Puedo decir, sin miedo a equivocarme, que Omar Peña fue el
saqueador de loncheras más salvaje que haya conocido y
conocerá esta ciudad. He recorrido unos cuantos colegios y siempre he encontrado cretinos que van y meten mano a las loncheras ajenas, pero lo de Omar no era hobby ni asunto de aficionados. A este huevón, Alí Babá le quedaba chico. Había empezado en la primaria, sacando ocasionalmente un sánguche de pollo por aquí, una naranja por allá, tal vez por hambre; yo creo que más por pendejada. Pero para cuando entramos a la secundaria, su red de saqueo no solo cubría todas las mochilas del salón sino que, en vista de que algunos terminamos por ponerles candado o llevarlas siempre con nosotros, empezó a realizar incursiones en los salones vecinos y en la sala de profesores. Cuando la locura se apoderó de él, podías verle internarse en los pabellones de primaria de donde volvía con la mochila cargada de sánguches, ticoticos, sublimes, huevos duros, y plátanos casinegros que nos vendía mientras, no muy lejos de allí, a unos cuantos niños les rugía la panza de hambre. Omar Peña parecía invencible, igual que Alí Babá o el pirata Drake, pero donde la justicia falla, la ambición y la soberbia derriban a los grandes villanos. El golpe de las empanadas desaparecidas de la cafetería fue demasiado para él. Dos profesores vinieron y lo sacaron del salón en silencio mientras su mochila iba dejando un misterioso olor a carne aliñada.
No volví a verlo hasta diez años después en el Parque
Kennedy, hace no más de un año. ¡Omar, so pendejo!, grité. Omar se puso en guardia como un gato a punto de correr. Luego me reconoció y vino hacia mí. Nos abrazamos, nos reímos, hicimos las preguntas estúpidas de siempre y, cuando finalmente nos dimos cuenta de que ambos éramos dos pobres diablos sin nada más que hacer, propusimos ir por unas chelas.
Instalados en una mesa del bar, y después de contarnos un
poco nuestras miserias, me narró al detalle cómo había sido lo del robo de las empanadas, cómo lo había planeado con precisión durante semanas y lo trágico que resultó no haber contado con que el mismo Director era un adicto a ellas y que por eso puso al colegio de cabeza cuando no encontró ninguna en la cafetería. Me contó también que a los niños de primaria no les robaba la comida sino que se la cambiaba por canicas, stickers y otras porquerías que los niños saben apreciar. Yo no era un cabronazo, dijo, solo un tipo con ganas de comer bien. ¡Salud por ello!, dije. Además, continuó Omar, éramos chibolos, carajo. La gente cambia, ¿no? Asentí sonriendo. Volvimos a hacer un salud y pedimos más cerveza y una fuente de chicharrón de pollo que comimos casi con las manos.
Cuando Omar se paró para ir al baño, me quedé pensando
en todas esas historias del colegio mientras picaba los últimos restos del chicharrón. Sí, pues, me dije nuevamente, la gente cambia. La gente cambia. La gente cambia. Y recuerdo que todavía me seguí repitiendo eso por media hora más mientras esperaba a Omar. Hasta que llegó el mozo con la cuenta y me dijo que ya iban a cerrar. Cuento tomado del libro Orientación vocacional de Pierre Castro Paracaídas Editores, 2015