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Arquitectura y recuperación del paraíso.

En un tiempo mítico, remoto y apacible, los humanos habitábamos el mundo y debido a


que lo estrenábamos nos sentíamos a gusto. A todo dar dirían algunos. En completa armonía
con el vasto cosmos y sus recursos, con los demás habitantes del Edén y con nosotros
mismos que, para más datos éramos inmortales. Pero como el tiempo sigue su curso y al
parecer nada es eterno, algo sucedió. Se violó un precepto, una orden, un mandato y a partir
de ese momento el entorno antes tan amigable se transformó en un espacio de lucha, de
riesgo y de amenaza. La morada del hombre no volvería a ser la misma y para colmo
dejamos de ser inmortales.
En virtud de lo anterior nos vimos obligados a desbastar, aplanar, rellenar, talar, y, en
general, a modificar los entornos para nuestro habitar ya que la naturaleza nunca nos los
volvería a entregar en esa primitiva beatitud. Surge entonces el vestido, la fabricación de
utensilios, de las casas y las ciudades.
Planteado así nuestro devenir, podemos constatar que, a partir de ese momento
dramático de nuestra expulsión, hemos tenido que hacer arquitectura. No sólo como una
necesidad inmediata de abrigo sino como la constante búsqueda y recuperación de ese
añorado ensamble con el universo natural. Porque si bien muchas especies que comparten
con nosotros el mundo modifican los terrenos tal como les son dados por los procesos
geológicos también es cierto que ninguno de esos otros habitantes ha planteado
modificaciones inútiles. Todas las transformaciones que llevan a cabo cumplen objetivos
estrictamente pragmáticos y de supervivencia. Nunca he visto una hormiga adornar con
flores la entrada al hormiguero o a unas termitas colocar pigmentos diferenciadores a sus
extraordinarias estructuras espaciales.
Sólo el hombre ha trascendido el mero afán de abrigo para buscar algo que está más allá
del horizonte de la supervivencia. Y así, nos afanamos en darle personalidad a nuestro
hogar, nuestra oficina, nuestros espacios individuales y colectivos. Decía antes que estas
parecieran modificaciones inútiles. Quizá debo atenuar el término y llamarles decorativas.
Quizá lo in-útil, el adorno, el disfrute de un paisaje, la emoción estética, el placer de una
escultura, el palpitar de una poesía, sean los rasgos que intentan acercarnos a ese antiguo

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mundo edénico y adánico. Por lo tanto, participarían de esa necesidad humana de disfrutar
lo no útil, lo ocioso, pero, por otro lado, imprescindible.
Delimitamos, nos diferenciamos, acotamos los entornos. En este trabajo de adecuación
de la naturaleza, buscamos la armonía. Recuperar la amabilidad de un entorno y una
interacción con las fuerzas cósmicas que nos remitan a esa primera edad dorada en que
desnudos y satisfechos solamente requeríamos permanecer en ese espacio vallado llamado
Paraíso.
Por ello argumento que la búsqueda de la arquitectura no es sino la búsqueda de ese
paraíso perdido. De ese lugar natural delimitado y al mismo tiempo integrado. Delimitado
por una barda, pero dentro del cual gozamos de lo más parecido a la felicidad. Esa es la
labor de la arquitectura, ese su anhelo y pocas experiencias pueden ser tan placenteras como
la de una arquitectura bien articulada, delimitada. Que en su ejecución vaya en la dirección
del espíritu, de la relación de las partes con el todo, de la narrativa personal de una historia,
un entorno, un contexto, que enaltezca las potencialidades del lugar y las personas.
Que nunca abandone la intención de recuperar el Paraíso.

Adolfo Vergara Mejía


Junio 2019

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