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IES Nro. 1 Dra.

Alicia Moreau de Justo

Profesorado Superior de Historia

Catedra: Historia Argentina I

Profesor/a: María Inés Schroeder.

Alumno: Nahuel Nuñez.

Año: 2019

Trabajo integrador final: un siglo XIX largo.

Tulio Halperín Donghi, en su libro Clase terrateniente y poder político en Buenos


Aires (1820-1930) afirma que el Estado provincial (luego nacional) con el cual la élite
porteña iba a consolidar una relación a la vez íntima y ambigua, surgió en el desenlace de
las guerras de independencia. Esta consolidación se debe también a dos olas sucesivas de
innovación institucional (Halperín Donghi, T. 1992: 16): la primera de estas olas de
innovación institucional fue iniciativa de la propia corona española, que en el intento de
erigir una barrera a la expansión portuguesa en el Atlántico sur, creó en 1776/77 el
Virreinato del Rio de la Plata. Consecuencia de esta medida, la provincia de Buenos Aires
se vió elevada, súbitamente, a la posición de centro burocrático y militar para todo el sur
del imperio español; Por otro lado, la segunda innovación fue desencadenada por la crisis
final del orden colonial, cuando en 1806 una expedición británica tomo Buenos Aires en un
sorpresivo golpe de mano (Halperín Donghi, T. 1992: 17). En la perspectiva de Halperín,
el papel decisivo de las milicias locales en la liberación de la ciudad, y la posterior defensa,
un año siguiente, contra una mayor fuerza invasora, aseguro el predominio militar de esos
cuerpos y sus oficiales, reclutados en la élite criolla. De esta forma, Buenos Aires, la
provincia revolucionaria nunca reconquistada, era también la única donde la élite criolla
podía contar antes de 1810 con el apoyo político y militar de sectores populares ya
movilizados (Halperín Donghi, T. 1992: 17)

Pero, cuando en 1815, el régimen revolucionario cayó por primera vez, ya no era,
para Halperín, más que una dictadura administrativa y militar ejercida por una muy

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reducida oligarquía. De esta forma, la reconstrucción política que siguió después siguió un
camino muy diferente: proclamó el fin de la revolución; redefinió la guerra como una lucha
por la supervivencia, desprovista de cualquier ideología; y se presentó como la expresión
política de las clases respetables (Halperín Donghi, T. 1992: 18) Así, por estos años se
darán dos aspectos para del orden revolucionario de importancia para Halperín, el primero
es la consolidación de un precoz Estado comparativamente desarrollado y complejo, y el
segundo es el apoyo casi unánime, una vez surgida la clase propietaria o terrateniente, a la
economía exportadora (que logro salvar a ambos actores y de la cual los mismos esperaban
grandes beneficios) Cuando en 1820, sufrida la derrota del ejército nacional por los
caudillos del litoral, se acontece al derrumbe definitivo del Estado revolucionario que había
heredado el poder de los virreyes. Este acontecimiento (el de la derrota de las fuerzas
directoriales el primero de febrero de 1820), la disolución del congreso primero y luego del
directorio, abrió, para la historiadora Marcela Ternavasio, un proceso de transformación
política general, que a largo plazo daría la conformación de los Estados provinciales
autónomos (Ternavasio, M. 1998: 161)

Pero en el corto plazo, como afirma Ternavasio, este proceso género en Buenos Aires
una crisis política, que se agudizo luego del tratado de Pilar el 23 de Febrero de 1820, en el
que se firmó que la futura organización del país seguiría siendo el modelo de la federación.
En consecuencia tanto la ciudad como la campaña fueron escenario de una disputa que vió
sucederse hasta una docena de gobernadores, elegidos de formas variadas: cabildo abierto,
elecciones indirectas, asambleas populares, etc. (Ternavasio, M. 1998: 162) Esta proceso de
disputas facciosas conocido como “el fatídico año 20”, dio paso a una cierta depuración de
la elite y a la conformación de una clase dirigente, heterogénea en su origen, pero con un
objetivo en común: ordenar el caos producido luego de la caída del poder central
(Ternavasio, M. 1998: 162) Este orden buscaba organizar a la indisciplinada sociedad
movilizada por el calor de la guerra de independencia e imponer un nuevo principio de
autoridad.

Este nuevo grupo, que en perspectiva de Ternavasio, estaba compuesto por muchos
personajes, que luego de la revolución hicieron de la política principal actividad, se
autodenomino “partido del orden”, que como se dijo con anterioridad, reunió en su seno a

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un grupo heterogéneo proveniente de la elite bonaerense empeñado en un plan de reformas
tendientes a la modernización de la estructura administrativa heredada de la colonia y
ordenar la sociedad surgida de la revolución (Ternavasio, M. 1998: 163) El periodo de este
nuevo orden fue llamado “la feliz experiencia de Buenos Aires” (por la paz de esos años),
pero para Ternavasio no estaba destinada a durar mucho. La concordancia en tanto las
transformaciones que este grupo proponía se derrumbó cuando un surgieron propuestas
para convocar a un congreso constituyente e intentar organizar al país bajo un Estado
unificado, esto revivió las viejas diferencias y querellas de las luchas facciosas de los años
anteriores (Ternavasio, M. 1998: 164) Este partido del orden cayó preso de las divisiones y
disputas, además de enfrentar la guerra con el Brasil en el exterior, y la guerra civil en el
interior, y con el cayó la feliz experiencia iniciada años antes. Pero su efímera duración no
debe ocultar la importancia y continuidad de sus logros, ya que el gobierno próximo de
Rosas se apoyaría, por ejemplo en la ley electoral sancionada en 1821 (Ternavasio, M.
1998: 164)

El sistema de gobierno de Rosas se basó, para J. Gelman y R. Fradkin, en la


utilización de una red de autoridades subalternas, además de utilizar a muchos otros agentes
para conquistar la adhesión de los sectores sociales y construir una identidad federal que los
incluyera (Gelman, J. Fradkin, R. 2015: 433) Lo esencial del gobierno de Rosas, como bien
marcan Ternavasio y también Halperín Donghi, es la continuidad con las instituciones
rivadavianas del partido del orden, de esta manera cuando Halperín menciona en las
conclusiones de Revolución y Guerra que “Rosas es el hijo legítimo de la revolución”
podría tomarse como la interpretación de Rosas como un hábil político que supo que las
instituciones y conquistas conseguidas desde el proceso iniciado en 1810 ya no tenían
marchas hacia atrás, sobre todo la ampliación de la campaña y las ley electoral de 1821.
Esta imagen de Juan Manuel de Rosas discute la impuesta sobre él mismo como la figura
del hacendado, caudillo rural, devenido en gobernador de Buenos Aires desde 1829 a 1852,
marcada por John Lynch. Lynch prefiere marcar el carácter de un hombre que dividía la
sociedad entre los que mandan y los que obedecen, que estaquea a sus peones u que como
gobernador utilizaba a los jueces para llenar las cárceles a topo (Lynch, J. 1982: 311), pero
como bien se dijo más arriba, en rigor de verdad, el campesinado estaba regido por el
derecho consuetudinario y los estancieros debían entablar negociaciones mediante ese canal

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y les era imposible pasarlo por alto, como bien marca J. Gelman en Un gigante con pies de
barro. Rosas y los pobladores de la campaña.

Ahora bien, Beatriz Bragoni y Eduardo Miguez en Un nuevo orden político:


provincias y Estado nacional. 1852-1880, postulan que la discusión sobre la naturaleza de
los estados provinciales en la primera mitad del siglo XIX, ha revelado como la
concentración de atributos soberanos en estos, hacía del Estado central más una hipótesis
que una realidad. Sin embargo, Tulio Halperín Donghi se propone en Proyecto y
construcción de una nación (1846-1880), analizar el recorrido de la construcción del
Estado y la nación desde la óptica de una historia política desde las elites letradas. Remarca
que la excepcionalidad del caso argentino en el marco hispanoamericano se debe, dicha
excepcionalidad radica en la encarnación, en el cuerpo de la nación, de lo que comenzó
siendo un proyecto de algunos argentinos cuya arma política era “su superior
clarividencia.” (Halperín Donghi, T. 1995:8) Halperín marcará que el problema de este
proyecto se encuentra en la distancia entre el legado político rosista y el inventario que de
él hicieron sus adversarios, ansiosos por convertirse en sus herederos, y que resultó
demasiado optimista. En consecuencia estos adversarios del orden rosista, quienes creyeron
recibir por herencia un Estado central el cual podía ser usado para construir una nueva
nación, debieron aprender que antes que la propia nación, o junto a ella, era precisa la
construcción del Estado.

En su perspectiva, Halperín dirá, que la concepción del progreso nacional, enmarcada


como la realización de un proyecto previamente definido por un grupo de mentes
esclarecidas, ha surgido como el deseo de las elites letradas hispanoamericanas que se
encuentran sometidas al clima inhóspito de la etapa posterior a la independencia. En el caso
Argentino esto será el punto de llegada del largo examen de conciencia sobre la posición de
la elite letrada postrevolucionaria que emprendió la generación de 1837. Este grupo,
autodenominado “la Nueva Generación”, se veía a sí mismo como el único con la
hegemonía para dictar el rumbo del país, justificado en la posesión de un acervo de ideas
que les permitiría orientar eficazmente a una sociedad esencialmente pasiva (Halperín
Donghi, T. 1995:11) Tras la caída del régimen rosista, los mismos hombres, pero una
generación después 1852, han aprendido de su pasada experiencia y ponen sus ideas al

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servicio de la práctica política, esbozando los modelos de país que se presentan en el
periodo, de los cuales Halperín dará mayor importancia a los de Juan Bautista Alberdi y
Domingo Sarmiento.

Halperín plantea, que el problema, lego de 1852, ya no es el de cómo utilizar el


poder enorme legado por Rosas a sus enemigos, sino como erigir un sistema de poder en
reemplazo del que en Caseros había sido barrido junto con su creador (Halperín Donghi, T.
1995:15-21) Así, tanto Alberdi como Sarmiento pronto descubren que Urquiza, en un
análisis de la realidad del momento, no ha sabido hacerse heredero de Rosas, y que no hay
en la Argentina una autoridad irrecusable, por el contrario la realidad es la de bandos
rivales que se encuentran en un combate que se ha reabierto, lo que el propio Halperín
denomina “los treinta años de discordia”. Es evidente, para nuestro autor, que Caseros ha
puesto en entredicho la hegemonía de Buenos Aires, y ha impuesto la búsqueda de un
nuevo modo de articulación de esta provincia con el resto del país y con sus vecinos. A su
vez Caseros ha derrumbado el poder que Rosas habían creado en su provincia, dejando a
Buenos Aires con un vacío que es mal llenado por supervivientes de la política prerosista y
rosista (Halperín Donghi, T. 1995:45) A fines de junio de 1852, la legislatura de Buenos
Aires rechaza los acuerdos de San Nicolás, y durante este acontecimiento surge, como
marca Halperín Donghi, un portavoz en la figura de un joven militar, Bartolomé Mitre, que
se presenta a sí mismo como el héroe porteño.

Así, la causa de la provincia de Buenos Aires ha encontrado su nuevo paladín. Luego


de que Buenos Aires mantuviera dos conflictos armados con la confederación, derrotada en
1859, y vencedora en 1861, en la que este último provoca el derrumbe del gobierno de la
confederación, Mitre se ve en la posición de reconstruir y consolidar el gobierno federal
(Halperín Donghi, T. 1995:47-51) Pero esa empresa no será nada sencilla y verá su
oposición el partido autonomista como una facción antimitrista, y de esta forma, afirma
Halperín, la división del liberalismo porteño va a gravitar en la ampliación de la crisis
política, que Mitre había buscado apaciguar mediante un acercamiento a Urquiza. Este
panorama se verá agravado por su externalización, cuando estalle la guerra de la Triple
Alianza. En la perspectiva de Halperín, el esfuerzo exorbitante que la guerra impone,
acelera la agonía del partido de la libertad, solo la cautela con la que Mitre se ha acercado

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al conflicto ha evitado la quiebra de la unidad nacional en el momento mismo de emprender
la lucha, la guerra ofrece un arsenal de nuevos argumentos para la eterna disputa facciosa.

Todo este proceso recorrido, solo estará concluido, propone Halperín, en 1880 con la
culminación de la instauración del Estado nacional, que se suponía preexistente, cerrando
este periodo de treinta años de discordias, marcados por la violencia política y la guerra
civil. (Halperín Donghi, T. 1995:9) En 1879 se conquistaba el territorio indio, esa presencia
que había acompañado la entera historia española e independiente de las comarcas
platenses se desvanecía por fin. Al año siguiente el que fuera conquistador del desierto se
convertía en presidente de la nación, tras doblegar la suprema resistencia armada de Buenos
Aires, que veía así perdido el último resto de su pasada primacía entre las provincias
argentinas. La victoria de las armas nacionales hizo posible separar de la provincia a su
capital, cuyo territorio era federalizado; el triunfo de Roca era el del Estado Central mismo,
que desde tan pronto se había revelado difícilmente controlable, sea por las facciones
políticas que lo habían fortificado para mejor utilizarlo, sea por quienes dominaban la
sociedad civil (la Argentina es al fin una, porque ese Estado nacional, lanzado desde
Buenos Aires a la conquista del país, en diecinueve años, ha coronado esa conquista con la
de Buenos Aires)

Cabe resaltar algunas oposiciones al modelo planteado por Halperín para analizar este
periodo, de la construcción del Estado y la nación. La propuesta de Bragoni y Miguez
busca contraponer, la visión de alguna literatura de suponer que la construcción del Estado
a partir de la sociedad civil, con el hecho de que el Estado nacional es una forma de
organización política que se edifica sobre otras formas de autoridad y de gobierno
preexistentes. Pero, por otro lado, también pretende debatir los postulados de cierta
historiografía, de visión “porteño-céntrica” o “elite-céntrica”, como es el caso del aporte
hecho por Jorge Gelman en su artículo Una mirada descentrada de los estados provinciales
a la nación: algunas reflexiones desde la primera mitad del siglo XIX. El punto de partida
de lo que Gelman propone es la postura de la historiografía argentina, que postuló,
tradicionalmente, que los sistemas políticos modernos, nacionales, de tipo liberal, de la
segunda mitad de siglo, implicaron una ruptura radical con los sistemas políticos
imperantes previamente. Así, las visiones dominantes, parten de la idea de que las elites de

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la capital diseñaron un proyecto político liberal y moderno, que buscaron implantar en el
territorio nacional, doblegando de una u otra manera la resistencia a ese modelo; Pero este
proceso, en su perspectiva, no se resuelve simplemente con la imposición de reglas,
instituciones, más o menos por la fuerza, desde arriba hacia abajo, sino que se trata de un
proceso más complejo, en el cual se puede observar, en los sistemas políticos de la primera
mitad del siglo, importantes persistencias de antiguo régimen, tanto en el orden político
cultural, como en el social y económico. (Gelman, J. en, Bragoni, B y Miguez, E. 2010:
307-308)

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