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Una mirada diagnóstica a nuestra Vida Comunitaria

Entre la realidad vivida y el ideal soñado

La vida religiosa se caracteriza por su vida en común. La comunión de vida, bienes,


ideario en el ritmo ordinario del transcurrir diario. Convocados y convocadas por una
misma vocación, los consagrados son hombres y mujeres que apuestan sus vidas a tejer
juntos el ideal del Evangelio. Viviendo juntos quieren hacer realidad el seguimiento de
Jesús quien les ha llamado a seguirle.

No somos un grupo de amigos o amigas que nos reunimos en torno a un ideal común.
Somos enamorados de Jesucristo que al sentir su llamado queremos seguirle desde lo que
somos y tenemos a partir del estilo de vida peculiar del carisma en el que nuestra
vocación ha madurado. Seguidores de Jesucristo en fidelidad a nuestros fundadores y
fundadoras dado el don con el cual Dios les hace significativos para la humanidad, la
iglesia y la vida religiosa.

He ahí la aventura de la vida comunitaria: provenientes de distintos lugares del mundo,


con historias de vidas diversas, personalidades diferentes, de caracteres desiguales y aún
de psicologías disímiles, somos invitados por Jesucristo a poner en común nuestras
existencias, somos convocados para compartir la vida, para hacer realidad la fraternidad.

He ahí la realidad de nuestro llamado, se nos llama para vivir el seguimiento radical de
Jesús desde la comunión, hemos sido llamados para vivir en comunidad. La formación de
comunidad adquiere para cada uno de nosotros y nosotras el sabor del ideal evangélico de
todo seguidor de Jesucristo. De Dios trino a nosotros, pura gracia inmerecida, don
gratuito que nos ha venido de las manos de Dios. De nosotros a Dios, tarea, de hacer
realidad nuestra imagen y semejanza de Dios, tejido de amor en el trabajo diario de
nuestra praxis vital.

Esta realidad de la vida en común ¿es un ideal imposible de lograr?, ¿El sueño evangélico
de una vida comunitaria es una meta no alcanzable? Hemos podido asumir esta realidad
desde dos posiciones extremas: es tan alto el ideal soñado que nos hemos hecho una
imagen inalcanzable de la comunidad, o por el contrario, la asumimos con desprecio y
desdén dado el cruel realismo con el que nos aproximamos a los miembros que
conforman la comunidad.

Entre las tristezas y alegrías de los hechos actuales

Una mirada ligera a nuestras comunidades nos lleva a constatar una serie de hechos que
llevan a sentirnos no sólo golpeados y afectados al interior y exterior de nuestras
comunidades, sino necesitados de Dios. Hemos de reconocer como comunidad nuestras
limitaciones y dificultades, nuestros fracasos y frustraciones, nuestras enfermedades y
patologías. No podemos seguir ocultando, por pequeños e insignificantes o por
esporádicos y excepcionales, aquellos dichos y hechos que han creado fracturas hondas
en la estructura comunitaria.
Con dolor y sufrimiento se ha afrontado en los últimos tiempos toda una avalancha
proveniente del mal manejo de nuestra afectividad y sexualidad (castidad): abusos
sexuales al interior y exterior de nuestras comunidades, comportamientos afectivos
ambiguos, relaciones interpersonales de dependencias. Acontecimientos tristes de
relación en la convivencia en el quehacer comunitario ordinario (obediencia):
concentración y abusos en orden al ejercicio de la autoridad, centralidad y pérdida de
sentido en el manejo del poder, grupos de presión, descalificaciones y “destierros”.
Hechos que evidencian serios descalabros en la administración de los bienes (pobreza):
Casos deplorables en el mal uso del dinero, malversación de fondos, robos, corrupción y
complicidad en relación con los bienes y capitales de obras y misiones.

E igualmente, esa mirada sobre nuestras comunidades nos conduce a sentirnos


agradecidos y orgullosos de muchas metas logradas, caminos recorridos y proyectos
realizados. Constatamos con humildad y sencillez nuestros valores y aciertos, poder
sopesar serenamente nuestros aportes y contribuciones, reconocer nuestras cualidades y
aptitudes, como nuestros esfuerzos y avances. Tomamos conciencia de las presencias que
convocan, aglutinan, anudan; aquellas que son lazos de unidad, tienden puentes de
acercamiento, conducen a consensos; otras mantienen viva la esperanza, portadoras de
ilusiones y sembradoras de optimismo.

Con gozo y consolación se vive una afectividad consagrada que se expresa en relaciones
oxigenadas, libres y espontáneas, en el trato abierto y sincero con los demás, en el no
repliegue y exclusivismo cerrados de formas de ser y de actuar. Aperturas reales de
acogida, aceptación y reconocimiento del otro. Acontecimientos alegres de compartir la
vida diaria en la comunión y participación de procesos vitales y bienes materiales,
colaboraciones y ayudas en la repartición de cargos y servicios, trabajo mancomunado
con sentido orgánico y holístico, distribución de funciones y mirada corporativa. Signos
reales de opción por los pobres en actitudes de entrega, compartiendo sus inquietudes,
problemas, necesidades y su ambiente de vida. Se vive al interior de muchas
comunidades tanto a nivel personal como comunitario el verdadero desprendimiento de
los bienes materiales.

Hacia el tejido de una comunidad mística y profética

Nuestras comunidades han de ser comunidades de oración. Una comunidad orante que
vive la experiencia de Dios. Hombres y mujeres que logran compartir su fe en la
celebración cotidiana del culto. Capaces de discernir juntos aquello que Dios les está
pidiendo en el aquí y ahora de sus vidas.

Religiosos y religiosas que libran tiempos y espacios de convivencia en el Espíritu.


Donde se captan y se ponen en común las mociones del Espíritu. Comunidades donde el
amor de Dios Padre dado a conocer en la persona de su Hijo se socializa desde la
experiencia de la vocación y el camino de la consagración.

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Creemos en un mismo Dios que en la persona de Jesucristo nos ha llamado a seguirle
desde la impronta específica de un carisma regalado por el Espíritu Santo. Somos
llamados por un mismo Dios y convocados por un mismo Credo.

La celebración de la fe en nuestras comunidades son acontecimientos donde se actualiza


la justicia. Ellos son expresión real de la diaconía que se vive en el cotidiano transcurrir
de nuestra vida religiosa.

Una comunidad mística y profética ha de caracterizarse por la diaconía vivida y


celebrada, una koinonía afectiva y efectiva en el empeño fraterno de comunión. Capaz de
trabajar en equipo, invertir la vida en el tejido conjunto de lo que se construye en común.
Donde el espacio y el tiempo para lo lúdico y el descanso es inversión existencial de
energía que renueva y revitaliza.

Una comunidad mística y profética es una comunidad donde se toca la vida, no se pasa de
largo ante el hermano, el proyecto vital personal influye en el comunitario y viceversa. El
lugar donde la palabra y el silencio se conjugan en el mutuo animarse para la misión y el
apostolado. La comunidad ha de ser el sitio donde nos comportamos de manera libre y
auténtica, donde respetamos la diferencia y la alternatividad.

Delicadeza mística y autenticidad profética el corazón de la comunidad

Hemos dejado de ser y hacer comunidad porque no somos delicados y transparentes en el


amor. Intereses, prejuicios y posiciones adquiridas como la terquedad y la cerrazón de
mentes y de corazones, personales o colectivas, nos han conducido a rupturas,
desequilibrios y desordenes al interior de nuestras comunidades locales, regionales,
viceprovinciales, e inclusive provinciales y congregacionales. Ante los criterios y valores
del Evangelio ha primado en muchos de nosotros concepciones e ideologías, radicalismos
y absolutizaciones, resentimientos y rencores que nos han llevado al desmoronamiento de
la vida comunitaria.

Nuestra ausencia de libertad y sinceridad nos ha llevado a ceder fácilmente a la división,


llegamos cómodamente a la ruptura, con simplicidad nos fragmentamos. Nuestra falta de
capacidad para afrontar el conflicto, capacidad propia del místico y del profeta, nos ha
llevado a dejar una actitud crítica, una actitud de escucha, de imaginación creadora y de
dejarnos querer. Es más confortable llevar nuestras máscaras, monopolizar nuestros
monólogos, repetir lo de siempre y conservar nuestra autosuficiencia afectiva.

Nuestra vida comunitaria desde la delicadeza y autenticidad que le ha de caracterizar nos


está reclamando tiempos y espacios donde se ha de compartir nuestra fe, donde la vida
deja aflorar nuestra naturalidad y espontaneidad, donde podemos tocarnos mutuamente
en procesos de discernimiento, donde lo serio y lo lúdico, el trabajo y el descanso
construyen fraternidad.

La sensibilidad ante el otro como la confianza en el otro nos llevará a ir construyendo


juntos la unión de ánimos que va cohesionando la comunidad. Desde el diálogo sincero y

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la comunicación confiada podemos irnos desarmando de nuestras actitudes de
agresividad, pasividades y silencios hostiles, actitudes de resistencia y oposición ante el
cambio. Desde la comunicación fluida y abundante, desde un ambiente de transparencia
en la comunidad podemos ir reparando nuestras heridas, sabernos perdonar,
reconciliarnos y creer de nuevo en los otros haciéndome creíble para ellos.

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