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TRADUCCIONES INDEPENDIENTES

El libro que ahora tienen en sus manos, es el resultado del trabajo final de varias personas
que sin ningún motivo de lucro, han dedicado su tiempo a traducir y corregir los capítulos del
libro.
El motivo por el cuál hacemos esto es porque queremos que todos tengan la oportunidad de
leer esta maravillosa trilogía.
Como ya se ha mencionado, hemos realizado la traducción sin ningún motivo de lucro, es por
esto que este libro se podrá descargar de forma gratuita y sin problemas.
También les invitamos que en cuanto esté el libro a la venta en sus países, lo compren.

Disfruten de su lectura.

Saludos.
Créditos
TRADUCTORES

@ Alba A. Spencer
@ Sergio Palacios
@ Ella R.
@ Luisa Tenorio
@ Bella Martínez
@ Caro Monastero
@ Sfreedom
@ Lu Na

CORRECTORES

@ Reshi
Créditos

DISEÑO

@ Lu Na

RECOPILACIÓN Y REVISIÓN

@ Reshi
Sinópsis

Damen ha regresado a Akielos.


Su identidad ha sido revelada, Damen debe enfrentarse a su amo Laurent como Damianos de Akielos,
el hombre que Laurent ha jurado asesinar.
Al borde de una batalla trascendental, el futuro de sus países está en juego. En el sur, las fuerzas de
Kastor se están reuniendo. En el norte, el ejército del Regente se está preparando para la guerra. La
única esperanza de Damen de reclamar su trono es luchar junto a Laurent contra sus usurpadores.
Forzados a una alianza incómoda, se internan en Akielos, dónde se enfrentan a una oposición más
peligrosa.
Pero incluso si la frágil confianza que han construido sobrevive a la verdadera identidad de Damen
¿podrán contra la última jugada del Regente?
Para Vanessa, Bea, Shelly y Anna

Este libro fue escrito con la ayuda de grandes amigos


Personajes

AKIELOS

La Corte

@ Kastor, Rey de Akielos


@ Damianos (Damen), Heredero al trono de Akielos
@ Jokaste, una Dama de la corte de Akielos
@ Kyrina, criada de Jokaste
@ Nikandros, Señor de Delpha
@ Makedon, un comandante de Akielos
@ Naos, un soldado de Akielos
@ Meniados, Kyros de Sicyon
@ Kolnas, guardián de los esclavos
@ Isander, un esclavo
@ Heston of Thoas, un noble de Sicyon
@ Straton, un comandante

Banderizos de Delpha

@ Philoctus de Elion
@ Barieus de Mesos
@ Aratos de Charon
@ Euandros de Itys

Soldados

@Pallas
@ Aktis
@ Lydos
@ Elon
@ Stavos, capitán de la guardia

Del pasado

@ Theomedes, Rey de Akielos y padre de Damen


@ Egeria, Reina de Akielos y madre de Damen
@ Agathon, Primer Rey de Akielos
@ Euandros, Antiguo Rey de Akielos, fundador de la casa de Theomedes
@ Eradne, Antigua Reina de Akielos, conocida como la Reina de los Seis
@ Agar, Antigua Reina de Akielos, conquistadora de Isthima
@ Kydippe, Antigua Reina de Akielos
@ Treus, Antiguo Rey de Akielos
@ Thestos, Antiguo Rey de Akielos, fundador del palacio de Ios
@ Timon, Antiguo Rey de Akielo
@ Nekton, Hermano de Timon

VERE

La Corte

@ El Regente de Vere
@ Laurent, heredero al trono de Vere
@ Nicaise, esclavo del Regente
@ Guion, miembro del consejos Veretiano y embajador de Vere en Akielos
@ Vannis, Embajador de Vask
@ Loyse, Lady de Fortaine
@ Aimeric, hijo de Lord Guion y Lady Loyse
@ Estienne, miembro de la facción de Laurent
El Consejo de Vere

@ Audin
@ Chelaut
@ Herode
@ Jeurre
@ Mathe

Los hombres del Príncipe

@ Enguerran, Capitán de la Guardia del Príncipe


@ Jord
@ Huet
@ Aimeric
@ Lazar
@ Paschal, Médico
@ Guyman
@ Hendric, es un heraldo (mensajero)

En en el camino

@ Charls, es un comerciante
@ Govart, ex capitán de la Guardia del Príncipe
@ Guillaime, asistente de Charls
@ Mathelin, comerciante veretiano de telas
@ Genevot, un aldeano

DEL PASADO

@ Aleron, ex rey de Vere y padre de Laurent


@ Hennike, Antigua Reina de Vere y Madre de Laurent
@ Auguste, ex heredero al trono de Vere y hermano mayor de Laurent
Capítulo 1
Traducido por Sfreedom
Corregido por Reshi

—Damianos.

Damen se situó en la base de las escaleras del estrado mientras su nombre se esparcía en tonos de
sorpresa e incredulidad por el patio. Nikandros se arrodilló ante él, su ejército se arrodilló ante él. Fue
como volver a casa, hasta que su nombre, propagándose hacia el exterior a través de las filas reuni-
das de soldados Akielenses, golpea a los plebeyos Verecianos que se amontonaban en los bordes del
lugar, donde cambió.

La sorpresa fue diferente, una doble sorpresa, propagaba el impacto ahora, de furia, de alarma. Damen
escuchó la primera voz de protesta, un aumento de violencia, ahora una nueva palabra en la boca de
la multitud.

Príncipe Asesino.

El silbido de una roca, lanzada. Nikandros se levantó de sus rodillas, desenfundando su espada. Da-
men levantó su mano en una señal de alto, deteniendo a Nikandros al instante, su espada mostraba
unos centímetros de acero Akielense.

Podía ver la confusión en el rostro de Nikandros, mientras el patio a su alrededor comenzaba a desin-
tegrarse.

—¿Damianos?

—Ordénale a tus hombres que se contengan, —dijo Damen, incluso mientras el sonido agudo del acero
acercándose lo hizo girarse rápidamente.

Un soldado Vereciano con un casco gris había blandido su espada, y miró fijamente a Damen mientras
pensó que enfrentaba a su peor pesadilla. Era Huet; Damen reconoció el blanco rostro bajo el casco.
Huet estaba sosteniendo su espada frente a él de la manera en que Jord había sostenido el cuchillo:
entre dos manos temblorosas.

—¿Damianos?—dijo Huet.

―¡Esperen! —Damen ordenó de nuevo, gritando para ser escuchado sobre la multitud, sobre el nuevo
y ronco grito en Akielos, ¡Traición! Significaba la muerte el blandir una espada contra un miembro de la
familia real de Akielos.

Aún mantenía a Nikandros atrás con el gesto de su mano extendida, pero podía sentir cada nervio en
Nikandros tensarse debido al esfuerzo de mantenerse a sí mismo en su lugar.
Había gritos salvajes ahora, el delgado perímetro rompiéndose mientras la multitud se acrecentaba
para huir con el impulso del pánico. Para convertirse en estampida y salir del camino del ejército Akie-
lense. O para moverse hacia ellos. Vio a Guymar escanear el patio, la tensión del miedo en sus ojos
era claro. Los soldados podían ver lo que una turba de campesinos no: que la fuerza Akeliense dentro
de las paredes (en el interior de los muros) superaban en número a la guarnición esquelética Vereciana
quince a uno.

Otra espada fue desenfundada junto con la de Huet, un soldado Vereciano horrorizado. Ira e incre-
dulidad se mostraban en algunos rostros de la guardia Verecian; en otros había miedo, mirando con
desesperación a algún otro en busca de guía.

Y en la primera brecha derramándose en el perímetro, el frenesí en espiral de la multitud, la guardia


Vereciana no permaneció por mucho tiempo completamente bajo su control, Damen vio la manera en
que subestimó por completo el efecto de su identidad en los hombres y mujeres de este fuerte.

Damianos, el príncipe asesino.

Su mente, usada para tomar decisiones en el campo de batalla, dio un barrido al patio, y tomó la deci-
sión del comandante: para minimizar las perdidas, para limitar el derramamiento de sangre y el caos, y
para asegurar Ravenel. Los guardias Verecianos estaban más allá de sus órdenes, y la gente Verecia-
na… si estas amargas y furiosas emociones podían ser calmadas entre la gente Vereciana, él no sería
el que lo hiciera.

Sólo había una manera para evitar lo que estaba a punto de suceder, y que era para contenerlo; para
bloquearlo, para asegurar el lugar de una vez por todas.

—Toma el fuerte— le dijo Damen a Nikandros.

Damen se movió a lo largo del pasaje, flanqueado por seis guardias Akielenses. Las voces Akielenses
se escuchaban en los pasillos y las banderas rojas de Akielos se ondeaban sobre Ravenel. Los sol-
dados Akielenses que estaban a cada lado de la puerta, golpearon sus talones cuando ellos pasaron.

Ravenel ahora había cambiado de lealtad dos veces en dos días. Esta vez había sucedido con rapidez;
Damen sabía exactamente cómo someter esta fortaleza. El esqueleto de la fuerza Vereciana había
cedido rápidamente en el patio, y Damen les había ordenado a dos soldados de alto rango, traer ante
él a Guymar y Jord, despojados de su armadura y bajo vigilancia.

Mientras Damen entró a la pequeña antecámara, los guardias de Akielos agarraron a los dos prisione-
ros y los empujaron rudamente al suelo.

—Arrodíllense—ordenó el guardia en un deformado idioma Vereciano.

Jord se extendió.

—No. Deja que se levanten. —Damen dio la orden en Akielense.

La obediencia instantánea.

Fue Guymar quien se sacudió el trato y se levantó primero. Jord, quien había conocido a Damen por
meses, fue más circunspecto, levantándose lentamente. Guymar se encontró con los ojos de Damen.
Él habló en Vereciano, sin dar señal de que había entendido el Akielense.

—Entonces es cierto. Eres Damianos de Akielos.


—Es cierto.

Guymar escupió a propósito, y por la ofensa fue golpeado con un duro revés en el rostro por el puño
del soldado Akielense.

Damen dejó que pasara, consciente de que podría haber pasado si un hombre hubiera escupido en el
suelo enfrente de su padre.

—¿Estás aquí para ponernos ante la espada?

Las palabras de Guymar fueron dichas al mismo tiempo que sus ojos regresaban hacia Damen. La
mirada de Damen se fue sobre él, y luego sobre Jord. Vio la suciedad en sus rostros, sus expresiones
demacradas y tensas. Jord había sido el Capitán de la Guardia del Príncipe. Conocía mucho menos
a Guymar: Guymar había sido un comandante en el ejército de Touars antes de que desertara hacia
el lado de Laurent. Pero ambos hombres habían sido oficiales de alto rango. Ese era el por qué había
ordenado que los trajeran aquí.
—Quiero que peleen junto a mí, —dijo Damen—.Akielos está aquí para ponerse de su lado.

Guymar dejó escapar un tembloroso suspiro.

—¿Pelear a tu lado? Usarás nuestra cooperación para tomar el fuerte.

—Ya tomé el fuerte—dijo Damen. Lo dijo calmadamente. —Conoces la clase de hombre al que nos
enfrentamos con el Regente—dijo Damen—. Tus hombres tienen una opción. Pueden quedarse como
prisioneros en Ravenel, o pueden ir conmigo a Charcy, y mostrarle al Regente que estamos juntos.

—No estamos juntos—dijo Guymar. —Traicionaste a nuestro Príncipe. —Y entonces, como si casi no
pudiera ni decirlo…—Lo tuviste…

—Sáquenlo—dijo Damen, interrumpiéndolo. Despidió a los guardias Akielenses también, y ellos des-
filaron hasta que la antecámara estuvo desierta, exceptuando al único hombre que tenía permitido
quedarse.

En el rostro de Jord no había ni una pizca de miedo o desconfianza que había estado grabada clara-
mente en los rostros de los otros Verecianos, pero sí una cansada búsqueda de entendimiento.

—Hice una promesa— dijo Damen.

—¿Y cuándo él se entere de quién eres? —dijo Jord. —¿Cuándo sepa que está enfrentando a Damia-
nos en el campo?

—Entonces él y yo nos conoceremos el uno al otro por primera vez―dijo Damen. —Esa también fue
una promesa.

Cuando hubo terminado, se encontró a sí mismo haciendo una pausa, su mano en el marco de la puer-
ta para recuperar el aliento. Pensó en su nombre, siendo esparcido a través de Ravenel, por toda la
provincia, hacia su objetivo. Tuvo una sensación de resistencia, como si hubiera mantenido el fuerte,
mantenido a estos hombres unidos el tiempo suficiente para llegar a Charcy, entonces lo que seguía…

No pudo pensar en lo que seguía. Todo lo que podía hacer era mantener su promesa. Empujó para abrir
la puerta y caminó al interior del pequeño salón.
Nikandros se giró cuando Damen entró, y sus ojos se encontraron. Antes de que Damen pudiera hablar,
Nikandros se arrodilló; no de manera espontánea como lo había hecho en el patio, sino deliberadamen-
te, inclinando su cabeza.

—El fuerte es suyo—dijo Nikandros—. Mi Rey.

Rey.

El fantasma de su padre parecía picar sobre su piel. Era el título de su padre, pero su padre ya no es-
taba sentado en el trono de Ios. Mirando hacia la cabeza inclinada de su amigo, Damen se dio cuenta
de ello por primera vez. Él ya no era el joven príncipe quien vagaba por los pasillos del palacio con
Nikandros luego de pasar todo el día haciendo lucha libre sobre aserrín. Ya no más Príncipe Damianos.
El mismo que había estado esforzándose para volver, se había ido.

Ganarlo todo y luego perderlo en un sólo momento. Esa es la suerte de todos los príncipes destinados
al trono. Laurent había dicho eso.

Damen observó los rasgos Akielenses clásicos y familiares en el rostro de Nikandros, su cabello oscuro
y cejas, su rostro oliváceo y la nariz recta Akielense. Cuando niños, ellos habían corrido juntos y descal-
zos a través del palacio. Cuando él había imaginado regresar a Akielos, había imaginado encontrarse
con Nikandros, abrazarlo, sin importar la armadura,  cavando con sus dedos y sentir en su puño la tierra
de su hogar.

En lugar de eso, Nikandros se arrodilló en una fortaleza enemiga, su escasa armadura Akielense era
incongruente en el marco Vereciano, y Damen sintió el abismo que los separaba.

—Rise—dijo Damen—.Viejo amigo.

Quería decir tantas cosas. Los sentía crecer dentro de él, cientos de momentos cuando él había sido
forzado a regresar a la duda de si volvería a ver Akielos, los altos acantilados, el mar opalino, y los ros-
tros, como éste, de aquellos que llamaba amigos.

—Te creí muerto—dijo Nikandros—. Lloré tu deceso. Alumbré el ekthanos e hice la caminata al amane-
cer cuando creí que te habías ido. —Nikandros todavía hablaba algo asombrado mientras se levantaba.
—Damianos, ¿qué te pasó?

Damen pensó en los soldados irrumpiendo en sus habitaciones, en ser azotado en los baños de es-
clavos, en el oscuro y amortiguado viaje en barco hacia Vere. Pensó en su confinamiento, su rostro
pintado, su cuerpo drogado y mostrado. Pensó abriendo sus ojos en el palacio Vereciano, y en lo que
le había pasado ahí.

—Tenías razón sobre Kastor—dijo Damen.

Y eso fue todo lo que dijo.

—Lo vi coronado en el Salón Real—dijo Nikandros. Sus ojos estaban oscuros—Él estaba de pie en la
Roca del Rey y dijo “Esta doble tragedia nos ha enseñado que todo es posible.”

Eso sonaba como Kastor. Sonaba como Jokaste. Damen pensó en lo que había sido de Akielos, el kyroi
reunido entre las piedras antiguas del Salón Real, Kastor en el trono con Jokaste a su lado, el cabello
inmaculado de ella y su hinchado vientre envuelto, los esclavos soplando aire en el persistente calor.

—Cuéntame— le dijo a Nikandros.

Y escuchó. Escuchó todo. Escuchó sobre su propio cuerpo, envuelto y llevado en el cortejo a través de
la acrópolis, y luego siendo enterrado junto a su padre. Escuchó sobre Kastor declarando que él había
sido asesinado por su propio guardia. Escuchó sobre su guardia, asesinado a su vez, como a su entre-
nador de la infancia, Haemon, a sus escuderos y a sus esclavos. Nikandros habló sobre la confusión y
la masacre por todo el palacio, y como consecuencia, los espadachines de Kastor tomando el control,
afirmando a donde sea que fueran, que ellos estaban conteniendo el derramamiento de sangre, no
causándolo.

Recordó el sonido de las campanas al anochecer. Theomedes está muerto. ¡Viva Kastor!

—Hay más— dijo Nikandros.

Nikandros vaciló por un momento, buscando el rostro de Damen. Luego sacó una carta de su peto de
cuero. Estaba maltratada, y era de lejos el peor método de transporte, pero cuando Damen la agarró y
abrió, se dio cuenta del porqué Nikandros la mantuvo cerca.

Para el Kyros de Delpha, Nikandros, de Laurent, Príncipe de Vere.

Damen sintió los vellos de su cuerpo erizarse. La carta era vieja. La escritura era vieja. Laurent debió
enviar la carta desde Arles. Damen pensó en él, solo, arrinconado políticamente, sentado en su escri-
torio para comenzar a escribir.  Recordó la voz clara de Laurent. ¿Crees que podría llevarme bien con
Nikandros de Delpha?
Tenía un sentido táctico, de una manera horrible, que Laurent hiciera una alianza con Nikandros. Lau-
rent siempre había sido capaz de usar un pragmatismo implacable. Era capaz de poner sus emociones
a un lado y de hacer lo que sea para ganar, con una perfecta y nauseabunda habilidad de ignorar todo
sentimiento humano.

A cambio de la ayuda de Nikandros, decía la carta, Laurent ofrecería una prueba de que Kastor se ha-
bía coludido con el Regente para matar al Rey Theomedes de Akielos. Era la misma información que
Laurent le había arrojado la última noche. Tú, pobre bruto tonto. Kastor asesinó al Rey, y luego tomó la
ciudad con las tropas de mi tío.

—Hubo preguntas—dijo Nikandros—. Pero por cada pregunta, Kastor tenía una respuesta. Él era el
hijo del Rey y tú estabas muerto. No había nadie para respaldar—dijo Nikandros—. Meniados de Sic-
yon fue el primero en jurar lealtad. Y más allá de eso…

—El sur le pertenece a Kastor— dijo Damen.

Él sabía a lo que se enfrentaba. Nunca había pensado en escuchar que la historia de la traición de su
hermano era un error: de oír que Kastor se alegraba con las noticias de que él estaba vivo y de que le
diera la bienvenida a su regreso.

—El norte es leal— dijo Nikandros.

—¿Y si te convoco a pelear?

—Entonces pelearemos—dijo Nikandros. —Juntos.

La fácil directa de aquello lo dejó sin palabras. Había olvidado lo que se sentía el hogar. Se había olvi-
dado de la confianza, la lealtad, de la familiaridad. De los amigos.

Nikandros sacó algo del fondo de su ropa, y lo presionó en la mano de Damen.

—Esto es tuyo. Lo he tenido guardado… un tonto símbolo. Sabía que era traición. Quería recordarte
por ello. —Le dio una sonrisa torcida—. Tu amigo es un tonto e iría a los tribunales por traición debido
a un recuerdo.
Damen abrió su mano.

El rizo de una melena, el arco de una cola. Nikandros le había dado el broche de león dorado usado
por el Rey. Theomedes se lo había pasado a Damen en se decimoséptimo cumpleaños para marcarlo
como su heredero. Damen recordó a su padre colocándoselo en su hombro. Nikandros debió haberse
arriesgado a una ejecución por encontrarlo, por llevarlo con él.

—Eres muy precipitado al comprometerte por mí. —Sintió los duros y brillantes bordes del broche en
su puño.

—Tú eres mi Rey—dijo Nikandros.

Él vio eso reflejado en los ojos de Nikandros, así como lo había visto en los ojos de otros hombres. Lo
sintió, en la forma diferente en que Nikandros se comportaba con él.

Rey.

El broche era suyo ahora, y pronto los abanderados vendrían y se comprometerían a él como Rey, y
nada volvería a ser como antes. Ganarlo todo y luego perderlo en un sólo momento. Esa es la suerte
de todos los príncipes destinados al trono.

Agarró el hombro de Nikandros, el toque sin palabras era todo lo que se permitía a sí mismo.

—Luces como un tapiz de pared. —Nikandros jaló la manga de Damen, entretenido por el rojo ater-
ciopelado, las ataduras granate, y las pequeñas y exquisitas hileras de costuras fruncidas. Y luego se
quedó quieto.

—Damen—dijo Nikandros, con una voz extraña. Damen miró hacia abajo. Y lo vio.

Su manga se había deslizado, revelando un brazalete de oro macizo.

Nikandros trató de moverse hacia atrás, como si lo hubiera quemado o pinchado, pero Damen lo agarró
del brazo, impidiendo que retrocediera. Podía verlo, la mente de Nikandros dividiéndose, pensando lo
impensable.

Su corazón latía con fuerza, trató de detenerlo, para salvarlo.

―Sí―dijo―. Kastor me convirtió en esclavo. Laurent me liberó. Me dio el mando de su Fortaleza y sus
tropas, un acto de confianza para un Akielense del que no tenía ninguna razón para ascender. Él no
sabe quién soy.

—El Príncipe de Vere te liberó—dijo Nikandros—. ¿Has sido su esclavo? —Su voz se sofocaba con las
palabras. — ¿Has servido al Príncipe de Vere como esclavo?
Otro pasó atrás. Hubo un sonido de sorpresa desde la puerta. Damen se giró hacia ello, liberando su
agarre de Nikandros.

Makedon estaba de pie en el umbral de la puerta, el horror creciendo en su rostro, y detrás de él estaba
Straton, y dos de los soldados de Nikandros.
Makedon fue el general de Nikandros, su más poderoso abanderado, y él había venido para compro-
meterse a Damianos como el abanderado se había comprometido al padre de Damen. Damen se que-
dó quieto, expuesto, ante todos ellos.

Se sonrojó, bastante. Un brazalete dorado en la muñeca tenía un sólo significado: uso, y sumisión, de
la clase más privada.

Sabía lo que ellos vieron, un centenar de imágenes de esclavos, entregándose, doblándose por la ca-
dera, separando sus muslos, la desenvoltura con la que estos hombres habrían tomado a sus esclavos
en sus propios hogares. Se recordó a sí mismo diciendo, Déjalo puesto. Su pecho se sentía apretado.

Se obligó a sí mismo a dejar los lazos desatados, alzando su manga aún más.
—¿Esto los sorprendió? Fue un regalo personal del Príncipe de Vere. —Se había descubierto todo el
brazo.

Nikandros se giró hacia Makedon, su voz era áspera.

—No dirás nada de esto. Nunca debes hablar de esto fuera de la habitación…

—No. No puede ser escondido. ―Damen le dijo a Makedon.

Un hombre de la generación de su padre, Makedon fue el comandante de uno de los ejércitos provin-
cianos más grandes del norte. Detrás de él, la repugnancia de Straton parecía nauseabunda. Los dos
oficiales secundarios mantenían sus ojos hacia el suelo, de tan bajo rango que no podían hacer nada
más en presencia del Rey, especialmente enfrentar lo que ellos estaban viendo.

—¿Fuiste el esclavo del Príncipe? —La repulsión estaba estampada en el rostro de Makedon, blan-
queándolo.

—Sí.

—Tú…—Las palabras de Makedon hacían eco de las preguntas no echas en los ojos de Nikandros
aquellas que ningún hombre podría decir en voz alta a su Rey.

El sonrojo de Damen cambió para estar a la altura.

—¿Te atreves a preguntar eso?

—Tú eres nuestro Rey. Esto es un insulto para Akielos que no puede ser tolerado. — dijo Makedon
ahogadamente.

—Lo tolerarás—dijo Damen, sosteniendo la mirada de Makedon—. Tanto como yo lo tolero. ¿O piensas
que estás por encima de tu Rey?

Esclavo, dijo la resistencia en los ojos Makedon. Makedon sin duda tenía esclavos en su propio hogar, y
hacía uso de ellos. Lo que él se imaginó entre el Príncipe y el esclavo lo despojó de todas las sutilezas
de la rendición. Después de todo lo que le habían hecho a su Rey, tenía algo de sentido para él, y su
orgullo se reveló a ello.

—Si esto se vuelve de conocimiento público, no puedo garantizar que sea capaz de controlar las accio-
nes de los hombres—dijo Nikandros.

—Esto es de conocimiento público—dijo Damen. Observó como las palabras impactaban a Nikandros,
quién no podía ni tragarlas.

—¿Qué quieres que hagamos? —Nikandros forzó las palabras a salir.

—Haz tu juramento—dijo Damen—. Y si eres mío, reúne a los hombres para pelear.

El plan que había desarrollado con Laurent era simple, y se basó en el tiempo. Charcy no era un campo
como Hellay, tenía una sola y clara ventaja. Charcy era una envuelta trampa montañosa, medio respal-
dada por el bosque, donde una fuerza bien posicionada podía fabricar rápidamente una encerrona a
una tropa que se aproxime. Esa fue la razón por la que el Regente había elegido Charcy como el lugar
donde podría desafiar a su sobrino. Invitar a Laurent a una pelea justa en Charcy fue como sonreírle e
invitarlo a dar un paseo por las arenas movedizas.

Así que habían dividido sus fuerzas. Laurent se había ido hace dos días para aproximarse por el norte
y revertir la encerrona del Regente llegando por atrás. Los hombres de Damen eran la carnada.

Miró por largo rato el brazalete en su muñeca antes de caminar hacia la tarima. Era de oro brillante,
visible a cierta distancia contra la piel de su muñeca.

Ni siquiera trató de ocultarlo. Había descartado sus guanteletes. Llevaba la coraza de Akielos, la falda
corta de cuero, las sandalias altas Akielenses atadas en sus rodillas. Sus brazos estaban desnudos, así
como sus piernas desde las rodillas hasta la mitad de sus muslos. La capa corta y roja estaba abrocha-
da en sus hombros con el león de oro.

Blindado y listo para la batalla, se subió sobre la tarima y miró hacia el ejército que estaba reunido de-
bajo, las líneas inmaculadas y brillantes lanzas, todo eso lo esperaba a él.

Dejó que vieran el brazalete de su muñeca, así como dejó que lo vieran a él. Ahora conocía el presente
susurro: Damianos, resucitado de la muerte.

Miró cómo el ejército guardo silencio ante su presencia.

Dejó que el Príncipe que había sido se fuera, se permitió sentir su nuevo papel, el nuevo lugar al que
pertenecía.

—Hombres de Akielos—dijo, sus palabras haciendo eco a través del patio.

Miró hacia las líneas de capas rojas, y se sentía como si tuviera que tomar una espada o ponerse un
guantelete―. Soy Damianos, el verdadero hijo de Theomedes, y he regresado para pelear por ustedes
como su Rey.

Un ensordecedor rugido de aprobación; las lanzas martillando el suelo en aprobación. Vio brazos al-
zarse, soldados animados, y captó un destello de la imperturbable cara de Makedon medio oculta por
el casco.

Damen se subió en la montura. Había tomado el mismo caballo que lo había llevado a Hellay, un gran
bayo castrado que podía soportar su peso. Golpeó su pezuña delantera sobre los adoquines, como
si quisiera volcar una piedra, arqueando su cuello, tal vez percibiendo, de cierta forma como lo hacen
todas las grandiosas bestias, que ellos estaban en la cúspide de la guerra.

Los cuernos sonaron. Los estandartes se elevaron.

Hubo un ruido repentino, como un puñado de canicas siendo lanzadas, y un pequeño grupo de Vere-
cianos maltrechos en azul llegaron al patio montados sobre los lomos de sus caballos.

No era Guymar. Pero sí Jord y Huet. Lazar. Escaneando sus rostros, Damen vio quienes estaban ahí.
Estos eran los hombres de la Guardia del Príncipe, con quienes Damen había viajado durante meses.
Y había sólo una razón por la que ellos habían sido liberados de su confinamiento. Damen alzó una
mano, y a Jord le fue permitido pasar, así que por un momento sus caballos circularon el uno al otro.
—Hemos venido para viajar contigo—dijo Jord.

Damen miró al pequeño grupo de azul ahora reunido ante las líneas de rojo en el patio. No había mu-
chos de ellos, sólo veinte, y vio al mismo tiempo que había sido Jord quien los había convencido, así
que aquí estaban, montados y listos.
—Entonces viajaremos—dijo Damen—. Por Akielos, y por Vere.

Cuando se aproximaron a Charcy, la visibilidad a larga distancia era pobre y tuvieron que depender de
los exploradores y escoltas para la información. El Regente se aproximaba por el norte y el noroeste; su
propio ejército, actuando como carnada, fueron cuesta abajo y en una posición inferior. Damen nunca
traería a sus hombres a esta clase de desventaja sin un plan de respaldo. Así como estaban las cosas,
sería una lucha cerrada.

A Nikandros no le gustaba. Mientras más cerca estaban de Charcy, más obvio sería para los generales
de Akielos que tan mal estaba el suelo. Si querías matar a tu peor enemigo debías atraerlo a un lugar
como este.

Confía en mí, fue lo último que dijo Laurent.

Él previó el plan que habían construido en Ravenel, el Regente estaría bastante confiado, y Laurent lle-
garía en el momento perfecto por el norte. Lo quería, quería una dura pelea, quería buscar al Regente
por el campo de batalla, encontrarlo y vencerlo, para terminar su reinado en una sola pelea. Si tan sólo
pudiera hacer eso, simplemente mantener su promesa, entonces después…

Damen dio la orden de formación. Habría peligro de flechas pronto. Llegaría la primera lluvia desde el
norte.

—Esperen—fue su orden. El terreno incierto era un valle de duda, bordeado por árboles y peligrosas
pendientes. El aire estaba cargado de tensa expectación, y mucho nerviosismo, el estado de ánimo que
viene antes de una batalla.

En la distancia hubo sonido de cuernos.

—Esperen―dijo Damen de nuevo, mientras su caballo se inquietaba y rebelaba bajo él. Las fuerzas del
Regente debían estar aquí al nivel del suelo antes de que ellos contraatacaran, atraerlos a todos aquí,
en orden para permitir a los hombres de Laurent fabricaran un cercado.

En lugar de eso, vio al flanco occidental comenzar a moverse, demasiado pronto, bajo la orden dada
por Makedon.

—Llámalos de regreso a la línea—dijo Damen, pegándole duro a su caballo con los talones. Dirigió
las riendas alrededor de Makedon, en un pequeño y cerrado círculo. Makedon lo miró de regreso, con
desdén como si fuera de un general a un niño.

—Nos estamos dirigiendo al oeste.

—Mis órdenes son de esperar—dijo Damen—. Dejaremos que el Regente nos encuentre primero, para
sacarlo de su posición.

—Si hacemos eso, y tu Vereciano no llega, todos estaremos muertos.

—Él estará aquí.

Hubo sonido de cuernos que provenían del norte.

El Regente estaba bastante cerca, demasiado pronto, y no había señal de sus exploradores. Algo iba
mal.
La acción explotó a su izquierda, el movimiento estallo desde los árboles. El ataque se produjo desde
el norte, cargando por la pendiente y la línea de árboles. Por delante había un jinete solitario, un explo-
rador, pegando la carrera sobre el llano pasto. Los hombres del Regente estaban sobre ellos, y Laurent
no estaba sino a cientos de kilómetros de la batalla. Laurent nunca había planeado venir.

Eso era lo que el explorador estaba gritando, justo antes de que una flecha le diera en la espalda.

—Este es tu Vereciano revelando lo que es—dijo Makedon.

Damen no tuvo tiempo de pensar antes de que la situación se le viniera encima. Gritó órdenes, tratan-
do de soportar el caos inicial, como la primera lluvia de flechas atacando, su mente registró la nueva
situación, recalculando números y posición.

Él estará aquí, había dicho Damen, y lo creía, incluso mientras la primera oleada golpea y los hombres
a su alrededor empezaban a morir.

Había una oscura lógica para eso. Tienes a tu esclavo convenciendo a los Akielenses a pelear. Dejas a
tus enemigos pelear en tu lugar, las bajas eran para las personas que desprecias, el Regente derrotado
o debilitado, y las tropas de Nikandros borradas.
No fue sino hasta que el último segundo de la oleada los golpeara desde el noroeste que se dio cuenta
de que estaban completamente solos.

Damen se encontró a sí mismo a lado de Jord.

—Si quieres vivir, vete hacia el este.

Pálido, Jord le dio una mirada a su expresión y dijo:

—No viene.

—Nos superan en número—dijo Damen—. Pero si corres, tal vez lo logres.

—Si nos superan en número, ¿Qué harás tú?

Damen condujo su caballo hacia adelante, listo para tomar su lugar al frente.

—Luchar— dijo Damen.


Capítulo 2
Traducido por Sfreedom
Corregido por Reshi

Laurent despertó lentamente, con poca luz y una sensación de restricción, sus manos estaban atadas
tras su espalda. La palpitación en la base de su cráneo era una clara señal de que había sido golpeado
en la cabeza. También había algo inconveniente e intrusivamente mal con su hombro.

Estaba dislocado.

Mientras sus pestañas se agitaban y su cuerpo se movía, se hizo vagamente consiente del hedor ran-
cio, y la fría temperatura que le indicaba que estaba bajo tierra. Su entendimiento le hizo aumentar la
sensación de esto: había habido una emboscada, estaba bajo tierra, y ya que su cuerpo no se sentía
como si hubiera sido transportado por días, eso quería decir…

Abrió sus ojos y se encontró con la nariz chata de Govart.

—Hola, princesa.

El pánico se disparó en su pulso, una reacción involuntaria, su sangre palpitaba contra el interior de su
piel como si estuviera atrapada. Con mucho cuidado, se obligó a no hacer nada.

La celda en sí misma tendría cerca de unos cuatro metros cuadrados, y tenía una entrada con reja, pero
sin ventanas. Más allá de la puerta había un destello. El destello provenía de una antorcha en ese lado
de la reja, no del hecho de que había sido golpeado en la cabeza. No había nada dentro de la celda
más que la silla donde él estaba atado. La silla, hecha de pesado roble, parecía haber sido arrastrada
ahí para su beneficio, lo que era algo civilizado o siniestro, dependiendo del punto de vista. La luz de la
antorcha revelaba la mugre acumulada en el suelo.

Fue golpeado por los recuerdos de lo que les había sucedido a sus hombres, y dejó eso, con esfuerzo,
lejos de su mente. Sabía dónde estaba. Eran las celdas de la prisión de Fortaine.

Comprendió que estaba enfrentando su muerte, aunque antes vendría un largo y doloroso intervalo.
Una absurda esperanza infantil de que alguien vendría a ayudarlo se encendió, y luego, prudentemen-
te, se extinguió.

Desde los trece años, no había habido ningún salvador, no desde que su hermano había muerto. Se
preguntó si sería posible rescatar un poco de dignidad en esta situación, y elimino ese pensamiento tan
pronto llegó. Esto no iba a ser digno. Pensó en que, si las cosas iban demasiado mal, estaba dentro
de sus capacidades el precipitar su final. No sería difícil provocar a Govart a una violencia letal. No del
todo.

Pensó que Auguste no estaría asustado, estando solo y vulnerable ante un hombre que planeaba ma-
tarlo; no debería ser un problema para su hermano menor.

Fue difícil dejar de lado la batalla, de abandonar sus planes en un punto medio, de aceptar que el plazo
había terminado, y lo que sea que pasara en la frontera, él no sería parte de eso. El esclavo Akielense
asumiría, por supuesto, la traición por parte de las fuerzas Verecianas, por lo que después se lanzaría
en una especie de ataque noble y suicida en Charcy que probablemente ganaría contra todas las ridí-
culas probabilidades.

Él pensó que, si simplemente ignoraba el hecho de que estaba herido y atado, sería uno contra uno, lo
cual no era una probabilidad terrible para él, excepto que podía sentir en esto, como siempre lo hacía,
la guía invisible de la mano de su tío.

Uno contra uno: Tenía que pensar que podía ganar prácticamente. En su mejor día, no podría hacer una
partida de lucha con Govart y ganar. Y su hombro estaba dislocado. Luchando para liberarse de sus
ataduras en este momento sería lograr, precisamente, nada. Se dijo a sí mismo esto, una vez; y luego
otra vez, para sofocar una profunda y básica urgencia de pelear.

—Estamos solos—dijo Govart—. Solos tú y yo. Mira alrededor. Dale una buena mirada. No hay salida.
Ni siquiera hay una llave. Ellos vendrán a abrir la celda cuando haya terminado contigo. ¿Qué tienes
que decir al respecto?

—¿Cómo está tu hombro? —dijo Laurent.

El puñetazo lo impulsó hacia atrás. Cuando alzó su cabeza, disfrutó de la mirada que había provocado
en el rostro de Govart, así como también había disfrutado, por la misma razón—si fuera un poco ma-
soquista— el puñetazo. Porque no podía evitar completamente eso de sus ojos, Govart lo golpeó de
nuevo. Tenía que ajustar el impulso de la histeria, o esto terminaría demasiado rápido.

—Siempre me pregunté qué era lo que tenías sobre él—dijo Laurent. Forzándose a mantener su voz
firme. —¿Un asunto sangriento y una confesión firmada?

—Piensas que soy estúpido—dijo Govart.

—Pienso que tienes una pieza ventajosa sobre un hombre muy poderoso. Pienso que lo que sea que
tengas sobre él, no durará para siempre.

—Quieres creer eso—dijo Govart. Su voz estaba llena de satisfacción.—¿Quieres que te diga por qué
estás aquí? Porque se lo pedí a él. Él me da lo que deseo. Me da todo lo que yo quiera. Incluso a su
intocable sobrino.

—Bueno, yo soy un inconveniente para él—dijo Laurent. —Tú también lo eres. Esa es la razón por la
que nos lanzó a los dos juntos. En algún momento uno de nosotros eliminará al otro.

Se obligó a hablar sin ninguna emoción exagerada, sólo una apacible observación de los hechos.

—El problema es que, cuando mi tío sea el Rey, ninguna ventaja en el mundo lo detendrá. Si me matas,
lo que sea que tengas contra él no importará. Sólo serás tú contra él, y él tendrá la libertad de desapa-
recerte en una celda oscura también.

Govart sonrió, lentamente.

—Me dijo que dirías eso.

El primer paso en falso, y fue el suyo. Podía sentir la distracción del latido de su corazón.

—¿Qué más te dijo mi tío que diría?


—Dijo que intentarías mantenerme hablando. Dijo que tenías la boca de una puta. Dijo que mentirías,
engatusarías, sacándolo todo de mí. —La lenta sonrisa se amplió. —Él dijo, “La única manera de ase-
gurarse que mi sobrino no hable libremente es cortándole la lengua”. —Mientras lo dijo, Govart sacó
un cuchillo.

La habitación alrededor de Laurent se volvió gris; toda su atención se redujo, y sus pensamientos se
atenuaron.

—Excepto que quieres escucharlo—dijo Laurent, porque esto era sólo el principio, y había un largo,
sinuoso y sangriento camino hasta el final. —Quieres escuchar todo al respecto. Hasta la última sílaba
rota. Es lo único que mi tío nunca entendió sobre ti.

—¿Sí? ¿Qué cosa?

—Tú siempre quisiste estar al otro lado de la puerta—dijo Laurent. —Y ahora lo estás.

Hacia el final de la última hora (aunque se sentía mucho más tiempo), se encontraba con mucho dolor, y
estaba perdiendo el contacto de cuánto, en todo caso, él estaba retrasando o controlando lo que estaba
sucediendo.

Su camisa ahora estaba desatada hasta la cintura y abierta, y su manga derecha estaba roja. Su cabe-
llo era un desastre enmarañado ceñido en sudor. Su lengua estaba intacta, porque el cuchillo estaba
en su hombro.

Lo contaría eso como una victoria, cuando sucediera.

Había que disfrutar de las pequeñas victorias. La empuñadura del cuchillo sobresalía en un ángulo
extraño. Estaba en su hombro derecho, ya dislocado, así que respirar era doloroso ahora. Victorias.
Había llegado tan lejos, le había causado a su tío una pequeña consternación, lo había revisado, una o
dos veces, forzándolo a rehacer sus planes. No se lo había puesto fácil.

Capas de piedra gruesa se interponían entre él y el mundo exterior. Era imposible escuchar algo. Era
imposible ser escuchado. Su única ventaja era que había logrado liberar su mano izquierda de sus ata-
duras. No podía dejar que lo descubrieran, no ganaría nada. Sólo un brazo roto. Se estaba volviendo
difícil seguir un curso de acción.

Porque era imposible escuchar algo, él razonó, o había razonado cuando estuvo más distante, que
quien fuera el que lo había puesto ahí con Govart regresaría con una carretilla y un saco para llevárse-
lo, y eso pasaría en una hora fijada, ya que no había manera de que Govart diera una señal. Él, por lo
tanto, tenía un solo objetivo, parecido a moverse hacia un retirado espejismo: Llegar hasta a ese punto
con vida.

Pisadas, acercándose. La rozadura metálica de una bisagra de hierro.

Era la voz de Guion.

—Está tomando demasiado tiempo.

—¿Quisquilloso? —dijo Govart. —Sólo estamos empezando. Puedes quedarte y mirar si quieres.
—¿Él lo sabe? —dijo Laurent.

Su voz era un poco más ronca de lo que había comenzado; su respuesta al dolor había sido conven-
cional. Guion frunció el ceño.

—¿Saber qué?

—El secreto. Su ingenioso secreto. Lo que sabe sobre mi tío.

—Cállate—dijo Govart.

—¿De qué está hablando?

—Nunca te preguntaste—dijo Laurent. —¿Por qué mi tío lo dejó con vida? ¿Por qué lo mantuvo con
vino y mujeres todos estos años?

—Dije que cerraras el pico. —Cerrando su mano alrededor de la empuñadura del cuchillo, Govart lo
giró.

La negrura vino a él, así que sólo fue vagamente consciente de lo que siguió. Escuchó a Guion deman-
dando, en una pequeña voz lejana. —¿De qué hablaba? ¿Tienes algún acuerdo privado con el Rey?

—Quédate fuera de esto. No es asunto tuyo. —Govart.

—Si tienen algún otro acuerdo, me lo revelarás, ahora.

Sintió como Govart soltó el cuchillo. Levantar su mano fue la segunda cosa más difícil que tuvo que ha-
cer, después de levantar su cabeza. Govart se movió para enfrentarse a Guion, bloqueando su camino
a Laurent.

Laurent cerró sus ojos, colocando su inestable mano izquierda sobre la empuñadura, y jaló el cuchillo
fuera de su hombro.

No pudo contener el bajo sonido que se le escapó. Los dos hombres se giraron mientras sus torpes
manos cortaban lo que quedaba de las ataduras, y escalonó para estar de pie detrás de la silla. Laurent
sostuvo el cuchillo en su mano izquierda lo más cercano a una correcta postura defensiva que pudiera
manejar de inmediato. La habitación estaba vacilante. La empuñadura estaba resbaladiza. Govart son-
rió, divertido y satisfecho, como un voyerista harto en algún inesperado menor acto final de un juego.

Guion dijo, con una leve irritación, pero sin absoluta urgencia.

—Ponlo de nuevo bajo control.

Se enfrentaron el uno al otro. Laurent no se hacía ilusiones sobre sus habilidades como un peleador de
cuchillos zurdo. Él sabía la insignificante amenaza que era ante Govart, incluso en un día que no estu-
viera oscilando. A lo mucho, podría lograr una sola cuchillada antes de que Govart se acercara a él. No
tendría importancia. La estructura musculosa de Govart se encontraba sobre otra capa secundaria de
grasa. Govart podía aguantar una cuchillada de un debilitado, ya de por sí débil oponente, y seguir pe-
leando. El resultado de su breve excursión hacia la libertad era inevitable. Él lo sabía. Govart lo sabía.

Laurent hizo su torpe y zurdo golpe con el cuchillo, y Govart contraatacó brutalmente. Y ciertamente,
fue Laurent quien gritó ante el desgarrador dolor más allá de cualquiera que haya conocido.

Mientras, con su arruinado brazo derecho, Laurent balanceó la silla.

El pesado roble golpeó a Govart en la oreja, como el sonido de un mazo golpeando una bola de made-
ra. Govart se quedó pasmado y cayó.

Laurent estaba medio asombrado también, el peso del balanceo lo llevó al otro lado de la celda. Guion
se movió desesperadamente fuera de su camino, presionando su espalda contra la pared. Laurent
enfocó toda la fuerza que le quedaba en la tarea de alcanzar la puerta de barrotes y llegar al otro lado
cerrándola tras él y girar la llave que estaba todavía en la cerradura. Govart no se levantó.

En la quietud que siguió, Laurent encontró su camino hacia la reja, hacia el corredor abierto, y hacia
la pared contraria, en la cual se deslizó, encontrándose en algún punto a medio camino que había un
banco de madera, el cual soportó su peso. Él esperaba que sólo hubiera suelo.

Sus ojos se cerraron. Era débilmente consciente de Guion, tirando de los barrotes de la celda, los cua-
les repiqueteaban, sonaban y se quedaban irrefutablemente cerrados.

Entonces rio, un sonido sin aliento, con la dulce y fría sensación de la piedra en su espalda. Su cabeza
colgó.

—¿cómo te atreves?, despreciable traidor, eres una espina en el honor de tu familia, tú...

—Guion—dijo Laurent, sin abrir sus ojos. —Me tenías atado y encerrado en una habitación con Govart.
¿Piensas que llamarme por nombres herirá mis sentimientos?

—¡Déjame salir! —Las palabras rebotaron en las paredes.

—Yo intenté con eso—dijo Laurent, con calma.

—Te daré lo que quieras. — dijo Guion.

—Intenté eso también—dijo Laurent. —No me gusta pensar en mí como alguien predecible. Pero apa-
rentemente recurrí a las respuestas usuales. ¿Debería decirte lo que vas a hacer cuando entierre el
cuchillo por primera vez?

Sus ojos se abrieron. Guion dio un sólo y gratificante paso hacia atrás lejos de los barrotes.

—Ya sabes, quería un arma—dijo Laurent. —No esperaba que una caminara dentro de mi celda.

—Eres hombre muerto en cuanto salgas de aquí. Tus aliados Akielenses no van a ayudarte. Los dejaste
morir como ratas en una trampa en Charcy. Ellos te cazarán—dijo Guion—. Y te matarán.

—Sí, soy consciente de que perdí mi cita—dijo Laurent.

El pasillo parpadeó. Se recordó que sólo era la antorcha. Escuchó el encantador sonido de su propia
voz.

—Hay un hombre con el que se suponía debía encontrarme. Él tiene todas esas ideas sobre el honor
y el juego justo, e intenta que deje de hacer lo incorrecto. Pero él no está aquí ahora. Desafortunada-
mente para ti.

Guion dio otro paso hacia atrás.

—No hay nada que puedas hacerme.

—¿Ah, no? Me pregunto cómo reaccionará mi tío cuando se dé cuenta de que has matado a Govart y
me ayudaste a escapar. —Y luego, con la misma encantadora voz—¿Crees que lastimará a tu familia?

Las manos de Guion se cerraron en puños, como si las tuviera agarradas alrededor de los barrotes.
—Yo no te ayudé a escapar.

—¿No lo hiciste? No entiendo cómo empezaron esos rumores.

Laurent lo observó a través de los barrotes. Era consciente del regreso de sus facultades críticas, en
lugar de las que ahora había tenido la tenaz adherencia a una sola idea.

—Esto es lo que se ha vuelto dolorosamente claro. Mi tío dio instrucciones de que si me capturabas,
debías dejar que Govart me tuviera, lo cual fue una táctica errónea, pero mi tío tenía sus manos atadas,
gracias a su acuerdo privado con Govart. O simplemente le gustó la idea. Tú accediste a cumplir sus
órdenes.

—Torturar al heredero hasta la muerte no era un acto que quisieras unir a tu propio nombre, de todos
modos. No estoy seguro del porqué. Sólo puedo conjeturar que, a pesar del asombroso despliegue de
pruebas que demuestran lo contrario, aún queda un poco de racionalidad en el Consejo. Fui puesto en
un conjunto de celdas vacías, y tú llegaste por tu cuenta con la llave, porque nadie más sabe que estoy
aquí.

Presionando su mano izquierda sobre su hombro, se apartó de la pared y se acercó. Guion, dentro de
la celda, respiraba superficialmente.

—Nadie sabe que estoy aquí. Lo que significa que tampoco saben que estás aquí. Nadie se asomará,
nadie vendrá, nadie te encontrará.

Su voz era firme mientras sostenía la mirada de Guion a través de los barrotes.

—Nadie va a ayudar a tu familia cuando mi tío llegue, todo sonriente.

Podía ver la expresión contraída de Guion, la tensión en su mandíbula y alrededor de sus ojos. Esperó.
Vino en una voz diferente, con una expresión diferente, sin emoción.

—¿Qué es lo que quieres?


Capítulo 3
Traducido por Ella R.
Corregido por Reshi

Damen echó un vistazo a lo largo de la extensión del campo. Las fuerzas del Regente eran ríos de color
rojo oscuro que incursionaban torrencialmente en sus líneas, combinando sus ejércitos como un caudal
de sangre cayendo sobre el agua, difusamente. Todo el panorama era de destrucción, un torrente sin
fin de enemigos, tan numerosos que parecían un enjambre.

Pero él había visto en Marlas cómo un hombre podía mantener a todo un frente junto, como si solo con
su voluntad fuera suficiente. “¡Asesino de Príncipes!” gritaban los hombres del Regente. Al principio se
habían lanzado hacia él, pero cuando vieron lo que le sucedió a los hombres que intentaron aquello, se
convirtieron en una masa de cascos y pezuñas desesperados por retroceder.

No llegaron lejos. La espada de Damen cortaba armaduras, cortaba carne. Buscó centros de poder y
los destruyo, deteniendo formaciones antes de que comenzaran. Un comandante de Vere lo retó, y le
concedió un zumbido de participación en la lucha antes que su espada cortara a través del cuello del
comandante.

Los rostros se convirtieron en destellos impersonales, la mitad de ellos protegidos por los cascos. Era
más consciente de los caballos y las espadas, los mecanismos de la muerte. Mató y era tan simple que
los hombres salían de su camino o morían. Todo se redujo a un solo propósito, la determinación preser-
vando el poder y la concentración mas allá de cualquier resistencia humana, durante horas, incluso al
mayor adversario, porque el hombre que cometía un error, era hombre muerto.

Perdió la mitad de sus hombres durante la primera oleada. Luego de eso, condujo las cargas a un
choque frontal, matando a cuantos sean necesarios para detener aquella primera oleada, y luego la
segunda, y la tercera.

Con la llegada de nuevos refuerzos en aquel momento, hubiese sido capaz de masacrarlos a todos
como cachorros recién nacidos, pero los refuerzos no habían aparecido.

Si era consciente de otra cosa además de la pelea era de la ausencia, una falta que persistía. Los des-
tellos de viveza, el cínico trabajo de su espada y la brillante presencia a su lado, todo se había converti-
do en un vacio, medio lleno por el firme y práctico estilo de Nikandros. Se había acostumbrado algo que
sólo había sido temporal, como el centelleo de euforia en un par de ojos azules que por un momento
se encontraban con los suyos. Todo aquello enredado en su interior, tensándose a medida que mataba,
hasta volverse un sólido nudo.

—Si el Príncipe de Vere aparece, lo mataré. —Nikandros escupió las palabras.

Las flechas habían disminuido porque Damen había roto suficientes líneas en orden que si se lanzaban
en el caos, resultaría peligroso para ambos bandos. Los sonidos habían cambiado también, ya no se
oían rugidos y gritos, sino que estos se habían transformado en gruñidos de dolor, agotamiento, sollo-
zos de respiración; el choque entre espadas más pesado y menos frecuente.

Horas de muerte. La batalla entró en su final, brutal y agotada fase. Las líneas se rompieron y disol-
vieron en un revoltijo de deteriorada geometría, arrastrando consigo fosas de carne donde era difícil
diferenciar enemigo de aliado. Damen se mantuvo en su montura, aunque los cuerpos en el suelo eran
tantos que los caballos se hundían en ellos. El suelo estaba húmedo, sus piernas salpicadas de lodo
arriba de sus rodillas; lodo en un verano seco, ya que lo que humedecía el suelo era sangre. Los caba-
llos heridos gritaban más fuerte que los hombres. Él mantuvo a sus hombres juntos a su alrededor, y
mató, su cuerpo empujando más allá de lo físico, más allá que el pensamiento.

En el lado más alejado del campo vislumbró un destello de bordado rojo.

Así es como la gente de Akielos gana las guerras, ¿no? ¿Por qué combatir contra todo el ejército cuan-
do puedes simplemente…

Damen espoleó su caballo y fue a la carga. Los hombres entre él y su objetivo estaban borrosos. Ape-
nas oyó el sonido que produjo el choque de su propia espada, ni notó las capas rojas de la honorable
guardia de Vere antes de derribarlos. Simplemente los mató, uno tras otro, hasta que no hubo ninguno
que se interpusiera entre él y el hombre a quien buscaba.
La espada de Damen continuó cortando el aire en un arco imparable hasta que consiguió partir en dos
al hombre que poseía una corona en su casco. Su cuerpo se sacudió de forma antinatural y luego gol-
peó el suelo.

Damen desmontó y arrancó el casco.

No era el Regente. No sabía de quien se trataba, un peón, un títere, sus ojos sin vida ampliamente
abiertos, atrapados en aquello igual que el resto.

Damen arrojó el casco a un lado.

—Se ha terminado —proclamó la voz de Nikandros—, se ha terminado Damen.

Damen alzó ciegamente la mirada. La armadura de Nikandros había sido rebanada a través de su pe-
cho, la placa delantera no estaba y la sangre brotaba de un corte. Usó el sobrenombre que le habían
dado a Damen de pequeño, el nombre de la infancia, reservado para íntimos.

Damen se dio cuenta que estaba de rodillas, su propio pecho arrastrado al igual que el pecho de su ca-
ballo. Su mano hecha un puño alrededor de la prenda de ropa que llevaba el hombre muerto. Se sintió
como si estuviera cerrando su mano al vacío.

—¿Terminado? —la palabra salió de él. Todo en lo que podía pensar era que si el Regente todavía
estaba vivo, entonces nada había terminado. La reflexión tardó en regresar a él después de haber per-
manecido tanto tiempo entre acción y reacción. Necesitaba volver en sí. Los hombres estaban soltando
las armas a su alrededor.

—Difícilmente puedo decir si la victoria es nuestra, o de ellos.

—Es nuestra —dijo Nikandros.

Había una mirada diferente en los ojos de Nikandros. Y mientras Damen recorría con la vista el campo
de batalla en ruinas, vislumbró a los hombres que lo miraban fijamente a él en la distancia, la mirada en
los ojos de Nikandros haciendo eco en sus expresiones.

Y con la conciencia regresando a él, vio como si fuera la primera vez los cuerpos de los hombres a quie-
nes había matado para llegar al señuelo del Regente. Y más allá, la evidencia de lo que había hecho.
El campo de batalla era un terraplén surcado con los muertos desparramados. El suelo era un revoltijo
de carne, ineficaces armaduras y caballos sin jinetes. Al haber estado matando incesantemente duran-
te horas, no se había dado cuenta de la magnitud de aquello, de lo que él había causado. Vio destellos
detrás de sus párpados, los rostros de los hombres que había matado. Todos los que quedaban eran
de Akielos, y miraban a Damen como si fuera algo imposible.

—Encuentren a los hombres de Vere que sigan vivos y díganles que tienen que irse para enterrar a
sus muertos —dijo Damen. Había un banderín de Akielos caído a su lado. —Se reclama Charcy para
Akielos. —Mientras se levantaba, Damen envolvió su mano alrededor del mástil de madera y lo enterró
en la tierra.

El banderín estaba desgarrado y se mantuvo ladeado, sobrecargado por el lodo que se salpicaba sobre
su tela, pero quedo sujetado.

Y así fue cuando lo vio, como si de un sueño se tratara, apareciendo entre la neblina de su agotamiento,
en el límite oeste más alejado del campo.

El heraldo atravesaba a medio galope el paisaje devastador, con una blanca y brillante yegua que tenía
el cuello encorvado y una cola que parecía volar con el movimiento del caballo. Hermoso e intocable,
hizo una burla hacia el sacrificio de los valientes hombres en el campo. Su banderín se agitaba tras él y
su blasón estaba representado con las estrellas de Laurent, en todo su dorado y azul esplendor.

El heraldo refrenó su caballo al llegar frente a él. Damen miro el brillante pelaje de la yegua que no
estaba cubierto con suciedad ni oscurecido con sudor, y luego reparó en el uniforme del heraldo, inma-
culado y sin motas de suciedad del camino. Sintió como las palabras subían en la parte trasera de su
garganta.

—¿Dónde está él?

La espalda del heraldo golpeó el suelo. Damen lo había arrastrado físicamente desde su caballo hacia
la tierra, donde yacio aturdido y sin aire con la rodilla de Damen en su estomago. La mano de Damen
estaba alrededor de su cuello.

Su propio aliento se sentía áspero. A su alrededor, todas las espadas estaban desenvainadas y las
flechas tensadas en los arcos listas para salir disparadas. Su agarre se tensó todavía más antes de
soltarse lo suficiente como para permitir al heraldo hablar.
El heraldo giró hacia un lado y tosió ni bien Damen lo liberó. Extrajo algo de su chaqueta. Un pergami-
no, con dos líneas escritas.

Tú te quedas con Charcy. Yo me quedo con Fortaine.

Se quedó observando las palabras, escritas en una familiar e inconfundible caligrafía.

Te recibiré en mi fuerte.

Fortaine eclipsaba hasta a Ravenel, poderosa y hermosa con sus altas torres que emergían cortando
el cielo. Su auge era absoluto, con una altura imposible, y desde cada ventanal se agitaban los bande-
rines de Laurent, los cuales parecían flotar en el aire sin esfuerzo; seda estampada en azul y dorado.

Damen fue refrenando su caballo a medida que alcanzaban la cima de la colina, su ejército una oscura
franja de banderines y lanzas detrás de él. Su orden de cabalgar había sido implacable, llamando a sus
hombres cuando la batalla apenas había terminado.

De los tres mil hombres de Akielos que habían peleado en Charcy, solamente un poco más de la mitad
había sobrevivido. Ellos habían cabalgado, peleado y vuelto a cabalgar, dejando atrás únicamente una
pequeña guarnición encargada de atender los cuerpos y juntar las armaduras esparcidas por el campo
y las armas que habían quedado sin dueño. Jord y los hombres de Vere que se habían quedado para
pelear cabalgaban junto a él en un pequeño grupo, nerviosos e inseguros de cómo proceder.

Para aquel entonces, Damen había recibido el recuento de los muertos: mil doscientos hombres nues-
tros, seis mil quinientos de ellos.

Sabía que los hombres se estaban comportando de manera diferente hacia él desde que la batalla
había terminado, retrocediendo a medida que pasaba. Había visto sus miradas de miedo y pasmada
admiración. La mayoría de ellos no había peleado a su lado antes. Tal vez no sabían qué esperar.

Ahora estaban allí. Habían llegado, sucios y cubiertos de hollín, algunos de ellos heridos y continuando
más allá de su agotamiento porque era lo que la disciplina exigía de ellos, poder prestar atención al
panorama que los acogía.

Hileras e hileras de tiendas coloreadas y en punta estaban montadas en el campo afuera de las pa-
redes de Fortaine, la luz del sol iluminando los pabellones, los banderines y las sedas de un elegante
campamento. Era una ciudad de tiendas en la cual acampaba una fresca e intacta fuerza de hombres
pertenecientes a Laurent, quienes no habían luchado ni muerto durante la mañana.

La arrogancia construida de aquel despliegue era intencional. Decía exquisitamente: ¿Te has esforzado
mucho en Charcy? Yo he estado aquí examinando mis uñas.

Nikandros detuvo su caballo a su lado.

—Tanto tío como sobrino son iguales. Envían a otros hombres para que luchen por ellos.

Damen guardó silencio. Lo que sentía en su pecho difícilmente se parecía al enojo. Observó la elegante
ciudad cubierta en seda y pensó en los hombres muriendo en el suelo de Charcy.

Una clase de fiesta de bienvenida por parte del heraldo estaba cabalgando hacia ellos. Él empuñó el
estandarte desgarrado y cubierto en sangre del Regente.

—Solamente yo —dijo Damen, espoleando al caballo.

A mitad de camino a través del campo se encontró con el heraldo, quién había llegado con una ansiosa
compañía de cuatro asistentes que mascullaban algo urgente acerca del protocolo. Damen logró escu-
char cuatro palabras de aquello.

—No se preocupen —dijo Damen—. Me está esperando.

Una vez dentro del campamento, Damen desmontó de su caballo y lanzó las riendas a un sirviente
que pasaba por allí, ignorando el frenesí de actividad que su llegada había provocado. Los heraldos
siguiéndolo desesperados a medio galope detrás de él.

Sin siquiera haberse sacado los guantes, dio una gran zancada para entrar a la tienda. Conocía los
pliegues redondeados que esta poseía, así también como el banderín cubierto con estrellas. Nadie
lo detuvo. Ni siquiera cuando llegó a la tienda y despachó al soldado apostado en la entrada con una
simple orden—: Vete.

No se molestó en ver si su orden había sido obedecida. El soldado se abrió paso; obviamente lo hizo,
todo aquello había sido planeado. Laurent estaba preparado para enfrentarse a él, ya sea que acudiera
dócilmente detrás del heraldo o, como lo hizo en ese entonces, todavía cubierto con la suciedad y el
sudor de la batalla, y con sangre seca en lugares que un rápido aseo con un trozo de tela no había
alcanzado.

Recogió la solapa de la tienda que servía como puerta con un brazo y dio un paso adentro.

Privacidad de seda pensó, mientras la solapa regresaba a su lugar detrás de él. La carpa al estilo pa-
bellón poseía un techo con doseles en forma de espiga, sostenido por seis gruesos postes interiores
envueltas en seda. A pesar de su tamaño parecía encerrarlos, la solapa que impedía el paso a su inte-
rior ayudaba a silenciar los sonidos provenientes del exterior.

Aquel era el lugar que Laurent había escogido. Se familiarizó con él. Poseía algunos muebles: asientos
bajos, cojines, y en el fondo una mesa sujeta por caballetes, revestida con manteles y cuencos con
peras y naranjas en almíbar. Como si fueran a picar dulces.

Levantó su mirada de la mesa para encontrarse con los ojos de la exquisita y trajeada figura inclinada
con un solo hombro contra uno de los postes de la tienda.

—Hola, amante —dijo Laurent.

No sería simple. Damen se forzó a aceptar todo aquello. Se forzó a recorrer la elegante tienda con toda
su armadura, aplastando a su paso delicadas sedas bordadas bajo sus sucios pies.

Lanzó el banderín del Regente sobre la mesa. Este aterrizó con un estruendo, dejando ver una maraña
de barro y seda teñida. Luego volvió su mirada hacia Laurent. Se preguntó que había visto Laurent
cuando él lo había mirado. Sabía que se veía diferente.

—Charcy ha sido conquistada.

—Eso parece.

Se forzó a tomar una respiración antes de continuar.

—Tus hombres creen que eres un cobarde. Nikandros cree que nos has engañado. Que nos enviaste
a Charcy y nos dejaste allí para morir en manos de tu tío.

—¿Y eso es lo que tú crees? —preguntó Laurent.

—No —respondió Damen—. Nikandros no te conoce.

—Y tú sí.

Damen observó la disposición del peso de Laurent, la forma cuidadosa en la que sostenía su cuerpo.
Su mano izquierda descansaba casualmente contra el poste de la tienda.

Deliberadamente dio un paso adelante y agarró el hombro derecho de Laurent. Nada durante un mo-
mento. Damen apretó su agarre clavándole el pulgar. Más fuerte todavía. Notó como la piel de Laurent
se tornaba color ceniza. Finalmente Laurent dijo:

—Basta.

Soltó su agarre. Laurent había retrocedido y se estaba agarrando el hombro, donde el azul de su jubón
se había oscurecido. Sangre, que surgía de algún nuevo y vendado lugar. Laurent lo estaba mirando,
sus ojos curiosamente abiertos.

—Tú no romperías un juramento —dijo Damen, una vez que hubo pasado el sentimiento en su pecho.
—Ni siquiera a mí.

Tuvo que forzarse a retroceder. La tienda era lo suficientemente larga como para acomodar los movi-
mientos; cuatro pasos entre ellos.

Laurent no contestó. Continuaba sosteniendo una mano contra su hombro, sus dedos pegajosos con
sangre. Laurent dijo—: ¿Ni siquiera a ti?

Clavó la vista en Laurent. La verdad era una terrible presencia en su pecho. Pensó en la única noche
que habían pasado juntos. Pensó en Laurent entregándose, vulnerable y con una oscura mirada. Pen-
só en el Regente, quien sabía cómo romper a un hombre.
Afuera dos ejércitos se habían posicionado para pelear. El momento estaba allí y no había nada que
pudiera hacer para detenerlo. Recordó la constante sugerencia del Regente: Acuéstate con mi sobrino.
Lo había hecho, lo había seducido y le había ganado.

Observó que Charcy no le había interesado al Regente. No significaba nada para él. La real arma del
Regente contra Laurent siempre había sido Damen.

—He venido a decirte quién soy.

Laurent era tan intensamente familiar. Las sombras en su cabello, las apretadas ropas, los rellenos
labios que mantenía tensos o cruelmente reprimidos, la despiadada austeridad, los insostenibles ojos
azules.

—Sé quién eres, Damianos —dijo Laurent.

Damen lo oyó mientras el interior de la tienda parecía cambiar, los objetos allí tomaban otra forma.

—¿Pensabas…—continuó Laurent—que no reconocería al hombre que mató a mi hermano?

Cada palabra era una astilla de hielo. Dolorosa, afilada. La voz de Laurent se mantenía perfectamente
firme. Damen dio un paso atrás ciegamente. Sus ideas hundiéndose en un pantano.

—Lo supe en el palacio, cuando te arrastraron frente a mí —dijo Laurent. Las palabras continuaron
firmes, incesables. —Lo supe en el baño, cuando ordene que te azotaran. Lo supe…

—¿En Ravenel? —lo interrumpió Damen.

Respiraba con dificultad. Enfrentó a Laurent mientras los segundos pasaban.

—Si lo sabías, ¿Cómo pudiste—

—¿Dejar que me cogieras?

Su propio pecho dolía tanto que casi no notó los signos en Laurent, el control, el rostro, pálido hasta
aquel entonces ahora se volvía blanco.
—Necesitaba una victoria en Charcy. Tú la proporcionaste. Era de gran utilidad que fuera duradero —
Laurent habló con terribles y claras palabras—, me refiero a tus torpes atenciones por aquello.

Dolía tanto que inhaló desde su garganta.

—Estas mintiendo. —El corazón de Damen latía fuertemente. —Estas mintiendo. —Las palabras se
repetían en voz muy alta. —Tú pensaste que me estaba yendo. Prácticamente me echaste fuera. —Lo
dijo a medida que el entendimiento florecía en su interior. —Tú sabías quien era yo. Tú sabías quien
era yo la noche que hicimos el amor.

Pensó en Laurent rindiéndose, no la primera vez, sino la segunda, el dulce tiempo deteniéndose, la
tensión en él, la manera en que había…

—No le estabas haciendo el amor a un esclavo, me estabas haciendo el amor a mí. —Y aunque no
podía pensar en aquello con claridad, pudo entrever un atisbo de ello, un atisbo en su orilla. —Pensé
que no lo harías. Pensé que nunca—se adelantó un paso. —Laurent, hace seis años, cuando luché
contra Auguste, yo…

—No pronuncies su nombre. —Las palabras salieron de la boca de Laurent. —Nunca vuelvas a pronun-
ciar su nombre, tú mataste a mi hermano.

Laurent estaba respirando superficialmente, casi jadeando al hablar, sus manos rígidas en el borde de
la mesa detrás de él.

—¿Eso es lo que querías oír? ¿Qué yo sabía quién eras tú y sin embargo deje que me cogieras? Tu, el
asesino de mi hermano, quien lo destrozó como un animal en el campo de batalla.

—No —dijo Damen mientras su estómago se retorcía acalambrado—, eso no es…

—¿Debería preguntarte cómo lo hiciste? ¿Cómo se veía cuando tu espada lo atravesó?

—No —respondió Damen.

—O acaso debería contarte acerca de la ilusión que tenía del hombre que me dio buen consejo. Que
se mantuvo a mi lado. Que nunca me mintió.

—Yo nunca te he mentido.

Las palabras se sintieron atroces en el silencio que se prolongó.

—Laurent ¿soy tu esclavo? —comenzó a decir Laurent. Sintió cómo el aire se escapaba forzosamente
de sus pulmones.

—No —le interrumpió—No hables de ello como si fuera…

—¿Cómo si fuera qué?

—Como si hubiese sido planeado a sangre fría, como si yo hubiese controlado todo. Como si ambos no
hubiésemos cerrado nuestros ojos y pretendido que yo era un esclavo. —Expulsó las palabras. —Yo
fui tu esclavo.

—No había ningún esclavo —dijo Laurent—. Nunca existió. No sé qué clase de hombre es el que está
parado frente a mí ahora. Todo lo que sé es que me estoy enfrentando a él por primera vez.

—Él está aquí. —Su cuerpo se sentía como si hubiese sido fuertemente apretado. —Somos los mis-
mos.

—Arrodíllate entonces —dijo Laurent—. Besa mi bota.

Miró directo a los exorbitantes ojos azules de Laurent. La imposibilidad de aquello cortaba con un dolor
agudo. No podía hacerlo. Solo podía contemplar a Laurent desde la distancia que existía entre ellos.
Las palabras dolían.

—Tienes razón. No soy un esclavo —dijo—. Soy el Rey. Maté a tu hermano. Y ahora retengo tu fuerte.

Mientras hablaba, Damen extrajo un cuchillo. Sintió cómo la atención de Laurent se desviaba a este.
Los signos que se podían observar eran pequeños: los labios separados, el cuerpo tenso. Laurent no
miró el cuchillo. Mantuvo sus ojos en Damen, quien le devolvía la mirada.

—Entonces dialogarás conmigo como un Rey y me dirás porqué me has convocado aquí.

Deliberadamente, Damen arrojó el cuchillo hacia el suelo de la tienda. Los ojos de Laurent no siguieron
su camino, sino que mantuvo firmemente su mirada en Damen.

—¿No lo sabías? —preguntó Laurent—Mi tío está en Akielos.


Capítulo 4
Traducido por Caro Monasterio
Corregido por Reshi

—Laurent—dijo el—¿Qué has hecho?

—¿Te molesta pensar que él está haciéndole daño a tu país?

—Sabes que así es. ¿Ahora estamos jugando con el destino de las naciones? Eso no te devolverá a
tu hermano.

Hubo un violento silencio.

—Sabes, mi tío sabía quién eras. —dijo Laurent.—Pasó todo este tiempo esperando que cogiéramos.
Quería decirme quien eras él mismo, y ver eso destrozaba. Oh, ¿ya lo suponías?¿Solo pensaste que
me cogerías de todos modos?¿Que no podrías ayudarte a ti mismo?

—Tú me solicitaste en tus recamaras—, dijo Damen,— y me empujaste sobre la cama.Yo dije,”No ha-
gas esto”. Tú dijiste…

—tu dijiste, Bésame—dijo Laurent, la palabra pronunciada con claridad. —Dijiste; Laurent, necesito
estar dentro de ti, te sientes tan bien, Laurent. —Él cambió al Akielano, como Damen lo había hecho en
el clímax— “Nunca se sintió así, no puedo resistirme, voy a…

—Detente—dijo Damen. Estaba respirando en rápidas, respiraciones superficiales, como podría des-
pués de un duro esfuerzo.

Miró fijamente a Laurent.

—Charcy—dijo Laurent, —era una distracción. Lo supe de Guion. Mi tío navegó a Ios hace tres días, y
por ahora, ha arribado.

Damen se movió a tres pasos de distancia, para dejar esa información hundirse .Se encontró con su
mano apoyada sobre uno de los postes de la tienda.

—Ya veo.¿Y mis hombres han de morir luchando contra él por ti, como lo hicieron en Charcy?

La sonrisa de Laurent no era agradable.

—Sobre la mesa está la lista de suministros y tropas. Te la daré en apoyo a tu campaña hacia el sur.

—A cambio de…—, dijo Damen, constante.


—Delpha—, dijo Laurent en el mismo tono.

Sintió la conmoción que lo hizo recordar que este era Laurent, y no cualquier otro joven de veinte.

La provincia de Delpha pertenecía a Nikandros, su amigo y respaldo, quien se había comprometido con
él en confianza. Era valiosa por derecho propio, ricamente fértil, con un fuerte puerto marítimo. También
poseía valor simbólico, como el sitio de la victoria más grande de Akielos, y la más grande derrota de
Vere. Su regreso podría fortalecer la posición de Laurent, pero debilitar la suya.

No había venido aquí preparado para negociar. Laurant sí. Laurent estaba aquí como el Príncipe de
Vere, enfrentando al Rey de Akielos. Laurent había sabido quien era él desde el principio. La lista, es-
crita por la propia mano de Laurent, había sido preparada antes de este encuentro.

El pensamiento del Regente en su país era un peligro que casi era nauseabundo en su intensidad.

El Regente ya controlaba la guardia del palacio de Akielon, el cual había sido el regalo a Kastor.

Ahora el mismo, el Regente estaba en Ios, sus tropas preparadas para tomar la capital a su comando—
y Damen estaba aquí, cientos de millas lejos, enfrentando a Laurent y su ultimátum imposible.

—¿Planeaste esto desde el principio?

—La parte más difícil fue conseguir que Guion me dejara entrar a su fuerte—Laurent lo dijo sin parar,
el borde privado de voz un poco más privado de lo usual.

—En el palacio me tenías golpeado, drogado, azotado. ¿Y me pides que renuncie a Delpha?¿Por qué
no me dices mejor por qué no debería simplemente entregarte a tu tío, como intercambio por su ayuda
contra Kastor?

—Porque yo sabía quién eras—dijo Laurent,—Y cuando mataste a Touars y humillaste a la facción de
mi tío, envié las noticias de ello haciendo eco en cada rincón de mi país. Así que si alguna vez te arras-
trabas de vuelta a tu trono no habría posibilidad de una alianza entre tú y mi tío. ¿Quieres jugar este
juego en mi contra? Voy a hacerte pedazos.

—¿Hacerme pedazos?—dijo deliberadamente Damen .—Si me opongo a ti, el trozo restante de tierra
que mantienes tendría un enemigo diferente en cada lado, y tus esfuerzos se dividirían en tres direc-
ciones.

—Créeme—dijo Laurent—cuando te dijo que tendrías mi completa atención.

Damen dejo que sus ojos recorrieran lentamente a Laurent, donde él se encontraba.

—Estás solo. No tienes aliados. No tienes amigos. Has probado que todo lo que tu tío dijo acerca de ti
es cierto. Hiciste tratos con Akielos. Incluso te acostaste con un Akielano y ahora todos lo saben. Estás
aferrado a la independencia con una sola fortaleza y los jirones de una reputación. —Le dio su peso a
cada palabra. —Así que déjame decirte los términos de esta alianza. Me darás todo en esta lista, y de
regreso te ayudare contra tu tío. Delpha se queda con Akielos. No pretendamos que tienes algo aquí
que valga una oferta.

Hubo un silencio después de que habló. Él y Laurent se encontraban a tres pasos el uno del otro.

—Hay otra cosa que tengo—dijo Laurent—que tú quieres.

Los ojos azules indiferentes de Laurent estaban sobre él, su pose relajada donde se encontraba, con
toda la luz filtrada de la tienda en sus pestañas. Damen sintió esas palabras trabajando sobre él, su
cuerpo reaccionado casi contra su voluntad.
—Guion—dijo Laurent—ha acordado declarar por escrito los detalles del acuerdo que rompió entre
Kastor y mi tío durante su tiempo como Embajador.

Damen se sonrojó. Eso no era lo que esperaba que dijera Laurent, y Laurent lo sabía. Por un momento,
lo que no estaba dicho colgó densamente entre ellos.

—Por favor—dijo Laurent,—insúltame más. Cuéntame acerca de mi destrozada reputación. Dime las
maneras en las que estar inclinado ante ti ha dañado mi posición. Como si ser cogido contra el colchón
por el Rey de Akielos podría ser otra cosa más que humillante. Estoy muriendo por oírlo.

—Laurent…
—¿Pensaste…—.dijo Laurent, —que vendría aquí sin los medios para imponer mis términos? Tengo la
única prueba de la traición de Kastor que se extiende más allá de tu palabra.

—Mi palabra es suficiente para los hombres que importan.

—¿Lo es? Entonces por todos los medios, rechaza mi oferta. Ejecutaré a Guion por traición y sostendré
la carta sobre la vela más cercana.

Las manos de Damen se convirtieron en puños. Se sintió fundamentalmente aventajado—igualado


como si pudiera ver que Laurent estaba negociando solo, con muy poco, por su vida política. Laurent
tenía que estar desesperado para proponer pelear junto a Akielos; junto a Damianos de Akielos.

—¿Vamos a jugar a otra clase de engaño?—,dijo Damen—¿Pretender que esto nunca paso?

—Si estás preocupado eso, no será mencionado entre nosotros, no temas. Cada hombre en mi cam-
pamento sabe que me serviste en la cama.

—¿Y así es como será entre nosotros?—dijo Damen.—¿Mercenario?¿Frio?

—¿Cómo pensaste que sería?—dijo Laurent.—¿Qué me llevarías a tu cama para una consumación
pública?

Eso dolió.

—No haré esto sin Nikandros, y el no renunciará a Delpha.

—Lo hará cuando le des Ios.

Eso fue demasiado formidable. Él no había pensado tan lejos como la derrota de Kastor, o quién sería
kyros en Ios, el puesto tradicional del consejero más cercano del Rey. Nikandros era el candidato ideal.

—Veo que has pensado en todo—,dijo Damen, amargamente—No tenía que ser…podrías haber veni-
do a mí, y pedido mi ayuda, yo habría…

—¿Matado al resto de mi familia?

Laurent lo dijo estando en una posición recta ante la mesa, con su mirada inquebrantable. Densamente,
Damen recordó correr su espada a través del hombre que había creído era el Regente; como si matar
al Regente sería su expiación. No lo sería.

Pensó en todo lo que Laurent había hecho aquí, cada pieza de ventaja impersonal, para controlar esta
reunión, para garantizar la jugada en sus términos.

—Felicitaciones —.dijo Damen—Has forzado mi mano. Tienes lo que quieres. Delpha, en intercambio
por tu ayuda en el sur. Nada dado libremente, nada hecho de sentimiento, todo coaccionado, con una
planificación sin derramamiento de sangre.

—¿Entonces tengo tu acuerdo? Dilo.

—Tienes mi acuerdo.

—Bien—dijo Laurent. Dio un paso hacia atrás. Luego, como si un pillar de control hubiera colapsado
finalmente, Laurent rindió todo su peso a la mesa detrás de él, su cara drenada de todo color. Estaba
tembloroso, la línea de su cabello pinchando con el sudor de la herida. Él dijo:

—Ahora lárgate.

El heraldo le estaba hablando a él.

Damen lo oyó como si viniera desde muy lejos y comprendió, con lujo de detalle, que había una pe-
queña partida de sus propios hombres aquí para ir con él de vuelta a su campamento militar. Le habló
palabras al heraldo, o pensó que lo hizo, porque el heraldo se fue y lo dejó para montar su caballo.

Puso su mano en el lomo del caballo antes de montar,y por un momento cerró sus ojos. Laurent había
sabido quien era él, y aun así hizo que le hiciera el amor. Se preguntó qué mezcla de deseo e ilusión le
había permitido a Laurent hacer eso.

Estaba maltratado por lo que había sucedido, magullado y dolorido, todo su cuerpo temblaba. No había
sentido los golpes dados contra él en batalla hasta ahora, cuando vinieron todos juntos. El inestable
cansancio físico de la lucha estaba sobre él; no podía moverse; no podía pensar.

Si él lo hubiera imaginado, sería como un solo evento catastrófico, uno desenmascarado que sin impor-
tar lo que hubiera seguido, habría terminado.
La violencia habría sido ambas, un castigo y una liberación. Nunca había imaginado que eso en su
lugar continuaría y continuaría; que la verdad había sido conocida; que había sido dolorosamente ab-
sorbida; que habría está aplastando presión que no dejaría su pecho.

Laurent había contenido la sofocante emoción en sus ojos, y soportaría una alianza con el asesino de
su hermano, por el que no sentiría nada más que aversión. Si él podía hacerlo, Damen podía hacerlo.
Él podía hacer negociaciones impersonales, hablar en el formal lenguaje de reyes.

El dolor de la perdida no tenía sentido, porque Laurent nunca había sido suyo. Había sabido eso. La
delicada cosa que había crecido entre ellos nunca había tenido derecho a existir. Siempre había tenido
una fecha final, en el momento que Damen reasumiera su cargo.

Ahora, tenía que regresar con estos hombres a su propio campamento. El camino de regreso fue breve,
menos de una milla separaba sus ejércitos. Él lo hizo, con su deber firme en su mente. Pero eso dolió,
era lo correcto; era simplemente la realeza.

Todavía había una cosa que él tenía que hacer.


Cuando finalmente desmontó, una ciudad Akielana de carpas se había alzado para imitar a la Veretia-
na, bajo sus órdenes. Se deslizó de la silla de montar y le pasó sus riendas a un soldado. Estaba muy
cansado en ese momento ahora de una manera puramente física que sentía que le tomaba un esfuerzo
el concentrarse. Tuvo que poner a un lado el temblor de en sus músculos, en sus brazos y piernas.

Al este del campamento estaba su propia tienda, la cual le ofrecía sábanas, un camastro, un lugar para
cerrar sus ojos, y descansar. No entró. Llamó a Nikandros a la tienda de comando, localizada en el
centro del campamento del ejército.

Ya era de noche, y la entrada de la tienda estaba iluminada por antorchas en los poster que llameaban
en naranja en lo alto. Dentro, seis braseros creaban sombras danzarinas sobre la mesa, la sillaestaba
posicionada frente a la entrada, era un trono de audiencia.

Incluso haciendo el campamento tan cerca de una tropa Veretiana tenía a los hombres sobre el borde.
Ellos tenían patrullas superfluas y galopantes hombres a caballo con cada nervio en alerta. Si un vere-
tiano lanzaba una piedrita, el ejército entero se lanzaría a la acción.
Ellos todavía no sabían por qué estaban acampando aquí; simplemente habían obedecido sus órdenes.

Nikandros sería el primero en escuchar las noticias.

Recordó el orgullo de Nikandros el día que Theomedes le había dado Delpha. Eso había significado
más que una concesión de tierras, o piedra y mortero. Eso había sido la prueba para NiKandros de
que había honrado la memoria de su padre. Ahora Damen iba a quitárselo, en una pieza de habilidad
política a sangre fría.

Esperó, sin apartarse de lo que significaba, ahora, ser un rey. Si podía renunciar a Laurent, podría hacer
esto.

Nikandros entróa la tienda.

No era agradable, ni la oferta o el precio. Nikandros no pudo esconder por completo el dolor mientras
buscaba el entendimiento que no conseguía encontrar. Damen le devolvió la mirada, inflexible y deter-
minado.

Ellos habían jugado juntos cuando eran niños, pero ahora Nikandros se enfrentaba a su rey.

— ¿Se le entregará mi hogar al príncipe de Vere, y él será tu principal aliado en esta guerra?

—Sí

— ¿Y ya lo has decidido?

—Lo hice.

Damen recordó la esperanza de regresar a casa en dónde todo entre ellos sería como en los viejos
tiempos. Como si la amistad de ese tipo pudiera sobrevivir a la realeza.

—Él está jugando para ponernos en contra—dijo Nikandros.—Esto está calculado. Está tratando de
debilitarte.

—Lo sé. Así es él. — dijo Damen.

—Entonces…—Nikandros se detuvo, y se alejó con frustración.—Él te retuvo como esclavo. Nos aban-
donó en Charcy.
—Había una razón para eso.

—Pero no estoy para saberla.

La lista de suministros y hombres que Laurent les había ofrecido se extendía sobre la mesa. Había sido
más de lo que Damen habría esperado, pero también era limitada. Era aproximadamente la misma can-
tidad que la contribución de Nikandros, igual a la adición de otra kyros, probablemente, para su bando.

No valía Delpha. Él podía ver que Nikandros lo sabía, como Damen lo sabía.

—Haría esto más fácil—dijo Damen,—Si pudiera.

Hubo silencio, mientras Nikandros procesaba sus palabras.

—A quién perderé? –dijo Damen.

—Makedon—dijo Nikandros. — Straton. Tal vez a los abanderados del norte. En Akielos, encontrarás
a tus aliados menos útiles, a los plebeyos no muy cálidos, incluso hostiles. Habrá problemas con la
cohesión de las tropas sobre la marcha, y más problemas en batalla.

—Dime que más— dijo Damen.

—Los hombres hablarán—, dijo Nikandros. Estaba presionando las palabras con disgusto, él no quería
decirlas.—Acerca…

—No. —dijo Damen.

Y luego, como Nikandros no pudiera detener las palabras que vinieron después;

—Si al menos te quitaras el brazalete…

—No. Se queda—Se negó a apartar la mirada

Nikandros se giró y puso las palmas de sus manos sobre la mesa, apoyando su peso ahí. Damen podía
observar la resistencia sobre los hombros de Nikandros, acumulándose a través de su espalda, sus
palmas aún sobre la mesa.

— ¿Y que hay sobre ti? ¿Te perderé?

Eso fue todo lo que se permitió decir. Lo dijo en una voz bastante firme, y se obligó esperar, y no decir
nada más.

Como si las palabras estuvieran viniendo desde las profundidades de él, contra su voluntad, Nikandros
dijo:

—Quiero Ios.

Damen dejó salir una respiración. Laurent, se dio cuenta de repente, no estaba jugando a enfrentarlos
el uno contra el otro. Él estaba jugando con Nikandros. Había una peligrosa experiencia en todo esto;
en saber cuán lejos seria presionada la lealtad de Nikandros, y qué podría evitar que se rompiese. La
presencia de Laurent en el cuarto era casi tangible.

—Escúchame, Damianos. Si alguna vez has valorado mi consejo, escucha. Él no está de tu lado. Es un
Veretiano, y traerá un ejército hacia tu país.

—Para luchar contra su tío. No contra con nosotros.


—Si alguien matara a tu familia, no descansarías hasta que ellos estuvieran muertos.

Las palabras cayeron entre ellos. Recordó los ojos de Laurent en la tienda mientras aseguraba esta
alianza a su favor.

Nikandros estaba negó con la cabeza.

—¿O realmente piensas que te ha perdonado por matar a su hermano?

—No. Me odia por eso.—Lo dijo calmadamente, sin alterarse.—Pero odia más a su tío. Nos necesita.
Y nosotros lo necesitamos a él.

— ¿Lo necesitas tanto que me despojarías de mi hogar, sólo porque él te lo pidió?

—Si— dijo Damen.

Observó a Nikandros batallar con eso.


—Estoy haciendo esto por Akielos.—dijo Damen.

—Si te equivocas no habrá ningún Akielos.

Habló con algunos soldados en el camino de regreso a su tienda, una o dos palabras aquí y allá mien-
tras se movía a través del campamento, era un hábito desde su primer mando a los diecisiete. Los
hombres prestaron atención mientras él pasaba, y solo decían “Eminencia”, si él hablaba. No era como
sentarse alrededor de una fogata bebiendo vino, intercambiando relatos inapropiados y especulaciones
vulgares.

Jord y los otros Veretianos de Ravenel habían sido enviados de vuelta a Laurent para reincorporarse a
su ejército en las extravagantes tiendas de Fortaine. Damen no los había visto partir.

Era una cálida noche, sin necesidad de fuego más que para cocinar y para iluminar. El conocía su
camino porque las rigurosas líneas del campamento akielense, eran fáciles de seguir incluso a la luz
de las antorchas. Las habituadas, disciplinadas tropas habían hecho un rápido y eficiente trabajo, las
armas estaban limpias y almacenadas, los fuegos estaban encendidos, las gruesas estacas estaban
amartilladas en el suelo.

Su tienda estaba hacha de sencillo lienzo blanco. No había mucho que la distinguiera de las otras más
que su tamaño y los dos guardias armados parados en la entrada. Se acercaron para informar, sonro-
jados por la honra de su deber; se notaba más en el guardia más joven, Pallas, que en el mayor Aktis,
pero fue evidente en la postura de ambos.

Damen se aseguró de dar una breve muestra de aprobación al pasar, como era apropiado.

Alzó la solapa de la tienda, dejando que se cerrara detrás del él.

En el interior la tienda era un abierto espacio austero, iluminado con velas de grasa sobre picos. La
privacidad era como una bendición. Él no tenía que sostenerse a sí mismo, podía dejar que el peso del
cansancio lo llevase a descansar. Su cuerpo dolía por eso. Solo quería arrancar su armadura por sí
mismo y cerrar sus ojos.

Solo, él no tenía que ser un rey. Se detuvo y se volvió frio, un horrible sentimiento paso sobre él, una
inestabilidad que era como la náusea.
No estaba solo.

Ella estaba desnuda, en la base del escueto camastro, sus pechos llenos colgaban hacia abajo, con
su frente hacia el piso. No tuvo un entrenamiento en el palacio, y por lo tanto no podía disimular el
hecho de que estaba nerviosa. Su pálido cabello estaba recogido de su cara en un frágil agarre, una
costumbre del norte. Tal vez tenia diecinueve o veinte, su cuerpo amansado y listo para él. Ella había
preparado un baño en una tina de madera sin adornar, así que sí le complacía podría hacer uso de eso;
o de ella.
Había sabido que había esclavos en el ejército de Nikandros, siguiéndolos detrás con las carretas y los
suministros. Había sabido que cuando regresara a Akielos habría esclavos.

—Levántate—se escuchó decir a sí mismo, torpemente, una orden equivocada para un esclavo.

Hubo un tiempo cuando el habría esperado esto, y sabría cómo comportarse en esa situación. Habría
apreciado el encanto de sus rústicas habilidades del norte, y se acostaría con ella, si no esta noche
sin duda en la mañana. Nikandros lo conocía, y ella era su tipo. Era la mejor de Nikandros, eso era
evidente; una esclava de su séquito personal, quizás incluso su favorita, porque Damen era su invitado
y su Rey.
Ella se levantó. Él no habló. Tenía un collar alrededor de su cuello, y esposas de metal alrededor su sus
pequeñas muñecas que eran como las que él…

—Eminencia—dijo ella, en voz baja.—¿Qué está mal?

Dejó salir una extraña, respiración inestable. Se dio cuenta de que respiración había estado inestable
desde hace algún tiempo, de que su cuerpo era inestable. El silencio había sido alargado entre ellos
por demasiado tiempo.

—No quiero esclavos—dijo Damen.—Dile al Guardián. Que no envíen a nadie más. Por el resto de la
campaña seré vestido por un asistente, o un escudero.

—Sí, Eminencia—dijo ella, obediente y ocultando su confusión, o intentándolo, rumbo hacia la entrada
de la tienda, sus mejillas estaban rojas.

—Espera—.No podía enviarla desnuda a través del campamento.—Toma—desprendió su capa, y la


giró alrededor de sus hombros. Sintió la equivocación en eso, empujando contra todo el protocolo. —El
guardia te escoltará de regreso.

—Sí, Eminencia—, dijo ella, porque no podía decir más nada, y lo dejó afortunadamente solo.
Capítulo 5
Traducido por Ella R
Corregido por Reshi

El primer impacto de la alianza recayó sobre Nikandros, quien luego estuvo a cargo de anunciarlo al
resto de los hombres; era una tarea menos personal, pero más difícil, ya que se hacía a mayor escala.

Los heraldos habían estado avanzando y retrocediendo a galope entre sus campamentos desde antes
del amanecer. Las preparaciones para este anuncio se habían desarrollado antes que el campamento
se tiñera de una luz grisácea. Encuentros como aquel podían tardar meses en organizarse. Si no cono-
cías a Laurent, la velocidad con la que todo ocurrió resultaba vertiginosa.

Damen convocó a Makedon en el pabellón del comandante y ordenó a su ejército que se formara ante
él. Se sentó en el trono de la audiencia, a su lado un solo asiento de roble vacio y parado detrás de él
se encontraba Nikandros. Observó cómo el ejército se posicionaba en su lugar; mil quinientos hombres
disciplinados. El panorama de Damen abarcó de un barrido todo el campo; su ejército formado en dos
bloques ante él, con un pasaje claro a través de su centro que llevaba directamente a la base de su
trono abajo del pabellón.

Había sido la elección de Damen no comunicarle la noticia a Makedon de manera independiente; prefi-
rió reunirlo allí para la ceremonia, ajeno a lo que iba a suceder a continuación, al igual que los soldados.
Era un riesgo, y cada aspecto de ello debía ser cuidadosamente manejado. Makedon poseía el mayor
ejército provincial del norte, y aunque técnicamente estaba bajo el comando de Nikandros, era un im-
portante poder en sí mismo. Si se marchaba con sus hombres, mataría las oportunidades de Damen
en una campaña.

Damen sintió a Makedon reaccionar cuando el heraldo de Vere entró cabalgando al campamento.
Makedon era peligrosamente volátil. Había desobedecido a reyes anteriormente. Había roto tratados
de paz semanas antes, lanzando un contraataque personal hacia Vere.

—Su Alteza, Laurent, Príncipe de Vere y Acquitart —anunció el heraldo y Damen notó cómo los hom-
bres de la tienda a su alrededor reaccionaban. Nikandros mantuvo su apariencia exterior invariable,
incluso cuando Damen comenzó a sentir la tensión en él. El propio latido de Damen se aceleró, aunque
mantuvo su expresión impersonal.

Cuando un príncipe se encontraba con otro había protocolos que seguir. No se recibían el uno al otro
en una diáfana tienda, ni eran arrojados al suelo de la cámara de visitas de un palacio, encadenados.

La última vez que la realeza de Akielos y de Vere se había encontrado solemnemente, había sido seis
años atrás, en Marlas, cuando el Regente se había rendido ante el padre de Damen, el Rey Theome-
des. Por respeto a las personas de Vere, Damen no había estado presente en aquella ocasión, pero
recordaba la satisfacción de saber que la realeza Veretiana se había arrodillado ante su padre. Le había
gustado aquello. Probablemente le había gustado tanto, pensó, como a sus hombres les disgustaba lo
que estaba sucediendo en ese momento, y por las mismas razones.

Los banderines de Vere se hicieron visibles, flameando sobre el campo; seis al frente y treinta y seis
dispuestos a lo largo, con Laurent cabalgando a la cabeza.

Damen esperó tensamente sentado en el trono de roble; sus brazos y piernas desnudos al estilo de
Akielos, su ejército extendiéndose ante él en inmaculadas e inamovibles líneas.

Aquella no se parecía a las eufóricas entradas que Laurent acostumbraba a hacer en pueblos y ciuda-
des de Vere. Nadie lo aclamaba ni vitoreaba, ni arrojaban flores a sus pies. El campamento estaba en
silencio. Los soldados Akielanos lo observaron cabalgar desde el centro de sus líneas hacia el pabellón;
marcados por la luz del sol, sus propias armaduras, afiladas espadas y puntas de lanza destellaban,
pulidas después de haber sido recientemente usadas para matar.

Pero la pura e insolente gracia era la misma; su brillante cabeza al descubierto. No estaba vistiendo una
armadura o ningún símbolo que denotara su rango, salvo por el aro dorado en su frente, pero cuando
se bajó del caballo y le lanzó las riendas a un sirviente, ningún par de ojos miró hacia otro lado.

Damen se levantó.

Toda la tienda reaccionó, los hombres parados moviéndose y bajando sus miradas ante el Rey. Laurent
comenzó a pasearse por la tienda, espléndidamente; parecía sublimemente inconsciente de la reacción
que su presencia estaba causando. Atravesó el camino que se había abierto para él, como si el cami-
nar tranquilamente por un campamento de Akielos fuera simplemente lo correcto de hacer. Incapaces
de detenerlo, los mismos hombres de Damen observaron cómo un hombre que podía llegar a ser su
enemigo se pavoneaba por su casa.

—Mi hermano de Akielos —dijo Laurent.

Damen se encontró con su mirada sin vacilar. Todo el mundo sabía que en el lenguaje Akielano, los
príncipes de naciones extranjeras se dirigían entre ellos fraternalmente.

—Nuestro hermano de Vere —dijo Damen.

No era del todo consciente del sequito de Laurent; habían asistido sirvientes uniformados, hombres no
identificados que aguardaban afuera y varios cortesanos de Fortaine. Reconoció al Capitán de Laurent,
Enguerran. También reconoció a Guion, el Consejero más leal que poseía el Regente, quien, en algún
momento en los últimos tres días, se había cambiado de bando.

Damen levantó su mano, extendiendo la palma hacia arriba, los dedos estirados. Laurent levantó su
propia mano con calma, dejándola descansar encima de la de Damen. Sus dedos se encontraron.

Podía sentir cómo la mirada de cada Akeliano en la tienda recaía sobre él. Procedieron lentamente.
Los dedos de Laurent descansaron unos segundos más sobre los suyos. Sintió el momento cuando los
hombres a su alrededor se dieron cuenta de lo que iba a suceder a continuación.

Una vez en el estrado se sentaron mirando hacia afuera, los asientos de roble iguales se habían con-
vertido en tronos.

La sorpresa viajó como una oleada entre los hombres y mujeres de la tienda y se expandió afuera,
sobre las líneas de soldados que permanecían en formación. Todo el mundo podía ver dónde Laurent
y Damen se habían sentado; lado a lado.

Él sabía lo que aquello significaba. Aquel era el estatus de un compañero; anunciaba igualdad.

—Los hemos reunido aquí el día de hoy para presenciar nuestro acuerdo —comenzó a decir Damen
en una potente voz que se escuchaba por encima del ruido—. Hoy marcamos la alianza de nuestras
naciones en contra de aquellos pretendientes y usurpadores que pretenden acometer contra nuestros
tronos.

Laurent a su lado se acomodó como si aquel lugar estuviera hecho para él, adoptando la postura que
típicamente le favorecía: una pierna estirada frente a él y una muñeca de delicados huesos balanceán-
dose en el brazo del trono.

Explosiones de indignación, furiosas exclamaciones y manos que volaban a las empuñaduras de las
espadas le siguieron. Laurent no parecía particularmente preocupado por aquello, o por nada.

—En Vere es costumbre otorgar un regalo a un privilegiad compañero —dijo Laurent en Akielano—. Por
lo tanto, Vere ofrece este regalo a Akielos, como un símbolo de nuestra alianza, ahora y en todos los
días por venir. —Levantó un dedo. Enseguida acudió a él un sirviente Veretiano con un almohadón que
descansaba cual bandeja de plata en sus extendidos antebrazos.

Damen sintió como la tienda se desvanecía frente a sus ojos.

Olvidó a los hombres y mujeres que presenciaban el acto. Olvidó la necesidad de mantener a su ejérci-
to y a sus generales lejos de cualquier tipo de revuelta. Únicamente tuvo ojos para lo que descansaba
en aquel almohadón que el sirviente sostenía ante la tarima.

Enrollado y personal, el regalo de Laurent era un látigo Veretiano hecho en oro.

Damen lo reconoció. Tenía un mango tallado en oro con un rubí o granate incrustado peculiarmente
en su base, sostenido en la mandíbula de un gran gato. Recordó la varilla del que la manipulaba y su
mismo motivo tallado, con la larga cadena afiligranada1 que se había adherido al collar alrededor de su
cuello. El gran gato se asemejaba al símbolo del león de su propia casa. Recordó la mano de Laurent
dándole un pequeño tironcito a la vara, algo más que enfurecido.

También recordó tener sus piernas separadas, sus manos amarradas, la espesa madera del poste con-
tra su pecho, el látigo a punto de caer sobre su espalda. Recordó a Laurent acomodándose en la pared
opuesta, posicionándose para mirar hasta la más mínima expresión en el rostro de Damen. Su mirada
fue hacia Laurent. Él sabía que se había ruborizado, podía sentir el calor en sus mejillas. Frente a sus
generales reunidos allí no podía decir “¿Qué has hecho?”

En las afueras de la tienda, algo había comenzado a suceder.

Asistentes Veretianos estaban colocando una serie de diez postes utilizados para azotar a intervalos
iguales fuera del pabellón. Diez hombres estaban siendo empujados como sacos de granos de sus
caballos a manos de hombres de Vere, desnudados y luego amarrados.

Dentro de la tienda, hombres y mujeres de Akielos se miraban los unos a los otros inquisitivamente,
otros doblaban sus cuellos para lograr ver un atisbo de lo que estaba sucediendo.

En frente del ejército reunido, los diez cautivos estaban siendo empujados hacia los postes, tropezando
un poco debido al precario equilibrio y a las manos atadas en su espalda.

—Estos son los hombres que atacaron el pueblo Akeliano de Tarasis —dijo Laurent—. Son mercena-
rios de clanes, pagados por mi tío, que mataron a su gente en un intento por quebrantar la paz entre
nuestras naciones.

Tenía toda la atención de la tienda ahora. Los ojos de cada Akielano estaban en él, desde los soldados
hasta los oficiales, incluso los generales. En particular Makedon y sus soldados, que habían visto la
destrucción en Tarasis personalmente.
1 afiligranado/a: Hecho con hilos de oro o plata que, entrelazados, forman un dibujo parecido a un encaje.
—El látigo y los hombres son el regalo de Vere para con Akielos —dijo Laurent, y luego volvió sus ojos
azules hacia Damen—. Los primeros cincuenta azotes son mi regalo para ti.

No podría haberlo detenido por más que quisiera. La atmosfera en el pabellón estaba densamente
cargada de satisfacción y aprobación. Sus hombres deseaban aquello, lo apreciaban y apreciaban a
Laurent por ello; el joven dorado que podía ordenar que se despedazaran hombres y presenciarlo sin
flaquear.

Los hombres Veretianos estaban clavando los postes a la tierra y luego sacudiéndolos para probar que
podían mantener peso.

Una parte de la mente de Damen reconoció cómo aquel regalo había sido perfectamente juzgado y el
exquisito virtuosismo de él: Laurent le estaba dando un golpe de revés con una mano, y con la otra,
acariciaba a sus generales, al igual que uno acaricia a un perro debajo de la mandíbula.

Damen se escuchó a si mismo decir—: Vere es generoso.

—Después de todo —Laurent mantuvo su mirada en él—, me acuerdo de lo que a ti te gusta. —Los
hombres desnudos estaban amarrados a los postes.

Los hombres de Vere encargados de llevar a cabo el azote se pusieron en posición, cada uno de ellos
frente a un prisionero, sosteniendo un látigo. El llamado para comenzar con aquello resonó. Damen
sintió como su pulso se aceleraba, a medida que se daba cuenta que iba a presenciar cómo Laurent
mandaba a despellejar vivos a aquellos diez hombres frente a él.

—Además —continuó Laurent; su tono de voz elevándose—, la recompensa de Fortaine es tuya. Los
médicos de allí atenderán a tus heridos. Los almacenes alimentarán a tus hombres. La victoria de Akie-
los en Charcy fue ganada a duras penas. Todo lo que Vere haya ganado mientras tu ejército peleaba en
batalla es de ustedes, y bien merecido. No tomaré beneficio de cualquier dificultad que recaiga ante el
legítimo Rey de Akielos o su gente.

“Perderás a Straton. Perderás a Makedon” le había dicho Nikandros, pero él no contaba con el hecho
de que Laurent llegaría y comenzaría, peligrosamente, a controlar todo.

Tomó un largo tiempo. Cincuenta azotes, ejecutados con la fuerza de los hombros y brazos de los
hombres de Vere hacia la desprotegida espalda de los prisioneros, constituían una extenuante tarea.
Damen se obligó a mirar aquel espectáculo por completo. No miró a Laurent. Éste, Damen sabía per-
sonalmente, podía mantener aquella mirada azul infinitamente, mientras miraba cómo se despellejaba
a un hombre. Recordó con exacto detalle cómo se sentía ser azotado mientras los ojos de Laurent
estaban sobre él.

Ensangrentados y destruidos, los hombres, que ya no eran hombres, fueron alejados de los postes.
Aquello tomó tiempo también, porque se necesitó de más de un hombre para levantar a cada prisione-
ro, y nadie sabía con certeza quien estaba inconsciente y quien muerto.

Damen entonces dijo—: Nosotros tenemos un regalo personal también.

Los ojos de los que todavía permanecían en la tienda volaron hacia él. El regalo de Laurent se había
anticipado a cualquier posible revuelta, pero todavía existía la grieta entre Akielos y Vere.

Ayer por la noche, en la oscuridad de su tienda, había extraído el regalo de su envoltorio y lo había
observado, sintiendo el peso en sus manos. Una o dos veces anteriormente se había imaginado aquel
momento. En sus pensamientos más privados, se había imaginado que sucedería con ellos dos a
solas. No se había imaginado que sucedería así, lo privado hecho público y doloroso. No poseía la
habilidad de lastimar a quienes más le importaban, a diferencia de Laurent.
Era su turno de consolidar la alianza entre sus naciones. Y solo existía una manera de hacerlo.

—Cada hombre aquí sabe que nos has mantenido como esclavos —dijo Damen, en voz tan alta que
podía ser oído por todos aquellos reunidos en el pabellón—. Utilizamos tus brazaletes en nuestras mu-
ñecas, pero hoy, el Príncipe de Vere se probará como nuestro igual.

Hizo un gesto y uno de sus escuderos avanzó hacia donde se encontraban. Seguía envuelto en telas.
Sintió la tensión repentina de Laurent, aunque no demostrara ningún cambio en su exterior.

—Pediste esto una vez —dijo Damen.

El escudero hizo a un lado la tela para revelar un brazalete de oro. Sintió la tensión de Laurent. Aquel
brazalete era, evidentemente, el compañero del que llevaba Damen, alterado la noche anterior por un
herrero para que se ajustara a la fina muñeca de Laurent.

—Úsala para mí —dijo Damen.

Por un momento pensó que Laurent no lo haría. Pero en público, no tenía derecho a negarse.

Laurent extendió su mano. Luego aguardó con la palma extendida y su mirada elevándose buscando
la de Damen.

—Pónmela —dijo Laurent.

Cada par de ojos en la tienda estaba sobre él. Damen tomó la muñeca de Laurent en sus manos; ten-
dría que desanudar la manga y enrollarla sobre su brazo.
Podía sentir las miradas devoradoras de los Akielanos presentes en la tienda, hambrientos por aquello
al igual que lo habían estado por los latigazos. Los rumores de la esclavitud de Damen en Vere se ha-
bían esparcido como fuego por el campamento. Ver que el Príncipe de Vere usaba el dorado brazalete
del esclavo de cama del palacio era impactante, íntimo, un símbolo de la apropiación de Damen.

Damen sintió el duro borde curveado del brazalete cuando lo levantó. Los ojos azules de Laurent per-
manecieron fríos, pero bajo el pulgar de Damen, su pulso se había disparado.

—Mi trono por el tuyo —dijo Damen. Empujó hacia atrás la ropa de su muñeca, dejando expuesta, a
todos los presentes en la tienda, más piel de la que Laurent alguna vez había revelado en público. —.
Ayúdame a recuperar mi reino, y te veré como el Rey de Vere. —Damen ajustó el brazalete en la mu-
ñeca izquierda de Laurent.

—Estoy más que contento en llevar un regalo que me recuerde a ti —dijo Laurent. El brazalete se
acomodó en su lugar. Él no retiró su muñeca, sino que la dejo inclinada en el brazo del trono, todavía
arremangado, exponiéndola a todo el que quisiera ver.

Cuernos resonaron a lo largo de las filas y bebidas fueron servidas. Todo lo que tenía que suceder luego
era para que Damen sobrellevara el resto de la ceremonia y, a su fin, firmara su trato.

Se ejecutó una serie de luchas demostrativas, marcando la ocasión con una coreografía disciplinada.
Laurent observaba con atención cortés que enmascaraba posiblemente una atención real hacia las
técnicas de lucha Akeliana, como si las estuviera analizando.

Damen podía notar como Makedon los observaba con un rostro impasible. Al otro lado de donde Make-
don se encontraba, Vannes estaba tomando algunas bebidas. Vannes había sido la Embajadora del
Regente en la corte femenina de la Emperatriz Vaska, de quien se decía que dejaba que sus leopardos
destrozaran a los hombres como deporte público.
Pensó en los prudentes tratos con los clanes de Vask que Laurent había diseñado durante el tiempo
que había durado su cabalgata hacia el sur.

—¿Me dirás que ganó Vannes al aliarse contigo? —le preguntó.

—No es ningún secreto. Ella será el primer miembro de mi Consejo —respondió Laurent.
—¿Y Guion?

—Amenacé a sus hijos. Se lo tomó muy enserio. Ya había matado a uno de ellos.

Makedon se estaba aproximando a los tronos.

Había un aire de expectación a medida de Makedon se acercaba; los hombres en la tienda desplazán-
dose para ver qué haría. El odio de Makedon hacia los Veretianos era de conocimiento público. Incluso
cuando Laurent había impedido que se gestara una rebelión, Makedon no aceptaría el liderazgo de un
príncipe de Vere. Makedon hizo una reverencia a Damen y luego se enderezó, mostrando ningún signo
de respeto hacia Laurent. Miró brevemente a las luchas coreografiadas antes de que sus ojos recorrie-
ran lenta y arrogantemente a Laurent.

—Si esta es realmente una alianza entre partes iguales —comenzó Makedon—, es una lástima que no
podamos deleitarnos con una demostración de lucha Veretiana.

Estas presenciando una en estos momentos y ni siquiera lo sabes, pensó Damen. Laurent mantuvo su
atención en Makedon.

—O una competencia —continuó—. Vere contra Akielos.

—¿Está proponiendo desafiar a Lady Vannes a un duelo? —dijo Laurent.

Los ojos azules se encontraron con los marrones. Laurent estaba relajado en el trono, y Damen era
demasiado consciente de lo que Makedon había visto: un joven de edad menor que la mitad de la suya,
un principito que evadía batallas, un cortesano con una vaga elegancia interior.

—Nuestro Rey posee una reputación en el campo —dijo Makedon; sus ojos recorriendo a Laurent len-
tamente. —. ¿Por qué no una lucha demostrativa entre ustedes dos?

—Pero somos como hermanos. —Laurent sonrió. Damen sintió como la yema de los dedos de Laurent
rozaba las suyas; sus dedos se entrelazaron. Sabía por experiencia cuándo Laurent reprimía todo en
un solo gesto.

Los heraldos trajeron el documento, tinta sobre papel, escrito en dos lenguas, uno al lado del otro así
ninguno se encimaba sobre el otro. Estaba escrito en palabras simples. No contenía infinidad de cláu-
sulas y subcláusulas. Era una breve declaración: Vere y Akielos se unían en contra de sus usurpadores
y se aliaban en amistad por una causa común.

Firmó el documento; Laurent hizo lo mismo. Damianos V y Laurent R, con una gran y complicada L.

—Por nuestra maravillosa unión —dijo Laurent.

Ya estaba hecho. Laurent se estaba levantando y los Veretianos estaban partiendo; un flujo azul de
banderines cabalgando en una larga procesión que se alejaba a través del campo.

@
Los Akielanos también se estaban yendo, los oficiales y generales, los esclavos desechados, hasta
que quedó solo con Nikandros, cuyos furiosos ojos estaban sobre él con el llano conocimiento que solo
poseía un viejo amigo.

—Le otorgaste Delpha —dijo Nikandros.

—No era…

—¿Un regalo de cama?

—Has ido muy lejos —respondió Damen.

—¿Lo hice? Recuerdo a Ianestra. Y a Ianora. Y a la hija de Eunides. Y a Kyra, la joven del pueblo…

—Suficiente. No hablaré sobre esto. —Había alejado su mirada de él, fijándola en la copa que tenía
frente a él, que, después de un momento, levantó. Se llenó la boca de vino. Había sido un error.

—No necesitas hablar. Lo he visto —le dijo Nikandros.

—No me importa lo que has visto. No es lo que piensas.

—Pienso que es hermoso e imposible de obtener, sobre todo cuando en toda tu vida nunca has teni-
do un “no” como respuesta —dijo Nikandros—. Has comprometido a Akielos en esta alianza porque
el Príncipe de Vere tiene ojos azules y cabello rubio —después de una pausa agregó en una temible
voz—. ¿Cuántas veces tiene que sufrir Akielos porque tú no puedes mantener tu…

—Dije que era suficiente, Nikandros.

Damen estaba enfadado, quería destruir el vidrio bajo sus dedos. Para permitir que el dolor del vidrio
clavándose en su mano lo atravesara.

—¿Has pensado, por un momento que yo… —se detuvo—Nada es más importante para mí que Akie-
los.

—¡Él es el Príncipe de Vere! ¡A él no le importa Akielos! ¿Me estás diciendo que no influye sobre ti la
idea de tenerlo? ¡Abre tus ojos, Damianos!

Damen se levantó del trono y se dirigió hacia la gran puerta abierta del pabellón. Tenía una vista clara a
través del campo hasta el campamento Veretiano. Laurent y su séquito habían desaparecido dentro de
éste, aunque todavía podía vislumbrar las tiendas del elegante campamento y los banderines de seda
que flameaban con el viento.

—Lo deseas. Es natural. Se ve como una de las estatuas que Nereus tiene en su jardín, y además es
un príncipe de tu mismo rango. Tú le desagradas, pero supongo que el desagrado puede tener su pro-
pio encanto también —le dijo Nikandros—. Así que, acuéstate con él. Satisface tu curiosidad. Entonces,
cuando hayas visto que montar a un rubio se parece mucho a montar a cualquier otro, sigue adelante.

El silencio se extendió durante un largo momento.

Sintió la reacción de Nikandros detrás de él. Mantuvo su mirada en la copa. No tenía intención de po-
ner en palabras nada de aquello. Le dije que era un esclavo, y él pretendió creerme. Lo besé en las
almenas. Él les pidió a sus sirvientes que me llevaran a su cama. Era nuestra última noche juntos y se
entregó a mí. Supo todo el tiempo que yo era el hombre que había matado a su hermano.

Cuando se volvió, la expresión de Nikandros era atroz.

—Entonces realmente fue un regalo de cama.


—Sí, me acosté con él —dijo Damen—. Fue una noche. Él apenas se relajó. Admito que yo… lo desea-
ba. Pero él es el Príncipe de Vere y yo soy el Rey de Akielos. Esta es una alianza política. Sus iniciativas
no se dejan llevar por las emociones. Tampoco las mías.

Entonces Nikandros dijo—: ¿Crees que es un alivio escuchar que es hermoso, inteligente y frio?

Sintió cómo todo el aire abandonaba su cuerpo. Desde que Nikandros había llegado, ellos no habían
hablado acerca del verano en Ios, cuando su amigo le había dado una advertencia diferente.

—No es lo mismo.

—¿Laurent no es Jokaste?

—Yo no soy el hombre que confió en ella —respondió Damen.

—No eres Damianos entonces.

—Tienes razón —le dijo—. Damianos murió en Akielos cuando no puso atención a tus advertencias.

Recordó las palabras de Nikandros. “Kastor siempre ha creído que el trono le pertenece. Que tú se lo
usurpaste.” Y su respuesta a aquello, “Él nunca me lastimaría. Somos familia.”

—Entonces préstales atención ahora —dijo Nikandros.

—Lo haré. Sé quién es, y que eso significa que no puedo tenerlo.

—No. Escucha Damianos. Tú confías ciegamente en las personas. Ves al mundo de manera absoluta;
si crees que alguien es un enemigo, nada te disuade de levantar armas para pelear contra él. Pero
cuando se trata de tus afectos… Cuando le das a un hombre tu lealtad, no escuchas palabras en contra
suyo; irías a la tumba con su lanza clavada en tu espalda.

—¿Y tú eres muy diferente? —le preguntó Damen—Sé lo que significa que estés a mi lado. Y sé que si
me equivoco, tú lo perderás todo.

Nikandros mantuvo su mirada, después exhaló y se restregó la cara, masajeándola brevemente con
sus manos. Luego habló. —El Príncipe de Vere. —Cuando volvió a mirar a Damen, lo hizo con una
mirada de reojo bajo sus cejas levantadas y, por un momento, volvieron a ser los niños que arrojaban
lanzas desde el aserrín, las cuales caían lejos de los blancos escondidos. —¿Puedes imaginar —con-
tinuó Nikandros— lo que diría tu padre si lo supiera?

—Sí —respondió Damen—. ¿A qué joven del pueblo la llamaban Kyra?


—A todas. Damianos. No puedes confiar en él.

—Lo sé. —Terminó el vino. Afuera faltaban algunas horas para que oscureciera, y quedaba trabajo por
hacer. —Has pasado una mañana con él y ya me estas advirtiendo. Solo espera —dijo Damen—, hasta
que hayas pasado un día entero a su lado.

— ¿Te refieres a que mejora con el tiempo?

—No exactamente —contestó Damen.


Capítulo 6
Traducido por Sfreedom
Corregido por Reshi

La dificultad estaba en que no podían cabalgar en seguida.

Damen debería haberse acostumbrado a trabajar con una tropa dividida, habiendo tenido, por ahora,
una gran cantidad de práctica. Pero esto no era un pequeño grupo de mercenarios, esto eran dos
fuerzas poderosas que eran enemigas tradicionales, encabezadas por volátiles generales en ambos
bandos.

Makedon cabalgó hasta Fortaine para su primer encuentro oficial con su boca torcida. En la sala de
audiencia Damen se encontraba en espera, tensa, por la llegada de Laurent. Damen observó a Laurent
entrar con su primera asesora Vannes y su capitán Enguerran. Él estaba francamente incierto de si iba
a ser una mañana de punciones invisibles, o una serie de observaciones increíbles que dejarían a todos
con la mandíbula en el suelo.

De hecho, esto era impersonal y profesional. Laurent era exigente, centrado, y habló en su totalidad
en akielense. Vannes y Enguerran manejaban menos el lenguaje y Laurent tomó la delantera en la
discusión, usando palabras akielenses tales como Phalanx1 como si no las hubiera aprendido de Da-
men hace tan sólo dos semanas antes, y dando la calmada impresión general de fluidez. El pequeño
fruncimiento del ceño mientras recordaba el vocabulario, el “¿Cómo se dice…?” o “¿Cómo se le llama
cuando…?” habían desaparecido.

—Es una suerte para él hablar nuestro idioma tan bien—dijo Nikandros, mientras regresaban al cam-
pamento akielense.

—Nada que lo involucre tiene que ver con la suerte—dijo Damen.

Cuando se quedó solo, observó fuera de su tienda. Los extensos campos parecían tranquilos, pero
pronto los ejércitos se moverían. El contorno rojo del horizonte crecería más cerca, elevando el terreno
que contenía todo lo que él alguna vez había conocido. Rastreó con los ojos y cuando terminó, apartó
la vista. Él no miró el floreciente nuevo campamento vereciano, donde las sedas de colores eran levan-
tadas por la brisa y el sonido ocasional de risa o cantarina era llevado a través de la mullida hierba del
campo.
Estuvieron de acuerdo en que sus campamentos se mantuvieran separados. Los akielenses, al ver las
tiendas de campaña verecianas comenzando a brotar en los campos, con sus banderines y sus sedas
y sus paneles multicolores, fueron desdeñosos. Ellos no querían luchar junto a estos nuevos y sedosos
aliados. Sumado a esto, la ausencia de Laurent en Charcy había sido un desastre. Su auténtico primer
mal paso táctico, del que todavía estaban tratando de recuperarse.

Los verecianos eran desdeñosos también, de una manera diferente. Los akielenses eran bárbaros que
1 Formación militar rectangular en masa, por lo general compuesta en su totalidad de la infantería pesada y armada con lanzas, picas, sarisas, o

armas similares.
permanecían en compañía de sus bastardos y caminaban por los alrededores semidesnudos. Oyó los
fragmentos de lo que se decía a las orillas de su campamento, las llamadas obscenas, las burlas y
mofas. Cuando Pallas pasó por delante, Lazar chifló.

Y eso fue antes de los rumores más específicos, los murmullos entre los hombres, la especulación de
soslayo que tenía Nikandros sobre la cálida noche de verano, en la que dijo:

—Toma un esclavo.

—No— le había contestado Damen.

Se centró en el trabajo, y en el ejercicio físico. Durante el día se volcó en la logística y la planificación,


las bases tácticas que facilitarían una campaña. Trazó rutas. Creó líneas de suministro. Comandó ins-
trucciones.

Por la noche iba solo al campamento, y cuando no había nadie alrededor de él, sacaba su espada y
practicaba hasta que goteaba de sudor, hasta que ya no podía levantar su espada, sino sólo mantener-
se en pie, con los músculos temblando y la punta de su espada señalando al suelo.

Se iba a la cama solo. Se desnudaba y lavaba él mismo, y sólo utilizaba escuderos para llevar a cabo
aquellas tareas serviles sin intimidad.

Se dijo que esto era lo que había querido. Existió una relación de trabajo entre él y Laurent. Allí ya no
había una ―amistad― pero esta nunca hubiera sido posible. Había sabido que jamás iba a suceder
aquella fantasía estúpida de mostrarle a Laurent su país; la de Laurent apoyado en el balcón de már-
mol en Ios, girándose para saludarlo en el aire fresco con vistas al mar, con los ojos brillantes por el
esplendor de la vista.

Entonces trabajó. Había tareas que hacer. Envió una corriente de correspondencia a los kyroi de su
tierra natal para anunciar su regreso.

Pronto conocería el alcance inicial de apoyo que recibiría en su propio país, y podría empezar a elabo-
rar las rutas y los avances que le asegurarían la victoria.
Llegó a su tienda después de tres horas de práctica de armas en solitario, su cuerpo estaba húmedo de
sudor y sería limpiado por los escuderos, ya que había despedido a todos sus esclavos. En vez de eso,
se sentó a escribir cartas. Las velas parpadeaban levemente a su alrededor, pero brindaban suficiente
luz para lo que debía hacerse. Con su propio puño y letra, les escribió las misivas personales a los que
conocía. No le dijo a ninguno de ellos los detalles de lo que le había sucedido.

Cruzando los campos nocturnos, Jord, Lazar y los demás miembros de la guardia del príncipe estaban
en algún lugar en el campamento vereciano, trabajando bajo el nuevo régimen. Pensó en Jord, per-
maneciendo en la fortaleza que había sido el hogar de Aimeric. Se acordó de Jord diciendo: “¿Te has
preguntado alguna vez qué se sentiría al saber que te has abierto para el asesino de tu hermano? Creo
que se sentiría así”.

En una de aquellas horas vacías cuando sólo el silencio llenaba todo el espacio en su tienda, a solas
con la muda actividad nocturna de un ejército, se encontró con su última carta terminada.

Para Kastor, envió sólo un único mensaje: Voy en camino. Él no vislumbró al mensajero partir.

No es ingenuo confiar en tu familia.

Él lo había dicho, una vez.

@
Guion estaba en una habitación que se parecía mucho a la habitación donde Aimeric se había desan-
grado, aunque Guion tenía poco parecido físico con su hijo. No existía ningún rastro de los pulidos rizos
o de la obstinada mirada de pestañas largas. Guion era un hombre de unos cincuenta años, con un
aspecto del interior. Al ver a Damen, Guion se inclinó de la misma manera que se hubiera inclinado al
Regente: profundamente, sinceramente.

―Su Majestad ―dijo Guion.

―Y así como así, has cambiado de bandos.

Damen lo miró con desagrado. Guion no estaba, por lo que podía discernir Damen, bajo ningún tipo de
arresto. Él tenía vía libre en la fortaleza y seguía siendo, en muchos aspectos, la figura emblemática de
la fortaleza, incluso con los hombres de Laurent ahora en el poder. Cualquiera que hubiera sido la ne-
gociación que Guion se hubiera forzado hacer con Laurent, había recibido una gran cantidad a cambio
de su cooperación.

―Tengo un montón de hijos ―dijo Guion― pero el suministro no es infinito.

Si Guion quisiera correr, supuso Damen, sus opciones eran limitadas. El Regente no era un hombre
que perdonara. Guion no tuvo más remedio que recibir akielenses en sus aposentos con cordialidad.
Lo que era irritante fue la facilidad con la que parecía haberse adaptado a este cambio, el lujo de sus
habitaciones, la falta de toda consecuencia para cualquier cosa que hubiese hecho.

Pensó en los hombres que habían muerto en Charcy, y luego pensó en Laurent, rindiendo su peso en
la mesa de la tienda, su mano agarrando su hombro, su pálido rostro con la última expresión verdadera
que había mostrado.

Damen había venido aquí para averiguar todo lo que pudiera sobre los planes del Regente, pero sólo
había una pregunta ascendiendo a sus labios.

―¿Quién hirió a Laurent en Charcy? ¿Fuiste tú?

―¿No te lo dijo?

Damen no había hablado a solas con Laurent desde aquella noche en la tienda.

―Él no traiciona a sus amigos.

―No es un secreto. Lo capturaron en su camino a Charcy. Fue llevado a Fortaine, donde negoció con-
migo por su liberación. En el momento en el que él y yo llegamos a un acuerdo, había pasado algún
tiempo como prisionero en las celdas y había sufrido un pequeño accidente en el hombro. La verdadera
víctima fue Govart. El príncipe le asestó un tremendo golpe en la cabeza. Murió un día después, maldi-
ciendo a los médicos y a los niños de cama.

―¿Pusiste a Govart ―dijo Damen― en una celda con Laurent?

―Sí. ―Guion extendió las manos―. Al igual que ayudé a llevar a cabo el golpe de Estado en tu país.
Ahora, por supuesto, necesitas mi testimonio para recuperar tu trono. Así es la política. El príncipe lo
entiende. Es por eso que se ha aliado contigo. ―Guion sonrió―. Su Majestad.

Damen se obligó a sí mismo a hablar muy calmadamente, habiendo venido aquí para averiguar a través
de Guion lo que no podía averiguar con sus propios hombres.

―¿El Regente sabía quién era yo?


―Sí, lo sabía, haberte enviado a Vere fue más bien un error de cálculo por su parte, ¿no?

―Sí ―dijo Damen. No levantó la mirada de Guion. Observó las mejillas de Guion enrojecidas y man-
chadas.

―Si el Regente sabía quién eras ―dijo Guion― entonces esperaba que cuando llegaras a Vere, el
príncipe te reconociera, y fuera provocado a cometer un desacierto. O eso, o quería que el príncipe te
llevara a su cama. Y al comprender lo que había hecho, entonces se mataría. Qué suerte para ti que
no sucedió ―dijo Guion.

Miró a Guion, enfermo, repentinamente, del doble sentido, y del doble juego.

―Juraste el deber sagrado de sostener el trono en confianza de tu príncipe. En su lugar, te volteaste


contra él, por poder, por beneficio propio. ¿Qué es lo que has ganado tú?

Por primera vez vio algún genuino parpadeo en la expresión de Guion.

―Él mató a mi hijo ―dijo Guion.

―Tú mataste a tu hijo ―dijo Damen― cuando lo colocaste en el camino del Regente.

@
La experiencia de Damen con una tropa dividida significaba que ya sabía lo que debía buscar: alimen-
tos extraviados; armas destinadas a una u otra facción desviadas; elementos esenciales para las tareas
diarias en el campo desaparecidos. Se había ocupado de todo en el trayecto de Arles a Ravenel.

No se había ocupado de Makedon. La primera ronda se produjo cuando Makedon se negó a aceptar las
raciones adicionales a disposición de sus tropas en Fortaine. Los akielenses no necesitaban mimos. Si
los verecianos deseaban disfrutar de toda esta comida extra, podrían hacerlo.
Antes de que Damen pudiera abrir la boca para responder, Laurent anunció que iba a cambiar asimis-
mo las disposiciones entre sus propias tropas, por lo que no habría una disparidad. De hecho, todos,
desde soldados a capitanes hasta reyes, a través de ambas tropas recibirían la misma porción, y esa
porción sería determinada por Makedon. ¿Les informaría Makedon ahora lo que aquella porción iba a
ser?

La segunda ronda fue el enfrentamiento que estalló en el campamento akielense: un akielense con una
nariz sangrante, un vereciano con un brazo roto, y Makedon sonriendo y diciendo que no había sido
más que una competencia amistosa. Sólo un cobarde teme a la competencia.

Se lo dijo a Laurent. Laurent dijo que a partir de este momento, cualquier vereciano que le pegara a un
akielense sería ejecutado. Él confiaba en el honor de los akielenses, dijo. Sólo un cobarde golpearía a
un hombre al que no se le permite devolver el golpe.

Era como ver a un jabalí intentar tomar el infinito azul del cielo. Damen recordaba cómo se sentía ser
forzado a la voluntad de Laurent. Laurent nunca había tenido que utilizar la fuerza para hacer que los
hombres le obedecieran, al igual que él nunca había necesitado hombres de su agrado con el fin de
conseguir su camino. Laurent se salía con la suya, porque cuando los hombres trataban de resistírsele,
se daban cuenta, con la más dulce superación de tácticas, que no podían.

Y, de hecho, eran sólo los akielenses quienes murmuraban en desacuerdo.

Los hombres de Laurent se habían tragado la alianza. De hecho, la forma en que los hombres de
Laurent hablaban de su príncipe ahora no era sustancialmente diferente a la forma en la que habían
hablado de él antes: frío, frío como el hielo, excepto que ahora él era lo suficientemente frío por haberse
cogido al asesino de su hermano.

―El compromiso debe hacerse de la manera tradicional ―dijo Nikandros―. Un festín nocturno para los
vasallos, y los deportes ceremoniales, los combates exhibidos, y el okton. Nos reuniremos en Marlas.
―Nikandros colocó otra ficha en la bandeja de arena.

―Un lugar fuerte ―estaba diciendo Makedon―. La fortaleza en sí es casi impenetrable. Sus paredes
nunca han sido violadas, solo dominadas.

Ninguno estaba mirando a Laurent. No habría importado si lo hubieran hecho. Su cara no mostraba
nada.

―Marlas es una fortaleza defensiva a gran escala, no muy diferente a Fortaine ―dijo Nikandros a Lau-
rent, más tarde―. Lo suficientemente grande como para albergar tanto a nuestros hombres como a los
tuyos, con substanciales cuarteles interiores. Verás su potencial cuando lleguemos allá.

―He estado allá antes ―dijo Laurent.

―Entonces estás familiarizado con el área ―dijo Nikandros―. Eso hace que sea más fácil.

―Sí ―dijo Laurent.

Después, Damen tomó su espada y se dirigió hacia las orillas del campamento para practicar, encon-
trando el claro que prefería entre la espesura de los árboles, y comenzando la serie de ejercicios que
realizaba todas las noches.

Aquí no había barreras para su habilidad. Él podía conducirse de una manera dura, atacar, girar, for-
zarse a ser más rápido. En la cálida noche, su piel rápidamente se pinchaba con el sudor. Se empujaba
más duramente a realizar los incesantes movimientos, acción y reacción que aferraba todo hasta su
carne.

Se sirvió de todo aquello que sentía físicamente, de la emulación de la lucha. No podía quitársela de
encima. La sentía como una presión incesante. Cuanto más se acercaban a ella, lo más fuerte de ella
crecía.

¿Iban a permanecer en Marlas, en apartamentos contiguos, recibiendo vasallos akielenses durante la


noche de tronos gemelos?

Él quería… él no sabía lo que quería. Laurent lo había mirado cuando Nikandros había anunciado que
iban a viajar al lugar donde, hace seis años, Damen había matado a su hermano.

Escuchó un sonido hacia el oeste.

Jadeante, se detuvo. Cubierto de sudor, oyó de nuevo, la leve risa sofocada, y luego el silbido y un
coscorrón, las burlas, un gemido. Al instante reconoció el peligro: una lanza arrojada. Sin embargo, la
risa era demasiado imprudente, demasiado alta para un explorador enemigo. No era un ataque. Era
un pequeño grupo rompiendo la disciplina del ejército, que había escapado por la noche para cazar o
citarse en el bosque.

Había pensado que sus tropas eran más disciplinadas que eso.

Fue a investigar, en voz baja, vigilante, dejando atrás una serie de troncos de árboles oscuros. Tenía
un destello de arrepentimiento y de culpa: él sabía que estos hombres rompiendo el toque de queda
no esperarían que apareciera su Rey y los amonestara personalmente. Su presencia era ridículamente
desproporcionada en relación con su crimen, pensó.
Hasta que llegó al claro.

Un grupo de cinco soldados akielenses de hecho habían dejado el campamento para practicar lanza-
miento de lanzas. Habían traído un haz de lanzas y un blanco de madera del campamento. Las lanzas
estaban en el suelo a fácil alcance. El blanco estaba fijado en el tronco de un árbol. Ellos se turnaban
tirando de una marca puntera en la tierra. Uno de ellos fue tomando su lugar en la marca y levantando
una lanza.

Pálido, rígido por el miedo más allá del terror, había un chico desparramado en el tablero del blanco de
madera, atado de las muñecas y los tobillos. Desde su desgarrada camisa, medio desatada, el chico
era claramente un vereciano, y joven, de dieciocho o diecinueve años, su pelo marrón claro era un en-
redo enmarañado y su piel estaba moteada con un moretón que le cubría un ojo.

Unas lanzas ya habían sido arrojadas a él. Se mantenían desde el blanco como alfileres. Una sobre-
salía desde el espacio entre su brazo y el costado. Una a la izquierda de su cabeza. Los ojos del chico
estaban vidriosos, y se mantenía inmóvil. Estaba claro desde el número de lanzas ―y su posición― de
que el objetivo de esta competencia era tirar lo más cerca del chico como fuera posible, sin golpearlo.
El lanzador impulsó hacia atrás su brazo.

Damen sólo pudo ponerse de pie y ver como el brazo del lanzador giraba, mientras la lanza lo dejaba
atrás y comenzaba un claro y limpio arco, incapaz de intervenir pues en caso alguno podría causar un
descuido que matara al chico. La lanza cortó a través del aire, y golpeó exactamente donde había sido
destinada, entre las piernas del chico, apenas por debajo de su carne. Sobresalía del blanco, grotesca-
mente impúdica. La risa era obscena.

―¿Y quién va a lanzar la próxima? ―Dijo Damen.

El lanzador de la lanza se volvió, su expresión de burla cambió a una de conmoción e incredulidad.


Todos los cinco se detuvieron y se agacharon en el suelo.

―Párense ―dijo Damen― como los hombres que creen que son.

Estaba enfadado. Los hombres, de pie, tal vez no lo reconocían. No conocían el lento caminar con el
que él avanzaba, o el tono tranquilo de su voz.

―Díganme ―dijo― ¿qué es lo que están haciendo aquí?

―Practicando para el okton ―dijo una voz, y Damen los examinó, pero no pudo ver quién había ha-
blado. Quién se había palidecido después de decirlo, pues todos estaban pálidos, y lucían nerviosos.

Llevaban las correas dentadas que los marcaban como hombres de Makedon, una hendedura por cada
asesinato. Incluso podrían haber esperado conseguir la aprobación de Makedon por lo que habían
hecho.

Había una esperanza incómoda en sus posturas, como si no estuvieran seguros de la reacción de su
Rey, y tenían cierta esperanza de poder ser alabados, o marcharse sin amonestación.

—No hablen de nuevo.

Se fue hacia el chico. La manga de la camisa del chico estaba clavada al árbol con una lanza. Su cabe-
za estaba sangrando en donde una segunda lanza lo había rozado. Damen vio como los ojos del chico
se oscurecían del terror mientras se acercaba, y la ira era como ácido en sus venas.

Envolvió su mano alrededor de la lanza que estaba entre las piernas del joven y la sacó. Luego sacó
la lanza cerca de su cabeza, y la que clavaba la manga de su camisa. Tuvo que desenvainar su espa-
da para cortar las cuerdas del chico, y con el sonido del metal, la respiración del muchacho fue alta y
extraña.

El chico estaba muy magullado, y no pudo soportar su propio peso una vez que se cortaron las cuerdas.
Damen lo bajó al suelo. Le habían hecho más que sólo usarlo de práctica de tiro al blanco. Le habían
hecho más que golpearlo. Le habían puesto un brazalete de hierro alrededor de su muñeca izquierda,
al igual que el brazalete de oro que tenía en la suya propia, como el brazalete de oro alrededor de la
muñeca de Laurent.

Damen sabía con una horrible sensación en el estómago exactamente lo que le habían hecho a este
muchacho, y por qué.

El chico no hablaba akielense. No tenía idea de lo que estaba ocurriendo, o de que estaba a salvo.
Damen comenzó a hablar con él en vereciano, lentamente, con palabras calmantes, y después de un
momento los ojos vidriosos del chico se centraron en él con algo así como entendimiento.

—Dile al príncipe que yo no contraataqué. — le dijo el chico

Damen se volvió y dijo con voz firme a uno de los hombres.

—Trae a Makedon. Ahora.


El hombre se fue. Los otros cuatro se mantuvieron en su lugar mientras Damen se apoyó en una rodilla
y se dirigió al chico que estaba en el suelo otra vez. En voz baja, suave, Damen le siguió hablando. Los
otros hombres no miraban porque estaban demasiado sub-clasificados como para permitirse mirar a un
rey a la cara. Sus ojos se evitaron.

Makedon no vino solo. Dos docenas de sus hombres vinieron con él. Luego llegó Nikandros, con dos
docenas de sus propios hombres. Después, una corriente de portadores de antorchas, convirtieron el
claro oscuro en luz naranja y llamas saltarinas. La expresión sombría que Nikandros lucía mostró que
estaba aquí porque Makedon y sus hombres podrían necesitar un contrapeso.

—Tus soldados han roto la paz. —dijo Damen.

—Serán ejecutados. —dijo Makedon después de un rápido vistazo al ensangrentado chico vereciano—
Ellos han deshonrado el cinturón.

Eso era genuino. A Makedon no le gustaban los verecianos. No le gustaba que sus hombres se des-
honraran a sí mismos frente a los verecianos. Makedon no quería un olorcillo de superioridad moral ve-
reciana. Damen pudo verlo en él, como pudo ver que Makedon culpaba a los verecianos por el ataque,
por el comportamiento de sus hombres, por tener que ser llamado a responder ante su Rey.

La luz naranja de las antorchas era implacable. Dos de los cinco hombres lucharon y fueron sacados
inconscientes del claro. Los otros fueron atados junto con los pedazos de la resistente cuerda fibrosa
con la que habían amarrado al chico vereciano.

—Lleva al joven de vuelta a nuestro campamento—dijo Damen a Nikandros, porque sabía exactamente
lo que sucedería si los soldados akielenses llevaban al sangrado y golpeado muchacho de nuevo a
los verecianos—Envía por Paschal, el médico vereciano. Después, informa al Príncipe de Vere lo que
ha sucedido aquí. —Un fuerte asentimiento de obediencia. Nikandros partió con el muchacho y una
sección de las antorchas.

—El resto de ustedes pueden marcharse. Tú no.

La luz se desvaneció, y el sonido, desapareciendo entre los árboles hasta que estuvo a solas con
Makedon en el aire nocturno del claro.

—Makedon del norte ―dijo Damen―. Eras un amigo de mi padre. Luchaste con él durante casi veinte
años. Eso significa mucho para mí. Respeto tu lealtad a él, como yo respeto tu poder y necesito a tus
hombres. Pero si tus soldados le hacen daño a los verecianos de nuevo, vas a enfrentarme con la punta
de una espada.

—Eminencia—dijo Makedon, inclinando la cabeza para ocultar sus ojos.

—Te encuentras en una delicada situación con Makedon ―dijo Nikandros, a su regreso al campamento.

—Él se encuentra en una delicada situación conmigo ―dijo Damen.

―Él es un tradicionalista, y lo apoya como el verdadero Rey, pero sólo será empujado hasta aquí.

―Yo no soy el que empuja.

Él no se retiró. Tomó su lugar en la tienda del campamento donde el joven vereciano estaba siendo
atendido. Despidió a los guardias de allí, también, y esperó afuera mientras el médico salía.

Por la noche el campamento estaba tranquilo y oscuro, pero esta tienda se caracterizaba por tener una
antorcha de fuego en el exterior, y podía ver las luces del campamento vereciano hacia el oeste. Era
consciente de la singularidad de su propia presencia, un Rey esperando fuera de una tienda como un
perro espera a su amo, pero él se adelantó rápidamente cuando Paschal emergió de la tienda.

—Su Majestad—dijo Paschal, sorprendido.

—¿Cómo está? —Dijo en el extraño silencio, frente a Paschal a la luz de las antorchas.

—Contusiones, una costilla rota ―dijo Paschal—. Conmocionado.


―No, quiero decir…

Se interrumpió. Después de un largo momento, Paschal dijo, lentamente:

—Él está bien. La herida causada por el cuchillo estaba limpia. Perdió mucha sangre, pero no hay daño
permanente. Sanará rápidamente.

—Gracias—dijo Damen. Se escuchó a sí mismo continuar― No espera… —se detuvo—. Sé que he


traicionado tu confianza, y mentí acerca de quién soy. No espero que me perdones por eso.

Podía sentir la incongruencia de las palabras, cayendo torpemente entre ellas. Se sentía extraño, su
respiración entrecortada.
—¿Él será capaz de cabalgar mañana?

—¿Te refieres hacia Marlas? —Dijo Paschal.

Hubo una pausa.

—Todos hacemos lo que tenemos que hacer—dijo Paschal.

Damen no dijo nada. Paschal continuó después de un momento.

—Debes prepararte, también. Sólo en el fondo de Akielos serás capaz de enfrentarte a los planes del
Regente.

Una fresca brisa nocturna pasó por encima de su piel.

—Guion afirmó no saber lo que el Regente planea hacer en Akielos.


Paschal lo miró con sus ecuánimes ojos marrones.

—Cada vereciano sabe lo que el Regente planea hacer en Akielos.

— ¿Qué?

—Regir ―dijo Paschal.


Capítulo 7
Traducido por Sfreedom
Corregido por Reshi

La primera coalición militar de Vere y Akielos inició desde Fortaine por la mañana, después de la ejecu-
ción de los hombres de Makedon. Había muy pocos problemas, las ejecuciones públicas habían sido
buenas para la moral de los soldados.

No habían sido buenas para la moral de Makedon. Damen observó al general balancearse en la silla
de montura, y luego tirar con fuerza de las riendas. Los hombres de Makedon eran una línea de capas
rojas atravesando completamente la mitad de la longitud de la columna.

Los cuernos sonaron. Los estandartes se levantaron. Los heraldos tomaron su posición. El heraldo
akielense estaba a la derecha, el heraldo vereciano a la izquierda, sus estandartes cuidadosamente
adaptados a la misma altura. El heraldo vereciano era llamado Hendric y tenía los brazos muy fuertes,
porque los estandartes eran pesados.

Damen y Laurent estaban cabalgando uno junto al otro. Ninguno de ellos tenía al mejor caballo. Ningu-
no de los dos tenía la armadura más costosa.

Damen era más alto, pero nada se podía hacer al respecto, había dicho Hendric con una expresión
impenetrable. Hendric, Damen estaba aprendiendo, tenía algo en común con Laurent, en que nunca
era una simple cuestión de saber cuándo estaba bromeando.

Llevó a su caballo junto a Laurent, a la cabeza de la columna. Era un símbolo de su unidad, el Príncipe
y el Rey montando uno al lado del otro, como amigos. Mantuvo sus ojos en el camino.

―En Marlas, nos quedaremos en habitaciones adyacentes ―dijo Damen―. Es el protocolo.

―Por supuesto ―dijo Laurent, con sus ojos también en el camino.

Laurent no mostró ningún signo de sufrimiento, y se incorporó en la silla, como si nada le hubiera suce-
dido a su hombro. Él les habló con encanto a los generales e incluso tuvo una agradable conversación
en respuesta a Nikandros, cuando Nikandros le habló.

—Espero que el joven herido le fuese devuelto con seguridad.

—Gracias, regresó con Paschal—dijo Laurent.

“¿Para un bálsamo?” abrió la boca Damen para decir, y no lo hizo.

Marlas estaba a un día entero de recorrido, y ellos establecieron un buen ritmo. El aire era muy fuerte y
con sonido, una fila de soldados, jinetes delante, sirvientes y esclavos detrás. Cuando la columna pasó
cerca, los pájaros despegaron, un rebaño de cabras huyó a un lado de la colina.
Era por la tarde cuando llegaron al pequeño puesto de control manejado por los soldados de Nikandros
y supervisado por una torre de señal akielense. Ellos la atravesaron.

El paisaje en el otro lado no parecía diferente; ricos campos de hierba, verde de una primavera de
generosa lluvia, magullado en las orillas por donde ellos pasaban. Al momento siguiente, los cuernos
sonaron, triunfantes y solitarios al mismo tiempo, el sonido puro absorbido por el cielo y el amplio pai-
saje abierto a su alrededor.

—Bienvenido a casa—dijo Nikandros.

Akielos. Él tomó una bocanada de aire akielense. En los meses de cautiverio había pensado en este
momento. No pudo evitar mirar a su lado a Laurent, su postura y expresión tranquila.

Atravesaban la primera de las aldeas. Cerca de la frontera, las grandes granjas tenían paredes exterio-
res rudimentarias de piedra, y algunas eran como fortalezas improvisadas, con puestos de observación
o sistemas de defensa de comprobada eficacia. El paso del ejército no sería una sorpresa, y Damen
estaba preparado para la reacción de la gente de su país de diversas maneras.

Había olvidado que Delpha se había convertido en una provincia akielense hace sólo seis años, y que
antes de eso, por el lapso de toda su vida, estos hombres y mujeres habían sido ciudadanos de Vere.

Los rostros silenciosos se reunían, hombres y mujeres, niños, en las puertas, bajo las marquesinas, se
colocaban juntos cuando el ejército pasaba.

Tensos, con miedo, habían salido de sus casas para ver los primeros estandartes verecianos izados
aquí en seis años. Uno de ellos había diseñado un starburst1 tosco, con palos. Una niña lo sostenía en
alto, tal como la imagen que observaba.

El estandarte starburst significaba algo aquí en la frontera, había dicho Laurent.

Laurent no dijo nada, cabalgando erguido a la cabeza de la columna. No reconoció a su pueblo, con
su lenguaje vereciano, costumbres y lealtades, formando su pequeña vida en la frontera. Estaba cabal-
gando con un ejército de akielenses quienes controlaban en su totalidad esta provincia.

Mantuvo su mirada al frente; también lo hizo Damen, sintiendo la eterna presión de su destino con cada
paso.

Recordaba exactamente cómo había sido, y fue por eso que no lo reconoció en un primer momento: el
bosque de lanzas rotas se había ido, y no habían surcos arrancados de la tierra, ni hombres boca abajo
en el barro revuelto.

Marlas era ahora un descenso de hierbas y flores silvestres en el ventilado, dulce clima de verano, des-
plazándose hacia adelante y hacia atrás por la ligera brisa. Aquí y allá, un insecto zumbaba, un sonido
somnoliento. Una libélula se sumergía y corría. Sus caballos arremetieron, vadearon hierba alta. Se
incorporaron a la amplia carretera, mientras la luz solar salpicaba su camino.

A medida que su columna cruzaba los campos, Damen se encontraba en busca de alguna señal de
lo que había sucedido. No había nada. Nadie comentó de aquello. Nadie dijo, fue aquí. Se puso peor
cuando se acercaron, como si la única prueba de la batalla fuese la sensación en su pecho.
1 Su traducción literal es “estallido estelar”, se refiere a un estandarte hecho a mano por los aldeanos de Delpha.
Y entonces la fortaleza misma apareció a la vista.

Marlas siempre había sido hermosa. Era una fortaleza vereciana de gran estilo, con vastos resguardos
y almenas, sus elegantes arcos presidían sobre los campos verdes.

Aún se veía, desde la distancia. Era un esquema de la arquitectura vereciana, prometiendo un interior
de altas galerías abiertas, bandas talladas, dorada filigrana y azulejos decorativos.

Damen recordó, de repente, el día de las ceremonias de la victoria, la tala de los tapices, el recorte de
las banderas.

Los akielenses se atestaban cerca de las puertas, los hombres y las mujeres se esforzaban por echarle
un vistazo a su Rey devuelto. Los soldados akielenses llenaron el patio interior, y pancartas akielenses
colgaban de cada mirador, leones de oro en rojo.

Damen miró al patio real. Los parapetos fueron descompuestos y reformados. La mampostería cortada.
La piedra misma retirada para ser usada ​​en el nuevo edificio, los espléndidos tejados y torres nivelados
al estilo akielense.

Damen se dijo que él pensaba que la ornamentación vereciana era un desperdicio. En Arles, sus ojos
habían rogado por alivio; había deseado diariamente por un tramo de pared lisa. Todo lo que podía ver
ahora era el piso vacío con sus baldosas levantadas, el techo en ruinas, la desnuda piedra, despojada
dolorosamente.

Laurent bajó de su caballo, dando las gracias a Nikandros por la bienvenida. Pasó por delante de las
filas de soldados akielenses en impecable formación.

Adentro, los jefes de la fortaleza se reunieron, emocionados y orgullosos, por encontrarse y servir a su
Rey. Damen y Laurent se presentaron de forma conjunta a los oficiales del hogar que los servirían du-
rante su tiempo aquí. Se movieron desde el primer set de habitaciones hasta el segundo, redondeando
la esquina y entrando en la sala de observación.

Recubriendo la sala había dos docenas de esclavos.

Ellos estaban organizados en dos filas, postrados, con la frente en el suelo.

Todos eran varones, de edades comprendidas quizás entre los diecinueve años hasta los veinticinco
años, con diferentes aspectos y diferentes colores, sus ojos y labios estaban acentuados por la pintura.
Junto a ellos, el Guardián de esclavos estaba esperando.

Nikandros frunció el ceño.

―El Rey ya ha dejado clara su preferencia por no tener ningún esclavo entrenado.

―Estos esclavos se proporcionan para uso del huésped de nuestro Rey, el Príncipe de Vere. ―Kolnas,
el Guardián de los esclavos, se inclinó respetuosamente. Laurent caminó hacia adelante.

―Me gusta aquel ―dijo Laurent.

Los esclavos estaban vestidos al estilo norteño, con ligeras sedas vaporosas que se enroscaban a
través del enlace de su cuello y cubrían muy poco. Laurent estaba indicando al tercer esclavo de la
izquierda, una oscura, cabeza inclinada.

―Una excelente elección ―dijo Kolnas―. Isander, un paso adelante.


Isander era de piel oliva y ágil como un cervatillo, con el pelo y los ojos oscuros: coloración akielense.
Él compartía eso con Nikandros; y con Damen. Era más joven que Damen, diecinueve o veinte años.
Varón, ya fuera por deferencia a las costumbres verecianas, o para acomodarse a las preferencias que
se le asumían a Laurent. Lucía mejor que Nikandros, pensó Damen. Probablemente era raro que él le
fuera dado a los invitados. No; él era nuevo, no había estado en ninguna cama. Nikandros nunca ofre-
cería nada Real, menos la Primera Noche de un esclavo.

Damen frunció el ceño. Isander estaba ruborizado profundamente por el honor de ser elegido. Timidez
irradiaba de él, se levantó, y luego se arrodilló a una distancia de un cuerpo frente a los otros, ofrecién-
dose a sí mismo con toda la dulce gracia de un esclavo del palacio, muy bien entrenado para colocarse
ostentosamente delante de Laurent.

—Vamos a tenerlo preparado y lo traeremos a usted al final del día para su Primera Noche—dijo Kolnas.

—¿Primera Noche? —Dijo Laurent.

—Los esclavos son entrenados en las artes del placer, pero no se encuentran con otro hasta su Primera
Noche—dijo Kolnas—. Aquí se utiliza el mismo entrenamiento estricto, clásico que se utiliza en el pala-
cio real. Las habilidades se aprenden a través de la instrucción, y se practican con métodos indirectos.
El esclavo permanece completamente intacto, se mantiene puro para el primer uso de la Realeza.

Los ojos de Laurent se alzaron a Damen.

—Nunca aprendí a comandar a un esclavo de cama—dijo Laurent—. Enséñame.

—No pueden hablar vereciano, Alteza—explicó Kolnas—. En el lenguaje akielense, utilizando la forma
normal de instrucción, es adecuado. Comandar cualquier acto de servicio es un honor para un esclavo.
Entre más personal el servicio, mayor es el honor.

—¿De verdad? Ven aquí —dijo Laurent.

Isander se levantó por segunda vez, con un leve temblor en su cuerpo mientras se ubicó tan cerca
como pudo antes de bajar de nuevo al suelo, con sus mejillas de color rojo brillante. Parecía un poco
aturdido por la atención. Laurent extendió la punta de su bota.

—Bésala—dijo. Sus ojos estaban en Damen.

Su bota estaba hermosamente girada, su ropa impecable incluso después del largo viaje. Isander besó
la punta del dedo del pie, luego el tobillo. Damen pensó, que ahí es donde estaría expuesta la piel si
estuviera usando una sandalia. Entonces, en un momento de indescriptible osadía, Isander inclinó y
frotó su mejilla contra el cuero de la bota en la pantorrilla de Laurent, un signo de intimidad excepcional
y del deseo de agradar.

—Buen chico—dijo Laurent, inclinándose hacia abajo para acariciar los rizos oscuros de Isander, mien-
tras los ojos de Isander se cerraban y él se sonrojaba de nuevo.

Kolnas se pavoneó, satisfecho de que su selección fuera apreciada. Damen pudo ver que los jefes
de la fortaleza alrededor de ellos también se mostraban satisfechos, después de haber hecho todo lo
posible para hacer que Laurent se sintiera bienvenido. Ellos habían considerado con intensa reflexión
la cultura vereciana y las prácticas verecianas. Todos los esclavos eran altamente atractivos, y todos
eran varones, por lo que el príncipe podría utilizarlos en la cama sin ofender la costumbre vereciana.

Era inútil. Había dos docenas de esclavos aquí, mientras que el número de veces que Laurent había
tenido relaciones sexuales en su vida probablemente se podía contar con una mano. Laurent sólo iba
a estar arrastrando veinticuatro hombres jóvenes de vuelta a sus habitaciones para sentarse sin hacer
nada. Ni siquiera serían capaces de desatar la ropa vereciana.
—¿Puede también servirme en los baños? —Dijo Laurent.

—Y en la fiesta de los vasallos de esta tarde cuando realicen su compromiso, si es que le agrada, Al-
teza—dijo Kolnas.

—Me agrada— dijo Laurent.

No se suponía que el hogar se sintiera así.

Sus escuderos lo envolvieron en la prenda tradicional. Tela enrollada alrededor de su cintura y por en-
cima de su hombro, el tipo de atuendo ceremonial akielense que se podía desenrollar de una persona
tomando el asimiento de un extremo y tirando mientras ellos giraban. Trajeron sandalias para sus pies y
el laurel para su cabeza, realizando los movimientos rituales en silencio mientras él permanecía inmóvil
para esto.

No era apropiado que ellos hablaran o miraran a su persona.

Exaltado. Podía sentir la disconformidad de ellos, su necesidad de degradarse; este tipo de proximidad
a la realeza permitía únicamente la sumisión extrema de los esclavos.

Había enviado lejos a los esclavos. Los había enviado lo más lejos que podía enviarlos en el campa-
mento, y después permaneció en el silencio de su habitación esperando a sus escuderos.

Laurent, lo sabía, estaba alojándose en la habitación contigua, separada de él por una sola pared.
Damen estaba en los aposentos del Rey, en el cual algún señor construyó una fuerte instalación, con
la esperanza de que el Rey se detuviera allí. Pero incluso ni el más optimista de los antiguos señores
de Marlas se había extendido a la idea de que las cabezas de dos familias reales los visitarían simultá-
neamente. Para preservar sus arreglos de igualdad escrupulosa, Laurent estaba en las cámaras de la
Reina, tras esa pared.

Isander estaba probablemente atendiéndolo, animosamente haciendo su mejor esfuerzo con los cor-
dones. Tendría que desabrochar los cordones del reverso del cuello de cueros de equitación de Lau-
rent antes de sacarlos a través de sus ojales. O Laurent había tomado a Isander en los baños, siendo
desnudado por él allí. Isander se pondría ruborizado con orgullo por haber sido elegido para la tarea.
Atiéndeme. Damen sentía sus manos enrollarse en puños.

Devolvió su mente a los asuntos políticos. Laurent y él podrían ahora reunirse con los líderes de las
provincias más pequeñas del norte en la sala, donde habría vino y festín y los vasallos de Nikandros
vendrían, uno por uno, a hacer su compromiso, engrosando las filas de su ejército.

Cuando la última hoja de laurel fue arreglada, la última pieza de tela enrollada en su lugar, Damen pro-
cedió con sus escuderos hacia la sala.

Hombres y mujeres se reclinaban en divanes, en medio de mesas bajas dispersas o en bancos bajos,
acolchados. Makedon se inclinó, seleccionando una rodaja de naranja pelada. Pallas, el apuesto cam-
peón oficial, se reclinaba en una postura sencilla que exponía su sangre aristocrática. Straton había
amarrado sus faldas y extendido sus piernas sobre el sofá, cruzándolas por los tobillos. Todo aquel que
por su rango u oficio tenía derecho a estar aquí estaba formado, y con cada norteño de pie reunido para
ofrecer su compromiso, la sala estaba llena.
Los verecianos presentes estaban en su mayoría verticales, incómodamente parados en pequeños
grupos, uno o dos reclinados cautelosamente en el borde de un asiento.

Y a través de toda la sala, había esclavos.

Los esclavos con faldas de tela cargaban manjares en pequeños platos.

Los esclavos abanicaban a los reclinados huéspedes akielenses con las hojas de palma tejidas. Un es-
clavo varón llenó una superficial copa de vino para un noble akielense. Un esclavo ofrecía un aguamanil
de agua de rosas, y una mujer akielense sumergió sus dedos en este sin mirar siquiera al esclavo. Oyó
las cuerdas punteadas de una cítara, y vislumbró los pasos medidos de baile de un esclavo, sólo por
un momento, antes de caminar a través de las puertas.

Cuando Damen entró, la sala quedó en silencio.

No había ninguna floritura trompeta o el anuncio de un heraldo, tal y como hubiera pasado en Vere.
Él acababa de entrar, y todo el mundo bajó al suelo. Los huéspedes se levantaron de sus lechos, para
luego arrodillarse, frente a la piedra. Los esclavos se inclinaron hasta sus estómagos. En Akielos, los
reyes no elevaban su estatus. Eso sucedía hasta que los que le rodeaban se arrodillaran.

Laurent no se levantó. Él no estaba obligado a hacerlo. Él se limitó a observar desde su sillón reclinable,
como la sala se postraba. Había cultivado una elegante postura desgarbada, con su brazo cubría el
espaldar de su sillón, y su pierna sobresalía, revelando el arco de un muslo exquisitamente revestido.
Sus dedos se balanceaban. La seda arrugada se envolvía alrededor de su rodilla.

Isander estaba postrado, a una pulgada de los casualmente drapeados dedos de Laurent, su esbelto
cuerpo desnudo. Llevaba una ligera prenda de vestir como la tela de un hombre vaskiano. El collar le
encajaba como una segunda piel. Laurent se sentó relajado, cada línea de su cuerpo arreglado con
buen gusto en el sofá.

Damen se obligó a caminar hacia adelante a través del silencio. Sus sillones gemelos estaban uno junto
al otro.

―Hermano ―dijo Laurent, gratamente.

Los ojos de todos en la sala estaban sobre él. Sentía sus miradas, su curiosidad mal alimentada. Oyó
los murmullos, es realmente él, Damianos, vivo y aquí, acompañados por las miradas descaradas, mi-
rándolo, mirando el brazalete de oro en su muñeca, mirando a Laurent con su ropa vereciana como un
exótico ornamento, atribuyendo que era el Príncipe vereciano. Y bajo aquella especulación que nunca
fue mencionada en voz alta.

Laurent estaba escrupulosamente correcto a simple vista, su impecable comportamiento, incluso su


uso del esclavo era un acto de etiqueta irreprochable. En Akielos era agradable para el anfitrión que
un invitado aprovechara su hospitalidad. Y agradaba al pueblo akielense que su Familia Real tuviera
esclavos, un signo de virilidad y poder, y una causa de gran orgullo.

Damen se sentó, demasiado consciente de que Laurent estaba junto a él. Podía ver el barrido de la
sala desde esta perspectiva, un mar de cabezas inclinadas. Hizo un gesto, indicando que la sala debía
levantarse de sus postraciones. Vio a Barieus de Mesos, el primero de los vasallos después de Make-
don, un hombre de unos cuarenta años con el pelo oscuro y una barba de corte al ras. Vio a Arato de
Charon, que había llegado a Marlas con seiscientos hombres. Euandros de Itys, aquí con un pequeño
grupo de arqueros, de pie con sus brazos cruzados sobre su pecho en la parte trasera de la sala.

―Vasallos de Delpha. Por ahora, han visto la evidencia de que Kastor mató al Rey, nuestro padre.
Saben de su alianza con el usurpador, el Regente de Vere. Incluso ahora, el Regente tiene tropas es-
tacionadas en Ios, listas para tomar a Akielos. Esta noche, llamamos a su compromiso de luchar contra
ellos junto a nosotros, y junto a nuestro aliado, Laurent de Vere.
Hubo una pausa incómoda. Makedon y Straton se habían comprometido a él en Ravenel, pero eso fue
antes de su alianza con Laurent. Se les pedía a estos hombres aceptar a Laurent y a Vere a primera
vista, en menos de una generación desde aquella guerra.

Barieus dio un paso adelante.

―Quiero garantías de que Vere no posee una influencia indebida sobre Akielos.

Influencia indebida.

―Hable claramente.

―Dicen que el Príncipe de Vere es su amante.

Silencio. Nadie se hubiera atrevido a hablar de esa manera en la corte de su padre. Era una señal de
la volatilidad de estos señores de la guerra, su odio hacia Vere, hacia su propia posición, nuevamente
precaria. La ira se elevó ante la pregunta.
―Quién llevamos a nuestra cama no es de su preocupación.

―Si nuestro Rey lleva a Vere a su cama, es nuestra preocupación ―dijo Barieus.

―¿Debo decirles lo que realmente pasó entre nosotros? Ellos quieren saber ―dijo Laurent.

Laurent comenzó a desatarse el puño de la manga, sacando los cordones a través de los ojales, luego
abrió el tejido para exponer el fino dorso de su muñeca, y luego el inconfundible oro del brazalete de
los esclavos.

Damen sintió el conmocionado murmullo correr alrededor de la sala, sintió su trasfondo lascivo. Escu-
char que el Príncipe de Vere llevaba un brazalete akielense de esclavo era diferente a verlo. El escán-
dalo fue inmenso, el brazalete de oro era un símbolo de la propiedad de la Familia Real Akielense.

Laurent apoyó su muñeca elegantemente en el brazo curvo del sillón, la manga abierta recordaba un
delicado cuello de camisa abierto, con sus cordones saliéndose.

—¿Tengo clara la pregunta? ―Dijo Laurent, hablando en akielense―. ¿Estás preguntando si yo me


acosté con el hombre que mató a mi propio hermano?

Laurent llevaba el brazalete de esclavo con total indiferencia. Él no tenía dueño, la arrogancia aristo-
crática de su postura decía eso. Laurent siempre había tenido una cualidad esencial de intocabilidad.
Cultivaba una gracia intachable en el sillón reclinable, su perfil cincelado y ojos marmolizados como los
de una estatua. La idea de que él dejara que alguien lo jodiera era imposible.

—Un hombre tendría que ser frío como el hielo para dormir con el asesino de su hermano. — dijo Ba-
rieus

—Entonces tienes tu respuesta ―dijo Laurent.

Hubo un silencio, en el que la mirada de Laurent sostuvo la de Barieus.

—Sí, Altísimo.

Barieus inclinó la cabeza, e inconscientemente utilizó el akielense Altísimo, en lugar de los títulos vere-
cianos Alteza o Majestad.

—¿Bien, Barieus? ―Dijo Damen.


Barieus se arrodilló dos pasos antes del estrado.

—Me voy a comprometer. Veo que el Príncipe de Vere está de tu lado. Es correcto que le juremos aquí,
en el lugar de su mayor victoria.

Se levantó después del compromiso.

Realizó su agradecimiento a los vasallos y cuando llegó la comida, marcando el final de los juramentos
y el comienzo del festín, hizo gala de su gratificación.

Los esclavos trajeron la comida. Los escuderos sirvieron a Damen, ya que él había dejado clara sus
preferencias. Fue un raro arreglo que disgustó a todos en la sala.

Isander sirvió a Laurent. Isander estaba completamente enamorado de su amo. Se esforzó continua-
mente de hacerlo bien, seleccionando cada manjar para que Laurent degustara, llevándole sólo lo
mejor, en platos pequeños y poco profundos, refrescando el cuenco de agua para que Laurent limpiara
sus dedos. Él lo hizo todo de la forma perfecta, discretamente atento, y nunca llamando la atención
hacia sí mismo.

Sus pestañas llamaron la atención de ellos. Damen se obligó a mirar a otra parte.

Dos esclavos estaban tomando posición en el centro de la sala, uno con una cítara, el otro de pie junto
a él, un esclavo mayor, elegido por su habilidad en la recitación.

—Toquen La Caída de Inachtos ―dijo Laurent y un murmullo de aprobación se paseó sobre la sala.
Kolnas, el Guardián de los esclavos, felicitó a Laurent por su conocimiento de las epopeyas akielen-
ses—. Es una de las favoritas, ¿no es así? —Dijo Laurent, transfiriendo su mirada a Damen.

Era una de sus favoritas. Él la había pedido innumerables veces, en noches como esta, en los salones
de mármol de su casa. Siempre le había gustado la representación de akielenses reduciendo a sus
enemigos, de como Nisos cabalgó para matar a Inachtos, y tomar su ciudad amurallada. No quería oírla
ahora.

Separado de sus hermanos


Inachtos golpea muy suave a Nisos
Donde un millar de espadas
Han fracasado, Nisos eleva una.

Las notas de agitación de la canción de batalla dibujaron una explosión de gran aprobación en los vasa-
llos, y su apreciación por Laurent crecía con cada estrofa. Damen agarró una copa de vino. La encontró
vacía. Marcada.

El vino llegó. Tan pronto como él se tomó la copa, vio a Jord acercarse al lugar donde Guion se sentó
con su esposa, Loyse, a la izquierda de Damen. Era a Loyse y no a Guion a quien Jord estaba acercán-
dose. Ella le dio una mirada superficial.

—¿Sí?

Hubo una pausa incómoda.

—Sólo quiero decir… que siento su pérdida. Su hijo era un buen luchador.

—Gracias, soldado.

Ella le dio la contada atención que una dama podría dar a cualquier servidor, y volvió a su conversación
con su esposo.

Antes de que se diera cuenta, Damen había levantado su mano y convocado a Jord cuando este hubo
terminado. Al acercarse al estrado, Jord hizo las tres postraciones con tan poca gracia como un hombre
usando una nueva armadura.

—Tienes buenos instintos—Damen se oyó decir a sí mismo.

Fue la primera vez que había hablado con Jord desde la batalla en Charcy. Sentía como era de dife-
rente esto respecto a las noches en las que se habían sentado alrededor de una fogata a intercambiar
historias. Sentía como era de diferente todo. Jord lo miró durante un largo rato, y luego indicó a Laurent
con su barbilla.

—Me alegro de que ustedes dos sean amigos—dijo Jord.

La luz era muy brillante. Apuró su copa de vino.

—Pensé que cuando se enterara de quien eras, juraría venganza—dijo Jord.

—Él lo sabía desde el principio—dijo Damen.

—Es bueno que pueda confiar en los demás ―dijo Jord. Y luego―: Creo que antes de que llegaras, en
realidad él no confiaba en nadie.

—No lo hacía. —dijo Damen


La risa se hizo más fuerte, ya que venía en ráfagas cruzando el pasillo. Isander le traía a Laurent un ra-
cimo de uvas en un plato pequeño. Laurent dijo algo aprobando, y le indicó a Isander que se uniera a él
en el sofá reclinable. Isander brillaba, con timidez atontado. Ante la mirada de Damen, Isander escogió
una sola uva del racimo, y la llevó a los labios de Laurent.

Laurent se inclinó. Entrelazó los dedos alrededor de un rizo de pelo de Isander y permitió que lo alimen-
tara, uva a uva, un príncipe con un nuevo favorito. Al otro lado del pasillo, Damen vio a Straton tocar el
hombro del esclavo que lo servía, una señal de que Straton deseaba retirarse discretamente, y disfrutar
de las atenciones del esclavo en privado.

Levantó el vino a ciegas. La copa estaba vacía. Straton no era el único akielense saliendo con un
esclavo; hombres y mujeres a lo largo del pasillo los estaban aprovechando. El vino y los esclavos
pregonando la batalla estaban rompiendo las inhibiciones. Las voces akielenses se hicieron fuertes,
envalentonadas por el vino.

Laurent se inclinó aún más para murmurar algo íntimamente en el oído de Isander, y luego, cuando la
recitación alcanzó su punto culminante, un choque de espadas como martilleo en su pecho, Damen vio
a Laurent tocar el hombro de Isander, y subir.

Apostaría a que nunca pensaste que un príncipe podría estar celoso de un esclavo. En este momento
me gustaría cambiar de lugar contigo en un latido del corazón. Recordó las palabras de Torveld.

—Discúlpeme.

La corte entera a su alrededor se levantó mientras él se paraba de su sillón-trono. Tratando de seguir


a Laurent, él quedó enredado en la ceremonia, la sala era una presión sofocante de cuerpos y ruido, y,
mientras una cabeza rubia desaparecía por la puerta, él era detenido por grupos reunidos y después
más grupos reunidos bloqueando su camino.

Debió haber traído un esclavo para él, entonces la multitud se habría desvanecido, entendiendo: el Rey
deseaba privacidad.
El pasillo estaba vacío cuando caminaba por él. Su corazón latía con fuerza. Giró por la primera esqui-
na a una sección del pasaje, esperando captar la figura de Laurent retirándose. En su lugar, vio un arco
rígido, vacío con toda su celosía vereciana despojada.

Bajo el arco estaba Isander, de pie con sus ojos de cervatillo, parecía confundido y abandonado.
Su confusión era tal que por un momento se quedó mirando a Damen con los ojos abiertos antes de
que pareciera entender lo que estaba sucediendo, y plegándose al suelo, frente a la piedra.

—¿Dónde está él? — pregunto Damen.

Isander estaba bien entrenado, incluso si esta noche no pasaba nada como él había esperado; e inclu-
so si esto era, más bien mortificante, se le pedía informar de este hecho a su Rey.

—Su Alteza de Vere ha salido a dar un paseo.

—¿Un paseo a dónde?

—En los establos un entrenador podría conocer su destino. Este esclavo puede solicitar información.

Un paseo, por la noche, solo, dejando un festín en su honor.

—No—dijo Damen—. Yo sé a dónde ha ido.

Por la noche, nada era igual. Era un paisaje de la memoria. De vieja piedra y antigua roca colgante, de
reinos caídos.

Damen dejó el castillo y cabalgó hacia el campo que él recordaba, donde diez mil hombres akielenses
habían enfrentado al ejército vereciano. Guió a su caballo con cuidado donde el suelo se sumergía y
pandeaba. Una losa de piedra lista, un fragmento de escaleras; esparcidos a través de Marlas eran las
ruinas de algo más antiguo; más antiguo que la batalla, un testigo silencioso de arcos rotos y derrum-
bados, paredes cubiertas de musgo.

Se acordó de estos bloques de piedra que eran semi-parte de la tierra, se acordó de la forma en que los
frentes habían tenido que vadear y dividirse en torno a ellos. Ellos precedían a la batalla, y precedían a
Marlas, los restos de un imperio muerto hace mucho tiempo. Eran una estrella polar de la memoria, un
marcador del pasado en un campo que podría haber borrado todo.

Más cerca; el enfoque era difícil porque estaba afilado con la memoria. Este era el lugar donde el flan-
co izquierdo de ellos había caído. Este era el lugar en el que había ordenado a los hombres atacar a
las líneas que no se hubieran caído, el estandarte starburst que no hubiera flaqueado. Aquí estaba el
lugar donde había matado al último de la Guardia del Príncipe, y se había encontrado cara a cara con
Auguste.
Desmontó del caballo, amarrando sus riendas sobre la columna de piedra agrietada de un pilar con
mucha vegetación. El paisaje era viejo, y las piezas de piedra eran viejas; y se acordó de este lugar, se
acordó de la tierra desgarrada y la desesperación de la lucha.

Despejando un último saliente de piedra, vio la curva de un hombro en la luz de la luna, el blanco de una
camisa holgada, sus prendas exteriores despojadas, todas las muñecas y garganta expuestas. Laurent
estaba sentado en un promontorio de piedra. Su abrigo estaba desechado atípicamente. Estaba sen-
tado encima de él.
Una piedra se deslizó bajo su talón. Laurent giró. Por un momento, Laurent lo miró con los ojos abiertos,
juveniles, y luego la expresión de sus ojos cambió, como si el universo hubiera cumplido una promesa
ineludible.

—Oh—dijo— perfecto.

—Pensé que podrías querer…

—¿Querer?

—Un amigo—dijo Damen. Utilizó la palabra de Jord. Su pecho se sentía apretado—. Si prefieres que
me vaya, lo haré.

—¿Para qué cavilar? —Dijo Laurent—. Vamos a coger.

Lo dijo con su camisa desatada, el viento molestando aquella abertura. Se enfrentaron el uno al otro.

—Eso no es lo que quería decir.

—Puede que no sea lo que querías decir, pero es lo que quieres. —Dijo Laurent— Quieres cogerme.

Cualquier otro habría estado borracho. Laurent estaba peligrosamente sobrio. Damen recordó la sen-
sación de una palma contra su pecho, empujándolo hacia atrás en la cama.

—Has estado pensando en ello desde Ravenel. Desde Nesson.

Él conocía este estado de ánimo. Debió haberlo esperado. Se obligó a decir las palabras.

—Vine porque pensé que tal vez querías hablar.

—No particularmente.

—Acerca de tu hermano.

―Nunca cogí con mi hermano ―dijo Laurent, con una extraña agudeza en las palabras—. Eso es in-
cesto.

Estaban parados en el lugar donde su hermano había muerto. Con una sensación de desorientación
Damen se dio cuenta de que ellos no iban a hablar de eso. Que iban a hablar de esto.

—Tienes razón—dijo Damen—. He estado pensando en ello desde Ravenel. No he podido dejar de
pensar en ello.

—¿Por qué? ―Dijo Laurent―. ¿Lo hice bien?

—No. Jodiste como una virgen ―dijo Damen― la mitad del tiempo. El resto del tiempo…

—¿Como si yo supiera qué hacer?

—Como si supieras a qué están acostumbrados.

Vio el impacto de sus palabras. Laurent se balanceaba, como si hubiera recibido un golpe.

—No estoy seguro de que me haga falta tu particular estilo de honestidad justo en este momento.
—No prefiero la sofisticación en la cama, por si te lo preguntas.

—Así es ―dijo Laurent―. Te gusta que sea simple.

Todo el aliento salió de su garganta. Se puso de pie, indefenso, no estaba preparado para esto. ¿Usa-
rás incluso eso en mi contra? quiso decir, y no lo hizo. La respiración de Laurent era poco profunda
también, manteniéndose firme.

—Murió bien ―se obligó a decir Damen―. Luchó mejor que cualquier otro hombre que haya conocido.
Fue una lucha justa, y no sintió dolor. El final fue rápido.

—¿Igual que destripar a un cerdo?

Damen sintió como si se tambaleara. A duras penas oyó el estruendo del sonido. Laurent se giró brus-
camente para mirar en la oscuridad, donde el sonido estaba creciendo más fuertemente, cascos de
caballo, tronando más cerca.
—¿Enviaste a tus hombres a buscarme a mí también? ―Dijo Laurent, con su boca torcida.

—No ―dijo Damen, y empujó a Laurent con fuerza fuera de la vista, en el refugio de uno de los enor-
mes bloques de piedra desmoronados.

En el segundo siguiente, la tropa estaba encima de ellos, al menos doscientos hombres, de modo que
el aire estaba cargado con el paso de los caballos. Damen presionaba a Laurent firmemente contra la
roca, y lo mantenía en su sitio con su cuerpo. Los jinetes no ralentizaban, incluso en este suelo incierto
en la oscuridad, y cualquier hombre en su camino sería pisoteado, desplomado, pateado pezuña por
pezuña. Descubrieron que era una amenaza real, la roca fría bajo sus palmas, el oscuro estremeci-
miento con el golpeteo de los cascos y los letales y pesados caballos.

Podía sentir a Laurent contra él, la tensión apenas contenida, la adrenalina mezclada con su aversión
a la proximidad, la urgencia en él de soltarse fuera y lejos, sofocado por la necesidad.

Tuvo un pensamiento repentino sobre el abrigo de Laurent, yaciendo expuesto en el promontorio, y


por sus caballos, atados a cierta distancia. Si eran descubiertos, eso podría significar ser capturados
o peor. No podían saber quiénes eran esos hombres. Sus dedos se clavaron en la piedra, sintiendo el
musgo y las piezas desmoronadas debajo. Los caballos se sumergieron a su alrededor como el ímpetu
de un arroyo.

Y entonces ya se habían ido, pasando tan rápidamente como habían llegado, desapareciendo a través
de los campos hacia un destino en el oeste. Los cascos de caballo retrocedieron. Damen no se movió,
sus pechos presionados entre sí, la respiración poco profunda de Laurent en su hombro.

Se sintió echar hacia atrás mientras Laurent se levantaba hasta quedar de pie de espaldas a él, respi-
rando con dificultad.

Damen se puso de pie con su mano contra la piedra, y observó detrás de él a través del paisaje de
formas extrañas. Laurent no se volvió de nuevo hacia él, sólo se mantenía firme todavía. Damen pudo
verlo una vez más como un pálido contorno en la fina camisa.

—Yo sé que no eres frío ―dijo Damen―. No eras frío cuando me ordenaste vincularme al cargo. No
eras frío cuando me empujaste hacia abajo en tu cama.

—Tenemos que irnos. ―Laurent habló sin mirarlo―. No sabemos quiénes eran esos jinetes, o como
consiguieron pasar a nuestros exploradores.
—Laurent…

—¿Una lucha justa? ―Dijo Laurent, volviéndose hacia él―. No hay lucha alguna justa. Alguien siempre
es más fuerte.

Y entonces, las campanas de la fortaleza empezaron a sonar, el sonido de una advertencia, sus centi-
nelas tardíamente reaccionaron a la presencia de jinetes desconocidos. Laurent se inclinó para agarrar
su abrigo, encogiéndose dentro de él, los cordones colgaban. Damen trajo a sus caballos, soltando sus
riendas de la columna de piedra. Laurent subió en silencio a su silla de montar y puso sus talones en
su caballo, ambos cabalgaron arduamente de vuelta a Marlas.
Capítulo 8
Traducido por Ella R
Corregido por Reshi

Podía haber sido nada más que una simple intrusión. La decisión de Damen de seguir a los jinetes
arrastró a los hombres a cabalgar junto a él en la penumbra que precede al amanecer. Salieron de Mar-
las y se dirigieron al oeste a través de los largos campos. Pero no encontraron nada hasta que llegaron
al primer pueblo.

Primero notaron el olor. El sofocante y agrio olor a humo, que soplaba desde el sur. Las granjas más
lejanas estaban desiertas y ennegrecidas por el fuego, que todavía ardía en algunos lugares. Había
grandes terrenos de tierra quemada que espantaba a los caballos con su alarmante calor cuando pa-
saban por ella.

Empeoró cuando condujeron sus caballos hacia adentro de la aldea. Un comandante experimentado;
Damen sabía lo que sucedía cuando los soldados cabalgaban a través de tierras pobladas. Una vez
advertidos, tanto los jóvenes como los viejos, las mujeres y los hombres, intentaban dirigirse hacia el
campo, utilizando las colinas como refugio, junto a su mejor ganado o las provisiones que habían podi-
do reunir. Si no eran advertidos, quedaban a merced del líder de la tropa; el más benevolente de ellos
haría que sus hombres pagaran por las provisiones que habían tomado, y por las hijas e hijos con los
que se habían entretenido. En principio.

Pero debido a que aquello era diferente a la vibración que producen los cascos en la noche, sumidos
en una confusión enardecedora no tuvieron oportunidad de escapar, solo algo de tiempo para trabar
las puertas.

Encerrarse dentro de sus hogares era un recurso instintivo, pero no útil. Cuando los soldados prendie-
ron fuego las casas, tuvieron que haber salido de ellas.

Damen desmonto, sus talones pisando la tierra ennegrecida, y observó los restos que quedaban de la
aldea. Laurent estaba refrenando su caballo detrás de él; una pálida y delgada figura en comparación
con Makedon y el resto de los hombres Akielanos, que cabalgaban en la tenue luz del amanecer.
Había una sombría familiaridad entre los rostros de Vere y los de Akielos. Breteau estaba en las mismas
condiciones. Y Tarasis. Aquella no era la única aldea desprotegida que había quedado arruinada por
un ataque.

—Envía a un grupo atrás de los jinetes. Nosotros nos detendremos aquí para enterrar a los muertos.

Mientras hablaba, Damen vió que un soldado liberaba a un perro de la cadena que lo sometía. Frun-
ciendo el ceño, observó como este corría a toda velocidad a través de la aldea, deteniéndose en una
de las construcciones más alejadas, rascando la puerta.

Su ceño se profundizó. La dependencia estaba alejada del grupo de hogares. Se mantenía intacta. La
curiosidad hizo que se acercara; las botas volviéndose gris con las cenizas. El perro estaba producien-
do un lastimoso y alto sonido. Puso su mano sobre la puerta de la casa y la encontró firme. Habían
echado el pestillo desde adentro.

Detrás de él, la temblorosa voz de una infantil dijo:

—No hay nada aquí. No entres.

Se volvió. Era una criatura de nueve años, de género indeterminado, probablemente una niña. Pálida,
había aparecido desde dentro de la pila de leña amontonada contra la pared de la dependencia.

—Si no hay nada aquí, ¿Por qué no fijarnos dentro? —se escuchó la voz de Laurent. Éste se mantenía
calmo, con su invariable y exasperante lógica, a medida que avanzaba a pie; junto a él se encontraban
tres soldados Veretianos.

—Es solo una vieja construcción. — respondió la niña.

—Mira —Laurent se arrodilló frente a la niña y le mostro las estrellas en su anillo. —. Somos amigos.

—Mis amigos están muertos —dijo la niña.

—Rompan la puerta —ordenó Damen.

Laurent sostuvo a la niña. Se necesitó dos impactos del hombro de un soldado antes que la puerta
cediera. Damen cambió su mano que estaba en la empuñadura de la espada hacia la del cuchillo, y
avanzó hacia el confinado lugar.
El perro se apresuró detrás de él. Dentro, había un hombre echado sobre la paja esparcida en el suelo
de tierra, con la punta de una lanza rota clavada en su estómago, y una mujer entre el hombre y la
puerta, armada solamente con el otro extremo de la lanza.

En la habitación se podía oler la sangre, la cual había empapado la paja donde, cubierta de cenizas, la
cara del hombre se transformaba con conmoción.

—Mi Señor —dijo el hombre mientras intentaba empujarse con un brazo hacia arriba para reverenciar-
se ante su Principe; la lanza todavía clavada en su estómago.

No estaba mirando a Damen. Estaba mirando detrás de él a Laurent, quien estaba parado en el umbral
de la puerta.

Sin molestarse en mirar a su alrededor, Laurent gritó:

—¡Llamen a Paschal! —. Dio un paso dentro del crudo lugar, y avanzó hasta posicionarse delante de
la mujer; simplemente puso su mano en el asta de la lanza que ella sostenía y la arrojó lejos. Luego se
dejó caer en el suelo de tierra, donde el hombre había vuelto a colapsar en la paja. Éste estaba hacien-
do un esfuerzo por mantener la mirada en Laurent, reconociéndolo.

—No pude demorar su ataque —dijo el hombre.

—Recuéstate —le respondió Laurent—. Él médico está viniendo.

La respiración del hombre hizo un ruido. Estaba intentando explicar que era solo un viejo criado de
Marlas. Damen miró alrededor de la pequeña y sencilla habitación. Aquel hombre había luchado contra
jóvenes soldados a caballo, para defender a los aldeanos. Tal vez había sido el único allí que había
recibido algún tipo de entrenamiento, aunque cualquiera que haya tenido, había sido en el pasado; era
viejo. Sin embargo, igualmente había luchado. La mujer y su hija habían tratado de ayudarlo, luego de
esconderlo. No importaba. De todos modos moriría por aquella lanza.
Todo eso pasaba por la mente de Damen mientras se volvía. Podía ver el rastro de sangre. La mujer
y la niña habían arrastrado al viejo hombre desde afuera hacia adentro de esa construcción. Pasó por
encima de la sangre y se arrodilló, al igual que Laurent lo había hecho, en frente de la niña.
—¿Quién hizo esto? —Ella no respondió al principio. —Te juro que los encontraré y se los haré pagar.

Ella encontró su mirada. Él pensó que escucharía hablar de destellos oscurecidos por el miedo, una
truncada descripción; pensó que, como mucho, lograría descubrir el color de una capa. Pero la niña dijo
el nombre con claridad, como si estuviera grabado en su corazón.

—Damianos —dijo ella—. Damianos hizo esto. Dijo que era su mensaje para Kastor.

Cuando salieron, el paisaje había perdido todo su color, tiñéndose de gris.

Tenía su mano asegurada alrededor del tronco de un árbol cuando volvió en sí, y su cuerpo sacudido
con ira. Soldados gritando su nombre, habían cabalgado hasta allí en la oscuridad. Habían matado al-
deanos con sus espadas, los habían quemado vivos en sus casas, un movimiento planificado que tenía
la intención de dañarlo políticamente. Su estómago se había revuelto, como si hubiera estado enfermo.
Sintió crecer dentro de él algo oscuro y sin nombre, dirigido a las tácticas de aquellos con los que se
había enfrentado.

Una brisa hizo crujir las hojas. Mirando alrededor, algo cegado, pudo notar que había ido hacia un pe-
queño conjunto de árboles, buscando escapar de la aldea. Se encontraba lo suficientemente alejado
de las dependencias en ruinas que no había tenido oportunidad de mandar a sus hombres hacia allí
previamente, por lo que él fue el primero en verlo. Lo vio antes que su cabeza se aclarara por completo.

Había un cadáver cerca de la línea de árboles.

No era el cadáver de un aldeano. Boca abajo, se podía distinguir que era un hombre, tumbado en un
ángulo no natural, vestido con una armadura. Damen se empujó lejos del árbol y se acercó, su corazón
latiendo con furia. Ahí estaba la respuesta, un responsable. Ahí se encontraba uno de los hombres que
había atacado la aldea, que se había arrastrado allí para morir, inadvertido por sus compañeros. Damen
dio vuelta el cadáver con la punta de su bota, hasta que quedó boca arriba, exponiéndose ante el cielo.
El soldado tenía rasgos Akielanos y alrededor de su cintura había un cinturón dentado.

Damianos hizo esto. Dijo que era su mensaje para Kastor.

Sin darse cuenta, se puso en movimiento. Pasó por delante de las construcciones y por delante de sus
hombres que cavaban fosas para enterrar a los muertos; la chamuscada tierra todavía sorpresivamente
cálida bajo sus pies. Vio a un hombre limpiando el sudor y las cenizas de su rostro con su manga. Tam-
bién vio a un hombre arrastrando un cuerpo sin vida hacia uno de las fosas. Antes de siquiera pensarlo,
tenía su puño en la tela alrededor del cuello de Makedon y estaba lanzándolo hacia atrás.

—Te daré el honor de un juicio por combate1 que no mereces —dijo Damen —, antes de matarte por lo
que has hecho aquí.

—¿Lucharás contra mí?

Damen extrajo su espada. Los soldados Akelianos comenzaron a reunirse, la mitad de ellos eran hom-
bres de Makedon, todos llevaban el cinturón.
1 Juicio por combate. Sistema del derecho germánico para resolver acusaciones en ausencia de testigos o de una confesión en la que dos partes en

conflicto luchaban en combate singular.


Al igual que el cadáver lo llevaba. Al igual que cada soldado que había asesinado personas en aquella
aldea lo llevaba.

—Desenvaina —fue todo lo que dijo Damen.

—¿Con qué motivo? —Makedon dio una mirada desdeñosa a su alrededor. —¿Los Veretianos muer-
tos?

—Desenvaina —repitió Damen.

—Esto es lo que ha logrado el Príncipe. Te ha puesto en contra de tu propia gente.

—No hables —dijo Damen—, a menos que sea para rendirte, antes que te mate.

—No voy a pretender arrepentirme por los muertos de Vere. —Dicho esto, Makedon desenvainó su
espada.

Damen sabía que Makedon era un campeón; el invicto guerrero del norte. Mayor que Damen por más
de quince años, se decía de él, que marcaba su cinturón una vez cada cien muertes. Los hombres de
todas partes de la aldea dejaban sus palas y cubetas de lado para reunirse alrededor de ellos.

Algunos de ellos, los hombres de Makedon, conocían la destreza de su general. La expresión de Make-
don era la de un mayor apunto de enseñarle una lección a un advenedizo. Pero esta cambió a medida
que avanzaba la pelea.

Makedon había escogido el brutal estilo de lucha popular en el norte, pero Damen era lo suficientemen-
te fuerte para enfrentar el masivo ataque a dos manos e igualarlo, no necesitando siquiera suscitar su
velocidad ni técnica sobre su oponente. Fuerza contra fuerza, se enfrentó a Makedon.

El primer golpe envió a Makedon tambaleándose hacia atrás. El segundo arrancó la espada de sus
manos. El tercero llegó, con la muerte en la espada cortando el cuello de Makedon.

—¡Alto! —La voz de Laurent cortó a través de la lucha con un inconfundible tono de orden.

Makedon había desaparecido. Laurent estaba en su lugar. Había tirado violentamente a Makedon al
suelo y la espada de Damen se estaba conduciendo directamente al cuello expuesto de Laurent.

Si Damen no hubiera obedecido, todo su cuerpo reaccionando ante aquel sonoro comando, hubiera
cercenado la cabeza de Laurent del resto de su cuerpo.

Pero en el instante en que oyó la orden de Laurent, reaccionó instintivamente tensando cada nervio. Su
espada se detuvo a un pelo de distancia del cuello de Laurent.

Damen estaba respirando con dificultad. Laurent se desplazó hacia el improvisado campo de batalla.
Sus hombres, corriendo detrás de él, se habían detenido en el perímetro de los espectadores. El acero
se deslizó sobre la fina piel del cuello de Laurent.

—Un milímetro más y tendrás que gobernar dos reinos —dijo Laurent.

—Sal de mi camino, Laurent. —La voz de Damen se enterró en su garganta.

—Mira a tu alrededor. Este ataque ha sido planeado a sangre fría, diseñado para que tu propia gente
desconfíe de ti. ¿Acaso Makedon es capaz de planear algo así?

—Mató gente en Breteau. Arrasó con toda una aldea en Breteau, al igual que lo hizo aquí.
—Aquello fue en represalia por el ataque de mi tío en Tarasis.

—¿Lo defenderás? —dijo Damen.

—Cualquiera puede usar un cinturón dentado —dijo Laurent.

Su agarre se apretó en torno a su espada, y por un momento quiso que cortara a través de Laurent.
Aquella sensación creció en él, espesa y caliente.

De un golpe devolvió la espada a su funda. Sus ojos examinaron a Makedon, quien se encontraba res-
pirando de manera desigual, mientras pasaba la mirada de uno a otro. Ellos habían estado hablando
rápidamente en Veretio.

Damen le dijo:

—Él acaba de salvar tu vida.

—¿Debería agradecerle? —dijo Makedon, desparramado en la tierra.

—No —interrumpió Laurent, en la lengua de Akielos—. Si fuera por mí, ya estarías muerto. Tus es-
túpidas jugarretas están en manos de mi tío. Te salvé la vida porque esta alianza necesita de ti, y yo
necesito de esta alianza para derrocar a mi tío.

El aire olía a carbón. Se había dirigido con grandes zancadas a un terreno desierto, desde donde podía
ver toda la aniquilación de la aldea. Ruinas ennegrecidas; parecía una cicatriz en la tierra. En el lado
este, todavía salía humo de los escombros desparramados por la tierra.

Se realizaría un ajuste de cuentas por todo aquello. Pensó en el Regente, a salvo en el palacio Akielano
en Ios. Este ataque ha sido planeado a sangre fría, diseñado para que tu propia gente desconfíe de ti.
¿Acaso Makedon es capaz de planear algo así? Kastor tampoco era capaz de algo así. Esto había sido
ordenado por alguien más. Se preguntó si el Regente sentiría la misma furiosa determinación que él
sentía. Se preguntó cómo podía estar confiado en que podía esparcir una crueldad como aquella, una
y otra vez, sin consecuencias. Oyó pasos acercarse, y dejó que lo alcanzaran. Quería decirle a Laurent:
Yo siempre pensé que sabía cómo se sentía luchar contra tu tío. Pero no fue así. Hasta el día de hoy,
nunca fui yo el hombre con el que él estaba luchando. Se volvió para decírselo.

Pero no era Laurent. Era Nikandros.

—Sea quién sea el responsable por esto, quería que yo culpara a Makedon y perdiera el apoyo del
norte —dijo Damen.

—No crees que haya sido Kastor.

—Tampoco tú lo crees.

—Doscientos hombres no pueden cabalgar durante días en campo abierto sin que nadie lo note —dijo
Nikandros—. Si hicieron esto sin alertar a nuestros exploradores, ni a nuestros aliados, ¿de dónde
salieron?

No era la primera vez que veía un ataque diseñado para incriminar a gente de Akielos. Había sucedido
en el palacio, cuando los asesinos habían ido atrás de Laurent con cuchillos Akielanos. Recordaba con
claridad la procedencia de los cuchillos.

Damen miró hacia atrás a la aldea, y luego al delgado y sinuoso camino que llevaba al sur.

—Sicyon —dijo.
@

El campo de entrenamiento interior en Marlas era una larga habitación con paneles de madera; sinies-
tramente similar al campo de entrenamiento de Arles, con pisos abarrotados de aserrín y un grueso
poste en un extremo. Por la noche, las antorchas iluminaban las paredes rodeadas por bancos, los
cuales estaban cubiertos por un arsenal de armas colgado: cuchillos envainados, lanzas cruzadas y
espadas.

Damen despachó a los soldados, escuderos y esclavos. Luego extrajo la espada más pesada de la pa-
red. Le gustó su peso cuando la levantaba, y, preparando su cuerpo para la tarea, comenzó a blandirla,
una y otra vez.
No estaba de humor para oír discusiones, ni para hablar con nadie. Había ido al único lugar donde po-
día expresar físicamente lo que sentía.

El sudor empapó el algodón blanco. Se desnudó de la cintura para arriba y usó su ropa para secarse la
cara y la parte trasera del cuello. Después la arrojó hacia un lado.

Era bueno esforzarse intensamente. Sentir agotamiento en cada tendón, concentrar cada músculo
de su cuerpo a una sola actividad. Necesitaba sentir esa conexión con la tierra y esa seguridad, entre
tantas tácticas repelentes, decepciones y hombres que luchaban con espadas, sombras y traiciones.

Peleó hasta que quedó solo su cuerpo: la abrasión de los músculos, el rápido latir de la sangre, el acei-
toso y caliente sudor, hasta que todo se concentró en un simple enfoque, el poder del pesado acero
que podía acarrear la muerte. En el momento en que se detuvo, solo quedaba el silencio y el sonido de
su propia respiración. Se volvió.

Laurent estaba parado en el umbral, mirándolo.

No sabía desde cuando Laurent había estado allí. Había estado practicando alrededor de una hora o
más. El sudor brillaba en su piel y aceitaba sus músculos. No le importó. Sabía que ambos tenían asun-
tos pendientes. Por lo que a él le respectaba, podían seguir pendientes.

—Si estás tan enojado —dijo Laurent— deberías luchar contra un oponente real.

—No hay nadie… —Damen se detuvo, pero las palabras tácitas colgaron, peligrosamente cargadas
con la verdad. No había nadie lo suficientemente bueno para pelear contra él. No con aquel humor. Así
enojado como estaba, incapaz de contenerse, terminaría matándolos.

—Estoy yo —dijo Laurent.

Era una mala idea. Sintió el tamborear de sus venas que le decía que era una mala idea. Observó como
Laurent extraía una espada de la pared. Recordó la forma en que Laurent blandía la espada en su
duelo contra Gorvat; sus propios dedos urgían con necesidad de escoger una espada. Recordó otras
cosas también. El tirón que había sentido en su collar dorado debido al azote del cual Laurent estaba
encargado. El golpe del látigo en su espalda. El torrencial puño de un guardia mientras era arrojado
sobre sus rodillas. Escuchó su propia voz, gruesa y pesada.

—¿Quieres que te deje tirado de espaldas en la tierra?


—¿Crees que puedes hacerlo?

Laurent había arrojado a un lado la vaina de su espada. Yacía ignorada en el aserrín, a medida que él,
con calma, se ponía en posición.

Damen alzó su espada con la mano. No se estaba sintiendo cuidadoso. Había advertido a Laurent. Su
advertencia había sido aviso suficiente.

Atacó. Una sonora secuencia de tres golpes contados por Laurent, girando para que su espalda no
diera contra la puerta, sino contra el resto del largo campo de entrenamiento. Cuando Damen volvió a
atacar, Laurent utilizó el espacio que ahora se encontraba detrás de él, moviéndose hacia atrás.

Y más atrás. Damen rápidamente comprendió que estaba desarrollando las mismas experiencias que
habían descarrillado a Gorvat: esperando que la lucha fuera más directa de lo que era, y descubriendo
que, en realidad, Laurent era difícil de acorralar. La espada de Laurent molestaba, escabulléndose sin
concretar un golpe. Laurent lo tentaba, y luego daba un paso atrás.

Era irritante. Laurent era un buen espadachín, y en esos momentos no se estaba esforzando. Tap, tap,
tap. Para aquel entonces ya habían recorrido todo el largo del campo de entrenamiento y estaban lu-
chando al lado del poste. La respiración de Laurent continuaba imperturbada.

La siguiente vez que Damen intentó atacar, Laurent esquivó el golpe y giró alrededor del poste, por lo
que el campo de entrenamiento volvió a quedar a su espalda.

—¿Acaso vamos a estar solamente moviéndonos por todo el campo? Pensé que me presionarías aun-
que fuera un poquito —dijo Laurent.

Damen dio rienda suelta a un golpe; utilizó toda su fuerza y brutal velocidad, no dándole a Laurent
tiempo para hacer nada más que levantar su espada. Sintió el golpe del choque entre espadas con un
chirrido del metal y observó como la fuerza del impacto viajaba por las muñecas y hombros de Laurent,
observó como éste casi tira la espada de sus manos, y como lo lanzó, satisfactoriamente, de una pos-
tura balanceada a tambalearse tres pasos hacia atrás.

—¿Te refieres a algo así? —dijo Damen.

Laurent se recobró, moviéndose otro paso hacia atrás. Estaba mirando a Damen con ojos estrechados.
Había algo diferente en su postura, un nuevo recelo.

—Pensé en dejarte recorrer el campo algunas veces —continuó Damen sin esperar respuesta—, antes
de derribarte.

—Pensé que me habías seguido hasta este lado del campo porque no podías derribarme.

Esta vez cuando Damen atacó, Laurent puso todo el esfuerzo de su cuerpo para soportarlo y, a medida
que una espada rastrillaba temblorosamente todo el largo de la otra, arremetió contra Damen que se
encontraba con la guardia baja, obligándolo a una sorpresiva defensa y solo con un frenesí del metal,
lo arrojó hacia atrás.

—Eres bueno en esto —dijo Damen, escuchando el satisfecho sonido de su propia voz.

La respiración de Laurent mostraba algo de esfuerzo ahora, y aquello satisfacía a Damen también.
Damen dio un paso hacia adelante, sin permitirle tiempo a Laurent para separarse o recuperarse.
Laurent fue forzado a recurrir a todas sus fuerzas para soportar y bloquear sus ataques, las descargas
chirriando desde las muñecas de Laurent hasta sus antebrazos y hombros. Consistentemente, Laurent
comenzó a eludir golpes a dos manos.
Desviando y contando en una mortal proyección. Era ágil y podía darse vuelta con muy poco espacio;
Damen se encontró involucrado en aquello, absorto en ello. No intentó forzar a Laurent a cometer erro-
res, todavía; eso vendría más tarde. La habilidad que poseía Laurent en el manejo de la espada era
fascinante, como un rompecabezas hecho de piezas afiligranadas, complicado, y delicadamente tejido,
pero sin fallas a la vista. Incluso parecía una lástima ganarle la pelea.

Damen se separó, caminando en círculo alrededor de su oponente mientras le daba espacio para recu-
perarse. El cabello de Laurent estaba ligeramente comenzando a oscurecerse con sudor y su respira-
ción estaba acelerada. Laurent corrió el agarre de su espada minuciosamente, flexionando su muñeca.

—¿Cómo está tu hombro? —preguntó Damen.

—Mi hombro y yo —respondió Laurent— estamos esperando a que se produzca una lucha real.

Laurent levantó su espada, listo para el ataque. A Damen le satisfacía forzarlo a un trabajo real con la
espada. Damen se movió contra aquellos exquisitos contraataques, convirtiéndolos en patrones que
recordaba a medias.

Laurent no era Auguste. Él fue arrojado de un molde físicamente diferente, con un calibre más peligroso
de la mente. Sin embargo, había un cierto parecido: el eco de una técnica similar, un estilo similar; tal
vez habían aprendido del mismo maestro, tal vez era el resultado de un hermano menor estimulando al
mayor en un campo de entrenamiento.

Podía sentirlo entre ellos, al igual que podía sentir todo entre ellos. El engañoso método que utilizaba
con la espada se parecía mucho a las trampas que Laurent preparaba para todos, las mentiras, los em-
bustes, la elusión de una lucha directa en favor de las tácticas que utilizaban todos los que lo rodeaban
con fin de alcanzar sus metas; como una remesa de esclavos, una aldea de inocentes.

Movió la espada de Laurent fuera de su camino, golpeó el estómago de Laurent con la empuñadura de
su espada y luego lo empujó hacia abajo; su cuerpo aterrizando fuertemente en el aserrín como para
sacar el aire de sus pulmones.

—No puedes vencerme en una lucha real —dijo Damen.

Su espada señaló la manzana de Adán de Laurent, quien estaba desparramado de espalda al piso
con piernas separadas y una rodilla levantada. Sus dedos se deslizaron por el aserrín debajo de él. Su
pecho se elevaba y bajaba debajo de su delgada camisa. La punta de la espada de Damen viajó desde
su garganta hacia su delicado vientre.

—Ríndete —le dijo.

Un estallido de oscuridad y arenilla explotó en su visión; Damen apretó sus ojos cerrados y el apunte de
su espada se movió media pulgada hacia atrás mientras Laurent torcía su brazo y le arrojaba un puña-
do de aserrín a la cara. Cuando Damen logró abrir los ojos, Laurent había rodado y se había levantado
sosteniendo su espada.

Era un truco de niños que no tenía lugar en la pelea de un hombre. Limpiándose el aserrín con su
antebrazo, Damen miró a Laurent quien estaba respirando con dificultad y lucía una nueva expresión.

—Luchas con las tácticas propias de un cobarde —dijo Damen.

—Lucho para ganar —respondió Laurent.

—No eres lo suficientemente bueno para eso —le dijo Damen.


La mirada en los ojos de Laurent fue la única advertencia antes que arremetiera contra él con una fuer-
za mortífera.

Damen viró lateralmente y abruptamente levantó su espada, sin embargo se encontró cediendo te-
rreno. Hubo un momento de pura concentración, bordes plateados a su alrededor en los que debía
concentrarse por completo. Laurent estaba atacando con todo lo que tenía. Se habían acabado los
elegantes combates, los esquivos despreocupados. Ser lanzado sobre su espalda había roto alguna
barrera en Laurent, quien se encontraba luchando con pura emoción en sus ojos.

Y con excitación, Damen arremetió contra las embestidas, se enfrentó a los mejores movimientos de
Laurent y comenzó, poco a poco, a hacerle retroceder.

Y aquello no era nada comparado con Auguste, que había pedido a sus hombres que se abstuvieran
de entrometerse. La espada de Laurent cortó a través de una soga y Damen tuvo que alejarse antes
que el estante que contenía las armas y su soporte se derrumbara sobre su cabeza. Laurent le dio un
empujón a un banco con su pierna y lo envió a toda velocidad hasta que se interpuso en el camino de
Damen. La armadura que había caído de la pared hacia el aserrín se convirtió en un obstáculo para
forzarlos a un juego de pies desigual.

Laurent estaba lanzando de todo hacia él, incluyendo cada parte de sus alrededores, desesperada-
mente en la pelea. Y sin embargo seguía incapaz de ganar terreno.

Cerca del poste, Laurent se agachó en vez de girarse para eludir el golpe y la espada de Damen cortó
violentamente a través del aire para clavarse en la viga de madera, enterrándose allí tan profundamen-
te que tuvo que soltar la empuñadura y evitar un golpe antes que pudiera sacarla.

Durante esos segundos, Laurent se dobló y extrajo un cuchillo que se había caído de uno de los bancos
volcados y lo arrojó, con una certeza mortal, hacia la garganta de Damen.

Damen la desvío de su camino con su espada, y continuó avanzando. Arremetió y las espadas choca-
ron, deslizándose hacia arriba. El hombro de Laurent vibró y Damen presionó aún más, intentando que
sus manos soltaran la espada.

Estrelló a Laurent contra la pared. Laurent hizo un sonido de cruda y gutural frustración mientras sus
dientes rechinaban y el aire salía de sus pulmones. Damen continuó ejerciendo presión, atascó su an-
tebrazo en el cuello de Laurent y lanzó su espada a un lado mientras la mano de Laurent extraía un
cuchillo de la vaina colgada en la pared y lo llevaba hacia el lado desprotegido de Damen.

—Ni se te ocurra —dijo Damen, y con su mano libre atrapó la muñeca de Laurent y la golpeó contra la
pared, una, dos veces, hasta que los dedos de Laurent se abrieron y el cuchillo cayó.

Todo el cuerpo de Laurent retorciéndose contra el suyo, intentando salirse de su agarre; un momento
de violenta lucha animal que empujo sus calientes cuerpos empapados de sudor juntos. Damen des-
cargó todo su peso contra el cuerpo de Laurent, suficientemente aferrado a la pared como para prohibir
el movimiento, pero Laurent lo golpeó en la garganta con su brazo libre, tan fuerte que se ahogó y ce-
dió, y luego, con toda la brutal violencia que se hallaba en él, Laurent levantó su rodilla.

Oscuridad llenó su campo de visión, pero el instinto de luchador lo obligó a seguir. Arrastró a Laurent
lejos de la pared y lo lanzó al suelo, su cuerpo impactando duro contra el aserrín. Por un momento,
el aire abandonó sus pulmones, pero enseguida se levantó, aturdido, su venenosa mirada puesta en
Damen. Laurent intentó volver a agarrar el cuchillo, sus dedos se cerraron en torno a él pero ya era
demasiado tarde.

—Suficiente —dijo Damen, clavándole fuertemente la rodilla en su estómago. Luego lo tiró de espaldas
y él también se agachó. Tenía la muñeca de Laurent firmemente agarrada y la golpeó nuevamente
contra el aserrín para que Laurent soltara el cuchillo. Su cuerpo parecía un arco sobre el de Laurent,
sujetándolo con su peso y con sus manos en las muñecas de Laurent, quien se tensó bajo su agarre.
Podía sentir el caliente ascenso y descenso del pecho de Laurent. Apretó su agarre.

Al verse sin escapatoria debajo del cuerpo de Damen, Laurent profirió un último, desesperante sonido
y solamente después se quedó quieto, jadeante, sus ojos furiosos con amargura y frustración.

Ambos estaban jadeando. Damen podía sentir la resistencia en el cuerpo de Laurent.

—Dilo —dijo Damen.

—Me rindo —dijo, apretando los dientes. La cabeza de Laurent giró hacia un lado.

—Quiero que sepas —las palabras gruesas y pesadas mientras salían de él—, que pude haber hecho
esto en cualquier momento mientras estaba esclavizado.

—Sal de encima de mí —fue todo lo que contestó Laurent.

Se apartó. Laurent fue el primero en levantarse del suelo. Se sostuvo con una mano plantada en el
poste. Motas de aserrín se pegaban en su espalda.

—¿Quieres que lo diga? ¿Que nunca habría podido vencerte? —la voz de Laurent se elevó. —Nunca
te podría haber vencido.

—No, no podrías haberlo hecho. No eres lo suficientemente bueno. Habrías regresado para vengarte
y te habría matado. Así es como serían las cosas entre nosotros. ¿Es eso lo que hubieras preferido?

—Si —dijo Laurent—. Él era todo lo que tenía.

Las palabras colgaron entre ellos.

—Sé que nunca fui lo suficientemente bueno —dijo Laurent.

—Tampoco lo era tu hermano —dijo Damen.

—Te equivocas. Él era…

—¿Qué?
—Mejor de lo que yo soy. El habría… —Laurent se calló. Apretó sus ojos cerrados y con un resoplido
que se asemejaba a una risa continuó—: Te habría detenido. —Lo dijo como si pudiera sentir lo absurdo
se sus propias palabras.

Damen levantó el cuchillo y cuando Laurent abrió los ojos, lo puso en su mano. Preparándolo, lo con-
dujo a su propio abdomen, y quedaron plantados en una postura similar. La espalda de Laurent estaba
contra el poste.

—Detenme —dijo Damen.

Podía verlo en la expresión de Laurent; cómo lidiaba con una batalla interna con su deseo de utilizar el
cuchillo.

—Sé lo que se siente —le dijo.

—Estás desarmado —dijo Laurent.

También tú lo estás. No lo dijo. No tenía sentido. Sintió como el momento cambiaba. Su agarre en la
muñeca de Laurent estaba cambiando. El cuchillo hizo un ruido sordo al caer en el aserrín.
Se obligó a retroceder antes que sucediera. Estaba mirando a Laurent a dos pasos de distancia, su
respiración áspera nada tenía que ver con el esfuerzo físico.

A su alrededor, el desorden de su pelea estaba esparcido por el campo de entrenamiento: bancos vol-
cados, piezas de armaduras desparramadas por el suelo, un banderín rasgado en la pared.

—Desearía…—dijo Damen.

Pero no podía borrar el pasado con palabras, y Laurent no le agradecería si así lo hiciera. Levantó su
espada y abandonó el lugar.
Capítulo 9
Traducido por Ella R
Corregido por Reshi

A la mañana siguiente, tuvieron que sentarse juntos. Damen tomó su lugar al lado de Laurent en los
erguidos estrados, mirando hacia la verde pradera que conformaba el campo, deseando nada más que
armarse y cabalgar para llevar la lucha hacia Karthas. Los juegos se sentían incorrectos cuando ellos
deberían estar cabalgando hacia el sur.

Los tronos conjuntos se encontraban debajo de un toldo de seda, armado para proteger la delicada piel
de Laurent del sol. Era una medida superflua, ya que casi todo el cuerpo de Laurent se encontraba cu-
bierto. El sol brillaba hermosamente sobre el campo, las gradas escalonadas y las pendientes cubiertas
de vegetación preparadas para una competición de excelencia.

Los brazos y muslos de Damen estaban al desnudo. Tenía puesto el quitón 1 corto, sujetado en uno de
sus hombros. A su lado, Laurent mantenía una expresión constante, inalterable como la estampa de
una moneda. Más allá de Laurent se sentaba la nobleza Veretiana: Lady Vannes murmurando algo al
oído de una nueva mascota femenina, Guion y su esposa Loyse, Enguerran el Capitán. Más alejados
se encontraba la Guardia del Príncipe, Jord, Lazar y los demás uniformados en un tono azul, engalana-
dos con los banderines de estrellas flameando encima de ellos.

A la derecha de Damen se sentaba Nikandros, y a su lado había un asiento vacío que notablemente
estaba asignado para Makedon.

Makedon no era el único ausente. La falta de los soldados de Makedon se hacía evidente en las pen-
dientes cubiertas de hierbas y en las gradas escalonadas, las cuales quedaban semi vacías con la mi-
tad de sus hombres. Con la rabia de ayer ya desaparecida, Damen pudo notar que en la aldea, Laurent
había puesto en peligro su vida para detener exactamente aquello, antes que sucediera. Laurent se
había interpuesto en el camino de una espada para intentar prevenir la deserción de Makedon.

Una parte de Damen reconocía, con un poco de culpa, que Laurent probablemente no se merecía ser
arrastrado alrededor del campo de entrenamiento como resultado.

—Él no vendrá —dijo Nikandros.

—Dale tiempo —le dijo Damen. Pero Nikandros tenía razón. No había indicio de que llegara.

Sin mirar al lado de Damen, Nikandros dijo:

—Tu tío ha aniquilado a la mitad de nuestro ejército con doscientos hombres.

—Y un cinturón —agregó Laurent.


1 quitón: prenda de vestir de la antigua Grecia. Es semejante a una túnica llevada tanto por los hombres como por las mujeres.
Damen observó las gradas medio llenas y los bancos de césped, donde los Veretianos y los Akielanos
se agrupaban para obtener una mejor vista del espectáculo; una larga mirada que se desplazó por las
tiendas cerca de los estrados reales, donde los esclavos preparaban comida, y luego más allá de estas,
donde los asistentes preparaban a los primeros atletas para la competencia.

—Por lo menos alguien más tiene la oportunidad de ganar en las jabalinas —dijo Damen.

Se levantó. Como si una ola se propagara, todos a su alrededor lo imitaron, al igual que todos los re-
unidos desde las gradas escalonadas hasta la pradera. Levantó su mano, el gesto de su padre. Los
hombres podían ser un diverso grupo de luchadores norteños, reunidos alrededor de un improvisado
campo provincial, pero eran suyos. Y aquellos eran sus primeros juegos como Rey.

—Hoy rendimos homenaje a los caídos. Luchamos juntos, Veretianos y Akielanos. Compitan con honor.
Que comiencen los juegos.

El tiro al blanco ocasionó algunas disputas, que todo el mundo disfrutó. Para sorpresa de los Akielanos,
Lazar ganó en arquería. Para satisfacción de estos mismos, Aktis ganó el lanzamiento de arpón. Los
Veretianos chiflaron a las piernas desnudas de los Akielanos y sudaron dentro de sus mangas largas.
En los puestos, los esclavos subían y bajaban rítmicamente los abanicos y traían copas de vino que
todo el mundo bebió excepto Laurent.

Un Akielano llamado Lydos ganó en la lucha con tridentes. Jord ganó la lucha con espada montante2. El
joven soldado Pallas ganó con la espada tradicional, y también con lanzas, luego se acercó al campo
para intentar obtener una tercera victoria en lucha libre.

Se adelantó desnudo, como era la costumbre Akielana. Era un hermoso joven con el físico de un cam-
peón. Elon, su oponente, era un hombre joven procedente del sur. Los dos hombres recogieron aceite
de los contenedores que los servidores acercaron a ellos y se ungieron los cuerpos con él. Luego se
acercaron, colgando sus brazos alrededor de los hombros del otro, y, a la señal, comenzaron a jalar.

Los espectadores aclamaban mientras los competidores luchaban, sus cuerpos forcejeando uno contra
otro en un resbaladizo agarre tras otro, hasta que Pallas logró que Elon quedara jadeante en el suelo.
La multitud estalló en gritos.

Pallas se irguió en la tarima, victorioso, su cabello un poco enredado con aceite. Los espectadores
silenciaron sus gritos con expectación. Era una antigua costumbre, y muy sagrada.

Pallas cayó de rodillas frente a Damen, brillando con la distinción de lo que sus tres victorias le permi-
tían hacer.

—Si le complace a mis lores y señoras —comenzó a decir Pallas—, reclamo el honor de combatir con
el Rey.

Un murmullo de aprobación creció desde la multitud. Pallas era una estrella en ascenso, y todo el mun-
do quería ver luchar al Rey. La mayoría de los expertos en combate allí vivían para presenciar aquel tipo
de encuentros, donde el mejor de los mejores se enfrentaba al campeón establecido del reino.

2 espada montante: también conocida como espada larga es una espada europea de hoja larga y doble filo, más estrecha y con cruz más amplia que

la espada medieval, y con empuñadura de mano y media.


Damen se levantó del trono y puso su mano en el prendedor dorado que sostenía el quitón en su hom-
bro. Su vestimenta cayó y el público estalló en aclamos de aprobación. Los servidores se apresuraron a
levantar las ropas del lugar donde habían caído, mientras él descendía de la tarima y entraba al campo.

En el césped, puso sus manos en el contenedor de aceite que sostenía un servidor y lo vació sobre
su cuerpo desnudo. Asintió con la cabeza a Pallas, quien, Damen notó, estaba emocionado, nervioso,
eufórico; y puso su mano en el hombro del joven al tiempo que sentía la mano de Pallas sobre el suyo.

Lo disfrutó. Pallas era un digno oponente, y fue un placer sentir el esfuerzo y los jadeos de un cuerpo
altamente entrenado contra el suyo. El combate duró aproximadamente dos minutos, antes que Damen
trabara su brazo alrededor del cuello de Pallas y lo empujara hacia abajo, absorbiendo cada arrebato,
cada forcejeo, hasta que su oponente quedó agarrotado de tanto esforzarse. Con un último sacudón de
energía, Pallas se rindió y el enfrentamiento se dio por terminado.

Satisfecho, Damen se mantuvo quieto mientras los servidores raspaban el aceite fuera de su cuerpo
y lo secaban con toallas. Regresó a la tarima, donde extendió sus brazos para que los servidores le
volvieran a sujetar su vestimenta.

—Buena pelea —dijo, tomando nuevamente su lugar en el trono junto a Laurent. Hizo señas para que
le sirvieran vino. —. ¿Qué sucede?

—Nada —respondió Laurent, y encontró otro lugar donde posar su mirada. Estaban despejando el
campo para el okton.

—¿Qué nos aguarda a continuación? Tengo un presentimiento que podría ser cualquier cosa —dijo
Vannes.

En el campo, los blancos para el okton se estaban colocando en intervalos espaciados. Nikandros se
levantó.

—Iré a inspeccionar las lanzas que se utilizarán para el okton. Sería un honor —dijo Nikandros— si me
acompañaras.

Se lo dijo a Damen. Controlar meticulosamente su equipamiento antes de un partido de okton había


sido el hábito de Damen desde que era pequeño, y le atraía la idea de que el Rey recorriera las tiendas,
revisara las armas y saludara a los servidores y hombres que serían sus contrincantes, mientras se
equipaban para cabalgar, durante la calma que se establecía entre eventos.
Se detuvo. En su camino hacia la tienda, rememoraron las competencias del pasado. Damen estaba
invicto en el okton, pero Nikandros era su rival principal y se destacaba en lanzar a partir de un giro.

El espíritu de Damen se elevó. Se sentiría bien volver a competir. Levantó la solapa de la tienda y entró.

Estaba vacía. Damen se volvió al ver a Nikandros abalanzándose sobre él.

—¿Qué…?

Un brusco y doloroso agarre se cerró sobre su brazo. Sorprendido, dejó que sucediera, ni un momento
pensando en Nikandros como una amenaza. Permitió que lo empujara hacia atrás y que agarrara un
puñado de tela en su hombro y tirara de él fuertemente.

—Nikandros…

Estaba mirando a Nikandros con confusión, el quitón colgando de su cintura. Nikandros le devolvió la
mirada, hasta que finalmente dijo:

—Tu espalda.
Damen se sonrojó. Nikandros lo estaba mirando como si necesitara comprobarlo con sus propios ojos
para creerlo. La exposición fue como una sacudida. Él sabía…Sabía que tenía cicatrices. Sabía que
se extendían desde sus hombros hasta la mitad de su espalda. Sabía que las cicatrices habían sido
curadas apropiadamente. Habían cicatrizado y, a pesar de haber ejercitado arduamente con la espada,
no le habían dado ninguna punzada de dolor. El oloroso ungüento que Paschal le había administrado
había hecho efecto. Pero él nunca se había dirigido a un espejo para verlas.

Ahora su espejo eran los ojos de Nikandros, un horror austero en su expresión. Nikandros le dio la
vuelta, puso sus manos en el cuerpo de Damen y las desplegó por tu espalda, como si al tocarlas se
confirmara lo que sus ojos se negaban a creer.

—¿Quién te ha hecho esto?

—Yo —dijo Laurent. Damen se volvió

Laurent estaba parado en la entrada de la tienda. Rodeado de una elegante gracia, su perezosa mirada
azul estaba posada en Nikandros.
—Tenía intención de matarlo —continuó Laurent—, pero mi tío no lo permitió.

Nikandros, impotente, dio un gran paso hacia adelante, pero Damen lo estaba sujetando del brazo. La
mano de Nikandros voló hacia la empuñadura de su espada. Sus ojos furiosamente sobre Laurent.

—Él me chupó el miembro también —dijo Laurent.

—Ruego un permiso para retar al Príncipe de Vere a un duelo de honor, por el insulto que te ha profe-
rido —dijo Nikandros.

—Permiso denegado —respondió Damen.

—¿Lo ves? —dijo Laurent— Él me ha perdonado por el pequeño asunto con el látigo. Yo lo he perdo-
nado por el pequeño asunto de haber matado a mi hermano. Todos felicitan la alianza.

—Despellejaste la piel de su espalda.

—No personalmente. Yo solo observé mientras mis hombres lo hacían —dijo Laurent, mirándolo fija-
mente. Nikandros se veía enfermo físicamente, esforzándose por reprimir su ira.

—¿Cuántos latigazos fueron? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¡Podría haber muerto!

—Sí, esa era la idea —respondió Laurent.

—Ya es suficiente. —Los interrumpió Damen, atrapando a Nikandros antes que siguiera avanzando.
Luego prosiguió—: Déjanos. Ahora. Ahora, Nikandros.

Furioso como estaba, Nikandros no desobedecería una orden directa. Su entrenamiento estaba profun-
damene incrustado en él. Damen se plantó frente a Laurent con la mayoría de su ropa hecha un bollo
en su mano.

—¿Por qué has hecho eso? Desertará.

—No lo hará. Es tu sirviente más leal.

—Entonces lo presionas hasta el punto de la ruptura?

—¿Debería haberle dicho que no lo disfruté? —dijo Laurent— Pero sí lo hice. Me gustó más cerca del
final, cuando te quebraste.
Estaban solos. Podía contar la cantidad de veces que se habían encontrado solos desde la alianza.
Una vez en la tienda, donde se enteró que Laurent estaba vivo. Otra vez en Marlas, en la intemperie
nocturna. Y otra más adentro, en un lugar lleno de espadas.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Damen.

—Vine a buscarte —dijo Laurent—, Nikandros estaba tardando demasiado.

—No tenías porqué haber venido hasta aquí. Podrías haber enviado un mensajero.

En la pausa que siguió, la mirada de Laurent se movió involuntariamente a un lado. Un extraño cosqui-
lleo pasó por su piel; Damen notó que Laurent estaba mirando al espejo detrás de él, al reflejo de sus
cicatrices. Sus ojos se volvieron a encontrar. A Laurent no se lo veía sorprendido frecuentemente, pero
una sola mirada lo traicionó. Ambos lo sabían…

Damen sintió el dolor de aquello.

—¿Admirando tu obra?

—Te requieren devuelta en las gradas.

—Me uniré a ti después que me haya vestido. A menos que prefieras dar un paso adelante. Puedes
ayudarme a abrocharme el quitón.

—Hazlo tú mismo —dijo Laurent.

El curso para el okton estaba enteramente señalado para cuando regresaron, sentándose lado a lado,
sin pronunciar palabra.

La euforia del público era sanguinaria. El okton provocaba eso en ellos, el peligro, la amenaza del des-
figuramiento. El segundo de los blancos estaba martillado en sus pilares, y los sirvientes despejaron
la zona. En el calor del día, la anticipación se manifestaba como el zumbido de un insecto, creciendo
hasta convertirse en un bullicio en el lado sudoeste del campo.

La llegada de Makedon, armado, con un cuadro de hombres atrás, causó una explosión de actividad en
los puestos. Nikandros se estaba levantando de su asiento, tres de sus guardias con sus manos en las
empuñaduras de sus espadas.

Makedon condujo su caballo frente a los puestos, para enfrentar directamente a Damen.

—Te has perdido la jabalina —dijo Damen.

—Una aldea fue atacada en mi nombre —respondió Makedon—. Quiero la oportunidad de una com-
pensación. —Makedon poseía una voz particular, hecha para impartir órdenes que hacían eco a través
de todos los puestos, y la estaba usando en esos momentos, asegurándose que cada espectador reu-
nido para los juegos lo escuchara.

—Tengo ocho mil hombres que lucharán junto a ti en Karthas. Pero no pelearemos bajo el mando de un
cobarde, o un líder inexperto que todavía tiene que probarse en el campo.

Makedon miró a través del curso desplegado en el campo para el okton, y luego miró directamente a
Laurent.
—Haré mi promesa de lealtad —dijo Makedon—, si el Príncipe cabalga.

Damen escuchó la reacción de los que estaban a su alrededor. El Príncipe de Vere era, con solo una
mirada, atléticamente inferior a Damen. Desde luego evitaba los campos de entrenamiento. Ningún
Akielano lo había visto luchar, o ejercitarse. No había participado en ninguna de las competencias aquel
día. No había hecho nada más que sentarse, elegante y relajado, como en esos momentos.

—Los Veretianos no se entrenan en el okton —dio Damen.

—En Akielos, el okton se conoce como el deporte de los reyes —dijo Makedon—. Nuestro propio Rey
competirá en el campo. ¿Será acaso que al Príncipe de Vere le falta valor para cabalgar contra él?

Humillante como era negarse, resultaría peor aceptar, hacer explícita su ineptitud en el campo. Los ojos
de Makedon decían exactamente lo que él quería: su regreso al fracaso, condicionado en la deshonra
de Laurent.

Damen esperó que Laurent diera un paso al costado, que lo evadiera, que encontrara, de alguna ma-
nera, las palabras para zafarse de esa situación. Las banderas flameaban ruidosamente. Los puestos
estaban en silencio.

—¿Por qué no? —dijo Laurent.

Una vez montado, Damen tomó posición frente al curso, sosteniendo su caballo en la línea de partida.
Su montura se movió, malhumorada, impaciente por escuchar el sonido del cuerno en señal de comien-
zo. Dos caballos más lejos del suyo, podía ver la brillante cabellera de Laurent.

Las puntas de las lanzas de Laurent estaban pintadas en azul. Las de Damen, en rojo. De los otros tres
competidores, Pallas, ya coronado triplemente, llevaba lanzas pintadas en verde. Aktis, quien había
ganado el lanzamiento de arpón, tenía blancas. Lydos negras.

El okton era una exposición competitiva, en la cual se tenían que arrojar lanzas mientras se montaba a
caballo. Llamado el deporte de los reyes, era una prueba de puntería, atletismo y habilidad con el ca-
ballo: los competidores debían cabalgar entre dos blancos en una constante figura con forma de ocho,
y arrojar las lanzas. Después, en medio de los mortales fogonazos de los cascos, cada jinete debía
doblarse constantemente para recoger nuevas lanzas, lanzándose hacia otro circuito sin detenerse,
hasta completar ocho circuitos en total. El desafío estaba en lograr que la mayor cantidad posible de
lanzas atinara el centro de los blancos, al mismo tiempo que debían evadir las lanzas voladoras de los
otros jinetes.

Pero el verdadero desafío del okton era este: si fallabas el tiro, tu lanza podía llegar a matar a tu opo-
nente. Si tu oponente fallaba, tú morías.

Damen había practicado el deporte a menudo siendo un niño. Pero el okton no consistía simplemente
en saltar sobre un caballo y hacer un intento, sin importar cuán bueno eras con la lanza. Él había prac-
ticado con instructores durante meses, arriba del caballo en el campo de entrenamiento antes de que
se le permitiera competir por primera vez.

Laurent, él sabía, era bueno montando. Damen lo había visto ir a la carrera a través de un terreno irre-
gular. Lo había visto lanzar al caballo por los aires en la batalla, mientras mataba con precisión.

Laurent también podía arrojar una lanza. Probablemente. La lanza no era un arma de guerra muy co-
mún en Vere, pero la utilizaban en la caza de jabalíes. Laurent seguramente habría arrojado una lanza
subido a un caballo antes.

Pero todo aquello no significaba nada cuando se enfrentaban al okton. Hombres morían practicándolo.
Los hombres caían, sufrían heridas permanentes de una lanza, o de los cascos después de una caída.
Con el rabillo del ojo Damen pudo observar a los médicos, Paschal incluido, que esperaban en los late-
rales, listos para poner vendajes y puntos. Había mucho en juego para todos allí.

Damen no podía auxiliar a Laurent durante la competencia. Con dos ejércitos observando, debía ganar
para defender su propio estatus y posición. Los otros tres jinetes Akielanos tendrían incluso menos
escrúpulos, probablemente no queriendo nada más que vencer al Príncipe Veretiano en el deporte de
los reyes.

Laurent tomó su primera lanza y se enfrentó al curso con aspecto calmo. Había algo intelectual en la
manera en que evaluaba el campo, que lo diferenciaba de los demás jinetes. Para Laurent, la activi-
dad física no era instintiva, y por primera vez se le ocurrió a Damen preguntarse si Laurent siquiera la
disfrutaba. Laurent había sido un ratón de biblioteca de niño, antes de haberse reformado a sí mismo.

No había mucho más tiempo para pensar. Los puntos de partida estaban escalonados, y fue Laurent
quien desenvainó la lanza primero. El cuerno sonó; la multitud gritó. Por un momento, Laurent estaba
cabalgando solo a través del campo con los ojos de cada espectador sobre él.

Se hizo rápidamente aparente que si Makedon esperaba probar que los Veretianos eran inferiores, en
esto, por lo menos, sus esperanzas eran en vano. Laurent podía montar. Delgado y equilibrado, las her-
mosas proporciones de su cuerpo estaban, sin esfuerzo, en comunicación con su caballo. Su primera
lanza voló, la punta pintada de azul: en el centro del blanco. Todo el mundo gritó. Y luego el segundo
cuerno sonó y Pallas salió, cabalgando rápidamente detrás de Laurent, y luego el tercero, y Damen
condujo a su caballo hasta el galope.

Con la nobleza de países enemigos en el campo, el okton se convirtió en uno de los más ruidosos
eventos imaginables. Por el rabillo del ojo, Damen atrapó el arco de una lanza azul (Laurent dándole al
centro del segundo blanco), y una verde (Pallas igualmente). La lanza de Aktis aterrizó a la derecha del
centro. El tiro de Lydos fue corto, y su lanza fue a parar al pasto, obligando al caballo de Pallas a virar.

Damen esquivó a Pallas expertamente, sus ojos en el campo; no necesitaba ver donde aterrizaban sus
lanzas para saber que iban quedando en el centro de los blancos. Conocía el juego lo suficientemente
bien para saber que debía mantener toda su atención en el campo.

Para el final del primer circuito, estaba claro donde la competición real se encontraba: Laurent, Damen
y Pallas estaban dándole al centro del blanco. Aktis, acostumbrado a lanzar desde el suelo, no poseía
la misma habilidad desde un caballo; tampoco lo hacía Lydos.

Llegando a la cúspide, Damen se agachó para agarrar su segundo juego de lanzas, sin disminuir la
velocidad. Se arriesgó a darle una mirada a Laurent y lo vio conducir su caballo por adelante del de
Lydos para hacer su tiro, ignorando el de éste, mientras pasaba a medio pie de él. Laurent lidiaba con
el peligro del okton simplemente comportándose como si no existiera.

Otro centro. Damen podía sentir la excitación de la multitud, la tensión creciendo cada vez que lan-
zaban. Era raro para cualquiera hacer un perfecto okton, mucho menos con tres jinetes en el mismo
partido, pero Damen, Laurent y Pallas todavía tenían que errar un tiro. Oyó el golpe seco mientras una
lanza golpeaba su objetivo a su izquierda. Aktis. Tres circuitos más. Dos. Uno.

El curso era un flujo de arrebatos de caballos, lanzas mortales y cascos que arrancaban el césped. Se
precipitaron hacia el circuito final, alentados por la euforia y el éxtasis de la multitud. Damen, Laurent
y Pallas estaban empatados en puntaje, y por un momento pareció algo perfecto, equilibrado, como si
ellos fueran parte de un mismo todo.
Fue un error que cualquiera podía haber hecho. Un simple error de cálculo: Aktis arrojó su lanza de-
masiado temprano. Damen lo vio; vio la lanza abandonar la mano de Aktis, vio su trayectoria, vio cómo
golpeaba con un golpe seco no el blanco, sino el soporte crucial que sostenía el blanco.

A toda velocidad del galope, los cinco jinetes tuvieron un impulso que no pudo ser detenido. Lydos y
Pallas soltaron sus lanzas. Ambos tiros fueron directos y auténticos, pero el blanco, balanceándose y
colapsando sin su soporte, ya no estaba allí.

La lanza de Lydos cortando el aire del otro lado del curso, iba a golpear a Pallas o a Laurent, quien
estaba cabalgando a su lado.

Pero Damen no pudo hacer nada más que proferir un grito de advertencia que fue arrancado de su boca
por el viento, porque la segunda lanza, la que había arrojado Pallas, estaba apuntando directo hacia él.
No la podía esquivar. No sabía dónde estaban posicionados los otros jinetes, no podía arriesgar su
propia evasión causando que la lanza hiriera a alguno de ellos.

El instinto reaccionó antes que el pensamiento. La lanza estaba yendo directo a su pecho; Damen la
atrapó en el aire, su mano cerrándose fuertemente alrededor del mango, el impulso tiró violentamente
su hombro hacia atrás. Absorbió la potencia de la lanza, apretando su agarre con los muslos para man-
tenerse sobre la montura. Logró ver un atisbo de la cara estupefacta de Lydos a su lado, oyó los llantos
de la multitud. Apenas estaba pensando en él o en lo que había hecho. Toda su atención estaba en la
otra lanza, que volaba hacia Laurent. Su corazón se atoró en su garanta.

Del otro lado del curso, Pallas se había congelado. Afligido, en aquel momento de elección, Pallas solo
podía decidir entre esquivar la lanza y mostrar su cobardía matando a un príncipe, o plantarse en el
suelo y que la lanza impactara en su garganta. Su destino estaba unido al de Laurent, y, a diferencia de
Laurent, no tenía recursos para decidir su movimiento.

Laurent lo sabía. Al igual de Damen, Laurent lo había visto antes, había visto como el blanco colapsaba
y había supuesto los resultados de aquello. En el manojo de segundos extras que le alcanzaron, Lau-
rent actuó sin vacilar. Soltó sus riendas, y mientras Damen miraba cómo la lanza volaba directo hacia
él, saltó, no lejos, sino en el medio del camino que seguía la lanza, brincando desde su caballo al de
Pallas, arrastrándolos a ambos hacia la izquierda. Pallas se balanceó, pasmado, y Laurent lo mantuvo
abajo con su cuerpo, sobre la montura. La lanza pasó sobre ellos y aterrizó en el pasto como si fuera
una jabalina.

El público enloqueció.

Laurent lo ignoró. Se agachó y cuidadosamente hurtó la última lanza de Pallas para él. Y, manteniendo
el caballo de Pallas a galope, mientras los sonidos de la multitud crecían, la arrojó directo hacia el cen-
tro del último blanco.

Completando el okton con una lanza a la delantera de Pallas y Damen, Laurent condujo el caballo en
un pequeño círculo para encontrarse con la mirada de Damen. Sus pálidas cejas levantándose como
si fuera a decir ¿Y bien?

Damen sonrió. Levantó la lanza que había atrapado y, desde donde estaba, en el lado más alejado del
curso, la arrojó. Dejó que atravesara todo el imposible largo del campo, para que golpeara con un golpe
seco, el centro del blanco al lado de la lanza de Laurent, donde esta temblaba.

Caos.

@
Luego, se coronaron el uno al otro con laureles. Fueron llevados hacia la tarima por la multitud apiñada,
rodeados de exclamaciones. Damen bajó su cabeza para recibir el premio en manos de Laurent. Éste
apartó su diadema de oro para dejarle lugar al anillo de hojas.

La bebida fluyó. El nuevo compañerismo era un estimulante manjar de dioses, y era muy fácil dejarse
llevar por él. Había cierta calidez en su pecho cada vez que miraba a Laurent. No lo miraba seguido por
esa misma razón.

Mientras la tarde oscurecía, se movieron hacia adentro para terminar el día acompañados por copas
llenas de vino Akielano y las suaves melodías de una kithara. Había un frágil sentimiento de hermandad
solidificándose entre los hombres, que ellos habían necesitado desde el principio, y que le dio esperan-
za, una esperanza real, para la campaña de mañana.

Los juegos habían sido un éxito y eso había significado algo, por lo menos. Sus hombres cabalgarían
unidos, y si se produce una ruptura en el centro, nadie lo sabría. Él y Laurent eran buenos pretendiendo.

Laurent tomó asiento en uno de los sofás, como si estuviese hecho para él. Damen se sentó a su lado.
Las velas recientemente encendidas iluminaron las expresiones de los hombres a su alrededor, mien-
tras la luz de la tarde desvanecía el resto del salón en una placentera y difusa penumbra.

Desde aquella penumbra apareció Makedon.

Estaba flanqueado por un pequeño séquito, dos soldados con sus cinturones dentados, y un esclavo.
Atravesó todo el salón para detenerse frente a Laurent.

Toda la habitación enmudeció. Makedon y Laurent se enfrentaron. El silencio se alargó.

—Tienes la mente de una serpiente —dijo Makedon, rompiendo el silencio.


—Y tú la de un viejo toro —dijo Laurent. Mantuvieron la vista fija en el otro.

Después de un largo momento, Makedon le hizo señas a su esclavo, quien se acercó con una gran
botella de bebida espirituosa Akielana y dos copas.

—Beberé contigo —le dijo Makedon.

La expresión de éste no cambió. Era como si una pared impermeable ofreciera una puerta. La conmo-
ción se expandió por toda la habitación, y cada ojo en el salón se volvió hacia Laurent.

Damen sabía la cantidad de orgullo que Makedon se había tragado al hacer su oferta, un gesto de
amistad a un principito que tenía la mitad de su edad.

Laurent le dio un vistazo al vino que el esclavo había servido y Damen supo con certeza absoluta que
si aquello era vino, Laurent no lo bebería.

Damen se abrazó a sí mismo, preparado para el momento en que cada trozo de benevolencia que Lau-
rent había obtenido para él mismo, fuera arrojado a la basura, mientras cada uno de los principios de la
hospitalidad Akielana eran insultados, y Makedon volara fuera del salón para siempre.

Laurent agarró la copa frente a él, la vació, y luego volvió a la mesa. Makedon movió la cabeza leve-
mente en señal de aprobación, levantó su propia copa y la vació.

Luego dijo—: Otra.

Luego de un rato, cuando un gran número de copas volteadas se esparcían por la mesa, Makedon se
inclinó hacia adelante y le dijo a Laurent que debía probar la griva, la bebida de su región, y Laurent la
bebió y después de vaciar la copa le dijo que sabía cómo comida para cerdos.
—¡Ja, ja, cierto! —dijo Makedon, quien más tarde contó la historia de sus primeros juegos, cuando
Ephagin ganó el okton y a los hombres encargados de sostener los banderines se les empañaron los
ojos, y todo el mundo tomó otro trago. Después, todos aclamaron cuando Laurent fue capaz de balan-
cear tres copas, una arriba de la otra, mientras que las de Makedon caían.

Más tarde, Makedon se acercó a Damen y le dio este serio consejo:

—Tú no deberías juzgar a los Veretianos tan severamente. Ellos saben beber.

Dicho esto, Makedon agarró a Laurent del hombro y le contó sobre la caza en su región, donde ya no
había más leones como en los viejos tiempos, pero todavía quedaban enormes bestias apropiadas
para la caza de un rey. Los recuerdos de la caza continuaron durante varias copas más y arrastraron
consigo un importante sentimiento de compañerismo. Todo el mundo estaba brindando por los leones
cuando Makedon volvió a agarrar a Laurent por el hombro, en señal de despedida, y se levantó, listo
para dormir. Los hombres encargados de los banderines lo siguieron, saludando con la mano.

Laurent mantuvo una postura escrupulosa hasta que se fueron todos, sus pupilas se dilataron, sus me-
jillas ligeramente sonrojadas. Damen estiró su brazo detrás del respaldo de su silla y esperó.

Después de un largo momento, Laurent dijo:

—Necesitaré algo de ayuda para levantarme.

No contaba con cargar todo el peso de Laurent, pero lo hizo; un cálido brazo se colgó alrededor de su
cuello y de repente se encontró sin aire, con la sensación de Laurent entre sus brazos. Sus manos su-
bieron hacia la cintura de Laurent para darle estabilidad, su corazón comportándose de forma extraña.
Era algo dulce, imposible, ilícito. Sintió el dolor en su pecho.

—El Príncipe y yo nos retiramos —dijo Damen, saludando a los esclavos que permanecían en el salón.

—Es por aquí —dijo Laurent—. Probablemente.

El salón se encontraba desparramado con los últimos vestigios de la reunión, copas de vino y sillones
vacíos. Pasaron frente a Philoctus de Eilon, tumbado sobre uno de ellos, su cabeza entre sus brazos,
durmiendo profundamente como si se tratara de su propia cama. Estaba roncando.

—¿Hoy es la primera vez que te han vencido en el okton?

—Técnicamente, fue un empate —dijo Damen.

—Técnicamente, te dije que era bastante bueno cabalgando. Solía vencer a Auguste todo el tiempo
cuando corríamos carreras en Chastillon. Recién cuando tuve nueve años me di cuenta que él me de-
jaba ganar. Pensaba que tenía un poni muy rápido. Estas sonriendo.

Lo estaba haciendo. Se detuvieron en uno de los pasajes, la luz de la luna iluminando los arcos abiertos
a su izquierda.

—¿Estoy hablando mucho? No puedo tolerar el alcohol para nada.

—Puedo verlo.
—Es mi culpa. Nunca bebo. Debí haberme dado cuenta que lo necesitaba, con hombres como aque-
llos, y hacer un esfuerzo para… ganarme algo de tolerancia…—Hablaba en serio.

—¿Así es como trabaja tu mente? —dijo Damen— ¿Y qué quieres decir con que nunca bebes? Creo
que estas protestando un poco mucho. Estabas borracho la primera noche que te conocí.

—Hice una excepción —dijo Laurent— aquella noche. Dos botellas y media. Me forcé a mi mismo a
tragarlas. Supuse que sería más fácil si estaba borracho.

—¿Qué pensaste que sería más fácil? —preguntó Damen.

—¿Qué? —dijo Laurent— Tú.

Damen sintió que se le erizaban los vellos de todo el cuerpo. Laurent lo dijo suavemente, como si fuese
obvio, sus ojos azules algo difusos, su brazo todavía alrededor del cuello de Damen. Se estaban miran-
do fijamente, parados en la penumbra del pasaje.

—Mi esclavo de cama Akielano —dijo Laurent—, nombrado por el hombre que mató a mi hermano.

Damen dejó salir el aire de sus pulmones dolorosamente.

—No falta mucho —le dijo.

Atravesaron pasajes, los altos arcos y las ventanas que se encontraban a lo largo del ala norte con sus
rejas Veretianas. No era inusual para dos jóvenes deambular juntos por los pasillos, balanceándose,
después de una fiesta, incluso entre príncipes, y Damen podía pretender, por un momento, que ellos
eran lo que parecían ser: hermanos en armas. Amigos.

Los guardias de ambos lados de la entrada estaban muy bien entrenados para reaccionar ante la
presencia de la realeza inclinándose uno encima del otro. Pasaron a través de las puertas exteriores
hacia una habitación más intima. Allí, la cama baja y reclinable era del estilo Akielano, la base tallada
en mármol. Era simple, abierta desde su base hasta la cabecera curva.

—Nadie debe entrar —ordenó Damen a los guardias.

Era consciente de lo que implicaba: Damianos entrando a una recámara con un joven en sus brazos y
ordenando que nadie más entrara, pero lo ignoró. Si a Isander repentinamente se le ocurría una alar-
mante razón de porqué el frígido Príncipe de Vere había pasado por alto sus servicios, que así fuera.
Laurent, sumamente reservado, no querría a su familia presente mientras lidiaba con los efectos de una
noche que valió la pena pasarla bebiendo.

Laurent iba a despertarse con un fuerte dolor de cabeza avivando su lengua corrosiva, y compadecería
a cualquiera que se le acercara a él entonces.

En cuanto a Damen, él le iba a dar a Laurent un empujoncito en la espalda que lo enviara tambaleando
los cuatro pasos hasta la cama. Damen sacó el brazo de Laurent de alrededor de su cuello, liberándo-
se de su agarre. Laurent dio un paso por sus propios medios y levantó una mano hacia su chaqueta,
parpadeando.

—Atiéndeme —le dijo sin pensar.

—¿En nombre de los viejos tiempos? —le dijo Damen.

Fue un error decir eso. Dio un paso adelante y puso sus manos en los lazos de la chaqueta de Laurent.
Comenzó a desatarlos. Sintió la curva de las costillas de Laurent mientras los lazos se desenhebraban
de sus amarres.
La chaqueta se enredó en la muñeca de Laurent. Le supuso algo de esfuerzo sacársela, desarreglando
la camisa de Laurent. Damen se detuvo, sus manos todavía dentro de la chaqueta.

Debajo de la fina tela de la camisa de Laurent, Paschal había vendado su hombro para que se forta-
leciera. Sintió una punzada al verlo. Era algo que Laurent no lo hubiese dejado ver si estuviera sobrio,
una sagaz violación a la privacidad. Pensó en las dieciséis lanzas arrojadas, con un constante esfuerzo
del brazo y el hombro, después de un esfuerzo severo el día anterior.

Damen dio un paso atrás y dijo:

—Ahora puedes decir que fuiste servido por el Rey de Akielos.

—Podría haberlo dicho de todas formas.

Iluminada por la lámpara, la habitación estaba bañada en una luz naranja, que revelaba su simple mo-
biliario: las sillas bajas, la mesa pegada a la pared con su cuenco lleno de frutas recientemente recogi-
das. Laurent tenía una presencia diferente en su camiseta blanca. Detrás de él, la luz se concentraba
en la cama, donde el aceite flameaba en un pequeño contenedor pulido, y caía sobre los almohadones
y la base tallada en mármol.

—Te extraño —dijo Laurent—. Extraño nuestras conversaciones.

Aquello era demasiado. Recordó estar atado al poste donde casi lo matan; sobrio, Laurent había mar-
cado claramente la línea, y era consciente que la había cruzado, ambos lo habían hecho.

—Estás borracho —le dijo Damen—. No eres tú mismo. Debería llevarte a la cama.

—Entonces hazlo —dijo Laurent.

Maniobró con el cuerpo de Laurent hasta la cama y luego lo empujó suavemente hacia ella, al igual que
cualquier soldado hubiese ayudado a su amigo borracho a llegar al catre en su tienda.

Laurent se quedó donde Damen lo había puesto, de espaldas y con la camisa medio abierta, su pelo
revuelto, su expresión imprudente. Empujó su rodilla hacia un lado y su respiración se ralentizó, como
si estuviera dormido, la fina tela de su camisa descansaba sobre su piel, levantándose y bajándose con
cada movimiento de su pecho.

—¿No te gusto así?

—Este realmente…no eres tú

—¿No lo soy?

—No. Me matarás cuando vuelvas a estar sobrio.

—Ya he intentado matarte. Parecería que no puedo hacerlo. Sigues anulando mis planes.

Damen encontró una jarra de agua y la vertió en una copa que llevo hacia la mesita que se encontraba
al lado de la cama de Laurent. Luego, vació el cuenco de frutas y lo puso en el suelo a un costado, para
usarlo como cualquier soldado borracho usaría un casco vacío.

—Laurent, duerme. En la mañana podrás castigarnos a ambos. U olvidar que esto alguna vez pasó. O
pretender.

Hizo todo aquello hábilmente, aunque se dio cuenta que antes que vertiera el agua, le tomó un momen-
to recuperar la respiración. Puso ambas manos en la mesa e inclinó su peso sobre ella, algo jadeante.
Puso la chaqueta de Laurent sobre una silla. Cerró los postigos para que la luz del sol no molestara
en la mañana. Después atravesó la habitación hasta llegar a la puerta, volviéndose solo una vez para
echar un último vistazo a la cama.

Laurent, cayendo a través de dispersos pensamientos en un profundo sueño dijo:

—Sí, tío.
Capítulo 10
Traducido por Ella R
Corregido por Reshi

Damen estaba sonriendo. Se recostó sobre su espalda, su brazo sobre su frente, la sabana enroscada
en la parte baja de su cuerpo. Había estado despierto hace alrededor de una hora en la luz de la ma-
ñana.

Los eventos de la noche anterior, infinitamente complicados bajo la luz de las velas en la recámara de
Laurent, se habían disuelto en un solo y maravilloso hecho aquella mañana.

Laurent lo extrañaba.

Sintió una oleada de alegría ilícita cuando pensó en eso. Recordó a Laurent mirándolo fijamente. Si-
gues anulando mis planes. Laurent iba a estar furioso cuando él llegara a la reunión matutina.

—Estas de buen humor —le dijo Nikandros, mientras entraba en el salón.

Damen le dio una palmadita en el hombro y tomó su lugar en la larga mesa.

—Tomaremos Karthas —dijo Damen.

Había convocado a cada uno de los encargados de los banderines para la reunión. Este sería su primer
ataque a un fuerte Akielano, y ellos lo ganarían, rápida y definitivamente.

Pidió que acercaran un arenero de su preferencia. Marcada con profundos y rápidos trazos, la estra-
tegia era visible sin necesidad que se golpearan las cabezas al inclinarse para poder mirar detenida-
mente las líneas trazadas con tinta de un mapa. Straton llegó con Philoctus, ambos arremangando sus
faldas al sentarse. Makedon ya estaba presente, junto con Enguerran. Vannes también llegó y tomo
asiento, arreglando sus faldas similarmente.

Laurent entró, sin su habitual gracia, más bien como un leopardo con jaqueca, alrededor del quien se
debía caminar con mucho cuidado.
—Buenos días —saludó Damen.

—Buenos días —correspondió Laurent, después de una infinitesimal pausa, como a lo mejor, por pri-
mera vez en su vida, el leopardo no estuviera muy seguro de qué hacer.

Laurent se sentó en el trono de roble al lado de Damen y mantuvo sus ojos cuidadosamente posados
en el espacio frente a él.

—¡Laurent! —Lo saludó Makedon calurosamente— Estoy contento de aceptar tu invitación para cazar
contigo en Acquitart cuando esta campaña se termine. —Le dio una palmadita a Laurent en el hombro.

—Mi invitación —dijo Laurent.


Damen se preguntó si alguna vez en su vida le habían dado una palmadita en el hombro.

—Envié un mensajero a mi hogar esta misma mañana para decirles que comiencen a preparar lanzas
ligeras para los rebecos1.

—¿Ahora cazas junto a Veretianos? —preguntó Philoctus.

—Una copa de griva y duermes como si estuvieras muerto —dijo Makedon. Volvió a darle una palma-
dita en el hombro a Laurent. —¡Este de aquí bebió seis! ¿Puedes dudar de su fuerza de voluntad? ¿La
firmeza de su brazo en la caza?

—No la griva de tu tío —dijo una voz horrorizada.

—Con dos de nosotros cabalgando no quedarán más rebecos en las montañas —Otra palmadita. —.
Ahora nos dirigiremos hacia Karthas para probar nuestra valía en batalla.

Aquello provocó una oleada de camaradería entre los soldados. Laurent típicamente no compartía esa
camaradería y no sabía qué hacer.

Damen se sintió reacio a dar un paso hacia el arenero.

—Meniados de Sicyon envió un heraldo para entablar una conversación con nosotros. Al mismo tiem-
po, lanzó ataques en nuestra aldea con la intención de sembrar la discordia e incapacitar a nuestro
ejército —dijo Damen, mientras trazaba una marca en la arena. —. Hemos enviado jinetes a Karthas
para ofrecerle la opción de rendirse o de luchar.

Esto lo había hecho antes del okton. Karthas era un clásico fuerte Akielano designado para anticipar los
ataques, su aproximación vigilada por una serie de guardias desde las torres al estilo tradicional. Tenía
confianza en que iban a tener éxito. Con cada guardia que caía, las defensas de Karthas disminuirían.
Aquella era la fortaleza y la debilidad de los fuertes Akielanos: dispersaban recursos, en vez de conso-
lidarlos detrás de una gran muralla.

—¿Has enviado jinetes para anunciar tus planes? —le preguntó Laurent.

—Así es como lo hacemos los Akielanos —dijo Makedon, como si se tratara de un sobrino un poco
lento de entendederas. —. Una victoria honorable impresionará a los kyroi y ganará el apoyo que nece-
sitamos en el Encuentro de Reyes2.

—Ya veo, gracias —dijo Laurent.

—Atacaremos desde el norte —continuó Damen—, aquí y aquí —dijo, haciendo marcas en la arena—,
y tendremos bajo control la primera torre de vigilancia antes de hacer nuestro asalto al fuerte.

Las tácticas eran directas y la discusión progresó hasta que llegó rápidamente a su conclusión. Laurent
dijo muy poco. Las pocas preguntas que tenían los Veretianos hacia las maniobras Akielanas fueron
hechas por Vannes, y respondidas satisfactoriamente. Habiendo recibido las órdenes para marchar, los
hombres se levantaron para partir.

Makedon estaba explicando las virtudes del té de hierro a Laurent, y cuando éste se masajeó la sien
con sus finos dedos, Makedon remarcó, levantándose:
1 Rebeco. Mamífero rumiante ovino parecido a la cabra que habita en zonas escabrosas de alta montaña en las grandes cordilleras de Europa central

y meridional y Asia menor, formando rebaños.

2 Encuentro de Reyes. Original Kingsmeet.


—Deberías hacer que tu esclavo te traiga un poco.

—Tráeme un poco —dijo Laurent.

Damen se levantó. Y se detuvo.

Laurent se había quedado muy quieto. Damen se quedó allí parado, incómodamente. No podía pensar
en ninguna otra razón por la cual se había levantado.

Levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Nikandros, quien lo estaba mirando fijamente.
Nikandros estaba junto a un pequeño grupo a un lado de la mesa, los últimos hombres que quedaban
en el salón. Él había sido el único que había visto y oído aquello. Damen solo se quedó allí parado.

—La reunión se ha terminado —anunció Nikandros a los hombres a su alrededor, en voz muy alta. —.
El Rey está listo para partir.

El salón se despejó. Había quedado a solas con Laurent. El arenero estaba entre ellos, la marcha hacia
Karthas explayada en detalle. La ácida mirada azul de Laurent sobre él no tenía nada que ver con la
reunión.

—Nada sucedió —dijo Damen.

—Algo sucedió —le dijo Laurent.

—Estabas borracho —le dijo Damen—, te llevé devuelta hasta tu dormitorio. Me pediste que te aten-
diera.

—¿Qué más?

—Te atendí —dijo Damen.

—¿Qué más? —Volvió a repetir Laurent.

Había pensado que tener una ventaja sobre un Laurent con resaca sería una experiencia que disfru-
taría, excepto que Laurent estaba comenzando a verse como si estuviera a punto de vomitar. Y no
exactamente por la resaca.

—Oh, déjalo ya. Estabas demasiado borracho hasta para saber hasta tu propio nombre, ¿qué impor-
tancia tiene con quién estabas o qué estabas haciendo? ¿De verdad crees que me aprovecharía de ti
en esa condición?

Laurent lo estaba mirando fijamente.

—No —dijo, incómodamente, como si, de repente ahora poniendo toda su atención en la pregunta,
estuviera a punto de darse cuenta cuál sería la respuesta. —. No creo que lo harías.

Su rostro estaba blanco, su cuerpo tensionado. Damen esperó.

—¿Acaso yo… —comenzó Laurent. Le tomó un tiempo pronunciar las palabras. —Dije algo… —Lau-
rent se mantuvo tenso, a la espera. Levantó su mirada para encontrarse con la de Damen.
—Dijiste que me extrañabas —dijo Damen.

Laurent se ruborizó, su cara bañada de un llamativo rojo.

—Ya veo. Gracias por… —Podía ver como Laurent saboreaba los bordes de su declaración— resistirte
a mis avances.

En el silencio se oían las voces más allá de la puerta que no tenían nada que ver con ellos, ni con la
honestidad del momento que casi dolía, como si se encontraran nuevamente en la recámara de Laurent
junto a la cama.

—También te extraño —le dijo—. Estoy celoso de Isander.

—Isander es un esclavo.

—Yo era un esclavo también.

El momento causaba dolor. Laurent encontró su mirada, sus ojos demasiado claros.

—Tú nunca fuiste un esclavo, Damianos. Tú has nacido para reinar, al igual que yo.

Se encontró en los viejos cuartos residenciales del fuerte.

Era más silencioso allí. Los sonidos de la ocupación Akielana enmudecían. La gruesa piedra acallaba
todos los ruidos y solo quedaba la construcción, los huesos de Marlas, su tapicería y sus celosías3
derribadas, expuestas ante él.

Era un hermoso fuerte. Notó aquello, los fantasmas de su gracia Veretiana, de lo que había sido; de
lo que podría volver a ser, tal vez. Por su parte, este era un adiós. No podía regresar allí, y si lo hacía,
como un Rey visitante, sería diferente, restaurado como correspondía a manos de Vere.

Simplemente devolvería Marlas, que había sido ganado a duras penas.

Aquello era extraño de pensar. Lo que una vez había sido un símbolo de victoria Akielana, parecía
ahora un símbolo de todo lo que había cambiado en él, la manera en la que veía todo ahora, con ojos
renovados.

Fue hacia una vieja puerta y se detuvo. Había un soldado apostado allí como formalidad. Damen le hizo
una seña para que se hiciera a un lado.

Era un conjunto de habitaciones, cómodas y bien iluminadas con un fuego ardiendo en el hogar y una
serie de muebles que incluían los asientos reclinables Akielanos, un baúl d madera con almohadones
y una mesa baja en frente al fuego con un juego y sus piezas sobre ella.

La niña de la aldea se sentó, agazapada y pálida, frente a una mujer mayor que llevaba un camisón-
gris; brillantes monedas utilizadas para un juego de niños estaban esparcidas en la mesa entre ellas.
Cuando Damen entró, la niña se levantó espantada; las monedas golpeando el suelo con un tintineo.

3 Celosías. Enrejado de pequeños listones, generalmente de madera o hierro, que se coloca en las
ventanas y otros huecos análogos para poder ver a través de él sin ser visto.
La mujer mayor también se levantó. La última vez que Damen la había visto, ella lo estaba alejando de
una cama con la punta rota de una lanza.

—Lo que le sucedió a tu aldea… Juré que encontraría a los responsables y los haría pagar por aquello.
Lo dije en serio —dijo Damen en Veretino—. Ambas tendrán un lugar aquí, si así lo desean, entre ami-
gos. Marlas pertenecerá a Vere nuevamente. Esa es mi promesa a ustedes.

—Ellos nos dijeron quién eras tú —dijo la mujer.


—Entonces sabes que tengo el poder para mantener lo que prometo —dijo Damen.

—Crees que si nos dieras… —La mujer se detuvo.

Se plantó al lado de la niña, las dos de ellas como un muro pálido, oponiendo resistencia. Sintió la
incongruencia de su presencia.

—Deberías irte —dijo la niña—, estás asustando a Genevot.

Damen miró hacia Genevot, quien estaba temblando. No estaba asustada, estaba furiosa. Estaba fu-
riosa con él, con su presencia allí.

—No fue justo lo que sucedió con tu aldea —le dijo Damen—. Ninguna pelea es justa. Alguien siempre
es más fuerte. Pero haré justicia, te lo juro.

—Desearía que los Akielanos nunca hubieran venido a Delfeur —dijo la niña—. Desearía que alguien
hubiese sido más fuerte que tú.

Ella le dio la espalda cuando terminó de hablar. Era un acto de valentía, una niña frente a un Rey. Luego
fue y levantó una moneda del suelo.

—Está bien Genevot —dijo la niña—. Mira, te enseñaré un truco. Mira mi mano.

La piel de Damen se erizó al reconocerlo; el eco de otra presencia, el terrible aplomo familiar que la niña
imitó al cerrar la mano sobre la moneda, sosteniendo su puño frente a ella.

Sabía quién había estado allí antes que él, quién se había sentado con ella y le había enseñado aque-
llo. Él había visto aquel truco antes. Y a pesar de que con ocho años, su juego de manos era algo torpe,
ella se las arregló para meter la moneda dentro de su manga de manera que, cuando volvió a abrir la
mano, estaba vacía.

En el campo que se extendía ante Marlas, el ejército ensamblado estaba reunido junto a sus adjun-
tos: los escoltas, los heraldos, las carretillas con suministros, el ganado, los médicos y aristócratas,
incluyendo a Vannes, Guion y su esposa Loyse, quién, en caso de una batalla campal, tendría que ser
separada, llevada al campamento y acomodada allí mientras los soldados peleaban.
Estrellas y leones. Se expandían hasta quedar fuera de la vista, tantos banderines en lo alto que pare-
cían más una flota de barcos que una columna de hombres marchando. Damen observó la alineación
desde su caballo y se preparó para tomar lugar al frente.

Vio a Laurent, también montado; una espícula4 ceñuda con cabello rubio. Erguido rígidamente en la
4 Espícula. Cuerpo u órgano pequeño en forma de aguja, especialmente el que sirve para sostener los tejidos de algunos animales, como las espon-

jas o ciertos moluscos.


montura, su armadura pulida brillaba, sus ojos impersonales cargados de órdenes. Con el dolor de
cabeza que Laurent tenía por el griva, era probablemente algo bueno que pronto estuviera matando
personas.

Cuando Damen miró hacia atrás, los ojos de Nikandros estaban sobre él.

Había una mirada diferente en el rostro de Nikandros de la que había visto esa mañana, y no era solo
porque había presenciado como Damen respondía a la orden de Laurent al final de la reunión. Damen
tironeó de las riendas.

—Has estado escuchando los chismes de esclavos.

—Pasaste la noche en la recámara del Príncipe de Vere.

—Pasé diez minutos en su recámara. Si crees que me lo cogí durante ese tiempo, me subestimas. —
Nikandros no movió su caballo a un lado.

—Jugó con Makedon en aquella aldea. Lo engañó perfectamente, al igual que te engañó a ti.

—Nikandros…

—No. Escúchame Damianos. Estamos cabalgando hacia Akielos porque el Príncipe de Vere ha decidi-
do llevar su lucha hacia tu país. Será Akielos quien saldrá herido de este conflicto. Y cuando las batallas
terminen y Akielos quede exhausto por la pelea, alguien va a dar un paso adelante y tomar las riendas
del país. Asegúrate de ser tú. El Príncipe de Vere es muy bueno comandando a la gente, muy bueno
manipulando a quienes están a su alrededor para salirse con la suya.

—Ya veo. ¿Estás advirtiéndome nuevamente que no me acueste con él?


—No —dijo Nikandros—. Sé que volverás a acostarte con él. Estoy diciendo que cuando él te lo permi-
ta, pienses acerca de lo que él quiere.

Damen entonces espoleó su caballo y lo condujo al lado del de Laurent, mientras tomaban posiciones,
lado a lado. Laurent estaba sentado con la espalda recta en la montura a su lado, una figura de metal
pulido. No había signos del vacilante joven de esa mañana. Había solo un perfil implacable.

Los cuernos sonaron. Las trompetas también. Todo el panorama de los ejércitos unidos comenzó a
moverse, dos rivales cabalgando juntos, azul junto a rojo.

Las torres de vigilancia estaban vacías.

Eso era lo que los exploradores estaban gritando cuando volvieron cabalgando en agitados caballos,
con sus noticias inquietantes. Damen gritó para responderles. Todo el mundo tenía que gritar para ser
oído sobre la cacofonía5 del sonido: las ruedas, los caballos, los sonidos metálicos que producían los
hombres al moverse en sus armaduras, el retumbar de la tierra, el ruido de cuernos que rompía oídos
y significaba que su ejército estaba marchando. La columna se expandió desde la cima de la colina
hacia el horizonte, una línea de cuadrados seccionados que se movían sobre campos y colinas. Todo
su ejército estaba listo para descender en un ataque hacia las torres de Karthas.

5 Cacofonía. Efecto acústico desagradable que resulta de la combinación de sonidos poco armóni-
cos.
Pero las torres estaban vacías.

—Es una trampa —dijo Nikandros.

Damen le ordenó a un pequeño grupo que se separara del ejército principal y tomara la primera torre. Él
miró desde la cima de la colina. Ellos fueron hacia allí a medio galope, desmontaron, tomaron un ariete
de madera y forzaron la puerta.

La torre era una extraña forma de ladrillo contra el horizonte, sin actividad en ella; piedra sin vida que
debería estar habitada, en cambio estaba vacía. A diferencia de una ruina, reclamada por la naturaleza
para formar parte de su paisaje, la torre vacía era incompatible, una señal de que algo no iba bien.

Observó a sus hombres, tan pequeños como hormigas, entrar a la torre sin resistencia. Había un ex-
traño, espeluznante silencio que se extendió por minutos durante los cuales nada pasó. Después sus
hombres salieron, montados, y trotaron de vuelta al grupo para reportar la información.

No había trampas. No había defensas. No había pisos defectuosos que los arrojaran violentamente
hacia abajo, ni contenedores con aceite hirviendo, ni arqueros escondidos ni hombres con espadas
saliendo de detrás de las puertas. Simplemente estaba vacío.

La segunda torre estaba vacía, y la tercera, y la cuarta.

Estaba cayendo en la cuenta de la realidad mientras sus ojos pasaban sobre el fuerte, las bajas pare-
des de cal, gruesas y grises, las fortificaciones arriba de estas construidas con ladrillos de adobe. La
baja torre de dos pisos tenía techo de tejas y había sido construida para albergar a los arqueros. Pero
las troneras estaban a oscuras y no disparaban. No había banderines. No había sonidos.

—No es una trampa. Es una retirada —dijo Damen.

—Sí lo es, ellos estaban huyendo de algo —dijo Nikandros—. Algo que los tenía atemorizados.

Miró hacia el fuerte en lo alto de su ascenso, y luego a su ejército extendiéndose detrás de él, una milla
de rojo junto a un azul peligrosamente brillante.

—Nosotros —dijo Damen.

Cabalgaron hasta pasar las rocas dentadas y subieron la inclinada loma que dirigía al fuerte. Atrave-
saron sin impedimentos la puerta que daba hacia el patio delantero, el cual constaba de cuatro torres
pequeñas, amenazantes sobre ellos como un silencioso cul-de-sac6. Las pequeñas torres fueron dise-
ñadas para que de ellas cayeran llamas enfiladas que atraparan a un ejército mientras se acercaba a
la puerta. Se mantuvieron inmóviles y silenciosas cuando los hombres de Damen utilizaron el ariete de
madera y abrieron a la fuerza las grandes puertas que llevaban al fuerte principal.

Una vez dentro, la anormal cualidad del silencio creció, el patio interior estaba desierto, el agua inmóvil
de la simple y elegante fuente ya no corría. Damen vio una abandonada canasta volteada, tumbada en
el mármol. Un gato desnutrido saltó sobre la pared.

Él no era un idiota, y advirtió a sus hombres sobre las trampas, las bodegas contaminadas y los pozos
envenenados. Prosiguieron sistemáticamente hacia adelante, a través de los vacíos lugares públicos y
las residencias privadas del fuerte.

Allí los signos de la retirada eran más evidentes; muebles desordenados, y sus contenidos tomados
en la huida, un cuadro que ya no estaba colgado en la pared y otro que sí había quedado allí. Podía

6 Cu-de-sac. Callejón sin salida.


ver en las perturbadas zonas de viviendas los momentos finales, el desesperado consejo de guerra, la
decisión de huir. Quien sea que lo haya ordenado, el ataque a la aldea había resultado contraproducen-
te. En vez de poner a Damianos en contra de su general, había forjado a su ejército en una poderosa
fuerza y lo había enviado a sembrar el miedo en su nombre a través de la campiña.

—¡Aquí! —Llamó una voz.

En la más recóndita parte del fuerte, habían encontrado una puerta en forma de barricada.

Les hizo una señal a sus hombres para que actúen con precaución. Era la primera señal de resistencia,
el primer indicio de peligro. Dos docenas de soldados se reunieron y él asintió con la cabeza, en señal
de que procedieran. Tomaron el ariete de madera y astillaron la puerta hasta que cedió.

Era una iluminada habitación, espaciosa, que todavía estaba adornada con bellísimos muebles. Desde
el elegante sillón reclinable con su base tallada, hasta las pequeñas mesas de bronce; todo estaba
intacto.

Y él vio lo que le aguardaba en el vacío fuerte de Karthas.

Ella se sentó en el sillón reclinable. A su alrededor, siete mujeres la atendían, dos de ellas eran escla-
vas, una criada anciana, las otras de buena cuna, parte de su familia. Sus cejas se habían elevado al
oír la puerta ceder como si fuese una menor, desagradable falta de modales.
Ella nunca había llegado hacia el Triptolme para dar a luz. Debió haber planeado el ataque en la aldea
para detenerlo o retrasarlo, y al no salir como lo había planeado, había quedado atrás, abandonada. El
parto había llegado demasiado temprano para ella. Recientemente, juzgando por las suaves manchas
color sepia debajo de sus ojos. Eso explicaría, también, porque había sido dejada atrás, demasiado
débil para viajar mientras los demás huían, dejándola sola con las mujeres dispuestas a quedarse junto
a ella.

Él estaba sorprendido de ver que tantas mujeres se habían quedado. Tal vez ella las había forzado:
quédense o les cortaré la garganta. Pero no. Ella siempre había sido capaz de inspirar la lealtad.

Su cabello rubio caía en bucles sobre su hombro, sus pestañas arqueadas, su cuello tan elegante como
una columna. Estaba un poco pálida, con nuevas arrugas ligeras sobre su frente, que no hacían nada
para dañar su gran, clásica perfección, y parecían realzarla, como los acabados en un florero.

Estaba hermosa. Como todo en ella, era algo que notabas inicialmente y luego descartabas a la fuerza,
porque era el aspecto menos peligroso de ella. Era su mente, deliberada, calculadora, lo que era una
amenaza, y lo saludaba desde detrás de un par de fríos ojos azules.

—Hola, Damen —dijo Jokaste.

Se obligó a mirarla. Se obligó a recordar cada parte de ella, la forma en que había sonreído, el lento
avance de sus sandalias mientras él estaba colgando encadenado, el roce de sus elegantes dedos
sobre su cara magullada.

Luego se volvió hacia el soldado de infantería a su derecha, delegando una tarea trivial por debajo de
él, y que ahora no significaba nada.

—Llévensela —dijo—. Tenemos el fuerte.


Capítulo 11
Traducido por Caro Monastero
Corregido por Reshi

Se encontró a sí mismo en el solar de las mujeres, con su luz, espacioso equipamiento y el sillón recli-
nable, tallado con un diseño simple, ahora permaneciendo vacío. La ventana tenía una vista a todo el
camino hasta la primera torre.

Ella habría visto a su ejército llegar desde aquí, escalando la lejana colina y tirando más cerca, obser-
vando cada paso de su progreso al fuerte.

Habría visto partir a su propia gente, tomando comida y carretas y soldados, huyendo hasta que el
camino estuvo vacío, hasta que la quietud descendió, hasta que el segundo ejercito apareció, lo sufi-
cientemente lejos para estar en silencio, pero acercándose

Nikandros vino para ponerse de pie a su lado.

—Jokaste esta confinada en una celda en el ala sur. ¿Tienes nuevas órdenes?

—¿Desnudarla y enviarla a Vere como esclava? —. Damen no se movió del alfeizar.

— Realmente no quieres eso. — dijo Nikandros.

—No—, dijo él. —Quiero que sea peor.

Lo dijo con los ojos en el horizonte. Sabía que no permitiría que la tratasen con nada menos que res-
peto. La recordó haciendo su camino sobre el frio mármol hacia él en los baños de esclavos. Podía ver
su mano en los ataques que tuvieron lugar en la aldea, en la artimaña de Makedon.

—Nadie va a hablar con ella. Nadie va a entrar a su celda. Denle todas las comodidades. Pero no la
dejen hacerse con ningún hombre— ya no era un tonto. Conocía sus habilidades.— Pon a tus mejores
soldados en su puerta, a los más leales, y elígelos de entre quienes no tienen gusto por las mujeres.

— Asignaré a Pallas y Lydos. —Nikandros asintió, y partió para obedecer sus órdenes.
Familiarizado con la guerra, Damen sabía que venía después, pero continuo sintiendo una desagra-
dable satisfacción cuando la primera de sus alertas desde las torres de vigilancia comenzaron a so-
nar, todo el sistema de alarma resplandeciendo a la vida: cuernos en las torres internas sonando, sus
hombres gritando ordenes, tomando sus posiciones en los torreones, fluyendo de las puertas de los
hombres. Justo a tiempo.

Meniados había huido. Damen tenía el control de ambos, de este fuerte y de una poderosa prisionera
política en Jokaste. Y él y sus hombres estaban en su camino hacia el sur.

Los heraldos del Regente habían llegado a Karthas.


@

Él sabía qué veían los ojos Veretianos cundo lo miraban: un bárbaro en su salvaje esplendor.

No hizo nada para disminuir esa impresión. Se sentó sobre el trono en armadura, sus muslos y brazos
pesados con músculos desnudos. Miro al heraldo del Regente entrar al salón.

Laurent sentado junto a él en un idéntico trono. Damen dejo que el heraldo del Regente los viera —rea-
leza flanqueada por soldados Akielanos en beligerantes armaduras hechas para matar. Lo dejo llevarse
esta sala de piedra desnuda de un fuerte provincial, enfurecida con las lanzas de los soldados, donde el
Akielano asesino-del-príncipe se sentaba junto al Príncipe Veretiano en la tarima, vestido con el mismo
cuero crudo como sus soldados.

Lo dejo ver a Laurent también, dejarlo ver la imagen que presentaron, realeza unida. Laurent era el
único Veretiano en una sala llena de Akielanos. A Damen le gustaba. Le gustaba tener a Laurent junto
a él, le gustaba dejar que el heraldo del Regente viera que Laurent tenía a Akielos de su lado— tenia a
Damianos de Akielos, ahora en su favorecida arena de guerra.

El heraldo del Regente estaba acompañado por una partida de seis, cuatro guardias ceremoniales y
dos dignatarios Veretianos. Caminar a través de un salón de Akielanos armados los tenia nerviosos,
aunque se acercaron a los tronos insolentemente, sin doblar una rodilla, el heraldo del Regente se de-
tuvo en los escalones de la tarima encontrando los ojos de Damen con arrogancia.
Damen instalo todo su peso en su trono, tendiéndose en el confortablemente, y miraba todo esto suce-
der. En Ios, los soldados de su padre habrían tomado al heraldo del brazo y forzarlo a inclinarse, con la
frente en el suelo, con un pie sobre su cabeza.

Suavemente levanto sus dedos. El gesto imperceptible detuvo a sus hombres de hacer lo mismo ahora.

La última vez, Damen recordó vívidamente, el heraldo del Regente había sido recibido en un frenesí en
un patio, Laurent pálido, golpeteando en su caballo, girando su montura hacia abajo para enfrentar al
heraldo de su tío.

Recordó la arrogancia del heraldo, sus palabras, y el saco de arpillera prendido a su montura.

Era el mismo heraldo. Damen reconoció su cabello más oscuro y complexión, sus espesas cejas y el
bordado estampado en el encaje de su chaqueta Veretiana. Su partida de cuatro guardias y dos oficia-
les se detuvo detrás de él.

—Nosotros aceptamos la renuncia del Regente en Charcy—, dijo Damen.

El heraldo enrojeció.

—El Rey de Vere envía un mensaje.

—El Rey de Vere está sentado junto a nosotros—dijo Damen.—No reconocemos la falsa reclamación
al trono de su tío.

El heraldo fue forzado a pretender que esas palabras no habían sido dichas. Él se giró de Damen a
Laurent.

—Laurent de Vere. Su tío extiende su amistad a ti en buena fe. Él le ofrece una oportunidad de restaurar
su buen nombre.
—¿Sin cabeza en una bolsa?—dijo Laurent.

La voz de Laurent era apacible. Relajado en el trono, una pierna extendida frente a sí mismo, un muslo
colocado elegantemente sobre el brazo de madera, el cambio en el poder era evidente. Él ya no era el
pícaro sobrino, peleando solo en la frontera. Era un significativo, recientemente establecido poder, con
tierras y un ejército propio.

—Su tío es un buen hombre. El Consejo ha hecho un llamado para su muerte, pero su tío no los oirá.
El no aceptara los rumores que ha encendido en su propia gente. Quiere darle una oportunidad de
probarse a sí mismo.

—Probarme a mí mismo—dijo Laurent.

—Un juicio justo. Venga a Ios. Parese frente al Consejo y defienda su caso y si es encontrado inocente,
todo lo que es suyo regresara a usted.

—Todo lo que es mío—Laurent repitió las palabras del heraldo por segunda vez.

—Su Alteza—dijo uno de los dignatarios, y Damen estaba sorprendido de reconocer a Estienne, un
aristócrata menor de la facción de Laurent.
Estienne tenía las buenas maneras para barrer fuera su sombrero.—Su tío ha sido justo con todos
aquellos quienes se cuentan como tus simpatizantes. Él simplemente quiere darte la bienvenida de
vuelta. Puedo asegurarle que este juicio es solo una formalidad para apaciguar al Consejo-—.Estienne
hablo con su sombrero agarrado seriamente en sus manos—Incluso si ha habido algunas… indiscre-
ciones menores, solo necesita mostrar arrepentimiento y el abrirá su corazón. Él sabe cómo tus segui-
dores conocen que lo que están diciendo sobre usted en Ios no es… no puede ser verdad. No es un
traidor de Vere.

Laurent solo miro a Estienne por un momento, antes de cambiar su atención de vuelta al heraldo.

—¿Todo lo que es mío regresara a mí?¿Esas fueron sus palabras? Dime sus palabras exactas.

—Si viene a Ios para enfrentar su juicio,—dijo el heraldo,—todo lo que es suyo regresara a usted.

—¿Y si me niego?

—Si se niega, será ejecutado—dijo el heraldo.—Su muerte será la muerte publica de un traidor, su
cuerpo expuesto en las puertas de la ciudad para que todos vean. Lo que quede no recibirá entierro.
No será sepultado con su padre y hermano. Su nombre será tachado del registro familiar. Vere no lo
recordara, y todo lo que es suyo será repartido por separado. Esa es la promesa del Rey y mi mensaje.

Laurent no dijo nada; un silencio poco característico, y Damen vio los sutiles signos, la tensión cru-
zando sus hombros, el musculo tenso en su mandibula. Damen giro todo el peso de su mirada en el
heraldo.

—Ve de vuelta al Regente—dijo Damen,—y dile esto. Todo lo que es legítimamente de Laurent regre-
sara a él cuándo porqué es el Rey. Las falsas promesas de su tío no nos tientan. Somos los Reyes de
Akielos y Vere. Mantendremos nuestro estado, e iremos a él en Ios cuando montemos a la cabeza de
ejércitos. El enfrenta a Vere y Akielos unidos. Y caerá ante nuestro poderío.

—Su Alteza—dijo Estienne, su agarre en el sombrero ahora ansioso.—Por favor. ¡No puede aliarse con
este Akielano, no después de todo lo que se dijo acerca de él, de todo lo que hizo! Los crímenes de los
que es acusado en Ios son peores que los suyos propios.

—¿Y de qué se me acusa?—dijo Damen con absoluto desdén. Fue el heraldo quien respondió, en claro
Akielano y en una voz que llevo a cada rincón del salón.
—Eres un patricida. Mataste a tu propio padre, Rey Theomedes de Akielos.

Mientras el salón se disolvía en el caos, las voces Akielanas gritando con furia, espectadores saltando
de sus taburetes, Damen miro al heraldo y dijo en voz baja.

—Sáquenlo de mi vista.

Él se levantó de su trono y fue a una de las ventanas. Era muy pequeña y de vidrio grueso para ver
algo más que una borrosa vista del patio. Detrás de él, el salón se había aclarado en su orden. Trato de
controlar su respiración. Los gritos de los Akielanos en la sala habían sido gritos de furiosa indignación.
Se dijo eso a sí mismo. Que nadie podría pensar por un momento que él podría…

Su cabeza estaba latiendo. Sentía una furiosa impotencia en eso, que Kastor podía matar a su padre,
y luego mentir así, envenenar la verdad, y salirse con la suya…

La injusticia de eso lo tomo por la garganta. Lo sintió como la desgarradura final de esa relación, como
que de alguna manera antes de este momento había habido alguna esperanza de que pudiese llegar a
Kastor, pero que lo que había entre ellos ahora era insalvable. Peor que hacerlo un prisionero, peor que
hacerlo un esclavo. Kastor lo había hecho el asesino de su padre. Sintió la influencia de la sonrisa del
Regente, su suave voz, razonable. Pensó en las mentiras del Regente extendiéndose, tomando agarre,
la gente de Ios creyéndolo un asesino, la muerte de su padre deshonrada y usada en su contra.
Para tener a su gente desconfiando de él, para tener a sus amigos dándole la espalda, para tener a la
cosa que había sido más querida y buena en su vida retorcida en un arma para herir…

Él se volvió. Laurent estaba de pie solo, contra el fondo del salón.

Con súbita visión doble, Damen vio a Laurent como era, su verdadero aislamiento. El Regente le había
hecho esto a Laurent, había tallado lejos su apoyo, había puesto a su gente en su contra. Recordó
tratar de convencer a Laurent de la benevolencia del Regente en Arles, tan ingenuo como Estienne.
Laurent había tenido una vida de esto.
Él dijo, en una constante, moderada voz:

—Piensa que puede provocarme. No puede .No voy a actuar con ira o con prisa. Voy a recuperar las
provincias de Akielos una por una, y cuando marche dentro de Ios, lo hare pagar por lo que ha hecho.

Laurent solo siguió mirándolo con esa silenciosa expresión asesina en su rostro.

—No puedes estar considerando su oferta—dijo Damen.


Laurent no respondió inmediatamente. Damen dijo:

—No puedes ir a Ios. Laurent, no tomaras un juicio. Él te matara.

—Tomaría el juicio—dijo Laurent. –Es lo que él quiere. Quiere que me demuestre inadecuado. Quiere
que el Consejo lo ratifique como Rey así él puede reinar con su reclamación totalmente legitimada.
—Pero…

—Tomaría el juicio—la voz de Laurent era bastante estable.— Tendría un desfile de testigos, y cada uno
podría jurar que soy un traidor. Laurent el depravado haragán quien vendió su país a Akielos y abrió sus
piernas para el Akielano asesino del príncipe. Y cuando no me quede ninguna reputación, seré llevado
a la plaza pública y seré asesinado frente a un público. No estoy considerando su oferta.
Mirándolo a través del espacio que los separaba, Damen se dio cuenta por primera vez que el juicio
podía tener algún tipo de atractivo seductor para Laurent, quien debería desear, en algún lugar profun-
do dentro de él, limpiar su nombre. Pero Laurent tenóa razón: cualquier juicio sería una sentencia de
muerte, una representación diseñada para humillarlo, y luego acabarlo, supervisada por las aterrado-
ras órdenes del espectáculo público del Regente.

—¿Entonces qué?

—Hay algo mas —dijo Laurent.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que mi tío no le tiende una mano a alguien que la golpearía a un lado. Envio a ese heral-
do por una razón. Hay algo más…—Las siguientes palabras de Laurent eran casi reticentes.—Siempre
hay algo más.

Hubo un sonido desde la entrada. Damen se volvió para ver a Pallas en uniforme completo.

—Es Lady Jokaste—dijo Pallas.—Ella está pidiendo verlo.

Todo el tiempo en que su padre estuvo muriendo, ella y Kastor habían estado continuando su aventura.

Eso era todo en lo que podía pensar mientras miraba fijamente a Pallas, su pulso seguía latiendo fuerte
desde la acusación, desde la traición de Kastor. Su padre cada vez más débil con cada respiración.
Él nunca había hablado de ello con ella—él nunca había sido capaz de soportar hablar de eso con
cualquiera— pero a veces él había venido desde el lecho enfermo de su padre para verla, para tomar
consuelo, sin palabras, con su cuerpo.

Sabía que él no estaba en control de sí mismo. Queria ir y extraer la verdad fuera de ella con sus manos
desnudas. ¿Qué hiciste?¿Que planearon tú y Kastor? Sabía que era vulnerable a ella en este estado,
que su especialidad, como la de Laurent, estaba en encontrar la debilidad y presionar hacia abajo.

Miro hacia abajo a Laurent y dijo, inexpresivamente:

---Lidia con eso.

Laurent lo contemplo por un largo momento, como buscando algo en su expresión, luego asintió sin
palabras, e hizo su camino a las celdas.

Cinco minutos pasaron. Diez. El maldijo y se empujó fuera de la ventana, e hizo lo que sabía hacer
mejor. Dejo el salón y descendió los desgastados pasos hasta las celdas de prisión. En el enrejado de
la puerta final, escucho una voz desde el otro lado, y se detuvo.

Las celdas en Karthas eran húmedas, estrechas, y bajo tierra, sin embargo Meniados de Sicyon nunca
había anticipado tener prisioneros políticos, lo cual era probablemente el caso. Damen sintió la tem-
peratura descender; era más frio aquí, en la piedra tallada bajo el fuerte. Paso a través de la primera
puerta, los guardias prestaron atención y se movieron dentro del pasillo con piso de piedra desigual.

La segunda puerta tenía una sección de enrejado apretado a través de la cual podía entrever el interior
de la celda.
Podía verla, reclinada en un exquisitamente esculpido asiento. Su celda estaba limpia y bien equipada,
con tapices y almohadones que habían sido transferidos desde su solar por órdenes de Damen.

Laurent estaba de pie frente a ella.

Damen se detuvo, desapercibido en el espacio ensombrecido detrás de la puerta enrejada. Verlos a los
dos juntos hizo girar algo en su estómago. Escucho a una fría voz familiar hablar.

—Él no vendrá—dijo Laurent.

Ella se veía como una reina. Su cabello estaba trenzado y sostenido en su lugar con un solo broche
de perla, una corona de oro de refinados rizos encima de su largo y equilibrado cuello. Se sentó en el
bajo asiento reclinable, algo en su postura evocaba a la de su padre, el Rey Theomedes, en su trono.
El simple, blanco manojo de su vestido, fruncido en cada hombro, estaba cubierto por un chal bordado
de seda de bermellón real, con el cual alguien le había permitido quedarse.

Bajo sus arqueadas cejas doradas, sus ojos eran del color del añil.

La extensión por la cual ella y Laurent se parecieron el uno al otro, en pigmentación, en su fría, intelec-
tual escasez de emoción, en el desinterés con cual se contemplaron el uno al otro, era perturbador y
extraordinario.

Hablo en un puro, Veretiano sin acento.

—Damianos ha enviado a su chico de cama. Rubio, de ojos azules, y todo atado como un virgen intac-
to. Eres justo su tipo.

—Sabes quién soy. — dijo Laurent.

—El príncipe du jour1—dijo Jokaste.

Hubo una pausa.

Damen necesitaba dar un paso adelante, anunciar su presencia, y detener esto. Observo a Laurent
colocarse contra la pared.

Laurent dijo:

—Si te estas preguntando, si me lo lleve a la cama, la respuesta es sí.

—Creo que los dos sabemos que tu no eras el que lo cogía. Estabas sobre tu espalda con tus piernas
en el aire. Él no ha cambiado mucho.

La voz de Jokaste era tan refinada como su aplomo, como si la práctica de los buenos modales no hu-
biese sido perturbada por las palabras de Laurent o las suyas propias. Jokaste dijo:

—La pregunta es cuanto te gustó eso.

Damen se encontró con una mano sobre la madera junto a la reja, escuchando tan atentamente como
pudo la respuesta de Laurent. Cambio de posición, tratando de obtener un vistazo del rostro de Laurent.

—Ya veo. ¿Vamos a intercambiar historias? ¿Debería decirte mi posición favorita?

1 Du Jour: francés, el original. Del día.


—Me imagino que es similar a la mía.

—¿Confinada?,—dijo Laurent.

Era su turno para hacer una pausa. Ella uso el tiempo para leer detenidamente sus rasgos, como mues-
treando la calidad de la seda.

Tanto ella como Laurent se veían completamente a gusto .Era el corazón de Damen el cual latía fuer-
temente.

—¿Estas preguntando como era? — dijo Jokaste.

Damen no se movió, no respiro. Conocía a Jokaste, conocía el peligro .Se sentía inamovible en el lugar,
mientras Jokaste continuaba su estudio de la cara de Laurent.
—Laurent de Vere. Ellos dicen que eres frígido. Dicen que rechazas a todos tus pretendientes, que nin-
gún hombre ha sido lo suficientemente bueno para separar tus piernas. Creo que pensaste que sería
salvaje y físico, y quizás parte de ti lo quería de esa manera. Pero los dos sabemos que Damen no hace
el amor así. Él te toma lentamente. Te beso hasta que empezaste a quererlo.

—No te detengas con mi historia. —dijo Laurent.

-—Lo dejaste desnudarte. Lo dejaste poner sus manos sobre ti. Dicen que odias a los Akielanos, pero
dejaste entrar a uno en tu cama. No estabas esperando lo que sentiste cuando te toco. No estabas
esperando el peso de su cuerpo, como se sintió tener su atención, que él te quisiera.

—Dejaste fuera la parte cerca del final, cuando fue tan bueno que me deje olvidar lo que había hecho.

—Oh querido—dijo Jokaste.—Esa era la verdad.

Otra pausa.

—Es excitante, ¿no es así?—dijo Jokaste.—Nació para ser un Rey. No es un reemplazo, o una se-
gunda opción, como lo eres tú. El reina a los hombres solo con respirar. Cuando camina dentro de un
cuarto, lo comanda. Las personas lo aman. Como amaban a tu hermano.

—Mi difunto hermano—.dijo Laurent amablemente.—¿Ahora deberíamos hacer la parte donde me dis-
perso por el asesino de mi hermano? Puedes describirlo de nuevo.

No pudo ver el rostro de Laurent mientras lo decía, aunque la voz de Laurent era relajada, como lo era
su elegante apoyo contra la pared de piedra de la celda.

—Es difícil ir con un hombre que es más de un Rey de lo que tú eres? — dijo ella

—No dejaría que Kastor te escuche llamarlo rey.

—¿O es eso lo que te gusta acerca de esto? Que Damen es lo que tú nunca serás. Que él tiene segu-
ridad, autoconfianza, fuerza de convicción. Esas son las cosas que anhelas. Cuando el centra todo en
ti, te hace sentir que puedes hacer cualquier cosa.

—Ahora los dos estamos diciendo la verdad. — dijo Laurent.


La calidad de esta pausa fue diferente. Jokaste le echó un vistazo de vuelta a Laurent.

—Meniados no va a desertar de Kastor a Damianos —dijo Jokaste.

—¿Por qué no?—,dijo Laurent.

—Porque cuando Meniados huyo a Karthas, lo alenté a ir directamente a Kastor, quien lo matara por
dejarme aquí sola.

Damen se tensó.

—Ahora que hemos prescindido de cumplidos. Estoy en posesión de cierta información. —dijo Jokaste.
— Me ofrecerás clemencia si la intercambio por lo que se. Habrá una serie de negociaciones, luego,
cuando hayamos decidido un acuerdo mutuamente beneficioso, regresaré a Kastor en Ios. Después de
todo —dijo Jokaste—eso es por lo que Damianos te envió aquí.

Laurent parecía estudiarla de regreso. Cuando habló, fue sin particular urgencia.

—No. Él me envió aquí para decirte que no eres importante. Serás retenida aquí hasta que sea corona-
do en Ios, luego serás ejecutada por traición. Él nunca volverá a verte de nuevo.

Laurent se apartó de la pared.

—Pero gracias—dijo Laurent, —Por la información sobre Meniados. Eso fue útil.

Casi había alcanzado la puerta antes de que ella hablara.

—No me has preguntado acerca de mi hijo.

Laurent se detuvo. Luego se volvió.

Entronada en el sillón reclinable, ella era majestuosa, como una reina esculpida en un friso de mármol
comandando la extensión de una habitación.

—El llego temprano. Fue un largo nacimiento, a través de la noche hasta el amanecer. Al final de todo
eso, un niño. Estaba mirando dentro de sus ojos cuando tuvimos la palabra de los soldados de Damen
marchando en el fuerte. Tuve que enviarlo lejos, por seguridad. Es una cosa terrible separar a una
madre de su hijo.
—¿En serio, eso es todo? –dijo Laurent. —¿Algunos pinchazos, y la desesperada suplica de materni-
dad? Pensé que eras una oponente. ¿Realmente creíste que un príncipe de Vere se conmovería por
el destino de un niño bastardo?

—Deberias—dijo Jokaste. –Es el hijo de un rey.

Damen se sintió mareado, como si el suelo se estuviese desplazando debajo de sus pies. Ella emitió
las palabras tranquilamente, como había emitido cada comentario, excepto que esas palabras lo cam-
biaron todo. La idea de que sería….que eso era…

Su hijo.

Todo se resolvió en un patrón: que el niño había llegado muy temprano; que ella había viajado muy lejos
al norte para asistirlo, a un lugar donde la fecha del nacimiento del niño podría ser ocultada; que en Ios
ella había pesadamente disfrazado los primeros meses del embarazo, de ambos el mismo y de Kastor.

Todos los rasgos de Laurent emblanquecidos en un tambaleante asombro, y miro fijamente a Jokaste
como si hubiera sido golpeado.

Incluso a través de su propio asombro, el auténtico horror de Laurent era excesivo.

Damen no lo entendia, no entendia la mirada en los ojos de Laurent, o la de Jokaste. Luego Laurent
hablo en una horrible voz.

—Has enviado al hijo de Damianos a mi tío.


Ella dijo:

—¿Lo ves? Soy una oponente. No me quedaré en una celda para pudrirme. Le dirás a Damianos que
lo veré como he requerido, y creo que encontrarás que él no enviará a un chico de cama esta vez.
Capítulo 12
Traducido por Lu Na
Corregido por Reshi

Lo más extraño de todo era que solo podía pensar en su padre.

Se sentó en la orilla de la cama de su habitación, con los codos sobre sus rodillas y frotándose los ojos
con la yema de sus dedos.

Laurent girándose y viéndolo a través de la rendija había sido lo último de lo que había sido verdade-
ramente consciente. Había dado un paso atrás para alejarse de él, luego otro, después se volteó y se
apresuró para subir las escaleras rumbo a los cuarteles, perturbado. Nadie lo había molestado desde
entonces.

Necesitaba el silencio y la soledad, tiempo a solas para pensar, no podía razonar, el palpitar en su ca-
beza era demasiado fuerte, las emociones en su pecho eran un enredo.

Tal vez tenía un hijo, y su padre era en lo único que podía pensar.

Era como si una membrana protectora se hubiera desgarrado y todos esos sentimientos reprimidos
hubieran salido detrás de la ruptura. No había quedado nada para sostenerlo, solo ese crudo y terrible
sentimiento, de haber sido negado por su familia.

En su último día en Ios, se había arrodillado, la pesada mano de su padre se posó en su cabello, era
demasiado ingenuo y muy estúpido como para ver que la enfermedad de su padre había sido un asesi-
nato. El olor a cebo y a incienso se mezclaba densamente con el sonido de la elaborada respiración de
su padre. Las palabras de su padre habían sido hechas a partir de su aliento, nada quedaba del tono
grave de su voz.

—Dile a los médicos que voy a estar bien—dijo su padre—Quiero ver todo lo que mi hijo consigue al
sentarse en el trono.

En su vida, solo había conocido a uno de sus padres. Su padre había sido para él un conjunto de idea-
les, un hombre al que debías mirar hacia arriba, y esforzarte para complacerlo, una medida contra la
cual él debía compararse. Desde la muerte de su padre, no se había permitido pensar o sentir nada
más que la determinación para regresar, vería su casa de nuevo y se reestablecería en el trono que le
pertenecía.

Ahora sentía como si estuviera parado frente a su padre, sintió su mano en su cabello, como jamás
lo volvería a sentir. Siempre había querido que su padre estuviera orgulloso de él, y al final, le había
fallado.

Hubo un sonido desde el marco de la puerta. Volteó y vio a Laurent.

A Damen se le entrecortó la respiración. Laurent estaba cerrando la puerta detrás de él y entrando.


Tendría que lidiar también con esto. Trató de recomponerse a sí mismo.

—No. No estoy aquí para...— dijo Laurent—Solo estoy aquí.

Entonces se dio cuenta que la oscuridad en su habitación había crecido, la noche había caído y nadie
había venido a encender las velas. Él había estado ahí por horas. Alguien había mantenido a los sir-
vientes alejados.

Alguien había mantenido a todos fuera. A sus generales y sus nobles, y cada persona que tenía asuntos
pendientes con el Rey habían sido despedidos de su habitación. Se dio cuenta de que Laurent había
acordado esta solicitud por él. Y su gente, temiendo la fiereza y fuerza del príncipe foráneo, había obe-
decido las órdenes que Laurent había dado y se mantuvieron al margen. Estaba estúpida y profunda-
mente agradecido por ello.

Miró a Laurent, intentando decirle cuánto significa esto para él, pensó que a como estaba, le tomaría un
momento antes de poder decir una palabra.

Antes de que pudiera decir algo, sintió los dedos de Laurent en la parte de atrás de su cuello, la sor-
presa del toque lo tomó desprevenido en un tumulto de confusión mientras lo atraía hacia el mundo
real de manera simple. Era, por parte de Laurent, algo ligeramente extraño; dulce, raro; rígido con una
inexperiencia que resultaba obvia.

Si alguna vez le habían ofrecido esto como adulto, no lo podía recordar.

Incluso no recordaba haber necesitado ese tipo de toque, excepto tal vez que lo necesitaba desde el
momento que las campanas sonaron en Akielos y nunca se había permitido preguntar por esta clase
de cariño. Se recargó en su cuerpo y cerró sus ojos.

El tiempo pasó. Se dio cuenta de las fuertes y lentas pulsaciones, del cuerpo delgado y de la calidez en
sus brazos, y eso era bonito de una forma diferente.

—Ahora estás tomando ventaja de mis buenas intenciones—Dijo Laurent, murmurando en su oído.
Retrocedió, pero no se alejó completamente, tampoco Laurent parecía esperar eso, el lecho se movía
al mismo tiempo que Laurent se acomodaba a su lado, como si fuera natural para ellos estar así, sen-
tados hombro a hombro, casi tocándose.

Dejó que sus labios formaran una sonrisa

—¿No me vas a ofrecer uno de tus llamativos pañuelos Veretian?

—Puedes usar la ropa que llevas puesta. Son casi de la misma medida.

—Tus pobres sensibilidades de Veretiano. Esas muñecas y tobillos

—Y brazos y muslos y todo lo demás...

—Mi padre está muerto.

Esas palabras pondrían un punto final entre ellos. Su padre había sido enterrado en Akielos debajo de
los pasillos de la columna del silencio, donde el dolor y la confusión de sus últimos días no lo volverían
a molestar de nuevo. Miró hacía Laurent.

—Pensabas que él era un militarista. Un rey agresivo, hambriento de guerra, quién invadió tu país con
pretextos endebles, hambriento de tierras y gloria para Akielos.

—No—dijo Laurent—No haremos esto ahora


—Un bárbaro.—dijo Damen—Con ambiciones bárbaras, que solo sabía gobernar con las espada. Lo
odiaste

—Te odié a ti—dijo Laurent—Te odié intensamente que pensé que podía ahogarme en el odio. Si mi tío
no me hubiera detenido, te habría matado. Y después salvaste mi vida, y cada que vez que te necesité,
tú estabas ahí, y te odié por eso también.

—Maté a tu hermano

El silencio crecía, ajustándose dolorosamente. Se obligó a mirar a Laurent, una brillante y aguda pre-
sencia a lado suyo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Damen

Estaba pálido a la luz de la luna, sopesado con las débiles sombras del cuarto que los envolvían a
ambos.

—Sé cómo se siente perder a tu familia—dijo Laurent

El cuarto estaba en completo silencio, sin ningún signo de la actividad que pudiera estar tomando lugar
más allá de los muros, incluso a esa hora de la noche. Un fuerte nunca se quedaba en silencio, siempre
había soldados, asistentes y esclavos. Afuera, los guardias estaban haciendo su ronda nocturna. Los
centinelas del muro estaban patrullando, observando en la oscuridad.

—¿Acaso no hay oportunidad para nosotros en el futuro? —dijo Damen

Simplemente salió. A su lado, pudo sentir a Laurent sosteniéndose, inmóvil.

—¿Te refieres a sí volveré a tu cama por el poco tiempo que nos queda juntos?

—Me refiero a que tenemos el Centro. Nos pertenece todo desde Acquitart hasta Sicyon. ¿No podemos
llamarle “reino” y gobernarlo juntos? ¿Acaso soy un pobre prospecto en comparación con una Princesa
Patrana o la hija del Imperio?

Se obligó a no decir nada más que eso, aunque las palabras se amontonaban en su garganta. Esperó.
Se sorprendió de lo mucho que le dolía la espera, en el filo de la tensión... Entre más tiempo esperaba
más sentía que no podría soportar escuchar su respuesta.

Cuando se obligó a mirar a Laurent, sus ojos estaban sobre él, con una profundidad indescriptible y con
una voz tranquila dijo:

—¿Cómo puedes confiar en mí, después de lo que tu propio hermano te hizo?

—Porque él era falso—dijo Damen—Y tú eres auténtico. Jamás he conocido un hombre tan leal—dijo,
en la quietud—Pienso que si te doy mi corazón, lo tratarás con ternura.

Laurent giró su cabeza, negando frente a Damen. Damen podía ver su respiración. Después de un
momento, con una suave voz, dijo:

—Cuando me haces el amor de esa forma, no puedo pensar...

—No pienses—dijo Damen

Damen pudo ver el tenue cambio, la tensión, como las palabras le provocaron una batalla en su interior.

—No... —dijo Laurent—No juegues conmigo. Yo no... yo no tengo forma alguna de defenderme contra
esto.

—No estoy jugando contigo

—No...

—No pienses—dijo Damen

—Bésame—dijo Laurent.

Y después se sonrojó, en un rojo tan vívido. No pienses, había dicho Damen, pero Laurent no podía ha-
cer eso. Incluso ahí sentado, después de lo que había dicho, estaba peleando una batalla en su mente.

Las palabras quedaron suspendidas torpemente, había sido un impulso pero Laurent no podía arre-
pentirse de lo que había dicho, solo le quedó esperar, con su cuerpo cantando con una fuerte tensión.

En vez de inclinarse hacía él, Damen tomó la mano de Laurent, lo atrajo hacía él y le beso la palma,
solo una vez.

Había aprendido en el curso de su primera noche juntos a descubrir cuando Laurent era tomado por
sorpresa. No era fácil anticiparse, el hueco en las experiencias de Laurent trazaban un mapa de algo
que no podía entender. Lo sentía ahora, con la mirada profunda de Laurent, inseguro sobre lo que de-
bía hacer.

— Me refería a...

— ¿No te dejo pensar?

Laurent no respondió. Damen esperó, en la tranquilidad.

— Yo no... —dijo Laurent. Y después, como si el momento se extendiera entre ellos—No soy tan ino-
cente como para necesitar que me lleves de la mano paso a paso.

—¿No lo eres?

Damen lo comprendió. La guardia de Laurent, en estos momento, no se comparaba a los altos muros
de una ciudadela defendida. Era más bien, un hombre con la guardia baja que no estaba acostumbrado
a bajar sus defensas.

Después de un momento, dijo:


—En Ravenel, yo... tenía un buen tiempo desde que yo... desde que había estado con alguien. Estaba
nervioso.

—Lo sé.

—Ha habido…—dijo Laurent. Se detuvo. —Ha habido solo una persona más.

En voz baja, Damen dijo:

—Yo tengo un poco más de experiencia que eso

—Sí, eso se nota de inmediato

—¿Sí? —dijo un poco complacido

—Sí.
Miró a Laurent, quién estaba sentado a la orilla de la cama, su cara seguía girada ligeramente. Ahí sólo
estaban las débiles luces que alumbraban los arcos, sus muebles, el inflexible mármol de la base de
la cama donde se encontraban sentados, cómoda y confortable con la forma del reposa cabezas. Él
habló suavemente.

—Laurent, nunca te hice daño

Escuchó la extraña y entrecortada respiración de Laurent, y se dio cuenta de lo que había dicho

—Ya sé—dijo Damen—Ya sé que te hice daño.

Laurent seguía sin moverse, incluso su respiración era cuidadosa. No se giró para ver a Damen.

—Te hice mucho daño, Laurent

—Es suficiente, para—dijo Laurent

—No estuvo bien. Tú eras solo un niño. No merecías lo que te pasó.

—Dije que era suficiente

—¿Es tan difícil de escuchar?

Él pensó en Auguste, pensó en que ningún niño merecía perder a su hermano. La habitación había que-
dado en silencio. Laurent no volteó a verlo. Deliberadamente, Damen se inclinó hacía atrás, su cuerpo
relajado, su peso reposando en sus manos sobre la cama. Él no lograba entender las intenciones que
se movían dentro de Laurent, pero por instinto se presionó para hablar.

—Mi primera vez… hubieron muchos revuelcos. Estaba impaciente y no tenía idea de que debía hacer.
No es como en Vere, nosotros no miramos gente haciéndolo en público—dijo—Aun así me encontré tan
envuelto en la situación cerca del final. Me olvidé de mí mismo.

Silencio.

Pareció durar décadas. Trató de no interferir, mirando las tensas líneas que se dibujaban sobre Laurent.

—Cuando me besaste…—dijo Laurent, presionando las palabras para que salieran—Me gustó. Cuan-
do me tomaste con tu boca, fue la primera vez que había… que habían hecho eso—dijo—Me gustó
cuando tú…

La respiración de Laurent se entrecortó en cuanto tuvo a Damen encima.

Había besado a Laurent como esclavo, nunca como él mismo. Ambos sintieron la diferencia de eso, el
anticipo de ese beso se sentía tan real entre ellos como si ya lo hubieran hecho.

Los milímetros de aire entre ellos eran la nada y el todo. Las reacciones de Laurent al ser besado
habían sido siempre complejas: tenso, vulnerable y excitad. La tensión había sido la mejor parte de
ellos, como si el simple acto fuera demasiado para él, algo extremo. Sin embargo, él lo había pedido.
“Bésame”

Damen levantó su mano y la dirigió hacia el cuello de Laurent, deslizando sus dedos entre el suave y
corto cabello, presionando su cabeza. Nunca habían estado así de cerca, no sabiendo quién era él.

Sintió cómo se elevaba esa tensión en Laurent, aún más con la proximidad.

—No soy tu esclavo—dijo Damen—Soy un hombre


“No pienses” había dicho, porque era más fácil que decir “Tómame por quién soy”.

Sin esperarlo, se dio cuenta de que no podía soportarlo. Él quería esto sin pretensiones, sin excusas,
sus dedos giraban rizando los cabellos de Laurent.

—Soy yo—dijo Damen—Soy yo y estoy aquí contigo. Di mi nombre


—Damianos.

Sintió como Laurent se desgarraba ante eso, el nombre y una confesión, una declaración de verdad
que salía de él, Laurent abierto ante él, sin nada que esconder. “Asesino de príncipes”, podía escuchar
con la voz de Laurent.

Laurent se estremeció ante él en el momento en el que se besaron, como si, al rendirse ante la verdad,
el doloroso intercambio de hermano por amante, estuviera en una realidad privada donde el mito y el
hombre coincidían. Incluso si esto era un impulso autodestructivo en Laurent, Damen no era lo suficien-
temente noble como para rendirse. Él quería esto, sentía un arranque de puro deseo egoísta, deseaba
que Laurent supiera quién era. Que Laurent quisiera esto con Él.

Empujó a Laurent en la cama con su cuerpo encima de él, los dedos de Laurent encajados en su cabe-
llo; aunque, completamente vestidos a como estaban, no podían hacer nada más que besarse. Enreda-
dos así, cuerpo a cuerpo, con una cercanía que no era suficiente. Sus manos se deslizaron impotentes
bajo las apretadas ropas de Laurent. Debajo de él, los besos de Laurent eran besos de asombro. El
deseo ardía, doloroso y brillante.

Estaban embotados, como debían, en el acto de besarse. Su cuerpo se sentía pesado, una forma de
penetración sustituida por otra, los temblores en Laurent, no el de una barrera desmenuzándose, sino
del estremecimiento que llevaba a pensar que uno a uno se derribaba hacia un lugar inexplorado, un
lugar más profundo que el anterior.

“Asesino de príncipes”

Un desliz y un empujón y Laurent estaba sobre él, mirando hacía abajo. La respiración de Laurent se
había acelerado, sus pupilas dilatadas bajo la tenue luz. Por un momento solo se miraron uno a otro. La
mirada de Laurent se extendió sobre él, con las rodillas a lado de cada muslo de Damen.

Hubo un instante, en el que debían elegir entre la oportunidad de irse o detenerse.

En su lugar, Laurent tomó el broche de Leon de oro del hombro de Damen, y con un jalón lo desprendió.
El broche se escabulló rodando sobre el piso de mármol hacía el lejano lado derecho de la cama.

Los amarres se soltaron y la vestimenta se deslizó por su piel. La ropa de Damen cayó alejándose de
él, revelando su cuerpo ante la mirada de Laurent.
—Yo—Damen se levantó instintivamente apoyándose en un brazo, y se detuvo a la mitad del camino
bajo la mirada en los ojos de Laurent.

Se sintió sumamente consciente de que estaba desnudo, con Laurent totalmente vestido, a horcajadas,
usando aún sus botas pulidas y el cuello alto, y fuertemente amarrado del cuello de la camisa. Esto era
de repente, una vulnerable fantasía donde Laurent simplemente se levantaba y se alejaba, paseando
por las habitaciones, o se sentaba en la silla frente a él mientras bebía vino a sorbos con las piernas
cruzadas, mientras Damen se quedaba abandonado y expuesto en la cama.

Laurent no hizo eso. Laurent levantó sus manos y las llevó hasta su cuello.

Sus ojos fijos en Damen, lentamente tomó uno de los apretados lazos amarrados en su garganta, y lo
aflojó.
El derrame de calor que vino después de eso fue demasiado, la realidad de quién era cada uno estaba
completamente marcada entre ellos. Este era el hombre que lo había azotado, el príncipe de Vere, su
nación enemiga.

Damen podía ver la respiración poco profunda de Laurent. Podía ver lo decidido que estaba en su in-
tención. Laurent se estaba desvistiendo para él, un cordón tras otro, la chaqueta se abrió, revelando la
fina y blanca camisa debajo.

El deseo ardió sobre la piel de Damen. Primero, la chaqueta de Laurent, cayendo de él como si fuera
una armadura. Lucía más joven solo con la camisa. Damen vio el indicio de la cicatriz en el hombro de
Laurent, la herida del cuchillo, recién curada. El pecho de Laurent subía y bajaba rápidamente. Su pulso
martillando en su garganta. Laurent buscó detrás de él y se sacó la camisa.

La vista de la piel de Laurent envió un golpe de emociones sobre él. Quería tocarlo, deslizar sus ma-
nos sobre él, pero se sentía clavado, controlado por la intensidad de lo que estaba pasando. El cuerpo
de Laurent estaba retenido en obvia tensión, desde sus duros y rosados pezones hasta los marcados
músculos en su estómago, y por un momento ellos solo miraron, atrapados en la mirada del otro. Había
sido expuesto más que la piel.

—Sé quién eres. Sé quién eres. Damianos.— dijo Laurent

—Laurent—dijo Damen, incorporándose, no pudo evitarlo, sus manos subieron sobre los muslos de
Laurent para ayudarlo a desabrochar la ropa que quedaba. Piel sobre piel, tocándose. Su cuerpo entero
se sentía como si estuviera temblando.

Laurent se deslizó un poco, sentándose a horcajadas sobre el regazo de Damen, abriendo los muslos.
Puso su mano en el plano pecho de Damen, sobre la marca donde Auguste lo había traspasado, y el
toque hizo que Damen sintiera el dolor de lo que había hecho. En la tenue luz, Auguste estaba en medio
de ellos, afilado como un cuchillo. La cicatriz en su hombro había sido la última cosa que Auguste había
hecho antes de que Damen lo matara.

El beso fue como una herida, como si al hacer eso Laurent se estuviera empalando a sí mismo en ese
cuchillo. Había un borde de desesperación en ello, Laurent besándolo como si lo necesitara, sus dedos
agarrándose, su cuerpo inseguro.

Damen gimió, queriendo esto egoístamente, sus pulgares presionando fuerte en la piel de Laurent. Lo
besó de vuelta sabiendo cuanto lo hería, sabiendo cuanto esto le hacía daño a los dos. Había deses-
peración en ambos, una adolorida necesidad que no podía ser cubierta, y él podía sentir en Laurent el
mismo esfuerzo inconsciente.

Había previsto hacerle el amor lentamente, pero era como si, al alcanzar el borde, ellos solo podrían
lanzarse al vacío. Los leves estremecimientos en el aliento de Laurent, la urgencia de los besos que
se esforzaban para ser íntimos al quitarse las botas, y la delgada tela de seda de sus ropas echadas
fuera de él.

— Hazlo

Laurent ordenando con sus brazos, presentándose como lo había hecho en su primera noche juntos,
ofreciendo su cuerpo desde la curva de su espalda hasta la pendiente de su cabeza baja.

— Hazlo. Yo quiero, yo quiero…

Damen no podía detenerse a sí mismo presionando su propio peso hacia delante, subiendo su mano
con rapidez sobre la espalda de Laurent, y lentamente frotándose a sí mismo cerca de su objetivo, cu-
bierto en sudor, simulando el acto del sexo. Laurent arqueó su espalda y el cuerpo de Damen se quedó
sin aliento.
— No podemos, nosotros no deberíamos…

— No me importa – dijo Laurent


Laurent se estremeció, y su cuerpo se giró en un inconfundible “cógeme en cuatro”. Sus cuerpos ope-
raban de alguna manera por instinto, empujando juntos.

Esto no iba a funcionar. Su cualidad física era un obstáculo para el deseo, gimió en el cuello de Laurent
y deslizó sus manos sobre todo su cuerpo. En una explosión de fantasía explicita, deseó que Laurent
fuese una mascota o un esclavo, deseó que su cuerpo no tuviera que requerir una amplia preparación,
que tuviera que persuadir de la preparación con aceites para poder penetrarlo. Sintió como si estuviera
justo enfrente de los bordes de control, sintió que habían pasado, de cierta forma, días y meses.

Quería estar adentro. Quería sentir cómo Laurent sucumbía ante el estremecimiento y se hacía suyo
completamente. No quería negar que Laurent lo había dejado entrar, a quién había dejado estar dentro
de él. “Soy yo”. Su cuerpo se preparó al pensar que, en un solo acto podía ser conducido a casa.

Deslizó sus manos hacia los muslos de Laurent, presionándolo un poco para separarlos. La vista era
rosa, pequeña y apretada, la curva de un cáliz impenetrable.

— Hazlo, ya te dije, no me importa

Se escuchó un choque, era el mechero de aceite oscuro golpeando el mármol y haciéndose añicos en
el sombrío cuarto, por culpa de sus dedos torpes. Presionó primero con sus dedos bañados en aceite.
Era poco elegante, mientras Laurent soportaba su peso en la espalda, guiándose para entrar con una
sola mano. No era suficiente.

—Déjame entrar— dijo y Laurent hizo un nuevo sonido, él (Damen) dejó caer su cabeza sobre el filo de
sus hombros, su respiración descontrolándose — Déjame estar dentro de ti.

Hubo una oportunidad, y presionó, lentamente. Sintió cada centímetro de su pene, mientras el cuarto se
hacía borroso con la sensación. Solo existía el tacto de su piel, el desliz de su pecho contra la espalda
de Laurent, la curva de su cabeza, y el sudor humedeciendo el cabello en el cuello de Laurent.

Damen estaba jadeando. Era consciente de su propio peso apremiante, y de Laurent debajo de él, se
impulsó hacia delante rumbo a sus codos. Damen dejó caer su frente en el cuello de Laurent y se de-
dicó a sentir.

Estaba dentro de Laurent. Lo sentía en carne viva, vulnerable. Nunca se había sentido más cómo él
mismo: Laurent lo dejo estar dentro de él, conociendo quién era. Su cuerpo seguía moviéndose. Lau-
rent hizo un ruido indefenso en la cama que era la palabra “Sí” en Veretiano.

El pene de Damen se puso más duro, inclinó su frente en el cuello de Laurent en un reflejo desvalido,
al calor de aquel reconocimiento latiendo a través de él. Quería estar totalmente contra el cuerpo de
Laurent.

Quería sentir cada músculo dispuesto a cooperar, cada movimiento reaccionando al estímulo, así cada
vez que mirara a Laurent podía recordar que ellos habían estado así, de esa forma.

Sus brazos se deslizaron alrededor del pecho de Laurent, muslo encajado contra muslo. El pene de
Damen, todavía aceitado, estaba envuelto alrededor de una de las partes más calientes y más sinceras
de Laurent. El cuerpo de Laurent reaccionó, moviéndose, encontrando su propio placer.

Se estaban moviendo juntos.

Fue bueno. Fue realmente bueno y quería más de esto, quería arremeter hasta el final, quería que nun-
ca terminara. Era apenas consciente de que estaba hablando, diciendo palabras desenfrenadamente
y en su propia lengua.

—Te quiero—dijo damen—Te he querido desde hace algún tiempo, nunca me había sentido así con
nadie…

—Damen— dijo Laurent, inútilmente—Damen.

Su cuerpo latía, hacia el orgasmo. Apenas y supo el momento cuando aplastó a Laurent sobre su espal-
da, el breve desgarro de placer que vino del orgasmo, la necesidad de volver a estar dentro de Laurent,
la boca de Laurent abriéndose bajo sus labios, el tirón en su cuello cuando Laurent lo tomó y lo empujó
para que estuviera otra vez dentro de él. Su peso resistiendo sobre Laurent, estremeciéndose con el
calor mientras se introducía de nuevo en él con un fuerte y lento empujón.

Y Laurent abriéndose para ello, en un solo y perfecto desliz. Damen tomó el ritmo que necesitaba, sus
cuerpos enredados y duros, cogiendo ininterrumpidamente. Se pertenecían el uno al otro, y cuando sus
ojos coincidieron en los ojos de Laurent dijo “Damen” otra vez, como si eso significara todo, como si la
identidad de Damen fuera suficiente, siguió sacudiéndose, empujando contra el aire.

Estridente como prueba, Laurent se vino con Damen dentro de él, con el nombre de Damen en sus
labios y Damen se perdió ante ello, todo su cuerpo se rindió ante el acto, el primer pulso profundo de
su propio orgasmo, una parte de placer culminante que lo ahogaba, abrumado y brillante, en el olvido.
Capítulo 13
Traducido por Caro Monastero
Corregido por Reshi

Damen despertó con la impresión de Laurent junto a él, una cálida, y maravillosa presencia en su cama.

Alegría brotó,y se dejó mirar, una adormilada indulgencia. Laurent yacía con la sabana enredada alre-
dedor de su cintura, el sol de la mañana espolvoreándolo con oro.

Damen medio había pensado encontrarlo ausente, como lo había hecho una vez antes, desaparecido
como los tentáculos de un sueño. La intimidad de anoche podría haber sido demasiado para uno o para
ambos.

Levantó una mano para cepillar la mejilla de Laurent, sonriendo. Él estaba abriendo sus ojos.

—Damen—dijo Laurent.

El corazón de Damen se conmovió, porque la manera en la que Laurent dijo su nombre era tranquila,
feliz, un poco tímida. Laurent solo lo había dicho una vez antes, la noche anterior.

—Laurent—dijo Damen.

Ellos se estaban contemplando el uno al otro. Para deleite de Damen, Laurent se estiró para alcanzar
a trazar un toque por sobre todo su cuerpo. Laurent lo miraba como si no pudiera creer el hecho de él,
como si incluso tocarlo no podía confirmarlo.

—¿Qué?—Damen estaba sonriendo.

—Eres muy…—,dijo Laurent,y luego sonrojándose,—atractivo.

—¿En serio?—,dijo Damen, en una rica, cálida voz

—Si—,dijo Laurent.

La sonrisa de Damen se ensanchó, y se echó hacia atrás en las sabanas y se regocijó en la idea, sin-
tiéndose ridículamente complacido.

—Bueno—admitió Damen, volviendo su cabeza de vuelta a Laurent eventualmente, —Tú también lo


eres.

Laurent dejó caer su cabeza ligeramente, al borde de una carcajada. Dijo, con absurdo cariño:

—La mayoría de las personas me lo dicen inmediatamente.


¿Era la primera vez que él había dicho eso? Damen miro a Laurent, quien ahora estaba mitad tendido
sobre su costado, su cabello rubio un poco desordenado, sus ojos llenos de coqueta luz. Dulce y simple
en la mañana, la belleza de Laurent era vertiginosa.

—Podría haberlo hecho—,dijo Damen,—si hubiese tenido la oportunidad de cortejarte apropiadamen-


te. Si hubiera venido en estado a tu padre. Si hubiese habido una oportunidad para que nuestros países
fueran Amigos.—Sintió el estado de ánimo cambiar, pensando en el pasado. Laurent no parecía darse
cuenta.

—Gracias, sé exactamente como habría sido. Tú y Auguste se habrían palmeado el uno al otro en la
espalda y mirado competiciones, y yo me habría arrastrado alrededor tirando de tu manga, tratando de
obtener un vistazo de costado.

Damen se retuvo muy calmado. Esta manera fácil de hablar de Auguste era nueva, y él no quería per-
turbarla.

Después de un momento, Laurent dijo:

—Le habrías gustado.

—¿Incluso después de empezar a cortejar a su hermano pequeño?—,dijo Damen, con cuidado.

Miro a Laurent detenerse, de la manera en que lo hacía cuando era tomado por sorpresa, y luego alzo
sus ojos para encontrarse con los de Damen.

—Si—dijo Laurent suavemente, sus mejillas enrojecieron ligeramente.

El beso sucedió porque no pudieron evitarlo, y fue tan dulce y tan correcto que Damen sintió un tipo de
dolor. Él se retiró .Las realidades del mundo exterior parecían presionarlo.

—Yo…No podía decirlo.

—No. Escúchame.—Sintió la mano de Laurent firme sobre la parte posterior de su cuello.---No voy
a dejar que mi tío te haga daño.—La mirada azul de Laurent era calma y estable, como si él hubiera
hecho una decisión y quería que Damen lo supiera.—Eso es lo que vine a decir aquí la noche anterior.
Voy a encargarme de eso.

—Prométeme---,Damen se escuchó decir.—Prométeme que no lo dejaremos.

—Lo prometo.

Laurent lo dijo seriamente, su voz honesta; sin jugar ningún juego, solo la verdad. Damen asintió, su
agarre en Laurent ajustándose. Ésta vez el beso tenía un eco de la desesperación de la noche ante-
rior, una necesidad de bloquear al mundo exterior y quedarse por un momento más largo en esta capa
protectora, los brazos de Laurent serpenteando alrededor de su cuello. Damen rodo sobre él, cuerpo
encajando contra cuerpo.

La sabana se deslizo lejos de ellos. El lento balanceo comenzó a transformar el beso en algo más.

Hubo un golpe en la puerta.

—Adelante—dijo Laurent, girando su cabeza en dirección al sonido.

Damen dijo:
— Laurent—sorprendido y en completa exposición como la puerta se balanceo abierta. Pallas entro.

Laurent le dio la bienvenida sin vergüenza en absoluto.

—¿Si?—, la voz de Laurent era directa.

La boca de Pallas se abrió. Damen vio lo que Pallas vio: Laurent como algún sueño de un reciente-
mente jodido virgen, a él mismo inequívocamente sobre él, totalmente excitado. Se ruborizó por todas
partes. En Ios, él podía coquetear con un amante mientras un esclavo domestico atendía alguna tarea
en el cuarto, pero solo porque un esclavo estaba muy por debajo de él en estatus como para no tener
importancia. La idea de un soldado viéndolo hacerle el amor a Laurent estaba abriendo su mente. Lau-
rent nunca siquiera había tomado a un reconocido amante antes, por no hablar de…

Pallas forzó sus ojos al suelo.

—Mis disculpas, Excelencia. Vine a buscar sus órdenes para la mañana.


—Estamos ocupados, actualmente. Ten a un sirviente preparando los baños y trayéndonos comida a
media mañana.

Laurent habló como un administrador levantando la vista desde su escritorio.

—Sí, Excelencia.

Pallas se volvió a ciegas, y se dirigió a la puerta.

—¿Qué es?—Laurent miró a Damen, quien se había separado de sí mismo, y estaba sentado con la
sabana tirando hasta donde la había agarrado para cubrirse. Y luego con el deleite del floreciente des-
cubrimiento,—¿Eres tímido?

—En Akielos nosotros no lo hacemos…—dijo Damen,—en frente de otras personas.

—¿Ni siquiera el Rey?

—Especialmente no el Rey—,dijo Damen, para quien el Rey seguía refiriéndose en parte a su padre.

—¿Pero cómo sabe la corte si el matrimonio real ha sido consumado?

—¡El Rey sabe si o no ha sido consumado!

Dijo Damen Horrorizado.

Laurent lo miro fijamente. Damen estuvo sorprendido cuando Laurent dejo caer su cabeza, y más
sorprendido aun cuando los hombros de Laurent comenzaron a temblar. Alrededor de la carcajada
emergió:

—Tú luchaste con él sin ninguna ropa puesta.

—Esos son deportes, —dijo Damen.

Cruzó sus brazos, pensando que los Veretianos carecían de algún sentido de dignidad, incluso mien-
tras Laurent sentándose y presionando un encantador beso en sus labios lo había apaciguado un poco.

Más tarde

—¿El Rey de Vere realmente consuma su matrimonio en frente de la corte?


—No en frente de la corte—,dijo Laurent, como si eso fuese tremendamente ridículo---, en frente del
Concejal.

—¡Guion está en el Concejal!,—dijo Damen.

Luego, se colocaron junto al otro, y Damen se encontró trazando la cicatriz en el hombro de Laurent, el
único lugar de su cuerpo que estaba dañado, como Damen conocía ahora íntimamente.

—Lamento que Govart esté muerto. Sé que estabas tratando de mantenerlo con vida.

—Pensé que él sabía algo que podría usar en contra de mi tío. No tiene importancia. Lo detendremos
de otra manera.

—Nunca me contaste lo que sucedió.

—No fue nada. Hubo una lucha con cuchillos. Me liberé, y Guion y yo vinimos para un acuerdo.

Damen lo contempló.

—¿Qué?

—Nikandros nunca lo creerá—,dijo Damen.

—No veo por qué no.

—¿Fuiste tomado como prisionero, tú sin ayuda de nadie escapaste de las celdas en Fortaine, y de
alguna manera conseguiste que Guion cambiase de lado en el camino?

—Bueno—,dijo Laurent—,no todo el mundo es tan malo escapando como tú lo eres.

Damen dejo salir un respiro, y se encontró riendo, como nunca había podido creerlo posible, conside-
rando lo que lo esperaba afuera. Recordó a Laurent en las montañas luchando a su lado, apuntalando
su costado herido.

—¿Cuándo perdiste a tu hermano, había alguien allí para consolarte?

—Si—dijo Laurent.—En cierto sentido.

—Entonces me alegro—,dijo Damen.—Me alegro de que no estuvieses solo.


Laurent se empujó lejos, arriba en una posición sentada, y por un momento se sentó, sin hablar.

Presionó sus palmas en las cuencas de sus ojos.

—¿Qué es?

—No es nada.—,dijo Laurent.

Damen, sentado junto a él, sintió al mundo exterior entrometer su presencia otra vez.---Deberíamos…

—Y lo haremos.---Laurent se volvió hacia él, deslizando dedos dentro de su cabello.—Pero primero,


tenemos la mañana.
Después, ellos hablaron.

Sirvientes trajeron un desayuno de frutas, queso suave, miel y panes sobre fuentes redondas, y se
sentaron en la mesa en una de las habitaciones abiertas en el dormitorio. Damen tomo el asiento más
cercano a la pared, adhiriendo el broche de oro que había recuperado del algodón a su hombro. Lau-
rent se sentó en una pose relajada, en solo pantalones y una camisa suelta, su cuello y mangas todavía
abiertos. Laurent estaba hablando.

Tranquilamente, seriamente, Laurent resumió el estado de juego como él lo veía, describiendo sus
planes y sus contingencias. Damen se dio cuenta de que Laurent lo estaba dejando entrar a una parte
de sí mismo que nunca había compartido antes, y se encontró atraído a las complejidades políticas,
incluso mientras la experiencia se sintió nueva, y un poco reveladora. Laurent nunca abrió sus pen-
samientos así, si no que siempre mantuvo sus planificaciones intensamente privadas, haciendo sus
decisiones solo.

Cuando los sirvientes entraron para limpiar los platos de la mesa, Laurent los vio ir y venir y luego miro
a Damen. Habia una pregunta no formulada en sus palabras.

—No estas manteniendo esclavos en tu hogar.

—No puedo imaginar por qué—dijo Damen.

—Si has olvidado que hacer con un esclavo, puedo decirte--dijo Laurent.

—Odias la idea de la esclavitud. Eso revuelve tu estomago—.Damen lo dijo, una plana declaración de
verdad. —Si yo hubiese sido cualquier otro, me habrías liberado en la primera noche.

Busco la cara de Laurent.

—Cuando discutí el caso por esclavitud en Arles no intentaste hacerme cambiar de opinión.

—Esta no es una materia para intercambiar ideas. No hay nada que decir.

—Habrá esclavos en Akielos. Somos una cultura de esclavos.

—Lo sé.

—¿Las mascotas y sus contratos son tan diferentes?¿Nicaise tuvo una opción?

—Él tuvo la decisión del pobre sin otra manera de sobrevivir, la elección de un niño impotente a sus
mayores, la opción de un hombre cuando su Rey le da una orden, la cual no es una opción en absoluto,
sin embargo todavía es más de lo que se le ofrece a un esclavo.

Damen sintió de nuevo la sorpresa de escuchar la voz de Laurent sus creencias privadas. Pensó en
él, ayudando a Erasmus. Pensó en él visitando a la chica de la aldea, enseñándole un truco de juego
de manos. Por primera vez, atrapó un atisbo de cómo sería Laurent como rey. Lo vio, no como el so-
brino sin preparación del Regente, no como el hermano más joven de Auguste, si no como él mismo,
un hombre joven con una colección de talentos lanzado al liderazgo demasiado temprano, y llevándolo
adelante, porque no le dieron otra opción. Yo le serviría, pensó, y eso por sí mismo fue como una pe-
queña revelación.

—Se lo que piensas de mi tío, pero él no es…—Laurent hablo luego de una pausa.

—¿No?

—No lastimaría a un niño—,dijo Laurent.—Si es tu hijo o el de Kastor, es una ventaja. Es una ventaja
contra ti, contra tus ejércitos, contra tus hombres.

—Te refieres a que me lastima más que mi hijo esté vivo y completo, de lo que lo haría si estuviera
mutilado o muerto.

—Si--, dijo Laurent.

Lo dijo seriamente, mirando dentro de los ojos de Damen. Damen sintió doler a cada musculo de su
cuerpo por el esfuerzo de no pensar en eso. De no pensar en el otro, pensamiento más oscuro, el que
debería ser evitado a toda costa. En su lugar intento pensar en una manera de seguir adelante, aunque
era imposible.

Tenía un ejército entero reunido, Veretianos y Akielanos por igual, listos para marchar hacia el sur. Ha-
bía pasado meses con Laurent reuniendo sus fuerzas, estableciendo una base de poder, arreglando
líneas de suministros, ganando soldados a su causa.

En un golpe, el Regente había vuelto a su ejército inútil, incapaz de moverse, incapaz de pelear, porque
si ellos hacían.

—Mi tío sabe que no te moverás contra él mientras conserve al niño—dijo Laurent.Y luego, con calma,
ininterrumpidamente. —Así que lo recuperaremos.

El busco algún cambio en ella, pero el frio aire intocable era el mismo, como la forma particular con la
que sus ojos lo contemplaban. Tenía la misma coloración que Laurent. Ella tenía la misma mente ma-
temática. Ellos eran como un par coincidente, excepto que su presencia era diferente. Había una parte
de Laurent que siempre estaba en tensión, incluso cuando fingía calma.

La compostura irrefutable de Jokaste parecía serenidad, hasta que sabes que era peligrosa. Un similar
centro de acero, quizás, existía en ambos.

Ella estaba esperándolo en su solar, donde le había permitido ser reinstalada, bajo fuertes medidas de
seguridad.

Se sentó elegantemente, con sus damas dispuestas a su alrededor, como flores en un jardín. No pare-
cía perturbada por el encarcelamiento, o incluso notarlo realmente.

Después de su larga mirada desplazándose alrededor del cuarto, se sentó en la silla opuesta a ella, y
como si los soldados que habían entrado detrás de él no existieran.

—¿Hay un niño? —dijo Damen

—Te he dicho que lo hay—,dijo Jokaste.

—No te estaba hablando a ti—,dijo Damen.

Las mujeres acompañantes sentadas alrededor de Jokaste eran de edades variadas, desde la más
mayor de tal vez sesenta a la más joven, de la edad de Jokaste, alrededor de veinticuatro. Adivinó que
todas las siete habían estado en su hogar por un largo tiempo. La mujer con el negro cabello trenzado
era alguien que reconoció vagamente (¿Kyrina?).Las dos esclavas también eran ligeramente familia-
res. No reconoció a la mayor doncella, o las restantes damas de buena cuna. Dejó pasar sus ojos sobre
ellas lentamente. El devolvió su mirada a Jokaste.
—Déjame decirte lo que pasará. Serás ejecutada. Serás ejecutada lo que sea que digas o hagas. Pero
perdonare a tus mujeres, si están de acuerdo en responder a mis preguntas.

Silencio. Ni una de las mujeres hablo o vino hacia adelante.

Le dijo a los soldados detrás de él

—Llévenselas.

Jokaste dijo:

—Este plan de acción significará la muerte del niño.

—No hemos establecido que haya un niño.

Ella sonrió, como si estuviera complacida de descubrir una mascota capaz de un truco.

—Nunca has sido muy bueno en los juegos. No creas que tienes lo que se necesita para jugar contra
mí.

—He cambiado.

Los soldados se habían detenido, pero había una ondulación entre las señoritas ahora ante su presen-
cia, mientras Damen se sentaba de nuevo en su silla.
—Kastor lo matará. Le diré a Kastor que el niño es tuyo, y él lo matará. Pensamientos sobre usarlo
como una ventaja no entraron en su mente.

—Creo que Kastor matara a cualquier niño que crea que es mío. Pero tú no tienes ningún medio para
conseguir un mensaje a Kastor.

—La nodriza del niño—,dijo Jokaste,—le dirá la verdad a Kastor si soy asesinada.

—Si eres asesinada.

—Eso es correcto.

—Tú—, dijo Damen--,pero no tus mujeres.

Hubo una pausa.

—Eres la única protegida por el arreglo. Estas mujeres van a morir. A menos de que me hablen.

—Tú has cambiado¿O es este el nuevo poder detrás del trono?¿Con quién estoy negociando realmen-
te aquí, me pregunto?

Él ya estaba asintiendo al soldado más cercano.

—Empieza con ella.

No fue agradable. Las mujeres se resistieron, y había gritos.

El observo impasiblemente como los soldados tomaron agarre de las mujeres y comenzaron a arras-
trarlas de la habitación. Kyrina se tiró violentamente en persona fuera del agarre de dos soldados y se
postró, con la frente en el suelo.
— Excelencia.

—No—dijo Jokaste.

—Excelencia. Sea compasivo. Tengo un hijo propio. Perdone mi vida, Excelencia.

—No—dijo Jokaste. —El no matara a un cuarto lleno de mujeres por lealtad a su amante, Kyrina.

—Perdone mi vida, juro, que le contare todo lo que sé.

—No— dijo Jokaste.


— Dime--dijo Damen.

Kyrina hablo sin levantar su cabeza desde su postración. Su largo cabello, el cual había escapado de
sus ataduras durante el forcejeo, se extendía sobre el suelo.

---Hay un niño. Él fue tomado en Ios.

---Es suficiente---,dijo Jokaste.

---Ninguno de nosotros sabe si el niño es suyo. Ella dice que lo es.

—Es suficiente, Kyrina—dijo Jokaste.

—Hay más— dijo Damen.

—Excelencia—dijo Kyrina, mientras Jokaste dijo:

—No. —

—Mi señora no confía en el Regente de Vere para proteger sus intereses. En caso de que no haya otra
manera de salvar su vida, la nodriza podía ser instruida para traerle al niño— en intercambiarlo por la
libertad de Jokaste.

Damen se echó hacia atrás en su silla, y alzo sus cejas suavemente a Jokaste.

Las manos de Jokaste eran un puño en sus faldas, pero hablo en una voz calmada.

—¿Piensas que has volteado mis planes? No hay manera de eludir mis condiciones. La nodriza no
dejará Ios. Si vas a realizar el intercambio, necesitaras llevarme allí e intercambiarme personalmente.

Damen miro a Kyrina, quien levanto su cabeza y asintió.

Jokaste, pensó él, creía que era imposible para él viajar a Ios, y que no había lugar donde fuera seguro
intentar un intercambio.

Pero había un lugar donde dos enemigos podían reunirse sin miedo a una emboscada. Un antiguo
lugar ceremonial, el cual retenía estrictas leyes, donde, desde los viejos tiempos, los kyroi podían con-
gregarse en condiciones de seguridad, protegidos por la permanente regla de paz, y la orden de solda-
dos que la imponían. Los Reyes viajaban allí para ser coronados, los nobles para resolver disputas. Su
estructura era sagrada, y permitía negociar sin el cosquilleo de las lanzas y derramamiento de sangre
de los primeros, belicosos días de Akielos.

Tenía una cualidad predestinada que lo atraía.

—Haremos el intercambio en un lugar donde ningún hombre pueda traer un ejército, o desenvainar una
espada, en el dolor de la muerte. —Damen dijo, —Haremos el intercambio en el Kingsmeet1.

Había mucho que hacer después de eso. Kyrina fue llevada a una antecámara para organizar la comu-
nicación con la nodriza. Las mujeres fueron escoltadas fuera. Y luego, él y Jokaste estuvieron solos.

—Dale mis felicitaciones al Príncipe de Vere —, dijo ella. — Pero eres un tonto si confías en él. Él tiene
sus propios planes.

— Nunca ha pretendido otra cosa—, dijo Damen.

La miro, sola en el sillón bajo. No pudo detener el recordar el día que se conocieron. Ella había sido
presentada a su padre, hija de un noble menor de Aegina, y él no había sido capaz de mirar a otro lado.
Fueron tres meses de cortejo antes de que estuviera en sus brazos.

—Escogiste a un hombre que estaba empeñado en la destrucción de su propio país. Escogiste a mi


hermano y mira donde te dejó. No tienes ninguna posición, ningún amigo. Incluso tu propio hombre te
ha dado la espalda ¿No piensas que es una pena que las cosas tengan que terminar de esta manera
entre nosotros?

—Si—, dijo ella. —Kastor debería haberte matado.

1 Kingsmeet: Encuentro de Reyes


Capítulo 14
Traducido por Sfreedom
Corregido por Reshi

Ya que no podía meter a Jokaste en un saco y llevar su cuerpo a través de la frontera hacia el territorio
de Kastor, el viaje presentaba ciertos retos logísticos.

Con el fin de justificar dos carretas y un séquito, tendrían que fingir ser mercaderes de ropa. El engaño
no iba a funcionar en cualquier escrutinio serio. Habría rollos de tela en las carretas. Pero también esta-
ría Jokaste. Al salir del patio, ella miró las preparaciones con ese tipo de calma que decía que ella coo-
peraría con todos los planes de Damen, y después, en la primera oportunidad, sonreiría y los arruinaría.

El verdadero problema no era ni siquiera el engaño. Era tener que pasar las patrullas de la frontera.
“Mercaderes de ropa” podría ayudarlos a viajar por Akielos sin impedimentos, pero no para eludir a los
guardias fronterizos.

Ciertamente no conseguían pasar a los guardias fronterizos quienes —Damen estaba completamente
seguro— ya habían sido alertados por Jokaste de su posible llegada. Damen pasó dos horas infruc-
tuosas con Nikandros tratando de trazar una ruta que pudiera colar dos carretas a través de la frontera
sin alertar a las patrullas, y otra hora infructuosa sólo mirando el mapa, hasta que Laurent se acercó
y esbozó un plan tan indignante que Damen había dicho que sí con la sensación de que su mente se
estaba partiendo.

Tomaron a sus mejores hombres, esos pocos de élite que habían destacado en los juegos: Jord, quien
había ganado en el evento de espada corta, Lydos en el de tridente, Aktis en lanza, los jóvenes, tres
veces coronados, Pallas y Lazar, quienes le habían silbado, y un puñado de sus mejores lanceros y
espadachines. La adición de Laurent en la expedición fue Paschal, y Damen trató de no pensar dema-
siado en las razones por las que Laurent pensaba que un médico sería necesario.

Y luego, absurdamente, Guion. Guion podía usar una espada. La culpa de Guion lo hacía más pro-
penso a pelear por Damen más que cualquier otro. Y si pasaba lo peor, el testimonio de Guion tenía el
potencial para acabar con la regencia. Laurent había dicho esto de manera sucinta, y le dijo a Guion,
con una voz agradable:

—Tu esposa puede acompañar a Jokaste en el viaje.

Guion había entendido más rápido que Damen.

—Ya veo. ¿Mi esposa tiene la ventaja por mi buen comportamiento?

—Así es —dijo Laurent.

Damen observó desde una ventana del segundo piso mientras se reunían en el patio: dos carretas,
dos mujeres de la nobleza, y doce soldados, de los cuales diez eran soldados y los dos restantes eran
Guion y Paschal con cascos de metal.

Él mismo estaba vestido con la humilde ropa blanca de viajero, con un guante de cuero a la altura de la
muñeca cubriendo el brazalete de oro. Estaba esperando a que llegara Laurent para discutir los puntos
de su ridículo plan. Damen agarró la jarra de vino de cristal para servirlo en una de las pequeñas copas
de espera.

—¿Te aprendiste la rotación de las patrullas fronterizas?

—Sí, nuestros exploradores encontraron…

Laurent estaba de pie en la entrada vistiendo un quitón de algodón blanco sin adornar.

Damen tiró la jarra.

Se hizo añicos, los fragmentos volaron ya que se deslizó de sus dedos golpeando el suelo de piedra.

Los brazos de Laurent estaban desnudos. Su garganta estaba desnuda, así como la mayor parte de
sus muslos, sus largas piernas, y todo su hombro izquierdo. Damen lo miró fijamente.

—Estás vistiendo ropa Akielense —dijo Damen.

—Todos visten ropa Akielense —dijo Laurent.

Damen pensó en que la jarra se había destrozado y ahora no podía tomar un profundo trago de vino.
Laurent se acercó, pasando por la cerámica rota en su corta ropa de algodón y en sandalias, hasta que
llegó al asiento junto a Damen, hacia la mesa de madera donde se encontraba el mapa.

—Una vez que conozcamos la rotación de las patrullas, sabremos cuando acercarnos —dijo Laurent.

Laurent se sentó.

—Necesitamos llegar al inicio de su rotación para tener el mayor tiempo posible antes de que ellos
hagan su reporte en el fuerte.

Era incluso más corta al sentarse.

—Damen.

—Sí. Lo siento —dijo Damen. Y luego—: ¿Qué estabas diciendo?

—Las patrullas —dijo Laurent.

El plan no se volvió menos escandaloso al analizarlo con meticuloso detalle, con las distancias y tiem-
pos estimados. El riesgo de fallar era enorme. Llevarían a tantos soldados como pudieran justificar,
pero si eran descubiertos, y hubiera una pelea, perderían. Sólo tenían doce soldados. Alrededor de
doce, se corrigió Damen, pensando en Paschal y Guion.

En el patio, miró el pequeño grupo reunido. Los ejércitos que tanto tiempo les costó construir se queda-
rían atrás. Vannes y Makedos se quedarían para defender conjuntamente la red que habían estableci-
do, desde Ravenel, pasando Fortaine, Marlas y Sicyon. Vannes podía manejar a Makedon, dijo Laurent.

Debería haber sabido que un ejército nunca iba a ser la manera de pelear contra el Regente. Siempre
iba a ser de esta forma, un grupo pequeño, solo y vulnerable, haciendo su camino a través del patio.

Nikandros se encontró con él en el patio, las carretas estaban preparadas y su pequeño bando listo
para partir. Los soldados sólo necesitaban saber sus roles en el proyecto, y las instrucciones de Damen
fueron breves. Pero Nikandros era su amigo, y merecía saber cómo cruzarían la frontera.

Así que le contó el plan de Laurent.

—Es deshonroso —dijo Nikandros.

Se estaban aproximando a la guardia por el camino del sur que cruzaba desde Sicyon hacia el interior
de la provincia de Mellos. Damen analizó el bloqueo y las patrullas, las cuales tenían cuarenta hombres.

Más allá del bloqueo estaba la torre de guardia, la cual también podría estar ocupada, y la cual podría
enviar cualquier mensaje a través de la red de torres del fuerte principal. Podía ver la disposición ar-
mada de los hombres. Acercaron sus carretas, conduciéndolas lentamente a través del campo, tanto
tiempo que habían sido observados desde la torre.

—Deseo reafirmar mi fuerte objeción —dijo Nikandros.

—Se nota —dijo Damen.

Damen se dio cuenta repentinamente de lo pobre que era el engaño, la incongruencia de la carreta, el
comportamiento extraño de sus propios soldados, quienes habían sido educados múltiples veces para
no llamarlo “Excelencia”, y la amenaza de la misma Jokaste, esperando con esa mirada fría dentro de
la carreta.

El peligro era real. Si Jokaste encontraba la manera de salir de sus ataduras y mordaza para hacer
un ruido, o era descubierta dentro de las carretas, ellos estarían enfrentando su captura y muerte. La
torre de guardia contenía al menos cincuenta hombres, añadiendo a los cuarenta aquí en las patrullas
vigilando el camino. No había manera de pasarlos luchando.

Damen se obligó a sentarse a las riendas de la carreta y continuó conduciéndola lentamente, sin ren-
dirse a la tentación de acelerar, sólo acercándose al bloqueo en un paseo tranquilo.

—Alto —dijo el guardia.

Damen frenó. Nikandros frenó. Los doce soldados frenaron. Las carretas se detuvieron con un chirrido,
y un largo y extenso —Oh —por parte de Damen hacia los caballos.

El Capitán se acercó, era un hombre con casco sobre un caballo bayo, y una corta capa roja ondeando
sobre su hombro derecho.

—Identifíquense.

—Estamos escoltando a Lady Jokaste, quien regresa a Ios luego de su parto —dijo Damen. No había
nada que pudiera confirmar o negar esta declaración más que una carreta cubierta y vacía que parecía
guiñar en el sol.

Podía sentir la desaprobación de Nikandros detrás de él. El Capitán dijo:

—Nuestros reportes dicen que Lady Jokaste fue tomada prisionera en Karthas.

—Sus reportes están equivocados. Lady Jokaste está en esa carreta.


Hubo una pausa.

—En esa carreta.

—Así es.

Otra pausa.

Damen, quien estaba diciendo la verdad, miró de regreso hacia el Capitán con esa mirada fija que ha-
bía aprendido de Laurent. No funcionó.

—Estoy seguro de que a Lady Jokaste no le importará responder unas cuantas preguntas.

—Estoy seguro de que sí le importará —dijo Damen—. Ella pidió, muy claramente, no ser molestada.

—Tenemos órdenes de buscar en cada carreta que pase. La señora tendrá que hacer concesiones.
—Había un nuevo tono en la voz del Capitán. Había habido muchas objeciones. Objetar de nuevo no
era seguro.

Aun así, Damen se escuchó diciendo:

—No puede simplemente irrumpir…

—Abran la carreta —dijo el Capitán, ignorándolo.

El primer intento fue más como un incómodo llamado en la puerta de mi señora que un allanamiento de
una carga ilícita. No hubo respuesta.

Hubo un segundo intento. Sin respuesta. Un tercero.

—¿Ya ve? Está durmiendo. ¿Realmente va a…?

El Capitán gritó:

—¡Ábranla!

Hubo un sonido fragmentado de impacto, como el de un perno de madera siendo golpeado por un
mazo. Damen se obligó a no hacer nada. La mano de Nikandros se dirigió a la empuñadura de su es-
pada, su expresión era tensa y lista. La puerta de la carreta se abrió.

Hubo un intervalo de silencio, irrumpido por el sonido amortiguado de una conversación. Duró un tiem-
po.

—Mis disculpas, señor. —El Capitán regresó, muy sumisamente—. Por supuesto que Lady Jokaste es
bienvenida a donde decida ir. —Su rostro estaba rojo y sudaba ligeramente. —Sobre la solicitud de la
señorita, cabalgaré con ustedes personalmente por el último retén, para asegurarme de que no sean
detenidos nuevamente.

—Gracias, Capitán —dijo Damen con gran dignidad.

—¡Déjenlos pasar! —gritó.

—Las historias sobre la belleza de Lady Jokaste no eran exageradas —dijo el Capitán, hombre a hom-
bre, mientras se enroscaban en su camino hacia el patio.

—Espero que hable de Lady Jokaste con el más grande respeto, Capitán —dijo Damen.
—Sí, por supuesto, mis disculpas —dijo el Capitán.

El Capitán ordenó un homenaje completo para ellos cuando dividieron sus caminos al final del retén.
Avanzaron por dos millas, hasta que el retén estuvo fuera de vista detrás de una colina, cuando la ca-
rreta se detuvo y la puerta se abrió. Laurent salió de la carreta, vistiendo sólo una floja camisa verecia-
na, ligeramente desarreglada fuera de sus pantalones. Nikandros lo miró, luego a la carreta, y regresó
nuevamente hacia él.

Él dijo:

—¿Cómo le hiciste para convencer a Jokaste de engatusar a los guardias?

—No lo hice —dijo Laurent.

Lanzó el montón de seda azul en sus manos hacia uno de los soldados para deshacerse de eso, y
luego se puso su chaqueta con un gesto bastante varonil

Nikandros estaba mirándolo fijamente.

—No pienses mucho en eso —dijo Damen.

Tenían dos horas antes de que los guardias regresaran al fuerte principal y se dieran cuenta de que
Jokaste no había llegado, en ese punto el Capitán podría tener un lento entendimiento. No mucho des-
pués, los hombres de Kastor aparecerían yendo tras ellos.

Jokaste le dio una fría mirada cuando le quitaron la mordaza y deshicieron sus ataduras. Su piel reac-
cionó como la de Laurent al confinamiento: marcas rojas donde sus muñecas habían sido atadas con
seda. Laurent extendió su mano para escoltarla de regreso de la carreta de suministros hacia la carreta
principal, con un aburrido gesto vereciano. Los ojos de ella tenían la misma mirada aburrida mientras
tomaba su mano.

—Tienes suerte de que seamos parecidos —dijo ella bajando. Se miraron entre ellos como dos reptiles.

Para evadir las patrullas de Kastor, se estaban dirigiendo a una clase de santuario de su infancia, la ha-
cienda de Heston de Thoas, la hacienda estaba bastante rodeada por el bosque y tenía muchos lugares
para esconderse y esperar a que pasaran las patrullas, hasta que el interés por ellos disminuyera. Pero
más que eso, Damen había pasado horas de su niñez entre los árboles de frutas y los viñedos, mientras
su padre almorzaba con Heston en sus recorridos por las provincias del norte. Heston era intensamente
leal, y le daría refugio a Damen de un ejército invasor.

El campo se le hacía familiar. Akielos en verano: parte de las laderas rocosas cubiertas de matorrales y
maleza, y de extensiones de tierra cultivables, perfumadas por las flores de naranjo. Las zonas bosco-
sas con árboles que pudieran ocultarlos eran raras, y ninguna de ellas le daba la suficiente confianza a
Damen para esconder una carreta.

Con el peligro de las patrullas aumentando, Damen le gustaba cada vez menos el plan que tenían para
él de dejar las carretas sin protección y seguir adelante para explorar el territorio y hacer que Heston
notará su presencia. Pero no tenían elección.

—Mantén las carretas en movimiento —le dijo Damen a Nikandros—. Seré rápido, y llevaré a nuestro
mejor jinete conmigo.
—Ese soy yo —dijo Laurent, arreando a su caballo.

Lo hicieron en tiempo rápido, Laurent ligero y seguro en la silla de montar. Cerca de media milla de la
hacienda desmontaron, y ataron sus caballos fuera de la vista del camino. Siguieron el resto del camino
a pie, apartando la maleza de sus pasos, algunas veces de sus cuerpos.

Apartando una rama lejos de su rostro, Damen dijo:

—Pensaba que cuando fuera Rey, no volvería a hacer esta clase de cosas.

—Subestimas las demandas de la realeza akielense —dijo Laurent.

Damen pasó sobre un tronco podrido. Removió la parte inferior de su ropa de una espina de arbusto.
Se hizo a un lado de la sobresaliente de granito afilado.

—El sotobosque era más delgado cuando era chico.

—O tú lo eras.

Laurent lo dijo apartando una rama de árbol para Damen, quién caminó a través con un crujido. Llegan-
do juntos al punto más alto, vieron su destino extendiéndose ante ellos.

La hacienda de Heston de Thoas era una baja y larga serie de construcciones frías y acanaladas que
guiaban hacia los jardines privados, y de ahí a los pintorescos árboles de nectarina y chabacano.

Al verlo, Damen sólo podía pensar en lo bueno que sería llegar allá para compartir la belleza de su
arquitectura con Laurent, para tomar su descanzo—mirando la puesta de sol desde el balcón abierto,
Heston ofreciendo su cálida hospitalidad, ordenándoles simples manjares y discutiendo con él sobre
algunos temas oscuros de filosofía.

Toda la hacienda estaba salpicada convenientemente de rocas que sobresalían a través de la delgada
cubierta de barro. Damen los rastreó: ellos proporcionaron una ruta oculta desde la maraña de árboles
donde se quedó con Laurent todo el camino hacia el portón de la casa—y desde ahí sabía el camino
hacia el estudio de Heston, con sus puertas que daban hacia los jardines, un lugar donde podía entrar,
y encontrar a Heston solo.

—Alto —dijo Laurent.

Damen se detuvo. Siguiendo la mirada de Laurent, vio a un perro vagando con su cadena cerca de un
pequeño campo acorralado lleno de caballos del lado oeste de la hacienda. Estaban a favor del viento;
aún no comenzaba a ladrar.

—Hay demasiados caballos —dijo Laurent.

Damen miró de Nuevo hacia el corral, y su estómago se hundió. Había al menos cincuenta caballos en
un pequeño y atiborrado pedazo de terreno que nunca estuvo destinado para contenerlos; terminarían
de pastar demasiado pronto.

Y ellos no eran los corceles ligeros que les servían a los aristócratas para montar. Todos ellos eran
monturas de soldados, grandes y pesados con músculos para llevar el peso de un jinete en armadura,
transportados desde Kesus y Thrace para servir a la guarnición del norte.

—Jokaste —dijo.

Sus manos se convirtieron en puños. Seguramente Kastor recordaba que ellos habían cazado aquí
cuando eran jóvenes, pero sólo Jokaste podría haber adivinado que Damen pararía aquí si viajaba al
sur —y enviaba hombres a avanzar, negándole un albergue seguro.

—No puedo dejar a Heston con los hombres de Kastor —dijo Damen—. Le debo.

—Sólo está en peligro si te encuentran aquí. Después es un traidor —dijo Laurent.

Sus ojos se encontraron, y el entendimiento pasó entre ellos, rápido y sin palabras: necesitaban en-
contrar otro camino para sacar las carretas del camino—y ellos necesitaban hacerlo evadiendo a los
guardias asentados en la hacienda de Heston.

—Hay un riachuelo a unas millas hacia el norte que conduce hacia el bosque —dijo Damen—. Cubrirá
nuestras huellas, y nos mantendrá fuera del camino.

—Me encargaré de los guardias —dijo Laurent.

—Dejaste el vestido en la carreta —dijo Damen.

—Gracias, tengo otras maneras de eludir a un guardia.

Se entendieron entre ellos. La luz a través de los árboles veteaba el cabello de Laurent, el cual ahora
lo tenía tan largo como había sido en el palacio, y mostraba signos de un ligero desorden. Tenía una
ramita en él. Damen dijo:

—El arroyo está al norte de esa segunda subida. Te esperaremos río abajo, por la segunda curva.

Laurent asintió y se alejó, sin decir nada.

No hubo señal de una cabeza rubia, pero de alguna forma el perro se soltó y salió corriendo a través del
patio hasta donde estaban pastando los caballos desconocidos. Un perro de ladrido agudo en un corral
atiborrado tuvo un efecto predecible en los caballos; se fueron en contra, corrieron y estallaron desde el
cercado. El pastoreo en el jardín privado de Heston era excelente, cuando los barandales cedieron, los
caballos salieron corriendo participando, y participaron pastando en los campos de cultivo adyacentes,
y pastaban bastante lejos, por la colina del este. Los espasmos de emoción del perro los incitaron. Al
igual que las acciones de una sílfide, desatando cuerdas y escurriéndose para abrir el cerco.

Regresando a su propia montura, Damen forzó una sonrisa al escuchar los distantes gritos akielenses:
¡Los caballos! ¡Reúnan a los caballos! No había caballos para reunir a los otros. Iba a haber muchos
pisotones tratando de atrapar las monturas y maldiciones a perros pequeños.

Ahora era tiempo de hacer su parte. Las carretas, cuando regresó a galope hacia ellas, eran incluso
más lentas de lo que recordaba. Empujados a la marcha más rápida que podían seguir, parecían arras-
trarse a través del campo. Damen deseo que fueran más rápido, lo cual era una sensación parecida a
gritarle a un caracol para que corriera. Sentía la caliente opresión de los campos planos que parecían
extenderse por millas con sus matorrales de formas extrañas dispersos por todo el paisaje.

Nikandros tenía una expresión dura. Guion y su esposa estaban nerviosos. Probablemente sentían que
ellos tenían más que perder, pero de hecho todos perderían la misma cosa: sus vidas. Todos menos
Jokaste. Ella sólo dijo suavemente:

—¿Problemas en el lugar de Heston?

El arroyo era un destello a través de los árboles cuando lo vieron en la distancia. Una de las carretas
casi se dobló cuando finalmente salieron del camino y bajaron precariamente hacia el arroyo. La otra
carreta crujió y se sacudió ominosamente mientras golpeaba en la base del arroyo. Hubo un espantoso
momento cuando parecía que la carreta no viajaría en las aguas poco profundas, y estarían atrapados
ahí, expuestos y visibles desde el camino. Doce soldados bajaron de sus caballos hacia el agua que
llegaba a la mitad de sus cubiertas espinillas, y se pusieron a trabajar. Damen se paró detrás de la ca-
rreta más grande y pesada, cada uno de sus músculos estaban tensos. Poco a poco, la carreta se fue
moviendo hacia las corrientes menores, los guijarros y piedras, y a lo largo del arroyo hacia los árboles.

El sonido de cascos causó que Damen diera un respingo. —Ocúltense. Ahora.

Corrieron hacia la cubierta de la arboleda que había adelante, llegando sólo un momento antes de que
la patrulla llegara por detrás de la subida, los hombres de Kastor viajaban a toda marcha. Damen se
detuvo, paralizado. Jord y los verecianos se quedaron en un apretado grupo, y los akielenses en otro.
Damen tenía la ridícula urgencia de poner su mano sobre la nariz de su caballo y reprimir cualquier
soplido. Miró hacia arriba y vio que Nikandros, con una expresión grave, tenía su mano en la boca de
Jokaste, y la sostenía dentro de la carreta en un firme agarre desde atrás.

Los hombres de Kastor se acercaban pesadamente, y Damen trató de no pensar sobre el pobre escon-
dite de las huellas de la carreta, de las torcidas ramas, los desgarros dejados por los matorrales, y todas
las señales que habían dejado arrastrando dos carretas fuera del camino. Las capas rojas a raudales,
la patrulla galopando directo hacia ellos…

…y pasándolos, siguiendo por el camino en dirección de la hacienda de Heston. Eventualmente, los


golpes de cascos cesaron. El silencio llegó y todos respiraron. Damen dejó que pasaran unos minutos
antes de que asintiera, y las carretas comenzaran a moverse, los cascos de los caballos avanzando por
el agua río abajo, adentrándose en el bosque lejos del camino.

Se fue volviendo más frío conforme se adentraban en los árboles, el aire sobre la corriente fría, y las
hojas brindaban protección del calor del sol. No había sonidos más que el del agua y sus propios mo-
vimientos a través del lugar, absorbidos por los árboles.

Damen ordenó detenerse en la segunda curva, y esperaron, Damen trataba de no pensar en qué tan
probable era que Kastor recordara ese día en que ellos habían encontrado este arroyo cazando cuando
eran niños, y en si había o no hablado de ello cariñosamente con Jokaste. Si lo había hecho, una pla-
neación meticulosa de Jokaste ya tendría a los soldados aquí, o viniendo justo hacia ellos.

El sonido de una rama quebrándose puso a todos con sus manos sobre sus espadas, los filos akielen-
ses y verecianos desenvainaron silenciosamente. Damen espero en tenso silencio. Hubo otro chasqui-
do de rama.

Y entonces vio la pálida cabeza, y la aún más pálida camisa, una ágil figura palmeando su camino de
tronco en tronco.

—Llegas tarde —dijo Damen.

—Te traje un recuerdo.

Laurent le lanzó a Damen un chabacano. Damen podía sentir la tranquila exultación de los hombres de
Laurent, mientras los akielenses parecían un poco aturdidos. Nikandros le pasó sus riendas a Laurent.

—¿Así es como hacen las cosas en Vere?

—¿Quieres decir, con eficiencia? —dijo Laurent.

Y montó su caballo.
El riesgo de fallar era alto, e hicieron un lento progreso por la base del arroyo porque tenían que pro-
teger las carretas. Los jinetes iban adelante para asegurarse de que el arroyo no se volviera profundo
o que la corriente no fuera rápida, y que la base del arroyo siguiera con los esquistos suaves con el
agarre suficiente para las ruedas.

Damen ordenó detenerse. Subieron hacia una orilla, donde un afloramiento de rocas podía ocultar un
pequeño fuego. Ahí había ruinas de granito, lo cual podría darles cobertura también. Damen reconoció
las formas, habiéndolas visto en Acquitart y más recientemente en Marlas, aunque aquí de las ruinas
sólo quedaba una pared, las piedras estaban desgastadas y cubiertas por maleza.

Pallas y Aktis pusieron sus habilidades a trabajar y arponearon pescado, los cuales comieron asados y
descamados envueltos en hojas, bebiendo el fortificante vino. Era un suplemento dulce para su usual
tarifa de pan y queso duro. Los caballos, atados por la noche, pastaron un poco, hocicando el suelo con
gentileza. Jord y Lydos tomaron la primera guardia, mientras los otros venían a sentarse en un semicír-
culo alrededor de su pequeño fuego.

Cuando Damen se sentó también, todos se pusieron de pie rápidamente y se quedaron de pie sintién-
dose incómodos. Más temprano, Laurent le había lanzado a Damen su bolsa de dormir y dijo:

—Desempaca esto. —Y Pallas casi lo había retado a un duelo por el insulto. Sentarse y comer queso
de manera casual con su Rey era algo que no sabían hacer. Damen vertió una copa de vino y la pasó
al soldado detrás suyo (Pallas), y hubo un largo silencio en el cual Pallas se quedó obviamente tratando
de juntar todo su valor para alcanzarla y tomarla.

Laurent se acercó al punto muerto, tirándose en el tronco junto a Damen, y en una voz inexpresiva se
lanzó a la historia de la aventura en el burdel en el que había conseguido el vestido azul, lo cual fue tan
descaradamente sucio que hizo que Lazar se sonrojara, y tan gracioso que Pallas estaba secando sus
ojos. Los verecianos lanzaron preguntas francas sobre el escape de Laurent del burdel. Esto permitió
respuestas sinceras y más limpieza de ojos, mientras todos tenían opiniones sobre los burdeles que
eran traducidos y mal traducidos con mucha gracia. El vino pasaba alrededor.

Para no ser menos, los akielenses le contaron a Laurent sobre su escape de los soldados de Kastor,
el agachado en el fondo del arroyo, la carrera con las lentas carretas, el escondite detrás de las hojas
de los árboles. Pallas hizo una imitación decente de la forma de montar de Paschal. Lazar observó a
Pallas con relajada admiración. No era la imitación lo que estaba admirando. Damen le dio un bocado
al chabacano.

Cuando Damen se levantó un rato después, todos recordaron nuevamente que era el Rey, pero la rí-
gida formalidad había desaparecido, y se fue bastante complacido hacia el saco de dormir que había
desempacado sumisamente, y se acostó sobre él, escuchando los sonidos del propio campamento
preparándose para dormir.

Fue una pequeña conmoción escuchar pasos, y el vago sonido de un saco de dormir golpeando la tierra
junto a él. Laurent se extendió, y ahora estaban uno junto al otro bajo las estrellas.

—Hueles a caballo —dijo Damen.

—Así es como pasé al perro.

Sintió un latido de felicidad, y no dijo nada, sólo se recostó sobre su espalda mirando hacia las estrellas.

—Es como en los viejos tiempos —dijo Damen, aunque la verdad era que nunca había tenido momen-
tos como este.

—Mi primer viaje a Akielos —dijo Laurent.


—¿Te gusta?

—Es como Vere, pero con menos lugares para tomar un baño —contestó Laurent.

Cuando miró hacia los lados, Laurent estaba recostado a su lado mirándolo; sus posturas hacían eco
una de la otra.

—El arroyo está justo ahí.

—¿Quieres que vague desnudo por el campo akielense en la noche? —Y luego— Hueles a caballo
tanto como yo.

—Más —dijo Damen. Estaba sonriendo.

Laurent era una figura pálida bajo la luz de la luna. Más allá de él, el campamento estaba durmiendo, y
las ruinas de granito que con el tiempo se derrumbarían dentro del agua para siempre.

—Son artesianas, ¿verdad? Del antiguo imperio, Artes. Dicen que solían abarcar nuestras dos nacio-
nes.

—Como las ruinas en Acquitart —dijo Laurent. No dijo, Y en Marlas—. Mi hermano y yo solíamos jugar
ahí de niños. Matar a todos los akielenses y restaurar el antiguo imperio.

—Mi padre tenía la misma idea.

Y mira lo que le pasó. Laurent tampoco dijo eso. Su respiración era calmada, como si estuviera relajado
y soñoliento, recostado a lado de Damen. Se escuchó a sí mismo decirlo.

—Había un palacio de verano en Ios fuera de la capital. Mi madre diseñó los jardines de ahí. Dicen
que está construido sobre cimientos Artesianos. —Recordó los caminos serpenteantes, las delicadas
y florecientes orquídeas del sur, el rocío de la flor de naranjo. —Está fresco en verano, y hay fuentes y
pistas para cabalgar. —Su pulso palpitaba por los nervios poco característicos, tanto que se sentía casi
tímido—. Cuando todo esto acabe… podríamos llevar caballos y quedarnos una semana en el palacio.
—Desde su noche juntos en Karthas, no se había atrevido a hablar sobre el futuro.

Sintió a Laurent contenerse cuidadosamente, y hubo una extraña pausa. Luego de un momento, Lau-
rent dijo, con suavidad:

—Eso me gustaría.

Damen rodó sobre su espalda de nuevo, y sintió las palabras como felicidad mientras se permitía mirar
nuevamente hacia la amplia extensión de estrellas.
Capítulo 15
Traducido por Alba A. Spencer
Corregido por Reshi

Era típico de su suerte que el vagón, que había aguantado por cinco días en el lecho de un riachuelo,
se rompiera tan pronto se reincorporaron a la carretera.

Se sentaba como un niño malhumorado en medio de la tierra, el segundo vagón atestado incómoda-
mente detrás. Lazar, emergiendo debajo del vagón con una mancha en la mejilla, pronunció que era un
eje roto. Damen, quien como un príncipe de sangre no sobresalía en reparación de vagones, asintió de
manera erudita, y ordenó a sus hombres repararlo.

Todos desmontaron y fueron a trabajar, levantando el vagón, cortando un árbol joven para la madera.

Fue entonces cuando un escuadrón de soldados de Akielos apareció por el horizonte.

Damen alzó la mano para pedir silencio, silencio total. El martilleo se detuvo. Todo se detuvo. Había
una vista clara de todo el camino a través de la llanura del escuadrón trotante en formación apretada:
cincuenta soldados viajando al noroeste.

—Si vienen en esta dirección…—Dijo Nikandros en voz baja.

—¡Hey! —Laurent llamó. Se estaba levantando a si mismo sobre la rueda delantera sobre la parte alta
del vagón. Tenía una tira de seda amarilla en su mano, y se paró en el vagón ondeándola extravagan-
temente hacia el escuadrón. —¡Oigan ustedes! ¡Akielanos!

El estómago de Damen se contrajo, y dio un impotente paso hacia delante.

—¡Detenlo!—Dijo Nikandros, haciendo un movimiento similar hacia delante, demasiado tarde. En el


horizonte, el escuadrón estaba virando como una bandada de estorninos.

Era demasiado tarde para detenerlo. Demasiado tarde para agarrar el tobillo de Laurent. El escuadrón
los había visto. Breves visiones de estrangular a Laurent no eran de ayuda. Damen miró a Nikandros.
Estaban sobrepasados en número, y no había donde esconderse en esta amplia, plana llanura. Los
dos sutilmente se cuadraron hacia el inminente escuadrón. Damien juzgó la distancia entre él y el más
cercano de los soldados que se aproximaban, sus oportunidades de matarlos, de matar suficientes de
ellos, para igualar las posibilidades para los otros.

Laurent estaba bajando del vagón, aun agarrando la seda. Saludo al escuadrón con una voz aliviada y
una versión exagerada de su acento Veretiano.

—Pero gracias, oficial. ¿Qué podríamos haber hecho si no se hubieran detenido? Tenemos dieciocho
rollos de tela para entregar a Milo de Argos, y como pueden ver Christofle nos ha vendido un vagón
defectuoso.
El oficial en cuestión era identificable por su caballo superior. Tenía cabello negro corto debajo del
casco, y el tipo de expresión inflexible que solo venia de entrenamiento extenso. Miro alrededor por un
Akeliano, y encontró a Damen.

Damen trató de mantener su propia expresión insulsa y no mirar hacia los vagones. El primero estaba
lleno de tela, pero el segundo estaba lleno de Jokaste, con Guion y su esposa también apiñados ahí.
En el momento en que las puertas volaran abiertas, estarían descubiertos. No había vestido azul para
salvarlos.

—¿Son comerciantes?

—Lo somos.

—¿Qué nombre? —Dijo el oficial.

—Charls. —Dijo Damen, quien era el único comerciante al que conocía.

—¿Tu eres Charls el renombrado comerciante de tela de Veretiana? —Dijo el oficial escépticamente,
como si fuera un nombre conocido para él.

—No. —Dijo Laurent, como si eso fuera la cosa más tonta del mundo. —Yo soy Charls el renombrado
comerciante de tela de Veretina. Este es mi asistente. Lamen.

En el silencio, el oficial rastreó su mirada sobre Laurent, luego sobre Damen. Luego miró hacia el
vagón, notando cada abolladura, cada mota de polvo, cada signo de un viaje de larga distancia, en
mínimo detalle.

—Bueno, Charls. —Dijo, eventualmente. —Parece que tienen un eje roto.

—¿Supongo que sus hombres no pueden brindarnos ayuda con nuestras reparaciones? —dijo Laurent.

Damen lo miró fijamente. Estaban rodeados por cincuenta soldados con montura Akielanos. Y Jokaste
dentro de ese vagón.

El oficial dijo.

—Estamos patrullando por Damianos de Akielos.

—¿Quién es Damianos de Akielos? —dijo Laurent.

Su rostro estaba completamente abierto, sus ojos azules sin pestañear, volteados hacia el oficial en su
caballo.

—Es el hijo del Rey. —Damen se escuchó decir. —El hermano de Kastor.

—No seas ridículo, Lamen. El Príncipe Damianos está muerto. —dijo Laurent. —El difícilmente es el
hombre a quien este oficial se refiere.— Luego, para el oficial: —Pido disculpas por mi asistente. No se
mantiene al tanto de los asuntos de Akielos.

—Por el contrario, se cree que Damianos de Akielos está vivo, y que cruzó hacia esta provincia con
sus hombres hace seis días. —El oficial hizo ademan hacia su escuadrón, haciéndoles señas hacia
delante.—Damianos está en Akielos.

Para la incredulidad de Damen, estaba haciéndoles señas para arreglar el vagón. Uno de los soldados
preguntó a Nikandros por un pedazo de madera para soportar la llanta. Nikandros se lo pasó sin pa-
labras. Nikandros tenía el ligero aspecto estupefacto que Damen recordaba de varias de sus propias
aventuras con Laurent.

—Cuando su vagón esté reparado, podemos cabalgar con ustedes hasta la posada. —dijo el oficial.
—Estarán bastante seguros. El resto de la guarnición está estacionada ahí.

Él uso el mismo tono que Laurent había usado cuando dijo “¿Quién es Damianos?”

Fue sumamente obvio que no eran libres de sospecha. Un oficial provinciano podría no sentirse cómo-
do confrontando a un reconocido comerciante en la carretera y revisando sus vagones. Pero en una
posada, podía poner a sus hombres a investigar los vagones para su tranquilidad. ¿Y porque arriesgar-
se a una pelea con una docena de guardias en el camino, cuando podías simplemente escoltarlos de
vuelta a los expectantes brazos de tu guarnición?

—Gracias, oficial. —dijo Laurent sin titubear. — Guíenos.

El nombre del oficial era Stavos, y cuando el vagón estuvo arreglado, cabalgó a un lado de Laurent,
todos trotando erguidos en sus monturas hacia la posada. El aire de confianza de Stavos se hizo más
fuerte mientras cabalgaban, lo cual trajo a la vida todos los sentidos que Damen tenía sobre el peligro.
Sin embargo cualquier renuencia era una marca segura de culpabilidad. Solo podía cabalgar hacia
delante.

La posada era una de las más grandes hostelerías en Mellos, equipada para huéspedes poderosos,
y su entrada eran un juego de grandes puertas a través de las cuales los vagones y carruajes podían
pasar a un patio central que contenía abundantes patios para bestias de carga lentas y pesadas, y es-
tablos para los caballos buenos.

El sentido del peligro de Damen creció mientras atravesaban las puertas hacia el patio disparejo. Había
barracas de buen tamaño, la posada obviamente las usaban como punto de encuentro de la milicia
en la región. Era un acuerdo frecuentemente común en las provincias: comerciantes y viajeros de alta
cuna apreciaban e incluso subsidiaban la presencia militar, la cual elevaba al establecimiento sobre las
casas públicas usuales donde ni siquiera un esclavo, si poseían un trozo de respetabilidad, se arries-
garía a comer. Él contó un centenar de soldados.

—Gracias, Stavos. Podemos continuar desde aquí.

—Claro que no. Déjenme escoltarlos dentro.

—Muy bien. —Laurent no mostró ni un signo de duda sin embargo. —Ven, Lamen.

Damen lo siguió dentro, sumamente consciente de que estaba siendo separado de sus hombres. Lau-
rent simplemente caminó dentro de la posada.

La posada tenía un techo alto al estilo de Akielos, y un enorme asador dentro de la chimenea. El asa-
dor brevemente abrumando la habitación con la esencia de su carne rostizada. Solo había un grupo
más de huéspedes, mitad visible a través de un abierto recorrido, sentados alrededor de una mesa, en
animada discusión. A la izquierda, había una escalera de piedra que conducía arriba al segundo piso
de habitaciones.

Dos soldados Akielanos habían tomado posición en la entrada, otros dos estaban apostados en la
puerta lejana, y el mismo Stavos había traído una pequeña escolta de cuatro soldados consigo dentro.

Damen pensó, absurdamente, que las escaleras sin barandilla podían ser terreno alto en una batalla,
como si pudieran vencer a una guarnición entera, solo ellos dos. Tal vez podía superar a Stavos. Podría
negociar algún tipo de intercambio, la vida de Stavos por su libertad.
Stavos estaba presentando a Laurent con el posadero.

—Este es Charls, el renombrado comerciante de tela de Veretiana.

—Ese no es Charls el renombrado comerciante de tela de Veretiana. —El posadero miró a Laurent.

—Puedo asegurarle que lo soy.

—Yo puedo asegurarle. Charls el renombrado comerciante ya está aquí.

Hubo una pausa.

Damen se encontró a si mismo mirando a Laurent así como al hombre pisando hacia la marca en una
competencia de tirar flechas después de que el ultimo competidor hubiese tirado un centro perfecto.

—Eso es imposible. Llámelo aquí.

—Sí, llámelo aquí. —dijo Stavos, y todos esperaron mientras un chico sirviente se retiraba hacia la
fiesta de huéspedes en la otra habitación. Un momento después, Damen escuchó una voz familiar.

—¿Quién es el impostor afirmando ser y…

Se encontraron cara a cara con Charls el comerciante de tela de Veretiana.

Charls había cambiado muy poco en los meses desde que se habían visto el uno al otro, su expresión
de serio comerciante, como su ropa, un pesado, y aparentemente costoso brocado. Era un hombre en
sus tardíos treinta, con una naturaleza entusiasta templada por el tipo de presencia que había desarro-
llado por años de comercio.

Charls dio una mirada a los inconfundibles ojos azules y cabello rubio de su Príncipe, al quien había
visto por última vez en el regazo de Damen vestido como una mascota en una taberna en Nesson. Sus
ojos se ensancharon. Entonces, con un esfuerzo verdaderamente heroico:
—¡Charls! —dijo Charls.

—Si él es Charls, entones ¿Quién eres tú? —Le dijo el oficial a Charls.

—Yo—dijo Charls, —soy…

—Él es Charls, lo he conocido por ocho años. — Dijo el posadero.

—Eso es correcto. Él es Charls. Yo soy Charls. Somos primos. —dijo Charls, juguetonamente. —Nom-
brados por nuestro abuelo. Charls.

—Gracias, Charls, este hombre cree que soy el Rey de Akielos. —dijo Laurent.

—Simplemente quise decir que podrías ser un agente del Rey. —dijo Stavos irritablemente.

—¿Un agente del Rey cuando ha elevado los impuestos y amenaza con llevar a la bancarrota la indus-
tria de tela entera? —dijo Laurent.

Damen puso sus ojos en algún lugar donde no se encontraran con los de Laurent, mientras todos los
demás lo miraban fijamente, a su rubia cara, con sus pálidas cejas arqueadas, extendiendo sus manos,
un gesto Veretiano que iba con su acento Veretiano.

—Creo que todos concordamos que él no es el Rey de Akielos. —dijo el posadero. —Si Charls respon-
de por su primo, eso debe satisfacer a la guarnición.
—Yo ciertamente respondo por él. —dijo Charls.

Después de un momento, Stavos hizo una reverencia rígida.

—Mis disculpas, Charls. Estamos tomando todas las precauciones en la carretera.

—No hay necesidad de disculparse, Stavos. Tu vigilancia te da crédito. —Laurent hizo una pequeña
reverencia rígida también.

Después se quitó su capa de montar y se la pasó a Damen para que la cargara.

—¡En disfraz otra vez! —dijo Charls en voz baja mientras llevaba a Laurent a su mesa a un lado del
fuego. —¿Qué es esta vez? ¿Una misión para la Corona? ¿Un encuentro secreto? No tema, Su Alteza,
es un honor guardar su secreto.
Charls presentó a Laurent a los seis hombres en la mesa y cada uno expresó su sorpresa y deleite al
conocer al joven primo de Charls en Akielos.

—Este es mi asistente Guilliame.

—Este es mi asistente, Lamen. —Dijo Laurent.

Así fue como Damen se encontró a sí mismo en una mesa llena de comerciantes Veretianos en una
posada en Akielos, hablando de tela.

Había seis hombres en total en la fiesta de Charls, todos comerciantes. Laurent encontró asiento cerca
de Charls y el comerciante de seda Mathelin. Lamen fue relegado a un taburete de tres piernas al final
de la mesa.

Sirvientes trajeron pan sin levadura bañado en aceite, aceitunas, y carnes cortadas del asador. Vino
rojo fue decantado en tazones y bebido en copas poco profundas. Era vino decente y no había flautistas
ni chicos danzantes, que era lo mejor que uno podía esperar en una posada pública, pensó Damen.

Guilliame vino a hablar con él, dado que eran del mismo rango.

—Lamen. Ese es un nombre inusual.

—Es Patran. —dijo Damen.

—Hablas muy bien el Akielano. —dijo, en voz alta y lentamente.

—Gracias. —dijo Damen.

Nikandros tuvo que quedarse parado incómodamente al final de la mesa cuando llegó. Frunció el ceño
cuando se dio cuenta que tenía que darle su reporte a Laurent.

—Los vagones están descargados. Charls.

—Gracias, soldado. —dijo Laurent, añadiendo extensamente al grupo. — Generalmente operamos en


Delfeur, pero he sido forzado a venir al Sur. Nikandros es completamente inútil como el Kyros. —dijo
Laurent, lo suficientemente alto para que Nikandros lo escuchara. —Él no sabe nada acerca de telas.

—Eso es muy cierto. —concordó Mathelin.

Charls dijo:
—¡Él vetó el comercio de seda de Kemptia, y cuando traté de vender seda de Varenne le puso un im-
puesto de cinco soles el rollo!

Esto fue recibido con las exclamaciones de desaprobación que se merecía, y la conversación se movió
a las dificultades del comercio en la frontera y la incómoda plaga de trenes de suministros. Si era cierto
que Damianos había regresado al Norte, Charls esperaba que este fuera su último envío antes de que
los caminos se cerraran. La guerra estaba viniendo, y podían esperar tiempos austeros.

La especulación estaba en el precio del grano en tiempos de guerra, y en el impacto en los productores
y cultivadores. Nadie sabía mucho acerca de Damianos, o porque su propio Príncipe se había aliado
con él.

—Charls conoció al Príncipe de Vere una vez. —Guilliame le dijo a Damen, bajando su voz al conspira-
torio—en una taberna en Nesson, disfrazado de… —Bajándola aún más. — “Prostituto”.

Damen miró a Laurent, quien estaba inmerso en conversación, dejando que sus ojos pasaran lenta-
mente por cada rasgo familiar, la fría expresión bañada de oro en la luz del fuego. Él dijo;

—¿Lo hizo?

—Charls dijo, piensa en la mascota más costosa que hayas visto, luego dóblalo.

—¿De verdad? —dijo Damen.

—Por supuesto, Charls supo quién era de inmediato, porque no pudo ocultar su estilo principesco, y
espíritu de nobleza.

—Por supuesto. —dijo Damen.

A través de la mesa, Laurent estaba haciendo preguntas acerca de las diferencias de comercio entre
culturas. A los Veretianos les gustaban las telas ornamentadas y teñidas, los tejidos y la decoración, dijo
Charls, pero los Akielanos tenían un enfoque más agudo en calidad, y sus textiles a decir verdad eran
más sofisticados, cada aspecto del tejido revelado por sus engañosamente simples estilos. En algunas
maneras, era más difícil comerciar aquí.

—Tal vez podrías alentar a los Akielanos a usar mangas. Venderías más tela. —dijo Laurent.
Todos rieron educadamente ante la broma, y luego miradas especulativas cruzaron una o dos caras,
como si este joven primo de Charls hubiese tropezado por accidente con una buena idea.

Sus hombres estaban durmiendo en los edificios anexos. Damen el asistente checó ambos los sol-
dados y los vagones, y vio que Jord y casi todos los demás se habían acostado para la noche. Guion
estaba en el edificio anexo también, incómodamente. Paschal estaba roncando. Lazar y Pallas estaban
compartiendo una manta. Nikandros estaba despierto, con los dos soldados que estaban vigilando los
vagones donde Jokaste estaba pasando la noche, junto con la esposa de Guion, Loyse.

—Todo está tranquilo. —reportó Nikandros.

Uno de los hombres de la posada salió con una linterna en su mano cruzando el patio para decirle a
Lamen que su cuarto estaba preparado, la segunda puerta a la derecha.

Él siguió la linterna. Dentro, la posada estaba oscura y callada. Charls y su fiesta se habían retirado, y
solo las ultimas brazas estaban ardiendo en lo que quedaba del asador. Las escaleras de piedra que se
anidaban a lo largo de la pared no tenían barandal, lo que era típico de la arquitectura Akielana, pero
confiaban bastante en la sobriedad de sus clientes.

Ascendió las escaleras. Sin la linterna, había un poco de penumbra oscura, pero encontró la segunda
puerta a la derecha y la empujó abierta.

La habitación era acogedora, simple, sus paredes de piedra densamente enyesadas, su chimenea con
un fuego reconfortante. Tenía una cama, una mesa de madera con un jarro, dos pequeñas ventanas
con profundos alfeizares, los paneles de cristal negros, el interior bien iluminado. Tres velas ardiendo:
una extravagancia, llameando bajo, dando a la habitación un cálido brillo de bienvenida.

Laurent tenía un halo de luz de vela, toda crema y oro. Estaba recientemente bañado, su cabello secán-
dose. Se había cambiado su algodón Akielano por una camisa de cama Veretiana demasiado grande,
suelta y con lazos que arrastraban. Y había arrastrado toda la ropa de cama de la pequeña cama estilo
Akielana y la amontonó frente al fuego, incluso arrastro el colchón limpio hacia abajo para unirse a la
pequeña tarima ahí.
Damen miró a la ropa de cama, y dijo, cuidadosamente.

—El posadero me mandó para acá.

—Bajo mi instrucción. —dijo Laurent.

Se estaba acercando. Damen sintió su corazón comenzar a golpetear, incluso cuando se mantuvo a si
mismo quieto y tratando de no hacer suposiciones peligrosas.

Laurent dijo;

—Es nuestra última oportunidad de tener una verdadera cama antes del encuentro con el Rey.

Damen no tuvo oportunidad de responder que Laurent había desmantelado la cama, porque Laurent
se estaba presionado contra él.

Sus manos se levantaron automáticamente, para sostener los costados de Laurent sobre la delgada
tela de la camisa de cama. Se estaban besando, los dedos de Laurent en su cabello, jalando su cabeza
hacia abajo. Podía sentir el sudor y la suciedad de tres días de cabalgata sobre él, contra la piel limpia
y fresca de Laurent.

A Laurent no parecía importarle, incluso parecía gustarle. Damen lo presionó contra la pared, y tomó su
boca. Laurent olía a jabón y a algodón fresco. Los pulgares de Damen presionando contra su cintura.

—Necesito bañarme. —dijo en el oído de Laurent, dejando que sus labios encontraran la sensible piel
detrás.

Se estaban besando otra vez, profundamente, besos acalorados.

—Pues ve y báñate.

Se encontró a si miso siendo empujado hacia atrás, mirando a Laurent a través de un tramo de espacio.
Inclinado contra la pared, Laurent le indicó la pequeña puerta de madera con su barbilla. Sus pálidas
cejas arqueadas.

—¿O esperas que te asista?

En la habitación adyacente, miró alrededor a los jabones y las toallas frescas, la gran bañera de ma-
dera llena de agua humeante, y el balde más pequeño por un lado. Todo eso había sido arreglado por
adelantado, un sirviente trayendo las toallas y arrastrando el agua caliente. La evidencia de planeación
era de hecho muy como Laurent, a pesar de que Damen nunca la había experimentado de él en este
contexto anteriormente.

Laurent no lo siguió dentro, pero lo dejó lavarse, una tarea funcional. Se sentía bien quitarse el polvo y
tierra del camino. Y había algo seductor acerca de separarse para pasar un intervalo de tiempo laván-
dose. No habían tenido antes el lujo extendido de hacer el amor, deliberadamente y sin prisas como
una Primera Noche. Sus pensamientos se enlazaron con todas las cosas que aún estaban por hacer.

Enjabonó su cuerpo minuciosamente. Echo agua sobre su cabello, restregándolo, secándose por todas
partes con la toalla, y saliendo de la bañera de madera.

Cuando regresó a la habitación, su piel estaba sonrojada por el vapor y el agua, la toalla envuelta alre-
dedor de su cintura, su torso y hombros desnudos húmedos con gotas dispersas de las puntas de su
cabello.

Aquí, también, había evidencia de planeación, y podía verla ahora por lo que era: las velas encendidas,
las camas empalmadas, y el mismo Laurent, limpio y vestido con una camisa de cama. Pensó en Lau-
rent, esperándolo expectantemente. Era encantador, porque era claro que Laurent estaba inseguro de
que hacer exactamente, sin embargo, típicamente, actuó para tomar el control de todo.

— ¿Primera vez en recibir a un amante? —solo decir la palabra lo hizo enrojecer, y vio a Laurent enro-
jecer también.

Laurent dijo:

— ¿Te has bañado?

—Sí. —dijo Damen.

Laurent estaba parado al otro lado de la habitación, cerca de la cama desnuda. Lucia tenso en la luz de
la flama, una versión nerviosa acerada de sí mismo.

Laurent dijo;

—Da un paso hacia atrás.

Damen tuvo que mirar detrás de él brevemente, porque dar un paso atrás significaba que su espalda
golpeara la pared. La tarima y las sabanas de cama estaban en el piso a su izquierda. La pared era una
firme presencia a su espalda.

—Pon tus manos en el enyesado. —dijo Laurent.

Las tres flamas en sus pabilos hicieron la luz moverse, elevando el sentido de la habitación de Damen.
Laurent estaba viniendo hacia delante, sus ojos azules oscuros. Mientras lo hacía, Damen colocó sus
palmas planas contra el enyesado detrás de él.

Los ojos de Laurent estaban sobre él. La habitación estaba callada, las gruesas paredes significaban
que el único sonido era del fuego, incluso afuera no era más que un reflejo de luz de vela en los negros
paneles de cristal de la ventana.

—Quítate la toalla. —dijo Laurent.

Damen elevó una mano de la pared, jalando la toalla suelta. Se desenrolló, y se deslizó de su cintura
al piso.
Observó a Laurent reaccionar a su cuerpo. Los vírgenes y los inexpertos tendían a ponerse nerviosos,
lo cual se disfrutaba como un reto que superar, vacilación se transformaba en entusiasmo y placer.
Complacía una profunda parte de él ver en Laurent un parpadeo de una reacción similar. Laurent even-
tualmente levantó la mirada del lugar donde, instintivamente, había caído.

Dejó que Laurent lo mirara, ver su desnudez que estaba expuesta, el estridente hecho de su excitación.
Las flamas en la chimenea de piedra eran demasiado ruidosas mientras consumían la joven madera
cortada.

—No me toques. —dijo Laurent.

Y cayó sobre sus rodillas sobre el suelo de la posada.

La simple vista de ello superó las palabras o pensamientos. El pulso de Damen se intensificó salva-
jemente, incluso cuando trataba bastante y desesperadamente no asumir que cualquier otra acción
seguiría necesariamente después de esta.

Laurent no estaba mirando arriba hacia él, estaba mirando a la desnudez de Damen. Los labios de
Laurent estaban separados, el esfuerzo en él más grande ahora que él estaba más cerca de su fuente.

Damen sintió el primer ondeo del aliento de Laurent contra él.

Laurent iba a hacerlo. Cuando ves a una pantera abriendo su mandíbula no te la sacas. Damen no se
movió, no respiró. Laurent tenía una mano sobre él, y todo lo que Damen podía hacer era quedarse de
pie, palmas y espalda plana contra la pared detrás de él. La idea del frígido Príncipe de Vere chupando
su miembro era imposible. Laurent puso su propia palma en la pared.

Podía ver los planos del rostro de Laurent desde este ángulo diferente. El pálido barrido de sus pes-
tañas escondía los ojos azules debajo. La callada habitación alrededor de ellos era un telón de fondo
irreal de muebles sencillos y una cama desnuda. Laurent puso su boca en la punta.

La cabeza de Damen golpeó el enyesado. Su cuerpo entero enardecido, e hizo un sonido, áspero y
bajo con necesidad, un momento de pura sensación, cerrando sus ojos.

Sus ojos se abrieron a tiempo para ver la cabeza agachada de Laurent arrastrarse hacia atrás, así que
la cosa entera pudo ser imaginaria, excepto que la punta estaba mojada.

Confinado contra la pared, Damen sintió el rugoso enyesado bajo sus palmas. Los ojos de Laurent
estaban muy oscuros, su pecho elevándose y cayendo con respiraciones superficiales, claramente
luchando con algo, mientras se inclinaba de nuevo.

—Laurent. —dijo en un gemido. Los labios de Laurent estaban sobre él otra vez, separándose. Damen
estaba jadeando. Quería moverse, empujar, y no podía. Era demasiado y no suficiente, tratando de
controlar su cuerpo, sosteniéndose quieto contra cada instinto de su naturaleza.

Sus dedos cavaron el enyesado. Cualquier batalla que estuviera tomando lugar en la cabeza de Lau-
rent no impidió su lenta habilidad, la sensual atención que ignoraba cualquier ritmo o deseo por el clí-
max, pero era insoportablemente exquisita. Laurent debía haber sido capaz de saborearlo, las saladas
cuentas de su deseo, su necesidad. Ese pensamiento casi fue demasiado, estaba demasiado cerca
del borde.

No lo había imaginado así. El conocía la boca de Laurent, conocía su despiadada capacidad. La co-
nocía como la principal arma de Laurent. En su vida cotidiana, Laurent sostenía sus labios tensos,
conteniendo su exuberante forma en una dura línea, su boca de crueles curvas. Damen había visto a
Laurent eviscerar gente con esa boca.
Ahora los labios de Laurent eran dados para dar placer, sus palabras intercambiadas por el miembro
de Damen.

Se iba a venir en la boca de Laurent. Esa simple e impresionante comprensión llegó un momento antes
de que Laurent fuera hacia abajo enserio, un largo y practicado deslizamiento. El calor lo golpeó, un es-
tallido de ello, y Damen se vino en una avalancha antes de que pudiera detenerse, demasiado pronto,
abrumado, inundado. Su cuerpo convulsionó, incluso cuando luchó para no moverse, su estómago se
apretó, sus dedos agarrando el enyesado.

Eventualmente, sus ojos se abrieron. Su cabeza estaba inclinada hacia atrás contra la pared, y el vio
mientras, Laurent con ojos oscuros, se echaba hacia atrás. Casi esperaba que Laurent fuera hacia el
fuego y, quisquillosamente, escupiera, pero no lo hizo. Él había tragado. Estaba presionando el dorso
de su mano sobre su boca, y estaba de pie todo el camino hasta la ventana, mirando a Damen un poco
cuidadosamente.

Damen se empujó lejos de la pared.

Cuando alcanzó a Laurent, puso su palma contra el enyesado otra vez, esta vez a un lado de la cabeza
de Laurent. Podía ver el levantamiento y la caída de la respiración de Laurent en el espacio entre ellos,
el cuerpo de Laurent inequívocamente excitado por lo que acababa de hacer.

Estaba claro que Laurent no sabía cómo procesar el hecho de que estaba excitado, y esa parte de su
cautela era que estaba inseguro de lo que seguía después, uno de sus extraños huecos en su expe-
riencia que Damen no podía predecir.

En la tenue luz, Laurent dijo:

—Un intercambio justo, ¿No es así?

—No lo sé. ¿Qué es lo que quieres?

Los ojos de Laurent eran muy oscuros. Damen casi podía ver la lucha, la tensión de Laurent creciendo
visiblemente. Por un momento Damen no creyó que Laurent fuera a contestar, la verdad de su deseo
demasiado dolorosamente vulnerable.

—Muéstrame. —dijo Laurent. —Como podría ser.

Se sonrojó después de decirlo, las palabras dejándolo expuesto, un joven, un inexperto hombre contra
la pared enyesada de la posada.

Afuera estaba la extensión hostil de Akielos, lleno de enemigos y gente que los quería muertos, un pa-
norama peligroso que debía ser atravesado antes de que cualquiera de ellos estuviera a salvo.

Aquí, estaban solos. La luz de las velas transformaba el cabello de Laurent en oro, ardiendo en la caída
de sus pestañas, la línea de su garganta. Damen se imaginó que estaba cortejándolo en alguna tierra
extranjera, donde todo esto nunca había pasado, haciéndole el amor con palabras en un balcón, tal
vez, con flores perfumadas de algún jardín nocturno yendo a la deriva hacia arriba, el brillo de una fiesta
detrás de ellos. Un pretendiente desafiando los límites de la atención.

—Te cortejaría. —dijo Damen—Con toda la gracia y gentileza que te mereces.

Deshizo el primer lazo de la camisa de Laurent, y la tela comenzó a abrirse, un vistazo del hueco de su
garganta. Los labios de Laurent estaban separados, su respiración severamente excitante.

—No habría mentiras entre nosotros. — dijo Damen.


Abrió el segundo lazo, sintió el bajo latir de su propio pulso, el calor de la piel de Laurent mientras sus
dedos se movían al tercero.

—Tendríamos tiempo. —dijo Damen. —Para estar juntos.

Y en la cálida luz de la flama, levantó su mano y acunó la mejilla de Laurent, y después se inclinó, y lo
besó en los labios, suavemente.

Sintió la conmoción de Laurent, como si no esperara ser besado después de lo que acababa de hacer.
Después de un momento, Laurent lo besó de regreso. La manera en que Laurent besaba no era de
ninguna forma como todo lo demás que hacía. Era sencillo y sin artificio, como si besar fuera serio. Y
tenía una sensación expectante, como si estuviera esperando a que Damen tomara el control del beso.

Cuando no lo hizo, Laurent dobló su cabeza diferentemente, y sus dedos se curvaron en el cabello de
Damen, aun húmedo por el baño. El beso se profundizó a los mandatos de Laurent. Damen podía sentir
el cuerpo de Laurent contra él, y deslizó sus manos dentro de la camisa abierta de Laurent, gustándole
como se sentía extender sus palmas ahí, el tipo de toque privado que no habría soñado antes de esta
noche, y aun medio esperaba que Laurent lo matara por ello. Laurent hizo un pequeño sonido de estí-
mulo, rompiendo el beso por un momento y cerrando sus ojos, toda su atención en el toque de Damen.

—Te gusta despacio. —bajó su cabeza cerca del oído de Laurent.

—Sí.

Besó el cuello de Laurent muy suavemente, incluso cuando su palma fluía sobre piel dentro de la cami-
sa de Laurent. La piel delgada de Laurent era mucho más sensitiva que la suya, a pesar que durante el
día Laurent se cubría despiadadamente con la vestimenta más severa posible. Se preguntó si Laurent
reprimía la sensación por la misma razón con la que batallaba para admitirlo ahora, su mandíbula tensa.

Su propio cuerpo estaba estimulándose otra vez, mientras pensaba en deslizarse dentro de Laurent
lentamente, tomándolo tan lentamente como le gustaba, por un largo, intervalo de tiempo, hasta que no
supieran donde terminaba uno y comenzaba el otro.

Cuando Laurent levantó su camisa hacia arriba y afuera, y estuvo de pie desnudo ante él como lo había
hecho una vez, hace tiempo, en los baños, Damen no pudo evitar dar un paso hacia delante, rozando la
piel de Laurent con la punta de los dedos, sus ojos siguiendo su toque, desde el pecho hasta la cadera.
El cuerpo de Laurent era dorado cremoso en la luz de las flamas.

Laurent lo estaba mirando, como si la cualidad física de Damen fuera más pronunciada ahora que
estaban ambos desnudos. Fue Laurent quien lo empujó hacia abajo a la ropa de cama. Las manos de
Laurent estaban sobre él. Laurent lo tocaba como si quisiera aprender la forma y la sensación de su
cuerpo, como si quisiera catalogar cada parte de él y memorizarlo.

Damen sintió el calor del fuego contra su cuerpo mientras se besaban. Laurent rompió el beso, y pare-
ció haber llegado a una decisión, su respiración apresurada pero controlada.

—Haz que me corra. —dijo, y colocó la mano de Damen entre sus piernas.

Damen cerró su mano. La respiración tal vez se volvió un poco más difícil de controlar.

—¿Así?

No. Más despacio.

No hubo ningún cambio notable en Laurent, además de sus labios abriéndose, sus pestañas bajando
una fracción. Las reacciones de Laurent siempre habían sido sutiles, sus preferencias nunca obvias.
No había podido correrse en Ravenel con la boca de Damen en su miembro.

No sabía si podría correrse ahora, Damen se dio cuenta.

Desaceleró así que por un momento no había nada más que un agarre apretado y el lento movimiento
de su pulgar sobre la cabeza. Sintió el miembro erecto y sonrojado de Laurent en su mano, gustándole
el peso de él. Estaba bellamente formado, y agradable proporción con su dueño. Sus nudillos rozaron
la línea de fino pelo dorado que se arrastraba hacia abajo desde el ombligo de Laurent.

El propio interés renovado de su cuerpo había crecido de floja excitación a supremo, pesado; listo para
montar, incluso cuando lo puso de lado para ver el intento de Laurent de dejar su guardia abajo.

Sintió la represión cuando llegó, el duro control que Laurent ejercía sobre su cuerpo, su estómago apre-
tándose, un musculo moviéndose en su mandíbula. Sabía lo que señalaba. Damen no dejó de mover
su mano.

—¿No te gusta correrte?

—¿Es eso un problema? —Su respiración superficial, Laurent no manejaba la aproximación de su tono
usual.

—No para mí. Te diré como estuvo cuando haya acabado.

Laurent maldijo, una vez, sucintamente, y el mundo dio una voltereta, Laurent estaba de pronto encima
de él, su cuerpo dolorosamente excitado. Sobre su espalda, Damen sintió el colchón de paja debajo
de él, y miró hacia arriba a Laurent encima de él. Su propio deseo se ensanchó con el revés, incluso
cuando tomó a Laurent en su mano y dijo;

—Vamos, entones. —se sentía ridículamente osado decirle a Laurent en cualquier sentido que hacer.

El primer empujón contra él fue deliberado, una opresión de calor en su mano. Los ojos de Laurent
estaban en los suyos. Podía sentir que era nuevo para Laurent hacer esto, justo como era nuevo para
él sentir como si lo estuviera recibiendo. Se preguntó si Laurent alguna vez se había follado a alguien
en serio, y se dio cuenta con una sacudida de conmoción que Laurent no lo había hecho. La inundación
de calor que vino ante eso no era agradable. Y después como Laurent, él estaba repentinamente en un
lugar donde nunca había estado.

—Yo—dijo Damen. —Nunca he…

—Tampoco yo. —dijo Laurent. —Tú serias mi primero.

Todo estaba magnificado, la sensación del miembro de Laurent deslizándose tan cerca del suyo, el
lento rodar de las caderas, el sonrojo de la piel. La temperatura del fuego estaba demasiado caliente,
su palma en el costado de Laurent sintiendo el rítmico flexionar del musculo ahí. Mirando hacia arriba
a Laurent, los propios ojos de Damen mostrando más de lo que se daba cuenta, mostrando todo, y
Laurent estaba respondiendo, empujando contra él.

—Como tú serías el mío. —se escuchó a si mismo decir.

—Pensé que en Akielos, una Primera Noche era especial. — dijo Laurent.

—Para un esclavo lo es. —dijo Damen. —Para un esclavo significa todo.

El primer estremecimiento de Laurent vino con su primer sonido, inconsciente con esfuerzo, su cuer-
po conduciéndolo ahora. Estaba sucediendo con sus ojos amplios en el otro, la excitación de Damen
escalando fuera de control. El clímax los golpeó aunque no estaban dentro del cuerpo del otro, pero
unidos juntos, uno.

Laurent estaba jadeando encima de él, su cuerpo aun sacudiéndose con temblores secundarios, los
intervalos entre ellos más largos. Su cabeza estaba girada para un lado, sin mirar a Damen, como si
demasiado hubiese sido compartido. Damen tenía su mano contra la piel sonrojada de Laurent, podía
sentir el latido del corazón de Laurent contra él. Sintió a Laurent moviéndose, demasiado pronto.

—Traeré…

Laurent se separó, mientras Damen se tumbaba sobre su espalda, con un brazo alzado sobre su cabe-
za y su propio cuerpo tomando más de la cuenta para recuperarse. Con Laurent ausente, sintió el calor
del fuego una vez más contra su piel, y escuchó el chasquido y chisporroteo de su flama.

Miró a Laurent cruzar la habitación para ir a buscar toallas y un jarrón de agua antes de que su respi-
ración incluso se hubiese calmado. Sabía que Laurent era quisquilloso después de hacer el amor, y le
gustaba saberlo, le gustaba que estuviera aprendiendo las idiosincrasias de Laurent. Laurent hizo una
pausa, tocando con sus dedos el borde de la mesa de madera y solo respirando en la luz tenue. Los
hábitos después del sexo de Laurent eran también una excusa, cubriendo una necesidad de tomarse
un momento para sí mismo, y Damen sabía eso, también.

Cuando regresó, Damen dejó que Laurent lo secara, con la dulce, inesperada atención que era también
parte de la manera en que Laurent se comportaba en la cama. Él sorbió de la copa poco profunda que
Laurent le dio, y vertió agua para Laurent a cambio, lo cual Laurent no parecía esperar. Laurent se
sentó incómodamente derecho sobre la ropa de cama.
Damen se estiró confortablemente, y esperó a que Laurent hiciera lo mismo. Eso tomó más minutos
de los que hubiese tomado con cualquier otro amante. Eventualmente, con esa misma incomodidad
rígida, Laurent se recostó a su lado. Laurent estaba más cerca del fuego, la única fuente de iluminación
restante en la habitación, y creaba pozos de luz y sombras a través de su cuerpo.

—Aun la usas.

No pudo evitar decirlo. La muñeca de Laurent estaba pesada con oro, como el color de su cabello a la
luz del fuego.

—Tú también.

—Dime porque.

—Tú sabes porque. —dijo Laurent.

Se recostaron a un lado del otro, entre las sabanas, el colchón y los cojines planos. Rodó sobre su
espalda y miró hacia el techo. Podía sentir el latido de su propio corazón.

—Estaré celoso cuando te cases con tu Princesa Patrana. —Damen se escuchó decir.

La habitación estaba callada después de que lo dijo, podía escuchar el fuego otra vez, y estaba dema-
siado consciente de su propia respiración. Después de un momento, Laurent habló.

—No habrá ninguna Princesa Patrana, o hija del Imperio.

—Es tu deber continuar con tu línea.

No sabía porque había dicho eso. Había marcas en el techo, que tenía paneles y no enyesado, y podía
ver los oscuras espirales y vetas de la madera.

—No. Soy el último. Mi línea termina conmigo.


Damen se dio la vuelta, para encontrar que Laurent no lo estaba mirando, sino que también tenía sus
ojos en algún punto en la tenue luz.

La voz de Laurent era tranquila:

—Nunca le había dicho eso a nadie antes.

Damen no quería interrumpir el silencio que siguió, el palmo de distancia que separaba sus cuerpos, el
cuidadoso espacio entre ellos.

—Me da gusto que estés aquí. —dijo Laurent. —Siempre pensé que tendría que enfrentar a mi tío solo.

Se volvió para mirar a Damen, y sus ojos se encontraron.

—No estás solo. —dijo Damen.

Laurent no respondió, pero si le dio una sonrisa, y se estiró para tocar a Damen, sin palabras.

Separaron sus caminos de Charls seis días después, después de que cruzaron a la provincia más al
sur de Akielos.

Había sido un sinuoso, relajado trayecto, los días pasando en un zumbido de insectos veraniegos y
paradas para descansos vespertinos para evitar lo peor del calor. La fila de vagones de Charls les pres-
taba respetabilidad, y pasaron las patrullas de Kastor sin dificultad. Jord le enseñó a jugar a los dados a
Aktis, quien le enseñó alguna variedad de vocabulario Akielano. Lazar persiguió a Pallas con el tipo de
floja confianza que tendría a Pallas levantando sus faldas tan pronto como se detuvieran en algún lugar
con indicios de privacidad. Paschal le daba consejos gratis a Lydos, quien se alejó aliviado acerca de
la naturaleza médica de sus problemas.

Cuando los días se ponían muy calientes, se retiraban a posadas, y una vez en una gran granja donde
comieron pan, queso duro e higos, y dulces Akielanos de miel y nueces que atraían avispas en el pe-
gajoso calor.

En la granja, Damen se encontró a sí mismo en una mesa fuera, frente a Paschal, quien señalo con su
barbilla hacia Laurent, visible en la distancia bajo las frescas ramas de un árbol.

—No está acostumbrado al calor.

Eso era cierto. Laurent no estaba hecho para el verano Akielano, y durante el día salía corriendo a la
sombra de los vagones, o, en las paradas de descanso, se quedaba bajo los toldos o bajo la frondosa
sombra de un árbol. Pero él no daba poco más de acto manifiesto de ello, tampoco se quejaba ni eludía
cuando el trabajo necesitaba ser hecho.

—Nunca me dijiste como terminaste en la facción de Laurent.

—Era el médico del Regente.

—Así que atendías a su gente.

—Y a sus chicos.
Damen no dijo nada.

Después de un momento, Paschal dijo:

—Antes de que muriera, mi hermano servía en la Guardia del Rey. Nunca juré la promesa de mi her-
mano al Rey. Pero me gusta pensar que la estoy llevando a cabo.

Damen hizo su camino abajo hacia el riachuelo, donde Laurent estaba de pie, su espalda reclinada
contra el tronco de un joven ciprés. Estaba usando sandalias y el quitón de algodón blanco, suelto y
maravilloso, sus ojos en la vista: Akielos, bajo un amplio cielo azul.

Las colinas rodaban hacia abajo a una costa distante, donde el océano brillaba, y casas se agrupaban,
pintadas blancas como velas, con geometría similar. La arquitectura tenía la simple elegancia que los
Akielanos estimaban en su arte, en sus matemáticas, y en su filosofía, y a la cual había visto a Laurent
responder silenciosamente en el trayecto.

Damen se detuvo por un momento, pero fue Laurent quien se giró y dijo:

—Es hermoso.

—Es caluroso. —dijo Damen. Alcanzando el banco empedrado, Damen se inclinó hacia abajo y mojó
un trapo en la clara agua del riachuelo.

Fue hacia delante.

—Toma. —dijo Damen, suavemente. Después de una leve vacilación, Laurent inclinó su cabeza hacia
delante y permitió a Damen el deleite de salpicar agua fría sobre la parte trasera de su cuello, mientras
cerraba sus ojos y hacia un suave y dulce sonido de alivio. Solo así de cerca se podía ver el ligero rubor
de sus mejillas, y el ligero sudor humedecer las raíces de su cabello.

—Su Alteza. Charls y los comerciantes se están preparando para partir. —Pallas los atrapó con sus
cabezas juntas, un hilo de agua corriendo hacia abajo por la parte trasera del cuello de Laurent. Damen
miró hacia arriba, su palma agarrada contra la áspera corteza del árbol.

—Veo que solías ser un esclavo, y que Charls te ha liberado. —Guilliame le dijo, mientras se prepara-
ban para separarse. Guilliame hablaba muy enserio. —Quiero que sepas que Charls y yo nunca hemos
comerciado con esclavos.

Damen miró hacia la extraña belleza del paisaje nudoso. Se escuchó a si mismo decir;

—Damianos terminará la esclavitud cuando se convierta en Rey.

—Gracias, Charls. No podemos arriesgarte más. —Laurent estaba dando sus propias despedidas a los
comerciantes.

—Fue un honor cabalgar con usted. —Dijo Charls. Laurent sujetó su mano.

—Cuando Damianos de Akielos tome el trono, menciona mi nombre y dile que me ayudaste. Te dará
un buen precio por tus telas.

Nikandros estaba mirando a Laurent.

—Él es muy…

—Te acostumbrarás a ello. —dijo Damen, con un pequeño manantial de alegría dentro de él, porque
eso no era verdaderamente cierto.

Acamparon por última vez en un pequeño bosquecillo que les proporcionaba refugio, en el borde de la
amplia y plana llanura donde el Kingsmeet superó al único levantamiento.

Era visible en la distancia, altas paredes de piedra y columnas de mármol, un lugar de Reyes. Mañana,
él y Laurent viajarían ahí, y se encontrarían con la nodriza, quien se intercambiaría ella misma y su
pequeña, preciosa consignación por la libertad de Jokaste. Miró hacia allá y sintió una convicción en el
futuro, y esperanza real.

Con su mente llena de pensamientos de la mañana, se recostó en su bolsa de dormir junto a Laurent,
y durmió.

Laurent yació junto a Damen hasta que todos los sonidos del campamento fueron silenciosos, y des-
pués, cuando Damen estaba durmiendo y no había nadie para detenerlo, Laurent se levantó, e hizo
su camino solo a través del campamento dormido hacia el vagón con barrotes que retenía a Jokaste.

Era muy tarde para entonces y todas las estrellas habían salido en el cielo Akielano. Y eso era extraño.
El estar aquí, tan cerca del final de sus propios planes. Tan cerca del final, realmente, de todo.

Estar donde nunca hubiese soñado estar, y saber que en la mañana, estaría terminado, o por lo menos,
su parte en ello. Laurent se movió silenciosamente pasando los soldados durmientes, al lugar, a una
pequeña distancia, donde los vagones estaban, inmóviles y callados.

Entonces, porque no debería haber testigos de ello, despidió a los guardias. Todas las cosas malas
eran hechas en la oscuridad. El vagón estaba abierto al aire de la noche, con sus barras de hierro de
su puerta interior manteniendo al prisionero dentro. Se quedó de pie enfrente de ella. Jokaste vio todo
esto suceder y no se encogió lejos de ello, tampoco gritó o suplicó por ayuda, como él había pensado
que no lo haría. Ella simplemente encontró su mirada serenamente a través de los barrotes.

—Así que si tienes tus propios planes.

—Sí—dijo Laurent.

Y caminó hacia delante, abriendo la puerta con barrotes del vagón, y la dejó balancearse abierta.

Dio un paso hacia atrás. No tenía armas con él. Era simplemente un camino hacia la libertad. No muy
lejos, había un caballo ensillado. Ios estaba a medio día de cabalgata.

Ella no caminó a través de la puerta abierta, solo miró hacia él, y en el frio, firme azul de sus ojos esta-
ban todas las maneras en que dejar el vagón era una trampa.

—Creo que es el hijo de Kastor. —dijo Laurent.

Jokaste no le respondió, y hubo un silencio en el que su mirada estuvo sobre él. Laurent la contempló
de regreso. Alrededor de ellos, el campamento siguió callado, ningún sonido excepto por la brisa y la
noche.

—Creo que lo viste claramente, en esos días de ocaso en Akielos. El final estaba viniendo, y Damianos
no escucharía a nadie. La única manera de salvar su vida era persuadir a Kastor de mandarlo a Vere
como esclavo. Para hacer eso tendrías que haber estado en la cama de Kastor.
Su expresión no se alteró, pero sintió el cambio en ella, la nueva, cuidadosa manera en la que se esta-
ba sosteniendo. En el frio aire de la noche, le transmitió algo a él, contra su voluntad. Le reveló algo. Y
ella estaba enojada por ello, y por primera vez estaba asustada.

—Creo que es el hijo de Kastor, porque no creo que usarías al hijo de Damen contra él.

—Entonces me subestimas.

—¿Lo hago? —le sostuvo la mirada. —Supongo que lo descubriremos.

Laurent lanzó la llave dentro del vagón, frente al lugar donde ella se paraba sin moverse.

—Somos parecidos. Tú lo dijiste. ¿Habrías abierto la puerta para mí? No lo sé. Pero abriste una para él.

Su voz estaba limpia de inflexión, despiadadamente, para no mostrar nada salvo burla y leve amargura.

—¿Quieres decir, que la única diferencia entre nosotros es que yo escogí al hermano equivocado?

Mientras las estrellas comenzaron a ir a la deriva a través del cielo, Laurent pensó en Nicaise, de pie
en el patio con un puñado de zafiros.

—No creo que hayas escogido. —dijo Laurent.


Capítulo 16
Traducido por Sergio Palacios
Corregido por Reshi

Lo mejor era mantener a Jokaste dentro del carruaje hasta que el intercambio estuviera garantizado,
dijo Laurent, y así los dos cabalgaron a Kingsmeet solos.

Eso encajaba en los mismos protocolos del Kingsmeet. Estrictamente fomentaba sus leyes de la
“no-violencia”. Era un santuario, un lugar para conversar, con reglas de paz viejas como los siglos. Los
Peregrinos podían entrar, pero los grupos de soldados no estaban permitidos dentro de sus murallas.

Había tres “fases” o etapas en su llegada. Primero, a través de las llanuras largas. Después, al pasar
las puertas. Y por último, entrarían al Salón, y de ahí en adelante pasando la cámara interior que alber-
gaba la Piedra del Rey. El Kingsmeet en el horizonte era una corona de mármol blanco, primera en su
visión en el único lugar en la amplia y polvosa llanura. Cada soldado vestido de blanco en el Kingsmeet
vería la llegada de Damen con Laurent: Dos humildes peregrinos a caballo llegando a hacer su tributo.

—Se acerca al Kingsmeet. Diga su propósito.

La voz del hombre se oía muy poco, proviniendo de una altura de quince metros. Damen entrecerró
sus ojos y contestó de vuelta:

—¡Somos viajeros! Viniendo aquí a pagar tributo a la Piedra del Rey.

—Toma la promesa, viajero, y sé bienvenido.

Con un sonido de cadenas moviéndose, la reja se levantó. Guiaron a sus caballos a las puertas, pasan-
do la enorme y pesada reja de hierro delimitada por cuatro inmensas torres de piedra, como en Karthas.

Adentro, desmontaron para encontrarse con un hombre viejo, cuyas prendas blancas estaban sosteni-
das en su hombro por un broche dorado, y quien, cuando ellos ceremonialmente dieron una gran can-
tidad de oro como tributo, avanzó hacia ellos para ponerles una banda blanca sobre el cuello de cada
uno. Damen se tuvo que agachar un poco para ello.

—Este es un lugar de paz. Ningún golpe se ha de dar, ninguna espada se ha de desenvainar. Los
hombres que rompen la paz con el Kingsmeet deben encarar la justicia del Rey. ¿Aceptan este com-
promiso? —Les dijo el anciano.

—Acepto—contestó Damen. El hombre se volteó hacia Laurent, quien dijo igualmente:

—Acepto—Y ambos entraron.

No esperaba la tranquilidad veraniega del lugar, pequeñas flores creciendo en las pendientes del pas-
tizal que guiaban al antiguo salón, los bloques masivos restos de piedra prominentes de sus primeras
estructuras de hacía ya mucho tiempo.

Sólo había estado ahí durante ceremonias, los kyroi y sus hombres abarrotando las laderas y su padre
de pie poderoso en el Salón.

Había sido él un infante la primera vez que vino aquí, presentado a los kyroi sostenido por su padre.
Damen había escuchado la historia muchas veces, el Rey levantándolo, la alegría de la nación ante la
llegada de un heredero después de años de abortos involuntarios, la Reina aparentemente incapaz de
dar a luz.

En las historias, nadie hablaba del pequeño Kastor de nueve años, observando desde las orillas como
una ceremonia era concedida en un niño todo lo que le había sido prometido a él.

Kastor hubiera sido coronado aquí. Él hubiera sido llamado a los kyroi como Theomedes fue llamado a
ellos, y hubiera sido coronado de la vieja manera, con los kyroi presentes, y las caras impasibles de los
centinelas del Kingsmeet observándolo.

Ahora esos centinelas lo flanqueaban. Eran una independiente guarnición militar permanente, lo mejor
de lo mejor escogido de cada una de las provincias con escrupulosa neutralidad para servir en un con-
trato de dos años.

Ellos vivían en el complejo de los edificios de afuera, llenando los cuarteles y salas de entrenamiento,
donde despertaban y entrenaban con impecable disciplina.

Era el honor más grande en un soldado el competir en los juegos anuales y ser elegido de los mejores
para servir ahí, para mantener las reglas tan estrictas.

—Nikandros sirvió aquí, por dos años—dijo Damen.

A los quince, había sentido tanto orgullo en el éxito de Nikandros, a pesar de que lo había aceptado y
sentía lo que significaba que su amigo más cercano le dejaba para servir entre los más grandes guerre-
ros en Akielos. Tal vez, debajo de ello, algo más, aun sin reconocer, estaba ahora en su voz.

—Estabas celoso.

—Mi padre dijo que tenía que aprender a liderar, no a seguir.

—Él tenía razón –Le contestó Laurent—. Eres un rey en el jugar de reyes.

Pasaron las puertas. Comenzaron a subir las escaleras, arriba en las laderas de pastizal hacia los pi-
lares de mármol que marcaban la entrada al salón. Cada sección tenía entradas, personas vestidas de
blanco, y guardias fijas.

Cientos de reinas y reyes de Akielos habían sido coronados ahí, los procesionales tomando el mismo
camino que tomaron ahora: Arriba por las escaleras de mármol que llevaban desde las puertas, todo el
camino hacia arriba a la entrada el salón; las escaleras erosionadas por décadas de pies ascendiendo.

Sintió la solemnidad del lugar, y su majestuosidad quieta. Se escuchó a sí mismo decir:

—El primer Rey de Akielos fue coronado aquí, y cada Rey y Reina lo han sido desde entonces.

Pasaron más centinelas mientras caminaban por los pilares hacia el largo y cavernoso espacio de már-
mol pálido. El camino de mármol estaba tallado con figuras, y Laurent se pausó frente a una de ellas,
era una mujer a caballo.
—Ella es Kydippe, ella fue Reina antes que Euandros. Tomó el trono del Rey Treus y evitó la guerra
civil.

—¿Y ese de allá?

—Ese es Thestos. El construyó el palacio en Ios.

—Se parece a ti—Thestos estaba tallado en línea, sosteniendo una gigante pieza de mampostería en
lo alto. Laurent tocó su bíceps, luego tocó los de Damen. Damen dejó escapar un suspiro.

Había una transgresiva emoción al caminar con Laurent aquí. Había traído a un príncipe Veretiano al
corazón de Akielos. Su padre hubiera prohibido el paso a Laurent, no dejarlo subir, una figura esbelta,
completamente pequeña a escala del salón.
—Ese es Nekton, quien rompió las leyes del Kingsmeet.

Nekton había puesto su espada para proteger a su hermano, el Rey Timon. La figura estaba de rodilla,
con un hacha en su cuello. Timon había sido forzado a sentenciar a su hermano a la muerte por lo que
había hecho, tan estrictas así eran las leyes del Kingsmeet.

—Ese es Timon, su hermano.

Pasaron las figuras en sucesión: Eradne, Reina de los Seis, la primera desde Agathon en reinar las
seis provincias y comandar los seis kyroi; la Reina Agar, quien había traído a Isthima al reino; El Rey
Euandros, quien perdió Delpha.

Sintió el peso de esos reyes y reinas como nunca antes lo había sentido, aquí ante ellos no como un
rey, sino como un hombre.

Llegó a una parada en frente de la figura más vieja, un sólo nombre cincelado en la piedra.

—Él es Agathon—dijo Damen—el primer Rey de Akielos. Mi padre es descendiente del Rey Euandros,
pero mi línea corre hacia atrás a Agathon por mi madre.

—Su nariz se ve rota—dijo Laurent.

—El unió el Reino—Mi padre tenía los mismos sueños—todo lo que tengo ha llegado a mí por él— lle-
garon al final del camino.

Los centinelas se mantuvieron firmes, guardando un espacio impecable, la cámara interna de piedra
más dura, el único lugar en Akielos donde un príncipe podría arrodillarse, para ser coronado y levan-
tarse como Rey.

—Como pasará, supongo, hacia mi hijo –Dijo Damen.

Entraron, y vieron a una figura esperándolos, envuelta en rojo, sentada cómodamente en el trono gran-
de tallado de madera.

—No exactamente—dijo el Regente.

Cada nervio se puso en alerta. La mente de Damen voló hacia, Emboscada, traición, sus ojos esca-
neando las entradas en busca de figuras, por enjambres de hombres rodeándolos. Pero un anillo de
metal, o el estrépito de pies, nunca vinieron. Sólo estaba su corazón latiendo en el silencio, las caras
impasibles de los soldados del Kingsmeet, y el Regente levantándose y caminando hacia enfrente, solo.

Damen se forzó a sí mismo a soltar el mango de su espada, el cual había agarrado instintivamente. El
deseo frustrado de poner su espada en la garganta del Regente lo golpeaba fuertemente, una llamada
insistente a entrar en acción que tuvo que ignorar. Las reglas del Kingsmeet eran sacrosantas. Él no
podía desenvainar una espada aquí y vivir.

El Regente se paró esperándolos como un rey ante la Piedra del Rey, su autoridad puesta en sus hue-
sos, vestido en rojo oscuro, con un manto real en sus hombros. La escala del salón le quedaba, el poder
imperante que él poseía, mientras encontraba su mirada con la de Laurent.

—Laurent—dijo el Regente, suavemente—Me has causado una gran cantidad de problemas.

La leve agitación del pulso en el cuello de Laurent desmentía su calma exterior. Damen podía sentir la
reverberación que estaba cubriendo, el control que ejercía sobre su respiración.

—¿De verdad? —le dijo Laurent—Oh, es cierto. Has tenido que reemplazar al niño con el que te acues-
tas. No me eches tanta culpa. De cualquier forma él hubiera sido muy viejo para ti este año.

El Regente observó a Laurent, una lenta examinación que le tomó varios minutos; mientras le conside-
raba, habló.

—Estos comentarios petulantes nunca han sido algo de ti. Los modales de un niño se ven poco atracti-
vos en un hombre—su voz era suave, especulativa, inclusive tal vez con un dejo de decepción—. ¿Sa-
bes? Nicaise pensó que lo ayudarías. Él no conocía tu naturaleza, ni el que abandonarías a un pequeño
por traición y muerte por puro despecho. ¿O había otra razón por la que lo mataste?

—¿La puta que compraste? Pensé que nadie le iba a extrañar.


Damen tenía que forzarse a sí mismo a no hablar. Había olvidado la violencia sin sangre de estas si-
tuaciones.

—Él ha sido reemplazado—contestó el Regente.

—Supuse que lo sería. Cortaste su cabeza. Eso hubiera sido un problema a la hora de chupártelo.

Después de un momento, el Regente le habló a Damen de manera suave:

—Asumo que cualquier tipo de placer cursi que obtengas de él en la cama te hace pasar por alto su na-
turaleza. Después de todo, eres un Akieliano. Debe de haber satisfacción en tener al Príncipe de Vere
debajo de ti. Él es desagradable, pero eso apenas se puede notar cuando estás excitado.

—Estás solo. No puedes usar armas. No tienes hombres. Nos podrás haber tomado por sorpresa, pero
eso no te hará ganar nada. Tus palabras no tienen sentido.

—¿Por sorpresa? Ustedes son tan ingenuos—dijo el Regente—. Laurent me estaba esperando. Él está
aquí para entregarse por el niño.

—Laurent no está aquí para entregarse—dijo Damen, y en el segundo de silencio que le siguió de su
comentario, giró, y vio la cara de Laurent.

Estaba blanco, sus hombros derechos, su silencio como un tipo de aceptación hacia el trato que hacía
ya tiempo que había hecho entre él y su tío.

Entrégate, y todo lo que es tuyo te será dado de vuelta.


Había algo terrible, de repente, sobre el Kingsmeet, los impasibles soldados vestidos de blanco puestos
en intervalos, las inmensas piedras blancas. Damen dijo:

—No...

—Mi sobrino es predecible—dijo el Regente—Ha liberado a Jokaste, porque sabe que yo nunca cam-
biaría una ventaja táctica por una puta. Y él ha venido aquí mismo para rendirse por el chico. A él ni
siquiera le importa qué niño es. Él sólo sabe que está en peligro, y que tú nunca vas a enfrentarme
mientras lo tenga en mi poder. Ha encontrado la manera de garantizar todo esto al final, tú ganarás:
Entregarse a sí mismo, a cambio de la vida de tu hijo.
El silencio de Laurent era el de un hombre expuesto. No miró a Damen. Sólo se quedó ahí, de pie, res-
pirando superficialmente, su cuerpo rígido, como si se estuviera preparando.

—Pero ese intercambio no me interesa, sobrino.

En la pausa que le siguió, la expresión de Laurent cambió. Damen muy apenas tuvo tiempo de registrar
el viraje antes de que Laurent dijera, en una voz tensa:

—Es una trampa. No lo escuches. Tenemos que irnos.

El Regente extendió sus manos.

—Pero estoy aquí sólo.

—Damen, sal de aquí –Le dijo Laurent.

—No—Contestó Damen—Sólo es un hombre.

—Damen.

—No.

Se forzó a sí mismo a pararse frente al Regente, su barda cortada tan cerca, el pelo oscuro, y los ojos
azules que eran el único punto de conmoción física con Laurent.

—Yo soy con el que va a hacer un trato—le dijo Damen.

El Kingsmeet, con sus estrictas reglas contra la violencia, era el único lugar donde los enemigos podían
reunirse y negociar. Había algo que encajaba al enfrentar al Regente aquí, en este lugar ceremonial
echo por adversarios.

—Dime los términos por el niño—le dijo.

—Oh—exclamó el Regente—No. El niño no está en la mesa. Lo siento, ¿Estabas pensando en hacer


un gran gesto? Prefiero conservarlo. No, estoy aquí por mi sobrino. Él va a enfrentar un juicio frente
al Consejo. Después morirá por sus crímenes. No necesito negociar, o entregar al niño. Laurent va a
arrodillarse y rogarme que me lo lleve, ¿No es así, Laurent?

—Damen, te dije que salieras de aquí —dijo Laurent.

—Laurent nunca se va a arrodillar ante ti—le dijo Damen. Se empujó a sí mismo hacia adelante para
pararse entre Laurent y el Regente.

—¿No lo crees?

—Damen...
—Él quiere que te vayas—le dijo el Regente—¿Sientes curiosidad de por qué?

—Damen—le dijo Laurent.

—Él ya se ha arrodillado por mí.

El Regente lo dijo con calma, con un tono indiferente, para que no impactara al principio. Era sólo un
conjunto de palabras. Incluso cuando Damen se giraba, para ver las mejillas de Laurent con manchas
carmesí. Y entonces el significado de esas palabras trajo consigo todo un pensamiento.

—Probablemente debí haberlo hecho a un lado, pero, ¿Quién puede resistirse cuando un niño con una
cara como esa te pide que te quedes con él? Estaba tan solo después de que su hermano murió. “Tío,
no me dejes solo...”

Ira. Le proporcionó claridad y simplicidad, quemando todo pensamiento. La horrible expresión de Lau-
rent, el movimiento de los centinelas de vestimenta blanca al primer sonido de una espada desenvai-
nada. Todo eso eran impresiones sin importancia y fugaces. Damen había desenvainado su espada e
iba a llevarla directo al cuerpo desarmado del Regente.

Hubo un centinela en su camino. Otro. El sonido de su espada había desencadenado una ola de ac-
ción. Centinelas de vestidura blanca del Kingsmeet estaban inundando el salón, gritando órdenes. ¡De-
ténganlo! Ellos se interponían en su camino. Los iba a hacer a un lado. El crujido de huesos, un grito
de dolor, estos eran los mejores guerreros de Akielos, escogidos a mano. Ellos no importaban. Nada
importaba, más que matar al Regente.

Un golpe hacia su cabeza oscureció momentáneamente su visión. Se tambaleó, y luego se puso de


pie. Otro. Estaba rodeado, detenido en el suelo por ocho soldados forcejeando por contenerlo, otros
gritando por refuerzos.

Casi se zafó del agarre, pero cuando no pudo liberarse, con su propio cuerpo los arrastró hacia enfren-
te, usando pura fuerza contra ellos, como vadear arena movediza, o a través de un enorme mar.

Había logrado avanzar cuatro pasos antes de que otro golpe lo mandara al suelo. Sus rodillas golpea-
ron el mármol. Su brazo estaba torcido en su espalda, y sintió el frío y duro acero antes de que enten-
diera que estaba pasando, las cadenas en sus muñecas y piernas haciéndole cojear. Sus movimientos
estaban totalmente bloqueados.

Jadeando, de rodillas, Damen empezó a volver en sí. Su espada yacía llena de sangre tirada en la pie-
dra a unos dos metros de él, donde había sido arrancada de su mano. El salón estaba lleno de hombres
vestidos de blanco, no todos ellos de pie. Uno de los soldados tenía su mano agarrando su estómago,
donde la sangre manchaba de rojo su librea. Había otros seis en el suelo cerca de él, tres de los cuales
no estaban puestos de pie. El Regente seguía de pie, varios metros lejos.

En el silencio del salón, uno de los centinelas que se encontraba de rodillas se levantó y comenzó a
hablar.

—Has desenvainado tu espada en el Kingsmeet.

Los ojos de Damen se fijaron en los del Regente. Nada importaba ya, más que una promesa.

—Voy a matarte.

—Has roto la paz en el salón.

—En el momento que pusiste tus manos encima de él, estuviste muerto.
—Las leyes del Kingsmeet son sagradas.

—Seré lo último que veas. Vas a caer al suelo con mi espada en tu piel.

—Tu vida es entregada al Rey.

Damen escuchó las palabras. La risa que salió de él estaba vacía y áspera.

—¿El Rey? —dijo con desdén—¿Cuál Rey?

Laurent le estaba mirando con ojos como platos. A diferencia de Damen, sólo había tomado a un sol-
dado del Kingsmeet para detener a Laurent, sus brazos hacia atrás en su espada, su respiración poco
profunda.

—De hecho, sólo hay un Rey aquí –Dijo el Regente.


Y lentamente, el impacto de lo que había hecho empezó a ser más claro para Damen.

Miró la devastación del Kingsmeet, el mármol manchado de sangre, y los centinelas juntos en desor-
den, la paz del santuario destrozada.

—No –Dijo Damen— Escucharon lo que dijo—su voz salía áspera—Todos ustedes lo escucharon,
¿Van a dejar que haga esto?

El centinela que lo puso de pie lo ignoró, y lo acercó al Regente. Damen forcejeó de nuevo, más sintió
la tensión de sus brazos llegar casi a un punto de rotura por los hombres sosteniéndolo.

El centinela inclinó su cabeza hacia el Regente, y dijo:

—Eres el Rey de Vere, no el de Akielos, pero el ataque fue contra ti, y el juicio de un Rey es sagrado en
el Kingsmeet. Dicte su sentencia.

—Mátenlo—oordenó.

Lo dijo con un tono autoritario pero indiferente. La frente de Damen fue puesta en la piedra fría, y hubo
un ruido de metal proveniente de su espada que era tomada del suelo. Un soldado de vestimenta blan-
ca regresó a su lado sosteniéndola con las dos manos, como lo hace un verdugo.

—No—dijo Laurent. Se lo dijo a su tío, en un tono de voz sin emoción que Damen nunca había escu-
chado en él—Detente. Es a mí a quien quieres.

Y Damen le dijo:

—Laurent—un último y terrible entendimiento había llegado a él, mientras Laurent dijo:

—Es a mí a quien quieres, no a él.

La voz del Regente fue suave.

—No te quiero, Laurent. Eres una molestia. Una pequeña inconveniencia que limpiaré de mi camino sin
mucho pensamiento.

—Laurent—le dijo Damen, tratando de detener lo que estaba pasando desde el suelo tirado en sus
rodillas.
—Iré contigo a Ios—dijo Laurent, en esa misma voz distante—Te dejaré llevar a cabo tu juicio. Sólo
déjalo... —no volteó a ver a Damen—Déjalo vivo. Déjalo caminar vivo y en una pieza de aquí. Llévame.
El soldado sosteniendo la espada se detuvo, esperando que el Regente diera una orden. Sus ojos es-
taban puestos en Laurent, mirándolo con considerable atención.

—Ruega—le ordenó.

Laurent fue puesto rápido en el agarre de un soldado, su brazo doblado atrás en su espalda, el algodón
blanco de su túnica en desorden. El soldado lo soltó, empujándolo hacia adelante en silencio. Laurent
no tambaleó, sino que comenzó despacio a dar un paso, y luego otro. Laurent va a ponerse de rodillas
y rogarle. Como un hombre caminando hacia la orilla de un acantilado, fue hacia enfrente ante su tío.
Lentamente, se puso de rodillas.

—Por favor—dijo—por favor, tío. Estaba equivocado al desafiarte. Merezco ser castigado. Por favor.

Había un error irreal ante lo que estaba pasando. Nadie estaba deteniendo esta farsa de justicia. Los
ojos del Regente pasando sobre Laurent como aquellos de un padre recibiendo un acto filial tan espe-
rado.

—¿Es este intercambio aceptable para usted, su Señoría? —dijo el centinela.

—Creo que lo es—dijo el Regente después de un momento—Verás, Laurent. Soy un hombre razona-
ble. Cuando eres propiamente penitente, soy misericordioso.

—Sí, tío. Gracias, tío.

El centinela hizo una reverencia.

—El intercambio de una vida satisface nuestras leyes. Tu sobrino enfrentará un juicio en Ios. El otro se
mantendrá captivo hasta el amanecer. Hágase la voluntad del Rey.

—Hágase la voluntad del Rey –Repitieron a coro los otros centinelas.

—No—Dijo Damen, forcejeando de nuevo.

Laurent no le miró. Mantuvo sus ojos puestos en un punto frente a él, su tono azul ligeramente vi-
driosos. Bajo el delgado algodón de su túnica, estaba respirando vagamente, su cuerpo tenso, en un
intento de controlarse.
—Ven, sobrino—Dijo el Regente.

Y fueron.
Capítulo 17
Traducido por Sergio Palacios
Corregido por Reshi

Mantuvieron a Damen hasta el amanecer, para después llevarlo de vuelta al campamento, con sus
manos atadas de nuevo. Forcejeó, intermitentemente, todo el viaje, a través del cansancio que no le
dejaba, nublando y haciendo oscuro el viaje.

Cuando llegaron al campamento, lo aventaron hacia el suelo y cayó sobre sus rodillas con sus manos
atadas a su espalda aún. Jord llegó por atrás con su espada desenvainada, pero Nikandros lo retuvo,
con sus ojos abiertos en miedo y respeto por las ropas del Kingsmeet. Después de eso Nikandros se
acercó. Damen fue puesto de pie, y pudo sentir a Nikandros girándolo, cortando las sogas de sus bra-
zos con su cuchillo.

—¿El Príncipe?

—Él está con el Regente—le dijo, y por un momento no pudo decirle nada más.

Rra un soldado. Conocía la brutalidad en los campos de batalla, había visto muchas cosas que los
hombres hacían a quienes eran más débiles que ellos, más aun así nunca imaginó…

La cabeza de Nicaise puesta en una bolsa de arpillera mugrosa y sangrienta, el frío cuerpo de Aimeric,
desparramado en el suelo junto a una carta, y… Era muy claro. Estaba consciente de Nikandros ha-
blándole a él.

—Sé que sentiste algo por él. Si vas a ponerte enfermo, hazlo rápido. Tenemos que irnos. Ya debe de
haber hombres viniendo por nosotros.

A través de la bruma escuchó la voz de Jord.

—¿Lo dejaste? ¿Salvaste tu propia vida y lo dejaste con su tío?

Damen levantó la mirada, y vio que todos habían salido de sus vagones para ver. Estaba rodeado por
un pequeño grupo de miradas. Jord había llegado y se paró frente a él. Nikandros se puso detrás de él
y aún tenía una mano en su hombro, estabilizándolo para cortarle las sogas. Vio a Guion unos cuantos
pasos lejos, y a Loyse, a Paschal.

—Cobarde—le dijo Jord—Lo dejaste para…

Las palabras fueron bruscamente cortadas mientras Nikandros lo agarraba y estampaba contra el va-
gón.

—No vas a hablarle de esa manera a nuestro Rey.


—Déjalo—las palabras salían graves desde la garganta de Damen—Déjalo. Él es leal. Tú hubieras
reaccionado de la misma manera si Laurent hubiera regresado solo—se dio cuenta de que estaba en
medio de ambos, que había intervenido con su cuerpo. Nikandros estaba a dos pasos de él; Damen lo
había empujado lejos.

Liberado, Jord habló jadeando.

—Él no hubiera regresado solo. Si crees eso, entonces no lo conocías.

Sintió de nuevo la mano de Nikandros en su hombro, deteniéndolo, aunque cuando habló, lo hizo hacia
Jord.

—Basta, no puedes ver que él…

—¿Qué le va a pasar? —demandó Jord.

—Será asesinado—le dijo Damen—. Va a ver un juicio. Lo tomarán por traidor. Su nombre va a ser
arrastrado por el lodo. Cuando hayan terminado, lo matarán.

Era la verdad, y nada más. Hubiera sucedido aquí, de manera pública. En Ios, ellos ponían varias ca-
bezas en afilados palos de madera junto con la “marcha del traidor”. Nikandros estaba hablando.

—No podemos quedarnos aquí, Damianos. Tenemos que…

—NO—dijo Damen.

Se llevó sus manos a su frente. Sus pensamientos daban vueltas, inútiles. Recordaba a Laurent decirle,
No puedo pensar.

¿Qué hubiera hecho Laurent? Claro que sabía que hubiera hecho. Laurent, estúpido, loco, se hubiera
sacrificado. Hubiera usado la última pieza de oportunidad que tenía: Su propia vida. Pero la vida de
Damen no tenía valor para el Regente.

Sintió los límites de su propia naturaleza, fácilmente llevados a la ira, y a la necesidad, frustrada por las
consecuencias de lograr la muerte del Regente. Lo único que buscaba hacer era tomar su espada y
hacer un camino hacia Ios. Su cuerpo se sentía denso y turbio con un solo pensamiento que le empujó,
buscando salir. Presionó sus ojos cerrados.

—Él piensa que está solo—dijo.

Se dijo a sí mismo, desagradablemente, que no iba a ser rápido. El juicio tomaría tiempo. El Regente
iba a alargarlo. Era lo que a él le gustaba, la humillación pública mezclada con castigos en privado, su
realidad reafirmada por todos alrededor de él. La muerte de Laurent, sancionada por el Consejo, rees-
tablecería de nuevo el propio orden del Regente, el mundo puesto en regla.

No, no sería rápido. Había tiempo. Tenía que haber tiempo. Si tan sólo pudiera pensar. Se sentía como
un hombre parado afuera de las puertas principales de una ciudad, sin ninguna forma de entrar.

—Damianos. Escúchame. Si es llevado al palacio, entonces se habrá ido. No puedes pelear tu camino
sin ayuda. Incluso aunque lograras pasar las murallas, nunca saldrías de nuevo. Todo soldado en Ios
es leal a Kastor o al Regente.

Las palabras de Nikandros penetraron, dura y dolorosamente, como la única verdad que había.

—Tienes razón, no puedo pelear mi camino dentro.


Desde un principio había sido una herramienta, un arma para ser usada contra Laurent. El Regente
lo había usado para herir, para trastornar, para sacudir el control de Laurent; y al final, para destruirlo.

—Sé lo que tengo que hacer—dijo.

Llegó en el frío de la mañana, solo. Dejando a un lado a su caballo, siguió lo último del camino a pie,
escogiendo primero los pasos de las cabras, después pasando a través de las avenidas de albaricoque
y almendras, y por las manchas de sombras causadas por los árboles de oliva. Poco después, los ca-
minos comenzaban a ascender, y comenzó a trepar una baja colina de caliza, la primera de las que le
llevarían arriba, y arriba más allá a las cimas blancas, y la ciudad.

Ios, la ciudad blanca, construida en lo alto de las colinas de piedra caliza que se desmoronaban y que-
braban en el mar. La familiaridad era tan fuerte que era casi vertiginosa. En el horizonte, el mar era de
un azul claro, sólo unas pocas sombras más oscuras que la fuerte sombra del cielo. Como había extra-
ñado el océano. El desorden espumoso de rocas, y la repentina sensación de como el rocío se sentía
contra la piel, más que cualquier otra cosa, le hacía sentirse como en casa.

Esperaba ser desafiado en las puertas externas por soldados advertidos y cautelosos, a la espera de
él. Pero tal vez estaban esperando a Damianos, el arrogante Rey joven que estaba a la cabeza de su
ejército, no un hombre solitario vestido con una capa desgastada, una capucha sobre su cabeza, y
mangas para esconder sus brazos. Nadie lo detuvo.

Así que caminó dentro, pasando el primer umbral. Tomó el camino por el norte, un hombre serpentean-
do entre las personas. Y entonces giró en la primera esquina, y vio el palacio como todos lo veían: des-
orientador, desde fuera. Ahí, como motas pequeñas, estaban las altas ventanas y los balcones largos
de mármol que invitaban dentro el aire del mar durante la tarde para refrescar la piedra del castillo. Al
este estaba el largo pasillo de columnas y los cuartos superiores aireados. Al norte, el área del Rey, y
los jardines amurallados, con sus pasos sombreados y caminos ventosos, y los árboles de mirto, plan-
tados por su madre.

La memoria fue repentina; largos días de entrenamiento en el serrín, tardes en el pasillo, su padre
presidiendo desde el trono, él mismo caminando por esos pasillos de mármol con certeza y despreo-
cupación, un irreal “yo” antiguo, quien pasó tardes en el gran salón riendo con amigos, siendo servido
a sus anchas por esclavos.

Un perro ladrando se cruzó por su camino. Una mujer con un paquete bajo su brazo le empujó, y luego
le gritó en un dialecto sureño que se fijara por dónde camina.

Siguió caminando. Pasó las casas exteriores, con sus pequeñas ventanas de diferentes tamaños, rec-
tangulares o cuadradas. Pasó los gritos de docenas de puestos de mercados donde se vendía pesca-
do, traído del océano antes del amanecer.

Pasó por el Paso del Traidor, lleno de moscas. Analizó las puntas de las lanzas, pero los muertos eran
todos de pelo negro.

Una “explosión” de cascos contra el suelo advirtió un grupo de hombres a caballo. Se hizo a un lado; le
pasaron a trote, vestidos de ropajes rojos, sin mirar de vuelta dos veces.

Todo era cuesta arriba en la ciudad, porque el palacio estaba construido en la cima, con el mar a sus
espaldas. Se dio cuenta mientras caminaba que nunca había hecho esto a pie antes. Cuando llegó a
la plaza del palacio, un sentimiento de desorientación le vino de nuevo, porque él sólo conocía la plaza
desde el ángulo opuesto; como una vista desde el balcón blanco, donde su padre solía emerger algu-
nas veces para levantar una mano dirigiéndose a la multitud.

Ahora él caminaba hacia la plaza como un visitante de una de las entradas de la cuidad. Desde este
ángulo, el palacio se cernía de manera impresionante, los guardias como estatuas relucientes, las ba-
ses de sus lanzas fijas en el suelo.

Enfocó sus ojos en el guardia más cercano y comenzó a caminar derecho.

Al principio nadie fijó su atención en él. Él solo era un hombre en la atareada plaza. Pero para cuando
había alcanzado la primera de las guardias ya había juntado varias miradas. Era raro aproximarse a la
puerta principal directamente.

Podía sentir la atención crecer, sentir los ojos voltear a verlo, sentir a los guardias estar conscientes de
él, aunque mantenían su posición impasible. Puso su pie, vestido en una sandalia, en el primer escalón.

Lanzas entrecruzadas bloquearon su camino, y los hombres y mujeres de la plaza comenzaron a girar,
a crear un semicírculo de curiosidad, empujándose los unos a los otros.

—Alto—le dijo el guardia—. Indique su motivo, viajero.

Esperó, hasta que tuvo los ojos de todos cerca de la puerta fijos en él, entonces dejó la capucha de
su ropa caer hacia atrás. Escuchó los murmullos de asombro, el brote de ruido mientras hablaba, sus
palabras claras e inconfundibles.

—Yo soy Damianos de Akielos, y me entrego a mi hermano.

Los soldados estaban nerviosos.

Damianos. En los momentos antes de que ellos apresuradamente lo hicieran pasar por la puerta, la
multitud creció. Damianos. El nombre se esparció de boca en boca, como una chispa en una línea de
pólvora, con la gente impresionada, temerosa, impactada. Damianos de Akielos. El guardia a su dere-
cha sólo continuaba viéndolo con la mirada en blanco, pero comenzaba a haber en el rostro del guardia
de la izquierda una señal de reconocimiento que crecía, hasta que dijo, fatalmente.
—Es él.

Es él. Y la chispa se encendió como fuego, apoderándose de la multitud. Es él. Es él. Damianos.

De repente estaba en todos lados. La multitud estaba empujándose, exclamando. Una mujer cayó so-
bre sus rodillas. Un hombre comenzó a empujar hacia adelante. Los guardias estaban cerca de estar
intimidados.

Le empujaron hacia adentro, toscamente. Su rendición pública había logrado lo suficiente: Se había
ganado el privilegio de ser llevado maltratado adentro del castillo.

Si había funcionado, si estaba a tiempo… ¿Cuánto tiempo podría durar un juicio? ¿Cuánto tiempo po-
dría Laurent ganar? El juicio tendría que haber empezado en la mañana, ¿Cuánto tiempo pasaría hasta
que el Juicio regresara con su veredicto, y Laurent fuera llevado a la plaza pública para ser puesto de
rodillas, su cabeza agachada, la espada cayendo hacia su cuello…?
Necesitaba que lo llevaran al salón para enfrentar a Kastor. Había renunciado a su libertad por esa sola
oportunidad, apostando a todo. Él está vivo. Damianos está vivo. Toda la ciudad lo sabía, no podrían
despacharlo en secreto. Tenían que llevarlo al salón.

De hecho, lo llevaron a un área de departamentos vacíos en el lado este del palacio, y discutieron en
susurros silenciosos qué hacer a continuación. Se sentó bajo guardia en uno de los asientos pequeños,
y no gritó en frustración, mientras el tiempo pasaba, y luego más tiempo. Esto era ya muy diferente a
todas sus esperanzas; había muchas cosas que podían salir mal.

El pestillo de la puerta se abrió de golpe, y un nuevo grupo de soldados entró, armado hasta los dientes.
Uno era un oficial. Otro cargaba esposas. Se quedó helado cuando vio a Damen.

—Espósalo—dijo el Oficial

El soldado sosteniendo las esposas no se movió, sus ojos abiertos mirando a Damen.

—Hazlo—se dio la orden.

—Hágalo, soldado—dijo Damen.

—Sí, su Señoría—dijo el soldado, y después se sonrojó, como si hubiera hecho algo mal.

Tal vez lo haya hecho. Pudiera haber sido traición el decir eso. O pudo haber sido traición el dar un paso
al frente y poner las esposas alrededor de las muñecas de Damen. Damen puso sus manos hacia su
espalda y aun así el hombre dudó. Esta era una proposición política muy compleja para los soldados.
Estaban nerviosos.

En el momento en el que las esposas se cerraron alrededor de las muñecas de Damen, los nervios se
mostraron de una manera diferente. Los soldados habían hecho algo irrevocable. Tenían que pensar
en Damen como un prisionero ahora, y su agitación creció, comenzando a gritar y empujándolo de la
espalda, fuera del apartamento, fanfarroneando y muy fuerte.

Los latidos de Damen se aceleraron. ¿Era suficiente? ¿Estaba a tiempo? Los soldados lo empujaron
alrededor de la esquina, y vio el primer tramo del corredor. Estaba pasando, él estaba siendo llevado
al Gran Salón.

Caras y miradas grandemente asombradas y sorprendidas llenaron el pasillo mientras pasaban. La


primera persona en reconocerlo era un oficial de su casa, quien cargaba un vaso y este se quebró,
cayendo al suelo de sus manos.

Damianos. Un esclavo, atrapado en una crisis de modales, se cayó a medias sobre sus rodillas, y se
detuvo, agonizantemente desconcertado sobre si debía continuar su postración. Un soldado se congeló
a medio caminar, con sus ojos abiertos de terror. Era inimaginable que cualquier hombre pusiera manos
sobre el hijo del Rey. Y a pesar de todo esto, Damianos estaba siendo escoltado, en grilletes, siendo
empujado hacia adelante con una espada en su trasero si caminaba lento.

Empujado entre la multitud del Gran Salón, Damen vio varias cosas a la vez.

Había una ceremonia a medio proceso. El Salón lleno de columnas también estaba lleno de soldados.
La mitad de la multitud eran soldados. Algunos cuidaban la entrada. Otros cuidaban las murallas. Pero
ellos eran los soldados del Regente. Solo una pequeña guardia Akieliana se mantenía cerca del estra-
do. Cortesanos Veretianos y Akielianos estaban amontonados en el salón con ellos, reunidos para el
espectáculo.

Y no había un trono en el estrado, sino dos.


Kastor y el Regente estaban sentados lado a lado, presidiendo en el Salón. El cuerpo entero de Damen
reaccionó en contra de lo incorrecto de dicha situación. El Regente sentado en el trono de su padre.
Con aspecto enfermizo, había un niño cerca de once años en un taburete junto al Regente. La mirada
de Damen se fijó en el rostro barbudo del Regente, sus amplios hombros envueltos en terciopelo rojo,
los dedos de sus manos llenos de anillos.

Era extraño. Había esperado tanto tiempo para enfrentar a Kastor, y ahora lo encontró simplemente
como un extraño. El Regente era el único intruso, la única amenaza.

Kastor se veía satisfecho. Él no veía el peligro. Él no entendía lo que había permitido entrar a Akielos.
Los soldados del Regente atestaron el Salón. Todo el Consejo Veretiano estaba aquí, reunido como una
asamblea cerca del estrado, como si Akielos fuera ya suyo. Una parte de la mente de Damen registró
todo ello, mientras el resto de él seguía buscando, manteniéndose escaneando los rostros…

Y entonces, mientras la multitud se movía brevemente, vio lo que estaba buscando: El primer vislumbro
de una cabeza rubia.

Vivo, vivo, Laurent estaba vivo. El corazón de Damen dio un salto, y por un momento se quedó de pie
ahí y bebió dicha vista, aturdido de alivio.

Laurent estaba de pie solo, en un espacio libre a la izquierda de las escaleras del estrado, flanqueado
por su propio grupo de guardias. Vestía aun la corta túnica Akieliana que había vestido para el Kings-
meet, pero estaba sucia y trozada. En pocas ropas, y mostrando signos de desgaste, era un ropaje
humillante para él estando de pie ante el Consejo. Como Damen, tenía sus manos esposadas detrás
de su espalda.

Fue de repente obvio que este “espectáculo” era el juicio de Laurent, y que había sido atrasado por
horas, y la postura recta de Laurent mantenida así por voluntad propia. El acto físico de mantener de
pie por horas con esposas debía estando ya cobrando factura, el puro dolor de los músculos exhaustos,
el trato brusco, y la examinación misma, las preguntas del Regente, y Laurent firme, determinaba las
respuestas.

Pero el vestía las ropas y las esposas con indiferencia, manteniendo su postura, como siempre, impe-
cable. Sus expresiones no podían ser leídas, excepto por, si le conocía, el coraje que mantenía a pesar
de que estaba solo, y cansado, sin amigos, sabiendo que todo esto estaba cerca de su fin.

Y después Damen fue empujado hacia el salón con una espada en su espalda, y Laurent se giró y lo
vio.

Fue claro en su mirada de horror al reconocerlo que no esperaba a Damen, que no esperaba a nadie.
En el estrado, Kastor hizo un pequeño gesto al Regente, como si dijera, ¿Lo ves? Lo traje a usted. Todo
el salón pareció girar hacia la interrupción.

—No—dijo Laurent, volteando su mirada hacia su tío—Lo prometiste.

Damen observó a Laurent tomar control de su cuerpo, forzando atrás su reacción.

—¿Prometí qué, sobrino?

El Regente se sentó tranquilamente en su trono. Sus siguientes palabras eran dirigidas para el Consejo.

—Este es Damianos de Akielos. Fue capturado en las puertas esta mañana. Él es el hombre responsa-
ble de la muerte del Rey Theomedes, y por la traición de mi sobrino. Él es el amante... de mi sobrino.

Más de cerca, Damen pudo ver las caras del Consejo: El anciano, pero leal Herode; el vacilante Audin,
el razonable Chelaut, y Jeurre, quien tenía el ceño fruncido. Y después él vio otros rostros en la multi-
tud. Ahí estaban los soldados que entraron en los cuartos de Laurent después del intento de asesinato
en Arles. Había un oficial del ejército de Lord Touars, había un hombre con la vestimenta de los clanes
Vaskos. Eran testigos, todos ellos.

No había sido traído aquí para enfrentar a Kastor o para responder por la muerte de su padre. Había
sido traído aquí como la pieza final de evidencia en el juicio de Laurent.

—Todos hemos oído la evidencia de la traición del Príncipe—dijo el nuevo Concejal del Regente, Ma-
the-. Hemos escuchado como él plantó evidencia en Arles para incitar una guerra con Akielos, a donde
envió jinetes de los clanes para asesinar a inocentes en las fronteras.

Mathe se giró hacia Damen.

—Ahora vemos la prueba de todos estos reclamos. Damianos, el asesino del Príncipe, está aquí, des-
mintiendo todo lo que el Príncipe ha estado diciendo, probando, una vez más por todas que ellos están
unidos. Nuestro Príncipe yace en los brazos depravados del asesino de su hermano.

Damen fue arrastrado al frente del salón, con cada par de ojos reparados en él. Era una exhibición, un
tipo de prueba que ninguno de ellos había imaginado: Damianos de Akielos, capturado y esposado.

La voz del Regente buscaba entendimiento.

—Incluso con todo lo que hemos escuchado hoy, no puedo hacerme creer que Laurent haya permitido
que las manos que asesinaron a su hermano lo tocaran. Que se haya acostado en el sudor de una
cama Akieliana, y dejar que el asesino tomara su cuerpo.

El Regente se paró, y habló mientras comenzaba a bajar del estrado. Un tío preocupado buscando
respuestas, se detuvo frente a Laurent. Damen vio a uno o dos de los Concejales reaccionar ante la
proximidad, temiendo por la seguridad física del Regente, siendo que era Laurent el que estaba inmo-
vilizado, sostenido por un soldado, sus muñecas encadenadas fuertemente detrás de su espalda.

En un gesto “de amor”, el Regente pasó sus dedos como cepillo por un mechón de cabello rubio de
Laurent en su rostro, buscando su mirada.

—Sobrino, Damianos está contenido. Puedes hablar con la verdad. Estás a salvo de cualquier daño—
Laurent resistió el lento, delicado toque, mientras el Regente decía, gentilmente—¿Hay alguna explica-
ción? ¿Tal vez tú no estabas dispuesto? ¿Tal vez él te forzó?

Los ojos de Laurent encontraron los de su tío. El pecho de Laurent se elevó y se sintió superficial bajo
la delgada tela de la túnica.

—Él no me forzó—dijo Laurent—. Me acosté con él porque yo quise.

El salón vibró, lleno de murmullos. Damen podía sentirlo: En un día de interrogación, esta era la primera
afirmación.

—No tienes que mentir por él, Laurent—le dijo el Regente—Puedes decir la verdad.

—No miento. Nos acostamos juntos—dijo Laurent—por orden mía. Le ordené entrar en mi cama. Da-
mianos es inocente de todos los cargos traídos contra mí. El sufrió de mi compañía sólo bajo fuerza. Él
es un buen hombre, quien nunca ha actuado en contra de su país.

—Me temo que la culpa o inocencia de Damianos es por Akielos de decir, no de Vere—Le contestó el
Regente.

Damen podía sentir lo que Laurent trataba de hacer, y su corazón le dolía por ello, el que incluso ahora,
Laurent intentaba protegerlo. Damen dejó que su voz se hiciera paso a través del salón.
—¿Y de qué estoy siendo acusado? ¿De qué me acosté con Laurent de Vere? —Los ojos de Damen
se inclinaron hacia el Consejo—Pues lo he hecho. Lo encuentro honesto y cierto. Él está ante ustedes
acusado erróneamente. Y si esto es un juicio justo, van a oírme.
—¡Esto es insoportable! —dijo Mathe—No vamos a escuchar el testimonio del asesino de Príncipes de
Akielos...

—Van a oírme—cortó Damen—Ustedes van a oírme, y si para cuando me hayan escuchado aun en-
cuentren a Laurent culpable, entonces enfrentaré mi destino junto con él. ¿O acaso el Consejo le teme
a la verdad?

Damen se encontró a si mismo con la mirada del Regente, quien había vuelto a subir al estrado de cua-
tro cortos escalones y ahora estaba sentado junto a Kastor, supremamente cómodo. Su mirada yacía
en Damen.

—Muy bien entonces. Adelante, habla—Le dijo el Regente

Era un reto. El tener al amante de Laurent en su poder complacía al Regente, como una demostración
de su enorme poder. Damen podía sentirlo. El Regente quería que Damen se amarrara a sí mismo,
quería que la victoria sobre Laurent fuera total.

Damen se relajó con un respiro. Conocía lo que estaba en juego. Sabía que si fallaba, moriría al lado
de Laurent, y el Regente tendría control sobre Vere y Akielos. Él habría entregado su vida y su reino.

Miró alrededor, al salón de columnas. Era su hogar, su patrimonio, y su legado, más preciado por él
que nada. Y Laurent le había dado los medios para asegurarlo. En el Kingsmeet él pudo haber dejado
a Laurent sólo y cabalgado de vuelta a Karthas a su ejército. Él era invicto en campo, y ni siquiera el
Regente se hubiera podido levantar contra él.

Inclusive ahora, todo lo que tenía que hacer era denunciar a Laurent y así podría enfrentar a Kastor con
una oportunidad de recuperar de vuelta su trono.

Pero se había preguntado a sí mismo la pregunta en Ravenel, y ahora él sabía la respuesta.

Un Reino, o esto.

—Conocí al Príncipe en Vere. Pensé como ustedes. No conocía su corazón.

Pero fue Laurent quien habló

—No.

—Vine para aprenderle lentamente.

—Damen, no hagas esto.

—Vine para aprender su honestidad, su integridad, de su ingenio.

—Damen...

Claro que Laurent quería que todo se hiciera a su manera. Pero hoy iba a ser diferente.

—Fui un tonto, cegado por mi prejuicio. No había entendido que él estaba peleando solo, que había es-
tado peleando solo por un largo tiempo. Y entonces vi a los hombres que él comandaba, disciplinados y
leales. Vi la forma en la que su casa lo amaba, porque él sabía sus preocupaciones, se preocupaba por
sus vidas. Lo vi protegiendo esclavos. Y cuando lo dejé, drogado y sin amigos después de un atentado
contra su vida, lo vi pararse frente a su tío y pelear por salvar mi vida porque el sentía que me debía una
deuda. Sabía que podía costarle su vida. Sabía que sería enviado a la frontera, a cabalgar en la misma
tierra que lo mataría. Y aun así peleó por mí. Lo hizo porque se debía, porque en ese código personal
con el que él ha corrido su vida, era lo correcto.

Miró a Laurent, y él entendió ahora lo que no había entendido entonces: Que Laurent había sabido
quien era desde esa noche. Laurent sabía quién era y le había aun así protegido, en un sentido de
justicia que había de alguna manera sobrevivido en lo que le había pasado a él.

—Ese es el hombre al que ustedes encaran. Tiene más honor e integridad que cualquier otro hombre
que haya conocido. Él es dedicado a su gente y a su país. Y estoy orgulloso de haber sido su pareja.

Damen lo dijo con sus ojos puestos en Laurent, dispuesto a hacerle saber qué tanto lo decía en serio,
y por un momento Laurent le miró de vuelta, sus ojos azules abiertos.

La voz del Regente interrumpió.

—Una declaración sentimental no es evidencia. Tengo la pena de decir que no hay aquí nada para cam-
biar la decisión del Consejo. No has ofrecido prueba alguna, sólo acusaciones de una trama inverosímil
contra Laurent, sin ninguna prueba en cuanto a quién podría ser el arquitecto de esto.

—Tú eres el arquitecto—le contestó Damen, girando sus ojos hacia el Regente—Y tengo pruebas.
Capítulo 18
Traducido por Luisa Tenorio
Corregido por Reshi

—Llamé a Guion de Fortaine para hablar.

¡Esto es indignante! llegó la exclamación, y, ¡Cómo se atreve a acusar a nuestro Rey! Damen dijo eso
incesantemente entre los furiosos gritos, sus ojos se encontraron con los del Regente.

—Muy bien—dijo el Regente, recostado en su asiento y haciendo un gesto hacia el Consejo.

Luego tuvieron que esperar, mientras que los mensajeros eran enviados a las afueras de la ciudad
donde Damen les había dicho a sus hombres que montaran el campamento.

Los consejeros se sentaron, y también lo hizo el Regente y Kastor. Qué afortunados. Al lado del Regen-
te, el niño de pelo castaño de once años de edad estaba tamborileando con los talones sobre la base
de su taburete, obviamente aburrido. El Regente se inclinó y murmuró algo al oído del niño, y luego hizo
un gesto a uno de los esclavos para traer un plato de dulces. Eso mantuvo al niño ocupado.

Eso no mantenía a cualquier otra persona ocupada. A su alrededor, la sala era sofocante, los fuertes
soldados y abundantes espectadores, una masa inquieta. El esfuerzo de estar de pie en el pesado hie-
rro estaba empezando a pesar en la espalda y los hombros de Damen. Para Laurent, que había estado
aquí durante horas, sería peor: el dolor que comenzó en la espalda viajaba a los brazos, los muslos,
hasta que cada parte del cuerpo estaba hecho de fuego.

Guion entró al salón.

No sólo Guion, también todos los miembros del destacamento de Damen: la esposa de Guion, Loyse,
mirando con la cara blanca, el médico Paschal, Nikandros y sus hombres, incluso Jord y Lazar. Que
significaba algo para Damen ya que les había dado a cada uno de ellos la opción de dejarlo, y habían
optado por quedarse con él. Sabía el riesgo que corrían. Su lealtad le conmovió.

Sabía que a Laurent no le gustaba. Laurent quería hacer todo solo. Pero no iba a ser así.

Guion fue escoltado al frente de los tronos.

—Guión de Fortaine. —Mathe retomó su papel como interlocutor así como los espectadores estiraban
sus cuellos, odiando a las columnas porque ellas les obstruían la vista. —Nos hemos reunido para
determinar la culpabilidad o inocencia de Laurent de Vere. Se le acusa de traición. Hemos oído que
vendió secretos a Akielos, como él apoyaba los golpes, como atacó y mató a Veretianos para promover
su causa. ¿Tiene el testimonio que traerá claridad a estas afirmaciones?”

—Sí, lo tengo.
Guion se volvió al Consejo. Había sido su propio consejero, un colega respetado conocido por estar al
tanto de las relaciones privadas del Regente. Ahora habló claro e inequívoco.

—Laurent de Vere es culpable de todos los cargos en su contra—dijo Guion.

Se tomó un momento para que esas palabras penetrarán, y cuando lo hicieron, Damen sintió el suelo
se rompía debajo de él.

—No—dijo Damen, y el salón estalló con el comentario por segunda vez.

Guion levantó la voz.

—He sido su prisionero durante meses. He visto de primera mano, la depravación en la que ha caído,
como dormía cada noche en la cama del Akielano, como miente en el abrazo obsceno del asesino de
su hermano, saciando sus deseos a expensas de nuestro país.

—Juraste decir la verdad— dijo Damen. Nadie estaba escuchándolo.

—Él trató de convencerme para mentir por él. Amenazó con matarme. Amenazó con matar a mi esposa.
Amenazó con matar a mis hijos. Mató a su propio pueblo en Ravenel. Podría votar por su culpabilidad
yo mismo, si todavía fuera un miembro del Consejo.
—Creo que estamos satisfechos—dijo Mathe.

—No—dijo Damen, su abortada lucha involuntaria por sus responsables como los gritos de acuerdo y
de reivindicación vino de los partidarios del regente en el pasillo. —Diles lo que sabes sobre el golpe
del Regente en Akielos.

Guion extendió las manos.

—El Regente es un hombre inocente cuyo único crimen es que confiaba en un sobrino rebelde.

Eso fue suficiente para el Consejo. Habían, después de todo, estado deliberando durante todo el día.
Damen giró su mirada hacia el Regente, que estaba observando el acontecimiento con una confianza
tranquila. Lo había sabido. Había sabido lo que diría Guion.

—Él planeó esto—dijo Damen, desesperadamente. —Ellos están conspirando. —un golpe desde atrás
le hizo caer sobre sus rodillas. Guion con calma dio un paso al otro lado de la cámara para tomar su
lugar en el Consejo. El Regente se levantó y bajó del estrado, para poner su mano en el hombro de
Guion y hablar unas palabras con él, no lo suficientemente fuerte como para que Damen escuchara.

—El Consejo ahora determinará su condena.

Un esclavo se acercó, llevaba un cetro de oro. Herode lo cogió, sosteniéndolo como un báculo, el fin de
la tierra. Y luego un segundo esclavo se adelantó, tenía un cuadrado negro de tela, símbolo de que se
aproxima una sentencia de muerte.

Al verla sintió como un puñetazo en el estómago. Laurent también había visto la tela. Estaba frente a
ella sin inmutarse, aunque su rostro estaba muy pálido. De rodillas, Damen no podía hacer nada para
detenerlo. Luchó duro, y lo mantenían presionado, jadeante. Hubo un terrible momento en el que lo
único que podía hacer era mirar hacia Laurent, impotente.

Laurent fue empujado hacia adelante para estar de pie y enfrentar todo el ancho de la sala del Consejo,
encadenado y solo, pero para los dos soldados que lo tenían de cada brazo lo apretaban duro. Nadie
sabe, pensó Damen. Nadie sabe lo que su tío le ha hecho a él. Sus ojos se abrieron al Regente, que
miraba a Laurent con triste decepción. El Consejo se puso de pie junto a él.
Tenía un poder simbólico, seis de ellos de pie en un lado de la sala, y Laurent al otro lado, delgado, con
la ropa hecha jirones por los soldados de su tío. Laurent habló.

—¿Ningún consejo final? ¿Ningún beso de afecto, tío?

—Prometías tanto, Laurent—dijo el Regent. —Lamentó que te convirtieras en más de lo que eres.

—¿Quieres decir que peso sobre tú conciencia? —dijo Laurent.

—Me duele—dijo el Regente—que sientas tal resentimiento hacia mí, incluso ahora. Que trataste de
socavarme con acusaciones, cuando solamente he querido lo mejor para ti—él habló con una voz triste.
—Tú debiste saber mejor que nadie que no era una buena idea traer a Guion para declarar contra mí

Laurent encontró los ojos del Regente, de pie solo ante el Consejo.

—Pero tío... —dijo Laurent—Guion no es a quien he traído.

—Él me trajo—dijo Loyse la esposa de Guion, dando un paso al frente.

Damen se volvió, todo el mundo se volvió. Loyse era una mujer de mediana edad y pelo canoso que
estaba lacio después de un día y una noche en el camino y con poco descanso. No había hablado con
ella durante el viaje. Pero la oyó ahora, como ella llegó a estar ante el Consejo.

—Tengo algo que decir. Se trata de mi marido, y este hombre, el Regente, que ha traído a mi familia a
la ruina, y que acabó con la vida de mi hijo menor, Aimeric.

—Loyse, ¿qué estás haciendo? —dijo Guion, ya que toda la atención de la sala estaba clavada en
Loyse.

Ella no le prestó atención, pero siguió caminando hacia el frente hasta que estaba junto a Damen, diri-
giendo sus palabras al Consejo.

—En el año después de Marlas, el Regente visitó a mi familia en Fortaine—dijo Loyse. —Y mi marido,
que es ambicioso, le dio permiso para entrar en el dormitorio de nuestro hijo menor.

—Loyse, parar esto ahora. —pero sus palabras continuaron.

—Fue un acuerdo de caballeros. El Regente podría satisfacerse a sí mismo en la intimidad relajada de


nuestra casa, y mi marido era recompensado con tierras y una posición de mayor importancia en la cor-
te. Se le hizo embajador en Akielos, y se convirtió en el intermediario entre el Regente y el conspirador
del Regente, Kastor.

Guion estaba mirando a Loyse y al Consejo, y él se echó a reír, rebuznando y demasiado ruidoso.

—No se le puede dar crédito a nada de esto.

Nadie respondió, había un silencio incómodo. La mirada de Consejero Chelaut se dirigió por un mo-
mento al niño sentado al lado del Regente, los dedos pegajosos de azúcar del polvo de los dulces.

—Yo sé que aquí nadie se preocupa por Aimeric—dijo Loyse.—A nadie le importa que él se haya sui-
cidado en Ravenel, porque no podía vivir con lo que había hecho. Así que déjenme decirles por lo que
murió Aimeric, por una parcela entre el Regente y Kastor para matar al rey Theomedes y luego tomar
su país.

—Esas son mentiras—dijo Kastor en Akielon, y luego dijo de nuevo en marcado acento Veretian. —
Arrestenla.

En el momento incómodo que siguió, la pequeña guardia de honor Akielano puso sus manos en las
empuñaduras de sus espadas, y los soldados Veretianos se movieron en oposición, deteniéndolos.
Estaba claro por la cara de Kastor que él se había dado cuenta por primera vez que no tenía el control
de la sala.

—Arrésteme, pero no antes de haber visto la prueba. —Loyse estaba tirando de un anillo en una ca-
dena de su vestido; era un anillo de sello, rubí o granate, y en él estaba el escudo real de Vere. —Mi
marido negoció el acuerdo. Kastor asesinó a su propio padre, a cambio de las tropas Veretianas que
ven aquí hoy. Las tropas que necesitaba para tomar Ios.

Guion se dio la vuelta para hacer frente al Regente, con urgencia.

—No es una traidora. Ella sólo está confundida. Ha sido engañada, y mal informada, ha estado alterada
desde que murió Aimeric. No sabe lo que está diciendo. Está siendo manipulada por estas personas.

Damen miraba al Consejo. Herode y Chelaut tenían una expresión de desagrado reprimido, incluso de
repulsión. Damen vio pronto que la obscena juventud de los amantes del Regente siempre había sido
repelente a estos hombres, y la idea de que el hijo de un concejal había sido utilizado de esta manera
les inquietaba a ellos más allá de la medida.

Pero eran políticos, y el Regente era su amo. Chelaut dijo, casi a regañadientes.

—Incluso si lo que dice es cierto, eso no borra los crímenes de Laurent. La muerte de Theomedes es
una cuestión de Akielos.

Tenía razón, se dio cuenta Damen. Laurent no había traído a Loyse para limpiar su propio nombre, sino
para limpiar el de Damen. No había ninguna prueba para limpiar el nombre de Laurent. El Regente ha-
bía sido demasiado meticuloso. Los asesinos del palacio estaban muertos. Los asesinos de la carretera
estaban muertos. Incluso Govart estaba muerto, maldiciendo niños mascotas y médicos.

Damen pensó en eso de Govart teniendo algo sobre el Regente. Eso había mantenido con vida a Go-
vart, lo mantuvo en vino y mujeres, hasta el día en que no lo había hecho. Pensó en el rastro de muerte
que se extendía por todo el camino hasta el palacio. Se acordó de Nicaise, apareciendo en ropa de
dormir la noche del intento de asesinato. Nicaise había sido ejecutado sólo unos meses más tarde. Su
corazón comenzó a golpear.

Ellos estaban conectados de alguna manera. De repente estaba seguro de ello. Como haya sido que
Govart se había enterado, Nicaise había sabido también, y el Regente le había matado por eso. Y eso
significaba que Damen estaba empujando a sí mismo bruscamente.

—Hay otro hombre aquí que puede testificar—dijo Damen. —Él no ha venido por su cuenta. No sé por
qué. Pero sé que debe tener una razón. Es un buen hombre. Yo sé que él hablaría si estuviera libre de
hacerlo. Tal vez teme represalias, contra sí mismo o contra su familia.

Dirigió sus palabras a la sala.

—Le pregunto ahora. Cualquiera que sea la razón, tienes un deber con tú país. Tú lo sabes mejor que
nadie. Tu hermano murió protegiendo al Rey.

Silencio. Los espectadores en la sala se miraron de uno a otro, y las palabras de Damen parecían col-
gar torpemente. La expectativa de una respuesta vino y se fue con la falta de toda respuesta.

Paschal dio un paso al frente, su rostro marcado y bastante pálido.

—No—dijo Pascual. —Él murió a causa de esto.


Tomó entre los pliegues de su ropa un montón de papeles, atados con un cordel.
—Las últimas palabras de mi hermano, el arquero Langren, llevado por el soldado llamado Govart y
robados por la mascota del Regente, Nicaise, que fue asesinado por ello. Este es el testimonio de la
muerte.

Él retiró el cordel de los papeles y los desplegó, de pie ante el Consejo en su túnica y su sombrero
ladeado.

—Soy Paschal, un médico del palacio. Y tengo una historia que contar sobre Marlas.

—Mi hermano y yo llegamos a la capital juntos —dijo Paschal. —Él como arquero, y yo como un mé-
dico, en el primer séquito de la Reina. Mi hermano era ambicioso, y subió rápidamente a través de los
rangos, uniéndose a la Guardia del Rey. Supongo que yo era ambicioso también, y pronto me gané
un puesto como médico real, sirviendo tanto a la reina como al rey. Fueron años de paz y de buenas
cosechas. El reino era seguro, y la reina Hennike había provisto dos herederos. Luego, hace seis años,
cuando la reina murió, perdimos nuestra alianza con Kempt, y Akielos tomó eso como una oportunidad
para invadir.

Él había llegado a una parte de la historia que Damen sabía, aunque era diferente, oyendo eso dicho
en la voz de Pascual.

—La diplomacia fracasó. Las conversaciones fracasaron. Theomedes querían la tierra, no la paz. Des-
pidió a los emisarios Veretianos sin oírlos.

—Pero estábamos seguros de nuestros fuertes. Ningún ejército había tomado un fuerte Veretiano en
más de doscientos años. Así que el Rey llevó a su ejército al sur de Marlas, la guarnición completa,
para repelar a Theomedes de sus muros.

Damen recordaba eso, los estandartes, el incremento de los números, dos ejércitos de inmenso poder,
y su padre confiado, incluso frente esas fortalezas impenetrables. Son lo suficientemente arrogantes
como para salir.

—Recuerdo a mi hermano antes de la pelea. Estaba nervioso. Emocionado. Salvaje con un tipo de
confianza que nunca había visto en él antes. Habló de un futuro diferente para nuestra familia. Un futuro
mejor. No fue hasta muchos años después que aprendí por qué

Pascual se detuvo y miró al otro lado del pasillo a la derecha del Regente, quien estaba junto al Consejo
en su túnica de terciopelo rojo.

—El Consejo recordará cómo el Regente aconsejó al Rey a abandonar la seguridad de la fortaleza, que
nuestros números eran superiores, que no había peligro de que montará fuera sobre el llano, y que un
ataque sorpresa a los Akielonos pondría fin a la guerra con rapidez, salvando muchas vidas Veretianas.

Damen veía al Consejo. Ellos recordaban, vio; como lo hacían. Cómo con cobardía él había pensado el
ataque. Cómo cobarde. Por primera vez, se preguntó lo que había sucedido tras las líneas Veretianas
para causarlo. Pensó en un Rey convencido de que era la mejor manera de proteger a su pueblo.

—En su lugar, los Veretianos cayeron. Yo estaba cerca cuando la noticia vino de que Auguste había
muerto. En el dolor, el Rey perdió el timón. Fue descuidado. Creo que en su mente, él no tenía ninguna
razón para ser cuidadoso. Una flecha perdida lo atravesó en la garganta. Y con el Rey muerto y el he-
redero muerto, el Regente ascendió al trono de Vere.
Los ojos de Pascual, como los de Damen, estaban en el Consejo. Todos ellos recordaban los días des-
pués de la batalla.

Como miembros del Consejo, ellos habían aprobado la creación de la Regencia.

—Tras la batalla, busqué a mi hermano, pero él estaba desaparecido—dijo Pascual. —Más tarde supe
que había huido del campo de batalla. Él murió varios días después, en un pueblo de Sanpelier, apu-
ñalado en un altercado. Los aldeanos me dijeron que había alguien con él cuando murió. Era un joven
soldado llamado Govart.

Al oír el nombre de Govart, Guion sacudió su cabeza. Junto a él, el Consejo se agitó.

—¿Govart asesino a mi hermano? No lo sé. Observé, sin entender, como Govart subió al poder en la
capital. ¿Por qué era repentinamente la mano derecha del Regente? ¿Por qué se le dio dinero, poder,
esclavos? ¿No había sido expulsado de la Guardia del Rey? Se me ocurrió que Govart había recibido
el brillante futuro del que mi hermano había hablado, mientras mi hermano estaba muerto. Pero seguía
sin entender por qué.

Los papeles que Pascual tenía en su mano eran antiguos, amarillentos, incluso el cordel que los había
mantenido juntos era viejo. Los enderezó, inconscientemente.

—Hasta que leí esto.

Él comenzó a desatar el cordel, jalando y abriendo los papeles. Estaban cubiertos por letras.

—Nicaise me lo dio para custodiarlos. Él se los había robado a Govart, y estaba asustado. Los abrí,
sin esperar lo que iba a encontrar. De hecho, la carta era para mí, aunque Nicaise no lo sabía. Era una
confesión, de puño y letra de mi hermano.

Pascual se quedó con los papeles desplegados en sus manos.

—Esto es lo que Govart utilizó para chantajear y a su manera de hacerse de poder todos estos años.
Esta es la razón por la que mi hermano huyó, y el por qué perdió la vida. Mi hermano fue el arquero que
mató al Rey, para lo cual el Regente le prometió el oro y lo liberaba de la muerte. Esta es la prueba de
que el rey Aleron fue asesinado por su propio hermano.

No hubo protestas en ese momento, no había sonido de discusiones, sólo silencio, en el cual los pa-
peles arrugados de Paschal fueron entregados al Consejo. Cuando Herode los tomó, hizo recordar a
Damen que Herode había sido amigo del Rey Aleron. La mano de Herode estaba temblando.

Y entonces Damen miró a Laurent.


La cara de Laurent estaba completamente desprovista de color. No era una idea que Laurent hubiese
pensado antes, eso estaba claro. Laurent tenía su propio punto ciego cuando se trataba de su tío. No
pensé que él realmente tratara de matarme. Después de todo. . . incluso después de todo.

En realidad, nunca había tenido sentido que el ejército Veretiano atacara a la intemperie cuando su
dominio estratégico había sido siempre sus fortalezas. El día en que Vere había luchado contra Akielos
en Marlas había habido tres hombres entre el Regente y el trono, pero ¿qué no podía llevarse a cabo
en el desorden caótico de la batalla?

Damen pensó en Govart en el palacio, haciendo lo que quería a uno de los esclavos Akielanos del
Regente. Sosteniendo una amenaza sobre el Regente podía ser un cóctel peligroso, embriagador y
aterrador. Seis años de mirar sobre su hombro, de esperar a que la espada cayera, sin saber cuándo o
cómo iba a pasar, pero sabiendo que pasaría. Se preguntó si había habido un momento en la vida de
Govart antes de que el poder y el miedo lo hubieran destrozado. Damen pensó en su padre luchando
por respirar en su lecho enfermo, de Orlant, de Aimeric.

Pensó en Nicaise en sus ropas de cama de gran tamaño en el pasillo, atrapado en algo demasiado
grande para él. Y muerto, por supuesto.

—¿Van a creer esto? ¿Las mentiras de un médico y un hijo de puta? —La voz de Guion fue discordante
en el silencio. Damen veía al Consejo, donde los más viejos de los Consejeros, Herode, estaban levan-
tando la vista de los documentos.

—Nicaise tenía más nobleza en él que tú—dijo Herode. —Él era más leal a la Corona que el Consejo,
al final.

Herode dio un paso adelante. Utilizó el cetro de oro como un bastón mientras caminaba. Con los ojos
de cada persona encima de él, Herode cruzó el pasillo, deteniéndose sólo cuando estuvo frente a Lau-
rent, quien todavía estaba retenido en el apretado agarre de uno de los soldados de su tío.

—Nosotros nos quedamos aquí para mantener el trono bajo custodia, y le hemos fallado—dijo Hero-
de— Mi Rey.

Y se puso de rodillas, lentamente, con el cuidado de un hombre mayor, sobre las piedras de mármol en
la sala de Akielos
Al ver la cara sorprendida de Laurent, Damen se dio cuenta de que había sucedido algo que no había
se había imaginado Laurent. Ni una vez le había dicho antes que él merecía ser Rey. Al igual que un
niño que se le ha dado un elogio por primera vez, Laurent no sabía qué hacer. Parecía repentinamente
muy joven, sus labios se abrieron sin palabras, con las mejillas sonrojadas.

Jeurre se levantó. A medida que los espectadores observaban, Jeurre dejó su lugar en el Consejo y
cruzó el salón para arrodillarse junto a Herode. Un momento más tarde, les siguió Chelaut. Entonces
Audin. Y, por último, como una rata abandonando un barco, Mathe se alejó del Regente y rápidamente
se arrodillo delante de Laurent.

—El Consejo ha sido engañado a traición—dijo el Regente, con calma.

—Arréstenlos.

Hubo una pausa, en la cual el orden debió haber seguido, pero no fue así.

El Regente volteo. La sala estaba llena de sus soldados, la Guardia del Regente, entrenado bajo sus
órdenes, y traído aquí para hacer su voluntad. Ninguno de ellos se movió.

En el extraño silencio, un soldado dio un paso adelante.

—Usted no es mi Rey—dijo. Quitándose la insignia del Regente de su hombro, y la tiro a los pies del
Regente.

Luego cruzó el pasillo como el Consejo había hecho, parándose al lado de Laurent.

Su movimiento fue la primera baja que se convirtió en un goteo, luego un fluido, así otro soldado sacó
su insignia de su hombro y cruzo, y otro, y otro, hasta que la sala estaba ruidosa con el sonido de las
armaduras moviéndose, la lluvia de insignias golpeando el suelo. Al igual que la marea apartándose de
una roca, Veretianos cruzaron el pasillo, hasta que el Regente se quedó solo.

Y Laurent se puso de pie frente él, con un ejército a sus espaldas.

—Herode—dijo el Regente. —Este es el chico que ha eludido sus deberes, que nunca ha trabajado
para nada en su vida, que es en todos los sentidos incapaz de gobernar un país.
Herode dijo:

—Es nuestro Rey.

—Él no es un rey. Él no es más que...

—Has perdido. —las tranquilas palabras de Laurent cortaron a través de su tío.

Se puso de pie libre. Los soldados de su tío le habían puesto en libertad, quitándole las esposas de sus
muñecas. Frente a él, el Regente estado expuesto, un hombre de mediana edad que solía dominar el
espectáculo público, ahora esto se volvió contra él.

Herode levantó el cetro.

—El consejo dará su fallo.

Tomó el cuadrado negro de tela desde el esclavo que lo tenía, y la puso sobre la cabeza del cetro.

—Esto es absurdo—dijo el Regente.

—Tú has cometido el delito de traición. Serás puesto a la espada. No vas a ser enterrado con su padre
o hermano. Tú cuerpo se expondrá en las puertas de la ciudad como una advertencia contra la traición.

—No me pueden condenar—dijo el Regente. —Soy el rey.

Fue llevado en el firme agarre de dos soldados. Sus brazos fueron forzados a colocarse en la espalda,
y las cadenas que ataban a Laurent se cerraron sobre sus muñecas.

—Tú solo fuiste su Regente—dijo Herode. —Nunca fuiste el Rey.

—¿Crees qué me puedes desafiar? —dijo el Regente a Laurent. —¿Crees que puedes gobernar Vere?
¿Tú?

—Ya no soy un niño. —dijo Laurent

Mientras los soldados se lo llevaban, el Regente rió un poco sin aliento.

—Has olvidado—dijo el Regente—que si me tocas, mataré al hijo de Damianos.

—No—dijo Damen. —No lo harás.

Y vio que Laurent entendió, que Laurent sabía, de alguna manera, sobre el trozo de papel que Damen
había encontrado esa mañana en el vagón vacío en su campamento, al ver su puerta abierta. Ese que
él había llevado en sus cuidadosos dedos por el largo paseo de la ciudad.

El niño nunca fue tuyo, pero él está a salvo. En otra vida, él habría sido un rey.
Recuerdo la manera en cómo me miraste, el día que nos conocimos. Tal vez eso, también, en otra vida.

Jokaste

—Arréstenlo—dijo Laurent.

El sonido metálico de como estallaba el salón en acción, los soldados Veretianos moviéndose para to-
mar al Regente, la guardia de honor Akielana moviéndose para proteger su sala y a su Rey. El Regente
se vio obligado a ponerse de rodillas. Su expresión de incredulidad se estaba convirtiendo en furia, y
luego en horror, y él estaba en aprietos. Un soldado se acercó con una espada.
—¿Qué está pasando? —dijo una voz joven.

Damen se volvió. El niño de once años de edad, que había estado sentado al lado del trono del Regente
había sido sacado de su silla y estaba mirando fijamente, con confusión en sus grandes ojos marrones.

—¿Qué está pasando? tú me dijiste que nos iríamos a montar después. No entiendo. —estaba tratando
ahora de ir a los soldados que sostenían al Regente en el suelo. —Basta, le estás haciendo daño. Le
estás haciendo daño. Déjenlo ir. —un soldado lo sostenía, y el niño estaba peleando.

Laurent miró al niño, y en sus ojos estaba el conocimiento de que algunas cosas no podrían ser repa-
radas.

—Llévense al niño de aquí. —dijo Laurent.

Fue un solo golpe limpio. La cara de Laurent no cambió. Laurent se dirigió a los soldados cuando lo
hacían.

—Ponga su cuerpo en las puertas. Icen mi bandera sobre los muros. Dejen que todo mi pueblo sepa
de mi ascensión. —Levantó los ojos, y se encontró con la mirada de Damen en toda lo largo del salón.
—Y desencadenen al Rey de Akielos.

Los soldados de Akielos que sostenían a Damen no sabían qué hacer. Uno de ellos soltó el brazo de
Damen cuando la avanzada Veretiana se acercó, dos de los otros rompieron, empujando en su camino
en un intento de escapar.

No había ninguna señal de Kastor. En la confusión, había tenido su oportunidad y huyó, con su pe-
queña guardia de honor con él. No habría un baño de sangre en los pasillos mientras los hombres de
Laurent salían.

Todos los que habían apoyado a Kastor ahora estarían luchando por sus vidas.

Damen fue repentinamente rodeado por soldados Veretianos, y Laurent estaba con ellos. Un soldado
Veretianos lo sostuvo por sus cadenas. Las esposas de hierro se le habían caído, dejando sólo el oro.

—Viniste—dijo Laurent.

—Sabías que lo haría—dijo Damen.

—Sí tú necesitas un ejército para tomar la capital—dijo Laurent—Tengo uno.

Damen dejó salir un fuerte suspiro. Ellos se miraron uno al otro.

—Después de todo, te debo un fuerte. —dijo Laurent

—Encuéntrame, después—dijo Damen

Antes tenía una cosa por hacer.


Capítulo 19
Traducido por Bella Martínez
Corregido por Reshi

Los pasillos eran un caos.

Damen tomó una espada y se hizo paso a través de ellos, corriendo cuando pudo. Grupos de hombres
combatían. Ordenes fueron gritadas. Los soldados derribaban una puerta de madera de gran espesor.
Un hombre fue tomado de los hombros y obligado a arrodillarse, y con una pequeña descarga Damen
reconoció a uno de los hombres que lo habían sujetado—traición por poner las manos en el Rey.

Necesitaba encontrar a Kastor. Los solados de Laurent tenían sus órdenes, tomar las puertas exterio-
res con rapidez, pero los hombres de Kastor defendían su retirada, y si Kastor lograba salir del palacio
y reagruparse con sus fuerzas, eso significaría una guerra total.

Los hombres de Laurent no iban a ser capaces de detenerlo. Eran soldados Veretianos en un palacio
Akieliano. Kastor sabía que era mejor no intentar salir por la entrada principal. Kastor podría escapar a
través de los túneles ocultos. Y Kastor tenía una ventaja inicial.

Así que corrió. Incluso en medio de los combates, algunos trataron de detenerlo. Uno de los soldados
de Kastor lo reconoció y anunció que estaba ahí, pero no atacó a Damen él mismo. Otro, se encontraba
en el camino de Damen, retrocedió. Una parte de la mente de Damen registró esto como un efecto de
Laurent en el campo en Hellay. Incluso los hombres que luchan por sus vidas no pueden superar una
vida de acatamiento y directamente atacar en contra de su Príncipe. Tenía un camino despejado.

Pero incluso corriendo, no iba a llegar a tiempo. Kastor escaparía, en algunas horas los hombres de
Damen rastrearían la ciudad, buscando en casas con antorchas por la noche, Kastor se escabulliría,
ocultado por los simpatizantes, al encuentro con su guerra armada—civil rodando como flamas sobre
su país.

Necesitaba un atajo, un camino que cortara el de Kastor, y luego se dio cuenta de que conocía un ca-
mino, una ruta que Kastor nunca tomaría, no podría concebir tomarla, porque un príncipe no tomaría
esos pasajes.
Dio media vuelta. En lugar de ir a las puertas principales, se dirigió a la sala de observación, donde se
exhibían los esclavos para sus amos reales. Se volvió hacia los estrechos pasillos a lo largo del que
había sido tomado en esa larga noche tiempo atrás, la lucha estaba convirtiéndose en gritos y sonidos
metálicos distantes detrás de él, se ahogaban cada vez más mientras corría.

Y a partir de ahí, descendió hacia los baños de los esclavos.

Entró en una amplia habitación de mármol con los baños abiertos, la colección de frascos de cristal que
contenían aceites, el riachuelo en el lado más alejado, las cadenas colgando del techo, todo familiar.
Su cuerpo reaccionó, su pecho contrayéndose, su pulso golpeando fuerte. Por un momento, él estaba
colgando de las cadenas otra vez, y Jokaste venía hacia él a través del mármol.
Parpadeó haciendo retroceder la visión, pero todo le era familiar, los arcos anchos, el sonido del cha-
poteo de agua que reflejaba la luz en el mármol, la pared de cadenas que no solo colgaban del techo
pero decoraban en intervalos las cámaras, las bobinas, el vapor pesado.

Se forzó a sí mismo para avanzar dentro de la cámara. Pasó a través de un arco, luego otro y luego
estaba en el lugar donde necesitaba estar, mármol blanco y con un conjunto de escalones fijos tallados
contra la pared del fondo.

Y entonces tuvo que parar, y hubo un intervalo de silencio. Lo único que podía hacer era esperar a que
Kastor que aparecíera en la parte superior de la escalinata.

Damen se puso de pie, con la espada en sus manos, y trató de no sentirse pequeño, como un hermano
menor.

Kastor entró solo, sin siquiera una guardia de honor. Cuando vio a Damen, dio una risa baja, como si la
presencia de Damen satisficiera en él un cierto sentido de lo inevitable.

En Damen se veían rasgos de su hermano; la nariz recta, los pómulos altos, orgullosos, la oscuridad,
los ojos brillantes, ahora se volvió hacia él. Kastor se veía aún más como su padre que Damen ahora
que se había dejado crecer la barba.

Pensó en todas las cosas que Kastor había hecho. El largo y lento envenenamiento de su padre, la
masacre a su familia, la brutalidad de su propia esclavitud y trató de entender que esas cosas no se
habían producido por otra persona, sino por él, su hermano. Pero cuando observaba a Kastor todo lo
que podía recordar era que Kastor le había enseñado cómo sostener una lanza, que se había sentado
con él cuando su primer pony se había roto la pierna y tuvo que ser sacrificado, que después de su
primera okton Kastor había revuelto su pelo y le dijo que lo había hecho bien.

—Él te amaba—dijo Damen—y tú lo asesinaste.

—Lo has tenido todo—dijo Kastor. —Damianos. El legítimo, el favorito. Todo lo que tuviste que hacer
era nacer y todo el mundo te adoraba. ¿Por qué lo mereces más que yo? ¿Por qué eres mejor luchan-
do? ¿Qué tiene que ver el esgrimir una espada con la realeza?

—Habría luchado por ti—dijo Damen. —Habría muerto por ti. Te habría sido leal, te hubiera tenido a mi
lado—dijo—Eras mi hermano.

Se obligó a detenerse antes de que dijera las palabras que nunca se había permitido decir: Te amo,
pero querías más el trono de lo que querías un hermano.

—¿Vas a matarme? —dijo Kastor. —Tú sabes que no puedo vencerte en una pelea justa.

Kastor no se había movido de la parte superior de la escalinata. Tenía su espada desenvainada tam-
bién. Las escaleras siguieron la pared sin barandilla, tallada en mármol con una caída hacia la izquierda.

—Lo sé—dijo Damen.

—Entonces déjame ir.

—No puedo hacer eso.

Damen dio un paso hacia el primer peldaño de mármol. No fue tácticamente a su favor para luchar con
Kastor en las escaleras, donde la altura le otorgó a Kastor una posición superior. Pero Kastor no iba a
renunciar a la única ventaja que tenía. Poco a poco, empezó a ascender.

—No quería hacer de ti un esclavo. Cuando el Regente te solicitó, me negué. Fue Jokaste. Ella me
convenció de enviarte a Vere.

—Sí—dijo Damen. —Estoy empezando a entender que ella lo hizo.

Otro paso.

—Soy tu hermano—dijo Kastor.

Damen dio otro paso, y luego otro.


—Damen, es una cosa terrible matar a tu propia familia.

—¿Estabas preocupado por lo que has hecho? ¿Te tenías a pensar en ello un poco?

—¿Crees que no lo hago? —Dijo Kastor— ¿Crees que no pienso todos los días acerca de lo que hice?

Damen estaba lo suficientemente cerca ahora.

—Era mi padre, también. Eso es lo que todos olvidaron, el día que tú naciste. Incluso él—dijo Kastor.
—Hazlo—Kastor cerró sus ojos y dejó caer su espada.

Damen observó a Kastor, su cuello inclinado y sus ojos cerrados, sus manos desarmadas.

—No puedo dejarte libro—dijo Damen. —Pero no quiero terminar con tu vida. ¿Piensas que puedo?
Podemos ir juntos al gran salón. Si me juras lealtad, podría dejarte vivir bajo arresto en casa.

Damen bajó su espada.

Kastor levantó la cabeza y lo observó, Damen vio miles de palabras no dichas en los ojos negros de su
hermano.

—Gracias—dijo Kastor—hermano.

Y él sacó un cuchillo de su cinturón, y corrió en línea recta a través del cuerpo sin protección de Damen.

La sorpresa de la traición lo golpeó un momento antes de que el dolor físico lo hiciera retroceder. El
escalón no estaba ahí. Estaba cayendo hacia atrás en la nada, de una larga caída hasta que golpeó el
mármol, el aire eliminado de los pulmones.

Aturdido, trató de orientarse, trató de respirar y no pudo, como si se hubiera dado un puñetazo en el ple-
xo solar1, excepto que el dolor era más profundo y no disminuía, y había una gran cantidad de sangre.

Kastor estaba en la cima de las escaleras, la sangre escurriendo del cuchillo en su mano, inclinándose
para tomar su espada con la otra mano. Damen vio su propia espada, que debió haberse caído de su
mano durante la caída. Estaba a seis pasos de distancia. El instinto de supervivencia le decía que debía
ir por ella. Trató de moverse, poniéndose a sí mismo más cerca. El talón de su sandalia se deslizó en
la sangre.

—No puede haber dos Reyes en Akielos. —Kastor estaba bajando hacia él. —Debiste haber permane-
cido como un esclavo en Vere.

—Damen.

Sorprendido, por la voz familiar a su izquierda. Él y Kastor voltearon sus cabezas. Laurent estaba de
pie en el arco abierto, con la cara blanca.
1 Plexo Solar: densa red nerviosa que contribuye a la inervación de las vísceras intraabdominales.
Laurent debió haberlo seguido desde el gran salón. Estaba desarmando y todavía vestía la ridícula
túnica.

Necesitaba decirle a Laurent que se fuera, que corriera, pero Laurent ya estaba sobre sus rodillas a
un lado de él. Las manos de Laurent pasaron por encima de su cuerpo. Laurent dijo, en una única y
extraña voz:

—Tienes una herida de un cuchillo. Tienes que detener la sangre hasta que pueda llamar a un médico.
Presiona aquí. Así. —Él levantó la mano izquierda de Damen para presionar su estómago.

Luego tomó la otra mano de Damen en la suya, juntando sus dedos y tomando su mano como si fuera
la cosa más importante del mundo.

Damen pensó que si Laurent había tomado su mano, probablemente estaría muriendo. Fue su mano
derecha, su muñeca rodeaba la empuñadura de oro. Laurent lo sostuvo con más fuerza, y lo atrajo
hacia sí.

Hubo un chasquido cuando Laurent bloqueó el brazalete de oro de Damen a una de las cadenas de los
esclavos dispersas por el piso.

Damen observó su muñeca encadenada, sin comprender.

Entonces Laurent se levantó, su mano cerrada alrededor de la empuñadura de la espada de Damen.

—Él no va a matarte—dijo Laurent. —Pero yo sí.

—No—dijo Damen. Trató de moverse, y tiró de los límites de la cadena. —Laurent, es mi hermano.

Y sintió como el bello de su cuerpo se erizó, y los pisos de mármol se hacían distantes donde se encon-
tró con su hermano cara a cara a través de los años.

Kastor había llegado a la cima de las escaleras.

—Voy a matar a tu amante—le dijo a Damen, —Y entonces te mataré.

Laurent se puso en su camino, una figura delgada con una espada que era muy grande para él, y Da-
men pensó en los chicos de trece años con la vida a punto de cambiar, de pie en el campo de batalla
con determinación en sus ojos.

Damen había visto a Laurent luchar antes. Había visto el estilo preciso que usaba en el campo. Lo
había visto diferente, más intelectual en la forma que se acercaba al duelo. Sabía que Laurent era un
consumado espadachín, un maestro, incluso de su propio estilo.

Kastor era mejor. Laurent tenía veinte, un año o dos fuera de su mejor momento físico como espada-
chín. Kastor, a los treinta y cinco, estaba al final de la suya. En condición física, había poco que elegir
entre ellos, pero en la diferencia de edades, Kastor tenía quince años de experiencia de la que Laurent
carecía, cada uno de los cuales Kastor había pasado luchando. Kastor tenía la constitución de Damen,
más grande que la de Laurent, con un alcance más largo. Y Kastor estaba fresco, cuando Laurent esta-
ba cansado, poniéndose de pie, los músculos temblaban bajo la armadura de hierro, por horas.

Se enfrentaron el uno al otro a través del limitado espacio. No había un ejército que mirar adelante, solo
la caverna de mármol de los baños, con un piso liso. Pero en el pasado estuvo ahí con una simetría
misteriosa, un largo momento antes de que el destino de dos países se volviera una pelea.

Había llegado. Estaba aquí, todo lo que había entre ellos. Auguste, su honor y determinación. Y un
joven Damianos, montando con arrogancia en la pelea que cambiaría todo. Encadenado, su mano pre-
sionando su estómago, Damen se preguntaba si Laurent vio a Kastor en absoluto, o simplemente vio el
pasado, dos figuras, una oscura y una brillante, una destinada a vivir, la otra a caer.

Kastor levanto su espada. Damen tiró inútilmente de la cadena cuando Kastor avanzó. Era como ver a
un antiguo ser, incapaz de detener sus propias acciones.

Entonces Kastor atacó, y Damen vio lo que una vida de inquebrantable dedicación había forjado en
Laurent.

Años de entrenamiento, de presionar un cuerpo nunca destinado a las actividades marciales a su lími-
te de horas de práctica incesante. Laurent sabía cómo pelear contra un oponente más fuerte, cómo
contrarrestar con un alcance más largo. Él conocía el estilo Akielon más que eso. El conocía los movi-
mientos exactos, las líneas de ataque enseñadas a Kastor por los entrenadores reales que no pudieron
aprender de sus propios maestros de espada, pero solo viendo a Damen con la meticulosa atención
que se entrenó, y catalogando cada movimiento, preparándose para el día que lucharían.

En Delpha, Damen se había batído a duelo con Laurent en la arena de entrenamiento. Entonces, Lau-
rent había solamente estado medio saludable de un hombro lesionado, y furioso por la emoción, ambos
turbados en la lucha. Ahora él tenía los ojos claros, y Damen vio la infancia que le había sido arrancada,
los años en los que Laurent había sido reformado a si mismo con un propósito: luchar contra Damianos,
y matarlo.

Porque la vida de Laurent había sido sacada de su curso, porque él no era dulce y aficionado a los
libros como pudo haber sido, pero en cambio era difícil y peligroso como un vidrio cortado, Laurent iba
a hacer un buen trabajo con la espada sobre Kastor, y lo forzaría a retroceder.

Una ráfaga de golpes. Damen recordó la estratagema de Marlas, y que evadía, ese conjunto en particu-
lar de movimientos. El temprano entrenamiento de Laurent se reflejaba en Auguste, y había algo des-
garrador sobre la forma en que lo evocaba ahora, la mitad siguiendo su estilo, como Kastor encarnaba
a Damen, una pelea entre fantasmas.

Se acercaron al lado de las escaleras.

Era un simple error de cálculo de parte de Laurent: un chapuzón en el mármol alterando su equilibrio
y afectando su línea, el corte de su hoja demasiado hacia la izquierda. No lo habría calculado mal de
no haber estado cansado. Lo mismo había sido cierto para Auguste, luchando por horas en el frente.

Sus ojos volando a Kastor, Laurent trató de corregir el error, cerrando la brecha en la que un hombre
pudo manejar su espada si era implacable, y estaba dispuesto a matar.

—No—dijo Damen, quien había vivido eso, también, tirando fuerte de sus ataduras, ignorando el dolor
en su costado cuando Kastor tomó la abertura, moviéndose con despiadada velocidad para cortar a
Laurent hacia abajo.

Vida y muerte; pasado y futuro; Akielos y Vere.

Kastor dejó escapar un sonido ahogado, sus ojos sorprendidos y amplios.

Porque Laurent no era Auguste. Y el tropiezo no era un error, era una finta.
La espada de Laurent se reunió con la de Kastor, forzándola hacia arriba, y entonces, con un movimien-
to mínimo y limpio de muñeca, la condujo hacia adelante al pecho de Kastor.

La espada de Kastor golpeó el mármol. Se dejó caer de rodillas, mirando sin ver a Laurent, quien es-
taba mirando hacia debajo de él. En el siguiente movimiento, Laurent llevó su espada a través de la
garganta de Kastor.
Kastor se desplomó y cayó. Sus ojos estaban abiertos y no se cerrarían otra vez. En el silencio de los
baños de mármol, Kastor permaneció inmóvil y murió.

Se terminó; como un balance restaurado, el pasado se puso a descansar.

Laurent ya estaba de vuelta, al lado de Damen, de rodillas, sus manos firmes y fuertes en el cuerpo de
Damen como si nunca se hubiera ido. El alivio de Damen porque Laurent aun estuviera vivo durante
un momento borró cualquier otro pensamiento, y simplemente lo sintió, sintió las manos de Laurent, su
brillante presencia a lado de él.

Sintió la muerte de Kastor como la muerte de un hombre al que no conocía, o entendía. La pérdida
de su hermano, que había ocurrido un largo tiempo atrás, como la perdida de otro ser quien no había
comprendido la naturaleza imperfecta del mundo. Después, se enfrentaría a eso.

Después llevarían a Kastor afuera, tomando el largo camino entre él y donde debería estar, con su
padre. Después llorarían por el hombre que fue Kastor, por el hombre que pudo haber sido, por el cen-
tenar de pasados y finales que pudo haber tenido.

Ahora, Laurent estaba a su lado. Distante, un Laurent intocable estaba a un lado de él, arrodillado en el
mármol húmedo a miles de millas de su hogar, con nada en sus ojos más que Damen.

—Hay mucha sangre—dijo Laurent.

—Afortunadamente— dijo Damen—he traído a un médico.

Le dolía hablar. Laurent dejó escapar un suspiro, un sonido de aire extraño.

El vio en la expresión de los ojos de Laurent que recordó lo propio. Laurent no se inmutó ante ello.

—Maté a tu hermano.

—Lo sé.
Damen dijo eso, y sintió una extraña empatía pasar entre ellos, como si se conocieran entre ellos por
primera vez. Él observó en los ojos de Laurent y sintió que lo entendía, así como él entendía a Laurent.
Ambos eran huérfanos ahora, sin familia. La simetría de sus vidas los llevó ahí, al final de su viaje.

—Nuestros hombres tienen las puertas y los pasillos. Ios es tuyo. — dijo Laurent.

—Y tú—dijo Damen. —Con tu tío eliminado, no habrá resistencia. Tienes Vere.

Laurent estaba muy quieto, y el momento pareció alargarse, el espacio entre ellos privado en los bajos
baños.

—Y el centro. Ambos sostendremos el centro—dijo Laurent. Y luego: —Fue un reino una vez.

Laurent no estaba mirándolo cuando dijo eso, y fue un largo momento antes de que levantara la vista
para lo que esperaba de Damen, y el aliento de Damen quedó atrapado por lo que vio ahí, la extraña
timidez, como si Laurent preguntara en lugar de responder.

—Sí—dijo Damen, sintiéndose aturdido por la pregunta.

Y entonces realmente se sintió mareado, porque la cara de Laurent había sido transformada por la
nueva luz en sus ojos que Damen casi no lo reconoció, una completa expresión de alegría.

—No, no te muevas—dijo Laurent, cuando Damen se empujó hacia arriba sobre su codo, y entonces—
Idiota—cuando Damen lo besó.

Presiono a Damen con firmeza. Damen lo dejó. Su estómago dolía. No era una herida mortal, pero era
agradable tener a Laurent alborotado sobre él. La idea de los días reposando en la cama y médicos se
hizo más agradable con la idea de Laurent junto a él, Laurent a su lado por el resto de sus días. Levantó
sus dedos para tocar la cara de Laurent. Eslabones de hierro arrastrados sobre el mármol.

—Sabes, vas a tener que desencadenarme en algún momento—dijo Damen. El cabello de Laurent era
suave.

—Lo haré. En algún momento. ¿Qué es ese sonido?

Él podía escucharlo incluso en los baños de los esclavos, amortiguado pero audible, el sonido desde el
pico más alto, un repique de notas, proclamando a un nuevo rey.

—Campanas—dijo Damen.
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