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a) Primer período (hasta 1878). Nietzsche hace una crítica de la cultura oc-
cidental influido sobre todo por Schopenhauer y Wagner. A este período pertenece su
primera obra, El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872), sólo ala-
bada por el músico Wagner. Posteriormente publicó sus Consideraciones intempestivas
(1875), donde comienza sus críticas a la cultura occidental y a sus ideales de progreso y
racionalidad.
b) Segundo período (hasta 1882). Rinde un homenaje a la cultura y al espíritu
libres en un sentido similar al de la Ilustración francesa. En 1879 se jubila vo-
luntariamente de la universidad viviendo con la pensión que le queda y los réditos del
patrimonio familiar. Viaja entonces por Europa escribiendo la mayor parte de su obra.
De esta época son: Humano, demasiado humano (1878), obra de estilo aforístico, Aurora.
Reflexiones sobre juicios morales (1881) y La Gaya Ciencia (1882).
c) Tercer período (hasta 1888). Llamado de «Zaratustra» o de la «voluntad de
poder», donde Nietzsche crea su propia filosofía a partir de la crítica ya iniciada en los
períodos anteriores. Las obras más importantes son: Así habló Zaratustra (1885), Más
allá del bien y del mal (1886), La genealogía de la moral (1887), El anticristo. Maldición
sobre el cristianismo (1888), El crepúsculo de los ídolos (1889), La voluntad de poder
(publicada tras su muerte, en 1911), ensayo de una transmutación de todos los valores,
y una autobiografía que titula Ecce homo (1889).
2. Carácter de su vida
Era Nietzsche en su vivir exterior afable, de modales finos y atentos con quienes
trataba y, en medio de su tendencia individualista y solitaria, sociable y comunicativo,
como lo prueba su constante correspondencia con los amigos. Parece haber sido dócil y
sugestionable con los de su entorno, cuyos planes e ideas fácilmente secundaba y hacía
suyos; su hermana, sobre todo, parece haber ejercido cierta tutoría sobre él y haber
frustrado sus planes de matrimonio por temor de perderlo. Por lo demás, amaba con
pasión la vida y la naturaleza, y en su juventud se entregó con ardor a los placeres del
buen vivir.
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salvaje violencia dionisiaca de la vida hasta la embriaguez delirante —los sátiros son
criaturas masculinas (las sátiras son una invención posterior de los poetas) que en la
mitología griega acompañaban a Pan (el dios de la fertilidad y la sexualidad masculina
desenfrenada) y Dionisos, vagando por bosques y montañas. En la mitología están a
menudo relacionados con el apetito sexual, y los pintores de vasijas solían represen-
tarlos con erecciones perpetuas—. Lo «titánico» y lo «bárbaro» del estado dionisiaco era
para el arte griego una necesidad tan imperiosa como lo apolíneo.
En el espectáculo de la tragedia antigua, Dionisos era el verdadero y único héroe de
la escena, cuyos sufrimientos eran cantados por el coro ditirámbico —en la antigua
Grecia el ditirambo eran las composisciones poéticas en honor a Dionisos—. Las figuras
trágicas de la escena griega, el Edipo de Sófocles, el Prometeo de Esquilo y los titanes,
eran simples máscaras de la imagen de Dionisos, cuyo drama, expresión de la natura-
leza, sumía a los espectadores en un mundo de «irrealidad sobrenatural» —Edipo fue
un rey mítico de Tebas del siglo V a.C., hijo de Layo y Yocasta que, sin saberlo, mató a su
propio padre y desposó a su madre. Por lo que a Prometeo respecta, en la mitología es el
Titán amigo de los mortales, honrado principalmente por robar el fuego de los dioses,
darlo a los hombres para su uso y posteriormente ser castigado por Zeus por este
motivo—.
Fue Eurípides quien terminó con la verdadera tragedia griega, arrojando de la
escena a Dionisos y su pasión heroica, transformando el coro de los sátiros en poema o
drama histórico y destruyendo la emoción de los mitos y de la música dionisíaca. En
las obras de Eurípides se edifica «la epopeya dramática» —la epopeya es un poema
narrativo extenso, de elevado estilo, acción grande y pública, personajes heroicos o de
suma importancia, y en el cual interviene lo sobrenatural o maravilloso— sobre una
base no dionisíaca; es el dominio del arte épico apolíneo, de la forma exterior y la
apariencia en que se ha perdido el instinto dionisíaco. Los medios de emoción son
ideas frías y paradójicas, en vez de sentimientos apasionados y entusiasmos dioni-
síacos. Por ello Eurípides es el creador de un arte nuevo, el arte plástico, con la pérdida
del instinto dionisíaco de la tragedia antigua, cuya esencia estaba en la música.
«Si este arte determinó la pérdida de la tragedia, el socratismo estético fue su
primer asesino». Y enseguida es presentado Eurípides en estrecha relación con Só-
crates, como el creador de un naturalismo antiartístico, que es llamado «socratismo
estético». Ambos habrían luchado contra el espíritu dionisíaco del arte anterior y
ambos serían los causantes de la decadencia del helenismo.
Nietzsche pasa así a vilipendiar (denigrar) la figura de Sócrates, quien, como im-
pugnador de la «sustancia dionisio-musical» de la tragedia antigua, se constituye en
mentor del «arte teatral nuevo, socrático y optimista», que ha degenerado en el drama
burgués moderno. Sócrates sería el modelo del nuevo tipo del «hombre teórico» que,
introduciendo la razón crítica y el espíritu lógico en lugar de la sabiduría instintiva,
se habría opuesto a las fuerzas creadoras del instinto y de la «emoción dionisíaca», en
que se basaba el arte antiguo. Con su teoría moralizante de la sabiduría identificada
con la virtud, ha establecido los principios del optimismo dialéctico, que han sido la
muerte de la tragedia. Su discípulo Platón continuó esta tendencia destructora de la
tragedia y del arte en general creando un tipo de obra nueva, «en la cual la poesía está
subordinada a la filosofía dialéctica; la tendencia apolínea se ha trocado en siste-
matización lógica». Sócrates y Platón fueron los creadores de «la dialéctica optimis-
ta», que destruye la esencia misma de la tragedia dionisíaca; el movimiento socrático
debe, pues, considerarse «como una fuerza negativa y disolvente».
La influencia de Sócrates ha creado el tipo de «hombre teórico», del hombre de
ciencia moderna, que trata de someter a leyes y conceptos inmutables las fuerzas de la
naturaleza y los instintos primarios de la vida, simbolizados en lo dionisíaco. Sócrates
fue el primer hombre teórico que atribuyó al saber, a la investigación de las causas y de
la verdad, a la actividad razonadora o lógica, el ser la vocación más noble del hombre y la
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panacea universal. Y desde entonces la cultura moderna está dominada por el afán
febril del «insaciable conocimiento optimista», por «el espíritu científico», ansioso de
penetrar las leyes de la naturaleza. Pero este espíritu crítico de la ciencia destruye la
concepción trágica y mítica del espíritu dionisíaco, y con ello el arte clásico de la
tragedia antigua.
Nietzsche llama a la cultura teórica del mundo moderno, basada en la ciencia,
«cultura socrática» o «alejandrina», que presenta los mismos síntomas de disgregación
y decadencia que el helenismo alejandrino. Al final expresa su vehemente deseo y es-
peranza de un renacimiento de la antigua cultura griega, que surja «del fondo dio-
nisíaco del espíritu alemán» por mediación de la nueva música de Wagner. Porque la
música, que «expresa la esencia íntima del mundo» como imagen inmediata y «espejo
universal de la voluntad», tiene el poder de engendrar el mito y de suscitar así el es-
píritu dionisíaco de la tragedia. Y en el fondo del alma alemana brota todavía el elementó
dionisíaco de los antiguos mitos y héroes paganos, capaces de suscitar de nuevo el
doble espíritu, dionisíaco y apolíneo, de la tragedia antigua y de la concepción trágica
de la cultura.
En escritos posteriores rechazará Nietzsche todo el entramado conceptual de las
teorías de Schopenhauer, así como el otro ideal que domina la obra, el de un posible
renacimiento del espíritu griego auténtico a través de la música de Wagner. Y hará
resaltar también lo enemigo y hostil de cualquier libro relacionado con el cristianismo,
por ser éste enemigo de toda exaltación dionisíaca de la vida. Quedará en pie el tema
central de la obra (El nacimiento de la tragedia en el origen de la música, de 1872),
presente en toda la alambicada (complicada) y arbitraria interpretación del arte griego,
es decir, la exaltación del mito de Dionisos como símbolo de la afirmación desenfre-
nada de la vida, que será la constante de su filosofía.
La imagen del mundo que Nietzsche se forma está basada en el concepto de fuerza.
El mundo es «un sistema de fuerzas», se constituye por un conjunto de fuerzas en
constante acción y movimiento, con infinitas variaciones y combinaciones en un
tiempo infinito; pero la cantidad de fuerzas en el universo es finita. Se trata de fuerzas
eternamente activas, cuyas infinitas combinaciones producen siempre algo nuevo. Sin
embargo, no producen infinito número de sistemas de fuerzas, porque la cantidad de
fuerza en el universo es constante, según el principio de la conservación de la energía de
Helmholtz y Joule de 1843.
El mundo, por tanto, está constituido por solas fuerzas en constante actividad
creadora, cuyas infinitas combinaciones son las cosas. Tal es su principio supremo
sobre la realidad del mundo. Pero insiste igualmente en que el universo es finito,
porque la cantidad de fuerza es finita. Una fuerza infinita es algo contradictorio. La
infinitud de las combinaciones entre fuerzas se da por parte del tiempo, sin prin-
cipio ni fin, en que estas fuerzas se mueven. Mas el número de combinaciones y sis-
temas de fuerza nuevos que pueden producir es finito. Por tanto, tenemos que lo que es
infinito son las combinaciones entre las finitas fuerzas, que dan lugar a un número
finito de nuevas fuerzas (que producen las cosas) en un universo finito pero eterno.
Nietzsche señala también la persistencia de las fuerzas en el universo en cantidad
eternamente igual, según el principio de la conservación de la energía. Por otra parte,
tampoco la tendencia de las fuerzas cósmicas es a un equilibrio perfecto, a un estado de
reposo, porque, en un tiempo infinito, éste se hubiera dado ya.
Tales son las premisas de las que Nietzsche «deduce» la conclusión central que es la
base de su concepción del eterno retorno. El conjunto de las fuerzas cósmicas, en su
continua e infinita agitación de acciones y reacciones en equilibrio inestable, pro-
duciendo siempre un número finito de formas nuevas, sigue «un proceso circular», una
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ción positiva del mundo inteligible que ha conducido, según Nietzsche, a un desprecio
de la vida de este mundo y de sus valores.
Dicha escisión metafísica es, para Nietzsche, falsa. Sólo existe este mundo sen-
sible, en el que vivimos. Inventarse otro mundo es la gran mentira de la tradición pla-
tónico-cristiana. Ha implicado una minusvaloración de esta vida frente a la otra vida.
Por ello, para Nietzsche, es necesario recuperar «el sentido de la tierra» y volver a
apreciar la vida como antes de la irrupción de la conciencia socrática y del idealismo
platónico.
La metafísica occidental conduce al nihilismo (nihil = nada), pues dirige la exis-
tencia humana al objetivo de un más allá —das Jenseits— que no existe, que es una
nada. Cuando el ser humano se da cuenta de esto, surge la decepción por la pérdida
absoluta de sentido, de meta, de respuestas a los porqués más acuciantes que antes
tenían una respuesta desde la existencia de Dios. Pero es necesario escapar de esta filo-
sofía «decadente», negándola, para a continuación afirmar una nueva filosofía, que,
afirmando la vida como única y auténtica realidad, le otorgue un sentido positivo.
Otro principio e idea directriz en Nietzsche es la afirmación del devenir (Werden)
en el mundo. Pero esta tesis no sienta un principio nuevo, sino que es equivalente a la
explicación de la estructura cósmica. Si las fuerzas del mundo están en perpetuo mo-
vimiento, en continuos cambios y transformaciones, es que todo evoluciona y deviene,
no hay nada inmóvil en él.
Nietzsche afirma la teoría del devenir con insistencia y en los más variados tonos.
El movimiento circular de las fuerzas cósmicas es un «eterno devenir», aunque no un
devenir de algo siempre nuevo. El conjunto de los fenómenos y de nuestras actividades
forman «una corriente continua» —beständiger Fluss—, aunque por una ficción del
lenguaje y de nuestra falsa filosofía creamos que son acciones y hechos aislados.
Nietzsche cree en «el devenir» que ha revolucionado el pensamiento y del que es un
simple «eco» el evolucionismo de Darwin. Este devenir se extiende a lo espiritual, a
todos los conceptos y formas reales, todos los cuales están en devenir. Y tal devenir
(Werden) del mundo está también implicado en sus continuas afirmaciones del «eterno
retorno» como eterno devenir.
Sabe Nietzsche que Heráclito fue el primero que concibió el mundo en continuo
devenir. Por eso siente veneración por él y lo pone aparte de los demás filósofos, que,
engañados por la falsificación de la razón, negaron el testimonio de los sentidos, que
manifiestan el devenir. Por eso acepta su filosofía del devenir, la más afín a cuanto él ha
pensado.
Pero también observa que es Hegel quien desarrolló la teoría del devenir dialéc-
tico, que es el punto de partida de todo el movimiento evolucionista, «porque sin Hegel
no hay Darwin». Con este motivo dedica grandes elogios a Hegel, por cuanto que ha
enseñado a los alemanes a profundizar en el valor del devenir, de la evolución, si-
tuándolo por encima del concepto de ser y en lugar de éste. Y acepta en consecuencia el
principio hegeliano: «La contradicción es el motor del mundo». Nietzsche ha negado,
en efecto, la validez del principio de identidad, y en diversas ocasiones sostiene esa
dialéctica de la contradicción, en virtud de la cual cada forma se desarrolla de su
contrario.
Esto no implica la aceptación por él del principio hegeliano. Es frecuente en él la
repulsa de todo idealismo, envuelto en sus ataques contra las demás filosofías y contra
el cristianismo. El punto de su mayor enemistad respecto a Hegel es que éste, con su
panteísmo, «ha divinizado la existencia»; su filosofía, su concepción del espíritu ab-
soluto realizándose en la historia, no son más que una teología disfrazada, y Hegel
sigue aprisionado en el círculo del cristianismo (Marx opinará de manera similar).
La negación de la metafísica surge ya de esta afirmación de la realidad como
devenir. La metafísica es la filosofía del ser, el descubrimiento del ser permanente de
las cosas. Y Nietzsche ha opuesto el devenir al ser en las cosas. La afirmación del con-
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tinuo flujo de los fenómenos implica «la renuncia radical al concepto mismo de ser».
Heráclito es el que descubrió y sostuvo que «el ser es una ficción vacía». Contra él, los
filósofos creyeron y «creen con desesperación en el ser»; lo mismo que creen en los
conceptos absolutos de ser, el bien, la verdad, como ens realissimum. Pero este ser se
les escapa, huye de ellos. Y es que tales valores supremos son ficciones de la razón,
conceptos vacíos. La «ilusión del ser» continuará siempre persiguiendo al filósofo.
En plena correspondencia con esto, Nietzsche ha proseguido su lucha antimetafí-
sica con la negación de todas las categorías ontológicas que la metafísica enseña. Un
punto de partida es la crítica que instituye contra el cogito de Descartes, sobre cuyo
tema reiteradamente vuelve. En el principio cartesiano «yo pienso, luego existo», creen
muchos, con Descartes, que se tiene una evidencia o conciencia inmediata de un sujeto
o sustancia que es el «yo» pensante. Nada más ilusorio. Se quiere deducir del hecho de
pensar la realidad del sujeto «yo» que piensa: «se piensa, luego hay una cosa que
piensa». Pero esto «es dar ya por verdadero a priori la creencia en la idea de sus-
tancia», de una sustancia que piensa. Para Nietzsche, en cambio, lo único que aparece
en la conciencia es la actividad de pensar: se piensa. Tanto el sujeto como el objeto son
puestos por el pensamiento, en virtud de un hábito gramatical que a la acción atri-
buye un actor, de un sujeto, pero tal sujeto no existe, es fruto de la acción de pensar.
De ahí procede Nietzsche a la negación de toda suerte de realidades ontológicas:
sustancia, cosa, materia, accidente, alma. La creencia en todas ellas sería el resultado
de la noción del sujeto, de la creencia en el yo como sujeto. Pero la idea de sujeto es
una ficción o apariencia. La conciencia inmediata es sólo de los «hechos» o fenómenos
del pensar, del sentimiento, etc. El pensar es el que pone tanto el «sujeto» como el
«objeto», como condiciones del mismo en virtud de una necesidad lógica de la razón de
un hábito gramatical por el que atribuimos la acción a un sujeto. «Sujeto», por lo tanto,
es la ficción resultante de reducir a la unidad los diferentes estados de conciencia,
atribuyéndolos a un agente interior como efecto de una causa.
Pero las ideas de sustancia, de realidad, de cosa, de ser, nacen todas de nuestro
sentimiento del «sujeto». La primera sustancia es el «yo» como sujeto, al que atribuimos
como al agente (la causa o el sujeto) de todas nuestras acciones. Después proyectamos
esas nociones metafísicas a los fenómenos exteriores. Son, por consiguiente, pre-
suposiciones de la razón, «postulados lógico-metafísicos», sin base en los datos de la
experiencia. Estas nociones ontológicas tienen, pues, un origen psicológico en la in-
terpretación errónea que hacemos de las acciones y pasiones —diferentes estados de
conciencia—, o de los cambios de nuestro devenir interior. No deben ser trasladadas al
mundo inorgánico —al mundo exterior—, donde aún no aparece tal error (el de consi-
derar un agente como causa del devenir).
La crítica de la causalidad está en conexión con lo anterior y completa la repulsa
de las categorías ontológicas. Nietzsche proclama que «no tenemos experiencia alguna
de las causas» (Hume procedía de manera similar). Su origen está en la convicción
subjetiva errónea que hacemos de nuestra actividad interior —de nuestro pensar—,
en la que nos figuramos actores de una acción. El sentimiento de fuerza y resistencia
que experimentamos al obrar, lo interpretamos como una causa. La voluntad de hacer
algo la tomamos como una causa, porque la acción sigue, y hacemos a la voluntad
responsable de ella. Luego proyectamos al exterior la misma interpretación, inventando
un sujeto actor de todo lo que sucede. Todo ello es pura ilusión. Por lo tanto, «no hay
causa en absoluto», ningún tipo de causa: ni eficiente ni final. Sólo hay hechos, fe-
nómenos —Schein—.
En otras palabras, del error de cosiderar un sujeto agente, un yo interior, exte-
riorizamos ese agente interior y pensamos que también hay en el exterior una causa de
todo devenir. El error parte de nuestro sentimiento del sujeto. Sólo hay hechos, pero no
causas.
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Tampoco existen las causas en el mundo exterior, sino simplemente sucesos. El
concepto de causa es inherente a las nociones de sujeto y, en particular, de la noción de
ser, de la que dependen el resto de categorías metafísicas ficticias, producto de una
ficción ilusoria del lenguaje. La metafísica nos resulta una hipótesis cómoda que nos
permite humanizar y explicar el mundo. Pero no existen sujetos o sustancias —que no
son más que categorías metafísicas; es decir, postulados lógico-metafísicos, ilusiones de
origen interno, psicológico—, y el átomo material es una ilusión. Por tanto, la idea de
causalidad es perfectamente inútil. Así, pues, «no hay causas ni efectos en el mundo
exterior», sino sucesos y una serie de condiciones en los mismos. La interpretación de
la causalidad es una ilusión; la ciencia ha vaciado esta idea de contenido (porque la
ciencia sí cree en las causas). La verdadera inspiración de toda esta «mitología» causa-
lista es siempre la concepción imaginaria del «yo» anímico, del sujeto interior, que todos
nosotros abstraemos de la actividad del movimiento o cambio interior, y lo ponemos
detrás como un agente. Así es como pensamos que también en el exterior hay una causa
de todo devenir. Causa y efecto forman así una hipótesis cómoda «que nos sirve para
humanizar el mundo».
Nietzsche se ha mantenido constante en esta negación radical de la causalidad.
Y, sobre todo, no pierde ocasión de combatir la causa final, toda finalidad en el mundo y
todo obrar finalista en el hombre. Sólo la necesidad ciega y el azar serían los prin-
cipios del gobierno del mundo. El determinismo causalista y el providencial son re-
chazados. Sólo el fatalismo; el azar y el destino, gobiernan el mundo.
De una manera general, Nietzsche se declaró siempre hostil a toda metafísica. «El
mundo metafísico» es llamado «el trasmundo» —Hinterwelt—, «el otro mundo», «el más
allá» —das Jenseits—. Y la creencia en ese mundo ilusorio es puesta como uno de los
síntomas de la enfermedad o decadencia de la mentalidad moderna. Reconoce que es
muy difícil desarraigar de las cabezas de los hombres las creencias metafísicas. Las «hi-
pótesis metafísicas» que los hombres persiguen, como «agradables y preciosas o te-
mibles», son frutos del engaño y del error, basadas en el mismo fundamento de las
religiones, y ya han sido refutadas. El mismo Zaratustra fue algún tiempo de los alu-
cinados por la idea del «trasmundo» o del más allá. Pero después de ser curado le re-
sultaba un tormento «creer en tales fantasmas» y se dirige a los demás hombres para
desengañarles de aquella ilusión metafísica.
Nietzsche se sitúa entre «los impíos y antimetafísicos». Sostiene que la metafísica
«es la ciencia que trata de los errores fundamentales del hombre, pero como si
éstos fueran verdades fundamentales».
La actitud metafísica es, en efecto, totalmente ilusoria; la metafísica es igual a la
«ilógica» —unlogisch—, es decir, lenguaje pervertido. No obstante, se da cuenta de lo
difícil que es desprenderse de las construcciones metafísicas que se han incorporado al
lenguaje y están tan estrechamente unidas a las opiniones religiosas, en las que se
manifiesta el impulso del hombre hacia un futuro mejor. El hombre quiere refugiarse
en el más allá en vez de construir el porvenir. Como en Marx, la crítica de la ilusión
metafísica va unida a la crítica de la ilusión religiosa, de las ideas imaginarias de la
verdad, del ser absoluto, de Dios, con las que el hombre trata de entretenerse y
consolarse. La metafísica es una prodigiosa inconsciencia, una ceguera.
PROPUESTA: EL VITALISMO
¿Qué realidad es la que existe? Para Nietzsche, la única realidad que existe es la de
este mundo sensible que es la manifestación, no simplemente de la voluntad de existir
como pensaba Schopenhauer, sino de la voluntad de poder. Todas las entidades de la
metafísica occidental —Dios, alma y mundo— se han extinguido. Lo que hay es el
mundo sensible y la vida en él contenida. Estas realidades son configuraciones de la
voluntad de poder, que Nietzsche va a identificar con las infinitas combinaciones de las
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finitas fuerzas del universo, que también es finito, aunque eterno. Ella es el hecho más
elemental. Hay que entenderla como algo diferente a la mera voluntad de existir, que es
para Nietzsche conservadora y reactiva, pues sólo se conforma con la mera existencia.
La voluntad de poder, por el contrario, no es una voluntad de conservación, sino de
expansión, de desarrollo del poder: es la pasión por afirmarse de una fuerza. La vida,
que se va a convertir para Nietzsche en el auténtico objeto de reflexión filosófica, es una
manifestación de la voluntad de poder. Su pretensión es afirmarse e imponerse, para
lograr la satisfacción de sus impulsos e instintos. Nietzsche distingue dos tipos de
fuerzas: una fuerza activa, que es la vida ascendente que surge y desea aparecer, y
una fuerza reactiva, que es la vida decadente que desea desaparecer, cansada de
vivir, que desea el más allá, que no es más que la nada.
La vida en general, y el ser humano en particular, son algo cambiante, no tienen
una esencia fija y determinada. Están en continua transformación y lucha por impo-
nerse. Este carácter dinámico de la realidad impide una explicación estática
—científica— del cambio de cualquier realidad. No hay modelos ideales en un mundo
de Ideas, como pensaba Platón, que expliquen el proceder de cualquier realidad hacia la
perfección del modelo. La voluntad de poder no tiene pues un ideal que alcanzar, no
hay racionalidad en su proceder, sino simplemente el ciego e irrefrenable impulso por
imponerse mediante la necesidad fatalista y el azar; no hay causas de ningún tipo, y
menos causas finales.
En El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872) ha puesto
Nietzsche el principio que va a dominar su filosofía. Es el principio de la afirmación de
la vida, de la exaltación infinita de una vida natural, en toda la potencia ilimitada de sus
fuerzas e instintos, sin trabas ni normas que puedan estorbar el impulso des-
bordante del torrente de vida. Nietzsche, enfermo y en continua búsqueda de la salud
y de algo de vida, es el pensador que más ha glorificado la vida, que más ha cantado el
ideal de una vida exuberante, sana y fuerte, de la alegría infinita de vivir.
Esta aceptación de la vida parece algo normal. Pero la vida que ha exaltado
Nietzsche está significada en Dionisos, el símbolo divinizado de su afirmación. Y esta
divinidad naturalista personifica la vida en sus fuerzas elementales, en todos los ins-
tintos primitivos de una vitalidad sensible e irracional. Dionisos, dios del vino y la
embriaguez, se distingue de Apolo, símbolo de la forma bella y de la serenidad racional;
y más aún del racionalismo socrático, que expresa el predominio de la razón sobre los
instintos vitales y la degeneración de la vida.
El ideal de la vida lo ha mantenido Nietzsche de una manera expresa o velada en
todas sus obras. El símbolo de Dionisos le acompaña siempre hasta convertirlo en
bandera de todas sus reivindicaciones, en forma de su pensamiento. «Amar la vida
ciega y locamente», aspirar a la vida, es su clamor más auténtico. No importa que esta
vida sea entendida en sentido dionisíaco, como seguimiento de los instintos de la vida
animal. Al fin el hombre se distingue del ser animal en que quiere con más conciencia lo
que el animal quiere ciegamente.
Si Dionisos es el símbolo de esta vitalidad instintiva, Zaratustra es su profeta.
Zaratustra es «el afirmador de la vida», el heraldo y pregonero de la vida de la natu-
raleza, de sus encantos y goces. Zaratustra dice «sí» a la vida, a una vida del cuerpo
sano y fuerte —algo de lo que Nietzsche carecía—, del que brota como un instrumento
el espíritu, y a todos los goces de los sentidos y el espíritu; los despreciadores del cuerpo
«tienen rencor a la vida y a la tierra».
La vida, para Nietzsche, tiene valor en sí misma, y no hay que buscarle otro
sentido y explicación fuera de ella. Es un valor absoluto, al cual se subordinan todos los
demás valores, pues todo debe ponerse al servicio de la vida. Y ataca a los estoicos, que
querían sujetar la vida imponiéndole una norma: «vivir conforme a la naturaleza».
Pero esto implica introducir la moral en la naturaleza. En realidad, vivir con arreglo a la
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naturaleza debe significar «vivir conforme a la vida», porque cada uno debe ser lo que
es.
La afirmación de la vida es considerada por él en toda su amplitud; no sólo como
aceptación de los goces de la sensualidad, sino también de la desbordante riqueza de
sus fuerzas múltiples, de los instintos egoístas de dominación, de lucha y crueldad,
de los riesgos y dolores que lleva consigo la vida.
Y debe ser no una actitud resignada de los males de la vida, sino aceptación ac-
tiva y creadora, que abandona toda renuncia, todo intento de fuga frente a la vida. Esta
aceptación integral transforma el dolor en alegría, la lucha en armonía, la destrucción
en creación. Porque la vida es el goce de la fuerza creadora y destructora, una creación
constante. Tal concepción de la vida activa, como un conjunto de fuerzas creadoras,
lo transforma pronto Nietzsche en el otro concepto equivalente de voluntad de poder,
como se dijo.
El principio de la vida debe, pues, ser considerado como principio supremo de la
filosofía de Nietzsche, pues para él la vida es el valor absoluto y fontal, ya que el
hombre en su vivir es «creador de valores». Este alcance de principio supremo se hace
patente en cuanto que en nombre de la vida, en su sentido dionisíaco de los instintos
de la vida, va a condenar en adelante todos los valores hasta ahora recibidos: la cultura
«moderna», el arte wagneriano, las filosofías, la ciencia, las instituciones y, sobre todo, la
moral, Dios y el cristianismo. Contra todas esas realidades va a lanzar sus tremendas
imprecaciones, siempre por la constante razón de que son «hostiles a la vida», porque
aniquilan los instintos de la vida, o porque tienden a mortificar la energía vital y
destrozar o empobrecer la vida. Tal es la interpretación posterior que ha dado su pri-
mera obra: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872); en ella ha
querido resaltar el ideal dionisíaco de la vida, contenido en la concepción pagana del
arte, para condenar en su nombre el cristianismo y sus doctrinas morales, que implican
la negación y aniquilamiento de la vida. En esa obra ya descubrió la oposición irre-
ductible existente entre «la afirmación suprema» de una vida exuberante y las filosofías
de moda, que representan el instinto de decadencia y negación de la vida.
Estos acentos resuenan en los más diversos tonos en los escritos de Nietzsche. El
«ideal ascético» en general y el «sacerdote ascético» que predica la mortificación de la
sensualidad y del orgullo son implacablemente fustigados como contrarios al vigor y
fuerza viril de una «vida animal». El ideal ascético significa «la vida contra la vida»,
una contradicción en sí mismo. Dios mismo es «enemigo de la vida», porque niega
todas las aspiraciones de la vida, y la moral cristiana predicada en nombre de Dios
representa para él la insurrección contra la vida, la negación de la vida. Y en el Anti-
cristo (1888) truena aún más furiosamente contra el cristianismo, porque ha hecho una
guerra mortal a todos los instintos fundamentales de una vida fuerte, porque su moral
representa «una castración contraria a la naturaleza», porque coloca el centro de
gravedad de la vida, no en la vida, sino en el más allá, que es la nada —nihilismo—.
No cabe duda que la filosofía de Nietzsche es, ante todo y sobre todo, una filosofía
de la vida, un vitalismo. El principio general de la vida prima sobre todos los demás
aspectos de su concepción filosófica, y es la raíz de todas sus demás afirmaciones y
negaciones.
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Sobre estos supuestos no puede construirse más que una concepción del hombre
de signo netamente materialista. Así es, sin duda, la de Nietzsche, no obstante ir
envuelta a veces en altos vuelos espiritualistas. Destaquemos algunos de sus rasgos
principales, sobre todo de orden ontologico.
El hombre es considerado ante todo como individuo en diversos grados de per-
sonificación. Lógicamente, en la doctrina de Nietzsche casi no es posible hablar de in-
dividuos, y así llegó a decir que «el concepto de individuo es falso», ya que se da sólo
un sistema de fuerzas en continuo devenir. «El continuo devenir no nos permite hablar
de individuos, etc.; el número de los seres cambia constantemente». Sólo por el
procedimiento de la razón, que inmoviliza este mundo en devenir, tenemos el conoci-
miento del individuo como una interpretación o visión perspectiva que se construye de
«meras apariencias». Es igualmente falsa la idea de especie, porque los individuos no
son totalmente iguales, pues se encuentran en diversos grados, más o menos sensibles,
del proceso de su evolución.
Pero, no obstante este fondo de su fenomenismo perspectivista, Nietzsche habla
continuamente de los individuos, de la formación de individualidades fuertes y pode-
rosas. Su visión social es en extremo individualista; la masa, la multitud gregaria debe
estar al servicio de los individuos superiores, de la formación del superhombre.
La estructura ontológica del hombre es la de ser un cuerpo viviente. Nietzsche
proclama siempre «el punto de partida del cuerpo y de la fisiología» para el verdadero
conocimiento e idea del hombre. Es «el hilo conductor del cuerpo», que confiere unidad a
toda la combinación de fuerzas vivientes del individuo, el fenómeno más rico e in-
mediato, el que suple con creces al antiguo concepto de «alma» o de «espíritu» para la
comprensión de nuestra vida. El cuerpo es el que constituye «nuestro verdadero ser»,
no el alma. Zaratustra manda escuchar la voz del cuerpo sano, que habla «con más fe y
pureza» que los despreciadores del mismo, y por eso el sabio grita: «Yo soy cuerpo todo
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entero y nada fuera de él». Ello no impide que dialogue Nietzsche con su propia alma,
que es un diálogo consigo mismo.
Tal es la tesis materialista fundamental de nuestro autor. Nietzsche rechaza
constantemente todo dualismo de alma y cuerpo, desde sus primeros escritos. Ya
en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1872) considera una «grosería
antifilosófica», la antítesis popular y totalmente falsa del alma y del cuerpo, que no
resuelve los problemas estéticos. Más tarde envuelve la negación del alma en la general
repulsa de la realidad del sujeto, de la sustancia, del átomo, puesto que el alma es lo que
designa de ordinario al yo o sujeto. En los últimos escritos, sus negaciones del alma
mortal o inmortal se hacen todavía más explícitas y frecuentes.
Establecido este materialismo antropológico que reduce todo a la corporeidad,
queda por explicar el conjunto de fenómenos y actividades espirituales, que Nietzsche
indudablemente admite, y de las cuales es todo su discurso.
Este cuerpo viviente del hombre, que es un fenómeno múltiple y una combina-
ción de fuerzas, está compuesto de fuerzas inferiores y superiores que son las fuerzas
biológicas y psicológicas, reducidas a la unidad por la voluntad de poder. No hay una
distinción fundamental entre ellas como entre dos planos superpuestos, pues la psi-
cología es una prolongación de la fisiología. Nietzsche también rechaza el paralelismo
psicofisiològico, como si lo psíquico y lo físico fueran dos caras de una misma sustancia,
que no existe.
Nietzche no ha elaborado una psicología científica, no tiene una doctrina desarro-
llada de todos esos elementos del mundo interior o psíquico, sino un conjunto de ideas
dispersas sobre una tendencia y fondo netamente biologistas. Todas esas fuerzas y
funciones están al servicio de la vida animal, de la conservación y desarrollo del or-
ganismo viviente. Este biologismo se extiende a todo el ámbito del conocimiento y de los
sentimientos, así como de la apreciación de los valores superiores estéticos, morales y
religiosos, como se dirá. Todos ellos se ordenan a la afirmación de la vida animal con
sus instintos, sirven como instrumentos a las funciones animales del hombre, tantas
veces designado por él como animal.
La vida consciente sería en cierto modo accidental al individuo, al desarrollo de la
persona. Podríamos vivir, pensar, sentir, querer y obrar «sin tener necesariamente
conciencia de todo esto». Por ello la conciencia no forma parte de la existencia
individual, sino que pertenece a la naturaleza de la comunidad y del rebaño, o al
hombre en cuanto comunicativo e inventor de signos. La vida consciente se desarrolla
a través de innumerables fallos y errores que harían desaparecer la vida «sin el lazo
conservador de los instintos y su influencia sobre el conjunto». La vida pensante y vo-
lente podría continuar aun sin «ese espejo» de la reflexión consciente. Nietzsche cree que
la vida inconsciente, el saber instintivo, son superiores a lo consciente. A ejemplo
del pensamiento mítico, los sueños son una interpretación de los hechos inconscientes.
La razón, el intelecto con sus productos del pensamiento, de la ideación, del juicio
y razonamiento han recibido aún trato más desfavorable en el extremo irracionalismo
de Nietzsche. Desde luego, la razón como facultad ha sido incluida en la negación de
todas las categorías ontológicas y de todo causalismo. No hay razón que piensa, como
no hay sujeto, ni yo pensante, ni alma, se le ve pronunciar con frecuencia. Sólo existen
fuerzas y actividad de pensar, como hechos o fenómenos psíquicos. «Se piensa», y de
ahí no se puede deducir, como hacía Descartes, un yo o sujeto causa del pensar, sino
sólo el pensamiento como un hecho, una realidad apariencial.
No es extraño que se asigne al pensamiento, como a todos los demás hechos del
espíritu, un origen material, por simple evolución de las fuerzas orgánicas, como todas
las demás funciones que se desarrollan en el organismo para la conservación de la
vida. Los textos son explícitos sobre este punto. La conciencia es la evolución última
del sistema orgánico. El pensamiento es un segundo grado del mundo de los fenó-
menos, y sus productos lógicos, como leyes del pensar, son resultado de la evolución
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todos las trabas de la moral y de todos los valores recibidos. Una de sus obras es «un
libro para los espíritus libres». Y la absoluta libertad para el bien y el mal, para ejercer la
obra creadora y destructora a la vez del vivir, es proclamada en todos los tonos.
Ello parece una contradicción patente entre la teoría y la praxis de la concepción
nietzscheana. No es extraño, pues también ha admitido la contradicción en el proceso
del devenir.
10. El problema de la moral: «la moral de los señores» frente a «la moral de los
esclavos»
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EL MÉTODO GENEALÓGICO
Todo el problema moral se centra para Nietzsche sobre la naturaleza del bien y del
mal; de su distinta valoración derivan los demás valores y conceptos morales. Y para
mostrar el «error» de toda nuestra moral, sostenida durante milenios, quiere hacer ver el
falso origen de los conceptos del bien y del mal, totalmente contrario al sentido
original de los mismos.
Para ello adopta su método «genealogista», es decir, del descubrimiento históri-
co-genético de dichos conceptos. Detesta el método «deductivo» o de razonamiento,
usado durante siglos por los filósofos. La lógica deductiva para nada sirve, pues parte
siempre de falsos presupuestos. Él quiere destruir la falsedad de toda la moral,
descubriendo el origen espurio —falso— de dichos conceptos de lo bueno y lo malo. El
método genealógico le fue sugerido por la obra de su amigo el positivista Peter Rée, Del
origen de los sentimientos morales (1877), que siguió en esto a los «genealogistas ingleses
de la moral», los cuales indagaban el origen psicológico de nuestros valores morales.
Estos eran moralistas utilitarios; pero si bien la utilidad es un fundamento general de lo
bueno, no atacaban el problema moral en su raíz y mantenían la creencia en la moral.
Nietzsche persigue su método genealógico por un doble modo: el primero es «el
punto de vista etimológico», mientras que el segundo es el del origen histórico de las
nociones del bien y del mal. Ambos llegan a resultados convergentes.
Respecto del primero, descubre que ha habido «una transformación de ideas»
respecto de las primitivas designaciones de lo bueno y lo malo en todas las lenguas.
Porque lo «bueno» significaba originariamente «lo distinguido en el rango social», lo que
era «noble» y privilegiado. Y de modo paralelo se terminó por transformar las nociones
de «vulgar», «plebeyo», «bajo» en la de «malo».
La segunda vía, la histórica, se adentra más en este origen oscuro de los conceptos
del bien y mal y de la moral entera. Distingue dos períodos en la evolución de la
moral:
a) Uno es el período premoral, que es el período prehistórico, el más largo tiempo
de la historia humana. Este período coincide con la condición individualista, anárquica
y preestatal del hombre primitivo. No olvidemos que, según Nietzsche, el hombre ha sur-
gido, por evolución, del animal y, en último término, de la materia. En este estado, el
apetito del placer o de evitar el displacer del individuo era la norma suprema del obrar.
El valor de las acciones se medía por sus consecuencias, útiles o dañosas. En tal si-
tuación preestatal, los hombres mataban a otros, si era preciso, cuando los demás eran
obstáculo para la satisfacción de las necesidades de conservación. Tales acciones, lla-
madas ahora «malas», eran motivadas por el deseo del placer o de rehuir el dolor; por lo
tanto, no eran malas moralmente.
Para los hombres primitivos, pues, bueno es todo lo que favorece a la naturaleza y a
sus fuerzas regulares y bienhechoras, lo que se hace sin daño del individuo o causa
alguna utilidad. Lo malo es sólo accesorio, lo que causa miedo, como el azar, lo incierto
y repentino. Se trata sólo de lo malo físico, pues no ha entrado aún en lo moral. En tal
condición natural, «el hombre obra siempre bien. Nosotros no acusamos de inmoralidad
a la naturaleza cuando nos envía una tormenta o nos moja. ¿Por qué llamamos inmoral
al hombre que hace daño?». Siguiendo su instinto de conservación, «todo lo que hace el
hombre siempre hace bien, es decir, siempre hace lo que le parece bueno (útil)» para
engendrar un placer o evitar un dolor, pues «todo placer en sí mismo no es ni bueno
ni malo».
b) El segundo período es el de la moral de las costumbres. Ésta surgió con la
aparición del Estado, cuando los hombres se reunieron en sociedad. En las condiciones
anteriores al Estado los individuos poderosos trataban con dureza a los demás para
asegurar las condiciones de su existencia. El Estado apareció, por lo tanto, cuando un
individuo o un grupo de individuos sometieron a la masa de los débiles y les impusieron
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Es, por ello, una moral nihilista —nihil significa «nada»—. Es una moral en la que han
triunfado los valores del dios Apolo y han sido derrotados los valores del dios Dionisos:
la moderación frente a la desmesura, la vida sometida a normas frente a la vida libre, la
represión de los instintos frente al frenesí de las pulsiones vitales.
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Para Nietzsche, debe producirse una nueva transmutación de los valores que
devuelva el predominio a la moral de los señores, y en la que vuelvan de nuevo a con-
siderarse «buenos» los valores de esta moral frente a los valores de la moral de los es-
clavos. Los débiles han impuesto su moral en Occidente. La prueba de ello son el cris-
tianismo y el socialismo. Con «la muerte de Dios» y de los nuevos dioses como el Estado
—que es el dios del socialismo—, debe volver a prevalecer la moral de los fuertes, que es
la moral de la vida.
El balance de La genealogía de la moral (1887) es que dos mil años de cristianismo,
de metafísica platónica y de ciencia mecanizadora e instrumentalizadora han servido
para debilitar a los más fuertes y sanos de modo que los más débiles ejercieran el
poder. Con ello se ha impedido que las fuerzas afirmativas de los individuos más sanos
y con una voluntad de poder más enérgica organizaran la dinámica social contrarres-
tando el inmovilismo y la mediocridad. Y, teniendo en cuenta los procedimientos de
«educar» que Nietzsche recuerda como procedimientos de una tiranía, no tiene nada de
extraño que el instinto de rebaño pueda ser para el hombre europeo, como dice
Nietzsche, todavía el más fuerte, al haber sido grabado a fuego durante siglos. Éste es,
en definitiva, el contexto a grandes rasgos de la propuesta crítica de Nietzsche, de
acuerdo con la cual el cambio de todo esto, o sea, la superación del nihilismo, tendría
que empezar por una labor de saneamiento de los instintos.
José Ramón Ayllón hace notar en la p. 85 de su Introducción a la ética (ed. Pa-
labra) que Calicles, uno de los personajes del diálogo Gorgias de Platón —que parece
que no existió en realidad—, había defendido ya, con más de dos mil años de antelación,
la autoridad natural del fuerte sobre el débil, sin necesidad de leyes y principios mo-
rales: «Durante demasiado tiempo, el hombre ha contemplado con malos ojos sus in-
clinaciones naturales, de modo que han acabado por asociarse con la mala conciencia.
Habría que intentar lo contrario, es decir, asociar con la mala conciencia todo lo que se
oponga a los instintos, a nuestra animalidad natural. ¿Pero quién es lo bastante fuerte
para ello?. Algún día, sin embargo, en una época más fuerte que este presente co-
rrompido, vendrá un hombre redentor, que nos liberará de los ideales y será vencedor
de Dios y de la nada».
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vida. El socialismo predica la igualdad y mata así la diferencia propia de la vida. Ataca
la libertad y antepone a ésta la igualdad, prometiendo una sociedad igualitaria que es el
fin de todo progreso. Además, entroniza al Estado, que es una entelequia, un concepto
abstracto, que dicta normas que determinan la vida de los individuos y oprimen su li-
bertad. El socialismo, al igual que el cristianismo, surge por la envidia del débil que no
pudiendo vivir la vida del fuerte quiere encadenar su libertad y evitar cualquier dife-
rencia.
La democracia es para Nietzsche el gobierno del rebaño, de los débiles, que se
agrupan para contrarrestar y doblegar a los «espíritus libres» pretendiendo la igualdad
de todos.
LA CRÍTICA AL CRISTIANISMO
a) Una desvalorización del mundo terreno, por el aprecio del más allá.
b) El extravío de los instintos más fuertes.
c) El ensalzamiento de valores mezquinos como la obediencia, el sacrificio y la
humildad, propios del rebaño.
d) El concepto de pecado, que aniquila la vida y sus impulsos, pervirtiéndola de
raíz, haciéndola desgraciada y retraída.
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Karl Marx vivió en el siglo XIX y desarrolló su filosofía en la segunda mitad de dicho
siglo. La filosofía de Marx fue una reacción contra el idealismo absoluto de Hegel, pero
además el pensamiento marxista es hijo de su tiempo.
El siglo XIX fue muy agitado y las estructuras del Antiguo Régimen se tambalearon,
dando paso a una nueva sociedad. La generalización progresiva de la revolución in-
dustrial en los países del continente europeo, importada desde Inglaterra, dio lugar a la
sociedad capitalista industrial y a una nueva división de clases sociales: frente a la
burguesía capitalista surgió un proletariado industrial que se organizó para la de-
fensa de sus derechos. El siglo estuvo salpicado de tensiones sociales —revoluciones
liberales de 1820, 1830 y 1848— entre el movimiento obrero y la burguesía que con-
trolaba el poder político. Ésta era la burguesía que había derrocado al absolutismo
político, que había impulsado la revolución industrial y que se había lanzado a la
conquista del mundo colonizando gran parte del planeta. Los países europeos, con
Inglaterra a la cabeza, se repartían el mundo. Sin embargo, las estructuras sociales no
eran todavía un ejemplo de libertad, igualdad y fraternidad como los revolucio-
narios franceses habían reclamado. No todos podían participar en los sistemas polí-
ticos. Incluso, en muchos países europeos, se produjeron involuciones que pretendieron
restaurar los regímenes monárquicos. Tampoco todos disponían de los mismos medios
económicos. Las diferencias de clase eran muy agudas. Particularmente mala era la
situación del proletariado industrial, de las mujeres y los niños, obligados a trabajar en
las industrias durante largas jornadas laborales a cambio de ínfimos salarios.
Fue en este contexto en el que Marx (1818-1883) desarrolló su filosofía, partici-
pando, además, en el movimiento obrero y en la Internacional Socialista, para la que
redactó, junto con Engels, el Manifiesto comunista (1848). Marx había nacido en Tréveris
(Alemania) y pertenecía a una familia burguesa de origen judío, aunque fue bautizado
en la Iglesia Evangélica. Pronto abandonó toda creencia religiosa llegando a considerar
la religión como el «opio del pueblo». En su obra La Sagrada Familia (1845) podemos
encontrar una crítica a la religión redactada bajo la influencia de la Esencia del cris-
tianismo de Feuerbach (1840). Pero Marx se distanció de Feuerbach, como se refleja en
sus Tesis sobre Feuerbach (1845). En la universidad de Berlín entró en contacto con la
filosofía hegeliana, adscribiéndose intelectualmente a la denominada «izquierda he-
geliana». Esta corriente hacía una interpretación más progresista del pensamiento de
Hegel y no consideraba que el proceso dialéctico de la historia estuviera ni mucho
menos acabado. La realidad del proletariado y las injusticias sociales que aún persistían
eran la prueba de que no se había logrado la racionalidad absoluta, es decir, la li-
bertad de todos. Esta crítica a la filosofía de Hegel queda recogida en sus obras La
ideología alemana (1846) y La miseria de la filosofía (1847).
Marx renunció a seguir el camino que su familia le tenía preparado como abogado
y prefirió la profesión periodística, la crítica social y la reflexión filosófica, además del
activismo revolucionario que le deparó muchos problemas con los gobiernos estable-
cidos. Tuvo que huir de Prusia y de otros varios países, como Francia, hasta que fi-
nalmente recaló en Inglaterra, donde pudo sobrevivir gracias a la ayuda de su amigo y
colaborador F. Engels. En Londres dispuso de libertad y tiempo para el estudio y la
investigación. Allí conoció la obra del economista británico Adam Smith al que consi-
deró el principal representante teórico del capitalismo. La respuesta a Adam Smith
fueron sus obras La Crítica a la economía política (1859) y El Capital (1867).
Marx murió en 1887, sin ver realizadas ninguna de sus predicciones, pero dejó
realizado un trabajo teórico que le ha convertido en uno de los más influyentes pen-
sadores del mundo contemporáneo por sus decisivas contribuciones a la filosofía, la
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Esta síntesis puede ser tomada como nueva tesis e iniciarse otra vez el proceso
dialéctico. Pero la dialéctica se puede aplicar no sólo a realidades naturales, sino a
cualquier realidad. Así, por ejemplo, a la triple realidad que constituyen la ley, que
manda no robar (tesis), el delito o robo (antítesis o negación de la tesis) y la pena o
castigo por el robo que sirve para restaurar la ley y condonar el delito (síntesis o re-
conciliación de los contrarios).
Pero éstos son ejemplos aislados de procesos dialécticos que nos ofrecen una ex-
plicación parcial de la realidad. Para que realmente lleguemos a comprenderlos deben
quedar encuadrados dentro de un devenir dialéctico más amplio. La descripción de
este devenir constituye el objeto de la filosofía de la historia, que se convierte de este
modo en la ciencia fundamental. Esto es así porque, para Hegel, todo cuanto sucede
forma parte de un proceso necesario y dialéctico que persigue un objetivo, que no es
otro que la autorrealización de la razón. Esta razón recibe en la filosofía de Hegel di-
ferentes denominaciones: es el Absoluto, el Espíritu, la Mente, el Espíritu Absoluto,
Dios, etc.
Esta terminología deriva de la identificación que hace Hegel entre razón y realidad,
espíritu y naturaleza, Dios y mundo, etc., debido a su «idealismo absoluto», según el
cual «todo lo real es racional y todo lo racional es real». No cabe diferenciar entre
pensamiento y realidad. Tampoco cabe distinguir entre Dios y el mundo, pues todo es lo
mismo, como ya sostuviera Spinoza. Este panteísmo implica que lo que se desarrolla en
la Historia es Dios, o lo que es lo mismo, el Espíritu a la búsqueda de su propia «au-
torrealización». Esta «autorrealización» consiste en el logro de la racionalidad abso-
luta, es decir, en la superación de todos los conflictos y contradicciones, que equivale a
la consecución de la libertad. Ésta se alcanza, según Hegel, con la llegada al Estado
absoluto, único sistema político en el que se produce la identificación entre el indi-
viduo y la colectividad: es decir, la identificación del «yo» con el «nosotros» y del «no-
sotros» con el «yo», superándose así las situaciones anteriores antitéticas, en las que
imperaba la colectividad —Grecia y Roma— o el individuo —cristianismo y Época Mo-
derna—.
Todo el proceso de la Historia es, además, necesario. No hay mal alguno en la
Historia, pues todo lo que sucede ha de suceder, y tendrá su sentido y justificación
cuando se alcance la «suprema reconciliación» entre el «yo» y el «nosotros». Éste es el
auténtico fin de la Historia, que coincide con la «autorrealización del Espíritu».
Marx no estaba plenamente de acuerdo con esta visión hegeliana de la Historia por
varias razones:
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A pesar de estas diferencias, Marx se vio influido por Hegel. Varias fueron las ideas
que Marx recogió de Hegel:
El puente que une a Marx con Hegel es Feuerbach, por lo que vale la pena dedicarle
una atención especial. Ludwig Andreas Feuerbach fue un claro representante de la
denominada «izquierda hegeliana». Se alejó de su maestro, Hegel, al considerar el
sistema hegeliano como una construcción ajena a la realidad sensible. La realidad ha de
ser entendida sensiblemente, y no en modo conceptual. Con las abstracciones hege-
lianas el hombre se ha alienado de sí mismo, de su inmediatez. El hombre no es para
Feuerbach un ser racional, sino un animal que percibe, siente y se afana. Esta
prioridad de lo sensible en el ser del hombre se pone en evidencia en su célebre frase: «el
hombre es lo que come». Ahora bien, este materialismo de no debe ser entendido en un
sentido demasiado simple: en Feuerbach el materialismo no significa que la base de
toda actividad humana, incluidas las intelectuales, tiene un fundamento material. Di-
fiere del materialismo clásico: si para éste último la materia es todo el edificio, para
Feuerbach es sólo el fundamento.
Desde esta inversión materialista del sistema, Feuerbach lanza contra el hege-
lianismo la acusación de ser teología. En su obra La esencia del cristianismo (1840)
arremetió contra la creencia religiosa, considerándola como la principal causante de la
situación de alienación del sujeto. Para Feuerbach, el único Dios del hombre es el
mismo hombre Homo homini Deus. En la oración el hombre habla a Dios como el «tú»,
con lo que declara solemnemente a Dios como su otro yo. Este Dios apostrofado como
tú es el deseo realizado del corazón y sentimientos humanos. El sentimiento es Dios. En
la oración el hombre manifiesta sus deseos en la confianza, mejor en la certeza, de que
será escuchado. Pero el ser que cumple estos deseos no es otro que «el oído que se da a
sí mismo». El hombre se convierte en un ser sumo, en la medida de todas las cosas y de
la realidad. La verdadera infinitud del hombre consiste en la humanidad que trasciende
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La obra de Marx se gesta igualmente en diálogo crítico con diferentes teorías polí-
ticas. Son las siguientes:
a) El conservadurismo apoyaba la Restauración, es decir, la vuelta al sistema
anterior a la Revolución Francesa frente a las ideas liberales que apoyaron la Revolu-
ción. Pretendía conservar los valores vigentes en el Antiguo Régimen: la monarquía, la
influencia de la Iglesia, el sistema estamental de privilegios, las corporaciones profe-
sionales, etc.
b) El liberalismo había surgido con J. Locke en el siglo XVII y fue desarrollado por
Montesquieu en el siglo XVIII, con su conocida teoría de la división de los poderes: le-
gislativo, ejecutivo y judicial. El siglo XIX tiene en J. Stuart Mill el más importante re-
presentante. El liberalismo se posiciona contra las tesis conservadoras y postula un
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hasta su entera personalidad. Por eso, en El espíritu del cristianismo y su destino (1799)
Hegel considera que la alienación es sinónimo de esclavitud y de opresión, que viene
contrapuesta al estilo de vida de la libertad.
La teoría de la alienación también es aplicada por Hegel al campo moral. También
aquí la crítica despiadada se dirige contra el legalismo del pueblo judío y el moralismo
cristiano, que sitúan al hombre en condición de esclavitud moral, en dependencia ab-
soluta de un Dios dominador
La categoría de la alienación en Marx es semejante en lo esencial a lo que es en la
filosofía hegeliana, de la que está directamente tomada. En Hegel, la alienación es el
momento dialéctico de la «diferencia», de la escisión entre el sujeto y la sustancia. En
la dialéctica fenomenológica de la conciencia, la alienación es el proceso por medio del
cual el yo-sujeto proyecta al yo-sustancia fuera de sí, que pasa así a ser exterior a sí
mismo, lo cual expresa muy bien el término exteriorización. Así, «la conciencia des-
dichada» se separa de su yo y lo proyecta en un absoluto ideal, lo cual equivale para
Hegel a reificarle. Del mismo modo que la conciencia en general, la conciencia histórica,
religiosa y política, recorren, según Hegel, múltiples alienaciones para enriquecerse con
las determinaciones sucesivas.
En Marx, la alienación o enajenación tiene un sentido menos general y, sobre todo,
un carácter peyorativo, histórico o real, concerniente no a la «idea», sino al hombre
concreto que Feuerbach había descubierto. Se trata de situaciones en que el hombre se
ha perdido o enajenado a sí mismo. Ya no son situaciones por medio de las cuales el
hombre adquiere un nuevo contenido al exteriorizarse. Mientras que, según Hegel, el
paso por las experiencias de exteriorización es el progreso indispensable, para Marx la
alienación es una pérdida por las determinaciones o las objetivaciones; es el tipo
general de las situaciones del sujeto absolutizado que se ha dado un mundo propio y
formal, del que hay que salvarle. En este sentido, la captación de las alienaciones
equivale a la denuncia moderna del malestar del hombre, y la solución para Marx está
en la reducción de las alienaciones o recuperación del hombre en su ser verdadero.
Y a través de la crítica de las alienaciones Marx ha llegado a la posesión del
método más amplio, que es la dialéctica, y a la construcción de una filosofía que, aun
permaneciendo crítica y dialéctica, obtendrá una forma de sistema.
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LA ALIENACIÓN ECONÓMICA
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LA ALIENACIÓN SOCIAL
LA ALIENACIÓN POLÍTICA
LA ALIENACIÓN IDEOLÓGICA
La conciencia del ser humano —lo que piensa— depende de las condiciones
materiales de la vida. El proletariado se encuentra alienado ideológicamente porque la
ideología dominante es la de la clase dominante. Tanto la filosofía como la religión han
contribuido, hasta ahora, a mantener esta alienación.
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Fue Engels, más bien que Marx, quien sistematizó la filosofía del materialismo
dialéctico a raíz de una polémica con el economista Carlos Eugenio Düring. Desde
1873, cuando por el fracaso de la I Internacional (1864-1876) Marx se retira casi por
completo de la vida pública, Engels se encarga de la defensa y propagación del mar-
xismo, abandonando su actividad industrial. Sin embargo, en 1876, el genio y econo-
mista Eugenio Düring se hacía preponderante en la social-democracia y disolvía con su
crítica aguda las tesis marxistas. Hubo entonces Engels de dedicarse a la crítica de las
ideas de aquél. Los artículos fruto de esta crítica fueron reunidos en una obra co-
múnmente conocida como Anti-Düring (1877). De la crítica negativa contra Düring tomó
ocasión Engels de exponer de modo más o menos coherente el materialismo dialéctico
y las bases teóricas del nuevo socialismo comunista. La obra fue sometida a la apro-
bación de Marx.
Vale la pena efectuar algún comentario con respecto a Eugenio Düring. El P.
Teófilo Urdánoz dice de él que «no se trata del cretino que aparece en los violentos
insultos de Engels, sino de una inteligencia preclara y un escritor de cultura enciclo-
pédica que encendía el entusiasmo y admiración de la juventud» (Historia de la filosofía,
volumen V, BAC, pp. 81-82). Con ayuda de Bernstein, sus ideas van ganado terreno en
la social-democracia. Pero a finales de 1878 es ya franca su ruptura con ésta, y desde
entonces combatió violentamente el socialismo. El socialismo de Düring se distingue
netamente del marxismo por la acentuación del valor de la persona y por su repulsa
de la revolución y de la lucha de clases. Más bien trató de conciliar el liberalismo
económico con las exigencias de la justicia igualitaria socialista. Su sistema sociali-
tario es una primera tentativa de mediación y síntesis entre socialismo y liberalismo.
En religión fue ateo.
Marx no desarrolló demasiado su teoría de la naturaleza. Sin embargo, de su
pensamiento se derivan algunas ideas generales que inspiraron el trabajo de Engels,
que fue quien elaboró de un modo más completo la explicación marxista sobre la rea-
lidad natural. Para Marx la única realidad que existe es la materia. No existe, pues, la
idea o el espíritu del que habla Hegel. De la materia proviene la vida y de ésta el ser
humano. El paso de la materia a la vida y de la vida al ser humano se produce por
evolución dialéctica. Esto quiere decir que la materia es dinámica y contiene en sí la
ley de su futuro desarrollo. Nada sucede por azar, sino en virtud de una serie de leyes
dialécticas:
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En conformidad con sus principios, Marx se apresta con redoblado vigor, en unión
de su compañero, a la actividad en el terreno práctico revolucionario. El propósito era
ya la fundación de un movimiento o partido internacional comunista para el de-
rrocamiento de la burguesía, el establecimiento del poder en la clase obrera y la creación
de la futura sociedad comunista. Para ello habían fijado la atención, desde la época de
París, en la «Liga de los justicieros», organización de emigrados alemanes cuyo centro
dirigente se hallaba en Londres. Con tenaz habilidad consiguieron atraer a los ele-
mentos más revolucionarios de la liga a su ideología y apoderarse de sus resortes, ale-
jando de ella a socialistas y comunistas utópicos, como Weitling. En 1847 Marx se
inscribe en la liga, y en el verano tiene lugar el primer congreso en Londres, que aprueba
los nuevos estatutos redactados por Marx. Con ellos se reorganizaba en asociación
comunista, con comunas, comité central y congreso. También se sustituyó la divisa del
socialismo utópico: «Todos los hombres son hermanos», por la consigna revolucionaria
«¡Proletarios de todos los países, unios!»
Así nació la Liga de los comunistas, nombre que entonces adoptó. El segundo
congreso, de noviembre-diciembre de 1847, encargó a Marx y Engels redactar el pro-
grama del nuevo partido comunista. En breve redactaron el Manifiesto del partido
comunista, suscrito por ambos líderes y que fue publicado en alemán (Londres 1848) y
en francés (París 1848) poco antes de la revolución de junio de 1848. Es el documento
programático que, como dice Engels, «ha dado la vuelta al mundo y servido de guía a los
movimientos proletarios de los más diversos países». La descripción, breve y popular, de
la dialéctica del proceso materialista se centra en la formación fatal de las dos clases
antagónicas: «la burguesía», nombre ya usado en el siglo XVIII y en Hegel, en adelante
consagrado para significar todos los propietarios de medios de producción o capitalistas
—«capitalismo» es palabra de invención de Marx— y que emplean trabajo asalariado, y la
clase proletaria de los asalariados. Su antagonismo se ha de desarrollar en la lucha de
clases «hasta el momento en que se transforma en una revolución abierta, y el proleta-
riado, derrocando por la violencia a la burguesía, implanta su dominación». Marx esboza
aquí el concepto de «la dictadura del proletariado», o la conquista del poder por la clase
obrera mediante la revolución, como medio para instaurar la futura sociedad sin cla-
ses, sin poder político y en régimen de propiedad comunista. Pero será en su obra Crítica
del programa de Gotha (1875) donde Marx formule y desarrolle netamente su teoría de la
«dictadura del proletariado», o conquista del poder político por la clase obrera, como
primera etapa en la realización del comunismo.
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a) Las «fuerzas o medios de producción», que son los elementos que se utilizan
en una determinada sociedad para la producción de los diferentes productos:
«Los medios materiales de producción que sirven para producir.» Se in-
cluyen dentro de los medios de producción diversos elementos: los recursos
naturales de que se dispone, las herramientas, las máquinas, los conoci-
mientos y habilidades del hombre, la mano de obra, la fuerza del trabajo que se
emplea, las diferentes técnicas, etc.
b) Las «relaciones de producción» o de propiedad. Son las relaciones jerár-
quicas que se establecen entre las personas según su posición dentro del sis-
tema económico. Vienen dadas por el modo en que está organizado el trabajo
productivo y dan lugar a situaciones de dominación o subordinación de-
pendiendo del puesto y papel que cada cual desempeña dentro del sistema
económico. Estas relaciones se establecen, básicamente, entre los que son
dueños de los medios de producción —que son los que dirigen el sistema
económico o productivo— y los que emplean su fuerza de trabajo —que son los
dirigidos dentro del sistema económico—.
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ciedad. Marx consideraba que tanto la organización del Estado como el sistema
de leyes están en consonancia con la infraestructura económica. El poder
político siempre ha estado en manos de los propietarios de los medios de
producción y las diferentes legislaciones siempre han sido coherentes con el
sistema económico y protectoras del mismo.
c) La «superestructura ideológica». Está constituida por el conjunto de creen-
cias, formas de pensamiento o ideas que se tienen en una determinada so-
ciedad. Estas creencias o ideas se manifiestan no sólo en la filosofía, sino
también en el arte, la literatura o la religión. La superestructura ideológica es
cómplice de la alienación política.
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grados en ella» (Jacobo Muñoz, Filosofía de la historia, Biblioteca Nueva, Madrid, 2010,
p. 238).
Marx no elaboró nunca una filosofía especulativa ideológicamente orientada de la
historia al modo de la agustiniana o de la hegeliana. La teoría marxiana de la historia
—en realidad una filosofía crítica de la misma— apenas fue desarrollada, cuanto menos
sistemáticamente, por el autor de El Capital. Sus años de madurez estuvieron dedicados
a la elaboración in extenso de su «crítica de la economía política», a la que fue muy
pronto animado por Engels —éste publicó en los Anales franco-alemanes (1843) un
Esbozo de crítica de la economía política que animó a Marx a estudiar economía, con el
conocido resultado inicial de sus Manuscritos filosófico-económicos de 1844, que no
verían la luz hasta 1932, fecha de su publicación por Landshut y Mayer—. «Y, sin
embargo, es en ese espacio teórico de su «crítica de la economía política» donde hay que
buscar el silencioso despliegue del materialismo histórico, por mucho que en textos
como La Ideología alemana de 1845 o el propio Manifiesto Comunista de 1848, redactado
por Marx y Engels a solicitud del Segundo Congreso de la Liga Comunista y publicado
en Londres en 1848, ofrecieran ya importantes aproximaciones al mismo» (ibíd. p. 239).
El texto fundamental donde expone Marx su concepción materialista de la historia
es el famoso Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, traducción
castellana de J. Merino, Madrid, 1970, pp. 37-38, donde efectúa Marx una exposición
sintética de sus rasgos esenciales y una reconsideración, fiel a ellos, de la historia
universal. Con intenso laconismo (síntesis, brevedad) Marx expone en este célebre
texto las cinco grandes hipótesis de lo que durante mucho tiempo se llamó la «inter-
pretación materialista de la historia»:
1. La hipótesis materialista, de acuerdo con la cual la clave última del proceso de
la vida social, política y espiritual en general debe buscarse en el modo de producción de
la vida material, lo que, por otra parte, conlleva que no sea la conciencia del hombre lo
que determina su ser, sino su ser social lo que determina su conciencia. Una
verdadera teoría de la historia no explica su evolución partiendo de las ideas, sino que
explica la formación de las ideas partiendo de las condiciones materiales y econó-
micas de las sociedades en las que esas ideas surgen. De este modo, el materialismo
histórico llega al importantísimo resultado de que, para modificar las ideas o las formas
de conciencia que dan lugar a una determinada situación en la historia, no basta con
una crítica puramente intelectual de estas ideas, sino que es imprescindible cambiar en
la práctica las relaciones sociales, políticas y económicas existentes que constituyen
la infraestructura de la que esas ideas sacan su fuerza y su vigencia. En otras palabras,
la fuerza que mueve la historia no es la crítica de las ideas, sino la revolución, y esto no
sólo es verdad respecto de la historia social y económica, sino también de la historia de
la religión, de la filosofía y de cualquier otra teoría. Son las transformaciones de las
relaciones de producción y de la infraestructura económica las que modifican la su-
perestructura de ideas que se apoya en ellas. Es fundamental, pues, distinguir entre ese
primer nivel material de las condiciones económicas y de producción, y un segundo
nivel de las formaciones jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas —en una
palabra, las formas ideológicas— que es el nivel en el que los hombres adquieren con-
ciencia del primero e intentan resolver los conflictos que se producen allí. Entre estos
niveles hay una relación de influencia recíproca: el modo como trabajamos y obte-
nemos los medios de nuestra subsistencia condiciona nuestras ideas y nuestra con-
ciencia, y al mismo tiempo también nuestras ideas y nuestra conciencia influyen y
condicionan nuestro trabajo y nuestra situación social y económica.
2. La hipótesis de la contradicción, que tiene lugar en un determinado período o
fase del desarrollo, de «las fuerzas o medios de producción» con las «relaciones de
producción o de propiedad». Como tal «contradicción» se han entendido varias cosas.
Por ejemplo, el contraste cada vez más pronunciado entre la socialización de la principal
fuerza productiva, el trabajo, crecientemente «social», y las relaciones vigentes de
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producción, cada vez más «privadas». Pero también se ha entendido como tal «contra-
dicción» el supuesto «freno» (tercera hipótesis) que las relaciones de producción ven-
drían a imponer a un ulterior desarrollo de las fuerzas productivas, siendo este freno
uno de los motores del impulso social transformador. Para Marx, «en el curso de su
desarrollo, los medios de producción de la sociedad entran en contradicción con las
relaciones de producción o de propiedad existentes, en cuyo interior se habían movido
hasta entonces. Entonces se abre una era de revolución social. El cambio que se ha
producido en la infraestructura económica trastorna toda la colosal superestructura.
Así pues, los cambios ocurridos en la infraestructura económica producen los cambios
en la superestructura social, política y jurídica e ideológica. Tal superestructura puede
quedarse anticuada con respecto al sistema económico (la infraestructura) y así entrar
en contradicción con éste. Tarde o temprano se resolverá esta contradicción, produ-
ciéndose una adecuación al sistema económico de toda la superestructura social, polí-
tica y jurídica e ideológica. Esto tendrá lugar con el advenimiento de la sociedad co-
munista, que será tan igualitaria ni tan sólo serán necesarios los derechos humanos. El
marxismo consideró los derechos humanos de primera generación como una ficción de
la moral burguesa. Señaló que establecían una «mera igualdad formal» que nada
tenía que ver con la «igualdad real». Las ideas morales habían de estar totalmente
subordinadas a los objetivos de la lucha de clases. Por otro lado, según Marx, se trataba
de conceptos que serían innecesarios en la sociedad que iba a emerger de la revolución
proletaria, ya que ésta traería un hombre nuevo, respetuoso con sus semejantes.
3. La hipótesis de la revolución material y social. En la medida en que en el
proceso de desarrollo histórico las fuerzas productivas progresan, cambian, mientras
que las relaciones de propiedad existentes tienden a perpetuarse, inmovilizadas por los
sectores que se benefician de ellas, por lo que se produce un desfase entre unas y otras.
Las relaciones fosilizadas se convierten así —y ésta es, sin duda, una de las hipótesis de
mayor potencia histórico-analítica de Marx— en un freno al progreso de las fuerzas
productivas al progreso de la sociedad (como vimos en la hipótesis anterior), y engen-
dran una era de revolución social, tendente a establecer una nueva estructuración,
acorde con las necesidades objetivas de la nueva situación. El cambio que se produce en
la infraestructura o base de la sociedad va modificando lentamente la totalidad social.
4. La hipótesis de la lucha de clases como motor de la historia que confiere una
particular relevancia al concepto de explotación, de extracción de plusvalía, estruc-
turalmente condicionada, que da sentido al concepto de clase social. Al comienzo del
Manifiesto del partido comunista (1848), Marx hace hincapié en que «la historia de
todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las
luchas de clases» Y a continuación señala que, frente a las épocas anteriores en que
existía una pluralidad de estamentos, grupos y clases, en nuestra época, la época de la
burguesía, dicha pluralidad se ha simplificado, reduciéndose a dos clases antagónicas:
la burguesía capitalista y el proletariado. Aunque Marx nunca definió el concepto de
clase, se puede decir que una clase social se encuentra constituida por un grupo amplio
de personas que coinciden en una situación económica similar en el seno de un de-
terminado tipo de relaciones de producción. No obstante, para aclarar dicha definición
conviene añadir las dos precisiones siguientes. En primer lugar, que una clase sólo
existe por oposición a otra u otras clases; por tanto, en ninguna sociedad puede existir
una única clase. Y, en segundo, que el criterio esencial a la hora de distinguir entre una
clase y otra viene dado por la posición de cada una respecto a los medios de producción.
En efecto, Marx insiste en que, en toda sociedad de clases, nos encontramos con unas
clases dominantes y otras dominadas. Las primeras son las dueñas de los medios de
producción mientras que las segundas ocupan una situación de dependencia y subor-
dinación. Por tanto, existirá una manifiesta contradicción (segunda hipótesis) entre los
intereses de unas clases y otras, y esto es lo que conduce a la lucha de clases. De modo
que la lucha de clases no es sino el conflicto existente entre los grupos de una deter-
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En definitiva, según Marx, serán las propias contradicciones del sistema capita-
lista las que terminarán por hundirlo. Llegados a esa situación de descontento social
generalizado la clase trabajadora tomará conciencia de clase y de su poder y se le-
vantará contra la burguesía. Éste será el momento de la revolución del proletariado
que triunfará inexorablemente, pues la burguesía, aunque dispone del poder económi-
co, es ahora una clase minoritaria, que depende del trabajo que desarrolla el prole-
tariado. Bastará una acción conjunta de todo el proletariado para derrocar a la bur-
guesía. Comenzará entonces lo que Marx ha denominado la «dictadura del proleta-
riado» —que Marx desarrollará posteriormente, en 1875 en su obra Crítica al programa
de Gotha—, en la que el proletariado se hará con todo el poder del Estado con la fina-
lidad de organizar la futura sociedad comunista. En esta fase habrá que abolir la
propiedad privada y socializar —colectivizar— todos los medios de producción,
que deberán pasar al Estado, controlado ahora por el proletariado. De esta manera
podrá iniciarse la construcción de la sociedad comunista.
Esta fase de «dictadura» fue concebida por Marx como necesaria pero provisional:
una vez que el proletariado tome el poder, procederá a la abolición de la propiedad
privada, organizará la colectivización de los medios de producción, reducirá comple-
tamente la resistencia de los que se opongan a la sociedad comunista y tomará las
medidas que Marx enumera en el Manifiesto comunista de 1848: la centralización del
crédito y del transporte, abolición del derecho de herencia, confiscación de la propiedad
de todos los emigrados y sediciosos, instauración de un fuerte impuesto progresivo,
obligación de trabajar para el Estado, educación pública y gratuita, etc. Entonces el
siguiente paso será hacer desaparecer el Estado, que ha demostrado ser un estado
burgués o de clase.
LA SOCIEDAD «COMUNISTA»
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en este caso, los objetos valdrán exclusivamente en cuanto sirvan para satisfacer las
necesidades humanas. Por último, el Estado, ahora en manos del proletariado, poseerá
un carácter residual y su función principal consistirá en ir preparando la llegada del
hombre nuevo y el triunfo de la sociedad comunista.
De este modo, con la llegada de la sociedad comunista, el proceso histórico dia-
léctico llega a su fin. En este tipo de sociedad no habrá ya diferencias de clases sociales,
los medios de producción serán colectivos y se superarán todas las alienaciones. El
trabajador se identificará ahora con el producto de su trabajo y nadie estará por encima
de nadie, motivo por el cual ni siquiera serán necesarios los derechos humanos. En la
nueva situación, los seres humanos serán completamente libres y dueños de su tra-
bajo y se organizarán en comunas de producción en las que todo será de todos, y en las
que el criterio de justicia y de reparto será: «De cada cual según sus posibilidades, a
cada cual según sus necesidades». En consecuencia, «el ser humano será hermano de
sus humanos, todos tendrán derechos iguales y el mundo será un paraíso, patria de la
humanidad». «Terminará entonces la prehistoria de la humanidad y comenzará la au-
téntica Historia» (Contribución a la crítica de la economía política, traducción castellana
de J. Merino, Madrid, 1970, pp. 37-38).
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Por último, desde una posición religiosa, me gustaría añadir la crítica al marxismo
que efectúa Mariano Fazio (Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma), en su li-
bro-manual Historia de las ideas contemporáneas. Una lectura del proceso de sculari-
zación (Rialp, Roma, 2012, p. 246). Según M. Fazio el carácter ideológico del pensa-
miento marxista se presenta en la visión de la historia con toda fuerza de la sustitu-
ción. Las ideologías cumplen una función de sustitución de la religión: la misma ter-
minología marxista, que emplea términos como pecado, miseria, redención, paraíso,
manifiesta de modo claro este carácter sustitutivo de las ideologías entendidas como
religiones seculares. M. Fazio señala que, según Christopher Dawson (1889-1970), el
marxismo es la ideología que más ha insistido en el carácter puramente científico y no
religioso de su doctrina. Al mismo tiempo, es la ideología más deudora de los ele-
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