Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
—¡Ay, Dios! —gritó Hallie, que estaba hablando por teléfono—. ¡Ay,
por Dios! No te lo vas a creer.
—Baja la voz. Creo que alguien me ha clavado un maldito tacón en
un ojo —replicó Lavinia chillando a su vez, obviamente víctima de
una resaca—. ¿Qué ha pasado para que estés así?
—Lavinia, quiero morirme.
—Yo también, la verdad. —La voz de su amiga quedó
amortiguada por un cojín—. Pero sospecho que por otro motivo.
Explícate o cuelgo.
—Escribí la carta —dijo Hallie, que intentaba susurrar, pero fracasó
estrepitosamente, mientras llegaba a su camioneta. Se subió al
interior y cerró de un portazo, con el pulso frenético y el estómago
revuelto—. Anoche, después de cenar, le escribí a Julian una carta de
admiradora secreta y se la dejé en el sendero para que la encontrara.
La escribí en el asiento trasero del Uber. Estoy segura de que incluso
le pedí consejo al conductor y me dijo que no la escribiera. «¡Ni se te
ocurra, so loca!». Pero lo hice. Se la he dejado en el sendero que
recorre todos los días cuando sale a correr, y va a encontrársela
¡ahora mismo!
—No me puedo creer que hayas hecho eso. Me prometiste que no
lo harías.
—¿Cómo quieres que mantenga una promesa que hice bajo los
efectos de la pasta y el vino?
—Tienes razón. No debería haberme ado de tu palabra. —Se oyó
el crujido de un sofá de fondo y su voz fue más clara cuando añadió
—: ¿Hay alguna manera de controlar los daños?
—No. Es decir, no rmé con mi nombre, obviamente. O eso creo,
no sé…
—Eso daría al traste con la idea de escribirle como su admiradora
secreta.
Oyó la noti cación de que acababa de recibir un mensaje. El
usuario y la contraseña de Net ix de Julian.
La había salvado del Tonto del Traje de Tweed; había reavivado su
fe en las buenas obras y en los hombres íntegros; había hecho que le
latiera el corazón como si por n hubiera recordado cómo hacerlo; ¡y
le había pasado su usuario y su contraseña de Net ix! (que, por
cierto, era «calendario»). A cambio, ella había vomitado la
admiración que sentía por él en un torrente de locuacidad.
—¡Ni siquiera recuerdo lo que escribí! —Hallie dejó caer la frente
sobre el volante—. Por favor, dime que el rocío de la mañana ha
difuminado la tinta o que la carta ha salido volando. Por favor, dime
que es posible que haya pasado eso y que Julian Vos no está leyendo
ahora mismo mis disparates de borracha.
El silencio de Lavinia duró un poco más de la cuenta.
—Seguro que ha salido volando, nena.
—Es imposible que tenga tanta suerte, ¿verdad?
—Lo dudo. —Se oyó una voz apagada de fondo—. Tengo que
irme. Jerome necesita ayuda porque es la hora punta. Mantenme
informada, Shakespeare.
Hallie respiró hondo y después de cortar la llamada dejó caer el
teléfono sobre el regazo con la mirada perdida. ¿Qué iba a hacer?
Nada. Eso iba a hacer. Esperar sentada. Y desear que si el viento no
se había llevado la carta, nada de lo que había escrito en ella pudiera
identi carla. Según recordaba, era posible que hasta hubiera puesto
su dirección en el remite.
De acuerdo. Había previsto volver al día siguiente a la casa de
invitados de los Vos para seguir plantando. Tendría que mantenerse
en las sombras hasta entonces… y después la indultarían. O sus
sentimientos por Julian dejarían de ser un inocente secretillo.
7
veces, les cuelgo a los teleoperadores. Pero espero que seas feliz,
que disfrutes de buena salud y que tu futuro sea tan feliz como
pero tú ya me entiendes.
Tu admiradora secreta
Esa noche, Hallie entró en su casa y se detuvo nada más pasar por la
puerta al ver el desorden con nuevos ojos. No siempre había sido así.
No cuando Rebecca vivía. Ni siquiera justo después de su muerte.
Que sí, que su corazón deletreaba con naturalidad la palabra
«desorden» como si sus latidos fueran código morse, pero en ese
momento la desorganización casi se había convertido en un peligro.
Pilas de cartas y documentos de trabajo a punto de derrumbarse.
Ropa sucia que nunca vería el interior de un cajón. Complementos
caninos por doquier.
Su mente seguía estando en el viñedo con Julian y no dejaba de
repetir en bucle la conversación.
«Soy un poco autodestructiva, ¿no?».
«Creo que tal vez me haya estado metiendo en líos a propósito».
«Para no tener que pararme a pensar en…».
En cualquier cosa, ciertamente. ¿No era esa la verdad? Mientras el
torbellino de problemas siguiera dando vueltas, no tendría que
pensar en cómo avanzar. Y en como quién avanzaba. ¿Lo hacía como
Hallie, la nieta abnegada? ¿O como una de las muchas
personalidades que había creado su madre? ¿O había una versión de
sí misma a la que todavía no conocía?
Solo tenía una cosa clara: mientras hablaba con Julian en el viñedo,
no se había sentido sola. De hecho, todo en su interior se había
calmado hasta ver que ella era la raíz de su problema, aunque no
tenía ni la menor idea de cómo solucionarlo. El estricto control que
Julian tenía sobre sí mismo también la había anclado en esos
momentos robados…, y quería disfrutar de más.
Tardó su buen cuarto de hora en encontrar el cuaderno que había
comprado en la papelería, porque El General lo había medio
enterrado en el patio trasero. Y diez minutos más en encontrar un
bolígrafo que pintara. Empezó a redactar una lista de tareas
pendientes, pero se quedó en blanco casi después de escribir
«Limpiar el frigorí co» y «Cancelar las suscripciones a apps que ya
no uso». Lo que deseaba de verdad era regresar al viñedo y hablar
con Julian. Su franqueza, su manera de escuchar con tanta atención y
esa disposición a admitir sus defectos tenían algo que le facilitaba la
tarea de examinar los suyos. De verlos con claridad.
Después de lo de ese día, estaba casi segura de que Julian se sentía
atraído por ella. Podían hablar de temas personales como si hubieran
tenido conversaciones íntimas toda la vida. Aunque llevaba tanto
tiempo viviendo con lo que sentía por él que le costaba tener la
certeza de que no la correspondía. Era algo tan imposible que le
había propuesto ser solo amigos con tal de evitar ese doloroso
discurso por su parte.
Sin embargo, en sus cartas podía darle rienda suelta a su
admiración, casi de un modo terapéutico.
De modo que, en vez de ser responsable y elaborar un plan para
acabar con esa #vidadesordenada, se descubrió pasando la página en
busca de una en blanco.
«Querido Julian…».
9
Querido Julian:
Hay algo muy liberador en una carta anónima. Nos quita
preguntas.
escuche.
sale nada de esto, al menos quédate con que hay alguien que
un día de perros.
Tu admiradora secreta
Hola:
Querido Julian:
movernos.
asuste.
Tu admiradora secreta
Querido Julian:
caligráfico, pero creo que una vez que hayas leído todo el
cambiar.
Hallie
Aquella noche, después de plantar todas las ores y de que las risas
se hubieran desvanecido en la estrellada y fragante noche de Napa,
Hallie y Julian se detuvieron frente a la biblioteca cerrada, uno al
lado del otro.
Ella le entregó su bloc de dibujo y él lo miró con su expresión seria
de profesor.
—No sé por dónde empezar —admitió Hallie.
Y Julian pareció entenderla perfectamente, porque asintió una vez
con la cabeza y regresó a su coche con ese paso enérgico y decidido
que lo caracterizaba. Abrió la puerta del maletero y su torso
desapareció en el interior del vehículo. Los músculos de su espalda
se exionaron y ella movió los dedos en respuesta, porque echaba de
menos la textura de su piel, pero todos sus indecorosos
pensamientos se esfumaron cuando vio el objeto que Julian estaba
sacando del coche. Hasta entonces había estado tapado con una
manta, y ella había supuesto que eran más plantas que él había
comprado en el vivero. Pero no.
Era la mesa de su abuela.
La que estaba en la terraza de Encorchado desde los años
cincuenta.
Allí estaba, sobre el hombro de Julian, que empezó a atravesar la
calle con ella. El mundo pareció inclinarse sobre su eje y dar un
vuelco, y de repente sintió tal nudo en la garganta que era un
milagro que siguiese respirando. Intentó llamarlo por su nombre,
pero no le salió palabra alguna. Solo acertó a pasar los dedos por sus
intrincadas curvas y la pintura blanca descascarillada. Julian regresó
al coche para sacar las sillas de hierro forjado del maletero. Llevó
una en cada mano, las dejó junto a la mesa y la miró mientras el
pecho le subía y le bajaba.
—Lorna ya necesita el triple de asientos en la terraza. Pero hace
tiempo que nos adelantamos y compramos las mesas y las sillas.
Claro que ninguna es como esta. Nada podría igualarla. —Se inclinó
hacia ella y le posó los labios en la coronilla—. Quizás haya llegado
el momento de darle un nuevo hogar.
—Sabía que a mi diseño le faltaba algo. —Sonrió entre lágrimas
mientras contemplaba las familiares curvas del hierro forjado—.
Necesitaba este trozo de mi abuela. Es el corazón del jardín, y lo has
traído tú.
Sus brazos la rodearon, envolviéndola con su calidez.
—Te habría traído el mío, pero ya te lo había dado, Hallie.
Después del reencuentro que él planeó en los Viñedos Vos, supuso
que podía considerarse curada por completo. Pero a su corazón tal
vez le faltara algún pedazo, porque en ese momento sintió que
encajaba un último trocito y empezó a latir como el de un león.
¿Cómo no tener un corazón que latía con ferocidad cuando había
alguien en el mundo capaz de hacer eso por ella?
Julian le tendió la mano y juntos caminaron hacia el jardín de la
biblioteca.
Y se quedaron hasta bien entrada la noche manchándose de tierra,
plantando ores y sonriéndose a la luz de la luna. Porque su viaje no
había hecho más que empezar.
FIN
Acerca e la au a
Tessa Bailey, autora superventas en las listas del The New York Times,
es capaz de resolver cualquier problema salvo los suyos propios, así
que concentra todos sus esfuerzos en hombres cticios de
personalidad terca y trabajos duros, y en protagonistas leales y
entrañables. Vive en Long Island, evitando el sol y las relaciones
sociales, y luego se pregunta por qué nadie la llama. Tessa, a quien
Entertainment Weekly ha apodado la «Miguel Ángel del lenguaje
sucio», siempre escribe nales felices picantes, desenfadados y
románticos. Síguela en TikTok en @authortessabailey o visita
tessabailey.com para ver una lista completa de sus libros.