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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA MODERNA II — UNED — CURSO 2011-2012

Friederich Nietzsche (1844-1900)

1. Apunte biográfico y obras

Friedrich Wilhem Nietzsche nació en 1844 en Roeken (Alemania). Tanto su padre


como sus abuelos paterno y materno fueron pastores protestantes. En su infancia fue
un niño educado, solitario y muy religioso. A partir de los doce años comenzó a sufrir
fuertes dolores de cabeza, que le duraron toda la vida, dificultándole la lectura y la
escritura. Decidió estudiar Filología renunciando a ser pastor protestante en contra de
la opinión y el deseo de sus padres. La carrera académica de Nietzsche fue muy bri-
llante, aunque estuvo salpicada de críticas, y finalmente se truncó por su enfermedad
cerebral. Suelen distinguirse en su obra tres períodos:

a) Primer período (hasta 1878). Nietzsche hace una crítica de la cultura oc-
cidental influido sobre todo por Schopenhauer y Wagner. A este período pertenece su
primera obra, El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872), sólo ala-
bada por el músico Wagner. Posteriormente publicó sus Consideraciones intempestivas
(1875), donde comienza sus críticas a la cultura occidental y a sus ideales de progreso y
racionalidad.
b) Segundo período (hasta 1882). Rinde un homenaje a la cultura y al espíritu
libres en un sentido similar al de la Ilustración francesa. En 1879 se jubila vo-
luntariamente de la universidad viviendo con la pensión que le queda y los réditos del
patrimonio familiar. Viaja entonces por Europa escribiendo la mayor parte de su obra.
De esta época son: Humano, demasiado humano (1878), obra de estilo aforístico, Aurora.
Reflexiones sobre juicios morales (1881) y La Gaya Ciencia (1882).
c) Tercer período (hasta 1888). Llamado de «Zaratustra» o de la «voluntad de
poder», donde Nietzsche crea su propia filosofía a partir de la crítica ya iniciada en los
períodos anteriores. Las obras más importantes son: Así habló Zaratustra (1885), Más
allá del bien y del mal (1886), La genealogía de la moral (1887), El anticristo. Maldición
sobre el cristianismo (1888), El crepúsculo de los ídolos (1889), La voluntad de poder
(publicada tras su muerte, en 1911), ensayo de una transmutación de todos los valores,
y una autobiografía que titula Ecce homo (1889).

A finales de 1888, como consecuencia de su enfermedad cerebral, es internado en


un sanatorio. Su madre y su hermana Elisabeth le cuidarán hasta su muerte en 1900.
A pesar de la división de su obra en períodos, la filosofía de Nietzsche conserva su
unidad que se hace patente sobre todo si se la mira desde el último período en el que
quedan englobados los anteriores. Para Pfänder, aunque en la obra de Nietzsche los
temas de su filosofía se encuentran muy dispersos, y el propio filósofo era contrario a
los sistemas de filosofía, en Nietzsche hay un auténtico sistema de filosofía con solu-
ciones alternativas a los diferentes problemas clásicos de la filosofía occidental.

2. Carácter de su vida

Era Nietzsche en su vivir exterior afable, de modales finos y atentos con quienes
trataba y, en medio de su tendencia individualista y solitaria, sociable y comunicativo,
como lo prueba su constante correspondencia con los amigos. Parece haber sido dócil y
sugestionable con los de su entorno, cuyos planes e ideas fácilmente secundaba y hacía
suyos; su hermana, sobre todo, parece haber ejercido cierta tutoría sobre él y haber
frustrado sus planes de matrimonio por temor de perderlo. Por lo demás, amaba con
pasión la vida y la naturaleza, y en su juventud se entregó con ardor a los placeres del
buen vivir.

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Pero fue un enfermo, y la enfermedad le acompañó durante gran parte de su vida.


Esta enfermedad era de tipo nervioso y cerebral, o psíquico: ataques violentos de dolor
de cabeza, con náuseas y vómitos, que le tenían postrado y le producían una ceguera
pasajera; en el aspecto mental, las profundas alternativas de depresión melancólica y
exaltación de alegría; de pronto se siente gravemente enfermo, y al poco le vienen días de
lucidez en que declara que su salud es perfecta. Este estado morboso se hizo habitual en
Nietzsche desde la grave crisis que le obligó a abandonar la cátedra. El sino (hado,
destino) trágico de él fue desde entonces buscar afanosamente la salud, ansiando la
vida, que glorifica en sus escritos, e incapaz de vivirla plenamente. Y como la vida,
también fue para él la enfermedad una obsesión, e hizo de ella tema contrapuesto de
su filosofía: la cultura, la moral, la religión cristiana, contra las cuales tronó, eran
cultura y moral de enfermos, signos del hombre decadente.
Contrasta fuertemente el talante apacible que manifestó en su vivir exterior con el
tono y estilo terrible de que hace gala a lo largo de toda su producción, en que se en-
tremezclan continuas invectivas, denuestos injuriosos y hasta palabras groseras
contra los filósofos y teólogos, los científicos, las culturas, los pueblos y, sobre todo,
contra la moral y el cristianismo. Nietzsche es, junto con Marx, el pensador más
crítico de la historia, que ha criticado de todo y de todos, hasta de los que más han
influenciado en él, como Schopenhauer y Wagner, salvo algunos de sus «héroes»
(Dionisos, Heráclito, César, Napoleón); y su crítica a menudo es acerba, irónica y ace-
rada (aguda). No hay en él la serenidad del filósofo razonador, sino la pasión violenta
con que trata todos los temas. Otro aspecto de su estilo es el egoísmo anormal y
megalomanía —estado psicopatológico caracterizado por los delirios de grandeza, po-
der, riqueza u omnipotencia—: Nietzsche, como Unamuno, habla continuamente de sí
mismo, de sus escritos, de sus sentimientos, de las cosas y acontecimientos en cuanto a
él le afectan. Y se identifica con los personajes que crea, con Zaratustra o Dionisos. Le
halaga en extremo tener admiradores y sólo atiende a las adulaciones de los suyos, en
especial de su fiel Peter Gast —Peter Gast fue el pseudónimo con que Nietzsche se
refería a su amigo el compositor Johann Heinrich Köselitz—, mientras que le irritan las
críticas de otros, con quienes pronto rompe.
Nietzsche no es un pensador sistemático, un filósofo que construye ordenada y
razonadamente un sistema. El mismo escribió: «Desconfío de todos los sistemáticos y los
evito. El gusto por el sistema es una falta de probidad (rectitud)». Su pensamiento
creador es esencialmente asistemático. Su estilo es de un pensador que no se sujeta al
desarrollo continuado de un tema, sino que escribe al ritmo de la inspiración del mo-
mento, ensartando desordenadamente en sus cuadernos profundas sentencias y afo-
rismos sobre los más variados temas. Algunas de sus obras, como el Zaratustra (1885),
son ejemplo de literatura o poema filosófico. Pero en todos los escritos, aun en las
poesías, hace filosofía; su preocupación dominante son siempre los problemas filosó-
ficos de la concepción del mundo, de la existencia y sentido de la vida humana.
De acuerdo con esto, repite innumerables veces las mismas ideas y afirma-
ciones fundamentales, aunque, eso sí, en las más variadas formas y tonalidades, como
las variaciones de una melodía en una pieza musical. Esto no implica que la producción
de Nietzsche no contenga una filosofía, y un verdadero sistema en sus rasgos generales,
profundo y original.

3. El marco filosófico de la obra de Nietzsche

Podemos distinguir —siguiendo a Fernando Savater en su obra de 1996 Conocer a


Nietzsche— dos tipos de antecedentes en la filosofía de Nietzsche. Unos «indirectos» y
otros «directos». Los primeros se refieren a la reacción de Nietzsche frente a la cultura
griega y cristiana, y los segundos a la crítica de la filosofía de la Ilustración.

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Para el filósofo alemán la cultura pagana griega previa a la aparición


del pensamiento socrático y platónico fue una cultura en la que se valoraba el disfrute
de la vida y se creía en múltiples dioses. Con la irrupción de la conciencia socrática y el
idealismo platónico, se produjo, según Nietzsche, un cambio de valoración —una
transvaloración— que modificó por completo la cultura occidental, imponiéndose a
partir de estos autores una concepción negativa de los valores vitales, reafirmada
posteriormente por el cristianismo-platónico predominante hasta la Ilustración del siglo
XVIII.

La Ilustración fue para Nietzsche un vigoroso intento de modificación del ser


humano por sus esfuerzos en pro de la autonomía del sujeto, pero finalmente no logró
emancipar al ser humano de la moral vigente.
Un exponente de este intento frustrado es, para Nietzsche, Kant. Para Kant, en su
escrito de 1784 ¿Qué es la Ilustración?, la Ilustración fue la llegada a la mayoría de
edad del hombre, el cual había estado sometido hasta entonces a la tutela de los
dogmas que emanaban de las autoridades religiosas y políticas. Con el «¡atrévete a sa-
ber!», la ilustración pretendía que el ser humano pensara por sí mismo y se indepen-
dizara de cualquier «administrador teocrático» de la sabiduría. Kant, sin duda, contri-
buyó a lograr este ideal acotando el alcance de la razón pura, poniendo de manifiesto
que la razón no puede ir más allá de la experiencia y debe apoyarse en los datos que le
suministran los sentidos. Lo que está más allá de nuestra experiencia —el noúmeno—
no es susceptible de ciencia, de conocimiento. Así pues, las ideas de mundo, Dios e
inmortalidad del alma quedarán fuera de la posibilidad del conocimiento humano, y las
pretensiones racionales de los metafísicos y teólogos serán infundadas. Pero Kant,
según Nietzsche, no fue más lejos. No pretendió en ningún momento socavar las
creencias religiosas y morales típicas de la cultura occidental, pues, para Kant, aunque
no es posible demostrar que Dios existe, tampoco puede probarse su no existencia.
Tenemos, además, muy buenas razones de tipo práctico para creer en su existencia
—los postulados de la razón práctica—. Igualmente cabe, según Kant, derivar una moral
universal y autónoma que postula la pura forma de la ley moral, el imperativo categó-
rico, de obligado cumplimiento, evaporándose entonces la posibilidad de una moral
vitalista basada en los deseos de cada cual. En definitiva, Kant no fue, para Nietzsche,
un autor que lograra esa pretendida autonomía valorativa, pues lo que hizo fue in-
teriorizar la autoridad moral y hacerla si cabe más opresiva.
El idealismo posterior de Hegel es visto por Nietzsche como un paso más en este
proceso de autonomía y exclusividad de la razón. Para Hegel todo lo real es racional y
todo lo racional es real. Todo es razón que se manifiesta y despliega en el espacio y en
el tiempo, progresa, crea, se plasma en leyes, en obras de arte, en constituciones polí-
ticas. Hegel será el autor que realiza el mayor esfuerzo por ofrecer una explicación
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total de la realidad, eliminando las escisiones conceptuales del pensamiento occi-


dental. Ofrece además una visión dinámica de la realidad recurriendo a la dialéctica de
la afirmación —tesis—, la negación —antítesis— y la posterior reconciliación
—síntesis—, que le permite relacionar y explicar todos los hechos. Para Nietzsche esta
explicación es insuficiente, pues pretende atrapar en tres conceptos una realidad
pluriforme y cambiante. Además, según Nietzsche, Hegel creó un dios terrenal, el
Estado, al que vio como el fin de la historia y de la dialéctica, y al que constituyó en la
nueva fuente de valoraciones y, por tanto, en el nuevo señor de la libertad humana.
Frente a Kant y Hegel, Nietzsche alza la figura de Goethe, al que considera el único
y auténtico pagano de la postilustración. Del poeta alemán, Nietzsche extrajo una
conclusión: la comprensión del mundo se alcanza mejor a través de la expresión me-
tafórica que mediante la conceptualización metafísica.
Otro autor que influyó en Nietzsche fue Heine. Su repaso irónico y demoledor de
toda la posteridad ilustrada es aplaudido por Nietzsche. Para Heine, Kant no fue con-
secuente: después de haber acabado con Dios en la Crítica de la razón pura (1781 y 2ª
edición en 1787), lo resucita para «dar consuelo a su criado» en la Crítica de la razón
práctica (1788). Lo central de la ilustración es la muerte de Dios, muerte que los filó-
sofos alemanes no se han atrevido a certificar.
Las influencias más directas en Nietzsche las ejercieron el filósofo Arthur Scho-
penhauer y el músico Richard Wagner. Veámoslas brevemente:
El gran músico Wagner fue amigo de Nietzsche durante algún tiempo y le mostró a
éste el ideal del hombre pagano: «Que la propia voluntad domine al hombre; que el
propio placer sea su única ley; pues solamente el hombre libre es sagrado y no algo que
esté por encima de él...» Wagner fue para Nietzsche, hasta su conversión al cristianismo,
el modelo de artista libre, lúcido y duro, prototipo de una nueva humanidad entregada a
su naturaleza libre.
El filósofo Schopenhauer, por su lado, brindó a Nietzsche la imagen de un pen-
sador privado, muy crítico con los profesores de Filosofía que ocupaban las cátedras de
las universidades alemanas, a los que consideraba vendedores de consuelos estatales
para el mal de la vida. Schopenhauer fue el padre del irracionalimo, filosofía que
considera que el mundo no es más que voluntad de existir, es decir, ansia ciega e
irracional de procrear y perdurar en el ser sin finalidad alguna. La razón humana
también busca conseguir este propósito ciego de la supervivencia. Hay pues un fondo
irracional en la razón humana.
Nietszche tomó de Schopenhauer varias ideas: 1) la constatación de que la inteli-
gencia no es más que una herramienta manejada por los instintos; 2) la importancia
dada a la voluntad como única explicación de los hechos humanos; y 3) la desconfianza
en la historia y en el progreso. Sin embargo, para Nietzsche, la vida no es simplemente
voluntad de existir, sino algo más: voluntad de poder.

4. «Plan» de la filosofía de Nietzsche

La filosofía de Nietzsche puede entenderse como una crítica a toda la tradición


intelectual occidental y, principalmente, a los valores difundidos por el cristianismo y la
Ilustración. Junto con Marx y Freud se le considera uno de los «maestros de la sos-
pecha», por haber descubierto debajo de la aparente racionalidad humana pulsiones
instintivas que son las que, en definitiva, guían a la razón.
Encuadrada en la segunda mitad del siglo XIX, la filosofía vitalista de Nietzsche ha
abierto nuevos rumbos al pensamiento contemporáneo, al presentarse como una opción
frente a la tradición platónico-cristiana que hasta ahora venía inspirando a la cultura
occidental.

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Su filosofía, desarrollada de un modo asistemático, puede tratarse de modo sis-


temático si distinguimos las diferentes críticas llevadas a cabo por el filósofo alemán y
las propuestas filosóficas derivadas de estas críticas. Así, en su filosofía encontraremos:

a) En el problema de la realidad: una crítica del dualismo metafísico platónico y


la propuesta de un «vitalismo ateo».
b) En el problema del conocimiento: una crítica de la ciencia y del positivismo,
proponiendo como alternativa un «perspectivismo vitalista».
c) En el problema del hombre: una crítica de la idea platónico-cristiana del ser
humano proponiendo, como alternativa la idea del superhombre.
d) En el problema ético: una crítica de la moral platónico-cristiana o «moral de
los esclavos», y su propuesta de una nueva moral vitalista o «moral de los
señores».
e) En el problema político: una crítica al socialismo, al Estado y a la de-
mocracia, y la propuesta de disolución del Estado o «nueva política».
f) En el problema de la religión: una crítica de la religión —concretamente al
cristianismo— y la propuesta de la creencia en el eterno retorno.

5. Lo dionisíaco y lo apolíneo y la decadencia de la cultura.

En El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872), primera obra de


relieve del autor, desarrolla este tema, que contiene ya el germen y fundamentos de su
especulación. La obra es de carácter estético, y en ella hace gala de su amplia erudición
de filólogo helenista. Pero se trata de sentar los fundamentos de su «metafísica es-
tética», ya que el arte, y no la moral, es lo que se considera como actividad esencial-
mente metafísica del hombre.
El tema se introduce estableciendo la división y contraste entre «el espíritu apo-
líneo» y «el espíritu dionisíaco», los dos elementos constitutivos del arte y del alma
griegos que originan como resultado «la evolución progresiva del arte». Ambos venían
simbolizados en las dos divinidades griegas: «Apolo y Dionisos. Estas dos divinidades
del arte, son las que despiertan en nosotros la idea del extraordinario antagonismo, en
el mundo griego, entre el arte plástico, apolíneo, y el arte desprovisto de formas, la
música, el arte de Dionisos». Dionisos, el dios tracio de la naturaleza, del vino y la
embriaguez, el sátiro barbudo de las fiestas orgiásticas de las bacantes, representa la
alegría desbordante del vivir, la exaltación entusiasta «de una vida exuberante, triun-
fante», que lleva sin trabas morales hasta la embriaguez y el éxtasis —bacantes eran
las mujeres ebrias que celebraban las fiestas bacanales, que eran ciertas fiestas de la
Antigüedad en las que reinaba el desenfreno, la lujuria y el desorden—. Apolo, en
cambio, el dios de la belleza y de las formas, el dios adivinador y de los ensueños, sig-
nifica las facultades creadoras de las formas, la «apariencia» radiante y plena de be-
lleza del mundo interior de la imaginación, que es el mundo del ensueño. Ambos dioses
no sólo simbolizan los dos instintos artísticos contrapuestos, sino las fuerzas elemen-
tales y la esencia misma de la naturaleza, en cuanto identificada con el hombre.
Nietzsche aplica la teoría de los dos instintos o fuerzas primordiales al problema del
origen y decadencia del arte. De la conjunción de ambos —lo apolíneo y lo dionisiaco—
que se excitan a creaciones nuevas, nace el arte, y de su acoplamiento armonioso, el
verdadero arte clásico, que es la «la tragedia antigua» de Esquilo (Prometeo) y Sófo-
cles (Edipo). Ésta nació de la lírica primitiva, de los cantos míticos y heroicos de
Homero y Arquíloco que se perpetúan en el Volkslied, en el cante popular —la lírica es
un género literario en el que el autor quiere transmitir sentimientos, emociones o
sensaciones respecto a una persona u objeto de inspiración—. En ella la parte apolínea,
el diálogo, es sencillo y transparente. Lo esencial y centro de la tragedia antigua es el
coro de los sátiros y de las bacantes, cuya música, en el frenesí de las fiestas, exalta la
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salvaje violencia dionisiaca de la vida hasta la embriaguez delirante —los sátiros son
criaturas masculinas (las sátiras son una invención posterior de los poetas) que en la
mitología griega acompañaban a Pan (el dios de la fertilidad y la sexualidad masculina
desenfrenada) y Dionisos, vagando por bosques y montañas. En la mitología están a
menudo relacionados con el apetito sexual, y los pintores de vasijas solían represen-
tarlos con erecciones perpetuas—. Lo «titánico» y lo «bárbaro» del estado dionisiaco era
para el arte griego una necesidad tan imperiosa como lo apolíneo.
En el espectáculo de la tragedia antigua, Dionisos era el verdadero y único héroe de
la escena, cuyos sufrimientos eran cantados por el coro ditirámbico —en la antigua
Grecia el ditirambo eran las composisciones poéticas en honor a Dionisos—. Las figuras
trágicas de la escena griega, el Edipo de Sófocles, el Prometeo de Esquilo y los titanes,
eran simples máscaras de la imagen de Dionisos, cuyo drama, expresión de la natura-
leza, sumía a los espectadores en un mundo de «irrealidad sobrenatural» —Edipo fue
un rey mítico de Tebas del siglo V a.C., hijo de Layo y Yocasta que, sin saberlo, mató a su
propio padre y desposó a su madre. Por lo que a Prometeo respecta, en la mitología es el
Titán amigo de los mortales, honrado principalmente por robar el fuego de los dioses,
darlo a los hombres para su uso y posteriormente ser castigado por Zeus por este
motivo—.
Fue Eurípides quien terminó con la verdadera tragedia griega, arrojando de la
escena a Dionisos y su pasión heroica, transformando el coro de los sátiros en poema o
drama histórico y destruyendo la emoción de los mitos y de la música dionisíaca. En
las obras de Eurípides se edifica «la epopeya dramática» —la epopeya es un poema
narrativo extenso, de elevado estilo, acción grande y pública, personajes heroicos o de
suma importancia, y en el cual interviene lo sobrenatural o maravilloso— sobre una
base no dionisíaca; es el dominio del arte épico apolíneo, de la forma exterior y la
apariencia en que se ha perdido el instinto dionisíaco. Los medios de emoción son
ideas frías y paradójicas, en vez de sentimientos apasionados y entusiasmos dioni-
síacos. Por ello Eurípides es el creador de un arte nuevo, el arte plástico, con la pérdida
del instinto dionisíaco de la tragedia antigua, cuya esencia estaba en la música.
«Si este arte determinó la pérdida de la tragedia, el socratismo estético fue su
primer asesino». Y enseguida es presentado Eurípides en estrecha relación con Só-
crates, como el creador de un naturalismo antiartístico, que es llamado «socratismo
estético». Ambos habrían luchado contra el espíritu dionisíaco del arte anterior y
ambos serían los causantes de la decadencia del helenismo.
Nietzsche pasa así a vilipendiar (denigrar) la figura de Sócrates, quien, como im-
pugnador de la «sustancia dionisio-musical» de la tragedia antigua, se constituye en
mentor del «arte teatral nuevo, socrático y optimista», que ha degenerado en el drama
burgués moderno. Sócrates sería el modelo del nuevo tipo del «hombre teórico» que,
introduciendo la razón crítica y el espíritu lógico en lugar de la sabiduría instintiva,
se habría opuesto a las fuerzas creadoras del instinto y de la «emoción dionisíaca», en
que se basaba el arte antiguo. Con su teoría moralizante de la sabiduría identificada
con la virtud, ha establecido los principios del optimismo dialéctico, que han sido la
muerte de la tragedia. Su discípulo Platón continuó esta tendencia destructora de la
tragedia y del arte en general creando un tipo de obra nueva, «en la cual la poesía está
subordinada a la filosofía dialéctica; la tendencia apolínea se ha trocado en siste-
matización lógica». Sócrates y Platón fueron los creadores de «la dialéctica optimis-
ta», que destruye la esencia misma de la tragedia dionisíaca; el movimiento socrático
debe, pues, considerarse «como una fuerza negativa y disolvente».
La influencia de Sócrates ha creado el tipo de «hombre teórico», del hombre de
ciencia moderna, que trata de someter a leyes y conceptos inmutables las fuerzas de la
naturaleza y los instintos primarios de la vida, simbolizados en lo dionisíaco. Sócrates
fue el primer hombre teórico que atribuyó al saber, a la investigación de las causas y de
la verdad, a la actividad razonadora o lógica, el ser la vocación más noble del hombre y la
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panacea universal. Y desde entonces la cultura moderna está dominada por el afán
febril del «insaciable conocimiento optimista», por «el espíritu científico», ansioso de
penetrar las leyes de la naturaleza. Pero este espíritu crítico de la ciencia destruye la
concepción trágica y mítica del espíritu dionisíaco, y con ello el arte clásico de la
tragedia antigua.
Nietzsche llama a la cultura teórica del mundo moderno, basada en la ciencia,
«cultura socrática» o «alejandrina», que presenta los mismos síntomas de disgregación
y decadencia que el helenismo alejandrino. Al final expresa su vehemente deseo y es-
peranza de un renacimiento de la antigua cultura griega, que surja «del fondo dio-
nisíaco del espíritu alemán» por mediación de la nueva música de Wagner. Porque la
música, que «expresa la esencia íntima del mundo» como imagen inmediata y «espejo
universal de la voluntad», tiene el poder de engendrar el mito y de suscitar así el es-
píritu dionisíaco de la tragedia. Y en el fondo del alma alemana brota todavía el elementó
dionisíaco de los antiguos mitos y héroes paganos, capaces de suscitar de nuevo el
doble espíritu, dionisíaco y apolíneo, de la tragedia antigua y de la concepción trágica
de la cultura.
En escritos posteriores rechazará Nietzsche todo el entramado conceptual de las
teorías de Schopenhauer, así como el otro ideal que domina la obra, el de un posible
renacimiento del espíritu griego auténtico a través de la música de Wagner. Y hará
resaltar también lo enemigo y hostil de cualquier libro relacionado con el cristianismo,
por ser éste enemigo de toda exaltación dionisíaca de la vida. Quedará en pie el tema
central de la obra (El nacimiento de la tragedia en el origen de la música, de 1872),
presente en toda la alambicada (complicada) y arbitraria interpretación del arte griego,
es decir, la exaltación del mito de Dionisos como símbolo de la afirmación desenfre-
nada de la vida, que será la constante de su filosofía.

6. La estructura cósmica: el eterno retorno

La imagen del mundo que Nietzsche se forma está basada en el concepto de fuerza.
El mundo es «un sistema de fuerzas», se constituye por un conjunto de fuerzas en
constante acción y movimiento, con infinitas variaciones y combinaciones en un
tiempo infinito; pero la cantidad de fuerzas en el universo es finita. Se trata de fuerzas
eternamente activas, cuyas infinitas combinaciones producen siempre algo nuevo. Sin
embargo, no producen infinito número de sistemas de fuerzas, porque la cantidad de
fuerza en el universo es constante, según el principio de la conservación de la energía de
Helmholtz y Joule de 1843.
El mundo, por tanto, está constituido por solas fuerzas en constante actividad
creadora, cuyas infinitas combinaciones son las cosas. Tal es su principio supremo
sobre la realidad del mundo. Pero insiste igualmente en que el universo es finito,
porque la cantidad de fuerza es finita. Una fuerza infinita es algo contradictorio. La
infinitud de las combinaciones entre fuerzas se da por parte del tiempo, sin prin-
cipio ni fin, en que estas fuerzas se mueven. Mas el número de combinaciones y sis-
temas de fuerza nuevos que pueden producir es finito. Por tanto, tenemos que lo que es
infinito son las combinaciones entre las finitas fuerzas, que dan lugar a un número
finito de nuevas fuerzas (que producen las cosas) en un universo finito pero eterno.
Nietzsche señala también la persistencia de las fuerzas en el universo en cantidad
eternamente igual, según el principio de la conservación de la energía. Por otra parte,
tampoco la tendencia de las fuerzas cósmicas es a un equilibrio perfecto, a un estado de
reposo, porque, en un tiempo infinito, éste se hubiera dado ya.
Tales son las premisas de las que Nietzsche «deduce» la conclusión central que es la
base de su concepción del eterno retorno. El conjunto de las fuerzas cósmicas, en su
continua e infinita agitación de acciones y reacciones en equilibrio inestable, pro-
duciendo siempre un número finito de formas nuevas, sigue «un proceso circular», una

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eterna repetición de ciclos. La producción de formas nuevas está repitiéndose ince-


santemente, pues no hay variaciones hasta el infinito. «Ya no hay nuevas posibilida-
des, y todo ha sido infinito número de veces». Nietzsche cree que dicho proceso
circular o eterno retorno está avalado por el principio de la finitud y persistencia de
las fuerzas. En todo caso, la negación de tal círculo eterno llevaría a la hipótesis de un
Dios creador a través del encadenamiento de causas y efectos, lo que es rechazado a
priori como fantástico.
Sobre la naturaleza de estas fuerzas cósmicas, él las considera de carácter físico, a
semejanza de las fuerzas mecánicas. Pero si la mecánica las concibe cuantitativamente,
Nietzsche las va a considerar cualitativamente, y, por tanto, indivisibles. La concepción
del vitalismo universal es en principio excluida. Sin embargo, de los cambios y com-
binaciones de estas fuerzas físicas brota la vida, por lo que en el organismo vivo estas
fuerzas físicas y químicas pasan a ser vitales. Nietzsche llamará también fuerzas a
todas las energías de orden psíquico y hasta espirituales. En último término, todo se
resuelve en las mismas fuerzas cósmicas y sus combinaciones, que en el fondo las va a
identificar con la voluntad de poder. De ahí su expresión: «El mundo entero es la ceniza
de innumerables seres vivos». Lo que ahora es inorgánico, en otro ciclo podrá ser vi-
viente.
En el mundo, pues, «todo es fuerza». No existe, por ende, la materia, como sus-
trato de estas fuerzas. La materia, como el espacio, es una ficción, una «forma subje-
tiva». [Como veremos a continuación, las categorías metafísicas son el resultado de una
mala interpretación de nuestro devenir interior y de la confianza en un supuesto sujeto
o yo que nace de la interpretación errónea de nuestros estados de conciencia. Después
lo que hacemos es proyectar al exterior esta idea psicológica de un agente como causa de
todo devenir. Proyectamos el error interior al exterior, donde no hay tal error]. Esta
negación de la materia va también unida a la frecuente negación de los átomos.
Nietzsche rechaza el atomismo materialista, lo mismo que manifiesta su repulsa
contra el puro mecanicismo que implica los conceptos de materia y causas agentes.
Todavía es más frecuente la conexión entre el rechazo de la materia y del átomo con la
negación del alma y de toda sustancia o cosa en el mundo, como en seguida dirá.
Nietzsche es, por lo tanto, ajeno al materialismo clásico de «materia y fuerza». Pero
su dinamismo de las puras fuerzas físicas no es en el fondo menos materialista.
Se ha de destacar, finalmente, que la imagen nietzscheana del mundo, con todos
sus sistemas de fuerzas, es de ser un caos. La idea del caos se opone a la noción de un
todo ordenado, a la manera de un organismo. Supone la negación en él de todo en-
tramado y concatenación de causas y efectos, y de toda finalidad, porque la cau-
salidad no existe, ni menos las causas finales. Todo el movimiento cósmico está re-
gido por la necesidad fatalista, por el azar o el destino, a cuya idea vuelve de continuo
Nietzsche. De ahí su descripción final del mundo como un inmenso torbellino o «mar
de fuerzas», en que éstas se agitan entre sí y se transforman eternamente, «en un flujo
perpetuo de sus formas».

7. El problema de la realidad: la vida como «voluntad de poder»

LA CRÍTICA A LA METAFÍSICA OCCIDENTAL

Para Nietzsche, la cultura occidental se asienta en la idea o creencia establecida


por Platón, reafirmada posteriormente por el cristianismo, de la existencia de dos
mundos o realidades: el mundo sensible (el más acá) y el mundo de las ideas —o más
allá—. Este mundo sensible se considera como una realidad aparente, mientras que el
otro mundo es considerado como la auténtica realidad. Tal escisión metafísica implica,
de por sí, una valoración negativa del mundo sensible y, al mismo tiempo, una valora-

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ción positiva del mundo inteligible que ha conducido, según Nietzsche, a un desprecio
de la vida de este mundo y de sus valores.
Dicha escisión metafísica es, para Nietzsche, falsa. Sólo existe este mundo sen-
sible, en el que vivimos. Inventarse otro mundo es la gran mentira de la tradición pla-
tónico-cristiana. Ha implicado una minusvaloración de esta vida frente a la otra vida.
Por ello, para Nietzsche, es necesario recuperar «el sentido de la tierra» y volver a
apreciar la vida como antes de la irrupción de la conciencia socrática y del idealismo
platónico.
La metafísica occidental conduce al nihilismo (nihil = nada), pues dirige la exis-
tencia humana al objetivo de un más allá —das Jenseits— que no existe, que es una
nada. Cuando el ser humano se da cuenta de esto, surge la decepción por la pérdida
absoluta de sentido, de meta, de respuestas a los porqués más acuciantes que antes
tenían una respuesta desde la existencia de Dios. Pero es necesario escapar de esta filo-
sofía «decadente», negándola, para a continuación afirmar una nueva filosofía, que,
afirmando la vida como única y auténtica realidad, le otorgue un sentido positivo.
Otro principio e idea directriz en Nietzsche es la afirmación del devenir (Werden)
en el mundo. Pero esta tesis no sienta un principio nuevo, sino que es equivalente a la
explicación de la estructura cósmica. Si las fuerzas del mundo están en perpetuo mo-
vimiento, en continuos cambios y transformaciones, es que todo evoluciona y deviene,
no hay nada inmóvil en él.
Nietzsche afirma la teoría del devenir con insistencia y en los más variados tonos.
El movimiento circular de las fuerzas cósmicas es un «eterno devenir», aunque no un
devenir de algo siempre nuevo. El conjunto de los fenómenos y de nuestras actividades
forman «una corriente continua» —beständiger Fluss—, aunque por una ficción del
lenguaje y de nuestra falsa filosofía creamos que son acciones y hechos aislados.
Nietzsche cree en «el devenir» que ha revolucionado el pensamiento y del que es un
simple «eco» el evolucionismo de Darwin. Este devenir se extiende a lo espiritual, a
todos los conceptos y formas reales, todos los cuales están en devenir. Y tal devenir
(Werden) del mundo está también implicado en sus continuas afirmaciones del «eterno
retorno» como eterno devenir.
Sabe Nietzsche que Heráclito fue el primero que concibió el mundo en continuo
devenir. Por eso siente veneración por él y lo pone aparte de los demás filósofos, que,
engañados por la falsificación de la razón, negaron el testimonio de los sentidos, que
manifiestan el devenir. Por eso acepta su filosofía del devenir, la más afín a cuanto él ha
pensado.
Pero también observa que es Hegel quien desarrolló la teoría del devenir dialéc-
tico, que es el punto de partida de todo el movimiento evolucionista, «porque sin Hegel
no hay Darwin». Con este motivo dedica grandes elogios a Hegel, por cuanto que ha
enseñado a los alemanes a profundizar en el valor del devenir, de la evolución, si-
tuándolo por encima del concepto de ser y en lugar de éste. Y acepta en consecuencia el
principio hegeliano: «La contradicción es el motor del mundo». Nietzsche ha negado,
en efecto, la validez del principio de identidad, y en diversas ocasiones sostiene esa
dialéctica de la contradicción, en virtud de la cual cada forma se desarrolla de su
contrario.
Esto no implica la aceptación por él del principio hegeliano. Es frecuente en él la
repulsa de todo idealismo, envuelto en sus ataques contra las demás filosofías y contra
el cristianismo. El punto de su mayor enemistad respecto a Hegel es que éste, con su
panteísmo, «ha divinizado la existencia»; su filosofía, su concepción del espíritu ab-
soluto realizándose en la historia, no son más que una teología disfrazada, y Hegel
sigue aprisionado en el círculo del cristianismo (Marx opinará de manera similar).
La negación de la metafísica surge ya de esta afirmación de la realidad como
devenir. La metafísica es la filosofía del ser, el descubrimiento del ser permanente de
las cosas. Y Nietzsche ha opuesto el devenir al ser en las cosas. La afirmación del con-

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tinuo flujo de los fenómenos implica «la renuncia radical al concepto mismo de ser».
Heráclito es el que descubrió y sostuvo que «el ser es una ficción vacía». Contra él, los
filósofos creyeron y «creen con desesperación en el ser»; lo mismo que creen en los
conceptos absolutos de ser, el bien, la verdad, como ens realissimum. Pero este ser se
les escapa, huye de ellos. Y es que tales valores supremos son ficciones de la razón,
conceptos vacíos. La «ilusión del ser» continuará siempre persiguiendo al filósofo.
En plena correspondencia con esto, Nietzsche ha proseguido su lucha antimetafí-
sica con la negación de todas las categorías ontológicas que la metafísica enseña. Un
punto de partida es la crítica que instituye contra el cogito de Descartes, sobre cuyo
tema reiteradamente vuelve. En el principio cartesiano «yo pienso, luego existo», creen
muchos, con Descartes, que se tiene una evidencia o conciencia inmediata de un sujeto
o sustancia que es el «yo» pensante. Nada más ilusorio. Se quiere deducir del hecho de
pensar la realidad del sujeto «yo» que piensa: «se piensa, luego hay una cosa que
piensa». Pero esto «es dar ya por verdadero a priori la creencia en la idea de sus-
tancia», de una sustancia que piensa. Para Nietzsche, en cambio, lo único que aparece
en la conciencia es la actividad de pensar: se piensa. Tanto el sujeto como el objeto son
puestos por el pensamiento, en virtud de un hábito gramatical que a la acción atri-
buye un actor, de un sujeto, pero tal sujeto no existe, es fruto de la acción de pensar.
De ahí procede Nietzsche a la negación de toda suerte de realidades ontológicas:
sustancia, cosa, materia, accidente, alma. La creencia en todas ellas sería el resultado
de la noción del sujeto, de la creencia en el yo como sujeto. Pero la idea de sujeto es
una ficción o apariencia. La conciencia inmediata es sólo de los «hechos» o fenómenos
del pensar, del sentimiento, etc. El pensar es el que pone tanto el «sujeto» como el
«objeto», como condiciones del mismo en virtud de una necesidad lógica de la razón de
un hábito gramatical por el que atribuimos la acción a un sujeto. «Sujeto», por lo tanto,
es la ficción resultante de reducir a la unidad los diferentes estados de conciencia,
atribuyéndolos a un agente interior como efecto de una causa.
Pero las ideas de sustancia, de realidad, de cosa, de ser, nacen todas de nuestro
sentimiento del «sujeto». La primera sustancia es el «yo» como sujeto, al que atribuimos
como al agente (la causa o el sujeto) de todas nuestras acciones. Después proyectamos
esas nociones metafísicas a los fenómenos exteriores. Son, por consiguiente, pre-
suposiciones de la razón, «postulados lógico-metafísicos», sin base en los datos de la
experiencia. Estas nociones ontológicas tienen, pues, un origen psicológico en la in-
terpretación errónea que hacemos de las acciones y pasiones —diferentes estados de
conciencia—, o de los cambios de nuestro devenir interior. No deben ser trasladadas al
mundo inorgánico —al mundo exterior—, donde aún no aparece tal error (el de consi-
derar un agente como causa del devenir).
La crítica de la causalidad está en conexión con lo anterior y completa la repulsa
de las categorías ontológicas. Nietzsche proclama que «no tenemos experiencia alguna
de las causas» (Hume procedía de manera similar). Su origen está en la convicción
subjetiva errónea que hacemos de nuestra actividad interior —de nuestro pensar—,
en la que nos figuramos actores de una acción. El sentimiento de fuerza y resistencia
que experimentamos al obrar, lo interpretamos como una causa. La voluntad de hacer
algo la tomamos como una causa, porque la acción sigue, y hacemos a la voluntad
responsable de ella. Luego proyectamos al exterior la misma interpretación, inventando
un sujeto actor de todo lo que sucede. Todo ello es pura ilusión. Por lo tanto, «no hay
causa en absoluto», ningún tipo de causa: ni eficiente ni final. Sólo hay hechos, fe-
nómenos —Schein—.
En otras palabras, del error de cosiderar un sujeto agente, un yo interior, exte-
riorizamos ese agente interior y pensamos que también hay en el exterior una causa de
todo devenir. El error parte de nuestro sentimiento del sujeto. Sólo hay hechos, pero no
causas.

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Tampoco existen las causas en el mundo exterior, sino simplemente sucesos. El
concepto de causa es inherente a las nociones de sujeto y, en particular, de la noción de
ser, de la que dependen el resto de categorías metafísicas ficticias, producto de una
ficción ilusoria del lenguaje. La metafísica nos resulta una hipótesis cómoda que nos
permite humanizar y explicar el mundo. Pero no existen sujetos o sustancias —que no
son más que categorías metafísicas; es decir, postulados lógico-metafísicos, ilusiones de
origen interno, psicológico—, y el átomo material es una ilusión. Por tanto, la idea de
causalidad es perfectamente inútil. Así, pues, «no hay causas ni efectos en el mundo
exterior», sino sucesos y una serie de condiciones en los mismos. La interpretación de
la causalidad es una ilusión; la ciencia ha vaciado esta idea de contenido (porque la
ciencia sí cree en las causas). La verdadera inspiración de toda esta «mitología» causa-
lista es siempre la concepción imaginaria del «yo» anímico, del sujeto interior, que todos
nosotros abstraemos de la actividad del movimiento o cambio interior, y lo ponemos
detrás como un agente. Así es como pensamos que también en el exterior hay una causa
de todo devenir. Causa y efecto forman así una hipótesis cómoda «que nos sirve para
humanizar el mundo».
Nietzsche se ha mantenido constante en esta negación radical de la causalidad.
Y, sobre todo, no pierde ocasión de combatir la causa final, toda finalidad en el mundo y
todo obrar finalista en el hombre. Sólo la necesidad ciega y el azar serían los prin-
cipios del gobierno del mundo. El determinismo causalista y el providencial son re-
chazados. Sólo el fatalismo; el azar y el destino, gobiernan el mundo.
De una manera general, Nietzsche se declaró siempre hostil a toda metafísica. «El
mundo metafísico» es llamado «el trasmundo» —Hinterwelt—, «el otro mundo», «el más
allá» —das Jenseits—. Y la creencia en ese mundo ilusorio es puesta como uno de los
síntomas de la enfermedad o decadencia de la mentalidad moderna. Reconoce que es
muy difícil desarraigar de las cabezas de los hombres las creencias metafísicas. Las «hi-
pótesis metafísicas» que los hombres persiguen, como «agradables y preciosas o te-
mibles», son frutos del engaño y del error, basadas en el mismo fundamento de las
religiones, y ya han sido refutadas. El mismo Zaratustra fue algún tiempo de los alu-
cinados por la idea del «trasmundo» o del más allá. Pero después de ser curado le re-
sultaba un tormento «creer en tales fantasmas» y se dirige a los demás hombres para
desengañarles de aquella ilusión metafísica.
Nietzsche se sitúa entre «los impíos y antimetafísicos». Sostiene que la metafísica
«es la ciencia que trata de los errores fundamentales del hombre, pero como si
éstos fueran verdades fundamentales».
La actitud metafísica es, en efecto, totalmente ilusoria; la metafísica es igual a la
«ilógica» —unlogisch—, es decir, lenguaje pervertido. No obstante, se da cuenta de lo
difícil que es desprenderse de las construcciones metafísicas que se han incorporado al
lenguaje y están tan estrechamente unidas a las opiniones religiosas, en las que se
manifiesta el impulso del hombre hacia un futuro mejor. El hombre quiere refugiarse
en el más allá en vez de construir el porvenir. Como en Marx, la crítica de la ilusión
metafísica va unida a la crítica de la ilusión religiosa, de las ideas imaginarias de la
verdad, del ser absoluto, de Dios, con las que el hombre trata de entretenerse y
consolarse. La metafísica es una prodigiosa inconsciencia, una ceguera.

PROPUESTA: EL VITALISMO

¿Qué realidad es la que existe? Para Nietzsche, la única realidad que existe es la de
este mundo sensible que es la manifestación, no simplemente de la voluntad de existir
como pensaba Schopenhauer, sino de la voluntad de poder. Todas las entidades de la
metafísica occidental —Dios, alma y mundo— se han extinguido. Lo que hay es el
mundo sensible y la vida en él contenida. Estas realidades son configuraciones de la
voluntad de poder, que Nietzsche va a identificar con las infinitas combinaciones de las
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finitas fuerzas del universo, que también es finito, aunque eterno. Ella es el hecho más
elemental. Hay que entenderla como algo diferente a la mera voluntad de existir, que es
para Nietzsche conservadora y reactiva, pues sólo se conforma con la mera existencia.
La voluntad de poder, por el contrario, no es una voluntad de conservación, sino de
expansión, de desarrollo del poder: es la pasión por afirmarse de una fuerza. La vida,
que se va a convertir para Nietzsche en el auténtico objeto de reflexión filosófica, es una
manifestación de la voluntad de poder. Su pretensión es afirmarse e imponerse, para
lograr la satisfacción de sus impulsos e instintos. Nietzsche distingue dos tipos de
fuerzas: una fuerza activa, que es la vida ascendente que surge y desea aparecer, y
una fuerza reactiva, que es la vida decadente que desea desaparecer, cansada de
vivir, que desea el más allá, que no es más que la nada.
La vida en general, y el ser humano en particular, son algo cambiante, no tienen
una esencia fija y determinada. Están en continua transformación y lucha por impo-
nerse. Este carácter dinámico de la realidad impide una explicación estática
—científica— del cambio de cualquier realidad. No hay modelos ideales en un mundo
de Ideas, como pensaba Platón, que expliquen el proceder de cualquier realidad hacia la
perfección del modelo. La voluntad de poder no tiene pues un ideal que alcanzar, no
hay racionalidad en su proceder, sino simplemente el ciego e irrefrenable impulso por
imponerse mediante la necesidad fatalista y el azar; no hay causas de ningún tipo, y
menos causas finales.
En El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872) ha puesto
Nietzsche el principio que va a dominar su filosofía. Es el principio de la afirmación de
la vida, de la exaltación infinita de una vida natural, en toda la potencia ilimitada de sus
fuerzas e instintos, sin trabas ni normas que puedan estorbar el impulso des-
bordante del torrente de vida. Nietzsche, enfermo y en continua búsqueda de la salud
y de algo de vida, es el pensador que más ha glorificado la vida, que más ha cantado el
ideal de una vida exuberante, sana y fuerte, de la alegría infinita de vivir.
Esta aceptación de la vida parece algo normal. Pero la vida que ha exaltado
Nietzsche está significada en Dionisos, el símbolo divinizado de su afirmación. Y esta
divinidad naturalista personifica la vida en sus fuerzas elementales, en todos los ins-
tintos primitivos de una vitalidad sensible e irracional. Dionisos, dios del vino y la
embriaguez, se distingue de Apolo, símbolo de la forma bella y de la serenidad racional;
y más aún del racionalismo socrático, que expresa el predominio de la razón sobre los
instintos vitales y la degeneración de la vida.
El ideal de la vida lo ha mantenido Nietzsche de una manera expresa o velada en
todas sus obras. El símbolo de Dionisos le acompaña siempre hasta convertirlo en
bandera de todas sus reivindicaciones, en forma de su pensamiento. «Amar la vida
ciega y locamente», aspirar a la vida, es su clamor más auténtico. No importa que esta
vida sea entendida en sentido dionisíaco, como seguimiento de los instintos de la vida
animal. Al fin el hombre se distingue del ser animal en que quiere con más conciencia lo
que el animal quiere ciegamente.
Si Dionisos es el símbolo de esta vitalidad instintiva, Zaratustra es su profeta.
Zaratustra es «el afirmador de la vida», el heraldo y pregonero de la vida de la natu-
raleza, de sus encantos y goces. Zaratustra dice «sí» a la vida, a una vida del cuerpo
sano y fuerte —algo de lo que Nietzsche carecía—, del que brota como un instrumento
el espíritu, y a todos los goces de los sentidos y el espíritu; los despreciadores del cuerpo
«tienen rencor a la vida y a la tierra».
La vida, para Nietzsche, tiene valor en sí misma, y no hay que buscarle otro
sentido y explicación fuera de ella. Es un valor absoluto, al cual se subordinan todos los
demás valores, pues todo debe ponerse al servicio de la vida. Y ataca a los estoicos, que
querían sujetar la vida imponiéndole una norma: «vivir conforme a la naturaleza».
Pero esto implica introducir la moral en la naturaleza. En realidad, vivir con arreglo a la

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naturaleza debe significar «vivir conforme a la vida», porque cada uno debe ser lo que
es.
La afirmación de la vida es considerada por él en toda su amplitud; no sólo como
aceptación de los goces de la sensualidad, sino también de la desbordante riqueza de
sus fuerzas múltiples, de los instintos egoístas de dominación, de lucha y crueldad,
de los riesgos y dolores que lleva consigo la vida.
Y debe ser no una actitud resignada de los males de la vida, sino aceptación ac-
tiva y creadora, que abandona toda renuncia, todo intento de fuga frente a la vida. Esta
aceptación integral transforma el dolor en alegría, la lucha en armonía, la destrucción
en creación. Porque la vida es el goce de la fuerza creadora y destructora, una creación
constante. Tal concepción de la vida activa, como un conjunto de fuerzas creadoras,
lo transforma pronto Nietzsche en el otro concepto equivalente de voluntad de poder,
como se dijo.
El principio de la vida debe, pues, ser considerado como principio supremo de la
filosofía de Nietzsche, pues para él la vida es el valor absoluto y fontal, ya que el
hombre en su vivir es «creador de valores». Este alcance de principio supremo se hace
patente en cuanto que en nombre de la vida, en su sentido dionisíaco de los instintos
de la vida, va a condenar en adelante todos los valores hasta ahora recibidos: la cultura
«moderna», el arte wagneriano, las filosofías, la ciencia, las instituciones y, sobre todo, la
moral, Dios y el cristianismo. Contra todas esas realidades va a lanzar sus tremendas
imprecaciones, siempre por la constante razón de que son «hostiles a la vida», porque
aniquilan los instintos de la vida, o porque tienden a mortificar la energía vital y
destrozar o empobrecer la vida. Tal es la interpretación posterior que ha dado su pri-
mera obra: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872); en ella ha
querido resaltar el ideal dionisíaco de la vida, contenido en la concepción pagana del
arte, para condenar en su nombre el cristianismo y sus doctrinas morales, que implican
la negación y aniquilamiento de la vida. En esa obra ya descubrió la oposición irre-
ductible existente entre «la afirmación suprema» de una vida exuberante y las filosofías
de moda, que representan el instinto de decadencia y negación de la vida.
Estos acentos resuenan en los más diversos tonos en los escritos de Nietzsche. El
«ideal ascético» en general y el «sacerdote ascético» que predica la mortificación de la
sensualidad y del orgullo son implacablemente fustigados como contrarios al vigor y
fuerza viril de una «vida animal». El ideal ascético significa «la vida contra la vida»,
una contradicción en sí mismo. Dios mismo es «enemigo de la vida», porque niega
todas las aspiraciones de la vida, y la moral cristiana predicada en nombre de Dios
representa para él la insurrección contra la vida, la negación de la vida. Y en el Anti-
cristo (1888) truena aún más furiosamente contra el cristianismo, porque ha hecho una
guerra mortal a todos los instintos fundamentales de una vida fuerte, porque su moral
representa «una castración contraria a la naturaleza», porque coloca el centro de
gravedad de la vida, no en la vida, sino en el más allá, que es la nada —nihilismo—.
No cabe duda que la filosofía de Nietzsche es, ante todo y sobre todo, una filosofía
de la vida, un vitalismo. El principio general de la vida prima sobre todos los demás
aspectos de su concepción filosófica, y es la raíz de todas sus demás afirmaciones y
negaciones.

8. El problema del conocimiento: el «perspectivismo»

LA CRÍTICA A LA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO TRADICIONAL Y A LA CIENCIA

Para Nietzsche, la realidad es puro devenir y no es posible su conceptualiza-


ción. La teoría del conocimiento y de la ciencia, de la filosofía occidental, es falsa. El
metafísico pretende atrapar las diferentes y cambiantes realidades en conceptos. Al
hacerlo desvirtúa la realidad y ofrece una versión falsa de la misma. Ninguna realidad
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es igual a otra, y ninguna es la realización imperfecta de un modelo ideal, porque, para


Nietzsche, no existe tal mundo de modelos ideales. Cada realidad es distinta y
cambiante. No puede ser explicada con conceptos porque el concepto mata la dife-
rencia. Sin embargo, el metafísico considera únicamente verdadera la idea, que es, no
sólo lo permanente, sino también el modelo de cualquier realidad. Pretende, de este
modo, encorsetar la realidad en conceptos para así lograr entender la ley de su
cambio, al mismo tiempo que fijar todas las realidades a un deber ser que han de llegar
a realizar, matando con ello su espontaneidad y diversidad.
Las ciencias pretenden establecer leyes y alcanzar una explicación única y ver-
dadera de la realidad. Pretenden cuantificar esta realidad olvidando los aspectos
cualitativos de las cosas. La ciencia se presenta como el único conocimiento verdadero
y, de este modo, sustituye a la religión como fuente de creencias a partir de la Ilustra-
ción, convirtiéndose en un nuevo Dios para el hombre moderno.

PROPUESTA: EL «FENOMENISMO Y EL PERSPECTIVISMO»

Frente a la pretensión de verdad única de la ciencia, Nietzsche propone el pers-


pectivismo. Considera que no hay una sola y única interpretación verdadera de la
realidad, sino diferentes perspectivas. Quien interpreta la realidad es el ser humano
para la satisfacción de sus pulsiones e instintos. La realidad es, pues, vista por cada ser
humano desde su propia perspectiva.
Además, la realidad, por su continuo cambio, no puede ser entendida de un modo
estático y conceptual. Por ello, cada perspectiva, si quiere reflejar mejor la realidad que
tiene ante sí, se expresa mejor utilizando un lenguaje metafórico, literario, artístico,
en el que se transmita el sentimiento íntimo y la manera propia y personal de entender
la realidad. La filosofía también debe expresarse literariamente, abandonar los
conceptos y usar la metáfora, que permite diversidad de interpretaciones.
Nietzsche pretende así terminar con el dogmatismo de la filosofía tradicional y
sustituirlo por un pluralismo filosófico, donde cada filósofo se atreva a inventar su
propia visión de la realidad.
Más que como un empirismo positivista unido al sensismo, la concepción del
mundo de Nietzsche se resuelve, desde el punto de vista gnoseológico, en un fenome-
nismo —sólo hay hechos, fenómenos—. No en vano invoca a Hume para la explicación
del origen del «falso» concepto de causa por «el hábito» de observar la sucesión regular
de ciertos procesos.
Por otra parte, Nietzsche rechazó con insistencia la distinción kantiana entre «la
cosa en sí» y «el fenómeno». Este fue uno de los temas constantes de su crítica de
Kant. Era una distinción falsa y contradictoria, pues el mismo Kant admitió que no
cabía relación alguna de causalidad entre la pretendida cosa en sí y el fenómeno. Kant
no tenía derecho a hablar de una cosa en sí, de una realidad absoluta, puesto que,
según toda su crítica, nuestro conocimiento no puede extenderse más que a los fenó-
menos sensibles. De esa ficticia duplicación de la realidad, lo que falla es la cosa en sí.
Contra ella se dirigen los ataques de nuestro pensador. No existe ninguna cosa en sí,
como no existe ningún absoluto o incondicionado, y si existiera no podría ser cono-
cido. Pero no es posible que exista. «Una cosa en sí es tan absurda como una signifi-
cación en sí, un sentido en sí, puesto que no existen cosas que tienen una naturaleza
en sí, idea dogmática que debemos rechazar». Después del progreso realizado por la
ciencia haciendo tabla rasa de las concepciones metafísicas, «reconoceremos que la cosa
en sí es digna de una risa homérica, que parecía ser mucho, serlo todo, y que realmente
está vacía, completamente vacía de sentido».
Rechazada la realidad de la cosa en sí, no queda más que la realidad de los fe-
nómenos. A éstos los designa ordinariamente Nietzsche con el antiguo término de
«apariencia» (Schein). Y entonces retorna la polémica antikantiana bajo la nueva opo-

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sición de «apariencia» y «realidad», de «mundo real» y «mundo aparente». La oposición


no existía más que para Kant y para todos cuantos admiten cosas en sí o realidades
suprasensibles y espirituales. Para éstos la «apariencia» era lo «irreal»; el mun-
do-verdad era el del absoluto suprasensible o de Dios. Vana distinción, objeta nuestro
pensador. Para él separar el mundo en un mundo real y un mundo de apariencias es un
síntoma de decadencia, de vida declinante. Porque el llamado mundo-verdad «no es
más que mera ficción, formado de cosas puramente imaginarias», mientras que el
mundo aparente es el verdadero y real.
Para Nietzsche, por consiguiente, «la apariencia es la realidad, la única realidad
de las cosas, aquello a lo cual convienen todos los predicados existentes». Es lo verda-
deramente «existente», lo que constituye el mundo real, mientras que el llamado mundo
de la realidad en sí —mundo nouménico de Kant— es el mundo falso y aparente, porque
es inexistente. En otras palabras, Nietzsche invierte el significado de aprente y real de
Kant. Lo aparente de Kant es lo real para Nietzsche, y lo real o en sí para Kant es ilusorio
para Nietzsche.
Ya tenemos, pues, el puro fenomenismo en Nietzsche. Las causas en sí no existen,
lo que se nos aparece, el fenómeno, es la verdadera realidad. La raíz de esta «in-
versión de valores» reside en la teoría nietzscheana del movimiento. Ya ha reducido el
mundo a un sistema de fuerzas, las cuales son cognoscibles en cuanto actúan sobre
nuestros sentidos. «Conocer quiere decir ponerse en relación con algo, sentirse con-
dicionado por algo y al mismo tiempo condicionar este algo por parte del que conoce». Lo
que se conoce son las impresiones del exterior sobre los sentidos, la manera como
somos afectados en nuestras sensaciones y pensamientos por ese mundo de las
fuerzas exteriores.
Esta concepción del conocer relacional, esencialmente relativista y subjetivi-
zante, puede también llamarse perspectivismo. Nietzsche es el que ha empleado este
término para designar tal modo de conocer, mucho antes de que lo usara Ortega y
Gasset, quien sin duda se ha inspirado en su maestro alemán. El perspectivismo lo
entiende Nietzsche como una interpretación subjetiva que realiza el intelecto cog-
noscente sobre sus sensaciones. Conocer es interpretar los hechos, evaluar las cosas
según la manera como somos afectados, ya que el mundo cognoscible es susceptible de
muchos sentidos o interpretaciones. Esto es el perspectivismo. E interpretar es
«subjetivizar», pues las cosas no tienen naturaleza en sí independientemente de
nuestra interpretación y subjetividad.
Será nuestro intelecto, según Nietzsche, el que está dotado de «la visión de
perspectiva», de interpretación de los fenómenos, «necesaria para la conservación de
los seres de nuestra especie». Y, al parecer, tal visión es diferente en los distintos indi-
viduos. Por eso el «lado perspectivo» es el que crea el mundo-apariencia, que es el
mundo considerado con relación a los valores, mirado desde el ángulo de estimación o
evaluación con respecto a la utilidad del sujeto. De ahí que «nuestras verdades de
perspectiva son peculiares a nosotros mismos», una valoración meramente humana
y relativa; y pretender que «estas interpretaciones y estos valores humanos sean valores
generales... es una de las más señaladas locuras del orgullo humano».
No es extraño que el mismo Nietzsche identifique tal perspectivismo con su feno-
menismo. Ello implica un relativismo radical en el conocimiento de la verdad de las
cosas. Más tarde se ha de decir que Nietzsche profesa una teoría puramente relativista
de la verdad. Para él «no hay contradicción esencial entre lo verdadero y lo falso»,
pues «el error está en la base de nuestro conocimiento». Sólo cabe distinguirlos se-
gún grados de apariencia; tampoco es mejor la verdad que la apariencia, pues nuestra
vida no podría subsistir sino «sobre apreciaciones e ilusiones perspectivistas».
Solamente sobre esta base del puro relativismo gnoseologico podía justificar la
inversión de todos los valores de verdad, lo mismo que todos los demás valores. Es
evidente que sobre estas premisas no cabe fundar ningún tipo de realismo cognoscitivo

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ni aun respecto de las formas o cualidades sensibles. Nietzsche, en el fondo, es un


escéptico, y el escepticismo es la filosofía que más frecuentemente ha elogiado. Su
pensamiento no es siempre coherente y a veces fluctúa hacia el puro subjetivismo
idealista del mundo «como simple representación», al modo de Schopenhauer o de
Berkeley. Todos los radicalismos son bien acogidos en su pensamiento apasionado,
tendente sólo a exaltar la fuerza vital y voluntad salvaje del superhombre (cita-opinión
de Teófilo Urdánoz).

9. El problema de la naturaleza humana: la idea del «superhombre»

LA CRÍTICA A LA CONCEPCIÓN DEL SER HUMANO

La filosofía occidental, hasta Nietzsche, había entendido al ser humano como un


animal racional, tal y como lo había definido Aristóteles. La racionalidad había sido
considerada la característica más significativa del ser humano. A la razón se oponían los
instintos y pasiones, que debían ser controlados para una mejor realización del modelo
ideal de ser humano. Así pensaron, con diferentes matices, Platón, Aristóteles, los es-
toicos, Descartes y Kant entre otros. Nietzsche, sin embargo, influido por Schopen-
hauer, considera que la razón humana está al servicio de los instintos y que esa
pretendida racionalidad no es tal. Más bien lo que nos gobierna es el instinto, la vo-
luntad de poder, el deseo de afirmarse e imponerse. La única «ley» de nuestra conducta
es, para Nietzsche, el «instinto vital» y la satisfacción de todas nuestras pulsiones, a
cuya finalidad está subordinada la razón.

LA ANTROPOLOGÍA MATERIALISTA: EL RACIOVITALISMO

Sobre estos supuestos no puede construirse más que una concepción del hombre
de signo netamente materialista. Así es, sin duda, la de Nietzsche, no obstante ir
envuelta a veces en altos vuelos espiritualistas. Destaquemos algunos de sus rasgos
principales, sobre todo de orden ontologico.
El hombre es considerado ante todo como individuo en diversos grados de per-
sonificación. Lógicamente, en la doctrina de Nietzsche casi no es posible hablar de in-
dividuos, y así llegó a decir que «el concepto de individuo es falso», ya que se da sólo
un sistema de fuerzas en continuo devenir. «El continuo devenir no nos permite hablar
de individuos, etc.; el número de los seres cambia constantemente». Sólo por el
procedimiento de la razón, que inmoviliza este mundo en devenir, tenemos el conoci-
miento del individuo como una interpretación o visión perspectiva que se construye de
«meras apariencias». Es igualmente falsa la idea de especie, porque los individuos no
son totalmente iguales, pues se encuentran en diversos grados, más o menos sensibles,
del proceso de su evolución.
Pero, no obstante este fondo de su fenomenismo perspectivista, Nietzsche habla
continuamente de los individuos, de la formación de individualidades fuertes y pode-
rosas. Su visión social es en extremo individualista; la masa, la multitud gregaria debe
estar al servicio de los individuos superiores, de la formación del superhombre.
La estructura ontológica del hombre es la de ser un cuerpo viviente. Nietzsche
proclama siempre «el punto de partida del cuerpo y de la fisiología» para el verdadero
conocimiento e idea del hombre. Es «el hilo conductor del cuerpo», que confiere unidad a
toda la combinación de fuerzas vivientes del individuo, el fenómeno más rico e in-
mediato, el que suple con creces al antiguo concepto de «alma» o de «espíritu» para la
comprensión de nuestra vida. El cuerpo es el que constituye «nuestro verdadero ser»,
no el alma. Zaratustra manda escuchar la voz del cuerpo sano, que habla «con más fe y
pureza» que los despreciadores del mismo, y por eso el sabio grita: «Yo soy cuerpo todo

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entero y nada fuera de él». Ello no impide que dialogue Nietzsche con su propia alma,
que es un diálogo consigo mismo.
Tal es la tesis materialista fundamental de nuestro autor. Nietzsche rechaza
constantemente todo dualismo de alma y cuerpo, desde sus primeros escritos. Ya
en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872) considera una «grosería
antifilosófica», la antítesis popular y totalmente falsa del alma y del cuerpo, que no
resuelve los problemas estéticos. Más tarde envuelve la negación del alma en la general
repulsa de la realidad del sujeto, de la sustancia, del átomo, puesto que el alma es lo que
designa de ordinario al yo o sujeto. En los últimos escritos, sus negaciones del alma
mortal o inmortal se hacen todavía más explícitas y frecuentes.
Establecido este materialismo antropológico que reduce todo a la corporeidad,
queda por explicar el conjunto de fenómenos y actividades espirituales, que Nietzsche
indudablemente admite, y de las cuales es todo su discurso.
Este cuerpo viviente del hombre, que es un fenómeno múltiple y una combina-
ción de fuerzas, está compuesto de fuerzas inferiores y superiores que son las fuerzas
biológicas y psicológicas, reducidas a la unidad por la voluntad de poder. No hay una
distinción fundamental entre ellas como entre dos planos superpuestos, pues la psi-
cología es una prolongación de la fisiología. Nietzsche también rechaza el paralelismo
psicofisiològico, como si lo psíquico y lo físico fueran dos caras de una misma sustancia,
que no existe.
Nietzche no ha elaborado una psicología científica, no tiene una doctrina desarro-
llada de todos esos elementos del mundo interior o psíquico, sino un conjunto de ideas
dispersas sobre una tendencia y fondo netamente biologistas. Todas esas fuerzas y
funciones están al servicio de la vida animal, de la conservación y desarrollo del or-
ganismo viviente. Este biologismo se extiende a todo el ámbito del conocimiento y de los
sentimientos, así como de la apreciación de los valores superiores estéticos, morales y
religiosos, como se dirá. Todos ellos se ordenan a la afirmación de la vida animal con
sus instintos, sirven como instrumentos a las funciones animales del hombre, tantas
veces designado por él como animal.
La vida consciente sería en cierto modo accidental al individuo, al desarrollo de la
persona. Podríamos vivir, pensar, sentir, querer y obrar «sin tener necesariamente
conciencia de todo esto». Por ello la conciencia no forma parte de la existencia
individual, sino que pertenece a la naturaleza de la comunidad y del rebaño, o al
hombre en cuanto comunicativo e inventor de signos. La vida consciente se desarrolla
a través de innumerables fallos y errores que harían desaparecer la vida «sin el lazo
conservador de los instintos y su influencia sobre el conjunto». La vida pensante y vo-
lente podría continuar aun sin «ese espejo» de la reflexión consciente. Nietzsche cree que
la vida inconsciente, el saber instintivo, son superiores a lo consciente. A ejemplo
del pensamiento mítico, los sueños son una interpretación de los hechos inconscientes.
La razón, el intelecto con sus productos del pensamiento, de la ideación, del juicio
y razonamiento han recibido aún trato más desfavorable en el extremo irracionalismo
de Nietzsche. Desde luego, la razón como facultad ha sido incluida en la negación de
todas las categorías ontológicas y de todo causalismo. No hay razón que piensa, como
no hay sujeto, ni yo pensante, ni alma, se le ve pronunciar con frecuencia. Sólo existen
fuerzas y actividad de pensar, como hechos o fenómenos psíquicos. «Se piensa», y de
ahí no se puede deducir, como hacía Descartes, un yo o sujeto causa del pensar, sino
sólo el pensamiento como un hecho, una realidad apariencial.
No es extraño que se asigne al pensamiento, como a todos los demás hechos del
espíritu, un origen material, por simple evolución de las fuerzas orgánicas, como todas
las demás funciones que se desarrollan en el organismo para la conservación de la
vida. Los textos son explícitos sobre este punto. La conciencia es la evolución última
del sistema orgánico. El pensamiento es un segundo grado del mundo de los fenó-
menos, y sus productos lógicos, como leyes del pensar, son resultado de la evolución

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orgánica. Todas estas funciones que constituyen el espíritu son formaciones de lo


orgánico, porque «el cuerpo creador ha creado el espíritu, como una mano de su vo-
luntad», dice Zaratustra. Es la evolución creadora de la vida «que quiere superarse a sí
misma».
Por ello Nietzsche predica de continuo que la razón y el conocimiento en general
tienen la única finalidad pragmática de servir al desarrollo de la vida; nacen y evolu-
cionan en cuanto son necesarios para la conservación de la vida animal. El intelecto,
como el espíritu, son instrumentos al servicio de la vida. La idea de la razón vital, del
raciovitalismo, ha sido, pues, inventada por Nietzsche antes que Ortega y Gasset la
aireara.
Pero ya se ha visto que el valor gnoseológico de la razón y el pensamiento es el
aspecto más fustigado y desfigurado por él. A la razón la ha hecho responsable de la
creación del mundo-apariencia, de ese mundo ficticio de ilusión que nos presenta
nuestro conocimiento lógico; la razón ha creado todo ese cúmulo de entidades falsas de
ser, causa, sustancia, cosa en sí, materia, alma, etc., con que quiere presentarnos la
«realidad» o el «mundo-verdad», inmovilizando el devenir, el cambio, las fuerzas y fe-
nómenos que constituyen la única realidad viviente. Porque todo el conocimiento que
nos da es una visión de «perspectiva», una «interpretación» desfigurada de los datos de
los sentidos. La razón —esa «vieja hembra engañadora»— es «la causa por la cual
nosotros falsificamos el testimonio de los sentidos», los cuales nos muestran el
devenir, el flujo de los fenómenos y no las causas.
La doctrina de Nietzsche parece haber llevado a una disolución aún más extrema el
conocimiento racional, reduciendo todas las creaciones mentales a puras signifi-
caciones relaciónales, y la lógica, a simbólica y gramática, como el actual neopositi-
vismo y estructuralismo. Es notoria su concepción nominalista que reduce las ideas a
meros signos y palabras. Los filósofos, según él, trabajan con «la locura de las ideas
generales, que son simple sonoridad de palabras». De ahí que sus explicaciones se
reducen a puro lenguaje, un sistema de signos que se muerde la cola, porque han ce-
sado de designar. Para él «la gramática es la metafísica del pueblo». Porque la meta-
física será, en definitiva, una reducción de la verdad a pensamiento y conceptos, y de
éstos a filología y gramática . Tal es su modo de hablar ordinario.
Por último, la voluntad y libertad humanas han sido también incluidas en esta
concepción demoledora de toda realidad espiritual. Desde luego, la voluntad, como
facultad del querer, no existe, como ninguna otra entidad ontologica. Pero Nietzsche
también truena contra «la libertad» o «el libre albedrío», base de la moralidad. Es uno
de los cuatro grandes errores inventado por los teólogos para hacer a la humanidad
«responsable» y «culpable», y así mantener su dominación con la amenaza de penas y
castigos. Y de ahí pasó a la psicología de la voluntad, también inventada por los sa-
cerdotes con el mismo fin. Por eso la rechazan ellos, «los inmoralistas», que han elimi-
nado el concepto de culpa y castigo. La voluntad individual no existe, sino sólo esa
misteriosa voluntad de poder que está en la esencia de la vida misma.
Pero a la vez que abomina el «libre albedrío», Nietzsche rechaza el
«determinismo». Esto no debe llamar a engaño. Él ha rechazado de continuo el
determinismo causal, sea del mundo físico, sea el determinismo de la «providencia» o de
la causa primera. Pero lo ha reemplazado por otro determinismo más vago y aporoso,
que es el de la fatalidad. El azar o el destino es el que domina y mueve todo el caos de
este mundo, «el hermoso caos de la existencia», y todos los acontecimientos de él. Esta
concepción, por él siempre proclamada, encierra un cierto indeterminismo. Pero no se
ve cómo puede ser cambiado y modificado este suceder de los acontecimientos por el
hombre inserto en este movimiento fatal y a quien es negada la acción libre y, en ge-
neral, toda acción sobre los hechos.
A pesar de ello, y con la negación de la libertad psicológica y moral, Nietzsche
proclama a todos los hombres libres, plenamente libres en su pensar y en su obrar de

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todos las trabas de la moral y de todos los valores recibidos. Una de sus obras es «un
libro para los espíritus libres». Y la absoluta libertad para el bien y el mal, para ejercer la
obra creadora y destructora a la vez del vivir, es proclamada en todos los tonos.
Ello parece una contradicción patente entre la teoría y la praxis de la concepción
nietzscheana. No es extraño, pues también ha admitido la contradicción en el proceso
del devenir.

PROPUESTA: LA IDEA DEL «SUPERHOMBRE»

El ser humano es una manifestación de la vida y de la voluntad de poder. Su ideal


ha de ser llegar al «superhombre». El «superhombre» es aquella situación del hombre en
la que éste se libera de las viejas creencias y la única ley es su propia voluntad. Es el
ser humano postcristiano, que no cree en nada que esté por encima de él, que no
obedece a ninguna moral, ni se encuentra subordinado tampoco a ningún Estado. Es,
en definitiva, el hombre no gregario, libre e individualista, que se atreve a vivir su
propia vida conforme a sus deseos, que inventa sus propios valores y que es dueño de sí
mismo. Tal estado del ser humano es espiritual y no racial. El superhombre no sigue la
«moral de los esclavos» —que es la moral tradicional—, sino su propia moral o «moral
de los señores», porque prefiere los valores de la vida y no los valores que matan la vida.
No cree en el más allá —das Jenseits—, en Dios, pues tal creencia no es más que la
creencia en la nada, en la muerte, típica de la metafísica occidental. El superhombre
debe creer más bien en «el eterno retorno», en esta vida, en lo inmanente frente a lo
trascendente. Y hacer, sobre esta creencia, una nueva valoración de la vida, que ha de
vivirse intensamente, pues es la única vida que viviremos una y otra vez —beständiger
Flüss—. El camino hacia el superhombre pasa, según Nietzsche, por tres estadios:

— El del «camello»: que es la situación del hombre occidental subordinado a la


vieja moral obediente a sus mandatos, soportando la carga sin rebelarse.
— El del «león»: que es la situación del hombre cansado de soportar la carga de la
vieja moral, que se rebela contra su amo y comienza a imponer su propia
voluntad.
— El del «niño»: que es la situación del hombre liberado de todas las cargas,
creador de sus propios valores y que sólo busca la afirmación de sí mismo. A
partir de este momento es cuando comienza el superhombre, y una nueva
humanidad libre y creadora, caracterizada por su ansia de vivir, que no está
sometida a ninguna moral, por encima del bien y del mal, que vive la fide-
lidad a la tierra, que ya no cree en Dios y que busca la satisfacción de todos
sus instintos.

10. El problema de la moral: «la moral de los señores» frente a «la moral de los
esclavos»

Nietzsche expone sus «hipótesis» principalmente en la obra Genealogía de la moral


(1887) y en dos secciones de la obra anterior Más allá del bien y del mal (1886). Pero
estas ideas «sobre los prejuicios morales» habían sido ya esbozadas desde sus primeros
escritos. El mismo Nietzsche se remite a numerosos textos de Humano, demasiado
humano (1878), donde ya había sentado los fundamentos de la teoría. Siguió en Aurora
(1881) entablando la lucha encarnizada contra los mismos principios de la moral. Y de
una manera difusa aparecen repetidas dichas ideas y alegatos antimorales en los demás
escritos, especialmente en la amalgama informe de aforismos o sentencias que cons-
tituyen La voluntad de poder (escrita en 1888 y publicada tras su muerte, en 1911).

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EL MÉTODO GENEALÓGICO

Todo el problema moral se centra para Nietzsche sobre la naturaleza del bien y del
mal; de su distinta valoración derivan los demás valores y conceptos morales. Y para
mostrar el «error» de toda nuestra moral, sostenida durante milenios, quiere hacer ver el
falso origen de los conceptos del bien y del mal, totalmente contrario al sentido
original de los mismos.
Para ello adopta su método «genealogista», es decir, del descubrimiento históri-
co-genético de dichos conceptos. Detesta el método «deductivo» o de razonamiento,
usado durante siglos por los filósofos. La lógica deductiva para nada sirve, pues parte
siempre de falsos presupuestos. Él quiere destruir la falsedad de toda la moral,
descubriendo el origen espurio —falso— de dichos conceptos de lo bueno y lo malo. El
método genealógico le fue sugerido por la obra de su amigo el positivista Peter Rée, Del
origen de los sentimientos morales (1877), que siguió en esto a los «genealogistas ingleses
de la moral», los cuales indagaban el origen psicológico de nuestros valores morales.
Estos eran moralistas utilitarios; pero si bien la utilidad es un fundamento general de lo
bueno, no atacaban el problema moral en su raíz y mantenían la creencia en la moral.
Nietzsche persigue su método genealógico por un doble modo: el primero es «el
punto de vista etimológico», mientras que el segundo es el del origen histórico de las
nociones del bien y del mal. Ambos llegan a resultados convergentes.
Respecto del primero, descubre que ha habido «una transformación de ideas»
respecto de las primitivas designaciones de lo bueno y lo malo en todas las lenguas.
Porque lo «bueno» significaba originariamente «lo distinguido en el rango social», lo que
era «noble» y privilegiado. Y de modo paralelo se terminó por transformar las nociones
de «vulgar», «plebeyo», «bajo» en la de «malo».
La segunda vía, la histórica, se adentra más en este origen oscuro de los conceptos
del bien y mal y de la moral entera. Distingue dos períodos en la evolución de la
moral:
a) Uno es el período premoral, que es el período prehistórico, el más largo tiempo
de la historia humana. Este período coincide con la condición individualista, anárquica
y preestatal del hombre primitivo. No olvidemos que, según Nietzsche, el hombre ha sur-
gido, por evolución, del animal y, en último término, de la materia. En este estado, el
apetito del placer o de evitar el displacer del individuo era la norma suprema del obrar.
El valor de las acciones se medía por sus consecuencias, útiles o dañosas. En tal si-
tuación preestatal, los hombres mataban a otros, si era preciso, cuando los demás eran
obstáculo para la satisfacción de las necesidades de conservación. Tales acciones, lla-
madas ahora «malas», eran motivadas por el deseo del placer o de rehuir el dolor; por lo
tanto, no eran malas moralmente.
Para los hombres primitivos, pues, bueno es todo lo que favorece a la naturaleza y a
sus fuerzas regulares y bienhechoras, lo que se hace sin daño del individuo o causa
alguna utilidad. Lo malo es sólo accesorio, lo que causa miedo, como el azar, lo incierto
y repentino. Se trata sólo de lo malo físico, pues no ha entrado aún en lo moral. En tal
condición natural, «el hombre obra siempre bien. Nosotros no acusamos de inmoralidad
a la naturaleza cuando nos envía una tormenta o nos moja. ¿Por qué llamamos inmoral
al hombre que hace daño?». Siguiendo su instinto de conservación, «todo lo que hace el
hombre siempre hace bien, es decir, siempre hace lo que le parece bueno (útil)» para
engendrar un placer o evitar un dolor, pues «todo placer en sí mismo no es ni bueno
ni malo».
b) El segundo período es el de la moral de las costumbres. Ésta surgió con la
aparición del Estado, cuando los hombres se reunieron en sociedad. En las condiciones
anteriores al Estado los individuos poderosos trataban con dureza a los demás para
asegurar las condiciones de su existencia. El Estado apareció, por lo tanto, cuando un
individuo o un grupo de individuos sometieron a la masa de los débiles y les impusieron

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por la fuerza una ordenación de la sociedad. A la vez nace la moralidad, en virtud de la


coacción que subyuga a los débiles y que con el tiempo se convierte en costumbre.

Ya tenemos explicado el origen y formación de la moralidad. Nace de la coacción


impuesta por los fuertes y poderosos, que han obligado a los más débiles a cumplir
una serie de reglas sociales. La coacción se convierte en costumbre, porque los actos
acostumbrados se truecan en naturales y placenteros, por lo tanto, en buenos. No les
falta, pues, el criterio supremo de lo bueno, que es el placer. En seguida interviene la
libertad, porque dichos actos ya se cumplen por los motivos e intención de utilidad, y
por obediencia a las prescripciones impuestas, por lo que el individuo se convierte en
«responsable» de tales acciones. El paso del período pre-moral a la moralidad está
marcado por el tránsito del animal en el hombre a ser inteligente, y su apetito tiende
más al placer duradero, a la utilidad.
En consecuencia, «la moralidad no es otra cosa que la obediencia a las costum-
bres, cualesquiera que sean éstas; pero las costumbres no son otra cosa que la manera
tradicional de obrar y de evaluar». Esta moralidad «exigía que se observasen prescrip-
ciones sin pensar en sí mismo en cuanto individuo». Y por ello lo bueno ya no es el
placer egoísta, sino lo que es útil para la comunidad. El Estado impone el cumplimiento
de esas leyes para la conservación de la comunidad mediante la coacción. «Donde-
quiera que exista una moralidad de las costumbres domina la idea de que la pena por la
violación de las costumbres afecta a toda la comunidad», por lo que el Estado impone un
castigo «como una especie de venganza sobre el individuo». Parejamente, la idea de lo
malo se ha transformado: «ser malo es practicar la inmoralidad, resistir a la ley tradi-
cional, ya sea ésta razonable o absurda».
De ahí se sigue que la voluntad libre del hombre moral no es más que una con-
secuencia, una imposición de la fuerza coercitiva de la moral-costumbre. Una acción
contra el prójimo es mala, no porque se haga con voluntad libre, sino que ha de inter-
pretarse como hecha con voluntad libre porque la moral-costumbre la considera mala.
El hombre ha entrado así en una moral externa. Su interioridad es sólo la condición
indispensable para pertenecer a esta moral externa de las costumbres. Su calificación
de bueno o malo nada tiene que ver con un bien o mal exigido por un imperativo in-
manente o por una norma objetiva.
La otra consecuencia es la pura relatividad de esta moral externa. Las categorías de
lo bueno y lo malo varían según las costumbres de los distintos pueblos. Lo que pasa en
una colectividad como bueno, puede ser malo e inmoral en otro de distintas tradiciones.
Por ello «todas las cosas buenas fueron en otro tiempo malas». Incluso surgieron
nuevos hombres superiores y poderosos en un pueblo que rompieron el yugo de una
moralidad cualquiera y proclamaron nuevas leyes, y con ello impusieron nuevas cos-
tumbres y nuevas valoraciones del bien y del mal.
Y ya se perfila la última consecuencia de esta visión genealógica del origen de la
moralidad: que el fuerte y potente, capaz de devolver mal por mal, se llama bueno; y el
que es impotente y no puede hacer esto, pasa por malo. «Bueno y malo equivalen,
pues, a noble y poderoso, amo y esclavo».

LA CRÍTICA A LA MORAL PLATÓNICO-CRISTIANA

El principal error de la moral occidental es, para Nietzsche, su antinaturalidad, ir


contra la vida. La moral occidental se fundamenta en el platonismo y en el cristianismo.
Su división de la realidad en dos mundos implica una minusvaloración de la vida de
este mundo. La moral platónico-cristiana ha propuesto siempre el dominio del cuerpo y
las pasiones, y la restricción de todos los instintos vitales. Esta moral «contranatural»
establece decálogos —Leyes de Dios—, normas que van contra los instintos vitales, y
promete un premio en un mundo espiritual que no existe; es la promesa de una nada.

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Es, por ello, una moral nihilista —nihil significa «nada»—. Es una moral en la que han
triunfado los valores del dios Apolo y han sido derrotados los valores del dios Dionisos:
la moderación frente a la desmesura, la vida sometida a normas frente a la vida libre, la
represión de los instintos frente al frenesí de las pulsiones vitales.

PROPUESTA: «LA MORAL DE LOS SEÑORES»

Nietzsche distingue dos tipos de moral:

— La «moral de los esclavos»: es la moral de los débiles que, no pudiendo rea-


lizar los valores de la vida, elevan a la categoría de «buenos» valores como la resignación,
la obediencia, el control de los instintos, el sufrimiento, la paciencia, la compasión, la
enfermedad, etc. Esta moral nace con el judaísmo y es reafirmada por el cristianismo,
que es una religión de esclavos y débiles, que al no encontrar consuelo en esta vida lo
esperan de otra vida. Se manifiesta así un resentimiento frente al que sí disfruta de la
vida, al que se le augura un castigo en el más allá. Esta moral considera «malos» todos
los valores por los que se guía el hombre vitalista, como el disfrute de la vida, la salud, la
realización de los instintos, la impaciencia, el egoísmo, la libertad (entendida no como
concepto metafísico, sino como libertad sin trabas morales de ningún tipo y otros va-
lores occidentales heredados).
— La «moral de los señores»: es la moral de los fuertes, que pueden realizar los
valores de la vida y no se someten a ninguna voluntad que no sea la suya propia. Es la
moral de los espíritus elevados que aman la vida, el poder, la grandeza
—megalomanía—, el placer, y en la que la razón está dirigida por los instintos. Esta era
la moral pagana —dionisíaca— que imperaba en la Grecia presocrática antes de la
irrupción del platonismo, y ésta es la moral a la que ha de volver el superhombre, rea-
lizando una nueva transmutación de los valores de modo que lo que era bueno —y fue
convertido en malo— vuelva a ser bueno.

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Para Nietzsche, debe producirse una nueva transmutación de los valores que
devuelva el predominio a la moral de los señores, y en la que vuelvan de nuevo a con-
siderarse «buenos» los valores de esta moral frente a los valores de la moral de los es-
clavos. Los débiles han impuesto su moral en Occidente. La prueba de ello son el cris-
tianismo y el socialismo. Con «la muerte de Dios» y de los nuevos dioses como el Estado
—que es el dios del socialismo—, debe volver a prevalecer la moral de los fuertes, que es
la moral de la vida.
El balance de La genealogía de la moral (1887) es que dos mil años de cristianismo,
de metafísica platónica y de ciencia mecanizadora e instrumentalizadora han servido
para debilitar a los más fuertes y sanos de modo que los más débiles ejercieran el
poder. Con ello se ha impedido que las fuerzas afirmativas de los individuos más sanos
y con una voluntad de poder más enérgica organizaran la dinámica social contrarres-
tando el inmovilismo y la mediocridad. Y, teniendo en cuenta los procedimientos de
«educar» que Nietzsche recuerda como procedimientos de una tiranía, no tiene nada de
extraño que el instinto de rebaño pueda ser para el hombre europeo, como dice
Nietzsche, todavía el más fuerte, al haber sido grabado a fuego durante siglos. Éste es,
en definitiva, el contexto a grandes rasgos de la propuesta crítica de Nietzsche, de
acuerdo con la cual el cambio de todo esto, o sea, la superación del nihilismo, tendría
que empezar por una labor de saneamiento de los instintos.
José Ramón Ayllón hace notar en la p. 85 de su Introducción a la ética (ed. Pa-
labra) que Calicles, uno de los personajes del diálogo Gorgias de Platón —que parece
que no existió en realidad—, había defendido ya, con más de dos mil años de antelación,
la autoridad natural del fuerte sobre el débil, sin necesidad de leyes y principios mo-
rales: «Durante demasiado tiempo, el hombre ha contemplado con malos ojos sus in-
clinaciones naturales, de modo que han acabado por asociarse con la mala conciencia.
Habría que intentar lo contrario, es decir, asociar con la mala conciencia todo lo que se
oponga a los instintos, a nuestra animalidad natural. ¿Pero quién es lo bastante fuerte
para ello?. Algún día, sin embargo, en una época más fuerte que este presente co-
rrompido, vendrá un hombre redentor, que nos liberará de los ideales y será vencedor
de Dios y de la nada».

10. El problema de la sociedad: la destrucción del Estado

LA CRÍTICA AL ESTADO, AL SOCIALISMO Y A LA DEMOCRACIA

La filosofía de Nietzsche se mantuvo, por lo general, dando la espalda a la cuestión


política y social, decisiva en un siglo en el que las tensiones sociales se incrementaron
notablemente, y en el que hubo una amplia discusión ideológica. Sin embargo, a
Nietzsche no se le pasó por alto la importancia de la democracia como sistema político y
del socialismo como ideología.
El Estado, que surge y se consolida durante la época moderna, es visto por
Nietzsche como una nueva imposición de la tradición intelectual occidental. Es una
creación para organizar la vida de los seres humanos y someterla a restricciones, a
normas, que ahogan la libertad de los individuos, principalmente de los individuos más
«fuertes» y «superiores» que ven así limitado su poder por los «débiles» e «inferiores».
Estos últimos quieren el Estado para doblegar a los espíritus libres y lograr así pro-
tección y seguridad frente a éstos. El Estado, que era para Hegel la mayor realización de
la razón, será visto por Nietzsche a partir de su consolidación, al final de la época mo-
derna, como el nuevo «Dios», la nueva fuente de mandatos y obligaciones a seguir.
El socialismo es para Nietzsche la nueva ideología que sustituye al cristianismo,
pero es muy similar a ésta —precisamente este es la crítica que Christopher Dawson
le hace al marxismo en su obra Dinámica de la Historia Universal, pp. 162-163—. Ambos
son creencias para mentes gregarias, para gentes temerosas de las posibilidades de la

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vida. El socialismo predica la igualdad y mata así la diferencia propia de la vida. Ataca
la libertad y antepone a ésta la igualdad, prometiendo una sociedad igualitaria que es el
fin de todo progreso. Además, entroniza al Estado, que es una entelequia, un concepto
abstracto, que dicta normas que determinan la vida de los individuos y oprimen su li-
bertad. El socialismo, al igual que el cristianismo, surge por la envidia del débil que no
pudiendo vivir la vida del fuerte quiere encadenar su libertad y evitar cualquier dife-
rencia.
La democracia es para Nietzsche el gobierno del rebaño, de los débiles, que se
agrupan para contrarrestar y doblegar a los «espíritus libres» pretendiendo la igualdad
de todos.

PROPUESTA: UNA SOCIEDAD SIN ESTADO

Todo el proyecto político de Nietzsche puede reducirse a una sola propuesta: la


destrucción del Estado. Ésta es la «gran política» que debe hacer el superhombre. En
este sentido su pensamiento político coincidiría más con el anarquismo, aunque con un
anarquismo peculiar, no socialista, para el que todo debe dejarse a la libre expansión de
las fuerzas vitales.

11. El problema de la religión: el ateísmo y la creencia en el eterno retorno

LA CRÍTICA AL CRISTIANISMO

Para Nietzsche, lo más significativo de la Ilustración es que ha demostrado que


«Dios ha muerto». Lo han matado precisamente los que creían en Dios, en la razón y en
la ciencia. Este proceso se inició en el Renacimiento con la afirmación del hombre
—antropocentrismo— frente a Dios —teocentrismo medieval—. Descartes es el expo-
nente de esta actitud y el iniciador del racionalismo, que finalmente dará muerte a Dios,
pues bajo la premisa de que la razón y lo demostrable racionalmente ha de ser el fun-
damento de todo, Dios será finalmente expulsado de nuestras creencias. Con la Ilus-
tración —Kant lo certifica— ha quedado claro que no puede demostrarse la existencia
de Dios. Siendo esto así, la creencia de la cultura occidental en Dios se ha desvanecido.
Ha sido nuestra propia tradición cultural occidental la que ha matado a Dios y la que ha
tratado de crear otros dioses como el Estado, la creencia en el progreso o en la ciencia,
para sustituir al «viejo» Dios. Estos nuevos dioses representan, para Nietzsche, un
peso para la humanidad, del que igualmente hemos de liberarnos.
Con la muerte de Dios se han derrumbado los pilares de la cultura occidental. Se
hace necesario, entonces, sacar todas las consecuencias de esta muerte de Dios. Así,
para Nietzsche, la religión —cualquier religión, no sólo el cristianismo— es una
creencia falsa que nace del miedo, de la angustia ante la muerte y de la impotencia del
hombre ante sí mismo. Nietzsche piensa que el cristianismo supuso, en sus orígenes,
una inversión de los valores paganos de la civilización griega y romana, y trajo
consigo:

a) Una desvalorización del mundo terreno, por el aprecio del más allá.
b) El extravío de los instintos más fuertes.
c) El ensalzamiento de valores mezquinos como la obediencia, el sacrificio y la
humildad, propios del rebaño.
d) El concepto de pecado, que aniquila la vida y sus impulsos, pervirtiéndola de
raíz, haciéndola desgraciada y retraída.

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PROPUESTA: EL ATEÍSMO Y LA CREENCIA EN EL «ETERNO RETORNO»

De la muerte de Dios hay que sacar, según Nietzsche, consecuencias positivas.


No se trata de crear nuevos dioses, como el Estado, la ciencia, el progreso o la igualdad,
sino de iniciar el tránsito a una nueva humanidad —al superhombre— que valora la
vida, esta vida, más que cualquier otra cosa, y que, por esta razón, pretende vivirla con
plena intensidad. Su creencia no ha de ser en un más allá, sino en un «eterno retorno
de lo idéntico», creencia que para Nietzsche ha de tener al menos la misma conside-
ración que la creencia en un más allá —das Jenseits—, pues ambas son creencias
indemostrables. Pero la creencia en el «eterno retorno» supone que todo volverá a
suceder tal y como ha sucedido, y que por ello cada hecho de la vida tiene una im-
portancia infinita, porque se volverá a repetir siempre. De este modo los aconteci-
mientos (y lo que cada cual haga en cada momento) adquieren una enorme importancia.
La recomendación de Nietzsche es: «Vive de modo que desees volver a vivir. ¡Tú vivirás
otra vez! Quien desee el esfuerzo, que se esfuerce; quien desee el descanso, que des-
canse; quien desee el orden, la consecuencia, la obediencia, que obedezca. Pero que
tenga conciencia de su fin y no retroceda ante los medios. ¡Le va en ello la eternidad!»
Esta teoría del «eterno retorno» pretende subrayar la inmanencia —la vida de
aquí— frente a la trascendencia —la vida del más allá—, y cambiar la noción lineal del
tiempo que incorpora el cristianismo —hay un comienzo, un desarrollo y un final:
pasado, presente y futuro—, rescatando así la vieja noción circular del tiempo pro-
puesta por Heráclito y los estoicos. Esta nueva creencia pretende cambiar la valoración
de la vida y nuestra actitud ante la misma. Es una creencia que trata de hacer eterno al
tiempo y que tiene una consecuencia práctica: hemos de vivir una vida que deseemos
vivir una y mil veces. Para ello hemos de proponernos hacer aquello que realmente
queramos, pues es lo que vamos a hacer por toda la eternidad. Incluso los momentos
malos de la vida no deben importarnos. Por un solo momento bueno y dichoso hemos de
desear volver a vivir una y otra vez la misma vida. Esta doctrina selecciona, según
Nietzsche, a aquellos que están dispuestos a aceptar todo el contenido de su vida de los
que no lo están. En ella no hay premio o castigo (cielo e infierno), cada cual tendrá lo
que haya vivido. De ahí la importancia de aprovechar la vida y vivirla conforme a nuestro
gusto y voluntad.

12. Influencia e importancia de la filosofía de Nietzsche

El pensamiento de Nietzsche causó una auténtica conmoción en la filosofía oc-


cidental. Sorprendió tanto por sus formas como por sus contenidos. A partir de
Nietzsche surgieron filosofías «vitalistas» o «filosofías de la vida» que consideraron la vida
como el nuevo y principal problema de la filosofía. Entre estas filosofías cabe citar el
vitalismo biográfico de Dilthey (1833-1911), el vitalismo metafísico (espiritual) de
Bergson (1859-1941) y el raciovitalismo de Ortega y Gasset (1883-1955).
La filosofía de Nietzsche ha cobrado gran importancia en nuestros días, junto con
la filosofía del existencialista alemán M. Heidegger, al ser ambos los inspiradores de la
denominada «filosofía postmoderna». Esta corriente de pensamiento, integrada por
autores como J. F. Lyotard, J. Baudrillard, G. Vattimo, etc., extraen del pensamiento de
Nietzsche las siguientes consecuencias teóricas y prácticas:

1. El perspectivismo: siguiendo a Nietzsche los filósofos postmodernos en-


tienden que ya no hay una gran verdad (un único «metarrelato») que sea la fuente in-
discutible de sentido y explicación de la realidad. Ni el cristianismo ni el marxismo
—que han sido los grandes «metarrelatos» de occidente— son ya la verdad que inspire a
la cultura occidental. Consecuencia de este abandono de los grandes relatos que ex-

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plicaban la realidad y dirigían la praxis humana, es el surgimiento de perspectivas


plurales sobre la realidad, ninguna de las cuales puede declararse verdadera.
2. El antidogmatismo: es consecuencia del perspectivismo. Al haber diversas
perspectivas de la realidad no hay una sola verdad universal. Ninguna perspectiva
puede pretender ser la verdad, cada una de ellas representa la verdad de cada pers-
pectiva en muchos casos irreconciliable con las demás perspectivas.
3. El pluriculturalismo: tampoco hay una cultura que podamos considerar
superior, verdadera o mejor que otra. Todas las culturas son consecuencia de las di-
ferentes perspectivas de la vida y son igualmente respetables, y ninguna de ellas tiene
derecho a imponerse a las demás.
4. El pluralismo valorativo: la valoración depende igualmente de la propia
perspectiva, de la propia cultura. No es posible el viejo sueño kantiano de construir una
moral universal.
5. El ateísmo nihilista: la vieja idea de la existencia de Dios ya no rige, pero ello
no debe conducir necesariamente a una pérdida absoluta de sentido. Por el contrario,
ahora caben nuevas valoraciones de la vida, nuevos sentidos, que sean creados por los
propios seres humanos.
6. El presentismo: siendo esta vida la única realidad cierta y segura, ha de vi-
virse con intensidad, valorando el momento presente, sin preocuparse del futuro. Toda
dilación en el tiempo es una modalidad de trascendencia e impide vivir la vida presente
plenamente.

La filosofía de Nietzsche ha sido objeto de diversas valoraciones críticas, desde


diferentes ámbitos intelectuales.
Con agudeza se ha señalado, desde sectores kantianos, que la libertad de hacer lo
que cada cual quiera, propuesta por Nietzsche, no es en realidad una libertad, sino una
sujeción a los impulsos instintivos que, si no son controlados, pueden destruirnos o
hacer daño a otros.
Desde el socialismo se entiende que las propuestas morales de Nietzsche con-
ducirían a la anarquía y al dominio de los más fuertes sobre los más débiles, llegándose
por este camino a un tipo de sociedad profundamente injusta. Hitler se inspiró en
Nietzsche.
Desde el liberalismo político, aunque se valora la crítica de Nietzsche al grega-
rismo y al servilismo de las masas, se ha señalado que erigir la propia voluntad como
única ley puede conducirnos a la selva. La libertad individual debe tener sus límites
para hacer posible la convivencia y la paz social.
Autores situados en el ámbito de la filosofía postmoderna, como G. Lypovetsky,
reconocen que la radicalidad de las propuestas de la filosofía de Nietzsche deben mo-
derarse, pues de lo contrario nuestra vida social corre el peligro de disolverse. El
amoralismo puede conducir a la injusticia y a la violencia. El autocontrol individual
sigue siendo necesario. La solución a nuestros males «exige virtud, honestidad, respeto
a los derechos del hombre, responsabilidad individual y deontología».

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Karl Marx (1818-1883)


1. Vida, obra y contexto histórico

Karl Marx vivió en el siglo XIX y desarrolló su filosofía en la segunda mitad de dicho
siglo. La filosofía de Marx fue una reacción contra el idealismo absoluto de Hegel, pero
además el pensamiento marxista es hijo de su tiempo.
El siglo XIX fue muy agitado y las estructuras del Antiguo Régimen se tambalearon,
dando paso a una nueva sociedad. La generalización progresiva de la revolución in-
dustrial en los países del continente europeo, importada desde Inglaterra, dio lugar a la
sociedad capitalista industrial y a una nueva división de clases sociales: frente a la
burguesía capitalista surgió un proletariado industrial que se organizó para la de-
fensa de sus derechos. El siglo estuvo salpicado de tensiones sociales —revoluciones
liberales de 1820, 1830 y 1848— entre el movimiento obrero y la burguesía que con-
trolaba el poder político. Ésta era la burguesía que había derrocado al absolutismo
político, que había impulsado la revolución industrial y que se había lanzado a la
conquista del mundo colonizando gran parte del planeta. Los países europeos, con
Inglaterra a la cabeza, se repartían el mundo. Sin embargo, las estructuras sociales no
eran todavía un ejemplo de libertad, igualdad y fraternidad como los revolucio-
narios franceses habían reclamado. No todos podían participar en los sistemas polí-
ticos. Incluso, en muchos países europeos, se produjeron involuciones que pretendieron
restaurar los regímenes monárquicos. Tampoco todos disponían de los mismos medios
económicos. Las diferencias de clase eran muy agudas. Particularmente mala era la
situación del proletariado industrial, de las mujeres y los niños, obligados a trabajar en
las industrias durante largas jornadas laborales a cambio de ínfimos salarios.
Fue en este contexto en el que Marx (1818-1883) desarrolló su filosofía, partici-
pando, además, en el movimiento obrero y en la Internacional Socialista, para la que
redactó, junto con Engels, el Manifiesto comunista (1848). Marx había nacido en Tréveris
(Alemania) y pertenecía a una familia burguesa de origen judío, aunque fue bautizado
en la Iglesia Evangélica. Pronto abandonó toda creencia religiosa llegando a considerar
la religión como el «opio del pueblo». En su obra La Sagrada Familia (1845) podemos
encontrar una crítica a la religión redactada bajo la influencia de la Esencia del cris-
tianismo de Feuerbach (1840). Pero Marx se distanció de Feuerbach, como se refleja en
sus Tesis sobre Feuerbach (1845). En la universidad de Berlín entró en contacto con la
filosofía hegeliana, adscribiéndose intelectualmente a la denominada «izquierda he-
geliana». Esta corriente hacía una interpretación más progresista del pensamiento de
Hegel y no consideraba que el proceso dialéctico de la historia estuviera ni mucho
menos acabado. La realidad del proletariado y las injusticias sociales que aún persistían
eran la prueba de que no se había logrado la racionalidad absoluta, es decir, la li-
bertad de todos. Esta crítica a la filosofía de Hegel queda recogida en sus obras La
ideología alemana (1846) y La miseria de la filosofía (1847).
Marx renunció a seguir el camino que su familia le tenía preparado como abogado
y prefirió la profesión periodística, la crítica social y la reflexión filosófica, además del
activismo revolucionario que le deparó muchos problemas con los gobiernos estable-
cidos. Tuvo que huir de Prusia y de otros varios países, como Francia, hasta que fi-
nalmente recaló en Inglaterra, donde pudo sobrevivir gracias a la ayuda de su amigo y
colaborador F. Engels. En Londres dispuso de libertad y tiempo para el estudio y la
investigación. Allí conoció la obra del economista británico Adam Smith al que consi-
deró el principal representante teórico del capitalismo. La respuesta a Adam Smith
fueron sus obras La Crítica a la economía política (1859) y El Capital (1867).
Marx murió en 1887, sin ver realizadas ninguna de sus predicciones, pero dejó
realizado un trabajo teórico que le ha convertido en uno de los más influyentes pen-
sadores del mundo contemporáneo por sus decisivas contribuciones a la filosofía, la

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sociología —siendo una de los padres fundadores de la misma—, la economía y la po-


lítica.

2. Contexto teórico de la obra de Marx

La filosofía de Marx surge como una crítica y reinterpretación de la filosofía de


Hegel, del pensamiento de Feuerbach sobre la alienación religiosa, del llamado «so-
cialismo utópico» de Saint-Simon y, finalmente, de la teoría económica clásica de Adam
Smith.

LA CRÍTICA AL IDEALISMO DE HEGEL Y A LA IZQUIERDA HEGELIANA

Marx conoció la filosofía de Hegel en la universidad de Berlín y a su estudio y crítica


se dedicó con pasión. Hegel dominaba los ambientes intelectuales de la universidad
alemana. En 1838 Strauss publica sus Escritos polémicos para la defensa de mi obra
sobre la Vida de Jesús. Allí se encuentra la famosa clasificación de los discípulos de
Hegel inspirada en las posiciones del parlamento francés. Los seguidores de Hegel se
agrupaban en dos escuelas con interpretaciones contrapuestas de su pensamiento: la
«derecha hegeliana», que hacía una interpretación conservadora, entendiendo que el
Estado prusiano era la meta final del proceso dialéctico de la historia; y la «izquierda
hegeliana» —Club de Doctores de Berlín, 1847, los jóvenes hegelianos—, que consi-
deraba que la meta final de la historia no había sido alcanzada, y que todavía subsistían
muchas situaciones de alienación del sujeto que debían ser superadas. Una de estas
alienaciones era, para Feuerbach —principal representante de la izquierda hegeliana—,
la alienación religiosa. Marx se adscribió intelectualmente a la «izquierda hegeliana»,
aunque su posición terminó por ser diferente a la de Feuerbach al considerar que la
gran alienación es la económica, consecuencia del sistema económico capitalista,
sufrida por el proletariado. Así, en 1844 Marx se distanció de Arnold Ruge, que había
fundado con Marx los Anales franco-alemanes en 1843, último órgano del movimiento
de izquierda, que sólo tuvo un número, despareciendo por la ruptura de ambos líderes.
En Inglaterra se distanció Marx de Ruge, pues éste no compartía el paso del radicalismo
al comunismo, y prosiguió su actividad con el movimiento democrático europeo.
Con respecto a Bruno Bauer, Marx y Engels decidieron preparar una obra contra
su crítica especulativa. La obra fue terminada en 1844 y apareció en París con el
nombre La sagrada familia o Crítica de la crítica crítica. Contra Bruno Bauer y consortes.
La sagrada familia designa irónicamente a Bauer y a su grupo, porque habían hecho
del espíritu o la autoconciencia una esencia trascendental. Estos jóvenes hegelianos
se jactaban de apelar, no a Dios, sino a la conciencia humana como única divinidad.
Esta concepción, responden Marx y Engels, es, en el fondo, clericalismo, puesto que
«suplanta el hombre individual y real por la autoconciencia o el espíritu». Contra el
idealismo, Marx afirma su concepción materialista del hombre y la naturaleza.
Contra la crítica especulativa de Bauer y los suyos, Marx sostiene que no se han de
resolver en el puro pensamiento los conflictos y alienaciones de los trabajadores ex-
plotados, sino mediante la acción revolucionaria y la lucha de clases.
Por su parte, Hegel había construido una poderosa filosofía que entendía la realidad
como un proceso en el que todos los acontecimientos que suceden están relacionados
unos con otros, pero de un modo contradictorio —es decir, dialéctico—, oponiéndose
unos a otros —ley de la oposición de contrarios—, pero, a su vez, resolviéndose esas
contradicciones en nuevas situaciones que sintetizan y superan a las anteriores —ley
de la unidad de contrarios—. Esta concepción dialéctica de la realidad y de la historia
es el concepto fundamental de la filosofía de Hegel que heredó Marx.
Por «dialéctica» hemos de entender «proceso contradictorio», en el que pueden
distinguirse tres momentos:

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1. Momento de la afirmación o tesis: es la situación inicial del proceso en la que


algo se afirma o se presenta como verdadera realidad (la semilla).
2. Momento de la negación o antitesis: es la negación de la situación anterior (el
árbol).
3. Momento de la reconciliación o síntesis: es la situación a la que se llega
después de la negación de la antítesis (o «negación de la negación») en la que se
superan y reasumen los dos momentos anteriores (el fruto).

Esta síntesis puede ser tomada como nueva tesis e iniciarse otra vez el proceso
dialéctico. Pero la dialéctica se puede aplicar no sólo a realidades naturales, sino a
cualquier realidad. Así, por ejemplo, a la triple realidad que constituyen la ley, que
manda no robar (tesis), el delito o robo (antítesis o negación de la tesis) y la pena o
castigo por el robo que sirve para restaurar la ley y condonar el delito (síntesis o re-
conciliación de los contrarios).
Pero éstos son ejemplos aislados de procesos dialécticos que nos ofrecen una ex-
plicación parcial de la realidad. Para que realmente lleguemos a comprenderlos deben
quedar encuadrados dentro de un devenir dialéctico más amplio. La descripción de
este devenir constituye el objeto de la filosofía de la historia, que se convierte de este
modo en la ciencia fundamental. Esto es así porque, para Hegel, todo cuanto sucede
forma parte de un proceso necesario y dialéctico que persigue un objetivo, que no es
otro que la autorrealización de la razón. Esta razón recibe en la filosofía de Hegel di-
ferentes denominaciones: es el Absoluto, el Espíritu, la Mente, el Espíritu Absoluto,
Dios, etc.
Esta terminología deriva de la identificación que hace Hegel entre razón y realidad,
espíritu y naturaleza, Dios y mundo, etc., debido a su «idealismo absoluto», según el
cual «todo lo real es racional y todo lo racional es real». No cabe diferenciar entre
pensamiento y realidad. Tampoco cabe distinguir entre Dios y el mundo, pues todo es lo
mismo, como ya sostuviera Spinoza. Este panteísmo implica que lo que se desarrolla en
la Historia es Dios, o lo que es lo mismo, el Espíritu a la búsqueda de su propia «au-
torrealización». Esta «autorrealización» consiste en el logro de la racionalidad abso-
luta, es decir, en la superación de todos los conflictos y contradicciones, que equivale a
la consecución de la libertad. Ésta se alcanza, según Hegel, con la llegada al Estado
absoluto, único sistema político en el que se produce la identificación entre el indi-
viduo y la colectividad: es decir, la identificación del «yo» con el «nosotros» y del «no-
sotros» con el «yo», superándose así las situaciones anteriores antitéticas, en las que
imperaba la colectividad —Grecia y Roma— o el individuo —cristianismo y Época Mo-
derna—.
Todo el proceso de la Historia es, además, necesario. No hay mal alguno en la
Historia, pues todo lo que sucede ha de suceder, y tendrá su sentido y justificación
cuando se alcance la «suprema reconciliación» entre el «yo» y el «nosotros». Éste es el
auténtico fin de la Historia, que coincide con la «autorrealización del Espíritu».
Marx no estaba plenamente de acuerdo con esta visión hegeliana de la Historia por
varias razones:

1. Para Marx, la existencia del proletariado en el seno de la sociedad capitalista, y


la realidad de sus inhumanas condiciones de vida, pone de manifiesto que no se ha
llegado a esa «racionalidad» o a esa «autorrealización» de Dios o del Espíritu que
pretendía Hegel.
2. No todo lo real, lo que sucede, resulta racional para Marx. ¿Cómo considerar
racional la situación de explotación de los trabajadores de la sociedad capitalista in-
dustrial del siglo XIX?

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3. La filosofía de Hegel se convierte para Marx en una filosofía justificadora de


todos los males al considerarlos inevitables y, por ello, es una filosofía aliada con los
poderosos.
4. Además, para Marx no es el Espíritu lo que se desarrolla en la historia, sino
las condiciones materiales de la vida de los sujetos, que vienen a determinar todas
las demás circunstancias humanas. La realidad material determina, por ejemplo, el
pensamiento del sujeto y sus creencias incluso religiosas. De modo que los cambios
realmente importantes son los cambios de los sistemas económicos, que son los que
determinan la vida humana y no los cambios de mentalidad.

A pesar de estas diferencias, Marx se vio influido por Hegel. Varias fueron las ideas
que Marx recogió de Hegel:

1. La noción de dialéctica. La realidad es efectivamente un proceso dialéctico de


oposición y síntesis de contrarios, aunque para Marx las contradicciones dialécticas se
dieran entre clases sociales —burguesía y proletariado— por motivos económicos, y no
por un espiritual deseo de reconocimiento mutuo como sucedía en la dialéctica del amo
y el esclavo descrita por Hegel.
2. La necesidad de la historia. El curso de la historia es necesario e inevitable y
discurre dialécticamente, si bien, para Marx, su objetivo es la igualdad económica y
social, es decir, el logro de la sociedad comunista, y no esa inconcreta reconciliación
hegeliana entre el «yo» y el «nosotros».
3. El concepto de alienación (enajenación). El sujeto, en tanto en cuanto no se
logre el objetivo final de la historia, se encuentra enajenado o alienado —cosificado—,
aunque para Marx las causas de esta alienación no sean espirituales, como en Hegel,
sino económicas, materiales.

INFLUENCIA Y CRÍTICA DE FEUERBACH: LA INVERSIÓN MATERIALISTA DE HEGEL

El puente que une a Marx con Hegel es Feuerbach, por lo que vale la pena dedicarle
una atención especial. Ludwig Andreas Feuerbach fue un claro representante de la
denominada «izquierda hegeliana». Se alejó de su maestro, Hegel, al considerar el
sistema hegeliano como una construcción ajena a la realidad sensible. La realidad ha de
ser entendida sensiblemente, y no en modo conceptual. Con las abstracciones hege-
lianas el hombre se ha alienado de sí mismo, de su inmediatez. El hombre no es para
Feuerbach un ser racional, sino un animal que percibe, siente y se afana. Esta
prioridad de lo sensible en el ser del hombre se pone en evidencia en su célebre frase: «el
hombre es lo que come». Ahora bien, este materialismo de no debe ser entendido en un
sentido demasiado simple: en Feuerbach el materialismo no significa que la base de
toda actividad humana, incluidas las intelectuales, tiene un fundamento material. Di-
fiere del materialismo clásico: si para éste último la materia es todo el edificio, para
Feuerbach es sólo el fundamento.
Desde esta inversión materialista del sistema, Feuerbach lanza contra el hege-
lianismo la acusación de ser teología. En su obra La esencia del cristianismo (1840)
arremetió contra la creencia religiosa, considerándola como la principal causante de la
situación de alienación del sujeto. Para Feuerbach, el único Dios del hombre es el
mismo hombre Homo homini Deus. En la oración el hombre habla a Dios como el «tú»,
con lo que declara solemnemente a Dios como su otro yo. Este Dios apostrofado como
tú es el deseo realizado del corazón y sentimientos humanos. El sentimiento es Dios. En
la oración el hombre manifiesta sus deseos en la confianza, mejor en la certeza, de que
será escuchado. Pero el ser que cumple estos deseos no es otro que «el oído que se da a
sí mismo». El hombre se convierte en un ser sumo, en la medida de todas las cosas y de
la realidad. La verdadera infinitud del hombre consiste en la humanidad que trasciende

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al individuo, en la especie hombre. Ahí está la verdadera trascendencia del hombre. La


religión pertenece al estado infantil de la humanidad. La religión es la actitud del
hombre para con su esencia infinita. Ahí está la verdad. Tras las representaciones de
Dios lo único que hay son proyecciones humanas. El hombre creó a Dios a su se-
mejanza. Dios es la mismidad del hombre enajenada —alienada— del hombre. Sepa-
rada, la mismidad —el yo trascendente, la subjetividad trascendental de Husserl— se
proyecta en Dios, se objetiva en Dios, y de esta manera el hombre queda alienado, co-
sificado —reducido a especie biológica y poco más, a Homo faber—. Por tanto, el mis-
terio de la religión consiste en que el hombre objetiva su esencia y luego él mismo se
subordina a esta esencia como objeto. Por eso hay que rechazar a Dios, ya que
aceptar a Dios es aceptar la alienación del hombre de su propia esencia, es decir, de las
propias necesidades: el hombre en esta situación carece de realidad ontológica y teo-
lógica. Ateo no es quien niega a Dios, sino el que no cree en el hombre como Dios.
El ateísmo como pura negación no sirve para nada. Finalmente declara Feuerbach que
el ateísmo es un verdadero humanismo. Cuando se llega a la divinidad del hombre, se
ha logrado el humanismo, liberado.
Estas ideas fueron recogidas por Marx, quien, sin embargo, mantuvo abiertas
discrepancias con la filosofía de Feuerbach, a la que aún consideraba idealista. Para
Marx, la alienación económica es la que está en la base de cualquier otra alienación y,
por tanto, también de la religiosa. La liberación ha de comenzar por transformar la
situación económica. Sólo de este modo se logrará una definitiva emancipación de la
creencia religiosa y sus mandatos.

LA CRÍTICA A LOS ECONOMISTAS CLÁSICOS INGLESES

Marx pretendió, tras un pormenorizado estudio de los fundadores de la economía


clásica —David Ricardo, Adam Smith, Quesnay y Robert Malthus— ofrecer una al-
ternativa científica a las teorías económicas capitalistas defensoras del libre mercado.
Así, para Marx las pretendidas leyes económicas capitalistas no pueden considerarse
invariables y naturales, a la manera como ya en el siglo XVII lo expresaba John Locke
cuando hablaba de los tres derechos pre-políticos inalienables del hombre: la familia, la
propiedad privada y la religión, a los que se refería como «las leyes naturales de Dios»,
que ya regían al hombre en un estado de naturaleza pre-político. Para los liberales
clásicos, el Estado nace para salvaguardar los tres derechos divinos fundamentales:
familia, propiedad privada y religión —el ateísmo no estaba supuesto—. El Estado es
como un gendarme, un guardián, reducido a policía, ejército y tribunales al servicio de
los propietarios para salvaguardar sus intereses.
Pero para Marx el propio sistema capitalista está abocado a su autodestrucción por
sus propias contradicciones internas, como veremos.

PANORAMA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO DEL SIGLO XIX

La obra de Marx se gesta igualmente en diálogo crítico con diferentes teorías polí-
ticas. Son las siguientes:
a) El conservadurismo apoyaba la Restauración, es decir, la vuelta al sistema
anterior a la Revolución Francesa frente a las ideas liberales que apoyaron la Revolu-
ción. Pretendía conservar los valores vigentes en el Antiguo Régimen: la monarquía, la
influencia de la Iglesia, el sistema estamental de privilegios, las corporaciones profe-
sionales, etc.
b) El liberalismo había surgido con J. Locke en el siglo XVII y fue desarrollado por
Montesquieu en el siglo XVIII, con su conocida teoría de la división de los poderes: le-
gislativo, ejecutivo y judicial. El siglo XIX tiene en J. Stuart Mill el más importante re-
presentante. El liberalismo se posiciona contra las tesis conservadoras y postula un
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sistema político de división de poderes, representativo de los ciudadanos —con sufragio


restringido—, y en el que se garanticen plenamente las libertades individuales, el de-
recho a la vida y a la propiedad privada. En economía el liberalismo apoya el sistema de
libre mercado y, por ende, el capitalismo, al que considera el mejor de los sistemas
para favorecer la riqueza de las naciones. Adam Smith es su principal representante en
esta época.
El liberalismo sostiene la concepción del Estado gendarme, reducido a policía
ejército y tribunales para proteger las libertades individuales los tres derechos funda-
mentales que de que disponía el hombre en el estado de naturaleza anterior a la for-
mación del Estado: el primero y más importante es la propiedad privada, el segundo la
familia, y el tercero la religión. El Estado nace para proteger estos tres derechos que se
consideran inalienables al individuo. Marx combatirá con dureza la política económica
liberal.
c) El democratismo tiene una mayor vigencia en los Estados Unidos de América.
Sus propuestas fundamentales son dos:

— La idea del sufragio universal, es decir, el derecho de todos a votar y a parti-


cipar en el gobierno.
— La progresiva consecución de la igualdad, al menos de oportunidades, preco-
nizando una más justa distribución de la riqueza, pero respetando la propiedad
privada y el libre mercado. Alexis de Tocqueville describió este sistema en su
célebre obra La democracia en América (1848).

d) El socialismo se opone tanto al conservadurismo como al capitalismo y al


sistema político liberal que lo ampara. Postula la abolición de las diferencias de clase y
la igualdad económica de todos. También se posiciona contra la propiedad privada y el
libre mercado capitalista, proponiendo una organización estatal de la economía para
lograr una igualitaria distribución de la riqueza. El socialismo de mayor influencia ha
sido el marxista, que se opuso al denominado «socialismo utópico» francés, de Fourier y
Saint-Simon.
Para Claude-Henry de Rowvroy, conde de Saint-Simón (1760-1825) la ciencia
moderna ofrecerá a la humanidad una nueva organización social que llevará a término
los ideales de la Revolución. Saint-Simón propone una sociedad gobernada por téc-
nicos y por científicos, en la que se resolverán los conflictos sociales de una forma
racional. Considera que existen leyes necesarias en el desarrollo de las sociedades
históricas. La ciencia moderna terminará por reemplazar a la teología y a la metafísica
en el papel primario que tuvieron en los siglos precedentes. El futuro pertenece a la
industria, eje de la nueva sociedad. Las nuevas estructuras sociales serán pacíficas,
dado que los intereses de los capitalistas industriales y de los obreros coinciden sus-
tancialmente. En la última etapa de su pensamiento, Saint-Simón propone un «nuevo
cristianismo», que, una vez depurado de las formas eclesiásticas, servirá como cemento
social. Además del interés que en sí mismas puedan tener las doctrinas, Saint-Simón
desempeña una función importante en la historia de la filosofía, como maestro del padre
del positivismo moderno: Augusto Compte.
El adjetivo «utópico» de estos primeros socialismos es debido a Marx. El socialismo
marxista se autodenomina socialismo «científico», por ofrecer una teoría materialista
—económica— del desarrollo histórico y un análisis económico del capitalismo y de las
leyes que supuestamente provocarán su hundimiento de forma inevitable. Marx estudió
con atención estas doctrinas, y se sabe que profesaba un cierto respeto por
Saint-Simón. Pero consideraba que el cambio estructural de la sociedad no podía rea-
lizarse sin el recurso a la revolución violenta. Era utópico pensar que pudiera existir
una comunidad de intereses entre ricos y pobres. No obstante esto, Marx comparte
con estos socialistas la visión de la historia gobernada por las leyes necesarias, y la base

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económica de las estructuras sociales. Marx defenderá con orgullo la «cientificidad» de


su socialismo, en contraposición a estos intentos utópicos, si bien no se puede olvidar la
importante carga utópica del proyecto marxista, y la deuda cultural con Saint-Simón
precisamente en denominar científico a su socialismo.
e) El anarquismo de Proudhon y Bakunin hace hincapié en la desaparición del
Estado y de cualquier poder sobre los trabajadores. Preconiza la socialización de la
propiedad para lograr una sociedad igualitaria y fraternal.
Pierre Proudhon (1809-1865) pretendía sustituir las estructuras políticas de la
sociedad —es decir, el Estado— por un asociacionismo de pequeños propietarios,
que constituirían una sociedad igualitaria mediante la libre contratación. Su ideal era el
de una sociedad privada de toda forma de gobierno autoritario y centralizado. La idea
dominante de la política es el libre cotractualismo: la justicia distributiva desaparece,
y queda sólo la justicia conmutativa. Marx considerará que el anarquismo de Proudhon
es una manifestación ideológica de la pequeña burguesía, y le dedicará un libro mítico:
Miseria de la filosofía (1847).
Por lo que a Mijail Bakunin (1814-1876) respecta, su doctrina anárquica consiste
en llevar hasta las últimas consecuencias los presupuestos antropológicos del li-
beralismo: si el hombre es fundamentalmente libertad absoluta, hay que hacer desa-
parecer de la sociedad cualquier institución o señal de autoridad, que obstaculice el
arbitrio de una libertad que se pretende sin reglas. Para Bakunin, la idea de Dios era la
negación absoluta de la libertad humana. En cambio, Satanás «representaba un ver-
dadero modelo para la humanidad y había llegado a ser tal por un acto de insubordi-
nación consciente contra Dios». Los obreros industriales, organizados en sindicatos
democráticos, llevarán adelante la revolución social que terminará con toda autoridad.
La huelga general revolucionaria será una de las armas preferidas del anarquismo
sindical. Pero sobre todo se utilizará el terrorismo para imponer los puntos de vista
anárquicos.
Por su parte, el socialismo de Ferdinand Lasalle (1825-1865) está en las antípodas
del anarquismo. Lasalle sostiene un socialismo de Estado: para llegar a la sociedad
socialista no es necesaria la revolución, sino la unión de todos los trabajadores. Dicha
unión sólo puede crearla el Estado. En sus teorías se manifiesta el influjo de la doctrina
política hegeliana. A través de su discípulo Wagner influirá en el laborismo británico.
Marx criticará a Lasalle en su obra La ideología alemana (1845).

3. Carácter y punto de partida del pensamiento de Marx: el pensamiento crítico

El carácter general del pensamiento de Marx es esencialmente crítico. La crítica es


la forma consustancial de este pensamiento y el método de su filosofar. Desde los
primeros pasos de su formación intelectual, se vio arrastrado a un movimiento de crítica
dentro del liberalismo político en que se alimentó su juventud. Este liberalismo renano
—renano se refiere a los territorios situados en las orillas del rio Rin, en la Europa

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central— de su primera educación no encontraba otro modo de expresión, dada la dura


censura del Estado prusiano, que la crítica violenta con respecto a las formas de vida
política. Marx desarrolla aún más esta actitud crítica en el ambiente de la izquierda
hegeliana de Berlín —club de doctores, 1847, los jóvenes hegelianos—. Bruno Bauer y
los suyos se llamaron los filósofos «críticos» por excelencia. Su crítica se ejercía contra la
interpretación teológica del idealismo de Hegel, es decir, contra la religión y la creencia
en Dios, a la cual unirán siempre la crítica política del Estado prusiano en nombre de la
libertad y de la autoconciencia absoluta.
El joven Marx asimiló enseguida esta filosofía crítica; pero avanzó mucho más en
el método, llevado sin duda por su temperamento y el radicalismo de su reflexión. La
primera filosofía crítica, la de Kant, se había ejercido sobre el dogmatismo metafísico en
el mundo de las ideas y de los principios de la razón. Los mismos jóvenes hegelianos
también ejercen su crítica en el plano de la especulación, de la comprensión especula-
tiva del mundo. Marx va a trasladar la crítica al mundo real e histórico. Su nueva
filosofía crítica se ha llamado una «segunda revolución copernicana» después de la de
Kant. Este había invertido el orden tradicional del conocer, pretendiendo imponer
formas o condicionamientos del sujeto al conocimiento de la realidad. Y lo que Marx
pretende descubrir son las condiciones materiales y soportes históricos de todo
pensamiento, el condicionamiento total de la razón.
En todo caso, el filósofo Marx será crítico, y a través de un radicalismo crítico sin
precedentes ha llegado a su materialismo dialéctico y filosofía del comunismo, que
implican la demolición del orden filosófico y social existentes. La crítica la ejerció
constantemente contra todo y contra todos. No hay un filósofo conocido suyo ni al-
guno de los de su época a quienes no haya criticado, así como a todos sus amigos,
excepto a Engels. Sus escritos llevan generalmente el título de «crítica» y hasta El capital
(1867) tiene por subtítulo: Critica de la economía política. La crítica de Marx a personas
y poderes e instituciones políticas suele ser violenta, cargada de insultos y frases
despectivas. Él es, junto con Engels, el creador de esa retórica combativa con fra-
seología enérgica y un tanto brutal.
La crítica de Marx es no sólo teórica, sino práctica y revolucionaria. El espíritu
revolucionario surge muy pronto en él, y ya desde 1843, abandonando el liberalismo,
apela a la revolución. Desde entonces se ha descrito su vida como una continua lucha
revolucionaria a través de los escritos y de la agitación política. Para Engels, Marx «era,
ante todo, un revolucionario..., tal era la verdadera misión de su vida». Esta era la
consecuencia de «la crítica despiadada de todo el orden existente», que también preco-
nizaba como tarea del presente. Tales son las raíces de una filosofía protagonizadora de
la lucha de clases y la revolución permanente.
La crítica de Marx se ejerce, en el terreno doctrinal, sobre el tema central de las
alienaciones. Para Hegel la alienación aparece con la disgregación del mundo antiguo,
cuando las masas, perdida la armonía y valor cívico de la sociedad greco-romana y
sumidas en un estado de postración y de oposición, buscaban la compensación de su
miseria en el apoyo externo de hombres superiores, en los consuelos del más allá —das
Jenseits—. Un pueblo así, incapaz de construir la vida moral por sí mismo, tiene la
necesidad de signos y milagros, de recibir de la divinidad la seguridad de la vida futura,
de poner su fe en una persona (Cristo) que le sirva de modelo, de objeto de admiración.
He ahí por qué el cristianismo fue acogido sin reservas en la época de desaparición de la
virtud cívica de los romanos y el declive de su grandeza exterior. Mas en la época actual,
en que las ideas morales encuentran de nuevo lugar en el hombre, el cristianismo se
hace más superfluo.
De igual suerte, dicha alienación religiosa se hace alienación humana. Al entrar
en la sociedad cristiana, el individuo abandona el derecho de determinar por sí lo que es
verdadero, bueno y justo, y asumía el deber de aceptar lo que era impuesto por fe, aun
en contradicción con su razón. De este modo alienaba su libertad de pensamiento y

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hasta su entera personalidad. Por eso, en El espíritu del cristianismo y su destino (1799)
Hegel considera que la alienación es sinónimo de esclavitud y de opresión, que viene
contrapuesta al estilo de vida de la libertad.
La teoría de la alienación también es aplicada por Hegel al campo moral. También
aquí la crítica despiadada se dirige contra el legalismo del pueblo judío y el moralismo
cristiano, que sitúan al hombre en condición de esclavitud moral, en dependencia ab-
soluta de un Dios dominador
La categoría de la alienación en Marx es semejante en lo esencial a lo que es en la
filosofía hegeliana, de la que está directamente tomada. En Hegel, la alienación es el
momento dialéctico de la «diferencia», de la escisión entre el sujeto y la sustancia. En
la dialéctica fenomenológica de la conciencia, la alienación es el proceso por medio del
cual el yo-sujeto proyecta al yo-sustancia fuera de sí, que pasa así a ser exterior a sí
mismo, lo cual expresa muy bien el término exteriorización. Así, «la conciencia des-
dichada» se separa de su yo y lo proyecta en un absoluto ideal, lo cual equivale para
Hegel a reificarle. Del mismo modo que la conciencia en general, la conciencia histórica,
religiosa y política, recorren, según Hegel, múltiples alienaciones para enriquecerse con
las determinaciones sucesivas.
En Marx, la alienación o enajenación tiene un sentido menos general y, sobre todo,
un carácter peyorativo, histórico o real, concerniente no a la «idea», sino al hombre
concreto que Feuerbach había descubierto. Se trata de situaciones en que el hombre se
ha perdido o enajenado a sí mismo. Ya no son situaciones por medio de las cuales el
hombre adquiere un nuevo contenido al exteriorizarse. Mientras que, según Hegel, el
paso por las experiencias de exteriorización es el progreso indispensable, para Marx la
alienación es una pérdida por las determinaciones o las objetivaciones; es el tipo
general de las situaciones del sujeto absolutizado que se ha dado un mundo propio y
formal, del que hay que salvarle. En este sentido, la captación de las alienaciones
equivale a la denuncia moderna del malestar del hombre, y la solución para Marx está
en la reducción de las alienaciones o recuperación del hombre en su ser verdadero.
Y a través de la crítica de las alienaciones Marx ha llegado a la posesión del
método más amplio, que es la dialéctica, y a la construcción de una filosofía que, aun
permaneciendo crítica y dialéctica, obtendrá una forma de sistema.

4. El problema del ser humano: los tipos de alienación

LA NATURALEZA «TRABAJADORA» DEL SER HUMANO

Para Marx, el ser humano es un ser natural, surgido de la naturaleza, y que se


distingue de los animales por el hecho de que ha de fabricar los medios para sobre-
vivir, transformando la naturaleza en la que vive. Esta transformación de la naturaleza
se realiza mediante el trabajo. Somos seres «productivo-transformadores» que nece-
sitamos transformar la naturaleza para sobrevivir. Es precisamente en esta actividad
productivo-transformadora como entramos en relación con los otros seres humanos y
nos socializamos. Nuestro ser dependerá, por ello, de las circunstancias socioeconó-
micas. Así, para Marx, «no es la conciencia de los hombres la que determina su ser,
sino, por el contrario, su ser social el que determina su conciencia». No cabe, pues,
una consideración meramente abstracta del ser humano. El ser humano piensa y actúa
determinado por las circunstancias sociales en las que se ve inmerso, las cuales, a su
vez, están dadas por el sistema productivo concreto.
Además, para Marx, el ser humano es lo superior al ser humano. No hay una
trascendencia más allá de esta vida. La creencia en Dios no deja de ser una ilusión que
nace por el descontento humano con las malas circunstancias de la vida.
La situación del ser humano dentro del capitalismo industrial es una situación de
alienación, pues el ser humano —que es en esencia un ser trabajador— no se realiza en

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su trabajo, sometido a unas condiciones indignas, con un salario de mera subsistencia


que no le permite llevar una vida verdaderamente humana. La alienación implica la
privación violenta del hombre de su ser más genuino: el fruto de su trabajo.
Esta situación de alienación puede cambiar si se cambian las circunstancias, de
modo que el trabajador pueda autorrealizarse en su trabajo. Para ello es necesario que
el producto de su trabajo le pertenezca, sea suficiente para satisfacer sus necesidades
materiales y, al mismo tiempo, le permita disponer de tiempo libre para desarrollar su
personalidad y realizarse como ser humano.

LA ALIENACIÓN ECONÓMICA

La situación de alienación básica es la que padece el trabajador dentro del sistema


económico en la realización de su trabajo. Marx detalla esta situación refiriéndola
principalmente al obrero industrial dentro del sistema capitalista del siglo XIX.
Al respecto, Marx distingue entre el «sujeto productivo-transformador» y el
«objeto producido». El sujeto —el trabajador— en la realización del objeto —el pro-
ducto— «sale de sí mismo» y entra en contacto con la naturaleza y los demás —a esto lo
llama Marx «exteriorización»—, realizando un esfuerzo en la elaboración del producto
que le produce un desgaste o pérdida de energía —a esto lo llama Marx la «enajenación
de sí mismo»—. Hasta aquí no hay nada negativo en el proceso, pues tanto la «exte-
riorización» como la «enajenación de sí mismo» resultan inevitables y necesarias para
producir el objeto. Pero es a partir de la producción del objeto, y del modo en que éste
es realizado, cuando se muestran los aspectos negativos del proceso productivo, que
Marx resume en sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Marx distingue tres
niveles de alienación económica:

1. Alienación del fruto de trabajo. El objeto producido no le pertenece al tra-


bajador, sino al empresario, produciéndose una «expropiación del sujeto».
2. Alienación del acto del trabajo. El trabajador es utilizado como un medio de
producción dentro de una cadena de producción, deviniendo en una mercancía que se
compra y se vende. Al limitarse a desarrollar tareas mecánicas, al igual que las má-
quinas que utiliza en su trabajo, se le restringe su capacidad creativa. En definitiva, es
tratado como un objeto y no como un sujeto. A esto Marx lo denomina «reificación» o
«cosificación del sujeto».
3. Alienación como deshumanización. Se considera al ser humano desde el
punto de vista genérico. La naturaleza constituye el objeto del trabajo humano; o, dicho
de otro modo, mediante el trabajo los seres humanos transforman la naturaleza. Pero,
¿qué sucede en la producción capitalista? En ella, la naturaleza se encuentra separada
del ser humano, deviene algo ajeno a él, algo que pertenece a los capitalistas, pero no en
cuanto seres humanos, sino en cuanto capitalistas, es decir, en cuanto dueños de los
medios de producción. En esta situación, el ser humano se encuentra alienado res-
pecto a los otros seres humanos porque el único lazo existente entre ellos se reduce al
interés. En lugar de verlos como amigos o hermanos, los ve como rivales. Cada ser
humano tiende a ver en los otros, no un fin en sí mismos, sino un medio para sa-
tisfacer sus egoísmos —justo al contrario de lo que dice la segunda formulación del
imperativo categórico que Kant formula en la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, 1785, capítulo 2, página 89, que dice así: «Obra de tal modo que trates a la
humanidad, tanto en tu persona como en la de los demás, siempre como un fin, nunca
simplemente como un medio»—. Unos producen, es decir, crean riquezas, y otros in-
tentan apropiarse de ellas. En este proceso, tiene lugar el triunfo de las cosas sobre los
seres humanos; los objetos vale más que las personas (como pasa también en la
actualidad). Los objetos, transformados en mercancías, se convierten en una fuerza
exterior y superior a los seres humanos. Estos, en tanto seres humanos, se hacen más

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pobres, necesitan más dinero para adueñarse de las «mercancías», y el poder de su


dinero disminuye en relación inversa a la masa de producción, es decir, su meneste-
rosidad «crece cuando el poder del dinero aumenta». En esta situación, el dinero
sustituye a lo humano y se transforma en la única realidad esencial, en la medida del
resto de las cosas.
El resultado es que el trabajador no se realiza en su trabajo, se encuentra ex-
plotado física y mentalmente, y no se pertenece a sí mismo, sino al empresario que
paga por su esfuerzo un salario miserable. Tampoco puede identificarse con el objeto
producido, pues una vez realizado ya no le pertenece, sino que pertenece al empresario.
Todas estas circunstancias vienen dadas por el sistema económico capitalista. La única
manera de cambiar la situación de alienación económica es cambiar por completo el
sistema capitalista por otro sistema, en el que el trabajador se realice en su trabajo,
no sea tratado como un objeto y el producto de sus manos le pertenezca.

LA ALIENACIÓN SOCIAL

De la alienación económica derivan otras situaciones de alienación de tipo social,


político e ideológico. La configuración del sistema económico, en el que básicamente
cabe distinguir entre quien desarrolla el trabajo productivo —los trabajadores— y quien
lo dirige —los empresarios—, determina la división de la sociedad en clases domi-
nantes y clases dominadas. Esta división y separación de clases resulta negativa y
produce una situación de enfrentamiento entre las clases sociales. La situación debería
ser, muy al contrario, una situación de igualdad, en la que no hubiera división de clases
sociales. Ello no será posible —piensa Marx— si no cambia el sistema económico ca-
pitalista por otro en el que no haya distinción entre empresarios y trabajadores.

LA ALIENACIÓN POLÍTICA

La alienación política también se fundamenta en la división de clases de la so-


ciedad: los capitalistas —la burguesía— y los desposeídos —el proletariado—.
Tanto el Estado como su sistema legal amparan y protegen el sistema económico
vigente en la sociedad. Por eso, el Estado es en realidad un «Estado burgués» o de
clase, en manos de la burguesía, que está al servicio de sus intereses económicos. El
Estado burgués no es más que un gendarme, un guardián reducido a ejército, policía y
tribunales que la burguesía necesita para proteger sus intereses, empezando por la
propiedad privada. El proletariado ve entonces en el Estado a un enemigo cuando el
Estado debería ser y estar al servicio de todos. Para Marx, no se ha cumplido el ideal
hegeliano de la identificación del «yo» con el Estado, del «yo» con el «nosotros», porque el
Estado liberal, lejos de ser neutral, es un Estado que, con su política de no intervención
en la economía, favorece a la clase dominante, dejando a su suerte a los más débiles.

LA ALIENACIÓN IDEOLÓGICA

La conciencia del ser humano —lo que piensa— depende de las condiciones
materiales de la vida. El proletariado se encuentra alienado ideológicamente porque la
ideología dominante es la de la clase dominante. Tanto la filosofía como la religión han
contribuido, hasta ahora, a mantener esta alienación.

a) La filosofía se ha dedicado a explicar lo que pasa y no a criticarlo. Ha jugado


siempre en favor de los intereses de las clases dominantes, que de esta manera
ven teóricamente justificada su posición dominante. Por eso dice Marx: «Los
filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos, hora
es ya de transformarlo.» Pero mientras esta crítica no se produce, el proleta-

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riado se encuentra desarmado ideológicamente. A su mala situación económica


se une una conciencia ideológica alienada por la filosofía, que le explica —y así
le justifica— la inevitabilidad de su situación.
b) La religión proyecta al hombre fuera de este mundo, prometiéndole un mundo
ficticio donde todos sus males serán resueltos. Además, predica la sumisión y
la aceptación del sufrimiento en este mundo para alcanzar el premio en el otro.
Por eso, Marx la considera «el opio del pueblo». Su función social es servir de
«dormidera» de todos los anhelos revolucionarios y emancipadores de la clase
trabajadora. Juega, por tanto, en favor de las clases dominantes, que de esta
manera no ven amenazada su posición de predominio. La Iglesia sirve a este
propósito al predicar la mansedumbre y la resignación; se convierte así en un
instrumento de la burguesía para reprimir los intentos de revolución del
proletariado.

4. El problema de la realidad: el «materialismo dialéctico»

Fue Engels, más bien que Marx, quien sistematizó la filosofía del materialismo
dialéctico a raíz de una polémica con el economista Carlos Eugenio Düring. Desde
1873, cuando por el fracaso de la I Internacional (1864-1876) Marx se retira casi por
completo de la vida pública, Engels se encarga de la defensa y propagación del mar-
xismo, abandonando su actividad industrial. Sin embargo, en 1876, el genio y econo-
mista Eugenio Düring se hacía preponderante en la social-democracia y disolvía con su
crítica aguda las tesis marxistas. Hubo entonces Engels de dedicarse a la crítica de las
ideas de aquél. Los artículos fruto de esta crítica fueron reunidos en una obra co-
múnmente conocida como Anti-Düring (1877). De la crítica negativa contra Düring tomó
ocasión Engels de exponer de modo más o menos coherente el materialismo dialéctico
y las bases teóricas del nuevo socialismo comunista. La obra fue sometida a la apro-
bación de Marx.
Vale la pena efectuar algún comentario con respecto a Eugenio Düring. El P.
Teófilo Urdánoz dice de él que «no se trata del cretino que aparece en los violentos
insultos de Engels, sino de una inteligencia preclara y un escritor de cultura enciclo-
pédica que encendía el entusiasmo y admiración de la juventud» (Historia de la filosofía,
volumen V, BAC, pp. 81-82). Con ayuda de Bernstein, sus ideas van ganado terreno en
la social-democracia. Pero a finales de 1878 es ya franca su ruptura con ésta, y desde
entonces combatió violentamente el socialismo. El socialismo de Düring se distingue
netamente del marxismo por la acentuación del valor de la persona y por su repulsa
de la revolución y de la lucha de clases. Más bien trató de conciliar el liberalismo
económico con las exigencias de la justicia igualitaria socialista. Su sistema sociali-
tario es una primera tentativa de mediación y síntesis entre socialismo y liberalismo.
En religión fue ateo.
Marx no desarrolló demasiado su teoría de la naturaleza. Sin embargo, de su
pensamiento se derivan algunas ideas generales que inspiraron el trabajo de Engels,
que fue quien elaboró de un modo más completo la explicación marxista sobre la rea-
lidad natural. Para Marx la única realidad que existe es la materia. No existe, pues, la
idea o el espíritu del que habla Hegel. De la materia proviene la vida y de ésta el ser
humano. El paso de la materia a la vida y de la vida al ser humano se produce por
evolución dialéctica. Esto quiere decir que la materia es dinámica y contiene en sí la
ley de su futuro desarrollo. Nada sucede por azar, sino en virtud de una serie de leyes
dialécticas:

1. Ley de la transformación de la cantidad en cualidad. Según la cual, las di-


ferencias cualitativas surgen de la acumulación de diferencias cuantitativas. Por

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ejemplo, la conciencia, la inteligencia y la razón han surgido gracias a la amplitud y la


complejidad alcanzadas por el cerebro humano.
2. Ley de unidad y lucha de contrarios. El desarrollo tiene lugar mediante la
contradicción y la interrelación. Según esto, en la naturaleza existen fenómenos con-
tradictorios, cuya oposición e interrelación mutua originan las variaciones y los cam-
bios. Por ejemplo, cuando el medio varía, los seres vivos que lo habitan sufren grandes
perturbaciones, y, en consecuencia, la inmensa mayoría perece. Ahora bien, puede
suceder que alguno modifique sus estructuras, su régimen alimenticio, sus condiciones
de vida, etc., dando lugar a un nuevo tipo de desarrollo.
3. Ley de la negación de la negación. En la marcha de la naturaleza, unos sis-
temas anulan o eliminan a otros, pero a su vez son anulados o eliminados por otros, y
así sucesivamente. Por ejemplo, un grano de trigo se transforma en espiga, lo cual
supone su negación —es decir, la desaparición de dicho grano—; pero esta espiga
produce no sólo un grano, sino varios; pero cuando se los extrae de ella —cuando los
granos se hacen independientes—, ella también perece. En consecuencia, si la espiga
suponía la negación del grano, los granos surgidos de ella suponen la negación de la
negación; es decir, la negación de lo que constituía la negación anterior.

El ser humano es un ser natural que proviene de la materia y se va realizando


a medida que transforma la naturaleza para poder sobrevivir. No hay pues Dios, ni
es posible realidad espiritual alguna. La inteligencia humana es un producto de la
materia. El destino del ser humano es la desaparición en la nada. La única posible
felicidad debe buscarse en este mundo.

LAS TESIS SOBRE FEUERBACH (1845-1888)

En el dominio teórico, Marx trató ante todo de precisar su pensamiento respecto


del materialismo aún especulativo de Feuerbach y escribió en 1845 sus famosos y
breves Tesis sobre Feuerbach. En ellas formulaba su doctrina de la práxis, de la ac-
tividad filosófica esencialmente práctica, criticando el materialismo de Feuerbach como
meramente contemplativo y su teoría del hombre como esencia abstracta. El compor-
tamiento primario del hombre frente al mundo no es la contemplación pasiva, sino la
actividad sensible transformadora de la realidad, la práctica —tesis I, 5—, y esta
actividad humana ha de entenderse como «práctica revolucionaria» —tesis 3—.
Por lo tanto, dueño ya Marx de los elementos fundamentales de su filosofía, los
resume en once tesis, que Engels encontró en un viejo cuaderno y publicó cuarenta y
tres años más tarde, en 1888.

1. El materialismo de Feuerbach considera la realidad de modo contemplativo, y


por eso su acción es abstracta.
2. El problema de la objetividad de la verdad no es una cuestión teórica, sino
práctica.
3. Nadie posee la verdad para transmitirla a otros. La relación educativa no es una
relación de superioridad, sino de colaboración para transformar las circuns-
tancias reales.
4. La disociación del mundo religioso y el humano tiene su origen en la disociación
misma del mundo humano.
5. No hay que ir del pensamiento a la contemplación, sino del pensamiento a la
actividad sensible y práctica.
6. La esencia del hombre consiste en el conjunto de las relaciones humanas.
7. Como la religión, y en general la ideología, el «espíritu absoluto» es un producto
social, es algo condicionado por una sociedad, y no pertenece al hombre.
8. La vida social es esencialmente práctica.

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9. La filosofía contemplativa tiene como objeto a los individuos aislados.


10. Hay que superar a la sociedad civil, enfrentada al Estado, para pasar a la so-
ciedad humana.
11. Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de modos distintos. Ahora
hay que transformarlo.

En estas famosas tesis se plantea de modo nuevo el viejo concepto filosófico de la


verdad. La verdad no es una cuestión académica a dirimir sólo en libros. Es una
cuestión práctica a ventilar en la acción. La verdad no es independiente de su proceso
de verificación.
La filosofía ha dejado de ser, por tanto, metafísica, para pasar a ser dialéctica. El
hombre no es sólo un producto de circunstancias, sino un ser que puede crear las
circunstancias. Pero es un ser social, consiste en un complejo de relaciones sociales, y
tiende a creer que sus productos mentales son definitivos y universales. Existe, por
tanto, una infraestructura y una superestructura ideológica. En todo caso el criterio
de actuación no puede ser teórico, sino que debe brotar de la propia acción. Es otra vez
la síntesis de filosofía y práxis que caracteriza al marxismo.

LA IDEOLOGÍA ALEMANA (1845)

En la primavera de 1845 se reunía de nuevo Engels con Marx en Bruselas. Ambos,


declaró después Marx, «acordamos contrastar conjuntamente nuestro punto de vista de
la filosofía alemana; en realidad, liquidar con nuestra conciencia filosófica anterior. El
propósito fue realizado bajo la forma de una crítica de la filosofía posthegeliana. El
manuscrito llevaba ya la mar de tiempo en Westfalia, en el sitio en que había de editarse,
cuando nos enteramos de que nuevas circunstancias imprevistas impedían su publi-
cación. En vista de esto, entregamos el manuscrito a la crítica roedora de los ratones…,
pues nuestro objeto proncipal: esclarecer nuestras propias ideas, estaba ya consegui-
do».
El resultado fue la nueva obra conjunta, La ideología alemana, que apareció iné-
dita y ha sido publicada por Riazonof en las Obras completas (1970). En ella son so-
metidos a dura crítica Feuerbch, Bauer, Stirner y el socialismo de K. Grün, lo mismo
que el comunismo vulgar de Weitling y el anarquismo de Proudhon. La parte más seria
e importante es la dedicada a Feuerbach; en los demás se utiliza el mismo procedi-
miento de La Sagrada familia (1844), de sátira mordaz y burlesca de sus teorías. El
fondo de la obra es la exposición de los fundamentos del materialismo histórico, que
arranca del proceso de producción material como factor determinante, del que se
desarrollan las otra leyes de la división del trabajo, de la formación y de la lucha de
clases, las cuales tienen que conducir a la revolución proletaria y al comunismo. La
ideología alemana (1845) es también una crítica al socialismo de Estado de Ferdinand
Lassalle. Quien esgrimía que para llegar a la sociedad socialista no es necesaria la re-
volución, sino la unión de todos los trabajadores. Dicha unión sólo puede crearla el
Estado. En sus teorías se manifiesta el influjo de la doctrina política hegeliana. A través
de su discípulo Wagner influirá en el laborismo británico.
Como La ideología alemana de 1845 había quedado inédita —aparecería poste-
riormente en 1970, como se ha comentado más arriba—, Engels escribió en 1888 su
obra Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Con esta obra trató En-
gels de suplir la anterior Ideología alemana, exponiendo de nuevo, con fórmulas muy
claras, la crítica de los posthegelianos y la «inversión materialista» de la dialéctica de
Hegel, núcleo del sistema marxista.
Con La ideología alemana estaba concluida en lo esencial la evolución filosófica de
Marx desde el hegelianismo al materialismo histórico. Todavía publicaba Marx otra
obra en el mismo sentido, La miseria de la filosofía (1847) en respuesta la obra de

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Proudhon Contradicciones económicas o filosofía de la miseria, que se había publicado


un año antes, en 1846. En La miseria de la filosofía aplica Marx su concepción mate-
rialista de la historia al esclarecimiento de las relaciones sociales y fundamenta también
la teoría de la lucha de clases y de la plus valía.

EL MANIFIESTO COMUNISTA (1848)

En conformidad con sus principios, Marx se apresta con redoblado vigor, en unión
de su compañero, a la actividad en el terreno práctico revolucionario. El propósito era
ya la fundación de un movimiento o partido internacional comunista para el de-
rrocamiento de la burguesía, el establecimiento del poder en la clase obrera y la creación
de la futura sociedad comunista. Para ello habían fijado la atención, desde la época de
París, en la «Liga de los justicieros», organización de emigrados alemanes cuyo centro
dirigente se hallaba en Londres. Con tenaz habilidad consiguieron atraer a los ele-
mentos más revolucionarios de la liga a su ideología y apoderarse de sus resortes, ale-
jando de ella a socialistas y comunistas utópicos, como Weitling. En 1847 Marx se
inscribe en la liga, y en el verano tiene lugar el primer congreso en Londres, que aprueba
los nuevos estatutos redactados por Marx. Con ellos se reorganizaba en asociación
comunista, con comunas, comité central y congreso. También se sustituyó la divisa del
socialismo utópico: «Todos los hombres son hermanos», por la consigna revolucionaria
«¡Proletarios de todos los países, unios!»
Así nació la Liga de los comunistas, nombre que entonces adoptó. El segundo
congreso, de noviembre-diciembre de 1847, encargó a Marx y Engels redactar el pro-
grama del nuevo partido comunista. En breve redactaron el Manifiesto del partido
comunista, suscrito por ambos líderes y que fue publicado en alemán (Londres 1848) y
en francés (París 1848) poco antes de la revolución de junio de 1848. Es el documento
programático que, como dice Engels, «ha dado la vuelta al mundo y servido de guía a los
movimientos proletarios de los más diversos países». La descripción, breve y popular, de
la dialéctica del proceso materialista se centra en la formación fatal de las dos clases
antagónicas: «la burguesía», nombre ya usado en el siglo XVIII y en Hegel, en adelante
consagrado para significar todos los propietarios de medios de producción o capitalistas
—«capitalismo» es palabra de invención de Marx— y que emplean trabajo asalariado, y la
clase proletaria de los asalariados. Su antagonismo se ha de desarrollar en la lucha de
clases «hasta el momento en que se transforma en una revolución abierta, y el proleta-
riado, derrocando por la violencia a la burguesía, implanta su dominación». Marx esboza
aquí el concepto de «la dictadura del proletariado», o la conquista del poder por la clase
obrera mediante la revolución, como medio para instaurar la futura sociedad sin cla-
ses, sin poder político y en régimen de propiedad comunista. Pero será en su obra Crítica
del programa de Gotha (1875) donde Marx formule y desarrolle netamente su teoría de la
«dictadura del proletariado», o conquista del poder político por la clase obrera, como
primera etapa en la realización del comunismo.

6. El problema de la sociedad: «infraestructura» y «superestructura»

Para Marx, si realmente pretendemos cambiar al ser humano, deberemos cambiar


las circunstancias en las que éste vive, porque son precisamente estas circunstancias,
principalmente las económicas, las que determinan su manera de ser: «Si el hombre está
formado por las circunstancias, estas circunstancias deben estar formadas humana-
mente.» No es posible salir de la situación de alienación si no se configura otro tipo de
sociedad. No cabe, por otro lado, ningún modo de arreglo particular: o cambian las
estructuras de la sociedad entera o no habrá cambio en la condición humana.

Marx distingue diferentes sistemas o estructuras que configuran toda sociedad:

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1. La infraestructura o base de la sociedad: es el sistema económico, es decir, la


manera en que está organizada la satisfacción de las necesidades materiales de la vida.
Dicha «infraestructura» económica viene configurada por:

a) Las «fuerzas o medios de producción», que son los elementos que se utilizan
en una determinada sociedad para la producción de los diferentes productos:
«Los medios materiales de producción que sirven para producir.» Se in-
cluyen dentro de los medios de producción diversos elementos: los recursos
naturales de que se dispone, las herramientas, las máquinas, los conoci-
mientos y habilidades del hombre, la mano de obra, la fuerza del trabajo que se
emplea, las diferentes técnicas, etc.
b) Las «relaciones de producción» o de propiedad. Son las relaciones jerár-
quicas que se establecen entre las personas según su posición dentro del sis-
tema económico. Vienen dadas por el modo en que está organizado el trabajo
productivo y dan lugar a situaciones de dominación o subordinación de-
pendiendo del puesto y papel que cada cual desempeña dentro del sistema
económico. Estas relaciones se establecen, básicamente, entre los que son
dueños de los medios de producción —que son los que dirigen el sistema
económico o productivo— y los que emplean su fuerza de trabajo —que son los
dirigidos dentro del sistema económico—.

Teniendo en cuenta el tipo de «fuerzas productivas» que se emplean y las «rela-


ciones de producción» que se establecen, podemos definir el sistema económico de una
sociedad dada. Los sistemas económicos o modos de producción han ido cambiando a lo
largo de la historia y son diferentes en las diferentes épocas. Marx habla de tres modos
de producción sucesivos e históricos: el «esclavista», el «feudal» y el «capitalista».

2. La «superestructura» de la sociedad: viene constituida por los diferentes


sistemas de organización social, política y jurídica, y por el conjunto de creencias que se
tienen en una sociedad dada. Cabe entonces distinguir entre:

a) La «superestructura social». Es el sistema de organización social, es decir, el


sistema de división de clases. Marx consideraba que las diferentes clases so-
ciales derivan de su posición en el sistema económico, distinguiendo a grandes
rasgos entre clases dominantes; propietarias de los medios de producción o
fuerzas productivas, y clases dominadas; empleadas como medios de produc-
ción, como si de máquinas se tratase (cosificación)
b) La «superestructura política y jurídica». Es el sistema en que está organizado
el poder político y el conjunto de las leyes vigentes en una determinada so-

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ciedad. Marx consideraba que tanto la organización del Estado como el sistema
de leyes están en consonancia con la infraestructura económica. El poder
político siempre ha estado en manos de los propietarios de los medios de
producción y las diferentes legislaciones siempre han sido coherentes con el
sistema económico y protectoras del mismo.
c) La «superestructura ideológica». Está constituida por el conjunto de creen-
cias, formas de pensamiento o ideas que se tienen en una determinada so-
ciedad. Estas creencias o ideas se manifiestan no sólo en la filosofía, sino
también en el arte, la literatura o la religión. La superestructura ideológica es
cómplice de la alienación política.

3. La relación dialéctica entre infraestructura y superestructura: según Marx,


es la infraestructura económica la que determina a la superestructura, de modo y
manera que cualquier cambio en el sistema económico generará a su vez un cambio de
la superestructura social, política e ideológica. Así, dice Marx: «El modo de producción
de la vida material determina el carácter general de los procesos de vida social,
política y espiritual». Para Marx, cabe que la infraestructura y la superestructura se
opongan dialécticamente y que, como consecuencia de esta contradicción, se pro-
duzca un cambio en la sociedad. Pero tal cambio tiene siempre la misma dirección: va de
la infraestructura económica a la superestructura social, política e ideológica.

TEORÍA DEL VALOR, LA MERCANCÍA, EL DINERO Y LA PLUSVALÍA. DAS KAPITAL (1867)

Como resultado de sus estudios económicos, Marx publicó la obra Contribución a la


crítica de la economía política (1859), que prepara ya el marial de los análisis económicos
de El Capital (1867) y en cuyo prólogo se expresa la formulación «clásica» de su con-
cepción materialista de la historia.
En 1867 publicó Marx el primer tomo de El Capital. Es el volumen principal de esta
obra clásica en que desarrolla Marx todos sus análisis y teorías económicas como base
demostrativa de su dialéctica materialista e histórica. Pero, agotadas sus fuerzas en la
lucha revolucionaria y disensiones del partido, no tuvo valor para terminar la obra. Dejó
un inmenso material manuscrito, que Engels ordenó pacientemente y editó, como tomos
segundo y tercero de la obra, en 1883 y 1885.
El sistema económico capitalista se centra sobre el concepto de mercancía, de-
finida como «todo lo que se compra y se vende en el mercado»: las máquinas, el suelo, los
edificios, la fuerza de trabajo, etc. En la mercancía Marx distinguió, no obstante, entre
su valor de uso y su valor de cambio —por ejemplo, en la actualidad la filosofía tiene
un gran valor de uso pero, lamentablemente, un escaso valor de cambio—. El valor de
uso consiste en las cualidades o capacidades de un objeto o de un producto para sa-
tisfacer una necesidad humana. Los valores de cambio, por su parte, consisten en el
«precio» que dichos objetos o actividades adquieren en el mercado o, lo que es lo mismo,
en lo valen como mercancías. Lo característico de la sociedad capitalista estriba en que
en ella el valor de uso posee un valor secundario, suplantado u ocultado por su valor de
cambio. En consecuencia, los objetos y actividades valen lo que valen como mer-
cancías, y el valor de éstas está siempre en función de las leyes «libres» del mercado, de
la ley de la oferta y la demanda. En este sentido, todas las realidades, incluyendo en
ellas la actividad y los productos humanos, se encuentran sometidos a las leyes im-
personales del mercado.
Según Marx, a lo largo de la historia ha aumentado la tendencia a anular los va-
lores de uso en beneficio de los valores de cambio; es decir, se ha tendido a convertir
todos los objetos, las fuerzas de la naturaleza, los minerales, vegetales, animales y a los
propios seres humanos (la esclavitud no fue abolida hasta 1886, por lo que en vida de
Marx todavía se daban situaciones “legales” de compra-venta de personas), así como sus

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actividades, sus fuerzas y sus realizaciones, en mercancía. Y en cuanto mercancías, el


valor de los productos no reside ya en su utilidad o su capacidad para satisfacer una
necesidad humana, sino en el valor que adquieren dentro de las fuerzas impersonales
del mercado.
Lo propio del mercado consiste en que, en él, todas las mercancías se pueden
intercambiar, comprar y vender, sobre la base de una especie de patrón o de realidad
común a todas ellas, que permite medir su valor. Tal realidad es el trabajo humano, de
modo que el valor de todas las mercancías se puede medir por referencia al trabajo
humano. No obstante, es preciso reparar en que el trabajo del obrero también es una
mercancía que, como otra cualquiera, se compra y se vende de acuerdo con la ley del
mercado, que es la de la oferta y la demanda. El obrero vende su fuerza de trabajo y el
capitalista la compra, pagándole por ella un salario lo más miserable posible. Pues bien,
una cosa es lo que el obrero cobra —su salario— y otra lo que el obrero produce —el
valor de su trabajo—. Normalmente, en la sociedad capitalista, el salario del trabajador
no equivale a la totalidad de lo que el trabajador produce, sino que siempre existe una
diferencia entre la producción y el salario, entre el valor de cambio de su trabajo y su
salario. Esa diferencia es la plusvalía.
La plusvalía es, por tanto, la diferencia entre el valor de cambio de lo producido por
un obrero y el valor de su trabajo —su salario—. En cuanto tal constituye el beneficio
del capitalista o empresario. Ciertamente, el capitalista puede aumentar su plusvalía
de muy diversas maneras; por ejemplo, explotando de un modo más exigente al tra-
bajador, o sea, pagándole menos o haciéndole trabajar más horas o, también, vendiendo
el producto a un precio mayor. En cualquier caso, una condición necesaria para que la
plusvalía se haga efectiva es que el capitalista venda sus productos. Si no los vende, por
mucho que explote a sus obreros no obtendrá plusvalía. En cambio, si logra venderlos,
con la plusvalía obtenida podrá incrementar su capital —o sea, los medios de produc-
ción— e invertirlo en contratar un mayor número de obreros y obtener nuevas plusva-
lías. De modo que si el proceso no se rompe, podrá continuar indefinidamente.

7. El problema del sentido de la historia: el «materialismo histórico»

LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA [LIBRO DE JOCOBO MUÑOZ]

Toda la consideración del ser humano y de la sociedad en la que vive ha de en-


cuadrarse dentro del transcurrir de la historia. No cabe hacer una consideración es-
tática de la realidad humana o social, sino que, siguiendo a Hegel, la realidad del
hombre y de la sociedad se conforma dentro de un proceso histórico que está dirigido
por unas leyes dialécticas y persigue un objetivo final. Esto significa, al igual que en
Hegel, que lo que sucede, sucede necesariamente, y que todos los acontecimientos
tienen sentido dentro de un proceso más largo, la historia, que persigue un objetivo: la
resolución de todas las contradicciones y conflictos.
Pero lo que se desarrolla en la historia no es, para Marx, la razón o el espíritu, como
pensaba Hegel, sino los diferentes «sistemas económicos» en los que se reflejan los
antagonismos de clases sociales. Tampoco el objetivo final de la Historia es la «auto-
rrealización» de la razón, sino la llegada a un sistema económico —el comunista— en el
que no haya antagonismos de clases sociales y en el que desaparezcan las alienaciones
a las que el ser humano se ve sometido en los sistemas de producción anteriores
—esclavista, feudal y capitalista—.
En su teoría de la historia, Marx es el continuador del racionalismo ilustrado del
siglo XVIII, de la economía política inglesa, del socialismo francés y de la dialéctica he-
geliana. «Llama la atención que Marx y Engels se entregaran a la elaboración de esta
síntesis materialista de la historia en momentos en que el mundo académico marchaba
por otros derroteros y rechazaba —o ignoraba— la mayor parte de los elementos inte-

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grados en ella» (Jacobo Muñoz, Filosofía de la historia, Biblioteca Nueva, Madrid, 2010,
p. 238).
Marx no elaboró nunca una filosofía especulativa ideológicamente orientada de la
historia al modo de la agustiniana o de la hegeliana. La teoría marxiana de la historia
—en realidad una filosofía crítica de la misma— apenas fue desarrollada, cuanto menos
sistemáticamente, por el autor de El Capital. Sus años de madurez estuvieron dedicados
a la elaboración in extenso de su «crítica de la economía política», a la que fue muy
pronto animado por Engels —éste publicó en los Anales franco-alemanes (1843) un
Esbozo de crítica de la economía política que animó a Marx a estudiar economía, con el
conocido resultado inicial de sus Manuscritos filosófico-económicos de 1844, que no
verían la luz hasta 1932, fecha de su publicación por Landshut y Mayer—. «Y, sin
embargo, es en ese espacio teórico de su «crítica de la economía política» donde hay que
buscar el silencioso despliegue del materialismo histórico, por mucho que en textos
como La Ideología alemana de 1845 o el propio Manifiesto Comunista de 1848, redactado
por Marx y Engels a solicitud del Segundo Congreso de la Liga Comunista y publicado
en Londres en 1848, ofrecieran ya importantes aproximaciones al mismo» (ibíd. p. 239).
El texto fundamental donde expone Marx su concepción materialista de la historia
es el famoso Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, traducción
castellana de J. Merino, Madrid, 1970, pp. 37-38, donde efectúa Marx una exposición
sintética de sus rasgos esenciales y una reconsideración, fiel a ellos, de la historia
universal. Con intenso laconismo (síntesis, brevedad) Marx expone en este célebre
texto las cinco grandes hipótesis de lo que durante mucho tiempo se llamó la «inter-
pretación materialista de la historia»:
1. La hipótesis materialista, de acuerdo con la cual la clave última del proceso de
la vida social, política y espiritual en general debe buscarse en el modo de producción de
la vida material, lo que, por otra parte, conlleva que no sea la conciencia del hombre lo
que determina su ser, sino su ser social lo que determina su conciencia. Una
verdadera teoría de la historia no explica su evolución partiendo de las ideas, sino que
explica la formación de las ideas partiendo de las condiciones materiales y econó-
micas de las sociedades en las que esas ideas surgen. De este modo, el materialismo
histórico llega al importantísimo resultado de que, para modificar las ideas o las formas
de conciencia que dan lugar a una determinada situación en la historia, no basta con
una crítica puramente intelectual de estas ideas, sino que es imprescindible cambiar en
la práctica las relaciones sociales, políticas y económicas existentes que constituyen
la infraestructura de la que esas ideas sacan su fuerza y su vigencia. En otras palabras,
la fuerza que mueve la historia no es la crítica de las ideas, sino la revolución, y esto no
sólo es verdad respecto de la historia social y económica, sino también de la historia de
la religión, de la filosofía y de cualquier otra teoría. Son las transformaciones de las
relaciones de producción y de la infraestructura económica las que modifican la su-
perestructura de ideas que se apoya en ellas. Es fundamental, pues, distinguir entre ese
primer nivel material de las condiciones económicas y de producción, y un segundo
nivel de las formaciones jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas —en una
palabra, las formas ideológicas— que es el nivel en el que los hombres adquieren con-
ciencia del primero e intentan resolver los conflictos que se producen allí. Entre estos
niveles hay una relación de influencia recíproca: el modo como trabajamos y obte-
nemos los medios de nuestra subsistencia condiciona nuestras ideas y nuestra con-
ciencia, y al mismo tiempo también nuestras ideas y nuestra conciencia influyen y
condicionan nuestro trabajo y nuestra situación social y económica.
2. La hipótesis de la contradicción, que tiene lugar en un determinado período o
fase del desarrollo, de «las fuerzas o medios de producción» con las «relaciones de
producción o de propiedad». Como tal «contradicción» se han entendido varias cosas.
Por ejemplo, el contraste cada vez más pronunciado entre la socialización de la principal
fuerza productiva, el trabajo, crecientemente «social», y las relaciones vigentes de

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producción, cada vez más «privadas». Pero también se ha entendido como tal «contra-
dicción» el supuesto «freno» (tercera hipótesis) que las relaciones de producción ven-
drían a imponer a un ulterior desarrollo de las fuerzas productivas, siendo este freno
uno de los motores del impulso social transformador. Para Marx, «en el curso de su
desarrollo, los medios de producción de la sociedad entran en contradicción con las
relaciones de producción o de propiedad existentes, en cuyo interior se habían movido
hasta entonces. Entonces se abre una era de revolución social. El cambio que se ha
producido en la infraestructura económica trastorna toda la colosal superestructura.
Así pues, los cambios ocurridos en la infraestructura económica producen los cambios
en la superestructura social, política y jurídica e ideológica. Tal superestructura puede
quedarse anticuada con respecto al sistema económico (la infraestructura) y así entrar
en contradicción con éste. Tarde o temprano se resolverá esta contradicción, produ-
ciéndose una adecuación al sistema económico de toda la superestructura social, polí-
tica y jurídica e ideológica. Esto tendrá lugar con el advenimiento de la sociedad co-
munista, que será tan igualitaria ni tan sólo serán necesarios los derechos humanos. El
marxismo consideró los derechos humanos de primera generación como una ficción de
la moral burguesa. Señaló que establecían una «mera igualdad formal» que nada
tenía que ver con la «igualdad real». Las ideas morales habían de estar totalmente
subordinadas a los objetivos de la lucha de clases. Por otro lado, según Marx, se trataba
de conceptos que serían innecesarios en la sociedad que iba a emerger de la revolución
proletaria, ya que ésta traería un hombre nuevo, respetuoso con sus semejantes.
3. La hipótesis de la revolución material y social. En la medida en que en el
proceso de desarrollo histórico las fuerzas productivas progresan, cambian, mientras
que las relaciones de propiedad existentes tienden a perpetuarse, inmovilizadas por los
sectores que se benefician de ellas, por lo que se produce un desfase entre unas y otras.
Las relaciones fosilizadas se convierten así —y ésta es, sin duda, una de las hipótesis de
mayor potencia histórico-analítica de Marx— en un freno al progreso de las fuerzas
productivas al progreso de la sociedad (como vimos en la hipótesis anterior), y engen-
dran una era de revolución social, tendente a establecer una nueva estructuración,
acorde con las necesidades objetivas de la nueva situación. El cambio que se produce en
la infraestructura o base de la sociedad va modificando lentamente la totalidad social.
4. La hipótesis de la lucha de clases como motor de la historia que confiere una
particular relevancia al concepto de explotación, de extracción de plusvalía, estruc-
turalmente condicionada, que da sentido al concepto de clase social. Al comienzo del
Manifiesto del partido comunista (1848), Marx hace hincapié en que «la historia de
todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las
luchas de clases» Y a continuación señala que, frente a las épocas anteriores en que
existía una pluralidad de estamentos, grupos y clases, en nuestra época, la época de la
burguesía, dicha pluralidad se ha simplificado, reduciéndose a dos clases antagónicas:
la burguesía capitalista y el proletariado. Aunque Marx nunca definió el concepto de
clase, se puede decir que una clase social se encuentra constituida por un grupo amplio
de personas que coinciden en una situación económica similar en el seno de un de-
terminado tipo de relaciones de producción. No obstante, para aclarar dicha definición
conviene añadir las dos precisiones siguientes. En primer lugar, que una clase sólo
existe por oposición a otra u otras clases; por tanto, en ninguna sociedad puede existir
una única clase. Y, en segundo, que el criterio esencial a la hora de distinguir entre una
clase y otra viene dado por la posición de cada una respecto a los medios de producción.
En efecto, Marx insiste en que, en toda sociedad de clases, nos encontramos con unas
clases dominantes y otras dominadas. Las primeras son las dueñas de los medios de
producción mientras que las segundas ocupan una situación de dependencia y subor-
dinación. Por tanto, existirá una manifiesta contradicción (segunda hipótesis) entre los
intereses de unas clases y otras, y esto es lo que conduce a la lucha de clases. De modo
que la lucha de clases no es sino el conflicto existente entre los grupos de una deter-

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minada sociedad que ocupan una posición antagónica en el sistema económico; o


también, el esfuerzo de las clases dominadas para liberarse de las condiciones econó-
micas y sociales que les imponen las clases dominantes. Así que, en toda sociedad
basada en la propiedad privada de los medios de producción, las clases explotadas poco
a poco van cobrando conciencia de su situación — conciencia de clase— y organi-
zándose de un modo adecuado para superar esa situación. Ha sido la lucha de clases la
que, a lo largo de la historia, ha permitido ir pasando de la sociedad esclavista a la so-
ciedad feudal y de esta a la sociedad capitalista. Ahora, a mediados del siglo XIX, el
conflicto tiene lugar exclusivamente entre la clase capitalista y el proletariado, pues la
clase capitalista, por medio de la plusvalía, ha creado un mundo ingente de riquezas.
Pero, al mismo tiempo, se encuentra en una situación paradójica, porque para man-
tener dicha situación no puede prescindir de sus rivales, es decir, necesita seguir ex-
plotando al proletariado. En consecuencia, los miembros de esta clase, tarde o tem-
prano, cobrarán conciencia de su fuerza y terminarán derribando el sistema capi-
talista; tras lo cual se dará el paso a un nuevo tipo de sociedad, la sociedad socialista o
sociedad «sin clases».
5. La hipótesis de la capacidad periodizadora del concepto de «modo de pro-
ducción» o sistema económico, que entronca con la concepción, algo más antigua, de
los estadios. Marx distingue diferentes etapas históricas según el tipo de sistema
económico imperante. Todas ellas, excepto la última, dan lugar a sistemas sociales en
los que hay división de clases sociales. Todas ellas son, no obstante, el preludio ne-
cesario hacia el sistema económico comunista, en el que desaparecerán los antago-
nismos de clase. Ni siquiera los derechos humanos serán necesarios —como ya se ha
dicho—, pues en la nueva sociedad comunista que ha de nacer traerá un hombre nuevo
y respetuoso con los demás. Marx consideraba que los derechos humanos eran una
ficción de la moral burguesa, y que debían estar subordinados al desarrollo económico.
A Marx le parecía que incluso el feudalismo era un sistema económico mejor que el
capitalismo, porque en le feudalismo los señores al menos se preocupaban algo de sus
siervos. Sin embargo, no se puede decir lo mismo con respecto del capitalismo, donde
un trabajador vale lo que vale su fuerza de trabajo en el mercado; no es tratado como
una persona sino como una cosa, de ahí la alienación o cosificación que padece como
consecuencia del fruto de su trabajo (entre otras alienaciones).

LACAÍDA DEL CAPITALISMO, LA «DICTADURA DEL PROLETARIADO» Y LA LLEGADA A LA «SOCIEDAD


COMUNISTA»

El sistema capitalista es, para Marx, la última forma antagónica de sociedad de


clases. Su propia lógica de funcionamiento determinará su hundimiento. El paso
siguiente será la superación de todos los antagonismos de clase en la sociedad comu-
nista.

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En El Capital (1867) Marx estudió el funcionamiento del sistema capitalista y creyó


encontrar algunas contradicciones internas que provocarían su disolución. Todo
sistema que contenga contradicciones está condenado a su fracaso y extinción. Por
tanto, el capitalismo también lo estará. La lucha de clases, como esfuerzo del proleta-
riado para librarse de la explotación capitalista, genera una serie de acciones y reac-
ciones que desembocan, en primer lugar, en la guerra de todos contra todos y, final-
mente, en la crisis del sistema capitalista y su salto a la dictadura del proletariado.
El sistema capitalista se rige por una finalidad que es la obtención del máximo
beneficio posible para el empresario. Para ello, dentro de un sistema en el que rige la ley
de la oferta y la demanda, ha de lograrse ante todo producir al menor coste posible
para ofertar precios competitivos. Ello implica incorporar el mayor número posible de
máquinas y el menor número posible de trabajadores. Esto generará paro y descontento
social, que se extenderá también entre los pequeños empresarios, arruinados por las
grandes empresas que tienden a formar monopolios. Tal situación creará unas de-
sigualdades económicas muy acusadas, en las que unos pocos tendrán mucho y la gran
mayoría muy poco. El descontento social crecerá a medida que el sistema capitalista
vaya creando estas diferencias económicas, reforzándose así la conciencia de clase del
proletariado, que unido se levantará contra la burguesía, a la que conseguirá derrocar
fácilmente.
En efecto, llegado a un determinado nivel de evolución capitalista, no solamente los
proletarios poseen intereses contrapuestos a los capitalistas, sino que los propios ca-
pitalistas terminan siendo rivales entre sí y, otro tanto ocurre con los proletarios, o
sea, también cada obrero deviene enemigo de otros obreros. Esta situación no de-
pende de la buena o mala voluntad de los individuos, pues las leyes del mercado son
impersonales esos conflictos son propios del sistema. Entonces, el capitalista se ve en la
necesidad de explotar al proletario porque necesita obtener las mercancías a los costes
más bajos posibles para competir en el mercado con ventaja con otros capitalistas.
Todos ellos persiguen un mismo objetivo: vender sus productos y obtener la corres-
pondiente plusvalía o beneficio. Y venderá dichos productos el que ponga los precios
más baratos, o sea, el que más eficazmente haya explotado a sus trabajadores. El
capitalista que no haya sabido explotar adecuadamente a sus trabajadores no resultará
competitivo. Y si no resulta competitivo, o no venderá sus productos o, si los vende, no
logrará obtener un buen beneficio. El capitalista que no resulta competitivo, es decir, el
que no vende sus productos o en sus ventas no obtiene plusvalía, acabará por arrui-
narse y quedará reducido él a la condición de proletario.
Todo esto sucederá necesariamente en virtud de una serie de leyes del sistema
capitalista:

1. La ley de la baja tendencial del beneficio. El objetivo primordial del capita-


lismo, el aumento del beneficio, se consigue pagando sueldos muy bajos a los traba-
jadores, y aumentando al máximo la producción. Sin embargo, esta producción masiva,
puede no llegar a ser asumida por la demanda pues los salarios de los trabajadores no lo
permiten. De este modo los beneficios se van reduciendo, pudiendo incluso ocasionar la
crisis de la empresa y su ruina, al no poder recuperar la inversión efectuada para am-
pliar su producción. Este desajuste entre la oferta y la demanda es el que explica,
según Marx, las frecuentes crisis del sistema capitalista.
2. Ley de proletarización o depauperización creciente. La salvaje competencia
entre las empresas hace que las empresas más pequeñas no puedan competir en precio
con las más grandes, que pueden ofrecer los productos más baratos. Esto da lugar a la
progresiva formación de monopolios y a que una gran cantidad de empresarios se
arruinen y empobrezcan pasando a formar parte del proletariado. Además, la incorpora-
ción de máquinas a las industrias aumenta el desempleo. En esta situación de escasez
de empleo el empresario puede pagar sueldos muy bajos. La consecuencia de todo ello

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es el empobrecimiento —o depauperización— general y el consiguiente descontento


previo a la revolución social.
3. Ley de concentración del capital. A causa del proceso descrito, los pro-
letarios cada vez serán más y, por tanto, más pobres, cada vez valdrá menos su tra-
bajo. En cambio, los capitalistas cada vez serán menos y más ricos, cada vez poseerán
más medios y además cada vez encontrarán menos competencia en el mercado. Se
produce, pues, una doble concentración: la concentración del capital en manos de
unos pocos capitalistas y la concentración de las grandes masas de la población en el
proletariado.
4. Ley de crisis. Podría llegar un momento en que, debido a la abundancia de
trabajadores y a la concentración de los medios de producción en un reducido número
de capitalistas, la remuneración del trabajador fuera tan escasa —es decir, el trabajo
fuera tan barato— que los salarios ni siquiera cubrieran las necesidades alimenticias
mínimas de los proletarios. Llegado este momento, los proletarios cobrarán conciencia
de su auténtica situación y de sus verdaderas fuerzas, se unirán y se sublevarán
contra el sistema logrando el final de la economía capitalista y su sustitución por un
sistema socialista. La diferencia esencial entre un sistema y otro radica, para Marx, en
la desaparición de la propiedad privada de los medios de producción y en el estableci-
miento de la dictadura del proletariado.

En definitiva, según Marx, serán las propias contradicciones del sistema capita-
lista las que terminarán por hundirlo. Llegados a esa situación de descontento social
generalizado la clase trabajadora tomará conciencia de clase y de su poder y se le-
vantará contra la burguesía. Éste será el momento de la revolución del proletariado
que triunfará inexorablemente, pues la burguesía, aunque dispone del poder económi-
co, es ahora una clase minoritaria, que depende del trabajo que desarrolla el prole-
tariado. Bastará una acción conjunta de todo el proletariado para derrocar a la bur-
guesía. Comenzará entonces lo que Marx ha denominado la «dictadura del proleta-
riado» —que Marx desarrollará posteriormente, en 1875 en su obra Crítica al programa
de Gotha—, en la que el proletariado se hará con todo el poder del Estado con la fina-
lidad de organizar la futura sociedad comunista. En esta fase habrá que abolir la
propiedad privada y socializar —colectivizar— todos los medios de producción,
que deberán pasar al Estado, controlado ahora por el proletariado. De esta manera
podrá iniciarse la construcción de la sociedad comunista.
Esta fase de «dictadura» fue concebida por Marx como necesaria pero provisional:
una vez que el proletariado tome el poder, procederá a la abolición de la propiedad
privada, organizará la colectivización de los medios de producción, reducirá comple-
tamente la resistencia de los que se opongan a la sociedad comunista y tomará las
medidas que Marx enumera en el Manifiesto comunista de 1848: la centralización del
crédito y del transporte, abolición del derecho de herencia, confiscación de la propiedad
de todos los emigrados y sediciosos, instauración de un fuerte impuesto progresivo,
obligación de trabajar para el Estado, educación pública y gratuita, etc. Entonces el
siguiente paso será hacer desaparecer el Estado, que ha demostrado ser un estado
burgués o de clase.

LA SOCIEDAD «COMUNISTA»

Lo propio del socialismo estriba en que, desaparecida la propiedad privada de los


medios de producción, desaparecerá también la explotación del «hombre por el hombre»,
y desaparecerá la plusvalía de modo que «cada trabajador percibirá el fruto integro
de su trabajo». Entonces, si durante la etapa anterior, el valor de uso de los objetos se
había subordinado al valor de cambio, en la nueva situación los objetos seguirán un
proceso inverso, irán perdiendo su valor de cambio en aras de su valor de uso. Es decir,

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en este caso, los objetos valdrán exclusivamente en cuanto sirvan para satisfacer las
necesidades humanas. Por último, el Estado, ahora en manos del proletariado, poseerá
un carácter residual y su función principal consistirá en ir preparando la llegada del
hombre nuevo y el triunfo de la sociedad comunista.
De este modo, con la llegada de la sociedad comunista, el proceso histórico dia-
léctico llega a su fin. En este tipo de sociedad no habrá ya diferencias de clases sociales,
los medios de producción serán colectivos y se superarán todas las alienaciones. El
trabajador se identificará ahora con el producto de su trabajo y nadie estará por encima
de nadie, motivo por el cual ni siquiera serán necesarios los derechos humanos. En la
nueva situación, los seres humanos serán completamente libres y dueños de su tra-
bajo y se organizarán en comunas de producción en las que todo será de todos, y en las
que el criterio de justicia y de reparto será: «De cada cual según sus posibilidades, a
cada cual según sus necesidades». En consecuencia, «el ser humano será hermano de
sus humanos, todos tendrán derechos iguales y el mundo será un paraíso, patria de la
humanidad». «Terminará entonces la prehistoria de la humanidad y comenzará la au-
téntica Historia» (Contribución a la crítica de la economía política, traducción castellana
de J. Merino, Madrid, 1970, pp. 37-38).

8. Influencia e importancia de la filosofía de Marx

La filosofía de Marx ha tenido una enorme importancia e influencia, no sólo en el


campo del pensamiento, sino también en la realidad histórica del mundo contempo-
ráneo.
Marx generó una corriente de pensamiento que se desarrolló en los países en los
que triunfó la revolución comunista, principalmente en la Unión Soviética. Los diri-
gentes de la revolución, Lenin y Stalin, adoptaron las principales ideas de Marx,
aunque modificaron algunos postulados. Consideraron, por ejemplo, que la fase de la
«dictadura del proletariado» debía ser permanente, pues el Estado, en la práctica, se
hacía por completo necesario para realizar los ideales de la sociedad comunista.
El pensamiento europeo también se vio influido por la filosofía de Marx, aunque
éste fue recibido críticamente. Entre los autores que se vieron influidos cabe citar al
existencialista Jean Paul Sartre y a los filósofos de la Escuela de Frankfurt:
Horkheimer, Habermas y Marcuse, cuyo denominador común es el rechazo del sis-
tema capitalista. En este rechazo también coinciden Berstein o Liebnecht, padres
teóricos de la socialdemocracia europea, si bien consideraron que debía abandonarse la
vía revolucionaria y optar por la vía reformista y democrática para llegar al socialismo.
Muchos otros autores europeos, sin embargo, han rechazado el marxismo al con-
siderarlo una ideología que pretendiendo liberar a la humanidad lo que realmente logró,
allí donde se aplicó, fue la opresión y violación de los derechos humanos, además de
la pobreza —depauperización— de la clase trabajadora. Al respecto —señalan— no
deben olvidarse las purgas, los campos de concentración y las hambrunas provocadas
por Lenin y Stalin que causaron millones de muertos, atrocidades comparables, si no
mayores, a las causadas por el nazismo en Alemania. [Comentario: sin embargo, aquí
convendría diferenciar entre Marx y el marxismo posterior a Marx, pues en los planes de
la sociedad comunista de Marx no figuraba la aniquilación de ningún ser humano; todo
lo contrario, se podría decir que la sociedad de Marx, en la que ni los derechos humanos
serían necesarios, es una sociedad casi evangélica, pues, a fin de cuentas, la sociedad
eclesiástica se habría de basar en una comunidad de bienes. Aunque Marx criticó a los
socialistas utópicos, como Saint Simón, su propuesta no fue menos utópica que la de
esos socialistas. Aquí se podría enlazar con la cita «la utopía es lo único que vale la pena
en la vida» del genial José Luís López Aranguren].
Uno de los más conspicuos críticos del marxismo ha sido el filósofo austríaco Karl
Raimund Popper. Para este filósofo las predicciones históricas del marxismo no se han

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cumplido. El hecho de que los sistemas capitalistas no se hayan derrumbado y dado


paso a sistemas comunistas, es la principal refutación (o falsación) de una teoría que
pretende pasar por científica y no lo es. No es posible predecir científicamente el curso
futuro de los acontecimientos, tan sólo cabe señalar tendencias muy generales, y aun
así cabe el error.
Otros autores, como Louis Stevenson, consideran que, a pesar de que el marxis-
mo no supo dar con las soluciones adecuadas a los problemas del capitalismo, hay que
reconocerle algunas aportaciones teóricas y considerar positivas algunas de sus pro-
puestas como las de crear unas condiciones de trabajo más humanas, la solicitud de
mayor tiempo libre, la mejora de los salarios, la participación de los trabajadores en la
vida de la empresa, una mayor igualdad económica o la idea de tratar de alcanzar un
equilibrio con la naturaleza.
La realización histórica del marxismo tuvo lugar en Rusia a partir de 1917, cu-
riosamente en un país con una estructura social de carácter feudal. De allí se extendió
a otros países limítrofes como Polonia, Hungría, Checoslovaquia, China, etc., siendo
hasta finales del siglo xx la ideología inspiradora de los sistemas políticos de medio
mundo. Incluso en los países donde no triunfó ha tenido su influencia a través de los
partidos comunistas y socialistas (o socialdemócratas). Con el reciente derrumbamiento
de los sistemas comunistas más importantes, como el de la Unión Soviética (1991) y el
de los países del Este, se ha puesto de manifiesto un cierto fracaso histórico de estos
sistemas, generándose un progresivo abandono de sus tesis principales.
Como sostiene Stevenson, el sistema capitalista descrito por Marx no era, sin
duda, un ejemplo de sistema económico justo, pero el capitalismo, lejos de derrum-
barse, supo reformarse paulatinamente —en parte gracias a las críticas de Marx y a la
presión de los movimientos obreros—, logrando que los países capitalistas sean hoy los
más prósperos del mundo, donde los trabajadores viven en mejores condiciones.
Algunas propuestas de Marx —señala Stevenson— se han visto en cierto modo
recogidas por las reformas que ha experimentado el capitalismo: la mejora de las con-
diciones de trabajo, la reducción de la jornada laboral, la participación del obrero en la
propiedad de la empresa, la protección de las pequeñas empresas frente a los mono-
polios, etc. Por el contrario, en los sistemas comunistas se ha visto que, lejos de
desaparecer, el Estado ha aumentado su poder y se ha hecho más y más necesario. Se
ha formado una clase de burócratas dirigentes, que poco a poco se han ido separando
de los trabajadores, y la pretendida identificación con una propiedad colectiva de los
medios de producción no se ha logrado. Todo ello ha llevado a los sistemas comunistas
a una deficiente economía, que ha generado mucha pobreza, frente a la creciente
prosperidad experimentada por los trabajadores en los países capitalistas.
Pero Marx no está muerto en nuestros días. Su pensamiento pervive en Occidente
en una cierta izquierda cuyo denominador común es el materialismo filosófico, la
crítica del capitalismo y su rechazo del liberalismo político, además de una año-
ranza por un mayor intervencionismo estatal en todos los ámbitos de la vida.

Por último, desde una posición religiosa, me gustaría añadir la crítica al marxismo
que efectúa Mariano Fazio (Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma), en su li-
bro-manual Historia de las ideas contemporáneas. Una lectura del proceso de sculari-
zación (Rialp, Roma, 2012, p. 246). Según M. Fazio el carácter ideológico del pensa-
miento marxista se presenta en la visión de la historia con toda fuerza de la sustitu-
ción. Las ideologías cumplen una función de sustitución de la religión: la misma ter-
minología marxista, que emplea términos como pecado, miseria, redención, paraíso,
manifiesta de modo claro este carácter sustitutivo de las ideologías entendidas como
religiones seculares. M. Fazio señala que, según Christopher Dawson (1889-1970), el
marxismo es la ideología que más ha insistido en el carácter puramente científico y no
religioso de su doctrina. Al mismo tiempo, es la ideología más deudora de los ele-

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mentos mesiánicos de la tradición cristiana. De hecho, la suya es una doctrina


apocalítica, un juicio condenatorio del orden social existente y un mensaje de salvación
para el pobre y el oprimido, a los cuales se promete una retribución en la sociedad sin
clases, equivalente marxista del reino milenario de la equidad. A este respecto, Dawson
afirmaba en 1957 que «ningún cambio industrial tendrá en sí suficiente importancia
para cambiar el espíritu de la cultura. Mientras el proletariado esté guiado por motivos
puramente económicos, seguirá siendo en el fondo un burgués. Sólo en la religión
podemos encontrar la fuerza espiritual que nos permita llevar a cabo la revolución es-
piritual. El tipo opuesto al burgués no se encuentra entre los comunistas, puesto que es
el hombre religioso, el hombre de deseos. El burgués no puede ser reemplazado por otro
tipo social, sino por un tipo humano muy distinto. Ciertamente la desaparición del
burgués implicaría la presencia del trabajador, ya que no es cuestión de volver al viejo
régimen de castas privilegiadas. El error de Marx no reside en su dialéctica de evolución
social, sino en el materialismo mezquino de su interpretación, que despreciaba el factor
religioso». (C. Dawson, Dinámica de la Historia Universal, pp. 162-163)

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