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Mavis Gallant - Cuando éramos casi jóvenes (1960)

En Madrid, hace nueve años, vivíamos de pensar en el dinero. Nuestras amistades se nutrían
con la charla del dinero que esperábamos tener y de lo que teníamos intención de hacer cuando
llegara. Éramos cuatro: dos hombres y dos mujeres. Los hombres, Pablo y Carlos, eran primos.
Pilar era también pariente de ellos. Yo ni era pariente ni española, y era amiga de ellos casi por
error. Lo que teníamos en común era que todos estábamos a la espera de dinero.
Cada día iba a la oficina central de correos y hacía la ronda de bancos y agencias de viaje a
los que podían llegar las cartas y el dinero. No sabía con seguridad cuánto sería ni adónde iba a
llegar, pero lo veía cabalgar a través de una larga arcada que parecía el arco iris. En aquellos
días yo andaba siempre en busca de señales. Veía señales en el humo de los cigarrillos, en el
modo en que caía la ceniza y en las cartas. Me echaba las cartas tres días a la semana: el lu-
nes, el miércoles y el viernes. Los martes, jueves y sábados no eran buenos, porque las cartas
callaban o eran evasivas, y los domingos mentían. Creía que esos signos, la ceniza, el humo y
lo demás, me iban a decir qué rumbo tomaría mi vida y qué pasaría a partir de ahí. Creía firme-
mente en el libre albedrío, algo que despreciaba la mayoría de la gente que yo conocía, pero
también era supersticiosa. Bajo mis párpados, veía el nueve de tréboles, una carta excelente, y
el diez de corazones, que es aún mejor moralmente hablando, ya que implica ganar a través del
esfuerzo. Veía los ases de tréboles y diamantes y la jota de diamantes, que es el cartero. Aun-
que Pablo, Pilar y Carlos no esperaban nada en particular, es más, no tenían nada que esperar
excepto a la fortuna, se ponían nerviosos por el cartero y les aliviaba verlo venir. Nunca pensa-

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ban que el cartero no iba a llegar, o que su llegada podría ser insignificante.
Carlos y Pablo eran de un pueblo de las afueras de Madrid. No tenían parientes cercanos en
la ciudad y compartían una habitación en un piso de la calle Hortaleza. Yo vivía en una habita-
ción junto a la entrada, así es como nos conocimos. Pilar, que tenía veintidós años, la más joven
de los cuatro, vivía en un pisito propio. Se había casado con el hermanastro de Carlos a los die-
cisiete años y llevaba tres años viuda. Estaba deseando casarse otra vez, pero tenía miedo de
ser ya demasiado mayor. Carlos tenía veintinueve años y era el mayor. Pablo y yo estábamos
entre ellos dos.
Carlos trabajaba en un banco. Su salario era tan bajo que casi no podía subsistir y tenía deu-
das en todas partes. Pablo estudiaba derecho en la Universidad de Madrid. Cuando no tenía
nada que hacer venía conmigo a hacer la ronda. Esta ronda duraba casi todo el día y se había
convertido en algo importante, ya que, pasado un tiempo, el hecho de esperar se volvió más le-
gítimo que aquello que se esperaba. Yo sabía que cuando la espera acabase me sentiría aban-
donada. Iba a la oficina de correos, a tres o cuatro bancos, a Cook’s, a American Express. En
cada sitio esperaba y hacía cola. Jamás he visto tantas colas ni tanta gente paciente. También
le dedicaba tiempo y pensamientos a vender mi ropa. Se la vendía a los gitanos en el rastro.
Una vez conseguí un dólar cincuenta por un abrigo y una falda, pero me lo robaron del bolsillo
cuando me paré a comprar el periódico. Me pareció tropezar con el ladrón, pero cuando dije
«Perdón» él asintió y se fue de allí rápidamente. Era un hombre que estaba cerca de la treinte-
na. Todavía puedo ver su cuello vuelto y su cabeza por detrás. Me llevé la mano al bolsillo para
pagar y el dinero ya no estaba. Cuando no estaba haciendo cola o librándome de ropa, iba a ver
a Pilar. Si hacía bueno nos sentábamos en su balcón y junto a la cocina cuando hacía frío. No
nos daba vergüenza ir a la confitería de enfrente y negociar en fracciones de céntimo cincuenta
gramos de chocolate, que después compartíamos escrupulosamente. Pilar estaba en paro pero
tranquila. Pablo estaba en paro pero lo llevaba fatal. No he conocido persona que llevara peor
estar parado. También era el único de nosotros que tenía algo de dinero. Su padre le mandaba
dinero para la habitación y la comida, y contaba con una asignación extra de su padrino, que era
propietario de un hotel en una de las costas. Pablo era moreno, de pelo rizado, y achaparrado,
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con esa cabeza grande y esos ojos opacos que se suelen ver por las calles de Madrid. Era uno
de esos «nuevos españoles» que formaba parte de la primera generación que había llegado a la
madurez bajo Franco, esa generación de la que se mostraban tan orgullosos los periódicos.
Solo que él ahora debiera estar —seguro que lo está— bien entrado en la treintena y ya no se
puede decir que sea «nuevo». Pablo ya había calculado con lápiz y papel lo que depararía el fu-
turo y había decidido que tan solo merecía la pena a medias.
Juntos hacíamos cola en los bancos durante horas, evitando la sucursal en la que trabajaba
Carlos porque teníamos miedo de que se nos escapara la risa y hacerle pasar vergüenza. Pelá-
bamos cacahuetes y chismorreábamos, nos cogíamos de la mano en ese estado de espera sus-
pendido y grato que era ahora la esencia de la vida. Cuando habíamos escuchado el «no» ritual
en cada uno de los sitios, nos marchábamos a casa.
La casa era un piso largo y oscuro sumido bajo el rumor de relojes y grifos que goteaban. Era
una especie de pensión, pero de tapadillo. Para no tener que pagar los impuestos, los propieta-
rios no la habían declarado a la policía y vivían en un desasosiego permanente. Una chica me
había dado la dirección en el tren advirtiéndome de que no le dijera nada a nadie. Había otra
persona extranjera, una vieja inglesa medio loca. Nunca me dirigió la palabra y creo que me
odió nada más verme. Tampoco es que los españoles le gustaran mucho más, eso mascullaba
cuando hablaba consigo misma. Al principio nos daban el almuerzo, pero pasado un tiempo,
como los propietarios tenían miedo por la licencia y la policía, dejaron de hacerlo, por lo que
comprábamos nuestra propia comida y nos la llevábamos al piso de Pilar, o la cocinábamos en
mi habitación en una cocinilla de alcohol. Comíamos pan de racionamiento con grumos de hari-

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na bajo la corteza y un horrible sucedáneo de mermelada. En cierto modo, siempre teníamos
hambre. Nuestra gula de dulces era ilimitada. Comprábamos pastelitos acartonados que nos pa-
recían exquisitos tan solo por el regusto a azúcar que nos dejaban en la boca. A veces íbamos a
un restaurante que llamábamos «el sitio de las diez pesetas» porque te ponían tres platos con
pan y vino por diez pesetas. También estaba «el sitio de las doce pesetas», en el que el olor era
menos nauseabundo, aunque la comida era casi igual de mala. La decoración en ambos dejaba
muy claro que no era europea. Cuanto más barato era el restaurante, más aspecto oriental de
poca monta adquiría. Recuerdo que una vez me sirvieron sesos en una cabeza de ternero abier-
ta.
Uno de los clientes del restaurante de las diez pesetas era un auténtico loco de atar, con ma-
nos como zarpas, cabello ralo y piel pútrida. Tenía el aspecto de un mono y se comportaba
como uno que yo había conocido, que aceptaba con placer uvas y plátanos para después dar
alaridos de odio ante algún pretendido insulto que le hacía danzar, farfullar e intentar morderte.
Ese hombre no comía de su plato. Estaba tan fuera de sí que incluso decía que su plato había
sido envenenado, que lo tenían planeado desde hacía tiempo. Tiraba cucharadas de comida so-
bre la mesa, o la ponía en trozos de pan y se rascaba la cabeza con el tenedor, para después
volverse y mascullar entre sonrisas y muecas. Cuando le daban esos ataques todo el mundo se
quedaba sentado en su sitio, no por horror, ni siquiera por compasión, simplemente inmóviles, a
la espera. Recuerdo a un sargento con cara de bruto que bajaba lentamente el cuchillo y el te-
nedor y se le quedaba mirando con sus gruesos labios entreabiertos. Recuerdo el vacío de la
habitación, la espera: ¿Qué pasará ahora? ¿Qué quiere decir esto? El ambiente se cargaba de
una fascinación helada y secreta. Pero no había quien se moviera ni hablara.
Con frecuencia salíamos de allí deprimidos, diciéndonos que era más barato y placentero co-
mer en casa, pero el hornillo era lento y muchas veces teníamos demasiada hambre para demo-
rarnos viendo cómo el agua empezaba a hervir. Lo cierto es que la comida era bastante barata.
En una ocasión devolví tres botellas de vino de Valdepeñas vacías y me alcanzó para comprar
comida suficiente para tres. Lo que comíamos eran montones de cebolla y patatas, cosas como
esas. Pilar se alimentaba de dulces. La he visto cocinar macarrones, rociarlos de azúcar y co-
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mérselos. Era una chica guapa, de rasgos afilados y pelo negro azabache. Pero era poco asea-
da, un tipo de chica cenicienta que daba la sensación de que habría algo en unos años que la
estropearía, algo como que se le hincharan los tobillos o le creciera bigote.
Su piso tenía dos habitaciones, una de las cuales alquilaba una pareja joven. La otra habita-
ción la dividía con una cortina. Tras la cortina estaba la cama que se había traído como parte de
la dote de su matrimonio con el hermanastro de Carlos. En la pared había una foto de María Fé-
lix, la actriz mexicana. Me gustaría contar una historia sobre Pilar, pero nadie me creerá. Se tra-
ta de cómo ella pensaba o pretendía pensar que el Museo Romántico era su casa. Era un mu-
seo extraordinario, un conjunto de habitaciones amuebladas con todos los atavíos del periodo
romántico. Alguien lo había diseñado con amor y esmero, pero casi no tenía visitantes. Si algún
despistado entraba cuando nosotros estábamos por allí, nos quedábamos mirándole para
echarlo. Sus primos le seguían el juego porque no tenían dinero ni nada mejor que hacer. Veo a
Pilar sentada en un sillón, con elegancia, y a los chicos de pie o apoyados contra la chimenea.
Digo chicos porque nunca pensé en ellos como hombres. Yo estoy junto a la ventana volviéndo-
les la espalda. Lo desapruebo y se nota. Me siento como una mojigata. Tiro de la persiana pin-
tada para ver la calle, y que un tranvía que pasa me lo confirme. Estamos en el siglo XX. Y Pilar
clama con una angustia sincera:
—Dios, haced que pare. Lo está estropeando todo.
—No quiero tus tontos cuentos de hadas —me oigo diciéndole con grandilocuencia—. Estoy
intentando librarme de los míos.
—He conocido a gente como tú —dice Carlos—. Te crees que puedes librarte de todo tu

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equipaje: religión, política, ideas, todo. Pues no puedes.
Los otros dos bostezan con toda la razón. Carlos y yo somos dos pesados.
De todos ellos era con Carlos con quien me entendía mejor, pero nos peleábamos por todo.
Nos habríamos peleado por un pedazo de papel. Él era pesimista y yo detestaba ese tipo de
temperamento, peor aún, detestaba su rostro. Se parecía a cierto tipo de suizos, de sudafrica-
nos o neozelandeses. Era desconfiado y tenía un aspecto ligeramente anglosajón. No era la
cara de pan del inglés, ni la de canario del suizo, ni la de lagarto o halcón. Era un rostro sin aca-
bar, esa cara indecisa que uno asociaría a un aspersor, un martini, a alguien que tontea en el
amor y la amistad, que hace locuras con la cuenta corriente y tiene miedo a abrir su corazón.
Me hacía pensar en un abogado que me dijo en cierta ocasión, con toda sinceridad, que a la
buena gente no le pasaban cosas malas. Carlos no tenía la culpa, claro está. Yo podría haber
evitado mis prejuicios, los cuales había arrastrado a España junto a mi pasaporte, pero él no po-
día evitar el aspecto que tenía. Pilar estaba desequilibrada, pero era maja. Lo que necesitába-
mos era —y en eso estuvimos todos de acuerdo en muchas ocasiones— una persona que reu-
niera todas nuestras mejores cualidades, las cuales no éramos tan modestos como para evitar
nombrarlas. De vuelta en casa, después de ir al Museo Romántico, me hicieron echar las cartas.
Hice la rueda pequeña, el cuadrado mágico, el abanico, el círculo celestial y el tridente. Había
buenas noticias para todos excepto para Carlos, pero como era domingo ninguna de ellas con-
taba.
¿Eran típicos españoles? No sé cómo es un típico español. No bailaban ni tocaban la guita-
rra. La verdad, la muerte y la piromanía no acechaban en sus ojos oscuros, al menos yo nunca
lo vi. Estaban en la más absoluta de las miserias. La diferencia entre ellos y otras tres personas
sin blanca cualesquiera residía en su particular pasividad, como si todo hubiera sido ya dispues-
to por adelantado. Dejando a un lado la catástrofe, la muerte y la revolución, ya no podía ocurrir
nada más. Cuando caminábamos juntos sus pasos aminoraban la marcha, como si a los tres les
persiguiera la misma renuncia a continuar andando. Pero seguían haciéndolo, y reían y parlo-
teaban, comentando lo que harían cuando llegara el dinero.

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Empezamos a llevar diarios casi al mismo tiempo. No recuerdo quién fue el primero. El de
Carlos era secreto. Pilar preguntaba cómo se escribían algunas palabras. Pablo lo contaba todo
antes de escribirlo. Era una extraña ocupación, si consideramos la edad que teníamos, pero
tampoco teníamos demasiado en lo que pensar. La pobreza no es un yugo sino una parálisis.
Nunca he vuelto a Madrid. Mis recuerdos son de plazas y de monumentos, de cosas que son
gratis o baratas. Nos veo envueltos en abrigos, con los guantes y las bufandas, luchando contra
el viento helado, avanzando a trompicones hacia el sitio de las diez pesetas. En otro de mis re-
cuerdos hace tanto calor que a duras penas podíamos llegar hasta el parque, en el que nos sen-
taríamos bajo los olmos y leeríamos el periódico. Los periódicos son el consuelo de los preocu-
pados, uno los puede absorber sin tener que leerlos. Yo a veces visitaba las bibliotecas, la del
Instituto Británico y la americana, pero no era capaz de meter las narices en un libro aunque me
fuera la vida en ello. La sola visión de la poesía me daba asco y me era imposible intentar com-
prender una novela, ni siquiera recordar los nombres de los personajes.
Por más raro que parezca, no teníamos miedo. ¿Qué era lo peor que podía pasar? El único
miedo del que tengo memoria es una inquietud que nos pegó Carlos. Él rondaba los veintinue-
ve, y veía el fondo de un pasillo al que nosotros aún no habíamos llegado. Nos hizo tenerle tan-
to miedo a llegar a los treinta que incluso la pobre Pilar estaba preocupada, a pesar de que to-
davía le quedaran ocho años de gracia. A mí también me horrorizaba. Ya no estaba para nada
en mi primera juventud y no se podía decir que mi estado vital fuera ningún misterio. Sin embar-
go, sentía que había hecho todo lo que podía hacer con mi libertad, y que ahora tenían que ser
las circunstancias, esos imponderables, las que habían de echarme una mano. Yo les daba to-

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das las oportunidades posibles. Estaba en una ciudad en la que no conocía ni un alma excepto
esos pocos que me había encontrado por casualidad. Era una ciudad en la que la mentalidad, el
sonido del lenguaje, las esperanzas y las posibilidades, incluso el aspecto de la gente en las ca-
lles, eran tan extraños como cualquier cosa que yo misma pudiera haber inventado. La elección
de venir aquí había sido deliberada: tenía un plan. Mi propia personalidad me parecía poco defi-
nida. Yo creía que esto era una desgracia exclusiva de mi persona. Pensaba que si me ponía
ante un fondo con el que no hubiera posibilidad de fundirme, aparecería alguna línea por sí sola.
Pero no había funcionado, me había adaptado demasiado rápido. No había tardado nada en
adoptar la forma de hablar y los movimientos, incluso la misma expresión en mi rostro, de ese
Madrid de mala muerte.
Estaba más con Pablo que con ningún otro, pero es Carlos a quien mejor recuerdo. Ahora me
arrepiento de lo mucho que nos peleábamos. Pienso en lo timorato, lo simbólico, de nuestras ta-
blas en las partidas de ajedrez. Yo no era lo bastante inteligente para derrotarle, pero él tampo-
co era lo bastante valiente para ganarme. El receso en nuestras respectivas posiciones en el ta-
blero nos llevaba a la inmovilidad de pensamiento. Yo estaba allí sentada fumando nerviosa,
mientras Carlos se sentaba con la cabeza entre las manos. Y con el pensamiento suspendido
afloraban los miedos. El terror que a Carlos le inspiraba llegar a la treintena y que la parte efecti-
va de su vida hubiera finalizado con tan poco que mostrar le perseguía y aturdía su cerebro. Ja-
más llegaría a ser otra cosa que la persona que era ahora. Recuerdo la luz tenue, el jaleo de la
calle, el silencio del interior del piso, el tictac del reloj de pared de números romanos de la entra-
da. El tiempo, ese tiempo de Madrid, era como un goteo de agua. Y yo me contagiaba de su
miedo y tenía miedo del movimiento del tiempo, a la vez demasiado rápido y demasiado lento.
Después de eso venía la sublevación y la impaciencia. En su compañía me sentía algo que no
había sentido nunca: activamente norteña. Viendo su pasividad, con las manos en la cabeza,
sentía la necesidad de urgirle, de exhortarle, de suplicarle que hiciera algo: actuar, hablar, bai-
lar, terminar la partida de ajedrez, algo. En ningún momento he sido más consciente del movi-
miento y el significado del tiempo, y había elegido precisamente la ciudad en la que el tiempo
goteaba, un goteo desde el techo de una cueva, gota a gota.
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La crisis financiera nos llegó a todos más o menos al mismo tiempo. El padrino de Pablo dejó
de mandarle dinero, lo cual fue un duro golpe. Los inquilinos de Pilar se marcharon. A mí no me
quedaba nada más que vender. Estaba el pequeño salario de Carlos, pero también estaban sus
deudas, y no podíamos contar con que ayudara a sus amigos. Se le veía más anglosajón, más
inacabado y decente que nunca. Deseé que hubiera alguna razón para patalear, algo por lo que
luchar. Por supuesto, estaba la situación española, a la que yo indudablemente le había dado
muchas vueltas antes de venir a España, pero ahora que estaba aquí, sin tener donde caerme
muerta, prácticamente no me daba cuenta. Pensaba «Soy libre» pero, ¿qué importancia tenía
eso? También pasaba hambre. Soñaba con comida. Pilar soñaba con cosas que la perseguían,
Pablo soñaba conmigo y Carlos soñaba que estaba en la cima de una montaña predicando ante
una multitud, pero con lo que yo soñaba era con jamón cocido y salsa madeira. Tenía la sospe-
cha de que mi estancia aquí y en esta situación era una locura y que solo había estado intentan-
do mejorar mi condición moral, la financiera hablaba por sí misma. Era como Orwell en París,
deleitándose con sus chinches. Si se trataba de eso, entonces estaba muy claro, muy protestan-
te en su conjunto, pero no podía decir nada más que eso.
Un día hice una tirada de cuarenta y ocho cartas (la gran rueda). Las cartas predijeron trai-
ción, ruina, enfermedades, accidentes, cartas que traían malas noticias, desastre y dolor.
Hice mi ronda. En uno de los lugares había llegado mi dinero. Estaba salvada. Fui a la univer-
sidad donde once o doce años antes se había producido la lucha. Parecía una urbanización de
los suburbios sin terminar, con todo ese barro, sus edificios blancos y sus árboles raquíticos. Es-
peré en la cafetería en la que Pablo tomaba su café amargo, y cuando entró le di las noticias.

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Fuimos hasta el corazón de Madrid en un tranvía que se bamboleaba. Pablo callaba, yo pensa-
ba que estaba encantado y sobrecogido; en realidad, debía de estar digiriendo el hecho asom-
broso de que yo había estado esperando algo y de que mi deambular por los bancos no era una
manía inocente como la de Pilar en el Museo Romántico.
Mi concepción de la vida (libre albedrío más imponderables) parecía verse justificada de nue-
vo. Tenía los imponderables en mi bolsillo y el libre albedrío comenzaba a rodar. Durante el tra-
yecto en el tranvía decidí que iría a Mallorca, alquilaría una casa, invitaría a los tres a pasar
unas largas vacaciones y compraría un perro que había visto. Nos bajamos del tranvía y com-
pramos un delicioso y tierno pan blanco de estraperlo, comprado al peso; y tres pollos asados,
además de medio kilo de mantequilla dulce y dos botellas de tres litros de vino blanco de Valde-
peñas. Compramos un poco de crema de castañas y turrón. Del resto no me acuerdo.
Hacia el final de nuestro almuerzo y antes de que se acabara el vino, Carlos hizo un comen-
tario feo: «La diferencia entre tú y nosotros es que a ti al final siempre habrá algo que venga a
rescatarte. A nosotros no vendrá nada a rescatarnos de ninguna parte. Probablemente lo has
sabido durante todo este tiempo».
A nadie le gusta que le acusen de impostor. Me enfadé muchísimo y rápidamente volví el co-
mentario en su contra. Estaba dando muestras de autocompasión. Dar pena era parte esencial
de su carácter. Lo decían las cartas. Todo lo que pude sacar de sus tiradas fueron combinacio-
nes de dos y tres: miedo abyecto a las amenazas anónimas y preocupación por la traición de
sus amigos. Este ataque le hizo callar, pero demostraba que mi carácter no había mejorado en
absoluto con mis infortunios. Me defendí contra la acusación de farsante. Mi existencia se había
caracterizado por la espera, y yo siempre dije que esperaba algo tangible. Pero ellos habían
creído que yo esperaba en el sentido que ellos dan a la palabra, esperar al verano y después al
invierno, al lunes y después al martes, esperar, esperar a que el tiempo gotee dentro de la pisci-
na.
Ya no hablábamos de lo que podríamos hacer si tuviéramos dinero. Yo pensaba en Mallorca.
Sabía que si les invitaba nunca vendrían. Eran educados. Comprendían que mi nueva fortuna
me dejaba fuera. No me dieron evasivas sino que se lo tomaron bien. No tenían planes, así que
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simplemente cerraron filas. Hablamos de un futuro lejano recordando a Carlos y sus miedos.
Hablamos de los treinta como si nos estuviéramos introduciendo en aguas subterráneas hela-
das, como si fuéramos a sumergirnos y quedarnos tal como estábamos, primero Carlos, des-
pués Pablo y yo, por último la pequeña Pilar. Aún tenía que esperar ocho años, pero ocho se
convertirían en siete y siete en seis, y ella lo sabía.
No sé qué fue de ellos o cómo eran cuando llegaron a cumplir los treinta. Me fui de Madrid. Es-
cribí durante un tiempo, pero nunca me contestaron. Finalmente fueron apresados, no por el
tiempo, por mí, por el congelamiento de la memoria. Y cuando miré en el diario que llevaba en
aquellos días, todo lo que pude encontrar fueron descripciones del clima.

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