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Marcela Ternavasio (1998)

ENTRE LA DELIBERACIÓN Y LA AUTORIZACIÓN. EL RÉGIMEN ROSISTA FRENTE AL DILEMA


DE LA INESTABILIDAD POLÍTICA

Durante la segunda mitad el siglo XIX y gran parte del siglo XX, el rosismo fue interpretado como una salida inexorable a la
anarquía producida por las guerras civiles postrevolucionarias. Imagen construida sobre pares dicotómicos difíciles reconciliables:
elites urbanas ilustradas versus caudillos de base rural y militar; proyectos de institucionalización del poder según modelos liberales
externos versus adaptación de estrategias políticas a un medio atrasado e inmaduro en el que habría prevalecido el uso de la sola
fuerza; elites “modernizadoras” versus caudillos “tradicionales”. En este paradigma interpretativo el rosismo habría representado el
segundo polo de cada una de esas antinomias y una salida casi fatal e inevitable a la crisis desatada por el fracaso de las elites
ilustradas en el intento de construir el país. Hace ya algunos años que esta imagen fue cuestionada por la historiografía. En esta
dirección, entonces, lo que el artículo se propone revisar, son algunas de las imágenes heredadas de la historiografía tradicional,
desde una perspectiva que busca enfatizar, básicamente, dos cuestiones. Por un lado, que el rosismo no constituyó una propuesta
cristalizada de antemano que sólo requirió del momento justo para desplegarse. El rosismo se fue construyendo “por parches”, al
calor de los acontecimientos sucedidos entre 1828 y 1835, como producto de un debate y un enfrentamiento de ideas y prácticas que
fueron delineando diversas opciones políticas. En este sentido, el rosismo no representó una salida fatal e inevitable, sino el triunfo
de una de las opciones que estaban en juego en aquel momento. Por otro lado, se busca mostrar que la presencia de tales opciones
desmiente aquella imagen que negaba cualquier tipo de institucionalización política en el proceso abierto con el ascenso de Rosas al
poder. Contrariamente, existió una gran preocupación por institucionalizar el poder político. Claro que en este caso se trataba de una
institucionalización sui generis, que no seguía estrictamente los moldes de una ingeniería liberal ni los de una democracia de cuño
plebiscitario. Todo el régimen rosista se montó sobre gran parte de las leyes fundamentales sancionadas durante la “feliz experiencia
rivadaviana”, pero transformando el signo de aquella institucionalización. Dicha transformación fue posible gracias a la supresión
en el interior de las dos instancias que el artículo analiza –la Legislatura de Buenos Aires y los procesos electorales- de lo que Rosas
percibía como la clave de la inestabilidad política: la deliberación. Las facultades extraordinarias y la suma del poder público le
fueron otorgadas por la misma Sala de Representantes y las elecciones canónicas demostraban una uniformidad que era traducida en
términos de la “expresión de voluntad general”. Para Rosas el conflicto político no devenía de una potencial amenaza de la plebe,
sino de aquello que fue siempre el foco de disturbios en el Río de la Plata: la elite dirigente dividida. Resolver este problema fue
para el rosismo tarea fundamental. Pero dicha empresa no la encaró con la sola utilización de la fuerza fundada en milicias de base
rural. La inició, básicamente, en el interior de un universo político que ya no podía ni quería renegar de ciertas conquistas en el
campo de la institucionalización política.

Las Facultades Extraordinarias


El gobierno de Rosas se inició, en 1829, con una oposición unitaria prácticamente vencida en Buenos Aires. Las disidencias entre
los diversos grupos federales se exacerbaron en el gran debate que sobre facultades extraordinarias ocupó a los miembros de la Sala
de Representantes y a la opinión pública durante el primer gobierno de Rosas. Los argumentos vertidos por quienes presentaron la
moción de revestir al gobernador de tales facultades en 1829, se centraron en tópicos que, poco tiempo después, se convirtieron en
asuntos recurrentes del discurso rosista. La apelación a un estado de excepcionalidad, la referencia al modelo romano para justificar
el fortalecimiento del ejecutivo y la recurrente utilización de imágenes que colocaban al primer mandatario como piloto de una nave
a la deriva, como baqueano de un itinerario político que intentaba mostrarse atenazado por los más graves peligros, fueron los
elementos justificatorios del proyecto. Apenas presentado éste las voces disidentes no se hicieron esperar. Las reticencias
presentadas por quienes ya no eran parte de la oposición unitaria, sino miembros del heterogéneo partido federal, no hicieron más
que agudizar los argumentos antes esbozados. Quedaba iniciado así un debate que enfrentaba, ya no sólo divergencias personales
respecto a los individuos que debían ejercer la autoridad, sino además, y fundamentalmente, posiciones antagónicas sobre como
pensar la dinámica de funcionamiento del régimen político. En este sentido, las divergencias reaparecían cada vez que el grupo más
cercano a Rosas intentaba imponer un proyecto de ley que ponía en cuestión temas tales como la libertad individual, la división de
poderes o la representación política. A partir de 1831, la centralidad del debate en torno a las facultades extraordinarias se trasladó
de la antinomia libertad individual vs. Dictadura al problema de la división de poderes –especialmente a la relación entre la Sala de
Representantes y el poder ejecutivo-. Hasta 1829, la Sala había ocupado el espacio central del engranaje político provincial: elegía
al gobernador y era la encargada de proponer, discutir y aprobar las leyes que debían regir el estado de Buenos Aires. El poder
legislativo veía perder, paulatinamente, su protagonismo en la escena política provincial, al resignar el poder de iniciativa e incluso
la capacidad de fijar la duración de las facultades que, supuestamente, se habían otorgado con carácter de excepción. Con el correr
de los meses, muchos que no habían titubeado en apoyar la excepcionalidad de un poder que se creía aún limitado, comenzaron a
sospechar del avance que, paulatinamente, producía el ejecutivo. Ambos sectores, cuya correlación de fuerzas en el seno de la Sala

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parecía ir cambiando, actuaban bajo una lógica de “acción-reacción”. Cuando alguno de ambos grupos avanzaba en sus posiciones,
el otro reaccionaba presentando un proyecto en el que extremaba sus argumentos. En 1832, la correlación de fuerzas era ya otra. El
cambio se debió, no sólo a la renovación de los miembros de la Sala, sino además a la transformación producida en la percepción
del problema por parte de quienes ya formaban parte de la Legislatura. Los hechos se fueron escalonando a partir de la nota enviada
por el gobernador a la Sala en mayo de 1832, en la que manifestaba su deseo de devolver las facultades extraordinarias, no por
haber cesado los peligros que acechaban a la provincia, sino por la “divergencia de opiniones” que había suscitado su continuidad.
El asunto pasó la Comisión de Negocios Constitucionales y en setiembre se reanudó el debate a raíz del dictamen entregado por
aquella. La Comisión se expidió a favor de la continuidad de las facultades extraordinarias, haciendo ciertas aclaraciones que
muestran que el problema estaba ahora instalado en la relación entre los tres poderes, especialmente entre la Sala y el gobernador.
La especificación realizada, aunque dejaba a la sala reducida a votar impuestos, reflejaba donde estaba el doble espacio de conflicto.
Por un lado, entre el ejecutivo y el legislativo, y por otro, entre aquel y el poder judicial. Respecto al primer binomio del conflicto,
además de las discusiones ya señaladas, se fueron agregando otros hechos y argumentos. Entre los hechos, se destaca la negativa de
Rosas a enviar a sus ministros a la Sala para responder a la interpelación solicitada por ésta, tendiente a rendir cuenta del uso de las
facultades extraordinarias. El segundo binomio de conflicto se centraba en la relación entre poder ejecutivo y poder judicial. Rosas,
muy atento al control de la justicia desde el inicio mismo de su gobernación, no dejaba de señalar las “trabas” que el poder judicial
ejercía en su gestión política. Finalmente, luego de encarnizadas discusiones en torno a estas cuestiones, el proyecto fue votado en
la Sala: 19 diputados rechazaron el proyecto de las facultades extraordinarias y sólo 7 lo aprobaron. Pocos días después la Sala
volvió a reunirse para elegir nuevo gobernador. En este caso asistieron 36 diputados, de los cuales 29 votaron a Rosas. Se hacia
evidente que la disputa no giraba en torno al nombre del candidato, sino a una determinada forma de ejercer el poder político. Rosas
se negó en varias oportunidades a aceptar el cargo, por no poder asumir con las facultades extraordinarias. Luego de varias
negativas, la Sala debió pasar a elegir nuevo gobernador en la persona de Juan Ramón Balcarce. La discusión sobre las facultades
extraordinarias había dejado al desnudo las enormes diferencias doctrinarias que separaban a los diversos grupos del partido federal.
En este sentido, el uso de las mismas facultades tan discutidas permitió suspender a aquellos periódicos que, aún dentro de las filas
del federalismo, cuestionaron el otorgamiento de tales atribuciones. Las facultades habían profundizado las diferencias entre los
viejos sectores de la oposición popular urbana y los nuevos integrantes del federalismo porteño, leales a Rosas, reflejándose en ellas
una disputa de tipo doctrinario en torno a las atribuciones del gobernador y de la Sala de Representantes, la división de poderes, la
noción de constitución, el régimen representativo. La naturaleza de este debate, sin embargo, no debe llamar a confusión. No se
trataba, en su origen, de un enfrentamiento entre grupos claramente delimitados por diferencias irreconciliables en el plano
ideológico-doctrinario. A tales diferencias se arribó luego de los acontecimientos que se fueron escalonando a lo largo de este
conflictivo período, extremándose las posiciones al calor de una práctica política que iba construyendo simultáneamente las
opciones en juego.

Las elecciones: de la disputa por las candidaturas a la unanimidad rosista


Durante el período 1829-1835, las elecciones de diputados a la Sala de Representantes siguieron la misma lógica que en años
anteriores. Rosas no sólo no había logrado imponer en 1828 la lista única concertada en el Pacto de Cañuelas, sino que tampoco
había conseguido atenuar aquello que parecía perturbarlo tanto como el debate por las facultades extraordinarias: la deliberación en
el interior de la elite por las candidaturas a las elecciones de miembros de la Junta. Este momento crucial del proceso electoral, a
partir de 1828 parecía amenazar la estabilidad alcanzada en los años anteriores. Al menos así lo evaluaba el séquito más cercano a
Rosas. Si la pretensión era gobernar con ciertas facultades que excedían el marco legal ordinario y mantener, al mismo tiempo, la
legitimidad que emanaba del sufragio y de la Junta de Representantes, había que inventar alguna fórmula que suprimiera la
deliberación en el interior de la elite por la formación de listas. Esta disputa por las candidaturas en la que se combinaban personajes
diversos, no sólo confirmaba que la elite no se alineaba estrictamente según fracturas ideológicas preexistentes, sino además, la
flexibilidad con la que estos grupos adaptaron sus estrategias políticas a la hora de disputar el poder. En el interior de estas opciones,
los grupos de la elite buscaban acomodarse de acuerdo a convicciones ideológicas como también a estrategias más coyunturales que
no siempre respondían a aquellos principios que sustentaban discursivamente en el debate público. En este sentido, la elección de
1833 demostró que más allá de la desorganización interna de cada grupo existía en el fondo de estos comicios un debate en torno a
ciertos tópicos, que nunca habían estado tan definidos: la división de poderes, la función del poder legislativo, el espacio del disenso
en la opinión pública, todos temas candentes en aquellos días. El evento había dado una nueva oportunidad para reeditar los
problemas más urticantes. Reedición que no fue ajena al hecho de que dos días después de realizadas las elecciones, el diputado
Anchorena presentara a la Sala un proyecto de ley para que se dictara una constitución provincial. El proyecto de Anchorena obtuvo
una reticente manifestación de apoyo por parte de Rosas que no gustaba adherir a las modernas corrientes constitucionalistas.
A fines de 1833 las cartas estaban echadas. Cada grupo había definido sus posiciones. Sólo restaba dirimir cuál de ellas sería la
triunfante. Y el éxito o fracaso dependía casi exclusivamente, de la capacidad que cada sector tuviera de ganar de las elecciones.
Tener mayoría en la Sala de Representantes no suponía solamente garantizar la elección del gobernador, sino además asegurar el
voto favorable –o desfavorable- al proyecto constitucional presentado. Sin embargo, los hechos que se sucedieron luego, derivaron

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el conflicto y su resolución por otros canales. La aplicación sistemática del terror en los años que transcurrieron entre 1833 y 1835 y
la consolidación de un discurso que buscó agitar las amenazas al orden producidas por estos disturbios, fueron los mecanismos a
través de los cuales los federales netos liderados por Rosas buscaron transformar la situación, tal como estaba planteada a fines de
1833. El asesinato de Quiroga en Barranca Yaco precipitó los acontecimientos. Maza renunció al cargo y la Sala nombró, una vez
más, a Rosas Gobernador del Estado de Buenos Aires, pero en este caso con la suma del poder público y las facultades
extraordinarias. Sometida a la presión de los acontecimientos, la Junta cedió su más preciada bandera, concediendo por cinco años
un poder casi ilimitado a quien se lo negara durante más de tres años. Rosas, munido de su experiencia anterior, no quiso correr
riesgos. Exigió a la Sala someter la delegación de tales poderes al veredicto popular: se ponía en práctica, por primera vez con esas
características, el voto plebiscitario. De esta manera, el nuevo gobernador, buscaba superar el principal escollo que había sufrido en
su primera gestión. El aval que se buscaba en el mundo elector intentaba sortear el riesgo siempre latente de una elite dividida que
discutía en la legislatura la conveniencia de renovar o no las famosas facultades extraordinarias. La legitimidad que ofrecía la vía
plebiscitaria podía reemplazar a la tan temida deliberación facciosa. La legitimidad que emanaba del pronunciamiento popular s
fundaba ya no sólo en el acto de sufragar, sino básicamente, en la uniformidad del voto. La unanimidad, identificada ahora a la
voluntad general, se constituyó a partir de 1835, en la base de sustentación del nuevo régimen. El viejo ideal unanimista reaparecía
en un contexto institucional moderno, reivindicando la noción del voto como consentimiento. La opción se planteaba en términos
de orden –unanimista- o anarquía. No obstante, más allá de esta retórica encargada de reformular el concepto de libertad es sabido
que el gobierno se encargó de implementar otros mecanismos menos sutiles. La amenaza del exilio y la violencia hacia quienes se
manifestaran disidentes, sumado al creciente control de la prensa, hico desaparecer la tan característica disputa de candidaturas en
los días previos a la elección. Esta deliberación fue reemplazada por el reparto de listas confeccionadas por el propio gobernador al
conjunto de autoridades provinciales –encargadas de convocar y presidir las mesas-. Dichas listas eran, a su vez, sugeridas por la
prensa al público lector. Tal sugerencia mantenía la formalidad de antaño, al presentarse como una “lista de preferencia” del propio
periódico; sólo que, en este caso, no existían otras listas publicadas que se diferenciaran de aquella. El cuadro se completaba cuando
los diarios publicaban los resultados de las elecciones en las que se reproducía, por unanimidad, el voto a la lista única. Sin
embargo, la presencia de cierta disidencia no desapareció completamente del campo electoral en los primeros años del régimen. Aún
cuando parecían estar tendidas todas las redes que asegurarían las elecciones canónicas en favor del gobierno, era evidente que no
resultaba fácil imponer la unanimidad. A las expresiones retóricas más sutiles, se le sumaron las declaraciones explicitas del
gobernador, y a ellas, la confección de una maquinaria electoral que no alcanzo hasta 1840 la capacidad de imponerse sin
resistencia. La elección se redujo a autorizar-consentir, despojándose de toda posibilidad de discutir-disentir. La voluntad general
debía expresarse en su doble dimensión: cuantitativa y cualitativa. Desde el punto de vista cuantitativo, era necesario que el
momento de la autorización estuviera avalado por una amplia movilización de votantes capaz de demostrar el apoyo incondicional
al régimen, desde el punto de vista cualitativo, el voto debía manifestarse en un marco ritual nuevo y distinto al de épocas
anteriores. Las manifestaciones rituales que hicieron de cada fiesta cívica o religiosa una ocasión para renovar las adhesiones al
régimen, se mimetizaron también con los actos electorales. Su sacralización rompió con las formas seculares que había adoptado el
sufragio luego de la revolución y, especialmente, a partir de 1821. Asimismo fueron novedosos ciertos mecanismos utilizados para
ratificar-autorizar el poder del gobernador. Aunque nunca se repitió la experiencia del plebiscito, sí se aplicaron estrategias
plebiscitarias que asumieron la forma de la tradicional petición.
¿Qué significado asumieron estos rituales y prácticas en el régimen político rosista? En esta dirección, se puede pensar que el
sufragio constituyó un escenario más de adhesión al régimen, especialmente intrusivo en los sectores populares. El momento de la
autorización actualizaba símbolos de adhesión y encauzaba una movilización que lo precedía en ciudad y campaña. En otro sentido,
el sufragio asumió otras dos dimensiones en el régimen rosista. Por un lado, representó la continuidad del régimen institucional
precedente; y por otro, se transformó en la herramienta más eficaz para reemplazar la tan temida disidencia encarnada por facciones
o grupos menores de la elite. Cabe destacar que la movilización de la plebe no constituía el objeto de sus desvelos, sino las prácticas
creadas y encarnadas por quienes formaron la cúspide de la pirámide electoral. Toda la dinámica política provincial pasó, entonces,
a estar controlada por la más estricta supervisión de quien desempeñaba la más alta magistratura. Un control que incluía al poder
legislativo y judicial, y que ubicaba a la Sala de Representantes en un espacio de subordinación, asociado a la concepción que el
gobernador tenía respecto de los cuerpos deliberativos. La continuidad de la Legislatura después de 1835, se planteó más como una
concesión otorgada por el propio Rosas al gobierno provincial que como la natural consecuencia de un sistema institucional que ya
contaba con quince años de tradición. Hasta su definitiva caída, el régimen rosista siguió conservando todos los procedimientos
formales del funcionamiento institucional de la provincia. La importancia que tuvo para el régimen este obsesivo apego a las formas
revela una de las mayores ambigüedades del rosismo. Ubicado en un complejo punto de intersección entre modos tradicionales de
concebir la política y formas más modernas en las que se cruzan también nociones muy diversas sobre el ejercicio de la autoridad, el
resultado fue la instauración de un régimen que difícilmente pueda ser caratulado bajo conceptos que destaquen unilateralmente
algunos de estos aspectos. Producto de un pragmatismo político precedentes, el rosismo se fue construyendo como un intento
siempre renovado de dar respuesta al viejo problema abierto por la revolución: la inestabilidad devenida frente a la sucesión política.
En su solución, en la que indudablemente primó el aspecto coercitivo, la legitimidad fundada en la movilización electoral jugó un

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papel nada desdeñable: buscó reemplazar la deliberación entre los grupos menores de la elite y crear, así, una autoridad que se quiso
indiscutida.

[Marcela Ternavasio, “Entre la deliberación y la autorización. El régimen rosista frente al dilema de la inestabilidad
política”, en Noemí Goldman – Ricardo Salvatore (compiladores), Caudillismos rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo
problema, Buenos Aires, Eudeba, 2005 (1998), pp. 159-187. ]

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