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I.

PERSONAY
COMUNIDAD

Crecer juntos.
Seis claves
para construir comunidad
Lola Arrieta, CCV

< No es infrecuente, por desgracia, tener que constatar que vivir en ) común no
suele hacer más humana la vida. Lola Arrieta afronta > esa situación y cree
necesaria la realización de un doble cambio l para convertir las actuales
comunidades en hogares de humaniza-} ción de la vida y en lugares de
personalización de la fe. Reivindi-i cando su fe en la vida comunitaria, propone
revisar en profundi-\ dad tanto el modo como se sitúan las personas dentro de la ?
comunidad, sus actitudes, como la forma como ha quedado insti-S tucionalizada
la vida común, su organización. Y nos ofrece seis
< claves que, de ser tenidas en cuenta, lograrían hacer más humana £ nuestra
vida común y más evangelizadora nuestro quehacer apos-i tólico. Por la agudeza
en el diagnóstico y lo acertado de las solu-\ ciones propuestas, el artículo
merece atenta lectura.

Quienes me han pedido este artículo parten de una constatación:


vivir en comunidad hoy no está ayudando a crecer en humanidad ni
a hacerse como personas. ¿Qué está pasando? ¿Quién tiene la
culpa?, ¿las personas, las comunidades, las instituciones, la so-
ciedad? Para todas estas preguntas no existe una respuesta única.
En la historia de los grupos y comunidades convive ese deba-

* Carmelita de la Caridad Vedruna (CCV). Psicóloga y psicoterapeuta. Miembro de la


Asociación de Psicoterapeutas «Laureano Cuesta». Coordinadora del Equipo Ruaj, dedicado
a la orientación y tratamiento psicológico, al acompañamiento espiritual de personas y grupos
y a la formación permanente, con sedes en Salamanca, Sevilla y Madrid. Dedica mucho
tiempo al diálogo con personas y grupos, religiosas/religiosos y seglares y comparte esta tarea
con otros quehaceres de formación en mi propia familia religiosa y fuera de ella.
te interminable entre explicar los problemas por la inmadurez —o
maldad— misma de las personas o atribuirlos a la desidia —o relajación
— respecto a los ideales institucionales que nos agrupan como
colectivo.

Mi aportación hoy no pretende entrar en este debate, sino ofrecer


algo muy acotado. Deseo compartir —desde mi condición de mujer
cristiana y religiosa Vedruna que vive en comunidad y reflexiona desde
la psicología— algunas convicciones que me ayudan a seguir creyendo
en la comunidad y algunas claves a tener en cuenta en la vida cotidiana
de grupos y comunidades de vida para que éstos sean verdaderos
lugares de humanización de la vida y personalización de la fe.

1. PARA EMPEZAR, ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE


LA COMUNIDAD

Para muchos de nosotros, religiosos y religiosas, la vida en común


puede llegar a ser y vivirse mucho más como un peso o una carga, que
como una suerte, y —dicho en cristiano— una gracia. ¿Qué
chaparrones nos están cayendo que amenazan con desdibujar el núcleo
configurador de la llamada a vivir en común-unión? ¿Qué recursos
estamos descuidando para mantener a punto la casa común recibida
como gracia?
Vocación y con-vocación y envío para llevar adelante una misión
concreta, son las tres notas características de los seguidores y
seguidoras de Jesús. Un diseño de vida auténticamente provocativo en
nuestro mundo de hoy y de siempre. No podemos consentir que el
desgaste de la vida cotidiana difumine las claves hacia las que apunta el
seguimiento según se recoge en el paradigmático texto de Me 3,13-15.
Vivir la con-vocación es mucho más que vivir bajo un mismo techo,
con una capilla y un director o directora legítimamente constituido que
vela por la observancia de las reglas y valores institucionales como
concreciones del carisma de cada quien.

El valor configurador de una comunidad no puede definirse


exclusivamente según afecte a nuestra psicología los aires de ca-
da época o —peor aún— según el modo de ser conservador o
progresista del superior o superiora de turno. No podemos juzgar el
buen o mal funcionamiento de las comunidades en términos de
cumplimiento de las reglas o de logro de la realización personal. Hay
que ampliar el horizonte, toda la comunidad está llamada a trascenderse
hacia una misión más allá de sí misma; ese es el objetivo último que
orientará los proyectos comunitarios de cada año, partiendo siempre de
nuestra situación concreta.
No podemos olvidarlo: lo que nos constituye como comunidad
religiosa es ser y sabernos «comunidad en misión». La convocación, así
entendida, es al mismo tiempo, seña de identidad con posibilidad de
autorrealización y señal para orientar —y llegar a descubrir juntos cada
día— el hacia dónde, el para qué y los cornos concretos a los que se
nos llama en cada tiempo y lugar en paciente diálogo y discernimiento
compartido.
La sana comunicación, el cuidado mutuo y la mirada hondamente
humana y cristiana a nuestro mundo, serán prácticas cotidianas en el
discernimiento.
Este camino —no podemos perder la memoria— lo recorren los
seguidores de Jesús, desde hace muchos siglos. El libro de los Hechos
de los Apóstoles narra esta experiencia de encuentros y desencuentros
entre los cristianos de las primeras comunidades. ¿Qué les ayudó a
avanzar en medio de todas las dificultades?
Siempre me llama la atención que su objetivo fundamental no era
construir comunidades ni instituciones fuertes en el contexto imperialista
de su tiempo. Lo fundamental para ellos era aprender a vivir juntos
como Jesús y ofrecer a todos la Buena Noticia del Reino. Esa era su
fuerza.
Creo que también hoy, en nuestro mundo excluyente y violento, las
comunidades estamos llamadas a ser casas abiertas donde todos
quepan, y quepamos también —¡¡¡atención!!!— los que viven y vivimos
en ellas. Para que nuestras comunidades sean verdaderos lugares de
acogida, crecimiento, encuentro con Dios y anuncio profético de Buena
Noticia, requieren una profunda recreación y una continua construcción
compartida.
2. PARA CONTINUAR,
ALGUNAS CONSTATACIONES DESDE
LA PSICOLOGÍA Y LA EXPERIENCIA COTIDIANA

Con frecuencia observo que aceptamos esta teoría sobre la co-


munidad pero, sin embargo, la ahogamos en la práctica por no
poner en juego medios sencillos y adecuados para construirla. «De
teoría sobre comunidad, ya vamos bien, pero la práctica es otra
historia», se suele escuchar a mucha gente.
No podemos olvidar que las comunidades cristianas, por muy
nobles que sean sus ideales, son grupos humanos y participan de
todas las leyes que rigen la vida de los grupos y el psiquismo de las
personas. Las consecuencias también se hacen sentir cuando no
tenemos en cuenta esas leyes.
La vida diaria comunitaria se alimenta, entre otras cosas, del
pan del reconocimiento, del perdón y del cuidado mutuo. Lo ad-
mitamos o no, todos nos necesitamos mutuamente y nos influimos
más de lo que quisiéramos. Cuando aparece el conflicto huimos de
él como reacción automática, natural ¡y hasta sana!; sólo cuando
nos recomponemos podemos pensar con calma y reanudar la
relación. De estas reacciones no se libra nadie, tampoco los
seguidores más cercanos de Jesús, y ni por esas renunció a
hacerlos sus discípulos y enviarlos en misión.
La aparición de desacuerdos y conflictos también es pan coti-
diano —¡y piedra de escándalo!— que se repite reiteradamente en
la vida de una comunidad y afectan e influyen a todos los que
conviven. El que una comunidad funcione bien no supone la au-
sencia de conflictos sino acertar con el modo saludable de afron-
tarlos.
La propia organización de las comunidades potencia distintos
climas que facilitan o dificultan la aparición de determinados con-
flictos. Por ejemplo, si en una comunidad salir de casa sin permiso
es vivido como una transgresión en materia de obediencia, quien
así actúe se sentirá culpable y el supuesto guardián considerará un
deber controlar las salidas para que haya orden. Las personas
entonces más que crecer en autonomía responsable

tenderán al sometimiento o a la rebelión, con el consiguiente deterioro


de la mutua confianza. Y así otras muchas cosas. ¡No nos engañemos!,
una organización grupal orientada al dominio de unos sobre otros, nunca
da frutos de salud y humanidad evangélica sino de enfermedad y
esclavitud.

Una trampa muy generalizada consiste en hablar de fraternidad y


practicar la exclusión con los que «nos molestan», haciéndolos
verdaderos chivos expiatorios de problemas y conflictos generados, a
veces, por la misma dinámica de los grupos.
¿Quién influye más a quién, las personas a las comunidades o los
climas comunitarios a las personas? La respuesta no es unívoca.
Personas, grupos e instituciones se influyen unos a otros mutuamente.
Conseguir un cambio es fruto de esa influencia mutua. Las personas
crecen en comunidad tanto en cuanto la comunidad toda —y cada uno
de sus miembros— se sientan responsables de construirla. Las
comunidades ayudan a crecer a las personas con una adecuada
organización participativa en la que todas y cada una desarrollen su
influencia y sus capacidades.
Pero quiero matizar. No todas las personas influyen de la misma
manera en la comunidad y la comunidad misma tampoco afecta
igualmente en todas las personas. Una misma persona puede tener
comportamientos muy distintos en diferentes comunidades, y un mismo
clima comunitario puede afectar de maneras diversas a distintas
personas.
Estamos necesitados de repensar caminos sencillos —que nos
aportan las ciencias humanas— facilitadores de una auténtica
construcción fraterna e identificar igualmente los callejones sin salida,
para no gastar las energías dando vueltas y revueltas en ellos.
No podemos dejar de nombrar un escollo fuerte en este momento.
La propuesta de reavivar la comunicación, el respeto, el diálogo y la
participación en las comunidades y en la misma Iglesia es percibida por
algunos como el fantasma del psicologismo que reduce las
comunidades a grupos terapéuticos. Este riesgo existe, es verdad, pero
no por eso podemos renunciar a la humilde búsqueda en común,
teniendo en cuenta la palabra de todos y cada uno de los miembros de
la comunidad.

Para que nuestras comunidades sean lugares de crecimiento


humano y cristiano urge revisar tanto las actitudes personales co-
mo las organizaciones comunitarias e institucionales:
• Unas personas sanas y resistentes al conflicto, capaces de
conjugar ternura y firmeza en la convivencia cotidiana.
• Una organización de la vida común que haga posible vivir la
misión, en el encuentro, la comunión y la entrega de la vida.

3. PARA AVANZAR, IDENTIFICAR EL CLIMA


COMUNITARIO DOMINANTE

Las expectativas y necesidades de las personas y comunidades


son múltiples y muy variadas. En la práctica hay de todo: comuni-
dades volcadas en cumplir las normas para funcionar bien; comu-
nidades que intentan agradar a las personas por todos los medios;
comunidades que tratan de reavivar el discernimiento para cumplir
la misión; comunidades que viven sus actividades cotidianas
religiosas y apostólicas, con horarios al límite de sus posibilidades,
etc. A todas invitamos a confrontarse con las sugerencias que se
indican a continuación.

3.1. La experiencia de la triple D del deterioro

El clima de las comunidades D es un clima contaminado por el


desasosiego, la desconfianza y el desamparo.
En un clima así se respira mal, muy mal, y por más que se in-
tente avanzar, la comunidad no pasa de ser un techo común —a
modo de gran paraguas— en el que tratan de cobijarse los hom-
bres y mujeres que allí viven, cansados y empapados por tanto
chaparrón.
A mayor desencanto entre lo que esperamos de la comunidad y
lo que encontramos en ella, mayor es la experiencia de deterioro
(D) de las personas y de la comunidad toda en cuanto a salud y fe.
En un clima marcado por la decepción suele fallar el sentido de
realidad, con facilidad las cosas se desenfocan. Se atrofia la

actitud de interdependencia, el dar y recibir escasea como moneda


de cambio en la convivencia diaria. Tampoco funciona la sana
canalización de las emociones. La inteligencia sintiente, creativa y
creadora, queda bloqueada por la represión o anegada por la
compulsión destructiva.
¿Cómo crecer y vivir de forma plena la convocación, en un
ambiente así, presidido por el miedo, la desconfianza mutua, el
bloqueo, la rivalidad o la indiferencia?

3.2. La experiencia de la triple C del crecimiento

El clima de las comunidades C, es un clima energetizado por la


calma, la comunicación y la comunión.
La calma para pensar y arriesgar en la vida cotidiana, la co-
municación para el encuentro y la comunión en misión, se estimu-
lan y posibilitan mutuamente. Un clima así es un verdadero pulmón
de oxígeno para los que viven en la misma comunidad y para el
lugar en el que están insertos.
A mayor creatividad y lucidez para ajustar el ideal de la comu-
nidad con la realidad de las personas y de la comunidad misma,
mayor será la energía de cada miembro para sumar —y no restar—
en la vida cotidiana. En un clima marcado por la esperanza activa y
creativa, existe un alto sentido de la realidad en el modo objetivo de
percibir y percibirse. Cada uno se siente valorado por los demás y
es capaz de valorar a los otros. Generan dinámicas de intercambio
y participación en la vida cotidiana y posibilitan la proyección
apostólica. Las personas se sienten libres y responsables para
expresar su forma de pensar, sentir, actuar y acogen igualmente la
expresión de los otros. La comunidad sabe prever espacios para
ello.
Las personas de la comunidad, más que quedarse fijadas en sí
mismas, no pueden por menos de preguntarse: ¿qué necesitan los
miembros de la comunidad?, ¿y cómo puedo yo contribuir a ello,
para vivir juntos la con-vocación y misión encomendada?

4. PARA CONCRETAR:
SEIS CLAVES PARA PASAR DEL DETERIORO (D)
AL CRECIMIENTO (C) Y HACER CAMINO JUNTOS

Ya me imagino la objeción de algunos lectores diciendo para sus adentros: pero


esto no es tan liso y llano. En muchas comunida des hay de todo, hay
temporadas, ratos, momentos, épocas. De todo. Efectivamente, pienso yo:
¡Claro que hay de todo! Por eso necesitamos detectar el clima dominante de la
comunidad para evitar el deterioro y poner medios prácticos que alienten el
crecimiento y la creatividad sana y cristiana.

4.1. No instalarse en la D del desasosiego, la


desconfianza y el desamparo

□ Primera clave: disolver el desasosiego

Cuando estamos mal sale lo peor de nosotros mismos para ver güenza
nuestra y conocimiento de los que nos rodean. Sin quererlo, hacemos una
exposición pública de nuestras debilidades más íntimas. Las variadas muestras
del desasosiego nunca dejan indiferentes a los espectadores, lo manifiesten o
no. Las reacciones pueden ser muy diversas: desde la contaminación al juicio
condenatorio, pasando por la recriminación o el bloqueo y el silencio.
El desasosiego —estado emocional de desazón, angustia, impaciencia,
intranquilidad—, quita la calma y bloquea el pensamiento. Quienes lo padecen
se ven envueltos en una especie de niebla pegajosa de la que no resulta fácil
librarse. El desasosiego fácilmente desemboca en crispación.
Nos desasosegamos cuando no se cumplen nuestros deseos. Lo
admitamos o no, en nuestro psiquismo conviven inquilinos muy diversos, la
angustia es uno de ellos, tan vieja y experimentada como los años de nuestra
vida. Si algo exterior activa a doña angustia, ésta se dispara automáticamente
hacia lo peor. La secuencia es sencilla: un conflicto —pequeño o grande—
despierta al miedo, el miedo se torna en desconfianza y ésta recurre a los

mecanismos de defensa por el desamparo original que nos cons-


tituye. ¡Estamos perdidos!, ¿qué hacer?
No todos, ni siempre, sabemos gestionar con salud nuestras
emociones más levantiscas. Cuando falla la sana gestión de estas
emociones, son los mecanismos de defensa más enfermizos los
que toman el poder: idealizar o denigrar a los otros, negar la
realidad, defenderse en la relación; tratar de quedar bien por enci-
ma de todo, proyectar en los demás lo que no admitimos de no-
sotros mismos, etc. Todo, con tal de vernos libres de esa insopor-
table vecina que es doña angustia.
La superación del desasosiego pasa por el fortalecimiento
personal y éste requiere conocimiento y reconciliación con uno
mismo. Los otros nos pueden ayudar, pero ¡¡¡no nos engañemos!!!,
hay algo personal e ineludible que nadie puede hacer por nosotros.
Desestimar este trabajo personal puede tener consecuencias
deshumanizadoras a lo lago de la vida.
El desasosiego también puede apoderarse del grupo comuni-
tario, se respira cuando abunda la desinformación y el subjetivismo.
Mala cosa cuando en la comunidad se empiezan a escuchar de
forma reiterada expresiones como estas: «se dice»; «no se dijo»;
«se me dijo». O bien: «ni lo sé ni me importa lo que está pasando»;
«lo que yo entiendo es lo que entendemos todos, no hay más, no
pretendas que veamos las cosas de otra manera». Tergiversar la
información, retenerla, guardarla para unos pocos o manipular con
ella un ambiente..., tienen un efecto pernicioso al que —según mi
experiencia— no acabamos de darle la importancia que merece.
El desasosiego comunitario se previene y disuelve:
• propiciando oportunidades para expresar lo que pasa sin
sentir por ello el juicio condenatorio o la censura;
• dando y recibiendo información objetiva y clarificadora.
En vez de intentar por todos los medios «evitar hablar de», hay
que «propiciar hablar de». Salir al encuentro personalmente o
hacerlo en grupo y acertar el momento adecuado de realizarlo será
una cuestión a discernir en cada situación. El desasosiego co-

munitario decrece cuando las personas pueden expresar, enten der y objetivar
lo que pasa de forma realista.

«¡No tengáis miedo!, tened calma, ¡haya paz entre vosotros!», dice
el mismo Resucitado a sus seguidores y seguidoras desasosegados y fuera de sí.

□ Segunda clave: desterrar la desconfianza

A la desconfianza se llega por la ausencia —real o imaginada— de apoyo


externo ante un conflicto padecido: «\cualquiera se fía!»; «¡luego dicen que
somos hermanos!»; «si ia gente supiera lo que aquí ocurre se
escandalizaría»; «¡vaya comunidad!»; «yo no diré nada porque para lo
que escucho»; «¡me hacen daño con lo que dicen!». Son algunas de las
expresiones repetidas y escuchadas muchas veces.
La ausencia del apoyo externo sentido, cuando el desasosiego aprieta, lleva
a desconfiar. La desconfianza nos pone alerta, nos hace «andar con pies de
plomo», alarmarnos desmesuradamente, tener la sensación de que todo lo que se
dice o hace encierra una segunda intención, un boicot en toda regla contra uno
mismo o contra el grupo. La desconfianza lleva a enfadarse, a actuar movidos
por la ira o por la ironía esceptica. La desconfianza genera violencia y
exclusión en las personas y en los grupos; mata el tejido convivencial.
Alimentamos la desconfianza cuando nos percibimos unos a otros con
miedo. El miedo del recelo, el miedo de la cautela, el miedo de la
tergiversación: «cualquiera dice nada, me puede he rir»; «no me atrevo a
decir más».

La superación de la desconfianza pasa por la apertura sincera y humilde


para darse a conocer y acoger a los otros en lo que son, con sus luces y
sombras. Deponer todas nuestras actitudes de miedo, blindaje y violencia, para
salir al encuentro de los otros y poder acogerlos como semejantes y diferentes.
Y tener en cuenta algo más difícil todavía: la negociación de discrepancias
entre nosotros, no como algo esporádico, sino como lo normal de la vida
cotidiana. Pero no todos, ni siempre, hemos cultivado con asidua disciplina estas
habilidades para la comunicación.
El cultivo comunitario de la sana comunicación en cuestiones de
vida, trabajo y fe, es antídoto seguro contra la desconfianza. Cuando
falla la comunicación y el diálogo, aparece la violencia y la exclusión. La
desconfianza comunitaria decrece cuando las personas se sienten
entendidas y atendidas en sus necesidades y tenidas en cuenta en sus
capacidades para participar e implicarse en la misión única y compartida
de la comunidad.

La dominancia de ley y las normas sofocan toda posibilidad de


diálogo. La historia de Caín y Abel o el desastre de Babel se repiten
cada día. En esta actitud se llega a la situación de desamparo propia de
los que se sienten excluidos.

□ Tercera clave: acabar con el aislamiento del desamparo

La situación de desamparo es una experiencia regresiva al estado


original en el que nos encontramos al nacer. «Nadie me entiende», «a
todos les da igual lo que a mí me pasa», «encima me echan la culpa»,
«¿es esto una comunidad?», «aquí sólo importa que se haga lo que
ellos quieren, las necesidades de las personas no cuentan», «¡da
igual!», son algunas expresiones repetidas y escuchadas muchas veces.
La situación de desamparo consiste en experimentar una falta de
medios para subsistir y de protección para llegar a vivir con dignidad. No
tener a quién recurrir. Desabrigado, desvalido. Desamparar es no
prestar a alguien la ayuda o protección que busca o necesita.
La dinámica del desamparo lleva a «cerrar las puertas» a los demás
y a la vida, aislándose lo más posible en la burbuja de la solitariedad. La
dureza de juicio engorda con el paso del tiempo. El dicho popular «más
vale solo que mal acompañado» parece constituirse en convicción
profunda para regular las relaciones.
Alimentamos el desamparo cuando agudizamos las preguntas
desde la unilateralidad de uno mismo, con pesimistas respuestas: ¿Qué
significo para los otros de la comunidad? ¡Nada! ¿Qué pinto en la
comunidad? ¡Nada! Nadie requiere lo que yo puedo ofrecer, nadie
reconoce lo que valgo; o en su reverso; «Sólo me buscan para
aprovecharse, pero yo no intereso. ¿Realmente me quieren? ¡Mentira!
¡A la hora de la verdad estoy absolutamente solo!».
Cuando falla en la práctica el cuidado personal y mutuo, se refuerza
el aislamiento de cada quien en sus fantasías. La afirmación
esperanzada de que «la salvación viene de los otros y del Dios de la
vida» queda sustituida por la máxima sartriana «el infierno son los
otros».

Y lo que es peor, cuando se instala el desamparo como experiencia


vital de la mayoría de la comunidad es que hemos perdido el sentido de
convocación y envío. Porque lo nuestro es «vivir en misión», la misión
de anunciar la Buena Noticia de Jesús, Mesías y Siervo, que vino a dar
vida y vida en abundancia, liberar de las ataduras; hacer del mundo casa
y de los hombres y mujeres, hermanos, es decir, seres iguales y libres
en dignidad y en responsabilidad.
La superación del desamparo pasa por darse la vuelta y revertir las
preguntas: ¿qué significan los demás para mí?, ¿qué valores y
cualidades tienen para el servicio de la comunidad?, ¿qué puedo aportar
yo?, ¿qué estoy dispuesto a hacer en este momento para contribuir al
proyecto comunitario de misión?
La comunidad de vida religiosa ni puede dejar de preguntarse
cotidianamente por el proyecto común que la convoca, ni tampoco dejar
de lado las necesidades concretas de sus miembros.
El desamparo comunitario es una plaga que nos hace descarrilar de
la llamada a crear fraternidad inclusiva. Esta plaga se combate
potenciando la participación, el reparto del poder y la implicación
responsable de todos, reavivando juntos el sentido de misión para la que
hemos sido convocados.
Conclusión. Cuando el desasosiego, la desconfianza y el de-
samparo, se adueñan de la comunidad, las personas no crecen y la
comunidad misma pierde el sentido de con-vocación para llevar a cabo
la misión encomendada.
4.2. Cultivar la C de la calma, la comunicación y la
comunión
□ Cuarta clave: fomentar la calma para pensar

No nos referimos a la calma de los cementerios, ni a la calma propia de las


personas lentas. La calma es esa experiencia vital de vernos libres de
agitaciones e intranquilidades enfermizas, aun en medio de los aprietos e
imprevistos de la vida. Para vivir conectados con nosotros mismos y abrirnos a
los demás necesitamos calma. Para pensar en profundidad necesitamos calma y
paz interior.
La calma permite hacerse cargo y acoger a los que no están en calma.
Como alguien ha dicho: «Para llegar a hacer cargo de la realidad, es preciso
encargarse de ella, aunque esto nos lleve muchas veces a cargar con ella».

La calma permite pensar. Pensar ayuda a profundizar. Profundizar es la


experiencia de viajar al propio interior e igualmente salir de sí para ponerse en el
pellejo de lo que no sé como es y de lo que es distinto.
En las comunidades necesitamos recuperar la práctica de aprender a pensar,
ofrecer la palabra propia, escuchar y acoger la ajena. Así de sencillo y así de
difícil. Interiorizar hasta escuchar la propia palabra para después ofrecerla a
los otros. Generar pensamiento conjunto hasta llegar a significados
compartidos que llenan de valor las decisiones personales y comunitarias.

Pensar es atreverse a dudar, a hacerse preguntas. Estamos necesitados —


personas, comunidades e instituciones— de esta práctica de pensar para hacer
autocrítica de lo que vivimos y abrirnos a la novedad creativa del Evangelio.
Un paciente discernimiento pide pensar a la luz de los acontecimientos y con la
luz de la Palabra de Dios.
Cuando no se piensa, la palabra es sustituida por la palabrería insufrible o el
desahogo emocional absolutamente incontrolado y destructivo. Pero pensar con
otros es una actividad de alto riesgo que nos hace romper nuestros círculos
ideológicos para abrirnos

a la reflexión rigurosa de los pensadores de nuestro tiempo, tanto como


a la palabra de los sencillos y de los excluidos.
En el camino hay que intercambiar percepciones, clarificar
significados y acoger los sentimientos y demandas propias y ajenas.
Cuando se rompe el proceso de comunicación todos estamos llamados
a trascendernos y empezar de nuevo.

Jesús ordenó al mar que se quedara en calma. El endemoniado de


Gerasa, por su relación y cuidado, recobró la calma. El Resucitado, en
todas sus apariciones, lleva la paz a los discípulos desasosegados.
«Paz a vosotros», les dice por dos veces a los discípulos encerrados en
su casa y en su miedo. ¡Recuperad la calma para poder pensar, sentir,
comprender, para recibir la misión, para acoger al Espíritu, presente en
el corazón de cada uno y de la comunidad! Redescubrid el sentido. El
sufrimiento y el conflicto no tienen la última palabra. ¡No lo olvidéis
nunca!

□ Quinta clave: practicar la comunicación para vivir


el encuentro

Nos comunicamos cuando decimos algo a alguien acerca de algo. El


intercambio comunicacional es el medio por el que discurren nuestras
relaciones cotidianas. Aislados y solitarios no crecemos.
Un clima de comunicación abierto y sano es muy laborioso. ¿Por
qué?, puede alguien preguntarse. Porque, como dice el refranero
popular, aunque hablando se entiende la gente, también se dice que la
palabra es fuente de malentendidos. No siempre lo que decimos de
palabra coincide con lo que expresamos con el tono, el gesto, la mirada,
la conducta. Tampoco nada nos asegura que decimos lo mismo con las
mismas palabras. La comunicación es un continuo juego de
interpretaciones mutuas a partir de lo dicho por uno y contestado por
otro. Pero si no nos paramos a escuchar y entender hasta el fondo, la
palabra confunde y distancia más que aclara.
Pero hay algo más: en la vida comunitaria, compartimos vida, y en
esa convivencia diaria, querámoslo o no, intercambiamos mucha
comunicación sobre lo que significamos los unos para los otros.

Por eso la comunicación influye y afecta tan radicalmente en la


propia estima y en el crecimiento o deterioro de cada quien. ¿Quién soy
yo y qué significo para ti?, ¿quién eres tú y qué significas para mí? Eso
es lo que verdaderamente transmitimos día a día en todo lo que
decimos. Es lo que a la larga reprochamos o agradecemos a los otros
cuando en determinados momentos hacemos balance de nuestra
convivencia. «Mira, dirá un compañero a otro, me doy cuenta de que
diga lo que diga, casi siempre desestimas mi aportación, es como si yo
no contara para ti». Otra situación más esperanzados se recoge en este
otro ejemplo: «Quiero agradeceros la escucha e interés en ¡as
reuniones. Incluso, cuando no pensamos lo mismo, me estimula
muchísimo vuestra actitud de intentar entender lo que digo y qué es lo
que me hace pensar así. Sinceramente, pocas veces había vivido en
una comunidad que se tomara tan en serio el escuchar y entenderá
todas las personas».
Una de las tareas más trabajosas de la comunicación es afrontar
«los desacuerdos» propios de la convivencia en cualquier grupo. Frente
al desacuerdo caben posturas diversas: callarse, someterse o
enfrentarse. Estos comportamientos inciden muy negativamente en el
deterioro de las personas y comunidades, y a la larga, la inseguridad
crece y la autoestima baja.
Con estas posturas hay dos trampas, ambas enfermizas: a) tender a
«echar la culpa» al que disiente, o b) reaccionar autoritariamente
recordando la importancia de atenernos a la ley, es decir, observar las
normas y valores escritos en las constituciones y directorios
correspondientes. Urge aprender a negociar las discrepancias y
practicar una comunicación sana que lleve verdaderamente al
encuentro. ¿Cómo hacerlo?
La práctica de una sana y constructiva comunicación de las
discrepancias pasa siempre por la escucha atenta y empática hasta
poder entender y ponerse en la perspectiva de los otros. Pero la
escucha no es sencilla, la damos por supuesto y ahí radica uno de
nuestros vicios más destructivos. Para acoger la opinión y palabra de
los demás, sobre todo si es distinta de la nuestra, hay que acercarse,
salir al encuentro, interesarse sincera y abiertamente por su modo de
percibir, sentir, pensar, actuar.

Preguntas sencillas, nunca inquisidoras, se hacen necesarias


para entender lo que cada quien dice y para hacerse entender por
los otros: «¿Qué quieres decir en concreto?, ¿qué dices con eso
que dices?, ¿puedes poner un ejemplo para que te entienda bien?
¿cómo has llegado a esa forma de pensar?, ¿por qué crees que
eso es ahora lo mejor?».
Todo esto no es sólo un hobby para los tiempos libres, o un
modo de psicologizar las relaciones comunitarias, no. Salir al en-
cuentro de los otros es estar dispuestos a establecer verdadero
diálogo para definir en su justo lugar lo que uno piensa y quiere
decir, entender las diferencias, aproximar posturas y llegar a un
consenso acogido, para poder convivir y crecer en humanidad
todos aquellos que vivimos juntos por vocación y convocación
común.
Para llegar a un auténtico diálogo en este continuo intercambio
de subjetividades, será necesario transcendernos unos y otros,
hasta crear ese espacio común y compartido que no corresponde a
la suma de lo que yo quiero y lo que tú quieres, sino que es mucho
más. Así surgen los significados compartidos que nunca se quedan
estancados, sino que siempre progresan con la evolución misma de
las personas y de los acontecimientos.

□ Sexta clave: recrear la comunión como familia de Jesús

La comunión no se agota en la experiencia de ponerse de acuerdo,


ni siquiera la de llevarse bien. La común-unión es la certeza de que
podemos ser hermanos y hermanas porque Jesús el Señor nos ha
hecho familia suya.
Comunidad cristiana significa comunión con Jesús y por Jesús.
Él vivió esta misma experiencia en su relación con el Padre, y
quedó marcado por ella en su forma de ser, vivir, actuar y relacio-
narse con todos, amigos y enemigos, mujeres y varones, ¡con to-
dos! De esta experiencia de filiación y fraternidad, brotan las dos
actitudes que configuran toda existencia en comunión: Fidelidad al
Padre y disponibilidad absoluta para el Reino. Un Reino que se
torna experiencia de comunión porque intenta acercar a la Vida a
toda persona, a toda comunidad, conscientes de que todos so-
mos familia de hermanos y por eso, nada que afecte a los otros,
puede sernos ajeno.
Los mismos discípulos, como nos pasa a nosotros, son cons-
cientes de las dificultades de este camino: vivir abiertos a la vida y
a Dios y suprimir cualquier tipo de barrera generadora de exclusión;
esto pide de nosotros una continua actitud vigilante para construir
humanidad al estilo mismo del Maestro.
Los medios prácticos que hemos ido señalando en este artículo
necesitan ser complementados por otras prácticas igualmente
humanas y específicamente cristianas: la práctica del perdón, el
reconocimiento agradecido y el cuidado mutuo, que nos mantienen
en continua actitud de entrega de la vida:
■ Practicar el perdón «confesándonos mutuamente nuestros
pecados» (Sant 5,16). Cuando nos abrimos reconociendo las
propias inadecuaciones y pecados, nos libramos del aislamiento
desamparado y actualizamos la comunión. Cuando ofrecemos el
perdón que Dios mismo nos ofrece a todos crecemos en paciencia,
en humanidad, en misericordia. Los vínculos se refuerzan, la
desconfianza queda desterrada. Descubrir las debilidades de los
otros ayuda, entre otras cosas, a no «idealizar», a contemplarnos
como hechura humana, como humanos que somos.
■ Practicar el agradecimiento «siempre que me acuerdo de
vosotros, doy gracias a mi Dios» (Flp 1,3). Dar gracias como forma
de reconocer, dar gracias como forma de celebrar, dar gracias
como capacidad de alegrarse con los que se alegran, reconocer las
cualidades y carismas que los demás tienen y de los cuales yo
participo por gracia. El agradecimiento es antídoto de la queja, el
egoísmo, la prepotencia. Dar gracias es transformar la queja en luz.
En el agradecimiento explicitado y compartido recreamos la vida y
la hacemos crecer: «... vio Dios todo lo que había hecho, y todo era
muy bueno» (Gen 1,31).
■ Practicar el cuidado. El mismo Jesús practicó el cuidado de
la vida en su integridad: «Yo les he protegido de tal manera que
ninguno de ellos se ha perdido» (Jn 17,12). Sin
cuidados no crecemos, morimos. Cuando actuamos sin cuidado nos
transformamos en depredadores, acabamos perjudicándonos a
nosotros mismos y destruyendo todo cuanto nos rodea. El cuidado es
mucho más que hacer cosas por otros; supone pre-ocuparse, ocuparse
y responsabilizarse afectiva y efectivamente de cuidar la vida
propia y ajena según la vocación recibida. Cuidar, no asfixiar, ni
controlar, ni suplantar. A través del cuidado y de la misericordia, los
humanos podemos alcanzar el Reino de la vida.

5. Y PARA TERMINAR,
NO PERDER NUNCA DE VISTA QUE LO NUESTRO
ES VIVIR EL ENVÍO COMO JESÚS

El máximo empeño de Jesús es convocarnos para el envío: vivir la misma


misión con el mismo Espíritu que a Él lo asistió «porque como el Padre me
envió, así os envío yo: id por todo el mundo y proclamad la buena
noticia a toda criatura» (Me 16,15). Su máxima aspiración fue consolidar su
proyecto día a día en una experiencia de comunión radicalmente teologal. Su
proyecto se concreta en trabajar por la inclusión en la que la humanidad —y
cada uno de nosotros— llega a ser familia de Dios por la filiación y la
fraternidad. No lo olvidemos, esta es la fuerza vital que tira de nosotros hacia
fuera. El auténtico crecimiento en humanidad al estilo de Cristo se concreta en
salir de sí para entrar en comunión con Dios y con los hermanos y hermanas de
dentro y fuera de la comunidad, a la manera misma de Jesús.

Alguien ha escrito que Jesús fue crucificado por la forma en que


comía. ¡Ojalá nos animemos a seguir este tipo de dietaV. ceñirse la toalla
para servir, darnos de comer con su cuerpo y con su sangre y sentar en la mesa a
todos, sin exclusión, reservando los mejores puestos para los pobres.
Necesitamos el Espíritu consolador para librarnos de nuestros
desasosiegos y desesperanzas. Necesitamos el Espíritu de fortaleza para
transformar nuestras desconfianzas en actitudes de apertura y encuentro, de
comunión y entrega. Necesitamos al Es-

píritu defensor de nuestros desamparos interiores y comunitarios


para caer en la cuenta de que es la vida y vida en abundancia la
que tiene que ser defendida.
¿Por qué seguimos mirando al cielo? El que nos ha dicho to-
das estas cosas y «acaba de subir de vuestro lado al cielo, vendrá
como lo habéis visto marcharse» (Hch 1,11). En el entretanto nos
toca poner todo lo que está de nuestra parte para hacer camino
conjunto.
En resumen, ¿con qué actitud crecer juntos cada día? Para-
fraseo a J. Masiá (2004) en su antropología «Fragilidad en espe-
ranza», para expresar lo que quiero decir:
«Preguntarse cada día por lo que puede afirmarse es la manera
sana, realista y cristiana de estar en comunidad. Si nos sentimos
responsables no podemos caminar a ciegas, ni desentendernos unos
de otros, necesitamos saber a qué atenernos y cómo hacernos cargo
de la realidad para cargar con ella llevando mucho cuidado de no
cargárnosla o destruirla».

♦ PISTAS PARA LA REFLEXIÓN

/ . Según lo que has ido leyendo, ¿cuál es el clima dominante en tu


comunidad?
• ¿Cómo se disuelve el desasosiego?
• ¿De qué manera se destierra la desconfianza?
• ¿Se acaba con el aislamiento del desamparo?
Anota con detalle tus percepciones y compártelo con tu comu-
nidad. Saca conclusiones.
2. A partir de la descripción que se hace de la situación de creci -
miento en comunidad, observa el grupo comunitario para detectar
cómo hace tu comunidad en estos momentos para pa sar «de la D a
la C»:
• ¿Cómo se cultiva la calma?Aterriza en medios concretos.

• ¿Se da una sana y directa comunicación?


• ¿Se avanza en comunión? Señalar ejemplos concretos. Describe ¡o que
observas.
3. ¿Cuál es tu actitud en, ante y frente a la comunidad?
• ¿Eres capaz de pedir y dar perdón?
• ¿Es mayor tu queja o tu agradecimiento?
• ¿Cómo practicas el cuidado?
• ¿ Vives con fuerza el envío a evangelizar?
• ¿Cómo notas todo esto en ti?
• ¿Cómo lo perciben los demás, según las confrontaciones que te dan?

♦ BIBLIOGRAFÍA
ARRIETA, L, «Comunicación-Comunión». Cuadernos Frontera n.° 12.
Editorial Frontera-Hegian. ITVR. Vitoria-Gasteiz. 1995. En este
cuaderno, más allá de las teorías de la comunicación, me centro en
analizar dificultades concretas en la convivencia cotidiana y doy
abundantes pistas de solución. Es una gran alegría para mi saber
que este cuaderno ha ayudado —y sigue ayudando— a muchas
personas y comunidades. El tener ya escrito con tanto detalle
aspectos prácticos sobre modos de ayudarse a crecer en comunidad
me ha hecho llevar este artículo por otro lado. Para quien se interese
por el artículo que he escrito, este cuaderno puede ser un
complemento de trabajo indispensable.
AYESTARÁN, S., «Crecimiento personal en la comunidad. Esquemas para
un diálogo comunitario». Cuadernos Frontera n.° 9. Editorial
Frontera-Hegian. ITVR. Vitoria-Gasteiz, 1995. Este trabajo también
lo considero de valiosa utilidad práctica para mejorar en concreto los
modos de comunicación, participación, resolución de conflictos,
toma de decisiones, etc. El mismo autor tiene otros cuadernos de
publicación posterior sobre conflictos y reuniones comunitarias que
complementan los planteamientos de este trabajo. Recomiendo el
uso de estos materiales a quienes deseen mejorar efectivamente la
organización de sus comunidades.

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