
ojo. Tenía buenos dientes, no era alto, pero era delgado, por lo ganso. Era una sim ple gran jera tonta que había estado ayu­
que no parecía bajito. Sus ojos eran azules como la cola de un dando a algunas ovejas a parir. Pero estab aviva. Tan viva que
gayo. Y me acuerdo de que tocaba una flauta hecha con el hue­ sentía el ím petu dentro de mí por todo m i vestido arreglado,
so del muslo de un pavo. Traficaba un poco con piel de oveja y el viejo corsé rojo de la tía Letty me subía los senos tan altos
tierna, tenía una cabaña de caza, estaba esperando un puesto como un par de m anzanas. Cualquier otra cosa que pudiera
pol ítico. Cuando yo iba a la tienda a por un pa pel de levadura o decir sobre m í en ese entonces sería una m entira.
un cuarto de aceite de alquitrán, Charlie me daba palm aditas Encontré a Charlie Owens sentado sobre un taburete alto
en el culo alguna que ot ra vez, me metía mano bajo el vestido. detrás de la reja del correo. Llevaba tirantes bordados y fumaba
Toquetea ba m is pezones y yo m eneaba la col a y m iraba y reía un puro barato. Bromeó un poco con m igo y me di jo que había
tontamente, como lo haría una niña. Ya había regresado de la crecido y que eso le gustaba. Los com entarios habituales que
guerra y muy pronto empezó a atenderla o lid nade correos que un hom bre tiene con una chica. Yo sostenía una lata de aceite
estaba junto al alm acén, ésa era la recom pensa pol ¡tica de un de alquitrán con una patata en su pico como tapón. Le dije que
soldado que perdió una mano para salvar a la Unión. En esa quería un cuarto de aceite de alquitrán. Me dijo que su tío de­
época yo estaba radiante y cachonda, y él era un hom bre que jaba el aceite fuera en el cobertizo, lo cual era una buena idea
había estado por todas partes en una guerra de cuatro años. dado que olía tanto. No era que el alm acén no tuviera su pro­
A rreglé el vestido azul que la tía Letty me dejó y remendé pio olor fuerte; siem pre los m ism os arneses de muía, jam ones
uno de sus som breros de pa ja con flores de cristal. Un par de ahumados que colgaban de las vigas del techo, botes abiertos
sus zapatos casi me valía. Tengo las manos y los pies pequeños de especias y b arriles de cerdo salado, bacalao seco aplastado y
para mi estatura y tenía que m eter algodón en los zapatos para otros olores que no podías adivinar, pero sólo algunos de ellos
m antenerlos en m is pies. No me atreví a u sar su colorete o su eran agradables.
polvo líquido; mi padre me habría hecho pedazos. Fuera en el cobertizo Charlie me rodeó con los brazos y me
dio palm aditas en el trasero con su única mano y se inclinó y
Cam iné hasta el alm acén, eran m ás de seis kilóm etros para rozó m i cara con su nariz. Me sentí cal iente e incómoda y dije
llegar al cruce de carreteras desde nuestra granja. Me empecé algo como: «¡Ay, Charlie O wens!».
a sen tir com pletamente chi I lona y quería cantar pero no me —Ven a la cabaña de caza cerca del arroyo esta noche.
sabía muchas canciones, salvo He Dorit Belong to the Regulars, Le pregunté: «¿Para qué? », que fue casi lo único que se
He’sjust a Volunteer. Tenia catorce años y Charlie Owens había me ocurrió, y rebuznó, y,me dio una palm adita en la nalga y
reemplazado para m í al tipo del envoltorio de levadura como me dijo que lo sabría si iba. Le dije que no sabía absolutamente
la im agen de m i deseo. No lo llam aba amor, y no era amor. nada de eso. Llenó la lata de un barril, puso una patata fresca en

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el pico, y me fu i meneando la cola como si fuera un gato m os­ —Buenas noches, Nellie —dijo.
trando el rabo. —He venido —dije.
Charlie era casi lo mejor que había en pantalones en los Me dijo que lo sabía y hablamos sobre nada en absoluto y
alrededores, al menos disponible para mí. Los muchachos que entram os a través de lo q ue había sido la puertay nos sentamos
habían vuelto de la guerra eran, según Charlie, todos veteranos sobre las bolsas de yute. Charlie no esperó, empezó a besarme la
del ejército del norte, que se consideraban poderosos p olíti­ cabeza y los hombros. No había besado mucho ni siquiera a mis
camente. Varios de ellos siem pre estaban sentados cerca de la parientes, ni a nad ie más. Pero no tuve grandes problemas para
estufa en el alm acén, fumando y escupiendo. Te dabas cuenta devolverle el beso. M esentíatoda rebosante y no tenia miedo. Ya
de que la guerra había sido su gran momento, su emoción, y me había decidido sobre esto. Desabrochó mi vestido y empezó
nunca la olvidarían incluso si 1 legaban a v iv ir cien años, y su ­ a tocarme los senos, con su única mano activa, y no me molestó
pongo que algunos lo lograron. A parte de los m uertos y las ga­ el hecho de que tuviera una sola. A carició m is tetas y se las m e­
lletas sin sal y la tierra húmeda, decía Charlie, la mayor parte tió en la boca y yo abrí m is labios y gemí de placer. Nunca antes
del tiempo en el ejército habían disfrutado de la bebida, de las había experimentado una sensación como la que tuve m ientras
chicas mestizas a la s que se follaban entre todos en las granjas me lam ía las tetas. Fue grandioso. Le clavé las uñas en la espalda
de Vi rgin iay del sonido del pífano y el tambor. Ahora había q ue y me puso en el suelo y me quitó el vestido y dejó que se le caye­
trabajar duro en la tierra o sentarse sin hacer nada rascándose ran los vaquerosy su aparato estaba fuera, y de alguna manera
y holgazanea ndo m ientras sus tierras se llena ba n de cala bazas —sólo por un minuto, sentí desilusión— me había esperado uno
silvestres y laurel del bosque. negro y enorme como el que tenía el semental Jackson. Estiré
Sabía bien que sí iría a la vieja cabaña de caza cerca del la mano y lo toqué; era elástico pero tieso. Sólo de tocarlo, tan
arroyo. El techo estaba en m al estado, pero tenía paredes y los vivo y tan vibrante, me ponía nerviosa y temblorosa. Tenía ca­
restos de un suelo de piedra. Una vez Charlie tendió una trampa torce años, pero estaba bien desarrollada y m i pera tenía vello
desde ahí. Salí déla casa después de la cena y me d irig í hacia el dorado. Sentía sus dedos buscando despacio al principio y lue­
arroyo. Charlie guarda ha a h i bolsas de yute y un poco de heno go más rápido, dedos rápidos en el cono-, luego, la verga. Grité:
y tram pas viejas. Yo tenía muchas ilusiones y estaba preocu­ «¡C harlie, C harlie!» y su pito estaba caliente contra m is m us­
pada pero ham brienta de experiencias. Cuando reviso la vida los. Lo agarré y le ayudé a ponerlo bien. Supongo que fue muy
que tuve como putaym adam e, mucho tiempo después, todavía fácil entrar, lo deseaba tanto.
puedo sentir el rubor caliente en mi rostro de esa noche y una No tenía idea de lo que era el am or y no estaba enam ora­
especie de líquido en mis p iern asy la humedad en mi raja, todo da; estaba en una etapa de la v ida y dejé q ue tomara su cam ino.
como si me estuviera desbaratando y como si tuviera una masa Tampoco es que fuera precisam ente una virgen. Hacía mucho
caliente pasando por m is tripas. Supe en ese momento que no que alguna barandilla o mango de cepillo habían acabado con
era en el corazón donde sentías cosas, sino en las entrañas. Lo mi (limen. Pero nunca antes me había penetrado un hombre.
cierto es que no era romántica. Como para tocar el piano, tie­ Ahora estaba toda rebosantey di u nsu spiro gritando y dejé que
nes que estar entrenado para saber las notas. Yo no lo estaba. Charlie arm ara un escándalo encim a de m í, con sus piernas y
brazo que me dejaron inm óvil, su cuerpo que salía y entraba.
A hí estaba Charlie, apoyado contra la pared cubierta de musgo Fue mi prim era vez y tengo un buen recuerdo. No tardamos
de la vieja cabaña. mucho en corrernos los dos. En esa época había oído hablar

6o 61
mucho sobre el orgasmo y mucho alarde. Pero me im presionó do la m oralidad devota de las ideas de mi padre. A sim ism o no
el nuevo y fuerte placer de ello. Prim ero fue como una sacud ida creía en ninguna idea real de esperanza del paraíso o de otra
de fuegoyyo respiraba con diftcultady me agarraba de Gharlie, vida. Todo parecía un enorme quizás. No era una pensadora y
y él me decía algo en la oreja ¡que no tenía sentido en absoluto! no tenía ninguna razón para explicarm e por qué me sentía de
Luego me quedé m irando el cielo nocturno a través de ese modo, y no de otro. Más tarde pude entenderlo como una
un agujero en el techo y escuchando el silbido de un búho y el manera de pensar con razones que encajaban en m is necesi­
zumbido de las polillas volando alrededor de una chim enea de dades, pero no a los catorce años con los humores de Charlie
piedra vieja. Algo estaba bombeando fuerte. Era m i corazón. todavía dentro de mí.
Sentí miedo de que fuera a reventar. Pero dije: «¿Lo podemos No pensaba en procrear. Sólo quería estar con Gharlie en
hacer de nuevo, Charlie?». cualquier momento en que pudiéram os estar juntos. Era tan
Gharlie dijo que lo intentaría, pero que lo dejara un rato. natural para mí como los renacuajos saliendo de los huevos en
No se había salido de mí y perm anecía firm e. Entonces des­ el estanque de patos, como el gallo montándose a las gallin as o
cubrí algo sobre mi vagina y m is partes de abajo que creí que el jabalí follando y gruñendo con la jabalina. Lo mejor de to­
todas las m ujeres tenían: el don de agarrar fuertem ente, apre­ do es que era justo como había visto a Jackson cruzarse con la
tando el pito como cuando se ordeña la ubre de una vaca. Y yegua. Ese año había alondras copulando en el aire m ientras
Charlie jadeó m ientras lo hacía y dijo cielos, cielos con pl acer. volaban, la tierra con colores de prim avera estaba por todas
Me dijo que nunca antes había sentido algo parecido. partes m ullida y húmeda y fértil. Las hierbas am arillas de la
Pasó mucho tiempo a ntes de que me enterara de que sólo mostaza empezaban a salir, el prim er pasto verde lim pio cre­
unas cuantas mujeres tenían ese control del músculo y que po­ cía en el rastrojo del año anterior. Era irreflexiva, pero esta­
dían usarlo de un modo tan fuerte. Aprend í tam bién qué gran ba satisfecha. Sentía que de algún modo form aba parte de un
placer podía darle a un hombre más allá del talento ordinario sistem a de cosas más allá de mí.
de u na mujer. Aq uella noche no dejé de d escu b riru n nuevo yo. Charlie venía tan pronto como oscurecía y las ranas del
Gharlie empezó de nuevo unay otra vez. Odié tener que dejarla zarzal empezaba na can tary arrastrábam os unas mantas viejas
cabaña incluso aunque estuviera demasiado m areada para ca­ y nos salíam os al aire libre, pues hacía más calor. Nos acostá­
m in ar con facilid ad . Era casi de día cuando regresé a la granja bamos ahí, en los m atorrales de moras, y copulábam os toda la
y me metí por la ventana y me acosté en el ca m astro al lado de noche. Y hablábam os de lo que hacíam os, y Gharlie me en se­
mi herm ana Lizzie. Se despertó y me dijo: ñaba palabras, palabras viejas que veías en los graneros y en
—¿Dónde has estado? Llueles raro. las paredes de los retretes y otros lugares. Gharlie había go­
Olía al sudor y jugo de Gharlie, pero le dije que tenía ca­ zado a muchas chicas durante la guerra, había bebido w hisky
galera y que ya estaba mejor. Me quedé dorm ida enseguida, y saqueado, abandonando el deber. Durante una época estuvo
sintiéndom e muy bien conmigo m ism a y con Gharlie Owens. como ordenanza en Washington y conoció el distrito de las lu­
No tuve la sensación entonces, ni nunca, de estar pecando. ces rojas 1lamado Hooker’s División.
Yo exploraba, m iraba, buscaba, jugaba; empezaba a m o­
El acto es natu ral y fácil de d isfru ta r si no lo estropeas con verm e por raí misma en ej&cuerpo de Charlie. Era sólido, estaba
un sentim iento de que algo o alguien te está observando allá bien formado. Sus partes eran como juguetes para m í. Nuestras
arrib a y considerándolo como un pecado. Ya había abandona­ bocas estaban en todas partes. A sí es como fue ese verano.

6? 63
Nuestra granja empezaba a caerse a pedazos. Mi padre sa­ —¿Qué vamos a hacer allí, Charlie?
caba el afilador de navajas cada vez que yo desatendía m is ta­ Dijo que haríam os lo que hicim os todas las noches que
reas. Le m ostraba a Charlie los latigazos en mi culo y muslos; pasamos juntos ese año y que m andaría con struir una enor­
orgullosa, supongo, de tener a algu ien que los besara. No sé me casa y tendría indios trabajando y despejando la tierra por
por qué no me quedé embarazada. Más tarde me pareció que un tazón de gachas. Nunca supe de dónde sacaba Charlie sus
aunque Charlie era v ir il tam bién era estéril. Dijo que era por ideas sobre Brasil porque nunca llegam os hasta allí. Una no­
dormi r sobre tierra húmeda en los cam pam entos, pero con­ che empaqueté una de las bolsas de felpa de la tía Letty con lo
forme pasó el tiempo tuve otras ideas. Charlie no era un simple poco que tenía, y con uno de sus som breros y lo que quedaba
cam pesino. Era taimado, perezoso y un jugador que odiaba la de sus m ejores zapatos, y salí a la carretera a esp erara Charlie.
vida en el campo. I ba a entregar una yunta de cab allo sy una calesa a un hombre
Charlie estaba hasta la coron illa de ser el jefe de la ofi­ en la capital del condado. De ahí íbam os a tom ar el coche de
cina de correos en un pueblo de mala muefte como Crossing, vapor —como llam aban allí al fe rro carril— para Saint Louie.
viviendo en el cobertizo del alm acén de su tío, ganando sólo No tenía dinero, ni nada más que lo que llevaba a la espalda y
una m iseria por su mano perdida. Me hablaba de Brasil, del el reloj de la tía Letty en la bolsa de felpa.
Am azonas, de conseguir muchas tierras y ser el dueño de una Era cerca de medianoche cuando Charlie y layunta de ca­
plantación con muchos trabajadores indios. Decía que me lle­ ballos bayos que tiraban de la calesa se aproxim aron galopando
varía con él. Seguim os hablando de sueños de ese tipo durante por la carretera. Llevaba su traje oscuro bueno, y un m aletín de
un año. El invierno fue duro. Nos abrigábam os y nos reu n ía­ cuero estaba junto a sus pies. Lancé mi bolsa y puse un pie en
mos en la cabaña de caza donde Charlie se las había arreglado el cubo de la rueda, me alcé sobre el asiento y abracé a Charlie.
para hacer una especie de reparación en el techo y una puerta. Gritó arre a los caballos. Era noche de luna y la carretera toda­
Encendiam os l uego en un hornillo de hierro lleno de agujeros, vía no estaba tan mal por las lluvias, sólo surcada. Me puse el
pero no calentaba mucho. som brero, y era yo pura ignorancia, espíritu de contradicción
y estaba llena de asombro.
En prim avera, eso fue en 1867, yo tenía quince años y estaba No lo veía como una fuga de am antes. Simplemente que­
radiante, tenía las tetas duras como m anzanas, y una cintura ría largarm e de la granja. Quería estar con Charlie y nuestros
estrecha, la cadera abultada, vello púbico dorado rojizo. Ese juegos sexuales. Charlie tomó las riendas con su única mano
abril Charlie me dijo que nos iríam os, que huiríam os tan pron­ y me dejó fustigar a los caballos un rato. Pronto se pusieron a
to como tuviera en sus manos algo de dinero que le debían. cam inar, echando espum a por el hocico. Me apoyé en Charlie
—¿Adonde vamos, Charlie? y hablam os sobre lo bien que nos sentíam os y cuánto íbam os a
—Río abajo y nos em barcam os para Brasil . d isfrutar de nosotros y de la ciudad. Charlie había pasado por
Se le había metido el gusanito de Brasil en la cabeza y a m í Saint Louie cuando dejó el ejército y dijo que era el lugar para
no me im portaba, ya fuera China o Brasil, m ientras hubiera un hombre de verdad, no el campo en un cruce de carreteras
alguien que me cuidara. No tenía ni idea sobre ningún lugar lleno de cam pesinos. No dejó de pellizcarm e el muslo y olía a
en el mundo excepto North Pike, Iridian C ro ssin g y algunas whisky y a brillantina.
granjas más alejadas. Casi podía cu b rir mi mundo entero con Ya era por la m añana cuando llegam os a la capital del con­
un escupitajo. dado. Cha rlie le entregó los caballosy la calesa al nuevo dueño,

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que le dio dos dólares por el trabajo. Yo había estado en la capital nuestra huida juntos. Sí tenia un sentim iento fuerte en con­
del condado sólo para ir a la iglesia, y ahora sé que no era gran tra del robo. Toda mi vida me sentiría así. Para la gente pobre
cosa, pero entonces me im presionaba. La estación me pareció la propiedad es algo muy im portante. Mi padre, a pesar de su
m agnífica. Guando el tren llegó me agarré a Gharlie, con los mezquindad y demás defectos, era muy hones to en cuanto a la
ojos fuera de las órbitas. Nunca antes había visto un coche de propiedad. Pero en ese momento, el tren avanzaba a todo vapor
vapor, sem ejante locomotora grande, negra y hum eante, con y Gharlie leía y yo estaba apoyada en él, con m is dedos todos
ruedas m otrices y tanto metal pulido. pega ¡osos por la naranja, era 1 i bre y me sentía deseada, y estaba
No quería subirm e, pero Charlie dijo: «M aldita sea, Ne- tan a gusto de estar con Charlie Owens, que me dormí.
llie, no me m enosprecies delante de toda esta gente». Pasaría mucho tiempo antes de que fuera capaz de tener
Así que me subí y casi me oriné de miedo y me senté en la opiniones inteligentes, de que pudiera aprender a juzgar a la
felpa verde y la campan a de la locomotora sonó. El tren se movió gente de m anera rápida y adecuada y entender los asuntos del
bruscam ente y me sentí lista para dejar sa lir el agua, tanto me mundo. Tenía que aprender cómo encajaba en él y cómo no
asustaba cada sacudida del vagón. Pronto el tren se puso a re ­ encajaba en él, tal y como eran las cosas. Sin educación, sin
soplar, y m ientras m iraba por la ventana, me preguntaba cómo ni ngún bagaje, tenía que arreglárm elas con el saber que crecía
diablos habían colocado alguna vez esas traviesas —m illones, dentro de mí. Tenía la certeza de que era tan inteligente como
calculaba yo—y bajado todos esos rieles de hierro. El mundo los demás, aun cuando al principio me faltaban los remates.
era más grande de lo que había pensado, y más extraño, mucho La mayor parte de ese día me pregunté cómo sería Saint
m ás extraño. Gharlie me compró unos sándw iches de carne Louie.
ahumada y una naranja. Había visto n aranjas en el alm acén
pero nunca me había comido una. A l vendedor de caram elos
con su cesta repleta, Charlie le compró una novela barata. Me
comí la naranja, con cáscara y todo, m ¡entras él leía. Las ceni­
zas entraban por la ventana pero la gente sim plem ente se las
quitaba y no parecía im portarles.

Gharlie dijo que tenía ciento once dólares, lo cual me pare­


ció más dinero que el que cualquiera haya tenido alguna vez.
Le pregunté cómo lo había consegu ido, y me dijo que su tío le
debía algo y tam bién la oficina de correos y que había saldado
cuentas. Lo que habia hecho era agenciárselo de la caja de la
tienda y de los ingresos del correo. Lo entendí después, y él lo
admitió, diciendo que era únicam ente lo que se le debía.
—Sim plem ente lo cobré a mi m anera.
En cuanto a los juegos sexu ales, no tenía n in g ú n se n ­
tim iento de pecado ni de culpa, tampoco en cuanto a lo que
Gharlie y yo habiam os estado haciendo todo ese año, y ahora

66 67
Capítulo 5
EN SAINT LOUIE

Si me hubieran dejado caer en la luna, aquello no habría podido


ser más increíble que mi aparición en Saint Louie en mayo de
1867, recién llegada de una granja con un manco. Nunca antes
había visto calles de ciudad, hileras de escaparates, gente tan
bien vestida, y muchos de ellos debían de ser extraños los unos
para los otros. Las insólitas lilas de carruajes, galeras y carrozas
me asustaban y tantos caballos; el ruido era como u n rugido en
mis oídos. Todo el mundo parecía estar gritando y moviéndose
con prisa. Durante la prim era hora en la ciudad cuando llega­
mos de la estación, Charlie tuvo que agarrarm e de la mano. Al
principio no quise subirm e ala carreta de alquiler que contrató
para que nos llevara a una pensión que él conocía. Me trató de
joven cam pesina enajenada y me dijo que me dejaría.
Todo parecía tan grandioso, tan alto, tan colorido. Estaba
como tonta; lo que m ás me asustaba era la pintura. Todo lo que
podía pintarse estaba pintado y en m i opinión con colores muy
vivos. En el mundo del que yo venía casi nunca se pintaba na­
da, y e n ese caso, sólo cuando era nuevo y luego se desgasta ba
con el tiempo.

Saint Louie era una ciudad de pintura, mucho cristal en las


fachadas y entradas y ventanas panorám icas de tres o cuatro
pisos. Era d ifícil de creer, esa riqueza de tanto cristal. Lo que
pasaba, desde luego, era que yo no tenía criterio, las cosas me
Ilegaban lentamente y las aceptaba. El papel pi ntado en la casa
de huéspedes estaba Ileño de flores y árboles y gente cam in an­
do con chisteras y bajo som brillas. Todas las lám paras eran de
tonos rojos y azules y las pantallas funcionaban con colgaduras
de cristal tallado. Cuando l lega mos a nuestro cuarto sim ple­
mente me acosté sobre la enorm e cama de nogal oscuro. Me
quedé acostada ahí respirando con dificultad y agarrándom e escabullía en la cama. Solíam os hacerlo cuatro o cinco veces
de Charlie y llorando: «Q uiero re g re sa ra casa. Quiero reg re ­ al día, hacíam os jueguecitos, m etíam os la cara por todas p ar­
sar a casa». tes, lo hacíam os por delante o por detrás. Era como el frenesí
Charlie se rió y dijo que me iba a gustar la gran ciudad y de un joven v isó n y yo estaba totalmente asustada y necesitaba
que tenía mucho que enseñarm e. Estaba tem blando mucho y consuelo como un bebé necesita una teta que m amar. Charlie
lo besé fuerte y me desabroché el vestido y él me besó las tetas. no era muy seguro de sí m ism o, jugaba mucho a las cartas y
Quería estar desnuda con él, sentirlo cerca en esa ciudad de lo­ buscaba un barco para el Am azonas.
cos. Todo estaba m al en este mundo para m í. Quería agarrar su
aparato y sentirnos v iv o sy solos, piel con piel, y tenerlo dentro Lo que me daba más miedo era la )uesa de la casa de huéspe­
de mí. Charlie era todo lo que conocía, todo lo que tenía. En des. Había alrededor de d iez personas que bajaban a desayu­
ese entonces no sabía que el sexo era una especie de m edicina nar en el comedor del prim er piso. Sol ía fijar la m irada en ese
para la gente aterrada o asustada. A cababa de descubrirlo por ma ntel con águi las am ericanas y genera les y edificios famosos
mí m ism a. Respiraba fuerte y empezábamos a gem ir y a rodar estampados. Había servilleteros para las servilletas que cam ­
en la cama más blanda en la que había estado hasta ese m o­ biaban cada tres días, y jarritas de leche y crem ay bandejas de
mento. C orrernos juntos en sábanas 1i napias era la cura que lonchas de beicon y docenas de huevos y m antequilla salada,
necesitaba para m i agitación. Fue mi prim era lección de que no había m antequilla dulce. Panes calientes,piccalilli, encur­
no sólo se folla por placer; había mucho de consuelo y paz, era tidos de sandía, vin agre, aceite, salsa picante. Todos com ían
un curalotodo tan bueno como una caja de píldoras del doctor. rápido, hablaban mucho, se pasaban los tarros de merm elada,
Pero en ese momento lo único que sabía era que estaba segura los duraznos encurtidos y la compota de manzana.
con Charlie a mi lado en la cama de la gran ciudad, m ientras los La m erien da—en aquellos días la comida del mediodía se
dos respirá bañaos como si hubiéram os corrido y nos sentía mos llam aba m erienda y la comida de la noche se llam aba cena—la
¡ay, tan bien! Podía controlar el pánico de estar en Saint Louie hacíam os a veces en un restaurante. Por un tiempo, no logré
siem pre y cuando Charlie estuviera cerca. acostum brarm e a los cam areros, ni a ver la cuenta, ni las pi­
Los siguien tes días fueron un in fiern o para mí, con un zarras escritas para escoger lo que querías comer. Guando me
sim ple vistazo de lo que las calles podían ofrecerm e. C h ar­ servían , m iraba boquiabierta a Charlie y deseaba que el negro
lie me consiguió unos zapatos y había una costurera peq ueña con guantes blancos se fuera. La cena la hacíam os de vuelta en
y jorobada en la casa de huéspedes que me hizo dos vestidos. la casa de huéspedes. Sólo una sem ana después de nuestra lle ­
Me consiguió bragas con encaje que ten ían aberturas delante gada salí con Charlie a un hotel elegante para m erendar en la
y detrás para que pudieras hacer pis y caca sin tener q ue qu i­ parte sofisticada de la ciudad cerca de Forest Park. No lograba
tártelas. Tam bién unas m edias de algodón negras y azules y acostum brarm e a los m anteles blancos, todas las especias, la
hasta ligueros con lazos rojos. Charl ie me dijo que yo era una rueda grande en el centro de la mesa con todos esos frascos
fanática de la ropa. y botellas de vin agres de vi no y salsas, cosas con picante que
Cuando cam inábam os por la calle me agarraba del brazo uno echaba a la carne o usaba con el pescado. No estaba acos­
de C harlie, con los ojos abiertos. Me negaba a su birm e a un tum brada a ningún pescado más que a Ja trucha de lago y los
carruaje, tenía tanto miedo que sudaba toda la ropa. Me lleva­ pescados de agua dulce y el bacalao seco. Nunca había usado
ba a Charlie de regreso a nuestro cuarto y me desnudaba y me una servilleta. Todo el mundo parecía tener un palillo de oro

7° 71
y lo usaban fácil y naturalm ente m ientras hablaban, hurgán­ perdiendo en las cartas. Su reloj de platay su cadena de oro desa­
dose los dientes muy educada y delicadam ente, y escupían lo parecieron y después su anillo de rubí. Nos acostábam os en la
que no podían usar en la mano o en el plato. Los lugares que a cama y él hablaba de una racha de mala suerte, de una buena
Gharlie le gustaban estaban a lo largo de Steamboat Landing, mano para recoger el gran prem io, y empezábamos de nuevo
al pie de W ashington Avcnuc. con nuestros cuerpos, y cuando se cansaba me aca riciaba con
Todo aquello me daba cagalera, esta comida extravagante, el muñón de su brazo, y podrá parecer extraño escribirlo, in ­
el vino y la cerveza; y había dos retretes espléndidos, fuera en la cluso grotesco, pero me daba mucho placer. Si bien no estaba
parte de atrás de la casa de huéspedes, que tenían dos perchas enamorada de Charlie, tenía mucha intim idad física con él; fue
con cuadrados de periódico cortados que colgaban de ellas, el prim er hom bre en mi cuerpo, el prim er ser humano aparte
una palangana de agua y una toalla de rodillo, u na percha pa­ de la tía Letty que alguna vez me quiso, que me vio como un
ra el chal o el abrigo. Simplemente no estaba acostum brada a ser humano, como algo que piensa y siente.
tanta elegancia. H ablar con la gente de la ciudad tam bién era
un problema para mí, como los extraños con los que Charlie Hacia la m añana Charlie se quedaba med io dormido y rech i­
se ponía a hablar en Market: Street en Eads Bridge. Siem pre naba los dientes como si m aldijera. Se despertaba cansado, se
querían saber cómo estaba el tiempo. O si iba a llover. No es de lavaba en la palangana y se iba durante todo el día. Cuando
extrañ ar que Gharlie y yo casi pilláram os una tisis galopante se m archaba, yo vagaba por la ciudad, recuperándome del su s­
de tanto follar la prim era sem ana en Saint Louie. Solíam os to­ to, me hacía la valiente y estaba atenta a los carruajes y los ca­
m ar un poco de aire enShaw s Gardens o pasear por Concord ia rros pesados con b arriles de cerveza; cam inaba alrededor de
Sem inary y luego nos dábam os prisa para volver a la cama. los gorriones que se peleaban por las m anzanas frescas que
Durante la segunda sem ana C harlie a menudo me dejaba se caían de los caballos. Después de todo no era un lugar tan
durm iendo y se iba a ver cómo llegar río abajo a Nueva Orleans espantoso y no había gente m ala en las calles.
para encontrar allí un barco para Brasil. Regresaba con olor a Había árboles verdes, y los hom bres me saludaban levan­
bourbon y a veces tenía algo de dinero que había ganado jugando tando elsom brero, y recuerdo que uno o dos—mujeriegos—has­
a las cartas en los muelles o en algún antro cerca de la fábrica ta me cogieron del brazo y me preguntaron si me gustaría una
de cerveza A nheuser Busch. Muy pronto empezó a pasar mucho hotellay un poco de diversión. Los rechazaba educadamente,
tiempo apostando, y para ser un jugador del campo, le gustaba y me liberaba con un tirón. Tenía sólo quince años, pero era
mucho el juego. Decía que su historial de guerra habia sido co­ alta y fornida y estaba desarrollada como una mujer madura.
mo un juego de cartas de tres años interrum pido por batallas. No tem ía físicam ente a los hom bres, sólo a la ciudad. Desde
En Saint Louie volvió a cogerla costum bre de las cartas, jugar luego, no sabía que eran mujeriegos, ni siquiera había oído la
a las cartas, como ir de putas, beb ery fum ar opio, es un hábito palabra. Sim plem ente creía que eran personas am ables que
fácil de ad q u irir y d ifícil de dejar. Solía decirm e: me veían como una extraña y que me ofrecían su ayuda. Pero
—Créeme N ellie, tendré lo suñciente como para montar no era tan estúpida como para conñarm e a ellos.
una gran plantación allí en Brasil.
Para la segunda sem ana C harlie Owens parecía dem a­ Todo esto duró dos semarras. Una tarde regresé a la casa de
crado. Pensé que era por todas las veces que lo hacíamos en la huéspedes después de haber visitado los alrededores de Lu­
cama, pero cuando no pudo p agarla pensión, supe que estaba cas Place, cam inando y m irando y haciendo ham bre. Era n las

7-
seis de la tarde y algunas cam panas sonaban en la cated ral de las bragas alm idonadas, los zapatos que quedan bien, la gente
C hrist Church. La mujer que atendía la casa de huéspedes, una pasa ndo, riendo y hablando. Incluso había experim entado con
mujer bajita de cabello castaño, estaba de pie en el vestí bulo y revistas y per iódicos. La sensación de l papel im preso me daba
me bloqueó el paso hacia las escaleras. pequeños escalofríos por aquello de poder saber sobre cosas y
-—No hace falta que subas. Ya no tienes cuarto a q u í—dijo. acontecim ientos y lo que podían sign ificar. Un poco, en todo
Seguram ente me quedé ahí de pie, hecha un trapo, lle ­ caso. Tenía ideas extrañas de costum bres y lugares que todavía
na de asom bro y de miedo. Negó con la cabeza como si me no podía captar. Cosas que en muchos casos no eran, en modo
compadeciera. alguno, como me las había im aginado. Estaba pensando, ahí
—Te dejó y ésa es la verdad. Bajó las bolsas y el baúl de viaje sentada, m ientras me arm aba de valor, viendo y sintiéndom e
cua ndo yo estab adistraida y.se fue, llevándose las sábanas y la por prim era vez en m i vida más allá de esa granja envuelta en
manta y todo. niebla, de la comida grasa, de los anim ales q ue fornican y son
Dije algo entre dientes, no sé qué. Luego añadí: sacrificados y de la vida m iserable de la gran ja y del granero y
—Pero ¿qué hago? ¿Adonde voy? de los campos llenos de hierbajos.
—Eso es asunto tuyo, niña. Ahora, largo de aquí. A sí que m ientras estaba sentada llena de miedo en ese
—¿Y mi bolsa? ¿Mis cosas? banco del parque, esperé. Estaba sola, ham brienta y no tenía
—¿Qué? Ya deben de estar e n la casa de empeño. Se llevó todo idea de en qué dirección buscar ayuda. Conocía el camino hacia
lo que no estaba clavado o era demasiado grande parala puerta. el río y la parte sur llena de terrazas con bares, y eso era todo.
A l decir esto me cogió de los hombros y me sacó de la en­ Estuve sentada hasta tarde y empecé a tiritar. No era una no­
trada. Me quedé de pie m irando lijam ente la calle. Estaba so ­ che fría, pero de cualq uier modo tiritaba. Cuando unas cuan­
llozando con sollozos secos, de pie ahí con falda, blusa, corsé, tas personas empezaron a m irar me tarde por la noche, sólo a
bragas, mi pequeña chaqueta, zapatos y m edias, tenía en la m irarm e, me sentí como un zorro perseguido y acorralado. Me
mano una bolsita de hilo tejido con unas cuantas monedas, adentré en el parq ue y encontré un cobertizo donde guardaban
menos de un dólar. Le quería gritar a la gente en la calle, pe­ las herram ientas de jard in ería. Estaba cerrado con llave, pero
ro sabía que no cam b iaría nada. Sabía que no volvería a ver entre el cobertizo y una especie de depósito había espacio pa­
a Gharlie nunca más. Durante varios días me había negado a ra acomodarme. Me dorm í, y aunque parezca m entira, dorm í
em peñar para él el reloj de la tía L ettyy él me había pegado dos bien. Estaba sana, cansada y me gustaba dormir. Cuando me
veces. No hice n in gú n esfuerzo por buscar a Gharlie. Aunque desperté, brillaba el soly vi q ue no estaba demasiado arrugada.
salí en dirección a l puerto del río, viendo todos los carros y la Me sacudí el polvo y enderecé el som brero en mi cabeza. Tomé
confusión de operarios y pasajeros y cajas y bultos, me aparté una pinta de agua de una fuente y salí a la calle. Todo el mundo
y encontré un pequeño parque. Me senté ahí, ya no sollozaba. se dedicaba a sus propios asuntos, cam inando, hablando, pa­
No sentía dolor, no me di cuenta de que oscureció y de que las sando en carruajes o carros de alquiler, y a mí se me ocurrió
farolas se encendieron. Estaba deprim ida. Si al menos hubiera la ridicula idea: ¿cómo era posible que no vieran mi estado y
tenido mi vieja bolsa de felpa. acudieran todos juntos a ay udarme?
Lo único que sabía era que no tenía planes de volver a la
granja. Empezaba a vislu m b rar mi vida en la ciudad . Me gus­ Me puse la mano en el pecho y sentí un bulto en él. Saqué el
taban los retretes elegantes, los servilleteros, la cerveza fría, pequeño reloj de la tía Letty. Lo llevaba dentro de m i vestido

74 75
desde que Charlie empezó a em peñar cosas para sus apuestas. cómo llegar a Lucas Avenue. Después de casi la mitad del día
A unque trató de quitárm elo, e incluso me pegó, yo era más estaba toda sudada y mi corazón bombeaba demasiado rápido.
fuerte que un manco escuálido y no trató de forzar la situación. También tenía ham bre, y volví a beber agua de una fuente en
Por lo que Charlie había dicho, yo sabía que existían lugares la calle, pero me dio asco y la vomité detrás de un seto.
donde uno puede conseguir algo de efectivo por cualquier co­ Ya era por la tarde cuando pensé haber dado con la casa ¡n-
sa valiosa. d icada. Había cam inado casi dos kilóm etros en una dirección
Me quedé ahí de pie. Un hombre pasó y me saludó levan­ y luego había decidido ir en la otra dirección. Mis tacones e s­
tando el som brero y se dio la vuelta. Seguí sosteniendo la ca­ taban gastados de un lado y me salieron am pollas en los pies.
dena del reloj en la mano, pero supongo que algo conectó todo Me sentía muy cansada. Y allí estaba, una estatua de un negro
a la vez en mi mente y cuerpo. El hombre que sonreía, el salu ­ con un aro en la mano, allí estaba la casa, con todas las cortinas
do del som brero, el reloj que mi tía Letty obtuvo de los Flegel, cerradas, escalones de piedra y una enorme puerta doble. La
propietarios de una casa de citas en Saint Lóuie. No sé lo que fachada de piedra de la casa parecía como la de otras casas con
cualquier otra chica h abría hecho. Calculo que de cien, no­ las que había probado suerte. Pero la calle parecía tranquila y
venta y nueve habrían ido al sitio ¡udíoy empeñado el reloj. Yo respetable, por lo poco que sabía de calles respetables. ¿Podía
decidí que iría a buscar la casa de los Flegel donde la tía Letty estar aquí lo que mi tía llam ó una de las m ejores casas de citas
había trabajado y que les pediría ayuda. Si es que no me había de Saint Louie? Si no era, simplem ente me dejaría caer y m o­
mentido al decirm e que fue una puta de lujo en ese lugar. riría. Había llegado al punto en el que un anim al ya no espera
Realmente no puedo explicar de forma racional lo que de­ más que el tiro de gracia.
cidí. Siem pre he seguido m is instintos, y aunque unas cuantas No quedaba otra que ir y descubrirlo. Tenía el pequeño
veces eso me ha causado problemas, normalmente he acertado, reloj en mi mano derecha dentro del guante de algodón g ris
como la lluvia en prim avera. Nunca creí en la cartom ancia, las con tres rayas negras en el dorso. C h a rlie —en ese momento ya
lecturas de té, bolas de cristal, pero hay algunas cosas que no me parecía a m iles de kilómetros de distancia—había insistido
puedo e x p lic a ría n fácilm ente como que uno y uno son dos. Y en que llevara gua otes por la calle.
ésas son las veces en que me siento empujada por otro yo, que
está en algún lugar fuera de mi alcance y me dice: adelante. Había una cam panilla, era d o rad ay pulida y salía de la boca
De las conversaciones de la tía Letty sabía que el nombre de hierro de un anim al. Más tarde me enteré de que se supo­
de esa gente era Sigm u n d y Emrna Flegel y que su casa estaba nía que era un león. Tiré suavemente, y luego más fuerte, y en
en Lucas Avenue o Place, una casa de tres pisos, de piedra gris algún lugar dentro oí una luz tintinear. Me quedé ahí de pie,
blanquecina, la única de la m anzana q ue tenía ese color, pues con los brazos cruzados enfrente de mí; no habría podido mo­
las otras eran de lad rillo rojo. Enfrente había un aro de hierro verm e ni siquiera aunque hubiera querido. Sobre las puertas
para atar a los cabal los en una estatua de un negro. Eso era to­ había un tragaluz alto y una especie de ojo de buey en medio de
do lo que recordaba de la conversación de la tía Letty sobre su un panel. A cada lado había lám paras como faros de carruaje
vida en ese lugar. Y eso fue hace años. con porcelana blanca. Debajo de m is zapatos había un felpudo
A l principio traté de encontrar esa calle y ese tipo de casa de cuerda tejida.
simplemente deam bulando y luego se me ocurrió que era una Ya iba a to carla cam pana otra vez cuando el ojo de buey se
est upidez. Así que les pregunté a unas señoras y ellas me d ijeron abrió y una voz pregu ntó:

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-¿Q u ién ? Era una de esas inspiraciones repentinas que podían re ­
Busqué el sonido y dije: solverte una situación o arru inártela. No tenía tiempo ni me
—¿Puedo ver al señor Flegel? ¿Por favor? quedaban fuerzas para explicaciones.
—¿Para qué? El hombre me m iró a m í y al relo j.
Era inútil expl ¡carie a una voz algo que ni había pensado. —Entra, entra. ¿Cómo te llam as?
—Tengo un m ensaje de una vieja a m ig a—dije. -N e lly .
—¿Qué vieja amiga? —¿Y cómo está Letty?
Se me ocu rrió hacer un gesto de desesperación. Sostu­ —Murió el año pasado.
ve el reloj. Hubo un silencio. La puerta se abrió quizá siete —Eín guies Madchen. Pasa.
centím etros y una pequeña mano, la de una mujer, salió y se
quedó a hí con la palm a hacia arriba con un ademán de «ponlo Entré en un vestíbulo oscuro con un enorme perchero de espe­
aquí». jo, un paragüero chino, tapetes gruesos en e l suelo, y pasando el
Puse el pequeño reloj en la mano, m ientras la puerta se vestíbulo había un salón extenso con las persianas descorridas,
cerraba de golpe vi que ésta tenía un picaporte con una gruesa l leno de muebles pesados. Había dem asiada penum bra como
cadena de acero, y oí el ruido del cerrojo. Y ahí estaba. Hasta para im aginarm e las cosas, pero podía oler el talco, la cera para
el reloj se había ido, el reloj que hubiera podido convertir en muebles, el humo rancio de puro y el whisky derramado. Por
comida o una cama. Me quedé ahí, m is pies no se m ovían, me mucho que airees o lim pies el salón de un prostíbulo ese olor
dolía todo, tenía unas ganas repentinas de mear, de sa lir co­ se queda. Y siem pre el olor a m ujeres. Ese y algunos alientos
rriendo. Pero no había nada que hacer más que ver si podía fuertes y persistentes se im pregnan en la tela de las cortinas y
recuperar mi reloj. en las paredes. No lo notas mucho después de un rato.
A lgun as personas pasaron y me m iraron. Perm anecí de El hom bre me condujo por un pasillo con pinturas colga­
pie y decidí; m aldita cam pana, iba a golpear las puertas y a das en pesados m arcos dorados; apenas pude d istin gu irlas en
recuperar ese reloj. Estaba a punto de alzar el puño cuando la aq uella oscuridad. Llegamos a una cocina con pintura am ar i lia
puerta se abrió de nuevo, esta vez sin cadena. Se abrió hasta brillante, una estufa de carbón con adornos de plata, muchas
la mitad. Apareció un hombre bajo y gordo, con sueño en los ollas de cobre colgadas en ganchos y algo que hervía a fuego
ojos, con escaso cabello am arillo todo desordenado y con un lento en una olla profunda. Una mujer alta y delgada, con ojos
bigote desaliñado. Su cam isa de dorm ir estaba metida dentro m arrones como canicas estaba m irando aúna chica gorda, que
de sus pantalones grises, los tirantes colgaban librem ente. En parecía id iota, desvain ar guisantes.
una mano me tendía el reloj. —Emm a, ésta es la sobrina de Letty Brown. ¿Te acuerdas
—¿De dónde sacaste esto? de Letty?
—¿Usted es el señor Flegel? —Ach ja. ¿Y de dónde vienes?
—No soy el general Grant ni die lustige Witwe. —De la granja. Encantada de conocerla.
—Mi tía Letty me lo dio. El hombre le tendió el reloj.
Entonces, con un torrente de palabras, añadí: —Nos ha traído esto.
—Me dijo que tenía que ven ir con usted cuando llegara a —Fue su regalo para mí antes de morir. La tía Letty me d i jo
Saint Lome. que vin iera aquí. Que ustedes se ocuparían de m í —dije.

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Se pusieron a hablar en alem án, que yo, desde luego, en­ sa que jam ás había probado en m i vida y Ii mpiaba el plato con
tendí. D ijeron que me veía bastante inocente, pero ¿y si era un mendrugo de p an y le sonreía a Z ig y a Ernma Flegel. No me
una tram pa? Nadie podía parecer más cam pesina que yo. Y sin i mportaba si me vendían como carne para gatos o si me echa­
em bargo, a punto de llorar, y ese culo tan arqueado. ¿Debían ba n a la calle. Estaba llena y bebía a sorbos el café con crema.
intentarlo? Yo estaba ahí simplemente de pie, oliendo la com ida Le ponían achicoria al estilo europeo.
cocinada, y la chica idiota —resultó q ue era retrasada— m asti­ Zig Flegel no dejaba de tocarse el bigote. Me dijo que dor­
caba una va ina y me m iraba, m ientras se lim piaba la nariz con m iría con Trudy en el cuarto de encim a de la cocina y que por
el dorso de una mano y recibía una bofetada por ello. la m añana decidirían qué hacer conmigo. Pronto estarían ocu­
Ernma Flegel dio una vuelta alrededor de mí. pados con los huéspedes nocturnos. Guardé dos rebanadas de
—¿Cuántos años tienes, Nellie? pan en mi bolsillo. Me dijeron que Trudy era retrasada pero ino­
Estaba preparada para la pregunta. No conocía la edad de fensiva. Ella me m ostraría donde dorm ir. En la entrada dije:
enrolam iento en un prostíbulo. Tenía que tirar por lo alto. —¿Podrían devolverme mi reloj, por favor?
—Dieciocho. Ernma Flegel asintió con la cabeza.
Zig Flegel dijo: —N ellie, creo que vas a estar bien, vas a estar muy bien.
—Esperam os que no seas virgen. Eso no lo queremos. No He revivido ese día m iles de veces en mi cabeza.
es nuestro tipo de negocio en absoluto. La mayoría de las putas son pésim as m entirosas acerca de
—Mi esposo me abandonó. cómo se volvieron putas. Cuentan historias estúpidas y tristes
—Ein Umglick —dijo Ernma Flegel con una e xp re sió n para im presionar al cliente. Pero casi ninguna de esas trage­
im perturbable. dias es cierta. Por lo que a m í respecta, fue justo como lo he
—Se Fugó a Brasil. N unca he estado con otro hom bre. Pero escrito, sin adornos ni exageraciones. A sí es como me convertí
soy lim pia y estoy sana y estoy dispuesta a hacer lo que la tía en puta en una de las m ejores casas de citas en Saint Louie.
Letty hacía.
Estaban de pie juntos, los dueños del prostí bulo, y me m i­
raron. Eran unos comerciantes, prácticos mercaderes de carne.
Esa m irada astuta de dueños de burdel podía ha ber sido lo que
más destacaba de sus caras gordas de holandeses.
Dije:
—Q uisiera algo de comer. Tengo ham bre y me gustaría
mear.
Ernma Flegel soltó una carcajada. Puso su brazo alrededor
de mi hombro.
—Trudy te va a enseñar el retrete, y yo te voy a dar un po­
co de guiso y un par de tazas de buen café y pan horneado en
casa.
En cinco m inutos, después de una meada h irvien te, me
estaba term i nando un enorme plato de la comida más delicio­

81
(¡npítulo 6
EN CASA DE LOS FLEGEL

Sigmund Flegel, según contaba, ha bía sido mozo de cuadra en


u na Enea en O ldenburgen Baja Sajoniay llegó a Estados Unidos
con un cargamento de yeguas de crianza y un sem ental para un
rico am ericano del estado de Nueva York. Zig se convirtió en
cochero en la lin cay allí conoció a Emm a, que era ayudante de
cocina. Ella era o rig in aria de Lubeck. El dueño del lugar los
encontró una mañana a los dos en la Camay no los despidió, a
condición de que se casaran. Parecía poco para conservar sus
trabajos. Con los años ahorraron dinero. Cómo llegaron a ser
los dueños durante veinte años de uno de los m ejores prostí­
bulos de Saint Louie, esa parte es bastante im precisa, y así se
quedó. Lo que era un hecho es que ten ían buenos contactos
con el ayuntamiento y con el gobierno del estado, y a través de
ellos se ganaron el respeto y la protección de la policía. Eran
una pareja extraord i naria, trabajadora y obstinada, pese a to­
da su gemutlichkeit.

Z ig —sólo lo llam abas Sigm und cuando estaba enojado conti­


go— tenía un temperamento fuerte. Era gordo y tenía los pies
planos, ojos m arrón claro rodeados de carne arrugada como
una vieja tortuga, un bigote hacia arriba, encerado y m ancha­
do de tabaco en polvo que aspiraba por las fosas nasales y de
los puros que fum aba con una bo q u illa ám bar. Zig ten ía un
humor agradable hasta que se cabreaba, entonces escupía ba­
las. Mantenía la casa en orden con su m irada, sus gruñidos y,
si tenía que hacerlo, con su mano. Nunca usaba el puño para
golpear a nad ie, pero si una chica m erecía un castigo, le pega­
ba fuertem ente en la cabeza de un lado a otro con la palm a y
el dorso de su mano. Golpes regulares en la ca ra y en la cab e­
za, rápidos e hirientes. Decía que así era como lo castigaba su
coronel cuando de ¡oven montaba en la caballería: «Cuando buena cocinera, pero no tenia mucho tiempo para entretenerse
te tiraba al suelo de u n golpe, sim plem ente te levantabas son­ trabajando en la cocina. Trudy, la idiota d e ojos saltones y labios
riendo, saludando». parduscos y húmedos, era su sobrina. Había una gorda cocí ñera
Por lo general, Zig no tenía que castigar a ninguna chica alemana llam ada E lsay dos criadas alem anas, gordasy jóvenes.
muy a menudo. Era justo, no acostum braba a tener favoritis­ Las tres v ivían fuera y llegaban sobre las cuatro de la tarde.
mos, le gustaba que todo estuviera en su lugar y tenía un lugar Las criadas no eran putas, pero si algún cliente insistía, se
para todo. Sabía m uchos rel'ra nes y dichos antiguos alem anes. iban arrib a y follaban, riéndose todo el tiempo. Zig no lo veía
Raum filralle hat die Erde era u no de sus favoritos. Y tenía u n ol­ con buenos ojos, pero Emm a trataba de complacer al cliente,
fato agudo para el dinero. Pero Zig no escatim aba en la comida, especialm ente si era u no de los que ellos l lam aban asiduos.
la ropa de cama o los muebles para la casa. « A l fin al, lo mejor Había un cochero que tam bién era peóny un cam arero llamado
sale más barato.» A menudo 1loraba la noche de Año Nuevo, y A lex q ue supuestamente era herm anastro de Zig. Era un borra­
decía que había sido un m al hijo con su di fu rúa madre. cho con cara som nolientay con una gruesa barba am arilla.
Emma Flegel se encogía con la edad. Casi podías ver los
huesos saliéndose de la piel de su cara. Se recogía el pelo y se Yo quería agradar y prestaba atención. Si no conocías la ocu­
lo ataba con lazos de terciopelo. Era dorado claro pero no b ri­ pación del lugar, a prim era vista pod ías pensar que se trataba
llante. Tenía pies y ma nos muy largas y cam inaba colocando de una alegre fam ilia alem ana, lim pia y ordenada, con dem a­
firm em ente Jos pies sobre la alfom bra como si se asegurara de siados muebles.
que hubiera algo que pisar. Era tanto el ama de llaves como la Había cinco chicas en la casa cuando llegué, pero sólo me
madame del prostíbulo. Zig se encargaba del edificio, del cual acuerdo de dos de ellas. Frenchy era realm ente italiana. Era
eran dueños, y las cuentas, la compra de vi no y el soborno de los p arlan ch ín a, irascib le, tenía los dientes afilados, el cabello
oficiales. La mayoría de las casas tienen una mada me y también oscuro brillante como el alquitrán y u na piel oscura como la
un ama de llaves que vela por la ropa de cama, las criadas y el or­ de una ciruela que siem pre olía bien y era cálida. Tenía unas
den de las chicas arriba. Pero Emma desempeñaba a tubas fun­ tetas grandes, una cintura estrecha y las caderas m ás activas
ciones y eso la hacía estar a la carrera cuando los puteros—como que jam ás hubiera visto, como si estuvieran sobre un pivote.
aprendí que llam aban a los huéspedes— querían atención. Podía m overlas en cu alq u ier dirección. Era im pertinente y
Emma, a diferencia de Zig, nunca mostraba mal carácter ella m ism a se burlaba de sus pequeños pies. Siem pre parecía
o enfado. No daba bofetadas, daba pellizcos. Bajo su constante sobrecargada por arriba. Frenchy tenía buenos dientes, labios
calm a estaba un poco loca. Era « la hija de un capitán de m ar», gruesos y casi siempre se esta ba riendo, ca nía ndo y blasfem an­
solía decir orgullusam ente, y m iraba por encim a del hombro do. Hablaba con un dialecto marcado, pero conocía palabras
a los sajones y al resto de los alem anes. Coleccionaba conchas muy largas y leía lib ros que la hacían llorar. Los disfrutaba,
m arinas, dorm ía con Zig en una enorme cama suiza que tenía solía decir. Mandaba dinero a Italia para G arib ald iy más tarde
tallados en madera anim ales y pi nos y troles. Esas cosas esta­ para los socialistas en la cárcel. Decía que q uería poner bom ­
ban por toda la cabecera y al pie de cama. Emm a siem pre tenía bas. Era muy fuerte y odiaba todo orden form al empezando
una chica favorita a la que acariciaba y besaba en la m ejilla o por los reyes, los papas, loe líderes políticos y cualquiera que
en el cuello y con la que se echaba siestas. Nunca bebia, pero no fuera de su agrado. Nos cogim os mucho cariño. Frenchy
fum aba unos puritos negros. Era una verdadera hausfrau, una se encargaba de lo que ella llam aba el «com ercio outré», una

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nueva palabra para mí. Podía recoger con su coño las monedas i nexpresivas, serviciales, capaces y que no daban problem as
que los clientes ponían en la orilla de una mesa. en la casa. En su tiempo libre hacían bordado. Podría pensarse
Bel le era una puta rubia, grandota y perezosa, su cabello era que todas esas virtudes eran una ventaja en un prostíbulo, pero
casi blanco y se le rizaba alrededor de las orejas y el cuello. Era en realidad los clientes se cansaban de ese tipo de ch ica alem a­
herm osa, alta, huesuda, medio chiflada, con ojos verdes gran ­ na. Zig estaba cam biando a las putas todo el tiempo, buscaba
des. Belle se movía lentamente y hablaba en voz baja. Zig decía: a Igo diferente que completara el talento con el que Frenchy y
«Podría pensarse que no mataría ni una mosca». Sin em bargo, Belle excitaban a los clientes asiduos.
era una arpía cuando se em borrachaba con bourbon y con lo que En ese momento no rae im agi naba que yo m ism a me con­
ella llam aba «agua corriente». En varias ocasiones Belle había vertiría en una de las especialidades de la casa y que me que­
destrozado el salón y había tratado de prender fuego al lugar. daría por mucho tiempo. Me llam aban Goldie Brown. Una vez
Los Flegel no la despedían porque era una puta m aravillosa y un reportero borracho del periódico del señor Pulitzer en Saint
también la favorita de varios funcionarios de la municipalidad y Louie anduvo por toda la ciudad diciendo que Frenchy, B elley
de dos m olineros muy ricos. Esos dos puteros se apoderaban de Goldie eran las Tres Gracias de Saint Louie. Me tuvieron que
la casa cuando estaban en la ciudad y le daban a Bel le anillos y explicar a qué se refería con las Tres Gracias.
pieles que ella regalaba, perdía o le robaban. Nunca le duraban
los ob jetos de valor ni el d inero por mucho tiem po y su ropa inte­ Dormí con Trudy dos días, com iendo y recuperando el á n i­
rior estaba rota y andrajosa a menos que Emma Flegel la tuviera mo. Luego Emma Flegel me dijo que si quería trabajar podía
con fru frú , bragas de encaje y cam isones con ribetes. Guando hacerlo esa noche. Me arreglaría el cabello, me prepararía la
estaba sobria, Belle era muy lim pia, se lavaba constantemente, lina de roble de arriba, me cortaría las uñas y me daría algo
se bañaba, se perfu maba y se hacía las uñas de los pies. de ropa buena. Dijo que la ropa que yo tenía no se la pondría
Ella decía ven ir de Virginia y ser pariente de Robert E. Lee, ni a u n espantapájaros.
pero según Zig era chusm a blanca de Memph is, de una ba rraca, M ientras me rem ojaba en la tin a caliente y Trudy me traía
y que cuando uno de los funcionarios de la municipalidad la en­ cubos de agua, Emma Flegel me explicó m is respon sabilida­
contró, se estaba prostituyendo con tripula ates de las barcazas des como puta. No puedo describir su marcado acento alem án,
por veinticinco centavos el polvo, y se guardaba las monedas pero lo que di jo fue:
en la boca porque no tenía otro lugar donde gua rdarlas, pues —Somos un buen negocio y bien establecido. Ofrecem os
estaba desnuda. El funcionario que llevó a Belle con Zig era un nuestros servicios solamente a la mejor gente y a sus amigos y
hom bre im portante con una fa mil ia gra nde, por lo q ue no po­ vi si tantes de nuestra ciudad que vienen recomend ados por nues­
día alojarla en un apartam ento en Saint Louie. Belle decía q ue tra clientela. La única regla q ue tenemos es que ejecutes tu kunst
Ed, el funcionario, estaba enamorado de ella. «Vaya, basta con y no puedes rechazar a ninguno de nuestros huéspedes. Tienes
que chasquee m is deditos para que se escape conm igo.» Pero que asegurarte, de manera alegre y amable, de que él salga con­
nunca chasqueó sus dedos porque ella sabía y todos sabíam os tento. El es tu amo, tú eres su esclava. Haz lo que él quiera. En lo
que los peces gordos no se escapan con una puta, y menos con que al caballero se refiere, como cliente asiduo, sabe que den­
una que se volvía loca de atar cuando estaba borracha. tro de lo razonable estamos aquí para complacerlo. Frenchy se
Las otras tres chicas que estaban allí en esa época sim ple­ encargará de aquellos con necesidades muy especiales y a ti te
mente parecían ser, según recuerdo, unas alem anas apáticas, m andaré, du ra nte las prim eras sema ñas, a los clientes simples

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y fáciles de complacer. Ten un estilo agradable, siempre una voz él. Él está aquí para oír ese tipo de cosas, para recib ir este tipo
baja, y si ein lustigerBruder quiere que lo anim es de algún modo, de atención. Quizá te pregunte, si ve que eres joven y nueva,
deja que te guíe. Con los jóvenes ti ruidos tú tendrás q ue tomar la q ué ungluck te trajo aquí. Les gusta más cuando les dices que un
iniciativa, pero a ésos te los vamos a posponer un rato. Kurzum, hombre más viejo te arruinó la vida y que eras inocente. Hazlo
sé pulcra, sé limpia, sé servicial. Algunos de los clientes son an­ triste y agárrate a él m ientras se lo cuentas. También por esto
cianos y necesitan paciencia. ¿Tienes alguna pregu nta, Goldie? vienen aq uí. Ya descubrirás que foliar es sólo una parte de los
Dije que no, que no tenia preguntas que hacer. Tenía al­ servicios para nuestros clientes.
gunas, pero me im aginé que al ser nueva en este asunto y sería
mejor no parecer dem asiado an sio say exponer mi ignorancia Me dieron unas m edias blancas de seda, el prim er par que tuve
acerca de las reglas de un prostíbulo haciendo preguntas. o vi en mi vida, y unas ligas con un capullo de rosa am arillo,
Emm a Flegel me explicó los recibim ientos en el salón y zapatillas con tacón y un vestido largo con un cuello redondo.
el trabajo arrib a con un huésped: cómo ayudar a desvestir al Eso era todo, adem ás de un pañuelo para meter debajo de una
el ¡ente, qué posiciones adoptar para excitarlo y algunos gestos liga. Emm a me arregló para que m is tetas se vieran como si
y expresiones que podían complacerlo. se estuvieran saliendo del vestido. Me dio un beso y me dijo:
—A ctúa como si estuvieras echando el polvo de tu vida, «A chso».
gim e, da vueltas, im plórale que por piedad te muestre lo hom­ Estaba muy asustada. Fuera estaba oscuro. Podía oír el
bre que es, quédate encantada al ft na I por su tam año, su peso, clop clop de los caballos, el ruido de las ruedas de las carrozas,
tanto semen. Emite pequeños gritos cuando supuestamente te voces en el salón. En el vestíbulo Frenchy me agarró del brazo:
estés corriendo con él. Ahora, es mejor que en realidad no te «Vamos, cam pesina».
corras. Pero aparéntalo por completo. D escubrirás que a a l­ El salón era rosa claro con pesados marcos dorados I leños
gunos puteros les gusta que actúes de form a tím ida para que de escenas de caza y montañas con nieve en Ja cima, también
tengan que forzarte, y algunos quieren que grites palabrotas. imágenes de chicas desnudas bailando ante turcos y ára bes. So­
¿Las conoces? bre unas bases había estatuas de mármol con chicas desnudas
—Sí —dije, im aginándom e que con el habla de la granja abrazando árboles, oliendo l lores. Los muebles eran brillantes
bastaría. de color m arrón am arillento, y más tarde me enteré de que se
Me dio algunas expresiones como ejemplos y no eran muy 11am aban Biederm eiery de que los habían traído directam ente
d i ferentes a las que había oído en la granja o usado con ese hijo de Alem ania. Había colgando lám paras de aceite con pantallas
de puta de Charlie Owens. rojas y verdes todas pintadas con flores, y chicas atravesando
—Esta noche atenderás a cuatro o cinco clientes. No ten­ arbustos perseguidas por gente peluda con pequeños cuernosy
gas prisa. No somos ese tipo de casa. Después de cada turno te piernas de anim ales por debajo de las rod i llasy grandes ereccio­
lavas bien en la palangana, te arreglas el pelo y el at uendo y ba­ nes. En una pared había una estufa hecha de azulejos de colores.
jas. Si te regala un frasco de perfum e, se lo agradeces. Zigte lo En el suelo había floreros altos con ram as secas de algún tipo
adm in istrará. Site da algo de dinero extra, es tuyo. No puedes atadas con lazos dorados. Todavía puedo enum erar todo lo que
concertar ninguna cita con él fuera de la casa. Z ig te llevará a había en ese salón. Zig estaba muy orgulloso del m obiliario y
fiestas en hoteles o casas si alguien lo pide. Pero siem pre ru é­ siempre señalaba que los óleos eran «verdaderos, todos hechos
gale al caballero que vuelva aquí; estás sim plem ente loca por a mano por los mejores artistas alem anes de D usseldorf».

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En mi prim er número de la noche en el salón había tres Mi cuarto de trabajo era pequeño, tenia una gran cama
clientes con som breros de copa sentados en un gran sofá rojo recién hecha, dos sillas, un enorme espejo de cuerpo entero
y una chica con una bata azul estaba sentada en las rodillas de en una base de márm ol, un jarro de porcelana y una palanga­
uno de los clientes jugando con su bragueta. Em m a, con un na, una pila de toallas y una barra de jabón rosa en un plato de
vestido oscuro de cuello alto sujeto por un corpino, nos to­ porcelana. A l lado de la palangana había un orinal grande con
mó a Fren chyy a mí del brazo y nos dirigió hacia los otros dos un diseño de oro en el borde.
huéspedes. Mi cliente m iró a su alrededor con agrado y yo a la vez me
—Lo mejor de la casa. Ella es Frenchy, ella es Goldie. quité el vestidoy empecé a retirarm e las medias. Me dijo: «No,
—Encantada. Estoy se g u ra —dijo Frenchy. no, déjatelas puestas. Una pierna se ve mejor con m edias y za­
Yo sólo conseguí decir: «En can tada». patos». Seguim os hablando así durante un rato, yo no veía la
Frenchy se sentó en las rodillas de uno de los huéspedesyyo hora de term inar.
asumí que el que quedaba era el mío. Era de mediana edad, gordi- Le ayudé a quitarse la chaqueta, el chaleco, los pantalones,
to, con gafas de montura dorada, escaso cabello peinado a un lado colgué todo encim a de una silla alta como me habían dicho.
y una gruesa cadena de oro que atravesaba su chaleco a cuadros. Llevaba calzones largos como los que usaban todos los hombres
Me senté en sus rodillas y me rodeó con los brazos. Im i­ de esa época, fuera verano o invierno. Creo que se llam aban
té a Frenchy, lo rodeé con los brazos. Para ese momento ya me balbriggans* Tam bién Ilevaba una com presa a la altura del hí­
había calmado. El lugar olía a cerveza y a brandy, humo de pu­ gado que supuestamente cum plía alguna función médica. Sus
ro y talco, y algo de lo que un prostíbulo nunca se deshace: el calcetines estaban sujetos con ligas con broches de oro.
olor de los cuerpos de mujer, un olor a casa, por mucho que la Me fu i a la cama, me acosté con las m edias y los zapatos
m antengas lim pia. puestos, puse las manos detrás de la cabeza, sonreí, tratando
Mi putero empezó a besarm e en el cuello y las m ejillas, de parecer seductora. Por un momento pensé, Nel lie, todo esto
enterró su cabeza entre m is senos, y luego I levó mi mano a su no es más que un maldito sueño. No estás sobre esta gran cama
bragueta. De repente tuve conciencia de que estaba trabajan­ suave, oliendo tan bien por el baño y este hombrecito gordo y
do. M i cliente em itió un gruñido: «G aram ba, eres una chica con cara de tonto no se te está acercando con su verga en la m a­
grande y pesada. ¿Nos vamos para arrib a?» . no como si te estuviera ofreciendo un caramelo. Pero no era un
Emma Flegel me m iraba y sonreía: sueño. Saltó a la cam ay empezó a hablarm e muy excitado de lo
—lle rr Sw artzkof—dijo—, esta noche ha elegido ala perla que me iba a suceder. Sentí que mi piel se ruborizaba y mucho
de la casa. calor por todas partes. Pero una vez que estuvo encima y dentro
Yo no había dicho ni una palabra aparte del saludo. Me de mí, fue simplemente como C h arlieyyo cientos de veces. Me
puse de pie y el cliente se levantó y relajó la entrepierna. La dejé ir, me olvidé de mi m ism a y me corrí con él.
escalera tenía dos estatuas de chicas medio desnudas sujetan­
do lam paritasy los escalones estaban cubiertos con alfom bras Así es como fue para mí la prim era vez en una casa, trabajando
azules y am arillas. Subí, apoyándome en mi cliente, con sus como puta. Ya no me acuerdo de los otros cuatro clientes que
brazos alrededor de m í. Me habían dado la segunda h abita­ me tocaron esa noche. Tod^lo que sé es que no tuve orgasmos
ción de la izquierda. De las otras habitaciones podia oír risas
y sonidos de palmad itas en las nalgas. Género de ponto de lana o algodón empleado para confeccionar ropa interior.

9° 91
con ellos, sino que sólo los fin gí. Hacer tan bien mi trabajo Mi padre y otros cristianos en Indian C rossing llevaban vidas
para los Flegel hacía que me enorgulleciera de m í mism a. Y ru i nes, tratando a los demás sin ninguna am abilidad. La pe-
todos ellos le dijeron a Emm a lo buena que era la nueva chica. queñez de sus mentes, el modo en que trataban a sus esposas
Me dieron dos frascos de perfum e y m i prim er cliente me dio c h i jos, a los demás, a los desconocidos, todo eso me ha bía de­
una moneda de oro de cinco dólares cuando le ayudó con sus jado sin am or a sus creencias o a sus ideas del pecado. Sabía
pantalones. Me dijo que lo volvería a ver. Así fue, d o svecesp or que su manera de hablar mojigata y sus refranes piadosos, no
sem ana durante cinco años, y hubiera ido a su funeral. Era un los hacían buenos hom bres. No fue sino hasta que tuve una
fabricante de pieles conocido. Pero los Flegel me dijeron que edad madura cuando me di cuenta de que m ientras que los
nunca íbam os a los entierros de nuestros clientes: «No es de seguidores de la fe son hipócritas en su mayoría, la verdadera
buen g u sto ... y la fam ilia, quizá, no sepa de nosotros». cristiandad tuvo mucho de bueno antes de que se organizara
Eran aproxim adam ente las cuatro de la m añana cuando en grupos especiales. Rara vez en m i ocupación o fuera de ésta
me fu i a dorm ir. La casa olía a alcohol, purós fríos y orinales vi que las verdades sim ples y los dogmas extravagantes sig n i­
con orines de los huéspedes y de las ch icas, y con agua sucia y fica ran lo mismo.
jabonosa. Así que nunca creí en el pecado del sexo. También descu­
La últim a vez que subí un el iente me pidió que hiciera p isy brí que no creía en los pecadores. Los huéspedes que llegué a
por vez prim era vi que en la parte in ferio r del recipiente había conocer con los Flegel, tanto los el ¡entes esporád icos, como los
pintada una im agen de dos personas haciendo lo m ism o que puteros que se volvieron m is visita ules constantes, eran por lo
nosotros. Estaba dem asiado cansada como para exam inarla. general hom bres de clase med¡a o alta que no encontraban la
Fi nalmente me fui a la cama sola, me eché hacia atrás, y traté vida en casa suficientem ente i nteresante o excitante. Sentían
de darle un poco de sentido a la noche, a todos los hombres, sus que los años pasaban tan rápido como un carruaje de caballos
rostros, su aliento, sus ojos y bocas abiertas m ientras estaban desbocados. Trataban de lle n ar algunos huecos físico s, ex
excitados y sus m anías de m ordiscos y pellizcos, tru q u ito sy perim entar unos últim os placeres sexuales. No podría decir
exigencias. Me quedé dormida. M i cuerpo estaba cansado; los que eran adúlteros, depravados, bestias lujuriosas. No quiero
nervios como crispados de tanto prestar atención, de intentar decir que a veces no tuviéram os algunos de los dos últim os,
escuchar, complacer y actuar, todo al mismo tiempo. Pero es­ aquéllos con ideas locas de dolor o daño, los enferm os de la
taba feliz de encontrar un techo y am igos. En cuanto a Char- cabezay los cabrones brutalesque od iab an atodas las mujeres
Iie, ahora veía que no era gran cosa. Por prim era vez me sentía y qu erían ver moratones o sangre, escuchar llantos y gritos.
deseada por hom bres im portantes, halagada, satisfecha, rae Esos eran m inoría en la casa de los Flegel y difícilm ente los
hacían sentir que era parte del mundo, parte de la vida. Tenía dejaba n entrar.
sólo quince años, pero sabía que era una persona y me agra­ Si tuviera que decir lo que es un buen prostíbulo, d iría
daba ser lo que ellos llam aban una chica com prensiva. que es un corral, con gente q ue husmea y da vueltas y se reúne
Esa noche todavía no sabía que el que me dijeran que era y toquetea y se corre. Hacíamos el trabajo para el que estába­
una niña «b u en a» no era gran cosa, q ue era un poco como de­ mos destinadas. Quizá ridiculas en cuanto a las posiciones y
cir «parece un buen día». Pero era algo ama ble y yo no había los juegos, quizá los dejábannos con una sensación de que h a­
recibido muchos gestos amables. Era dura, sin aulocompasión, bía pasado de m anera un poco apresurada, incluso no como se
y tampoco tenía sentim ientos de pecado o culpa de ningú n t ipo. suponía que debía ser el el i max. Creo q ue follar term ina en un

93
pequeño, rápido y fugaz momento de muerte. Los anim ales de
corral lo saben; así que, quizá los clientes de los Flegel también
sentían que la vida y la muerte eran reales en ese lugar.
Segu n da parte
BUENOS Y MALOS TIEMPOS

94
( ¡apM ulo 7
LA VIDA EN UNA GASA

I,;i casa de Zigy Emma Flegcl di feria en cierto modo de otras ca­
sas de citas, pero, por supuesto, nuncahubo una serie de reglas
o regulaciones para d irig ir un burdel. A un cuando en Estados
Unidos hay un tipo de método y una tradición al respecto, no
es algo rígido. Lo más i mportan te es establecer adecuadamen­
te la protección de la policía de la ciudad. Los funcionarios de
la ciudad y la policía tienen que garantizar que, a cam bio del
soborno que se les da, no se hostigue ni se allane la casa. La
policía sola no lo puede hacer en ningu na ciudad am ericana.
Quizá pueden hacer la vista gorda o no meter mano, pero a me­
nos que los funcionarios de la municipalidad, y a menudo hasta
los del condado y los del estado, tam bién sean parte del sobor­
no, es inútil gastar más de sesenta m il dólares para am ueblar
una casa, traer putas expertas y alegres, poner una bodega de
vinos, conseguir un buen cocinero y entrenar alas criadas; no,
a menos que tengas algún tipo de acuerdo con la ley.

Siem pre se está hablando sobre la prostitución, hay esfuerzos


para h acerlas llam adas reform as. Pero se clausuraron pocas
casas de manera masiva en Nueva Orleans antes de 1917. Los
que su frían redadas eran casi siem pre lugares de bajo nivel o
casas cuya madame se había peleado con los oficiales corrup­
tos. Normalmente la policía le advertía a una casa cuando iba
a haber una redada por algún escándalo en la ciudad o por el
edicto de una reforma. Entonces, o abría otra vez en unos cuan­
tos días o se mudaba a un nuevo local. Durante las olas de re ­
form as se arrestaba a las putas callejeras, pero rara vez a una
chica de las casas.
Saint Louie (tuve que aprender que se escribía Saint Louis)
era una ciudad bastante perm isiva cua ndo empecé a trabajar con
los Flegel. Todo el mundo tenía su tajada y el dinero se pagaba disquear, montar, hacer bailes libidinosos, es más o menos la
a mañosos, quienes se encargaban de d istrib u ir los sobornos-, que vas a encontrar en un corral. En el mundo exterior podrá
desde los policías inferiores de ronda que se dejaban caer por la haber una form alidad, cuyo motivo es canalizar o contener el
cocí na de Zig para tomar una cerveza y un plato de sopa de rabo impulso m asculino, pero en casa de los Flegel no estábamos en
de buey, basta los jefes políticos de los principales partidos, que el negocio para predicar, re strin g ir o incitar a la moderación,
a menudo eran dueños de varios de los edificios que se alqui­ y cuando nos poníam os de rodillas, no era precisam ente para
laban a los propietarios de los prostíbulos. I labia funcionarios rezar.
honestos; tam bién había becerros de dos cabezas.
Por lo general el nom bre de los burdeles era el de su mú­ Si todos nos escandalizáram os menos con las palabras, sería­
dame. El nuestro era F legel’s; aunque por todo el país había mos más sa nos. Guando por primera vez vi las palabras fellatio y
lupanares llam ados L ib erty Hall, \1a boga n\ H all, Palace of cunnilingus en un libro que un cliente trajo, estallé a carcajadas.
Dance, Venusberg, llouse o í AJI Nations. Era peligroso vol­ Me parecía tan enferm o y tan fuera de la si mple razón etiqrie­
verse demasiado elegante o demasiado famoso-, los puritanos lar dos costum bres populares de la humanidad con semejantes
descubrían esas casas con el olfato y empezaban a hablar y a palabras en latín, tan pesadas. Lam ersey hacer m am adas son
em prender acciones para clausurarlas. parte del juego natural del sexo y pueden verse todos los días
Durante las prim eras dos sem anas q ue estuve con los F le­ entre las mascotas de la casa. En Estados Unidos, después de
gel me encargué de lo que Zig llam aba «lo s polvos al estilo la guerra civil, esto era tan popular como siem pre lo ha sido.
Mamá y Papá»; en su m ayoría ciudadanos respetados de edad Hablando con los clientes me enteré de que lo practicaban en
m adura y buenos m odales con un poco de tim idez. Q uerían sus cam as con sus esposas, a menos que la esposa fuera una
tener en sus brazos a una mujer joven, cum plir con las form a­ mojigata o muy delicada. Había puteros que venían a la casa de
lidades, y una vez que habían descargado, te daban las gracias los Flegel que decían que un sacerdote o m inistro les había desa­
educadamente y basta una moneda de oro de cinco dólares. Po­ consejado a sus esposas hacer el acto o dejárselo hacer. Supe
co a poco aprend í de Frenchy y Bel le todos los trucos de nues­ de muchos casos en que eso causó rupturas de m atrim onios y
tro oficio, lo que un buen prostíbulo tenía que ofrecerles a los una vez un doble asesinato. Nosotras en casa de los Flegel nos
huéspedes en Flegel’s. ocupábamos de aquellos a los q ue rechazaban en casa. Tal vez
Aun cliente se le perm itía cualquier acción sexual que sa­ no habría fam i lias de doce o veinte h i jos si las esposas hubie­
tisficiera su im pulso físico siem pre y cuando no causara dolor ran sido más razonables sobre lo que el Libro —todavía lo tengo
o derram ara sangre. Una puta no podía rechazar las peticiones en casa— llam a coilas moreferarum y onanism o.
de un cliente en la gama de juegos que él quería o esperaba. Fastas cuestiones de Ja vida sexual tuvieron muchos nom ­
Las palabras degenerado o perverso no tienen siguí licado bres a lo largo de los años. A u n cliente podían, en habla popu­
en el juego sexual entre u n h o m b re y u n a mujer. Al haber s i­ lar, m am ársela o chupársela. Si el cliente era la parte activa,
do una cam pesina, conocía, a través de los anim ales, todas las entonces se zam bullía en el felpudo, se bajaba al pilón, o des­
acciones íntim as que se pueden observar en la naturaleza. El pués se lo comía. El acto era popularmente más conocido como
hombre, bruto o inepto, no es, en cuanto a su conducta con las amor francés, pero no se \)<)f¿ ía decir que fuera una esp eciali­
mujeres, ni más ni menos degenerado o perverso que un perro, dad francesa. Si se jugaba mutuamente, era un 69 o tenedor y
un gato, un ganso o un toro. La manera de ol latea r, lamer, m or­ cuchara.

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Lo prim ero que aprende una chica en una casa es que el i lio cuando él estaba, con la caja de música o el piano sonando,
acto sexual realm ente consiste en la estim ulación de ciertos las dos criadas que servían cerveza, brandy y vino, Z igqu e se
puntos en el órgano m asculino; a la verga no le im porta mucho ponía al piano de vez en cuando y tocaba valses de Strauss con
cómo la acaricien o la presionen con tal de que term ine con una Schlainperei o piezas que estaban a punto de ponerse de moda.
eyacular.¡ón, o lo que el libro llam a tum escencia, y el habla po­ Pug tenía a un par de chicas sobre sus rodillas. Los huéspedes
pular llam a correrse. La poesía, los juegos, las palabras de amor colgaba n sus som breros de copa en el vestíbulo, en los perche­
que se ha n añadido al sexo hacen que todo aparezca como algo ros de cuerno de venado con el em blem a del Kaiserschritzen.
más elevado y aprobado por la sociedad; por la sociedad judeo- A las once de la noche empezaba la velada en casa de los
cristiana, que en cierta form a va contra la nat uraleza. Muchos Flegel. Las chicas estaban en batas, kim onos, o pequeñas cha-
de nuestros problem as suceden porque querem os pensar que quetas rojas, bragas y medias negras de encaje. El salón podía
la sociedad y la naturaleza son lo mismo. tener unas doce personas a la vez y en la parte de atrás había
un salón privado con capacidad para media docena, con una
Para una chica de casa no era extraño que un caballero de edad mampara en un rincón para los huéspedes que no q uerían so ­
le pidiera la atención especial que podría provocar la risa de cializar, ni que se supiera que habían ¡do a un prostíbulo.
sus am igos si lo supieran o que un jovencito quisiera que lo Esa noche, en el salón, Pug explicaba que cien años atrás
zurraran con fuerza sobre la carne desnuda m ientras m am a­ ninguna m ujer usaba bragas. Sólo las putas se las ponían y
ba una teta porque su mamá en casa ya no se la ofrecía. Una hubo un escándalo enorme cuando las m ujeres empezaron a
vez que una pauta ha demostrado ser satisfactoria para que un i m itar a las m eretrices poniéndose bragas, que eran cómodas
hombre se corra, se actúa de la m anera que complace al cliente y las m antenían calientes. Había el olor habitual a humo de
normal mente, pero no siem pre, con los genitales como esce­ puro, y para las chicas vino diluido - vino del Rin con agua de
nario. La violencia, con excepción de la que otorgaba Frenchy, seltz—. Zíg no perm itía la bebida fuerte entre las putas. Cada
la especialista de la casa en palizas y otras form as de castigo una teníam os a rriba como seis sesiones por noche y no puedes
solicitadas por algún putero, no estaba perm itida en la casa trabajar bien si estás borracha.
de los Flegel. Frenchy tam bién aceptaba que la azotaran en el Pug se puso de pie, acomodó en el suelo a las dos chicas
trasero, por un precio más alto. q ue esta ha n sobre sus rod i lias y me cogió del brazo. ^
El prim er mes que estuve en Flegel’s estaba segura de que —Goldie, esta noche so mos tú y yo. ^
podía m anejar a cualq uier cliente o cualquier situación. Casi Yo ya sabía son reír, m enear la cadera un poco y decir: ^
toda la el ¡entela estaba compuesta por asiduos o por am igos de —Qué amable es usted, señor.
éstos que estaban de visita en la ciudad; los 1 lama ha n «los pa­ Tuve que ayudarlo a su b irla s escaleras m ientras él orde­
trocinadores». Pero a veces un nuevo huésped era bienvenido nó a Zigqu e le m andara un cubo de h ielo y vino. Pug no estaba
si venía con la recomendación adecuada. completamente borracho, pero sí algo mareado. No dejaba de
Una com pañía teatral estaba de gira en la ciudad con un tararear una canción que yo no había escuchado antes ni he
famoso actor que se había casado varias veces. Un hom bre más vuelto a escuchar desde entonces.
bien feo, creo, pero era un sujeto jovial y uno de los favoritos En la habitación le ayudé con su chaleco. Había dejado su
en el salón. Su nom bre en la casa, cuando visitaba Saint Louie, chaqueta abajo. Le quité la corbata y el cuel lo y él se bajó los ti­
entre u n m atrim onio y otro, era Pug. El salón se anim aba mu­ rantes y los pantalones y se quedó ahí de pie tam baleándose y

LOO 101
cantando m ientras yo le retiraba sus zapatos de botón. A hí es­ Forcejeé, pero él era más grande y más fuerte. Me zaran­
taba él con sus calzones largos, parte de la barriga arqueada so­ deó y yo sentí que estaba en las últim as. Estaba desnuda salvo
bre su ingle. No dejaba de chasquearlos dedosy pediru n puro. por las med ias negras y las ligas am arillas y m is zapatos rojos
Olía a almeja echada a perder. Siguió chasqueando los dedos: de tacón. Zig estaba orgulloso de los zapatos de tacón que había
—Concédeme este baile. El viejo Pug quiere bailar. importado para los huéspedes especiales que eran fanáticos
Le dije que no sabía bailar pero que con gusto haría otra de los zapatos. No podía alcanzar la ingle de Pug con mi rodi­
cosa. Me quité el vestido y me acosté en la cam a. Se acercó y lla. Me estaba zarandeando como si fuera un espantapájaros.
me m iró y empezó a gru ñir. Me llam aba con el nom bre de una Traté de gritar, pero lentamente me estaba estrangulando. Le
mujer, Kate. d i un puntapié con el dedo del pie, luego con un tacón en el
—No eres una buena puta, Kate. Eres una puta vil y des­ barrigón. Volví a dar patadas tan fuerte como pude. Caí en un
preciable —y así siguió. rincón cuando Pugm e soltó, maldiciendo y gritando m ientras
Era grosero y todo el tiempo me llam aba con ese nombre se sujetaba la barriga peluda. Me extin gu í como la luz de una
de mujer. Tenía un tufo a sudor y a whisky, de su boca abierta le vela en una tormenta. Guando volví en mí, Frenchy, en cueros
salia baba; esperaba que se cayera y se desmayara. Eso deseaba, como Dios la trajo al mundo, me estaba echando brandy por la
así de espantada estaba. Había tenido unos cuantos huéspedes garganta, y me di cuenta de que estaba sollozando y con arcadas.
rudos, pero ni nguno q ue f uera ta n grande y que pareciera tan Emma Flegel me estaba cubriendo con una manta y podía oír
loco como Pug parecía en ese momento. Si se ponía violento una conmoción en el resto de la casa. Em m a Flegel me dijo:
tenia v arias alternativas que F re n ch yy Belle me habían en ­ —Ya estás bien, Goldie. Ya estás bien.
señado. A veces funcionaba halagar a un cliente rudo. Si eso Yo sólo pude decir con m i garganta totalm ente rasgada y
fallaba, tenía a mano una aguja de som brero en la base de la ardiendo:
palangana y del cántaro; la amenaza de clavar eso en una m a­ —¿En serio?
no firm e podía ca Imar a una bestia sobria, pero no siem pre a
un borracho. También estaba el truco de acercarse al huésped Abajo pude oír a Pug chillando y gritando, pero no pude en­
que te estaba dando lata y luego darle un rod i Mazo fuerte en la tender lo que vociferaba. Tenía un chichón en la cabeza y un
ingle, golpeándole en los huevos. N ingún hombre peligroso ojo cerrado de la hi nchazón.
podía seguir siendo v iolento después de semejante golpe atroz. La casa pronto se vació de huéspedes, las lám paras del sa­
Sim plem ente se encogería y g ritaría de dolor. Eso h aría que lón se apagaron. Un teniente de la policía subió a verme. Estaba
subiera n Z ig y A le x el cam arero a toda velocidad m ientras una acostada en el sofá, con un pedazo de carne cruda sobre mi ojo
podía sa lir pitando de la habitación. hinchado; seguía teniendo arcadas, pero nada salía. Frenchy
Era el últim o recurso de una puta preocupada a punto de sostenía m i cabeza en sus rodillas y no dejaba de repetir:
ser destrozada o gravemente herida por un putero. Rara vez era —Cerdo asqueroso, maldito cerdo asqueroso.
necesario en casa de los Flegel. Pero ahora Pug me había aga­ Z ig y el teniente de policía se me acercaron. Era un poli­
rrado por el cuello con am bas manos y me estaba levantando zonte sueco, baj¡to y ancho con ojos muy oscuros, que comía y
del suelo, y eso que yo era una mujer grandota. bebía en nuestra cocina, fiero que nunca subía con las chicas.
—Maldita seas, Kate, ya no te daré más i'egalos. Voy a es- Le pidió a Zig que despejara la habitación y él y Zig a r ri­
trel lar tu cerebro contra la pared. maron una sillas y se sentaron a mi lado. Zig me puso la manta

io-> o3
encim a de los hombros, ya q ue estaba tem blando y m is dientes Por la m añana tenía tortícolis y mi ojo estaba muy cerrado y
castañeaban. lenía moratones azules en el cuello. Más tarde escuché que Pug
—A hora Goldie, tú eres eingutes Madchen. El oftcial está se había retirado a un hospital durante una sem ana donde le
aquí para protegerte. ¿No es así, Swen? colocaron una faja y donde dijeron que se había resbalado en
—Goldie, el señor Flegel rae dice que no le vas a causar una acera mojada. Su com pañía dejó la ciudad. Nunca más vol­
ningún problema al caballero. ví a oír hablar de ese actor, y cuando su espectáculo ven ía a
Se me salieron los ojos de las órbitas. Saint Louie, uno de los prostíbulos que no visitab a era el de
—No, claro que no. Sólo estab a... digo... los Flegel.
—Está gravemente herido. Tiene una h e rn ia ... ¿sabes lo A quella fue mi prim era experiencia directa de cómo la
que es eso? Tu zapato se lo hizo. Le rompió el músculo aquí y se policía, los tribu n ales y los prostíbulos con protección sólida
le salió parte de la barriga. Una ruptura fea —me enseñó en su I ra bajaban juntos. También me enseñó a ser precavida con los
abrigo azul justo donde le había ocurrido—. Ahora bien, Goldie, huéspedes chi fiados y peligrosos y Frenchy me dijo que había
él sólo está de paso, y d ice que para m añana tendrá una orden señales para reconocerá u n p u tero al que le falta un tornillo.
contra Z ig y contra ti. M añana a prim era hora. —Sudan de manera poco natural, son demasiado corteses
Me puse a llorar. Zig me agarró la mano. al hablar, sabes, y no te m irán directamente a los ojos cuando te
—Goldie, déjaselo todo al tío Zig. Y a nuestro buen a m i­ están hablando. Sólo se te quedan mirando cuando no hay nada
go Swen. Queremos que firm es una declaración. Que alegues que decir. Fíjate en sus guantes, en las manos. Si no dejan de
ciertos actos y agresiones. Swen va a ir con Pugy va a hablar se ­ doblarlos dedos, protégete. Si te los puedes follar, llevártelos a
ria mente con él después de que el doctor lo calm e allá abajo. la cama para un casquete, quizá puedas ca Ima ríos. Si no, diles
—¿Acerca de qué? que tienes algo especial que les has reservado y lárgate de ese
—Acerca de m andar tu versión a los periód icosy de pedirle cuarto tan rápido como puedas. Si su m adre fue una zorra, el
a un juez que cm i l a una orden contra Pug. cabrón se vengará con alguna chica, puedes apostar por ello,
—¿Tengo que hacer eso? Goldie.
Leí la corta declaración en el papel. Casi nada tenía sentido Estuve acostada tie say seca como un bacalao durante una
para mí. En esos d ías todavía movía los labios cuando leía. Dije: sem ana. Luego me pintaron el o jo y e l cuello con polvo blanco
—A q uí dicen que tengo catorce añ o s... y tengo... —iba a Iíquidoy volví a atender a algunos elientes. Los clientes h ab i­
decir que tenía quince, y no catorce, pero el policía sim p le­ tuales fueron muy am ables conmigo. A lgunos ten ían un in ­
mente sonrió. terés realm ente leal por mí y me llevaban arrib a y m ientras
—El juez tiene cuatro hijas jóvenes. Si lee esto seguro que hacíam os nuestras cositas me pedían que les contara cómo ha­
echa a ese actor de la ciudad por abusar de u na menor. bía sucedido todo. Realm ente los enfurecía.
Firm é Goldie Brown, y bebí algo que Em m a Flegel rae dio
en un vaso y me quedé dormida. Me pregunté qué habría pen­
sado el teniente Swen si hubiera sabido que en realidad tenía
sólo quince años, y no Jos dieciocho que les había dicho a Zig
y Emma. Lo más probable es que nada; por la zona del dique
había putas de doce años trabajando.
(¡apítulo 8
POR LA CIUDAD

Con el ataque de P u g —directo, real— m aduré, me convertí


en una verdadera profesional. Nunca m ás me volvió a suceder
nada parecido. La vida cotidiana es realm ente muy tediosa
entre los traum as que nos provocan nuestras crisis, incluso
en un prostíbulo. Tanto en la casa como fuera de ella, pronto
vi q ue en la vida de cada persona una m anera de evitar que el
tedio de la existencia se con virtiera en total desesperación y
aburrim iento era h ablar de pequeñeces como si se tratara de
grandes asuntos. Uno se pasa el tiempo haciendo grandes las
peq ueñas alegrías y las m inúsculas irritacion es y peleas. Los
soldados me decían que en la guerra era igual, a pesar de to­
das las im ágenes coloridas y banderas ondeando y canciones
de batallas. La mayor parte del tiempo no era más que esp e­
rar, an q u ilosarse, ab u rrirse. Guando el asesinato y la muerte
Ilegaban, llega han rápido, de modo que el soldado sólo podía
captar una parte nebulosa de lo que estaba sucediendo. Uno
me contó sobre la batalla de Gold H arbor que eran como p e­
dazos de rostros en un espejo roto. Un joven, un soldado de
cab allería de las Guerras Sioux, me contó que m atar empezó
a gustarle.

La vida en un prostíbulo es tan tediosa como en cualq uier otra


parte. Guando no estábam os trabajando en Flegel’s, hablába­
mos de los clientes, de sus peticiones y sus modos, del com por­
tamiento de algún putero tonto m ientras estaba borracho, de
las brom itas que nos hacíam os, del tipo de sopa que nos daban
de comer, de qué aspecto teníam os con algún nuevo estilo de
moda en el cabello (postizos, moños, rizos...). Las putas son
personas norm ales y corrientes que hacen un trabajo del que
la sociedad p referiría no enterarse. No era todavía adulta, así
que pasaron algunos años antes de que pudiera entender por Los m iércoles en Flegel’s las chicas teníam os todo el día
qué una mujer hecha y derecha era una puta y cómo se veía a li bre hasta las cinco de la tarde; y los dom ingos, toda la m aña­
sí misma. na. Guando una chica tenía la regla, no trabajaba en tres días y
Guando me hice madame podía form arm e una opinión podía quedarse fuera basta las doce de la noche. Zigno perm itía
acerca de una chica en el acto y decir cómo resultaría, incluso q ue una chica se quedara a dormi r en otra parte a menos que
qué problem as causaría. Y a cuáles debía rechazan «No g ra­ él la enviara en carruaje a visitar a un putero. Ese era su p rin ­
cias, aquí no. Buenos días y hasta luego». cipio de alem án terco: «Donnerund BLitz! ¿Dirijo un prostíbulo
Guando iba a cum plir dieciséis años, estaba repleta de lo o un baile de sociedad? ¡Aquí hay horarios!».
q ue aprendí que llam aban ilusiones; estaba confundida sobre F ren ch yyyo acostum brá hamos a visitar las tiendas y nos
el mundo, sobre lo que la vida le ofrecía o le hacía aú n a, sobre pavoneábamos en el vestíbulo de los hoteles, le guiñábam os el
lo que sería el futuro. Obtenía inform ación escuchando y ob­ ojo a algún tipo que conocíamos allí, pero nunca íbamos detrás
servando. Tenía un cuerpo muy fuerte y herm oso, unos senos de un mujeriego ni m irábam os seductoramente a un caballero.
m aravillosos con pezones de color rosa fresa —no m arrones o No éramos tan tontas. La sociedad podía pescarnos rápidamen­
moteados como algunas—, llenos pero no demasiado grandes. te, cuando estábamos fuera de nuestro campo de acción, pero si
M i piel era rosa nacarado, el pelo en m i cabeza, bajo mis bra­ nos convertíam os en parte del juego, entonces era diferente.
zos y entre mis piernas, era dorado rojizo. Por naturaleza ya Como decía Zig: « S i no alteras el tejido de la sociedad,
era precavida, pero a menudo tam bién dem asiado conliada. puedes sa lir i mpune de cualquier cosa, excepto del asesinato.
Todavía no me había dado cuenta de que la sociedad que esta­ Y tal vez hasta de eso si tienes los contactos adecuados».
ba más allá de nuestra puerta no era más que una li na capa de
valores m orales y so c ia le s—como la superficie de una tarta—, Al pasear por la ciudad o cam inar por las calles me sentía parte
lemas devotos, cortesía a ultranza. Nada de eso esconde, para de un mundo que estaba aun millón de kilóm etros de m is d ías
una puta, los hechos verdaderos de cómo es en realidad la so ­ con la tía Letty. De vez en cuando, le enviaba dinero a mi gente
ciedad. Vi a tiempo que la Iglesia, la política, los negocios, el de la granja, al menos hasta que mi madre murió. Me enteré de
m atrim onio, existían ba jo reglas no muy diferentes de las que que había muerto por una mujer de Iridian C rossing que me
teníam os en Flegel’s. En a m bos lados se recurría al soborno, la encontré un día en la calle fuera de una tienda de telas cerca
deshonestidad, las m entiras, la corrupción en lugares altos, de Lafayette Park. Pude ver que se quedó im presionada por mi
la m alversación de impuestos. aspectoy mi atuendo. Me d i jo que mi madre «u n a noche si m-
El prostíbulo era más honorable cuando daba su palabra plemente se sintió mal y se tum bó en la cam a». Mi padre le dio
sólo porque tenía que serlo. Nuestro tendero tenía básculas té de hierbas y tres días después murió. Le di a la mujer, una
trucadas, al cura que trató de clau su rarn os lo exiliaron por tal señora Mi 11er, cinco dólares para que pusiera unas buenas
sodom izar a los niños del coro, los hom bres de negocios que flores grandes en la tum ba y me fui rápidamente. Me fui y me
d irig ían el partido reform ista alquilaban una buena cantidad bebí dos copitas de w hisky de centeno en el bard e mujeres de
de los peores prostíbulos y burdeles baratos de negros a lo 1ar- un hotel, una seguida de la otra. Sólo podía pensar en lo can­
go del río. No me había esperado este tipo de mundo; por todas sada que debía de estar m ím á, agotada por un montón de par­
partes era como estar la granja otra vez. Fue una conmoción tos, abortos espontáneos, tanto cocinar y lim p iary dedicarse
para mí, una verdadera patada en la espin illa. a las faenas agrícolas, darle de com erá los cerdos, despedazar,

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ordeñar en el barro y bajo la lluvia, en el granizo y en la nieve. no necesitaba, joyas que nunca ten ía n mucho valor a la hora de
Sus dedos congelados hasta volverse azules, sus d ¡entes desa­ em peñarlas. Por el lo yo estaba ahorrando dinero con Zig, que
parecidos a los treinta años, su piel como una li ja. Nunca tuvo me lo ingresaba en el banco. Era muy honesto con las cuentas.
una palabra am able, nunca tuvo un buen vestido o un par de Decidí q ue iría a los m uelles y pediría dos lápidas para m i tía
zapatos q ue le quedaran bien. No 1loré ese dia porq ue estuviera L ettyy para ma má. Lo hice. Pero nunca fui a verlas.
muerta. Lloré porque ahora estaba descansando, ya no su fría, Zig tenía la idea de que las chicas se m antenían sanas si
ya no era brutalizada por la bestia de m i devoto padre y su falta salían de la casa de vez en cua ndo, cam inaban y hacían un poco
de compasión, am abilidad o amor por ella. Pobre mamá, respe­ de ejercicio. La gente no hacía ejercicio en esa época. Sólo tala­
table, moral, fiel, trabajadora; ya sólo podía llorar por la pobre ban árboles, hacían granjas. Fuera de la casa descubrí que había
zorra y am arla como nunca lo hice m ientras vivió. un apasionante Saint Louis, M issouri (sólo que casi siem pre la
Encim a del som brero tenía u n pequeño velo q ue Frenchy gente de la ciudad la llam aba Saint Louie, Mizzoura). Estaba la
había arreglado para m í y lo bajé para ocultar las lágri mas. Te­ vida alegre que llevaban los rufianes y los vividores en los ho­
nia dieciséis años. Nunca amé a tn¡ m adrey ella no tuvo tiempo teles,y la ciudad tenía algunos muy finos (vividores y hoteles).
de amarme. Sentí que algo andaba mal conmigo, GoldieBrown, Estaba el Lindel] Hotel, con todo ese crista I elegante lo m iraras
como me hacía llamar. Tenías q ue a m ar a tu madre y a tu padre; por donde lo m iraras. Los lugares más lujosos eran el Southern
todo el mundo lo decía. Y yo no pude cuando vivieron. No tenía Hotel con sus grandiosas escalerasy el Planters Ilouse.
n in gú n sentí m iento por ninguno de ios que se habían queda­ En algu nas ocasiones tenía el día y la noche libres y me
do en la granja. Eso era malo, me d ije. Y me contesté, lam en­ ponía m is mejores perifollos y plumas, y algún jugador o m er­
to que mamá haya tenido una vida tan m ala, lamento mucho cader del río me invitaba, con la aprobación de Zig, a cenar
la manera tan cruel en que vivió, la m iseria, la form a en que y a beber; y m ás tarde en una habitación privada de un h o­
debió de haber muerto. Muy enferm a, con todas sus entrañas tel elegantem ente decorado pasábam os una noche realm en ­
rotas en cierto modo y enredadas. Seguram ente nadie llam ó a te alegre y la m añana nos sorpren día con los ojos llen os de
un médico para q ue fuera averia. Lo cual estaba simplemente légañas, y el botones llegaba con las jarras de agua helada y
bien; el m atasanos de ln dian C rossing era un viejo mugriento dos vasos de una bebida para cu rar la resaca. A menudo ha­
que fum aba opio, según decían, y sabía muy poco más allá de bía fiestas que Zig organizaba para respetables hom bres de
tratar un sarpullido o un cólico. fam ilia que ven ían a Saint Louie por negocios, hom bres que
Al saI i r del bar del hotel me vi a mí m isma en el espejo de buscaban diversión y sa lir con algu n as putas de la ciudad. Y
un escaparat e, bien vestida, con un som brero coq ueto, un pe­ supongo que buscaban en una cama aquellas cosas que sim ­
queño velo sobre los ojos, el talle con enca je, meneando el tra­ plemente no eran como en casa, pero (pie podían encontrar
sero orgu liosamente, con zapatos g rises y m arrones debajo de en Sain t Louie, « la fu tu ra gran ciudad del m undo», como
los tobillos delgados. Una puta de veinte dólares en Elegel’s. siem pre ponían en los periódicos. Generalm ente Zig prefería
que los clientes fu eran a la casa; «No soy una caballeriza que
Zigpagaba a las chicas un tercio de lo que ganaban. Los clien­ alq u ila cab allos».
tes les regalaban dinero y perfum es (que Zig les com praba a Más tarde, cuando («tuve en Nueva Orleans, al echar la
mitad de precio). Una chica gastaba su dinero en modistas, en vista atrás me percaté de que Saint Louie era una especie de
estupideces como peines de m a rh ly espejos, en tonterías que ciudad del sur transplantada, demasiado hacia el norte, pero

no i
todavía llena de lan gu id ez—ésa es la palabra—y de ese modo jones, y de algú n modo siem pre se reían , quizás dem asiado
desganado y evasivo de ver la v ida fácil entre el w hisky y los fuerte. Los proxenetas negros v iv ían con estilo y acuchillaban
truhanes de los negocios y el tráfico de caballos. a sus mujeres con navajas de afeitar. Para m í una puta negra era
En la distancia recuerdo todas esas terrazas donde los r i­ un ser humano, pero no me gustaban los hombres que vivían
cos se sentaban con sus trajes blancos, a beber sus ponches y a costa de ellas.
sus julepes,* y alrededor siem pre un montón de negros, que Todo esto, conform e fu i conociendo la ciudad d u ran ­
actuaban como si todavía fueran esclavos, pero era teatro. te los paseos de los dom ingos por la tarde, estaba a m illones
Los negros estaban a lo largo del dique, cerca de los bar­ de k iló m e tro s de V an deven ter Place donde v iv ía n la c la ­
cos de vapor con paletas que no eran tan populares como lo se alta y los hom bres, con chalecos gruesos y cadenas de oro
fueron antes de la guerra, pero q ue seguían echando vapor, y y palillos de oro, que nos visitaban y per m anecían tan serios
nadie se cansa ba de h ablar de la carrera entre el Robert E. Lee y respetables. Todos esos grandes árboles y las m ansiones fi­
y el Natchez. También eso era teatro; en el fondo todo el mundo nas me atraían; el ciervo de hierro en el césped, los adornos
trataba de hacerse más y más rico. calados y dem asiado cargados en todas las puertas y techos y
El bullicioso río hacía una sola cosa: empujaba a la gente al más chim eneas de las que una casa necesitaba. Vi su interior
vino y a la cerveza y al whisky. No se podía beber mucha agua, en algunas ocasiones, sus lám paras de cristal y candelabros
y eso era un hecho. colgantes, y muchos objetos de plata y recovecos árab esy mue­
bles pulidos como para llen ar un palacio. Estuve ahí, es decir,
Zig decia que si los negros no dejaban de follar y seguían te­ cuando las esposas estaban en el este o visitando a alguien lejos
niendo entre diezy vei nte mocosos negros por pareja: « E sp é ­ de casa. Era divertido encargarse del amo de una de esas casas
rate ci ncuenta años y el país va a estar hasta el culo de negros». en la enorme cama que com partía con su esposa.
Vivían todos a lo largo del río, y la vida era dura, y sus casuchas Lucas Avenue, hacia el centro, era el lugar donde la mejor
y chozas estaban hechas de lo que estuviera a mano, cualquier gente había vivido alguna vez, un hogar para Jos viejos apel Ii-
cosa que pudieran robar o pillar. Nunca pude entender cómo dos y los prim eros pobladores, que después hicieron los suyos
hacían para perm anecer tan joviales. Eran grandes pregoneros o se mudaron o m urieron. A hora era el barrio de los prostí­
déla Biblia, se tum baban y escarbaban para alcanzar a D iosen bulos realm ente de lujo, que se ocupaban, como Zig y Emma,
los corralesde pajacon sus lujuriosos predicadores. Como eran de d irig ir lo que los periódicos llam aban burdeles, donde la
tan folladores —había muy poco que hacer cuando no estaban clientela de los carruajes bebía cham pán. A decir verdad mu­
trabajando—, llenaban todas las calles sin pavi m entar de cer­ chos huéspedes 1 legaban en carretas alqu ¡ladas y preferían el
ca del río de bebés negros y muchos de ellos más blancos que bourbon en vez del espumoso. Nunca leí algo escrito en un pe­
muchos de los el ientes o chicas que conocí. riódico sobre una casa de citas que no la hiciera parecer algo
Había mucha chusma blanca que se follaba a las «n egras un poco más romántico de lo que en realidad era. Y mucho más
casi blancas» y a las mulatas a la ori lia del río y en todos esos m isterioso,ya que después de todo no era más que un negocio,
antros donde se vendía wb isky malo. Podías encontrar negras de lujo o de bajo nivel. Como decía Zig: «No hay punto medio:
que traficaban con sus coñ osy que la chupaban en los calle­ una puta vale un dólar o ^binte».
En Lucas Avenue todos m irábam os por enci ma del hom ­
* Poción do aguas destiladas, jarabes y otras materias medicinales. bro a las pobres putas de los prostíbulos en Chestnut y Market

1 1 2,
Street, donde casi estaban codo con codo con el vodevil y el Quedaba mucho del pasado en la ciudad. Pero yo era jo ven y no
teatro de variedades, los lugares de apuestas donde un jugador me interesaba demasiado por los hechos. No había empezado a
podía probar su suerte en el faraón y otros juegos de naipes y leer todavía; eso llegó con las m alas noches, y la edad, cuando
encontrar prácticam ente cualquier tipo de bebida, estilo de ya no dorm ía muy bien. Pero sí me daban escalofríos cuando
am oro juego que él quisiera. algún putero me m ostraba las grandes escaleras de piedra del
Era ruidoso, pero deprim ente por la m añana. Fuera de viejo palacio de justicia, m ugriento, con excrem entos de pá­
todos los teatros y los lugares de apuestas, las chicas de la ca­ jaro, donde los sheriffs habían vendido esclavos al por mayor.
lle que arrastraban sus m ugrientos dobladillos solían buscar Solía pensar que Zig tenía razón cuando decía que llegaría el
una víctim a. Y a menudo eran jó ven esy bonitas, pero también d ía en que los negros superarían en número a los blancos y q ue
estaban malí catadas y sólo podían parecer atractivas bajo las asu m irían el control. «O jalá viva para ver a los yanquis y a los
luces am arillas de la calle. Las verdaderas «cortesan as de lu­ colonizadores b ailar cakewalk.»
jo » estaban en el vestíbulo del Southern Hotel o del Plantees y Nunca había estado en ningún lugar donde lo que llam á-
llevaban una vida con la que las putas de casa soñábam os, pero bam os am ericanos igu alara en núm ero a los forasteros, los
no nos atrevíam os a intentar como carrera. Tenías que tener extran jeros que conform aban la m itad de la población de la
m áxim a protección oficial, estar al tanto de todo, m anejarte a ciudad y que en su m ayoría eran alem anes con cuello gordo.
ti m ism a con modales y cuidado superiores. I labia unos cuantos ital¡anos con un mono encadenado, algu ­
Cuanto más se acercaban las calles al río, peor era el ne- nos suecos o noruegos, rubios y demacrados con una esposa y
gocio y las casas de citas estaban más deterioradas y eran más media docena de hijos, que con un poco de yeso hacían chozas y
inm undas. Vaqueros y cazadores de pieles, hasta un maldito granjas en los Dakotahs. Los alem anes eran en su mayor parte
indio de vez en cuando, solían ir a Saint Louie para hacer ce­ pudientes o asquerosam ente ricos. Tenía n barrigones y nego­
lebraciones y llevarse a las chicas a la cama, descargar su ca­ cios sólidos. Eran muy políticos. Tenían a Cari Schurz, quien
ñón y com portarse como salvajes. Tampoco olían muy bien, había sido general y estuvo en W ashington durante un tiempo
según lo que había oído. Muy pocos antros tenían bañeras y y trató de acabar con ios sobornadores y los sobornos. Pero por
muchos de los m ism os lugares distin gu id os todavía usaban supuesto que los mism os reform adores empezaron muy pronto
bañeras de metal. Los hom bres del río y los ganaderos y los a recaudar los sobornos, y así siem pre había un nuevo progra­
vagabund os, los m erodeadores y los trabajadores de los trenes, ma de reform a y el general Schurz luchaba contra las bandas
generalm ente llevaban un arm a; así que los disparos cada no­ de atracadores de carros, el cártel del w hisky y los robos en
che eran moneda corriente y las puñaladas con cuchillos Bowie los trenes. En general, los alem anes com ían en exceso, iban
eran material de algunos crím enes espantosos. Todo el mundo a escuchar mucha música, reunían a sus grandes fam ilias en
adm itía que ya no era como en los buenos tiem pos cuando el los ha resal aire lib re y cantaban canciones. Follaban bastante
río era el re y y la gente bien era la dueña de la ciudad: repar­ bien, pero eran muy sentim entales y un poco tacaños. Rara vez
tían puros, invitaban a bebidasy destrozaban algún prostí bulo pod ías consegu¡r de un kmut, como los llam ábam os, m ientras
de vez en cuando, pero pagaban como caballeros por todos los estaba de pie en ropa interior, una botella de perfum e.
da ños. La nostalgia está bien, pero exam inando esos d ías, uno Saint Louie era unapgran ciudad para estudiar el sistem a
la descubre llena de m entiras. El pasado siem pre tiene un culo am ericano de corrupción política. Era como todas las ciudades
más sonrosado. en las que alguna vez estuve. La gente respetable votaba a ti-

u5
pos que m etían las manos en las arcas de la ciudad y la policía K irschw asser. En F legel’s desarrollé un gusto por las m ejo­
y los tribu n ales form aban parte del fraude. Y siem pre había res bebidas y me fue de mucha ayuda cuando me convertí en
personas buenas con anteojeras y que no llegaban al fondo de madame y alm acenaba m i propia bodega para la clientela. Las
las cosas, pero que siem pre estaban aplicando un programa putas, si no comen mucho, por lo general si beben, y las que sí
de reform a en Saint Louie o Cleveland o Nueva York. Se ele­ comen se ponen un poco gordas. Zig solía tentar a las chicas con
gían nuevos alcaldes y nuevos funcionarios y nuevos jefes de un poco de m erm elada, jamón de W estfalia o Lachsschinken
la policía. Pero los viejos fraudes continuaban. Quizá porque con pa n. ¡Yq ué pan! Después de todos estos años todavía pue­
la gente bien y los san tu rron es eran dueños de los burdeles do saborear el pan que Zig m andaba hornear para la casa a un
y de los prostí bu los. Sus propiedades se usa ban para apostar y panadero de Market Street, que conocía los panes de la m a­
ellos cobraban buenos alquileres. dre patria. Graubrot, Kummelbrot;, con sem illas de alcaravea,
Nadie quiso nunca darle a la pobre chusma blan cay a los Pumpemickel.
negros una oportunidad de sa lir de la m iseria. Fuera lo que
fuera, las elecciones se com praban, tim adores y chanchulle­ Después de una buena comilona en el almuerzo, Zig solía desa­
ros eran elegidos para puestos políticos, y a menudo parte del brocharse los prim eros dos botones del pantalón y decir que
soborno se gastaba en F legel’s. había comido demasiado, lo cual era cierto. A Z ig le gustaba la
Zig decía siem pre que la gente venía a la casa tan a menudo buena vida, una casa lim pia, nada de insolencia y una siesta
para comer como para subirse a las habitaciones con las ch i­ por la tarde después de una comida con la que quedarse lleno.
cas. Ciertam ente la comida en Flegel’s era algo especial para Solía acostarse en el sofá más grande del salón, con un p erió­
los tragones. La cocinera se quedaba encantada cuando la gente dico o un pañuelo rojo sobre la cara, y empezaba a resoplar y
alababa su RebhuhnermitSauerkraut, su sopa mit Markklosssehen, roncar. Emma solía llevarse a su cuarto a su chica favorita del
y cuando la mesa estaba completamente rodeada de huéspedes momento para una «siestecita», lo cual significaba pellizqui-
y chicas y Zig alzaba su copa y decía: «Zum IVihlsein!», provo­ tosy m ordisq u itosy otros jueguecitos.
caba una ovación y entonces los huéspedes se ponían a comer y Emma Flegel tenía a su cargo a dos mod istas a q u ¡enes se
tragaban. Por lo general, las putas no son muy com i lonas, pero les perm itía ir a la casa y con feccionary probar la ropa que las
B e lle y y o sí que com iam os mucho. chicas habían ped ido y pagado, y yo estaba aprendiendo a ves­
Engordé un poco, y como eran los tiem pos de las mujeres tirm e bien. Era una época en la que el corsé todavía era tieso
redonditas, antes deque se pusieran de moda las mald ¡tas bai­ con varillas de barba de bal lena y soportes de acero, pero una ya
larin as de salón como Irene Casi le y las ch icas de las tabernas no se ponía todas esas cosas pesadas de las modas de antes.
clandestinas de los años veinte, un poquito por aquí y por allá Una de las m odistas era una vieja puta que se fue al nego­
en una m ujer era algo que a los hombres les gustaba para aga­ cio de la ropa y me hizo mi prim er vestido y chaqueta de ter­
rrar firm em ente. Solíam os term in ar una comida con Nusstort ciopelo azul. A mí me volvía loquita el terciopelo. Me dijo que
mit caffee c.re.ine o Bienenstick. No sé cómo podíam os fornicar tenía suerte de haberm e salvado de las modas que im peraban
todavía, pero las cam as estaban ocupadas todo el tiempo. unos cuantos años antes. Bajo faldas muy largas que barrían
Zig tenía en reserva todos los vin os franceses elegantes, el suelo, una mujer de sociedad o una puta de buen gusto so ­
pero en ocasiones muy especiales a él mismo le gustaba traer de lía llevar u n fondo blanco de tela de Cam brai hecho de encaje;
la bodega frascos deschnapps, botellas de Steinhager, Kum mel, debajo de eso, otro fondo sin encaje; debajo de eso, dos fondos

116 n7
de franela con dobladillos elegantes; y para conferirle todo su
m ovim iento, otro fondo con un ribete de crin de caballo te­
jido o paja en el dobladillo para hacer que se ensanchara co­
Capítulo 9
mo un globo. Debajo de todo esto se ponían bragas adornadas
con bordado inglés. C u anl.es, med ias, velos, som breros, plu­ EN EL NEGOCIO DEL SEXO
m as, zapatos hasta la pantorrilla, cadenas, relojes, broches,
hom breras y rizos com pletaban el d isfraz. Era dem asiado. Sería lo mismo y más de lo mismo, una historia tediosa, si con­
Nosotras nos poníam os todavía cam isola encim a de las tara con detalle mi vida durante todos esos años que pasé como
v arillas y fondos de m uselina alm idonados, pero no tantos. puta con los Flegel en Saint Louie. La vida en una casa de leno­
La franela era la maldición de la matrona; decían que absor­ cinio es tan tediosa como la de un m arinero o un m aquinista,
bía el sudor, y como era casi a prueba de ba las, se evita ban los la mayor parte del tiempo. De pronto puede haber crisis, pero
resfriados pues te protegía de las corrientes de aire. También por lo general son contadas. El ajetreo constante de las h o­
algunos tontos decían que la franela era sana porque su super- ras se convierte en días, o en mi caso noches, las sem anas se
fieie vellosa irritaba la piel, la tria n te nía activa y la frotaba hasta vuelven meses, y caram ba, de repente soy uno año más vieja.
que quedaba Ii mpia. Pero dado que la mayoría de las putas de Unas cuantas m iles de noches en el salón, otras m iles de ve­
pri mera se bañaban, quitábam os de en med io la Ira riela, salvo ces en la cama.
cuando realm ente hacía frío.
Me gustaban el tul, el encaje, las sedas, los velos, los es­ La ciudad creció un poco. Se hicieron ferias y reuniones, elec­
tambres. Las q ue tenían cuerpo de ánlora necesitaban encajes ciones, escándalos. Chanchullos políticos de los que a veces
muy apretados, que estrujaban todo menos las tetas y el culo. teníam os las versiones de los propios chanchulleros. El otro
Para las chicas que tenían escasas caderas existían bultos de mundo estaba fuera de las cortin as de nuestro salón. Uni­
crin de caballo tejido llamados rellenos, de modo que cualquier camente su sonido y su olor nos llegaban mediante el encaje
flacucha podía parecer como si tuviera un trasero sublim e. importado, las cortinas pesadas de Flegel ’s. Lo veíam os como
Durante las horas de I ra bajo en Flegel’s general mente nos si estuviéram os de pie al borde, con un sabor como de m iga­
poníam os ropa holgada, pero en nuestros días libres, una puta jas de un pastel que alguien se estaba comiendo. En nuestros
finam ente vestida podía hacer que el ca bal lo de Mrs. Astor pa­ momentos fuera de la casa era como sa lir al territorio indio
reciera un ratón gris. Siem pre estábam os ataviadas a la moda, hostil —sin el peligro—.
igual que cualquier esposa bien vestida. Los clientes más viejos se iban muriendo. Sus hijos iban
a visitarn os para que les «cortaran su flor», les despoja ran de
su v irgin id ad . Al ayuntam iento llegaban nuevos hom bres a
alardear y hablar de dinero; quizá los dos, poder y dinero, sean
lo mismo. Nosotras conocíamos a los puteros lejos de sus fami-
1 ia sy veíam os sus pequeño1? hábitos desagradables, ademanes
de soledad, duda. Caray, no se i magi nan lo melancólico y pe­
sado que puede ser un m illonario o un fa bricante de muebles,
un consignador o un rico interm ediario de cereales, con una

118
puta de veinte dólares a las dos de la m añana, eon las gotas de gelatina trémula. Adula, nunca se vuelve crítica, nunca menos­
lluvia golpeteando en la ventana como guisantes secos, y que precia. Una puta sabe potenciar el ego de un hombre, su idea de
tiene que levantarse y volver a casa. sí mismo como alguien importante, varonil y lleno de vitalidad.
Los estilos cam biaban, los m iriñaques se hacían más pe­ Gomo vividor, semental estupendo, bebedor, alguien que da re­
queños, los perifol los más elegantes, los som breros se bu ndían galos fácil mente, que cuenta h istorias l'asci nantcs, un bromista
más en la cabeza, sus alas se volvían más anchas, llenas de plu­ y hombre de ciudad, todo un estuche de monerías.
mas doradas y de garceta o alas más estrechas con adornos de Sus hábitos desaliñados no nos im portan un com ino ni
azabache y lazos. Cada chica tenía una colección de abotonado­ le pedim os su opinión sobre qué hacer con una sirvien ta in ­
res plateados o dorados, frascos de per fu me evaporado, algunas solente ni nos quejam os sobre la instalación de la cañería. A
fotos en ferrotipo de algún actor o boxeador o parásito político, una puta nunca se la ve si n bañar, sin perfum ar. Cua ndo está
un héroe pegado en el espejo o en la parte de arriba del tocador. con un hombre, siem pre está peinada y m aquillada, siem pre
Era una vida regu lar como el amanecer; alegría, m iseria, es­ se la ve bajo la luz rom ántica de una lám para o de una vela. No
peranza, falta de esperanza e ideas de suicid io, todo era regu­ niega su cuerpo, no dice tener dolor de cabeza ni habla de los
lar. M inim izábam os el presente, teníam os una idea aletargada hábitos desagradables de los hom bres. Sus atenciones nunca
del futuro. Nos mentíamos las unas a las otras sobre el futuro son hoscas, ni tiene la idea de q u e —por Dios, bestia, supéra­
y a nosotras m ism as también. A lgún día algún hombre fuer­ lo— « e s en lo único que piensas».
te, rico y con clase se presentaría y nos sacaría del prostíbulo. Las chicas escuchábam os la historia detallada de alcoba
Habría una gran m ansión o tierras cubiertas de viñas como en de m ontones de fa m ilia s de Saint Louie y sus problem as de
las partituras del piano del salón, por todas partes crecerían cama, en los brazos de m aridos que venían a desprenderse de
rosas condenadamente enorm es y en el cielo habría una luna su tristeza y aburrim iento, así como a relajar sus pelotas.
llena de otoño. Pero el sueño no tenía detalles y en privado yo
pensaba que la idea de unas tierras y unas rosas sonaba tan te­ Estaba atenta a los hom bres y me interesaba por sus hábitos.
diosa com ou n día nublado. Era demasiado parecido a la granja Tenía un muy buen cerebro que arm onizaba con mi cuerpo. De
de la que venía. nuevo, no me estoy vanagloriando de mí misma. Cualquiera
Yo era una puta m aravillosa. No veo n i nguna razón para no que sea el cerebro que uno tiene se remonta al tipo de abuelos
adm itirlo ahora que estoy a tantos años de mis días y noches de que uno tuvo rem ontándose unos cuantos cientos de años. 0
joven. Napoleón o U.S. Grant nunca dijeron que no fueron gene­ como un doctor de Berkeley me d ijo una vez, desnudo e n mi casa
rales m aravillosos. Nunca conocí a algún actor que no adm itie­ en San Francisco, al explicarm e porqué no se le ponía dura tan
ra que era m aravilloso. En cuanto a los jueces, senadores, jefes a menudo: nadie en su fam ilia podía levantarla durante mucho
políticos, en la cama o en el salón, todos me transm itían la im ­ tiempo después de los treinta y cinco años.
presión de ser hombres que conocían su propio valor, su juego. Era ignorante, apenas podía leer y escribir, pero practi­
Una puta, siempre lo sentí, es en cierta manera una esposa caba las letras elegantes con la punta de una pluma Spencer, y
superior. AI menos en esa parte de la vida que es la más íntima. una botella de tinta azul. Intentaba copiar cosas de los perió­
Es superior a una esposa en el sentido de que tiene un entorno dicos y revistas. Conseguí un libro sobre escritu ra elegante
dramático, no es u n hábito aburrido de casa. Sabe cómo grati­ y practicaba curvas y hacía pájaros y nubes y frutas de tinta,
ficar sexua Imente a un hombre hasta deja rio como una masa de haciendo es y kas y haches elegantes. Con el tiempo logré una

mi
letra bastante elegante. Trataba de hablar con excelente pro­ Colorado y San Francisco. Tam bién un maderero que despojaba
nunciación. Nunca le cogí del todo el truco a la gram ática, pero a Michigan de sus enorm es árboles y un criador de caballos de
de tanto escuchar a la m ejor gente que iba a los prostíbu los de carrera y trotones. Todos tenían toda m i atención. No estaba
clase, con el tiempo pude evita r muchos de ios errores fáciles. enamorada de ninguno de ellos, pero me encantaba estar en
P re feriría que me arrestaran antes que com eter algunos de la cama con ellos y sentir su vitalidad, sentirm e tan viva, tan
ellos, o casi. Pero nunca capté todos los secretos de la gram á­ mujer haciendo cosas tan fem eninas.
tica y todavía no lo he conseguido. En cuanto a las palabras Jugábam os a toda clase de juegos disparatados. A rro já­
sofisticadas —escrib o como hablo— quiero estar segu ra del bam os botellas a las paredes, tratábam os de im itar posturas
significado de lo que digo tal y como Jo conozco. y posiciones de tarjetas postales, hablábam os de planes d is­
En todos esos años nunca me quedé embarazada. Emm a paratados como hu ir a Turquía o París o Sudam érica. Por la
Flegel nos enseñó algunos trucos de com presas y duchas que m añana el lugar olia como la prim era m isa de los obreros, a
se ocupaban de eso. En el caso inusual de que' una puta estu­ bourbon derramado, orin ales desbordados, palanganas llenas
viera preñada, había una píldora negra disponible en cualquier de agua sucia, botellas vacías en cubos de hielo derretido, hu­
farm acia que, tomada durante tres d íasy con baños cal ¡entes, mo de puro y el olor a carne cansada. Ese era el más fuerte:
generalm ente curaba a la chica. «C aerse del techo» era como cuerpos desnudos, exhaustos y cansados. No quedaba otra más
llam ábam os al hecho de recuperarse de una regla atrasada. que subirse al tercer piso a las habitaciones lim pias que había
Como putas aprendim os cómo exam in ar a un putero de extra, dejarse caer en la cama sin haberse lavado y dormir. Esa
m a ñera inform al, pa ra saber q ue estaba Ii b re de Gra n Casino o érala rutina de una puta: años sin cerebro ni pensamiento, sin
Pequeño Casino. Nos volvi mos muy buenas actrices fingiendo mucho sentido o significado. Casi no me daba cuenta de que
mediante el juego del placer sexual un gran orgasmo jadeante, estaba gastando mi juventud sin pensar en el futuro.
retorciéndonos y gritando palabras de am or y girando la ca­ Pero una noche ruidosa de revolcón de cerdos como ésa era
beza. La mayor parte del tiempo no sentíam os nada, pensando sólo pa ra unos cuantos clientes especiales. El resto del tiempo
m ientras tanto en que quizá Jas croquetas de bacalao habían era como actuar, reprim irse. Una buena puta no od iaalo s hom­
estado demasiado saladas en el almuerzo o preguntándonos si bres, aunque la leyenda diga que sí. A decir verdad, como puta
los zapatos adornados con borlas eran adecuados para ca m inar realm ente sientes que tienes algo que ofrecerle a un hombre y
el domingo en el parque. El gran pecado en la cama era expul­ te enorgulleces por ser muy buena en eso. Si no, una chica no
sar gases si él no se tiraba un pedo antes. pertenece a una casa de prim era clase. No estoy hablando de
Eso no sign ifica que no hubiera veces con un putero fa­ las putas callejeras, ni de las de las casas baratas, las pobres
vorito en las que nos dejáram os llevar. Yo era una chica sana bestias que atienden entre trei nta y cincuenta barqueros crue­
y apasionada en esos días y me gustaba un hom bre bien do­ les por noche. No duran mucho tiempo con esas condiciones
tado, y un hom bre guapo, con bigotes rizados o patillas, una laborales.
buena cab elleray un pecho abierto. No demasiado joven, sino En esos días en Flegel’s aprendí que el sexo ocupa como
un hombre hecho y derecho y en la flor de su vida. Tuve varios el ochenta por ciento de la im aginación de un hombre. Si se ha
clientes que siem pre preguntaban por Goldie y que encajaban visto privado de mujere¡#por el m ar o por las paredes de una
en lo que acabo de describir. Había un jugador que viajaba en prisión, p oru ñ a lealtad demasiado larga aú n a esposa seca, se
tren hacia el oeste, buscando incautos. Trabajaba en las r utas de ha constru ido i mágenes en su mente que dejarían exhausto aun
joven sultán. El sexo para la mayoría de los hombres es una fan­ El sexo para esos clientes que conocían lo mejor era como
tasía. Basta con leerlos llam ados « lib ro s guarros», losclásicos u n baño relajante, un masaje, una canción, una med ia hora de
y la m ierda que te pasan por deba jo de la mesa. Todos e scri­ reír y follar con una chica que olía bien. Y en aquellos días las
tos por hombres. Pura fantasía de masturbación, im posible de axilas sin afeitar sugerían las m aravillas de otras partes. En
efectuar y rid ículaen sus juegos y exigencias extra ñas. Guando LlegeLs no hacían falta las fantasías.
un hombre va con una puta, está lleno de esperanza de que algo Con el tiempo, cuando las m odas cam biaban en 1a so ­
de esta fantasía se convierta en realidad. No es así. No se puede. ciedad, a menudo era en los m ejores prostíbulos donde se in ­
Puede que lo exciten, que se la chupen, que se lo folien, que le troducía un estilo. Ya he dicho cómo las cortesanas fueron las
hagan muchas cosas, pero casi todo lo que tiene en su mente es prim eras en ponerse bragas, unas cosas grandesy holgadas con
un mundo im aginario. Es el trabajo de una buena chica en un aberturas por délante y por detrás para las cuestiones naturales
prostíbulo hacer que goce lo real de dos cuerpos, una serie de de la mujer. Ellas tam bién popularizaron las m edias de rayas
juegos, una estim ulación de sus term inaciones nerviosas y una y los polvos para el cuerpo y la cara. El há bito de afeitarse las
efusión de su esperm a. Si esto suena poco romántico, es por­ axilas tam bién fue una innovación de prostíbulo. Nunca me
que en realidad el sexo no tiene nada de romántico. Es real, se gustó. A la mayoría de los hom bres tampoco. Hay algo sensual
juega con cuerpos reales; es una exigencia de liberación como en el vello picante de una axila. Pero la moda predom inó sobre
el resorte de un reloj al que se ha dado cuerda. Es placer a n i­ la tradición, se podría decir, y el afeitado se instauró. Incluso
mal de gran deleite. Cuando uno habla del sexo romántico, lo el vello púbico se recortabay modelaba con tijeras y navaja de
está confundiendo con el amor. Y en el lugar adecuado trataré afeitar. El mismo Zig les afeitaba las piernas a las ch ¡cas que lo
de m ostrar las diferencias, y tam bién cómo sexo y amor pue­ necesitaban. No quería chicas cortadas o llenas de cicatrices
den trabajar en equlpo. La cursilería empalagosa q ue los poetas y el suicidio era siem pre una som bra en cualquier prostíbulo.
escriben es m asturbación de altura, nada más. Guardaba bajo llave sus navajas de afeitar.
Las tem poradas de vacaciones, los ru mores de guerra, los
Los el ¡entes más viejos o más habit úa les de Flegel’s sa bían q ue acontecim ientos políticos, todos eran buenos tiem pos para
las fantasías del sexo eran pura fantasía. Venían como si fuera los prostíbulos. Guando los jóvenes volvían de la universidad, o
un club. El vi no y el wh isky eran de los m ejores, la música era el final del verano, todo eso significaba hacer nuestro agosto en
buena, los alrededores elegantes, el servicio a mable. Se atendía los salones, en las habitaciones de arriba. En Navidad Ilegaba el
cada u no de sus deseos. Con unos cuantos tragos, algu nos pas­ ponche de huevo. La noche de A ño Nuevo los puteros solteros
tel i tos, un poco de buen jamón ahumado, un pedazo del mejor y sus visitas recorrían el d istrito, haciendo escala en sus casas
pan horneado, vi no helado, una última bocanada de un habano favoritas, llevando botellas, pequeños regalos, mientras sus ca­
li no, ¿qué mejor manera de term inar una velada? Subiendo a la rruajes o carretas alquiladas esperaban fuera con los caballos
habitación con una chica atenta, risueña, cuyo trasero o tetas humeantes escarbando la calle. Los el ¡entes venían con abrigos
eran tan suaves y cálidos y jóvenes comparados con lo que había de pieles y som breros de copa, con alientos fríos y las narices
disponibles, si es que había, encasa. Zig solía decir: «Cuando rojas. Durante las festividades siem pre había varios trasn o­
los buenos prostíbulos desaparezcan, la cultura desaparecerá chadores, puteros que pagaban extra para pasar la noche. En
de la buena vida am ericana». M¡entras escribo esto, los buenos el tercer piso generalm ente había una cadena m argarita, una
prostíbulos prácticam ente han desaparecido. fiesta e n laq u e igual número de hom bresy de m ujeres, cuatro,
seis, ocho, le daban la bienvenida al A ño Nuevo. He sabido de En los veranos el calor era pesado y achicharran te en Saint
hasta seis parejas que pasan una noche en varias com binacio­ I ,ouie. El río lo hacía húmedo y sentías que podías exprim irte
nes sexuales como una cadena mezclada de vagones de mer­ como una esponja. En julio y agosto Zigy Emma generalm ente
cancías, todos enganchados y desenganchados. viajaban por todo el país, visitando otras casas, o com praban
Zig era muy cauteloso en cuanto a las cadenas m argarita. muebles en el este o buscaban cand ¡datas para su tipo de casa.
Podían estropear las cam as y los muebles. Podían salirse de Frcnchy generalm ente se i ba los veranos a visitar a su gente en
control. Recuerdo una cadena m argarita de A ño Nuevo que Pittsburgh, llevándoles regalos. Las chicas alem anas se iban
term inó en la azotea, con hom bres y m ujeres desnudos que a la granja de los Flegel para recolectar huevos, encurtidos, o
agitaban botellas y cantaban. Dos de las ch icas se cayeron por sim plem ente tum barse en las ham acas y parecer estúpidas.
el tragaluz; casi se matan. Relie y yo fuim os un par de años a un lago de moda cerca de
Flegel’s no estaba en lo que llam aban el distrito de las lu­ Wi n n ibigoshish en M innesota y nos q uedamos en algún buen
ces rojas, sino que se situaba donde estaban los m ejores y más hotel en el que no les m olestaban un par de putas m ientras
rel’inados prostíbulos. Así que la policía simplemente le adver­ actúaran como dam as. Los m ejores hoteles no nos aceptaban.
tía a Zig que tuviera más cu idado. Fue la prim era vez q ue escu­ Pero algunos muy anim ados no nos m andaban al garete. A c­
ché el viejo chiste de «Señor, su letrero ha sal ido volando».* tuábam os con refinam iento, com íam os bien, nos bebíam os
El térm ino distrito de las luces rojas en habla popu larse de un trago unas cuantas botellas. Tenía que cuidar a Belle, a
refiere a las luces rojas fuera de un prostíbulo. A decir v er­ quien le gustaba colocarse. En cuanto a mí, me gustaba el al­
dad, no recuerdo muchas luces rojas fuera de una casa de citas, cohol, pero no era una esclava. Más tarde prácticam ente dejé
ni siquiera en el Storyville de Nueva Orleans, donde las casas de beber.
eran legales y podían anunciarse. El verdadero comienzo de Decíamos q ue éram os som brereras; generalm ente en esa
la historia de las luces rojas se remonta a los prim eros días del época las som brereras eran un tipo de puta am ateur o al m e­
fe rro carril en K ansas City donde los trenes de m ercancías se nos se las consideraba fáciles. Si teníam os ganas, escogíam os
detenían en los depósitos de trenes toda la noche. Los g u ar­ a unos cuantos puteros, a algún trabajador de K ansas o a un
dafrenos, que llevaban faroles rojos para hacer señas, solían banquero cualquiera, poníam os nuestros ojos de cordero de­
visitara menudo los prostíbulos cerca del depósito de trenes de gollado, y viajábam os en su carroza o íbam os a las casas de
Kaycee, y colgaba n sus faroles fuera de la casa que elegían. Era apuestas con ellos. Si nos parecía que no habría problema, nos
el trabajo del despachador m an dara los chicos a dondequiera iba mos a la cama con ellos.
que hubiera una luz roja para advertirle al guardafrenos que Hubo un joven vicepresidente de D uluthy su am igo, un
su tren estaba listo para salir. A h í empezó la idea de u na luz em balador de carne de Chicago, con los que pasam os la noche
roja fuera de los prostíbulos. en un hotel sofisticado a la o rilla del lago. Tomamos el desa­
yuno los cuatro en la suite y todo parecía ir bien. Luego el em ­
balador de carne, un verdadero inepto, puso dos m onedas de
La autora hace alusión a un viejo chisto en el que un hombre va a un burdel y no veinte dólares de oro sobre la chim enea de m árm ol blanco.
encuentra habitaciones vacías, por lo que se sube con la prostituta a la azotea. Belle, que tenía dolor de^iabeza por Ja resaca, alzó la mirada,
Mientras están copulando se congelan. Kl viento sopla y hace que se vuelen a la
calle. Un borracho toca a la puerta del burdel y dice: «Señor, su letrero ha salido
cam inó hacia la chim enea, tomó las m onedas en su mano y las
volando». sacudió.
—¿Qué diablos pensáis que somos, par de fan farron es? la esposa estaba torcida con los m iem bros entumecidos. Había
¡Un par de putas! ¿Acaso os hemos pedido que apoquinéis? ¿Lo hamacas bajo los nogales y árboles de castañas. Solía m ecer­
hemos hecho, como cualquier golfa local del lago?. me en una m ientras veía revistas de moda de mujer, bostezaba,
Echaba hum oy avanzaba como una m áquina de vapor. Les me rascaba, sorbía lim onaday escuchaba a las putas alem anas.
lanzó las monedas a los dos hom bres, que escaparon de la fu ria Siempre había allí tres o cuatro de ellas, que cotorreaban sobre
con sus som breros y bastones puestos como protección m ien­ su país de origen y su gente, m ientras tejían o hacían pimpollos
tras se d irigían al vestíbulo. Después de apartar a los clientes con seda pesada que formaba algún diseño o motivo.
asom brados, Belle recogió las monedas y las lanzó hacia las Yo no tejía ni creaba motivos decorativos. Simplemente me
grandes escaleras, m ientras gritaba a todo pulmón: relajaba como un gato. O solía m irar a los dos niños blancuz­
—¡Hijos de puta, inútiles! ¡En qué estáis pensando! ¡Que cos de los Flegel p a sa re n su carrito de m im bre de dos ruedas
estabais con un par de jodidas putas!. con un pon i gordo que sacudía la cola y tiraba cagadas a la calle
El gerente de ojos inocentesy patillas nos dijo que teníamos rastrillada con sulfato de cobre. Solía m irar a esos dos niños
diez minutos para hacer las m aletas y abandonar el lugar. sobrealim entados que pasaban bien vestidos —no se les per­
Casi todos los veranos de los prim eros años en Flegel’s pa­ mitía nunca hablar con nosotras— y solía pensar en cuando
sé dos tranquilos m eses en la granja Flegel, a quince kilóm e­ tenía su edad, y entonces me maldecía a mí m ism ay me decía:
tros al oeste de la ciudad. Un enorme lugar, m antenido con un note autocompadezcas, Coldic Brown, no teautocompadezcas,
buen orden alem án. Había vacas, caballos, cerdos, el maldito Goldie Brown.
arca de Noé completo que se encuentra en una granja. Estaba
lejos de parecerse a la granja destartalada de m i padre. Había Hice algunos planes para ir a ver las lápidas que había m an­
bodegas frías l lenas de vasijas con crema y requesón colgado dado poner sobre las sepulturas de mi tía Letty y de mi madre.
en sacos de estopilla, ruedas enorm es de queso cheddar. Ha­ Pero nunca fui. Pensaba en el viaje a la capital del condado, el
bía un ahumadero I leño de jamones q ue se curaban en humo viaje por la vereda hacia el cruce, los surcos en el cam ino del
de nogal quemado, jaulas con gansos a los que alim entaban a cem enterio, y me ponía toda sudorosa y nerviosa y abría la bo­
través de un embudo metido en sus picos, con pintas de maíz ca y jadeaba. Me sentía como un reloj y toda descompuesta por
desenvainado en los gaznates hasta que engordaban y sus hí­ dentro cuando pensaba en volver a casa. Al lin al solía decir, el
gados estallaban para hacer paté. año que viene, el año que viene, y encendía un cigarro turco, me
El olor a estiércol de vaca y forraje de maíz cortado me ponía mecía en la hamaca y ahuyentaba las moscas. Nunca reuní el
triste. Por más lejos que te vayas, nunca escapas de los recuerdos valor suficiente para volver ni siquiera cerca de casa.
de tus días de cachorro. Los dos niños Flegel a menudo esta ban Me sentía m ejor cuando Zig m andaba un carru aje a la
por allí. Eran niños grandes, blancos e hinchados. Un niño y granja para llevarm e de vuelta a la ciudad para an im ar a algu ­
una niña, sin color, como panecillos crudos. Muy bien vestidos, nos clientes. Dos senadores de los Estados Unidos estaban en
muy bien cuidados, vivían en la gran casa blanca de la granja. Saint Louie un verano con algunos ferroviarios de Gal i fornia.
Las putas, cuando estábam os en la granja, nos quedá hamos en Le habían pedido a Flegel 's.que ayudara a entretenerlos a ellos
la casita de ladrillo de los cuidadores. Era una pareja de daneses y a su grupo. Se estaban reuniendo fondos para uñas elecciones
que no hablaban ni una palabra de inglés, los dos tenían más presidenciales ese año. Se podría decir que yo puse las cosas en
de setenta años y pasaban días completos de faena aun cuando m ovim iento follándom e al presidente de la junta directiva.

‘*9
Con el hum or que tenía, con todos esos recuerdos de la la i ñas cubrían unos zapatos rotos que necesitaban suelas. Era
granja, era bueno estar trabajando de nuevo. Me sentía tan ner­ pura palabrería y poesía, así que me pasaba el día diciéndole:
viosa como un gato con aguarrás. Estaba ocurriendo un cam ­ «Fuera mosca, fuera».
bio en mi. Tenía los prim eros síntom as del deterioro de una No, no me iba a casar. No estaba enamorada. No sabía si
buena puta; empezaba a pensar qué diablos sería de mi futuro alguna vez lo estaría. Era —esa joven yo— dura, realm ente or-
y si podría segu ir así para siem pre. Ese tipo de pensam iento gullosa, astuta, y llevaba en mi mente una especie de traje de
ha echado a perder a más putas que el whisky, las drogas, los protección como el del rey A rtu ro, de esos que ves en los mu­
proxenetas o la sí 11 lis. Te despiertas una m añana y no te gusta seos, con cam isas y polainas de hierro. El mío estaba hecho
el día, la luz del sol, la comida sabe m al, descubres una pústu­ de orgullo de mí m ism a y de no dejar que mi verdadero yo se
la en tu m ejilla. El mundo entero avanza de m anera errónea, mostrara. Desde luego, no sabía cuál era mi verdadero yo, pero
coges algo y lo rom pes. No puede ser el cam bio de vida; eres lo protegía de todos modos.
dem asiado joven.
¿Entonces? Tenía d ¡ ñero. Zigten ía libretas de ahorros que Varias de las putas que conocí se casaron bien. Otras, sin em ­
mostraban que tenía una buena cantidad de dinero en varios bargo, no. Dejaron a sus m aridos, les dio por beber, cam in ar
lugares. Tenía un guardarropa que me había costado más de lo por las cal les, drogarse, term inaron destruidas por en ferm e­
que valia, pero aun así me im aginaba que eso y algunos a n i­ dades en cuartos de hospitales de caridad y sus cuerpos aca­
llos y relojes y pulseras valían un montón de dólares de plata. baban descuartizados en escuelas de m edicina. Una chica de
Estaba m ás solicitada que nunca. Había engordado por todas Chicago que conocí se casó con un fabricante de carruajes y
partes a m is veinte años. Una m ujer ten ia una silueta a ncha en dicen que su hijo fue un escritor bastante conocido.
esos días. M isd¡en tes eran perfectos saIvo por uñas pastas de Paul Dressler, un com positor popular de principios de si­
oro m artilleadas en un par de muelas traseras que me puso un glo, una vez me pidió que me casara con él. Era un gran chulo.
dentista cerca del ayuntam iento, que tenía un talad ro de [ríe y Escribió, creo, M j Gal Sal y On the Banks ofthe Wasbah. Era un
que no dejaba de acariciar m is senos m ientras trabajaba. Te­ tipo grande como un oso, siem pre jovial, que comía y bebía y
nia buena salud, buena digestión; evitaba el problema de oficio se subía con las chicas. No creo que fuera muy serio conmigo
de las putas; el estreñim iento. La mayoría de las putas cuando y probablemente tenía una o dos esposas escondidas. Tenía un
hacía n una m amada, se tragaban el asunto para prevenir pro­ herm ano que tam bién se hizo escritor, bajo otro nom bre. En
blemas galopantes del pulmón. Yo no creía en eso. Nueva Orleans en i y 12 un cliente me d io uno de los I i bros del
Me im aginaba que había tres form as para que una puta herm ano, Sister Carry [sicj y era realm ente bueno. La chica era
de éxito pudiera irse. Puede casarse. Tuve varias proposicio­ verdadera, descrita por un hom bre, claro está. Los hom bres
nes de caballeros que no lo dijeron en serio. A lgun as reales: escrib en muchas estupideces sobre las mu jeres. Conocí hom­
una de un maderero, dos de jugadores, que tam bién eran, es­ bres, como el gerente de la taberna del I ibro, que se escaparon
taba segura, proxenetas. Una proposición de m atrim onio me con el dinero de la caja fuerte. Y yo hubiera podido ser la chica,
la hizo un periodista del periódico alemán del señor Pulitzer si no fuera una puta.
en Saint Louie. Me dijo que yo era una doncella del R in y me Una de las tontas alem an as de F le g e l’s se casó con un
citó a Heine; pero en realidad tenía un culo muy prominente charcutero, que empezó a tran sportar carne ahum ada y em ­
que se salía d esú s pantalones anchos de teladetiaeedysu s po­ paquetada en carros helados y tuvieron muchos niños gordos
sin cuello; todos parecían cerdos jóvenes cuando los vi un ve­ donaran, perdonaran, perdonaran. A menudo las esposas se
rano en un balneario. Ahora son una fam ilia bastante im por­ enteraban,y si eran listas, no arm aban un escándalo; hasta se
tante de M iddle West. Pero por lo general las putas se casan sentían aliviadas, si odiaban el sexo. Las tontas aveces arm a­
m al, y si se casan pobres, después de un tiempo se empiezan ban la de Troya. Al final la chica era la que cargaba con la cu l­
a preguntar por qué se lo están dando gratis a un cretino que pa. Casi no se hablaba de divorcio entre las m ejores fam ilias.
no les da nada más que privaciones y nada de diversión. Nor­ Aunque sabíam os que el mozo de establo jugaba al 69 con una
malmente em piezan a montar una clientela por las tardes, es esposay que una matrona era frígida o lesbiana, los m atrim o­
cuando lees sobre algún m arido que le dispara a una pareja en nios estaban bien cimentados y llevaban la voz cantante. Los
una habitación. contados hombres que se casaron con su m antenida tuvieron
La segunda opción para una puta era sa lir como la m ante­ que d e jarla ciudad; uno mató a la ch icay el otro se suicidó en
nida de un hombre bastante rico que la quería en privado y toda Texas.
para él. En un apartam ento o casita en un barrio no muy ma­ La tercera opción era la salida hacia la que yo estaba apun­
lo, con un carruaje y dos caballos, más tarde un coche. Solían tando en mi cabeza. Convertirse en una madame de una buena
ten eru n a criada o cocin eray un cochero o jardinero. Llegué a casa y llevarla sólo con la mejor gente. Quizás hoy, después de la
ver esos apartam entos. Con cristal de Tifí'any, muebles de ro ­ Gran Guerra, esto puede parecer un negocio vil y bajo. Pero eso
ble dorado, un enorme piano, quizás un perro ehow-chow con no era cierto en aquellos días entre 184,9 Y '9 1?’ cuando habia
una lengua morada, muy elegante. Y cada cum pleaños o Navi­ casas de citas de lujo en todas las ciudades, una buena docena
dad una cadena de perlas, una pulsera de oro o pendientes de en cada gran ciudad. Estaban protegidas, eran frecuentadas
diam antes, algunos bonos o acciones en una caja de seguridad por la mejor gente, la aristocracia, como una institución tra-
de banco. d icional, así que ser «patrocinador» en Nueva York, Chicago,
Mantener a una mujer en Saint Louie era d ifícil para un Nueva O rleansy ci ncuenta ciudades más, era parte del compor­
hom bre muy conocido. En la ciudad no se hacía la vista gor­ tamiento social deun hombre. No hablaban de eso en compañía
da que era habitual en Nueva York o Chicago, donde podían de mujeres, desde luego, pero la mayoría de los hom bres jam ás
m antener a bailari nas o actrices famosas. De todas formas ha­ negaba su existencia. En com pañía de otros hom bres bromea­
bía u ñas dos docenas de m ujeres ma riten idas en Sai nt Lou ie, ban y hacían chistes sobre Liberty o Mahogany Hall, HouseofAll
m antenidas por cerveceros, editores, dueños de barcos, fa­ Nations. Ya habían sido prom iscuas en su juventud, o todavía
brica ntes de zapatos o em baladores de carne ric o sy hom bres lo eran.
por el estilo. Zig Flegel solía deeir orgu llosoy seriam ente que se nece­
Una gran desventaja era el aislamiento. Tu única compañía sitaba tanta i niel igencia para d irig ir un buen prostíbulo, velar
eran otras putas o una o dos actrices. En los discretos clubes por su protección, sus m uebles, contactos, chicas, personal,
nocturnos y restaurantes de lujo te conocían, pero te acom o­ comida, vi nos y música, m antener a los clientes fel ices y de­
daban en rincones oscuros o en algún cuarto privado. Existía leitados, a las chicas en su mejor momento, como se necesita
siem pre el peligro de que chantajearan a tu amigo. De vez en para d irig ir un sistema de fe rro carril, un emporio com ercial
cuando alguien podía escrib ir una carta, arm ar un escándalo o incluso, sí, una com pañía de navegación.
y la relación se acababa y el compañero que pagaba sol ía irse No exageraba mucho. ¿Sería yo capaz de d irig ir una orga­
con su esposa e hijos a Bar Ilarbor o a Europa, para que lo p er­ nización tan compleja?

33
(Capítulo io
LOS PENDIENTES DEL JUGADOR

M i prim era experiencia íntim a con un vividor profesional, es


decir, un hombre que vivía de su mente y su talento, en vez de
I rabajar, como hacían otros hom bres, para ganarse la vida,
fue con un jugador conocido en la ciudad como Highpockets.
Tenía unos treinta y cinco años, una nariz en forma de aguja,
era guapo de un modo deteriorado e inexpresivo, su cabello
delgado y negro siem pre estaba brillante con aceite y tenía un
rostro pálido como el vientre de un pez. Se vestía demasiado
bien, era un verdadero galán; sus manos ten ían vida propia,
siem pre se m ovían, señalaban, se agitaban, hacían pequeños
gestos que parecían tener sus propias ideas, no las de High-
pockets. Era un jugador arriesgado, podía rep artir el mazo de
arriba abajo, arre g la rla s barajas, m arcarlas o arañarlas en los
bordes con una uña. Podía producir ases, según decía, donde
nunca antes había habido ases. Pero por lo general jugaba ho­
nestamente, teniendo en cuenta que los hombres adictos a las
cartas son im placables con cualquiera al que sorprendan m a­
nipulando un juego. Highpockets era un jugador experto en el
póquer, el faraón, el red dog, el whist y cualquier otro juego de
cartas. Sus ojos y su rostro eran im pasibles como la m irada de
un director de funeraria.

Highpockets era uno de esos hom bres que usaban a una mujer
en la cama como m edicina. Ninguna idea de placer, romance
o am or form aba parte de la fornicación para él. Sim plem en­
te nunca se le hubiera ocurrido. Cuando estaba nervioso, ex­
hausto, molido, cuando estaba excitado después de tres días de
perder en el juego, o eufórico, tenso como una cuerda de banjo
después de una sem ana de ganar, perder, ganar, solía ven ir a
F legel’s tem bloroso y con cara de sueño, con olor a bourbori,
sudor, puros; venía a la casa, se llevaba a una chica a la cama, tas—. Simplemente sonreíam os; él era un buen cliente. Como
y calm aba sus nervios follando prolongadam ente hasta que se muchos de los hom bres que llegaría a conocer que usaban a las
quedaba profundam ente dormido. Entonces respiraba fácil­ mujeres como m eros objetos por alguna extraña razón o ne­
mente y, ni siquiera, solía decir más tarde, ni siquiera soñaba. cesidad dentro de ellos, nunca adm itió que la cuestión sexual,
De alguna m anera el espasmo fin al de su cuerpo al correrse, después de que lo calm aba, en realidad le repugnaba. Los pros­
arropado en los brazos de una puta, era como soltar el freno tíbulos de Estados Unidos conocen a este tipo de hom bre y sa­
que lo hacía irascible, nervioso, dispuesto a dejar caer un vaso ben cómo atenderlo, coger su dinero y deshacerse de él como
si no se lo ponías justo en la mano. un cabrón desgraciado.
A la m añana siguiente se despertaba, bostezaba, se rem o­
jaba una hora en una tina caliente, se cam biaba con ropa limpia Yo le gustaba a Highpockets porque no me molestaban sus san­
que tenía en u na bolsa que dejaba en la casa. Highpockets pe­ deces contra las m ujeres y el acto sexual . Yo sólo sonreía. Y él
día que le m andaran a un barbero negro para que lo afeitara, lo me pasaba la mano por el pelo y me decía:
perfum ara, lo retocara, luego chasqueaba unas monedas en su —Goldie, si analizaran tu cabello podrían dem ostrar que
pantalón inglés de moda y bajaba para almorzar conZigy Emma tiene oro puro, un contenido muy alto. Brilla como el borde de
y algunas de las chicas que estaban despiertas. Yo le fascinaba; un montón de monedas bajo la luz de una lámpara.
mi cabello era del color de las monedas de oro, según decía. Las noches en las que necesitaba su m edicina sexual, se
Esas m añanas daba los buenos días de esa forma tan educa­ me acercaba, me llevaba a la cama y ejecutaba su danza hori­
da que tienen la mayoría de los jugadores profesionales; « E x ­ zontal, girando y dando vueltas, rechinábalos dientes, me m al­
celente día». Com ía lonchas de beicon, galletas saladas, bebía trataba con su cuerpo, estaba como loco por algo —los cuatro
cerveza oscura con Z ig y contaba historias de cuando ganabay ases de la li beración— que esperaba encontrar a través de mí.
cuando perdía. De cuando huía asustado de u na muchedum ­ Una noche después de jugar a los naipes durante cuatro
bre que quería lincharlo, de cuando había salvado el pelle jo en días e n u n h o te l enfrente del río con vendedores de n o villo sy
alguna ciudad de salvajes, con m alhechores que jugaban a las cargadores de ganado, llegó a la casa fumando un enorme puro,
cartas pero que no sabían contar bien o de piratas de río tras con su sombrero de copaladeado sobre su ojo derecho. Mientras
su bolso. bailaba, las faldas de su abrigo m arrón volaban, no dejaba de
H ighpockets m anipulaba las cartas para nosotros en la chasquearlos dedosy apenas pudo calm arse lo suficiente para
mesa, hacía apa recer cualquier carta a voluntad, ejecutando los aceptarle a Zig una copa de brandy.
trucos de su arte. A todas nos caía bien Highpockets. Cuando —Cuatro días seguidos sobre la m esa, con las cortin as
estaba tranquilo y bebía, las m ujeres no eran santo de su de- bajadas, las lám paras encendidas, sólo nos levantábam os pa­
vocióny decía bajezas sobre nosotras, con una sonrisita en su ra m ear y cagar, echarnos una media hora de siesta de vez en
rostro de jugador de póquer. cuando, tragar huevos crudos en una copa de vino. A rrib a,
—Una m ujer es sim plem ente como otra mujer. Un eoño abajo, arriba, abajo. Luego una racha de buenas cartas, bue­
entre un par de piernas es simplem ente como cualquier otro, nas manos. Los ases me empezaron a sa lir justo cuando los
igual podría ser un hueco en un árbol o una botella vacía —solía deseaba. Una Flor Im perial, nunca han visto semejante mano,
continuar, expresando su aversión por las m ujeres como seres llegó tan bien. Le gané a tres rein as con tres reyes dos veces
humanos, como parejas, como esposas, y su fracaso como pu­ y de forma honesta. Bebidas, Zig, bebidas para todos. Coidie,
m i amor, Goldie m uñequita, sube tu precioso trasero por las —Está bien, Llighpockets, perfora m is orejas.
escaleras para este hom bre de apuestas. —Si tienes tantas agallas, yo tam bién. Nunca rechaces un
Estaba tan excitado, se le veía tan demacrado a pesa r de to­ desafío si las probabilidades son buenas.
da su charlatanería alegre, que me pregunté si no caería muerto —En medio del lóbulo.
antes de que consigu ¡era llegar a la cam a con migo. —Goldie, te va a doler.
M ientras se quitaba la cam isa, se bajaba los pantalones, —No cuando tenga puestas esas esm eraldas.
mostrándome sus piernas sin vello, se acercó a la cama, con un —Cielos —di jo en voz muy baja y sirvió dos pequeños vasos
pendiente en cada mano. de bourbon.
—¿Habías visto sem ejantes brillan tes, Goldie? Cada uno teníam os uno y giré mi oreja izquierda hacia la
—¿Qué son? lámpara con más luz. Mientras cerraba losojos, lo oí respirar irre­
—Esm eraldas, de verdad. Ese indio de Méhico (tenía una gularmente. Yo misma era una chica algo loca en esos días. Senti
extraña forma de pronunciar México) m edijoque lo eran. Se las una picadura como de abejorro en el lóbulo de la oreja, cogí aire
ganéenun bote de cuatro mil dólares cuando lo desplumé de todo y me mordí el labio inferior. Sentí cómo empujaba el pendientey
su dinero. Cada billete y moneda que traía en sus pantalones. gi ré la cabezay otra vez senti Ia picadura y Ia estocada del pendien­
Casi todas las putas habrían dicho: «Oh, ¿son para m í?». te. Abrí los ojos, y en el espejo ahí estaba yo, pálida, sonriendo,
Pero a veces yo también jugaba al póquer. mostrando casi todos mis dientes, y unas cuantas gotas de sangre,
—No parecen ser gran cosa. como pequeños pétalos de rosa, caían a cada lado de mi cuello, en
—¡Ah! —Las colocó contra mi oreja—. Ah, m írate en el mis hombros. El dolor se había ido y detrás de mí Highpockets
espejo. miraba ñjamente los pendientes. Sonrió.
Vi a un hombre delgaducho medio desnudo y a una ch i­ —Dejaría que me respaldaras en un juego contra la banda de
ca desnuda. Y dos pendientes enjoyados colocados contra mi Jam es o los Goles o los Younger cualquier día, con los revólveres
cabeza. sobre la mesa.
—No están mal —dije. Se puso a besar la sangre de mi cuello m ientras me llevaba
—Te d igo a Igo, Goldie. Tú rae has dado suerte esta tempora­ hacia la cama. Yo estaba igual de loca que él, sentía el mism o
da. Son tuyos. Cuando te perfores las orejas para ponértelos. frenesí. Entre cada polvo, se levantaba de la cam ay le daba un
—A n ingú n jugador le durarían tanto tiempo, ni siquiera trago al bourbon y volvía para que siguiéram os revoleándonos.
si me las perforara m añana. Mira, Highpockets, cariño, per­ Para cuando su verga ya no pudo más, la almohada estaba toda
fórame las orejas ahora mismo y pónmelos. manchada de sangre.
Se rió como un cuervo graznando. Seguía loeo y tenso co­
mo un reloj de un dólar por los cuatro días de juego. Sus ojos Me desperté para encontrar a Highpockets durmiendo como un
estaban hinchados, en el mentón le crecía barba de m anera bebé a mi lado. Me toqué las orejas. Ni siquiera estaban infecta­
irregular. Se tam baleaba, sostenía los pendientes. das y no sangraban. Me puse una bata y ba jé. Eran como las dos
—M ierda, no puedo creer que me estés retando. de la tarde. Le ped i a l cocinero que me prepara ra u n montón de
Saqué de un costurero una enorme aguja de verdad, la puse sándwiches de huevo frito de los que les gustan a los jugadores,
encima de una vela hasta que estuvo casi demasiado caliente con rodajas de cebo! la cruda, y cogí un enorme tarro con café
para segu ir sosteniéndola. La lim pié y se la tendí. muy fuerte. Tam bién un vaso lleno de brandy de siete años de

i38
edad de la bodega privada de Zig. Em m a F le g e ly Frenchy es­ ciales; para dem ostrarles a sus am igos que son hom bres, y al-
taban comiendo pan frito y sopa de pan. Frenchy dijo: gunos en efecto resultaban ser como un té poco cargado. Pero
—M iren a la duquesa. El duque le dio las jo yas de la en el salón decías ante los testigos: «C ariñ o, dejas hechas un
fam ilia. I l apo a las chicas».
Emm a dijo: Pero en el hom bre medio es entre los cuarenta y cinco y
—Bueno... los sesenta años cuando empieza a darse la preocupación por
—Vidrio —dijo Frenchy—, Sacado del fondo de una botella. su potencia, su v irilid ad , su poder de resistencia. Se preocu­
Em m a se inclinó, olfateó y toqueteó m is orejas. pa por su firmeza, por el encanto que se le escapa, su falta de
—No, son reales. Ja , muy bonitos, Goldie. Pero lávate la aliento, su conciencia de las chicas jóvenes en las calles en ve­
oreja con ham am elis para que no se te infecten. rano cuando se suben a los escalones de un carruaje o a I andén
Subí y le di a Highpockets un trago de brandy y una taza del tranvía. Sem ejantes m anzanas prohibidas nunca son para
de café. No podía comer. ellos. Em pieza a notar los tobillos, mide las tetas que pasan
—Que me llén en la tina. Apesto como un zorrillo. Llama al con un ojo cauto. M ira a una mujer desconocida y se pregunta
barbero negro; quema mi cam isa y m is calzones. ¿De dónde sa­ cómo estaría despojada de su ropa, y si el color de su pelo es
caste esos pendientes? ¿Q uién? ¡Yo! ¿Darle a una puta todo ese real, si sus senos están sujetos para p arecerían duros y altos.
hielo verde? Bueno, supongo que sí. Vosotras os valoráis como Acaso era un juego de nalgas real bajo el satén o era la form a
si lo que tuvierais no fuera tan común como la orina de ballena. del relleno de su traje. Me han dicho que empiezan a oler y a
Le dije que se fuera a la mierda. Se rió. saborear a las m ujeres, no se las pueden quitar de la cabeza.
Highpockets era él m ism o otra vez. Tuve los pendientes En cierto modo es triste que la naturaleza les haya dado
tres m eses, luego en una racha de m ala suerte me los pidió una necesidad y un tem or al m ism o tiempo. Sus hijos m adu­
prestados de nuevo, los perdió, y nunca más los volví a ver. ran o ya son m aduros; ahora como el viejo toro sem ental en
el pasto, son gord osy tienen las articulaciones entum ecidas.
La mayoría de las pu tas sólo conocen a los hombres como el ien- Pero en la mente —según me decían—, todavía había un pen­
tes a quienes atender. Para m í los hom bres eran in tere san ­ sam iento para los viejos placeres. Su ego se fundam entaba
tes como ciudadanos, como individuos, como cosas inútiles, en los huevos y en sus partes y les daba la vieja comezón de
intrigantes y como fracasos. A lgunos pasaban por el cambio intentarlo con una verdadera prostituta de lujo, algo que era
m asculino de la vida del que he escrito, un sentim iento claro especial en el prostíbulo de Zig Flegel. A sí les sucede a muchos
para ellos de que era su últim a oportunidad, y más allá, para hombres.
ellos, sólo estaban los años aletargados y deteriorados en los A diferencia de los clientes más jóvenes, solteros agresi­
q ue no serían m ás que un capón, y pen sarían en todos los pla­ vos o lib e rtin o s extravagantes, estos clientes com pulsivos o
ceres que pudieron tenery que ya no tendrían. Esta idea le llega desesperados de pronto se volvían hedonistas; qué bien suena
a un hombre tarde o temprano, y a algunos hom bres, nunca. esa palabra, aunque la saqué de un libro. Y esos clientes eran
Conocí au n juez federal que i baa ver a las chicas dos veces por implacablemente serios, no ten ían ni una pizca de humor sal­
seman a a los setenta y seis años y usaba e l colchón para todo lo vo por algunos chistes anticuados. A menudo derram aban su
que servia. Y hay jóvenes en sus veinte que bien podrían ser sem illa sólo por tocar torpem ente y por tanta ansia, antes de
novil los castrados de rancho. Van a una casa por motivos so­ estar completamente servidos.
Con el tiempo algunos de los m irones y buscadores se convir­ hay calidez, e n u n lugar como el d e Z ig y Emma, una sensación
tieron en clientes habituales. Igual de alegres y ruidosos que am istosa, la desnudez devastadora de las cosas que evitam os
los otros habituales. Solían azotar en el trasero a una chica, fuera. Un cliente que era juez, solía decir:
sentarla en su regazo, pellizcar sus tetas como si participaran —A quí las únicas mentiras q ue necesi tamos son que somos
en una orgía rom ana. Una orgía como una pintura en óleo que guapos, viri les, generosos y am ables. Somos libres de toda esa
Zig tenía en la pared del pequeño salón privado. Hombres en maldita hipocresía, de los falsos valores del bien común.
sábanas, con hojas en el pelo, m ujeres bailando y comiendo Supongo que F le g e ls fue una especie de escuela para mí.
uvas, todo el mundo recostado, y ios chavales esclavos llevando Definitivam ente aprendí mucho escuchando, haciendo p re­
la cabeza de un verraco sobre una bandeja m ientras en la d is­ guntas, inform ándom e de la m anera en que la m ayoría de la
tancia un volcán hace erupción; pero ningu na de estas nove­ gente nunca se inform a. Los líderes de la comunidad q ue ve­
dades había alcanzado a los rom anos en su diversión. Guando nían a F le g e ls estaban un poco hartos del mundo, de su mun­
era nueva en la casa solía ponerme a estudiar el cuadro y me do, Heno de apariencias y de atropello al prójimo.
preguntaba si había habitaciones arriba o si follaban colecti­ Los abogados podían d istorsion ar las cosas a su conve­
vamente o hacían cadenas m argarita en el comedor. niencia, la escena política estaba podrida de tráfico de inlluen-
Se veía a muchos de los huéspedes en FlegeFs estu d ian­ c ia sy sobornos, dinero sucio. Hablaban de los fraudes en los
do el cuadro de vez en cuando; son reían tristem ente, quizá mercados de oro, bienes inm uebles, tierras indias, coaliciones
preguntándose cómo estarían con hojas de parra en el pelo. de fe rro c a rril—I I ¡II, H arrim an, Gould, Huntington—, cárteles
0 más probablem ente se preguntaban qué estaban haciendo de azúcar, de acero, de trigo. Me sentía otra vez como me había
en un prostíbulo de Saint Louie con chicas que tenían la m is­ sentido en la granja; había algo disparatadamente mal cuando
ma edad q ue sus hi jas. ¿Qué estaban haciendo al participar en la gente veneraba a Jesús pero no hacía mucho más que prego­
jueguecitos tontos en posiciones ridiculas, desperdiciando sus nar sus ideas y luego ir a ver cuánto pod ían despellejar al pró-
fuerzas, forzando sus corazones o glándulas? ¿Para qué? Uno ji rao. No llegué a esta creencia m ía así de repente, pero al final
de m is puteros, un dueño de hotel, solía decirm e m ientras se estaba bastante segura de que mucho del habla devota no era
vestía por la m añana; más q ue apariencia.
—¿P orq u é, Goldie? ¿Por unos cuantos revolcones, para Pero tam bién tomaba conciencia de la bondad de mucha
reavivar un poco las cenizas? Bueno, pues u na de estas noches gente, de cómo eran sim plem ente buenos tipos a pesar de to­
voy a caer muerto aquí y habrá un lío in fern al. Trata de sacar da la mano dura, del trabajo pesado, del fastidio de tratar de
mi cuerpo por la puerta de atrás, Goldie. Eres una buena chica, ser honestos y hacerse un ri nconcito para ellos. C e n te q u e re -
pero me estás matando. a 1mente creía en la gente, q ue realm ente quería ser buena. Lo
No cayó muerto en un prostíbulo después de todo. En rea- veía i neluso en un prostí bu lo. El viejo vendedor de hielo, un
1 idad murió de un d isparo m ientras cazaba venados con su m e­ hom bre de la guerra civil con una pata de palo que llevaba a
jor amigo, quien lo confundió con un ciervo moviéndose en la las chicas flores que él cultivaba, y nunca robaba; la vieja co­
maleza. Conmigo nunca recibió el impacto de los cañones de cinera que tenía un m arido enferm o, inútil y borracho, y un
una escopeta de calibre doce a corta distancia. hijo idiota, y ella te n ía lo s pies m ás planos y m ás hinchados
E n u n hom bre maduro hay un montón de tern u rayu n co­ q ue jam ás se hayan visto. Pero trabajaba duro, se reía mucho,
nocimiento de la muerte en los actos sim ples del sexo. También nunca holgazanea ha, nunca se que jaba más que para gritarle a

142; 143
alguien que le hubiera pisado los juanetes. Era bueno saber que Zig abofetearía a cualquier chica que le hablara de ese m o­
ahí estaban, porque el resto del mundo era cruel y astuto. do. Pero Frenehy era la especialista de la casa para aquellos
Z ig y Emm a Flegel eran severos y enérgicos, codiciosos y puteros a los que les gustaban atenciones exóticas adicionales.
aun asi sentim entales de una manera cálida y fam iliar. Nunca Y Zig, como Highpockets el jugador le dijo una noche:
rechazaban a los mendigos que se congelaban en una noche de —Zig, eres un hombre que no se desvía. Sirves a la natu­
enero y buscaban algún rincón donde dorm ir. Lloraban con raleza y ahorras tu dinero como un buen ciudadano. Eres la
las tarjetas de Navidad que tenían nieve falsa brillando y con columna vertebral del país, la sal de la tierra.
las fotos de conejitos de Pascua con chavalas vestidas de niños. Y eso era Zig, u n buen ciudadano. Apoya ba a am bos p arti­
Fuertes, astutos, dueños de un negocio ilegal, regalaban toda dos políticos con dinero, nunca dejó de pagar por su protección
la comida q ue sobra ba en la casa y la ropa gastada y los muebles y inantenia a sus hijos lejos del prostíbulo. Los crió como gente
rotos a las fam ilias pobres que vivían cerca del río. En su m a­ bien, lo que siguen siendo hasta hoy. Mucho tiempo después,
yoría eran chusma blanca con una docena de niños con narices cuando Frenehy llevaba muerta varios años, me ponía a pensar
mocosas; las mujeres tenían el vientre muy hinchado con más en toda esa gente rica de Saint Louie, que vivía bien gracias a
niños dentro y venían con sacos para tran sportarlos restos del lo que las putas habíam os tenido entre nuestras piernas para
pan, bolsasde sandía mezclada con pedazos de langosta, puréde sus abuelos.
patata, alas rotas de pollo. Todo eso en una masa blanda mezcla­ Y una puta que piensa es a menudo una puta triste. Toda­
da con cen izas de tabaco y huesos medio roídos. Nunca consi­ vía mejor que el wh isky para una chica de casa deprim ida era
deré a los pobres—cómo podían ser honestos o prudentes—tan el canto. Un grupo apiñado alrededor de un músico tocando el
lastim osos y tan jod idamente llenos de desesperanza. banjo o alguien en el piano podía quitarle el mal hu m orau na
Frenehy solía estrem ecerse sólo de verlas escarb ar en chica m ejor que una pinta de Oíd Crow .ycon menos daño. Las
nuestro basurero: canciones eran generalm ente de Stephen Foster, y cuando una
—A hí están, Goldie. Seguram ente casadas con pobreto- ca nción popular salía todos trataban de cantar. No había tantas
nes holgazanes, preñadas cada nueve meses y sus tetas todas canciones subidas de tono como podrían pensar. Lo sentim en­
secas por culpa de una docena de bastard ¡tos con dientes que tal era la orden del día y los huéspedes y las ch icas cantaban
las muerden. Apuesto a que algunas de las chicas bonitas hu­ Oíd, Rosin the Bear, Nelly Bly y The Hunters o f Kentucky. Todavía
bieran podido ser buenas putas, cielos. recuerdo canciones que ya nadie canta: My Oíd Au.nl Sally, Rool,
Zig, que era luterano aunque no i ba a la iglesia, movía un Hoy and Die. Y algunas que todavía se oyen: My LongBlue Tail,
dedo y le decía a Frenehy: Wall for the Wagón, Come Where my Lave Lies Dreaming.
—No andes hablando así de Dios y de esas m ujeres re s­ Hoy en día algunas de las canciones que cantábam os al­
petables. Los pobres siem pre estarán con nosotros. Bine Uaná rededor del piano de Zig podría n parecer cursis: Tis Bul a Hule
wascht dieAndere. Y debemos ocuparnos de ellos. ¿Qué puede Faded Flower, Mollie Darling, Grandfathers Clock. Tam bién hay
saber una puta? llorones. Rose ofKillarney siem pre hacía llorar a los cabrones
Frenehy, con su talante vivaz, sim plem ente decía: políticos irlandeses, que robaban el dinero público, así como
—Ve y ocúpate de tus asuntos. ¿Lias pensado alguna vez Write Me a Letterfrom Hdfne; así que teníam os que despejar el
cómo se gana el dinero para todas tus dádivas? Entre nuestras am biente con Shoo Fly, Don’t Bother Me. Bebiendo y cantando,
piernas. todos abrazados, m ientras las cuerdas del banjo punteaban y

144 ’ 45
el piano em itía notas graves, no era d ifícil darle a la noche un
ánim o alegre, q ue llevaba a relaciones y experiencias m ás ín ­
tim as en las habitaciones de arriba.
Capítulo 11
A Z ig le gustaban las m elodías alem anas sentim entaloides
sobre selvas negras y troles, canciones de estudiantes borra­
INSTALADA COMO UNA MANTENIDA
chos de juerga. A lgo de música seria, tam bién, y las m ism as
melod ías de baile. No sé si era un buen pianista o no. La música Para cuando empecé a pensar seriam ente en el futuro corría
o cua lquier cosa excepto una balada popular nunca sign iñ ea- el año de 1876. Tenía veintidós años. Flegel’sy a no era la casa
ron mucho para mí. Supongo que nunca tuve la formación para q ue había sido. En pocos años se produjo el cambio, o más bien
entender lo que era Ja buena música. Me quedé con la música pequeños cam bios. Y eso, excepto por algunos de los viejos
de la granja y del campo y más tarde con el ragtime y con el vo- clientes heles, sign iñ eó nuevas casas más elegantes adonde
devil. Cuando estaba en Storyville en Nueva Orleans tenía a ir, chicas recién llegadas a Saint Louie. Todo eso hacía de la
tres pianistas negros. Se ganaban un par de dólares la noche y casa de citas de Z ig y Emm a Flegel una tradición quizás un
podían comer lo que quisieran. Tocaban lo que se convertiría poco ted iosa. La verdad era que los Flegel ya eran ricos, muy
en jazz o ya lo era. Para mí eso nunca le l legó a Stephen Foster ricos; sus hijos crecían y lo que ahora q uerían era una especie
ni a la suela de los zapatos. de corteza de respetabilidad.
Emm a todavía se llevaba a alguna nueva chica joven a su
cama, mantenía un flechazo alrededor de un año antes de bus­
carse a u na nueva favorita. Yo fui su mascota por unos seis me­
ses nada más llegar a la casa. Me alim entaba con las mejores
fresas, me besaba y estrechaba en todos los rincones, me lleva­
ba a la cama para a bruzarme y agarrarm ey jugar conmigo como
un cachorrito demasiado lindo para cualquier cosa menos para
amarlo. Nunca había oído hablar del lesbianism o, cuando olla
palabra, me pareció más ridicula que los jueguecitos.
No me im portaba, y sobre todo no sabía nada. A cariciar a
una m u jery jugar con ella me parecía parte del modo de v id ay
del lugar que tenía en este mundo. Un poco de frotada de clíto-
r is y mordisq ueo de pezones, si parecía complacer a la múdame,
form aba parte de lo que una hacía para no alterar el equil ibrío
del prostíbulo. Una múdame podía hacerle la vida im posible a
una chica que era impertinente o q ue trataba de fren contra déla
rutina o de los hábitos de un luga r. Si la naturaleza perm itía esas
cosas, no podía pen saran ninguna razón para resistirm e.
No duré mucho tiempo como favorita, lo cual estuvo bien
para mí, porque serlo ocasionaba que las otras chicas se pu-
sieran en m i contra y me pellizcaran hasta dejarm e azul, me en casa —podía ir a que les sacaran cenizas, a m ojar el chu­
dieran puntapiés con sus zapatillas y me dijeran cosas cuyo rro— am bas expresiones eran populares en esos tugurios de
significado ni siquiera entendía. clase media.
Frenchy tenía una prim a q ue trabaja ba en uno de esos lu ­
Todo lo que sabía era que tenía una buena vida y los días libres ga res. Era muy ordinario, tenía un papel pintado bastante bue­
a veces me iba con Frenchy a visitar algunos de los prostí bulos no, solas simples y un músico que tocaba el banjo en el salón. La
de clase baja donde ella tenía am igas. Frenchy había salido de litada me y la mayoría de las ch icas eran nativas, provincianas
un burdel de Jos más bajos; «sólo por mi talento», como solía de K an sasy buscavidas que habían llegado de granjas en q u ie­
decir. bra y pequeños ranchos. A lguñas habían sido abandonadas por
Esos prostíbulos de bajo nivel de Saint Louie estaban en un guardafrenos o maestro carpintero, que siguieron adelante
ediftcios ruinosos en partes atestadas de la ciudad, con olores dejándolas sin di ñero para el alquiler ni para comer.
a paredes podridas, excrem entos hum anos y retretes, w h is­ Se sentaban en ropa interior o bata, bebían cerveza, b ro ­
ky y tabaco m asticado, tan fuertes que había que aguantar la meaban mucho en dialecto cam pesino, se sentían en casa con
respiración. Las putas eran más v ie ja sy tenían un aspecto de­ los clientes si m plesy calientes que llegaban con zapatos y bom ­
teriorado, con cabezas llenas de pelo que se rascaban todo el bines empolvados. Había cierta moralidad en estos lugares que
tiempo. Se ponían demasiada pi ntura en la cara, pero acompa­ reflejaban el mundo de las putas y sus clientes. Follaban como
ñada con una mala dentadura, que de verdad parecía Camem- mamá y papá, haciéndolo prácticam ente de la m anera correcta
bert, y una vestim enta zarrapastrosa. Cualquier chica joven y tradicional am ericana, como los habían educado. Se hablaba
que llegaba aquí, si tenía agallas y cordura, podía m udarse a y se hacían bromas sobre el francés, pero raram ente lo pedían
una casa mejor. Pero muchas sim plem ente se quedaban basta o lo ofrecían. El estilo italiano, penetración por detrás, era u na
que les contagiaban una enferm edad venérea, les daban una especie de chiste que provenía de los cam pesinos jóvenes que
pal iza o las m ataban o se echaban a perder con algún carte­ experim entaban consigo m ism os y entre ellos, y se lo consi­
rista y term inaban en la cárcel o en el hospital de caridad, si deraba como una señal de pecado depravado de la ciudad. Los
no era en el m anicom io. Muchas ta m b ié n —más de las que se recuerdos de las lecciones de la Biblia y los serm ones sobre
podría pensar—simplem ente se volvían m ujeres respetablesy BabiIonia y el fuego del infterno de sus iglesias de pueblo se ­
se casaban con algún marido cam pesino. No es posible extraer guían vivos en los prostíbulos de clase media.
una moraleja sobre las putas y quedarte con ella. Son personas,
personas de verdad, no objetos; y es asombroso, siem pre lo fue Sólo en los antros realm ente bajos y en los m ejores lugares,
para mí, lo bien que pueden arreglárselas y meterse y sa lir de como Flegel’s, uno podía despojarse de la m oralidad del país,
los problemas, tener buenos y malos momentos, m ostrar carác- del habla popular am ericana sobre sexo, como una serpiente
tery com batividad. Todo el mundo tiene ideas sobre las putas, se despoja de su piel. La idea de azotar por diversión, de que te
pero ninguna im agen real de ellas. pisoteen con tacones o de una cadena m argarita en un prostí­
Un nivel más arrib a estaban las casas de la clase media bulo de clase m edia era como escupir en la bandera o dibujarle
para los obre ros y vagabundos, trabajadores de la ciudad, todos un bigote a la foto de M arfba W ashington. La prim a de Frenchy
aquellos que calculaban el coste de sus gastos. El empleado, el nos contó que un cliente de su prostíbulo le rompió la crism a a
cochero, el leñador, el mari do q ue no follaba satisfactoriamente otro con una escupidera cuando le oyó pedirle a u na puta que

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se la m am ara. Pero estos lugares de clase m edia estaban en Golden C lares, con una etiqueta que tenía una m ujer gorda
su m ayoría en Saint Louie, según me dijeron. Si había otros que sostenía hojas y un bulto de puros, hechos en dorado y ro ­
iguales en otro sitio, nunca lo averigüé. jo y azul con un tipo de letra anticuado, todo enroscado y muy
La vieja banda de F legel’s se estaba desintegrando. Be- grande. Los puros tenían dos extrem os puntiagudos y eran
1 le, nuestra puta salvaje y m aravillosa, se casó con un capitán muy fuertes.
de barcaza de río y se mudó río abajo, el día de su boda estaba honrad Ritcher tenía cuarenta y dos años cuando lo vi por
borracha como una cuba y gritaba que ahora era una «jodida prim era vez en el salón de los Flegel, era robusto y fornido, no
mujer respetable». Frenchy tuvo una pelea con Emm a Flegel era alto pero estaba bien proporcionado, estaba recién afeita­
y la tiró al suelo con un golpe de mano, luego hizo las m aletas do, tenía cabello grueso, castaño, rizado con raya en medio.
y se fue a toda prisa antes de que Zig llegara a castigarla. Zig Llevaba un chaleco a cuadros de pata de gallo y el tipico reloj
odiaba castigar a la s chicas, pero si tenía que hacerlo, se desa­ con cadenay faltriquera y demás cosas colgando. Parecía muy
brochaba los gem elos, se arrem angaba las ligas, suspiraba y jovial, bebía vino del Rin, y les ofrecía a las ch icas y a los otros
usaba la palm a de la mano: zas zas en cada m ejilla, con estilo dos huéspedes. Era como un perro doméstico que quería agra­
de disparos rápidos. Un par de docenas realm ente podían de­ dar y que estaba un poquito preocupado de que en lugar de eso
jarte tirada sin un solo moratón. Me castigaron así dos veces. alguien le diera una patada. Guando un cliente está demasiado
Frenchy se fue a toda prisa. Me quedé deprim ida, so li­ jovial y más alegre de la cuenta, puedes ver la tensión en él y te
taria, sin rum bo. La m ayoría de m is clientes habituales, que das cuenta de que no está acostumbrado a los prostíbulos.
siem pre preguntaban por mí, se habían mudado, o dejaron la Se acercó y se sentó a mi lado y no me pellizco ni se lanzó
ciudad por un tiempo. Las nuevas chicas eran u n lote mezclado. inm ediatam ente contra uno de m is senos. Se secó la cara con
Una era una peí irroja judía de Polonia, q ue no sabía nada de un pañuelo de seda y se secó también bajo el cuello de puntas
inglés pero que se pasaba el tiempo asintiendo y señalando y de su cam isa. Sonrió y me dijo en voz baja:
moviendo la cabeza. Y el grupo usual de alem anas tontas, tam ­ —Tienes que ayudarm e, muñeca. Nunca antes he estado
bién una chica morena con cara de zorro y el hábito de sorber en un lugar de éstos.
y frotarse la nariz como si le picara todo el tiempo. Entonces Puse m i sonrisa de ¡uy qué hom bretón!, y sujeté mi brazo
ya reconocía a un perico cuando lo veía. A lguien que inhalaba con el suyo.
cocaína. Guando la contrataron, me percaté de que los Flegel —¿Sin estrenar?
se estaban vol viendo un poco negligentes. -¿Q u é?
—Olvídelo. Va a estar bien. Un hom bretón como usted.
Todo esto condujo a mi encuentro con honrad Ritcher, así lo Apuesto a q ue es u n demonio con las ch ¡cas.
llam aré aquí; su fam ilia todavía es relevante en Saint Louie. —Eres una mujer muy hermosa.
Vino por prim era vez a la casa en 1877, lo trajo un fabricante Los nuevos generalm ente lo decían. Le d ije que parecía un
de arm arios que estaba produciendo cajas de puros de madera tipo muy varonil, que era todo un hombre, muy hombre. Esto
de cedro para Ritcher, que era el dueño con éxito de tres fábri­ calmó a honrad u n poco, pero seguía sudando a mares. Emma
cas de puros en Middle West. Ritcher hacía buenos puros para med ¡o la señal deque meló subiera. Me puse de pie y le pregun­
varias em presas que los vendían bajo sus propias m arcas. Pe­ té si le gustaría ver mi cuarto. En Flegel’s los huéspedes pagaban
ro también tenía una línea que orgul losamente vendía como antes de irse, por lo q ue no había nunca un regateo. Le mostré

>5°
el cam ino para su bir las escaleras, pasamos por los cuad ros de nunca había estado en un prostíbulo; quiero decir, un hombre
paisajes, los estantes con viejos tarros de cerveza, el grupo de como Konrad Ritcher, que no era un colegial pajero en su p ri­
m ujeres de mármol desnudas comiendo fruta m ientras unos mer polvo, o algún loco que lo había postergado durante tanto
hom bres con piernas de cabra las agarran con abrazos de oso. I icmpo que su acto era e.omo p artir a una mujer por la mitad,
Los huéspedes generalm ente se quedaban im presionados por sigu ¡endo y siguiendo, m ientras tú le in sistías y lo anim abas
nuestro arte. basta que era como darle latigazos a una muía para que hiciera
Konrad estaba muy silencioso cuando Ilegamos al cuarto. un I rabajo que no quería hacer.
Le desabroché la corbata y le quité el cuello alto, le desabro­ Konrad era algo fresco, casi in fan til, aun así era mucho
ché el chaleco. Todo el tiempo hacía ruiditos como de ronro­ hombre. Simplemente se quedó ahí acostado, sin sa lirse de mí
neo y le susurraba al oído lo bonito que era teñ era un hombre y yo apretándolo con el músculo. Después de un rato, sin hablar
como él para var iar y las ganas que tenía de-estar con él en la una palabra, volvim os a empezar. Se quedó toda la noche, lo
cama. Nada demasiado fuerte y nada de habla vulgar. La p ri­ que se liam aba un cliente trasnochador. Se fue sin desayunar
mera vez los puteros podían e n traren pánico fácil mente y sa­ a I amanecer, con el cuel lo a duras penas en su lugar, la corbata
lir corriendo, con la corbata y el cuello en las manos. Konrad mal puesta, le susurró a Zig algo al oído y le dio una moneda de
ten íala edad justa, poco más de cua renta años, probablemente oro de diez dólares para mí.
llevaba casado vei nte años con una esposa a la q ue le era fiel, Zig me explicó que el señor Ritcher era un hombre muy
ten ía unos cuantos hijos y sentía el tiempo pasar, sintiendo relevante, que la fa mil i a de su esposa era muy im porta nte, q ue
que quizá había algo mejor, más joven, más juguetón que una sus cinco hijos eran muy listos, que los puros Golden Clare eran
esposa abu rrid a que ya no veía en el acto de fo llar nada más muy buenos. Yo estaba rendida pero satisfecha; no había fin g i­
que una costum bre y una obligación. do, sino que lo había sentido de verdad cada vez que empeza­
Konrad se desnudó y dejó ver su m aravilloso cuerpo ro ­ mos una y otra vez en mi habitación. Tenía un presentim iento
busto, lleno de vello a m arillo en el pecho y en sus partes, con de que mi vida entera estaba cam biando, pero no sabía cómo.
un sorprendente y m aravilloso aparato erecto que m ostraba
que estaba atento e interesado en mí a pesar de toda su tim i­ Dormí ocho horas seguidas, me desperté oyendo que la casa se
dez. El hecho de que estuviera allí con el fabricante de arm a­ preparaba parala noche, los cubos, las cajas de bebidas que lle­
rios mostraba que Konrad venía en busca de aventura, cambio, vaban al salón, el gorjeo de las chicas peinándose, quejándose
esperanza... M iam igod el periódico solía decir: «La esperanza con Envina Flegel por algo. Oí cómo barrían las alfom bras y las
es el único pecado». ponían en su lugar. Bostecé, me estiré, me hice un guiño a mí
A garré a Konrad con mi mano y lo toqué por aquí y por m ism a en el espejo. Me sentía relajada, a gusto-, había en mis
allá, y pronto nos tendim os de bruces, yo extendida como un venas como una especie de vino q ue no venía de una botella. El
plato apetitoso, y él se me acercó y me dijo: «Qué herm osa, qué taconeo de los zapatos de tacón de las criadas—que odiaban usar,
herm osa». Lo guié y se encorvó y gritó como si le hubiera caído pero Zig insistía—term inó por despertarm e. Las criadas esta­
un rayo. Pude senti r enseguida que nunca había estado en una ban 1 levando palanganas v agua y toallas a las habitaciones. Me
vagina que agarrara y apretara. q uedé acostada ahí, con un brazo sobre los ojos, pensando en la
Se corrió casi i nmed i ata mente y yo me corrí con él. Su­ noche, pensando cosas prácticas, nada de estupideces rom án­
pongo que estaba satisfecha con el deleite de un hombre que ticas. No estaba enamorada de Konrad Ritcher. Simplemente
parecía tan bueno e insensato y tan satisfecho conmigo. No era por lo que ren unciarías a todo dentro de lo razonable, hubiera
un huésped aburrido, u n putero q ue quería intentar cosas extra­ Ilegado a tu vida. Más tarde, al hablar con Konrad, me di cuenta
ñas con tu cuerpo o un cliente lascivo que te veía cuando estabas de que era prácticam ente así como se había sentido.
desnuda como un gato m ira a un ratón en sus garras. Dos noches más tarde estaba de vuelta, nervioso, según
Esperaba que volviera. Había tenido, desde luego, interés dijo Emma, hasta que bajé al saló n y estuve libre. A rrib a en la
especial en algunos huéspedes antes. Una ch ica qu iere gustar, habitación abrió una lujosa cajita roja y sacó dos pendientes
gustar de verdad , que la acaricien, que la llam en gatita, amor- con perlitas rodeadas de rubíes.
cito, m uñequita, tesoro, bonita. Hay un deseo en toda puta de —Coldie, con todo mi agradecim iento.
no ser meramente carne. Hay una especie de necesidad, se po­ Le dije que eran preciosos y le pregunté si eran para mí. Sa­
dría deci r, de que la acepten como un ser humano. Y no, como bía muy bien que sí. Y me quedé ahí de pie desnuda ante el espe­
Frenchy solía decir, sólo «uno o dos kilos de pomida para perro jo de cuerpo entero y le dije que me los pusiera. Tenía las orejas
en u n bonito envoltorio, un agujero en la pared, un lugar don­ perforadas desde hacía varios años cuando Highpockets había
de enjuagarse los huevos». Extrañaba a Frenchy; era peleona Iraído esas esm eraldas. Konrad me puso los pendientes en los
y tan divertida. v iejos agujeros, que había mantenido abiertos con unos de oro.
Las putas necesitan entenderse a sí m ism as m ás que la Tem blaba y besaba m is hombros desnudos, y yo me giré
m ayoría de las m ujeres porque en la m ayoría de los casos sí hacia él, provocándolo, calentándolo un poco. Me dijo: «No sé,
se sienten más o menos desgraciadas. Se sienten m iradas con no sé, Coldie, qué voy a hacer».
desprecio por aquellos a q uienes entretienen por la noche. Ven Le dije q ue yo sí sabía. Me dijo no, no, que se refería a q ue
cómo otras m ujeres cam bian de acera cuando se las topan. Es nunca en su vida había perdido la cabeza por nada, ni en los ne­
ese aferrarse a la tonta esperanza de que pueden ser acepta­ gocios, ni en la política, ni en los problem as fam iliares. Hasta
das como seres humanos lo que hace tan tristes a tantas putas. en sus inversiones de bienes raíces donde la gente compraba
En cuanto a mí, no me había importado una m ierda lo que las como loca, siem pre había sido sereno y tranquilo y estable. No
esposas de los puteros pensaran de mí o cuando iba de com ­ dejaba de decir «esta ble» una y otra vez y me enseñó cómo le
pras lo que había detrás de la sucia sonrisa de algún vendedor tem blaba la mano. Me lo llevé a la Camay fue como antes, sólo
cuando cogía m i dinero por lo que me estaba vendiendo. En que más fuerte. No podía quedarse toda la noche. Había sido
los días de compras, Bel le generalm ente le sugería al gerente un infierno para él dar explicaciones sobre la vez pasada. Pero
de la tienda una visita a la casa como pago. Para mí siem pre era volvería en dos días, jugam os algunos de los viejos juegos, n in ­
una i n fierno regatear con los dueños de las tiendas. Una puta guno de los cuales había intentado él an tes. Empezó a hablarme
no debería tener días de oferta. de su esposa, pero le dije que dejáram os eso aparte. No quería
Konrad me había visto no como a una sim ple puta, sino oír nada sobre la señora Ritcher. Para qué echarlo a perder, le
como un descubrim iento. Seguram ente había estado unpoco dije. Cuando se fue, me d ¡o su cortapuros de oro para recortar
perturbado, pero también había estado deleitado, de la m ane­ las puntas de los puros. Me prometió que le m andaría aZ ig un
ra en que algunas personas m iran una pintura en óleo de un par de cajas de los m ejores habanos.
' *
ciervo en la cañada o un bistec de K ansas City. O un diam ante
del tamaño de una avellana. Como si fuera uno de esos m ila­ Un putero encaprichado es una tentación para una puta. Había
gros que nunca esperaste ver tú mismo. Como si algo sagrado. tenido algunos hombres así; pero Zig Flegel era muy estricto

»54
en su regla de que el huésped estaba a salvo en su casa. No po­ deramente especiales, más altas, más guapas, más elegantes,
dían chantajearlo, usarlo, adularlo para obtener más regalos gente que todo lo sabia, que todo lo veia. Y el resto de nosotros
más al lá de un frasco de perfum e, o, si estaba muy satisfecho, éramos basura comparados con ellos. Esta conciencia duró en
un par de 1 igas enjoyadas o med ias de seda. todo el país hasta la Gran Guerra, hasta 1917. Luego todo estalló
Nunca tuve la tentación de aprovecharm e de un huésped en alcohol clandestino, chicas libertinas, contrabandistas, pol­
encaprichado. Siempre me había preguntado y había estado un vos pegajosos en el asiento trasero de los Marmón, los Pierce-
poquito asustada con respecto al poder de las glándulas sexua­ Arrowy los Buick. Las chicas de los clubes campestres lo estaban
les sobre la mente, que acumulan tanto fuego en el cuerpo de un haciendo gratis. Entonces los prostíbulos de lujo empezaron a
hombre que puede perder todo el sentido de la proporción, sen­ ir de mal en peor y la protección empezó a costar demasiado,
tido de su lugar, de la sociedad. En esos d ías yo veía la sociedad a pesar de que los funcionarios y la policía no podían otorgar-
como una enorme bolsa de personas elegantes, todas alineadas protección completa en esta nueva clase de mundo. Las m añas
con buena ropa y som breros li nos, que vivían en casas grandes, cam biaron el patrón americano de losburdeles, las acciones re­
con los mejores caballos y carruajes, hablaban elegantemente, presivas cerraron muchas de las casas de citas más elegantes.
gobernaban el país, llenaban las iglesias. Me parecía que es­ La sociedad me desconcertaha en esa época en Saint Lou ie,
taban haciendo un mundo m ejory más limpio para el resto de pero para cuando me convertí en una m adam eya la tenía bien
nosotros. Los veía llevar apresuradam ente cestas con pavos y calada. La sociedad hacía sus reglas, pero tam bién las rom ­
arreglos para los pobres en la temporada navideña, y a su manera pía, y luego decía esto es la moda, esto es el estilo. Entonces
hacían que tuviéramos mejores modales. Conocían las respues­ era casi respetable follar en posadas del cam i no, besuquearse
tas para todo y la forma adecuada de d eciry hacer las cosas. Más en un Stutz Bearcat y pasar l'mes de sem ana con la esposa de
tarde aprendí que no era así, pero en esa época los llam aba la otro o m antener a una gol fa de Broadway en un apartamento,
clase alta, la aristocracia. No eran más que mierda de caballo. aunque todo el mundo lo supiera. Las cosas se volvieron dem a­
Más tarde me di cuenta de q ue la sociedad, la aristocracia, siado relajadas y fáciles. «Nidos de am or», así los llam aban los
no era diferente de nosotros ni de los pobres diablos de la clase periódicos. La sociedad se bajó de su pedestal, se mezcló con
media o baja. La clase alta ten ¡a los tn ¡smos deseos, las m ism as los gánsters, los artistas y los cantantes y los m aricas. Toda la
locuras, las m ism as desgracias, la m ism a codicia, sólo que en m oralidad, que mi viejo mundo había guardado tan cuidado­
su nivel. Su vida estaba distorsionada por el dinero y por algo samente, fue arrojada por la ventana.
liam ado fam ilia. La form a de la nariz de la abuela o quién ha­
bía em igrado y cuándo de su pais de origen. Cuando el señor Si lo escribo aquí como se me ocurre, es porque en esa época
Pulitzer se casó y no le dijo a su novia que era jud ío, eso fue un <]uería u n mu ndo m ejory tiempos mejores. Pensa ba en el mun­
escándalo para la sociedad. Esas eran las cosas que les hacía do de honrad Ritchery sus buenos modales y cód igoscomo si en
diferen tes del resto de nosotros. Pero principalm ente era el eso consistiera la respetabilidad. Su miedo al pecado, supon­
dinero. Podía ver que los Flegcl se estaban forjando un lugar go que eso era lo que lo desconcertaba; sen tir placer podía ser
en ese m undo... Hoy en día sus nietos están ahí, situados en pecado y a pesar de ello disfrutaba, aun cuando siem pre pel­
lo más alto. Se sorprenderían si les dijera quiénes son. ma necia ese sentim iento corrosivo de que se estaba en contra
Pero cuando honrad R itch ervin o a verm e no sabía todo de la moralidad del grupo en el q ue se nació. Si se elim in a esa
esto como ahora lo sé. Todavía creía que había personas verda­ idea de pecado se tiene la época posterior, después de. la Gran

*57
Guerra, cuando la idea de pecado se había perdido, así como un Empecé a pensar en Konrad y cuantas más ideas sobre él
poco del placer tam bién, porque algunas personas decían que dejaba que zum baran en m i cabeza, m ás me gustaba. Sabía
era natural, que era norm al. No había pecado. Konrad, pron­ que existía el peligro de que me enam orara de él. Pero quería
to me di cuenta, creía en el pecado y eso era lo que le atraía de pensar que podía evitarlo. Enam orarse de un hombre casado
nuestra relación. de Saint Lome en la últim a parte del siglo x ix era sólo dolor y
Muy pronto me percaté de que todo es norm al si se con­ agonía. Llevó a varios asesinatos muy interesantes. Aunq ue
vierte en un patrón. Todo está mal silo s que hacen el patrón d i­ encubiertos la mayoría de ellos, todavía me acorda ba de la h is­
cen que no a eso. A sí que ahí estaba yo, despertando, sintiendo toria del general Sickles. Zig nos contó q ue la esposa del gene­
quizá que mi vida tomaba un nuevo rum bo, que se instalaba ra I había tenido un romance en W ashington con un prim o del
en una nueva vía. Y el placer que Konrad obtenía de su idea de hombre que escribió The StarSpangled Banner, y que el gene­
pecado era m i billete para otro mundo. ra I le d isparó a sangre fría en la calle y todo el mundo lo llam ó
Había estado pensando en instalarm e como u na madame, héroe y quedó libre. El am or en una relación con un hombre
pero no tenía ahorrado todo el dinero necesario. Había estado casado tenía que evitarse. Yo era joven y dura en esos tiempos
comprando ropa y cosas, pero podía reu n ir cerca de diez m il y estaba segura de m i control de la parte em ocional de una
dólares. No estaba ni cerca, no para el tipo de casa de lujo que relación.
yo quería. Con in teriores de fontanería y baños de m árm ol, Decidí que haría todo para que Konrad me instalara en la
satén en las paredes, incluso tapicerías, de las q ue se hablaba ciudad. Lo adm iraba, me gustaba en la cama. Era un discípulo
mucho, aunq ue en tonces yo no sabía lo que eran. Quería m ue­ muy apto y tenía un instinto para aquellas experiencias que su
bles de teca, roble dorado y caoba, un piano con un montón de esposa había dejado de lado por considerarlas disparates re ­
incrustaciones de perla, muchos floreros de porcelana, ünbuen pugnantes de un hombre.
prostíbulo m uestra jarras de cristal tallado, un rincón turco
con alm ohadas y bande jas de cobre, espadas cinceladas en la
pared. Un cuarto bien acolchado para grupos, actos especiales
y cadenas m argarita. Soñaba con unas enorm es escaleras, con
vestidos de noche para las chicas adornados con pieles y plumas
de garceta y de pavo real. Y un enorme perro San Bernardo q ue
vagara por toda la casa y el jard ín . Una buena m adame tenía
un par de caballos bayos en los establos en la parte de atrás,
un cochero con un som brero de copa barnizado y un carruaje
abierto con cuerdas elásticas. El coste de protección de todo
eso era muy a Ito. No estaba lista todavía para instalarm e como
una madame.
A dem ás era muy joven, dem asiado joven para hacerme
respetar por las chicas, los funcionarios de la m unicipalidad
y la policía, los com erciantes a los que tendría que com prarles
cosas.
Capítulo i?
PARA UN SOLO HOMBRE

No tuve que hacer aspavientos ni fin g ir ninguna tragedia para


convencer a Konrad de que me instalara como su mantenida.
El m ism o tuvo la idea una noche. Habíam os estado tomando
ginebra de endrinas y soda en la cama. Era casi de día. Ha bía­
mos estado ahí durante algún tiempo y los ruidos nocturnos
em pezaban a con vertirse en ruidos m atutinos. Me sentía un
tanto cómoda y a gusto. Era un hombre tierno y podía hablar
con él. Como casi todos los hom bres, me preguntó cómo me
convertí en puta. No le conté las m entiras de costum bre que
a los hom bres les gusta escuchar sobre la virtud brutalm en­
te arrancada, la v irgin id ad pisoteada. O los viejos cuentos del
horror de ser abandonada. Las putas les cuentan a los hombres
muchos mitos que están tan gastados que n in gu n a persona
capaz de untar m an teq u illa en pan puede creer en ellos. Le
hablé a Konrad sobre la granja, la vida dura q ue ahí teníam os,
los campos todos am arillos con hierbas malas de mostaza y las
faenas que había que hacer al am anecerá la luz de una linterna.
Le hablé de u na vaca con la pata rota, del invierno duro y frío,
todo tan azul y g ris y congelado, de la h arin a de maíz y el esto­
fado de ciervo del que vivíam os hasta que llegaba la prim avera
y brotaban las prim eras hortalizas. Sobre los ejes de las ruedas
si n grasa y el sonido del aserradero en la carretera y los viajes
al mol ino de harin a y al alm acén en el cruce. Le hablé sobre
Charlie. Después de todos esos años desde q ue me abandonó,
todavía sentía mucha rabia cuando hablaba de Charlie.

Me lo había guardado durante muchos años y ahora me estaba


desahogando en una cama de prostíbulo con un hombre con
el que media hora antes había realizado juegos real mente es­
trafalario s... Pero ahí estaba, mi vida pasada de regreso, los
mapaches atrapados por las bengalas en los árboles por la no­ —¿No me estás tomando el pelo?
che y el lucio y el pescado de agua dulce que com íam os en esos —No. Y en cuanto a la criada, hay una chica polaca que
tiempos d i t'íciles, los sacos que cargábam os a la espalda desde necesita trabajo. Su m adre trabaja en una de m is fábricas de
el molino, los días en que corríam os con los pies descalzos, en puros. ¿Vendrías a ver el lugar? ¿La próxim a vez q ue no e sté s...
que nos picaban los insectos, o 7ios sentábam os en el pórtico, trabajando?
sim plem ente m irando, sim plem ente sentados. El sentim ien- Encendí el puro de Konrad cuidadosam ente. Es un a r­
to de que nada cam biaría nunca, nada sign ificaría gran cosa. te encender el puro de un hom bre, m antener la llam a justa,
Com eríam os grasa de las sartenes de hierro y seríam os cam ­ lograr que lo g ire lentam ente en sus labios, no so ca rra r el
pesinos para el resto del mundo. Debí haber estado hablando papel del habano m ás de lo necesario. Se puso a exh alar aros
asi durante mucho tiempo. de humo hacia el techo. Soplé la cerilla. M ¡ mente estaba tan
Konrad se sentó y se frotó el pecho desnudo y alcanzó un ocupada como el codo de un vio lin ista: ¿si, no, sí, no?
puro del estuche de cuero que estaba sóbrela base de la palan­ —¿Por qué no? —dije.
gana. Yo estaba pensando en la gran escalera y el vestíbulo del Es así como me convertí en una mantenida.
Southern Hotel en Walnut Street, un lugar al que él nunca se
atrevería a 1levarm e. Y qué hay de White Sulphur Springs: no, Zig Flegel no opuso mucha resistencia a la idea. Se estaba ha­
allí habría mucha de la gente bien de Saint Louie. ciendo viejo, tenía problemas de hígado, sus ojos parecían hue­
—Me gustaría instalarte, Goldie, en algo mejor que esto. vos duros demasiado cocidos. La verdad es q ue estaba bebiendo
Ya había oído hablar así a algunos vividores, gorrones y demasiado. A sí q ue suspiró:
clientes que sentían que eso les daría aIgo extra de m í. No d i­ —Tú eres una de Jas más preciadas; eres una de las obsti­
je ni una palabra, simplemente esperé para ver cómo de lejos nadas, ¿rieiri? La vida no puede darte una patada directam ente
llevaría el juego de promesas. en el culo, y si lo hace, bueno, pues simplem ente le devuelves
—Algo me dice, Goldie, que te gusto un poquito. la patada. Konrad es un hom bre de bien, un verd ad e ro graf.
—Sabes que sí. Eres un hombre m aravilloso, Kon. Está involucrado en acciones y bienes inm uebles. Puede que
Ese era el tipo de halago q ue le decías a un eliente favorito sea rico, puede que sea sim plem ente un testaferro. Pero por ti,
o a cualquier huésped educado que quería saber lo que pensa­ Goldie, se ha sacado el corazón y lo ha puesto a tus pies.
bas de él. A ñadí: Guando Zigtenía unos cuantosschiiapps encim a podía s e ­
—Pero lo digo en serio. Kon, no tienes que andarte con g u ir hablando así durante un rato, sorbiendo in term in ab le­
promesas. mente. Emm a Flegel era más práctica:
—No, no. Estaba pensando enuna casita, en una calle tran­ —Con el tiempo se les agota su amor, a estos fabricantes
q u ila, por Fallón Park. Tengo algunos de los muebles de mi de nidos. Se aburren y regresan con mamá y el kinder, y tú, tú
mad re al macenados. Cosas buenas y sólidas-, lo completaremos te vas a fre ír espárragos, querida mía. Lo sabes, Goldie, n in ­
con lo que necesites. Hay una caballeriza a dos calles, por lo gún hom bre es constante, es su naturaleza, siem pre quieren
que puedes pedir un carruaje cada vez que quieras uno. un nuevo par de piernas alrededor de su cuello, una nueva teta
Supongo que me debí de quedar m irándolo fijamente, con para ju gara las muñecas «on ella. Hazme caso, Goldie, haz que
los ojos como platos. Lo decía en serio, advertí, como sólo un te lo diga con joyas y si es dueño de la casa, deja que la ponga a
alem án puede decir a Igo en serio. tu nom bre. He visto muchas m ujeres con ojos grandes renun­
ciar a lo que era mejor para ellas en una buena casay regresar pizarra y la esq uina de la habitación tenía una ventana pano­
hechas un trapo, arru inad as por culpa de un hombre que las rám ica. Los muebles de la m adre de honrad no estaban tan
usó de alfom bra. ¿Quieres m i consejo? Quédate embarazada m a ly lo que añadim os me dio un sentim iento de comodidad y
tan pronto como puedas. Dale un hijo. Es algo legal de lo que solidez como si hubiera nacido allí. En esos días no se les da­
no se puede escapar, no im porta cuánto luche. Es algo que él ba mucho color a las casas y yo puse algunos chales españoles
y tú hicisteis ¡untos. Cuando el resplandor desaparece, y él se sobre las cosas y compré cacharros de cobre para la cocina. El
aleje, ¡ach/, el bebé cim entará las cosas para que no se vaya tan viejo cristal tallado de la fam ilia que no era suficientem ente
lejos. Suelta un poco la correa, pero pon el otro extremo en la bueno para la señora Ritcher estaba bastante bien para mí. Al
mano del bebé..fa. principio no podía acostum brarm e a él; ¡yo con una casa pro­
Me sorprendió que Em m a Flegel m ostrara tanto interés. pia y cristal ta liado de verdad!
No su consejo. Era puro instinto de prostíbulo. En éste no ha­
bía corazón, nada de engañifa sobre amor y corazones y rosas. Erm i era una chica polaca grande y gruesa, recién llegada de la
Era la vida sin amor ni confianza. En ese entonces era lo único granja donde su gente la cuidaba. Sabía unas cuantas palabras
que conocía. en inglés, el resto tenía que hacerse con gestos y empujones.
Em m a me estrechó fuertem ente, me besó ligeramente en Era ignorante, risueña, tenía la cara roja y siem pre estaba an ­
la boca, me pellizcó un seno y me dio un empujón. siosa por complacer. Cocinaba bien, estilo polacoy cam pesino,
—Así que, vete, déjanos. y yo le enseñé a asar a la parrilla un bistec para un caballero,
Y añadió un viejo dicho alem án para desear suerte: a m ezclar una ensalada, honrad cocinaba el pescado y la lan ­
—Rómpete una pierna. gosta que llegaba em balada en hielo desde el este por el tren
Con Frenchy fuera, con Belle fuera, no tuve despedidas lar­ sem idirecto. Había un b arril de cerveza rubia en el sótano y
gas con las otras chicas. Regalé mucho frufrú que no quería e una caja de vi nos claretey oporto y del Rin. La caja de hielo en
hice dos m aletas. Zigse ocuparía de m i dinero, y, como rae di jo: el pórtico trasero podía alm acenar nueve kilos de hielo a la vez.
«Si las cosas ca ra bian para ti, siem pre tendrem os una cam a». Tuve que enseñarle a Erm i a usar el baño; solía orin ar en los
Era una buena casita la que honrad ha bía encontrado. En arbustos hasta que la detuve.
estilo «gót ico c¡ l adino», como lo llam ó. Tenía dos pisos, esta­ A rri ba había una enorme cama de latón con gi ros y reco­
ba en un buen barrio, en una calle lateral que estaba dejando dos y la estrenam os, como se debe, la m ism a tarde en que me
de ser una buena dirección, de modo que la gente iba y venía i nstalé; hon rad estaba muy excitado y me hablaba m ientras me
y nadie prestaba mucha atención a los demás. La casa le daba quitaba la ropa y me desataba por aqui y por allá. D esvestir a
la espalda a los olmos que flanqueaban la calle y había u n se ­ una mujer en esa época no era algo rápido. Botones, tirantes,
to alto alrededor del garaje, por lo que honrad podía llegar y broches, m etros de enaguas, zapatos altos y corsé de encaje.
entrar casi sin ser visto. Había un salón enfrente y un com e­ Era una especie de violación deliciosa de una ama de casa y yo
dor detrás de é ly u n a cocina detrás con fontanería d en tro yu n reía y daba patadas con las m edias todavía puestas, y después
baño y una bañera de zinc que desaguaba en un pozo negro en de un rato nos pusim os cómodos en la cama y nos m iram os
la parte de atrás y un cuarto en el sótano para la criada y una el uno al otro. Vi que él*istaba realm ente enamorado de mí.
tina de lavar. Había lám paras de aceite y de gas y una escalera Frenchy habia llamado a esa forma de m irar «la m irada de un
de roble que conducía a las dos habitaciones. El techo era de pastor escocés estreñido».

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Lo adm iraba y lo disfrutaba, lo respetaba. Era lo más le­ de fam ilia num erosa, ¿lo ves, cariño? Después, en la cima, es­
jos que podía llegar. El lo sabía, pero no solía abordar este as­ tán los granujas, los interesados, los soplones, los tram posos,
pecto, sólo era am able conmigo, trataba de sorprenderm e. Me los m entirosos, los ladrones; que se comen a los inocentones.
traía pequeños regalos, y grandes regalos en las festivid adesy Los pequeños granujas van a prisión; a los grandes les sobran
lo que él llam aba «n uestros an iversarios». No era avara, pero los dólares y la langosta todos los días, cham pán y billetes de
los guarda ba para el futuro cuando quiera que éste llegara. Una cincuenta dólares que les meten a las actrices por debajo de
puta con cerebro piensa en el futuro; a menudo simplemente sus I ¡güeros. A sí es como funciona todo, cariño. Inocentones
piensa. y granujas. El pequeño es un carterista o un vendedor de ace­
Konrad me aconsejó invertir el d inero q ue tenía conZigen ra; el grande es un senador o un juez con m uchísim a pasta. Sé
unas acciones de ferro carril que me podían dar mejor ren di­ prudente, cariño, y nunca juegues contra nadie que tenga una
miento. No me fiaba de las acciones, no me fiaba de los bonos, buena mano o que guarda un as en la manga. Granujas e i no-
de los bancos ni de los banqueros. Había estado en la cama con centones, ése es el juego, Goldie.
muchos que m anejaban acciones o que tenían cosas im portan­
tes que hacer con los bancos. Había algo lobuno, zorruno, en Highpockets iba un poco atrasado. Yo ya había entendido sola
los banqueros. Recuerdo cuando era n iña uno de los últim os y que las personas buenas y honestas eran como conejos en un
realm ente grandes lobos g rises que mataron cerca de la g ran ­ corral con la puerta si n cerrar y que u n hurón o u na comadreja
ja. Estaba colgado, en la intem perie, de la puerta del establo, podía sacarlos del cuello de un salto rápido. Pero en el Castillo
su cabeza era brillante y radiante con la sangre congelada, los del Rin, como Konrad llam abaa nuestra casa (los alem anes con
ojos muertos, pero abiertos. Tenía dientes a m aridos afilados y un poco de clase están obsesionados con los castillos), descu­
un enor me m orro. De alguna form a sentí que el lobo se esta ba brí algunas cosas sobre la gente buena. Empecé a v e ra la gente
riendo de un modo cruel y astuto, aun cuando estaba muerto y que vivía tranqui lamente con esposase hijos. Tenían comidas
clavado a la puerta del establo. Siem pre vi esa m ism a sonrisa norm ales, costum bres norm ales, hasta perros y gatos y ponis
cruel y astuta en algunos huéspedes que m anejaban dinero. de jard i n para los n iños y fiestas en el césped pa ra divert i rse
Pero dejé que Konrad con virtiera mi dinero en acciones de y pasar el tiempo.
ferrocarril. No podía quedarm e aislada. Interpreté un papel. Me hi­
En cierto modo cam bié. Veía (¡ue había más gente buena ce pasar por la viuda de un capitán de barco desaparecido en el
y honesta en el mundo de lo que había adm itido antes. Gente mar. Estaba de luto y mi prim o venia a consolarme. Si alguien
buena incluso en la clase de mundo que la política y la codicia se lo creyó, era más tonto de lo que pensa ba. A mi lado vivía u n
hacían de la ciudad. H ighpockets, el jugador que conocí, me artista, un artista de verdad q ue dibujaba cosas para libros y po­
había explicado las cosas una vez que se escondía en el pros­ ned icos y hacía ca rieles e ilustra ba Col letos. Era un tipo delgado,
tíbulo de unas personas con las que había perdido dinero en parecía un Lincoln afeitado, bebía jerez y su esposa se maqui-
apuestas y que lo buscaban para cobrar o romperle los dedos. Ila ba, se ponía faldas de m argaritas y cocinaba cosas con queso
—C ariño, éste es un mundo de inocentones y granujas. en braseros. Tenían un grupo de am igos bohemios que iban los
Ese es el juego. Ten eso en mente y tendrás al mundo agarrado li ríes de semana y leían poem asy hablaba n de músicay discutían
de los pelos, descifrado. La mayoría de la gente es inocentona. y no querían a q u ¡enes Ilamaban los filisteos de la clase media.
Víctim as natas, blandas y fáciles, t rabajadores, ahorradores, Sabía lo suficiente de la Biblia para entenderla idea.

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No tenía problem as para m antenerm e alejada de los in ­ Seis chicas en una casa bajo la m irada de Emm a y todo lo que
tentos de los hom bres y no tem ía que alguno de ellos hubiera (pierias conservar tenias que guardarlo bajo llave.
estado en F legel’s; no tenían tanto dinero y en su m ayoría se
acostaban con Jas esposas de sus am igos. V enían a pedirm e Konrad no se cansó de m í en absoluto.
hielo y de ese modo fu i a algunas fiestas. Me parecían una muy Un inglés que trabajaba para una casa de pedidos por co­
buena com pañía y más bien inocentes a pesar de ser tan fan ­ rreo en Chicago, escribiendo cosas para sus catálogos, que iba
farrones, como me parecían los escritores y los m úsicos, los a FlegeEs, me dijo una vez:
com positores y artistas de diverso tipo. Las fantasías sexuales —Hay tres cual id ades que hacen perfecta a una mujer en la
de los escritores, por cierto, son algo sorprendente, pero los cama. Gracia, variedad y competencia. Nunca lo olvidé después
músicos son los mejores polvos, eran unos verdaderos conejos. de tener que buscar en el diccionario la palabra competencia.
Los escritores hablan mejor de lo que folian. Tras unos tragos el inglés añadió:
Al otro lado de m i casa había un trabajador del ferrocarril —Tú eres perfecta, Goldie, excepto por un peq ueño defec­
retirado que había tenido un puesto importante en alguna línea to. Nunca estás completamente entregada, toda tú. Te haces a
Chicago-Denver y que ahora estaba jubilado. Tenía una espo­ un lado y m iras lo que sucede como una espectadora.
sa, treinta años más joven que él. Ella era demasiado estirada, Quizá era así algunas veces, o la m ayoría de las veces. El
siem pre ca m inaba con un galgo al ata rdecery llevaba un som ­ sexo, in sistía el inglés, debe jugarse con completa d ispon ib i­
brero de algodón con un velo encima. Una noche Konradyyo, al lidad y con detalle. Gomo la mayoría de los habladores, no era
volver de una cervecería, la vimos abrazandoy besando a un jo ­ tan bueno en la cama.
ven con una capa de noche, q ue conducía una elegante carreta. A Konrad tuve que enseñarle variedad y competencia. No
Después de eso, ella me sonreía como diciendo «¡tú en­ sé si alguna vez tuvo realm ente la gracia. Se lo tomaba dem a­
tiendes!». Pero no me incum bía. El m arido murió seis meses siado en serio, jadeabay gemía, disfrutándolo; pero le faltaban
después y el joven vi no y la ayudó a m udarse, con todo y el gal­ los instintos de un esti lo refinado. Era un buen discípulo. Los
go. En su lugar vino una fam ilia con dos niñas p eq u eñ asy un 69 lo deleitaban; no estaba al tanto del juego italiano antes,
niño, que silbab an y cantaban todo el día, y el hom bre hacía pero term inó por ser un amante del trasero. Le enseñé a to­
muebles en la cochera y una noche caliente de verano me m an­ m arse su tiempo, a detenerse y descansar un poco antes de que
dó un trozo de sandía helada. estuviera realm ente listo para correrse. Hice que estim ulara
Hacían cosas para ahorrar dinero, pero tenían una cria­ sus nervios, que prolongara completamente los momentos en
da que parecía sorda y tonta y les costaba trabajo llegar a lin que estaba sujeto por m is partes; una experiencia q ue pocos
de mes. Solía enviarles con E rm i sobras de asados y pasteles hombres llegan a tener en sus vidas.
para los niños. Me gustaba tener esa clase de fam ilia viviendo Nunca he estado en Europa, ni he viajado a Asia o a A fr i­
al lado. Hablaba con la esposa a través del seto —una mujerci- ca, por lo que no sé si lo que las personas dicen sobre si otros
ta regordeta—, pero nunca aceptaba sus invitaciones a cenar y son m ejores o peores fornicadores y parejas sexuales que los
nunca los invitam os al Castillo del Rin. Konrad era muy cono­ am ericanos es verdad o no. Sobre los hom bres am ericanos que
cido en la ciudad , y un poco esnob. conocí en el transcurso fie mi larga carrera como puta, mada-
D isfruté de esa casita y de mi vida a llí después de todos me, mantenida y esposa, pod ría decir que el macho am erica­
esos años en F legel’s donde tenía poco o nada de privacidad. no es un amante apresurado e inexperto. Quizá los franceses

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sean m ejores, más como los violin istas, que ven el cuerpo de Si mplemente no es una com binación que funcione. La gente
una mujer como un v iolín delicadamente equilibrado. Quizá debería estar emparejada sexualmente de manera adecuada en
los i rigieses, a pesar de sus azotes y jueguecitos tontos e ideas la sociedad y un hombre debería besar el ombligo de su m ujer
extrañ as, lo tienen bien aprendido. Los fran ceses e ingleses lodos los días. Los débiles, los ind iferentes al sexo, pueden ser
que he conocido parecían más directos y fáciles, sin sentido muy felices jugando a las dam as o tejiendo. La pareja media
del humor y eficientes. Pero eso es generalizar. He conocido puede d isfru tar de la cama como una buena cena de domingo y
todo tipo de hom bres, buenosy malos en el sentido de d isfru ­ las verdaderas parejas cachondas pueden hacerlo como hurones
tar y ejecutar, o que meten la p atay se entristecen por ello. Yo sin reparo y con mucha diversión. Es m ejor encontrar tu tipo
d iría que el am ericano puede educarse si logra alejarse de esa de pareja que casarte con uno de tu m isma clase por dinero o
idea de que Dios lo está calificando por sus pecados. También por estatus. Da mucha m ás felicidad tam bién.
si logra separarse de su mamá. Es asom brosa y sorprendente
la cantidad de hom bres que empiezan a elogiar o hablar de su Esta reflexión viene a m í cuando m iro atrás y veo la vida in ­
mamá m ientras folian en la cama. Y la esposa tam bién es cas­ feliz q ue Kon rad tenía en casa en el lecho conyugal. Ten ¡a una
trante y en muchos casos capa al hombre. vida tétrica: la metía quizá dos veces al mes y luego en cam i­
Quizá sea el mayor respeto que una mujer a mer ¡cana pue- són y capa en la oscuridad; nada de besos en las tetas ni ju gu e­
detener, la idea de que su virginid ad está allá arriba, justo con teo con el dedo caliente, ni trabajo de lengua sino u n beso en
la bandera, y U.S. Crant como virtu d es fundam entales. Las una m ejilla,y, desde luego, sólo un goteo y cosqui 1 leo en lugar
mujeres son dem asiado ignorantes, si Jo que sus m aridos me de un orgasmo completo. Siem pre he pensado que el cam ino
contaron es verdad. La desnudez las avergüenza. Dejé de contar al infierno está pavimentado con malos m atrim onios, no con
el número de hom bres que decían que am bos se desnudaban buenas intenciones.
en la oscuridad, y que incluso fornicaban en cam isones y que Kon rad se colmó cuando me instaló en la casita; gritaba
nunca se veían piel con piel en una habitación ilum inada. Des­ de alegría. Me dejé llevar con él. Estaba muy encariñada con
de luego que yo sé que los hom bres tienden a desquitarse en Konrad; agradecida, tam bién, porque estaba libre del pros­
un prostíbulo y tratan de quitarse un poco de culpa alegando tíbulo, era mi propia jefa, tenía un montón de tiem po libre,
que su esposa es una perra frígida, indiferente, que no perm ite buena comida, una criada para mí, una calle tranquila, buenas
aquello o realizar ese acto de placer. lám paras, buen vino. Podía sentarm e tanto tiempo como lo de­
Creo que el error está generalm ente en el hombre. Piensa seara en el retrete, leyendo revistas, sin ninguna puta tocando
q ue es de ma I gusto m altratar un poco a su esposa mientras fo­ la puerta para meterme prisa.
lian, ma ntenerla en su tugaren la cama con una bofetada o una Empecé a concentrarm e en darm e placer a mí m ism a en
orden. H abría m atrim onios más felices si los m aridos usaran la cama. Empecé a estudiar y probar y prolongar mis dos o tres
mano dura con sus esposas e in sistieran en que los obedecie­ horas que pasaba en la cama de latón con Konrad. D escubrí
ran. No quiero decir que se comporte como un maldito irlandés lo que el inglés había querido decir. Ya no me hacía a un lado,
borracho o que la viole, sino que le dé unas cuantas bofetadas. m irando. Estaba ahí presente. Empecé a au llar cuando tenía
A la s mujeres les gusta que los hom bres las dominen, bajo todo un orgasmo. Ya no ten í3*que fin g ir los gritos; la sacudida y el
su orgullo. Si la esposa todavía se niega a doblegarse ante peti­ gemido, el gran grito lin al en una corrida estremecedora, coin­
ciones sexuales razonables, el m atrim onio no es por el lo peor. cidí ancón Konrad.
Existe, por supuesto, una gran m entira sobre eJ orgasmo. naban de hablar sobre los niños, la criada im pertinente, lo que
Nunca he leído mucho a los profesores o intelectualoides que el vendedor de hielo había dicho, em pezaban una buena con­
escrib en libros sobre ello. A l ver algunas de sus lotos en los versación sobre sexoy los hábitos de los hom bres, com paraban
periódicos con sus barbas espesas, nunca llegué a entender experiencias en la cama. Yo no decía mucho, pero daba algún
cómo podían saber algo. ¿Quién los dejaría a menos de un k i­ consejo cuando me parecía conveniente. La esposa del artista
lómetro de un coño o un pito activo para empezar a observar? estaba insatisfecha. Su esposo se lim itaba a saltarle encim a,
La verdad es que un orgasmo no es más que la cum bre final hacía unos cuantos gestosy sacaba su placer, «se encogía, se ti­
del placer y el viaje a lo largo del cam ino para llegar a él son los raba unos pedos y se quedaba dorm ido». Había algunas men-
pequeños goces y jueguecitos que son deliciosos. Mucha gente I i ras sobre cuántas veces seguidas podían hacerlo sus esposos.
simplemente no llega a la cumbre, no hace tem blar las paredes. Una pobre esposa se estaba volviendo loca porque su esposo
Aun así el sexo puede ser un placer, un deleite, y combi nado i nsistía en derram ar su jugo en partes de su cuerpo donde no
con amor puede hacer de la vida en pareja un modo muy nota­ la haría fértil. Solía citarnos el Antiguo Testamento sobre lo
ble de estar vivo. Uno pierde mucha perspectiva cuando sólo inal que estaba d esp erd iciarla sem illa.
intenta darle al blanco. Todo esto me concedió una perspectiva de la vida de ca­
Guando los hom bres fallab an conm igo en el orgasm o, sados de la clase media am ericana que no me im presionó mu­
cuando luchaban y se alejaban y se sentían avergonzados, me cho. Tampoco me entristeció. A lgunos parecían hacer las cosas
daba cuenta de que habían caído en el mito; como si lo único naturalmente, otros eran ineptos, pero ésos eran casi siempre
que im portara fueran los pocos segundos. A ve ces Konrad se ineptos en el resto de cosas que intentaban.
extenuaba con su mente prusiana empeñado en obtener ese or­ La gente que fracasa en el sexo a menudo fracasa en todo
gasmo q ue lo h aría gril ar. Así que desde luego, había fallado en lo demás, a menos que se reem place el sexo por una búsque­
disfru tar el viaje, y a veces i ncluso en correrse. Le pasaba que da de poder. Tomen a cualquier gran hom bre, pez gordo de la
a menudo no se le ponía dura, y yo tenía que ejercitar alguna política o petrolero o dueño de ferrocarriles, y por lo general
técnica para lograr q ue se le levantara. El pobre d iablo, adora­ tendrán un pési mo polvo. Conocí profesionalm ente a muchos
ble como era, tenía la idea de que era un trabajo, un sistem a, y de ésos. El poder es su polvo; el dinero, su copulación. A veces
no algo que venía de la mente, de las term inaciones nerviosas esos jefes con poder usan el sexo como algo para relajarse. No
y del escenario y la com pañía. Me llevó tiempo educarlo. Tu­ acaban de em pezar un cártel o em bargar un fe rro carril, eje­
vim os dos años. cutar una gran hipoteca, golpear a un rival político, cuando
Solía dejarm e llevar tanto en mis propios orgasm os, que tienen que saltar sobre una m u jery desahogar sus nervios del
la esposa del artista de la casa vecin a me preguntó una m a­ mismo modo que un cabal lo de carreras se sacude en un m ovi­
ñana si mi prim o me pegaba. Se rió m ientras lo decía, asi que miento circular. Pero ese tipo de sexo no es sexo, es m edicina.
me im aginé que no tenía sentido actuar como si no supiera de Y un desperdicio del producto.
lo que me estaba hablando. Por las tardes algunas veces tres o
cuatro de las esposas de la calle, conmigo incluida, tom ába­ Me quedé dos años con Konrad. Dos buenos años, de buena
mos café y pastelitos de café alem anes o daneses o suecos. Y vida. A veces Konrad se flo n ía un poco borracho. Se quedaba
era simplemente como estar devuelta con las putas en Flegel’s. acostado en la cama conmigo y decía disparates, que tom ára­
Gotilleos, charlas sobre sexo, sueños. Después de que term i­ mos un barco a Sudamérica, ha bla ba como Gharlie Owens hacía
mucho tiempo, de ir al Am azonas, antes de dejarm ey huir solo.
Si no, Konrad hablaba de Badén Badén, de balnearios europeos,
de famosas cortesanas de París que viajaban con duquesy reyes Capítulo i 3
en sus carruajes, de viajar alrededor del mundo conmigo, los
ÚLTIMOS DÍAS CON KONRAD
dos solos en un yate. Son los sueños que los hom bres tienen pol­
la noche cuando están calentitos en la cama con una m ujery se
tienen que levantar y vestirse e irse a su casa. Generalm ente En 1878 tenía veinticuatro años y llevaba viviendo dos años
alrededor de las doce y media de la noche. como la mantenida de Konrad Ritcher. Cuánto tiempo más hu­
—Es en serio, Goldie, quizás algún año pronto, cuando los biera podido segu ir así, no lo sé. Podría haber muerto allí de
niños hayan crecido un poco, cogeremos un barco Cunarder a vieja y me habrían enterrado en el cementerio Bel lefontaine,
Southhampton. Te m ostraré de dónde viene mi gente, nuestras si no hubiera habido una serie de acontecimientos. Uno llevó
barracas para secar tabaco, y verem os Venecia, con sus calles al otro, n in gu n o tenía im portancia; pero si se unen en una
llenas de agua. Estuve allí cuando era estudiante. Irem os los especie de cadena, el cielo se empieza a caer, al menos la parte
dos juntos y será sim plem ente m aravilloso, m aravilloso. bajo la cual estás.
Me daba una palmad ¡la en el culo y yo lo besaba en la oreja. El prim er indicio de cambio Ilegó el día en que fui de com­
Conocía el sueño de los hom bres madu ros atados a un hogar y pras, como lo hacía a menudo, para pasar el tiempo, visitando
la obligación y los hijos y los negocios, que todavía se veían a sí varias tiendas de telas, bazares, m ercerías y tiendas de con­
mism os como un ridiculo hombre libre del mundo al lado de fecciones. La mayoría de las m ujeres que no tenían mucho que
la mujer más diferente a su esposa que hubieran podido en- ver con la posición social que no perm itía una actividad real
contrar. Pero siem pre con miedo de quedarse más tarde de las iban de compras habitúa lmente. Enea rga ba n algo para q ue u na
doce y media de la noche en tus brazos porque su esposa podría carreta de reparto lo entregara a dom icilio y luego a menudo
preguntar qué lo retení a fuera hasta tan tarde, y olfatear tu o lor cuando no lo enviaban volvían a la tienda. Eso m antenía a los
en su cuerpo. vendedores ocupados y nos hacía pasar el tiempo.

Estaba buscando un poco de encaje gris oscuro para adornar


un vestido que una costurera me estaba haciendo. M ientras
inspeccionaba los encajes en una tienda muy buena, oi a l ven­
dedor decir:
—En un momento estoy con usted, señora Ritcher.
Me quedé helada, luego me enrojecí. No se d irig ía a mí.
Tuve que echar una mirada y recuperar mi aliento. Había un
enorme espejo elegante encima del exhibidor de gua rites. Eché
un vistazo a través de éste y vi a una m ujer flaca, huesuda es
la palabra, de m ediana edad, muy bien vestida en azul oscu­
ro, pero no elegantemente; hay una d i ferencia que una mujer
puede nota r rápida mente, el som brero estaba m al y no iba con

174
su cara, aunque era una carabon ita, sólo q ue le faltaba un poco serena, y amorosa, como a él le gustaba que estuviera. Por un
de mentón. Tenía una boca muy fuerte con un ángulo doblado i rústante odié verlo ahí, luego lo abracé muy fuerte.
hacia la derecha. No la subestim é. Entonces él ya era un am ante competente, sin titubeos,
Todo eso lo capté de un solo vistazo a través de ese espe jo; y con un gran apetito. No pude esconder muy bien mi irrita­
luego me giré haciendo como si exam inara unos guantes n e­ ción. M ientras estábam os sentados juntos y la brisa nocturna
gros de cabrito. La mujer le di jo al vendedor: soplaba por una ventana medio abierta, me dijo:
—Vuelvo enun momento. Prim ero quiero comprarle a Eric —¿Qué pasa Goldie? ¿Qué te preocupa?.
una pelota. Le dije que no me pasaba nada. Me dijo que sabía que sí.
Eric tenia unos diez años, era gordo, guapo, pero con el ceño Le pregunté si no había quedado satisfecho y me d ijo que eso
fruncido, con el cabel lo largo a una edad en la que debía haber no era suficiente. Le pregunté sobre su esposa y me dijo mu­
sido más corto. Luego se fueron. No me sentí muy b ie n ... Sabía chísim o sobre ella. Era vieja y mala y am argada y fea.
que yo no era nada. Me sentí destrozada por un minuto, luego —Eso no es cierto, hon. La vi hoy en el Bon Ton.
respiré profundo y tensé la columna vertebral bajo el corsé. —¡No te creo!
Había dos señoras Ritcher en Saint Louie. La m adre de Le dije que en absoluto era el cascajo que él había descrito.
honrad era una anciana, así que ésta debía de ser su esposa, la Le pregunté:
señora de honrad Ritcher. Sentí una puñalada entre m is senos —¿Todavía te acuestas con ella?
y tuve que calm arm e agarrándom e al mostrador. Supongo que Era la m anera más cruda en que hubiera podido decirlo
fue el prim er sentim iento de culpa o vergüenza que tuve en mi en ese momento.
vida de mujerzuela. Estaba enfadada conmigo m isma por sen ­ Trató de abrazarm e. Me solté y para mi sorpresa se puso
tirlo de manera tan brusca. No dejé de preguntarm e todo el ca­ a llorar. Si hay algo que no me gusta es un adulto llorando. A sí
mino de vuelta a casa por qué diablos me sentía culpa ble por ese que me q uedé esperando —algo muy mezqui no por mi parte—y
m atrim onio fallido. Ella tenía el dinero, el nom bre, el orgullo cuando acabó le dije que no era mi intención. Me dijo que no
de ser la señora de honrad Ritcher. Me d ije a mí m ism a que era entendía cómo podía ser tan cruel. El, que había puesto en la
una zopenca por haber tenido ese momento de pánico y culpa. cuerda floja su reputación, su estatus social, su futuro para
En casa me tomé un trago de bourbon y le grité a la polaca instalarm e. Acaso lo h abría hecho si todavía estuviera in te­
por no lim piar mejor el tapete. En general estuve de mal hu­ resado en su esposa, «de ese m odo», como él m ism o lo dijo
mor toda la tarde. Sentí que era odiosa, una m aldita puta, y q ue tím idam ente.
honrad era un cabrón cobarde. Hasta el día de hoy no sé por Nos reconciliam os, muy fuerte y violentam ente, antes de
qué ese sentim iento de culpa llegó a mí, pero ahí estaba. Era que se fuera a las doce y m edia. A menudo es muy bueno irte a
como succionar la tela de una cierva, como dicen en el campo la cama después de una pelea. Hay personas que se insultan y
cuando haces algo que no q uieres hacer. se golpean y gritan, luego se van a la cama y se dan cuenta de
que realm ente están hechos para algo que pone la habitación
Para cuando honrad l legó al garaje a las nueve esa nocheyo me patas arriba. #
sentía mejor y me reía de mí m ism a en el espejo del vestíbulo, Pero no me sentí muy contenta con respecto a los acon­
allí de pie diciéndome ¡a ja . Gua ndo su Ilave sonó en la puerta, tecim ientos. Vi avecinarse la torm enta como si lo hubiera leí­
yo estaba ahí con mi kim ono japonés ro sa y azul, calm ada y do en las hojas de té. Por supuesto, probablem ente me había

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sentido ab u rrid ay con ganas de pelear. Llevaba mucho tiempo mismo tiene valor y tiene el suficiente sentido como para no
instalada allí, con el tiempo en m is manos. Era joveny mi vida volverse un cínico. Aunque ese tipo de reflexión no es real, al
estaba hecha de días sentada en el salón y un par de noches a menos me sirvió durante muchos años.
la sem ana de fren esí. Luego la espera de nuevo, gritándole a la
criada, probándome vestidos y trajes con mi modista, haciendo 11 nos tres m eses después de haber visto a la señora de Konrad
compras, esperando, cama, adiós, nos vemos en dos días. Hilcher enuna tienda, Konrad llegó temblando una noche. Era
Francam ente, me estaba volviendo demasiado femenina. una noche llu vio say traía un paraguas y olvidó cerrarlo, así de
En el prostíbulo todo era una actuación; porque lo que ahí eres alterado estaba.
en realidad es una esclava, y no puedes hacer pucheros, ch i­ —¿lias notado algo extraño? —me dijo.
llar, arrem eter, actuar tím idam ente o contener te. Pero ahora —Siem pre estoy notando cosas. Pero, ¿de qué hablas?
era una nueva clase de Goldie Brown. Estaba a b u rrid a y h as­ —Creo que me han estado siguiendo los últim os días.
tiada. Me gustaba Konrad, pero no lo amaba."Me gustaba tener Le dije que la m ayoría de los m aridos que llevaban una
muebles, joyas, un carruaje alquilado, pero no era suficiente. doble vida sentían eso. Luego lo superaban.
De pronto, desde que había visto a la señora Ritcher me puse Me dijo que sí, que era lo m ás probable, y alzó una e s­
histérica. La verdad es que debía de h aber madurado. Podía quina de la p ersiana y m iró hacia fuera. Mi ré por encim a de
pensar, podía sen tir más; había leído algo, hablado mucho con su hombro y todo lo que vim os fue una calle húmeda y la luz
hom bres brillantes que iban a Flegel’s. Pero en ese momento de la esquina reflejada y a un mozo de cuadra en la calle que
no sabía cuánto había cambiado. Estaba ansiosa por cam biar. llevaba un caballo mojado hacia la puerta del establo. Nada
Sim plem ente quería algo, pero no podía nom brarlo, al igual más. Cuando puse la mano en el hombro de Konrad, noté que
q ue no podía subirm e por las paredes de m i casita. De pronto la tiritaba.
casa empezó a desagradarme. Konrad me parecía presuntuosoy Dos días después un hom bre de grandes dientes con un
tonto, incluso cuando estaba desnudo. Trataba de avergonzarlo periódico bajo el brazo parecía aparecerse en cada tienda que
y aun así no me atrevía a rom per las ataduras. Era una mujer yo visitaba o sim plem ente se quedaba de pie en la calle leyen­
de habitación por oficio. Seguía siendo una extraña para el ex­ do el diario m ientras yo toqueteaba lazos y cosas por el estilo.
terior al q ue sólo invadía con u na especie de descaro desnudo, No le dije nada a Konrad. Le mandé una nota a cierto oficial de
bien vestida, para ir de compras, para ver, para i r a una matiné la policía llam ado Bob, que entonces estaba casado, pero que
con la esposa del artista de la casa de al lado. Pero siem pre re ­ cuando era soltero solía recibir servicios gratis de las chicas en
gresaba a mi caparazón. No estaba realm ente lista para salir; F legel’s. Dos días después el capitán del policía, un hú ngaro,
del mismo modo que un ex convicto nunca podía explicar poi­ Wil ly, vino a verm e. Ya lo conocía, era el que recaudaba el so­
qué siem pre term inaba volviendo a la cárcel. Mi moral era to­ borno páralos funcionarios. Le ofrecí un trago en el salón, y se
davía la m oral del burdel, mi código, el de un hom bre seguro sentó enfrente de mí, era un hombre grande y de m ovim ientos
de sí mismo que tenía lo que podía pero que no tenía respeto lentos, pero muy listo, y giraba el pequeño vaso de cristal entre
por la gente de la q ue tomaba cosas. sus dedos.
Ya era profundamente escépticay si me quedaba con Konrad —Bien, Miss Goidi^, Bob me ha enseñado su nota. Sabe, ya
me volvería una cínica. Un cínico en m i opinión es alguien q ue no está recaudando el soborno para la protección y pensé que
cree que nada tiene valor; un escéptico cree por lo menos que él usted debería estar al tanto.

1.78 !?9
—¿Contrataron a alguien para que me vigile? está ahí: la m anera en que hablam os, la m anera en q u e... Oh,
—A sí es. Hay detectives haciendo un inform e sobre usted. ciclos, es una vergüenza, una vergüenza. ¿Alguna vez has visto
No son hom bres de la m unicipalidad. Son detectives privados. esas cosas escritas?
Los cité y los presioné un poco. Le dije que no. Se puso a dar vueltas, a pasear sobre la pe­
—¿La señora Ritcher? queña alfom bra árabe que me compró una Navidad antes. Se
—No me pida nom bres. A veces un polizonte honesto tie ­ me quedó mirando.
ne que cerrar los ojos ante ciertos nom bres y acontecim ien­ —Está bien, ella me forzó a esto con su form a de ser. No le
tos. Digamos que la esposa de un hombre rico de la ciudad los basta con la casa, con el nombre de fam ilia, todo, todo. Lo único
contrató para descubrir adonde va su m arido dos o tres veces (pieyo quería era un poquito de amor para mí, unos cuantos
a la sem ana, las noches en que no está en e l depósito de tabaco momentos.
donde él d ice estar. También a qué casa, a qué calle va. A quién Todo eso sonaba bien, pero no me mencionó en absoluto.
ve allí, por qué paga el alquiler, alquila carruajes, compra re ­ Entendí que él tenía que term in ar conmigo o m andar a su es­
galos. M iss Goldie, usted conoce el procedimiento. A hora bien, posa al diablo y afrontar los hechos si me quería a mí. Podíamos
soy un viejo amigo de Z ig ... y... irnos juntos. Al m irar a Konrad, no supe si esto estaba claro
—¿Qué piensa hacer ella? para él.
El húngaro corpulento me tendió su vaso y lo rellené. No —Kon, ¿qué quiere tu esposa? —le pregunté.
se lo tomó, sino que se quedó ahí sentado m irando hacia abajo —¿Qué crees? Que las cosas sean como antes de que te
y frunciendo el ceño. conociera.
—Lo que yo creo es que no q uiere escándalos. Son una —¿No le im porta que hayamos estado follando como co­
fam ilia importante. Por am bas partes. ¿Tiene usted miedo de nejos aquí?
que le vaya a echar ácido en la cara o que le dé latigazos en la Lo dije de la manera más brutal que pude. No quería hablar
calle principal? No, no creo que vaya a hacer eso. Como yo lo de a mor ni de rom anticism os. Eso está bien para los hom bres.
veo le va a pegar al m arido con los inform es y le va a hacer una Pero yo era una m ujer y tenía que a frontar la realidad como la
escena. Hará que lo deje. Eso es lo que parece. veía.
Le di las gracias al capitán W illy y decidí que dejaría que —Dijo que lo pasado, pasado está. Una página vie ja en mi
Konrad lo m anejara. No apareció esa noche ni tampoco la s i­ vida. Dios mío, Goldie, ¿q ué otra cosa podía decir?
guiente. Pero a las nueve de la m añana del día siguiente ahí —Es una puta —le dije—. Sólo q ue no es honesta. Cobra su
estaba, un poco despeinado, le faltaba un gemelo a la cam isa, tarifa, pero no te da un buen polvo. ¿Vas a dejarme?
tenía m al aspecto. Entró en la casa, cerró las persianas. —Sólo por un tiempo, l as cosas se van a calmar. Hilda cam ­
—G oldie, no pude v e n ir por la noche. Me han estado biará de opinión.
siguiendo.
—Podías haber mandado una nota. Le dije, ¿y yo? ¿C am biaría de opinión? ¿Esperaría m ientras
—No me atreví, no me atreví. Hilda lo sabe todo. todo el mundo m urm uraba, y todo el mundo me señalaba? No
—Te lo habria pod ido decir hace unos días. es que fuera sensible aLrespecto, pero tam bién tenía m i or­
—Inform e completo. Dios mío, todo. Es asqueroso. Hasta gullo. Yo tam bién era hum ana. Se lo puse d ifícil a Konrad, y a
nos oyeron por fuera de la ventana, treparon al pórtico. Todo propósito. No me im portaba una mierda lo que él y su esposa

180 181
decidieran, con ei tiempo, o qué clase de esquem a de vida re ­ No hubiera pod¡do decirlo mejor, e incluso a hora sólo pue­
solvieran. Yo no era algo que tenía que aceptarse como las ratas do extenderm e en este sentido. La esposa del artista negó con
en el ático o una gotera en el techo. la cabeza:
Supongo que Konrad nunca antes rae h abía visto así. Pa­ —Puedes encontrar a otro hombre. Puedes casarte. T ie­
ra él yo era una puta herm osa a la que am aba y a la que h a­ nes la experiencia y ese aspecto de ven-aquí. No como yo, que
bía instalado; eso es todo lo que era para él. Carne herm osa, pinto malditas florecitas en tazas y platos por doce centavos la
un blanco para sus juegos y deleites sexuales. Lo estim ulaba, docena. Sin dinero no hay bistec, sólo pan.
lo avergonzaba a veces. ¿Yyo? A lgo con que ser frívolo, luju­ Mié di cuenta de que no pen sab a que yo tu viera g ra n ­
rioso. Luego a casa con mamá, velas en la m esa del comedor, des posibilid ades fuera de ese estilo de vida. Me dijo que ella
los cuatro niños, las viejas fotos de fa m ilia ... Yo estaba ence­ m ism a se volvería una fu lan a si no am ara a su esposo. Esta­
rrada y lejos de su vida real; el coño en el arm ario en vez del llan derrotados allí. Sin futuro. Con sólo lo suficiente para
esqueleto. comer.
Tuve un dolor de cabeza in fern al esa noche después de que —Así que si hay dinero que sacarle a tu primo, sácaselo.
se fu e ra —nada decidido—y me eché unos cuantos tragos, pero Fum am os un poco m ás, hablam os sobre las m ujeres,
no me em borraché. Konrad tenía la espina dorsal más blanda alim entam os la autocompasión, y regresé para esperar lo que
q ue el pito. No iba a enfrentarse a su esposa y luchar por mí. sucedería.
Me quedé dorm ida casi por la m añana, me levanté al m e­
dio día y fu i vestida de noche a la casa del artista. Su esposa Tenía un buen panoram a de lo que estaba pasando. La seño­
estaba pintando tazas de té con flores azules y am arillas. A sí ra Ritcher estaba tratando de echarm e de la ciudad. No podía
ganaba un poco de dinero. Esta ba fum ando un cigarro liado a volver a F legel’s; h abría arm ado tal escándalo que la policía,
mano y me hizo uno. Le di je que estaba hecha polvo. Me p re­ a pesar de toda la protección de Zig, h abría tenido q ue clausu­
guntó si tenía problem as con m i « p rim o » . H abíam os m an­ rar el lugar. N ingún otro prostíbulo me contrataría con toda
tenido ese chiste, y nos reíam os de eso. Le dije que su esposa la sociedad lad rándome en los talones. Y la verdad era que no
estaba arm ando la de Troya. Tendría que ahuecar el ala. ¿Qué tenía ganas de volver a ser una intern a en un burdel precisa­
otra cosa podía hacer? mente en ese momento. Tenía algunas acciones de fe rro carril
Hizo unos cigarros para las dos, y me d i jo: que ¿ ig y Konrad me habían comprado, y unas cuantas joyas
—Mira, Brownie, él es un hom bre rico, diría yo. Y la m a­ de cuyo valor no tenía idea. La casa estaba alquilada, y ¿por
nera en q ue te instaló demuestra que le importas. Quizás ahora cuánto tiempo más? En cualq uier momento podía quedarm e
sienta que su hogar es mejor con su esposa dispuesta a perdonar en la calle.
y olvidar. Pero no seas indulgente con él. Le diste unos buenos No tenía adonde ir. E rala m ujer escarlata de la que los pe­
años. Haz que pague. riódicos escribían . Era una demoledora de hogares, el eq u i­
Le dije que no estaba pensand o en eso. Q uería decir valente ante sus ojos al desfalcador, al asesino, al ladrón de
que no sabía mucho, no tenía educación para hablarlo, pero que cajas fuertes, al incendiario. Estaba alterando el tejido de una
deseaba sa lir de eso. No quería term in ar como una p ro vin ­ sociedad que no admitía^]ue los 1 upan ares y las putas existían.
ciana inculta. Quería form ar parte del mundo. Ya sabes, dije, O que sus hom bres, m aridos, hijos y padres participaban en
como la gente. juegos sexuales pagados; lo que veían era adulterio, perver-

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sioncs, degeneraciones con varios cientos de m ujeres como yo Bueno es siem pre una palabra fenomenal para retrasarlo
enclaustradas en la ciudad. que estás pensando y ganar unos cuantos segundos para pla­
Una m añana llegó a la casa un tipo pequeño con el cabello nea r las cosas con anticipación.
rubio rojizo, que no dejaba de frotarse las manos, y con gafas Bueno, dígale al señor Ritcher que acepto su amabilidad.
de montura plateada. Me di jo que venía del bufete de abogados ¿Qué tipo de acciones son?
del señor R itcher y que si podía escucharlo. Le dije que por su­ Me dijo que eran de las líneas del ferrocarril de Missouri
puesto que sí y nos sentamos en el salón. Parecía un jovencito y Kansas. Muy selectas. Y que estaba haciendo lo correcto. El
de buen carácter y llevaba un cuello alto y una corbata floreada a lq ui ler se dejaría de pagar en tres sema ñas. ¿Me daría tiempo
con un broche de rubí engarzado. su liciente?
Me dijo que a ntes que nada debía saber que venía en plan —¿No tengo que firm ar nada? —pregunté.
am istoso y legal. El señor Ritcher estaba seguro de que yo com­ —Oh, no. —Roy dijo algo enlo que me im aginé que era latín
prendería. Estaba muy preocupado por mí y q uería asegura rse y añadió que era un acuerdo puram ente verbal que hacía con
de que no fuera infeliz por cómo se habían dado las cosas. La el bufete. De ningu na m anera iba el señor Ritcher a recia maz­
conversación siguió en la m ism a línea, y sim plem ente esp e­ nada mío, de m is posesiones, m is baratijas, etcétera, etcéte­
ré, sin sonreír, sin fru n c ir el ceño. Hacía tiem po que había ra. Niyo haría n inguna reclam ación por protección, cuidados,
aprendido el truco de sim plem ente m irar a la frente de una i ncidentes privados relacionados con nuestra relación.
persona justo entre sus ojos, sin m irar nada más, y pronto en Muy amable, R oy—dije, y la visita term inó y Roy me es-
algún momento dejan de ser duros y severos o amenazadores. I rechó la mano.
Después de un rato dejó de hablar y se secó la frente con el pa­ Si hubiera sido u n alto directivo del bufete y un poco más
ñuelo del bolsillo de su solapa. viejo y con m ayores in gresos, creo que h abría podido tener
Mi ré la tarjeta que me había dado. Lo llamé por su nombre: un nuevo protector. Pero estaba dolorida. No le veia el sentido
—Roy, ¿a qué se reduce todo esto? a m eterme en u na nueva versión de una vieja situación. Sólo
—Señora Brown, se red uce a que si usted hace las m aletas quería sacudirm e el polvo de Saint: Louie e irm e.
y se va de Saint Louie, tengo el poder de darle unas acciones
de buenas com pañías por valor de diez mil dólares, y diez m il Las acciones llegaron por m ensajero, junto con las cartas de
dólares en efectivo. presentación de algunos funcionarios que recaudaban el d i­
—¿El señor Ritcher quiere eso? ¿Que abandone la ciudad? nero para la protección y que tenían una especie de organiza­
—Sí. Tam bién le va a p edir a unos am igos que escrib an ción ram ificada en otras ciudades. El los ayudarían a concretar
cartas a algunas personas que conoce en Nueva O rleans—tosió las cosas para que las partes fueran presentadas entre sí. Zig
en su mano—. Eso podría ayudarla a establecerse en esa ciudad debió de haberlo resuelto. En n ingú n lugar se m encionaba a
con un negocio propio. El señor Ritcher recuerda que alguna Konrad. Y no había ni siquiera una palabra escrita por él. No
vez usted tuvo deseos de un proyecto por el estilo. había cartas, no había notas. Fue muy cuidadoso al respecto.
Cielos, qué manera más refinada de hablar; pero si honrad Era un hom bre generoso y creo que era porque había llegado
me estaba gratificando para que pudiera volverme la madame muy tarde en la vida a l<*que no dejaba de ser para él pecado y
de un prostíbulo. Dije: vicio. Nunca estuvo realmente cómodo con la idea de mantener
—Sueno... a una mujer fuera de su casa. Sólo fue víctim a de sus gen itales.

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No le guardaba ningú n rencor. Siendo Konrad no pudo haberlo 11 na ciudad realm ente grande. A llí reflexion aría sobre el pro­
hecho de otro modo. yecto de Nueva Orleans.
Quizás algunas veces sí pensó realm ente en hu ir conm i­ Llegué al tren a las once esa noche. Había una carreta al­
go, pero eso era fantasear. Sus bienes no estaban en efectivo; quilada con el techo alzado, estacionada contra la pared, y una
estaban vinculados a fábricas, inventarios, bienes i nmuebles, mano enguantada me dijo adiós m ientras ponía el pie e n la p e
acciones que entonces no estaban en condiciones de otorgar q ueña plataform a que el mozo negro me extendió para q ue me
rendim iento. Tenía una carga a la espalda: esposa, cuatro h i­ subiera al tren. Dentro con m is m aletas encontré un montón
jos, una madre, parientes, un lugar en la iglesia, un lugar en los de violetas envueltas con papel lino con u n borde adornado. El
clubes, y estaba acomodado en su vida de rico en Saint Louie. tren traqueteó, echó vapor, dio resoplidos, empezó a acelerar
Era adm irado, respetado, consultado. Era el alm a de la fiesta y a andar. Las lám paras de aceite se movieron. Cogí las flores.
en varias organizaciones sociales germ ano-am ericanas, un re­ No había ninguna nota.
pública no entregado. Ahora veía que yo era un estorbo para él.
Renunciar a todo eso, ¿para qué? Por una puta de veinticuatro
años a la que se ha bían follado cientos de hom bres, que tenía
q ue aprender cuál era el tenedor de pescado, que apenas esta ha
empezando a e scrib ir sus cartas y que no sabía la diferencia
entre adenoides y un adverbio. No dejé de pen sar en excusas
para Konrad todo el día.
Supongamos que huíam os. No podía llevarm e al este con
sus am igos en Nueva York, N ewport, Saratoga, Boston, fiot
Sprin gs o Lakewood. V iviríam os como fugitivos buscados aun
cuando ninguna ley podía hacernos nada. Se vería despojado
de sus bienes por su esposa y su fam i lia y por los abogados. Y
Konrad estaba envejeciendo muy rápidam ente. En unos años
sería un anciano sin interés en los deportes de cam a, sin ca­
pacidad de gozar de lo que había gozado conmigo. No hay nada
más triste q ue un macho acabado q ue sólo puede sentarse con
su pito ílácidoy recordar cómo era cuando estaba bien dotado y
era cachondo. Y aun así, a pesar de todas las excusas que pensé,
sí esperé, tontamente, q ue llegara de pronto y me pidiera que
huyera con él.
Escribo todo esto tratando de ver cada lado de la situación
después de todos estos años. Estaba d ep rim id ay melancólica.
Hice las m aletas y vendí y regalé muchas cosas que no podía
llevarm e conm igo. Tenía un billete para Chicago. Quería ver

186 187
Tercera parte
LAS DOS CARAS DEL MUNDO
( lapítulo 14
i:l v e r d a d e r o s u b m u n d o

Tengo que explicar algo antes de p rosegu ir con m i historia.


Sa Ivo en la jerga legal de algunos legisladores, una puta no es
una crim in al. No tiene que robar, com eter latrocinio, violar
puertas para entrar, falsificar cheques, asaltar con violencia,
romper una caja fuerte, robara mano arm ada un banco o come­
ter asesinato. Pero si mantiene los ojos y las orejas bien abier­
tas está al tanto de que existe lo que los periódicos llam an el
submundo. Sabe que ahí el crim en se planea, se organ izay se
pone en práctica. Los crim in ales con aires de superioridad en
algunos grupos, cuando tienen dinero, recurren a prostíbulos
caros, e incluso los usan a veces, si la madame es lo suficiente­
mente estúpida, como lugares para esconderse de la boba (la
policía). Dinero fácil, dinero sucio, o puro efectivo, al dueño de
una casa de citas le da exacta mente lo m ism o... Generalm ente,
él mism o se m antiene alejado de la conducta crim in al, si pa­
samos por alto la violación de las leyes contra la prostitución y
contra los lugares donde el coito tiene un precio.

La conexión más cercana que un prostíbulo puede tener con el


crim en es ese viejo serm ón, ese fantasm a, la «trata de blan­
cas». Esta, contrariam ente a los rum ores públicos y a la pa­
labrería de pecado, no es la amenaza que se supone que es. La
mayoría de las m ujeres y chicas am ericanas se convierten en
putas por su propia voluntad, y muchas buscan el trabajo y son
rechazadas por varias razones: edad, condición mental, falta
de habilidad, belleza o postura para el trabajo. Hay en el este,
o había (he estado fuera del negocio durante mucho tiempo)
organizaciones de i taliajnos de Mano Negra y pandillas de eu­
ropeos del este que sí se dedican a la trata de blancas. Fuerzan
a las chicas a la prostitución. Ellos sí tienen una red clandes-
tina para tran sportar a las chicas de burdel en burdel, donde a la vista del público. A menudo el crim en se di rige oficialm en­
el sexo es forzado, casi una violación, y operan de ciudad en te; el soborno y el botín se reparten entre algunas personas
ciudad, de casa en casa. Pero éstas no son im portantes, o no lo not ables y respetables. En Chicago y Nueva York después de la
eran cuando yo estaba en el negocio, y el tipo de chica con la Cran Guerra, el crim en y la política eran casi lo mismo.
que trabajan es básicam ente para las casas menores, los pros­ La verdad es que el crim en no podría existir sin alguna
tíbulos, los tugurios y los antros de lugares de muy bajo nivel. forma de protección, incluso de control, desde arriba. Casi to­
Los de la m aña de Capone, que dom inaba ciudades y estados das las grandes ciudades tienen departam entos de policía que
enteros, eran los verdaderos tratantes de blancas, pero todo reconocen ciertos crím enes y clases de crim in ales como parte
eso fue después de m i época. del sistem a. En Nueva York no era un secreto que los crim in a­
Las m ejores casas de citas en Estados Unidos en la segu n­ les podían trabajar dentro de lo que llam aban el Tenderloin*
da mitad del siglo x ix y los prim eros veinte años del presente m ientras pagaran protección policíacay no invadieran los dis-
siglo —fuera del barrio chino de San Fran cisco— reclutaban I ritos respetables ni ocasionaran problem as. En casi todas las
en su mayor parte a voluntarias, chicas recom endadas, m er­ ciudades la policía no im portunará a un crim in al de alto nivel
cancía de calidad, para hablar sin rodeos. Estaban ahí por su si éste cumple su promesa de que no trabajará m ientras esté de
propia voluntad y trabajaban cuando q uerían y se iban cuando visita en su ciudad para descansar, tom arse unas vacaciones o
querían. Por supuesto, muchas se endeudaban, m antenían a planear un crim en.
un vividor, se enganchaban con un proxeneta y sus actos ya no Esto se negará siem pre, pero es verdad. A lgunos bal nea­
eran completamente l ibres cuando estaban engatusadas por rios, aguas term ales, y ciudades con pistas de carreras de caba-
un hom bre lleno de ha lagos y de palabrería. Ilos perm iten a los crim in ales forrados que arm en escándalo,
La chica brutalm ente tratada, golpeada, violada, es parte vayan de putas, se reúnan para disfru tar del lugar y se gasten
de un mito, excepto en los barrios chinos. No estoy diciendo sus valores negociables. En algu ñas secciones del país los.s/ie-
que la fuerza y la crueldad no existan , pero no es tan común riffs controlan las apuestas y en Louisiana todavía hoy ceden
como algunas personas piensan. A menudo las putas eran ver­ derechos y cobran para ab rir casas, tanto de citas como de jue­
daderas artistas del engaño y contaban grandes ment i ras. go, y hasta se quedan con un pedazo del pastel. Toda ciudad o
A l crim in al que es cliente de una buena casa lo tratan co­ población respetable tiene un equipo conocido y codicioso de
mo a cualquier otro cliente m ientras su botín dure. Aunque él oficiales de pol icía y hoyos políticos - -hoyos es bravucones en
y la madame se ven encasillados en la misma categoría de de- irlandés— que piden una tajada. Luego vienen olas de refo r­
lincuente, hay una gran diferencia. No estoy defendiendo las mas y se clausuran cosas o se silencian, se mantienen a flote.
casas de citas, y no las estoy condenando, sólo estoy dejando Pero las reform as van por cielos y así es todavía hoy en día. La
claro algo que necesita explicación. Dejando la moral fuera gente decente no es tan entregada como los crim in ale s y los
—y eso ha confundido al negocio del sexo durante cientos de políticos, o tan paciente.
años—, el elemento crim in al en una casa de buena reputación Toda casa de prostitución, toda pandilla crim in al en ope­
es bastante tenue. Ellos no sabrían cómo lid iar con problemas ración podría verse fuera del negocio en un día si se dieran las
o entretener a la aristocracia.
Pero toda puta es consciente del submundo fuera de la ley.
Sabe que hay un segundo gobierno debajo del prim ero q ue está Los «bajos fondos».

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ordenes apropiadas. Pero la policía, los tribu n ales, losaboga- mucho. A lgunos son instruidos y educados. Todos visten bien,
dos, los fiadores, los peristas, las organizaciones de esquiroles, pero no de m anera llam ativa si tienen gusto. Estos hom bres
todos están tan em bebidos en sus contactos crim in ales y en el son considerados como lo mejor de su mundo.
dinero, que seria ir en contra de la naturaleza hum ana esperar Los estafadores tam bién son muy respetados. No los mer­
una comunidad completamente legal. La verdad del estado de cachifles de lingotes de oro y posteriorm ente del Puente de
las cosas sólo llega a la superficie con un asesinato repugnante Brooklyn, sino los charlatanes fáciles y m aravillosos que ven ­
o cuando la corrupción en los lugares altos invade demasiado den títulos, inventan bienes inm uebles, plantaciones en Suda-
profundam ente la paz y la conciencia de una com unidad. Un inérica, playas en Florida, cargamentos de barcos inexistentes.
gran escándalo público es como un enema. Un robo de cont ra­ También cam bian dinero falso por verdadero, llevan pepitas
tistas de alto nivel, los buscadores de concesiones de tranvía, de oro en los bolsillos, seducen al provinciano o bruto codi­
el saqueo de las com pañías, la interacción de los negocios con cioso que quiere algo ilegal por casi nada, al incauto al que no
las actividades crim in ales pueden im pulsar al público a una le importa si está fuera de la ley. Los estafadores son oradores
acción dolorosa. El resultado es que los periód icos venden más m aravillosos que hasta se convencen a sí mismos de que están
ejem plares y se empieza a hablar de reform a. haciendo un servicio a la nación despojando a la víctim a codi­
ciosa, quitando a los ricos lo que nunca les faltará.
Hay un sistem a de castas entre los crim in ales y es tan esnob Pero los estafadores tienen una especie más baja que es
que sería irriso rio vera los ru fianes m enores doblegarse ante capaz de quitarle a una viuda sus últi mos cien dolarcillos con
los respetados y de alto nivel. Gomo con los pollos en el co­ id truco de la bolsa de papel o sacarle mil dólares a un italiano
rral, hay un jefe que picotea a todo el mundo, pero a quien codicioso vendiéndole una máqui na que convierte papel blanco
nadie picotea y, así, abajo hay otros a quienes picotean y que en billetes genui nos de dólar. Los falsificadores siem pre e s­
picotean a otros debajo de aquellos que ya no picotean a nadie tán activos, pero falsificar es un juego peligroso, ya que la ley
por encim a de ellos: los borrachos, vagabundos, pordioseros, siem pre está al acecho. Conocí a uno que, en tiempos difíciles,
carteristas. firm aba como Abraham Lincoln en viejos lib ros jurídicos para
La crema del cri men son los lad roñes de cajas fuertes, los las tiendas de Fil'th Avenue.
hombres délas cajas, los q ue vuela n y abren cajas de seguridad;
los roba bancos, los que usan dinam ita o n itroglicerin a para El traficante de papel, el calígrafo, el falsificador de cheques,
volar cajas fuertes. Es todo un mundo y con su propio lengua­ generalm ente se viste bien, habla bien, es capaz de obtener
je. Son capaces de reventar cajas fuertes de acero del tamaño cambio de un cheq ue de cincuenta dólares con una compra de
de una casita en las grandes com pañías. Son unos verdade­ diez dólares. Lia men a un garabateado!' o falsificador, es capaz
ros vividores, unos cam peones, que trabajan sólo durante una de im itar cualquier firm a.
temporada del año con sus asistentes, sus gorilas, m árgenes Los delincuentes de segunda, los artistas del atraco, los
de seguridad, itinerarios, mapas, diagram as. Poseen y hacen vándalos de los asaltos, los lad roñes de trenes, los carteristas
paquetes especiales de dinam ita, pólvora y nitrocelulosa. Son son por lo general estúpidos.
expertos en cerraduras fu ertes, conocen todos los pestillos, Los más pobres sondólo la parte más ru in del crim en. He
todos los tipos de caja. Sólo se asocian con crim in ales meno­ conocido hijos de m in istros que se convierten en violadores y
res cuando los necesitan para la parte ruda del trabajo. Via jan delincuentes de las m ejores fam ilias.

J95
En cuanto a las putas, aveces son hijas de buenos hogares Nunca confundí el amor con follar, pero también sabía q ue
que venden su conejo en la calle p o ru ñ a raya de cocaína o una una buena parte del amor tenía que ver con el sexo. Había cons-
copita de wh isky malo. He conocido a los que llam an «d ege­ I ru ido ese compartimiento hermético, como en el Titanio, entre
nerados depravados» de la peor clase, desde el histrión que los juegos del cuerpo y algo diferente, pero cercano a eso.
arran ca con los dientes cabezas de pollos vivos en un circo, Conocí a Monte en un prostíbulo de Chicago cerca de la
hasta el desalm ado que descuartiza aúna mujer. A pesar de eso orilla del lago. No había vuelto realm ente a una casa. Estaba
los he visto en otras ocasiones cuando son hum anos, tan jodi- reemplazando a un ama de 1laves enferm a. Pero, desde luego,
damente humanos, tan m iserables o locos como son. Falsificar los puteros in sistían en que fuera al salón.
cheques, robar vagones de trenes, ¿acaso es peor que vender Monte usaba varios nom bres de vez en cuando. En la casa
carne podrida y contagiada de Chicago o robarle los derechos
de citas era conocido como Monte Sm ith, un nom bre corto y
de agua a una ciudad o su sistem a de transporte? Si yo fuera
fácil, pero principalm ente lo llam aban Monte, el rey de los la­
m oralista, d iría que ésos son los crí menes más grandes.
drones de cajas fuertes. Su verdadero nom bre lo usó sólo una vez
A si mismo, si yo fuera una legisladora honesta, lo que no
en nuestra relación. Era de una buena fam ilia, de vieja e stir­
puedo ser ya que no soy susceptible de ser elegida, estudiaría
pe am ericana, de la que él era la oveja descarriada. No es mi
los tinglados y a la gente que obtiene algo del botín de los crim i­
i ntención hacer que esto suene im presionante. Tan sólo es un
nales, qué los motiva, ya sea m ediante extorsión, negligencia o
hecho. Monte tenia un aspecto alto y m ajestuoso, pero como
cod icia hacia las cosas que se quedan de la gente; sólo barren
era delgado y robusto, parecía m ás alto q ue su metro ochenta.
bajo la alfom bra y dicen que no están ahí.
Su cabeza era alargada, con ojos medio grises, medio verdes,
según cómo les llegara la luz. Podían ser tan fríos como veneno
Estoy preparando el terreno para algo con toda esta explica-
ció n y esbozo del mundo crim in al que conocí. No es una d is­ de serpiente. Una vez lo vi quedársele m irando a un hombre
culpa. Nunca me he disculpado por nada de lo que he hecho. hasta que el otro se dio la vuelta sin decir una sola palabra.
Como ya he dicho, he senlido arrepentim ien to, pero nunca El resto de la cara era regular, un rostro perspicaz, se podría
rem ordim ientos. decir, pero con la cabeza estrecha, los rasgos regu lares eran
El hecho es que me enam oré de un ladrón de bancos, uno del rostro de una ilu stre cuna. Monte estaba muy orgulloso
que volaba cajas fuertes de bancos, y durante varios años viví de sus delgadas manos, que por lo general llevaba enguanta­
como espectadora. Quiero decir que me enam oré de verdad. das. Su vanidad era u sar toda clase de guantes especialm ente
Del modo anticuado, bobalicón e iluso. Nunca me arrepentí. Y finos, bordados y cosidos con cuidado, en varios colores y con
al verm e a mí m ism a ahora, con las articulaciones v ie ja sy tie ­ las pieles más suaves. También ten ia una buena colección de
sas, con un poco de tos y resuello en m is pulmones, todavía me bastones; tenía uno con un hueco para ocultar una espada que
emociono las noches en que recuerdo lo feliz que fui durante nunca tuvo la necesidad de usar, hasta donde yo sé. Sus pies no
tres años con Monte. Fueron m is días más felices después de podían llevarzapatos pesados. Usaba calzado de cuero delgado
dejar Saint Louie, los m ejores que tuve en mi vida, los mejores con un poco de tacón, más alto de lo habitual. Le gustában los
que hubiera podido desear. No era una virgen trém ula, ni una zapatos con copete de ante gris.
soñadora con algodón en el cerebro que creía en todo lo que las Monte no se vestía muy ostentosamente. Prefería los tonos
canciones decían sobre el amor o lo que estaba escrito en las m arrones y tostados, un bombín alto y coronado negro o azul
novelas cursis, en las obras rom ánticas. oscuro. No le gustaba posar para que lo observaran.

196 i 97
Las únicas joyas de Monte eran unos cuantos alfileres de lar un chiste irlandés. Simplemente sonrió un poco como si el
corbata y una buena colección de gemelos. Le gustaban las pie- chiste lo hubiera herido, dejó su vaso. Se me acercó y me dijo:
d ras azules y verdes, los ám bares a través de los cuales pod ías --Ya me iba. Pero ahora me q uedaré.
m irar y el jade color pasto. Su único hábito nervioso era desa­ —Soy Coldie. ¿Qué le está haciendo pasar un m al rato,
brocharse los puños y tocarse los gemelos si se enfrascaba en se ñor?
alguna conversación interesante. Siempre parecía remoto, lejos Hablamos unos m inutosy Monte se giró hacia la madame
de todo y de todos. y le dijo:
A veces llevaba un bigote delgado estilo chino, aveces era —¿Nos puede m an d aru n a botella de whisky?
grueso y largo, «m uy británico y espeso», como él mismo de­ —Claro, Monte —d ijo la m adame—. Sé buena con él, C ol­
cía. Había vivido en Inglaterra y a veces se refería a una chica die. Te has ganado el prem io esta noche.
como bint* Monte fue un crim in al desde su juventud, cuan­ Lo cual no sign ificaba gran cosa dado que le decia eso a
do estuvo contratado como experto en una com pañía de cajas todos los el ¡entes.
fuertes y cerraduras y aprendió todo sobre pestillos, cerradu­ Monte estaba muy serio y tranquilo arriba. Se sentó a be­
ras y I laves. Empezó a ab rir cajas fuertes y puer tas especiales ber, m irándom e sa lir de mi atuendo y ponerme de pie e n fren ­
él solo y se dio cuenta de que le gustaba el trabajo solitario y el te de él con una mano en mi coño. Me sentía, por una extraña
botín fácil aun con sus riesgos. Se educó en esa compañía de razón que no podía entender, casi tím ida con este putero. Me
cajas fuertes y se convirtió en el m aestro de casi todas las cajas hizo un gesto para que me sentara en su regazo. Se había qui ­
fuertes y de seguridad, aprendió a a b rir algunas sin violencia, tado la chaqueta. Me senté, con mi brazo rodeando su cuello,
otras con taladro, otras con explosivos. y el suyo alrededor de mis caderas. Era casi decoroso.
Después de un tra bajo Monte siem pre viajaba solo, le pa­ Me dijo que estaba cansado, m uy cansado, y que quería ha­
gaba a sus ayudantes, enterraba sus h erram ientasy m ateriales blar. Me preguntó si leía a Mr. Dickcns, lo cual me cogió por sor­
y utensilios en una granja de alguien que conocía en alguna presa. Le dije con un tono casual que no era una gran lectora. Me
parte. Vivía bien, pero no ostentosamente, de tres a seis meses d ijo que él leía a Mr. Dickens todo el tiempo. Traté de jugar con
con lo que había robado, ahorrando un poco, viviendo del resto, su fíelo, muy corto, oscuro, con un mechón delante, y me dijo
era un hombre de apuestas. Vivía como un noble, se vestía bien que no le gustaba que le tocaran el pelo, como si no le gustara
sin pavonearse. El juego era su perdición, su ruina. Año tras que lo tocaran en absoluto. Yo sólo le hice creer que lo escuchaba
año. Eso y contratar putas caras era su desem bolso en efectivo mientras él hablaba de los libros que había leído y de la orilla
más fuerte y la razón por la que nunca reunió un dineral. al rededor de los grandes lagos y de lo desagradable q ue era viajar
en tren en Estados Unidos comparado con Inglaterra.
La prim era vez que vi a Monte estaba sentado en el salón de esta Le pregunté si no le gustaría acostarse. Se quitó los zapa­
casa en Gh icago, bebiendo whisky escocés, su pred i lecto. Vi a un tos y los pantalones, los dobló cuidadosamente y los puso sobre
hombre delgado y limpio, con manos bonitas y zapatos puntia- una silla. Nos metim os en la cama y traté de coger su pito. Me
gudos y pulcros, q ue escuchaba a Fat Liz, el bufón de la casa, con- d ijo que no, q ue quería dormir, pues estaba muy cansado, que
.si me im portaba. Le dij^qu e no, que lo que él quisiera estaba
bien para mí. Me pregunté con qué clase de payaso me había
Nombre ofensivo para designara una chica o mujer. su bido.

198 m
Durmió de una forma nerviosa, me agarraba fuertemente y
Era bueno por todas partes y lo sabíam os y no nos pedíam os
de vez en cuando daba una especie de salto nervioso, los brazos
nada el uno al otro.
y las piernas le tem blaban, pero no se despertaba. Yo también
Me montóy me penetró. Yo grité como si me quemara, pero
me adorm ilé, todavía no estaba acostum brada a Chicago.
era de placer; y me m iraba siempre tan serio, mientras la acción
Lo sentí despertarse rápidamente. Abrí los ojos; la luz del
se hacía más fuerte —su rostro tranquilo enci ma de mí con la
sol pegaba en la cama a través de una abertura en las cortinas.
son risa severa y luego la boca abierta—. Empezó a besarm e y a
Saltó como un gato, despertando en el acto si n bostezos ni d i­
la merme y se corrió con una sacud ida y un suspiro. Se quedó
ficultad. Yo me quedé en la almohada m irándolo.
acostado como muerto encima de mí, una sensación m aravi-
Me dijo que le gustaría lavarse y desayunar algo. Bajé y
llosa por su peso, y yo no quería que ese minuto term i nara.
dije que mi cliente se iba a quedar durante el día. La madame
No quería sen tir nada más, saber nada más. Fue salvajem ente
m iró por encima de la bandeja que el cocinero sirvió.
grandioso, como él mism o dijo más tarde.
—Eres la que se sacó el anillo de oro én el tiovivo, CoJd ¡e.
Debí haber sabido que estaba enamorada. Pero no tenía
Monte es el mejor ladrón de cajas de banco del mundo. Si está
experiencia de cómo un acto se podía convertir en una em o­
embelesado conl igo, pronto vas a l levar d iam antes, hasta en
ción, una locura que reducía a nada todo mi modo de vida, de
la nariz.
protegerme a mi misma. Estaba enteram ente derretida, como
Esa fue la prim era vez que supe que era un crim inal. A r r i­
si estuviera hecha de azúcar y me disolviera en una bañera. Era
ba se lavó e n la palangana, se tomó dos tazas de catey se comió
u na joven puta confundida que en ese momento deseaba amor
una rebanada de pan tostado. Me m iró de ese modo tan distante lanío como deseaba otra cabeza.
q ue 1 legué a conocer y sonrió.
—Eres realm ente m aravillosa para dormir.
—¿Cómo Jo sabes?
—Quiero decir, dorm ir, cerrar el ojo. Sólo dorm ir. Nunca
me había sentido tan cómodo, tan seguro. Estaba muerto de
cansancio. Estaba nervioso. Pasé tres dias en un tren, y ... —el
resto lo dijo con un gesto—. Me gustas mucho. Eres mi chica.
—Para eso estoy aq uí, Monte.
Jugaba conform e las cartas ib an saliendo, pero estaba
desconcertada. No era como n in gú n cliente que recordara.
Negó con la cabeza.
—No me vengas con palabrerías de prostíbulo, cariño.
Nos m etim os en la cam a y empezamos lentam ente, nos
acaricia trios y nos sentim os, luego nos besamos, luego nos ex­
citamos. Se podía sentir en am bos esa pasión que casi siempre
es fingida en los prostíbulos o forzada con tensiones o juegos
de lujuria. A hora parecía llegar de form a natural y fácil, sin
presiones, pero en los momentos justos y en los lugares justos.

‘^ OO
Capítulo 15
ME CONVIERTO EN ESPOSA

Cuatro días después de conocer a Monte estábam os casados;


tuvimos una boda norm aly decente en un pequeño pueblo con
un puente blanco, una iglesia bl anca y un Indian House Hotel.
Nos casó un m inistro que tartam udeaba un poco. Monte fir ­
mó el acta de m atrim onio con su verdadero nom bre y me dio
el papel. Durante años lo guardé en una caja de seguridad en
un banco de San Francisco. Este y el banco se hicieron cenizas
en el gran incendio de 1906.
Salim os sigilosam ente del prostíbulo una m añana gris de
Chicago y el viento avivaba el lago. Nos ha bíam os desped ido de
la madame una noche antes. Nos encam inam os a la gran es­
tación de trenes cargando nuestras dos m aletas, alegres como
grillo s (nunca he sabido a qué se refieren con esa frase).
Monte se casó conm igo porque me dijo que le aportaba
paz por la noche, porque am aba mi cuerpo y lo usaba con des­
treza y poder y satisfacción. M e ama ba porque no era una chica
nerviosa, no me reía como tontay no hacía preguntas. Durante
años no había podido dorm ir más de una hora seguida. Con­
migo podía p asarla noche, con el sueño ininterrum pido. Me di
cuenta, tam bién, de que confiaba en mí. Era solitario y conm i­
go tenía la sensación de p o d e rv iv ir y respirar, ser un hombre.
Deducía incluso que el sexo de Monte no había sido muy acti­
vo ni placentero hasta que me conoció. Como él m ism o decía:
conmigo ya no se sentía «b arrigón , sino en buena form a».

Y en cuanto a mí, esto fue como una traición inocente de to­


do lo que yo había hecho en m i vida. Sim plem ente me derretí
como manteca revu cli.xm una olla de sopa h irvien do. Tomé
el amor como me llegó de Monte. Detuve m is antenas de amor
—como las horm igas cuando hablan—y me dieron señales que
decían « e stás fe liz y satisfecha». No me im portaba una m ier­ a Iq u ilery calesas era bastante denso como para poder cam i nar.
da si estaba bien o no para mi. Yo le pertenecía a Monte. Eso Todo era una confusión para mí. Conocí a algunas personas del
era el amor, la ru in a de una buena puta; al convertirse en una submundo. A Monte lo respetaban.
esposa con el am or para un solo hombre. Desde luego, enton­ La mayor parte del tiempo nos quedábam os en nuestra
ces no lo pensé de ese modo, y Monte no hablaba mucho. Los casita en Jersey, ya que Monte, bajo otros nom bres, era el sos­
buenos crim in ales profesionales no hablan mucho. El era u n pechoso de ser el cerebro, el general que estaba detrás de va­
aristócrata entre los forajidos, estaba en la cim a del mundo rios robos de bancos. No tenían n ingú n retrato de Monte, pero
del crim en. Pero como ser humano era Monte contra la socie­ a lgunos soplones habían hablado y un pajarito había corrido el
dad organizada, cam inaba con paso ligero, preocupado, cui­ rumor. Asi que Monte no se exponía mucho en el mundo d isi­
dadoso, experto; una vez incapaz de dorm ir o fo llar mucho, pado y crim in al de Nueva York. Tenía la m aravillosa habilidad
y seguía agotando sus ganancias, como de costum bre, en las de confundirse con el aire g ris, devolverse parte de cualquier
casas de juego. calle por la que cam inaba, casi sin ser visto. Yo veía cómo el
Supongo que los profesores y los HerrDoktors pueden dar ra­ resto de los crim in ales de elite adm iraba a Monte. Recuerdo
zones de por qué u na pareja se enamora. Por qué cada uno le dio que hasta los m echeros (ladrones de tiendas) se daban cuenta
ai otro algo que necesitaba. Pero eso es como deshojar una flor de su clase. Las pandillas del oeste le daban risa a Monte; los
para ver por qué es bella. Descubres cómo está hecha, pero en Jam es, los Colé, los Younger y otros son un poco m ás que car­
tu mano ya no tienes una flor, sólo un tallo verde y un revoltijo. niceros, asesinos a sueldo a caballo, que se volvían crueles y
En esa época yo no era muy dada a llegar al fondo de las cosas. ma Ivados. Por lo general term inaban en un tiroteo en alguna
Siempre sentí que las respuestas a cualquier cosa resultan como emboscada o se m ataban entre ellos. Las noveluchas baratas,
dobles ceros en la ruleta si vas demasiado lejos con las pregun­ y Juego las películas, les dieron a los pelagatos del oeste mu­
tas. Siempre he concebido la vida como algo que vivo como va cho más bombo del que cualquier crim in al sabio les hubiera
llegando, la única vida que tendré. Yo tenía un código, un modo dado.
de exteriorizar la idea de que el ser humano es a lgo único, sin
i mportar lo malo que fuera el mundo, o cuáles fueran sus mo­ Yo observaba este mundo crim inal. Los de la categoría más ba­
dales y leyes. No iba a ir demasiado lejos para probarlo que era ja, por deba jo de los borrachos y de los vagabundos que vivían
el amor; no iba a arrancarle Jos pétalos a mi flor. en las iglesias, son los carteristas que via jan de ciudad en ciu­
dad. Son nerviosos, agitados, hábiles para robar piel o cuero
Nos instalam os en un pequeña localidad en N ueva Jersey a unos (carteras), pero un poco m ejores que los ladrones de bolsos,
treinta kilóm etros de la ciudad de Nueva York, en una casita los estafadores de las salas de bil lar.
amueblada que alquilam os. Monte iba a Nueva York dos veces Los trabajadores especiales pueden robar equipaje en las
a la semana. Les hicim os creer a los veci nos que él era q uí mico. term inales de tren y em barcaderos y a menudo están organi­
De hecho, estaba preparando unas mezclas explosivas en una zados por si nd ¡calos de m u ellesy jefes laborales. Esos m ucha­
de nuestras habitaciones. Guando iba con él a Nueva York, todo chos birlan m illones en las term inales de tre n y en los barcos
me parecía muy salvaje, las m ultitudes afluentes, los restau­ de carga, q ue generalm ente se dividen el botín con los g u ar­
rantes, los hoteles sofisticados y los callejones ostentosos más dias del ferro carril, la policía del em barcadero y los jefes de
distinguidos. El trá fico de diligencias y carruajes, carretas de los estibadores.
Con el tiem po aprendí un poco sobre el lado fem enino. Hay hombres que nacen crim inales sin razón, asesinos sin
Las m ujeres que viven entre los crim in ales no son gran cosa. válvula de escapey cuanto antes los atrape la sociedad, mejor.
Las putas que trabajan el juego del hostigam iento, seducen a I loy en día hay quienes dicen que los crim in ales son producto
u n h o m b reen su cu arto ylu eg o u n « m arid o » enojado irrum pe del entorno, que se ven forzados al crim en por sus anteceden­
con una pistola para saldar deudas. Luego está el juego del panel tes. Bien, yo me tomo muchas de estas estupideces con reserva.
corredi z,o, en el que se le roba a un hom bre poru ña abertura en Los asesinos rea Imente brutales, los verdaderos crim inales sin
la pared m ientras está en la cama con una puta, ya sea drogado esperanza cuyas acciones son peligrosas, casi todos nacen así.
o borracho. Hay tiros en los callejones donde las putas están De la m ism a form a en que un becerro nace con cinco patas o
al acecho para engatusar a los hom bres. Pero éstas son cosas dos colas o la gente tiene el paladar d ividido o los ojos azules.
de muy bajo nivel y está involucrada la peor clase de m ujeres Algo salió mal m ientras estaban en la tripa de su madre. Quizá
borrachas o drogadictas. incluso antes. Pertenecen a un lin aje manchado y los refor­
Yo creo q ue la única trabajadora del crimen que tiene sen­ ín islas de corazón blando están perdiendo su tiempo con esta
tido, aunque no principios, es la vendedora de llaves. Una mujer clase de personas. La cárcel es una puerta giratoria para ellos;
herm osa y bien vestida ronda en los buenos hoteles o en las ca­ entran y salen toda la vida.
rreras como el Kentucky Derby o Saratoga. Le vende su llave del En cuanto al resto de los crim in a le s, por lo que llegué
cuarto aun putero deseoso y ardiente por cien dólares, a menudo a codearm e con ellos, la m ayoría parece h aberse salido de
con el cuento de que su esposo está fuera y ella está solay nece­ la sociedad porque es moneda fácil y el crim en sí que paga,
sita dinero para pagar sus pérdidas en algún juego o apuesta. créanme. Es un modo de vida, de recompensas rápidas y gastos
Una buena vendedora de llaves se puede deshacer de una do­ dem asiado fáciles. Muchos crim in ales sienten que el mundo
cena de llaves en un d ía. Por supuesto que las llaves no encajan está podrido, como la idea de Highpockets de que la sociedad
en ninguna puerta del hotel que aparece en la etiqueta. está hecha de inocentones y bribones, y que es m ejor correr
Sobre asesinatos supe poco. Muchos homicidios son lo que con los lobos que co rrer asustado con los conejos. No voy a
se llam a crím enes pasionales, y no son crim in ales. Se trata añ ad ir n in gú n lema m oral a todo esto y decir quién está en lo
sim plem ente de hom bres estúpidos que matan, no por amor o cierto y quién está equivocado. Sim plem ente estoy haciendo
pasión o por un «h ogar ultrajado» como dicen los periódicos. una observación y contando las cosas como las veía. M i pun­
No, la m ayoría de los asesinatos de hogar, sospecho, son por to de vista puede estar invertido —mis valores fueron hechos
un golpe a la vanidad, una herida en el ego. ¡La idea de que una para encajar con m is necesidades—. No lo niego.
mujer haya podido serle infiel a é l! Es para mantener su orgullo
por lo (¡ ue los hom bres matan a las m ujeres, aun cuando están El único deseo de Monte entre dos trabajos era no llam ar la
medio locos de ira. atención, y con gente común y corriente no la llam aba. Y eso
Sobre asesinos profesionales supe algo, pero no creo haber que él no tenía un aspecto común. Guando viajaba, con sus ojos
conocido a ninguno. Los hom icidios durante los atracos son medio hundidosy su apariencia pulcra, era como si se hubiera
accidentes del oficio y los cometen generalm ente los brutos o vuelto un actor y pudiera andar fácilm ente con un papel que
los cobardes. Los buenos delincuentes profesionales tratan de representaba únicamente en público.
evitar matar. Algunos ni siquiera llevan arm as. «L as arm as te Eramos felices en el ca mpo, simplemente siendo, existien­
suplican que las d isp ares» , solía decir Monte. do. A Monte le gustaba senta rse ahí, fu m ar su pipa de espuma

306
de mar con la fran ja de oro, leer algún libro de Mr. Dickens. Monte nunca fue lo que se llam a un gallo, un macho de
Nu nca me ofrecía leer en voz alta y yo no se lo pedía. Más tarde la habitación. Una o dos veces a la sem ana lo hacíam os, muy
supe que había pasado siete años en una fría prisión británica deleitosamente y muy seriam ente, con buenas corridas. Pero
en un páramo, donde casi no hablaba con nad ie y pasaba mucho Monte, como con todo en su vida, llevaba un estricto control
tiempo en el hoyo (en la celda solitaria) encadenado, porque sobre el sexo. No tenía gran im pulso por los juegos exóticos o
trataban de sacarle inform ación sobre una pand illa europea at léticos del sexo, no se moría por lo que se conocía como outré.
que lo había llam ado para un gran atraco de una caja fuerte Me am aba mucho, se aferraba a mí mientras dorm ía, fa rfu lla ­
de banco. Nunca tuve los detalles, pero es ahí donde Monte ba palabras que yo no entendía claram ente, tem blaba un poco,
adquirió el hábito de leer. El capellán le daba un libro de Mr. pero no se despertaba. Descansaba, m ientras pudiera hundir
Dickens a la sem ana y Monte se convirtió en un converso de su cabeza entre m is senos, entrelazar sus piernas con las mías;
la Iglesia de Inglaterra para complacerlo. Monte decía que si de ese modo podía dorm ir por la noche.
Cristo realm ente conociera a los ingleses que dirigen las pri­ Monte era un muy buen marido. Solía decir:
siones, regresaría a la cruz. —Tolerarnos el uno al otro, cariño, nuestros peq ueños de-
Monte, a diferen cia de m í, tenía una fe razonable en la íectos, es todo lo que necesitam os.
otra vida que Dios tiene para nosotros, en la idea de que Cristo Pensándolo bien, yo estaba de acuerdo, las pequeñas co­
era divino. Monte decía que podía ver a los m uertos por la no­ sas acaban con un m atrim onio con tanta frecuencia como las
che, como a un fallecido cam arada suyo al que veía a menudo, grandes.
un experto en explosivos que hacía mezclas para las pandillas Me volv í una hausfrau que habría sorprendido a m is viejas
y que voló por los aires cuando un lote salió mal. M ientras yo am igas del prostíbulo. No teníam os nada que ver con la gente
no tuviera que ver fantasm as, no me im portaba que Monte los d éla casa de citas y por supuesto no m anteníam os contacto, no
conociera. los veíam os, ni siquiera a los que estaban cerca en Nueva York.
Vivíam os como cualquier otra pareja con un poco de d i­ Monte veía a muy poca gente. Solía decir:
nero ahorrado, que trabajaba en un negocio privado, condu­ —Soy un maldito monje, eso es lo que soy, cariño. Siempre
cíamos nuestra carreta alquilada en el campo a Elizabeth, New lo fu i. Tengo que estar en mi oficio.
Brunswick, a Princeton donde M ontehablabaconalgunasper­
sonas con las que quería ponerse en contacto. Pasábam os no­ No escondía el hecho de que era un ladrón de cajas fuerte de
ches en hotelitos todavía llam ados inris* Red Lion Inn, K ings ban co—uno grandioso—y yo lo aceptaba como si fuera un fon­
Inn. Cuando llegaba el verano íbam os al mar, a A sbu ry Park, tanero o un banquero. Le preparaba de comer, manten ía su ro­
Long Branch, a Red Bank, con la arcilla roja del campo en las pa en orden, le hacía la vida fácil y llevadera. No iba mucho a la
ruedas de nuestra calesa. 1 bamos m i rando viejas casas colonia- habitación donde trabajaba con m uestrarios de cerraduras con
le sy nos preguntába mos cómo la gente que vivía ahí m antenía I i mas y m artillos, con moldes y hornitos de carbón. También
caliente la casa únicamente con chimeneas. Leer a Mr. Dickens hacía muchas de sus propias herram ientas. Yo me m antenía
despertó en Monte un gran interés por los lugares antiguos. alejad a, sólo iba un m inuto para 11 amarlo a comer o preguntar­
le si quería una copa en le puesta del sol. Tenia muchas bolsas
especiales de cuero negro que se parecían sim plem ente a las
Posada, mesón. m aletas de cualquier vendedor am bulante o viajero. Cuando

308
las abría, estaban llenas de herram ientas: un tornillo de pre­ empleado, algún policía se cam biaba de bando. En una oca
sión firme, gatos, llaves inglesas, sensores y form as de cables sión Monte me contó que el presidente de un banco desfalcó
delgados de los que no conocía el nom bre. Monte inventaba casi un m illón de dólares y contrató a Monte para realizar un
muchos de sus utensilios, o modificaba los que había comprado robo con efracción en el lugar y que así pudiera pasar por un
en varias ferreterías lejos de nuestra casita. al raco. Pero el presidente del banco se hizo el sueco y tío pagó
Monte iba corto de dinero en la época de nuestra boda. Un la deuda antes del trabajo y un m iem bro del grupo con mano
trabajo en un banco no había salido tan bien como esperaba dura lo dejó lisiado, contra el consejo de Monte.
cuando abrió la caja fuerte. Su inform ante le había dado datos —Si son más listos que nosotros, sólo sé más cuidadoso la
incorrectos. Monte, tam bién, había estado apostando y como próxim a vez.
de costum bre había perdido y había dado muchos pagarés que M i principal preocupación—una gran bolsa negra de preo­
tenía que cubrir. cupación— era que mataran a Monte, lo capturaran o lo h irie ­
Algo que hay que recordar de los crim in ales de prim era ran de gravedad. Solía soñar que él tenía que sa lir huyendo
es su sentido del honor a su m anera. Pagan sus deudas, hon­ con tanta prisa que no podía alcanzarlo. No me im portaba una
ran su palabra entre ellos, nunca hablan. A l menos así era en m ierda si los bancos protegían su d inero, ni la sociedad. Gomo
la década de los 1880 e incluso después. Hasta que surgieron Monte, yo era solitaria y me protegía sólo a mí m isma y a mi
las pandillas italianas cuando llegó la prohibición y la tajada se marido. Vivía fuera de la vida profesional de Monte.
volvió de m illones de dólares. Eso cam bió al crim in al nativo
am ericano.
No estoy haciendo un alegato a favor de los forajidos o c ri­
m inales n ativosy en contra de la Mano N egray los crim in ales
alcohólicos de Capone en Chicago que asum ieron el control.
Sólo que es un hecho que había un tipo nativo de crim in ales
y luego, después de 1918, otro tipo asum ió el control. No estoy
siendo rom ántica con respecto a Monte o a su mundo. Eran
tran sgresores de la ley y se aprovecharon de la sociedad con la
ayuda de protección comprada. Sólo estoy escri biendo las cosas
como eran.
Monte tenía visitas, casi siem pre después de que oscure­
ciera. Estaba reuniendo a un equipo que i baa usar como ayuda,
pues planeaba ab rir un banco en el norte del estado de Nueva
York. Tenía su propio método. Solía m andar a un explorador,
a menudo después de com prarle un plano a alguien que se ha­
bía tomado la molestia de obtener detalles; se hacían mapas,
se anotábanlos horarios de movim iento de los empleados, sus
hábitos e iti nerarios. Tam bién se marcaba una vía de acceso,
cam inos para salir. En algunos casos se podía sobornar a un

211
l ¡apítulo 16
I.A VIDA CON MONTE

l '.n cuanto a mí, nunca robé nada, nunca quise robar, y sentía,
como ya dije, que la mayoría de los crim in ales nacían así o de
alguna m anera se torcían. Pero nunca me sentí superior a la
mayoría de los crim in ales. Después de todo, vivía de los trába­
los de Monte. Para m í los crim inales eran parte del esquema de
las cosas del mundo que no podía entender del todo. Pero ahí
estaban. Los aceptaba como lo h ice cuando era una m adam ey
pagué por la protección. No tenía nada que ver directam ente
con el crim en, excepto que en cierto modo contribuía a m an­
tenerlo, podría decirse. Con mi marido era una esposa y sentía,
y todavía siento, que una esposa se vuelve parte del hom bre,
parte del cuerpo y la mente de su esposo. Es él quien decide el
cam ino que tomará su vida. Si cada mujer siguiera ese consejo,
habría m atrim onios mucho más felices ahí donde ahora hay
m iles que son in felices. Mi consejo no es un rem edio, pero
funcionó para mí.

Monte había decid ido usar un equi po de cuatro personas para


su siguiente golpe. A dos de ellos ya los había usado antes va­
rias veces. Yo los conocía sólo por sus apodos, y era me jor así. El
Profesor era el inform ante, un hombrecito desarrapado y con
ojos blancuzcos que tenía una barba como la del Tío Sam , un
abrigo a cuadros y las manos sucias con pulgares muy anchos.
Tenía el hábito de guiñ arte el ojo sin n in gú n m otivo; era un
tic. Dibujaba planos de bancos, calles de ciudades, carreteras,
cerraduras temporizadas y las entrañas de las cajas fuertes y de
cajas de seguridad. Monte decía que eran muy buenos y les aña­
día i ndicaciones propias.*Ely el Profesor eran viejos cama radas
y si hubiera logrado q ue el Profesor se bañara, no me habría
importado q ue vin iera a visitarnos. A rtie, el otro asistente, era
un boxeador con la nariz rola, muy corpulento y con una voz Mae era la esposa de A rtie, era una vieja con unas gafas de
estridente. A rtie era musculoso y fornido. Tenía una colección montura de acero y gusto por la ginebra. Había estado, según
de cachiporras, nudilleras de metal y una Goll: especial. ella, en el coro de The Black Crook —probablem ente una m enti­
También tenía el hábito de crujirse los nud il los. Le encan­ ra—y cuando era joven había sido una fam osa practicante del
taba el caramelo y eso le había arruinado los dientes. Recuerdo juego del hostigam iento en la costa oeste: acechaba a hom ­
que le gustaba atrapar moscas con un m ovim iento súbito de la bres en su cuarto y luego A rtie y un amigo entraban de repente
mano, que parecía un jamón enorme. A pesar de ser corpulento cuando la pareja estaba desnuda en la cama. Era el viejo ardid
era delicado para comer y tomaba sobres de polvos digestivos para hacer que la vícti ma pagara todo lo que llevaba consigo a
para sus dolores de estómago y gases. li n de Iiberarse del m arido vengativo y con mente homicida.
El hom bre nuevo, en su prim era vez con Monte, era el Mae estaba acostum brada a todo. Se tomó la salida del
vigilan te, el hom bre que tam bién vería lo del tran sporte en equipo con verdadera calm a, encogiéndose de hom bros y vol­
carreteras secundarias y ayudaría a A rtie a proteger el trabajo viendo a su ginebra. Tenía una de esas voces de K ansas que
con una escopeta de calibre doce, con los dos cañones cargados nunca olvidas —o a la que te acostum bras— como una rueda
con balas pesadas para la caza de ciervos. Lo llam aban Uñas. de carreta que necesita aceite.
Quizá porque siem pre estaba arreglándose las uñas, dándo­ —No hay nada que podam os hacer, querida, más que sen­
les brillo con una manga. Era un tipo muy apuesto, moreno, tarnos sobre nuestros cu los y esperar. Los muchachos conocen
se vestía como un galán, dem asiado llam ativo para el gusto su trabajo. Monte es un cerebro, tiene un verdadero medidor
de Monte. Era vanidoso como un actor recibiendo aplausos. ahí. De nada sirve retorcerse las manos y pensa r en lo que pue­
Tenía ataques repentinos de risa inesperada. Tal vez le falta­ da suceder. Los he visto irse y no saber nada de ellos durante
ba un torn illo y yo sospechaba que un día se le iban a caer los un mes si tienen que d isp e rsa rse y A rtie llegó una vez con una
demás. bala sem i blindada dentro. Luego un día hay un mensaje o lla­
Mientras hablaban todos sobre el pla n en nuestra casita, yo man a la puerta, y vienen tiempos felices, con r is a s y sin hacer
servía café, bebidas, pasteles. Una vez horneé u n pavo que salió nada hasta que la pasta se acaba. A rtie, ese viejo cadáver, ha
bastante bien pero el relleno de harin a de maíz estaba seco. Le estado algo de tiempo por aquí y por allá, pero nada serio, ya
pedí a Monte que me llevaran con ellos a I trabajo, pero Monte me entiendes, querida. Es un niño grande, y no vaguea por­
dijo que bajo ningu na condición lo haría. La m añana en que que le rom pería la cara. Es como ju gar al escondite. Siem pre
se fueron, con sus maletas negras, hacía frío y había humedad. tienes todo empaquetado y listo para sa lir corriendo, siem pre
Lloviznaba ligeram ente y las gotas de lluvia se posaban sobre tienes que en jabonara los muchachos un poco y alm ohazarlos
sus abrigos. Monte dijo que era un buen tiempo para un trabajo cuando vuelven. Están nerviosos como pulgas hasta que em ­
de banco. La gente no sería muy entrometida. piezan a gastar y tiene n mucho tiempo 1 i bre y fácil entre el los
—Los listos estarán abrazando la estufa. y su siguiente trabajo. Es una vida divertida y una patada en el
Besé a Monte y me dijo: culo. Pero así es. Es mejor que sacarle la cartera a algún tonto
—A hora, no esperes noticias, cariño. Regresaré, o no re­ o follar con el prim ero que llam e a la puerta, ¿no crees?
gresaré. Pero regresaré. Esperando, esperando, me aprendí de memoria los monólo­
—Seguro que si —le dije. gos de Mae. Mae era una habladora jovial y durante lossiguientes
—Y no estás sola. Mae está contigo. seis d ías habló mucho y consu mió mucha ginebra. Esta ha com­
horas. Supongo que no había logrado dorm ir mucho los últi-
pletamente acabada debido a la ginebra ya la vida dura. Aun así,
m osdías. Me sentía bien de estar con él. Pensaba: «¡su pón qu e
canosa, medio ciega, coja de una pierna, tenía sentido de la diver-
cst uviera muerto y que yo me quedara sola!».
sióny sentido para la vida. A l diablo con lo que estuviera delante
Tomamos una gran comida, tuvim os un poco de amor, se
o más allá del úItimo trabajo. Después de un rato simplemente se
bajó a la peluquería y a las dos de la tarde cogim os un tren de
sentaba, mirando la alfombra, sonriendo de una manera aton­
mercancías hacia el oeste, un tren local. Monte pensaba que
tada, demasiado borracha para moverse, demasiado entumecida
apresurarse y tomar un tren elegante era un riesgo, un pequeño
para tratar de ponerse de pie. Yo la dejaba ahí meciéndose en su
riesgo, pero siem pre era muy precavido. No dijo mucho, pero
silla y me iba a la cama, preguntándome si Monte estaba muerto
si dijo que había saldado cuentas con los muchachos, que el
en algún callejón o si había explotado con alguna de sus propias
Imtín estaba seguro, escondido.
mezclas. 0 si estaba muerto sobre una Josa de alguna morgue.
En Colum bus, Obio, nos registram os en un hotel, como
Me preguntaba lo que podría ser estar casada con un hombre
el señor y la señora Brown. Había adoptado el apellido de Gol-
con el que tu única preocupación fuera que no se había llevado el
d ¡c Brown como el suyo. Por supuesto q ue yo lo había tomado
paraguas o que se iba a resfriar o si se acordaría de llevara casa
prestado de la tía Letty.
las dos 1ibras de medallones de carne. Mae me contó la historia
No salíam os mucho, no presum íam os de nuestro dinero.
completa de su v id ayyo escuchaba y me preocupaba.
Sólo seguim os viviendo muy bien. En una sem ana nos mu­
damos a K ansas City donde algunos hom bres ven ían a ver a
Una m añana llegó un telegram a para que me reuniera con el
Monte, y él hizo un trato para cam biarles unos papeles valiosos
señor Brown en un hotel en Filadelfta. Hice las m aletas, za­
(valores negociables que le iban a mandar) por efectivo. Nos
randeé a Mae para que se despertara y le com un¡qué que me
mudamos a A rkan sas Llot Sprin gs. Monte se puso a apostar
iba. Tomé un tren local hacia el sur. Guando llegué al cuarto
como si al día siguiente fuera el día del Juicio Final. Ganaba,
de hotel, encontré a Monte sentado, m irando hacia fuera una
perdía, ganaba, perdía. Después de un tiempo me dio un del­
calle lluviosa y un cielo lluvioso. La gente pasaba con paraguas,
gado fajo de dinero y lo coloqué en mi corsé y lo cosí.
caballos m ojadosy carretas mojadas. Estaba fumando su pipa
Conocimos a otros ladrones de bancosy estafadores. Oí mu­
y m iró alrededor cuando entré. Ni siquiera le había echado el
chos chism es sobre el oficio. Hubo algunos que me dijeron q ue
cerrojo a la puerta. Debido a sus días en la prisión i nglesa casi
Monte era el mejor de los ladrones de banco, que era más listo
no podía soportar una puerta con cerrojo.
que George Leónidas Leslie, llamado por los periódicos el rey de
—Hola, cariño.
los ladrones de bancos. El propio Leslie dejaba que lo Llamaran
Lo b eséy lo abracé y él no dejaba de decir «tran q u ila, ca­
así y estaba orgulloso de su título. A l final, recuerdo, Leslie fue
riño, tran q u ila», como si yo fuera un poní desobediente. Pa­
asesinado por un asunto de faldas, alrededor de 1884.
recía más o menos igual. No había m aletas negras alrededor,
Monte decía que se rum oreaba que a I menos el setenta por
sólo una maleta de paja sobre la cama.
ciento de todos los robos de báñeoslos habían realizado Leslie
—¿Estás bien? ¿Cómo salió? —le pregunté.
y sus hombres:
—Sobre ruedas. Necesito dorm ir un poco. No he podido
dorm ir en absoluto. —Siem pre lo culpaban, incluso por trabajos que hacía yo.
M erecía tal honor. Oh, hizo una fortun a, algunos dicen que
Nos despojam os de nuestra ropa y me agarró fuertem en­
diez m illon es de dólares. Bueno, la policía siem pre in fla las
te en la cam ay tem blaba un poco y se durm ió enseguida, doce

317
cifras y los bancos m ienten tam bién. Aun así amasó una i'or cola que vivim os un tiempo. Era el modelo de una más grande
tuna, abriendo cajas del Ocean National Bank y el Manhattan que iba a atacar en un banco.
Savings en Bleecker Street... Yo estaba cerca de ellos cuando Taladró agujeros de seis m ilím etros por arrib a y por abajo
lo hicieron en el South K ensington National, en Filadelña; el del disco de com binaciones y yo lo observaba como si estuviera
Saratoga Bank, en W aterford. Pero Leslie ten ía dem asiados haciendo un pastel. Hizo una perforación con una broca dia­
hombres, regaló mucho dinero. Le vendió bonos y papel robado ma nte en la puerta dura de acero. Después metió en el agujero
a M arm M andelbaum y a otros. No, no es listo, es simplemente un pedacito de ganzúa y empezó a girarlo.
un ladronzuelo y un vividor llam ativo. Un tipo listo no se viste —Estoy tratando de mover los pestillos, cariño, hacer q ue
con cam panas. se alineen.
Monte usaba nitroglicerina o sustancias cuando taladrar y
Monte mismo adm itía que aprendió de Leslie gran parte de las sondar no resolvían el problema. Prefería no hacer añicos una
sutilezas pa ra ab rir cajas de ba neos (así les'llam aban a las cajas ventana de cristal espesa ni provocar un estallido. A l final se
de seguridad y cajas fuertes). Monte tenía una destreza m ecáni­ Ilevó la caja al sótano para trabajarla a su manera, desbarató la
ca realmente sorprendente; todos los que me hablaban sobre él combinación taladrando por debajo del disco, luego presionan­
lo adm itían. Podía nom brar y eva luar cualquier m arca de caja do y empujando los pestillos para alinearlos con su sonda.
fuerte o de seguridad hecha en Estados Unidos. A lgun as veces Monte decía que le gustaba hacer un trabajo de tres horas
inclusive podía ab rir una usando una ganzúa en ios pestillos en una caja con sus brocas y sondas. Pero con acero duro te­
después de encontrarlos m ediante perforaciones. nía que adm itir que no iba a funcionar. A lgun as veces logra­
Monte tenía una gran colección de herram ientas, muchas ba alin ear dos pestillos y no el tercero. Entonces solía volar la
de las cuales, como ya dije, construía él m ism o. Cuñas, p in ­ puerta. En los atracos a bancos, me explicó Monte, gran parte
zas para llaves, brocas de diam ante, polvos explosivos. Sobre del botín estaba en papel, bonos negociables y valores, y él se
todo usaba dinam ita y nitroglicerina en su trabajo. Hacía sus los vendía a gente como M arm Mandelbaum.
propios mazos de plomo, gatos de elevam iento y palanquetas
sectoriales. A ños después vi el equipo de un cirujano y me re ­ Conocí a algunas de las bandas de ladrones de bancos cuando
cordó a los juegos de herram ientas que Monte guardaba en sus venían a tratar de convencer a Monte para que colaborara en
maletas negras. Todo conform as extrañas y guardadas en per­ algún gran trabajo que estaban planeando y en el que nece­
fecto orden. sitaban al mejor ladrón de cajas fuertes en el negocio; Shang
Un verano vi a Monte trabajar en dos pequeñas cajas fu er­ Draper, Johnny Dobbs, Worcester Sam son algunos de los nom­
tes que trajo como modelos de dos grandes trabajos que había bres que recuerdo. Había otros nom bres tam bién, que ya no
aceptado. Trataba a esas cajas como si fueran sus hijos o algún consigo recordar. A la m ayoría de ellos les dispararon o m u­
elefante blanco sagrado. Estudiaba los trabajos m ientras se rieron en la cárcel.
sentaba a fum ar su pipa blancay me dijo que estaba tratando de Un domingo fuim os a Nueva York desde Lakewood, Nueva
entender cómo sacar las com binaciones del engranaje y hacer Jersey, y conocí a M arm M andelbaum , quien trapicheaba con
q ue los pestillos se alinearan correctam ente para poder abrir muchos de los papeles que los crim in ales robaban en sus tra­
la puerta. Recuerdo una versión pequeña de una caja fuerte de bajos. Más tarde llegué a conocerla bastante bien. Monte era
Valentine & Butler sobre la que tra bajó en el sótano de una casa cauteloso con los peristas.
—Se llevan lo mejor del trabajo, y no corren riesgos —decía. casas de las dunas se alzaba humo. Y siem pre esas olas color
Nunca supe cuánto perdía apostando, ni cuánto había ga­ plomo en el lago. Todo estaba congelado. Hasta los orines en
nado en su úll i mo trabajo en un banco. el orin al se congelaban; la leche en la botella. Por la mañana
Nos instalam os al ñnal del verano en una casa en las dunas tenía que rom per el hielo en la palangana de lavar.
cerca de Chicago. A Monte le gustaba cam inar por los montícu­ Fue una buena época a pesar de todo eso. La única verda­
los de arena, m ira rla s olas del lago. Estaba solitario y aislado dera paz que alguna vez tuve en mi vida, libre de todo problema.
en esos días, y solíam os a Imacen a r cajas de comida y bebida, y Felicidad, una palabra con la que siempre fui cautelosa. Pero eso
cuando l legó prim ero el otoño, luego el invierno, encendíamos es lo que era, felicidad. No era sexo. Monte, como ya he d icho,
luego y dejábam os al viento soplar, y llegaron los días grises no era el gran follador. Lo hacía una o dos veces a la sem ana en
y con ellos, la nieve. A penas nos m ovíam os, bien abrigados, un ataque de frenesí rápido. No hablábamos mucho sobre co­
dorm íam os muy pegados, protegidos del frío por el fuego y las sas im portantes o serias, ni nos im portaba una m ierda lo que
paredes gruesas. Era m aravilloso, una vida muy fam iliar. A estaba sucediendo fuera en otro mundo. La escarcha form a­
veces, si el tiempo era bueno y estaba despejado, cam in ába­ ba dibujos en nuestras ventanas; nunca tuvim os un resfriado
mos por la n ieve hacia el pueblo y a la vuelta traíam os comida durante todo el invierno. El lago se congelaba fuera. Podíamos
y periódicos y revistas. Mejoré mi lectura, mi escritura. Mon­ ver una em barcación atrapada en el lago, a unos kilóm etros
te releyó Historia de dos ciudades. Yo cosía vestidos y me hice en la niebla gris azulada, con una chim enea que echaba humo
unos atuendos de noche afelpados. A prendí a cocinar bien con como si fuera una m arca de lápiz emborronada por el viento.
la ayuda del Libro de cocina, de Boston. Era tan condenadam en­ Lo prim ero que hacía por las m añanas era m irar para ver si la
te leliz que me preguntaba por qué. Realmente era una vida em barcación seguía allí.
tediosa.
Monte no era muy extravagante para comer. Le daba un I,legó la prim avera y Monte sacó unos papelesy empezó a ir más
bistec y cebol las, café muy fuerte, y no le im portaba qué otra a menudo al pueblo y se puso a dibujar planos. Solía sentarse
cosa comer. Nunca lo vi comer un trozo de fruta o legum bres, durante horas con algunas notas que le llegabana la oficina de
ni verduras de n ingú n tipo. Decía que era un hombre de car­ correos del pueblo. Muy pronto los pájaros estaban graznando
ne, siem pre con patatas fritas, horneadas, en rodajas, picadas en el norte y el hielo se rompió y ya no había em barcaciones
ydoradas. Era todo lo que necesitaba. Sólo comia pescado si yo para que las viera ahí atoradas. Estábam os pálidos, los dos. Era
in sistía en que ya no podía tragar más carne. Pero en general una época de deshielo y empezamos a cam in aro tra vez. Mon­
Monte se Jim itaba a la carne y a las patatas de cualquier forma te estaba ocupado en un nuevo trabajo para un banco. Solía
en que yo aprendiera a prepararlas. sentarse y pensar y clasificar sus papeles por la noche bajo la
Fue una época tan feliz, estar con mi esposo, amándolo, lámpara de aceite con la pantalla rosada.
y amándome él. Tal vez habría vuelto loca a la mayoría de las Yo no hacía preguntas. Llegó mayo y me dijo que hiciera
mujeres todo ese a isla miento, tiempo inhóspito, el pasar de los las maletas. Cogim os una calesa desde el pueblo y nos fuim os
d ías, con sólo un poco de cam inata por las dunas congeladas si a una estación en el campo y nos subim os a un tren y fuim os
el tiempo era bueno. El aire congelado y cortante, la ori lia del a Denver. Estaba alto y efcaire era despejado y frío. A rtie esta­
lago solitaria, la arena que resonaba a cada paso como si fuera ba allí esperándonos con Mae. Ella dijo que el Profesor había
de acero. Los últim os pájaros se habían ido al sur, de algunas muerto de un cálculo en el hígado. Uñas estaba en una cárcel

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en Oregon por robo de cab allo s—sorprendentem ente—. Mon­ —Me gustaría, un bosque y una granja. Siempre quise pro­
te dijo que tendría q ue conseguir a dos nuevos hom bres para ba r el cultivo de rosas en la entrada de una quinta.
el trabajo, que sería ab rir un banco en el sureste, a donde se —No, una quinta no. Una buena casa de ladrillos viejos,
había ma ndado una gran suma de dinero desde San Francisco con vistas al río para dejarte con los ojos abiertos.
para liqu idar a los m ineros que exigían electivo. Se fue lejos para hacer un gran trabajo con tres hombres
Los siguientes dos años fueron así. Tres grandes trabajos nuevos. Me empecé a se n tir m al por la m añana, llevaba un
más y estar m oviéndonos. Nos mudarnos a M em phis, Rich- par de m eses de retraso. Tenía m uchas esperanzas de estar
mond, hacia el norte a Boston, Buffalo, C hurchill D ow nsy a embarazada.
Saratoga para las carreras. Monte apostaba y ganaba y al final
perd ía, y yo tenía un fajo de billetes verdes cosidos en mi corsé. Monte murió bajo la plataforma de una estación de trenes en un
Un año retiré todo m i efectivo y las acciones que Zig me había pequeño pueblo del sur. Había gateado hasta allí, todo herido,
guardado. Ese fue el año en que el póquer casi nos arru in a. con tres balas en el pecho. Nunca supe cómo ni por qué. ¿Ha­
Mis acciones estaban cayendo y no valía la pena venderlas. Pero bía fallado el trabajo o sus propios hom bres le habían tendido
Monte tenía en mente un trabajo en el sur. Una especie de caja de una em boscada para quedarse con todo el botín? Me llegó la
seguridad con dinero de un presidente de Sudam érica, alguien noticia en una carta de Uñas, que no había estado en el traba­
que había venido a exiliarse al norte con un botín muy grande. jo. pero que por un pajarito se había enterado de cómo había
Nunca conocí los detalles, pero el trabajo nos dejó boyantes du­ Icrminado. Para ese momento, para cuando lo supe, el cuerpo
rante un tiempo. Hoteles, albergues, hoteles lujosos, hotelitos, de Monte, al no ser reclamado por nadie, había sido enviado a
un pequeño apartamento, una casa alquilada. Recuerdo mejor una escuela de m edicina.
una qui nta en Lakewood, Nueva Jersey, donde dejamos nues­
tro guardarropa y cerca las herram ientas del oficio de Monte.
Volvíamos al lí muy a menudo. A rtie se mató en un accidente de
tren. A M ae le dio un ataque de deliñum tremens y nunca la volví
a ver. Todo eran nuevas caras en el grupo cada vez que Monte
me dejaba para un trabajo. Monte empezó a usar gafas como las
de una foto que una vez vi de Franz Schubert, el compositor de
música. El cabello de M onte se estaba volviendo entrecano.
—¿Cómo va el fajo, cariño? —me preguntaba.
—Delgado, francam ente delgado.
—Dos trabajos más y no m ás apuestas. Me siento viejo.
Hay una granja que voy a com prar por el río Colum bia. Llena
de árboles y lagos y ahí crece de todo. Se puede pescar, cazar.
Yo tam bién me estoy cansando.
Cogió m i mano. Vi que tem blaba un poco. Me dije a mí
m ism a, todavía no tiene ni cincuenta años, ¿qué es este cuento
de que «estoy envejeciendo»? Pero sólo le dije:

???
I !ii|ii! 11 lo 17
I I KM POS DIFÍCILES

Liiii problemas llegaron a mí como una m ala racha de cartas.


H i t ! iva mente me había tocado el premio de la desgracia. Mon-
le estaba muerto, ya fuera asesinado por sus socios o abatido a
11ms por algún alguacil o shenff sureño. Yo estaba embarazada,
em barazadísima, y vom itaba durante las náuseas m atutinas,
bulaba deprim ida, profundam ente deprim ida, y tenía tanto
pan ico que cuando pensaba en el futuro, aspiraba aire y sentía
que las entrañas me dolían. Cam inaba en un circulo como un
papiro ciego hasta que me calm aba y trataba de pensar en una
na lida a m is problemas.
Lakewood no era un sitio para abandonarm e en mi condi­
ción y con m is recursos. Me quedaban doscientos once dólares
n ie l corsé. Tenía algunos an illosy pulseras por los que una casa
de empeño me daría un precio injusto, y ni siquiera muchos.
Tenía el reloj de la tía Letty. Tenía dos maletas con ropa de Mon-
le; cuatro pares de sus zapatos, seis bastones, un reloj de plata
de trabajador de ferrocarril, su pipa blanca, algunas monedas
eb i nasy españolas que no valían nada. Y algunos volúmenes de
los libros de Mr. D ickensy un bebé creciendo en mi interior.

Yo tenía varios conjuntos de ropa muy buenos, tres pares de


zapatos, cuatro som breros y algunas prendas que había esta­
do cosiendo. Deseaba m orirm e, palm ar, sim plem ente cerrar
los ojos, caer muerta y term in ar con todo. Pero la idea de estar
muerta, realm ente tiesa para siem pre, me ponía de pie rápi­
damente y a hacer más planes. Las acciones que Roy, el abo­
gado de Konrad, me había mandado ya no valían casi nada. Se
las envié por correo p ar^ p ed irle que tratara de que Konrad
ine diera en efectivo lo que me había prometido. Recibí una
carta de contestación en un papel nuevecito; podías oírlo re-
sonar en tus dedos sólo con cogerlo. Rran tiem pos apretados, cam inaba, hablaba, pensaba, follaba, que estaba a mi lado, se
ésa era la palabra, apretados. Apretados para el señor Ritcher, había ido para siem pre. Como decía la vieja canción de honky
tam bién, pero tenía esperanza de vender unas tie rras en la lonk:Hs/ies to ashes, dust to dust...
orilla del río y entonces se ocuparía de sus obligaciones. Cal­
culé que una carta así y cinco centavos me alcan zarían para No me vine abajo, no del todo. Estuve desaliñada durante días,
una taza de café. Tenía que hacer algo de inm ediato. ¿Dónde arrastraba m is enaguas por el suelo, despeinada, tomaba de­
podía buscar ayuda? masiado bourbon, gritaba al techo: «¡ Maldita, maldita, m aldita
Pensé envolverá Saint Louie, volver a la casa de Z igy Em- sea!». Pero no lloraba. Contenía el llanto, pues sentía que si
ma Flegel. Pero eso rompería el trato con Konrad y entonces empezaba a ab rir m is compuertas, estaba condenada. Supongo
perdería m i oportunidad de obtener el dinero para llegar a que era demasiado revoltosa para no tratar de luchar. Pero la
Nueva Orleans. Tam bién estaba la señora Ritcher, que segu mayor parte del tiempo me acostaba boca arriba después de u n
ramente se enteraríay haría que clausuraran el prostíbulo de buen ataque de náuseas m atutinas pensando en Monte, siem ­
los Flegel si arm aba un escándalo. Me sentía como un gato en pre en Monte. A lgunas veces esperaba como una niña idiota
una bolsa, esperando a que me lanzaran al río. Me paseaba de a <|ue me dijera, desde algún lugar, « cariñ o , cariñ o » . Pero,
un lado a otro por toda la casa, cuyo alqu iler iba a deber muy por supuesto, nunca lo hizo. Nunca he tenido alguna señal de
pronto y hacía sonidos de enferm a y vomitaba, pero, ¿dónde ninguno de mis muertos.
estaba la salida? ¿Qué podía hacer? Podía conseguir algún trabajo, m eim a-
No podía rezarle a Dios. Tenía u na religión, una muy per­ p,i naba, pero, ¿de qué? ¿M ientras estuviera con el niño? Era
sonal, pero era la religión de la vida, de los cuerpos que viven una costurera de campo bastante buena, pero entre el trabajo
y funcionan; ése era todo el dogma q ue tenía. Y no había res­ de una verdadera modista y yo había una distancia suficiente
puestas definitivas. No creía en un paraíso ni en el infierno. romo para que cupiera un vagón cargado de heno. Sabía co­
Sentía que los teníam os justo aquí en la tierra, sobre todo el cinar, pero no lo suficiente como para con segu ir un trabajo
i n fiem o, y me parecía que no había necesidad de proporciona r en cualquier casa decente. Y, ¿quién q u erría a una cocinera
duplicados de éstos en la sepultora. M i credo era que la super con una enorme tripa que cada vez crecía más? Hubiera podi­
vivencia lo era todo. Y eso sign ificaba que la masa de gelatina do entrar a algún burdel en Trenton por unos cuantos m eses
en mi barriga que iba a ser el hijo de Monte y mío necesitaba más, pero me parecía indecente con tam in ar el producto de
protección, un lugar al cual pertenecer, buena com ida sus Monte con toda esa m ierda del tipo de prostíbulos que había
tanciosa. Habíam os hecho un bebé juntos y quería un poco de en Trenton. Quería un niño perfecto y normal. Soñaba que pa­
Monte conm igo para el resto de m i vida. recería un ángel en una tarjeta de Navidad. Un Monte en m i­
Extrañ aba a Monte, ese hombre extraño, silencioso, de niatura, fum ando la pipa blanca y leyendo un libro. Alto como
caparazón duro, que leía su libro, fum aba su pipa, hacía sus una m anivela de bomba. Solía despertarm e por la noche y oír
planes, me abrazaba m ientras dorm ía. Tan vivo en su inte los silbidos de los trenes de m ercancías y los trenes de leche
rior, con esos ojos que veían tanto, que me reconfortaban y hacer eco desde los árboles y u lu lar en la distancia. Es un frío
me daban seguridad. Se había ido. Nunca le encontré mucho non ido condenadamente triste y desmoralizador. Pronto se oía
sentido a venerar a los m uertos, al saco vacío de una persona el prim er pitido de un campamento de m arineros o de alguna
que estaba enterrada. La verdadera chispa se había ido. El que fabrica. Yo sim plem ente me quedaba ahí acostada, pesando

22?
una tonelada, esperando a que el mundo se acabara. Pero no agarró y una cosa toda desordenada colgaba de eso. Me quedé
se acabó. No se acaba cuando tú quieres. acostada y jadeando. Después de un rato oí un lloriqueo leve y
Dejé la quinta de Lakewood. Vendí ropa extra en Newark, debilucho, y vi una toalla extendida hacia mí con un gato des­
lo que quedaba de las cosas de Monte. Le di sus pipas y sus pellejado en ella, todo rosa y rojo, como si lo hubieran h er­
bastones al hombre que me ayudó a m udarme a una pensión vido. Sus extrem idades tem blaban y su boca abierta era toda
a las afueras del pueblo donde mucha gente pobre esperaba la encías.
muerte en un aire que olía a pinos, tosiendo, escupiendo, do­ —A quí está, es un niño. Completo, con pito y todo.
blándose, tem blando. No era un buen lugar para nacer.
En prim avera sent í los dolores del parto llegar cada vez La verdad es que me repugnaba esa cosa, toda desordenada y
más cerca y era como si el Diablo tuviera m is entrañas en sus roja con patas de pollo, la cara m anchada, parecía tan cruda
manos y est uviera trata ndo de destriparm e como un cazador a como una herida. Pero cuando el posparto acabó y la cocinera
un conejo. La vieja cocinera negra, Nancy,' en la casa de hués­ cosió el ombligo y lo lavó y enrolló con la mitad de una sabana,
pedes era tam bién una com adrona, o eso decía, y a mí no me parecía un poco mejor. Pero no le cogí cariño. Monte estaba
im portaba si era así o no. muerto y él vivo. H abría cambiado en el acto al uno por el otro
Guando los dolores se hicieron más y más frecuentes, le sin dudarlo.
grité para que vin iera. Ató una toalla a un poste de la pata de La cocinera me dijo:
la cama y me dio el extremo suelto. —Será mejor que le des teta.
—Tú em puja, n iñ a, empuja cada vez que sientas los do­ Todavía medio ciego, probablem ente por completo, pa­
lores. Y trata de hacer que esa cosa salga de ti. Ya se cansó de recía saber hacia dónde d irig irse , y yo lo agarraba contra mí
esconderse ahí. y él encontraba el pezón y daba unas cuantas chupadas como
Yo estaba sudando y gritaba, m aldecía. La cosa sim p le­ si hubiera nacido para eso. No era nada, unos cuantos kilos
mente no quería salir, incluso después de q ue se me rompiera ríe com ida para perro, me decía a mí m ism a. Luego me puse
la fuente. Em pujaba y Nancy me secaba la cara mojada y me a verlo m ás de cerca; ten ía el cabello oscuro cepillado hacia
decía: «Em puja y tira, empuja y tira» . Sentí que todo el dolor adelante, la parte de arr iba del pequeño cráneo abierta bajo la
del mundo estaba adentro de mí y que no se quería sa lir por piel por lo q ue se pod ía ver su cerebro apretando ahí m ientras
donde tantos habían entrado tantas veces. Tan extraño como me succionaba. La cocinera cogió al bebé y lo puso en una caja
pueda sonar, m aldije a Eva por esa manza na y a Adán por ser de jabón Pears a un lado de la cama.
tan idiota de com érsela y causarm e todo eso a mí que estaba A sí fue como nació Sonny. Le puse Monte, pero nunca lo
tan sola excepto por esa cocinera negra y gorda, b rillan te de llamé de otra forma más que Sonny, sin usar la im aginación,
grasa y con un sentim iento honesto y devoto por mí. Pero no así como resulta l’áci 1llam ar a un perro Rover. Aunque estaba
era una gran ayuda. No era su tripa. preocupada, tam bién estaba sana. En un par de días estuve
Entonces sentí mucho dolor por todas partes. Pensé que I uera de la Cam ay en m ovim iento otra vez. Son ny tenía mejor
me estaba rompiendo en dos justo por encim a del om bligo y colory la frente no parecía tan chata ni plana, y tenía las uñas
me acordé del viejo chiste de prostíbulo: « E s como la boca de más delgaditas que jam ásjaab íavistoy ojos azules que más tar­
una muía, es una parte que se estira un kilóm etro antes de que de se volviero n de u n tono gris verdoso. Se ponía a llorar cuan­
se rompa un centím etro». Entonces algo salió. La cocinera lo do tenía ham bre y yo sacaba la teta y él se lanzaba, gruñendo
y succionando. Se ensuciaba y se hacía pipí iodo el tiempo, y que todavía no. Lo llevam os una m añana con el padre O’ Hara
se acostaba en la Cam ay giraba su cabecita alrededor. Nancy, y Sonny fue bautizado como Patrick Monte Brown, q ue era tan
la cocinera, le hizo una teta de azúcar con un relleno dulce re ­ buen nombre como cualquiera; y yo dije «Oh, sí» a todo lo que
mojado en una bola de tela am arrada de una cu erday él se po­ el padre O’Hara me preguntaba, m ientras aspiraba rapé y se
nía a chuparlo. Más tarde, cuando era más grande, se dormia Hoiiaba la nariz con un pañuelo azul. Después de estornudar
sobre su estómago, con su pequeño culo al ai re. Por la noche parecía tan ocupado, tan abrum ado, que me las arreglé para
lo tenía conmigo en la cama, cuidando de volverlo a poner en i riñe sin hablar mucho de estados de gracia, de cuándo me h a­
su caja antes de que me quedara dorm ida, tem erosa de rodar bía confesado la últim a vezy todo eso.
por encim a de él como una vieja cerda sobre su camada. Compré una cruz de diez centavos para enseñarle a la se ­
Tenía que encontrar un modo de vida para los dos. No ha­ ñora Moore que era devota. La señora Moore, como m i pa-
bía nada que pudiera hacer en el campo cerca de Lakewood. dre, pero ella a su m anera, pen sab a que el mundo entero,
Me quedaban cincuenta y tres dólares y algunas monedas de excepto el de su clase, se qu em aría para siem pre en el fuego
diez centavos. Con dos m aletas y Sonny con seis sem anas de del in fiern o ; sí, incluso las criatu ras se achicharraban si no
edad rae subí a un tren y me fui hacia el norte. En Jersey City las bautizaban. Yo m an tenía la boca cerrada. Pronto deb e­
me subí al fe rry para ir del lado de Nueva York y viajé con va­ ría dos sem anas de pensión. No era el momento de ponerm e
gones de cerveza y calesas deportivas, furgones de reparto y a risca.
una carga de becerros destinados a una tabla de carnicero en Intenté trab ajar con una m áquin a de coser para un ta­
alguna parte. ller en Houston Street que hacia vestidos de m uñecas, pero
Tenía la idea de que podía encontrara algunos de los am i­ me atravesé el dedo con una aguja. Traté de hacer ojales en
gos de Monte y que me prestaran algo de dinero. Y M arm M an- chalecos, pero el griego que me había contratado quiso que
delbau m tenía algunos de sus papeles para vender. No tenia se la m am ara en el cuarto de los trastos. La señora Moore cui­
pensado convertirm e en una del i ncuente. No tenía más valores daba a Sonny y lo alim entaba con sopa de pan y le cam biaba
morales de los que protegían a la sociedad que los demás. Sólo los pañales. El señor Moore, que era casi del tam año de la
estaba orgullosa de mí m isma. Era una ex prostituta honesta, señora Moore, se sentaba a beber su cerveza, nunca hablaba
era así como me lo planteaba. Pero no iba a jugar el juego del mucho. N inguno de ios Moore sabía leer muy bien. Se h ab í­
hostigamiento ni atraer palurdos a los callejones, tram pas mor­ an ido de Irlanda hacía diez a ñ o sy lograban arreglárselas. El
tales o sótanos de vicio. No me estaba sintiendo muy bien con señor Moore estaba casi siem pre sucio y grasiento por unas
todo el asunto del parto y no tenía ganas de volver a un burdel. m áquinas de las que se ocupaba por Jas noches, pues era un
buen m ecánico, aunque autodidacta. Dorm ía durante el día
Conseguí un cuarto en una casa de huéspedes atendida poruña y se levantaba a eso de las siete cuando oscurecía, y m andaba
tal señora Moore. Era una enorme irlandesa, jovial y siempre a uno de los m uchachos de la calle a por una lata de cerveza
llena de chistes; «d e la vieja isla » como decía. Y cuando se en­ a la taberna de la esquina. C orrer por la lata, así lo llam aba
teró de que yo era católica, me dijo: la señora Moore. El muchacho regresab a con dos pintas de
—Virgen santa, ¿no es m aravilloso? cerveza con buena espurría. El señor Moore bebía a sorbos de
Me dijo que podía v iv ir en su casa por cuatro dólares a la la lata, se secaba el bigote y decía « ¡A h !» , que es todo lo que
sem ana con el pequeño. ¿Ya estaba bautizado? Le dije que no, recuerdo que dijera.
Después de tres sem anas de no pagar el alqu iler le dije a rujo con estos tres pequeños de m anera que no se vea nada del
la señora Moore que aceptarla cualquier trabajo, y se acordó circulo grande.
de un antiguo huésped llam ado Solly, que tenía varios puestos Diciendo eso lanzó las tres figuras pequeñas y cubrió la
de juegos en Coney. Consiguió que me llevaran en la carreta de gra nde por completo.
una cervecería que iba para allá a rep artir b arriles de cerveza Me d io los tres discos rojos.
oscura. —Señorita, cualquier niño puede ju gar a esto. C ualquie­
ra puede cu b rir el gran círculo rojo. Usted me ha visto h a­
En esa época Coney Island no era lo que m ás tarde fue. Los cerlo. Por cinco centavos gánese un prem io valioso y caro.
galanes todavía lo frecuentaban; toda la instalación de juegos Adelante.
y d iversión apenas empezaba y las m ult it udes eran pequeñas. Lo intenté, pero de algún modo una parte del círculo más
Pero era popu lar y a lo largo de la aren a h abía cervecerías, grande siempre se veía. Por mucho que moviera los discos, por
juegos y ruletas, charlatanes gritando para engatusara los in ­ mucho que pareciera que estaba a punto de lograrlo, no podía
cautos para jugar. cubrir por completo el círculo rojo. Solly me quitó los discos y
Solly era un muchacho judío con nariz grande, cabello señaló una parte del gran círculo.
crespo y rojizo, y siem pre tenía un palillo o una cerilla de m a­ —Justo aquí el círculo no es realm ente redondo y verda­
dera en un extrem o de la boca. Tenía varios juegos en toda la dero. Sim plem ente se sale de sitio, sólo un poco. Cubra esta
playa. Me dijo: parte prim ero, vea, así. Haciendo eso, es fácil cu b rir el resto,
—Para usted, señora Brown, tengo el juego del círculo rojo. así. Ahora, usted se queda de pie atrás por aquí, se in c lin a y le
Le daré un dólar al día si logra q ue esos provincianos jueguen sonríe a los incautos, y le suelta un rollo a la m ultitud... Trae
constantemente. una blusa muy suelta y las tizzkiks casi se le están saliendo.
Le dije que aceptaba sin im p o rtar en qué co n sistía el —¿Las qué?
juego. —Usted me perdonará, señora Brown. Las tetas, tiene uno
Solly dijo: de los m ejores pares de melones que he visto. No se preocupe.
—Sólo tengo aparejos honestos. Es decir, no doy menos de Soyun hombre casado. No me lío con otras. De eso se trata todo
lo debido, no los em borracho allá atrás y les pego con un saca­ el juego. El incauto se queda con los ojos desorbitados m irando
corchos para quitarles su bolso. Es pura destreza y diversión. sus tetas, de modo que no le im porta adonde lanza los círculos.
¿Entonces? I,a está viendo a usted.
Le dije que yo tam bién era honesta y Solly me llevó a una —¿Eso es todo?
caseta y desen rolló un toldo de lona. II a bía u n mostrad or blanco —Eso es todo, señora Brown. Póngase escotes apretados
con un enorme círculo rojo pintando encima. Cogió tres discos para que las tetas se le salgan bien. Y estará atendiendo el pues­
más peq ueños hechos de hoja lata y pintados de rojo. to del Círculo Rojo.
—A hora, am igos, acérquense —dijo Solly, empezando a —Y, ¿si cubren el círculo grande?
soltar un rollo sólo para m í—. A q u í tienen un juego de pura —Si ese m ilagro llega, les da alguno de estos m u grien ­
destreza para ganar un prem io valioso y caro. Vean estos tres tos alfileres de corbata, prendedores o gemelos. Pero, ¿quién
círculos rojos. O bsérvenlos de cerca, vean lo fácil que es ga­ quiere ganar cuando p ued en seguir viénd ola inclinarse, señora
nar. El objeto del juego es cu b rir por completo el gran círculo Brown?

?33
Conseguí sacarle a Solly cinco dólares como adelanto de
mi dólary medio al día que logré que me subiera. Tuve que in ­
sistir para los cincuenta centavos extra. Había una ranura en el (¡apítulo 18
m ostrador y debajo de ésta una caja de metal cerrada con llave CRIMINALES DE NUEVA YORK
y Sol ly me advirtió que si no oía las monedas sonar mientras
caían dentro de la caja, tendría m is propios círculos rojos.
Fui por Son n yy me mudé a un cuarto cerca de la playa en I I verano pasó rápido, demasiado rápido. El invierno cerró los
Coney y me acicalé, me puse mi mejor vestido de seda, como si juegos de Coney Islan d y me fui en busca de trabajo.
fuera una piel de ciruela oscura con un poco de encaje alrede­ A l tratar de recuperar un poco del dinero que M arm M an­
dor del pecho. Practiqué inclin ándom ey exhibiendo m is tetas del baum le debía a Monte, me hice amiga de ella, llegué a co­
nocer a los ladrones, los antros, los sitios tenebrosos de N ueva
dentro de lo que serían los I im ites legales si hubiera semejante
York. Había pequeñas tiendas o negocios detrás de los cuales
ley para m ostrar la piel.
los traficantes de propiedades robadas trabajaban, a menudo
Pronto le pillé el truco al juego después de q ue Sol ly hizo
por m illones de dólares. Negociaban con cualquier cosa desde
de cómplice en unos cuantos juegos y se ganó algunas de las
pieles robadas hasta el contenido de cajas fuertes de bancos,
m ugrientas baratijas. Luego yo le decía a la m anada de gen­
gran cantidad de valores y acciones. Lo que pasaba con Marm
te, m ientras algunos de ellos com ían maíz dulce caliente, que
Mandelbaum y otras tiendas era que su fachada de artículos
chorreaba m antequilla:
a la venta era puro teatro y podía haber problem as si alguien
—Todos ustedes vieron al caballero llevarse esos maravi-
realmente quería com prar algo del aparador.
llososy val iosos premios. Ustedes pueden hacerlo. Acérquense.
Sólo m írenm e de cerca, más cerca.
Los peristas más i reportantes estaban protegidos mediante sus
Me in d i naba y lentamente cubría el disco donde Solí y me contactos políticos del Tammany Hall y algunos policías sobor­
había enseñado que estaba la protuberancia del círculo. Cubría nados. Para ver a esos delincuentes trabajando a uno le bastaba
todo el círculo, todavía inclinada hacia delante. Y decía: con cam ina r por el Distrito Octavo cerca de Broadway y Houston
—A cérquense un poco más, am igos. Justo enfrente. Uste­ a un lugar llam ado el Thieves Exchcmge. A llí, por whisky o cer­
des pueden ganar un prem io valioso. ¡Usted, venga! —le exten­ veza, abiertam ente, los delincuentes sacaban de los bolsillos y
día los tres discos a un fisgón con la boca abierta, que tragaba de los paquetes relojes, sedas, monedas raras, platería, joyas,
saliva fuertemente m ientras veía mi corsé escotado. y las ofrecían para inspección y venta. El rival más grande de
Volvía a tragar saliva y me daba cinco centavos y nunca Marm Mandelbaum era un tipo excéntrico llamado Traveling
llegó a ver dónde tiraba yo los discos. Así era todo el día con M ike; su verdadero nombre, creo, era Grady. Se hacía pasarpor
algunos recesos para que descansara los pies. Sol Iy me llevaba un m ercachifle de artículos de mercería, agujase hilo, pero por
un tazón de sopa de alm eja y carne en salm uera con centeno. lo general estaba cargado de joyas y otros botines de atracos.
Me decía: Llevaba un fajo de dinero como para « e stran gu lar a un caba­
—Usted tiene las tetas para eso, señora Brown. Es una ac­ llo». Me previno con respecto a Marm:
triz de teatro natural. Voy a poner una pequeña m arquesina —No te va a pagar mucho de lo que le debía a Monte. Aun
para que el sol no las queme. así, recuérdaselo a menudo. Puede que la vieja zorra te suelte
Todavía seguía en el comercio de la carne. unos cuantos billetes.
Traveling M ike era un tacaño despreciable. Sucio, mez­ —Te sorprendería si te dijera en qué tipo de casas del dis-
quino, pero perspicaz, siem pre estaba contando sus monedas I rito residencial viven todos éstos. Aquí organizo cenas para
de oro de las que tenía varias bolsas en su oficina. Cómo logró gente que nunca te esperarías. No sólo para los m ejores esta-
que no lo mataran por ellas, no lo sé. Se vestía con harapos y l'adoresy ladronesy verdaderos cerebros, y, ¿porqué no?, sino
salía con pantuflas a la calle. Me mostró la enorme caja fuerte lam bién para los muchachos del m in isterio que se visten de
en su oficina en Exchange Place y me dijo: a z u ly sí, sí, pára los ju e ce sy lo s demás.
—Ni siquiera Monte habría podido ab rir ésta.
Era una pocilga de lugar con una ventanita sucia, una v e ­ Realmente no se trataba en absoluto de atender la tiendecita
la encendida y olor a ancianos. De jé de ir a visitar a Traveling m iserable de abajo, llena de collares m ugrientos, ropa para
Mike cuando me di cuenta de que él tampoco me iba a pagar eabaIlero, som breros y guantes sin vender. A Marm le gus-
lo que le debía a Monte. laban las m ujeres que, como ella m ism a me decía, «n o están
Me llevaba mejor con M arm M andelbaum , siem preycuan- desperdiciando sus vidas como am as de casa». Había cono­
do no le pidiera que arregláram os cuentas. De vez en vez, cuando cido y tenido como am igas a m ujeres ladronas, estafadoras,
llegaba pidiéndole ay uda, me daba un par de monedas de oro chantajistas, ladronas de tiendas, carteristas, hostigadoras.
como quien no quiere la cosa. Mujeres como Kid Gloves Rosey, Blackie Lena Kleinschm idt,
—No es que te deba algo, ¿entiendes? Es sólo que ese mucha­ I dille A nnie, Big M aryy Ellen Clegg. Marm me dijo que había
cho, Sonny, aveces parece como si no lo alim entaras bastante. di rígido una escuela para volar cajas fuertes y aprender el ar-
El verdadero nombre de Marm era Fredericka, no Marm. d id de la estafa.
Era una enorm e y vieja zorra que fácilm ente pesaba más de —Tuve que dejarlo. No vas a creer quién apareció un día,
ciento diez kilos. Sus m ejillas cubiertas de grasa casi le ta­ nada m ásy nada menos que el hijo de uno de los jefes de la po~
paban los ojos, con unos ojos tan pequeños que te pregunta­ I icía, para pedirm e que le diera clases.
bas si estaban hechos para ella, y su cara estaba coronada por Todo era nuevo para mí. En Saint Louie no había estado
unas cejas negras que parecían orugas. Su frente era muy baja realmente codo con codo con los rufianes, traficantes y atra­
y solía recogerse el cabello con un lazo que llevaba un ridículo cadores. Pero ahora necesitaba dinero para Sonny y para mí.
som brerito con plumas sucias. Esa era Marm, la traficante de Tenía que tratar de recuperar lo que le debían a Monte. Pero
botines más conocida en el este. Su tienda estaba en Clinton como d iría el inspector Tommy Burns, el policía, y yo también
Street, esquina Rivington, y encim a de la tienda enmohecida me daría cuenta, «no existe el honor entre los ladrones».
y su porquería m ugrienta y enmohecida vivía ella con sus tres Marm tam bién estaba protegida por el bufete de abogados
hijos y un m arido silencioso, que parecía m in im izar lo que do flowe and H um m ell, como casi todos los ladrones de alto
ocurría allí abajo. Me acordaba de lo que se decía sobre un pia­ nivel parecían estarlo. Unos cuantos años después, cuando
nista de un prostíbulo que era « tan tonto que no sabía lo que yo ya no estaba en la ciudad, la suerte de Marm dio un giro
sucedía arrib a» . A l señor M andelbaum, a sabiendas de lo que cuando un grupo reform ista la acusó de latrocinio y de recib ir
hacían abajo, no parecía im portarle. bienes robados. Eso la asustó, a esta montaña de mujer, verse
Una vez me in vitaron a escu char a uno de los niños de a sí m ism a detrás de ventanas con barrotes. Huyó m ientras
Marm recitar algo. El lugar estaba lleno de cosas finas, mue­ estaba en lib ertad bajo fia n z a y se d irigió a Canadá donde se
bles encerados, cortinas m ajestuosas. Marm me dijo: i nsta ló. Había rum ores de que solía ir a Nueva York vestida

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con diferen tes atuendos. Pero para m í es d ifícil de creer que ii ule que habían dejado en la Uu vi a y que se había secado. Tenía
Marm alguna vez haya sido capaz de esconder ese cuerpo de mi elegante bigote en forma de cuerno de toro y mantenía el su­
elefante, esas m ejillas gordas, sus ojitos negros y frente ex burbio en orden. Abofeteaba y aporreaba a todos los lad rones a
trañ a, para e sca b u llirse del fiscal de d istrito que estaba al mi ;i Icance, aun cuando se le escapaban en los tribunales, donde
acecho y a la espera. Tammany por lo general los protegía. Era un gran aporreador
Empecé a ver que M arm no me i ba a pagar. Todo eso me de delincuentes, y siempre he creído que a aquellos blandos de
causaba un problem a: cómo ganarm e la vida sin co n vertir­ corazón, que piensan que eso está mal, nunca los han arrastra­
me en una puta otra vez o segu ir el consejo de Marm y conver­ do unos ladrones a un zaguán ni les han disparado ni robado;
tirm e en u na afanadora (ladrona de tiendas) o una estafadora la mpoco han visto todos sus ahorros desaparecer en una esta­
como Black Lena. Lena fue tan buena con los chantajes y los la n i su apartamento destruido, ni han estado en una pelea con
trucos para d esvalijar a los hom bres que logró introducirse esos gorilas que rompen un brazo porun dólar, una pierna por
en la alta sociedad de Nueva Jersey y con vertirse en la señora dos, y a quienes pueden contratar para matar a un ser humano
A stor de Hackensack. No perdía la práctica porq ue en sus v ia ­ por tan poco como setenta y cinco dólares. W illiam s mantenía
jes a Nueva York robaba carteras y su straía cosas de las tien ­ en orden a esos anima les con su cachiporra y solía decir:
das. Oí q ue perdió su lugar como rein a de la sociedad cuando —Hay más orden en la punta de la porra de un policía que
alguien en su cena de cum pleaños descubrió que Black Lena en cualquier sentencia de la Corte Suprema.
llevaba su an illo de esm eralda robado.
Nunca sentí la tentación de hacer ese tipo de trabajo. No Era un mundo cruel en el que estaba atrapada con Sonny. No
era el miedo lo que me alejaba, ni la m oralidad. Simplemente veía cómo podía sa lir de él a menos que volviera a algún prostí­
no me gustaba la gente q ue tenía éxito en eso. Eran en su m a­ bulo. Me hacían tem blar los antros de Five Points, Rotten Row,
yoría la escoria, sentía yo, y m is valores no eran los de un la­ los barrios m arginados de N inthyTenth Avenue, las barracas y
drón. Por naturaleza, no quería algo a cam bio de nada. Y si no (•asuchas del río East en Dutch H ill. Todo era barato: el whisky
hubiera sido por los tiempos difíciles, y por Sonny, no habría por tres centavos el vaso, un polvo por veinticinco centavos.
tratado de recuperar lo que le debían a Monte. Los prostíbulos se am ontonaban desordenadam ente a lo
Si había alguien a q uien yo adm iraba en toda esa ciudad largo de C herry Street a uno y a otro lado del río East. El Dis-
desvalijada por los hoyos políticos de Tammany —una organiza­ I rito Cuarto estaba lleno de bórdeles, proxenetas, ladrones
ción de irlandeses ast utos y crim in ales— era al inspector de la y asaltantes. La luz roja se encendía autom áticam ente fuera
policía A lexander W illiam s. Siem pre me he llevado bien con de una casa si habían pagado la protección. Cerca de Seventh
la policía, con los que recaudan el dinero de la protección para Avenue en West Twenty-fifth Street estaba la Fila de las Her­
los de arriba y con los que simplemente hacían su trabajo. En manas. Todo el mundo ha biaba sobre cómo una vez siete casas
el fondo soy una ciudadana apegada a la ley, hasta que me veo contiguas habían sido atendidas por siete herm a ñas y que allí
presionada hasta un punto que significa m orirm e de ham bre o la gente bien iba para conocer putas. A los antros de las sec­
perder a mi hijo. La capacidad mental que se usaba en todos los ciones entre Fifth y Seventh Avenue y Twenty-first y Fortieth
crímenes, como tristemente veía en Monte, podía haberse usado Street los llam aban Satati’s C ircus. A llí había en fu n cio n a­
en bienes inm uebles o en una oficina de abogados para hacer miento salon es de b aile, tab ern as, g u arid as y toda clase de
una fortuna. W illiam s era un polizonte duro como una piel de tram pas asesinas. La policía simplemente h acíala vista gorday

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se llevaba el dinero. A diferen cia de Saint Louie, todo se hacía Todos estos antros eran lugares frecuentados por carteristas,
muy abiertam ente. ladrones de borrachos, traficantes de drogas, expertos en el
El peor de todos los antros era el Haymarket, cerca de Sixth juego del hostigamiento y en el del panel corredizo, en busca de
Avenue en T h irtieth Street. Era un gran lugar para arrebatar­ una víctim a. A llí estaban los estafadores que en real idad ven­
les sus bolsos y billeteras a los incautos y a los visitantes. Ha­ dían «1 i ngotes de oro», supuestamente, por dinero de verdad,
bía empezado como una especie de teatro de variedades, pero y a quienes llam aban los trabajadores de los billetes verdes. To­
cua ndo traté de conseguir un trabajo allí como cam arera, era do el tiempo se repartían cartas para una apuesta o un Sl uss.
un salón de baile, el H aym arket Grand Soiree Dansant. Las Se usaban todo tipo de cartas m arcadas o dados trucados para
mujerzuelas entraban gratis; los hombres pagaban veinticinco engañar al visitante.
centavos para beber, bailar y follar. Tenía cab in asy cajas don­ Se ponía opio en el vino para drogar a un hombre que no
de podían darse fiestas privadas con bailes alocados y juegos quería jugar a las cartas o form ar parte de una orgía salvaje.
sexuales. Era un lugar deprim ente, siem pre lleno de humo, el Sin em bargo, casi siem pre usaban hidrato d o ral. A los trafi­
hedor a bebidas derram adas, borrachos que vom itaban en las cantes de drogas los llam aban los «hom bres pete» por un Pe-
esq uinas. Las carteristas y las putas se encargaban de la m ul­ ter Sawyer que prim ero usaba rapé y opio y luego el d o ral, que
titud. Me contrataron como cam arera, pero no duré mucho a menudo mataba a la gente por sobredosis. Una cucharadita
tiempo, pues no estaba dispuesta a form ar parte de las que se en una bebida su rtía efecto, y a menudo el incauto nunca salía
desvestían, la chupaban y follaban en los cubículos. Seguía en de su coma. Marm me advirtió que evitara esas bandas por­
una especie de trance de pureza, cuidaba a Sonny y esperaba que tam bién eran abastecedores de mujeres. Vendían m ujeres
encontrar la sal ida de otro modo. Supongo, tam bién, que la caí­ drogadas en los prostíbulos del este. No me veía mucho futuro
da del alto nivel de la casa de los Flegel fue demasiado rápida. como esclava blanca.
La casa de la madame francesa en T h irty -ñ rst Street no Todo el asunto de la trata de blancas, como ya he dicho, en
era mejor. Supuestamente era un lugar para comer, pero ade­ buena med ida era creado por los periódicos. Pero en la ciudad
m ás de café y bebidas no había nada para lle n ar la tripa. La de N ueva York sí existía. Mientras no hubiera escasez de niñas y
madame m ism a era un m onstruo con bigotes y barba de co­ mujeres que querían convertirse en putas, ya fuera por hambre,
chero, y se sentaba en su taburete de cajero, al tanto de todo lo el deseo de una vida elegante o sim plemente indiferencia, este
que sucedía en el lugar, m ientras arrib a las m ujeres desnudas abastecim iento voluntario tenía que ser cuidadosamente se ­
eran m altratadas, bailaban el cancán, y se organizaban orgías, leccionado, entrevistado y a menudo cortejado. Así que cuando
espectáculos de circo para los clientes que pedían cosas cada habíaun abastecimiento escaso, los chulos y proxenetas usaban
vez más salvajes. El Strand era todavía peor. El Gremorne era gotas q ue dejaban si n conocimiento. Chu los y m acarras (caza­
un tugu r io en un sótano y el Sailor’s Hall atend ía básicamente a dores de putas) se iban al quinto pino, a los puebluchos, y les
depravados crueles. Todos carecían de calidad y no había nada hacían prom esas de trabajos fáciles a las cam pesinas; trabajos
que me interesara. Supongo q ue yo era una esnob en cuanto al como criadas, institutrices y hasta papeles en un teatro como
negocio del sexo. Unos cuantos años en uno de esos lugares, cantantes o actrices. Una vez en la ciudad las em borrachaban,
era bastante I ista como para darm e cuenta, y term in aría como las drogaban y se despertaban en un prostíbulo, violadas, y su
una puta enferm a, tosiendo, siem pre borracha y lista para la ropa había desaparecido, y eran golpeadas si no iban a traba­
fosa común. ja ry aceptaban a todos los visitantes. De hecho, las chicas de la
ciudad a las que engatusaban en burdeles a menudo eran putas
jóvenes, cam areras, vendedoras de papel , com erciantes de flo­
res, que por lo general trabajaban como putas independ ientes. ( ¡apítulo 19
A la s expertas en el juego del hostigam iento y del panel corre­
DE VUELTA EN EL CÍRCULO ROJO
dizo las forzaban a menudo para entrar en una casa.
Me daba cuenta de que tenía que sa lir rápido de la ciudad
o una noche me vería forzada en un callejón por unos reclu­ I .legó la prim avera, llegó un mayo soleado, y yo estaba de vuelta
tadores y me pon d rían en una casa. 0 alguien me podía dar cu el puesto del juego del Círculo Rojo exhibiendo m is tetas.
disim uladam ente gotas noqueadoras m ientras yo estuviera Era inofensivo. Era pensióny habitación para Sonny y para mí.
tratando de encontrar trabajo como cam arera y el resultado Ese verano pedí y conseguí dos dólares al día. Sonny había ter­
sería el m ism o. T erm in ar como esclava blanca. Con Sonny, minado con sus resfriados, crecía y com ía alim entos sólidos
quien necesitaba mi apoyo, tenía que ir con cuidado. Una vez y cocinados. Em itía sonidosy levantaba las piernas y se ponía
encerrada en una casa controlada por una banda y protegida a I sol en el patio que había detrás de la pensión de Coney. En ­
por la policía, tendría muy pocas posibilidades de escapar con gordó y yo le echaba talco en sus partes y lo abrazaba fuerte.
vida o sin m arcas. Me sometería y Sonny term in aría en a Iguna Pensaba que olía un poco como Monte había olido. Pero Monte
guardería fuera de la ciudad o en algún infierno de caridad. se estaba desvaneciendo. El dolor seguía ahí, su recuerdo, pero
Era una época desesperada para mí. Me sentía como un a hora el contorno era borroso. Cuando tienes el cu lo desnudo
gatita nerviosay ham brienta atrapada por unos hombres duros por la pobreza no puedes perm itirte el lujo de los recuerdos.
en un callejón sin salida, apedreada con ladrillos y tratando de Yo estaba comiendo, ganando peso, y cuando desteté a Sonny,
evitar que me aplastaran. Este fue un periodo de mi vida en el y él estuvo sano otra vez, no podía estar regresando siem pre a
que estaba tan desesperada que las aguas de la bahía de Nueva la pensión, así que contraté a una niña de doce años para que
York empezaron a parecerm e cada vez mejores. Si no hubiera lo cuidara por medio dólar al día.
sido por mi hijo, habría saltado a ellas alguna noche fría cuando
le debía el alquiler a la señora Moore y Son ny tenía una serie de Sonny era un problema. Lo quería siem pre a mi lado. En defi­
resfriados y fiebres recurrentes y tenía un aspecto pálido y mo­ nitiva no lo hubiera ma ndado a una de esas guarderías terribles
jado. Se aferraba a mí por las nochesy me pedía que le quitara en Long I si and donde los niños m orían como moscas de verano
su dolor, como llam aba a sus dolores de garganta. Supongo que de un viento frío. Fui aú n a de esas guarderías con Mae una vez
sobreviví porque era dura y fuerte y porque bajo todos los pro­ para ver al hijo de una corista am iga suya que lo había dejado
blemas de mi vida, tenía un deseo ardiente de vivir. Mantuve allí. A llí en la isla vi hileras de criaturas apestosas y niños de
mi salud aun cuando perdí mucho peso por la falta de comida. más de tres años. Tenían los ojos hundidos, llagas, cabezas co­
Si me hubiera puesto enferm a, débil y me hubiera medicado mo calaveras, tripas infladas y unas piernas tan torcidas que
con autocompasión, seguram ente me habría hundido. ni siqu iera podían sostenerlos de pie. Había escándalos con
respecto a esas guarderías asesinas. Pero a nadie le im porta­
ba mucho que hubieragnujeres sin m aridos, sirvien tas y pu­
tas callejeras que dejaban allí a sus bebés y que si no pagaban
la m iserable cuota m ensual, se dejaba de atender a los niños,
hasta que se m orían de ham bre. A veces soñaba con Sonny en como si un pelotazo los hubieran golpeado en la espalda, todo
una de esas guarderías y me despertaba temblando. No iba a se Ileñaba de lu cesy voces. Se sentían b ie n y p u ro sy santos. Se
meter nunca a Sonny en uno de esos lugares. i han a hacer acciones buenas; y toda su vida cam biaba.
Más tarde en agosto el juego del Círculo Rojo seguía m ar­ Yo no tuve el golpe en la cabeza ni las luces. Sólo me d irigía
chando bien. La esposa de Solly vino un día con una cesta de a casa con una pelota de goma de tres centavos en una cuerda
golosinas y sus cuatro hijos. Me vio por prim era vez trabajan­ para Sonny, después de habertratado de conseguir trabajo en
do en el puesto del Círculo Rojo. Era grande, morena y parecía un taller cosiendo gabardinas. De cam ino a m i cuarto esa cosa
como si estuviera hecha de relleno de salchicha. Tenía una voz me golpeó. Me di cuenta de que estaba viviendo una vida res­
estridente, dura para los oídos, como una rueda sin aceite. A l petable, que ya no era una puta. Iba a consagrar mi vida para
día siguiente Solly vino a ver me, con la cara arañada. criar a Sonny. Me m antendría lejos de las casas de lenocinio,
—Lo siento, señora Brown, pero m i esposa, Leah, piensa lucharía y me haria como el resto de las m adres que veía en la
que u sted yyo tenemos algo, fuera del trabajo. Vea mi cara. Lo zona alta de la ciudad, tan orgullosas de sus niños lim pios en
siento, éste es su últi mo día. Cuando una esposa piensa que e s­ carritos pulcros. ¿Por qué yo no? ¿Por qué no?
tás liándote con alg u ien ...
Interrumpió su explicación y simplemente sacudió las m a­ Realmente me sentía una nueva persona y tenía la firm e idea de
nos en el aire. I I ice las m aletas y me largué. que había cambiado y que de pronto me había dado cuenta de
No estaba en las m ejores condiciones después de todo el ello. Quizá tenía luz en la cabeza por el hambre. Quizá estaba
verano. Había gastado en ropa para Sonny y su carrito y en un mareada de tanto subir escaleras en los talleres. No tenía mu­
doctor cuando empezó a estornudar y a tener fiebre y jadear. chas posibil idades. Incluso lo sabía. Había tenido dem asiadas
Lo tuve que sostener estrecham ente sobre un vapor hecho de ofertas sucias de holgazanes fuera de las tabernas, invitaciones
aceite de eucalipto hasta que recuperó su respiración. Todo es­ para form ar parte de una banda o hacer algún acto depravado
to me dejó peor que antes. Le pagué lo que le debía a la señora en el cuarto trasero de un café. Todos los trabajos que buscaba
Moore y regresé a Canal Street. genera lmente term inaban con un capataz que quería tratar de
El otoño fue frío y ventoso. Solía sentarm e entre las hojas sentí r rápidamente u n coño, y un trabajo e mpezaba co n u n polvo
secas en Battery Parky verlos barcos de vapor y los transborda­ rápido en el sofá de una oficina. Griego, judío, italiano, holandés,
dores. Me pregu ntaba por qué sim plem ente no esperaba hasta alemán, el jefe o capataz me dejaba claro q ué clase de trabajo in ­
que oscu recieray me echaba a Ja bahía. Parecía demasiado su­ cluiría también mi sueldo. Había dado patadas en unas cuantas
cia como para m orir ahí; toda la basuT’a y las viejas tablas con ingles, arañado algunas caras. Todo lo que necesitaba a hora era
clavos oxidados, un gato muerto y m ierda de alcan tarilla por dinero para un cuarto y una pensión. Le mandé otra carta a Roy
todas partes. N inguna m ujer que se respetara a sí m ism a se en Saint Louiey le dije que podía contestarme a la Lista de Correos
a hogaría en ese fango. del Centro. Empecé a intentar conseguir trabajo otra vez.
A llí sentada, cerca de la bahía, me sucedió algo, después Todavía no habían llegado los tiempos de las fábricas donde
de que decidiera no ahogarme. Sólo puedo expl icario hablando realm ente explotaban a los trabajadores ni de los barcos llenos
de algunos santos de los q ue he oído hablar. Santos que em pe­ de todos esos pobres miírerables, toda esa gente asustada con
zaron sus vidas comiendo mucho, em borrachándose y yéndo­ ropa extraña, que traían sus bolsos atados y colchones de plu­
se de putas, haciendo cosas desagradables, y luego de pronto, mas; ellos tam bién, como una multitud, estaban por llegar.

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Pero ya había algunas fábricas donde explotaban a la gen roí i grasa de pollo. El señor Minee, bajo y calvo, con zapatos de
te, atendidas principalm ente por alem anes y judíos en apar gamuza, sal ió para verm e junto con la señora M ince.
tamentos sin los servicios básicos. Yo intentaba conseguir un Aquí hay trabajo para usted, señora Brown. Es una bue­
trabajo allí. Podías ver a una fam ilia completa que se llevaba na casa de un dólar. Los fines de sem ana, dos dólares. Le des­
a casa fardos con telas para trajes y chaq uetas y chalecos para m olam os la mitad; le cobram os por las toallas, el jabón, los
coser a mano, ponerles ojales. Todos desde el niño de ocho años ilrsl rozos. Es una m ina de oro para una buscona.
hasta la abuela trabajaban en un fardo, h ilvan aban y hacían Necesitan un ama de llaves. Este lugar es un desastre.
costu rasy ponían ojales por unos cuantos dólares a la semana; —Usted me gusta —dijo la señora Minee, m ientras abo-
las mujeres generalmente tenían una enorme tripa con un niño lrlcaba a uno de sus n iñ o s—. La veo atendiendo clientes, no
en cam ino y los hom bres ya parecían decaídos, sin abrigos, y contando toallas.
el invierno estaba a punto de llegar. Me di cuenta de que ése no era un lugar para un ama de
En mi estado chiflado de santidad yo quería esa vida. No llaves. Había seis cuartos abajo con un largo vestíbulo, niños
lo logré. De mí querían sexo, no ojales. que lloraban, orinales sin vaciar, retretes en el patio. Las ca­
mas tenían sábanas g rise sy había alquitrán negro untado alos
Cuando llevaba seis sem anas de retraso con elalq uiler de lase- pies; algunas veces los clientes no se quitaba n los zapatos.
ñora Moore, oí que uno de los prostíbulos en Houston Street (se —En las buenas semanas cuando las flotillas están en Broo-
pronunciaba House-ten) necesitaba un ama de llaves. Nohabía klyn —dijo el señor M inee—, una chica lista puede atender
comido nada más que un panecillo redondo que tomé al am a­ entre treinta y cuarenta clientes por noche. No es de la alta
necer de una caja entregada fuera de una tiendecita de ultra­ clientela.
m arinos. Era un festín excepcional. Estaba robando cualquier Dije que me daba cuenta de ello, y sin tocar las paredes,
cosa para comer que estuviera a la vista, pero la mayoría de las me fu i de allí. Después de todos estos años todavía tengo una
tiendecitas con cajas fuera en sus prim eras entregas al amanecer clara imagen del lugar.
tenían candados. Eramos muchos ham brientos gorroneando. Hubiera podido ira la zona alta de la ciudad, pero me que­
El prostíbulo estaba en el tercer piso de un edificio inm un­ daba claro que una vez que me echaran un vistazo, a m í, que
do. Una tal señora Minee lo atendía. Era una mujer alta, inclina­ apenas pasaba de los veinticinco años, no me iban a contratar
da, con una nariz chata y rojayuna tos m ala—lo q ue en el negocio como un ama de llaves, me querrían en el salón y en la cama,
llam aban una «tos de D enver»—. El lugar apestaba a orinales, en ese orden. Y de eso, en mi nuevo y extraño estado de santi­
cuerpos sin lavar. Tenía papel pintado de color rojo con marcas dad, no quería saber.
donde habían matado chinches, y el lugar tenía lotos de acora­ ¿A quién más podía recu rrir? ¿Al ejército de salvación?
zados, conchas japonesas y solas con los asientos cayéndose. Tuve algunas propuestas de m atrim onio. ¿El señor Co-
Era un tugurio para m arineros, m ercachifles tenebrosos llins, el cuidador borracho de la taberna, con dientes de oro,
de chatarra, traficantes, entrenadores de perros, esa clase de cabello engom inado con raya en medio y esa nariz roja con
chusma indeseable. Las putas estaban agotadas y cubiertas una verruga? Era viudo, tenía seis huérfanos mocosos por to­
de m aquillaje duro, incluso a la luz del día, y todas ellas eran da la taberna que necesitaban una madre, y él necesitaba una
viejas o estaban acabadas. Los M inee tenían tres niños que esposa. No. Había un conductor de un vagón de reparto del
corrían de acá para allá y m asticaban pan de centeno cubierto distrito residencial en la tienda de Stewart que tam bién era

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ratero, un gam berro que tenía mano de carterista. Solía robar Los balnearios de la costa atlántica eran muy populares
fardos de otros vagones de reparto y llevarm e una blusa, un y el juego del Círculo Rojo parecía un buen negocio. Me sen-
par de guantes, un paquete de hilo de lana. Después de Mon­ I ía sola y triste con el oleaje que llegaba a la arena y todos esos
te, un ladronzuelo insign ificante que además era estúpido no vividores y tíos que se pavoneaban en la playa con sus novias
tenía oportunidad conmigo. Adem ás, un día lo iban a coger y gritonas. Los más viejos se sentaban en sus terrazas y digerían
m eter en la trena. Había unos cuantos ancianos m ugrientos loda la langosta y carne y helado que habían comido a bordo.
con dinero que hacían en casas de empeño, en pescaderías, El olor a algas m arinas, pescado, batatas asadas, agua salada,
un esbirro de Tam m any que apestaba a puro y a ropa interior siem pre me trae a la memoria ese verano. La gente con la piel
de invierno sin lavar. Hubiera preferido casarm e con un oso pelada por las quem aduras de sol, los carruajes de los hoteles
pardo que con cualquiera de ellos, ni siquiera por un techo y que traían a clientes ricos, el resto llegaba y traia sus propias
un hogar para Sonny. maletas, bultos, ropa de cama, y los niños gritaban como in ­
vasores apaches por todas partes.
Tenía sueños locos. Un tipo apuesto del distrito resid en cial Una m añana recibí un telegram a de la señora Moore en
entraba con aire m ajestuoso, se lanzaba de su cabriolé y me el que me decía que Sonny estaba muy enferm o con dolor de
llevaba a restaurantes de lujo y me d a ba las joyas de la fam ilia. garganta. Dejé a los incautos y a los tíos de pie en la fila para
0 un viejo mil lonario generoso me llevaba para escapar de su cu brir el Círculo Rojo y regresé a la ciudad a toda prisa. Cuan­
vida so litaria en una m ansión en Fil'lh Avenue y adoptaba a do tuve a la vista la casa de huéspedes de la señora Moore y me
Sonny como su heredero. Ya estaba delirando. bajé de la carreta, sentí una puñalada en el pecho, como si algo
La verdad es que estábam os desesperados y muy pronto me dijera no entres, no entres. La señora Moore, con la cabeza
estaríam os en la calle. Me puse a em peñar m is últim as bara- hacia abajo, lloraba encim a del hule de la mesa del comedor.
tija sy sólo me aferré al reloj de la tía Letty durante un tiempo. Alzó la mirada.
Después, ése tam bién se fue. Pero no vendí el billete de empeño —Oh, oh, no te preocupes, querida, recibió los santos óleos.
por cincuenta centavos como hice con las otras cosas que em ­ No me habría podido sentir más muerta si me hubieran
peñé. Comía cada vez menos en la mesa de la casa de huéspedes golpeado con un hacha de mano. Sim plem ente tiré mi bolsa
conform e me retrasaba más y m ás con el alquiler. Había días y me quedé ahí de pie con la boca abierta, sin em itir un solo
en que no comía nada en absoluto. sonido. La señora Moore se levantó y me puso entre sus enor­
El calor fue espantoso ese verano. El alquitrán se derre­ mes senos y la oí hablar como si dijera algo desde muy lejos y
tía en las calles y los niños lo m asticaban como si fuera chicle. uo para mí.
Sonny tenía fiebre otra vez. Conseguí untrabajo en el juego del —Era la difteria, lo descubrim os. En dos días el angelito
Círculo Rojo para un hombre en Long Branch, en Nueva Jersey. se nos fue.
Solly le había hablado de m í a ese hombre, le dijo que tenía el Yo no podía em itir un solo sonido. Se había ido. Sonny no
mejor par de tetas en el juego. Odiaba dejar a Sonny con la se ­ podía resp irar y el doctor, al que finalm ente llam aron, le puso
ñora Moore. Pero no sabía cuánto tiempo iba a durar el trabajo. un tubito de cristal en la garganta y trató de drenar el pecho
Le prometí a Sonny que m andaría a alguien a por él tan pronto con una pequeña bomba*,Sonny sim plem ente jadeó, no dijo
como ganara un poco de dinero y el trabajo me pareciera esta­ nada, y m urió. El padre O’ Hara le dio los santos óleos antes
ble y le pagáram os a la señora Moore todo lo que le debíamos. de eso. No sé si debí haberle dicho m ás tarde que Sonny no
era un verdadero católico para mí. Habría herido a la señora
Moore, quien se com portaba como si Sonny hubiera sido de su
fam ilia. El señor Moore sim plem ente se quedó sentado, con
Capítulo 20
la m irada hacia abajo.
Tenían a Sonny en un pequeño ataúd blanco en la fu nera­
EN EL DELTA
ria. No me impresionó. Igual que cuando la tia Lettyy mi madre
m urieron y cuando supe que Monte estaba muerto, sentí que En diciem bre del año en que Sonny murió me encontraba en
lo que quedaba no era la persona. No era más que un pequeño un tren rápido, un muy buen tren, cam ino de Nueva Orleans,
ataúd blanco y unas cuantas flores secas y el olor a mueble en­ para a b rir un prostíbulo, con vertirm e en una m adarae. Me
cerado, y peor, en el oscuro sótano de la funeraria. sentía de un millón de años de edad, m ientras viajaba sentada
en ese tren, viendo pasar apeaderosy puebluchos, los palurdos
Enterram os a Sonny en uno de esos cem enterios de Brooklyn, recogiendo m anzanas, la gente simple en las estaciones viendo
muy lejos, después de un largo viaje en carruaje. Ah i estaba nía pasar el tren, sus muías moviendo la cola. Oficialm ente tenía
señora Moore y su m arido y Solly,y una puta callejera llam ada todavía menos de treinta años, pero eso no significaba nada.
Fio que solía darle a Sonny dulces en form a de corazón, y una Me sentía como el hombre con los suspensorios sosteniendo
vez le dio un barquito tallado en el diente de una ballena que el mundo, una estatua griega de At las que una vez vi en el apa­
un m arinero le había regalado. rador de una tienda.
En e I cementerio había una gran ca ntidad de Iá p idas amon­ Mi mente estaba seca y había un poco de locura en mis ojos
tonadas. Todo el mundo estaba enterrado muy cerca el uno del m ientras me veía a mí misma reflejada en la ventana agitada
otroy había unas esculturas y estatuas demasiado grandes en del tren. No podía explicarm e la casualidad y el accidente en
las tum bas. No me im portaba. No veía mucho ni oía lo que la vida de uno. justo dos sem anas después de que Sonny mu­
sucedía. riera recibí una carta del abogado de Konrad Ritcher, en la que
Regresé al cuarto, con los ojos secos y paralizada, podía me escribía que me habían depositado en un banco de Nueva
oler todavía a Sonny en el cuarto. Su propio olor de niño peque­ Orleans la suma de once mil dólares. Konrad había cumpl ido.
ño, un poco de olor a orina de cuando había mojado la cama. Pero no había ningún mensaje personal, no me preguntaba
Lo único q ue me hizo llorar fue ver en el alféizar de la ventana cómo estaba, qué estaba haciendo. Después de pagarles a los
un caramelo con las m arcas de sus dientes. Moore el coste del doctor y el entierro, tuve uno de esos pen­
Tal y como lo veía en ese momento, la vida, de nuevo, había sam ientos que vienen y van en un destello; ¿porqu é el dinero
resultado ser para mí una mala tirada en un juego de dados. no había l legado un mes antes? Quizá Sonny estaría vivo y lo
habría podido sacar del verano caliente, lejos de la inm unda
pensión, la m ugrienta ciudad. Pero ese pensam iento duró lo
que dura un chasquido de dedos.

Soy bastante indiferente eon respecto a los que tratan de com­


prender la razón de las cosas, el modo en que suceden o no en
este mundo. Y por q ué, pensaba yo m ientras viajab a en ese

25°
tren, la vida es tan triste y corta. No creo que haya en absoluto en plataform as. Las calles no tenían alcantarillas pluviales, las
ninguna razón para eso. 0 que se trate de un gran plan. Se trata casas no tenían sótanos.
únicam ente de una serie de accidentes que suceden ju n to syse
m antienen en funcionam iento, que hacen crecer flores, dejan Me instalé en una «C asa de huéspedes para da m as» cerca del
que los anim ales se coman los unos a los otros para alim en ­ ayu nta miento, tomé un carruaje y visité a varias de las perso­
tarse. Los accidentes q ue surgieron con el hombre; el hombre, nas para las que tenía cartas. Era agradable saber que podías
una trem enda creación, pero defectuosa de muchas m aneras. ir de una ciudad a otra en este país y conocer a la gente que
M ientras pensaba así en el largo viaje en tren no podía iba a venderte protección para una casa de citas, conseguirte
creer que n in gú n dios hubiera matado a Sonny o que fuera a perm isos, presen tarte a aquellos que te ven derían muebles
matarme a mí. Un asesino muestra su crueldad de muchas ma­ y accesorios a crédito, al m enos en parte, en todo caso. In­
neras antes de matar, y yo sólo veía un enredo de i ndi leren da. cluso ven d rían a la noche de inauguración de la casa, b eb e­
Para mí nunca hubo nada en la vida que rtiostrara tener una rían de tu vino y pellizcarían a tus chicas. La m ayoría de ellos
razón más alta para ser que la de simplemente se r... Un trayecto eran respetables, hom bres de fa m ilia honorables, elegidos
largo en tre n crea este tipo de pensam ientos. No he cambiado o design ados para un puesto. Eran conocidos como « la co ­
mucho m is ideas de cómo y por qué ocurren las cosas desde rrupción honesta». La ciudad necesitaba putas, las putas ne­
entonces. cesitaban casas, las casas im pedían que los jóvenes bien y los
El tren pasó por granjas llanas, luego cerros, m ontañas, brutos violaran a sus hijas, herm anas, esposas. Las vírgen es
más granjas llan as, rib eras de río, siem pre con el chacachaca de la com unidad estaban a salvo y los hom bres m aduros con
de las ruedas. pequeñas necesidades y hábitos privados podían, en buenos
Tenía que planear cuidadosam ente lo que iba a hacer en am bientes, hacer menos daño, provocar menos escándalo si
Nueva Orleans. Iba bien vestida, tenía un buen equipaje, un los lugares como el que yo tenía en mente estaban perm itidos.
regalo de despedida de Marm Mandelbaum. Tenía el dinero de Se les dejaba e x istir m ientras que públicam ente eran vistos
honrad en el banco, cartas para las personas indicadas, políti­ como patios de recreo del diablo. ¿Quién era m ás hipócrita?
cos, funcionarios de Nueva Orleans. Tenía presentaciones con ¿Yo o la sociedad?
la ley y la pol icía. Lo que tenía que hacer era encontrar u na casa, Me puse un nuevo nom bre, vi varias casas. Un pequeño
muebles, vajilla, sábanas, ropa de cama, cuadros. Había sido italiano sudoroso y risueño llamado Roma me llevó a visitarlas.
una discípula muy buena de Zigy Emma Flegel, pero ahora iba El sabía de una casa bastante bien amueblada en Basin Street
por mi cuenta. Y corta de dinero. Una buena casa, no una casa que había sido una especie de burdel y casa de juego. En ese
realm ente de lujo, pero una buena, pod ía m ontarse con veinte lugar se habían efectuado tram pas en las cartas y lo habían
o treinta mil dólares, según m is cálculos. Tenía que conseguir clausurado. Podía firm ar unos pagarés por los muebles que me
un crédito para am pliar mi inversión. in teresaran y absorber el contrato de arrendam iento. A paren­
Nueva Orleans en los años ochenta era ani mada, creciente, temente varias personas esta han i nteresadas en el alq uiler, los
divertida; tam bién caliente, sofocante, ba ja, se situaba tan por m uebles; o quizá Roma era el verdadero dueño, y actua ba como
debajo del nivel del río que me preocupaba que hubiera des- si fuera solamente el agente.
bordam ientosy se inundara todo. No enterraban a la gente bajo Me busqué un joven abogado con carácter, Peter S., para
tierra en los cem enterios. Había luga res donde los enterraban que v ig ilara a Roma y m is intereses. Firm é los papeles que me

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puso delante y saqué mi propio dinero para com prar sábanas —Yo no hago quehaceres dom ésticos ni lavo ventanas ni
lin as y cam as elegantes y mucha buena ropa de cama. Roma admito que las putas sean respondonas. Soy una cocinera de
conocía a la gente que proveía a las otras casas de citas. Me alcurnia. Soy una mujer que va a la iglesia y un predicador me
reía de los precios y desprecia ba los m ateriales. Pero estaba casó. Tengo unos hijos en Georgia que quiero educar.
asustada hasta la punta de m is zapatos de borla. Tem ía que Contraté a Lacey Bcllc; nunca me arrepentí. Me gustan las
una m añana me despertara y descubriera que todo mi d in e­ mujeres con agallas y un poco de insolencia. Era una negrata,
ro había desaparecido y tuviera que volver a la pensión de la pero nunca confié en nadie como confié en ella. Había mucha
señora M oorey tratar de encontrar un trabajo como cam arera gente blanca a la que yo no quería, por lo que no sentía culpa
en el Haymarket para m am ársela a los clientes. Me desperta­ cuando un negro me caía bien o mal. En casi todos los aspectos
ba toda sudada en la hum edady calor de Nueva O rlean s,ypara eran simplemente como cualquiera otra persona. Igual de bue­
calm arm e necesitaba dos tazas de la idea atroz que esa ciudad nos o igual de podridos. Igual de generosos o igual de crueles.
tenía del café y un trago de bourbon. Una vez que has olido el Contraté a dos criadas, mulatas claras. Compré vino, bour­
hedor de la pobreza y has visto la bondad del suicidio, nunca bon, otras cosas embotelladas para beber. Conseguí cu bertería,
más vuelves a descansar fácilm ente. cristalería, puse mucha alfom bra roja. A ñadí unos cuadros al
Era una buena casa de tres pisos con un viejo y elegan­ óleo, todos con m arcos dorados, con una exhibición de tetas
te pasam anos de hierro, unas escaleras de piedra tina. Fuera y culos y personas gordas anim adas con comida y diversión y
había un negro hecho de hierro con un aro para enganchar copas de vino. Nunca pensé que hubiera mucha orgía en esos
caballos. En la parte de atrás crecía una especie de jardín con cuadros, pero le daban al cliente la idea de que no estábam os
flores salvajesy musgo las baldosas. Una cochera y una perrera en una escuela de domingo.
venían con el lugar. Conseguí el perro, uno grande, con aspec­ Les escrib í a los Fiegel para pedirles que me con sigu ie­
to cruel, que realm ente no era muy bueno. Pero su aspecto y ran seis buenas putas, jóvenes, bonitas, que no bebieran ni se
gruñido y ladrido im pedían que la gente se acercara o entrara drogaran ni fueran lesbianas, chicas si n chulo o protector que
por la fuerza. Contraté a Harry. mantener. Recibí una respuesta de Em m a Fiegel en la que me
Harry, después de veinte años enrolado en la M arina, es­ decía que Zig había muerto, llevaba muerto un año y medio. Su
taba term inando su último periodo. Era com ouna roca sólida, corazón finalm ente le había fallado. Había engordado muchoy
con rostro de ladrillo, sin expresión. Siem pre tenía una mas­ no dejaba de gritar que regresaría a la m adre patria. Tam bién
cada de tabaco escondida en la mejilla, pero no tenia tatuajes Zig folló hasta m orir con una chica de una panadería. La había
como los tendría cualquier m arinero. Era un buen sirviente, estado m anteniendo en un lugar cerca de la universidad. A sí
celador, sofocador de reyertas. Calm aba a los que se peleaban que murió, me escribió Emma. Zig siem pre pensó mucho en
a puñetazos, y si se lo ordenaba abofeteaba a una puta si ésta se m í, agregó. Me m andaría a cinco chicas si les pagaba el viaje.
pasaba de la rayay no guardaba la compostura. Esto puede sonar Buscaría a su alrededor a otra chica form al que no me causara
cruel, pero no lo era. Echarla a la ca Ile era cruel, y si yo no tenía problem as. Me aconsejó que solam ente d irigiera una casa de
disciplina y no era una buena madame, podía irm e a la ruina. lujo, que hiciera una lista de clientes asiduos y que evitara a
Encontré a Lacey Belle, una m aravillosa cocinera negra, la clientela de la calle. Y que siem pre tuviera buenos térm inos
con más inteligencia que la m ayoría de los blancos que he co­ con la policía y vigilara la ropa de cama. Perder la ropa o tener
nocido. Todo lo que ella pedía era: una ladrona por ama de llaves podían a rru in a r una casa.
Toda esta compra de m uebles, contrataciones, las cartas duda de que era una madame. Relucían bajo los candelabros
que tuve que escribir, me llevaron tiempo. No tenía prisa. La y id brillo del cristal decía: «A h ora eres una m adam e». Las
gente con la que hacía negocios tampoco tenía prisa. Inaugu chicas estaban sentadas sobre regazos, el humo de los puros
ré una noche de marzo con una peq ueña cena para los altos era pesado, realm ente penetrante, mezclado con el olor de la
mandos de la policía, personajes políticos, Roma y sus amigos comida que habíam os cenado. Las cortinas estaban cerradas,
elegantes únicamente. De los recipientes de vino serví Pinol las persianas bajadas. H arry estaba en la puerta. Deseaba que
Ghardonnay, Rudesheim cr, K losterkiesel, cham pán, brandy. Imhieran entregado el piano.
M i abogado se sentó en la cabecera de la mesa. Estaba cobrando Me entusiasm aba conforme los puros se hacían más cor­
su cuota en m i cama. No me atreví a rechazarlo. El era todo lo les. I,as chicas trabajaron tres turnos esa noche. Había muchos
que había entre la gente con la que estaba haciendo negocios y huéspedes importantes y sólo tenía cuatro putas. Me negué a su­
yo. Y si llegaran a som eterm e absolutame'hte, estaría, como él bí r yo mism a. Dejé claro que i ba a ser solamente la madame.
mismo decía, «con el agua al cuel lo». No sentía mucho interés Desde luego, ningún cliente pagó. La cena, las chicas, los
por él en la cama. Yo no me d esinhibía, o no podía. Nunca fu i polvos, fueron por cuenta de la casa. E staría contribuyendo
la m ism a después de que Monte y Sonny m urieran. No me in ­ al ingreso de los huéspedes durante muchos años con mucho
teresaba mucho estrem ecerm e en el juego sexual. Era como el dinero para la protección. Y mucho Beau Se jo u ry Saint Em i-
zapatero que hizo muchos zapatos pero justo después prefirió Iion. Hoy en día podrían llam arlo gastos de propaganda. Yo lo
andar descalzo. lia maba buena voluntad. Los huéspedes iban a traer a muchos
el ¡entes asiduos a mi casa. Cuando había en la ciudad un actor
Recuerdo esa prim era ce n a—para rom per el hielo—, con fruta i m portante o un jinete deportivo, minero del oeste o jugador de
y carne de cangrejo y cam arones en salsa picante, ragú de rabo alto nivel, le aconsejaban que fuera a visitar mi casa de citas.
de buey, carne Orlando, a rroz, aves y perdiz. Todos esos vinos, No fue fácil para m í actuar como la madame al p rin c i­
con cosas fuertes para los borrachos. Lacey Belle se lució en pio. Era como sacar un nuevo velero y no saber cómo navegar
la cocina. Tenía a las chicas que Emma me había conseguido y lo q ue debía hacer el viento y qué cuerdas am arrar y cuáles
vestidas de forma muy sencilla, pero ajustada. N adadeaspecto arrizar. Pero hasta que conoces el maldito velero y sus trucos
putesco, y les había prometido un tortazo en la oreja si decían y reacciones y te haces una idea de cómo está aparejado, estás
aunque fuera una palabra obscena. a punto de volcar todo el tiempo. Patas arriba.
—Dejad que los cab allero s su gieran el tono de la con­ A sí fue para mí ser una madame nueva en u na ciudad nue­
versación. va. Em pecé a conocer a las otras m adam es. Soliam os tom ar
Perdía una chica en el camino. Se bajó en Nashville y nun­ brandy o una botella de A n tin ori Chianti en nuestros salones
ca la volvieron a ver. Yo i ba vestida con seda am arilla, llevaba a mediod ía y hablar sobre nuestra protección y los costes y las
guantes hasta los codos, algunas plum as negras en el cabello, chicas. Le pillé el truco a ser capaz de hacer que un huésped
algunos an illos y perlas que Roma me había prestado. diera un par de monedas de diez dólares de oro sin que parecie­
M ordisqueé unas galletas saladas con palé de hígado con ra la venta del cuerpo de u aa puta para su placer. Siem pre pude
brandy y sonreí y todo el mu ndo estaba alrededor m ientras las calm ar a quien fuera, salvo a los borrachos locos. Tenía mu­
criadas quitaban la mesa y traía n puros y 1 icoreras de bra ndy. cha experiencia escuchando a un hombre decirlo m aravilloso
Vi las licoreras de cristal tallado y supe que no cabía la menor <1 ue era o lo horrible que era follar con su esposa o cómo había

257
renunciado a la chica que quería o sacrificado su vida corno Los veteranos que me lo contaban tenian lágrim as en los
artista o ingeniero para meterse en el negocio fam iliar de al ojos cuando empezaban a hablar del encanto de El Pantano.
quitrán, algodón, embarcaciones, madera o barcos de vapor. I >e d icz a doce person as a la sem ana eran asesin ad as a llí, y
Perdí peso. Me sentía demasiado cansada para ocuparme .1 liad ie le im portaba una m ierda ni llam aban a los policías.
del abogado, que era un sem ental guapo y de quien debí haber I ,a ciudad no se m olestaba en hacer nada al respecto. O curría
gozado, pero no lo hice. No dejaba de pensar en el dinerito que abierta y cruelm ente. La policía nunca entró a El Pantano; era
había dejado en el banco y en el que debía en pagarés y crédi una especie de regla no escrita, si el vicio no se filtraba en la
tos. Antes de que term inara el año el abogado se casó y dejó la parle respetable de la ciudad. G irod Street no tenía m ás ley
ciudad para irse a Los Angeles. que cualquier otra ciudad del oeste antes de que llegaran los
Me dije a m í m ism a que no tenía pasado. No tenía a quien com isarios; y tenías que pelear con los dientes, cachiporras,
am ar otra vez. Era una mujer de negocios y tenía que ser dura piulólas o cuchillos, tus únicos am igos en El Pantano.
como cualquier hom bre de negocios a ñn de tener éxito, oi ré El Pantano no era más que una docena de m anzanas, pe­
cer buena calidad y asegurarm e de que me pagaran bien. Ha lo realmente llena de prostíbulos, hoteles de paso alquilados

bía apostado por una casa de veinte dólares. Había épocas en por hora, garitos y salones de baile donde las chicas llevaban
que era una casa de diez dólares, durante algunos años malos ' uclii Ilos en los ligu ero sy las tetas se les salían de los vestidos
cuando el pánico se apoderaba de los mercados. Pero en gene \ a los clientes les hacían pajas de pie. Los lugares apestaban
ral eraun a casa de veinte dólares. A lgunas de las chicas daban .i ch| icrcol, retretes y el barro negro de la calle. Las casuchas
problemas, algunas eran justo lo que necesitaba. Ninguna era cían sim plem ente viejas barcazas de río rotas y usadas, con
perfecta, pero nad ie lo es si estás tratando con seres humanos. labias de ciprés serradas.
Y en un prostíbulo las chicas ten ían que ser perfectas o actuar La decoración era una lin tern a roja o incluso una corti­
como si lo fueran. na, el bar era un tablón. Una vieja prostituta que en esa época
II ahajaba en El Pantano vendiendo su conejo o m am ándosela
Cuando abrí mi casa en Basin Street a principios de los años ii los clientes, me dijo que el precio por una mujer, un trago de
ochenta, todavía podías encontrar gente que decía recordar u liisky de maíz y una cama por la noche era de uno o d o spi-
esa época salvaje cuando las chalanas* se usaban como lechos 1111 une (seis centavos era lo que valía u n picayune). A algunos
para los prostíbulos y las putas vivían , dorm ían, com ían y se III m1 bres les daban bebidas adulteradas, los robaban, los mal-
em borrachaban enfrente del río cerca de esa sección de la ciu 11 alalia n e incluso los mataban y echaban al río.
dad donde las chalanas se veían en Tchoupitoulas Street. El Las apuestas eran siem pre un problem a para las putas.
Pantano em pezaba en Girod Street, a algunas m anzanas del Alejaban a los hom bres de una chica que intentaba ligar. El
río por el cem enterio protestante en las calles de C ypress y picgo de los dados era popular, pero para los que podían per-
South Liberty. El Pantano era el lugar favorito de los hombres mil 1 rse algo más estaba el juego del faraón y la ruleta y la bola
d élas chalanas, é se y Gallatin Street, la zona más ruda de toda de marfil. Todos los juegos eran deshonestos, los dados, truca-
Nueva Orleans. don para los estúpidos. A u n ganador lo rechazaban diciéndole
que había escondido cartas o lo seguían fuera en la calle y le
liaban un buen golpe en la cabeza con una m edia llena de a re ­
Embarcación menor, de fondo plano, proa aguda y popa cuadrada, que sirve pañi
transportes en aguas de poco fondo. na Los peores lugares eran H ouseof RestyAVearyBoatmen. Ni

358 359
siquiera una puta estaba a salvo allí. Muchas putas trabajadoras casas de citas y las chicas atendían entre veinte y cincuenta
eran desvestidas y arrojadas a un callejón, borrachas y sin un clientes por noche en los prostíbulos de bajo nivel, y yo tenía
solo trapo encim a. Y la epidem ia de la fiebre am arilla mató a que recortar el tiempo que le perm itíam os a un cliente de aca­
muchos. Cuando la ñebre am arilla golpeó, eran tiem pos para parar la atención de una chica. En 1910, cuando parecía haber
los peores tejem anejes. Con el vagón de la muerte traquetean­ líos en China, los visitan tes eran abundantes como m oscas
do en la ciudad, a la gente se le metía el Demonio. Se liberaba de verano en Boston Street. En 19 14 , todos esos rum ores del
el infierno en los prostíbulos, salones de baile, cafetines. Las Kaiser Bill y los subm ari nos alem anes fueron una buena señal
putas todavía en cam isón se apresuraban para dejar la ciudad; para nosotras, las m ad am es—era bueno para el negocio—. Los
la mayoría se em borrachaba, irru m pía en las tabernas, ellas jóvenes nos visitaban más a menudo, y cuando fuim os a la gue­
y sus hom bres y chulos se desataban. Los jugadores m etían rra, parecía como si alguien nos hubiera dado una carretilla y
en m aletas sus cachivaches; algunos siendo fatalistas se que­ una p alay abierto una fábrica de m onedasy nos hubiera dicho:
daban a ver cómo en las cartas salía el as negro, la carta de la «Llévense todo lo que puedan recoger con la pala». Pero lue­
muerte. En esas épocas la naturaleza hierve y ios pronósticos go los puritanos metieron las narices, y tuvim os que cerrar, lo
son dem asiado jodidos. cual se interpretó como que m ientras que los muchachos eran
A l hablar con otras m adames que recuerdan la época de suficientem ente adultos para m orir en la guerra, no estaban
la ñebre am arilla, todas decían que había hom bres y m ujeres I ¡stos todavía para m ostrar que tenían partes de hom b re y que
que, cuando sentían que podían morir, se arrojaban a la for­ q uerían usarlas como la naturaleza manda ba.
nicación, incapaces de obtenerlo suficiente. Las putas eran tan Hay algo muy extraño en cuanto al sexo entre hom bres
m alas como los clientes, y las que no podían sa lir de la ciudad y mujeres cuando las cosas no son norm ales. Por m ás correc­
o a quienes no se les perm itía salir, se em borrachaban como tamente que trates de hacerlo y por más pulcro que m antengas
cubas y entretenían a la clientela con o sin paga. Hasta q ue la tu casa y controles a tus chicas para que no sean irrespetuosas
madame tenía que u sar el látigo con ellas o pedirle al gorila e im pertinentes, llegan el fuego, las guerras, las epidem ias, y
de la casa que las golpeara para que se com portaran más co­ todo se vuelve como una granja de visones. No crean que le su­
mo si fueran putas y no alguien dándolo gratis en una entrada. cede sólo a la chusm a, a los vividores o a los «hom bres pete».
Era una época horrible, solían contarme las madames con una La m ejor gente de la ciudad llega a escondidas por la noche o
copa de gin fizz. En medio de una epidem ia los burdeles que descaradamente ala puerta prin cipaly a menudo traen su pro­
quedaban abiertos apenas podían llevar el negocio, los hom­ pio brandy y sus puros. En efecto, follar es una comezón que
bres im pacientes para que se los follaran, se quedaban toda la no se detiene en ningun a clase social . Es el juego de todos y el
noche. Muchos sim plem ente se quedaban a v iv ir en las casas, que no entra no llega bien a la vejez.
pues sentían que si les llegaba su hora, qué m ejor que los en­
contrara en la cam a con una puta haciendo lo que un hom bre Y aunque no hubiera guerras o epidem ias, las casas de citas
parece querer más que nada cuando siente que el Demonio le eran salvajes y estaban llenas de vida a su manera. En mi casa
está pisando los talones. nunca me llevaba a la cama a los huéspedes, salvo a unos cuan­
tos viejos clientes. Sentía que m inaba la dignidad de una ca­
Sé que cuando había una amenaza de guerra, como cuando el sa si la madame follaba con cualquiera. Pero Kate Thompson,
lío con Cuba llegó a un punto crítico, había colas fuera de las una madame fam osa que por lo general estaba ebria, se tiraba
a quien fuera. No se mantenía en una posición honorable. En mil dólares. Los picapleitos se quedaron con treinta mil dóla­
su casa se cometió un asesinato en 1870, justo ante sus ojos res por sus honorarios y mucho se fue en gastos. El asesino se
con un cuchillo y una pistola. Más tarde me dijo que siem pre quedó con treinta y cuatro dólares cuando todo term inó.
tenía el cuch iI lo a mano. Se instaló con un tal T reville Sykes,
de una buena fam ilia. Guando ella engordó tanto que casi ya I labia algunos hombres a los que les gustaban los muchachos
no podía moverse, él se mudó a su casa. Ella lo m altrataba mu­ y tam bién se les atendía, pero no en m i casa. Supongo que esos
cho con su tem peram ento de serrucho afilado y una vez casi i nvertidos, como los llam aban, eran m ás num erosos de lo que
le amputa la nariz con el cuchillo del asesino. Siem pre esta­ la gente creía, pero traficar con m aricas nunca me interesó.
ba buscando sem entales jóvenes y se i nstaló con un fan farrón Creo que lo que la gente haga —los que no están locos—, si es
llamado Me Lea ti. que tam bién señoreaba en el lugar. En 1882; natural para sus necesidades, no es algo de lo que m ofarse.
u 83 las peleas entre Sykes y Kate eran cada vez más sórdidas Simplemente nunca pensé que un hom bre pudiera encontrar
y ella siem pre llevaba el cuch i llo. Sykes la mató con el cuchi­ nada más agradable que una mujer que sabe cómo contonear­
llo que ella guardaba en la casa, le hizo una docena de heridas se en la cama.
espantosas y ella murió de form a horrible. La enterraron con
un vestido de seda de seiscientos dólares, la am ortajaron en su
propio salón, con champán para todos, y era buen champán. Me
tomé tres copas. Fue un gran entierro, sólo el féretro de bronce
costó quinientos dólares, y hubo dos docenas de carruajes que
siguieron a Kate al cementerio Metarie. Ni uno de sus am igos
caballeros apareció, pero no podía haberlos esperado. La pren­
sa hizo su agosto. Todavía tengo el recorte:

ELTERRIBLE DESTINO DE KATETOWNSEND


EN MANOS DE TREVILLE SYKES

¡ASESINADA ACUCHILLADAS!
CON UN CUCHILLO BOWIE

SUS SENOS Y IIOM BROS LITERALMENTE


CUBIERTOS DE PUÑALADAS

El tal Sykes fue absuelto, ya que alegó legítim a defensa. Hasta


presentó un testamento y se convirtió en el heredero del pros­
tíbulo y del dinero de Kate, q ue ascendía a doscientos m il dóla­
res. Los abogadosy los muchachos de los tribunales trabajaron
en el asunto durante unos años y luego quedaron treinta y tres
Capítulo 21
LLAMÉMOSLO STORYVILLE

Solía ser un secreto que el sexo entre hom bres existía; por lo
menos todo el mundo actuaba como si no existiera. No era fu e­
ra de lo común. En Nueva Orleans los que lo practicaban, los
objetivos de su caza y la policía estaban al tanto de lo que su­
cedía. A los m aricas les costaba trabajo encontrar com pañe­
ros. M ientras que la sodomía era la broma de los muchachos
del ca mpo y se efectuaba junto con el i ncesto entre la gente de
bajo nivel, los invertidos de las clases media y alta ten ían que
reu n irse en esquinas oscuras y poner sus secretos en manos
de gente codiciosa que a menudo los chantajeaba.
En Baronne Street había una tal Miss Caro! que encon­
traba muchachos para la cl ientel a. A los muchachos negros de
color claro se les conocía com ogoldskins y muchos eran malo­
grados por clientes blancos. La mayoría de los muchachos esta­
ban ham brientos, con frecuencia no tenían hogares ni pad res.
Algu nos con el tiempo se convertían en chantajistas, por lo que
los m aricones blancos a menudo tenían que dar más de lo acor­
dado. Miss Garol era socia de una casa de m aricas; la madame
allí era un hombre al que conocían como Big Nellie, M iss Big
Nellie. Las travestidas tenían nombres como Lady Richard, La­
dy Fresh, Chicago Belle, Totoy otros nom bres que encontrabas
escritos en cercas. Tenían sus tem poradas de bailes y fiestas,
en las que había locas gritando, con vest idos de seday de satén,
tacones y mucho m aquillaje.

Nunca tuve mucho que ver con esa clase de amor griego y perdí
a algunos clientes que deliraban por los bailes y trajes que po­
días encontrar en los tugurios de los travestís. Siem pre pensé
que había algo de descabellado en u n cliente que para excitarse
tenía que ver a una mujer falsa follando y chupándole. La única
vez que estuve dentro de la casa de Big N ellie fue la noche en A la policía y a la gente de arrib a tampoco les gustaban
que un viejo cliente mío llegó y me dijo que su hijo, que había los problem as. Trataban de m antener la calidad en el nego­
vuelto de Yale, frecuentaba ese lugar con un amigo rarito y que cio del sexo. Trasladaron los prostíbulos y a las prostitutas de
tem ía que hubiera problem as. No se atrevía a ir él mism o para Burgundy a Gonti St reet y a las casas de citas se les perm itió
llevarse al muchacho a casa. ¿Podía hacerlo yo? ocuparse de la clientela en una m ejor atmósfera. Por supuesto
Las cosas que una tiene que hacer para com placer a un que los costes subían todo el tiempo y los im puestos aum en­
cliente asiduo. Me llevé a H a rry y nos fuim os hacia Baronne taban. A lgun as de las casas tenían problemas. Pero yo dirigía
Street y H arry nos metió por la puerta de atrás. Había un baile una buena casa rigurosa y no tiraba el dinero donde no se r­
de reinonas a las dos de la m añana. Se habían q uitado casi toda via, por lo que nunca tuve problem as en ese sentido. Tam bién
la ropa y algunas de las personas más respetables que jamás tenía patrocinadores en posiciones altas que tenían como el
había visto estaban jugando al 69 en la escalera, y había una cincuenta por ciento de la participación de la casa. Odiaba las
cadena m argarita que ocupaba todo el salón, hom bres encu­ deudas. Casi siem pre pagaba en efectivo y de inm ediato.
jándose concatenados en un círculo que parecía una m aldita Las casas se m etían en problem as cuando no pagaban sus
oruga. A lguien me agarró, pero se dio cuenta de que la teta era recibos, se endeudaban. El R in gro se F u rn itu re Em porium
real; no se quedó. H arry encontró al niño, realmente borracho demandó a Carrie Freem an, Mary O’Brien, Mal I ie M arshall,
y con colorete corrido por toda la cara, pero no tuvim os pro­ Nellie W illiam s y Sally Levy por siete mil dólares quc debían
blema para sacarlo y llevarlo a casa en un carruaje. Big Nellie en muebles. Mattie tenía una deuda de cinco mil dólares con
dijo que no le im portaba:
la tienda. Carrie les debía mil trescientos dólares. Las mada-
—La gal lina estaba tan asustada que no servía para nada
rnes odiábam os los gravám enes de im puestos. Casi todas las
y no era más que el aguafiestas de la noche. Era dem asiado jo-
que teníam os protección no estábam os gravadas.
didamente normal.
Varios de los hom bres de negocios más im portantes de la
En enero de 1897, un concejal, Sidney Story, nos hizo legales.
ciudad, abogados, doctores, al menos un m inistro y un escri­
Story era un corredor de bolsa, principalm ente del mercado
tor, eran invertidos; activos con algunos pasivos. Como mujer
de futuros de algodón, arroz y tabaco, que dijo haber hecho un
de negocios estaba en contra de los m aricas porque le daban
estudio detallado sobre la prostitución y sus regulaciones en
al distrito una mala reputación y siem pre pensé que Dios no
los congresos de Europa. Hubo algunos cabrones que dijeron
había hecho al hom bre para que se apartara de una mujer y lo
que sólo había sido catador en sus viajes al extranjero. Pero
hiciera en la puerta de atrás con otro hombre. Algunos del g ru ­
po lavanda solían ven ir a mi casa; ésos eran bisexuales. Más para mí parecía sincero y un buen ciudadano.
tarde se decía en broma que eran a c y d c como las corrientes Propuso un fallo del Ayuntamiento para perm itir el esta­
eléctricas. A las chicas tampoco les gustaban los m aricones. blecimiento de una sección en el Barrio Francés de la ciudad de
A lgunas veces un cliente quería a un muchacho y a una ch ica Nueva Orleans donde las putas y las madames pudieran hacer
juntos para disfrutar, pero yo no atendía ese tipo de gustos. Yo su trabajo. No se trataba de legalizar. Permitir, claro, pero sin
d irig ía un buen prostíbulo a la antigua, y ellos sabían lo que ninguna ley de por medio. Nos guiñaban el ojo, trataban de con­
tenía para ofrecerles, y si no les gustaba, podían irse a otra trolarnos, m ientras debían que no estábamos realm ente allí.
parte. Sólo quiero decir que en Nueva Orleans había un mon­ Bien, pues todo se convirtió en gritos y aclam aciones a
tón de lugares donde ellos podían obtener lo que querían. Dios, y cuentos sobre Sodoma y Gom orra y la depravación de
la m asculinidad del sur. A la policía y a los políticos tuvieron Las m adam es de esa y esta época, cuando yo estaba en
que decirles que todavía habría dinero para ellos para regular Nueva Orleans, eran un surtido de m ujeres de negocios, bo­
y observar que se cum plieran la leyes. En julio de 1897, el fallo rrachas, totalmente locas, o por lo general sim plem ente ordi-
de Story estableció dos distritos segregados, uno en el Barrio uarias. Mucho se d ijo sobre ellas y mucho se escribió porque
Francés y el otro arriba por Canal Street. Eso logró pasar. To­ era Nueva Orleans. Pero la mayoría era como la gente del gre-
davía tengo el recorte de la ordenanza. in ¡o de cualquier otro lugar en el que he estado. A lgu n as eran
lo suficientem ente desconocidas como para ser encerradas. Y
El Ayuntamiento de la Ciudad de Nueva Orleans ordena que la ol ras simplemente actuaban como si fueran desconocidas; eso
Sección I, de la Ordenanza i 3 ,o3 ? C.S., siendo la misma que era bueno para el negocio.
aquí se presenta, sea enmendada como sigue: a partir del pri­
Todavía tengo algunos recortes de las pequeñas guías impresas,
mero de octubre de 1897, será ilegal para cualquier prostituta
como el Libro azul, que se vendían como guías de burdeles para
o mujer notoriamente abandonada a la lujuria, ocupar, habitar,
las casas de Nueva Orleans. A lgunas madames ponían anuncios
vivir o dormir en cualquier casa, cuarto o armario, situado
que pueden dar una buena idea de su estilo de hacer las cosas.
fuera de los siguientes límites, a saber: del lado sur de Cus-
tomhouse Street al lado norte de Saint Louis Streety del lado
MME. F.MMAJOHNSON
inferior de North Basin Street al lado inferior de Robertson
Street; 20: Y del lado superior de Perdido Street al lado inferior Más conocida como la «Reina Parisina de América», no ne­
de Gravier Streety del sector río de Franklin Street al lado in­ cesita mucha presentación en este pais.
ferior de Locust Street, estipulándose que nada en este pasaje La «Houseol'All Nations» de Emma, como se la llama co­
puede interpretarse para autorizar a una mujer lujuriosa a oc u­ múnmente, es un lugar de diversión que usted no se puede
par una casa, cuarto o armario, en ninguna parte de la ciudad. perder mientras esté en el Dist rito.
Será ilegal abrir, operaro mantener cualquier cabaret, salón Todo sucede aquí. El placer es la contraseña.
de baile o lugar donde se efectúe el cancán, clodoche o seme­ Los negocios han aumentado tanto en la parte de arri ha que
jantes danzas femeninas o espectáculos de sensación, fuera Mme. Johnson tuvo que ocupar un «Anexo». Emma nunca
de los siguientes límites, a saber: del lado inferior de N. Basin tiene menos de veinte mujeres hermosas de todas las naciones
Street al lado inferior de N. Robertson Streety del lado sur de que saben cómo entretener con perspicacia.
Customhouse Street al lado norte de Saint Louis Street. Recuerde el nombre.: Johnson.

Para m antener contentos a los corruptos había multas de cin ­ Aquí sí habla Española
co a veinticinco dólares, encarcelam iento hasta treinta días leí on parle franqais.
en caso de falta de pago por las eventuales violaciones de la
ordenanza. Podían clausurar cualquier casa que —como pue­ CONEXIÓN TELEFÓNICA 33i-333N. Basin
de leerse— «pueda volverse peligrosa para la m oral pública».
Los corruptos podían leerlo como quisieran. Un bote lleno de LA «STAR M ISIO N » DE MISS RAY OWENS
basura podía cerrar una casa, a menos que se les Ileñara la p al­
ma de la mano. 1517 IBERVILLE STREET Teléfono 1793

368
Con mucho, la m cjory más moderna casa de citas en la «Ciudad lleno de vividores o algunos rancheros o sem entales en busca
creciente». El cuarto turco de esta m ansión es el más ftno del de acción, y el jugador se afeitaba, se perfum aba y se ponía sus
sur, todos los muebles y su decoración han sido importados por mejores atuendosy diam antes am arillos im perfectos. Los s i­
Vantine de Nueva York especial mente para Miss Owens. guientes días apenas dorm ía, com ía o iba al baño. Tranquilo,
calmado, vaya, cualquiera d iría que estaba hecho de piedra.
SUS DAMAS SON MILDRED ANDERSON IVi o una vez que desplum aban a la paloma o que la acción iba
GEORGIE CUMMINGS SA DI E LUSHTER contra él, sea como fuere, estaba de vuelta en la casa, tratando
MADELINE ST. CLAIR GI.ADYS WALL,ACE de I irarse a una de m is chicas en el colchón. Supongo que los
PANSYMONTEOSE, AMA DE 1.LAVES doctores pueden explicarlo. Para nosotras las m adames eso
era un buen negocio.
Una madame a menudo llam aba « d am as» a las putas cuando Los jugadores algunas veces hacían juegos en las casas.
sentía que eso aumentaba el precio de sus servicios. El apodo El póquer, de descarte o descubierto, era lo que más gustaba.
hooker para una puta viene de la gu erra civil cuando todo el Y estaba el faraón, el blackjack (veintiuna), el oíd sledge (seven-
mundo estaba lejos de casa y buscaba un poco de eso. El gene­ i/p), el juego del trile, el monte de tres cartas, el juego de dados
ral Joe Hooker, un personaje apuesto, era un cazador de cobos, elmck-a-luck, e le c a rté y el mentiroso, hasta el whist. Nunca les
y pasaba mucho tiempo en las casas del Barrio Rojo, por lo que permití a los jugadores trabajar en m is casas, pero a veces tenía
la gente empezó a l lam ar al barrio Hookers División. Y de ahí que juegos am istosos con unos cuantos huéspedes.
se empezara a 11am ar hookers de form a espontánea a las chicas Nunca me tomé muy a pecho los anuncios de las casas de
que allí trabajaban. citas de las guías; ver algo im preso nunca me pareció que lo
hiciera mejor o peor.
Las prostitutasy los jugadores parecían ir juntos, como los hue­ La guía del Libro azul era realm ente elegante, hasta tenía
vos con jamón. Me reñero a los verdaderos jugadores, no a los dichos en latín:
cobardes o a los fanfarrones. Generalm ente perdían su fajo en
las mesas o en las casas de citas. Los jugadores, y he conocido IIONI SOITQUI MAL.Y PENSE
una docena de los m ejores, vivían con los nervios a flor de piel.
Este directorio y guía del barrio del placer ha sido muy útil
Quizá no lo m ostraban, pero yo sabía cuando un gran jugador
para la gente en muchas ocasionesy ha prohado ser una auto­
había hecho una fortuna; llegaba a la casa sonrojadoy con los
ridad en cuanto a lo que está haciendo la «Zona Alegre».
dedos nerviosos y se subía con su chica preferida, y si ella esta­
ba con un cliente, con cualquier culo fácil que estuviera a mano. ¿POR QUÉ NU EVA ORLEANS DEBE
Lo hacía, la chica solía contarm e después, como si estuviera TENER ESTE DIRECTORIO?
partiendo en dos a una mujer. Hacer el amor de form a fuerte
y prolongada era la manera con la que a menudo los jugadores Porque es el único barrio del estilo en los Estados Unidos re­
se calm aban. Guando los tiempos eran flojos tuve a algunos servado por la ley para las mujeres fáciles.
que se m udaban con una chica y se sen taban sin afeitarse, a Porque pone al exlqpnjero en un camino decente y seguro
fum ar cigarros, repartir u n ay otra vez un mazo de cartas e irse para que tenga adúnde iry esté libre de «asaltos» y otros pe­
a la cama tres o cuatro veces al día. Llegaba un barco de vapor ligros con los que generalmente se enfrenta un extranjero.
Regula a las mujeres para que puedan vivir en un solo ba­ en la política; su lugar en el número 40 é ra la casa de citas más
rrio para ellas en vez de estar esparcidas por toda la ciudad y lujosa de Am érica. Ella decía que le había costado cuarenta m il
l lenando nuestra vía pública con putas callejeras. dólares am ueblar sus cuartos. Tapetes árabes, chim eneas de
También da los nombres de las mujeres animadoras que m árm olyparedes sólidas de nogal. Decían que su boite a l ’ordure
trabajan en los salones de baile y cabarets del barrio. su orin al— era de oro macizo. A m í me parecía que solamente
era plateada. Tengo un recorte de un reportaje en un periódico
¿Quién de los viejos vividores recuerda hoy en día a Kate Town- sobre la casa de citas de Kate Townsend, sólo para m ostrar lo
send, Fanny Sweet, Red Lighl: Liz (la am ante de Joe el azota- elegante que era.
dor, que cargaba con un surtido de látigos para los azotes de Escribieron acerca de una «estantería m agnífica, encima
los clientes), Nelly Gasper, Fanny Pee! y las putas Kidney Foot de la cual había estatuillas, el trabajo de artistas de renom bre
Jenny, One Eye Sal, Gallus Lu, Fighting Mary, que eran cono­ y pequeños artículos de arte que dem ostraban el buen gus-
cidas en Sm oky Row, B ien villey Gonti Streets? A diferencia de lo, tanto en su elección como en su disposición. Una m esita
las carreras de caballosy los concursos de perros, nadie llevaba de mármol ñnam ente tallada estaba al lado, y contiguo a esto
registro de ellas. había un espléndido arm ario con puertas de cristal, en cuyas
En la flor de su vida, Storyville, según los cálculos del Jefe repisas se alm acenaba una plétora de las más finas sábanas y
de la policía, D.S. Gaster, tenía doscientas treinta casas de citas, ropa de cama. A l lado del arm ario había un sofá de faya y da­
treinta b u rd elesy dos mil putas, todas ocupadas en el negocio masco, y encim a de la repisa de la chim enea había un valioso
de la carne. espejo francés con marco de oro. Un gran aparador estaba s i­
Para atraer huéspedes que pagaban bien una madame te ­ tuado en la esquina junto a una ventana al otro lado de la ch i­
nía que reivin dicarse. A lgu n as m adam es usaban la historia y menea, y en éste se guardaba una gran cantidad de platería.
la literatura como un señuelo. Una j uraba que era descend iente Otro arm ario sim ila r al que se describió prim ero, una mesa
del piel roja del famoso poema de Longfellow y tenía un cuadro y la cama, com pletaban los muebles de la habitación, además
en su salón con el letrero: Señor y señora Hiawatha, antepasa­ de varios sillones tapizados con damasco y tafetán, con téte-á-
dos de Minnie Haha. M innie tenía casas en las calles de Union létes a juego. Las colgadu ras de la cam a, incluso el m osquitero,
y Basin. Kitty Johnson era una madame por la que sus am igos eran de encaje, y una exquisita cesta de flores colgaba del dosel.
hom bres se batieron en duelo en la acera, el ganador obtuvo Alrededor de las paredes colgaban unos cuadros al óleo castos
una cena con las chicas. y caros».
En la casa de Josephine K illeen estaban Mol lie W illiam s y Gastos, sí, ¡yyo soy monja!
su joven hija, disponibles como equipo por cincuenta dólares. Kate Townsend tenía más de veinte chicas. El vino costaba
La policía las arrestó y la señora K illeen dijo que estaba mal (| uince dólares la botel la. El precio que se pagaba era de q u in ­
que « a una chica la separaran de su m adre, que necesitaba su ce dólares la sesión y por chicas m ás populares, veinte. Kate
ayuda». En el burdel a menudo se encontraban chicas de doce no estaba en contra de subirse ella m ism a con un huésped por
a dieciséis años, y se las conocía como «coditos com ilones». cincuenta dólares el polvo.
Kate Townsend le dio clase a Basin Street. Tenía las tetas A lgu n as m adam esíañadían actos picantes y especiales
m ás grandes de toda Nueva Orleans y era agradable verla pa­ traídos de fuera. Yo no iba mucho a los espectáculos vudú de
seándose con el los al frente. Kate era una bebedora, tenía poder los negros, y cuando a Igún cliente rico del norte que había oído
hablar sobre éstos me pedía que trajera algo extravagante y que al Greenbrier. Me gustaba el servicio en los trenes, el litoral,
él pagaba el flete, me ponía en contacto con Mae M alvina y le las cenas elegantes en la costa este, los m ejores lugares de la
pedía que me enviara algunas b ailarin as m estizasy las dejaba cosía atlántica.
tocarse con el golpeteo de los tam bores, y eso siem pre parecía Si iba a Nueva York—odiaba esa ciudad—, el Waldorf estaba
complacer a la clientela que quería chupar un cobo negro. bastante bien, pero rara vez iba. Todos los momentos d ifíciles
V espantosos con So n n yy Monte regresaban, y enferm aba y le
Los veranos eran insoportables en Nueva Orleans; el aire era cebaba la culpa al entrem és de langosta o a l a cuisinefran^aise.
tan caliente y tan húmedo que era como resp irar sopa. Solía Los recuerdos pueden tener una larga cola llena de anzuelos.
cerrar la casa y las chicas se trasladaban hacia el norte a los Mi lugar favorito para estar sola era el Grand Hotel Tulwiler en
centros vacacionales para trabajar en algún prostíbulo de un Bi rrningham. Podías oler el pasado bien em balsam ado en un
balneario del campo, se iban con sus protectores si tenían uno, buen servicio silencioso.
para tirar su dinero por ahí, o se d irig ían á casa, si tenían una, Hubo un par de veces en que casi cojo un C u n ard er o
para ver a su gente y dejarlos con los ojos como platos con su un transatlántico h am burgu és-am ericano para ver un poco
ropa y los regalos. En la vida real no conocí a muchas fam ilias de Europa, pero nunca lo hice. Llevaba una vida placentera e
que le d ieran la espalda a un dólar ganado en la cama. i 11 formal. No era infeliz. Eso es casi lo m ejor que puedo decir
Cogí la costum bre de ir a Colorado; el aire puro era gran ­ sobre mi durante todos esos años. Los estilos cam biaban, los
dioso d espués de la humedad del golfo. Muchas de las madames siglos cam biaban, al menos en los calendarios. A mi m an e­
hacían lo m ism oy nos encontrábam osy cenábam osy hablába­ ra yo era un éxito am ericano como Mr. Frick, Mr. Garnegie,
mos de nuestros trabajos en el viejo Windsor, en Denver, lleno Teddy Roosevelt y M rs. Astor.
de espejos y oro artificial y felpa fina, como cualquier burdel
de prim era, o contratábam os una carreta elegante e íbam os al
Hotel de París de Louie Dupuy en Georgetown, alT eller House
en Central City o el Vendóme Hotel de HawTarbor en Leadville.
La com ida era buena, y yo apostaba. Me gustaba el póquer, pero
no tanto como para hacer daño. Generalm ente yo era la única
mujer en el juego. Si me entraban ga nas, iba a V irg in ia City,
siempre a la International House en C. Street, creo, y era recibi­
da por los vividores de Com stocky Bonanza -—viejos huéspedes
de mi casa— si estaban solos. A prendí que era mejor esperar a
que ellos te dieran la seña I de q ue los conocías.

Florida me atraía, aun cuando sus veranos eran igual de malos


que los de Nueva Orleans. Pero a veces después de una Navi­
dad y un A ño Nuevo de trabajo duro dejaba a H arry y al ama
de llaves atendiendo el burdel y yo me encontraba con alguna
madame en el Royal Ponciana o nos íbam os a Poland Springs

274 375
I !i i . i rta parte
LA VIDA GOMO MADAME
(!. 11)í I: u 10 22
PROBLEMAS EN LA GASA

I,;i v ida empieza a tran scu rrir sin color conform e se convierte
n i una rutina, una costum bre. Los días se vuelven tediosos y
Ii.i receñ ir lentamente, haciéndose cam ino hasta el final. Sim ­
plemente no recuerdo todas esas fiestas frenéticas deA ño Nue­
vo <| ue celebram os en la casa.
Una o dos destacan. El año en que un actor famoso per-
«lio la parte frontal de su herm osa dentadura de porcelana en
el alcantarillado, y luego el año en que tuvim os un incendio
cuando el budín de ciruela de Lacey Belle Bam beado en bran ­
dy prendió las p ersian as y tuvim os que apagarlas con botellas
de agua de Seltz.

I'ara cuando llegaron los años noventa yo estaba subiendo de


peso, pero como era alta podía disim ularlo, aun cuando se rae
cayera todo un poco por aq uí y por allá. Pero con un corsé ajus­
fado y dos criadas que me ajustaban los encajes y me ponían
una faja, todavía tenía, según me decían, un culo m agnífico y
un buen par de tetas. Si les gusta la silueta anticuada. Sólo de
cerca se podían ver las arrugas alrededor de los ojos, y el h e­
cho de que mi cabello dorado rojizo estaba teñido. Tenía una
buena dentadura y la cuidaba. Rehuía las charlatanerías de los
dentistas que trataban de venderm e un diente de oro para la
parte frontal. Tenía una buena digestión, no bebía tanto como
algunos ni tan poquito como otros. Sabía de vinos gracias a mi
Icmporada en casa de los F legely solía serle fiel a un borgoña
blanco Glos du Chapite.
Los años seguían pasando como si t uvieran miedo de que
los atrapáram os. Tenía cuarenta y cuatro años y me quitaba
ii i i o s cuantos. 1898 parecía un año completo; la excitación por

la guerra cu bana era buena para la casa. La idea alegre de hacer


polvo a los españoles estaba en la mente de todo el mundo. No sus trajes de lino blanco, siem pre estaba dándole palm adas en
me habría podido im portar menos quién explotó el Maine, pero la espalda a la gente, siem pre pellizcaba a las criadas negras
todo el mundo en la ca lie parecía listo para sacar un arm ay em ­ y era dado a en señ ar un fajo de dinero y decir: « e n casa hay
pezar a m atar cachupines. Siem pre me gustaron los españoles muchos m ás de éstos». E xisten estos tipos que saben que el
que conocí —ten ían buenos m odales—, y no entendía por qué dinero les va a com prar lo que sea. No discrepo con ellos del
m atar a un hom bre que me vendía pendientes de diam antes o todo. Es sólo que pienso que deberían hacerlo con buen gusto.
culpar por el Maine a uno que reponía las ventanas de cristal Frank no tenía buen gusto ni m odales, sólo una fam ilia rica
rotas. Nunca he sido de las que ondean banderas. Para mí no que tres generaciones atrás había sido chusm a blanca del sur,
son m ás que estam pados de color cosidos, aun cuando sé lo y que robó lo suficiente en tierras y algodón durante la guerra
que representan. Pero nunca confundí un país con su gobier­ civil como para volverse muy rica. Ahora se había estableci­
no, con los pelagatos que d irig ían las cosas durante un tiem ­ do en la ciudady seguía desvalijando. No me caía bien Frank,
po, con su bandera. Yo sabía, gracias a los contactos que tenía pero sus contactos eran im portantes en la ciudad. No quería
para la protección, que un gobierno no es sólo una bandera o que su gente la tom ara conm igo. Ellos creían, según me dijo
su historia pasada, sino que por lo general es una colección de Fran k, que si se desfogaba en un prostíbulo, en casa no bebe­
personas cod iciosas y podridas llam adas políticos. Ni siquiera ría tanto ni trataría de follarse a ni nguna de las invitadas de
sentía que fueran todos malos. Hemos tenido algunos hombres sus herm anas que se quedaban con ellos. Era una verdadera
grandiosos, unos cuantos en W ashington. En todo b a rril de joyita del sur.
m anzanas podridas siem pre encuentras una o dos que están A la s chicas de la casa no les caía bien Frank. Las m altra­
buenas. taba. Y cuando llegaba de una borrachera, no lograba que se le
levantara el pito. Solía atorm entar a las chicas para lograr una
No, nunca he tenido ningún interés en m orir por una bandera erección. Hay gente a la que le gusta hacer daño a los demás y
o porta historia o por los políticos. Odiaba que le dispararan a cuando fallan en algo tan im portante como el sexo, les hacen
la gente, que m ataran a los muchachos por un lema o por más aún más daño.
tierra para la United Fruit Go. o la A zucarera Fulana o el New Le dije a Fran k que se le proh ib iría la entrada a la casa si
York World. Vi a los m agnates de piñas y a los hijos de m isione­ intentaba cualquiera de sus crueldades con m is chicas. Tuvo
ros apoderarse de todo Hawai. que pagar por un ojo morado que le dejó a una niña l lamada
Un m agnate de piñas —in d irectam en te— h aría que me Agnes que trabajaba para mí. Era la típica retraída que toda
echaran de la ciudad durante tres años, cerraran mi casa y me casa tiene para ciertos huéspedes tím idos o nerviosos. Siem ­
enviaran a la costa oeste. Este magnate de piñas no era más que pre parecía como si fuera su prim era vez con un hombre. Podía
un cerdo asqueroso, que vom itaba en el salón, se lim piaba con acurrucarse como si tuviera miedo, como si quisiera escon­
el m antely trataba de dispararle al perro del jardín sólo porque derse del mundo. A gn es estaba realm ente un poco tocada de
ladraba. H arry tuvo que quitarle la pistola. la cabeza. Supongo que le faltaba un tornillo y que realm ente
El verd adero problem a q ue este hom bre causó fue in sis­ lenía miedo del mundo. Llegó de Tampa a mi casa, de una fa­
tir en traer a la casa a u n joven am igo, al que llam aré Fran k P. milia pobre de chusma blanca. Había sido puta entre los reco­
(su fam ilia todavía es im portante en Nueva Orleans). Frank lectores de fruta y los pescadores de cam arón desde que tenía
era joven, ya era un borracho, siem pre transpi raba a través de doce años. Podía estar callada y luego repentinam ente tener

2580
un arranque de rabia y llorar por cualquier cosa como un za­ do tu viera que elab o rarse el in form e. Le pedí a H arry que
pato de borla roto o porque alguien había usado su taza de café subiera y le m ostré lo que había en la habitación mient ras yo
preferida. 0 se en fu rru ñ ab a, se llevaba un par de dedos a la calm aba a A gn es. Le di una buena dosis de láudano con vino.
boca y se los mord ía. La conservaba porque era buena para la Le vendé la cabeza con una toalla. Era d ifíc il detener la he-
clientela a la que le gustaba dom inar a las chicas. Para A gnes m orrajia. La herida tenía siete centím etros de profundidad.
cada polvo era como una violación. M iré a Harry:
—Ve a buscar al Capitán B.
A F ra n k le daba por fastid iar a A gnes, zarandearla, hacerle pe­ —Mejor traigo tam bién al doctor.
ticiones disparatadas cuando se daba cuenta de que no podía —Apaga todas las luces de abajo. Que las chicas se metan
correrse. Esa m ala noche se subió una botella al cuarto —de en sus cuartos. Enciérralas. Di les que no saben nada, que to­
brandy, una bebida mortal para él— y se puso hasta las orejas. das estaban dorm idas.
¡Dijo que se excitaría correctamente si Agnes se mojaba el vello H arry se fue a hacer los recados. Me llevé a A gn es a mi
púbico en brandy y le prendía fuego! Coño flambée, dijo. A gnes cuarto y la acosté en la Camay Lacey Belle —en quien podía con­
se puso a gritar y Frank la empujó contra una esquina y empezó fiar— se sentó a su lado. El doctor llegó. Era un médico a rru i­
a golpearla con la botella de brandy. La botella se rompió y le nado q ue practicaba abortos a putas, que trataba la sífilis y que
hizo una herida profunda en la m ejilla derecha. hacía mucho tiempo había perdido su licencia para ejercer. Se
A gnes trató de coger lo que fuera, alcanzó un par de tije­ pasaba la vida, no muy infelizm ente, gorroneando dinero pa­
ras que guardaba en su mesita de noche. Llena de sangre por ra apostar en los caballos. Le quitó a A gnes la toalla que yo le
toda la caray con Frank dispuesto a aplastarle el cráneo con el había puesto alrededor de la m e jilla y d ijo que le quedaría una
extrem o puntiagudo de la botella rota, arrem etió y le clavó las cicatriz espantosa a menos que la cosiera enseguida. Lo dejé
tijeras cerradas en el ojo derecho, sin ni siquiera apuntar. A sí con H arry y Lacey Belle para sujetar a A gn es después de que le
es como me lo contó más tarde yy o le creí. diera una droga para atontarla un poq uito más.
Las delgadas ti jeras afiladas, clavadas fuertemente, debie­ Siempre llam é a los importantes de la pol icia cuando hubo
ron de haber matado a Fran k en el momento en que golpearon un problema. El Capitán B. estaba en el salón. Era un polizonte
su cerebro. Se cayó hacia atrás, con el mango de las tijeras col­ honesto que hacía lo que le decían los que estaban arriba. Se
gando de la órbita del ojo. llevaba su parte, nunca pedía una chica, yy o sabía que era un
Yo había subido desde el salón al oír el p rim er grito de tipo recto. Vio q ue yo esta ba tem blorosa m ien tras nos senta mos
A gnes y la vi ahí desnuda, sangrando como un becerro dego­ a beber bourbon en el salón. Le conté lo que la chica me había
llado y a él en calzones, acostado sobre la alfom bra, con las ti­ dicho q ue había suced ido.
jeras saliéndose de la cabezay la habi tación apesta ndo a brandy Sin m ostrar tensión alguna, me dijo:
derramado. —¿Está segura de que está muerto?
Le dije al ama de llaves que bajara y que anunciara que —Suba y véalo usted mismo.
había habido un infarto en uno de los cuartos. Que si los hués­ Subim os y le quité el cerrojo a la puerta. El Capitán B. se
pedes tenían la am abilidad de irse antes de que llam áram os agachó hacia el cuerpo, no lo tocó, y después de un rato se puso
al hospital p o r u ñ a am b u lan cia. Eso su rtió efecto. N ingún de pie y se sacudió Jas manos.
huésped q u erría que lo encontraran en un prostí bulo cuan­ —Está más muerto que mi abuela. ¿La chica va a sobrevivir?
--A m enos q u ele d égangrena. E] doctor está con ella. Ella no, quieren que cierre su casay que usted se vaya de la ciudad.
no hablará. Le dije que no dijera nada. Tam bién, por supuesto, la chica se va con usted, o a cualquier
El Capitán B. m iró a F ran k y con la punta de su zapato tocó otro lugar,pero fuera de la ciudad.
el hombro desnudo del muerto. —¿No hay otra opción?
—Puede alegar legítim a defensa. En efecto, toda esta h is­ —Nop. Si se queda, la vamos a clausurar.
toria va a hacer ruido. ¿Se puede conñar en su gente? —¿Sabe todo lo que tengo invertido aquí?
—A Harry, usted lo conoce. El y yo somos los únicos que Me dijo que lo sabía y que lo sentía. Me dijo que después
han visto este cuarto. Además de la chica. de que me fuera y el lugar estuviera cerrado durante dos o tres
—Volveré en una hora. Tengo que llam ar a algu nas p erso­ meses, podría alquilarlo, con muebles y todo, a través de Ro­
nas. Mantenga las puertas cerradas. ma. Pero no podía tener nada que ver con su adm inistración.
Le dije que si así tenía que ser, así sería. El Capitán B. sacó
A la s cuatro de la m añana H arryy el Capitán B. esta ban sacando dos cartas de su bolsillo:
el cuerpo de Frank envuelto en una lona de carpa por la puerta —A quí tiene algunas presentaciones con la gente indicada
de atrás. Luego se fueron en un carruaje de dos caballos, H arry en San Francisco. En caso de que quiera ab rir algo por allá.
conducía. Dos d ías después hallaron el cuerpo de Frank en las
aguas poco profundas del gran lago. Un accidente de lancha. Ya había pensado en San Francisco. Me sentía fatal por ser ex­
Había chocado con algo puntiagudo y se había caído de la lan ­ pulsada de la ciudad. Por otro lado, si a A gn es la llevaban a
cha. Ni siquiera salió en ningún periódico. juicio por asesinato, me vería arru in ad a, quizá hasta im p li­
Mantuve la casa abierta, pero mandé quitar la alfom bra cada. Y eso podía desem bocar en la clausura de todas las ca­
del cuarto de A gn es e hice que se la llevaran para quem arla. sas de citas. Así es que yo era el chivo expiatorio de lodo eso.
A A gn es la envié a un sanatorio en Baton Rouge. Me senté y Me daba cuenta de que el Capitán B. y sus superiores estaban
esperé. Sabía que algo explotaría. El Capitán B. regresó. Nos haciendo lo mejor. Para m í, tam bién para ellos. Las estatuas
sentam os en m i cuarto. Me m iró de frente y me d io unas pal- que representan la Justicia siem pre tienen los ojos vendados.
m aditas en la rodilla. Siem pre he sospechado que tam bién es bizca. No quería pro­
—Bien, usted sabe que soy un policía honesto. L evo yap o - bar mi teoría. A rreglé m is asuntos, cerré la casay, llevándome
ner las cartas sobre la mesa. Le tuvim os que decir al pad re del conmigo a Harry y a Lacey Belle —a las chicas las acomodé en
muchacho que su hijo murió borracho, con el estómago lleno otras casas—, cogí el tren. Prim ero hacia el norte para ocu­
de alcohol, y que una chica, una puta, había salido herida y casi parm e de mis inversiones y de m is cuentas, había depositado
m oría. No se mencionó la casa de citas. Echó humo, pero los todo en Saint Louis, y luego hacia el oeste a C alifornia. Fue un
tipos de arriba lo arreglaron. No habrá investigación. Pusieron viaje sofocante y polvoriento, había cenizas por todas p arte sy
dos condiciones. un ferrocarril que necesitaba allanarse. Aunque era mejor q ue
—¿Cuáles? los vagones de tren que solían di rig irse al oeste.
—Un escándalo podría cerrar todas las casas. Suspender Era el oeste todo el tiempo, y ahí estaba todo lo que había
el dinero de la protección. Tiene que cerrar su casa e irse de la visto en las postales y en la^estereografías. Los peñascos ro­
ciudad durante unos cuantos años hasta que todo esto haya pa­ jos, las grandes distancias interm inables sin nada, tanto va­
sado. Les dije a m is superiores q ue usted era de liar, pero bue­ cio. Era d ifícil creer que detrás de mí la gente viviera codo con
codo en las ciudades, se peleara por un pedazo de cal le, cuando
toda esta tierra estaba vacía sin nada más que arena y rocas y
un poco de rastrojo. Las Montañas Rocosas me dejaron con la
Capítulo ?3
boca abierta. Todas esas rocas apiladas sobre rocas apiladas y
LOS PLACERES DEL GOLDEN GATE
algunas cubiertas con nieve.
Y yo, toda entum ecida, llena de polvo, con ind ¡gestión, en
dirección hacia C alifornia. Em pecé a recuperarm e. Me p re­ Pagué una muy buena habitación en el Palace Hotel y deshice
gunté: ¿debo holgazanear?, ¿debo ab rir una casa? las m aletas. Me recordé a mí m ism a que había optado por San
En el tren traqueteante de Mr. Huntington pasé noches Francisco porque allí tenía am igos en el negocio y la ciudad
acostada en mi litera temblando y dando vueltas, escuchando era bastante abierta. Me habían dado cartas de presentación
el pitido del tren y el chacachaca de las ruedas del tren, pre­ hechas por un juez y por un transportista para los políticos de
guntándome qué estaba haciendo. Ya no era jovén, no tenía un la costa que me darían proteccióny se encargarían de que d i­
hom bre, no tenía nada más que algunos papeles que decían rigiera un lugar fino sin introm isión de la ley o de los ham po­
que era dueña de esas accionesy que tenía esa cuenta de banco. nes. Y todo el mundo me había dicho que los clientes nativos
Hasta pensé en Monte y en Sonny. No venían a m is recuerdos eran una panda de cachondos.
muy habitualm ente. Los apartaba. No quería cam in ar por la Durante tres años, de 1898 a 1901, d irig í una casa de lujo
vida con una libra de plomo en el estómago, evocando recuer­ para la clientela de som brero de copa en el Tenderloin del cen­
dos. Siem pre he preferido pensar en una bebida, en una buena tro,y nunca tuve el menor problema, más que los destrozos ha­
comida, en un día alegre. A ñadan el placer de un buen par de bituales, tres ataques al corazón de clientes viejos demasiado
caballos, una buena charla con hom bres en el salón cuando los entusiasm ados y el fallecim iento de dos chicas por problem as
huéspedes se conocíany se expresaban sobretodo lo que consi­ pulm onares. Y luego la vez en que el sobri no de un constructor
deraban el modo adecuado de vivir. Hace tiempo que descubrí de ferro carriles le prendió fuego a mi casa una noche de Año
que la conversación no es más que chism e e inform ación. No Nuevo y trató de apagarlo meando en las llam as. El fuego no
resuelve nada y no debería tomarse muy a pecho. Para mí, una redujo la casa a cenizas y su fam ilia pagó por las cortin as, el
buena charla no es más que educación sin dolor. papel tapiz y el vestido de Mónica. Las c h ic a sy y o viajábam os
¿Podría tenerlo de nuevo? Tenía una especie de dolor por todo el tiempo con un pase gratis de ferrocarril, teníam os tan­
la vieja casa de citas, ahora oscura, cerrada, con todo cubierto tos ferroviarios im portantes como clientes asiduos.
con sábanas, las p ersian as bajadas y la llave en m anos de uno
de los hom bres de Roma, quien encontraría a alguien para en­ Para d irig ir una casa de lujo tienes que estar segura de tus ch i­
cargarse de la casa. cas: que sean agradables, activas, inventivas, pero que no estén
En el ferry de Oakland le eché un vistazo a San Francis­ locas de atar; y de la ubicación de la casa: respetable, pero no
co y decidí, ¿por qué no? Aquí o en cualquier lugaryo era una muy visible. Toda ciudad que atiende los placeres de después
madame. del anochecer tiene un prostíbulo. Y en una calle mucho más
discreta los m ejores burdclas de la ciudad les dan a las fam i­
lias ilustres y a los vividores más ricos y a los sementales más
im portantes en la política, la ley y los negocios, un montón de

386
diversión y de actividad sólo para hombres. Nunca me puse a San Francisco era diferente a cualquiera de las otras ciudades
exam inar la moral de la Iglesia, pero si la naturaleza no hubiera en un sentido: era una ciudad más joven, realm ente joven. Y
querido que los varones de San Francisco visitaran las casas y por esa razón tenía más arrojo, más chispa y más vividores y
retozaran con las fulanas, la naturaleza no habría hecho a los los cl ientes eran más libres con su china (dinero) y más sa l­
el ientes tan bien dotados y casi todo el tiempo interesados —has­ vajes en la cama.
ta los setenta años y más— en tratar de probarlo. Gomo yo veía —Solían salir del Lloyd’s Pana mi ni y Lone Pine Stage —de­
las cosas, todavía atend ía una necesid ad natural y vita l . Siem ­ cía la vieja puta—, y con vapor sabiéndoles de ios oídos, cargados
pre sentí que ofrecía un buen producto, guardaba los secretos con certiñcados bancarios de plata.
de todo el mundo y velaba por la salud y el bienestar de todos La vieja Sugar M ary decía que recordaba los prim eros días
los interesados. Y cobraba todo lo que el cliente podía pagar. Le de las putas au n nivel im presionante; se hacía en las tiendas y
daba un muy buen w hisky —así como en Nueva Orleans insistía chozas de las putas m exicanas y sudam ericanas llam adas chi­
en el mejor bourbon de Kentucky y buenos vinos para aquellos lenos. Trabajaban en el puerto y en la larga cuesta de Telegra-
que sabían de vinos—. Los mueblesy el entorno de cualquiera de ph H ¡ II. La demanda era constante y tanto la gratificación del
las casas que d irigí siempre eran igual de buenos o por lo gene­ trabajo como la competencia estaban representadas solam en­
ral mejores que los que el cliente tenía en casa. Las cam as eran te por negras e indias. Luego el boom de la quim era del oro se
de caoba de verdad, no de chapado barato, y las palanganas de hizo más salvaje y el valor de las tierras aumentó y hasta Yerba
porcelana, los espejos y complementos y accesorios más tarde Buena Cove se llenó. Sugar Mary me juraba: «Sólo cortábanlos
se vendieron como antigüedades en C alifornia Street. m ástiles de los barcos y los cubrían de suciedad y se extendían
Prim ero había que arreglar y pagar lo de la protección. Le por todo el puerto». El mercado se movió a Portsmouth Sq uare,
apoquinaba al teniente de policía que pasaba a saludar, al in s­ pero ése tampoco duró mucho tiempo como lugar de trabajo.
pector de sanidad, a los abogados de la fam ilia devota que era Para cuando 1legué a San Francisco los puteros ricos exi­
dueña del edificio. Por esa época mi escarcela, una bolsa que los gían ante todo clase. D irig ir tugurios no era para nada m i es­
actores y otros llevan con una cuerda en el cuello donde tienen tilo de vida y nunca lo sería. Uno es tan bajo como la medida
el efectivo de emergencia, estaba casi vacía. en que se lija sus m etas. Nunca d irig í ningu na casa en Bar-
A ntes de levantar el picaporte de las enorm es puertas de bary Coast, pues era una vida demasiado r uin y barata para el
roble ahumado, estudié la h istoria de la ciudad y del mercado. estilo de lugares que solía atender. Sugar M ary conocía a una
La vieja Sugar Mary, que lavaba platos para ganarse la vida y madame llam ada Labrodet que d irigió una buena casa en los
que había llegado a la ciudad con la prim era quim era del oro y setenta por las calles de T u rky Steiner, y yo quería algo esp e­
había dirigido tugurios y burdeles, me dijo: «C reo que hice la cial como eso para mi propio burdel. No quería nada decadente
fortuna de cinco m il chicas». Le dabas una pinta de ginebra y del tipo de la House of Blazes que u na vieja chism osa llam ada
un buen puro y se ponía a hablar de la vida de las prim eras ca­ Johanna Sch rifm d irig ía en Ghestnut Street cerca de Masón,
sas de placer en la costa. Yo m ism a ya me im aginaba que cada con tres o cuatro casas trabajando al m ism o tiempo, y donde
ciudad tiene sus propios hábitos y pautas después del anoche- las chicas podían llevar allí a sus propios elientesy alq u ilar por
cery que San Francisco tenía unos que eran parecidos a los de horas una habitación. Gente de lo más inapropiada frecuen­
las demás ciudades y otros que eran diferentes. taba el lu g a r—ex convictosy «hom bres pete», falsificadores,
tim adores de carnaval—. La vieja Sugar M ary recordaba a un

388
No contraté a ningu na chica de la costa, sino que mandé pedir
oficial de policía que fue al Blazes a por un personaje buscadoy
unas a Saint Louie y a N ueva O rleansy empecé con ocho chicas,
le robaron su pipa (pistola), som brero, esposas y cachiporra.
la vieja cocinera Lacey Belle y H arry con su mano dura para
Después de subirm e a m uchas carretas de alq u iler y de
m antener a las m uchachas bajo control. Las chicas sabían que
mucho cam in ar y hablar, decidí a b rir una casa de lujo en el
eran de prim era, al trabajarían cerca de Market Street. Haz que
Tenderloin del centro, lejos de la costa. El b arrio ten ía bue­
una puta se sienta orgullosa de sí rnism ay de sus alrededoresy
nas casas de juego, propiedades llam ativas en el negocio de
tendrás una chica felizy agradable con los clientes. A veces las
las tabern as y cabarets con m úsica. Todo en M asón, Larkin ,
chicas son muy in felices. Muchas se co lapsan y se deprim en
O 'Farrell, T u rk y otras buenas calles cerca de Market. Había
y algunas incluso se suicidan. Nunca conocí a n in gu n a puta
buenos teatros, espléndidos lugares para com er donde la cla­
alegre, con el corazón de oro, riéndose todo el tiempo, salvo en
se d istin gu id a y la aristocracia y sus m ujeres iban a p a sá r­
las obras y luego en las películas, y cuando hacen aparecer a las
selo bien. La vida nocturna no era tan p eligro sa, no estaba
actrices como prostitutas en esos espectáculos, es para m orir­
infestad a de los tipos rastreros que acudían en m anada a la
se de la risa, así de alejadas están del producto real. Nunca vi
costa. Había clase, gente ad inerada, o gente que q u ería pasar
un diente de oro en la actuación, y a la m ayoría de las putas les
por gente adinerada, y pronto aprendes que los de ésta últim a
gusta tener uno o dos.
clase pagan más que los prim eros, sólo para dar la im presión
M antenía a las chicas en un alto nivel, in sistía en la lim ­
de que son la crem a y nata, exactam ente como el caballo de
pieza intensiva de su cuerpo, cabello (sin dem asiados peines)
M rs. Astor.
y ropa. Me ocupaba de que aparecieran con vestidos linos o
La casa de tres pisos que d irig í estaba entre los sitios so ­
atuendos cortos diseñados para atraer a los especialistas. En
fisticados del barr io. Tenía un buen ojo para los muebles y ac­
mi casa ofrecía lo que la gente llam aba «sim p le y anticuado
cesorios como un buen pedazo de madera. Había un hotelito
polvo», algunas veces con ribetes para satisfacer al cliente es­
que se sa I ió del negocio porque i ban a demolerlo para hacer un
pecial; como en Nueva Orleans, no era muy dada a los actos per­
nuevo edificio, y conseguí algunas cosas linas d é las que ya ni
vertidos. Había una chica mitad española —Nina— que tenía
siquiera ves en estos días, excepto en los lugares de decoracio­
un trasero du roypod ía cogero usar el látigo, y había un cuarto
nes fraudulentas. La comodidad no es suficiente en una casa
en el piso de arrib a donde las chicas presentaban varios actos
de prim era; el lujo es lo que los cl ientes deben sen tir todo el
picantes para algún hom bre rico que diera una fiesta. Pero no
tiempo. Instalé a Lacey Belle en una buena co cin ay H arry me
era dadaa los juegos m ixtos con hom osexuales raritos o torti­
compró un bulldog inglés.
lleras. La vieja Sugar M ary me decía que perdía mucha clientela
Yo conocía vin os y algunas d élas m ejores y más elegantes
por no ofrecer actos de m ariquitas y había lugares en la ciudad
etiquetas para aquellos que no entendían. Nadie conocía mu­
que hacían su agosto con eso. Para cuando abrí supongo que
cho del nuevo jazz en San Francisco, así que con seguía l típico
algunos de los que llegaron en el 4,9 estaban hastiados y bus­
p ian ista, y Stephen Foster todavía estaba bien, con m uchas
caban cosas más outré. Yo seguí ofreciendo un artículo honesto
canciones de m ineros que no había escuchado antes. Monté
en un entorno fino y rico y no sentía anhelo por las cosas que
las habitaciones de modo que su girieran que un hombre podía
satisfacían a los árab esy a^los ingleses. Yo era una buena mujer
desabrocharse allí sin ningu na duda de que tendría un buen
de negocios. Hubiera dirigido un salón de té del mismo modo,
polvo.
pero no veía ninguna ganancia en el té. Estaba envejeciendo y

290
quería dejar el negocio algún día, con una buena sum a de d i­ mismo que el rey A rturo o George Washington. El hecho es que,
nero en efectivo y de inversiones. por más salvaje que fuera San Francisco, la mayoría de los ciu­
Conocí a las m adames locales, y, como siem pre, algunas dadanos llevaban vidas fam iliares tediosas y normales, sólo los
conocían el negocio, otras se m ovían rápidam entey desapare­ v ividoresy los despilfarradores le daban su reputación. Así q ue
cían de la ciudad. Una de m is vecinas del Tendedoin era Tessie d irigí m i negocio y dejé q ue la costa acaparara todo el espacio en
Wall, llam ada M iss Tessie. Era una mujer fornida, bastante los periódicos. Difícilm ente usaba a una chica de esa zona.
guapa pero una borrachína con un estómago que tenía capa­ Me gusta ba traer a mi casa a chicas del med io oestey del sur.
cidad para un galón de vino de una sola sentada. M iss Tessie Tenía contactos con la organización que las traía de Inglaterra,
era rechoncha, vulgar, codiciosa. Francia, Italia, o las recogía en pueblos del campo y ciudades
Había una leyenda sobre ella que se oyó durante años. del medio oeste. Me gustaban ham brientas, entusiastas y libres
M ientras cenaba con su am ante, el jugador Frankie Daroux, para ir y venir. Rara vez iba a la costa a poruña chica, pero a ve­
se tomó veintidós botellas de vino y no se levantó ni una sola ces las condiciones eran tales que me faltaban una o dos chicas
vez de la mesa. Se casarony en la boda hubo más de cien in v i­ y con los días festivos por llegar o alguna guerra en perspecti­
tados. Más tarde oí que Frankie le insistió a M iss Tessie para v a —eso siempre mandaba hombres a las casas de citas—, tenia
que dejara de ser puta. El quería m antenerla en su casa en el que reclutaren la costa. La vieja M ary conocía bien la costa y yo
Condado de San Mateo. M iss Tessie le dijo: aprendí mucho de ella. Las viejas putas, si no se hacen devotas
—P referiría ser un poste de luz eléctrica en Powell Street —y muchas de las que pierden la cabeza por Dios, ya no hablan
antes que poseer todas esas jodidas tierras en el quinto pino. de mucho más que de eso—, se vuelven muy parlanchínas.
El jugador la dejó y se negó a volver. Tessie consiguió un Conocí a las m adames de la costa y a las putas de los m a­
revolver. Al encontrarse a su Fran kie en la calle, desenfundó rineros del puerto. Y no me im portaba mucho lo que veía. No
el arm a y disparó tres veces, apuntándole a los huevos pero, estoy hablando de m oral, me refiero a las condiciones. En la
aunque se acercó, no dio en el blanco. La policía la encontró costa era anim al, y no como los anim ales de corral; al haber
de pie llorando encim a de Frankie. «Fie disparado al hijo de sido una niña de granja, sabía que las cosas eran naturales en
puta porque lo am o.» una granja y que las cosas sucedían porque así era. En la cos­
Fran kie se recuperó y se mudó a Nueva York. En su m o­ ta era antinatural y cruel. Soez y deprim ente. Una puta podrá
mento, M iss Tessie se retiró y se llevó la cama dorada que había ser tonta, morbosa y triste, pero es hum ana. No me reñero a
usado en su casa a su apartam ento de la i8th Street. Pero todo ninguna de las tonterías del estilo de « a h í está Nell Kim ball,
esto fue después de que yo ya hubiera dejado San Francisco. pero por la gracia de Dios». Una chica lista puede calcular sus
probabilidades, pero las m ujeres de la costa eran sucias, en­
Cuando cuentas que d irigías una casa de placer en San Fran ­ ferm as y por lo general no eran muy guapas.
cisco, la gente por lo general piensa en el «Barbary Coast», y no
los puedes convencer de que el lugar realmente nunca fue tan En la costa había tres tipos de putas: la puta de caballeriza, la
elegante. A l menos no lo suficiente como para enganchar a n in ­ puta de prostíbulo y la puta de burdel. Una caballeriza podía
guno de los mejores clientes. Me di por vencida en tratar de ex­ ser un edificio de tres o uiwatro pisos a punto de caerse, con
plicar que el Tendedoin no era Barbary Coasty no pretend ía serlo. pasillos largos, y fuera del pasillo tantos cubículos pequeños
En efecto, el prostíbulo americano tiene más leyendas sobre sí como podía haber. En cada cubículo cabía una m u jery llegué
a v isita r caballerizas donde había de doscientas cincuenta a Las chicas se ofrecían a si m ism as desde los alféizares
trescientas putas trabajando. El ruido, el tufo, las voces, las acolchonados de la ventana. Todas afirm aban ser francesas.
m aldiciones, todo era denso como el humo. Bacon y Belden Place estaban siem pre llenas de prostíbulos.
Las esclavas chinas trabajaban en los prostíbulos y tam ­ Más de cincuenta a veces, y se los alquilaban a la chica por cua­
bién las negras y blancas que habían llegado de caballerizas y tro dólares al día. A veces su frían redadas por alguna sociedad
burdeles. Un prostíbulo no era m ás que una choza pequeña y para la p rev e n ció n d e lv ic io o p o ru n g ru p o d e u n aig le sia. Pero
vil, con la recepción enfrente y el cuarto de trabajo en la parte la pobre puta, expulsada por un día, siem pre volvía, y los pros­
de atrás. Enfrente había una silla, y si era una puta m exicana o tíbulos esta ban l istos otra vez para ellas. Los caseros a menudo
irlandesa, un altar con un vaso de aceite de oliva encend ¡do y la eran personas respetables que apoyaban el trabajo antivicio
Santa Virgen, girada hacia el lado opuesto al cuarto de trabajo. en voz altay hacían mucho dinero alquilándoles los prostíbu­
En el fondo las putas se sienten atraídas por una religión que los a las putas. Nunca alegué ser respetable, por lo que no sé
tiene como dios a un hombre desnudo enu nacrliz. El cuarto de cómo se sentían realm ente los dueños. Después de un tiempo
trabajo apenas tenía sitio suficiente para una pequeña cama de me mantuve lejos de la costa. Me deprim ía. Aun así a menudo
latón o de hierro y un aguam anil, una palangana de hojalata, a orga nizaba recorridos a los antros en el Ba rbary Coast para los
veces con una superficie de mármol de verdad en la base, una clientes que venían de fuera de la ciudad. A lgunos hom bres se
estufa de aceite de alquitrán y una olla de agua caliente enci ma, ponen calientes al ver escenas depravadas y soeces y a m ujeres
un frasco de ácido carbólico para la higiene, algunas toallas y sucias. El fundador de una universidad de C alifornia se corría
una cómoda para la ropa de la puta. Por todas partes colgaban al ver a una puta con ropa interior sucia.
calendarios, partituras de música popular, postales coloridas y, La vieja Sugar Mary recuerda cuando Mouton Street era lo
enci ma de la cama, en un nido de rosas im presas u otras flores, más bajo que podías con segu iren un prostíbulo, «trabajé allí
el nombre: Ruthie, Mamie, Sadie, Dot, Daisy, M illie. No era la dos años cuando todos m is dientes se cayeron. Era realmente
cama más lim pia del mundo y siem pre había una franja de al­ follar y follar con la peor clase de canallas m iserables en bus­
quitrán rojo o am arillo a los pies de ésta. Por unos veinticinco ca de cosas extrañas. A llí estaban los clientes más brutales y
o cincuenta centavos el cliente no se quitaba Jas botas. No le chiflados con ideas locas que querían probar. No podías con­
perm itían quitarse nada más que el sombrero, para mostrar,
se g u irá un policía para protegerun coño a menos que alguien
como Mary decía, «que tiene un poco de respeto por la puta». se m uriera o lo destriparan».
Podías encontrar u n prostíbulo casi en cualquier lugar: en Era una calle temible, decía Mary, con farolas rojas encen-
las calles de Pacific, W ashington, Montgomery, Com m ercial,
d id asy borrachos y putas medio desnudas en las ventanas, con
a lo largo de las avenidas de Broadwayy Grant. Podías oler la una bata y nada más. Maldecían y gritaban en una docena de
madre patria del lugar de donde venía una chica de prostíbulo
dialectos, putas gritonas y hom bres borrachos que atacaban a
gracias a los sitios donde com ían o lo que se cocinaba alrededor
otros borrachos, las putas exhibían sus tetas y conejos en las
de ellos. La vieja Mary decía que en Stockton podía saber que
ventanas y todas gritaban sus trucos y sus ofertas. Todo esto a
había prostíbulos de negras por el olor aguisado de Brunswick
la vista de Nob Hill. Los chulos seguían a una víctim a y trata­
y al mondongo-, y los prostíbulos de m exicanas en Grant, por el
ban de em pujarla a una ventana para un vistazo o una sentida
chile; las putas francesas en Com m ercial, por su perfum e.
o para que entrara para un polvo. Eran diez centavos por una
—No se bañan —decía Mary— sólo se untan perfum e.
tocada., dos veces más p oru ñ a exprim ida adicional. Una chica

294 ^95
de prostíbulo podía, en una noche de fin de sem ana, atender de cervezas que vendía, del bourbon y del vino tam bién, pero
a cien sem entales; no podían decir que no se esforzaba. Ha­ con el vino am ericano tenía que atenerme a las etiquetas y no
bía una jerarq u ía de color: el precio por una m exicana era de siem pre estaba segura. Prefería y conocía las mejores cosechas
veinticinco centavos. Una puta negra, china o japonesa pedía europeas. Yo no me em borrachaba como algu n as m adames.
cincuenta centavos. Todas las que alegaban ser francesas, se ­ Solía tom ar café m ientras estaba trabajando y algunas veces
tenta y cinco. Una chica yan qu i costaba un dólar. un poco de brandy con algún cliente asiduo más viejo.
Más tarde en Nueva Orleans tuvimos lo mejor de los prim e­
No sé quién empezó el cuento de que las p elirrojas eran más ros jazzistas, antes de eso a un pianista, generalm ente blanco
salvajes y más feroces al hacer el am ory que enloquecían por en los prim eros años, con ragtime y canciones tristes y melosas
un hombre y casi no podían contenerse. A sí que las pelirrojas de Stephen Foster, aunque después llegaron los ritm os y son i­
podían sacar mucho más que el precio vigente, «pues gritaban dos de los negros. En San Francisco tenía una pianola en un
como si hu hieran perdido la cabeza por amor». Muchas cabezas salón que se alim entaba con monedas de medio dólar (las casas
estaban teñidas de rojo: el anaranjado y escarlata más vivo que más baratas tenían unas que com ían monedas de un cuarto de
jam ás se hubiera visto en la costa. Y una chica judía pelirroja dólar). En el salón especial privado para la clientela más im ­
supuestamente era puro fuegoy humo. En realidad muy pocas portante tenia un enorme piano negro que llegó en un barco
putas se dejaban l levar m ientras atendían a un cliente. alem án encallado cerca de Sea Rock; un cliente me dijo que una
La madame judía más im portante era lodoform Kate, que vez tuvo un dueño llam ado Brahm s, pero nunca estuve segura
una vez fue puta en los prostíbulos de la costa. D irigía cerca de eso incluso después de buscar quién era Brah ms. Tenía a un
de doce prostíbulos, cada uno con una judía pelirroja genui- pequeño profesor en los teclados que solía tocar en los teatros
na; juraba que el cabello era natural, y cada chica era una judía de vodevil en el centro hasta que —en serio— un acróbata se
devota, que estaba ahorrando para traer a su m arido, m ad rey cayó encim a de él y le hizo daño en la espalda-, así que le dio por
pad re a los Estados Unidos. tem erlos espectáculos de acrobacia en el escenario y empezó a
Tam bién estaba Rotary Rosie, que se movía en el sentido asistir a reuniones espiritistas y golpear en las mesas y entrar
de las m anecillas del reloj y al contrario m ientras estaba en la en trance, de m anera que nadie lo quería contratar m ás que
cama. Era una lectora de 1ibros, una puta educada. Un graduado yo. Conocía todo lo que los clientes le pedían y el salón p riva­
de la Universidad de C alifornia le dijo a Rosie que estaba ena­ do tenía algunos conciertos grandiosos. M is favoritas eran The
morado de ella. Trajo a los hom bres de su fraternidad. Rotary Turkish Patrol y algunas de Chopin. Cuando el profesor tocaba
Rosie giró, atendiendo a los herm anos de fratern idad de su Minute Waltz, los clientes lo cronom etraban, y si lo hacía en un
novio sin ningún coste. Le pagaron leyéndole. Rosie dijo que tiempo récord, le invitaban a un brandy. Tenía que lim itarlo a
iría a la universidad. Cuando el amante de Rosie dejó la ciudad, cuatro Minute lValtzes por noche.
dicen que Rotary Rosie se suicidó. Los libros pueden arru in ar
a la gente después de todo. En San Francisco no gané tanto como hubiera podido. Estaba
Los tres años durante los cuales d irig í una casa en San en el negocio para ganar bieny me las arreglé con un buen es­
Francisco fueron fáciles, años justam ente interesantes. No me tado de cuenta en el banco y unos cuantos terrenos que compré
enamoré. No tuve a un rey del ferrocarril como am ante. Cui­ en la ciudad. Pero los p oliciasy los políticos presionaban fu er­
dé m i negocio. Siem pre sacaba enorm es ganancias de las cajas temente a las casas por el botín y el soborno. Los sobornos era n

396 397
muy pesados. Yo pagaba una cuota Jija por cada chica que tenía cincuenta dólares m ediante un catálogo, pero las m adam es
trabajando. Le daba al Ayuntamiento una tajada por la venta de sabían que era m ás prudente com prársela al vendedor, que
licor. Y por una temporada (hasta que curé al hijo de un políti­ dividía sus com isiones en los cuarteles indicados.
co de la gonorrea que una chica de la universidad le contagió, Los dos acontecim ientos m undiales que sacudieron e h i­
enviándolo al doctor adecuado) tuve que dejar que la policía se cieron ru g ir a toda la ciudad fueron los descubrim ientos de
llevara todas las monedas de la pianola. No los culpaba; todo el oro en Kdondike y la guerra con España por Cuba. Los m in e­
mundo metía las manos en la caja de la ciudad. ros empezaron alle g ar a la ciudad hablando de sus h allazgosy
Sin embargo, conocía a jueces y a m iem bros del C ongre­ sus fortunas. En su m ayoría eran gente sim ple, ham brientos
so de la ciudad y del estado; así que, aunque pagaba mucho, no de aquello de lo que nunca tuvieron suficiente. O de oro para
pagaba tanto como algunas para los inspectores, polizontes, gastar. Y cuando el alm irante Dewey tomó M anila, no cerra­
esbirros, jueces de los tribunales de noche, periodistas (unos mos las puertas durante tres días y tres noches. A la s putas las
cuantos pretendían obtenerlo por su cara bonita) y bomberos. hundían más a menudo que a los buques españoles.
Estoy acostumbrada a la codicia hu mana, al uso q ue la gente en
el poder hace de su puesto, de su posición oficial. Nu nca conocí
a nadie en la política —y en m is casas los he visto a todos, del
vicepresidente para abajo— que no quisiera poder, dinero o el
derecho de m angonear a la gente. Y que no se diga que no cono­
cí a los tipos indicados. Podría darles una lista de reform istas
irreproch ablesy legisladores. Muchos de los que hacían gritar
a I águila con el a mor a su patria en los picnics y en los m ítines
del cuatro de julio, tam bién querían echarse un casquete a la
Annie (gratis; d eA n n ie Oakley, la tiradora certera de circo que
hacía agujeros en las cosas, por lo que un billete perforado sig ­
nificaba que el portador podía entrar sin pagar).
Después de volverá Nueva Orleans, los funcionarios de la
ciudad pusieronun impuesto ilegal y extraoficial por cada in s­
trumento musical de cada casa. Un supuesto perm iso en una
ley que nunca fue aprobada; el dinero recaudado nunca llegó al
ayuntam iento o al estado. Luego llegó la orden para todas las
madames de que sacaran todos los i nstrum entos m usicales de
sus casas. La música era demasiado ruidosa. Se lanzó la in d i­
recta de que una casa podría usar música si se tocaba una nueva
arpa mecánica. Un vendedor llegaba para vender justo esa arpa,
hecha en una fábrica de música de Ci ncinnati, por setecientos
cincuenta dólares. Las credenciales del vendedor eran de los
políticos. Una podía com prar la m ism a arpa por unos ciento

399
Capítulo ?4
EN EL COMERCIO DE LA CARNE

Los peores cabrones con las mujeres y las n iñas eran los ch i­
nos. Traían n iñ itas como pollos enjaulados. A menudo había
redadas en los barcos. Una carga de cuarenta y cuatro chicas de
los ocho a los trece años de edad. Las m andaban al Magdalen
Home para entrenarlas como sirvien tas, pero muchas term i­
naban en los prostíbulos chinos. La restricción a la in m ig ra­
ción china aumentó el valor de una esclava.
Tenía a una vieja bruja llam ada Lai Chow como lavande­
ra, que en su momento fue una n iñ a esclava, traída para los
clientes de Little China, el prim er barrio chino. Me contó que
i legó con n iñ as de doce años, dos docenas de ellas en ca jas de
em balaje acolchadas y facturadas como porcelana. A los hom ­
bres de la aduana se les daban sobornos en efectivo para que
pasaran las cajas sin abrir. Cuando d irigió su propia casa, Lai
dijo que conseguía a sus propias n iñ as m ediante los puer­
tos de Canadá y que se las m andaban en carruaje. Nunca tuvo
muchos problem as con la ley, pues cuando hacían redadas en
su casa durante la época de una reform a, siem pre tenía cam a­
reros chinos disponibles que alegaban que las putas eran sus
esposas.
Lai conoció a la fam osa A h Toy. A p a rtir de 1850 en San
Francisco Toy fue una prostituta y buscona, quizá la prim era
en labrarse una reputación como anim adora. Era una esclava,
pero después de que unos cuantos clientes blancos con mucho
dinero se convirtieran en sus patrones, ella se compró su pro­
pia libertad, y como era lista y pragm ática, empezó a im portar
n iñ as chinas por su cuenta. Lai era una de ellas y trabajó para
M adam AhToy durante muchos años en varios antros y burde-
les. M adam Toy hizo un gran negocio vendiendo niñas por todo
Estados Unidos. Como Lai me dijo: «Oyeme bien eh, todas las
Las putas chinas se ofrecían ellas m ism as en los burdeles
n iñ as chinas tienen coños que van de este a oeste, no de norte
o prostíbulos. Un burdel con chicas ch i ñas podía estar en Crant
a sur como las blancas, eh, ¿lo has oído?».
Avenue, Waverly Place, Ross Alley. Eran como la idea que los
Le di je que por supuesto había oído que la vagina de las
hom bres blancos tenían de China, con puro almizcle, sándalo,
niñas chinas era peculiar, pero que yo no lo creía dado que era
teca, colgaduras de seda, dioses, pergam inos y pinturas en la
de M issouri, Saint: Louie. Sabía que hablaban de sus tarifas con
pared. Un burdel tenía de seis a veinticuatro chicas con trajes
cualquiera que quisiera saberlo. «U n vistazo por veinticinco
orientales, el cabello recogido y bri llante, dispuestas a que las
centavos, una sentida por cincuenta centavos, un poico por se ­
trataran como una esclava o a un juguete.
tenta y cinco centavos.»
En los prostíbu los todo era pura velocidad y cam a. Los
Lai estaba de acuerdo conm igo: «P u ras m entiras de m a­
prostíbulos bordeaban las calles de Jac k so n y W ashington y
rinero. Pero los tipos blancos quieren asegurarse. A sí que Ma-
los callejones de Bartlett, C hina, Church. Un prostíbulo no
dam Toy hacia un gran negocio vendiendo niñas chinas. Tenía
hacía distin ción de color; se atendía a hom bres de todos los
casas por todo San Francisco, Sacramento, otros lugares». Lu­
gares donde nunca d irigi una casa. tonos.
Las chicas japonesas in sistían en que el cliente se q u i­
tara los zapatos y se los lu straban. A l irse le daban un puro
Yo personalm ente conocí a Selin a, una fu lan a china, la más
japonés.
guapa que jam ás he visto entre ellas, lo que se llam aba una
m ujer «despam panante». Tenía un cuerpo m aravilloso, del­
No todas las chicas del Barrio Chino eran chinas. A los chinos
gada y aun asi con las caderas y senos perfectos, no escasos
ricos les gustaba atravesar la barrera del color. Pero yo nunca
como los de la m ayoría de las chinas. Podía soltarle un rollo
dejé entrar au n oriental en ninguno de los lugares que d irigí.
a dístico au n cliente sobre pergam inos o biombos, y dem ostrar
La verdad es que siem pre trataban de enganchar a las chicas
un sentido de cultura que a un hombre le gusta aveces cuando
blancas con el humo, el opio. Luego se las llevaban lejos y las
está comprando el tiempo de una m ujery está presupuestando
instalaban como sus concubinas en un antro en algún sótano.
su vitalidad. Tenía un burdel de tres habitaciones en Bartlett
El cliente chino tiene muchas ganas detener diez o doce m uje­
Al ley y era: Sólo para, blancos. Nunca tuvo nada que ver con un
res a mano si puede perm itírselas. Una o dos blancas le dan la
cliente chino dura nte sus horas de trabajo. Usaba su cabeza tan
sensación de tener éxito. La única vez q ue estuve en una casa de
bien como aquello sobre lo que se sentaba. Los clientes tenían
citas blanca para chinos, con Lai, no tuve una im presión muy
que reservarla con tres días de anticipación, así de demandada
buena. Todas las mujeres ten ían pequeñas habitaciones con ba-
alegaba estar. Y pedía un dólar entero, no el precio ordinario
rrotesen lasventanas. Me p arecierontétricasy apagadas, pero
de setenta y cinco centavos. Era una vendedora de vistazos, se
quizás estaban saliendo de una sesión de opio. La novedad de
quitaba la ropa por cincuenta centavos para que el cliente pu­
tener a una chica blanca pronto se agota y el chino rico prefiere
diera ver por sí mismo —según me contó Lai— que sus partes
im portar chicas de casay venderlas cuando se aburre de ellas.
sexuales iban de norte a sur como las de las chicas blancas, y
Las chicas blancas, a menos q ue estén realm ente hund idas en
no de este a oeste.
el opio, dan guerra y se vuelven m alas. A los chinos les gusta
Es sorprendente la idea q ue le puedes vender a un hom bre
una chica apacible, como si estuviera en una pantom im a, que
sobre la fornicación; él paga y, aunque lo engañen, siente que
casi no lo m ire a la ca ra y a la que no le im porte que le den un
al menos obtuvo algo de inform ación o experiencia.

3o3
3o?
golpe o un puñetazo. Lai decía que una puta china respeta a judías eran irascibles pero serviciales, y una buena cantidad
un hombre por ser un ser superior y un amo. Decía que eso es de ellas se convertía muy pronto en madames. A prendían rá­
enseñanza coní'uciana. Bien, a la m ierda con eso. Una vez que pidamente y le daban al cliente la ilusión de que las im presio­
una chica blanca ha trabajado en un antro chino nunca vuelve naba, las volvía locas con sus habilidades como hombre. He
a ser buena en ninguna casa decente. Lo he visto una docena constatado que las judías casi siem pre dan lo que prometen.
de veces. Las agallas y el temple se le han escurrido y siem pre
existe el peligro de que traiga su pipa y sus píldoras de anfión Casi todas las chicas que se iban a una casa de citas se habían
y meta en el vicio a las otras chicas. encontrado a sí m ism as en la ciudad, ham brientas, sin traba­
Lo único que se puede decir sobre San Francisco es que jo, sin dinero para el alquiler, conla ropa hecha jirones. Puede
todo se hacía abiertam ente, con la protección de la policía, y que haya habido algún chulo que les hablara, que las sedujera,
un hombre forrado podía encontrar un coño que se adecuara pero no tan a menudo como podrían pensar. Tarde o temprano
a su precio. La casa de citas ordinaria era pata el placer de los las chicas conocen la verd ad sobre trabajar en una casa de citas.
hom bres que no qu erían una am bientación dem asiado e le­ Nu nca hubo mucho problema en hacer que vieran las ventajas
gante. Una casa de citas de pri mera clase pod ía ser un palacio de una buena casa y un trato justo. Todo lo demás es sentim en­
lujoso. Una puta de casa de citas sabía que había llegado, que talism o de al mas generosas que no conocen a las putas.
estaba lucra de los prostíbulos y tugurios. La m ayoría de las No estoy d iciendo —nunca lo he hecho— que ser puta sea la
chicas de casa eran guapas, jóvenes, frescas. mejor manera de vivir, pero es mejor que volverse ciega en una
Nunca me gustaron los proxenetas pero los usaba cuan­ fábrica donde te explotan haciendo costuras o trabajar veinte
do tenía que hacerlo. P refería a una chica recom endada por horas como esclava en una cocina o como criada, con los viejos
alguna madame que había conocido en Cleveland o Chicago y los hijos siem pre a tu acecho en el pasillo con las braguetas
o Saint Louie. Y y o les pagaba a las chicas su sa lid a y me ocu­ abiertas. Los salarios eran bajos para las m ujeres en la ciudad
paba de sus vestidos y ropa interior. Pero eso no siem pre era y nadie tenía mucho respeto por una chica que tenía que tra­
posible en San Francisco. Había que v ig ila r a la gente que se bajar. Créanm e, es la Gente Buena que explota a las chicas po­
ocupaba de la recopilación de m ercancía joven de las ciudades bres la que hace a muchas putas. Así que de varias m aneras la
de los alrededores a lo largo de la península. Yo no adm itía ni casa de citas sí tenía un buen lado para las chicas; podían ver
quería chicas drogadas, bebedoras em pedernidas o chicas con y disfru tar las cosas de manera diferente que sus m adres in­
moratones por todas partes. Una buena puta tiene que querer clinadas en una estufa caliente todo el día, con media docena
ser una puta o no le hace honor al lugar. El problem a con las de niños mocosos agarrados de sus enaguas y un m arido que
chicas iorzadas es que por lo general causan problem as. A de­ nunca se bañaba, que la trataba como a una cerda de crianza
más, nunca había una escasez real de chicas dispuestas a ser hasta q ue a menudo empezaba a echa ríe el ojo a sus h ijas. Quizá
putas. Todo ese cuento de la trata de blancas son patrañas. Es esta form a de hablar m ía suene e scan d alizad o s, pero he v i­
verdad que los proxenetas italianos y de Europa del Este tienen vido muchos años con esas ideas, y si bien no ha sido una vida
una red clandestina para traer chicas m ediante prom esas de e n un lecho de rosas, estoy sana y feliz, y no estoy de cam ino al
trabajos honestos y asi las atraen al negocio, pero nunca tuve hospicio o muerta en lasa^ i de un hospital de caridad de alguna
m ucho q ue ver con el los. AI menos no hasta que el furor por las ciudad antes de tiempo. O viviendo la vida brutal de las chicas
judías pelirrojas se apoderó de la ciudad. Casi todas las chicas que conocí en mi tierra que se casaron con granjeros ru in es
y eran restos hum anos antes de los treinta años, viejas arpías
sientes que eres mejor o menos desastrosa q ue el prójimo. Más
sin dientes a los cuarenta.
lista, eso es todo.
Muchas de las chicas de las casas de citas fueron cantantes,
b ailarin as, anim adoras, pero no tuvieron el verdadero toque
Una chica que no fuera estúpida y que no mantuviera a un chulo
de talento para ese trabajo. Y entonces era fácil para ellas tras­
o proxeneta que la golpeara y 1a metiera en drogas, que no bebie­
ladarse a una casa, haciéndose i lusiones todo el tiempo de que
ra demasiado, podía durar media docena de años en una buena
sald rían de allí, tan pronto como ahorraran un poco de efecti­
casa de citas. Tuve aú n a buena chica polaca, Reba, que estuvo
vo y pudieran com prarse nuevos trajes y música. Pero pocas lo
conm igo durante doce años y al fin al d irigió la m ejor y más
hacían. Eran perezosas, soñadoras y conocían el fracaso en el
grande casa en Easton, Pennsylvania, después de dejarme.
escenario. A sí que m anejaban sus vidas como una especie de
Pero la puta que llevaba una vida norm al y fe liz —supues­
obra de teatro y nunca adm itían que eran putas a tiempo com­
tam ente—, después de algunos años en el negocio, era una rara
pleto. Dado que una puta está actuando casi todo el tiempo con
excepción. Sólo dos chicas de mi casa en los años que estuve
un cliente m ientras él se la clava, en cierto modo estaban en su
en San Francisco —y supongo que tuve unas doscientas chicas
propio oficio.
yendo y viniendo—, realm ente vivieron una buena vida al otro
El am or no tenía mucho que ver con el hecho de conver­
lado de m is puertas de roble.
tirse en puta. Para algunos era una form a sentim ental de ver
Mollie era la hija de u n asentador de vías de ferrocarril y al
las cosas —una chica arru in ad a por el am or de u n sem ental—,
principio era una verdadera cam pesina que cuando cam i naba
pero casi siem pre se trataba del deseo de una vida fácil y tam ­
en el frío había que enseñarle a no buscar hojas de maíz para
bién del sentim iento rebelde de estar en contra de una socie­
lim piarse el culo. A prendió rápido. Los u n iversitario s ricos
dad despreciativa y engreída. Por lo general, todo se reduce
siem pre preguntaban por e llay a ella le gustaban. Después de
a la economía: un lugar donde ganar comida y vestido y unos
dos años Mollie me dijo:
ahorros para p erm itirse un poco de lujo. Yo no diría que te­
—Me voy a casar. Voy a hacer algo con m i mald ita vida de
n ían mucha educación. Yo no la tenía. Muchas eran cabezas
perros.
huecas, tenían se rrín en el cerebro y tenían que quitarse un
Le dije que una vez que una chicase acostum bra muy bien
zapato para contar más allá de diez. Pero he visto putas edu­
a un cliente rico joven o viejo, no es fácil sa lir y casarse con
cadas tam bién, que leían libros y tocaban ópera en la v itro lay
cualquier estibador apestoso o empleado de ferrocarril. Mo­
pod ían hablar con un cliente acerca de un cuadro y cosas co­
llie se vestía con sus m ejores atuendos en su día libre, pulcra,
mo Grecia y grabados japoneses o Garuso o John Drew. Estas
pero no llam ativa, aunque sí tenía debilidad por las plumas,
mujeres inteligentes eran por lo general muy infelices y tenían
y perdía sus guantes seis o siete veces al día en el vestí bulo de
mucho miedo del mundo exterior. Les gustaba estar aisladas,
los teatros de vodevil más lujosos del centro. De esta m anera,
pasarse de la raya como si eso fuera respetable. Bebían más
gracias a los que los encontraban, conoció a varios actores y
tam bién, algunas esnifaban nieve (cocaína), algunas le daban
m úsicos de orquesta. Pero conocía ese tipo de hom bres y no
a los juegos lésbicos. A m í no me gustaba mucho eso, pero si
los veía con ojos de borrego a medio m orir. Un día llegó, con
eran tran q u ilas y no a rru in a b a n a la otra chica como puta,
los ojos azules tan abiertos que hubiera podido guardar dólares
tenía que aceptar el toqueteo de clítoris. En mi mundo nunca
de plata.

3o6
“ Lo he conocido. Rico, guapo, preparado para el anillo, a A m érica. De vez en cuando tenía noticias de ella. No se retiró
el párroco y todo lo demás, créeme. de m i vida como todas las demás hicieron. Recibía postales y
Le di je que se asegurara de que no era un timador, alguien en los m atasellos leía Egipto o Lisboa, Oslo o Londres. No tuvo
que se enriquecía vendiendo lingotes de oro o reclutando para fam ilia, nunca vio con buenos ojos a la raza hum ana. Supongo
los burdeles de Sudam érica. Resultó estar, como Mollie dijo, que unos perros y unos gatos heredaron esos m illones. Uno
en el negocio del transporte, madera, invernaderos y produc­ descubre que la gente que ama en exceso a los anim ales ve la
tos frutícolas. Se fugaron para casarse, no intentaron hacer un vida como un montón de excrementos de perro.
gran evento en su iglesia en Pasadena, pues quién sabe cuántos Dos chicas de quizá doscientas que hicieron algo de sus
diáconos habían ido a San Francisco a retozar con Mol l ie y a vidas no es un buen promedio. La mayoría de las chicas des­
que se las m am aran. Mollie se desenvolvió bien en la sociedad. pués de seis años en una casa tienen que convertirse en putas
Servía el té sin alzar el dedo m eñique, tuvo un montón de n i­ callejeras, agarrar codos, su su rrar ofertas picantes. Una ch i­
ños. Su esposo era un poder político detrás de los monigotes ca de casa de citas podía ser una asalariada y ahorradora, pero
que estaban en los cargos públicos de C alifornia. Con el tiem­ por lo general no lo era. Me gustaba pagarles a las chicas un
po Mollie fue la que dirigió a la gente común de la sociedad en porcentaje de sus ganancias: la mitad de todo el efectivo que el
Pasadena. cliente pagaba por su montada. A lgun as casas pagaban menos
y cobraban más de cuarenta, cincuenta dólares ala sem ana por
La otra puta que tuvo éxito en San Francisco era una n iñ a a lta y comida, cuarto, lavandería, y la chica se q uedaba con el resto.
delgada que siem pre parecía h am b rienta—era tísica—, parecía Era fácil engañarlas de cualquier form a. Muchas lo hacían. A
más un chico que una ch icay por esa razón, supongo, le atraía mí me gustaba más mi sistem a. A lgun as casas menores sim ­
a los el ¡entes tím idos y aquellos que querían hacerse la idea de plemente le pagaban a la chica un salario de digam os vein ti­
que estaban protegiendo^am ando a una niña, am bas cosas al cinco dólares a la sem ana. No podías tener a una buena puta
m ism o tiempo. Em m a ni siquiera era guapa, pero tenía a sus con esa clase de pago. Sólo estás comprando carne, justam ente
clientes asiduos que iban sólo para su b ir con ella. A horraba lo que el cliente tiene en casa y de lo que huye.
su dinero, com praba terrenos y tierras en Oakland, siem pre A lg u n as casas tenían una caja registradora en el v estí­
estaba atenta a los inform es del mercado de valores y sé que bulo y el cliente pagaba y se lo m arcaban por adelantado y a la
en tres años tuvo ahorros en cuentas ban carias que me dijo chica le daban una ñcha de latón para que la entregara al final
que guardaba en un banco de italianos en Montgomery Street, de la sem ana y así m ostrar cuántas sesiones había tenido. A sí
no en una bolsa de felpa o en una maleta, como la mayoría de no era en mi casa. Yo pedía que pagaran por adelantado —eso
las chicas. Me dejó y me regaló un cam afeo tallado con unas evita num éritos y regateos—, pero sim plem ente le prendía con
cabezas rom anas fijadas en un prendedor de oro con perlas un alfile r en el kim ono o bata de la chica un pedacito de lazo
al rededor. Emma se casó con un anciano que estuvo en los des­ azul como una florecita, por un polvo, un lazo am arillo por un
cubrim ientos de plata e n las m inas de Paramint, junto con los cliente que se quedaba toda la noche, y uno verde si alquilaba
senadores W illiam Stew artyjo h n Percival Jo n e s,y que murió el tercer piso para un espectáculo exótico para él y sus am igos.
dejándole unos cuantos m illones de dólares. Emma se fue, ele­ Eso era delicado y decorativo y ningu na chica podía copiar los
gante como en un funeral, a Europa, dueña en ese moment o de lazos y engañarm e, ya q ue los im portaba de Hamburgo.
varios grandes edificios de negocios en el centro. Nunca volvió

3o8
No se trata sólo de un polvo, lo que una chica vende realm en­
te es una ilusión; la idea de que el cliente es un tipo especial y
que ella sim plem ente está loquita por su m anera de actuar en Capítulo 25
la cama. Les decía que los lazos eran como estrellas de oro por UN CLIENTE ESPECIAL
su esfuerzo y desempeño.
El verd adero problema en la vida de las chicas eran ios hom­
bres a los que ellas amaban, el chulo o el holgazán al que m an­ La vida en un prostíbulo bien dirigido es tan l lana y sin in ci­
tenían con chaquetas, con cinturóny bombines m arrones, con dentes —si uno acepta que lo que sucede en las cam as y en las
puros, whisky, apuestas o drogas. La chica tenía un día libre cada habitaciones no es más que nuestra m anera de hacer nego­
sem anay solía salir en una ráfaga de talcoy perfume a bebery re­ cios—, q ue hay pocos hechos inusitados d ¡gnos de registrarse. A
tozar con el holgazán. No le hacía ningún bieny a menudo volvía menos que crean los cuentos famosos que circulan en los pros­
con el ojo morado o co n un diente flojo. La violencia física es una tíbulos. Nunca creí casi ninguno de ellos. Por lo general son
forma de amor, supongo. Lo probábamos cada noche en el tercer historias m anidas. Hay una leyenda que se oye mucho sobre un
piso. Pero el día libre de las chicas era sólo de su i ncumbencia. vividor que tiene reputación de ser un gran putero y una noche
La m ayoría de las casas hacían trabajar a la chica desde en un lupanar en Cleveland se su be con una chicay a p artir de
el medio dia hasta la m añana. Pero yo m antenía una casa q ue una conversación íntim a con la puta de catorce años descubre
no abría hasta las nueve de la noche a menos que algún cliente que era su propia hija. Al parecer la había abandonado a e llay
favorito llam ara para decir q ue quería dejarse caer después de a su madre varios años atrás.
la m erienda (como se le llam aba al almuerzo en esa época) o A Igu ñas veces el lugar donde ocurría era Los Angeles o Bos­
que tenía a unos am igos de com pañía y quería un Jugar tran ­ ton o un pequeño pueblo ganadero en Texas o una aldea de ase­
quilo para beber y m irar cosas bonitas. De otro modo H arry rraderos en Michigan. Pero la historia del padre y la hija siempre
no abría las puertas hasta las nueve. Entonces Teeny, la criada se cuenta como si fuera verdad. Si hay un cambio, se trata de un
negra, se ponía su gorra para contestar la aldaba. No ten ía luz joven universitario en casa por las vacaciones, llevado al bur-
roja, ni cam pana, y a menos que llegaras con alguien que yo del por un amigo. Se queda fascinado por la puta más vieja de la
conociera, no entrabas. casa y descubre durante la conversación en la cama que ella es
Una chica de una buena casa podía ganar de ciento cin ­ su madre. Para darle el toque desgarrador adecuado siempre se
cuenta a doscientos cincuenta dólares a la sem ana. Y estar supone que todo ocurre después de que hayan echado el polvo.
arru in ad a a la siguiente sem ana, si, para no variar, su chico Alrededor de la región de los Grandes Lagos alguien en un
la gorroneaba. Casi todas lo estaban. Las chicas eran dejadas prostíbulo siem pre estaba contando la historia de la madame
y sentim entales. Casi todas las putas lo son en sus vidas p riva­ de una gran casa que llenaba una bolsa con las sobras de la m e­
das. Se deprim en y se angustian sintiéndose solas y no desea­ sa y se la daba cada m añana a un viejo vagabundo andrajoso
das si no tienen a un hombre a su lado. Por lo general, tam bién y arruinado. Se decía que una vez él fue un hombre muy rico
son i napetentes sexuales o han perdido cualquier sentim iento que la sedujo a una edad muy joven y para deshacerse de el la
real excepto por algún proxeneta fanfarrón. Es esa necesidad se la vend ió a una m aña ¿e Mano Negra que se dedicaba a la
de amor, incluso a un nivel degradante, lo que las m antiene trata de blancas. Ahora pasando apuros, quebrado y enferm o,
mu jeres, y no sim plem ente ani males. y peor, más pobre que las ratas, el seductor había vuelto para

3io
m endigar ayuda y obtenía a diario una bolsa de sobras de carne vergüenza. Me dijo que su nombre era Henry Chandler, lo cual
y aguachirle. era m entira —lo reconocí por u n reportaje del periódico so ­
En los salones de los prostíbu los del sur les encanta contar bre las grandes fam ilias de ferro carriles que construyeron el
la historia del aristócrata y orgulloso dueño de una plantación Central Pacific y otros cam inos y robaron la mitad del estado
(a veces es un alcalde o un juez) que abofetea a u na puta mulata haciéndolo—. El señor Cha ndler no era u no de los Cuatro Gran­
en una casa muy elegante por el Fuerte. Y la puta le dice que él des originales. Ellos o estaban m uertos o ya eran muy viejos.
es en realidad el hijo de una muchacha mulata, alguna vez es­ Huntington, Stanford, Hopkins, Crocker. Salvo por Crocker, no
tablecida en la sección del Fuerte de Nueva Orleans, donde los creo que ninguno de ellos haya estado ni una vez en un pros­
blancos ricos m antenían a las ch icas de color. Y que él mismo tíbulo, aparte de Huntington, que no follaba, pero les vendía
es u n mulato, metido de contrabando a la casa de su padre y accesorios a los prostíbulos en H angtow ny en otro lu g ary en­
criado como un niño blanco. Por lo general la historia term ina tregaba los artículos él m ism o, pues no confiaba en que sus
con el hombre que se da un tiro en la plantación o en la casa, empleados no se echaran uno rápido.
después de m irar a su esposa blanca de cuna noble y a sus seis El señor Chandler pertenecía a una rama de las grandes
hijos de sangre m ixta. A veces mata a la puta negra que le contó fam ilias, pero no era uno de los pioneros. Los tiem pos habian
la historia y luego se suicida. La versión que más me gustaba vuelto a la norm alidad. El tenía un puesto alto en el sistem a de
era cuando se vuelve loco con la idea de que es mitad negro y se ferrocarril y coleccionaba cuadros y hacía discursos. Asi q ue
pone a vagar por la ciudad—aveces es Richmond, a veces Nueva yo sabía que no era ningún «H en ry C handler».
Orleans—y constantemente señala sus u ñ a s—qué absurdo—,
que supuestamente muestran su sangre negra, y grita: Sim plem ente dije:
—No soy más que un jodido negro despreciable, un vil ne­ —Sí, ¿en qué puedo ayudarle, señor Chandler?
gro indigno. Eran las tres de la tarde, la casa apenas se estaba levantan­
do y las chicas bostezaban. Estábam os sentados en el pequ e­
Hay historias verdaderas igual de interesantes. ño salón privado tomando un pequeño whisky. (Me acuerdo
N unca antes he contado algo q ue sucedió cuando dirigía la del actor John Drew diciendo en un cuarto lleno de chicas:
casa de San Francisco, una historia que, si la hubiera contado «¡Q uién diablos se atrevería a ofrecerm e cualquier cosa lla ­
antes, estaría ahora circulando en una versión disparatada en mada un pequeño w hisky!».)
los prostíbulos. Esta es una historia verdadera, lo sé, porque El señor Chandler me dijo que yo había sido recomendada
estuve metida justo en medio. Una situación tan fascinante y como «u n m iem bro discreto y honorable de mi grem io». Se
enredada como cualquiera de las viejas favoritas que se cuen­ lo agradecí. Uno de los cabilderos m ás im portantes de Sacra­
tan en cualquier burdel de Estados Unidos. mento le había dicho que se podía confiar en que yo no ch is­
Un año después de a b rir m i casa en el Tenderloin de San m orreara. Le dije que comparada conmigo una alm eja erau n a
Francisco tuve una visita de un hom bre apuesto de med iana cotorra. Observé al señor Chandler y pude darme cuenta de que
edad, majestuoso como un caballero. Era alto, bien proporcio­ estaba nervioso y, aun así, lleno de una especie de valor como
nado, con unos ojos negros y profundos de cazadory la costum ­ si se estuviera forzando para hablar conmigo y confiar en mí.
bre de m irar hacia otra parte cuando le hablabas. No porque Le d ije que en mi casa no debía sentir que tuviera que escon­
no pudiera enfrentarse a ti, sino porque tenía una especie de der n ada, y que cualquier cosa, que él quisiera y pidiera, dentro
—Mi petición quizá suene demente. No quiero a una de
de ciertos lím ites —que sólo una madame rom pería— estaba
disponible para él. s u s ... de sus jóvenes damas. Quiero que usted admita a m i es­
posa en su personal. Oh, sólo una vez. Que la vistan, que la en­
Se puso de pie, se mordió los labios y empezó a dar vuel­
trenen como si fuera para la clientela. Que le den el aspecto de,
tas, con las m anos apretadas detrás de la espalda. Le estaba
sí, de una puta. Luego q ue me deje venir como cliente, escogerla,
costando mucho trabajo llegar a l meollo de su visita.
y llevárm ela arriba. Estoy completamente loco, ¿no?
—Soy un hombre conocido, la situación de m i fam ilia es,
Negué con la cabeza y volví a llen ar las dos copitas.
bueno, usted ya debe de haber adivinado quién soy. Estoy ca­
—En absoluto, señor Ghandler. A mí me parece una exce­
sado conuna mujer m aravillosa. Estamos profundam ente ena­
morados. Pero, pero, bueno. lente idea.
—¿No lo están logrando juntos en la cama? —me aventuré
a decir. Sólo d ije eso. Pero en realidad me estaba preguntando qué tor­
nillos tenía sueltos en la cabeza. Su esposa venía de lo que se
A brió los ojos como si hubiera predicho todos los gana­
llam aba «u n a de las m ejores y más viejas fam ilias del p aís»
dores de un día en las carreras. Era fácil de adivinar. ¿Por qué
(como si el resto de nosotros estuviéram os recién horneados
otra razón un hom bre enam orado en casa podía estar en un
prostíbulo? Me dijo: y no tuviéram os abuelas). Era rica, d istin gu id a, incluso en
cierto modo una belleza fam osa. Sim plem ente le sonreí a su
—Ya son diez años. Ella es todavía, bueno, está intacta, co­
mo estaba. No consigo funcionar, ésa es la verdad. No puedo marido.
alcanzar el estado d e ... —hizo gestos de desesperación. —El problema es la señora. No creo que quiera ven ir aquí
y pasar por el entrenam iento, la ropay todo el juego.
—No se le levanta, señor Ghandler. No logra sentirse d is­
—Pero ahí es donde se eq uivoca—me dijo—. Lo he hablado
puesto para em pinarla sobre ella, y, digam os, cum plir con sus
obligaciones de marido. con ella. Me ama. Quiere consum ar nuestro matrimonio, tener
—Sí, así es. Es usted una m ujer muy sabia para entendery hijos. Sí, está dispuesta. Y le pagaré bien.
Sabía perfectam ente que lo haría. Pero introducir a una
darse cuenta de mi situación. Ay, ha sido un infierno.
dama de la alta sociedad de Nob H ill en mi casa, aun cuando
Se sentó y se sujetó la cabeza con las manos. Dejó de ha­
fuera solamente en el pequeño salón privado sin n ingú n otro
blar. Yo sim plem ente esperé. No soy doctora ni especialista de
hom bre presente más que el señor Ghandler, era una in se n ­
una casa de locos, pero esta clase de historia no era nueva para
satez, eso es lo que era. Pero en nuestro negocio cualquier su­
mí. Me dijo lentamente, m irando hacia arriba:
—Durante años he estado con prostitutas cuando viajo. gerencia debe ser recibida con un gesto de «eso es fácil».
—Está bien, señor Ghandler. Traiga a la señora aquí m a­
A h í no tengo problema en absoluto. Es fácil, es un fuerte im ­
ñana a las dos de la tarde. Déjenos con ella hasta las once de la
pulso anim al. Hasta el final. Dos o tres veces en una tarde o
en una noche. Pero en casa, en Nob H ill... —hizo un gesto con noche. Le reservaré este salón para usted solo. La tendré aquí
la mano como para decir.- ¡nada! con otras tres de m is putas —le dije.
—Ah, una de nuestras jóvenes dam as lo atenderá con gusto. Se puso de pie y se apretó las manos.
—Bravo. Bravo. Confio plenam ente en usted.
Todavía es tem prano. Venga a cenar con nosotros, puede re ­
—Sacó una carteray colocó dos billetes de cien dólares en mi
servar este salón privado, y bien, aquí todos somos discretos.
Se puso de pie otra vez. mano, frescos, verdes y nuevecitos. Cogí los dólares y le dije:
—Esto queda a cuenta. Buenos días, señor Chandler. Nos —No se preocupe. No me interesa ningún cliente que haga
vemos a las dos de la tarde m añana. ese tipo de juegos.
Hasta nos dimos la mano.
Guando se fue me tomé otra copa. Había tenido un par de Al día siguiente puntualm ente a las dos de la tarde un carruaje
m ujeres de sociedad en Nueva Orleans que eran putas secretas se detuvo en la puerta lateral y se bajaron dos m ujeres y el se ­
aparte. A l menos actuaban como m ujeres de sociedad cuando ñor Chandler. Las m ujeres llevaban velos. Harry los condujo
no estaban follando. Tam bién en alguna ocasión contraté au n al salón privado y los dejé ahí esperando un poquito. Siem ­
par de jóvenes m ujeres casadas —que necesitaban dinero— pa­ pre te da venta ja si ellos esperan y no eres tú la que los espera.
ra la clientela de la tarde. Pero por lo general, me lim itaba a Puedes dom esticar un tigre, he oído, si lo dejas esperando lo
chicas voluntariosas que eran putas y nada más. Es un nego­ suficiente. Com padecí a esas dos personas. Debían de estar
cio de especialistas del que muchas esposas nunca saben o se desesperados para intentar esto conmigo. La joven extra me
enteran. desconcertó. Le dije al señor Chandler m ientras m iré a las dos
Le pedí al ama de llaves que arreglara uno de los cuartos m ujeres veladas:
de atrás con un espejo extra, un ja bón perfum ado más fuerte, —¿Para qué está aquí la otra mujer?
y que pusiera dos lám paras más. Mandé llam ar a la chica que —Es la sirvien ta personal de la señora Chandler. Es muy
llam ábam os Gontessa. Pasaba por una cortesana europea de digna de confianza, no habla ni una palabra de inglés.
lujo, pero en realid ad había nacido en un pueblo m inero en —Dígale que se vaya. Para hacer esto bien creo que usted
Pennsylvania y fuera del trabajo era conocida como Philly. tam bién debe irse, hasta más tarde.
Le expliq ué a Gontessa que una m ujervendría para se rv ir Ignoré a la mujer alta que estaba ahí de pie, esperando, con
a un cliente especial. Había que acicalarla como a una puta de las manos cerradas enfrente de ella, hasta que se fueron el m a­
casa de citas de lujo. rido y la sirvienta. Me cayó bien. Tenía agallas. No tem blaba.
—A feítale el vello del cuerpo si es necesario. Dale u n baño Me acerqué a ella, le alcé el velo y se lo colgué por detrás
de agua de rosas, arréglale el cabello con algún esti lo extra­ del som brero. Era m ás que bonita, una belleza. Su piel era de­
vagante, enséñale cómo usar el m aquil laje de teatro. Tam bién masiado blanca, sus ojos demasiado oscuros. Le dije:
encárgate de que se haga una idea de los trucos que se esperan —Siéntate, querida. ¿Cuál era tu apodo de cariño cuando
de ella en la ca ma. eras niña?
Gontessa me m iró preocupada. Se sentó y sonrió, con dignidad, pero m irándome.
—¿De q ué se trata? Digo, no quiero problem as con algo —Poof, sim plem ente Pool’.
que no sea apropiado. —Bien. A quí serás Poof—recuérdalo—, no la señora Chan­
Le d ije q ue tend ría problem as de verdad si no hacía lo q ue dler. Eres una puta de veinte dólares, y e re s... —me detuve—,
le decía. Quería a Gontessa, M ary-M aryy Baby Dolí conla nueva ¿De quién fue esta idea de locos, a todo esto?
chica en el pequeño salón a las once. Pero tenían que encar­ —De m i esposo —sonrió, en absoluto tím ida—. Dudé un
garse de que el cliente escogiera a la nueva chica, que hiciera poco ante la idea al principio, ¿señorita...?
su propia elección sin presiones ni empujones. —Llámame m adam e.ltirijo esta casa. Tú trabajas para mí.
Contessa se lam ió el labio superior con un centím etro de —Madame. Al principio sonaba como una locura. Pero él
su lengua y se encogió de hombros. cree que esto puede cam biar nuestras vidas.

3i6
—Sé franca conmigo. ¿Eres virgen todavía? Presenté al señor Chandler como un cliente especial y él
Desvió la mi rada hacia unas figuras de porcelana de pas- ordenó una ronda de champán. Contessa dijo que era un caba­
torcitas que había sobre la chim enea.
llero muy generoso. Poof bebió con el resto y ante un codazo de
—No. Tuve una aventura, fue antes de conocer al señor
Mary- Mary, «la nueva chica» fue y se sentó en el regazo del se­
Chandler. ñor Chandler y puso su cabeza contra la de él mientras le tendía
—¿Y no se lo dijiste? A sí se hace. A hora te voy a m andar
la copa de vino con la otra mano. Vi que las rodillas del señor
con una de m is chicas. Se va a encargar de que aprendas todos
Chandler tem blaban. Poof estaba espléndida, fo rn id ay cu rvi­
los secretos, el baño, el vestido, el maq ui llaje. Y si me perm ites
línea, con u n m aquillaje muy sexy. Sus senos eran algo que sólo
decirlo, no tiene que explicarte cómo follar, ¿o sí?
un m ujeriego podía apreciar en toda su belleza. Poof dijo:
La palabra la golpeó como un puñetazo justo entre los ojos
—¿No le gustaría llevarm e arriba?
con un puño cerrado. Pero se recuperó y sonrió.
Puse una mano sobre el hombro desnudo de Poof y presioné.
—No, soy como usted dice capaz d e ... sí. Oh, ¿cree que va
—Esta es una de nuestras dam as más experim entadas y
a funcionar? Digo, es pura farsa. Es p u ra ...
encantadoras. No podría equivocarse con Poof.
Y empezó con palabras sofisticadas de las q ue sólo enten­
Me d i cuenta de que el señor Chandler todavía dudaba y
dí la idea, pero que ahora no puedo recordar para escrib irlas
estaba preocupado.
aquí. A ñadieron al hecho de que quería ayudar a su m arido a
—Desde luego, señor, si prefiere una cadena m argarita
gozar en la cam a, tener ella una vida plena y hacer un par de
y hacer una velada de grupo, podríam os u sar un cuarto más
hijos. Le dije que todo « sald ría bien» (un dicho de madarne, si
grande, y...
alguna vez escuché alguno). Contessa bajó y mandé a la señora
Me interrum pí y vi a Poof sacar el mentón. El señor Chand­
Chandler, o a Poof, con ella. Se fueron juntas, Contessa hablaba
ler entendió el m ensajey subieron las escaleras cogidos del bra­
y Poof esta ba silenciosa y, ahora sí, un poco temblorosa.
zo. No sabia cómo se sentían ni lo que sucedería. Les dije a las
otras chicas:
Tuve mucho que hacer. Estábam os esperando una multitud
—El resto de vosotras os laragáis al gran salón. Y no q u ie­
elegante en el gran salón, pues cierto evento social estaba al­
ro nada de chism orreo. La mitad de las habitaciones estaban
borotando la ciudad y los hom bres general mente visitab an los
ocupadas arriba, así que no podía adivin ar de cuál venían los
prostíbulos para te rm in a rla noche después de que acabara el
sonidos de placer y jueguecitos. Tenía mucho que hacer. Los
baile y las m ujeres respetables fueran escoltadas a casa.
salones estaban llenos, las chicas ten drían que tener se sio ­
A la s once y diez esa noche llegó el señor Chandler por la
nes más rápidas. Las m ultitudes llegaban, eran atendidas y se
puerta lateral y H arry lo condujo al pequeño salón. Una de las
iban. No vim os irse al último cliente hasta las cincoy media de
chicas estaba allí tocando la m an dolinay las cuatro putas can-
la m añana. Todo el mundo tenía los ojos cansados, estábam os
tiÚTcinPretty Red Wing. Una de ellas era una mujer con un cuerpo
agotados. Dos chicas estaban borrachas, una histérica. Le di
realmente hermoso, con medias negras largas, ligasrojasy una
bromuro.
blusa transparente que ponía de relieve sus tetas, y su cabello
Estaba contando las ganancias de la noche —el dinero— en
estaba recogido hacia arrib a con unas cuantas plum as. Que
mi habitación. Hubo un golpcHigero en la puertay una voz fuera
me maten si no era Pool. Apenas la reconocí con el polvo en la
dijo: « H arry» . Quité el cerrojo de la puertay entró seguido del
caray colorete y lápiz labial y esas piernas y esas tetas.
enorme perro de la casa.

3i8
—Ya no hay nadie en el local. Las chicas están durm iendo
o en la cama de cualquier form a. M ary-M ary tiene un ojo m o­
rado. El jarrón de porcelana del vestíbulo se rompió. A h, y las Capitulo ‘2,6
dos personas del cuarto rosa, se fueron alrededor de las tres
LAS HERMANAS EVERLEICH
de la m añana. El me dio esto. H arry me tendió una moneda de
diez dólares de oro.
—Es una buena señal de que se fue contento. Como ya he escrito, cuando algo o alguien hizo explosionar el
acorazado Maine en el puerto de La Habana en el 98, el país se
Dos días después me llegó un sobre con un billete de m il dó­ volvió loco con la idea de que u na guerra estaba a punto de esta­
lares dentro (seguro que existen). Y había un pedazo de papel llar. Los veteranos de la guerra civil se estaban oxidando. En la
solam ente m arcado con las in iciale s ff.C . Tres días después época en queyo estaba en San Francisco, los muchachos tuvie­
de eso recibí una bolsa de noche hecha de pequeños aljófares ron su guerra. La gente hablaba del Zar R eedy del Jefe Hanna,
cosidos juntos y una cadena de oro. Por dentro, la bolsa e s­ los poderes políticos que presionaban al presidente M cKinley
taba llena de papel fino y había tam bién un pedazo nueveci- para que le dirigiera un mensaje al Congreso, y en abril lo hizo.
to de buen papel de carta con una línea escrita con tinta azul: Para ese momento los prostíbulos ya estaban de celebración,
Q u e r i d a m a d a m e , g r a c i a s d e p a r t e d e P o o f . Eso es todo, rechazando a los clientes, y todo el mundo m aldecía a los es­
nada más. No hubiera esperado que Poof estuviera tan llena pañoles. En mayo el alm irante Dewey hundió todo el hierro
de diversión y de vida por dentro. Por alguna razón me había flotante en la bahía de M anila. Cuando estas noticias llegaron
esperado una m ujer llorona, preocupada, perpleja, un poco —com oya he dicho— tuve que cerrar las puertas para im pedir
asqueada. Perpleja sí lo estuvo, pero había sobrevivido a todo que entraran nuevos huéspedes. Ya no había sitio. Conform e
como un caballo de buena raza con buen linaje. la guerra siguió, se vitoreaban nom bres en m i salón, nom bres
Durante un tiem po, por alguna tonta razón, pensé que como El Canby, San Juan H i 11. Sólo fue una guerra de diez se ­
Poof volvería, se m etería discretam ente una tarde y atendería m anas y nos enseñó a las m adames que las guerras a menudo
a unos cuantos clientes. Nunca más volví a oír hablar de ella. eran m uy buenas para el negocio. Había peleas y tiroteos en las
Ni del señor Chandler. casas, dem asiados borrachos y destrozos; las putas perdían el
control y se envolvían con banderas am ericanas y vitoreaban
y se em borrachaban cuando debían estar tra bajando.

Después de esa guerra siguió una guerra m ás seria con F ili­


pinas. Los pequeños nativos morenos se encontraron con q ue
ten ían nuevos jefes y ios soldados m orían de m alaria o por la
carne enlatada y envenenada. La guerra seguía haciéndose
más cruel, y los soldados de cab alle ría em barcaban en San
Francisco después de haber sido vitoreados y haber follado y
bebido gratis. Regresaron, algunos sí regresaron , am arillos
con fiebre, y recuerdo una noche en el salón a un montón de
oficiales ordinarios del ejército, invitados de un m agnate del coche de gasoli na recién inventado. Él tuvo uno de los prim eros
azúcar, que cantaban: automóviles Panhard-Levassor y, aunque no era muy bueno en
las calles de las laderas de San Francisco. Yo invitaba a un par de
¡Malditos sean, m alditos sean los filipinos!
chicas y a unos cuantos vividoresy nos poníamos guardapolvos
¡K akiak ladrones bizcos!
de lino, velos atados a n uestros som breros, y nos í ba mos de pa­
La fiebre del oro de A lask a fue algo que trajo mucho dinero seo con Gus por las carreteras polvorientas de los vagones hacia
a la ciudad. Y nosotras, que teníam os más que ofrecer, veía­ la costa; las que había. Solíamos alquilar un piso en a Igún hotel
mos a aquellos que habían amasado una buena cantidad. Unos de la costay de ahí en adelante era pura d iversión, una juerga de
cuantos lo habían hecho y la m ayoría de ellos lo despilfarraba. locura para las chicas, los vividores, los cam orristas locales.
Varios term inaron yendo a la quiebra pronto, pidiendo créditos Pobre Gus. A veces después de uno de esos viajes, de pa­
anticipados para volver al Klondike, alY u k o n y aW hite Horse gar todas las cuentas, se sentaba conmigo en mi cuarto y bebía
Rapidsy toda esa región fría al norte iba a ser de nuevo perfo­ w hisky de centeno, no mucho, ya que tenía problem as de es­
rada. Y cuando se fueron, uno me sonrió y me dijo: tómago por toda la pasta am arga y comida para perro y judías
—No me queda ni un dólar, pero la fiesta fue realm ente podridas que comió en los cam pam entos en su época de bus­
buena, madame. cador de oro. Solía sentarse ahí y negar con la cabeza, con esos
Otro me dijo: bigotes alguna vez salvajes, ahora cortados al estilo Príncipe
—Guando un hom bre aprende que el dinero no es nada a de Gales.
menos que pueda convertirlo en placer, entonces madura. —Soy un viejo decrépito arruinado y todos esos hallazgos
de oro llegaron muy tarde. Tengo sesenta años y estoy hecho
Celebram os el nuevo siglo en el A ño Nuevo de 19 0 0 con una una piltrafa y no puedo llevarm e a nin gu n a chica a la cama
fiesta realm ente grande en la casa. Alguien dijo —un profesor para algo im portante. No puedo beber, esa comida elegante
de Berkeley—que el siglo realmente empezaba la noche de Año que sirv e s en tu casa me da acidez. No es en absoluto como
Nuevo de 1901 y yo le dije que lo volveríam os a hacer todo el año creí que sería cuando le pegué a la prim era veta de esa pepita
siguiente. El hombre que pagó todo en la casa por la noche de de oro. A sí que fumo buenos puros y doy fiestas. Pero, ¿sabes?,
ese prim er A ño Nuevo era un ex m inero llam ado Gus. Era un todo es demasiado tarde, demasiado tarde para mi. Dios mío,
tonel de hombre, con bigotes am arillos pero sin mucho pelo ¿por qué no sucedió cuando tenía veinticinco años, inclusive
en la cabeza. Sus m anos y pies eran unos jam ones enorm es. treinta, cuando era un vaquero y luego un leñador? A hora soy
Había ten ido mucha suerte y se h izo mi llonario «u n as cuantas un paquete de tripas. ¿Por qué?
veces», como él mism o decía. Había perdido todos los dedos No lo sabía, pero le decía que ahora podia vestirse bien,
del pie al quedarse atorado en la nieve un invierno, y cuando cortarse los bigotes, v iv ir con clase, conocer gente. El no quería
trató de cam in ar por poco se muere congelado. Tenía la ti mi- nada de eso. Quiso casarse conmigo, pero le dije que no, no me
dez anim al de alguien que ha vivido demasiado tiempo solo y iba a casaren ese momento. Ni siquiera ambicionaba su dinero.
luego empezó a coger todo lo que el dinero podía comprar. Un De todos modos, no creía que le duraría mucho tiempo, con las
montón de cosas, como Gus pudo comprobar. apuestas, los caballos y bis cartas, la vida de lujo que se daba,
Gus era un hom bre triste, incluso cuando compraba be­ alquilando vagones privados en los trenes, yates, comprando
bidas, daba fiestas, contrataba carruajes o probaba un nuevo casas elegantes en las que nunca vivía durante mucho tiempo.

322 3^3
Y todos esos tiburones hum anos que se alim entaban a costa ponerse som breros de copa y frac. Cómo ordenar vin o y en ­
del pobre, que lo hacían comprar, in vertir y convertirse en el tretener a una belleza de puta en las habitaciones privadas del
presidente de consejos de com pañías que realm ente nunca se Seal Rock House. Es triste que los muchachos que tuvieron que
pusieron en m archa. Sus abogaduchos se largaban con fortu­ trabajar duro para eso, con un pico y una p alay que tenían las
nas. Gomo Cus decía: «C u an d od iccs"u n ab ogad oyu n h o m b re manos ásperas y las espaldas doloridas, por lo general no se
honesto” estás hablando de dos personas d istin tas». adaptaran a la riqueza y a los tiempos felices.
Gus me propuso com prar mi casa. Le dije que nunca tra­ Lo últim o que oí de Gus fue que se iba a llevar a Europa a
bajaba en una casa de la que no fuera dueña y que él no podía una tripulación de parásitos, lam eculos y algunas coristas, y
d irig ir una casa. Se necesitaba experiencia y atención com ple­ que hablaba de com prar pinturas al óleo y un castillo inglés.
ta. Luego me propuso que fuéram os socios, que trasladáram os Lo único q ue realm ente disfrutaba eran las jud ías blancas y el
todo el negocio a A laska: las cam as, los tapetes, los cuadros, el cerdo salado, pero sus doctores se lo prohibieron. Nunca estuve
piano —donde m ontaría el prostíbulo más elegante—, segura de cómo term inó Gus. A lgunos años después un ven ­
—El salón m ás grande del mundo, una b arra de teca de dedor de pianos me dijo que v ieron a Gus en un barrio de mala
una mi lla de largo, muchachas im portadas de todo el mundo. muerte de Los A ngeles, gorroneando centavos para com prarse
Te voy in stalar en la fábrica de polvos más elegante al sur del una botella de jerez de cocina, que estaba hecho una ru in a y u n
Círculo Polar A rtico. ¿Qué dices? borracho. Luego una pequeña puta francesa me contó que se
Sonaba muy bien. Gus hubiera podido hacerlo y hubiera lo había encontrado un año antes en Suiza, gordo e insolente,
sido genial, pero yo ya no era joven. Sólo quería volver a Nueva y que todavía gastaba en m ujeres y sanguijuelas, todavía en ­
Orleans. tretenía a los demás. No lo sé. Tam bién hubo un artículo en un
Gus lloraba. Su cara estaba húm eda de todas m aneras. periód ico con un nombre que sonaba como el apellido de Gus.
—A n ad ie le importo, a nadie le i mporto una m ierda. Sólo Decía que este am ericano había muerto en Sudáfrica luchando
quieren al viejo Gus dándoles, que les dé para las apuestas, que contra los ingleses junto con los bóers. Parece poco probable.
les compre anillos a las muchachas. Pero el pobre viejo G u s... G ú sten la sesenta añ o sy no tenía los dedos del pie. Pero quizás
ni una m ierd a... nada, nada, nada para él. haya q uerido m orir de ese modo, en acción. M orir a la vista de
Pobre viejo Gus. Efectivam ente él era una lección de que todos, como un anim al enferm o que se sale para encontrar la
no sirve de nada tu fortuna después de conseguirla. D uran­ muerte bajo el cielo. M orir es algo que nadie puede hacer por
te años he sabido q ue para gastar apropiadamente se necesita ti. Nunca supe a ciencia cierta qué le sucedió a Gus.
tener cierta educación en la vida. Para gozar de los placeres
del cuerpo, de las sensaciones físicas, hay que tener planes, Llegó junio de 1901 y yo m ism a quería sacudirm e el polvo de
salud, cordura. El control para contenerse un poco y al p rin ­ San Francisco. Había recibido una carta de Nueva Orleans de
cipio m ordisquear un poquito aquí y allá, probar esto, probar que podía volver y reab rir en el otoño como madame de casa
lo otro. Nunca revolcarse como un lechón sobre desperdicios. de citas. Nunca pregunté los detalles de cómo se había a rre ­
Podrías hincharte y llen arte y luego enferm ar. Si lo comes a glado todo.
pequeños m ordiscos todo puede estar rico y bueno. Me pagaron un buen precio por l a casa del Tenderloin, guar­
Los hijos y los nietos de los que llegaron en el 4,9 y de los dando únicam ente los pocos buenos muebles que quería lle ­
m agnates del fe rro carril sabían después de un tiempo cómo varm e conm igo de vuelta. Un grupo de italianos me compró
todo; hicieron bien, pues San Francisco estaba alcanzando su de prostíbulos —aparte de las ch icas y las cam as—, que nunca
periodo más alto de vida desenfrenada, superchería política, cam biaban. Había estado en contacto con las herm anas —hay
justo antes de que el tem blor y el incendio de 1906 arrasaran una especie de red clandestina entre las m adames para inter­
todo. La ciudad estaba cayendo bajo el control del jefe más listo cam biar inform ación del negocio, hacerse recom endaciones
y más torcido q ue jam ás había tenido, un renacuajo de hombre de buenas chicas o advertencias en contra de grandes despilfa­
llam ado A be Ruef, y más tarde su títere como alcalde, Eugene rradores cuyos cheques no tienen fondos o los que son penden­
Schm itz. Todo era dem asiada locura, codicia y salvaje oeste cieros entre los clientes viajantes y a quienes debe im pedirse
para mí. En Nueva Orleans las cosas se hacían cuchicheando. la entrada—.
Los políticos no hablaban tan fuerte delante de testigos ni ro ­
baban tanto en público. La corrupción tiene buenos m odales Alrededor de 1899 mi amiga Cleo Maitland, lam adam e de Was­
en el sur. Es respetuosa, o lo era hasta que el estilo de Capone hington D.C. que atendía a los puteros del Congresoy del Sena­
y los ham pones asum ieron el control. do, les dijo a A id ay M inna Everleigh que el lugar para ab rir un
Dejé San Francisco con un sentim iento de aleg ríay de que prostíbulo elegante era Chicago. Las chicas estaban forradas,
todo estaba hecho y zanjado. Me iba a ir a Chicago, a Nueva York, pues habían dirigido un burdel cerca de la Exposición Trans-
a com prar muebles, porcela na, vajilla de plata. Iba a cam in ar a M ississippi en Omaha. Cuando la exposición term inó, tenían
lo largo del lago M ichigan, a tomar un carruaje en FifthAvenue, alrededor de ochenta m il dólares y entonces siguieron el con­
a ir a W ashington D.C. y a hablar con algunas de las m adames sejo de Cleo M aitland, que sabía de una casa disponible en el
allí, para enterarme de qué puteros esta ban dirigiendo Estados D istrito Prim ero de Chicago, el barrio de apuestas conocido
Un idos, fisgoneando la Casa Blanca y el Capitolio. Después me como el Levee.
d irig iría hacia Nueva Orleans. Iba a extrañ ar la Bahía, el Gol- Eran dos enorm es estructuras hechas de casas de tres pi­
den Gafe, la luz del sol salad ay la niebla del mar. Y a algunos de sos pegadas. Cuando lo vi, tenía cincuenta habitaciones y unas
los clientes que no sólo eran clientes, sino tam bién am igos. escaleras elegantes que daban a la calle. Lizzie A lien, la vieja
A sí que salí hacia el este, a Chicago. Siem pre suelto una madame, lo había montado como un prostíbulo de caché para
carcajada cuando la gente empieza a hablar del Everleigh Club, la Exposición World Colum bian de 1890. Se rum oraba que le
de las m aravillo sas m adam es del prostíbulo, las herm anas había costado a Lizzie —una trem enda m entirosa— cerca de
Everleigh, A id a y M inna, y su m undial mente fam oso p ro s­ doscientos m il dólares reconstruirlo. Dividan eso por la mitad
tíbulo en Chicago, sus veinticinco o treinta herm osas putas. y estarán más cerca de la verdad. Efñe H ankins, otra m ada­
Conocí a las chicas Everleigh, así como conocí a casi todas las me que conocí, se lo compró a Lizzie después de la feria. Las
madames im portantes de Estados Unidos, y más allá del hecho herm anas Everleigh hicieron un trato con Efñe para quedarse
de que dirigieran una casa de lujo y supieran cómo hacer que se con el lugar con todo inclu ido (putas y muebles). Cincuenta y
hablara de eso, su casa no era m ejor como lupanar con chicas cinco m il dólares por los muebles, los cacharros, la vajilla de
herm osas que media docena de casas de citas en media docena plata, las obras de arte y las alfom bras y un a lq u ile r—a largo
de grandes ciudades. Lo único es que se pagaba un precio más plazo— de quinientos dólares al mes.
alto por lo que podía encontrarse en cualquier otro lugar. Yo hubiera regateado eja el precio de los muebles; como m a­
M ientras estuve en Chicago decidí v isita r el Everleigh dame siempre supe que en muebles puedes ahorrar muchísimo
Club para ver qué era lo más nuevo en m ateria de decoración diciendo: «Saca tu vieja chatarra de aquí. No la quiero cerca».

3?6
Las chicas abrieron para la clientela el uno de febrero y actrices no les gusta esta m anera de hablar, pero sólo supe de
tam bién por prim era vez como las herm anas Everleigh; antes dos actrices que no follaban por diversión o por dinero cuan­
de eso escrib ían Everly en el negocio de los prostíbulos. Y ésa do estaban de gira. Una tenía una pierna de corcho, la otra era
era la form a verdadera del apellido. Tenían un personal entre­ mormona.
nado de negras, la m ejor clase de pu tasy cuidaban la com iday En Omaha durante la Exposición, a las herm anas les in ­
el w hisky y el vino. Y de que se hablara de ellas. form aron de que su padre estaba m uertoy que les había dejado
Era una noche fría, pero la clientela era dinám ica. Nun­ un dineral; las herm anas siempre alegaron que fueron treinta
ca creí el cuento de Aída de q ue un senador de Washington les y cinco m il dólares. Yo recortaría eso un poco, lo recortaría mu­
mandó un mensaje de buena suerte y flores la noche de la inau­ cho. Trataron de meterse en la alta sociedad local de Omaha, pero
guración. Quizá las ganancias de esa noche fueron de más de mil las esposas locales pronto se d ieron cuenta de que sus hombres
dólares. El negocio era bueno. Y el lugar tenía clasey buen gusto; se estaban follando a las herm anas, al principio de manera afi­
am bas cosas no siem pre son lo mismo. La clase es cuestión de cionada, con regalitosycosas por el estilo. Más tarde las herm a­
costo, el buen gusto está donde el precio no se muestra. nas anunciaron que habían decidido volverse en contra de esa
¿Quiénes eran esas dos herm anas, om itiendo la mierda sociedad respetable y empezar a prostituirse para vengarse de
que los periódicos publicaban sobre ellas? ¿Yel alarde que los la brutalidad de sus ahora olvidados esposos. Esto hay que to­
sem entales hacían, sumado a las m entiras que las herm anas marlo con un grano de sal del tamaño del edificio Woolworth. La
decían? No es d ifícil reu n ir los hechos verdaderos; ni nguna gente se convierte en puta para ganar dinero. Ya eran putas para
madame tiene una vida dem asiado secreta si se queda en el cuando su padre murió y su éxito con una casa en Omaha mos­
negocio bastante tiempo. traba que no eran las Mujercitas de Miss Alcott aunque cuando
A ída y M inn a Everly nacieron en Kentucky, la prim era sólo tuvieran veintidós y veinticuatro años de edad.
en 1876, la segunda en 1878. Su padre era un abogado, cuán A sí que de Everly a Everleigh, de las habitaciones de hotel
exitoso o leguleyo, no lo sé. A ntes de que las dos cum plieran con clientes de pequeñas ciudades al Everleigh Club de Chica­
veinte años de edad se casaron con dos herm anos, siem pre go, se convirtieron en madames.
descritos como cab allero s su reñ os, lo cual no sig n iñ ca na­ Les gustó verme. M inna me enseñó el club; ella había re­
da, como las chicas descubrieron. Los hom bres, según lo que modelado el lugary planeado la decoración. Me recitó nom bres
alegaron las herm anas, eran u nos brutos, las golpeaban y en de un tirón m ientras nos deslizamos de cuarto en cuarto. «El
general las m altrataban. Esa es su historia. Mi opinión es que Cuarto de Plata, el Cuarto de Oro, el Cuarto de Moore, el Cuarto
sim plem ente se dieron cuenta de que el m atrim onio era un Rosay Rojo, el Cuarto Chino, el Cuarto Azul, el Cuarto Egipcio»,
gran aburrim iento. y una docena de la cualya no me acuerdo. Eran cuartos muy ele­
Las herm anas huyeron a Washington D.G., una ciudad lle ­ gantes, sobrecargados, demasiado abarrotados con cosas que
na de caballeros sureños. Se convirtieron en actrices, lo cual parecían exóticas. Me acuerdo de que el Cuarto de Oro tenía
sim plem ente sign ifica que se iban de gira con los actores y lo peceras sobre bases de oro, escupideras de tabaco de oro m a­
más probable es que ya estuvieran t raficando con su coño co­ cizo que costaban setecientos dólares cada una y un piano de
mo la m ayoría de las actrices hacían en esas locas aventuras de oro cuyo precio ascendía a quince m il dólares. De nuevo, estos
una sola noche, siem pre quebradas, siem pre ham brientas, y precios que ellas me dijeron no significa que fueran ciertos. Ha­
con alguien que se sum ara a su venta de entradas. Sé que a las bía tapetes orientales a granel, todos «de precio inestim able»

3?8
lo cual no significa que no pudieras comprarlos en la tienda de tema de conversación. Gomo Cleo M aitland me dijo una vez:
un m ercachifle de alfom bras. Gran parte del lugar apestaba a «C on toda seguridad a n in gú n hom bre se le olvida que una
incienso, estaba lleno de muebles árabes de latón, copias de d i- m ariposa le abanicó los huevos en el Everleigh Glub».
bu jos de la «G i bson G irl» y colores de universidades y pancar­ El cliente sabía de antemano que una visita nocturna al
tas. Era un batiburrillo caro de lo que cierta clase de hombres club le sald ría cuando menos en cincuenta dólares la noche.
piensan que es lujo del auténtico. La galería de arte érala típica Por lo general la cuenta term inaba siendo mucho mayor.
colección de prostíbulo de cuadros con m arcos linos. La b i­
blioteca tenía muchos libros en pasta de piel. El comedor tenía M inna me dijo;
vaji lia lina de plata y de porcelana y el salón de b a ile —«tu rco», —En cuanto al vino, doce dólares la botella abajo, quince
como me dijo M inna, «turco de verd ad»—, tam bién tenía una en la cama.
fuente de agua que brotaba. Laencendióy la apagó para mí (para La orquesta de cuatro m iem bros prefería tocar DeavMid-
mucha gente el agua discurriendo en una casa era un regalo). night ofLove, que según decían había sido escrita por u n esbirro
Les pedí que me dejaran ver los detalles en las habitacio­ local que la estrenó en el club.
nes; ahí es donde se hace historia en un prostíbulo, no entre las —Muchos huéspedes se quedan para cenar tarde, el precio
estatuas de m árm ol o las palm eras en macetas de oroy plantas es de cien dólares, las dam as y el vino aparte, por supuesto.
exóticas. El precio por un polvo —extra— era de cincuenta dólares;
Minna me dijo: la propina para la chica tam bién era extra. La puta les daba a las
—Tenemos treinta tocadores para nuestras dam as. hermanas la m itad de su tar i la. Muchas casas dejaban a las putas
Los cuartos eran casi todos iguales, con espe jos en el techo cobrar la tarifa arriba. Yo siem pre la cobraba personalm ente.
para una vista fácil del cliente en sus juegos, una enorme cama Aída me dijo que escogía a las chicas tan cuidadosamente
de latón resistente —las m ism as que en mis casas— cuadros al como se escoge a un cadete en West Point. Unicamente putas
óleo con los temas de costuro bre: diversión en el bosquey m u­ experim entadas, nada de aficionadas o vírgenes. Tenían que
cha carne desnuda siendo perseguida. Y una bañera que era de ser guapas, sanas, conocer todas las variedades de sexo que
color dorado y Mdnna alegaba que estaba chapada con oro de un cliente podía preferir. Tam bién tenían que saber vestirse
dieciocho quilates. Divanes, focos, botones para que trajeran con clase y no ser dejadas, borrachas o drogadictas. Las putas
vino o comida, pulverizadores de perfum e; todo eso se encon­ estaban igual de ansiosas que los clientes por entrar al club,
traba en casi todos los cuartos. así q ue había una lista de espera de chicas deseosasy dispon i­
M inna añadió: bles. En realidad las chicas del Everleigh Club no estaban más
—Y algu n as noches soltamos un montón de m ariposas v i­ cualificadas ni eran más guapas que las putas de la m ayoría de
vas en los salones y tocadores. las casas de citas de lujo. Las entrenaban para vestirse, m aqui­
Las herm anas habían gastado y gastado, incluso en insec­ llarse la cara, arreglarse el cabello, y quizá las forzaban a leer
tos voladores. un libro. Eso último lo dudo. Bet-a-M ¡ II ion Gates me habló una
Dije (fue podía darm e cuenta de que no escatim aban en vez sobre la colección de 1 ibros del club:
ningún gasto. También me daba cuenta, pero eso no lo dije, —Eso es educar el lado equivocado de una puta.
de q ue las chicas eran unas tipas muy l istas. Todo ese barroco, A lgun os huéspedes se quedaban para un fin de sem ana
cosas elegantes y las m ariposas hacían que el lugar fuera un de com ida especialm ente apetitosa, bebida y coño. Costaba

33o 33i
cerró. Un folleto elegante que sacaron en 1910 que alababa su
alred ed or de q u in ien tos dólares un fin de sem ana de pura
casay sus comodidades, el deleite de los huéspedes, todo estaba
juerga.
por escrito, incluyendo la dirección, ? j 3 i Deaborn Street. Lo
Con los años muchos hom bres fam osos iban al club para
leyó un jefe reform ista puritano, Cárter Harrison. Se enfureció
desatascar la tubería o sim plem ente para más tarde presum ir
y le ordenó al jefe de la policía que clausurara el Everleigh Club.
de que habían estado allí. John Barrym ore, un putero céle­
Por lo bajo les dijeron a las herm anas que veinte m il dólares
bre, Bet-a-Mi Ilion Gates, Jam es Corbett, Stan Ketchell nunca
podían atrasar la orden. Pero según Mi nna, dijeron que no y
se cansaban de hablar de sus visitas al club. Un Comité de In ­
cerraron el club.
vestigación del Congreso enviado a Chicago pasaba sus noches
N inguna m adam e en Estados Unidos creyó esa ú ltim a
—casi todos sus hom bres— en el club.
parte de la historia. Lo más probable es que el movim iento de
Con el paso de los años el club estuvo involucrado en dos
reform a fuera dem asiado fuerte justo en ese momento como
asesinatos. En 1905 al hijo de M arshall Field le dispararon en
para oponerse a él, y que las herm anas tuvieran que cerrar si
el estóm ago en el club. Algunos dicen q ue fue un jugador, otros
no querían una redada y que las m etieran en la cárcel. En 19 1?
dicen que fue una puta. Como con el asesinato de m i casa de
intentaron montar un nuevo club en el lado oeste de Chicago,
Nueva Orleans, sacaron a toda prisa el cuerpo y luego fue en­
pero la reform a seguía en el poder y el precio del soborno de
contrado muerto en su casa. La policía, que sacó una buena ta­
cuarenta m il dólares era demasiado alto. Las épocas de refor­
jada, dijo que fue un suicidio o un «accidente autoinfligido».
ma son geniales para los tram posos, aumentan el precio de la
Unos cuantos años después, un tal Nat Moore, hijo de un
protección e increm entan sus ingresos.
magnate del fe rro carril, m urió p o ru ñ a s gotas afrodisíacas y
Las herm anas lo hicieron bastante bien cuando se retira­
se hicieron planes para quem ar el cuerpo en el horno del club.
ron antes de cum plir cuarenta años. El rum or en los círculos
Las herm anas alegaron que Nat Moore había muerto en otro
de los prostíbulos, siem pre con un buen ojo para los valores
prostíbulo y que estaban tratando de meterles al muerto en el
y el cerebro para las ci fras, era que las herm anas se sacaron
club para a rru in ar el negocio de las herm anas.
doscientos m il dólares en diam an tesy otras joyasy ciento cin ­
Años después, al encontrárm ela en un balneario, M inna
cuenta m il en cosas de la casa. A p e sa r de todo lo que alegaban
me dijo que los prostíbulos de Chicago pagaban un m illón y
en cuanto a ser oriundas distin gu idas de Kentucky, se fueron
medio de dólares anuales a la policía y a los funcionarios de la
con facturas sin pagar. Tam bién alegaron que los clientes les
ciudad por protección.
debían veinticinco m il dólares por servicios de las chicas de
—N osotras pagam os ciento treinta mil dólares en esos
la casa. Eso suena sospechoso. El crédito de los prostíbulos no
años, además de lo q ue les dábamos a los legi sladores enSpr ing-
se extiende tanto. Lo más probable es que algunos clientes fa­
held para que votaran en contra de proyectos de ley desfavora­
mosos tuvieran polvos gratis —o esperaban que fu eran gratis
bles para nuestro negocio.
con bebida y com ida gratis— y las herm anas m arcaran estos
Le pregunté cuál era su ganancia. M inna me dijo:
entretenim ientos como deudas.
—En un buen año, entre ciento veinticinco y ciento cin ­
Las herm anas se retiraron o lo i ntentaron. De vez en cuan­
cuenta m il dólares.
do regresaban a las noticias. Se encontraron huesos de un es­
No creo que estuviera m i ntiendo mucho.
queleto en el patio trasero de su club, pero nadie pudo probar si
Lo que arru in ó al club fue esa costum bre demente de las
eran los restos de un cliente o los de una puta. Había un rum or
herm anas de ser tema de conversación. Eso hizo al club y eso lo

33? 333
de una chica que m urió abortando en el club, pero nadie lo ballos. Si no fuera poco varon il adm itirlo, la mayor parte del
relacionó con los huesos. Una de sus chicas fue asesi nada más tiempo preferirían apostar antes que follar.
tarde en Nueva O rleans, le cortaron las manos para quitarle Esto podrá escandalizar a los profesores de sexo, pero yo
los an illo s, adem ás de todas las joyas que llevaba. Eso hizo sé que es verdad.
que las herm anas Everleigh volvieran a ser noticia. Yo conocí Y hablando de la verdad de las cosas quiero añadir algo so­
a la puta. Supe quién la mató, pero eso ya no im porta a estas bre lo que se llam a afrodisíacos. Solamente existe un afrod isía-
alturas. co real, verdadero y honesto que yo haya visto que funciona con
Lo últim o que supe sobre las herm anas fue cuando un los hombres. Ese es la mente humana ayudada por los mensajes
m illonario llam ado Stokes en un pleito de divorcio alegó que que obtiene de los ojos y del sentido del tacto. De otro modo,
su esposa había sido puta del Everleigh Club en su d ía y que él todo lo que se dice sobre pociones de amor, polvo de ángel, la
se había casado con mercancía usada. raíz de Juan el Conquistador, cuer no de rinoceronte, bolsas de
semen devudú, bebidas envenenadas, bálsamo de tigre, ostras,
Quedé bastante im presionada por mi visita al Everleigh Club. cebollas, huevos crudos, crem a de cacahuete, ungüento de Ve­
Uno no podía evitarlo. Las chicas sabía n cómo llam ar la aten­ nus, es pura palabrería. Si crees en eso, te puedes engañar a ti
ción. Volví con algunas ideas de decoración, maneras de im pre­ mismo durante un tiempo, lia funcionado, pero escomo cuando
sionar a m is huéspedes, pero nada realm ente del otro mundo. un doctor engaña a un paciente con una píldora de azúcar y le
Nadie ha hecho nada para cam biar la m anera de fo llar y los dice que es una medicina. Se está engañando a la mente. Pero
juegos desde que se crearon los dos sexos. Y cuando no puedes si eso conduce a un poco de acción con una puta joven y bonita,
cam biar el formato básico o el baile, sólo puedes añad ir ador­ al cuerpo no le importa que lo estén engañando.
nos, comodidades, y siem pre en los precios. Eso, para m í, fue La mosca de España, el acelerador de presión más cono­
el principal descubrí miento de las herm anas: que los hombres cido, no es realmente un afrodisíaco. Es el cuerpo triturado de
con dinero se im presionan cuando tienen que gastar mucho cierto insecto, y cuando se traga en una bebida, irrita la vejiga
para sus placeres. La diferencia entre la prostituta de dos dó- y esa picazón incómoda y sensación caliente se confunde con
la re sy la fulana de cincuenta dólares es ún icamente el entorno un im pulso sexual. No lo es. De hecho, es peligroso tomarlo o
y un mito, una vaporización como la que las herm anas usaban dárselo disim uladam ente a alguien en la bebida. Muchos hom­
para rociar sus habitaciones. bres mueren por una dosis demasiado fuerte.
M inna y Aida tam bién se dieron cuenta de algo que yo Los 1ibrosy las im ágenes de actos sexuales y juegos y po­
descubrí a tiempo en el negocio: los hom bres en realidad no siciones pueden clasificarse como afrodisíacos, si quieren in
ven el sexo como el impulso más dom inante de sus vidas. Les cluir cosas que no se loman por la boca, sino por los ojos. Eso
gústala ideadelpecadoyla libertad del prostíbulo, lacom pañía funciona bastante bien para los huéspedes sen iles, para los
liberada de las m entiras de su posición social, las anteojeras clientes hastiados, los acabados, que generalm ente son m iro ­
que la sociedad se pone a sí m ism a. A todo hombre le gusta la nes más que ejecutantes de alguna m anera. Las im ágenes por
com pañía de otro, bebiendo, fum ando, es una cam arad ería lo general son ridiculas, con vergas que jam ás p odrían existir
subida de tono. Como M inna me dijo: y juegos para acróbatas, t o s libros son fantasías escritas por
—En realidad no son las m ujeres lo que más les gusta. Les hom bres que trafican con el casquete de sus sueños y no con
gustan más las cartas, les gustan los dados, las carreras de ca­ algo real. De nuevo, esta clase de 1i bros es principal mente para

335
los que necesitan algo más que la visión de una chica desnuda
en vivo. Siem pre he pensado que las im ágenes y los libros son
para muchachos y hom bres que están teniendo una aventura Q uinta parte
amorosa con ellos m ism os. Por lo general a los muchachos se
LOS ÚLTIMOS AÑOS
les pasa; a los hom bres, difícilm ente.
El alcohol, excepto para revertir el n o de una chica, es una
cosa placentera, pero si se abusa lleva al amor a lab o te llay no a
un cuerpo. Las drogas están en un mundo diferente al del sexo.
Los chulos y algu nas putas son drogadictos. Pero un cliente
que lo es, muy pronto pierde su gusto, y luego su im pulso por
el sexo, y se entrega a la aguja y a la pipa para siempre.

336
Capítulo %i
DE VUELTA EN NUEVA ORLEANS

Durante los tres años que estuve fuera de Nueva Orleans hubo
algunos cam bios. Como si la llegada al siglo xx fuera una señal
para excitarse y actuar de m anera diferente. Había algunos v i­
vidores en los nuevos automóviles a lo largo de los diques y de
Canal Street, pero podías ver que el caballo todavía llevaba la
delantera, hasta la fecha.
La música, que era jazz, se estaba volviendo algo que cre­
cería cada vez m ás, y los m úsicos como K in g Oliver y Louie
A rm stron g se m archarían hacia el norte en las barcas de río
y em pezarían a d ifu n d irla alrededor de Chicago. A Oliver lo
recuerdo como un mayordomo para algú n blanco de lin aje y
Louie solía conducir los vagones de carbón cuando era niño
y anunciar su comercio. Nunca hubieras pensado que se con­
vertiría en un gran trom petista en el norte. No quiero dar la
im presión de que yo sabía gran cosa sobre jazz ni de que tu ­
viera un gran oído para él. Simplemente lo escuché crecer. La
gente blanca lo llam aba «m úsica de prostíbu lo» y se tocaba
muy fuerte en lugares baratosy los antros de m ala m uertey se
tocaba con un poco más de control en las m ejores casas. Pasó
mucho tiem po antes de que el jazz estuviera cerca de la cre­
ciente y popular música ragtime, que era lo que empezábamos
a tocar mucho en las casas de citas. Y siem pre estaba la música
de Stephen Foster. No sé cómo se lo habrían tomado las ma~
dam es, e incluso la gente respetable si las melodías de Foster
ya no hubieran estado ahí. Tenían una especie de dolor dulce
y triste para la mayoría de la gente, como descansar y record ar
después de una vida dura.
*
Reinauguré mi casa después de pintarla y ponerle nuevas al­
fombras y cam biar el papel tapizy las cam asy conseguir algunos
vinos buenos. La gente que había estado atend iendo el lugar no
mera vez. Empezaban a adoptar las modas fáciles y a no vesl i rsc
lo había destrozado demasiado. Podía sentir el tono del nuevo
mucho como putas, pero con buen gusto. Los siguientes años
siglo cuando llegó la noche de inauguración. Había m ejores
se vestirían con faldas largas pegadas y som breros más anchos
confecciones entre los viejos clientes y los nuevos eran unos
o más angostos con plum as hacia arrib a y llevarían som b ri­
galanes, con cuellos y hom breras al estilo de Richard H arding
llas rayadas. Fum aban más y su voz sonaba más fuerte y más
Davis. Hablaban mucho entre ellos de algo llamado el Desti­
estridente.
no M anifiesto y de apoderarse de todas las islas del Pacífico.
Quizá era porque yo ya pertenecía a otra época. Quizás
Todavía había problemas en Fil ipinas y los japoneses les esta­
el hecho de fu ncion ar legalmente lo había suavizado un po­
ban haciendo muecas a ios rusos, los bóers estaban luchando
co. La protección, desde luego, todavía tenia que pagarse, aun
contra los britán icos. Los bóxers se estaban sublevando por
cuando los prostíbulos fueran legales en Nueva Orleans. Ha­
una nueva China. Un nuevo mundo para los chinos, cualquie­
bía regulaciones que podían d estru irte si no apoquinabas.
ra que éste fuera a ser. Por lo que hablaban Jos hom bres en el
Así que yo pagaba. Los nuevos clientes eran más anim ados,
prostíbulo con sus puros y el brandy, iba a ser una gran época
más delgados. A lgu n as personas seguían comiendo lan gos­
de guerras contra las razas de color. Una aprende cosas en una
ta y carne y ave de caza y budines de ostras, grandes festines.
casa de citas. Pero nada de esto me interesaba tanto como las
Pero muchos de ellos empezaban a p refe rir menos comida y
bom billas incandescentes Mazda de Mr. Edison y los nuevos
mejor cocina. Eso duraría hasta 19 14 y luego toda la cocina en
y m aravillosos i nteriores de fontanería. Lacey Bel le estaba de
Estados Unidos que llegaría a comer empezó a decaer. Enton­
vuelta en su cocina con una caja de hielo nueva y más grande y
ces eran contados los lugares buenos donde todavía hicieran
una estufa en la que se podía cocinar más comida con menos
una cocina que valiera la pena. La cocina de los prostíbulos en
gasto. H arry me decía que debería com prar un automóvil. A l
los m ejores lugares siguió teniendo comida de buena calidad
final solía alqu ilar uno con lám paras de gas, mucho latón bri­
durante mucho tiempo.
llante y palancas externas.
Para los clientes que me gustaba alim entar todavía servia
Story v i lie era el lugar para ver, según decían los vivid ores,
la m ejor comida en Nueva Orleans, y nuestros salones seguían
el lugar para divertirse cuando visitab as Nueva Orleans y las
recibiendo a nuestros clientes leales, leales a nosotras. Pero
mada mes trabajan abiertam ente. En verdad el barrio francés
eran tiem pos cam biantes. Los clientes visitaban los burdeles
se estaba volviendo un lugar artificial para los visitantes que
más a menudo, comían aquí, bebían allí, exam inaban el coño
querían ver la pequeña ciudad vieja y dar de comer a los pája­
en quizá media docena de lugares antes de decidir subirse con
ros del río que tiraban sus heces sobre el general Jackson en su
una chica. Nos guste o no, los supervivientes déla guerra civil
caballo, alzándoles el som brero desde la iglesia de Saint Louis.
fueron los últim os am ericanos de su especie. Sus hijos y los h i­
Se estaba volviendo un lugar de gran interés, concebido para
jos de sus hijos eran de otra raza. Europa y su color se estaban
parecer mucho m ás anticuado de lo que realm ente era. Los
ñltrando. Para bien o para mal.
muebles de segunda mano, con los insectos y todo, se habían
convertido en antigüedades.
Tuve una puta llam ada Gladdy que era partidaria de los dere­
Mi casa funcionó bien después de la noche de inaugura­
chos de las m ujeres. Marchaba en los desfiles de Filadelftay de
ción, cuando hubo un poco de diversión agradable. Las chicas
Nueva York cuando había m archas a favor del voto y se ponían
no eran tan pu leras ni tan educad as como cuando abrí por p ri­
alfileres en los caballos de los policías y se hablaba sobre ser

340
iguales a cualquier hombre. Gladdy era una pul a muy buena y Buena parte de los ingresos de un prosti bulo extravagante
atraía a los folladores intelectuales con los que hablaba de Shaw venía de sudam ericanos, señores ricos que seguían teniendo
y H.G. Wells e 1bsen y muchos rusos de cuyos nombres ya no me esclavos o peones en grandes plantaciones o m anadas de ga­
acuerdo. Solía andar en bicicleta a lo largo de los diques, con nado vacuno y v ivían en París o Roma. Generalm ente hacían
una falda abierta. Siem pre estaba recitando algo que llam aba escala en Nueva Orleans. O si eran políticos, eran peones e in ­
Ornar el Tendero. En su tiempo libre Gladdy grababa imágenes dios híbridos que se habían vuelto dictadores de algún peque­
de indios y cabezas de chicas sobre almohadas de piel. A lred e ­ ño país arruinado y luego habían huido con el botín en bolsas
dor de 1904, se consiguió a un am ante negro, un abogado que em baladas con bonitos billetes am ericanos de cien o de qu i­
había ido a la universidad en el norte. Le dije a Gladdy que yo nientos dólares cada uno.
personalm ente no pensaba que un hombre fuera peor que otro Yo ad mitía únicamente a los más seguros, los sudam erica­
hom bre, sin im portar de qué color fuera, pero que la costum ­ nos o centroamericanos domesticados, los que se dejaban desar­
bre era la base de nuestro negocio. No podía p erm itir que se m ar por H arry en la entrada. Aprendí un poquito de español y
hablara de lo suyo con él y que un cliente escuchara y objeta­ tenía a María, una gitana grande y huesuda que podía hablar
ra el hecho de irse a la cama con ella cuando el d ía anterior su hasta por los codos con ellosy que conocía sus gustos. Eran gran­
negrata se la acababa de follar. des fol ladores, siempre calientes como una jaula 1 lena de monos
Gladdy se puso im pertinente y rae dijo que su semental y los generales pagaban principalm ente en oro, a menudo con
negro era un gran hombre y un luchador por los derechos, los monedas francesas o españolas o italianas, por lo que yo tenía
derechos humanos. Lo más probable es que así fuera, pero no que encontrar a un empleado de banco que me perm itiera estar
en mi casa. Le hice h acerlas m aletas e irse. No quería que lle ­ segura de que me estaba dando el tipo de cambio adecuado.
gara ninguna gentuza del Ku Klux Klan a quem ar mi casa. O a El Oso, como lo llam ábam os, o General Oso a veces, era
lin ch ar al negro e n la farola de enfrente de mi um bral. un hom bre grande, ancho, color m arrón, con cabello grueso
No oí sobre Claddy durante un par de años. Luego leí que de indio que le crecía tan bajo e n la frente que casi no lo podías
habían encontrado el cuerpo del negro cerca del río, cham us­ creer. El General Oso había dirigido un par de revoluciones
cado y mutilado con unas m arcas que parecían la obra de una en varios países centroam ericanos y ahora estaba esperando
muchedu m bre. De la propia Gladdy oí sólo una vez, me mandó una com pañía de frutas y, como él m ism o decía, a que Estados
un telegram a desde Houston en el que me pedía prestados cin ­ Unidos montara una nueva guerra en algún lugar en el sur para
cuenta dólares, acababa de salir del hospital poruña pulmonía. que los plátanos y los m inerales y las maderas valiosas pudie­
Le mandé veinticinco. Pensé que me estaba mintiendo. ran Ilegar al mercado de m anera más sencilla. Él fue el pri mer
El resto de las chicas de m i casa eran cada una un perso­ hom bre que me dijo que Estados Unidos, si no podía arreglarse
naje, pero no leían nada m ás serio que los libros de sueños y con Colombia para term in ar el Canal allá abajo, iba a inventar
de vez en cuando una novela sobre m orir por amor, o algunas un nuevo país falso y hacer negocios con él. Guando sucedió lo
historias en revislas para m ujeres sobre cómo conseguir m a­ del Canal de Panamá y el Estado de Panamá fue creado, me di
rido. El negocio era bueno y yo trataba de hacer que las chicas cuenta de que el General Oso tenía los contactos apropiados en
ahorraran su dinero. La m ayoría no lo hacía. Los chulos o la los lugares apropiados. #
modista o el m ercachifle de joyas que venía con sus bandejas El G eneral siem pre se subía con M aría y obtenía lo que
y cajas se llevaban gran parte de sus ganancias. pagaba. El único problema que tuve con él fue una noche en

343
que se em borrachóy de algún modo metió de contrabando a la un buen prostíbulo de clase med ia. En una ocasión cuando es­
tuve fuera de circulación con una p iern ayu n a rod illa torcidas,
habitación una Golt. Alrededor de las dos de la m añana oí d is­
pararse el cañón arriba. H a rry y y o corrim os para encontrara asum í un papel e hice el recuento de unos quinientos clientes
a Jos que había entretenido en mi casa con el paso de los años.
la chica M aría desnuda contra la pared y al general sólo con sus
calcetines puestos disparando alrededor de el la, tan cerca que Sólo de dónde ven ían y lo que yo sabía de su posición como
la chica no se atrevía a moverse, sólo gritaba: «¡Com andante, ciudadanos respetables. Los resultados fueron más o menos
así: el setenta por ciento estaba casado; el diez por ciento es­
com andante!». H arry le agarró por el brazo que tenía el arm a
taba separado de su esposa o divorciado (tienen que recordar
y cuando el Oso trató de tirarle, H arry le hizo unas cuantas lla ­
que estoy hablando de una época en la que el divorcio no era
ves que había aprendido m ientras estuvo con la escuadra en los
respetable) y el diez por ciento era jóvenes de la ciudad. Dado
cruceros en japón. El General Oso, cuando pudo hablar, dijo:
que por lo general yo d irig ía una casa de veinte dólares, sólo
—¿Cuál es el problem a? ¡Soy un hom bre de Dios, unio-
los jóvenes acomodados podían darse el lujo de pasar una no­
ne, libertadl Sólo le estaba enseñando a la vaca de Maria cómo
che con m is chicas. La m ayoría de los jóvenes pensaban que
ejecutaba a los prisioneros en los viejos tiempos. Soy un tira­
era demasiado caro para mojar el churro.
dor demasiado bueno como para hacerle daño. ¡f ¿ove Estados
En San Francisco las cifras estarían un poco cam biadas.
Unidos!
A llí sólo el cincuenta por ciento de los clientes estaban casados,
El General Oso dio una fiesta de despedida cuando se fue
el veinticinco por ciento de los hom bres estaban divorciados o
a otro país a provocar problem as y nunca más volví a saber de
separados y los jóvenes solteros sin com prom isos eran el vein ­
él. Guardé su pistola Golt en mi mesita de noche.
ticinco por ciento.
Por edad, la media de m is clientes tenía entre treinta y cin­
A l oír a la gente h ablar sobre los prostíbu los y al leer sobre
co y cincuenta años. Había unos tan jóvenes como de dieciocho,
toda esa idea de la prostitución en las casas, existe la im pre­
algunos estaban en los veinte, pero ésos eran una m inoría. El
sión de que éstos son un nido de degenerados o de hom bres
cliente medio en mi casa tenía su propio negocio de éxito, tenía
lujuriosos, frecuentados únicam ente por hom bres m alsanos,
una esposa y generalmente de dos a seis hijos. Era dueño de su
locos por el sexo y depravados. A q uello s que dejan sa lir to­
propia casa, granja, plantación, manejaba un buen tiro de caba­
da su lujuria mugrienta. Esto se rem onta, supongo, a toda esa
gente que desem barcó en aquella roca en Plymouth y empezó llos en la ciudad, mantenía unos cuatro sirvientes y era consi­
derado acomodado, pero no rico. Más o menos el diez por ciento
a practicar una idea llam ada puritanism o. Todo el sexo era un
lío y todo lo que tenía ver con éste era la obra de Belcebú, del de mis clientes eran ricos, si consideran rico a alguien que tiene
entre doscientos mil y u n m illón de dólares. Yo sí lo considero.
diablo. Esta idea perduró bastante tiempo, hasta hoy entre mu­
A lrededor del cinco por ciento de los hom bres que venían
cha gente. Pero nadie parece recordar una imagen que una vez
conmigo, hasta donde sé, tenían algún tipo de conexión crim i­
vi de unos puritanos bailando alrededor del Palo de Mayo en
la prim avera. Si eso no era celebrar el nacim iento de la savia nal, si contamos a los hom bres de la política que sobornaban
o d irigían casas de juego, hacían contrabando, apostaban en
ante una enorme verga, no sé qué es lo que ellos pensaban que
estaban haciendo ahí. las carreras. Ese tipo de fraude aceptado.
De los hombres casados casi todos me decían que sus es­
Nunca he visto nada publicado que en realidad tratara de
descubrir q ué clase de hom bres iban como cl ientes asiduos a posas les negaban el sexo o los hombres consideraban que ya no

345
podían meterse en la cama de ellas y sentirse potentes. Al rede posiciones no eran completamente aceptadas por la sociedad,
dor del veinte por ciento se follaba a su esposa más o menos una por lo menos no adm itidas; de hecho, no hay n in gú n patrón
vez al mes, como uno me dijo, «para mantener la franquicia». sexual aceptado en la naturaleza del hombre.
Casi todos los hom bres casados decían que lo que más Las leyes no ayudan a aclarar las cosas. En W ashington
echaban de menos con sus esposas era la estim ulación sexual D.C., hay una en contra de la m asturbación que podría llevar
con la boca y la variedad. Los libros lo hacían m ás digno de al que se hace pajas a pasar un periodo en la cárcel. En algu ­
castigo m ediante el uso de palabras como cunnilingus,/elación nos estados del oeste el contacto de la boca con los genitales es
y térm inos como coitus interruptus, ona nismo, irrum ación, coi ­ 11 na ofensa digna de prisión y es considerado como degenerado
las intercrural. Térm inos que ningu na persona sensible usaría y tan ilegal como el contacto de los pastores y los muchachos
y que, yo creo, asustan mucho a la gente, porque el latín in si­ de granja con ovejas, becerros, yeguas, cerdos y otros objetos
núa algo q ue Nerón y todos esos rom anosy griegos practicaron del deseo en el corral tan populares entre la gente sim ple del
hasta llevar a Roma a la decadencia. campo. En San Francisco los patos eran los amantes de los cul is
A l hablar, yo personalm ente siem pre uso las palabras an­ chinos que no podían perm itirse una chica de prostíbulo.
glosajonas comunes, o más o menos, según me dijo una vez un
huésped educado en San Francisco. A algunos hom bres que No quiero en trar en el tipo m ás extraño de juegos sexuales
me decían en los prostíbulos que eran i nfel ices y que todavía practicados por un cinco por ciento de los hom bres que están
no podían obtener lo que querían de sus esposas, les sugería un poquito ch iflad o sy no rigen bien. No lo llamo degenerado
que hicieran a un lado esas pala bras científicas y extravagantes o depravado. Hay un viejo lema en los prostíbulos: «Si no te
y que em pezaran a hablar sobre follar, m am ar y dar por culo gusta, no critiq u es». Pero hay un pequeño grupo de raritos
en casa. que están enferm os de la cabeza y lo q ue necesi tan es un doc­
Casi lodos los jóvenes con los que hablaba adm itían que tor, no una puta.
se cascaron una paja, se m asturbaron durante años, y que sus No sé mucho sobre la gente que quiere h erirá otras perso­
padres e incluso los doctores les habían d icho q ue se volverían nas por pl acer sexua 1. Y no sé por q ué el dolor a veces forma parte
locos, perderían el pelo o les crecería un poco en las palm as del patrón sexual. Una ve un poco de eso y trata de mantenerlo
de Jas manos. Tam bién que su columna vertebral se les haría fuera de su casa. En realidad nadie se considera un maniático
papilla. Cerca de la mitad de los jóvenes se sentían condena­ sexual, en su mayor parte se ven como el resto de nosotros.
dos al infierno, a la otra m itad no le im portaba una m ierda. Azotar o que lo azoten a uno es popular entre un tres por
Esta m anera de hablar, tam bién, debe verse como la de aque- ciento de la clientela. Y yo sólo lo perm itía con clientes muy
Ila época cuando d irig ía casas. Actual mente no creo que estos heles y nunca al grado de ningún peligro real. Hay putas a las
porcentajes se sostuvieran. El fuego del infierno ya no es tan que les gustay hay clientes que ruegan para que los castiguen.
creible como antes. El infierno puede estar justo aquí. Lo perm itía de ese modo y ten íau n cuarto acolchado equipado
A lreded or del veinticinco por ciento de todos los hombres, para aquellos que querían recordar sus días escolares.
sin im portar su edad, ten ían una extraña m anera de llegar al En su m ayoría m is clientes, y los clientes de casi todos
orgasmo y alrededor del quince por ciento no follaba en abso­ los prostíbulos, eran po^naturaleza hom bres que únicam en­
luto para alcanzar el clím ax. El m anoseo mutuo ocupa mucho te querían copular con una mujer, excitarse al verla desnuda,
tiempo en juegos sexuales con la mano y con la boca, varias m ediante el m anoseo y el contacto completo para liberarse a

346
sí m ism os del contenido de sus glándulas y, sospecho, de sus los desprecien en su mundo si se llegara a saber que no lo hacen
mentes. En casi ninguno de los casos tenía que ver con el amor. o lo desean con regularidad, penetrar a una mujer es como el
Segu ían siendo, la m ayoría de ellos, buenos padres, buenos derecho de estar en la re unión de hombres. Éste es el verdadero
m aridos en el sentido de proveer y tod avía querer, aunque no cam bio en la vida del macho del que la gente habla: el temor de
en la cama, a sus esposas. dejar de ser el semental de su círculo. Un temor tam bién de q ue
No se puede satisfacer o curar a todo el mundo y cerca del el tiempo está pasando, que hay algo de q ue avergonzarse si no
dos por ciento de los clientes nunca podían funcionar en ab ­ puedes hablar de ello en un bar, contar chistes verdes, d eciry
soluto. La mayoría de ellos venía de todos modos, por la música u sar palabras que la sociedad no ve en n ingú n lugar más que
del sa ló n y la buena ch arla, la bebid a y la comida. La com pañía rotuladas en las vallas.
m asculina de corbatas aflojadas y chalecos desabotonados. En cuanto a la potencia, ¿cuánto tiempo puede realm ente
No consideren nada de esto m ás que como las observa­ durar? Tuve unos cuantos huéspedes en sus ochenta que to­
ciones profesionales de una persona. Después de haber tra ­ davía eran capaces de subirse con una chica y funcion ar una
bajado en esta gráfica durante dos sem anas, la dejé. No quería o dos veces al mes. Tam bién clientes de sesenta y setenta años
saber dem asiado sobre los clientes m ás allá de su habilidad que eran capaces de em pinarla dos o tres veces a la sem ana.
para pagar y sus agradecim ientos por estar en casa y a gusto Pero como he visto, su lema era « las chicas no tienen que ser
en m i prostíbulo. Pero ofrezco las cifras, pues vienen de un herm osas, sólo pacientes».
lugar donde los porcentajes están bastante cerca de lo que al­ Si un hombre fal la a los cuarenta y a los cincuenta en seguir
gún profesor de cabello largo podría descubrir husmeando si realizando una buena actuación en el sexo, a menudo puede ser
le interesara intentarlo. que no sea capaz de hablarlo, libre de las viejas ideas sobre el
tema. También cada uno de nosotros es diferente. líe usado la
Esto reforzaba mi descubrim iento de que los hombres van a los palabra único antes; aquí encaja bien. Tam bién sin im portar
prostíbulos principalm ente por com pañía y el sentim iento de lo que se haya escrito sobre la idea de que t o d o s l o s h o m b r e s
estar en un mundo donde el hom bre es todavía im portante y s o n i g u a l e s , no crean que eso es verdad en la cama.

aún lo es todo, donde la puta es una herm osa esclava adorable,


más que sólo para follar. Muchas m adames me dijeron, como Sin conocer la música o entender la ópera, los años de mi últi­
yo m ism a vi, que si se les perm ite a los hom bres escoger sus ma c a sa —hasta 1917— están asidos a mi memoria con algunas
propios placeres sin que pierdan su m asculinidad, preñeren canciones nuevas en el salón. El golpeteo del piano, los hués­
las apuestas a las mujeres. pedes y las ch icas cantando. Mighty Lak a Rose, Bill Bailey Won't
Esto pod ría ser verdad para cualquier grupo sa Ivo para los You Please Come Home, Under the Bamboo Tree, Navajo.
hom bres muy jóvenes. Ellos todavía están locos por un coño Las viejas m elodías todavía eran lo más popular, pero en
y llenos de deseos nerviosos por cualquier cosa con tetas y un una buena noche anim ada en am bos salones habría alguien
culo. La naturaleza no es estúpida. Sabe que si los m antienes cantando■. Meet M einSt. Louie, My Gal Sal, Chinatown MyChina-
cachondos cuando son jóvenes, el planeta se seguirá rellen an ­ town, The Yama Yama Man, Pony Boy, Let Me Cali You Sweetheart. Un
do, lo quiera o no la sociedad. poco más tarde vendría: J*nimyValentine, Be My Little Baby Bumble
A menudo los hom bres de cuarenta y cincuenta años se Bee, Moonlight Bay My Wijes Gone to the Country La últim a siem ­
convierten en clientes asiduos de prostíbulo porque temen que pre se cantaba un poco más fuerte y con mucho entusiasmo.

3q8
Nunca me interesé por las canciones de guerra; sólo ayu­
daban a alim entar a los hom bres con carne de cañón. Hacia
19 14 empezaron a aparecer y al principio la m ierda del p resi­ Capítulo 28
dente Wi ison de «dem asiado orgullosos para luchar» nos en­ UN GRAVE ERROR
gañó. Luego, por supuesto, la vanidad de los hom bres tomó el
mando; a algunos hombres realm ente les gustan las guerras;
todo, menos m orir en ellas. Recuerdo: / Didrit Raise My Boyto En 1907 me casé con un cantante brasileño que se hacía lla ­
Be a Soldier, Yacha Huía Hickey Dola, Till the Clouds Roll By. m ar por su nom bre de pila, Vasco. Yo ten ía cincuenta y tres
Las canciones que algunas personas llam an « c o ch in as» años y probablem ente no estaba en m is cabales. El era do­
no llegaban tan abajo del cinturón. Se cantaba The Bastard Kings ce años menor que yo, una cosa apuesta con el cabello rizado,
ofEngland que se hizo popular, así como otras canciones con caderas esbeltas, piernas largas, un rostro con rasgos elegan­
estrofas especiales para las casas de citas. Estaba Sweet Betsy tes y u n aspecto cruel, grandes dientes blancos y un mentón
from Pike («quien sacó el culo para su nuevo amante Ike») y al­ con una hendidura como si la hubieran hecho con la punta de
gunos cantos de m arineros. Pero básicam ente la casa cantaba una espada.
lo que las esposas y las hijas de los clientes cantaban en casa Vasco siem pre cargaba un bastón, usaba polainas, in cli­
en entornos menos exóticos. naba las caderas como un jefe de com edory cantaba canciones
con muchas partes susurradas. Siem pre pensé que Brasil era
español, pero me di cuenta, si podemos considerar a Vasco como
una muestra, de que hablaban portugués, eran unos tremendos
mentirosos, muy consagrados a la cama, bebían dem asiadoy se
persignaban mucho. Creían en el mal de ojo. Había una colo­
nia de brasileños en Nueva O rleansy Vasco, como hablaba bien
el inglés y podía leerlo sin mover los labios, era el portavoz de
aquellos que entraban de contrabando, aquellos que hacían
otras cosas turbias.

Vasco había llegado a la casa con un funcionario gordo de su


país que quería una puta con mucho pelo por todas partes. No
le gustaban las muchachas lisas y depiladas, hasta las axilas,
que la m ayoría de las casas ofrecían. Vasco term inó debién­
dome una enorme cuenta, que pagó el funcionario. Vasco me
envió llores, me invitó a cenar con él en Carden Section, que
está lejos del Barrio Francés y donde él tenía unas habitacio­
nes. La prim era vez que tfató de meterme mano por debajo de la
ropa lo lancé al otro lado de la habitación, pero al día siguiente
estaba de vuelta con más llores.
Era un hom bre agradable con esos enorm es ojos vacunos a Vasco, y él insistió en q ue en vez de matarlo tam bién, lo deja­
tan oscuros y brillantes. Yo solía alq u ilar un automóvil y Vasco ran desem barcar con una escolta y él volvería para darles todo
lo conducía hacia el campo y por las carreteras secundarias. el dinero que habían perdido. A cambio de su vida.
Después de un rato sacábam os una cesta con pollo frío y una Vasco dijo que se escapó de los m arineros que se fueron a
caja llena de hielo, con vino dentro, y salíam os y com íam os al tierra con él enuna peleay que pensó que solamente en mi casa
aire libre. Si a la gente le repele una cincuentona que actúa co­ estaría a salvo. Eso de desplum ar sudam ericanos ricos era par­
mo una estúpida, que se besa bajo los árboles y es acariciada a te del mundo de las apuestas de Nueva Orleans. No tenía dudas
la orilla del río, lo único que puedo poner como excusa es que sobre esa parte de la historia. Lo que me preocupaba era que el
seguram ente fue la menopausia. buitre me estuviera usando para protegerlo y para ahuyentar
Más que cantante, Vasco era un gran jugador, y aunque yo a los ganaderos debido a m is contactos con la policía de Nueva
no perm itía j uegos de alto riesgo en la casa, cuando v i a Vasco Orleans. No me gustaba paga r el pato, aun cuando tuviera una
m anejar los naipes, vi que era mejor que cualquier otra persona debilidad por el hombre.
q ue hubiera conocido y que eso de can tar era sólo una fachada. Le di a Vasco café y brandy, le puse unas cataplasm as en
Si hacía tram pa, y seguram ente así era, nunca lo pillé. Era un la cabeza. Y me metí en la cama con él. Tengan en cuenta que
gran despilfarrador cuando tenía dinero y seguramente muchas era encantador, era guapo. En ese momento dependía de mí
mujeres lo habían echado a perder. Vasco vivía lujosamente. y quizá me am aba. Guando un hom bre llega a ti para que le
Una m ad rugada durante la C u aresm a llegó y llam ó a salves la vida, es que tiene cierta conexión contigo. Vasco me
la puerta trasera y Betsy, el am a de llaves que entonces te ­ pilló desprevenida. Me sentía sola, me estaba haciendo vieja.
nía, lo dejó entrar. Dijo que estaba en apuros y que tenía que También me estaba aburriendo un poco de ser madame. Y era
verme. una mujer. Es la mejor excusa en la que puedo pensar. No es­
No parecía asustado o preocupado, pero tenía un mora- taba más a salvo de la cu rsilería emocional que cualquier otra
tón en la frente y un pañuelo asquerosam ente perfum ado en puta bobalicona que cae en las garras del p rim er ru fián con
los labios. Como a la mayoría de los latinos a Vasco le gustaban m úsculos y bom bín m arrón que le echa el ojo.
mucho las fragancias fuertes. Una esquina de su boca mostraba Vasco era un am ante potente y físicam ente activo. Tenía
un poco de sangre. el secreto de cama de ser audaz y un tino para hacer lo correcto
—Necesito refugio, querida, y si no quizá esté muerto an ­ en el momento adecuado. Quizá estaba nervioso por haberse
tes del amanecer. Corn saa licenza. escapado, quizá después de haber andado tras de mí durante
Mandé a Betsy de vuelta a la cama, me puse un kimono en­ tanto tiempo, ahora tenía todo de m í en m i propia cama. Es
cima de mi cam isón y le pregunté qué era todo ese delirio. Se como si le hubieran dado cuerda en un amor frenético. Yo me
empezó a desahogar, mitad en portugués y mitad en i nglés, y relajé bastante, y habiendo cometido el prim er error de meterlo
esa mitad fue la que entendí. El y otros dos cabrones brasileños a m i cama, sim plem ente me entregué.
habian estado en una serie de juegos de cartas en un yate en el Recuerdo el sol de la tarde que se metía entre las cortinas
golfo, el yate de un ganadero rico de Sudamérica que tenía a unos corridas por aquí y por allá. Vasco dorm ía entre m is brazos,
am igos ricos a bordo. El juego duró dos días y de alguna m a­ sonriendo, y yo, en lu gard e sentirm e como una tonta, sim ple­
nera los ganaderos creyeron que sus pérdidas eran el resultado mente lo estrechaba como a un niño bonito. Todavía tenía un
de la trampa. Mataron a los dos am igos de Vasco y encerraron buen cuerpo, las tetas no me colgaban demasiado, las piernas

353
habían aguantado bastante. El principal problema era la edad blanco, un sombrero blando de paja, llevar un bastón con cabe­
de Vasco; era demasiado joven. za plateaday me adulaba si quería faltar a una clase de canto, y
Desde luego que le pedí a la policía que ad virtiera a los yo le financiaba para un juego con los com pradores de algodón
ganaderos que no em prendieran nada y Vasco vivió conmigo o los descargadores del río. Ganaba, perdía, ganaba, perdía. Yo
hasta que zarparon lejos en su yate. No fomenté n ingú n tipo conocía lo suficiente a los jugadores como para prestarle de­
de cotilleo entre las chicas y Vasco sentia que como caballero masiado dinero a Vasco y a menudo cuando ganaba me pagaba
devoto que era no quería se rv ir en n ingú n prostíbulo. Ni s i­ y era todo un hom bre en la cama, me m antenía despierta hasta
quiera ayudar a H arry o entretener a los clientes en el salón. casi el amanecer. Siem pre quería un favorcito para él o para un
El me gustaba más y más y yo me sentía m ás y más joven—una amigo. M alcrié a Vasco.
idea disparatada— y me dorm ía m ás y más tarde y bebía un Era encantador y pronto vi que era perezoso. Yo estaba d i­
poco m ás porque ya no era más y m ás joven. Estaba gastan ­ rigiendo u na casa, vivía casi todo el tiempo en la casa, lo dejaba
do mucha energía que debí haber racionado más lentamente. tener el apartamento y ocuparse de algunos asuntitos para mí.
Pero esto del am or no tiene frenos-, si te golpea en el momento Era honesto al respecto, así que yo le pagaba para que estudiara
oportuno bajas la guardia. Estoy haciendo que suene como si ópera. El creía que en absoluto era correcto que lo vieran en el
todo esto hubiera sido una equ ivocación —que si lo fue—, pero prostíbulo. Tenía esa dignidad de mierda que los latinos tienen
en su momento fue placentero. sobre el honor y los m odalesy la ig lesiay supongo que el hecho
lo d o habría terminado, por supuesto, fácil y casual mente, de estar casado con una madame sí le parecía, en el fondo de
si no nos hubiéram os casado. Durante la temporada caliente y su cabeza, como un descenso. ¿Y qué le decía al cura cuando se
húmeda, Nueva Orleans está en su peor momento y yo cerra­ confesaba sobre cómo vivía y cómo ganaba dinero?
ba la casa, los enorm es ventiladores del techo no ayudaban en Vasco tuvo una mala racha. Tuve que pagarle la lianza para
absoluto. Ese año, 1907, nos fuim os a Cuba, Vasco y yo. Me dijo sacarlo de la cárcel cuando golpeó con su bastón al sobrino de un
que estaba pensando en com prarse una destilería de ron y que comerciante de algodón. Trató de mal tratar a H arry una noche
iba a estud iar ópera para educar su voz. Nos Jo pasamos bien, los cuando Harry se negó a ir a Canal Street a quitarle una chaqueta
dos solos viajando juntos. La recom pensa fue que nos casamos al sastre de Vasco. H arry lo llamó jod ido chupapollas lam ecu­
en La Habana en una pequeña iglesia con un cura gordo que los y Vasco lo persiguió. H arry simplemente lo derribó con dos
parecía triste; olía a pescado frito, según recuerdo. Después de golpes rápidos en el estómago y le preguntó si quería más.
dos sem anas volvim os a Nueva Orleans, pero m antuvim os la Me negué a despedir a Harry. Vasco se puso furioso. Su ho­
boda como un secreto. Yo no tenía ganas de m eter m i dinero nor estaba destrozado. Yo estaba ocupada. Había muchas con­
en ningu na destilería de ron. No estaba como para ad m in is­ venciones, muchos forasteros, mucha gente que contrataba mi
trarla. ¿Y las clases de canto? Bueno, quizás. casa entera durante varias noches seguidas. Todo eso exigía pro­
visiones, vinos, licores, chicas extra, más sábanas. Betsy, Harry,
Conseguí un apartam ento para los dos en Jackson Square, con Lacey B elleyyo m ism a apenas teníam os tiempo de ir al baño.
vistas a la iglesia y a la estatua a caballo. Soliam os sentarnos Las cosas funcionaban, pero requería toda nuestra atención.
por la m añana en nuestro balcón y tom ar café que yo m ism a 0
hacía; nadie entre los sirv ien tes en Nueva O rleans sabe có­ Llegaron unos judíos ricos de unas m inas de cobre, eran unos
mo hacer una buena taza de café. Vasco solía vestirse con lino grandes despilfarradores, y uno de e llo s—muy alegre—quería

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toda la casa durante dos noches para entretener a unas personas Fui y cogí la Golt que le había mos quitado al General Oso. Vi
del gobierno que venían directamente de Washington. En aque- que estaba cargada, la metí en mi bolsa y llamé a Harry. Le dije:
1los d ías los periódicos h ablaban todo el t iempo sobre pleitos de —Ven conmigo. No hagas preguntas.
monopofiosy antimonopolios. Los carboneros querían compla­ Harry nunca hacía muchas preguntas. En todos los años en
cer a unas personas clave en Washi ngton , y me podía im aginar que estuvo conmigo permaneció como parte del lugar, como las
por qué clase de favores. Pero a mi me tenía sin cuidado si ésa puertas, era un ex m arinero fuerte, que no decía mucho. Sólo
era la forma en que los precios del cobre se m antenían altos. estaba donde lo necesitaban y hacía lo que mejor sabía hacer,
Fue una buena noche. El salón estaba lleno con una docena m antener el orden.
de clientes de aspecto solemne, el vino era el mejor. Lacey Belle En el apartam ento subí las escaleras demasiado rápido,
se había lucido con los asados, las tartas, los grandes platos. Las respirando con dificultad, y Harry detrás de mi. Saqué la llave
chicas eran íntim as, pero no dem asiado descaradas, y varios de la puerta y le dije a Harry:
de los huéspedes ya estaban respirando por la boca. Le pedí —Si te necesito gritaré. Si no, quédate aquí fuera.
al ama de llaves que se asegurara de que hubiera suficientes M ientras entraba podía oír las voces del dormitorio: la de
toallas arrib a y cubetas llenas de hielo; follar pone sedientos una ch icay la de Vasco. Vasco se estaba riendo. A brí lap u e rtay
a los senadores. no me sorprendió lo que vi, bueno, no mucho. Vasco estaba en
A lrededor de la una de la m añana, un negrata llegó por la nuestra cama, no conuna chica sino con dos, los tres desnudos
puerta trasera con una nota que sólo me daría a mí. Yo estaba como Dios los trajo al mundo, y había botellas por todas partes.
acalorada y me dolía la cabeza y m i respiración era difícil dentro Las chicas eran unas jóvenes zorras negras llam adas «n egras
del corsé apretado. Había estado ocupada toda la tarde, dando principiantes» en el mercado del coño, con unas tetas en for­
órdenes, ajustando cortinas, subida en unas escaleras. Estaba ma de peras y el área de los pezones del tamaño de un dólar de
molida y mareada. plata, y un brillo satinado en la piel. Un solo vistazo me dio una
La nota estaba escrita en un pedacito de papel am ari lio sensación como si una cadena de acero me apretara fuertemente
con líneas como el que los niños usan en la escuela. el pecho, la cabeza me daba vueltas.
«Q uieres ver a tu hombre follándose a su nueva mu jer ve Saqué la Golt de mi bolsa y apunté al pecho del cabrón.
ahora mismo a tu casa». El no dejaba de gritar en portugués y agach ar el cuerpo. Tenía
No estaba firm ada pero conocía la letra: era la de una cria­ el dedo en el gatillo listo para dispararle, firm e, por lo que no
da que Vasco despid ió porque no le había lustrado bien los za­ tem blaba ni se movía. Entonces sentí que me faltaba el aire
patos. Si hubiera estado más tran quila esa noche, me habría en los pulm ones y tuve la im agen de la madame del prostíbu­
sentado y reflexionado sobre las cosas. Actué como una im bé- lo de San Francisco tratando de dispararle en los huevos a su
cil. Act ué como actuaría cualquier esposa estúpida que reci be esposo Frank. Y todo el maldito cuarto se me cayó encim a, el
sem ejante nota. Me enfadé tanto que la cara se me enrojeció. techo, las paredes. Como si m i entrada precipitada lo hubiera
Sentí q ue en m is tripas se revolvía el ácido y supe que sólo eran aflojado. Supe que me estaba cayendo y traté de dar un par de
celos, no am or herido. Era orgullo, orgullo herido. E l viejo ego disparos rápidos pero no lo logré. Me desvanecí.
se estaba quem ando en carbón. Estaba furiosa. Que ese hijo #
de puta deseara a otra mujer en vez de a mí, después de todo lo Guando volví en m í estaba en mi propia cama en el prostíbulo
que habíam os hecho en m i enorme cama. y el Doctor L., que iba a visitar a las chicas dos veces al mes,

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estaba inclinado sobre mí, con sus gafas de montura dorada y tengo un ataque leve de m alaria. Que me tengo que quedar en
brillante y su puntiaguda barba de cabra casi en m i cara. la cam a, aislada, dos, tres sem anas. No cierren la casa. Ve y
—¿Qué ha pasado? —dije. atiende la fiesta, Betsy.
—A hora ya está bien, creo. Los podía oír en los salonesyendo como com anchesy a rri­
—¿Q ué... qué? —fue todo lo que dije. Me sentía flotando, ba en el tercer piso había todo un circo. Me sentí triste; en
como si no estuviera pegada a la cama. realidad nadie me necesitaba una vez que las cosas estaban en
—Usted ha sufrido, estoy seguro, un ligero ataque de an ­ m archa y m is ayudantes vigilaban.
gina de pecho. No se mueva, ¿me oye? Le voy a poner una in ­ Guando Betsy se fue, H arry dijo:
yección para que duerma. Volveré por la tarde. —Salió corriendo cuando le diste al suelo, agarró unos
—¿Mi corazón? —pregunté—, ¿Yo? trapos y se salió por la ventana al balcón. Para m añana estará
Siem pre sentí que era una mu jer sólida, férrea, nada po­ fuera de la ciudad, quizá fuera del país.
día quebrarse en m í—. Sólo sonreí y me quedé dormida con la idea de que me es­
—No puede s e r —dije. taba muriendo fácil e inform alm ente. No estaba pensando ni
El Doctor L. asintió con la cabeza. sintiendo lástim a por mí m ism a. Estaba tan cansada.
—Ha subido un poco de peso. Tenía el encaje muy apreta-
doy luego se agitó demasiado. Ha estado haciendo dem asiadas Estuve casi dos m eses acostada. El Doctor L. in sistió , y tan
cosas todo el d ía, según he oído. No obstante, no creo que haya pronto como pude pensar, decidí dejar que todo el lío sobre
com plicaciones si me escucha. Vasco se apagara lentam ente. Digam os que m i m atrim onio
Por encim a de su hombro vi el rostro negro de Lacey Belle fue algo que hay que cargar a la experiencia. No había mucho
muy preocupado. Lo más probable es que estuviera m intien­ en el apartamento que Vasco se pudiera llevar. Cam bié las ce­
do, era demasiado pronto para saber. El Doctor L. me puso una rraduras. Luego me acordé de que había mandado a Vasco con
inyección en el brazo. Le prom etí que no me movería. Guan­ mis m ejores pend ¡entes de diam ante para que los arreglaran
do se fue le pedí a Lacey Belle que llam ara a H a rry y a Betsy, en una tienda en Boyal Street. Le pedí a H arry que fuera y los
el ama de llaves. Los m iré, sintiendo que fuera cual fuera el recuperara. Había gastado una fortuna en esos diam antes. En
contenido de la inyección en el brazo ya estaba haciendo efecto. caso de que las acciones cayeran o los bancos fallaran , tendría
H arry estaba ahí de pie y por prim era vez vi cómo estaba. Qué los diam antes como algo sólido para cam biar en efectivo. Ha­
viejo se había hecho, qué canoso, qué arrugado, con esa cara rry volvió y me dijo que Vasco había recogido los pend ientes la
de bulldog más bulldog que nunca. Betsy era una mujer de la mañana después de mi ataque, d ¡ciándole al joyero queyo iría
montaña de Ozark, con huesos grandes, ojos grises. Siem pre a una fiesta y los necesitaba, que se los devolvería m ás tarde
la consideré una buena ama de l laves. Independientem ente de para los nuevos arreglos. Vasco tenía una gran habilidad como
cómo lo viera en mi mente —q ue se iba pa ra abajo debido a la tim ador para convencer.
inyección— tenía que confiar en ellos. No dejé que me m olestara justo en ese momento. Los dia­
Les di je en voz muy baja, m ientras la faja en mi pecho se mantes no estaban asegurados. Había asegurado la casa y sus
ponía más y más apretada: muebles, pero ninguna*de las joyas realm ente buenas, dado
—No puedo hablar mucho. Harry, Betsy, mantengan abier­ que los verdaderos profesionales que roban joyas tienen for­
ta la casa. H arry sabe todo lo que hay que saber. Digan que mas de meterse en los archivos de las com pañías de seguros y

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descubrir dónde están las grandes piedras. Digamos que una de menta, ponches calientes o aguardiente. A lo s vividores les
chica que archiva los inform es puede tener un romance con un gustaba pedir un cóctel Woxam, un StoneFence, unHdonis. Ha-
ladrón bien dotado y ella le da la inform ación, o .. pero deje­ rry aprendió a hacerlos todos: el Cuello de Caballo, Oíd Fashio-
mos que se preocupen las com pañías de seguros. ned, Mamie Taylor, Sidecar, Blue Blazer. Y cua nd o estaba atorado
Contraté a dos detectives privados para encontrar los dia­ le pedía al cliente que le describiera el Sabbath Calm, el Goat’s
mantes y ellos trataron de descubrir algunos rastros de Vasco. Delight, el Hop Toad, un Zaza, un Merry Widovo. Y luego llegó la
No me im portaba una m ierda Vasco, pero quizá él y los pen­ dem anda de m artin i en la época de la Gran Guerra. Pero los
dientes todavía estaban juntos. Los detectives trabajaron en clientes asiduos se m antenían heles al bourbon, al centeno, al
ello durante seis m eses y m andaron facturas altas. Pero nun­ brandy. Solían traerm e regalos de perdiz escocesa, tortugas
ca dieron con las piedras ni con Vasco. Uno de los detectives de agua dulce, perdices, tarros defoiegras, latas de caviar gris
incluso se fue a Brasil y me t rajo a la vuelta un inform e de que ruso im perial.
Vasco, bajo otro nom bre, tenía una esposa y cuatro hijos en Yo m ism a preparaba la especialidad de la casa la noche de
Porto Seguro, así que ni siquiera estaba casada con él. Año Nuevo: botellas escarchadas del mejor champán im porta­
Nunca recuperé los diam antes ni supe de Vasco otra vez. do y vino blanco de Sauterne servidas sobre hielo en un enorme
Volví a ponerme de pie otra vez después de un tiempo. Mi co­ tazón de cristal cortado, media docena de naranjas y lim ones
razón parecía estar latiendo en orden. El Doctor L. me dijo que partidos en rodajas, hojas frescas de menta machacadas, una
estaba bombeando como el balancín de una barca de río. Pero pinta de brandy y dos cajas de fresas frescas. Se rem ovía y se
tenía que tener m ejores horarios, v ig ila r la bebida y la comida servía en copas fría s de champán. Despedíam os el año viejo,
y la subida de escaleras y no dejar que las presiones se acumu­ recibíam os el nuevo.
laran en mí. Había más consejos que no seguí muy de cerca. De nada sirve que me digan, como lo hacían algunos clien­
Si vives de tu cuerpo y éste empieza a fallarte, te das cuenta de tes, que el tiempo y los calendarios los ha creado el hombre, el
que casi todo es un juego de tontos. Año Nuevo no es más que un invento. Nunca me ha alegrado
Eso es casi todo lo que hay que decir sobre m i segundo ver pasar el tiempo.
m atrim onio y m i prim era angina de pecho. Hasta ahora no he
tenido otra, pero si te tienes que ir, un corazón que se detiene
no puede ser tan malo. Rápido y no se prolonga, no se prolonga.
Mejor que convertirse en una cosa a la que la gente le da miedo
ir a ver, un revoltijo de tripas asquerosas.
Si tuviera que decir algo sobre las mujeres mayores de cin ­
cuenta años que se enam oran de un joven semental, d iría que
tiene las m ¡sm as posibilidades de resultar que de fracasar. Las
posibilidades no son demasiado m alas si no dejas de m irarte
al espejo. Pero nunca más volví a intentar el juego.
Con el paso del tiempo beber se volvió algo rín poco extra­
vagante, no porque las bebidas fueran m ejores, sino que sim ­
plemente las llam aban con otros nom bres en lugar de julepes

36o 36i
Capítulo ?9
LOS ÚLTIMOS DÍAS Y NOCHES DE STORYVILLE

A sí fue cuando trabajam os abiertam ente en Nueva Orleans.


Tenías que m antenerte alerta aun cuando Storyville funciona­
ba de conform idad con la ley. El soborno seguía igual y podían
clausurarte por tuberías con goteras o por de jar periódicos v ie ­
jos fuera, por peligro de incendio. Podían encontrar cualquier
cosita entre una docena para que estuvieras contraviniendo las
norm as. Yo siem pre tuve buena protección debido a la gente de
arrib a que tenía participación en m i casa. A un así era un pro­
blema conseguir a las chicas adecuadas, ocuparse de que no
quedaran preñadas o esn ifaran nieve y m antenerlas en orden,
no dejando que sus protectores invadieran el lu gary cuidando
del licor para que no lo robaran.

Ahora que nadie podía hacer una redada en un lupanar o casa


por indecencia, lujuria o prostitución, los lugares podían di­
rig irse con más atención a los detalles. Durante los prim eros
años del siglo (y en A ño Nuevo tuvim os un verdadero jolgorio
para recib ir la nueva era) hubo una especie de colapso de las
form as convencionales de hacer las cosas; se podría decir que
la m oralidad se estaba relajando y decayendo. Pero no fue sino
hasta 1914 cuando todo se desm adróyya no fue posible m ante­
ner los estándares. Los aficionados al látigo estaban muy soli­
citados golpeándose el culo el uno al otro, le vice anglais, como lo
empezaron a llam ar los vividores uniform ados. Los espectácu­
los eróticos tenían que ser más anim ados y un poco locos. Los
viejos tiempos estaban pasando y lo supe cuando la coquetería
cedió el paso a bailes de moda como el Gastle W alky el Bunny
Hug, y los clientes bailaban casi haciendo agujeros en las al­
fom bras del salón. Todavía bebían cham pán, pero el cóctel era
populary H arry tenía que mantenerse al día con lo último de las
bebidas mezcladas. Las putas estaban más flacas, ten ían tetas por supuesto, form aban parte del espectáculo, yyo tenía a dos
p eq u eñ asyya nada de culos tipo L illia n R u sse lly L illie Lang- chicas de trasero duro a las que les gustaba, por lo que eso no
try. En mi casa todavía tenía un par de chicas rellenas, mujeres era abuso, sino placer, supongo, a pesar de q ue les quedaran las
de verdad, repletas de protuberancias y curvas, por lo que los posaderas atravesadas con verdugones rojos, por lo que luego
viejos clientes se m antenían contentos. Pero las chicas esbeltas tenían que comer de pie.
estaban solicitadas, del tipo Gibson, A n n a H eldy Kellerm an, Las chicas también se estaban volviendo descaradas cuan­
y yo tenía que traer chicas que no habría usado ni como cebo do parecía que íbam os a ir a la guerra. Yo las reclutaba de donde
para ratas en los viejos tiempos cuando L illia n Russell estaba podía e incluso tuve a una mujer de la alta sociedad, cosa con la
en su mejor momento con unas nalgas tan herm osas como un que nunca había estado de acuerdo. Vivía cerca de Lake Charles
acorazado con todas las banderas por fuera. No me quedé para donde tenía un m arido e hijos, pero le gustaba el trato rudo,
la época de las libertin as —cono gratis en la parte trasera de los era una fanática de las pollas, cuanto más grandes, cuanto más
automóviles— que siguió a la Gran Guerra, pero solía escuchar rudas, mejor. Venía de una fam ilia socialm ente muy im por­
a las m adames que iban a descansar a Florida quejarse sobre tante y rica. A A tice, como se hacía llam ar, le gustaba ven ir
las m alditas chicas que parecían muchachos a las que tenían con nosotros durante una sem ana cuando teníam os mucha
que contratar, « e s como follarte a una serpiente». clientela dura; rem achadores de barco con grandes sueldos y
Un profesor, no un pianista, quiero decir un verdadero nuevos ricos transportistas; toda esa clase de gente d uray cruel
intelectual que a menudo venía a la casa en Basin Street, solía que la lían en una guerra. Nunca antes estuvieron en una casa
sentarse en ropa interior en el salón trasero y hablar del colapso tan elegante como la m ía y realm ente destrozaban las cosas,
de esto y del colapso de aquello y soltaba rollos sociológicos de probaban todo lo que habían visto en las postales francesas y
los que nunca entendí nada. Decía que el mundo entero esta­ les regalaban a las putas m edias de seda, perfum es y bebidas.
ba cam biando sus hábitos. Era un viejo excéntrico agradable Estropeaban una habitación, hacían pedazos las cosas, pero las
y estaba involucrado en lo que en el grem io llam am os bajarse pagaban. A A lice le gustaban, se m oría por ellos, cuanto más
al pozo, zam b u llirse en el peludo, com érsela. Pude sen tir el rudos y más sucios, mejor. Nunca era suficiente la paliza que
cam bio de hábitos después de 19 14 en la for ma en que la gente le pegaban o cuánto la golpearan, exprim ieran , se la sonaran
enloquecía y los precios subían; y yo tam bién subí la tarifa y o la azotaran, era un d iccionario de abuso sexual y algunos de
reduje el tiempo un poco y, francam ente, ahora estaba usando esos ineptos y trabajadores de los barcos que se ponían cam i­
chicas de color, negras y am arillas y doradas, y ya no las lla ­ setas de seda nuevas, e incluso polainas, realm ente la hacían
maba españolas o chinas. A lgunos de los viejos principios se pasar un rato agitado. Ella tenía éxtasis, orgasmos como una
estaban viniendo abajo, pero todavía m antenía fuera el vudú m etralleta, según me decía los lunes al med india cuando re ­
y los actos de m aricas y lesbianas y los rollos de las películas gresaba a Lake Charles, m altratada, pálida como el vientre de
pornográficas. A lgun as de las casas ponían películas hechas un pez, apenas capaz de ponerse de pie, pero feliz. Era este tipo
en Francia, pero yo siem pre me enorgullecí de que pudiéramos de co sas—intrusas por diversión—lo que realmente estaba re ­
hacer casi cualquier cosa que ellos podían m ostrar con nuestro bajando el negocio de las casas de citas, sólo que no lo veíam os
propio talento, si alguien pagaba el precio. en ese momento. No es q*ie me estuviera volviendo m oralista,
M antenía fuera a los lunáticos que abusaban de las chicas pero me estaba hartando un poco.
hasta que san graban y les salían m oratones; los azotadores,

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Gomo ya he dicho, las guerras siem pre hacen del sexo una es­ casa a algún cliente u oficial de alto rango o senadory las chicas
pecie de enferm edad e incluso provocan toda una epidem ia sentían que duplicaban el bien que estaban haciendo.
de violación y excitación. Lo sentim os en Storyville de varias El robo en el gobierno de la ciudad iba de mal en peor y los
form as conform e la guerra se hacía más grande. Muchos pu­ periódicos escribían sobre nosotras, lo cual era malo. El Con­
teros estaban encontrando válvulas de escape en sus clubes de sejo Municipal, consciente de la demanda de cam as calientes
campo y en sus ligues, no con putas callejeras con tacones re ­ y chicas con piernas abiertas que estaba em pantanando a la
dondos, sino con mujeres que conocían en los salones de téy en ciudad, cobró un nuevo impuesto, y en julio de 1917, estableció
los vestíbulos de los hoteles, que salían en busca de una tarde una sección especial de la ciudad para las prostitutas negras,
de placer o para ganarse un poco de excitacióny quizá un fra s­ confinada al lado norte de Perdido Street en el sur ele Locust.
co de perfum e. También empezábamos a recibir a muchachos Pero era puro cuento chino. Ya no podías separar a las chicas,
cada vez más jóvenes con túnicas m ilitares apretadasy botasy negras o blancas, am ar i lias o rosas. Todo lo que podía usarse
cinturones cruzados. Oficiales en entrenam ientoy oficiales de en una cama se ponía al servicio de la patria, por decirlo así, y
reserva de la M arina. Nueva Orleans era un gran astillero de la la demanda crecía y crecía conform e la guerra seguía.
A rm ad ay estación de entrenam ientoy al principio parecía para Cada hom bre y muchacho quería tener un últim o polvo
las casas de citas como si la liebre de oro del 49 estuviera otra antes de que la verdadera guerra lo pillara. Cada muchacho de
vez por todas partes. Fornicar se convirtió en una epidemia. campo quería tener un gran polvo en una casa de verdad antes
Pero algo andaba mal y hablaba con las otras m adam esy de irse y de que quizá lo mataran. Ya lo había observado antes,
ellas tam biénlo creían. Yo no leía mucho los periódicos, las chi­ cómo la idea de una guerray de m orir pone cachondo au n hom­
cas apenas los tocaban, su lectura se lim itaba a novelas y libros bre, y hace que desee tenerlo tanto como pueda. En esos m o­
de sueños y de astrología, cuando sabían leer. Se volvieron des- mentos no se trataba del placer verdadero, sino de u na especie
ai iñadasy tenía que pedirle a Harry que usaraun poco el cuero de crisis nerviosa que sólo podía ser tratada conuna chica entre
con ellasy les dierauna paliza. Pero se escapaban por la escalera él y el colchón . A lgunos eran insaciables y estaban arruinados
de incendios, o simplemente no volvían después de su día libre y otros simplem ente se com portaban como el gallo del corral
con su protector o algú n oficial. Las guerras podrán ser m inas que anda detrás de cualquier gallina a la vista. Una noche soñé
de oro para el negocio, pero tam bién son verdaderos dolores de que toda la ciudad se hundía en un lago de esperm a.
cabeza. Durante un tiempo no estuve muy segura de por q ué es­
tábamos yendo a la guerra. Había votado por Woodrow Wilson El prim er indicio del fin de la fiesta se insinuó en agosto de
(siempre hacía votar a todas las chicas, a veces dos veces a cada 1917, sólo que no creim os que realm ente significara lo que de­
una, taly como me lo pedía el jefe del distrito electoral el día de cía. W ashington empezó a regu lar la prostitución a menos de
las elecciones). Wilson «n os había dejado fuera de la guerra» y ocho kilóm etros de los cam pam entos m ilitares y estaciones
decía que «éram os demasiado orgullosos para luchar». No me navales. Las regulaciones siguieron a otras regulaciones. Los
sentí tan mal cuando las cornetas empezaron a tocar «O ver Hie­ días de Storyville estaban contados. Los muchachos, se había
re» y las putas vestidas de blanco como muchachas de la Cruz decid ido, podían m orir por su país, pero no follar en él.
Roja salían por las tardes a ayudar a vender los Bonos de la Li­ En octubre de 191 ^ c 1Consejo M unicipal votó para aca­
bertad. Y a ganarse un extra de cinco o diez dólares por un ra- bar con Storyville. A q uí está la ordenanza. Todavía tengo una
p idito con algún oficial. Era bueno porque a menudo traían a la copia.

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A l p erm itir el reconocim iento legislativo de la prostitu­ lanzaría besos tampoco. Durante dos sem anas los vagones y las
ción como u n mal necesario en un puerto m arítim o del tamaño carretas estuvieron ocupados vaciando el distrito. Pero yo le ha­
de Nueva Orleans, nuestro gobierno m unicipal ha considerado bía vend ido todo el negocio, los muebles y todo, a un griego que
que la situación podría adm in istrarse más fácil y satisfacto­ habia abierto un pequeño prostíbulo tranquilo cerca de la base
riam ente m ediante el confinam iento de ésta dentro del área m ilitar y él vendría a por las cosas por la mañana. Era un hom­
reglamentada. N uestra experiencia nos ha demostrado que los bre de visión con diez parientas gordas para usar como putas.
motivos para esto son irrefutables, pero el Departamento de Todas las chicas iban con sus m ejores vestidos de noche o
la M arina del Gobierno Federal ha decidido lo contrario. cam isolas y los viejos clientes y los oficiales que se habían con­
La m anera en que term inaba aquello es que decían que a vertido en clientes asiduosy los clientes del grupo de vividores
la m edianoche del \% de noviem bre de 1917 sería i legal d irig ir y de la alta sociedad de los que tan orgullosa había estado, a
un burdel, casa de citas o de placer en Nueva O rleans. Pen­ ellos los invité para cerrar mi casa. Invité a cincuenta p erso­
sé que los burdeles podrían obtener protección y perm anecer nas; llegaron setenta y cinco, actuando como si no supieran la
abiertos. No. A lgu n as com pañías de seguros contra incendios diferencia entre la velocidad y el tocino. A brim os a las nueve;
cancelaron pólizas en Storyvillc. El jefe de bom beros del es­ teníam os que ce rrara m edianoche, apagar los viejos faroles al
tado dijo que había una conspiración para quem ar el d istri­ dar las doce como la Cenicienta.
to. Nos preparam os para cerrar. Ir a luchar al Ayuntam iento Las chicas estaban todas pintadas, su cabello recogido, tan
o m ejor a W ashington con un follador como Woodrow Wilson excitadas que alargaban la mano a los botones de las braguetas
dirigiendo las cosas. Todos menos las fuerzas arm adas am e­ de los hom bres, alguien había estado pasando una botella, so­
ricanas que hacían la guerra les estaban proveyendo a los sol- naban como en un incendio. A ños de disciplina que se fueron
dadosy m arineros acceso fácil a las m ujeres. A quí los jóvenes al diablo. Que se desfoguen, pensé. Se sentían muy apretadasy
con toda la savia de la juventud ten drían que satisfacerse con enojadas, aun así felices tam bién. La mitad de ellas ya estaban
revistas, canciones, rosqu illas de y m c a y un trabajito hecho a borrachas, pues habían sobornado a las criadas negras para que
mano solos en sus cam astros. A menudo me pregunto por qué les dieran cosas de la bodega temprano. Le vendí casi toda la
los soldados no toman el mando y d irig en su propia guerra. bodega por diez m il dólares al Club B. Durante años había ido
Quizá sea porque los ancianos les venden suficientes m enti­ juntando buenas cosas, pero guardé cham pány brandyy bour-
ras para adorm ecer sus mentes. Nunca creí en el exterm inio bon y centeno de prim era. Casi no había bebedores de w hisky
de jóvenes sementales. en esos días.
No soy de las que aúllan de rah iay se dan cabezazos cuan­ A b ri mos un barri l de cerveza rubia en el gran salón y Ha-
do se topan con un muro de lad rillo s. Me doy la vuelta y me rry se ocupó del bar en el salón privado. El mismo H arry estaba
voy. La m ayoría de los lugares cerraron. El mism o Storyville un poco pedo y tenía con él a I gran perro guardián de la casa,
era como un cementerio donde incluso los fantasm as parecían Prince, detrás del bar, m ordisqueando en el bufet donde yo
ham brientos. Decidí quedarm e hasta el final. tenía lo últim o de los jam ones ahumados rebanados y el pavo
A sí llegó la medianoche del 1? de noviembre. Una tal Ma- y los bocadillos de pescado y cosas, todo un surtido de cam a­
dam Dix había tratado de obtener una prórroga. ¡1mposible! rones, quingom bó, langosta y cangrejos de concha blanda. La
Decidí que cerraría mi casa con éxitoy que no continuaría. Se­ noche no le estaba costando un centavo a nadie más que a mí:
ría m i actuación de desped ida, por así decirlo, y no lloraría ni las chicas, la comida y la bebida iban por cuenta de la casa. Si

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una de las putas pedía un regalo de despedida por los últim os dirección a la estación de trenes y, esperaba, a Lake Charles.
polvos en Storyville, bueno, pues eso era decisión del cliente. Pero ella se volví a a quitar la ropa tan pronto como se la ponían
A mí ya no me importaba. Yo simplemente pegaba una sonrisa, y gritaba: «¡D ios mío, Lake Charles y Sam, la m ism a m ierda
circu lab ay bromeaba. día tras día! Y a eso lo llam an vid a». Les dijo unas cosas muy
disparatadas a los oficiales y a algunos clientes acerca de su
A lrededor de las diez de la noche un montón de ru ñ an es trató habilidad en la cama, aguante e inventiva, pero H arry la su ­
de entrar, pero el alcalde había movilizado a muchos policías bió a un taxi con una chica picante que iba a volver a Lafayette
en Storyv ilie esa noche porque había rum ores de que las putas donde su gente tenía un barco ca maronero.
y los chulos iban a quem ar el lugar cuando tuvieran que irse. Ese fue el último alboroto de verdad en m i casa. A m edia­
Los polizontes no dejaban entrar a nadie a m i casa a menos que noche me puse de pie bajo el gran candelabro del vestíbulo, del
yo dijera que eran am igos y que estaban invitados. No quería que habían desaparecido algunos cristales, y bebim os todos
gorrones en mi liesta ni a ninguno de los nuevos ricos alb o­ juntos el último trago de cham pán ya sin burbujas; las putas
rotadores con sus cam isetas de seda de veinte dólares y sus llo rab an y de arrib a bajaron los clientes desnudos y vestidos y
modales podridos. medio vestidos. Fue conmovedor y m irando la ru in a del bar y
Un viejo caballero, un juez, empezó a llorar en la liesta, del bufet y los cojines rotos, lo único que pude pensar fue en
sentado en la escalera con dos putas desnudas sobre su regazo cuánto habría ganado esa noche si no hubiera sido por cuenta
que trataban de hacer que se le levantara, y el profesor, el de de la casa. Un hábito que para m í es d ifícil de romper.
verdad, soltó un rollo largu ísim o sobre la caída de Roma, lo Pero ahora sí había term inado de d irig ir una casa de citas,
cual no tenía mucho sentido para mí. había term inado realmente. Tenía una buena cantidad ahorra­
Después de un rato me cansé de todo y me senté en m i da en algunas acciones que un cliente me había aconsejado.
cuarto con sólo unos cuantos viejos clientes y parecían viejos Tenía una casa en Florida a donde me iría a vivir, algunos te­
y sentí que yo tam bién estaba vieja. No me em borraché como rrenos en Saint Louie cuyo pago había mantenido. Iba a dejar
había esperado. A quello no hacía efecto esa noche. Sim ple­ la ciudad y por la m añana le i ba a entregar todo con el llavero
mente bebim os a sorbos y charlam os sin parar sobre ch icas al griego.
que estaban muertas o locas, sobre los años nuevos y cuatros Había sido madame desde 1880. Decía que tenía cuarenta
de jul io, la vez en que todos fuim os a m isa para ver a una puta y nueve años, pero tenía sesenta y tres y los sentía. Me sentía
de Richmond casarse con el hijo de un contratista de pavim en­ entumecida en las articulacion esy el mundo de la prostitución
tación de calles y hablam os sobre la clase de personas en q ue ya no tenía clase. La guerra había cambiado las cosas y me daba
las putas se estaban convirtiendo hoy en día. El coño gratis no cuenta de que cam biarían aún más y no me interesaba tener
es buen coño, estuvim os de acuerdo. Se necesitaba conocer, nada que ver con eso. Estaba realm ente cansada y no estaba
tratar, complacer y recom pensar. relacionada con n ingú n chulo. El sexo era algo de lo que podía
A lice, la m ujer de alta sociedad de Lake Charles, estaba prescindir. Siem pre creí que para una madame era m ejor ser
dando la lata en un polvo colectivo en su cuarto con unos oficia­ un poco frígida.
les del ejército que venían de Texas, unos cabrones realm ente A lgu n as de las m a^am es, después de que Storyville ce­
rudos, como lo son algunos texanos. Le pedí a H arry que d i­ rrara, trataron de d irig ir una casa secreta, pero la pol icía tenía
solviera el asunto y que la vistiera y la metiera en un taxi con miedo de perm itírselo. El Departamento de Justicia tenía a sus

3yo
propios hom bres en el lugar de la accióny nadie podía calcular se llevaría casi todo m i dinero o la Depresión de Lloover que
su precio. No es que fueran honestos, eran poco hables cuando casi red u ciría a nada todas m is acciones? Y mucho más que
se les sobornaba, tom aban la proteccióny no la repartían. Los eso; pero eso ya es m irar dem asiado hacia delante. Sólo d i­
hom bres del gobierno federal por lo general son unos cerdos, ré que la noche en que cerré m i casa sentí que al menos tenía
unos cabrones ruin es, codiciosos, generalm ente son unos pa­ suñcientes dólares y acciones para respaldarm e, aunque más
rásitos políticos, a los que se recom pensa por trabajos fáciles. tarde parecieran todos como im presos en gotas de lluvia.
Había sido, pensé m ientras hacía el balance esa noche, de
Llegó la m edianoche y los clientes, los puteros, salieron de mi varias m aneras una vida dura pero interesante. De locura algu­
vida. Las putas hicieron las m aletas y con el som brero a un nas veces —de nada sirve engañarm e a mí m ism a en eso— pero
lado de la cabeza, casi todas se fueron con sus protectores. Las con todo más feliz y más activa que la de mucha gente. La viví
criadas negras y el peón se fueron, llevándose los restos de sola en su mayor parte —quiero decir, cuando no estaba tra­
la com ida y unas cuantas botellas. Lacey Bélle, mi cocinera, bajando—, fue una vida solitaria, fue dura. Tomé, solía pensar,
hizo las m aletas, con su enorm e paraguas azul enrollado en m is propias decisiones de hacia dónde iría y qué haría cuando
las correas de su maleta de cuero. Estaba vaciando los cubos llegara. Pero al final me di cuenta de que no era más libre que la
de agua sucia cuando entré a la cocina para pagarle. Me dijo m ayoría de la gente. Formé parte de la época y de las cosas que
que se iba a G eorgia para quedarse con unos parientes du­ sucedían, la gente enfadada y con problem as, las costum bres,
rante una sem ana y que luego se iría hacia el norte, a Detroit. las presiones, todo me había movido como el viento mueve un
No quería que ninguno de sus hijos —tenía dos muchachos en barco de vela. El azar, claro está, me había jugado sus m alas
la Universidad de Howard— creciera para que los in su ltaran y pasadas, pero luego la suerte, a la que no está m al tener de tu
fueran asesinados a tiros por los del Ku Klux Klan. Ya estaba lado, había participado tam bién, una y otra vez, para darme un
vieja, tam bién, y su salud no era muy buena. Deseé q ue llegara codazo y un empujoncito.
a tiempo a Detroit y que a sus muchachos no los quem aran en A prendí mucho de la vida, cosas que no creo que estén en
una parrillad a del Klan. los libros, y llegué a ello m ediante la observacióny la im agin a­
H arry tenía pasta. Había comprado acciones en los barcos ción, sintiendo que la gente, inocentones o bribones, form an
cam aron erosy se iba a retirar a Key W esty se llevaría al perro parte de mí y del mundo. Ellos, nosotros, no son tan malos co­
del jardín con él. mo algunos piensan o tan estúpidos como otros piensan. Nunca
Yo tenía sesenta y tres años. ¿Qué sentía y pensaba en ese me sentí muy d iferente a ellos. Que me hubiera tocado la suerte
momento? Prim ero, no me tragaba ese poema sobre la vejez de una dama y habría podido ser una dam a, tener educación,
que un huésped borracho me recitó una noche en la casa, eso tenerhijos y nietos. Si la suerte me hubiera fallado habríapodi-
de que «lo m ejor está aún por llegar». Gilipolleces. A los se ­ do ir me por otro cam ino peor. H abría podido term in ar siendo
senta y tres años ya estaba viendo m i vida hacia atrás y no hacia un pedazo de basura hum ana, un bultito decadente y enferm o
delante y yo lo sabía. Dejaba el negocio con suficiente dinero de cha tarra flotando en la alcantarilla. Podría no haber tenido
ahorrado y suficientes accionesy bonos como para poder tener mi estilo de vida, cualq uiera que sea su lógica.
una vejez llevadera, si es que la vejez podía llegar a ser cómoda. Era ta n lista como nara saber que habí a muchas cosas que
Sólo que, ¿quién podía haber previsto la quiebra del boom de nunca sabría. Nunca fu i tan lista como para sim plem ente en­
los bienes raíces de Florida a mediados de los años veinte que tenderlo todo como algo en algún lugar dirigiendo m i vida. No
estaba segura de que se tratara sólo de mí de pie firm e e in ­ nificaron gran cosa para m í o palabras como respetable y no
sistentem ente para decidir qué cam ino tom aría. Quizás era respetable. Veía a la gente sólo como gente, que nacía, crecía,
un poco de ambos. No pretendo saberlo. Siendo una puta, una follaba, comía, cagaba, lo intentaba, amaba, deseaba, perdía,
madame en contacto con algunas de las m ejores personas, la se entristecía, envejecía, enferm aba, odiaba, moría. Hubo ve­
parte de los hom bres en todo caso, no pensaba que hubiera ces en que era demasiado y no había nada que pudieras hacer
mucha diferencia entre cómo lo veía la parte de abajo y la de al respecto; podían romperte el corazón. Hubo veces en las que
arrib a de la sociedad. Era como un pastel al revés, lo que de­ no veía el sentido de segu ir adelante. Sabía que sería más de lo
cidía qué parte perm anecía a rrib a dependía de cuántas veces m ism o, siem pre lo mismo. Pero seguí adelante. Me quedé en
lo giraras. Guando se trataba de cosas im portantes la parte de el cam ino todo el tiempo. Se trataba de amor a la vida, fran ca­
arrib a de la sociedad era tan solitaria, tan susceptible de ser mente, amor por ver lo que había debajo del siguiente tarro, en
herida, tan soñadora y tan deshonesta como la parte de abajo. la siguiente esquina. Muy pronto aprendí a v iv ir el día a día.
La parte de a rrib a m entía sobre sus derechos, sobre su Pa ra h acerlo me jor tienes q ue olvidarte de la esperanza y tienes
im portancia. Sabia que su sistem a político era en buena m e­ que olvidarte de la fe. Me han oído bien.
dida una farsa y un engaño, comprado y vendido. En realidad Dejen esas dos grandes cuestiones de lado y pueden se ­
no querían creer que los negros, los judíos, los eslavos, todas g u ir viviendo. Es siem pre nuestra esperanza de m añana, la
esas personas que sudaban y apestaban no t uvieran todos los esperanza del futuro, la esperanza en la gente lo que te de­
derechos que la gente bien tenía. La sociedad se tapaba los ojos prim e. ¿Y la fe? ¿Fe en qué, en dónde? ¿Castillos en el aire? O
ante lo que sabía que estaba m al y era sucio y decía mucho a el hom bre que se levanta y nos dice que ésta es la única le y el
favor de Dios y la fe, que echaba por la borda tan pronto como siguiente dice que no, m i fe es la fe, y otros dicen que no, no,
salía de la iglesia en su desfile de modas dom inical. es la m ía. Todo el mundo con su idea de lo que es la fe y nadie
En cuanto al submundo —todos los años que pasé en él—, se pone de acuerdo. Para mí, m i vida ha sido m ejor sin las fes
el mundo de las putas y de las m adam es, éste, nosotras, yo, organizadas. Gomo con el pan tostado quem ado, tienes que
no teníam os lo que la m ayoría llam aba moralidad. Estábam os raspar un buen tiempo para encontrar lo que queda del pan
pervertidosy locos de muchas maneras. Y sin embargo, algunas blanco original.
de las mejores personas que conocí provenían de este estilo de Soy una jugadora. Podría decir que quizás haya una proba­
vida (algunas de las peores tam bién). Vivía mos intensam ente bilidad de que exista un Dios personalm ente interesado en mí
hasta el últim o centím etro de la vela. Los m ejores de nosotros y una buena probabilid ad de que no exista. Son buenas proba­
te echariam os una mano si tuvieras problem as. Pero no hay bilidades de jugador, incluso de dinero. No sé cuál es el m iste­
nada noble en una puta o una madame o un proxeneta o en la rio, qué nos hace y qué nos rompe. Pero nunca, desde que era
gente con la que tratam os: los caseros, la policía, los fu n cio­ muy pequeña, he creído que alguien tenga realm ente alguna
narios públicos. Integramos una sociedad que está acomodada respuesta verdadera. No podría sentir cariño por un dios que
justo por debajo de la superficie. Nos m ostram os como seres se cargó a Monte y a Sonny, o que dejó que sucediera, y que se
hum anos tratando de ser algo, de que alguien nos necesite. cargaba a los niños pequeños que se m orían en esos aparta­
mentos sucios de las ciudades, asfixiándose hasta m orir, pu­
Siem pre traté de ver todo el panoram a. A todo el mundo eti­ driéndose. O que deja que los bebés sin bautizar se horneen
quetado y no etiquetado. Palabras como bien y mal nunca sig ­ para siem pre en el infierno.

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Soy una m ujer religiosa, pero estoy fuera de las viejas b arre ­
ras. V ivir es mi religión, ser yo, no hacerle daño a la gente, no
juzgar demasiado, no decir que a este inepto le puedes hablar
y a este im bécil no. Si tengo un credo, es que cumplo con mi
palabra, pago lo que debo, no soy adorable, no soy am able con
los estúpidos. Quiero el peso completo de lo que pago. Sea quien
sea yo, todavía quiero segu ir siendo yo y m orir siendo yo. Sea
lo que sea o quien sea lo que me vaya a matar, todavía quiero
ser capaz de ponerme los dedos en la n arizy m enearlos y decir:
«G racias por el paseo».
A sí es más o menos como me sentí esa últim a noche cuan­
do cerré mi últim a casa. Todavía sigo sintiéndome de la m ism a
m anera, sólo que se ha suavizado un poco en los bordes. Sigo
siendo la m ism a, sólo que un poco más tiesa en las articu la­
ciones, un poco más arrugada. Y mucho menos segura de mi
techo y comida, sin todo el din eral con el que me retiré. Hay
dos cosas de las que sí te das cuenta. No es el Señor quien da
y arrebata. Es la gente y las condiciones. Y si no dejas de des­
pertarte cada m añana, puedes segu ir viviendo.
A sí q ue adiós Storyville, mi ú ltima casa. Esa noche dormí
bien y profundam ente por prim era vez en muchas sem anas y
a las diez de la m añana siguiente le dije adiós a H arry y al pe­
rro del jard ín , dejé las llaves para el griego y me encam iné a
la estación de fe rro carril para tom ar el tren a Florida. Las ca-
1 les estaban llenas de papeles rasgados y botellas rotas y al
guien le había prendido fuego a un viejo vagón de lavandería
de Storyville, si es que todavía era Storyville. Cómo amé ese
maldito lugar.

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Sexto Piso es una editorial independiente, cuya principal línea de
edición versa sobre textos de filosofía, literatura y reflexiones sobre
problemas contemporáneos. La ¡dea que nos impulsa es la de crear
un espacio donde se pueda acceder a ciertos textos que gene­
ralmente pasan inadvertidos pero que son pilares de la cultura uni­
versal. La política editorial pretende ser rigurosa, lo que nos aleja
de objetivos estrictamente comerciales. Intentamos ir tejiendo los
distintos títulos que conforman nuestro catálogo a la manera de una
novela, es decir, buscando que cada libro publicado sea un capítulo.
es la narración de la vida de
M em orias de u n a m a d a m e a m e rica n a
Nell Kimball, primero como prostituta de uno de los más lujosos
burdeles de Saint Louis, y después como propietaria y administra­
dora de otras casas igualmente suntuosas. En ambos casos ejerció
su profesión con gran dedicación y maestría, en especial en su
papel de madame ya que, en sus propias palabras: «El negocio del
sexo es tan complicado como dirigir la U.S. Steel». El lector encon­
trará también una mirada sobre Estados Unidos de fines del siglo
XIX y principios del XX, que sorprende por lo aguda e intuitiva. La
autora conoció el lado íntimo y a menudo oscuro de importantes
políticos y hombres de negocios, y los verdaderos acuerdos eco­
nómicos, políticos y judiciales que permitían sostener la aparien­
cia respetable del entramado social de su tiempo.

es un libro que Nell Kimball hubiera podido


«La filosofía d el b u rdel
escribir con excelentes resultados, pero que no escribió, quizá por
discreción, pues prefirió profundizar los restos de su experiencia en
la forma más accesible de estas M em orias, que dan ya una noción
precisa de esa filosofía; el burdel aparece como un mundo cerrado
y a su modo completo, en el que sólo el sexo tiene el lugar de ho­
nor — un lecho suntuoso— y a su alrededor encontramos, ecuá­
nimemente distribuidos sobre varios poufs, también a los otros
Vicios, en coloquio no siempre hostil con algunas Virtudes. El sexo
del que nos habla Kimball no es, en todo caso, la «pura fantasía»
de las novelas pornográficas o aquella, equivalente, de las novelas
p ru des y sentimentales: es una realidad concreta, profundamente
conocida, experimentada y comprendida, contada sin esconder
nada, con detallismo profesional, y además observado con ese
sentido de la distancia que sólo tienen los grandes narradores.»
ROBERTO CALASSO, C ie n ca rta s a un d e sc o n o c id o

«Un libro publicado nada menos que por Hans Magnus Enzens-
berger, en Alemania, y por Roberto Calasso, en Italia: ¿cabe un
mayor aval que estos lectores extraordinarios?»
JORGE HERRALDE

narrativa s e xto p iso

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