Alí Babá - Pierre Castro

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Puedo decir, sin miedo a equivocarme, que Omar Peña fue el

saqueador de loncheras más salvaje que haya conocido y


conocerá esta ciudad. He recorrido unos cuantos colegios y
siempre he encontrado cretinos que van y meten mano a las
loncheras ajenas, pero lo de Omar no era hobby ni asunto de
aficionados. A este huevón, Alí Babá le quedaba chico. Había
empezado en la primaria, sacando ocasionalmente un sánguche
de pollo por aquí, una naranja por allá, tal vez por hambre; yo creo
que más por pendejada. Pero para cuando entramos a la
secundaria, su red de saqueo no solo cubría todas las mochilas del
salón sino que, en vista de que algunos terminamos por ponerles
candado o llevarlas siempre con nosotros, empezó a realizar
incursiones en los salones vecinos y en la sala de profesores.
Cuando la locura se apoderó de él, podías verle internarse en los
pabellones de primaria de donde volvía con la mochila cargada de
sánguches, ticoticos, sublimes, huevos duros, y plátanos
casinegros que nos vendía mientras, no muy lejos de allí, a unos
cuantos niños les rugía la panza de hambre.
Omar Peña parecía invencible, igual que Alí Babá o el pirata
Drake, pero donde la justicia falla, la ambición y la soberbia
derriban a los grandes villanos. El golpe de las empanadas
desaparecidas de la cafetería fue demasiado para él. Dos
profesores vinieron y lo sacaron del salón en silencio mientras su
mochila iba dejando un misterioso olor a carne aliñada.

No volví a verlo hasta diez años después en el Parque


Kennedy, hace no más de un año. ¡Omar, so pendejo!, grité. Omar
se puso en guardia como un gato a punto de correr. Luego me
reconoció y vino hacia mí. Nos abrazamos, nos reímos, hicimos las
preguntas estúpidas de siempre y, cuando finalmente nos dimos
cuenta de que ambos éramos dos pobres diablos sin nada más que
hacer, propusimos ir por unas chelas.

Instalados en una mesa del bar, y después de contarnos un


poco nuestras miserias, me narró al detalle cómo había sido lo del
robo de las empanadas, cómo lo había planeado con precisión
durante semanas y lo trágico que resultó no haber contado con
que el mismo Director era un adicto a ellas y que por eso puso al
colegio de cabeza cuando no encontró ninguna en la cafetería. Me
contó también que a los niños de primaria no les robaba la comida
sino que se la cambiaba por canicas, stickers y otras porquerías
que los niños saben apreciar. Yo no era un cabronazo, dijo, solo
un tipo con ganas de comer bien. ¡Salud por ello!, dije. Además,
continuó Omar, éramos chibolos, carajo. La gente cambia, ¿no?
Asentí sonriendo. Volvimos a hacer un salud y pedimos más
cerveza y una fuente de chicharrón de pollo que comimos casi con
las manos.

Cuando Omar se paró para ir al baño, me quedé pensando


en todas esas historias del colegio mientras picaba los últimos
restos del chicharrón. Sí, pues, me dije nuevamente, la gente
cambia. La gente cambia. La gente cambia. Y recuerdo que todavía
me seguí repitiendo eso por media hora más mientras esperaba a
Omar. Hasta que llegó el mozo con la cuenta y me dijo que ya iban
a cerrar.
Cuento tomado del libro
Orientación vocacional
de Pierre Castro
Paracaídas Editores, 2015

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