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© C. S. Pacat
© De la traducció n: S&M
Pá gina del autor: http://www.captiveprince.com
Edició n: Mayo 2016
Atenció n: Este libro es de temá tica homoeró tica y contiene escenas de sexo explícito M/M
AVISO IMPORTANTE:
La presente traducció n ha sido elaborada por un grupo de aficionados para su uso particular.
Queda expresamente prohibida su distribució n en foros, blogs, pá ginas web o cualquier
plataforma digital de intercambio de archivos.
"Este era el má s poderoso de los señ ores de Vere desplegando sus estandartes
para la guerra."
Con su país al borde de la guerra, Damen y su nuevo amo el Príncipe Laurent
deben intercambiar las intrigas del palacio por la fuerza arrolladora del campo
de batalla a medida que viajan a la frontera para evitar un complot mortal.
Obligado a ocultar su identidad, Damen se siente atraído por el peligroso,
carismá tico Laurent. Pero a medida que la confianza en ciernes entre los dos
hombres se profundiza, la verdad de los secretos de ambos, de sus pasados,
permanece suspendida para surgir con un culminante golpe mortal...
SK
P A T RA S
Mar ElJo5enn
Papa de
KIELOS Y VERE
AKIELOS
KASTOR, rey de Akielos
DAMIANOS (Damen), heredero al trono de Akielos
JOKASTE, una dama de la corte akielense
NIKANDROS, Kyros de Delpha
MAKEDON, un comandante
NAOS, un soldado
VERE
La Corte
EL REGENTE de Vere
LAURENT, el heredero al trono de Vere
NICAISE, mascota del Regente
GUION, señ or de Fortaine, miembro del Consejo Vereciano y exembajador en Akielos
VANNIS, embajador en Vask
ANCEL, una mascota
Los hombres del Príncipe
GOVART, Capitá n de la Guardia del Príncipe
JORD
ORLANT
ROCHERT
HUET
AIMERIC
LAZAR, uno de los mercenarios del Regente, ahora en las huestes del Príncipe
PASCHAL, un médico
En Nesson
CHARLS, un comerciante
VOLO, un tahú r
En Acquitart
ARNOUL, un sirviente
En Ravenel
TOUARS, Señ or de Ravenel
THEVENIN, su hijo
ENGUERRAN, el capitá n de las tropas de Ravenel
HESTAL, asesor de lord Touars
GUYMAR, un soldado
GUERIN, un herrero
En Breteau
ADRIC, un miembro de la pequeñ a nobleza
CHARRON, un miembro de la pequeñ a nobleza
PATRAS
VASK
HALVIK, líder de un clan
KASHEL, una mujer de un clan
DEL PASADO
É l no dijo nada. No estaba allí para huir. Era una extrañ a sensació n la de
estar encadenado y, a la vez, cabalgar con un grupo de soldados verecianos por
su propia y libre voluntad.
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Los sirvientes habían salido a su encuentro, alineá ndose ellos mismos en
formació n como lo harían ante la llegada de cualquier comitiva importante. Los
hombres del Regente que supuestamente estaban estacionados en Chastillon
esperando la llegada del Príncipe, no estaban por ningú n lado.
Al otro lado del patio, un par de perros alanos llegaron corriendo desde las
escaleras de piedra para lanzarse con gran entusiasmo sobre Laurent, quien
concedió a uno de ellos un masaje detrá s de las orejas causando un ataque de
celos en el otro.
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—Siéntate —dijo el médico.
—Muéstrame tu espalda.
El médico insistió :
—Quítate la camisa.
Estaba bien. Su espalda había sanado tanto que nuevas cicatrices habían
ocupado el lugar de las recientes heridas. Damen se estiró para echar un vistazo,
pero como no era un bú ho2, no vio casi nada. Desistió antes de que le diera un
calambre en el cuello.
—¿Un masaje?
—Estos son bá lsamos curativos. Deberían aplicarse todas las noches. Ello
ayudaría a que las cicatrices desaparecieran un poco, con el tiempo.
2 Los bú hos tienen la capacidad de girar casi completamente la cabeza por lo que pueden ver a sus espaldas.
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—¿Solo es estético?
El médico continuó :
—Me dijeron que serías difícil. Muy bien. Cuanto mejor cicatrice, menos
problemas de rigidez en tu espalda, tanto ahora como en el futuro, por lo que
estará s en mejores condiciones para balancear una espada y matar a mucha
gente. Me dijeron que serías sensible a este argumento.
—El Príncipe —concluyó Damen. «Pero por supuesto. Todo este tierno
cuidado de la espalda, quiere calmar con un beso la mejilla enrojecida que ha
abofeteado».
El ungü ento era fresco y perfumado, y redujo los efectos causados por el
largo viaje de aquella jornada. Uno por uno, los mú sculos de Damen se
desbloquearon. Tenía el cuello doblado hacia delante, el pelo cayendo un poco
sobre su rostro. Su respiració n se alivió . El médico trabajaba con sus manos de
manera impersonal.
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—Paschal —repitió Damen—. ¿Es la primera vez que viajas con tropas en
campañ a?
—Si serviste al rey —dijo Damen—, ¿có mo es que ahora está s sirviendo al
Príncipe y no a su tío?
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—Sí, por supuesto —dijo Damen. Y se paralizó .
—Aú n no hay casi nada listo para mañ ana. El Príncipe dice que no vamos a
salir con el arsenal sin completar. También dice que no vamos a retrasar la
salida. Ve a la sala occidental de armas, haz un inventario y dá selo a ese hombre.
—Lo señ aló —. Rochert.
Dado que elaborar un registro completo era una tarea que le llevaría toda
la noche, Damen asumió que lo que había que hacer era verificar el inventario
existente que ya se encontraba asentado en una serie de libros encuadernados
en cuero. Abrió el primero de ellos en busca de las pá ginas correspondientes, y
sintió que lo invadía una extrañ a sensació n al notar que estaba mirando un
listado de armas de caza que databa de hacía siete añ os realizado para el
príncipe heredero Auguste.
—¿Por qué debería creer eso? ¿Eres su mascota? —dijo una voz má s
áspera.
Y otra:
Y otra:
—El Príncipe tiene hielo en las venas. No folla. Acataremos las ó rdenes
cuando venga el capitá n y nos las diga él mismo.
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—¿Có mo te atreves a hablar así de tu Príncipe? Elige tu arma. ¡Dije que
eligieras tu arma! ¡Ahora!
Rodeó la esquina justo a tiempo para ver a uno de los tres hombres con
librea del Regente retroceder, balancearse y darle un puñ etazo al cortesano en la
cara.
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Y este comprendió en ese instante, có mo serían exactamente las cosas en
esta campañ a: los hombres del Regente creciendo en predominio. Mientras
Aimeric y los hombres del Príncipe serían sus blancos pues no tenían a nadie
ante quien quejarse a excepció n de Govart, quien les bajaría los humos de nuevo.
Govart, el mató n favorito del Regente, había sido enviado allí para mantener a
los hombres del Príncipe bajo control. Pero Damen era diferente. Damen era
intocable, pues Damen tenía una línea directa de comunicació n con el Príncipe.
Se volvió hacia Aimeric, notando su fina piel y sus muñ ecas elegantes. No
era extrañ o entre los hijos menores de alta alcurnia 3 buscar un puesto en la
Guardia Real para labrarse un nombre tanto como pudieran. Sin embargo, por lo
que Damen había visto, los hombres de Laurent eran de un tipo má s rudo.
Aimeric, probablemente, estuviera entre ellos tan completamente fuera de lugar
como aparentaba.
3En las sociedades antiguas afectadas por el mayorazgo, solo el hijo mayor era el heredero de títulos y bienes: los demá s
debían forjarse un nombre.
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Damen dijo:
Damen dijo:
—Si no vas a inclinar la cabeza hacia atrá s, ¿por qué no vamos a buscar a
Paschal? Puede darte un ungü ento perfumado.
Aimeric no se movió .
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Damen recordó el revestimiento de marfil y oro que encubría a un ser
hipó crita, egoísta y poco fiable.
Damen se unió al trabajo, a pesar de que él era el ú nico hombre que olía a
costosos ungü entos y canela. El ú nico asunto que le quedaba pendiente se
refería al hecho de que el castellano le había ordenado que informara al torreó n
cuando hubiera terminado.
«Sucederá otra vez, y una vez que las dos facciones en este campamento
inicien represalias unos contra otros, esta campaña habrá terminado», no dijo eso.
Lo que dijo fue:
—El capitá n está en una de las caballerizas, hasta la cintura encima del
mozo de cuadra —informó Jord—. El Príncipe ha estado esperando por él en los
cuarteles. En realidad... me dijeron que tienes que ir a traerle.
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—De los establos —confirmó Damen mientras miraba con incredulidad a
Jord.
Fue un largo paseo a través de dos patios desde los cuarteles a los
establos. Damen esperaba que Govart hubiera terminado para el momento en
que llegara, pero por supuesto que no lo había hecho. Los establos contenían
todos los tranquilos sonidos nocturnos de los caballos, pero aun así, Damen los
oyó antes de verlos: los suaves sonidos rítmicos venían, como Jord había
predicho con exactitud, desde la parte de atrá s.
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Govart sacudió la cabeza del mozo hacia atrá s para dar
—No. No puede.
—¿É l quiere que yo salga corriendo a su orden? ¿Qué lo visite con una
polla dura? —Govart desnudó los dientes en una sonrisa—. ¿Crees que el que se
comporte demasiado engreído como para follar sea solo una actuació n y que, en
realidad, sea un provocador que necesita una polla?
É l repitió :
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El mozo miró a Damen, respirando con dificultad. Estaba apoyado contra
la pared con una mano; y con la otra se cubría entre las piernas con furiosa
modestia. Sin decir palabra, Damen recogió los pantalones del muchacho y se los
arrojó .
—Se suponía que iba a pagarme un sol de cobre ―dijo el mozo de cuadra,
malhumorado.
Damen replicó :
No estaba tan adornado como las cá maras de palacio en Arles. Las paredes
eran de gruesa piedra labrada. Las ventanas eran de vidrio esmerilado,
entrecruzadas con celosías. Debido a la oscuridad del exterior, estas no ofrecían
vista alguna, má s bien reflejaban las sombras de la habitació n. Un friso de hojas
de vid entrelazadas corría alrededor de la habitació n. Había una repisa tallada y
un fuego contenido; y lá mparas, y tapices, y los cojines y las sedas en un jergó n
de esclavo; «separado», se dio cuenta con un sentimiento de alivio. En la
habitació n predominaba la recargada opulencia de la cama.
Damen concluyó :
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―Estas son las cá maras del Regente. —Había algo inquietantemente
transgresor en la idea de dormir en el lugar destinado para el tío de Laurent —.
¿El príncipe se queda aquí a menudo?
—No muy a menudo. É l y su tío venían mucho aquí, juntos, durante uno o
dos añ os después de Marlas. A medida que creció , el Príncipe perdió su gusto
por los paseos de aquí. Ahora, rara vez viene a Chastillon.
Se sentó a esperar.
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Y probablemente no había nada que Damen pudiera hacer para evitarlo.
Este iba a ser un viaje de desintegració n moral, la emboscada que seguramente
les esperaba en la frontera arrasaría a una compañ ía ya desorganizada,
devastada por las rencillas internas y el negligente liderazgo. Laurent era el
ú nico contrapeso contra el Regente, y Damen haría todo lo que había prometido
para mantenerlo con vida, pero la cruda verdad de este viaje a la frontera era
que se sentía como la ú ltima apuesta en un juego que ya había terminado.
Cualquiera fuera el asunto que Laurent tuviera con Govart, lo tuvo hasta
bien entrada la noche. Los sonidos de la torre se aplacaron, y el crepitar de las
llamas se volvió audible en el hogar.
Damen respondió :
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―El mozo de cuadra debe aprender a exigir el pago antes de inclinarse.
Era un cuchillo afilado, hecho para cortar carne. Damen sintió que su pulso
se aceleraba cuando Laurent se adelantó .
Apenas unas pocas noches atrá s había visto a Laurent cortar la garganta
de un hombre, derramando sangre tan roja como el color de la seda que cubría
la cama de aquella habitació n. Sintió una descarga cuando los dedos de Laurent
tocaron los suyos, presionando la empuñ adura del cuchillo en su mano. Laurent
se apoderó de la muñ eca de Damen debajo del puñ o de oro, afirmó su agarre
moviéndola hacia adelante hasta que el cuchillo apuntó hacia su propio
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estó mago. La punta de la hoja presionó ligeramente el azul oscuro de la ropa del
Príncipe.
Damen sintió el agarre de Laurent deslizarse por su muñ eca hasta sus
dedos y apretar.
Entonces expuso:
Estaba bien ubicado, justo debajo de la caja torá cica. Todo lo que tendría
que hacer era empujar, luego inclinarle hacia arriba.
Laurent dijo:
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—Cuando la campañ a haya terminado, creo que, si eres un hombre y no un
gusano, tratará s de obtener venganza por lo que te ha sucedido. Lo espero. Ese
día, tiraremos los dados y veremos có mo caen. Hasta entonces, me sirves a mí.
Por ello, permíteme dejar una cosa, por encima de todo, clara para ti: espero tu
obediencia. Está s bajo mi mando. Si objetas lo que se te pide que hagas,
escucharé tus argumentos justificá ndolo en privado, pero si desobedeces una
orden una vez que se haya formulado, te enviaré de regreso al poste de
flagelació n.
Otra pausa, y luego Laurent le indicó una vez má s, la silla. Esta vez Damen
siguió su indicació n y se sentó . Laurent tomó asiento enfrente. Entre ellos,
desplegado sobre la mesa, estaba todo el intrincado detalle del mapa.
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CAPÍTULO DOS
Mucho antes de que comenzaran a cabalgar la mañ ana siguiente, fue obvio
que el Regente había elegido a los hombres que acompañ arían a su sobrino con
el peor criterio posible. También fue evidente el hecho de que habían sido
apostados en Chastillon para ocultar su poca calidad ante la corte. Ni siquiera
eran soldados instruidos, eran mercenarios; la mayor parte de ellos,
combatientes de segunda y tercera categoría.
Con gentuza como ésa, la bonita cara de Laurent no le hacía ningú n favor.
Damen había oído una docena de insultos e insinuaciones maliciosas antes de
que incluso ensillara su caballo. No era de extrañ ar que Aimeric hubiera estado
furioso: incluso Damen, quien claramente no se habría opuesto a que los
hombres calumniaran a Laurent, lo encontraba él mismo, molesto. Era una falta
de respeto hablar de esa manera de cualquier comandante. «Se aflojaría por la
polla adecuada» oyó , y tiró con demasiada fuerza de la cincha de su caballo.
Estaba fuera de sí, tal vez. La noche anterior había sido extrañ a, sentado
frente a un mapa con Laurent, respondiendo a sus preguntas.
El fuego había ardido bajo en el hogar, las ascuas templadas. «Dijiste que
conocías el territorio», Laurent había dicho, y Damen se encontró a sí mismo
enfrentando la noche pasada cediendo informació n tá ctica a un enemigo al que
cabría esperar que tuviera que hacer frente un día; país contra país, monarca
contra monarca.
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Damen había inhalado una respiració n profunda. Un Laurent fortalecido
significaba un Regente debilitado, y si Vere estuviera distraído en una disputa
familiar por la sucesió n, eso solo beneficiaría a Akielos. «Deja que Laurent y su
tío lo resuelvan a puñetazos».
Habían hablado sobre el á rea fronteriza y sobre la mejor ruta a seguir para
llegar allí. No cabalgarían en línea recta al sur. Por el contrario, sería un viaje de
dos semanas hacia el suroeste4 a través de las provincias verecianas de Varenne
y Alier, bordeando la montañ osa frontera con Vask. Era muy distinta de la ruta
directa planeada por el Regente, y el Príncipe ya había enviado jinetes para
informar a los torreones. Laurent, pensó Damen, estaba comprando tiempo,
extendiendo el viaje tanto como fuera realmente posible.
4 SIC. Es traducció n literal aunque en el mapa, segú n entendemos, la direcció n que describe es sudeste.
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—Hemos terminado por esta noche —le había dicho brevemente. Y
entonces, para sorpresa de Damen, le había dejado para iniciar los preparativos
de la mañ ana. Damen había sido bruscamente informado de que iba a ser
convocado cuando fuera necesario.
Ellos partieron.
5 “Mascaró n de proa”: figura tallada que solían llevar los barcos a vela antiguamente en la punta de la proa. En un principio,
tenía la funció n de chocar y romper un barco enemigo en acciones de guerra navales en cercanía. Pero con el tiempo y el
perfeccionamiento de la artillería, se pudo ocasionar dañ os sin necesidad de acercarse tanto por lo que se volvieron solo una
decoració n llamativa.
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Había en total doscientos hombres, seguidos por sirvientes, y carros, y
suministros, y caballos adicionales. No había cabezas de ganado, como las habría
si fueran un ejército má s grande marchando a una campañ a. Esta era una
pequeñ a tropa que podía darse el lujo de hacer varias paradas para
aprovisionarse de camino a su destino. No había ningú n vivandero6 que los
siguiera.
Iban a ser quince días seguidos de esto, con una batalla al final cuando
hubieran transcurrido. Damen apretó los dientes, mantuvo la cabeza hacia abajo
6 Personas que siguen a las tropas en campañ a, vendiéndoles víveres y otros suministros.
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y continuó con el trabajo que se le había asignado. Vigiló su caballo y sus armas.
Levantó la tienda del Príncipe. Trasladó suministros y llevó agua y madera. Se
lavó con los hombres. Comió . La comida era buena. Algunas cosas se hacían bien.
Los centinelas fueron apostados rá pidamente, los escoltas tomaban posició n con
la misma profesionalidad que los guardias que lo habían vigilado en el palacio. El
sitio del campamento también fue bien elegido.
—Deberías decirme quién fue para que podamos ocuparnos de ello —dijo
Orlant.
—No importa quién lo hizo. Fue culpa mía. Te lo dije. —La voz obstinada
de Aimeric era inconfundible.
—Rochert vio a tres de los hombres del Regente salir de la sala de armas.
Dijo que uno de ellos era Lazar.
El hombre con el que Jord estaba hablando dio a Damen una mirada
desagradable después de que Jord se marchara.
—Había oído que eras bueno para llevar chismes. ¿Y qué vas a hacer
mientras Jord detiene esa pelea?
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—Conseguir un masaje —dijo Damen, de manera sucinta.
La tienda era muy grande. Lo suficientemente alta como para que Damen,
que era alto, caminara libremente por el interior sin tener que preocuparse en
mirar hacia arriba para eludir obstá culos. Las paredes de lona estaban cubiertas
con velos magníficos azul y crema, atravesados con hilos de oro y, muy por
encima de su cabeza, el techo colgaba suspendido en pliegues ondulados de
sarga de seda.
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—¿Has olvidado có mo? —insistió Laurent.
Para empezar a desanudar la ropa, tuvo que alzar los dedos y deslizar a un
lado los extremos de su cabello dorado, suave como piel de zorro. Cuando lo
hizo, Laurent inclinó la cabeza ligeramente, ofreciendo un mejor acceso.
Sobre la mesa estaba el familiar mapa, sujeto por tres naranjas y una taza.
Estableciéndose él mismo en la silla frente a Damen, informal en pantalones y
camisa, Laurent cogió una de las naranjas y comenzó a pelarla. Una de las
esquinas del mapa se enrolló .
—Cuando Vere luchó con Akielos en Sanpelier, hubo una maniobra que
rompió nuestro flanco oriental. Dime có mo funcionó —dijo Laurent.
7 Tejido fuerte de seda. Sus hilos está n entretejidos de tal maneras que forman dibujos que se distinguen del fondo.
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Por la mañ ana, el campamento se despertó temprano, y Jord invitó a
Damen al campo de prá ctica improvisado cerca de la tienda que funcionaba
como armería.
Era, en teoría, una buena idea. Damen y los soldados verecianos eran
partidarios de diferentes estilos, y había muchas cosas que podían aprender
unos de otros. Desde luego, a Damen le gustó la idea de regresar a la prá ctica
continua, y si Govart no organizaba adiestramientos, un encuentro informal
podría sustituirlos.
—¿Eres bueno?
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—Esto no es una buena idea —manifestó Damen.
—Entonces, ¿qué? ¿No sabes luchar? —señ aló Orlant—. ¿Está s aquí solo
para follarte al Príncipe?
Orlant era bueno. Era uno de los mejores hombres en el campo, una
distinció n que compartía con Lazar, Jord, y alguno má s de los otros hombres del
Príncipe a quienes Damen reconoció de sus semanas de cautiverio. Damen
supuso que debería sentirse halagado de que Laurent hubiera puesto a sus
mejores espadachines para protegerle en el palacio.
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Hacía má s de un mes desde que Damen había utilizado por ú ltima vez una
espada. Todavía se sentía como aquel día… aquel día en Akielos, cuando había
sido tan ingenuo como para pedir ver a su hermano. Un mes; sin embargo,
estaba acostumbrado a horas de duro entrenamiento diario, un programa que se
había iniciado durante su primera infancia, en el que la interrupció n de un mes
no significa nada. Ni siquiera había sido suficiente para que los callos causados
por la espada se suavizaran.
Orlant arrojó su espada, dio dos pasos acercá ndose a uno de los hombres
que estaban mirando y sacó de una de sus vainas una verdadera espada de acero
pulida de treinta pulgadas, la cual, sin má s preá mbulo, volvió para blandir con
velocidad asesina en direcció n al cuello de Damen.
No hubo tiempo para pensar. No hubo tiempo para adivinar si Orlant solo
pretendía lanzar el golpe o si realmente tenía la intenció n de cortarlo por la
mitad. Quizá no fuera posible detener una espada verdadera. Con el peso de
Orlant y el impulso detrá s, podría ser capaz de cortar limpiamente una espada
de madera tan fá cilmente como lo haría con mantequilla.
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Má s rá pido que el golpe de espada, Damen se desplazó manteniéndose
dentro del alcance de Orlant y, sin detener el movimiento, golpeó por detrá s a
Orlant; en el transcurso del siguiente segundo, este cayó a tierra; el aliento salió
con fuerza fuera de su pecho, y la punta de la espada de Damen se ubicó en su
garganta.
—¿Me buscabais?
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Damen no pudo evitar un divertido resoplido en reacció n a eso, ni la
dilatada mirada de Laurent desplazá ndose desde su cabeza a los dedos de sus
pies y de nuevo hacia arriba, lo cual era, probablemente, un poco insultante.
Pero auténtico.
Lo que fuera que pudiera haber sucedido entre ellos después, fue
impedido por Jord, acercá ndose a sus espaldas con Aimeric.
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—Quiero que sepas —comenzó Jord— que cuando te pedí que te unieras a
nosotros esta mañ ana, no fue para dar a Orlant la oportunidad de…
—Lo sé también.
—Cuando peleé con Govart —explicó Damen— tenía mis pulmones llenos
de chalis.
Cuando sucedió , fue Lazar de nuevo, y Aimeric. Era la tercera noche del
viaje y habían acampado en la torre Bailleux, una destartalada estructura con un
nombre pretencioso. El alojamiento en el interior era tan calamitoso que los
hombres evitaban los cuarteles, e incluso Laurent permanecía en la tienda de
campañ a que se había montado en lugar de pasar la noche en el interior, pero
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había algunos sirvientes del lugar para asistirlos y la torre formaba parte de una
línea de suministro que permitía a los hombres conseguir nuevas provisiones.
Fue mala suerte que fuera tarde en la noche, y que la mayor parte del
trabajo de la jornada estuviera terminado, dando a los hombres tiempo libre
para reunirse.
Jord de alguna manera se las arregló para mantener la paz, pero cuando
los hombres se dispersaron, se rompió la cadena de mando completamente y se
encaminó directamente a la tienda de Laurent.
Damen esperó hasta que vio salir a Jord. Luego respiró hondo e ingresó él
mismo.
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—¿Crees que debería tener a Lazar apartado? Jord me lo ha contado.
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Laurent asintió lentamente.
—Sé que por alguna razó n, le está is dando rienda suelta a Govart. Tal vez
con la esperanza de que vaya a caer por sus propios errores, o que cuantas má s
dificultades cause, má s fá cil será despedirlo. Pero no funciona de esa manera.
Ahora, a los hombres les molesta, pero por la mañ ana van a resentirse con Vos
por no dominarle. É l tiene que encauzarse rá pidamente bajo vuestras ó rdenes, y
tiene que ser disciplinado si no las sigue.
—Sé que sois capaz de someter a Govart sin que sea visto como un acto de
agresió n contra vuestro tío. No puedo creer que temá is a Govart. Si lo hicierais,
nunca me habríais puesto contra él en la arena. Si tenéis miedo de…
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—Dije que es suficiente —recalcó Laurent.
«¿No es eso por lo que me trajiste contigo?» En vez de decir esas palabras en
voz alta, Damen dijo:
CAPÍTULO TRES
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Laurent se sentó a la mesa y escribió un despacho a la luz de las velas. Cuando
terminó , lo dobló y luego lacró el mensaje oficial con cera roja y un sello que no
llevaba en el dedo, sino que lo mantenía entre los pliegues de su ropa.
Los insultos que iban de boca en boca eran de buen talante y nadie fue
arrojado a tierra, que era má s de lo que se podía esperar de aquel grupo, pensó
Damen, mientras preparaba los arreos8 de su caballo.
8“Arreos” (también llamado “guarnicionería” o “talabartería”) conjunto de correajes, sillas de montar, etc. mayormente de
cuero, que se le colocan a los caballos para que un jinete los monte.
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que hubiera atraído la atenció n de su Príncipe por una indiscreció n. Lazar era
difícil de leer.
No fue hasta ese momento que Aimeric pareció darse cuenta de que estaba
nadando en aguas profundas.
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Y esperó . Las cosas empezaron a ir mal. Una risita sofocada en medio del silencio
general surgió entre los espectadores y comenzó a extenderse por todo el
campamento. El Príncipe deseaba tener unas palabras pú blicas con el capitá n. Y
el capitá n estaba haciendo esperar al Príncipe a su placer. Alguien estaba a
punto de ser degradado de categoría; aquello iba a ser divertido. Ya era
divertido.
Antes de que Laurent pudiera responder, Orlant llegó . Traía del brazo a
una mujer con largo pelo castañ o rizado y pesadas faldas. Aquello era, pues, lo
que Govart había estado haciendo. Hubo un murmullo de reacció n por parte de
los hombres que miraban.
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—¿Me has hecho esperar —preguntó Laurent—, mientras estabas
montando a una de las mujeres de la torre?
Era un error. Todo aquello era un error. Eso era despreciable, trivial y
personal, y una reprimenda verbal no iba a funcionar con Govart. Simplemente
no le importaba.
«No, no, no». Damen dio un paso instintivo hacia adelante y luego se
detuvo en seco. Apretó los puñ os con impotencia.
Miró a Govart. Nunca había visto a Govart usar una espada, pero le
reconoció en la arena como un veterano luchador. Laurent era un príncipe de
palacio que había evitado luchar en la frontera durante toda su vida y que nunca
se había enfrentado a un oponente de frente si había podido atacarlo de soslayo.
Lo que era peor. Govart tenía detrá s de él todo el respaldo del Regente; y
aunque fuera probable que ninguno de los hombres que lo veían lo supiera, este,
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probablemente, le había dado carta blanca para despachar al sobrino si surgía
una oportunidad de hacerlo.
Govart desenvainó .
Laurent, al parecer, era lo bastante arrogante como para hacer aquello sin
armadura. Evidentemente no creía que fuera a perder, no si estaba invitando a
toda la tropa a presenciarlo. No estaba pensando claramente en absoluto.
Laurent, con su cuerpo sin marcas y su piel mimada cubierta, recién salido de los
entrenamientos del palacio donde sus oponentes siempre, cortésmente, le
habrían permitido ganar.
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mayor, y un soldado. Esta vez Govart no permitió a Laurent ningú n respiro
cuando atacó , siguió embistiendo en una salvaje arremetida de cortas estocadas.
Tras lo cual Laurent retrocedió , la sacudida de los impactos sobre las finas
muñ ecas era minimizada por la exquisita técnica con la que aprovechaba el
ímpetu de su oponente en lugar de combatirlo. Damen dejó de sobresaltarse, y
comenzó a observar.
10Se llama “parada” a los movimientos de defensa en la esgrima, cuando un oponente bloquea con su espada/florete el ataque
del otro.
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No lo iba a conseguir. Mientras Damen observaba, Govart se movía de un
lado a otro con furia. No iba a ganar esa lucha con la exasperació n llevá ndole a
cometer errores tontos. Esto se estaba volviendo obvio para todos los hombres
que observaban.
—Recó gela —dijo Laurent la primera vez que Govart perdió su arma.
Una larga fila de rojo era visible a lo largo del brazo con que Govart
blandía la espada. Había cedido seis pasos, y su pecho subía y bajaba agitado.
Levantó su espada lentamente, manteniendo la mirada fija en Laurent.
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Damen recordó a Auguste, la fortaleza que lo había mantenido al frente
hora tras hora y que solo oleada tras oleada se había roto. Y aquí estaba su
hermano menor.
—Pensé que era marica —dijo uno de los hombres del Regente.
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—Despojadlo —ordenó Laurent—. Confiscad su caballo y sus
pertenencias. Sacadlo de la torre. Hay un pueblo a dos millas hacia el oeste. Si lo
desea lo suficiente, sobrevivirá al viaje.
Lo dijo con calma en medio del silencio, frente a dos de los hombres del
Regente, los cuales se movieron sin dudarlo para obedecer sus ó rdenes. Nadie
má s se movió .
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liderazgo sobre los hombres. Mañ ana por la mañ ana, habrá un cambio. Hoy,
cabalgaremos duro para recuperar el tiempo perdido.
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Laurent envió cuatro jinetes galopando a Arles con la noticia. Dos de los
jinetes eran miembros de su propia guardia, uno era un hombre del Regente, y el
ú ltimo, era un sirviente de la torre de Baillieux. Los cuatro habían presenciado
con sus propios ojos los acontecimientos de la mañ ana: que Govart había
insultado a la familia real; que el Príncipe, en su infinita bondad y justicia, había
ofrecido a Govart el honor de un duelo; y que Govart, habiendo sido limpiamente
desarmado, había roto las reglas del duelo y había atacado al Príncipe con la
intenció n de hacerle dañ o, un acto de traició n grave y vil. Govart había sido
justamente castigado.
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—No —aceptó Damen—. No lo sabía.
—Está en su sangre.
Su sangre: no era solo eso. Había tantas diferencias como similitudes entre
los dos hermanos. La figura de Laurent era menos vigorosa; su estilo se había
construido en torno a la gracia y la inteligencia: mercurio11 donde Auguste había
sido oro.
Damen fue enviado a través de una baja puerta a la alcoba del Príncipe.
Laurent aú n estaba fuera, todavía sobre su montura, atendiendo algú n asunto
relacionado con los escoltas. A Damen se le mandó hacer la tarea de los
sirvientes: encender las velas y el fuego; lo cual hizo con la mente en otra parte.
Durante el largo recorrido desde Baillieux, había tenido un montó n de tiempo
11No estamos seguros de a que se deba la comparació n, pero podemos suponer que se debe a que el mercurio es un metal
que suele verse en estado líquido, por lo que no se caracteriza por su fortaleza sino por su fluidez.
53
para pensar. Al principio solo le había dado vueltas en su mente al duelo del que
había sido testigo.
Pero ahora, Damen lo conocía demasiado bien como para dejarse engañ ar
por ello. Por cualquiera de aquellas cosas.
Laurent continuó :
—¿Me recriminas? Tú tenías razó n. Esto tenía que suceder ahora. Estaba
esperando que la confrontació n surgiera de una forma má s natural, pero eso
estaba llevando demasiado tiempo.
Damen se lo quedó mirando. Suponerlo era una cosa, pero escuchar las
palabras pronunciadas en voz alta, era otra muy distinta.
—Entonces, cada vez que mová is una de esas piezas, podéis felicitaros por
cuá nto le place al Regente que Vos participéis en su juego.
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Damen no creía haber visto antes que Laurent fuera arrinconado hasta quedar
sin palabras, y ya que no creía que la circunstancia fuera a durar mucho tiempo,
se apresuró a afirmar su ventaja.
Las palabras salieron con la pura fuerza de cualquier mudo estado por el
que Laurent se había sentido sacudido.
—No hay tiempo —dijo Laurent de nuevo—. Tengo dos semanas hasta
llegar a la frontera. No pretendas que pueda atraer a estos hombres con duro
trabajo y una sonrisa cautivadora en este momento. No soy el potro novato que
mi tío pretende. Luché en Marlas y luché en Sanpelier. No estoy aquí para
sutilezas. No tengo la intenció n de ver a los hombres que guío derrotados por no
obedecer las ó rdenes, o porque no puedan mantenerse en consonancia. Trato de
sobrevivir, tengo la intenció n de vencer a mi tío, y lucharé con todas las armas
que tenga.
—Quiero decir ganar. ¿Pensaste que estaba aquí para lanzarme a la espada
de forma altruista?
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—Está bien —dijo Laurent—. ¿Algo más?
Damen continuó :
—Os ayudaré en todo lo que pueda, pero no habrá tiempo para nada, sino
para trabajar duramente, y tendréis que hacer todo bien.
12Watch me. En este contexto, tiene un significado de “qué no… fíjate có mo seré capaz de hacerlo", "mira" o "mírame" con
tono desafiante (como respondiendo a una provocació n en la que te dicen que no será s capaz de hacer algo...)
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CAPÍTULO CUATRO
Pero primero, Laurent añ adió con voz sedosa, embalarían todo y volverían
a levantar el campamento, desde las cocinas a las tiendas anexas para los
caballos. En el término de dos horas.
58
comentario o presentar alguna queja. Eso, también, había sido calculado hasta el
detalle.
Y entonces estuvo listo. Dos horas. Aú n había sido demasiado tiempo, pero
era muchísimo mejor que el extendido caos de las ú ltimas noches.
Reensillar los caballos, fue la primera orden, y a esa le siguieron una serie
de ejercicios a caballo diseñ ados para ser simples para los caballos y brutales
para los hombres. Damen y Laurent habían planeado los ejercicios juntos la
ú ltima noche, con algunos aportes de Jord, quien se les había sumado en la
semioscuridad de la primera mañ ana. A decir verdad, Damen no había esperado
que Laurent tomara parte en los ejercicios personalmente, pero así lo hizo,
marcando el ritmo.
—Ya tienes tus dos semanas adicionales. Vamos a ver lo que podemos
hacer con ellas.
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Damen vio a Aimeric tumbado al lado de una de las fogatas del campamento con
sus ojos cerrados, como un hombre exhausto después de una carrera a pie. La
terquedad de cará cter que le había hecho provocar peleas con hombres del
doble de su tamañ o, también lo había mantenido al día con los ejercicios, sin
importar las barreras del dolor y fatiga por las que había tenido que pasar
físicamente. Al menos, no sería capaz de causar problemas en este estado. Nadie
buscaría peleas: estaban muy cansados.
Mientras Damen observaba, Aimeric abrió los ojos y le dio una mirada
vacía al fuego.
Aimeric no respondió .
60
—Espera —dijo—. ¿De verdad crees que Jord lo notó ? —Y luego se
sonrojó como si hubiera delatado algo.
Los eventos del día fueron diseccionados. Damen fue consultado y dio su
sincera opinió n: los hombres no estaban má s allá de toda esperanza. No iban a
convertirse en una compañ ía perfectamente entrenada en un mes. Pero se les
podía enseñ ar algunas cosas. Se les podría enseñ ar có mo retener una línea y
có mo resistir una emboscada. Se les podría enseñ ar las maniobras bá sicas.
Damen esbozó lo que creía que era realista esperar. Jord estuvo de acuerdo, y
añ adió algunas sugerencias.
Laurent respondió :
13 “post mortem”: alocució n latina que significa “después de la muerte” (también se usa como sinó nimo de “autopsia”). En
este caso, Laurent la utiliza metafó ricamente para referirse al aná lisis “después de que todo finalizó ”, cuando “ya todo fue
hecho “.
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Cuando terminaron, Laurent despidió a Jord y se sentó al calor del brasero
de la tienda mirando tranquilamente a Damen.
Este habló :
Laurent dijo:
—Me gusta —opinó Damen—. Deberíais estar contento con él. Fue la
elecció n correcta para capitá n.
Hubo una pausa sin prisas. Aparte de los sonidos que Damen hacía al
manipular un avambrazo14, la tienda estaba tranquila.
—¿Qué? —soltó Damen. Dio a Laurent una larga mirada ató nita y se
sorprendió aú n má s al ver que Laurent le estaba sosteniendo la mirada—. No
hay un hombre aquí que aceptara ó rdenes de un akielense.
—Ya lo sé. Es una de las dos razones por las que elegí a Jord. Los hombres
se te habrían resistido al principio, habrías tenido que demostrar lo que vales.
Incluso con los quince días extras, no habrías tiempo suficiente para llevarlo a
cabo. Es frustrante que no pueda darte un mejor uso.
62
Damen, que nunca se había considerado a sí mismo como un candidato
para la capitanía, estaba un poco mortificado por su propia arrogancia al darse
cuenta de que instintivamente se había visto ocupando el papel de Laurent, o
ninguno. La idea de que pudiera ser ascendido a través de los rangos como un
soldado comú n, simplemente no se le había ocurrido.
—Eso es lo ú ltimo que esperaba que dijerais —admitió , con cierta ironía.
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Hubo un largo silencio. En el exterior reinaba la tranquilidad de los huesos
cansados, el campamento dormido, por lo que solo alcanzaban a oírse el rumor
de los faldones de la tienda y algunos otros sonidos indeterminados de
movimiento. Los dedos de Damen estaban apretados sobre el metal del
avambrazo hasta que deliberadamente aflojó la presió n.
Al abrirse bajo sus manos se movió detrá s de Laurent para sacarlo fuera.
«¿Debo hacer el resto?» Abrió la boca para preguntar después de guardar la
prenda, sintiendo la tentació n de presionar el asunto, dado lo mucho que
requería generalmente aquel servicio ya que Laurent habría podido fá cilmente
haberse quitado sus prendas exteriores él solo.
Excepto que cuando se dio la vuelta, Laurent había llevado una mano hasta
uno de sus hombros y estaba masajeá ndolo, obviamente sintiendo una ligera
rigidez. Sus pestañ as habían bajado. Bajo la camisa, sus miembros estaban
sueltos con languidez. Entonces se dio cuenta de que el príncipe estaba
exhausto.
64
Se mordió la lengua. Dos semanas aquí y dos semanas de viaje hasta la
frontera, para ver a Laurent fuertemente escoltado, y estaba agotado.
Y otra vez. Conseguir que los hombres siguieran las ó rdenes destinadas a
sobreexigirlos era una proeza. Algunos de aquellos hombres disfrutaban el
trabajo duro, o eran del tipo que entendían que tenían que ser apremiados con
ó rdenes para mejorar, pero no todos ellos.
Laurent lo logró .
Ese día, la tropa fue entrenada, moldeada y definida segú n sus planes, al
parecer por la sola fuerza de su voluntad. Los hombres de Laurent no sentían
camaradería hacia él. Allí no había nada del cá lido amor de corazó n que los
ejércitos akielenses habían mantenido hacia el padre de Damen. Laurent no era
amado. Laurent no era apreciado. Incluso entre sus propios hombres, que lo
seguirían por un precipicio, existía el inequívoco consenso de que Laurent era,
como Orlant una vez había descrito, una perra de hierro fundido, que era una
muy pésima idea intentar descubrir su lado malo y que, en cuanto a su lado
bueno, no lo tenía.
Y, tal vez por eso, un delgado hilo de respeto fue creciendo. Era evidente
por qué su tío había mantenido a Laurent lejos de las riendas del poder: era
bueno liderando. Se concentraba en sus objetivos y estaba dispuesto a hacer lo
65
que fuera con tal de alcanzarlos. Los desafíos eran afrontados con sagacidad.
Podía ver de antemano los problemas para desenredarlos o soslayarlos. Y había
algo en él que disfrutaba el proceso de atraer a esos duros hombres bajo su
control.
66
Volvieron al campamento esa noche para encontrar que no había
campamento, porque los sirvientes de Nesson habían desmantelado todo bajo
las ó rdenes de Laurent. Estaba siendo generoso, dijo. Tenían una hora y media
para volver a montar el campamento esta vez.
Por otro lado, Laurent les había llevado tan lejos de la ruta que
inicialmente el Regente había previsto que tomara, que cualquier trampa que les
estuviera esperando estaría languideciendo, esperando por una tropa que nunca
llegaría.
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Esa noche, en uno de esos raros momentos en los que no tenía nada que
hacer, le hicieron una señ a para que se acercara a una de las fogatas, era Jord,
que estaba sentado solo, escamoteando un momento de quietud. Le ofreció vino
en una abollada taza de hojalata.
Eso fue un escarmiento. Damen tomó otro trago del horrible vino.
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—Hay algunos maleantes en esta compañ ía, y esa es la verdad —aceptó
Jord.
Hubo un largo silencio y luego, con una voz extrañ amente tímida:
—É l... No lo hemos hecho. É l no lo hace. Por lo que sé, no lo hace con nadie.
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—No estoy molestando, ¿verdad? El fuego ofrece mejor luz.
—Por qué no te unes a nosotros —dijo Damen, bajando su taza con mucho
cuidado de no mirar a Jord.
Aimeric no sentía ningú n aprecio por Damen, pero Jord y él eran los
miembros de má s alto rango de la compañ ía por diferentes motivos, y esa era
una invitació n difícil de rechazar. É l asintió con la cabeza.
—Solo le gusta estar preparado —dijo Jord—. Si tiene que luchar, quiere
poder confiar en sus hombres.
—Lo prefiero así —dijo Aimeric rá pidamente—. Quiero decir, prefiero ser
parte de una compañ ía que sepa pelear. Soy el cuarto hijo. Admiro el trabajo
duro como... admiro a los hombres que saben elevarse por encima de su
nacimiento.
Dijo eso ú ltimo con una mirada a Jord. Damen sabiamente se excusó y se
levantó , dejá ndolos juntos a solas.
70
Estoy seguro de que tú y Jord, ambos, tenéis una lista informal de los hombres
que creéis que deben ser apartados de la tropa. Quiero la tuya para mañ ana.
—Adelante.
Laurent continuó :
De acuerdo.
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No sonreía cuando decía cosas como esas. Se sentó relajado, con la copa
ahora colgando de sus largos dedos devolviéndole la mirada a Damen
firmemente.
—Nunca fui un luchador —dijo Laurent—. Ese era Auguste. Pero después
de Marlas, me obsesionaba que... —Laurent se detuvo. Damen pudo ver el
momento en el que Laurent decidió continuar. Fue deliberado, sus ojos se
encontraron con los de Damen, su tono cambió sutilmente.
La tienda del médico, al igual que la tienda de Laurent, al igual que la que
servía de cocina, era lo suficientemente grande para que una persona alta
caminara sin agacharse. Paschal tenía todo el equipo que pudiera desear, y las
ó rdenes de Laurent habían logrado que todo hubiera sido meticulosamente
desembalado. Damen, como su ú nico paciente, encontró divertida la gran
variedad de suministros médicos. No sería divertido una vez que salieran a
caballo de Nesson y lucharan contra algo. Un médico para atender a doscientos
72
hombres es una proporció n razonable, siempre y cuando no estuvieran en
batalla.
Paschal reflexionó :
—Yo diría que todo lo que era instintivo para el mayor no lo es para el má s
joven.
—¿El Príncipe? ¿Qué puedo decir? Era una estrella dorada —dijo Paschal,
señ alando con un movimiento de cabeza el blasó n de explosió n de estrellas del
Príncipe Heredero.
Hubo una pausa mientras Pascal restituía las botellas de vidrio al estante y
Damen volvía a tomar posesió n de su camisa.
73
—No, lo amaba. Lo adorada como a un héroe, de la misma forma en que los
muchachos intelectuales a veces lo hacen con chicos mayores que sobresalen
físicamente. Funcionaba en ambos sentidos. Sentían devoció n el uno por el otro.
Auguste era el protector. Hacía cualquier cosa por su hermano pequeñ o.
74
CAPÍTULO CINCO
Para entonces, ya lo había visto con sus propios ojos, un caballo sin jinete
en el borde opuesto de la delgada cubierta arbó rea.
Buscó en el resto del terreno cercano con mirada tensa. Nada. No se relajó .
Al ver a un caballo sin jinete en la distancia, su primera reacció n no era separar a
Laurent de la tropa. Por el contrario.
75
claramente el caballo. No se asustó por la aproximació n, sino que continuaba
pastando tranquilamente. Estaba claramente acostumbrado a la compañ ía de
hombres y caballos. Estaba acostumbrado a la compañ ía de aquellos hombres y
aquellos caballos en particular.
Pero eso había sido hacía casi dos semanas, y el mensajero había partido
desde Baillieux, no desde Nesson.
76
Instintivamente, Damen colocó su caballo bloqueando el camino de
Laurent.
Lo dijo con una tranquila afirmació n del hecho. Damen se obligó a tragar
su frustració n, se recordó que Laurent tenía una mente sagaz, así que, su “No”
debía tener otro motivo detrá s aparte de la pura terquedad. Probablemente.
Damen lo hizo. Hubo una pausa en la que Laurent miró al caballo sin jinete,
y luego miró la posició n del sol en el horizonte, por ú ltimo, volvió los ojos hacia
Damen.
77
que cualquier otra apreciació n que salga de ti no encontrará una recepció n
amistosa.
La ropa, cuando Damen la levantó de la cama, era suave bajo sus manos,
oscura como la ropa usada por la nobleza y de la misma calidad.
78
Era, ahora lo supo de primera mano, mucho má s difícil colocarla cuando se
la llevaba puesta que cuando se debían atar los cordones en alguien má s. Cuando
terminó , se sintió demasiado abrigado y extrañ o. Incluso en la ropa eran
diferentes, lo transformaba en algo que no reconocía, algo que nunca se había
imaginado ser, má s que la armadura o la á spera ropa de soldado que había
llevado.
79
—Todo lo que necesite. ¿Cuá ntos hombres lleva con él?
Caminaban por una calle estrecha; por encima de ellos, los balcones y
salientes de los pisos superiores de piedra y madera resguardaban la calle y, a
veces, la enarcaban de lado a lado.
Laurent reflexionó :
80
Se desvió hacia un lateral tomando una calle que en parte estaba oculta
por voladizos y luego, dobló nuevamente.
No era exactamente una persecució n, debido a que los hombres que les
seguían se mantenían a distancia y solo se delataban ellos mismos aquí y allá con
sonidos leves. A la luz del día, habría sido un juego desarrollado sobre atestadas
calles llenas de abundantes distracciones, con la ciudad activa murmurando y
cubierta de una neblina de humo de leñ a. Por la noche, todo era visible. En las
oscuras calles las personas eran escasas, y ellos resaltaban.
Los hombres que les perseguían, eran má s de uno, tenían una tarea fá cil,
no importaba cuá ntos desvíos tomara Laurent. No podían quitá rselos de encima.
—¿Mi truco? —preguntó Damen. La ú ltima vez que había visto un símbolo
como ese en una puerta, esta se había abierto para expeler a Govart.
81
sobre el tamañ o de Damen y un comentario de reparo sobre buscar a la
Maitresse16; ellos cruzaron la puerta y entraron al burdel perfumado.
Dos de los sillones estaban ocupados, no (por suerte) con clientela, sino
con tres de las mujeres de la casa. Laurent pasó dentro y reclamó uno de los
sillones vacíos para él mismo, adoptando una postura relajada. Damen se sentó
má s cautelosamente en el otro extremo. Su pensamiento estaba en sus
perseguidores que, o bien se quedarían en la calle mirando la puerta, o en
cualquier momento vendrían a irrumpir en el burdel. Un panorama de una
rareza sin fin se desplegaba ante él.
Laurent estaba estudiando a las mujeres. Estaba lejos de tener los ojos
desencajados, pero había una cierta característica en su mirada. Damen percibió
que para Laurent, aquella experiencia era completamente nueva y altamente
ilícita. Una vez recompuesto del estado de extrañ eza, a Damen le llegó la sú bita
conciencia de que estaba acompañ ando al Príncipe Heredero de la casa de Vere a
su primer burdel.
De las tres mujeres, una era la de cabello brillante que los había recibido
en la puerta, la otra era morena, y estaba extrañ amente importunando
16 Maitresse, señ ora, ama o dueñ a de la casa que regenta.
82
ociosamente a la tercera, una rubia cuyo vestido estaba, mayormente, desatado.
El pezó n expuesto de la rubia se estaba sonrosando e hinchando bajo el
perezoso pellizco de la morena.
Ella se ofreció .
—Mi señ or, ¿hay algo que pueda hacer mientras esperas?
Damen abrió la boca para responder que no, preocupado por su precaria
situació n, sus perseguidores y por Laurent en el asiento de al lado. É l era
consciente de cuá nto tiempo había pasado desde que había tenido una mujer.
83
Era algo conocido. Damen sintió el momento en el que su pulso se puso en
marcha, recordando el sofá de dos plazas en la glorieta del jardín y la fría voz de
Laurent dando instrucciones explícitas: «Chúpala y lame la ranura».
Damen atrapó la muñ eca de la rubia. No iba a ser una repetició n de aquella
“actuación”. Los dedos de la rubia ya se habían movido hacia los cordones,
descubriendo debajo de la costosa y oscura tela de la chaqueta, el collar de oro.
—Puedo cerrar la sala —dijo la voz de una mujer mayor, con un acento
ligeramente vaskiano—, si ese es vuestro deseo, y daros, caballeros, privacidad
para disfrutar de mis chicas.
Ella lo confirmó .
Se dejó caer en una profunda reverencia, con los ojos mirando el suelo.
El cabello dorado, la ropa fina, y esa cara suya… por supuesto que había
sido identificado. Todo el mundo en la ciudad probablemente supiera que estaba
acampado en la torre. Las palabras de la Maitresse provocaron en una de las
mujeres un chillido de asombro; ella no había hecho el mismo salto deductivo
que la Maitresse, y tampoco lo habían hecho las demá s. Damen fue obsequiado
con la visió n de las putas de Nesson-Eloy postrá ndose casi hasta el suelo en
presencia de su Príncipe Heredero.
84
—Mi esclavo y yo queremos una habitació n privada —dijo Laurent— en la
parte trasera de la casa. Algo con una cama, un pestillo en la puerta, y una
ventana. No requeriremos compañ ía. Si intentas enviar a alguna de tus chicas,
averiguará s de mala manera que no me gusta compartir.
Los condujo con una candela a través de la vieja casa a la parte posterior.
Damen medio esperaba que ella expulsara a algú n otro cliente en nombre de
Laurent, pero una habitació n que se ajustaba a las necesidades del Príncipe
estaba desocupada. Estaba amueblada simplemente con un arcó n bajo
acolchado, una cama con cortinados y dos lá mparas. Los cojines eran de tela roja
con un dibujo en relieve de terciopelo. La Maitresse cerró la puerta, dejá ndolos
solos.
Había, efectivamente, una ventana. Era pequeñ a, y estaba cubierta por una
rejilla de metal atornillada al yeso.
85
—Después de Vos —le dijo a Laurent, que estaba mirá ndole fijamente.
Laurent casi parecía como si fuera a hablar, pero entonces asintió con la cabeza,
se impulsó él mismo a través de la ventana y cayó sin hacer ruido en el callejó n
detrá s del burdel. Damen lo siguió .
—Yo no soy el que tiene que ocultar su identidad —replicó Damen; sin
embargo, servicialmente ató la chaqueta para cerrarla, ocultando el collar de oro
a la vista—. No son solo las prostitutas quienes saben que está is acampado en la
torre. Cualquiera que vea a un joven rubio de noble cuna va a adivinar que sois
Vos.
Habían llegado a una posada la cual Laurent anunció que era su destino, y
allí estaban, de pie, debajo del voladizo del piso superior, a dos pasos de la
puerta. No había lugar para colocarse un disfraz, y, ademá s, había poco que
pudiera hacerse para cubrir el revelador pelo dorado de Laurent. Y este tenía las
manos vacías.
86
Hasta que sacó algo delicado y brillante de entre los pliegues de su ropa.
Damen se lo quedó mirando.
Laurent dijo:
—Después de ti.
87
CAPÍTULO SEIS
Decidió con buen humor que no le importaba ser generoso con las
monedas de Laurent.
—Por qué no nos buscas una mesa, mascota —dijo disfrutando del
momento. Y del apodo.
88
El pendiente no era un disfraz discreto. Cada hombre en la sala comú n de
la posada se estaba tomando un tiempo para echar un buen vistazo a Laurent.
Mascota. La fría arrogancia en los ojos de Laurent proclamaba que nadie podía
tocarlo. El pendiente decía que había un hombre que sí podía. Eso lo
transformaba de “inalcanzable” a “exclusivo”, un placer de la élite que nadie en
ese lugar se podía permitir.
Pero eso era una ilusió n. Damen se sentó a la mesa frente a Laurent en uno
de los largos bancos.
89
—Mi señ or —llamó el posadero, y Damen se volvió . Laurent no lo hizo—.
Vuestra habitació n estará lista en breve. La tercera puerta en la parte superior
de las escaleras. Jehan les traerá vino y comida mientras esperan.
Laurent seguía viendo a Volo con la misma expresió n con la que había
estudiado a las mujeres en el burdel. Volo trató de engatusar al muchacho de la
casa18 para obtener vino; luego, trató de engatusarlo para obtener algo
totalmente diferente del chico, que no se impresionó cuando Volo realizó un
truco de prestidigitació n de mano que implicaba sostener una cuchara de
madera en la palma de la mano y luego desaparecerla, como si se evaporara.
—Muy bien. Dame alguna moneda. Quiero jugar a las cartas con ese
hombre.
Laurent dijo:
90
Su voz era sinuosa con promesa; pero su mirada era calma, como la de un
gato.
El má s respetable de ellos estaba vestido con buena ropa, había una capa
forrada de piel arrojada sobre su silla; tal vez un comerciante de telas. Damen
emitió una invitació n para que el hombre se reuniera con él si así lo deseaba, la
cual el hombre aceptó , disimulando su curiosidad sobre Damen solo de manera
imperfecta bajo la excusa de há bitos mercantiles. El nombre del hombre era
Charls y era socio comercial de una importante familia de mercaderes.
Efectivamente, comercializaban tela. Damen se presentó con un vago nombre y
linaje patrano.
91
que hacer un esfuerzo para no mirar a Laurent mientras jugaba cuando dijo
aquello.
La comida llegó . La posada ofrecía buen pan y buena comida. Los ojos de
Charls se fijaron en las fuentes cuando se hizo evidente que el dueñ o había dado
a Damen todos los mejores cortes de carne.
Cuando miró hacia el juego de cartas, Damen vio que Laurent había
conseguido perder todo su dinero, pero ganó la gorra de lana sucia. Volo sonrió ,
palmeando a Laurent ruidosamente en la espalda en condolencia para luego
invitarle a una bebida. Después se compró para él mismo una bebida. Y por
ú ltimo, compró para sí al chico de la casa, el cual estaba ofreciendo tarifas muy
generosas —un cobre por un revolcó n, tres cobres por la noche— y que ahora se
sentía muy atraído por Volo desde que había apilado frente a él todas las
monedas de Laurent.
92
de magia. Un segundo después, la moneda cayó de la manga al suelo. Laurent
frunció el ceñ o—. Bueno, no lo pillo totalmente todavía.
—Probadla.
Laurent miró el pan y luego miró a los hombres que estaban cerca del
fuego, por ú ltimo, miró a Damen, una larga y fría mirada que habría sido difícil
de sostener si Damen no hubiera tenido, para ese entonces, una gran cantidad de
práctica.
Y entonces dijo:
—De acuerdo.
93
Bajó la mirada a los labios de Laurent. Cuando la forzó hacia arriba, la fijó
en el pendiente. El ló bulo de la oreja de Laurent estaba atravesado con el
ornamento del niñ o-amante de su tío. Le quedaba bien, en el sentido mundano
de que combinaba con su piel. En otro sentido, parecía tan incongruente como
arrancar un bocado de pan de la simple hogaza y alimentarle en la boca con él.
Pero ese lado no existía. El centellear de los zafiros era peligroso. Como
Nicaise era peligroso. Nada en Vere era lo que parecía.
Otro pedazo de pan. Los labios de Laurent se rozaron contra sus dedos.
Fue breve y suave. Esa no era su intenció n al ofrecerle el pan. Tuvo alguna
sospecha de que sus planes estaban siendo malogrados, que Laurent sabía
exactamente lo que estaba haciendo. El toque fue similar al primer roce de los
labios en ese tipo de besos sensuales que comienzan con pequeñ os besos para
luego, lentamente, profundizarse. Damen sintió que su respiració n se alteraba.
94
—Contró late —dijo Laurent.
—¿Y entonces?
Damen se dejó caer con bastante pesadez sobre la silla junto a la puerta.
95
—Levá ntate —le ordenó Laurent—. Me alegro de verte. Debes de haber
venido cada noche, aun durante mucho tiempo después de cuando te
correspondía.
—Fue detenido. Nos siguieron desde la torre hasta el barrio oriental. Creo
que los caminos dentro y fuera está n vigilados.
—Parecéis satisfecho.
—Soy el tipo de persona que obtiene una gran cantidad de placer en las
pequeñ as victorias —dijo Laurent.
—No pensé que estuviera. Dos semanas es mucho tiempo para esperar. —
Laurent se desprendió el pendiente—. Pienso que estaremos a salvo en el
96
camino por la mañ ana. Los hombres que nos siguieron parecían má s interesados
en encontrarle que en hacerme dañ o. No nos atacaron cuando tuvieron la
oportunidad esta noche. —Y añ adió —: ¿Esa puerta conduce al bañ o? —Y luego,
a mitad de camino hacia la puerta—: No te preocupes, tus servicios no será n
requeridos.
Entonces no había nada má s que hacer. Bajó las escaleras. Los ú nicos
clientes que quedaban ya eran Volo y el muchacho de la casa, que no estaban
prestando atenció n a nadie má s. El cabello color arena del chico de la casa era un
lío revuelto.
Estaba tranquilo allí. No podía quedarse ahí toda la noche. Recordó que
Laurent no había comido nada sino unos cuantos bocados de pan, por lo que se
detuvo en la cocinas de camino al piso de arriba y requisó un plato de pan y
carne.
Se bañ ó . Laurent había dejado el agua limpia. Las toallas que colgaban
sobre un lateral de la bañ era de cobre eran cá lidas y suaves. Se secó . Eligió
97
vestirse de nuevo con los pantalones en lugar de usar las toallas. Se dijo que esta
no sería diferente de las dos docenas de noches que pasaron juntos dentro de
una tienda de campañ a.
—No creo que hubiera llegado aquí sin tu ayuda, por lo menos no sin que
me siguieran. Me alegro de que hayas venido. Quería decir eso. Tenías razó n. No
estoy acostumbrado... —Paró de hablar.
98
—Bueno, no tan de buen humor como Volo —apuntó Laurent—. Pero la
comida fue decente, el fuego cá lido, y nadie trató de matarme en las ú ltimas tres
horas. ¿Por qué no habría de estarlo?
«¿La tuya sería diferente?» No lo dijo. Tal vez no le hiciera falta saber la
respuesta. El rey que Laurent llegaría a ser estaba llegando con cada día que
pasaba, pero el futuro sería distinto a esta vida. Laurent no estaría entonces
inclinando hacia atrá s las manos, perezosamente, secá ndose el pelo ante el fuego
de la habitació n de una posada; o escalando dentro y fuera de las ventanas de un
burdel. Tampoco lo estaría Damen.
—¿Qué pasó realmente para hacer que Kastor te enviara aquí? Sé que no
fue una pelea de amantes —dijo Laurent.
Al igual que sabía que el confortable calor del fuego se volvería a enfriar,
Damen supo que tenía que mentir. Era má s que peligroso hablar de eso con
Laurent. Lo sabía. Solo que tampoco sabía por qué el pasado se sentía tan
cerrado. Se tragó las palabras que quemaban su garganta.
Tal como había tragado todo lo que sucedió después de aquella noche.
99
»No sé lo que hice para que me odiara tanto. ¿Por qué no pudimos ir como
hermanos a llorar…
»… a nuestro padre…?»
—Tuvisteis razó n a medias. —Se oyó decir, como desde cierta distancia. —
Tuve sentimientos por... había una mujer.
—¿Su tipo?
—No. Eso no es… no sabía que ella era... Yo no sabía lo que era.
—Tal vez... sabía que ella estaba gobernada por su mente, no por su
corazó n. Sabía que era ambiciosa y, sí, a veces despiadada. Admito que había
algo... atractivo al respecto. Pero nunca imaginé que me entregaría a Kastor. De
eso me di cuenta demasiado tarde.
100
—Auguste era como tú —dijo Laurent—. No tenía instinto para el engañ o;
y eso significaba que no podía reconocerlo en otras personas.
―¿Y qué hay de Vos? —dijo Damen, después de una difícil respiració n.
—Si quieres una respuesta, tendrá s que hacer la pregunta —señ aló
Laurent.
—La mitad de los hombres que viajan en vuestra tropa está n convencidos
de que sois virgen.
—Sí.
101
—No soy virgen —dijo Laurent.
—No es mi culpa que nadie en vuestro país pueda pensar de una manera
correcta —dijo Damen, frunciendo el ceñ o una pizca a la defensiva.
Damen miró el fuego. Miró el leñ o consumido por la mitad, las llamas
lamiendo los lados y las brasas en la base.
No podía hacer eso. Los mú sculos de los hombros se le anudaron con tanta
fuerza que dolía. El pasado entró en escena, no quería verlo. Mentir significa
enfrentar la verdad de no saber. No saber lo que había hecho para provocar la
traició n, no una, sino dos veces, de su amante y hermano.
—No es por eso. Ella le habría elegido, incluso si hubieras tenido sangre
Real en las venas, aunque hubieras tenido la misma sangre que Kastor. No
entiendes la forma en que una mente como esa piensa. Yo lo hago. Si yo fuera
Jokaste y quisiera ser “hacedora de reyes”, habría elegido a Kastor sobre ti
también.
102
—Supongo que vais a disfrutar diciéndome por qué —dijo Damen. Sintió
que sus manos se enroscaban en puñ os mientras sentía la amargura en su
garganta.
103
CAPÍTULO SIETE
104
reina Egeria no podría llevar un embarazo a término. Pero ese embarazo había
llegado; se había llevado la vida de la Reina, pero en sus ú ltimas horas de vida
produjo un legítimo heredero varó n.
105
El peligro lo llevó a ponerse en pie… la urgencia del momento empujó a un
lado sus pensamientos anteriores. Se puso por los hombros la camisa y la
chaqueta, y se sentó en el borde de la cama. Con gentileza, puso una mano sobre
el hombro de Laurent.
No iba a ser tan fá cil como lo había sido en el burdel. Saltar no era posible.
Una caída hasta el nivel de la calle puede que no fuera fatal, pero era lo
suficientemente peligrosa como para romperse los huesos. Se escuchaban voces
ahora, tal vez en las escaleras. Ambos levantaron la vista. El exterior de la posada
estaba enyesado y no había asideros. La mirada de Damen se movió , buscando
una manera de escalar. La vieron al mismo tiempo: junto al siguiente balcó n
había un sector sin yeso, en el que sobresalía la piedra y había algunos lugares a
donde agarrarse, un camino liberado hasta el techo.
106
realizado sin poder tomar impulso. Laurent estaba juzgando la distancia,
tranquilamente.
Laurent saltó ; era un largo trecho, y cosas como la altura física influían, al
igual que lo hacía la propulsió n que provenía de la potencia muscular.
107
del príncipe; su corazó n martillaba. Se quedaron inmó viles, pero fue demasiado
tarde.
19“cuckold”: entendemos que se refiere al amante clandestino que debe esconderse para no ser atrapado por el marido
engañ ado (“cornudo”, a quien le “pone los cuernos”)
108
El cabello de Laurent le hacía cosquillas en el cuello. Damen lo soportó
estoicamente. Volo iba a oír los latidos del corazó n. Se sorprendió de que las
paredes del edificio no se estuvieran estremeciendo por estos.
Eso era decir muy poco. Estaban ocultos de Volo, pero podían ser vistos
con mucha claridad desde el otro balcó n, y los hombres que los perseguían
estaban en algú n lugar de la posada ya. Y ademá s, había otros imperativos.
109
—Espera hasta que empiecen a follar —indicó Laurent aú n má s
suavemente, palabras murmuradas que no podrían oírse má s allá de la curva del
cuello de Damen—. Estará n distraídos.
—Ey, ¡soltadle! —Los sonidos solo cobraron sentido cuando Damen se dio
cuenta de lo que podría naturalmente suponer un hombre que había sido
enviado a detener a Laurent y solo conocía su descripció n pues, en realidad,
nunca lo había visto.
110
Entonces se oyó el sonido de al menos otros dos conjuntos de pisadas que
entraron con grandes zancadas en la habitació n, fueron recibidas con:
—Basta.
Dentro de la habitació n:
—¿Me puedes dar impulso? —pidió Laurent—. Tenemos que salir de este
balcó n.
111
Damen ahuecó las manos y Laurent las utilizó como punto de partida,
empujá ndose a sí mismo hasta el primer asidero.
No era una subida difícil, y tardó solo un minuto antes de trepar él mismo
al tejado; la ciudad de Nesson-Eloy, el cielo y un puñ ado de estrellas dispersas se
extendían ante él. Se encontró un poco sin aliento pero riendo, y vio su misma
expresió n reflejada en el rostro de Laurent. Los ojos azules del Príncipe estaban
llenos de picardía.
—Creo que estamos a salvo —dijo Damen—. De alguna manera, nadie nos
vio.
20“was half obstacle course, half steeplechase”: por lo que entendemos, se refiere a que corrían, a veces esquivando
cosas (como si lo hicieran a campo traviesa), y a veces saltando de tejado a tejado (como si se saltaran vallas en una
carrera de obstáculos).
112
Por abajo, sus perseguidores corrían también, sobre calles lisas, sin tejas
sueltas amenazá ndolos con una torcedura o una caída, flanqueá ndoles. Laurent
mandó otra teja a la calle, apuntando en esta ocasió n. Desde abajo, sonó un grito
de alarma. Al encontrarse con otro balcó n en su camino por una calle estrecha,
Damen volcó una maceta. Junto a él, Laurent desprendió alguna ropa tendida y la
dejó caer; vieron a alguien abajo enredado en el fantasmal blanco, convertido en
una forma retorciéndose, antes de continuar a toda velocidad.
Se puso de pie con la mano plana contra la pared, su pecho subía y bajaba.
Junto a él, Laurent estaba sin aliento nuevamente y brillante por la carrera.
—Por aquí —indicó el príncipe, saliendo hacia la calle. Damen notó que
había agarrado del brazo de Laurent y lo estaba reteniendo.
113
—Esperad. Es demasiado expuesto. Os destacá is con esta luz. Vuestro
cabello “pardusco” es como un faro.
—Si quisiera escapar —dijo Damen— podría haberlo hecho esta noche.
Mientras os bañ abais. Mientras dormíais.
114
—Esperaremos por ti durante un día en Nesson —manifestó Laurent,
finalmente—. Después de eso, alcá nzanos.
No tenía miedo por Laurent. Estaba seguro de que los dos hombres que les
perseguían estarían buscando infructuosamente durante la mitad de la mañ ana,
tropezando con todo lo que el demente cerebro de Laurent planeara para ellos.
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Fue precavido al acercarse a la posada, pero parecía tranquila, al menos
desde el exterior. Y entonces vio el rostro familiar de Charls, el comerciante,
tempranamente despierto y dirigiéndose a las dependencias para hablar con un
mozo de cuadra.
—¡Mi señ or! —exclamó Charls, tan pronto como vio a Damen—. Había
hombres aquí buscá ndole.
—¿Siguen aquí?
—No. Toda la posada está alborotada. Los rumores vuelan. ¿Es cierto que
el hombre que os acompañ aba —Charls bajó la voz—, era el Príncipe de Vere
disfrazado —su voz bajó nuevamente— de prostituta?
—Se dirigían al suroeste. Mi señ or, si hay algo que pueda hacer por mi
príncipe, estoy a tu servicio.
—¿Tienes un caballo?
116
Y así comenzó la tercera persecució n de la que se estaba convirtiendo en
una noche muy larga.
Solo que a esas alturas ya era de día. Dos semanas de estudiar los mapas
en la tienda de Laurent significaba que Damen sabía exactamente el estrecho
camino de montañ a que el mensajero tomaría… y lo fá cil que sería derribarle en
ese sinuoso sendero vacío. Los dos hombres que le perseguían era probable que
lo supieran también, y tratarían de atraparlo en el sendero montañ oso.
117
divisarlo, en lugar de dividir o impulsar a sus agotados caballos hacia adelante,
los hicieron girar y lo enfrentaron, con ganas de luchar. Tuvo suerte de que no
tuvieran arcos.
Damen tenía dos opciones: podía dejar las cosas como estaban. Lo ú nico
que realmente le quedaba por hacer en ese momento era ahuyentar los caballos.
Para cuando los hombres los recuperaran (si al menos se las arreglaban para
hacerlo) el mensajero ya estaría tan lejos que si era perseguido o no, no le
importaría ni un á pice. Pero tenía agarrado por el rabo a aquel complot, y la
tentació n de saber exactamente lo que estaba pasando era demasiado grande.
Así que optó por concluir la persecució n. Como no podía dirigir su caballo
a través de ese rocoso y desigual suelo sin que se rompiera las patas delanteras,
desmontó . El hombre rebuscó en el paisaje durante algú n tiempo antes de que
118
Damen se encontrara con él bajo uno de los escasos, á rboles nudosos. Allí, el
hombre intentó inú tilmente tirar una piedra a Damen (que esquivó ) y, a
continuació n, girá ndose para correr de nuevo, se torció el tobillo con un trozo
suelto de granito y cayó al suelo.
—¿Quién te ha enviado?
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«Te esperaré durante un día en Nesson», había dicho Laurent. Iba a llegar
demasiado tarde.
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CAPÍTULO OCHO
Damen dejó al hombre detrá s de él, roto y vacío, habiendo escupido todo
lo que sabía. Dio un tiró n a la cabeza del caballo y cabalgó , duro, hacia el
campamento.
El viaje fue una loca carrera peligrosa a través de los bordes de los cerros
desmoronados. Todo llevaba demasiado tiempo. El terreno irregular ralentizaba
su caballo. Las rocas de granito eran traicioneras y afiladísimas y este estaba
cansado, así que el peligro de tropezar era mayor. Se mantuvo dentro del mejor
121
terreno que podía visualizar; cuando tuvo que hacerlo, solo direccionó al caballo
y dejó que este escogiera su propio camino a través de la tierra agujereada.
Era una tá ctica que olía al Regente. Todo aquello: ese complicado ardid
extendiéndose por todo el paisaje para dividir al Príncipe de su tropa y su
mensajero, de tal modo que salvar a uno, significara sacrificar al otro. Como
Laurent había probado. Este, para salvar a su mensajero, había renunciado a su
propia seguridad, alejando a su ú nico protector.
Laurent estaba vivo. Logró esquivar cada cosa que mereció . Era
escurridizo, y astuto, y había escapado del ataque en el pueblo con argucias y
arrogancia, como de costumbre.
122
El terreno bajo él se fue despejado, y al instante que lo hizo, clavó de nuevo
los talones en los flancos de su debilitado caballo, y cabalgó duramente.
Los pulcros bordes de las tiendas habían sido tumbados, los postes
quebrados y la tela colgaba en extrañ os á ngulos. El suelo estaba ennegrecido
donde el fuego había pasado por el campamento. Vio a hombres vivos, pero
manchados de suciedad, cansados y sombríos. Vio a Aimeric, pá lido y con un
hombro vendado, un pañ o oscuro con sangre seca.
Que la lucha había terminado era evidente. Los incendios que habían
ardido ahora eran fogatas.
Junto a él, su caballo estaba agotado, resoplando con fuerza a través de las
fosas nasales, sus flancos agitá ndose. Su cuello estaba brillante y oscuro de
sudor, y ademá s decorado con una trama entrecruzada de venas en relieve y
capilares.
123
como cuando lo había sentido bajo los dedos al despertarlo. Sin embargo, había
reasumido la fría reserva, la chaqueta amarrada, la expresió n desapacible desde
el perfil altivo hasta los azules ojos intransigentes.
—Está is vivo —dijo Damen, y las palabras salieron en una oleada de alivio
que le hizo sentirse débil.
Cualquier otra cosa que pudiera haber dicho fue impedida por la llegada
de Jord.
—Te has perdido la conmoció n —dijo Jord—. Pero llegas a tiempo para la
limpieza. Se ha acabado.
124
de preguntas. ¿Có mo había escapado de sus perseguidores? ¿Había sido fácil?
¿Difícil?
—No. No creo que debamos desviarnos. Creo que hay que enfrentarse a
ellos. Ahora. Esta noche.
125
Dos semanas atrá s, la tropa había sido una canalla dividida en dos
facciones. No habían desarrollado la camaradería en ciernes que ahora los
ligaba; no se habían ido a dormir agotados por tratar de superarse unos a otros
en algú n loco, imposible ejercicio, noche tras noche; ni descubierto,
sorprendidos, después de dejar de maldecir el nombre del Príncipe, cuá nto
habían disfrutado ellos mismos.
Si Govart hubiera estado a cargo, habría sido el caos. Habrían ido facció n
contra facció n, la tropa se hubiera astillado, fracturado, y emergerían los
rencores al estar capitaneada por un hombre que no quería que la compañ ía
sobreviviera.
126
—Son grandes colinas —añ adió Jord. Y luego—: Si está s en lo cierto, está n
acampados y vigilá ndonos con exploradores. Al segundo que salgamos
cabalgando, lo sabrá n.
—Es por eso que nuestra mejor opció n es hacerlo ahora. No nos esperan,
y tendremos el amparo de la noche.
Las palabras parecían ser concluyentes para ellos. Damen asintió con la
cabeza y comenzó a levantarse cuando la impasible voz de Laurent lo detuvo.
—Por eso creo que debemos luchar —añ adió el Príncipe—. Es lo ú ltimo
que alguna vez haría, y lo ú ltimo que nadie, conociéndome, podría esperar.
127
No hubo tiempo, entonces, para nada excepto para los preparativos.
128
—É l era uno de los insurgentes —le dijeron brevemente—. Atacó al
Príncipe, cuando regresaba al campamento. Aimeric estaba allí. É l fue quien
derribó a Orlant. Se cortó al hacerlo.
Abriéndose paso entre los á rboles vio a Aimeric, quien estaba de pie con
una mano sobre en la rama torcida de un á rbol, como buscando apoyo. Damen
casi lo llamó . Pero luego se dio cuenta de que Jord se movía a través de los
á rboles dispersos, siguiendo a Aimeric. Entonces se quedó en silencio, sin
anunciar su presencia.
—Estoy bien —dijo Aimeric—. Estoy bien. Yo solo, nunca maté a nadie.
Estaré bien.
—Un traidor. —Aimeric se hizo eco— ¿Lo habrías matado por eso? Era tu
amigo. Y luego dijo otra vez con una voz diferente—: Era tu amigo.
Jord murmuró algo demasiado bajo para oírlo y Aimeric se dejó envolver
por los brazos de Jord. Se quedaron así durante un buen rato, bajo las ramas de
los á rboles que se mecían; y luego Damen vio las manos de Aimeric deslizarse
por el pelo de Jord y le oyó decir:
129
—Bésame. Por favor, quiero… —Se apartó para darles privacidad,
mientras Jord inclinaba la barbilla de Aimeric hacia arriba, mientras las ramas
de los á rboles se movían hacia atrá s y adelante, un suave velo se movía,
cubriéndoles.
Pero, en cierto modo, era una misió n normal para una pequeñ a tropa. Las
incursiones desde las montañ as vaskianas eran problemá ticas para muchos
territorios, no solo para Vere, sino también para Patras y para el norte de
Akielos. No era raro para un comandante ser enviado con una partida para
limpiar a los asaltantes de las colinas. Nikandros, el Kyros de Delpha, habían
pasado la mitad de su tiempo haciendo exactamente eso; y la otra mitad,
solicitando fondos al Rey con el argumento de que los asaltantes vaskianos con
los que estaba tratando estaban, de hecho, siendo aprovisionados y financiados
por Vere.
130
Cuando el enemigo atacara, ellos simularían retroceder, en vez de
llevarlos hacia el resto de la tropa dirigida por Laurent. Los dos grupos
atraparían a los asaltantes entre ellos, cortando cualquier huída. Simple.
131
hombres podían cabalgar por los acantilados para atacar. Y nadie en su sano
juicio atacaría desde abajo. Algo andaba mal.
—¡Alto! —lanzó la orden—. Tenemos que salir del camino. Dejad las
caravanas y cabalgad hacia esa línea de á rboles. Ahora. —Vio el destello de
confusió n en los ojos de Lazar y temió por un segundo, con el corazó n palpitante,
que su orden no fuera obedecida a pesar de la autoridad que Laurent le había
otorgado para aquella misió n, debido a que era un esclavo. Pero sus palabras se
transmitieron. Lazar fue el primero en moverse, y luego los demá s lo siguieron.
En primer lugar, la cola de la columna, alrededor de los carros; a continuació n, la
secció n media, y finalmente, la cabecera. «Demasiado lento», pensó Damen,
mientras se esforzaban por pasar má s allá de los carros abandonados.
132
atronador haciendo eco en las paredes de la montañ a era espantoso y aterraba a
los caballos casi má s que los cantos rodados aporreando sus talones. Era como si
toda la superficie del acantilado se aflojara, se disolviera en una superficie
líquida: una lluvia de piedras, un oleaje de piedras.
133
podía saberlo. Pero lo cierto es que habían sido sorprendidos por la llegada de
Damen y sus hombres.
Cuando se formaron las líneas y se contaron las cabezas resultó que solo
habían perdido dos hombres. Aparte de eso, solo unas pocas heridas, unos pocos
cortes. Eso daría a Paschal algo que hacer, dijeron los hombres. La victoria
134
estimuló a todos. Ni siquiera la noticia de que ahora tendrían que desenterrar
los suministros y ver có mo rehacer el campamento pudo mitigar la felicidad en
el espíritu de los hombres. Aquellos que habían acompañ ado a Damen estaban
especialmente orgullosos; se palmeaban unos a otros las espaldas y se jactaban
frente a los demá s de có mo se habían librado de la caída de rocas, la cual, cuando
regresaron para intentar desenterrar los carros, todo el mundo acordó que había
sido impresionante.
En realidad, solo uno de los carros se había hecho pedazos sin remedio. No
era el que transportaba la comida o el vino que raspaba la boca; otro motivo de
alegría. Esta vez, los hombres palmearon a Damen en la espalda. Había
conseguido un nuevo estatus entre ellos como el pensador rá pido que había
salvado a la mitad de los hombres y todo el vino. Acamparon en un tiempo
récord, y cuando Damen observó las perfectas líneas de las tiendas de campañ a,
se encontró sonriendo.
Pero no todo fue jolgorio y relajació n, ya que había inventario que hacer,
reparaciones que iniciar, escoltas que asignar, y elegir hombres para poder fijar
las guardias. Pero las hogueras fueron encendidas, el vino se distribuyó
alrededor, y el ambiente era jovial.
Atrapado entre sus deberes, Damen vio a Laurent hablando con Jord al
otro lado del campamento; cuando culminó el asunto de Laurent con Jord,
desvió su rumbo.
Recostó la espalda contra el á rbol junto a Laurent, y dejó que sus piernas
se sintieran pesadas. Los sonidos de alegría y éxito que provenían de los
hombres borrachos con la euforia de la victoria, la falta de sueñ o y el vino malo,
llegaron hasta ellos. Amanecería pronto. Otra vez.
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—No estoy acostumbrado a que mi tío calcule mal —dijo Laurent, después
de una pausa.
—¿Qué?
Podía ver en los ojos de Laurent, oír en sus palabras, una pregunta que no
quería responder. Solo dijo:
136
—Deja las reparaciones —dijo con voz suave—. Duerme un poco.
137
CAPÍTULO NUEVE
—Entonces —Damen oyó que Lazar decía a Jord—: ¿Qué se siente el tener
a un aristó crata chupá ndote la polla?
«Bien por ti», pensó Damen. La boca de Jord se arqueó un poco, pero
levantó su copa y bebió sin decir nada.
138
—Sí. No podría levantarla. Ves a una pantera abrir sus mandíbulas, y no
sacas tu polla.
—Entonces, nunca has tenido una. Los que son fríos exteriormente son las
má s calientes una vez que consigues entrar.
—Ha tenido pretendientes —dijo Jord—. Solo que nadie logró meterlo en
la cama. No es por falta de intentos. ¿Crees que es guapo ahora? deberías haberlo
visto a los quince añ os. Dos veces má s hermoso que Nicaise, y diez veces má s
inteligente. Tratar de tentarlo era un juego que todo el mundo jugaba. Si alguno
de ellos lo hubiera logrado, habrían cantado sobre ello, no se hubieran quedado
tranquilos.
—En serio —dijo a Damen—. ¿Quién pone una pierna por encima, tú o él?
139
—Tienes razó n —confirmó Damen. Entonces, se levantó , y los dejó en la
fogata.
Nadie mencionó a Orlant, ni siquiera Jord y Rochert, que habían sido sus
amigos.
22“pomegranate”: fruto del granado. Fruta tropical de cá scara gruesa no comestible, en cuyo interior hay tabiques que
albergan miles de grá nulos de color encarnado, jugosos y dulces. De su jugo se obtiene la “granadina”.
140
—Buenos días. —Era todo lo que Damen había dicho, después de sentarse
y pasarse la mano por la cara. Se había encontrado sin má s con los ojos de
Laurent, quien ya estaba vestido con sus cueros de montar.
Damen sintió el só lido y grueso tronco del á rbol en su espalda. Los sonidos
del campamento le llegaban transportados por el fresco aire de la noche: ruidos
de martillazos y las ú ltimas reparaciones, las voces susurrantes de los hombres,
el subir y bajar de los cascos de los caballos contra la tierra. Los hombres
estaban experimentando la camaradería frente a un enemigo comú n, y era
natural que él también la sintiera, o algo similar, después de una noche de
persecuciones y huidas, de pelear junto a Laurent. Era un elixir embriagador,
pero no debía dejarse arrastrar por él. Estaba allí por Akielos, no por Laurent. Su
ú nico deber solo se extendía tan lejos. Tenía su propia guerra, su propio país, su
propia lucha.
Desde que salieron del palacio, Laurent había recibido y enviado emisarios
en un flujo constante. Algunas aburridas misivas de la nobleza local vereciana
ofreciendo reabastecimiento u hospitalidad. Algunos exploradores o mensajeros
portando informació n. Incluso esa misma mañ ana, Laurent había enviado a un
hombre al galope de regreso a Nesson con el dinero y las gracias para
recompensar a Charls por su caballo.
141
Sin embargo, aquel jinete no se parecía a los otros. Vestido de cuero, sin
ninguna señ al de blasó n o librea, montando un buen pero sin adornos, caballo; y,
lo má s sorprendente de todo, al retirar hacia atrá s el pesado manto, era una
mujer.
«Chaperón». La mujer, que tal vez tuviera cuarenta añ os y tenía una cara
como un despeñ adero, no parecía en absoluto afectuosa. Pero la aversió n
vereciana por la bastardía y el acto que la engendraba era tan fuerte, que
Laurent no podía hablar con ninguna mujer en privado sin chaperones.
«En recuerdo de vuestra mañana con nosotros. Y para la próxima vez que
necesitéis un disfraz». Damen leyó el mensaje en el pergamino que aleteaba fuera
del paquete.
23Chaperó n o Carabina. Persona adulta que actuaba de acompañ ante de las señ oritas solteras para que no estuvieran solas y
nadie pudiera dudar de su buena reputació n.
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Con curiosidad, desenvolvió otra capa de tela para revelar má s tela aú n:
azul y adornada, que se derramó sobre sus manos. El vestido le resultaba
conocido. La ú ltima vez que Damen lo había visto estaba abierto y arrastrando
los cordones, usado por una rubia; recordó sentir la ornamentació n bordada
bajo sus manos; ella había estado parcialmente sobre su regazo.
—Ya han pasado dos días —recordó Damen—. La noticia de que habéis
sobrevivido a Nesson no ha llegado hasta él todavía.
143
El paisaje empezó a cambiar a su alrededor.
Los municipios y pueblos por los que pasaban, moteando las colinas,
adquirieron un aspecto diferente: tejados largos bajos y otras sugerencias
arquitectó nicas eran inconfundiblemente vaskianas. La influencia del comercio
con Vask era má s fuerte de lo que Damen había creído. «Y ahora es verano» le
dijo Jord. Las vías comerciales prosperaban en los meses má s cá lidos, secá ndose
en invierno.
Los días eran cada vez má s cá lidos y las noches eran má s calientes,
también. Viajaron al sur, haciendo constantes progresos. Eran una columna
ordenada ahora, los jinetes de la cabecera limpiaban eficientemente el camino,
guiando a los ocasionales carros a un lado del camino para dejarles pasar.
Estuvieron dos días en las afueras de Acquitart y las personas en aquella regió n
reconocían a su Príncipe y, a veces, se colocaban al borde de los caminos,
saludá ndolo con expresiones cá lidas y felices, que no era la forma habitual en
que, cualquiera que conociera a Laurent, le saludara.
Esperó hasta que Jord estuvo solo y se acercó a él, sentá ndose a su lado en
uno de los troncos arrimados cerca del fuego.
—Má s tiempo —dijo Jord, después de una pausa. Damen pensaba que era
todo lo que iba a decir, pero—: Esto ya ocurrió antes. El Príncipe tuvo que
144
expulsar a hombres de su Guardia otras veces, quiero decir, por espiar para su
tío. Pensé estar acostumbrado a la idea de que el dinero triunfa sobre la lealtad.
—No creo que me diera cuenta hasta la otra noche de que se trataba de un
juego a muerte —dijo el capitá n—. No creo que ni siquiera la mitad de los
hombres se hubieran dado cuenta de ello. É l lo sabía, sin embargo, durante todo
este tiempo. —Jord señ aló con el mentó n en direcció n a la tienda de Laurent.
—No lo hago. Yo no lucharía bajo ninguna otra persona. Si hay algú n ser
vivo que pueda dar un golpe que haga sangrar la nariz del Regente, ese es él. Y si
él no puede… ahora estoy lo suficiente enfadado como para estar bien contento
de ir a pelear —dijo Jord.
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—¿Qué es esto?
Sabía que Vere estaba en mejores relaciones con los habitantes de las
montañ as que Akielos o incluso, que Patras. Si creía a Nikandros, Vere mantenía
estas relaciones a través de un elaborado sistema de retribuciones y sobornos. A
cambio de la financiació n de Vere, los vaskianos irrumpían donde se les dijera.
Probablemente fuera exactamente así, pensó Damen, rastrillando con los ojos los
paquetes. En realidad, si los sobornos que emanaban del tío de Laurent eran así
de generosos, podrían comprar suficientes incursiones para someter a
Nikandros para siempre.
146
Los ojos de Laurent se estrecharon.
—Queréis decir en caso de espías —confirmó Damen, sobre todo para ver
si Laurent conocía la palabra «Espías».
147
Esas palabras sacudieron todo en su cabeza. Damen se levantó ,
lentamente. Acatar la orden se sintió má s servil al ser emitida en su propio
idioma.
—No creo que necesitemos usar un lenguaje privado para esto —dijo.
—¿No te gusta?
É l sabía que no debía decir lo que le gustaba o no. Que la voz de Laurent se
interesara aú n mínimamente en su malestar, siempre era peligroso. Todavía
estaban hablando en akielense.
—Dijiste en Nesson que habías usado esclavos —dijo Laurent—. ¿No crees
que debería saber las palabras?
148
—Yo preferiría que Vos me hablarais como a un hombre. —Se oyó decir.
Laurent se giró bajo sus manos.
—Pero si preferís…
—A menos que necesitéis cualquier cosa —se oyó decir—, voy a traer un
poco má s de carbó n para el brasero.
Llegó la mañ ana. El cielo era de un alarmante tono azul. El sol brillaba y
todo el mundo iba vestido solo con pieles de cuero para el viaje. Era mejor que la
armadura, que al mediodía los hubiera cocido. Damen sostenía una brazada de
guarniciones mientras hablaba con Lazar sobre el itinerario del día cuando vio a
Laurent al otro lado del campamento. Mientras observaba, Laurent se subió a la
silla y se sentó erguido, con las riendas en una mano enguantada.
149
los sirvientes todavía estaban aporreando ropa24 que con aquel clima, por la
mañ ana ya estaría seca. El agua era vigorizantemente fresca en la noche cá lida.
Había sumergido la cabeza y la había dejado correr sobre pecho y hombros,
luego se había frotado y chapoteado y escurrido el agua de su cabello.
—Es un día de viaje a Acquitart y Jord dice que es la ú ltima parada antes
de Ravenel. ¿Sabes si…?
24 Por si alguien no lo sabe, antes de que hubiera servicio de agua en los hogares, la ropa se llevaba a lavar a ríos, arroyos,
lagos, etc. Y el lavado se realizaba mojando, estrujando y golpeando las telas contra las piedras para quitarles la suciedad.
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CAPÍTULO DIEZ
Damen lo miró de reojo, y luego dejó que sus ojos se fijaran en las paredes
desgastadas de Acquitart.
25Gamuza: mamífero rumiante parecido al antílope, de pelaje pardo, astas negras lisas, dobladas hacia atrá s en forma de
gancho, y patas fuertes con las que realiza enormes saltos. También se llama rebeco.
151
—Vuestro tío dijo que no podía quitaros Acquitart —recordó Damen—.
¿Por qué es eso?
Estaba oscuro cuando Damen terminó sus quehaceres. A los hombres que
normalmente se ocupaban de los suministros, los carros y los caballos se les
había dado la noche libre, y a los soldados se les había dado también permiso
para divertirse. Habían abierto barriles de vino y los cuarteles eran un animado
lugar para pasar esa noche. Ningú n centinela estaba apostado cerca de los
establos, o hacia el este.
152
—Eso es porque nunca has dormido en una residencia Real de la torre
antes —dijo Aimeric—. Prometo que será mucho má s có moda que una tienda o
un colchó n apelmazado en una posada. Y ademá s… —dejó caer su voz,
acercá ndose má s a Jord pero las palabras todavía fueron audibles—. Realmente
quiero que me folles en una cama.
Jord dijo:
Estaban ocupados, al igual que los sirvientes, al igual que los soldados en
los cuarteles. Todo el mundo en Acquitart estaba ocupado.
Fue má s discreto y mejor planeado que la ú ltima vez que habían dejado el
campamento juntos, esa lecció n fue aprendida de la manera difícil. Todavía
inquietaba a Damen separarse de la tropa, pero había poco que pudiera hacer al
respecto. Llegó a la tranquilidad de los establos; en medio de apagados relinchos
y movimientos de paja se encontró con que Laurent había ensillado los caballos
mientras esperaba. Cabalgaron hacia el este.
153
Entonces, se detuvo. Estaban respaldados por las montañ as, rodeados de
precipicios de piedra.
Se veía como una fortaleza imponente, pero la luna brillaba limpia a través
de sus arcos, y sus paredes eran de alturas inconsistentes, y se apagaban en
algunos lugares, desmoroná ndose en la nada. Era una ruina, una construcció n
una vez grandiosa que ahora no era má s que piedras y una ocasional pared
arqueada. Todo lo que se conservaba eran enredaderas y cubiertas de musgo.
Era má s antigua que Acquitart, muy vieja, construida por algú n gran potentado
antes de la dinastía de Laurent, o de la suya propia. El suelo estaba cubierto de
una flor que brotaba de noche, negra de cinco pétalos, abierta solo para liberar
su aroma.
154
—No. Las estoy esperando —lo detuvo Laurent.
Eran mujeres.
—No se nos permite ver el camino a su campamento. Nos llevará n allí con
los ojos vendados.
«Con los ojos vendados». Apenas tuvo tiempo de asimilar la idea antes de
que Laurent asintiera a la mujer má s cercana. Damen vio la venda deslizarse y
ser atada sobre los ojos de Laurent. La imagen aturdió un poco a Damen. La
venda cubría los ojos de Laurent pero destacaba sus otras características, la
línea despejada de su mandíbula, la caída de su pelo claro. Era imposible no
mirar su boca.
Un momento después, sintió que una venda se deslizaba sobre sus propios
ojos y era atada con un fuerte tiró n. Su visió n se extinguió .
155
que como una medida de precaució n, porque parecía muy sencillo delinear sus
pasos; para ambos: para un hombre como él, debido a su entrenamiento militar,
y probablemente también para la mente matemá tica de Laurent.
Pensó que habían demostrado suficiente confianza al venir aquí solos, con
los ojos vendados, sin armas.
156
Todavía estaba molesto, pero recordó el consejo de Laurent. Atrajo la copa
a sus labios con cautela. El líquido era de color blanco lechoso y á spero con un
toque de alcohol; un sorbo superficial y sintió fuego caliente correr por su
garganta hasta sus venas.
Vieron una exhibició n de lucha —lucha libre— y la mujer que ganó era
muy buena sometiendo a su oponente con un prá ctico agarró n, y el combate, de
hecho, fue digno de ver.
Tal vez no fuera algo tan terrible el haber venido aquí, pensó . Esta era una
cultura honesta, las mujeres aquí eran francas, y la comida era sencilla pero
abundante; buen pan y carnes asadas.
26 Persona que practica el ascetismo. Segú n esta doctrina, la liberació n del espíritu y la virtud solo pueden conseguirse
rechazando todos los placeres mundanos y carnales e intentando ejercer el máximo dominio sobre los deseos y las pasiones.
Por eso, los ascetas llevan una vida extremadamente austera, sin disfrutar de bienes, personas, sentimientos, placeres, etc. de
origen mundano. La doctrina surgió en la antigua Grecia pero fue retomada por diferentes corrientes místicas a lo largo de la
historia.
157
Laurent y Halvik se dedicaron a hablar. Sus opiniones encontradas tenían
el ritmo de una negociació n esforzada. La mirada pétrea de Halvik era devuelta
por la impasible mirada azul de Laurent. Era como ver una piedra negociando
con otra.
—¿Qué servicio?
158
Damen estaba viendo a Kashel mientras se dirigía de regreso hacia él
desde el estrado. Podía oír el sonido de los tambores de la otra fogata, un bajo,
constante zumbido.
—Podéis decir a Halvik que sería un honor para mí yacer con una de sus
hijas —murmuró Damen cuando retrocedió , su voz ronca de placer. Su pulgar
rozó la boca de Kashel, y ella lo probó con la lengua. Ambos respiraban
expectantes.
159
conciencia periférica parpadeante que quedó sumida en su deseo por Kashel, ya
que sus cuerpos se preparaban para la misma tarea.
Fue una caliente y feroz unió n, la primera vez. Ella era una buena mujer
joven y bien formada, y encajó en él con una intensidad que se exhibía en su risa
al tironear de la ropa; había pasado mucho tiempo desde que había disfrutado
de un libre y desinhibido intercambio de placer. Ella era má s há bil en quitar la
ropa vereciana de lo que él había sido la primera vez. O má s decidida. Era muy
decidida. Rodó encima de él cerca del impetuoso y estremecedor clímax, dejando
caer la cabeza para que su cabello, aflojado de su trenza, colgara hacia abajo y se
bamboleara con sus movimientos, encerrá ndoles a ambos como un cortinado.
Tal vez hubiera algo en la bebida de color blanco lechoso. Había llegado al
clímax dos veces, pero no estaba hundido en la lasitud. Se estaba sintiendo muy
satisfecho de sí mismo, y pensando que las mujeres vaskianas realmente no
tenían el vigor que se acreditaba de ellas, cuando otra chica vino para hablar con
una voz provocativa a Kashel para luego meterse ella misma entre los brazos
sorprendidos de Damen. Kashel se levantó hasta la posició n sentada de una
espectadora, y le ofreció lo que parecía un alegre estímulo.
Y entonces, cuando ese nuevo reto fue cumplido, mientras los tambores
cercanos al fuego golpeaban rítmicamente en sus oídos, Damen sintió la presió n
de un nuevo cuerpo contra su espalda, y se dio cuenta de que se había sumado
má s de una mujer.
160
Las ropas eran difíciles. Los cordones se le escapaban. Decidió , después de
varios intentos, que no requería su camisa. Centró toda su atenció n en mantener
sus pantalones subidos.
Luego, sin hacer ruido, detrá s de la presió n de una mano, empezó a reír sin
poder detenerse.
Damen dijo:
—Dejad de reíros.
161
—No en este momento, no podría.
—Puedo ver eso. Quedas relevado de tus deberes regulares por la mañ ana.
«Era diferente con cada uno». No lo dijo en voz alta, era evidente. Por un
momento, vio que Laurent estaba a punto de preguntarle algo má s, pero solo
162
siguió observá ndole un largo rato, la mirada estudiá ndolo inconscientemente, y
no dijo nada en absoluto.
Damen preguntó :
Damen, que estuvo totalmente de acuerdo con esta ú ltima afirmació n, fue
a hacerlo tan pronto como regresaron. Entraron en la habitació n de Laurent por
medio de un pasaje medio oculto que era tan estrecho, que Damen tuvo que
poner un gran esfuerzo en apretujarse en el mismo. Cuando empujó la puerta de
las habitaciones de Laurent y hacia el pasillo, se encontró cara a cara con
Aimeric.
163
Laurent estaba descaradamente impecable de pies a cabeza; a diferencia
de Damen, parecía fresco y descansado, sin un cabello fuera de lugar. Aimeric
estaba mirando otra vez.
164
CAPÍTULO ONCE
Ravenel no fue construido para ser acogedor con los extrañ os. Mientras
cabalgaban a través de las puertas, Damen podía sentir su fuerza y su poder. Si
el extrañ o era un príncipe indolente que estaba honrando la frontera solo
porque había sido aguijoneado y empujado allí por su tío, aquello se ponía aú n
menos acogedor. Los cortesanos que se habían reunido en el estrado sobre el
gran patio de Ravenel tenían el mismo aspecto exterior lú gubre que las
repelentes almenas27 de Ravenel. Si el extrañ o era un akielense, la recepció n era
directamente hostil: cuando Damen siguió a Laurent hasta los escalones del
estrado, la onda de ira y resentimiento ante su presencia fue casi palpable.
27Pequeñ as salientes verticales en la parte superior de los castillos-fortaleza en la antigü edad para resguardar a quienes los
defendían ya que funcionaban como parapetos.
165
frontera en una tensa marañ a de guarniciones y en la residencia de gran
cantidad de combatientes que no estaban técnicamente en guerra, pero que
nunca habían estado realmente en paz. Demasiados soldados e insuficientes
peleas: tanta violencia congregada no se propagó debido a las incursiones
menores y escaramuzas que cada lado desautorizaba. No se propagó debido a
los desafíos formales y a las peleas oficiales organizadas, con normas, y
refrescos, y espectadores, que ambos lados permitieron para que pudieran
matarse unos a otros alegremente.
—Su Alteza. Os está bamos esperando hace dos semanas. Pero nos
alegramos de saber que habéis disfrutado de las posadas de Nesson —dijo Lord
Touars—. Tal vez podamos encontrar algo igual de entretenido para que hagá is
aquí.
166
—No estoy aquí para ser entretenido; sin embargo, recibí informes del
ataque que cruzó mis fronteras esta mañ ana —dijo Laurent—. Reú ne a los
capitanes y a los consejeros en el gran saló n.
Damen volvió a mirar las paredes protegidas. No era el momento para que
Laurent ejerciera sus instintos tendenciosos. En la entrada a la gran sala un
criado de librea avanzó en su direcció n, y con una leve reverencia, anunció :
No fue una bienvenida al pueblo como las que, por lo general, tenían los
príncipes, con desfiles, entretenimientos y banquetes organizados por el Lord.
Laurent había cabalgado a la cabeza de su tropa sin má s espectá culo, aunque la
gente se había acercado a las calles a pesar de todo, estirando el cuello para ver
esa cabeza dorada resplandeciente. Cualquier antipatía que la gente pudiera
haber sentido hacia Laurent había desaparecido en el momento en que lo vieron.
Adoració n extá tica. Había sido así en Arles, en todos los pueblos que habían
atravesado. El príncipe dorado estaba en su mejor momento cuando se veía
desde sesenta pasos, lejos del verdadero alcance de su naturaleza.
167
Desde la entrada, los ojos de Damen se habían fijado en las fortificaciones
de Ravenel. En ese momento, absorbía las dimensiones de la gran sala. Era
enorme, y construida para la defensa, sus puertas eran de dos pisos de altura, un
lugar en el que la totalidad de la tropa podía ser llamada a reunirse para recibir
ó rdenes, y desde la que podían, rá pidamente, ser dirigidas simultá neamente a
todos los puntos de la ciudadela. También podía funcionar como punto de
retirada, si las paredes exteriores fueran forzadas. Viendo las tropas
estacionadas en aquella fortaleza, Damen adivinó que habría tal vez dos mil, en
total. Eran má s que suficientes para aplastar a los contingentes de Laurent de
ciento setenta y cinco caballos. Si hubieran cabalgado hacia una trampa, ya
estarían muertos.
168
A Damen no se le dio asiento. Se quedó de pie detrá s de Laurent y a la
izquierda, y vio entrar a otro hombre, uno que Damen conocía muy bien, aunque
era la primera vez que lo enfrentaba de pie después de haber sido atado en cada
ocasió n.
—Habéis traído un animal a la mesa. ¿Dó nde está el capitá n que vuestro
tío nombró ?
—¿De que castré a su perro? Sí. Creo que tenemos cosas má s importantes
de las que hablar.
—Está is en lo cierto.
Damen había oído los primeros informes junto a Laurent, en Acquitart, esa
mañ ana. Los akielenses habían destruido un pueblo vereciano. Eso no era lo que
le había hecho enojar. El ataque akielense era por represalias. El día anterior,
169
una incursió n fronteriza había barrido un pueblo akielense. La familiaridad de
estar enojado con Laurent la había mantenido a través de varios intercambios:
»―Sí.
»―Sí.
»―Sí.»
170
milla aproximadamente, para luchar y proteger a los habitantes del pueblo. Los
asaltantes akielenses provocaron incendios, sacrificaron ganado. Mataron a
hombres y mujeres. Mataron a niñ os.
—¿Quién lo hizo?
171
—No culpo a los insectos por zumbar cuando alguien vuelca su colmena —
replicó Laurent—. Tengo curiosidad por saber quién es el que quiere verme
comprometido.
Comprendió que esos Señ ores de frontera eran el corazó n de la facció n del
Regente. Pertenecían a su generació n. Habían pasado los ú ltimos seis añ os
recibiendo sus favores. Y con su tierra en la frontera, ellos tenían má s que
perder con la direcció n incierta de un joven e inexperto príncipe.
172
Mientras caminaba, dejó que sus ojos pasearan por la parte superior de los
muros de la fortaleza. El capitá n de Ravenel los había establecido en formació n
meticulosa. Vio excelentes centinelas apostados y defensas bien organizadas.
Damen dejó que sus cejas se levantaran en una mueca con los ojos
abiertos, y señ aló .
—¿Aquello es el oeste?
El soldado confirmó :
Fue conducido por su guía personal todo el camino hasta la entrada a los
cuarteles, donde fue depositado ante Huet, quien estaba de guardia.
Huet sonrió .
—¿Perdiste el camino?
—Sí.
La sonrisa continuó .
173
—No me dieron direcciones.
Jord pareció sorprendido de verlo regresar tan pronto, pero dijo que
Paschal había pedido que le asignaran a alguien, lo cual debería adaptarse a
Damen, ya que el príncipe probablemente estaría toda la noche intentando
poner algo de sentido comú n en las duras cabezas de los Señ ores fronterizos.
—No. Le pregunté por alguien con brazos fuertes. Hierve un poco de agua.
Damen mantuvo la boca cerrada y simplemente realizó las tareas segú n las
instrucciones de Paschal. Uno de los hombres tenía sus ropas directamente
plegadas sobre una herida en su hombro demasiado cerca del cuello. Damen
174
reconoció el tajo en diagonal descendente como resultado del entrenamiento
akielense para aprovechar las limitaciones de la armadura vereciana.
Damen había visto a los médicos trabajar antes. Como comandante, había
hecho las rondas de los heridos. También tenía algunos rudimentarios
conocimientos propios de campo, aprendidos en caso de que alguna vez se
encontrara él mismo herido y separado de sus hombres, lo cual, cuando era niñ o,
había sido una expectativa emocionante, aunque no había mucha posibilidad de
que eso sucediera, en aquellos días. Esa noche era la primera que trabajaba junto
a un médico que trataba que la vida no escapara de los hombres. Era incesante,
complicado y físico.
Una o dos veces, echó un vistazo a la baja camilla que estaba en la sombría
parte trasera de la habitació n, cubierta con una sá bana. Después de unas horas,
la puerta colgante se abrió y fue recogida hacia atrá s, cuando un grupo entró .
Todos eran de bajo linaje, tres hombres y una mujer, y el hombre que
había recogido la puerta colgante se dirigió a la camilla. La mujer se dejó caer a
su lado e hizo un bajo sonido.
Era un sirvienta, tal vez una lavandera a juzgar por los antebrazos y la
cofia. Era joven también, Damen se preguntó si se trataba de su esposo o su
pariente, un primo, un hermano.
175
Paschal dijo en voz baja a Damen:
—Vuelve a tu capitán.
La mujer se volvió con los ojos hú medos. Se dio cuenta de que había oído
su acento. É l sabía que poseía el característico bronceado de Akielos,
especialmente el de las provincias del sur. Eso por sí solo podría no haber sido
suficiente para identificarlo como akielense aquí en la frontera, excepto que
había hablado.
—Tú hiciste esto. Uno de tu especie. —Ella pasó junto a Paschal, que
avanzó un paso.
No fue agradable. Era una mujer fuerte, una mujer en la flor de la vida con
una fuerza nacida de transportar agua y tundas de lino. Damen tuvo que
esforzarse por mantenerla en su lugar, agarrá ndola por las muñ ecas, y una de las
mesas de Paschal fue golpeada. Se necesitaron dos hombres para hacerla
retroceder. Damen se llevó una mano a la mejilla, donde una de sus uñ as le había
arañ ado. Y volvió con una mancha de sangre.
176
Damen tenía un sabor algo desagradable en la boca. Recordó con toda
claridad el heraldo que había escupido en el suelo delante de su padre, en la
tienda durante la guerra en Marlas. Era la misma expresió n.
—Nos odian.
—Ellos también nos matan —dijo Damen—. Delpha fue tomada de Akielos
en los días del rey Euandros. Era justo que volviera al Estado akielense.
—Informa.
177
ademá s de los escoltas y la doble guardia desde esta mañ ana. Creo que este
ataque les tomó por sorpresa.
Damen dijo:
—Así que los Señ ores de la frontera no trabajan con vuestro tío para
incitar esta guerra.
178
No fueron los primeros en llegar a Breteau.
Los ojos de Damen pasaron sobre una choza abandonada, la vara rota de
una lanza sobresalía de un cuerpo sin vida, despojos de una reunió n al aire libre
con copas tiradas de vino. Los aldeanos habían luchado. Aquí y allá , algunos de
los verecianos caídos aferraban todavía una azada o una piedra, o un par de
tijeras, o cualquier arma tosca que un aldeano pudiera conseguir en un corto
plazo.
Se dijo a sí mismo que se trataba de una represalia, ojo por ojo por una
incursió n en Akielos. Incluso comprendió có mo y por qué podría haber pasado.
Un ataque a una aldea akielense exigía castigo, pero las guarniciones fronterizas
179
verecianas eran demasiado fuertes como para dirigirse allí. Ni siquiera
Theomedes, con toda la fuerza de los kyroi detrá s de él, se atrevió a desafiar a
Ravenel. Pero una partida má s pequeñ a de soldados akielenses podría cruzar la
frontera entre las guarniciones, podría penetrar en Vere y encontrar un pueblo
que estuviera sin protecció n, y destrozarlo.
brazos.
Dijo, cuidadosamente:
—¿Puedes hablar?
Bajo las manchas de sangre, era má s joven de lo que Damen había pensado
al principio. Diecinueve o veinte.
—Sí.
181
—Dile… que su cobarde ataque sobre Akielos mató a menos de los que lo
hicimos nosotros —dijo con orgullo.
La ira no era ú til. Venía a él en oleadas, así que durante mucho tiempo no
habló , solo miraba al moribundo, fijamente.
Un aliento que sonó a risa amarga, y el hombre cerró los ojos. Damen
creyó que no iba a decir má s, pero…
—Tarasis.
―¿Es eso lo que te dijo? Está mintiendo. Es vereciano. Te usará para sus
propios fines, ya te está utilizando ahora, en contra de tu propio pueblo.
—¿Cuá l es tu nombre?
—Naos.
182
—Kastor —dijo Naos—, el falso rey. Damianos… debería haber sido
nuestro líder. É l, el “asesino de príncipes”. É l sabía lo que son los verecianos.
Mentirosos. Estafadores. É l nunca se habría… metido en sus… camas como
Kastor lo ha hecho.
Damen no dijo nada, solo pensó en una aldea sin protecció n ahora
envuelta en la quietud y el silencio de fuera. Se quedó con Naos hasta que el
estertor se colmó . Luego se levantó y salió de la choza, a través del pueblo, y de
vuelta al campamento vereciano.
183
CAPÍTULO DOCE
184
La ú ltima vez que Laurent había decidido separarse de la tropa, Damen
había argumentado en contra de ello. «La forma más fácil de que vuestro tío se
deshaga de vos es separaros de vuestros hombres, y lo sabéis», le había dicho en
Nesson. Esta vez Damen no sacó a relucir ninguno de sus argumentos, aunque el
viaje que Laurent estaba proponiendo en esta ocasió n era a través de una de las
regiones má s fuertemente guarnecida de la frontera.
La ruta por la que viajarían les llevaría un día de viaje al sur, luego hacia
las colinas. Buscarían cualquier evidencia obvia de un campamento. De no ser
así, intentarían reunirse con los clanes locales. Tenían dos días.
Laurent respondió :
185
sol se destacaba en lo alto del cielo, y la luz fluía a través de los á rboles,
salpicando el suelo y tornando brillantes las hojas. La ú nica experiencia de
campo a través de Damen había sido en grupo, nunca dos hombres solos en una
misió n.
Relajado bajo la luz del sol, Laurent le vio acercarse, como esperando una
bienvenida y familiar llegada. Detrá s de él, la luz brillaba sobre el agua. Damen
dejó que su caballo apretara la embocadura y se adelantara.
186
sola mirada a Damen, Laurent presionó su montura sobre el arroyo, hacia la
cima de la colina.
Damen se asomó .
Los hombres atravesaban toda la extensió n del valle contiguo, viendo una
línea de capas rojas en perfecta formació n. A esta distancia, Damen podía ver al
hombre que soplaba el cuerno, la curva de color marfil que llevó a los labios, el
destello de bronce en la punta. Los estandartes que portaban eran los
estandartes del comandante Makedon.
Se dio la vuelta.
187
Laurent dijo—: La má s cercana tropa akielense está má s cerca de lo que
esperaba.
Ni siquiera tendría que hacer eso. Solo tendría que esperar. Los escoltas
irían galopando a través de estas colinas.
El cuerno cortó el aire otra vez; cada mota del cuerpo de Damen parecía
acompañ arle. El hogar estaba muy cerca. Podía llevar a Laurent por la colina y
entregarle al cautiverio akielense. El deseo de hacer eso vibraba en su sangre.
Nada era permanente en su camino. Damen apretó brevemente los ojos bien
cerrados.
Tenía que tener cuidado, no solo por el bien de Laurent, sino también por
el suyo propio. Llevaba prendas de vestir verecianas. En circunstancias
normales, un encuentro con un escolta akielense no sería una amenaza para un
188
vereciano. A lo peor, sería una pose desagradable. Pero este era Makedon, y
entre sus fuerzas se hallaban los hombres que habían destruido Breteau. Para
hombres así, Laurent sería un premio de grado superlativo.
Pero debido a que había cosas que necesitaba saber, dejó su caballo en el
mejor escondite que pudo encontrar, uno vacío, oscuro y tranquilo entre los
afloramientos de la roca, y se fue a pie. Tardó tal vez una hora antes de conocer
el patró n de su paseo a caballo, y todo lo que necesitaba de la tropa principal, su
nú mero, intenció n y direcció n.
189
Se produjo un ruido sordo de cascos moviéndose sobre la piedra; Laurent
emergió de las sombras de la cueva a caballo, a su manera cuidadosamente
fortuita.
—No tendría que decirles que sois un príncipe para venderos a esa tropa.
Laurent se mantuvo firme. —¿De verdad que no? Habría pensado que
veinte añ os resultaría un poquito crecido para eso. ¿Es por el pelo rubio?
190
—Creo que quebrantó las ó rdenes. —Después de un momento, Damen
respondió con sinceridad. —Creo que estaba enojado y arremetió contra
Breteau en una acció n independiente. Nikandros no tomaría represalias así,
esperaría una orden de su rey. Esa es la manera de actuar de un Kyros. Pero
ahora que ya está hecho, podéis esperar que Nikandros apoye a Makedon.
Nikandros es como Touars. Estaría muy complacido con la guerra.
—Hasta que pierda una. Las provincias del norte está n desestabilizando a
Kastor. Kastor tendría el má ximo interés en sacrificar Delpha.
191
Laurent había llegado a la otra orilla; pero Damen estaba a mitad de
camino a través de la corriente cuando localizó un rastro de rojo en la maleza
cerca del caballo de Laurent.
192
movimiento, y a muchos pies de distancia, y el hombre se movía también hacia
Laurent.
Damen pasaba una mano desde la unió n de cuello y el hombro hacia abajo,
sobre el pecho de Laurent, frunciendo el ceñ o. Pero no había sangre, ni ninguna
saeta de ballesta o flecha plumada que sobresaliera. ¿La caída le había hecho
dañ o? Laurent parecía aturdido. La atenció n de Damen estaba sobre el cuerpo de
Laurent. Preocupado por la posibilidad de lesiones, era solo lejanamente
consciente de que Laurent lo observaba a su vez. El cuerpo de este estaba muy
quieto bajo sus manos como el chorro de agua que empapaba su ropa.
193
con un gran empuje de sus cuartos traseros se había subido, se había levantado
hacía minutos, con la silla torcida, se estaba ahora moviendo a pocos pasos de
distancia favoreciendo su pata delantera izquierda ominosamente.
—Lo siento —dijo Laurent. Luego señ aló —: No podemos salir de aquí.
—Tenemos que irnos —fue todo lo que dijo cuando volvió a Laurent—. Se
dará n cuenta cuando no él vuelva para informar.
194
Oyó la voz de Laurent detrá s de él, un poco má s extrañ amente dificultosa
de lo normal—: Me tienes sobre el lomo de tu caballo.
—No es que renunciéis a las riendas —no pudo dejar de decir Damen.
Damen cerró los ojos un instante y luego arreó al caballo hacia adelante.
Era consciente de que Laurent estaba detrá s de él, hú medo, lo cual no podía ser
có modo. Tenían la suerte de tener puestas las pieles de cuero de montar en lugar
de la armadura, o no serían capaces de hacer esto con facilidad, golpeá ndose y
empujá ndose el uno al otro. El paso fluctuante del caballo empujaba sus cuerpos
a un ritmo constante.
Tenían que seguir la corriente para ocultar sus huellas. Pasaría una hora
tal vez, antes de que observaran que la escolta no estaba. Otro intervalo antes de
encontrar el caballo del hombre. No le encontrarían. No había huellas que seguir
y no había ningú n lugar obvio para comenzar la bú squeda. Decidirían: ¿era una
bú squeda ú til, o deberían seguir su camino? ¿Dó nde buscar y para qué? Esa
decisió n también llevaría tiempo.
Incluso montar en un caballo con doble carga, la evasió n era, por lo tanto,
posible, a pesar de que los estaba llevando lejos de su camino. Damen se dirigió
fuera del lecho del arroyo varias horas má s tarde, donde el grueso sotobosque
enmascararía su paso.
195
—Aquí, entonces —dijo Laurent.
Laurent vio a los caballos. Damen vio el fuego. Este era consciente de que
Laurent se estaba tomando má s tiempo con los caballos del que era necesario o
habitual. Casi lo ignoró . Inició el fuego. Aclaró la tierra, reunió ramas caídas y las
partió al tamañ o adecuado. Y luego se sentó junto a él y no le dijo nada.
Nunca sabría el motivo que había provocado que el hombre atacara. Tal
vez había estado pensando en la seguridad de su tropa. Tal vez todo lo que había
vivido en Tarasis o Breteau había agitado la violencia que llevaba dentro. Tal vez
solo había querido robar el caballo.
—Pensé que matar era fá cil para ti —dijo Laurent. Su voz era má s bien
tranquila—. Pensé que lo hiciste sin pensar.
196
El fuego ardía de forma uniforme ahora. Las llamas de color naranja
habían comenzado a desgastar la base del amplio tronco central.
—No voy a liberarte —dijo Laurent—. Pide algo má s asequible que eso.
—¿Quitar una de las esposas de la muñ eca? —dijo Damen, que estaba
aprendiendo —se dio cuenta de algo para su sorpresa— lo que a Laurent le
gustaba.
—Adelante.
197
enfrentar un menor sentido del deber contra uno mayor. Ningú n líder puede
esperar que la lealtad se mantenga en esas circunstancias.
—Fue... —Se detuvo. Fueron más hombres de los que pude manejar, casi
dijo. Pero la verdad era simple, y esta noche era honesto consigo mismo. É l
matizó —: No lo vi venir.
Otro silencio.
198
Se acordó de la cacería. Recordó el caballo, díscolo y cubierto de sudor.
—Lo hizo —dijo Laurent—. Forcé su mano cuando hice que Torveld
llevara los esclavos a Patras. Yo sabía cuando lo hice... que quedaban diez meses
para mi ascensió n. El tiempo se estaba acabando para que hiciera un
movimiento definitivo en mi contra. Ya lo sabía. Le provoqué. Quería ver qué iba
a hacer. Yo solo…
—Sé que está s pensando en irte cuando se lleve a cabo esta lucha en la
frontera —dijo Laurent—. Me pregunto si todavía está s pensando en usar el
cuchillo.
199
Cuando volvió a mirar, Laurent asintió con la cabeza, con un ligero pero
constante y deliberado movimiento y la respuesta clara, inequívoca e imposible:
Sí.
—¿Por qué no gritasteis para detener la caza? —dijo Damen—. ¿Por qué
montar y cubrir la traició n de vuestro tío, si supisteis que vuestro caballo había
sido envenenado?
—Yo… supuse que se había llevado a cabo para parecer como si uno de los
esclavos lo hubiera hecho —dijo Laurent, un poco con curiosidad, como si la
respuesta fuera tan obvia que se preguntó si había entendido mal la cuestió n.
Damen miró hacia abajo, y dejó escapar un suspiro de lo que podría haber
sido risa, excepto que no estaba seguro de qué emoció n la provocó . Pensó en
Naos, que había estado muy seguro. Quería echar la culpar de lo que sentía a
Laurent, pero lo que sentía no era fá cil nombrarlo, y al final no dijo nada en
absoluto, pero alimentó el fuego en silencio, y cuando llegó el momento se acostó
en su rollo de dormir.
El hombre que estaba de pie sobre Damen le dio una breve orden en
dialecto vaskiano, sus gruesos dedos bien dispuestos en la ballesta. La orden
sonó como—: Levá ntate.
200
Con el campamento invadido por los clanes y su atenció n fija en la flecha
de ballesta, Damen se dio cuenta de que iba a tener que apostar su vida en ello.
Damen, que se había levantado, no podía hacer nada. Tenía una flecha
apuntá ndole. Había flechas apuntando a Laurent. Había matado para evitar que
su propio pueblo le llevara así. Ahora no podía hacer nada, ya que sus miembros
estaban fuertemente atados con cordones y su visió n bloqueada.
201
CAPÍTULO TRECE
202
atardecer, proyectando oro y rojo sobre los rostros que la rodeaban. Má s cerca
de donde se arrodilló , los hombres desmontaban de los caballos, y el aire estaba
ensombrecido y la montañ a fría, fuera del círculo del calor del fuego.
Conocía a los clanes como a los jinetes sin estado y sin asentamientos, que
bordeaban las colinas. Eran gobernados por mujeres y vivían de carnes salvajes,
peces de los arroyos, raíces dulces, y para proveerse del resto, allanaban las
aldeas.
Estos hombres no eran eso. Esta era una fuerza enteramente masculina,
que habían estado viajando juntos durante algú n tiempo, y sabían có mo usar sus
armas.
Estos eran los hombres que habían destruido Tarasis, los hombres que él y
Laurent habían estado buscando, pero quienes en cambio les habían encontrado
a ellos.
Tenían que irse, ahora. Aquí fuera, la muerte de Laurent tendría tanta
verosimilitud que nunca podría lograrse de nuevo. Y Damen era enfermizamente
consciente de todas las razones por las que podrían haber sido traídos al
campamento de antemano, pero no había forma de que una buena charla
informal no terminara con ambos muertos.
203
azules en el punto medio, y vio todo lo que creía que se reflejaba en tan dura y
simple mirada.
Laurent se puso de pie, gritando algo al líder de los hombres del clan.
Era una tá ctica loca e imprudente, pero no había tiempo. Akielos estaba
movilizando tropas a lo largo de la frontera. El mensajero del Regente viajaba
hacia el sur hasta Ravenel. Ahora estaban a casi dos días de viaje de estos
hechos, a merced de estos hombres del clan, mientras que los trabajos de la
frontera se prolongaban má s allá de todo control.
Era el tipo de golpe que había hecho que Aimeric fuera arrastrado contra
una pared y luego al suelo. Laurent retrocedió un paso, se detuvo, y luego
devolvió su espléndida mirada al hombre y le dijo algo deliberado y
cadenciosamente claro en un impenetrable dialecto vaskiano que causó que
varios de los espectadores se retorcieran de risa, agarrá ndose los hombros los
unos a los otros, mientras que el hombre que había golpeado a Laurent les
rodeó , y comenzó a gritar.
204
No todas las reverencias: Damen no tenía ninguna duda de que, en el plazo
de un día o dos, Laurent podría tener a estos hombres a la greñ a. Pero no
disponían de un día o dos.
No iba a ser un simple golpe esta vez. Damen sabía eso por la forma en que
el líder del clan se acercó . Laurent estaba a punto de obtener la paliza de su vida.
Una aguda orden, y Laurent fue retenido por dos hombres, uno en cada
hombro, sus brazos entrelazados alrededor de los suyos, que permanecían
atados a la espalda. Laurent no trató de apartar los hombros de las garras de los
hombres, o apartarse de sus manos. Se limitó a esperar lo que vendría, su cuerpo
estaba tenso, fuertemente apretado.
205
Damen se movió antes de que él se diera cuenta, escuchó los sonidos de
impacto y resistencia, sintió la quemadura en sus venas. Sus facultades se
borraron con la ira. No estaba pensando en tá cticas. Ese hombre había puesto
sus manos sobre Laurent y Damen iba a matarlo.
Excepto que no había sido suficiente, sus manos estaban atadas, y había
demasiados hombres. Podía sentir el férreo control de sus captores sobre él
ahora, y, contra la tensió n de los brazos y los hombros, la resistencia de la
cuerda que ataba sus muñ ecas.
Era un tonto. Había permitido que esto sucediera. Iba a morir aquí, en
medio de la nada, y la afirmació n de Kastor se haría realidad. Pensó en Akielos;
en la panorá mica desde el palacio a lo largo de los altos acantilados blancos.
206
Realmente había creído, en todo este completo lío interminable en la frontera,
que llegaría a casa.
Luchó . Consiguió muy poco. Después de todo, tenía las manos atadas, y los
hombres sacaron toda la fuerza que les quedaba para soportar la tarea de
retenerle. Oyó el sonido de una espada desenvainarse a su izquierda. El borde de
la hoja tocó la parte de atrá s de su cuello, luego fue levantada…
—É l dice—: “La muerte rá pida no duele” —justo antes lanzó un puñ etazo
en el estó mago de Damen.
207
El costado izquierdo se llevó la peor parte: un brusco e inimaginable dolor.
La lucha le valió una grieta en la cabeza con un palo, que volvió ondulado el
campamento. Mantuvo con esfuerzo la conciencia, lo que dio resultado. Cuando
embrutecer a su prisionero comenzó a distraer a los otros hombres de sus
funciones sobre el campamento, el líder del clan ordenó que llevaran a otro
lugar el final del asunto.
Dado que Laurent había decidido no seguir adelante con su propia tá ctica
temeraria, iba a ser un placer para Damen escapar de manera difícil.
Liberarse de las cuerdas fue solo cuestió n de golpear al hombre que tenía
a su izquierda por la pendiente, y arrastrar las cuerdas bajo su capturada
espada. Con las manos en la empuñ adura de la espada, la llevó hacia atrá s en el
estó mago del hombre, lo que hizo que se acurrucara, asfixiá ndose.
208
perdió preciosos segundos para retirar la hoja. Pero tenía tiempo. Los otros dos
hombres se retiraban ahora.
Sacó la hoja.
Dejó que el hombre que se agarraba el estó mago se pusiera de pie, por lo
que sus oponentes se sentirían seguros con la probabilidad de tres a uno, y
atacar en lugar de correr hacia el campamento. Entonces los mató , con duros,
brutales golpes, y cogió la mejor espada y cuchillo para reemplazar los suyos.
Tenía que haber sido así para los habitantes del pueblo en Tarasis, cuando
los asaltantes lo invadieron: una lluvia de muerte desde la oscuridad, y luego el
sonido de cascos.
209
Los hombres no tuvieron ninguna advertencia, pero esa era la forma de
actuar en la guerra de clanes. Uno de los hombres cerca de la fogata miró hacia
abajo para encontrarse con una flecha en el pecho. Otro hombre cayó de rodillas,
otra flecha. Y luego, sin pausa, después de las flechas llegaron los jinetes. Damen
sintió una iró nica satisfacció n cuando el campamento de estos hombres —
hombres que habían asaltado y matado al otro lado de la frontera— fue invadido
por los jinetes de otro clan.
Pero los hombres estaban familiarizados con estas tá cticas, por ser propias
de los clanes. En lugar de disolverse y entrar en pá nico y el desorden, solo
pelearon brevemente antes de que varios de ellos se separaran y llegaran a
duras penas por las rocas y la oscuridad circundante, atacando y buscando
reducir a los arqueros. Otros llegaron a los caballos, y de un salto estaban a
horcajadas.
Era diferente a todo tipo de lucha que Damen conocía; los crueles cortes de
la hoja eran diferentes, la habilidad en el manejo del caballo, el terreno irregular,
las tá cticas de los giros en la oscuridad. Esta era una guerra de clanes en la
noche. En las mismas condiciones, los hombres de Laurent habrían sido
superados en un instante. También lo habría sido una tropa akielense. Los clanes
sabían má s sobre la lucha de montañ a que nadie que estuviera vivo.
210
No estaba aquí para verlos. Tenía su propio propó sito.
—¿Vos planeasteis esto? —repuso Damen. No sabía por qué salió como
una pregunta. Por supuesto que Laurent había planeado esto. La segunda parte
no salió como una pregunta—. Arreglasteis un contraataque de las mujeres, y
luego vinieron aquí como cebo para atraer a los hombres. —Luego severamente
— si sabíais que íbamos a ser rescatados…
Laurent, comparado con él, era perspicaz. Adquiriendo la espada corta del
hombre caído del clan, se posicionó él mismo a la izquierda de Damen, que, este
observó sin sorpresa, le dejó hacer todo el pesado combate. Hasta el momento
en que un miembro de un clan atacó por la izquierda y Damen, prepará ndose
para pasar con fuerza sobre los mú sculos de su cara magullada, encontró que
211
Laurent estaba allí, reuniéndose con la hoja del hombre, despachá ndole con
gracia eficaz y apuntalando el lado débil de Damen. É l, desconcertado, se lo
permitió .
Por esto era la ú nica salida del campamento que no estaba defendida por
mujeres. Tratando de huir, los hombres llegaron de uno en uno y de dos en dos,
cargando hacia ellos. Mejor para todos si ningú n hombre escapaba para contar
su historia al Regente, y así lucharon juntos, matando con eficiente propó sito.
Funcionó , hasta que vino un hombre hacia ellos a galope en un caballo.
Era difícil matar a un caballo a galope con una espada. Era má s difícil
matar al hombre que montaba el caballo, estando alto, arriba, fuera del alcance.
Damen, vio a Laurent cortando el camino del caballo, valorando la situació n
como un problema matemá tico, agarró un puñ ado de la tela en la parte de atrá s
de la chaqueta de Laurent y le sacó con fuerza del camino. El jinete fue asesinado
por una mujer, también a caballo, cabalgando velozmente detrá s de él. El
hombre se dejó caer hacia delante en la silla, mientras su caballo desaceleró y se
detuvo.
A su alrededor, las tiendas habían sido quemadas hasta casi la nada, pero
no había luz suficiente para ver que la victoria emergía. De los hombres del
campamento, la mitad estaban muertos. La otra mitad se habían rendido.
Rendido no era la palabra. Habían sido sometidos, uno por uno, y estaban siendo
atados como prisioneros.
212
El claro de luna y los ú ltimos restos humeantes del fuego: una mujer
distinta había llegado a caballo, flanqueada por dos asistentes, y la estaban
guiando a través del campamento hacia ellos.
—Uno de nosotros tiene que echar un vistazo a los muertos y a los presos,
para asegurarse de que nadie escapó —dijo Damen— viéndola acercarse.
213
alentadora en la espalda— tenéis las pestañ as muy largas. Al igual que una vaca.
Venid. Nos sentaremos juntos, beberemos y comeremos carnes. Vuestro esclavo
es viril. Má s tarde dará servicio en el fuego de acoplamiento.
Damen se preparó , reuniendo las fuerzas que le quedaban, para lo que iba
a seguir, pero casi para su sorpresa, no tenía la boca bien abierta y el hakesh se
vertió inmediatamente en su garganta. No se vio forzado a nada. Fue tratado
como un invitado, o al menos, como la posesió n de un invitado, al ser acicalado,
pulido y llevado a donde el invitado lo deseara.
Aquel era el otro lado del campamento, utilizado para lavarle la suciedad
que era el resultado inevitable de un paseo del día durante el cual uno ha sido
tirado al suelo en varias ocasiones por los propios captores, matando luego a
varios de ellos.
214
entre las piernas, con un panel colgando delante que podría levantarse hacia un
lado para mayor comodidad en el momento oportuno, como una de las mujeres
manifestó amablemente. Se resistió a la demostració n.
Era una tienda muy pequeñ a; larga y baja, el interior era íntimo, con
gruesas capas de pieles de gamuza, y la parte superior era piel de zorro, tratada
y má s suave que la parte má s vulnerable de un conejo. Y estaba
hospitalariamente equipada para el placer de los hombres. El pie de la tienda
sostenía la jarra de hakesh, una segunda jarra de agua, una lá mpara colgante,
pañ os, y tres pequeñ as botellas tapadas que contenían aceites que no eran para
la lá mpara.
215
Al entrar, Damen pudo sentarse, pero con apenas un pie de sobra por
encima de su cabeza. Si se pusiera de pie, se llevaría la tienda con él. Como no
tenía nada má s que hacer, se acostó sobre las pieles, con la mínima ropa.
Las pieles eran cá lidas y la tienda era un acogedor rincó n para acostarse
con una pareja, pero simplemente era difícil no pensar dó nde estaba, y lo que
podría haber sucedido hoy, si las cosas hubieran salido de manera diferente.
Tendiéndose, dejó que todos los dolores de su cuerpo se asentaran.
Encontrá ndose con los ojos de Damen, finalmente, Laurent dijo—: Aquí
está la hospitalidad vaskiana.
216
—Es una prenda tradicional. Todos los hombres la usan —dijo Damen,
mirando la capa de piel de Laurent con curiosidad.
Laurent dejó caer la capa de sus hombros. Debajo llevaba una especie de
ropa de cama vaskiana, una tú nica y pantalones de lino blanco muy fino, con una
serie de lazos sueltos en el frente.
El movimiento de Laurent se detuvo, en una pose con una rodilla sobre las
pieles y una palma también, solo por un momento, antes de estirar su cuerpo
junto al de Damen.
Damen señ aló —: Gracias por… —No encontró una manera delicada de
decirlo, así que hizo un gesto en general al interior de la tienda de campañ a.
—No estoy seguro de que eso sea exactamente lo que pedí —dijo Laurent.
Su voz tenía la misma cualidad que su mirada—. Esto es estar demasiado cerca.
—Lo suficientemente cerca como para ver las pestañ as —dijo Damen—.
Es una suerte que no tengá is el tamañ o para criar grandes guerreros. —Y
entonces se detuvo. Este era el humor equivocado. Este era el humor si estuviera
29 Durante la Edad Media se denominaba así al privilegio que tenían los señ ores feudales de pasar la noche de bodas con la
esposa del siervo que había contraído matrimonio. El derecho de pernada fue abolido en 1486. Por extensió n, también
significa libertad o prebenda que tiene una persona para actuar como le apetezca, aunque sea cometiendo atropellos o
excesos.
217
aquí con una cá lida y susceptible pareja, alguien que pudiera provocar y atraer
hacia sí, no a Laurent, casto como un cará mbano.
El suave pelaje animal se había calentado con su piel, y miró arriba hacia
Laurent sintiéndose lá nguido y có modo. Sabía que las comisuras de sus labios se
curvaron un poco.
Después de una breve pausa, Laurent dijo, casi con cuidado—: Me doy
cuenta de que en mi servicio no tienes gran oportunidad de seguir las
habituales… vías para la liberació n. Si necesitas hacer uso del fuego de
acoplamiento…
Casi no se dio cuenta cuando Laurent sacó una tela de su capa, excepto que
Laurent la sostenía en las manos como una cataplasma, y estaba mirando el
cuerpo de Damen como si estuviera planeando aplicarla con sus propias manos.
218
Un golpe de frío, como algo hú medo o congelado se apretó contra su caja
torá cica, justo debajo de su mú sculo pectoral. Sus mú sculos abdominales se
estremecieron ante el contacto.
Laurent señ aló —: Les dije a los miembros del clan que hicieran que
doliera.
Después de una pausa, Laurent dijo—: Ya que no puedo lanzar una espada.
—Ahora ya sabes que estos eran los mismos hombres que atacaron
Tarasis. Halvik y sus jinetes escoltará n diez de ellos con nosotros para Breteau, y
desde allí a Ravenel, donde los usaré para tratar de reforzar este punto muerto
abierto en la frontera —Añ adiendo, casi en tono de disculpa—: Halvik recibe el
resto de los hombres, y todas las armas.
219
—Algo así.
—Sí —dijo Laurent—. Creo... las cosas está n a punto de llegar a ser muy
peligrosas.
Laurent dejó escapar un extrañ o suspiro, luego miró hacia otro lado. En el
exterior, los tambores eran incesantes, pero parecían como algo lejano, má s allá
del espacio de tranquilidad en la tienda.
É l añ adió —: Mañ ana será un día muy largo. Treinta millas de montañ as,
con los presos. Debemos dormir.
220
El hielo se había derretido, dejando el pañ o hú medo. Damen se lo quitó .
Había gotas de agua en los planos de su torso; las limpió , luego arrojó el pañ o
hasta el otro extremo de la tienda. Era consciente de que Laurent lo miraba de
nuevo mientras yacía relajado, con el pelo pá lido mezclado con la piel suave, y
una línea visible de piel muy fina hasta el final de la libre apertura de sus ropas
de dormir vaskianas. Pero después de un momento Laurent volvió sus ojos a
otro lugar, luego los cerró , y ambos alcanzaron el sueñ o.
221
CAPÍTULO CATORCE
—¡Alteza! Jord, a caballo, les estaba llamando. Estaba acompañ ado por
otros dos jinetes con antorchas, iluminando la oscuridad. —Habíamos enviado
exploradores a buscaros.
Treinta millas de montañ as, con prisioneros. Le había costado doce horas,
un lento y laborioso viaje con los hombres tambaleá ndose y luchando en las
sillas de montar, en ocasiones aporreados en estupefacta obediencia por las
mujeres. Damen recordó có mo se sentía eso.
El paseo del día que había seguido, había sido casi inquietantemente
tranquilo. Habían llegado a pendientes má s suaves a media tarde, y —por una
222
vez— no había habido emboscadas o interrupciones. La extensa subida y bajada
de la ladera había sido tranquila, extendiéndose hacia el sur y el oeste, la ú nica
ruptura en su paz, la inverosimilitud de su propia procesió n: Laurent a caballo al
frente de una banda de mujeres vaskianas en ponis lanudos, acompañ ando a sus
diez prisioneros, amarrados y atados y zarandeados en sus caballos.
—Sí, son los hombres que causaron estos ataques fronterizos —señ aló
Laurent— respondiendo a la pregunta que no había hecho.
Jord asintió con gravedad, y llegaron a la cima de la ú ltima subida para ver
las sombras y los puntos de luz del campamento a la hora nocturna.
223
El Príncipe había salido a caballo, con un solo soldado. En la amplitud de
las montañ as, había perseguido a las ratas responsables de estos asesinatos. Los
había arrancado de sus agujeros escondidos y luchó contra ellos, treinta a uno,
por lo menos. Los había traído vapuleados, azotados y sometidos. Ese era su
Príncipe, un retorcido demonio vicioso con el que nunca jamá s deberías
cruzarte, a menos que quieras que tu garganta te sea entregada en una bandeja.
La razó n por la que una vez él montó un caballo hasta la muerte solo para vencer
a Torveld de Patras como era de esperar.
Breteau parecía muy diferente a la ú ltima vez que Damen lo había visto.
En vez de montones de leñ a quemá ndose, había suelo despejado. Las fosas
medio abiertas estaban llenas. Las lanzas rotas y los signos de combates habían
desaparecido. Las viviendas que fueron dañ adas irreparablemente habían sido
cuidadosamente derribadas para materiales.
224
El campamento en sí era una serie de tiendas de campañ a geométricas
ordenadas situadas al oeste de la aldea. Inclinando la lona fueron tensadas en
rigurosas filas, y en el otro extremo del campamento estaba la tienda de Laurent,
que había sido preparada para él a pesar de su ausencia. Entre la fila de
columnas, los hombres procedieron má s amablemente, con menos caminos
rígidos hacia y desde las fogatas.
Probablemente había sucedido esta mañ ana, mientras que Damen estaba
despertando en una vacía tienda de campañ a, el mensajero accediendo al
pequeñ ísimo patio de la fortaleza, dando paso rá pidamente al gran saló n, y todos
los lores de Ravenel reuniéndose alrededor para escuchar su mensaje. Esto, en
ausencia del príncipe gandul que había salido revoloteando durante una crisis y
no regresó como había prometido, perdiéndose el momento en que la mayoría
necesitaba que se le tomara en consideració n, para forjar decisiones y
determinar acontecimientos. En ese sentido, ya llegaban demasiado tarde.
225
Damen recordó la primera noche en Chastillon, el trabajo descuidado, las
peleas, la ineptitud de los soldados. El Regente había arrojado sobre su sobrino
una turba caó tica de hombres, y Laurent la había convertido en filas ordenadas;
le había dado un capitá n ingobernable, y Laurent le había vencido; había
desatado una fuerza peligrosa en la frontera, y Laurent la había restaurado,
castrado y atado. Contenció n, contenció n y contenció n, ya que cada elemento de
desorden quedó bajo el monumental control de Laurent.
El hogar.
Como su propio latido del corazó n, sabía los pasos de su regreso. Escapar
lo conduciría a través de la frontera de Akielos, donde cualquier herrero estaría
dispuesto a llevarse el oro de las muñ ecas y el cuello. El oro le compraría el
acceso a sus seguidores del norte, el má s fuerte de los cuales era Nikandros, cuya
hostilidad implacable hacia Kastor era de larga permanencia. Entonces tendría la
fuerza para cabalgar al sur.
226
brevemente, luego se alejaban. No sería así. Sería una campañ a sistemá tica en
movimiento hacia el sur, hacia Ios, basá ndose en el apoyo que tenía de las
facciones kyroi. No robaría el campamento por la noche para hacer que los
planes evolucionaran a la locura, ni se vestiría con ropa desconocida para forjar
alianzas con los clanes renegados, ni lucharía junto a los guerreros montados a
caballo, capturando bandidos improbablemente en las montañ as.
—Mantener vivos a los presos, dejar a las mujeres aparte, guardar a mis
hombres de ellas —dijo Laurent, como si recitara una lista de verificació n—. Ven
aquí y habla de geografía.
227
Damen le vio levantarse. Laurent no tendía a mostrar a nadie los signos
externos habituales de fatiga. El control que afirmó y mantuvo sobre la tropa era
una extensió n del control con el que se gobernaba a sí mismo. Existía algú n
intercambio. Palabras, tal vez. La mandíbula de Laurent estaba magullada, una
huella amarillo-grisá cea donde el líder del clan le había golpeado. Laurent tenía
el tipo de piel fina y piel de linaje que se magullaba como suave fruta al tacto. La
luz artificial jugaba sobre Laurent mientras distraídamente llevó la mano a la
muñ eca para comenzar aflojando el cordó n allí.
Por costumbre Damen se levantó , caminó hacia él y dejó que sus dedos
trabajaran con los cordones de las muñ ecas de Laurent, y luego a su espalda. La
chaqueta se abrió como una cá scara de guisante, y la quitó .
Laurent dijo—: ¿Los soldados del ejército de Kastor son entrenados para
dar masajes?
228
—No —contestó Damen—. Pero creo que los rudimentos son fá ciles de
dominar. Si os gusta.
Aplicó una suave presió n con los pulgares. Añ adió —: Me trajisteis hielo,
anoche.
—¿Ya?
—Sí.
Sintió a Laurent sutilmente ceder a sus manos; sin embargo, al igual que
un hombre que cierra los ojos al borde de un acantilado, fue un acto de continua
tensió n, no una rendició n. El instinto mantuvo los movimientos de Damen sin
desviaciones, utilitario. Respiró con cuidado. Podía sentir toda la estructura de la
espalda de Laurent: la curvatura de sus hombros, y entre ellos, bajo las manos de
Damen, los planos inflexibles que, cuando Laurent utilizaba una espada, estarían
trabajando el mú sculo.
229
—Sí.
Damen miró hacia abajo y vio la forma en la que la tela blanca se movió
ligeramente bajo sus pulgares. La camisa de Laurent colgaba de su cuerpo, una
masa comprimida. Entonces los ojos de Damen viajaron a lo largo de la
equilibrada nuca, a una mecha de cabellos de oro escondidos detrá s de una
oreja.
Damen dejó que sus manos se movieran solo lo suficiente para buscar
nuevos mú sculos que desentumecer. En el cuerpo de Laurent, siempre, vibraba
esa tensió n.
—¿Es tan difícil relajarse? —dijo Damen, en voz baja—. Solo tenéis que
salir para ver lo que habéis logrado. Esos hombres son vuestros. —No prestó
atenció n a las señ ales, el ligero endurecimiento—. Pase lo que pase mañ ana,
habéis hecho má s de lo que nadie podría…
Cuando Laurent se volvió hacia él, sus ojos eran oscuros. Sus labios se
separaron con incertidumbre. Había levantado la mano a su hombro, como si
persiguiera un toque fantasma allí. No parecía exactamente relajado, pero el
movimiento sí parecía un poco má s fá cil. Como si se diera cuenta de eso, Laurent
dijo, casi con torpeza—: Gracias —Y luego, en reconocimiento iró nico:
230
—Estar atado deja huella. No me di cuenta de que ser capturado fuera tan
incó modo.
Hubo una pausa en la que la mordaz mirada de Laurent estaba sobre él.
—Tus ojos dicen—: Por ahora —dijo Laurent—. Tus ojos siempre han
dicho “Por ahora”. —Y luego—: Si fueras una mascota, te habría regalado lo
suficiente de momento para comprar tu contrato, muchas veces.
—Yo todavía estaría aquí —dijo Damen, —con Vos. Os dije que llegaría
hasta el final de este conflicto en la frontera, hasta que acabe. ¿Creéis que me
volvería atrá s en mi palabra?
—No —dijo Laurent, casi como si se diera cuenta de eso, por primera vez
—. No creo que lo hicieras. Pero sé que no te gusta. Recuerdo cuá nto te
enloquecía en el palacio estar atado e impotente. Ayer me sentí tan mal que
quería golpear a alguien.
Damen encontró que se había movido sin darse cuenta, sus dedos se
levantaron para tocar el borde magullado de la mandíbula de Laurent. É l dijo—:
El hombre que os hizo esto.
Damen pronto se dio cuenta de lo fuera de control que estaba —se sentía
— e invocó con violencia a sus facultades para tratar de poner fin a esto.
231
—Lo siento. Yo... debí haberme dado cuenta. —Se obligó a sí mismo a dar
un paso atrá s también. É l dijo—: Creo... que será mejor que informe al vigilante.
Puedo hacer un turno esta noche.
—¿Mancha?
232
Damen se lo quedó mirando. Sintió una extrañ a presió n en el pecho. La luz
de la lá mpara apareció para moverse y parpadear.
Esta vez fue Laurent quien se quedó en silencio, mirá ndole de nuevo.
Damen buscó su rostro, pero no halló nada en él que pudiera leer, lo que,
supuso, al levantar las manos a los cordones de su propia chaqueta, era típico.
233
CAPÍTULO QUINCE
Había tareas que desempeñ ar, dentro de la tienda y fuera de ella. Antes de
levantarse y llevarlas a cabo, se tendió durante largo tiempo con un brazo en la
frente, con la camisa abierta, la ropa de cama en su jergó n dispersa a su
alrededor, mirando los largos pliegues colgantes de la tela de seda.
Se volvió hacia el inventario que debía hacer de las armas: comprobar que
cada hoja estuviera impecablemente sin rasguñ os y marcas; comprobar que las
empuñ aduras y pomos estuvieran lisas de cualquier cosa que se pudiera
enganchar u obstaculizar; comprobar que no hubiera ningú n cambio en el
equilibrio que pudiera incluso por un momento desconcertar al hombre que la
empuñ aba.
234
hombres, lo sabía, estaban anticipando que el cabalgar hacia Ravenel tuviera el
mismo tipo de aprobació n con la que Laurent había cabalgado a su propio
campamento: vítores para los hombres que trajeron a los delincuentes con una
cuerda.
Hace un mes, habría esperado, al igual que los hombres, a que los
prisioneros fueran arrastrados ante Touars, para proclamar la verdad en voz
alta, y exponer los tratos del Regente ante todos. Ahora... Damen solo podría con
la misma facilidad prever a Laurent negando cualquier conocimiento del
culpable, dejando que Touars siguiera su propio camino hasta el Regente,
prá cticamente podía ver los ojos azules de Laurent con preocupació n fingida por
la verdad, seguida por sus ojos azules de fingida sorpresa cuando esta fuera
revelada. La bú squeda en sí funcionaría como una tá ctica dilatoria, revelaría
cosas, llevaría su tiempo.
235
los primeros sonidos de las gargantas de los pá jaros, el cielo cada vez má s ligero
y las estrellas desaparecerían cuando saliera el sol. Cerró los ojos, sintiendo su
pecho subir y bajar.
Debido a que era imposible, se permitió imaginar, solo una vez, có mo sería
hacer frente a Laurent como un hombre... si no hubiera habido animosidad entre
sus países, un Laurent viajando a Akielos como parte de una embajada, y Damen
con la atenció n atrapada superficialmente por el pelo rubio. Asistirían a
banquetes y deportes juntos, y Laurent... le había visto con aquellos que
frecuentaba, encantador y cortante sin ser letal; y él era lo suficientemente
honesto consigo mismo para admitir que si hubiera encontrado a Laurent de ese
modo, con esas pestañ as doradas y los comentarios punzantes, bien podría
haberse hallado él mismo en algú n peligro.
236
llevaban ante Laurent, de fondo se oía el diá logo de las dos jinetes que habían
desmontado y estaban de pie al lado de sus agotados caballos. Cuando Laurent le
vio, concluyó su asunto, y se acercó . La mujer con la lanza se había ido.
El tono era límpido. Damen contestó —: Gracias, pero vine porque he oído
los caballos.
Laurent añ adió —: Lazar dijo que vino porque tomó un camino equivocado.
—Tú lo prefieres.
237
Observó a Laurent detenerse. La luz era azul oscura ahora en lugar de un
grado cada vez má s luminosa; podía distinguir el pelo claro de Laurent, aunque
no su rostro.
Damen recordó que había algo que, durante mucho tiempo, había querido
preguntar.
Laurent dijo—: Tal parece que pueda superarle en el juego ahora. Pero
cuando comenzó este juego yo... era má s joven.
238
tierras y de su vida. El heraldo había escupido en el suelo y dijo: «Vere nunca se
rendiría a Akielos», incluso cuando los primeros sonidos de un ataque vereciano
habían venido de fuera. Atacar bajo pretexto de parlamentar: la afrenta
definitiva al honor, con los reyes en el campo.
«Puedes luchar contra ellos», había dicho su padre. «No confíes en ellos». Su
padre había tenido razó n. Y su padre había estado preparado.
239
como para diferenciar la cuesta de lo plano, la hierba del cielo, el cielo de lo que
había por debajo de él.
Por ahora, las columnas eran visibles. Era posible estimar un nú mero
aproximado, quinientos o seiscientos jinetes, dos lotes de columnas de infantería
de ciento cincuenta hombres. A juzgar por lo que Damen había visto en los
alojamientos en el fuerte, en realidad esto era un pleno contingente de caballos
de Ravenel, y una menor pero sustancial parte de su infantería. Su propio caballo
se movió caprichosamente debajo de él.
240
Damen podía sentir la tensió n nerviosa de los hombres que tenía detrá s,
rodeados por los colores de tal forma que la mitad de ellos hasta de sus huesos
desconfiaba, y eran superados en nú mero de diez a uno.
—Se está n moviendo para rodearnos. ¿Nos han tomado por una tropa
enemiga? —dijo Jord, confundido.
241
Laurent frenó . La partida era dirigida por Lord Touars, a su lado el
Consejero Guion y Enguerran, el Capitá n. Detrá s de ellos había doce soldados a
caballo.
Lord Touars no dijo nada, tan impasible como los jinetes embozados en
capas y armados que tenía detrá s de él, así que fue Laurent, extrañ amente, quien
tuvo que romper el silencio y hablar.
242
Laurent. Laurent, que había, por consiguiente, traído a Touars la soga para que
le colgaran.
—Yo puedo negar cualquier cosa que quiera —dijo Laurent— a falta de
pruebas.
La culpa, una brecha de fe que llegó al corazó n de su tropa. ¿Cuá nto tiempo
había estado ausente Aimeric, y por cuá nto tiempo, por lealtad equivocada,
había estado Jord cubriéndole?
Damen siempre había pensado que Jord era un buen capitá n, y todavía lo
era en ese momento: con la cara pá lida, Jord no puso excusas, y no demandó
ninguna de Aimeric, pero hizo lo que le ordenaron, en silencio.
243
Y entonces Laurent se quedó solo, ú nicamente con su esclavo a su lado, y
Damen sentía la presencia de todos los filos de una espada, cada punta de la
flecha de cada soldado dispuesto en la colina; y de Laurent, quien levantó sus
fríos ojos azules a Aimeric como si esas cosas no existieran.
Aimeric contestó —: Vos vais a la cama con los akielenses. Les dejá is que os
follen.
—¿Al igual que tú dejaste que Jord lo hiciera? —dijo Laurent—. Excepto
que realmente dejaste que te follara. ¿Tu padre te dijo que hicieras eso, o fue de
tu propia inspirada cosecha?
—¿A los trece añ os? —Desde los fríos ojos azules hasta la punta de sus
botas lustradas, Laurent no podía haber parecido menos capaz de sentimientos
por nadie—. Al parecer fui aú n má s precoz que tú .
Lord Touars dijo—: Vais a venir con nosotros de buena gana, o vendréis
después de haber sometido a vuestros hombres. Tenéis una opció n.
Laurent se quedó en silencio al principio. Sus ojos escudriñ aron las tropas
en formació n, el contingente de caballería le flanqueaba en dos partes, y también
el complemento completo de infantería, contra el cual su propio pequeñ o grupo,
en nú mero nunca tuvo significancia para librar una guerra.
244
Un juicio enfrentando su palabra contra la de Aimeric sería una burla, pues
entre estos hombres, Laurent no tenía buen nombre con el que defenderse.
Estaba en manos de la facció n de su tío. En Arles, sería peor, el Regente mismo
enturbiaría la reputació n de Laurent. Cobarde. Ningú n talento. Indigno para el
trono.
No iba a pedir a sus hombres que murieran por él. Damen lo sabía, como
sabía, con una sensació n de dolor en el pecho, que lo harían si él se lo pidiera.
Esta turba de hombres, que no hace mucho había estado dividida, holgazana y
desleal, lucharía hasta la muerte por su Príncipe, si él se lo pidiera.
El consejero Guion habló . —Vuestro tío nunca diría esto —dijo frenando al
lado de su hijo Aimeric—. Así que yo lo haré. Por lealtad a vuestro padre y a
vuestro hermano, vuestro tío os ha tratado con indulgencia que nunca
merecisteis. Lo habéis pagado con desdén y desprecio, con negligencia en
vuestras funciones, y con indiferencia insensible por la vergü enza que traéis a
vuestra familia. Que vuestra naturaleza egoísta os ha llevado a la traició n no me
sorprende, pero ¿có mo pudisteis traicionar la confianza de vuestro tío, después
de la amabilidad con que os la ha prodigado?
245
—Hablando de negligencia —contestó Laurent.
Era un hombre, de pelo castañ o y atado en las muñ ecas y los tobillos, como
un jabalí a un poste después de una cacería. Su rostro estaba cubierto de
suciedad, excepto cerca de la sien, donde su cabello se agrupaba con sangre seca.
—Si pensá is —dijo Guion— que una ú ltima torpe jugada con un rehén nos
detendrá o disminuirá la orden de entregaros a la justicia que os merecéis, está is
equivocado.
246
Uno de los soldados saltó de su caballo y se fue de rodillas al lado de la
armadura del preso, cuando Touars, frunciendo el ceñ o ante Enguerran, dijo—:
¿Los informes van retrasados?
El soldado abrió las ataduras en las manos y los pies del prisionero, y
mientras tiraba de la mordaza, el prisionero se tambaleó en una posició n
sentada con los movimientos atontados de un hombre recién salido de las duras
ataduras.
Con la voz espesa—: Mi señ or… una fuerza de hombres hacia el este, a
caballo para interceptaros en Hellay…
247
El explorador estaba diciendo—: …Portando estandartes del Príncipe
junto con el amarillo de Patras…
Una nota estridente del cuerno de una de las mujeres vaskianas emitió un
sonido de regreso, como un eco, una triste y lejana nota que sonó otra vez y
luego una vez má s, desde el este. Y coronando la extensa colina oriental, los
estandartes aparecieron, junto con todas las armas relucientes y emblemas de
un ejército.
Solo, entre todos los hombres, Laurent no levantó los ojos a la cima de la
colina, sino que los mantuvo fijos en Lord Touars.
Las tropas patranas llenaban el horizonte oriental, brillante bajo el sol del
mediodía.
248
Laurent dijo—: La Regencia existe para salvaguardar mi futuro. La
autoridad de mi tío sobre ti depende de mi autoridad posterior sobre él. Sin esto,
tu deber es romper con él.
Con una orden de Lord Touars la alegre partida volvió sobre el campo
hacia sus propias filas.
Damen miró de nuevo a las colinas; por un momento, entre los dos
ejércitos, él y Laurent estaban solos.
Laurent, con sus tropas patranas acompañ ando desde el este, tenía igual
nú mero y posició n superior. El ú ltimo ascenso era una cuestió n de mantener
esas posiciones, y no caer en el exceso de confianza, o en cualquiera de las
diversas estrategias contrarias.
249
Pero Lord Touars estaba aquí, expuesto en el campo, y la sangre akielense
de Damen golpeaba fuerte en su interior. Pensó en cien discursos akielenses
diferentes sobre la imposibilidad de quitar a los verecianos sus fortalezas.
—Puedo ganar esta batalla. Pero si queréis Ravenel... —dijo Damen. Sintió
aumentar por dentro sus instintos de batalla ante la audacia, tomar una de las
fortalezas má s poderosas en la frontera vereciana. Fue algo que ni siquiera su
padre se había atrevido, que nunca había soñ ado—. Si queréis tomar Ravenel,
necesitá is sacarlos de la fortaleza, nadie dentro o fuera, ningú n mensajero, ni
jinete, y una rá pida y limpia victoria sin la desintegració n de una derrota. Una
vez que Ravenel se entere de lo que ha pasado aquí, las defensas aumentará n.
Tendréis que utilizar algunos de los patranos para crear un perímetro, agotando
la principal fuerza, luego romper las líneas verecianas, idealmente las má s
cercanas a Touars mismo. Será má s difícil.
Laurent dijo—: Teníais razó n sobre él. Pasó su primera semana aquí
empezando peleas, y cuando eso no funcionó , se metió en la cama con mi
capitá n. —Su voz era sin inflexiones—. ¿Qué fue? ¿Piensas que Orlant lo
averiguó , y eso es lo que lo ensartó en la espada de Aimeric?
250
CAPÍTULO DIECISÉIS
El ambiente era tenso cuando regresaron. Los hombres estaban con los
nervios de punta, rodeados de estandartes del Regente. Una hora era muy poco
tiempo para hacer los preparativos. A nadie le gustaba. Liberaron los carros, los
sirvientes, los caballos extras. Se armaron y tomaron escudos. Las mujeres
vaskianas, cuya lealtad era provisional, se retiraron con los carros, excepto dos,
que se quedaron a luchar ante el convencimiento de que recibirían los caballos
de los hombres que mataran.
Jord, cuando se detuvo a su lado dijo—: Cualquier cosa que pase después,
quiero luchar.
Damen asintió . Luego se volvió y dejó que sus ojos pasaran brevemente
sobre las tropas de Touars.
251
Entendió la primera verdad de la batalla: los soldados ganan peleas. Donde
no había ventaja numérica era fundamental que la calidad de las tropas fuera
mayor. Las ó rdenes dadas por el Capitá n no significaban nada si los hombres
vacilaban en llevarlas a cabo.
Reconoció , para sí, que estaba enojado, y que tenía menos que ver con la
traició n de Aimeric que con el Regente, los rumores maliciosos que el Regente
empleaba, deformando la verdad, manipulando a los hombres, mientras que el
propio Regente se mantenía prístino e intocable cuando ordenó a sus hombres
que lucharan contra su propio Príncipe.
252
—Los hombres de Touars estará n menos unificados de lo que parece.
Cualquier rumor que mi tío haya extendido sobre mí, el emblema de explosió n
de estrellas significa algo aquí en la frontera.
253
Cada palabra fue precisa. —Así es como los akielenses ganan guerras, ¿no
es así? ¿Por qué luchar contra todo el ejército, cuando puedes cortar la cabeza?
No tenían una hora. Tenían apenas la mitad de eso. Y sin previo aviso, la
esperanza de Touars revertiría la ventaja de la posició n con sorpresa.
254
estremecerse, el repentino cambio en la escala cuando el panorama de la carga
fue abruptamente reemplazada por el golpe de mú sculo contra el metal, de
caballo y hombre impactando a velocidad. Nada podía escucharse en el choque,
los rugidos de los hombres, ambas partes retorciéndose y amenazando con
desgarrarse, líneas regulares y emblemas verticales reemplazados por una masa
palpitante, luchando. Caballos que resbalaban, luego recuperaban su apoyo,
mientras que otros caían, se cortaban o eran atravesados con lanzas.
«No dejéis de luchar contra la línea del frente» había dicho Damen. Mató ,
cercenando con su espada, escudo y caballo atacando, empujando, e
interná ndose má s adentro, abriendo un espacio solo por la fuerza del impulso de
los hombres que tenía detrá s. A su lado, un hombre cayó con una lanza en la
garganta. A su izquierda, oyó un grito equino cuando el caballo de Rochert cayó .
255
Formuló su propia llamada a los hombres de Laurent para que formaran a
su alrededor. Un comandante, que gritaba, podría esperar que le escucharan, en
el mejor de los casos, los hombres que había junto a él, pero la llamada hizo eco a
voces, luego con toques del cuerno, y los hombres, que habían practicado la
maniobra fuera en Nesson una y otra vez, llegaron a él en perfecta formació n,
con la mayor parte de su nú mero intacto.
La primera ruptura, fue una fuerte rá faga de caos. Era consciente de que
Laurent a su lado, no podía ser inconsciente. Vio su caballo tambalearse,
sangrando por un corte largo en su hombro, mientras que el caballo delante de
él cayó , vio a Laurent cerrar sus muslos, cambiar su asiento, y controlar a su
caballo golpeando un obstá culo, aterrizando en el otro lado con la espada
desenvainada, y despejando el suelo él solo con dos rebanadas exactas, y con la
montura rodando. Este, era imposible no recordar, era el hombre que había
vencido a Torveld al cien por cien en un caballo moribundo.
Pero solo entre los soldados comunes. «Él sabe que cualquier decisión que
termine conmigo en el trono termina con su cabeza en el tajo», Laurent había
dicho de Guion. En el momento en el que la batalla comenzó a cambiar a su
favor, matar a Laurent se hizo imperativo para Guion.
256
Damen vio el emblema de Laurent caer primero, un mal presagio. Era el
capitá n enemigo Enguerran que comprometió a Laurent, y quien, pensaba
Damen, aprendería de manera cruel que el Regente mentía cuando se trataba de
la destreza para la lucha de su sobrino.
Armado como estaba, Damen cayó al duro suelo. Se dio la vuelta para
evitar que los cascos de su caballo arremetieran ya que trató de enderezarse y, a
continuació n, con la sabiduría de la experiencia, rodó de nuevo.
257
Touars era suficientemente buen espadachín para que no fuera derrotado
a las primeras de cambio. No era un recluta novato, era un héroe de guerra con
experiencia, y era relativamente nuevo, no habiendo luchado solo en un punto
en un ataque. Arrojó su escudo, se apoderó de la espada y atacó . De haber sido
quince añ os má s joven, podría haber sido un igual. El segundo intercambio
demostró que no era así. Pero en lugar de venir a Damen de nuevo, Touars dio
un paso atrá s. La expresió n de su rostro había cambiado.
—Te conozco —dijo Lord Touars, con voz repentinamente irregular, como
si le hubieran arrancado la memoria. Se lanzó él mismo al ataque. Damen, vacío
de emoció n, reaccionó por instinto, parando una vez, luego atravesando con la
lanza desde abajo, donde Touars estaba abierto—. Te conozco —dijo Touars de
nuevo. La espada de Damen entró , y el instinto empujó hacia delante y empujó
hasta el fondo.
Fue lo ú ltimo que dijo. Damen sacó la espada. Dio un paso atrás.
258
Estaba mirando a Damen con horror, con la espada laxa en la mano.
Hacer frente a la vida. Los heridos fueron enviados a las tiendas patranas,
con Paschal y sus equivalentes patranos. Todos los hombres recibirían atenció n.
259
No sería agradable. Los verecianos habían enviado novecientos hombres y no
médicos, no habiendo esperado una lucha.
—¿Ni siquiera lo niegas? —dijo Jord. Soltó una risa á spera, cuando Damen
se quedó en silencio—. ¿Nos odiaste tanto, todo este tiempo? No era suficiente
invadir, pero ¿tomar nuestra tierra? ¿Tenías que jugar a este… juego enfermo
también?
260
—Yo no le haría dañ o —dijo Damen, y escuchó las palabras caer como el
plomo.
Dicho así, era monstruoso. No es así entre nosotros, debería haber dicho, y
no lo hizo, no podía. Sintió calor, y luego frío. Pensó en la delicada y punzante
conversació n de Laurent congelá ndose en helado rechazo si Damen le empujara
a ello, excepto que no continuó dulcemente profundizando, —si se comparaba a
él mismo con sus impulsos sutiles y ocultos—, hasta que solo pudo preguntarse
si sabía, si ambos sabían lo que estaban haciendo.
—Está bien, te irá s. No voy a permitir que nos arruines. Nos guiará s a
Ravenel, no le dirá s nada a él, y cuando la fortaleza sea ganada, conseguirá s un
caballo y te irá s. É l llorará tu pérdida, y nunca lo sabrá .
Era lo que había planeado. Era lo que, desde el principio, había previsto.
En el pecho, los latidos de su corazó n eran como golpes de espada.
—Te habrá s ido para cuando el sol llegue a la mitad del cielo, o se lo diré
yo —dijo Jord—. Y lo que te hizo en el palacio se parecerá al beso de un amante
comparado con lo que te pasará a continuació n.
Jord era leal. A Damen siempre le había gustado eso de él, el cará cter firme
que le recordaba al hogar. Esparcida alrededor de ellos estaba el final de la
batalla, la victoria marcada por el silencio y la hierba removida.
261
—É l lo sabrá —se oyó decir Damen—. Cuando le llegue la noticia de mi
regreso a Akielos. Lo sabrá . Me gustaría que le dijeras entonces que…
262
CAPÍTULO DIECISIETE
—Alteza —dijo.
—Mi lealtad estaba con Lord Touars. Le serví durante diez añ os. Y Guion
tenía la autoridad de su cargo, y la de vuestro tío.
263
—Guion no tiene autoridad para quitarme de la sucesió n. Tampoco para
rebelarse, dispone de los medios. —Los ojos de Laurent pasaron sobre
Enguerran, con la cabeza gacha, por su lesió n, su armadura vereciana con su
adornada pieza del hombro—. Vamos a dirigirnos a Ravenel. Está s vivo porque
quiero tu lealtad. Cuando caiga la venda de tus ojos sobre mi tío, esperaré.
Enguerran miró a Damen. La ú ltima vez que se habían enfrentado entre sí,
Enguerran había estado tratando de prohibir a Damen entrar a la sala de Touars.
«Un akielense no tiene lugar en la compañía de hombres».
—No creo que lo esté. Creo que está cabalgando a Fortaine, así puede
lamer sus heridas en privado, sin mi tío y conmigo obligá ndole a opciones
desagradables.
264
—Ya veo. Así que necesitá is entrar en Ravenel. Esa es la verdadera razó n
por la que estoy vivo. Esperá is que traicione a la gente a la que he servido
durante diez añ os.
No todo el mundo tenía una armadura que le encajara, pero las habían
rescatado de los emblemas de Touars y las enderezaron, y la tela roja y los
yelmos estaban bien, y podrían ser confundidos con la tropa de Touars desde
una distancia de cuarenta y seis pies, que era la altura de los muros de Ravenel.
Rochert consiguió un casco con una pluma en él. Lazar le consiguió sedas
del abanderado y una tú nica llamativa. En tan buen estado como su capa roja y
su armadura, Damen consiguió la espada de Enguerran y el yelmo, que convirtió
su mundo en una hendidura. Enguerran tuvo el dudoso honor de viajar con ellos,
no (como podría haber sido) despojado de su ropa interior como un pollo
desplumado, sino atado a un caballo y vestido con discreta ropa vereciana.
265
era la idea de una nueva victoria, satisfacció n, porque sería de un tipo diferente.
Primero aplastar al Regente, y luego poner una venda sobre sus ojos.
266
hombres apenas contuvieron su alegría debajo de las caras serias, en el largo
espacio desarrollado entre los latidos del corazó n, esperando el silbido y las
ballestas que nunca llegaron.
Por supuesto que no. Por supuesto, los hombres de Ravenel les dieron la
bienvenida, considerá ndolos amigos. Por supuesto que confiaron en la cara de
un engañ o, abandoná ndose abiertamente ellos mismos.
Pero para cuando ese momento llegó , Damen tenía hombres en todas
partes, y si uno de los soldados de Ravenel cogía una hoja o una ballesta, había
267
una punta de espada en el lugar para persuadirle a dejarla. El azul rodeaba al
rojo.
Damen se oyó a sí mismo gritar con voz sonora—: Lord Touars ha sido
derrotado en Hellay. Ravenel está bajo la protecció n del Príncipe Heredero.
Era una victoria. Se dijo eso a sí mismo. Los hombres estaban disfrutando
de ella completamente, el arco clá sico de la misma: la oleada de preparació n, la
cresta de la lucha, y la ruptura, la carrera vertiginosa de la conquista.
Impulsados por grandes espíritus y éxito, irrumpieron en Ravenel, tomando de
la fortaleza una extensió n de la alegría de la victoria en Hellay, las escaramuzas
en los salas fueron asunto fá cil para ellos. Podían hacer cualquier cosa.
Fue una batalla ganada y una fortaleza tomada, una base só lida asegurada
y Damen estaba vivo, y frente a su libertad por primera vez en muchos meses.
Envió a los hombres a abrir las puertas para el regreso del ejército: los
heridos en primer lugar, los siguientes los patranos, los vaskianos con su botín y
268
nueve caballos en una cadena. Envió a los hombres a los almacenes y a la
armería para hacer inventarios, y los cuartos privados para ofrecer tranquilidad
a los residentes.
269
Y se detuvo. Atender la armadura de Laurent había sido ú ltimamente su
propio deber. Sintió una presió n en su pecho; todo era familiar, desde tirar de las
correas, al peso de la armadura, al calor de la camisa que había sido presionada
por debajo del acolchado.
—Es justo. Ganaste la batalla antes de que yo pudiera llegar a él. Pensé que
tendría la mitad de oportunidad, por lo menos. ¿Son todas tus conquistas tan
decisivas?
—Esta vez lo hicieron. Esta vez todo salió . Ya sabes, tomamos una
fortaleza inexpugnable.
270
—Hay el doble de los hombres de lo que yo anticipaba. Y diez veces má s de
suministros. ¿Debo ser honesto contigo? pensé que estaría tomando una
posició n defensiva…
271
empuje de una lanza en su cuerpo, el fatal despliegue inevitable de ella, frente a
los siervos, en esta pequeñ a sala íntima.
Cerró los ojos, los abrió . É l dijo—: Jord fue vuestro capitá n durante la
mayor parte de nuestra marcha hacia la frontera.
—Y tú eres mi capitá n ahora. Eso parece que estuvo cerca. —La mirada de
Laurent se había desplazado a su cuello, donde en el collar quedaron cicatrices
de la hoja de Touars; el hierro había mordido profundamente el suave oro.
272
con el de Laurent, si no con el suyo propio. Damen tuvo otro impulso de apretar
su mano.
273
Le habían dicho que la pequeñ a comitiva que había viajado con el ú ltimo
de los patranos era la de Torveld, Príncipe de Patras. Torveld estaba aquí
acompañ ando a sus hombres, a pesar de que no había tomado parte en la lucha.
—Mi hermano no está feliz. Estoy aquí en contra de sus deseos, porque
tengo un interés personal en tu campañ a contra el Regente. Yo quería enfrentar
a tu Príncipe de hombre a hombre, y contarle mucho. Pero viajaré a Bazal
mañ ana, y no tendrá s má s ayuda de Patras. No puedo actuar má s contra las
ó rdenes de mi hermano. Esto es todo lo que puedo darte.
274
que estuve a seis semanas fuera del palacio. En cuanto a mis razones, creo que
debes conocerlas. —Hizo un gesto a uno de su séquito para que se presentara.
Damen reprimió otro instinto para decirle que se pusiera de pie. Era
extrañ o que las costumbres habituales de su patria se sintieran tan extrañ as
para él. Tal vez solo fuera que había pasado varios meses en compañ ía de
agresivas y descaradas mascotas, e impredecibles hombres libres verecianos.
Miró a Erasmus, a las extremidades recatadas y las pestañ as bajadas. Se había
acostado con esclavos así, tan flexibles en la cama como fuera de la misma.
Recordó disfrutarlo, pero el recuerdo era distante, como si perteneciera a otra
persona. Erasmus era hermoso, podía ver eso. Erasmus, recordó , había sido
275
entrenado para él. Sería obediente a cada orden, intuitivo a cada capricho,
voluntariamente.
276
Lo dijo con sencillez. La luz de las antorchas se reflejaba en su rostro. La
conversació n alrededor de ellos era un apagado aumento y disminució n de
sonido, mezclá ndose con los colores sobrios, los rojos, marrones y tenues azules
de la luz de la llama.
—Eso no fue un juego en contra de mi tío. Eso fue un juego contra Nicaise.
Los chicos son fá ciles. A los trece añ os —dijo Laurent— podrías haberme
llevado por donde hubieras querido.
277
Damen se encontró él mismo en la mesa. En el lenguaje vereciano, era un
momento de tranquilidad, la gente todavía seguía comiendo pan con los dedos y
la carne de las puntas del cuchillo. Sin embargo, la mesa estaba surtida con lo
mejor que las cocinas podrían proporcionar a corto plazo: carnes
condimentadas, faisá n con manzanas, aves rellenas con pasas y cocinadas en
leche. Damen alcanzó sin pensar un trozo de carne, pero Laurent le agarró de la
muñ eca y lo detuvo, sacando el brazo de la mesa.
—Eso es correcto.
La mirada de Laurent era firme, sin ningú n recato bajando de sus ojos. No
era nada parecido a un esclavo, incluso cuando Damen se permitió imaginarlo.
Damen recordaba a Laurent cambiá ndose adentro en un largo banco de madera
en la posada de Nesson para comer meticulosamente pan de sus dedos.
278
Tomó un segundo bocado. No miró a la comida, miró a Laurent, en la
forma en que permanecía siempre tan controlado, por lo que todas sus
reacciones eran sutiles, sus ojos azules difíciles de descifrar, pero no eran fríos.
Podía ver que Laurent estaba complacido, que estaba disfrutando la
aquiescencia por su rareza, su exclusividad. Se sentía como si estuviera al borde
de la comprensió n, como si Laurent surgiera en la visió n por primera vez.
Alguien había traído una cítara y Erasmus estaba tocando, notas suaves y
discretas. En las actuaciones akielenses —como en todas las cosas akielenses—
la moderació n era muy apreciada. El efecto general era uno de simplicidad. En el
silencio entre canciones, Damen se oyó decir—: Toca “la Conquista de Arsaces”,
pidiendo la solicitud al chico sin pensar. Al momento siguiente, oyó las primeras
familiares notas resonar.
La canció n era antigua. El muchacho tenía una voz preciosa. Las notas
pulsaban, serpenteando a través de la sala, y aunque las palabras de su tierra
natal se perdían en las verecianas, Damen recordó que Laurent podía hablar su
lengua.
279
Una mirada suya impulsa a los hombres a sus rodillas
blancas
El pulso del deseo, cuando llegó , fue un latido que reagrupó la sangre y la
carne, y se transformó en conciencia. Se puso de pie, sin pensar. Salió de la sala,
caminando hacia el gran patio.
Todo sería má s sencillo por la mañ ana. Jord, pensó , le daría tiempo para
llegar má s allá de los exploradores antes de que trajera la noticia a Laurent, de
que su capitá n, de manera irrevocable, se había ido. Se centró en las realidades
pragmá ticas: un caballo, suministros, una ruta que evitara exploradores. Las
complejidades de la defensa de Ravenel eran ahora asuntos de los demá s
hombres. La lucha que enfrentaban a lo largo de los pró ximos meses no era la
suya. Podría dejarla detrá s.
Su vida en Vere, el hombre que estaba aquí, podría dejar todo esto detrás.
281
discreta que ocupaba el espacio en el pecho de Damen. Permanecieron en el
borde de la fortaleza que habían ganado juntos. Damen intentó un tono
conversacional.
—Ya sabéis, los esclavos que regalasteis a Torveld valen casi lo mismo que
los hombres que os ha dado.
282
—No queréis el trono —dijo Damen después de un momento, sus ojos
pasando con cuidado por encima de la cara de Laurent.
—No.
Se habría sentido como una deshonra decirlo. Y sin embargo, había visto al
pueblo de Breteau, inocente de la agresió n, abatido por espadas akielenses.
283
Laurent le dirigió una mirada extrañ a. —¿Por qué razó n me pedirías
disculpas?
—¿Qué es eso?
—Me habría gustado que hubiera sido diferente entre nosotros, ojalá
hubiera actuado contigo con má s honor. Quiero que sepas que vas a tener un
amigo al otro lado de la frontera, pase lo que pase mañ ana, pase lo que pase para
los dos.
El toque que ofreció fue aceptado, ya que no había sido la ú ltima vez, los
dedos suaves en la mandíbula de Laurent, el pulgar pasando sobre el pó mulo,
284
suave. El cuerpo controlado de Laurent estaba duro por la tensió n, su rá pido
impulso urgente por volar, pero cerró los ojos en los ú ltimos segundos antes de
que ocurriera. La palma de Damen se deslizó sobre la tibia nuca de Laurent;
lenta, muy lentamente, haciendo de su altura una ofrenda, no una amenaza,
Damen se inclinó y besó a Laurent en la boca.
Parecía, dentro de todas las mentiras entre ellos, como si esto fuera lo
ú nico verdadero. No importaba que se marchara mañ ana. Se sintió restaurado
con el deseo de dar a Laurent esto: darle todo lo que le permitiera, y no pedir
nada, este cuidadoso umbral de algo que tenía que ser degustado, porque era
todo lo que Laurent le permitiría tener.
—Alteza…
Era Jord.
285
CAPÍTULO DIECIOCHO
Su mano había estado allí y había subido al suave y cá lido pelo dorado.
Interrumpido, el beso estaba vivo entre ellos, en los ojos oscuros y los latidos
cardíacos. Su atenció n se volvió de nuevo hacia el intruso. La amenaza que Jord
representaba para él se estaba reactivando. Por lo que había sucedido no iba a
ser amenazado por nada ni por nadie.
286
—¿Está s aquí para advertirme sobre los peligros de tomar decisiones de
mando en la cama? —dijo Laurent.
Este silencio era peor. Damen sintió la distancia entre él mismo y Laurent
con todo su cuerpo, cuatro pasos interminables a través de las almenas.
287
—Capitá n. Pido disculpas por la violació n de sus ó rdenes. Pero hay una
situació n que tiene lugar en la planta baja.
—¿Una situació n?
—¿Pero…?
288
Como una arquero fijando su objetivo, Laurent dijo precisa y
deliberadamente—: Aimeric.
Damen se volvió . Los ojos de Laurent estaban sobre Jord, y Damen vio tal
apuro en la expresió n de Jord que Laurent tenía razó n, y por supuesto que era
por el bien de Aimeric que Jord había venido aquí.
—Alteza —dijo Jord. No miraba a nadie, sino a las piedras oscuras debajo
de él—. Sé que he hecho mal. Aceptaré cualquier castigo por eso. Pero Aimeric
fue leal a su familia. Fue fiel a lo que él conocía. No se merece ser entregado a los
hombres para eso. —La cabeza de Jord estaba inclinada, pero sus manos en las
rodillas eran puñ os—. Si mis añ os de servicio a Vos merecen cualquier cosa
mínimamente digna, dejad que valgan la pena para eso.
—Jord —contestó Laurent— es por eso que te jodió . Por este momento.
289
Laurent en un momento crucial. Quería alejar a todo el mundo, para poder
encontrar su camino de regreso.
—Entonces, desde luego —dijo Laurent— vamos a tener justicia. Dado que
los dos está is tan ansiosos por ella. Arrastrad a Aimeric lejos de sus
admiradores. Traédmelo a la torre sur. Vamos a tener todo al aire libre.
—Sí, Alteza.
—¿Qué está is haciendo? —dijo—. Cuando dije que debía haber justicia
para Aimeric, me refería a má s tarde, no ahora, cuando está is... —Buscó el rostro
de Laurent—. Cuando nosotros...
290
plataforma estaba la sala donde Damen, Laurent y Jord se reunieron, un pequeñ o
espacio circular conectado al parapeto por escaleras de piedra rectas. Durante
una pelea —durante un ataque contra el fuerte— la habitació n sería un punto de
ensamblaje para los arqueros y espadachines, pero ahora funcionaba como una
informal sala de guardias, con una mesa de madera gruesa, y tres sillas. Los
hombres que solían estar de servicio, tanto ahora como antes, se habían ido por
orden de Damen.
Le besé, pensó Damen, la idea era irreal aquí en esta pequeñ a habitació n
circular de piedra. El cá lido, dulce beso se había roto en un momento de la
promesa: la primera ligera separació n de los labios, la sugerencia de que Laurent
había estado a punto de permitir que el beso se profundizara, aunque su cuerpo
había cantado tensió n.
Cuando cerró los ojos, sintió có mo podría haber ocurrido: poco a poco, la
apertura de la boca de Laurent, las manos de Laurent levantá ndose tímidamente
para tocar su cuerpo. É l habría tenido cuidado, mucho cuidado.
291
Aimeric fue arrastrado dentro por dos guardias. Se resistió , con las manos
atadas a la espalda, con los brazos presionados por sus guardias. Había sido
despojado de su armadura, la camisa estaba manchada con tierra y sudor y
estaba abierta parcialmente en un enredo de cordones. Sus rizos parecían má s
pastosos que pulidos, y había un corte en la mejilla izquierda.
Cuando vio a Jord, se quedó blanco. Y dijo—: No. —Su guardia lo empujó
dentro.
Cuando Aimeric oyó esto, recogió su desafío para él mismo. Los guardias le
agarraron de nuevo, de manera ruda. Aunque su cara seguía estando blanca,
Aimeric levantó la barbilla.
—¿Me habéis traído aquí para regodearos? Estoy contento de haber hecho
lo que hice. Lo hice por mi familia, y por el sur. Lo haría de nuevo.
292
Se puso de pie, la copa colgaba de forma casual de sus dedos. Consideró a
Aimeric un momento. Luego agarró la copa de otro modo, la levantó , y la llevó
con una brutal calma en un golpe de revés al rostro de Aimeric.
293
Jord, al mismo tiempo, con las cejas doradas arqueadas. Había incredulidad en la
expresió n de Laurent también, pero era má s fría, má s fundamental.
—Claro que sí —dijo Jord. ¿Por qué si no iba a traicionar a sus amigos?
La atenció n de Laurent había vuelto a Aimeric, acercá ndose a él, por lo que
estaban enfrente el uno del otro. Como un amante, Laurent sonrió y tocó un rizo
aislado, metiéndolo detrá s de la oreja de Aimeric. Aimeric se estremeció
violentamente, entonces reprimió el retroceso, aunque no fue capaz de controlar
su respiració n.
—Cara bonita —dijo Laurent. Luego sus dedos bajaron de nuevo para
rozar la mandíbula de Aimeric, incliná ndola hacia arriba como para un beso.
Aimeric hizo un sonido ahogado en respuesta al dolor, la carne amoratada bajo
los dedos de Laurent era blanca—. Apuesto a que eras una maravilla de niñ o
pequeñ o. Una preciosa maravilla. ¿Cuá ntos añ os tenías cuando jodiste a mi tío?
Damen se quedó inmó vil, todo en la torre se quedó muy quieto, cuando
Laurent dijo—: ¿Tenías edad para correrte?
294
—¿Te dijo que estaríais juntos de nuevo, si hacías solo esto? ¿Te ha dicho
lo mucho que te ha echado de menos?
295
encontrado divertido. Al principio. ¿Qué má s hay que hacer en Fortaine? Pero la
novedad se acabó .
Aimeric estaba llorando. Feos sollozos sacudían todo su cuerpo. Jord tenía
el rostro ceniciento. Antes de que nadie pudiera actuar o hablar, Damen dijo—:
Saca a Aimeric de aquí.
—Eres un hijo de puta de sangre fría —dijo Jord a Laurent. Su voz era
temblorosa. Laurent se volvió hacia él, deliberadamente.
—No —dijo Damen, interponiéndose entre ellos. Sus ojos estaban sobre
Laurent. Su voz era dura—. ¡Fuera! —dijo Damen a Jord. Era una orden firme. No
296
se volvió para mirar a Jord a ver si su orden había sido obedecida o no. Para
Laurent, con la misma voz, dijo—: Calmaos.
297
gruesas jarras. Miró a la línea de la espalda de Laurent. Mientras que había
sabido enviar a los demá s fuera, sabía que no debía hablar. No supo cuá nto
tiempo pasó . No el suficiente tiempo para que la tensió n en la espalda de
Laurent se aflojara.
—Lo que está s diciendo es que cuando pierdo el control, cometo errores.
Mi tío lo sabe, por supuesto. Habría sido un placer divertido para él enviar a
Aimeric a trabajar contra mí, tienes razó n. Tú , con tus actitudes bá rbaras, tu
brutal arrogancia dominante, siempre tienes razó n.
298
CAPÍTULO DIECINUEVE
—Capitán.
—Sí, Capitán.
—¿Sí, Capitán?
299
Damen se encontró con las manos apoyadas en las almenas de piedra,
imitando inconscientemente la pose de Laurent, su línea de la espalda de nuevo
lo ú ltimo que había visto antes de poner la palma de la mano en la puerta.
El corazó n le latía con fuerza. Quería poner una barrera que protegiera a
Laurent de cualquier persona que le importunara. Había que mantener el
perímetro despejado, aunque eso significara acechar estas almenas y patrullar él
mismo.
Sabía esto de Laurent. Que una vez que él mismo se diera tiempo a solas
para pensar, el control volvería, la razó n se impondría.
Cogió a uno de los soldados por el brazo antes de que se diera cuenta,
evitando que siguiera a los otros.
300
El hombre se detuvo, retenido en el lugar.
—¿Capitán?
—Vela por el Príncipe —se oyó decir—. Cualquier cosa que necesite,
asegú rate de que lo tenga. Cuida de él. —Era consciente de la incongruencia de
las palabras, de la fuerte presió n que ejercía en el brazo del soldado. Cuando
trató de detenerlo, solo aumentó su presió n—. Se merece tu lealtad.
—Sí, Capitán.
301
Luego levantó la mano hacia su hombro, y desprendió la insignia de
Capitán.
Las ventanas estaban abiertas. Era el tipo de dulce, cá lida noche que a
menudo hacía en el sur. La decoració n vereciana estaba por todas partes, desde
las intrincadas rejas que cubrían las ventanas al trenzado helicoidal que
enlazaban las sedas de la cama, pero estas fortalezas fronterizas habían tenido
algunas influencias del sur, en las formas de los arcos, y el flujo del espacio,
abiertas y sin mamparas.
Guymar era una buena elecció n, mientras tanto era provisional hasta que
Laurent reuniera a asesores él mismo y encontrara un nuevo capitá n. Esa sería
la primera orden del día, para consolidar su poder aquí en Ravenel. Como
comandante, Laurent era todavía novato, pero Laurent se crecería en el papel.
Encontraría la manera, transformá ndose de comandante-príncipe a rey.
Se apartó de ella hacia las ventanas. Miró fuera. Podía ver los destellos de
la luz de las antorchas en las almenas, donde el azul y el oro habían sustituido a
los emblemas de Lord Touars.
Touars, que había vacilado, pero que Guion le había convencido para
entrar en la batalla.
En su mente había imá genes que siempre estarían vinculadas con esta
noche. Las estrellas rodaban alto por encima de las almenas. Trajes y armaduras
de Enguerran. Un yelmo con su ú nica pluma roja larga. Tierra removida y
302
violencia y Touars, que había luchado, hasta un simple momento de
reconocimiento que había cambiado todo.
Estaban de frente los dos. Laurent se puso de pie, cuatro pasos dentro de
la habitació n, vívido en ropa severa, de lazos apretados, con apenas un simple
adorno en el hombro para indicar su rango. Damen sintió el latido de su pulso
con sorpresa, consciente de la presencia de Laurent.
Laurent dijo—: Sé que está s pensando en salir mañ ana. Vas a cruzar la
frontera, y no vas a volver. Dilo.
—Yo…
303
—Dilo.
—Voy a salir mañ ana —dijo Damen, tan firmemente como pudo—. No voy
a volver. —Tomó tal respiro que le dolió el pecho—. Laurent…
—No, no me importa. Mañ ana te vas. Pero tú eres mío ahora. Sigues siendo
mi esclavo esta noche.
Damen sintió que las palabras lo golpearon, pero eso fue absorbido con la
sacudida de la mano de Laurent sobre él, un empujó n hacia atrá s. Sus piernas
tocaron la cama. El mundo se inclinó , las sedas de la cama y la luz rosada. Sintió
la rodilla de Laurent junto a su muslo, la mano de Laurent en su pecho.
—Yo… no…
—Laurent —dijo.
304
—Alteza —dijo Damen, y las palabras se retorcieron, equivocadas en la
boca. É l necesitaba decir, no hagas esto. Pero no podía pensar má s allá de
Laurent, inverosímilmente cercano. Sentía cada pulgada moverse que dividía sus
cuerpos con una agitació n, la ilícita sensació n de la proximidad de Laurent. Cerró
los ojos contra ello, sintió la nostalgia dolorosa de su cuerpo—. No creo que me
querá is. Creo que solo queréis que sienta esto.
No fue posible, en ese momento, hacer otra cosa que disfrutar de la mano
de Laurent contra su piel. Su aliento le estremeció , su toque caliente a través de
su ombligo y deslizá ndose abajo. Era medio consciente de la ropa de cama de
seda, arrugada y alborotada a su alrededor, las rodillas de Laurent y otra mano
como alfileres en la seda, que le mantenía presionado abajo. La chaqueta fue
descartada, la camisa medio quitada. Los cordones entre sus piernas abiertos,
obedientes a los dedos de Laurent, y luego estaba todo desabrochado.
305
Todo el cuerpo de Damen se curvó . La presió n era má s como de posesió n
que como una caricia. Laurent se inclinó , y permitió que el pulgar delineara un
círculo pequeñ o y mojado.
306
Sintió de repente que debía mirar hacia otro lado, que debía detenerse o dar
marcha atrá s. No podía. Los ojos de Laurent eran oscuros, amplios, y por un
momento no miró a ningú n sitio, sino a él.
Cogió la muñ eca de Laurent, sintió los huesos finos, y el pulso, antes de
que Laurent pudiera levantarse de la cama.
Su voz era ronca por el placer que anhelaba compartir. Sintió el cá lido
rubor que inundó su propia piel. Se había enderezado él mismo, por lo que su
cuerpo hacía una curva, con los planos de su abdomen moviéndose. La mirada
de Laurent se extendió instintivamente por encima de él, y levantó la suya
propia.
307
vuelo y Damen sintió la sacudida con todo su cuerpo cuando la mirada de
Laurent cayó en su boca.
Sus propios ojos se cerraron cuando se dio cuenta de que Laurent iba a
hacer esto, y se mantenía muy quieto todavía. Laurent besó con una ligera
separació n de los labios, como si fuera inconsciente de lo que estaba pidiendo, y
Damen le devolvió el beso con cuidado, mareado con la idea de que el beso se
profundizara.
Se echó hacia atrá s antes de que lo hiciera, lo suficiente como para ver los
ojos de Laurent abrirse. Su corazó n estaba latiendo fuerte. Por un momento,
sintió besar, como un intercambio en el que las distinciones de la intimidad se
emborronaban. Presionaba lentamente, inclinando la mandíbula de Laurent con
los dedos, y besá ndole suavemente en el cuello.
Esta vez, cuando se retiró , ninguno de ellos se separó por completo del
otro. Levantó la otra mano para rozar la mejilla de Laurent, deslizó los dedos en
su cabello, que cambiaba a dorado bajo sus maravillados dedos. Luego tomó la
cabeza suavemente entre sus manos y entregó el beso que había deseado
entregarle, largo, lento y profundo. La boca de Laurent se abrió bajo la suya. No
podía detener la lenta oleada de calor que se extendía, que sintió ante el tacto de
la lengua de Laurent, y la sensació n de su propia boca, deslizá ndose en la de
Laurent.
308
contra ello. Pasó la mano por el cuerpo de Laurent, sintió las arrugas de la
chaqueta alzada. É l mismo estaba desnudo, mientras que Laurent estaba plena e
intocablemente vestido.
Levantó los dedos hacia el lazo que cerraba el cuello de Laurent. Había
sido entrenado para hacer esto, sabía cada intrincado cierre. Una esquirla de la
apertura se amplió , y sus dedos se deslizaron por la fina línea de la clavícula de
Laurent, revelá ndolo. La piel de Laurent era tan pá lida que las venas de su cuello
eran azules, estrías en má rmol y con sedas y tiendas, toldos de sombra y collares
de cuello alto, su finura prístina había quedado conservada incluso a través de
un mes de marcha. Frente a ello, su propia piel, bronceada por el sol, parecía
marró n como una nuez.
309
Laurent dijo—: ¿Pensaste que estaba hecho de piedra?
310
La llamarada de excitació n que sintió con eso debió haberse mostrado en
sus ojos.
De repente se sintió débil, con todo lo que quería. Se sentía mareado con
los impulsos compitiendo. Quería ser gentil. Quería apretar y agarrar bien fuerte.
Se besaron de nuevo, y Damen no podía dejar de tocarle, no pudo detener el
lento deslizarse de las manos sobre la piel de Laurent. Hubo un intervalo de
toques y Damen le besó má s suave, má s dulce. Las costuras afiladas
entrecruzadas eran distintas bajo sus dedos. Apretó un dedo entre cordó n y tela,
sintió el lento tiró n del cordó n, aumentando cada vez má s cuando alcanzó la
cima.
311
Tiró de los pantalones abajo y los sacó , acarició con la mano el muslo de
Laurent, sintiéndolo flexionar. Llegando a la unió n entre la pierna y la cadera, lo
golpeó con el dedo, sintiendo el pulso latir con fuerza bajo la piel muy fina allí.
Damen se permitió experimentar vertiginosamente lo mucho que le gustaba la
idea de un controlado Laurent traicionarse a sí mismo con la necesidad del sabor
salado en su boca. Lo tocó con la mano y se encontró con una textura como la
seda caliente.
—¿Y entonces?
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É l lo quería. Quería cada respuesta ahogada. Era consciente de su propia
excitació n, casi olvidada, empujando contra las sá banas. Subió a la cabeza y
recogió su lengua allí, tan bien complacido con la experiencia que anhelaba,
lamiendo, antes de deslizarse hacia abajo de nuevo.
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Lo dijo con suave honestidad. —Quiero correrme dentro de Vos —Las
palabras salieron, como este sentimiento dentro de él—. Quiero que os corrá is
en mis brazos.
—Es simple.
—Entonces dadme vuestro propio placer. ¿Creéis que voy a daros la vuelta
y montaros?
Las palabras se elevaron desde su interior, una orden suave y en tono bajo,
lleno de confianza. Laurent cerró los ojos otra vez, como si tomara una decisió n.
Luego actuó .
314
Damen no estaba preparado para ello. Verle presentarse de esa manera, el
brillante despliegue de las extremidades, no era nada de lo que alguna vez
hubiera pensado que Laurent haría... Este era el lugar donde quería él mismo
estar, donde él esperaba —apenas se permitió esperar— que ambos deseaban
que él estuviera, pero las palabras que él había querido decir como preludio les
habían traído aquí antes de que estuviera listo. Se sintió nervioso de repente,
novato, como no se había sentido desde que tenía trece añ os, incierto de lo que
había al otro lado de este momento, y queriendo ser digno de ello.
—Está is muy tenso. ¿Está is seguro de que habéis hecho esto antes?
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Laurent estaba indiscutiblemente ansioso, físicamente. Damen buscó sus ojos
azules.
316
Tensió n, que entendía, era parte de ello. Entonces sintió a Laurent presionar un
frasco de vidrio en la mano.
La respiració n era difícil. No podía ver nada, sino a Laurent, ambos aquí
sin nada entre ellos, y Laurent, permitiéndolo. Un dedo se deslizó dentro. Estaba
muy apretado. Lo movió hacia atrá s y hacia adelante, lentamente. Observó el
rostro de Laurent, el ligero rubor, los cambios fraccionales de su expresió n, sus
ojos grandes y oscuros. Era intensamente privado. La piel de Damen se sentía
demasiado caliente, demasiado tensa. Sus ideas de lo que podría suceder en la
cama con Laurent no habían ido má s allá de una dolorosa ternura, que solo
ahora buscaba expresió n física. La realidad era diferente; Laurent era diferente.
Damen nunca había pensado que pudiera ser así, suave y tranquilo y sumamente
personal.
Pensó que podría hacerlo de esta manera, persuadir a Laurent con la boca
y las manos, darle esto. Damen sentía un apretado, resbaladizo calor con los
dedos. Era imposible que pudiera poner su polla allí, pero no pudo dejar de
imaginarlo. Cerró los ojos y sintió el lugar en el que estaban destinados a
acoplarse, a encajar.
317
—Tengo que estar dentro —le dijo, y le salió tosco con el deseo y el
esfuerzo de contenció n.
Eres mío, quería decir, y no pudo. Laurent no le pertenecía; esto era algo
que podría tener solo una vez.
Le dolía el pecho. Cerró los ojos y se obligó a sentir estos lentos y poco
profundos empujes, la lenta acometida y arrastre que era todo lo que podía
permitirse, su ú nica defensa contra el instinto que quería impulsarse en el
interior, má s profundo de lo que incluso había estado, plantarse en el cuerpo de
Laurent y aferrarse a este para siempre.
318
Nunca había deseado algo tan desesperadamente y lo mantuvo en sus
manos sabiendo que mañ ana habría desaparecido, cambiado por los altos
acantilados de Ios, y el futuro incierto de la frontera, la posibilidad de plantarse
delante de su hermano, para pedirle todas las respuestas que ya no parecían tan
importantes. Un reino, o esto.
—No puedo… tengo que… —se oyó decir, y las palabras salieron en su
propio idioma. En la distancia oyó a Laurent responderle en vereciano, incluso
cuando sintió que Laurent empezaba a derramarse, el tiró n palpitante de su
cuerpo, la primera franja hú meda de ello, caliente como la sangre. Laurent se
corrió debajo de él, y trató de experimentarlo todo, trató de aguantar, pero su
cuerpo estaba demasiado cerca de su propia liberació n, y lo hizo mientras estaba
tratando de descifrar la voz fragmentada de Laurent, y se vació él mismo dentro.
319
CAPÍTULO VEINTE
Solo un poco más tiempo, pensó , y podría haber sido un deseo mundano
dormitar en la cama con excepció n del dolor en su pecho. Sintió el paso del
tiempo como una presió n cada vez mayor. Era consciente de cada momento, ya
que cada vez quedaba menos para que se hubiera ido.
320
Agitá ndose soñ oliento, Laurent se movió una fracció n má s cerca e hizo un
irreflexivo suave sonido de placer que Damen iba a recordar por el resto de su
vida.
No estaba seguro de có mo iba a ser, pero cuando Laurent vio que estaba a
su lado, sonrió , la expresió n un poco tímida, pero completamente genuina.
Damen, que no lo había estado esperando, sintió el ú nico latido doloroso de su
corazó n. Nunca había pensado que Laurent pudiera parecerse a nadie.
—Me has tenido —dijo Laurent—. Dos veces. Todavía puedo sentir la...
sensació n de ello.
321
—Basta. No seréis capaz de caminar —dijo Damen.
—No —dijo Damen—. No, es… —Nunca es así. La idea de que Laurent
pudiera averiguar esto con alguien má s le dolía.
—No puedo —dijo Damen—. No puedo tener esto solo por una noche.
—Una noche y una mañ ana —dijo Laurent, y esta vez fue Damen quien se
encontró empujado abajo sobre la cama.
322
Miró instintivamente la posició n del sol a través de la ventana. Era tarde
en la mañ ana. Había dormido durante una hora. Mucho tiempo. Quedaba muy
poco tiempo.
—¿Escoltado?
—El Príncipe está ocupado con otros asuntos. Debe salir antes de que él
regrese.
323
Era un hombre llamado Guerin, con el pelo oscuro lacio que yacía tendido
sobre su cabeza como una fina capa. Vino con Damen en un edificio anexo, y lo
hizo sin espectadores y sin ceremonia.
Salvo que fue Kastor quien había puesto el collar sobre él, y Laurent lo
estaba liberando.
Se alejó y cedió su muñ eca derecha a Guerin. El collar con su pestillo había
sido simple cuestió n de un herrero, pero las esposas debían ser golpeadas con
un cincel y un martillo.
324
Había llegado a esta fortaleza como un esclavo. Salía de ella como
Damianos de Akielos. Fue como mudar de piel, descubriendo lo que había
debajo. El primer brazalete saltó lejos bajo los golpes rítmicos de Guerin y se
enfrentó a su nuevo yo. É l no era el príncipe testarudo que había sido en Akielos.
El hombre que había sido en Akielos nunca habría servido a un amo vereciano o
luchado junto a los verecianos por su causa.
Nunca habría conocido a Laurent por lo que era; nunca habría dado a
Laurent su lealtad o habría tenido la confianza de Laurent durante un momento
en sus manos.
Su escolta llegó .
Eran seis hombres, y uno de ellos, ya montado, era Jord, que lo miró
directamente a los ojos y dijo—: Mantuviste tu palabra.
325
instintivamente que no había ninguno. Había mantenido desde el principio que
había querido solo su libertad. Y eso era exactamente lo que le había dado.
Alcanzó a montar, pero Jord puso una mano en su cintura. —Espera —dijo
Jord—. Quería decir… gracias. Por defender a Aimeric.
Jord asintió . Y luego dijo—: Cuando los hombres oyeron que te ibas,
querían —queríamos— despedirte. —Añ adió —: Hay tiempo.
326
Lazar se adelantó y habló —: Capitá n. Fue un honor servir contigo.
É l no estaba aquí por un cambio de ú ltimo minuto del corazó n. Damen solo
tenía que mirar a Laurent para saber que tenía la intenció n de permanecer lejos
hasta que Damen se hubiera ido, y no estaba contento de haber sido obligado a
regresar temprano.
Estaba vestido con piel de cuero de montar. Los cueros estaban tan
apretados como la puerta que subía, ni una sola correa fuera de lugar, incluso
después de un largo viaje. Estaba sentado erguido. Su caballo, el cuello curvado
en virtud de un tenso control, seguía resoplando aire a través de sus fosas
nasales por el paseo. Arrojó a Damen una simple fría mirada a través del patio
antes de seguir guiando su caballo.
Oyó la actividad en las almenas primero, los gritos que subieron a lo largo
de las líneas, y luego a caballo vio el estandarte agitando su señ al. Estas eran sus
propias alertas, y sabía lo que venía incluso cuando Laurent levantó la mano y le
dio su propia señ al, accediendo a la solicitud para la entrada.
327
Laurent no desmontó , pero dio la vuelta a su caballo en la base de la
tarima para hacer frente a lo que venía.
328
Su voz, entrenada para transmitir, se podía oír por todo lo largo del patio,
para cada uno de los hombres y mujeres reunidos. Habló :
—Pero no hay Rey —dijo Laurent— en Vere. —Su voz transmitía también
—. El rey mi padre está muerto. Añ adió —: Di el nombre de la persona que
profana su título.
329
—Lo es.
Fue un duro viaje de dos semanas, con un tiempo caluroso. La piel había
perdido toda la frescura que la juventud una vez le había prestado. Los ojos
azules, siempre su mejor característica, se habían desvanecido. Pero su revuelto
pelo castañ o estaba adornado con estrellas como perlas, y por la forma de su
cara, se podía ver que había sido hermoso.
Ellos siempre, desde el principio, habían tenido una extrañ a afinidad. «Este
suplicó por Vos». Gastando, tal vez, la ú ltima de su desvanecida aceptació n con el
Regente. Sin darse cuenta de la poca aceptació n que le quedaba.
330
En la deslumbrante luz del patio, Damen vio a Laurent reaccionar y no
mostrar ninguna reacció n. La respuesta de Laurent se comunicó por sí misma en
su caballo, que se movió en su lugar, con un agudo estallido nervioso, antes de
que Laurent la sacara, también, bajo un duro control.
Laurent dio la vuelta a su caballo, y Damen estaba allí, frente a él, cuando
los emisarios del Regente, despedidos, se movieron, y los hombres y mujeres
arremolinados en el patio, ansiosos con la sorpresa de lo que habían visto y oído.
331
—No hagá is esto. Si cabalgá is para encontraros con vuestro tío sin estar
preparado perderéis todo por lo que habéis luchado.
Damen abrió la boca para hablar, pero Laurent le cortó en una rá pida
orden al escolta de Damen—: Te dije que lo sacaras de aquí. —Y puso los talones
en su caballo y condujo má s allá de Damen, arriba a los pasos del estrado, donde
desmontó en un movimiento fluido, y se dirigió camino de las habitaciones de
Aimeric.
Damen se encontró frente a Jord. No necesitó mirar hacia arriba para ver
la posició n del sol.
—Es mediodía —dijo Jord. Las palabras sonaron duras, como si hicieran
dañ o a la garganta.
332
un divá n de descanso, azulejos con dibujos y una gran ventana de arco con un
segundo asiento cortado en ella, desordenado con cojines. Había una mesa en el
lado opuesto de la habitació n, y a Aimeric le habían dado comida, vino, papel y
tinta. Incluso le habían dado una muda de ropa. Fue un cuidadoso acuerdo.
Cuando se sentó a la mesa, ya no llevaba la camiseta sucia con rayas que había
llevado bajo su armadura. Estaba vestido como un cortesano. Se había bañ ado.
Su pelo se veía limpio.
Laurent se detuvo a dos pasos de él, con todas las líneas de su cuerpo
rígidas.
Damen se impulsó hacia adelante hasta que estuvo junto a Laurent. El suyo
fue el ú nico movimiento en la habitació n silenciosa. Con la mitad de su
pensamiento en ello, se dio cuenta de pequeñ as cosas: el cristal roto en la parte
inferior izquierda de la esquina de la ventana; la carne de la noche anterior sin
consumir en el plato; la cama sin deshacer.
333
escrito a mano no debería haber sido una sorpresa. Siempre se había esforzado
por realizar bien sus funciones. En la marcha que había llevado él mismo en el
terreno tratando de mantener el nivel con los hombres má s fuertes.
Un cuarto hijo, pensó Damen, esperando que alguien se fijara en él. Cuando
no estaba tratando de agradar, estaba hostigando con autoridad, como si la
atenció n negativa pudiera sustituir a la aprobació n que buscaba, que le había
dado, una vez, el tío de Laurent.
Lo siento, Jord.
334
CAPÍTULO VEINTIUNO
Era toda una empresa, desde la sala de armas a los almacenes. Todo había
empezado cuando Laurent se había apartado de la mesa arruinada y dijo—:
ensillad los caballos. Cabalgamos para Charcy. Había quitado la mano de Damen
de su hombro cuando este había intentado detenerlo.
Había puesto una guardia de dos hombres en la puerta con las mismas
ó rdenes, y despejado la secció n como había hecho una vez antes, en la torre.
Cuando había estado seguro de que Laurent tenía suficiente privacidad, había
salido para averiguar todo lo que pudiera sobre Charcy. Lo que había averiguado
había hecho que su estó mago se hundiera.
Situado entre Fortaine y las rutas comerciales del norte, Charcy estaba
perfectamente posicionado para que dos fuerzas capturaran a una tercera. Había
una razó n por la que el Regente estaba provocando que Laurent saliera de su
fortaleza: Charcy era una trampa mortal.
335
Damen había apartado los mapas con frustració n. Eso había sido hacía dos
horas.
—Lo fui. —Le debía a Jord la verdad—. Nosotros... fue la primera vez. Ayer
por la noche.
—¿Te has preguntado alguna vez qué se sentiría al saber que te has
abierto para el asesino de tu hermano? —Jord miró alrededor de la pequeñ a
habitació n. Miró hacia el lugar donde yacía Aimeric—. Creo que se sentiría así.
—¿Solo un hombre? —dijo Jord—. ¿Crees que Aimeric pensaba eso? ¿Que
había dos personas en él? Porque no era así. Solo hubo siempre uno, y mira lo
que pasó con él.
336
Esta vez fue Jord, quien se quedó en silencio.
—Alguien tiene que decirle a Laurent que no se reú na con las tropas de su
tío en Charcy.
—No —dijo Damen. Pensó en las puertas cerradas, y habló con firme
honestidad—. No creo que vaya a escuchar a nadie.
Se quedó de pie delante de las puertas dobles y los dos soldados que las
flanqueaban, y miró los pesados paneles de madera, cerrados firmemente.
337
sostuviera algo en la mano. Su mirada estaba fija en la actividad en el patio,
donde el fuerte se estaba preparando para la guerra bajo sus ó rdenes. Habló sin
volverse.
—¿Un hermano? —dijo Laurent—. Pero no tengo muy buena suerte con
eso. Espero que no te encuentres aquí para una exhibició n del sentimiento
sensiblero. Te echaré.
338
—¿O es que reclamá is marchar a Charcy por alguna otra razó n?
—¿Es eso lo que pensá is? Habéis engañ ado a los hombres haciéndoles
creer en ello. No me habéis engañ ado a mí. Porque lo que hay entre Vos y
vuestro tío no es una lucha, lo es todo.
Dejó que sus ojos se inclinaran hacia arriba y abajo sobre la figura de
Laurent.
339
—Tú no sabes nada —dijo Laurent entonces, con una voz terriblemente
fría—. No sabes nada sobre mí. O sobre mi tío. Está s tan ciego. No puedes ver lo
que… hay justo en frente de ti. —La risa repentina de Laurent era baja y burlona
—. ¿Tú me quieres? ¿Eres mi esclavo?
—No eres nada —dijo Laurent— sino una decepció n que se arrastra, que
permitió que el Rey bastardo le arrojara con cadenas porque no pudo mantener
feliz a su amante en la cama.
—¿Dó nde crees que Kastor obtuvo el apoyo militar para frenar a la facció n
de tu hermano? ¿Por qué crees que el Embajador vereciano llegó con tratados en
la mano derecha después de que Kastor accediera al trono?
340
—¿No adivinas que fue Kastor? Tú , pobre tonto bruto. Kastor mató al Rey,
y luego tomó la ciudad con las tropas de mi tío. Y todo lo que mi tío tenía que
hacer era sentarse y ver pasar las cosas.
—¿Sabías esto?
Eso fue lo ú ltimo que dijo, porque Damen lo golpeó . Lanzó un puñ etazo a la
mandíbula de Laurent con toda la fuerza de su peso detrá s. Los nudillos
impactaron en la carne y el hueso y la cabeza de Laurent se disparó a los lados
cuando golpeó la mesa detrá s de él con fuerza, haciendo que su contenido se
dispersara. Bandejas metá licas se estrellaron contra el azulejo, entre un lío de
vino derramado y comida. Laurent agarró la mesa con el brazo que había sacado
instintivamente para detener su caída.
Damen respiraba con dificultad, con las manos apretadas en puñ os. ¿Cómo
te atreves a hablar así de mi padre? Las palabras estaban en sus labios. Su mente
pulsaba y latía.
341
Laurent se levantó y le dio a Damen una mirada resplandeciente de
triunfo, incluso cuando arrastró el dorso de la mano derecha a través de su
boca, donde sus labios estaban manchados de sangre.
Y entonces Damen vio algo má s que estaba entre los platos volcados que
cubrían el suelo. Era brillante contra las baldosas, como un puñ ado de estrellas.
Era lo que Laurent tenía en la mano derecha cuando Damen entró . Los zafiros
azules del pendiente de Nicaise.
Las puertas detrá s de él se abrieron, y Damen supo sin darse la vuelta que
el sonido había convocado a los soldados a la habitació n. É l no le quitaba los ojos
de encima a Laurent.
Los soldados vacilaron. Era la respuesta justa a sus acciones, pero él era —
o había sido— su Capitá n. Tuvo que decir de nuevo—: Hacedlo.
Otra duda. Estaba claro que los dos soldados no sabían qué hacer con lo
que se habían encontrado al entrar. El aire de violencia se agravó en la sala,
donde su Príncipe se paró frente a una mesa ruinosa, con sangre brotando de su
labio.
Era una orden directa de su Príncipe, y esta vez fue obedecida. Damen
sintió que le soltaban las manos. La mirada de Laurent siguió a los soldados
mientras se inclinaban y se marcharon, cerrando la puerta detrá s.
342
—Ahora sal —dijo Laurent.
Damen apretó los ojos cerrá ndolos brevemente. Se sintió puro ante los
pensamientos de su padre. Las palabras de Laurent empujaban en el interior de
sus pá rpados.
La risa de Laurent era un extrañ o sonido sin aliento. —¿No has oído nada
de lo que acabo de decirte?
—He venido con Vos para detener una guerra —dijo Damen—. Vine
porque erais el ú nico que se interpone entre Akielos y vuestro tío. Sois Vos quien
ha perdido la visió n de eso. Tenéis que luchar contra vuestro tío en vuestros
propios términos, no en los suyos.
—No puedo. —Fue una cruda admisió n—. No puedo pensar. —Las
palabras salieron desgarradas. Con los ojos abiertos al silencio, Laurent las dijo
otra vez con una voz diferente, sus ojos eran azul oscuro con la exposició n de la
verdad—. No puedo pensar.
343
Se arrodilló y recogió el brillante pendiente de Nicaise del suelo.
Había sido una cosa delicada, y bien hecha, un puñ ado de zafiros.
Levantá ndolo lo dejó sobre la mesa.
—Solo estoy aclarando mi cabeza. Ya les dije a mis escoltas que no les iba a
necesitar hasta la mañ ana —dijo Damen.
—Me quedaré —dijo Damen—. Tres días. Después de eso, viajo al sur.
344
—Tienes razó n. Maté a Nicaise cuando lo dejé todo a medias. Debería
haberme quedado bien lejos de él, o haber roto su fe en mi tío. No lo planifiqué
bien, lo dejé al azar. No estaba pensando. No estaba pensando en él de esa
manera. Solo... Solo me gustaba. —Por debajo de las palabras frías, analíticas,
también había algo de desconcierto.
Fue horrible. —Nunca debí haber… dicho eso. Nicaise hizo una elecció n.
Habló por Vos, porque erais su amigo, y eso no es algo de lo que debá is
arrepentiros.
—É l intercedió por mí, porque no creía que mi tío le hiciera dañ o. Ninguno
de ellos lo creen. Piensan que él los ama. Tiene la apariencia externa del amor. Al
principio. Pero eso no es amor. Es... fetiche. No sobreviven a la adolescencia. Los
propios chicos son desechables. —La voz de Laurent no cambió —. Sabía eso, en
el fondo. Siempre fue má s inteligente que los demá s. Sabía que cuando llegara a
envejecer, sería reemplazado.
—Te gustaba.
—Mi tío cultivó lo peor de él. Todavía tenía buenos instintos a veces.
Cuando los niñ os son moldeados tan jó venes, se necesita tiempo para
deshacerlo. Pensé...
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Observó el rostro de Laurent, el parpadeo de una verdad interna detrá s de
la falta de cuidado de toda expresió n.
Fue con sorpresa que sintió el contacto de los dedos de Laurent contra el
dorso de la muñ eca. Pensó que era un gesto de consuelo, una caricia, y entonces
se dio cuenta de que Laurent estaba cambiando la estructura de la manga,
volviéndola a deslizar un poco para revelar el oro que había debajo, hasta el
brazalete de la muñ eca que había pedido al herrero que dejara, estaba expuesta
entre ellos.
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Damen dejó escapar un suave suspiro vacilante de risa, porque tenía
razó n. Durante un rato se sentaron juntos en un có modo silencio. Laurent en su
mayoría se volvió de ser él mismo, su postura má s informal, su peso se apoyó en
los brazos, mirando a Damen como a veces lo hacía. Pero era una nueva versió n
de sí mismo, desnudo de nuevo, joven, un poco má s tranquilo, y Damen se dio
cuenta de que estaba viendo a Laurent con sus defensas bajadas, una o dos de
ellas, de todos modos. Había una inexperta, frá gil sensació n con la experiencia.
El vino tinto se fue filtrando en las baldosas del suelo. Se oyó preguntarle.
Pero fue el Regente quien había forjado alianzas al otro lado de la frontera.
Fue el Regente el que había dado a Kastor el apoyo que necesitaba para
desestabilizar el trono akielense. Y así Theomedes estaba muerto, y Damianos
había sido enviado a...
347
Nunca había tenido sentido que Kastor le hubiera mantenido con vida.
Kastor había sido muy cuidadoso por borrar todas las pruebas de su traició n.
Había ordenado asesinar a todos los testigos, desde los esclavos a hombres de
alto rango como Adrastus. Dejar a Damen con vida fue loco, peligroso. Siempre
existía la posibilidad de que Damen pudiera escapar y volver a desafiar a Kastor
por el trono.
Un esclavo en particular. Damen sintió calor y luego frío. ¿Podría ser que él
hubiera sido el precio del Regente? Eso, a cambio de las tropas, el Regente había
dicho, ¿Quiero que Damianos sea enviado como esclavo de cama a mi sobrino?
Pensó en las sugerencias del Regente hacia él, astuto, sutil. «Laurent podría
beneficiarse de una influencia estabilizadora, alguien cercano a él con sus mejores
intereses en el corazón. Un hombre que parece juicioso, podría ayudar a guiarlo sin
dejarse llevar». Y la constante y persistente insinuació n: «¿Has tomado a mi
sobrino?»
«Mi tío sabe que cuando pierdo el control, cometo errores. Le habría dado
una especie de perverso placer enviar a Aimeric a trabajar en mi contra», Laurent
había dicho.
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¿Cuá nto má s placer retorcido podía extraer de esto?
—Mi tío planea todo —dijo Laurent, como si leyera los pensamientos de
Damen—. É l planea la victoria y los planes para la derrota. Fuiste tú quien nunca
acabó de encajar... Siempre has estado fuera de sus esquemas. Tanto como mi tío
y Kastor planearon —dijo Laurent, cuando Damen sintió aumentar el frío— no
tenían idea de lo que hicieron cuando te me dieron como regalo.
En una fortaleza llena de actividad, se sabía él mismo una pieza del juego, y
solo estaba empezando a ser capaz de vislumbrar el alcance del tablero.
El Regente había hecho esto, y sin embargo, él lo había hecho también, era
también responsable. Jord tenía razó n. Le debía a Laurent la verdad, y no se la
había dado. Y ahora sabía las consecuencias que la elecció n podría traer. Sin
embargo, no se atrevía a lamentar lo que habían hecho: la noche anterior había
sido brillante de una manera que resistía a ser empañ ada.
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Había tenido razó n. Su corazó n latía con la sensació n de que la otra verdad
de alguna manera debía cambiar para bien, y sabía que no lo haría.
No podía hacer nada de eso. Pero si había algo que Laurent quisiera, podía
dá rselo. Podía intentar dar un golpe al Regente del que no se recuperaría.
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El plan había tomado forma sobre un mapa. Se lo había dicho a Laurent
simplemente. —Mira la ubicació n de Charcy. Fortaine será el punto de partida
de las tropas. Charcy será la lucha de Guion.
Pero lo que dijo fue—: ¿Está is seguro de querer dejar a vuestro enemigo a
cargo de vuestra fortaleza?
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En pú blico, no había nada que pudiera decir. Sintió su contacto apretarse
ligeramente. Pensó en avanzar adelante, tomar la cabeza de Laurent en sus
manos. Y entonces pensó en lo que era, y todo lo que ahora sabía. Y se obligó a
soltarse.
La fortaleza sin Laurent se sentía vacía. Pero, guarnecida por una fuerza
maestra, todavía tenía suficientes hombres que podían repeler cualquier
amenaza seria desde el exterior. Las paredes de Ravenel habían permanecido
firmes durante doscientos añ os. Ademá s de lo cual, su plan se apoyó en dividir
sus fuerzas, con Laurent saliendo primero, mientras que Damen permanecía a la
espera de los refuerzos de Laurent y luego lanzá ndose desde Ravenel un día
después.
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Se sintió bien cuidar de lo que habían logrado y saber que solo era el
comienzo. El Regente había mantenido el ascendiente durante demasiado
tiempo. Fortaine iba a caer, y Laurent iba a mantener el sur.
El rojo siempre había sido el color de la Regencia, pero eso no fue lo que
cambió el latido del corazó n de Damen, incluso antes del sonido lejano del
cuerno —el marfil que sacudió el aire— dividiéndolo abiertamente.
Había una rá faga de actividad en el patio, el ruido de los cascos, las voces
elevá ndose con alarma…
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Damen era tan consciente de ello como de la distancia, se volvió casi a
ciegas cuando un mensajero irrumpió hasta las escaleras de dos en dos a tiempo,
dejá ndose caer sobre una rodilla delante de Damen y jadeando con su mensaje.
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vocabulario, mejorando su fluidez y su elecció n de materias, geografía de
fronteras, tratados, movimientos de tropas.
Los hombres y mujeres de Ravenel se apiñ aban en las orillas del patio, y
los hombres de Damen se desplegaban para hacerles retroceder. La multitud
presionaba y se unía a ellos. El rumor de la entrada akielense se había extendido.
La multitud murmuraba, los soldados estaban descontentos con su deber. El
Regente había tenido razó n, la gente decía: Laurent había estado aliado con
355
Akielos todo el tiempo. Era una extrañ a especie de locura darse cuenta de esto;
de hecho, era cierto.
Damen vio los rostros de los hombres y mujeres verecianos, vio flechas en
formació n desde las almenas, y en una de las esquinas del gran patio, una mujer
abrazaba a su hijo mientras se agarraba a su pierna, la mano rodeando su
cabeza.
É l sabía lo que había en sus ojos, visible ahora por debajo de la hostilidad.
Era terror.
—Esto está mal —dijo Guymar, con la mano apretada en la empuñ adura
de su espada—. Debemos… —Damen extendió la mano en un gesto represivo.
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vinieran a ellos. Nada de eso le importaba. Mantuvo sus ojos en el hombre, que lo
observaba acercarse a su vez.
Damen llevaba ropa vereciana. Las sentía sobre él mismo, el cuello alto, el
tejido apretado, atado para seguir las líneas de su cuerpo, las mangas largas y el
brillo de sus botas largas. Incluso su cabello había sido cortado al estilo
vereciano.
Observó que el hombre vio todo eso primero, y luego vio que el hombre lo
veía.
—La ú ltima vez que hablamos, los albaricoques eran de temporada —dijo
Damen, en akielense—. Entramos en el jardín de noche, y me agarraste del brazo
y me diste consejos, y no te escuché.
É l dijo—: Damianos.
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Y cuando Damen miró , el ejército estaba cayendo de rodillas, hasta que el
patio era un mar de cabezas inclinadas, y el silencio sustituyó al murmullo de las
voces, pronunciando las palabras una y otra vez.
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AGRADECIMIENTOS
Este libro nació de una serie de conversaciones telefó nicas nocturnas los
lunes con Kate Ramsay, quien dijo en un momento: «Creo que esta historia va a
ser má s grande de lo que crees». Gracias Kate, por ser una gran amiga cuando
má s lo necesitaba. Siempre recordaré el sonido del timbre del antiguo y
destartalado teléfono en mi pequeñ o apartamento de Tokio.
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EXTRAS: PROLONGACIÓN DEL CAPÍTULO DIECINUEVE
Damen era feliz. Irradiaba de él, el peso de su cuerpo era pesado y repleto.
Era consciente de Laurent, que salía de la cama. Su sentido de cercanía
adormilada persistía.
Debido a que eran una molestia, tiró de los cordones de la camisa, que
había atrapado debajo de él, luego la arrebujó en sus manos, y la utilizó , sin
pensar mucho, para limpiarse a sí mismo. Saltó de la cama. Cuando volvió a
mirar hacia arriba, Laurent había reaparecido en el arco de la habitació n.
—Te he traído una toalla pero veo que ya has improvisado —dijo Laurent,
haciendo una pausa en la mesa para servirse una copa de agua, colocá ndola
abajo en el banco de la cama.
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—Venid a la cama —dijo Damen.
Laurent medio resistió el tiró n, y terminó con una rodilla sobre la seda y
una mano apoyada torpemente en el hombro de Damen. Este lo miró , con el oro
de su pelo y la camisa cayendo de su cuerpo. Los miembros de Laurent estaban
ligeramente rígidos, má s aú n cuando se movió para conseguir el equilibrio,
torpe, como si no supiera qué hacer. Tenía la manera de un joven apropiado que
ha sido persuadido por primera vez en la lucha libre infantil y se encuentra
tirado encima de su oponente en el serrín. Su puñ o agarró la toalla en contra de
la cama.
Eso le valió una mirada larga y fría a corta distancia. Damen se sentía ebrio
de felicidad de su propio atrevimiento. Miró de reojo la toalla.
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La dulzura de eso fue sorprendente. Se dio cuenta con un pequeñ o pulso
de su corazó n que Laurent lo decía en serio. Estaba acostumbrado a los cuidados
de los esclavos, pero era un lujo má s allá de cualquier sueñ o decadente que
Laurent lo hiciera. Su boca se curvó ante la imposibilidad de ello.
—¿Qué?
—¿Vais a desterrarme a dormir a los pies de vuestra cama? Ojalá que no,
está bastante lejos.
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—No estamos en Akielos. ¿Por qué no me enseñ á is có mo se hace en Vere?
—Me temo que no estoy de acuerdo —dijo Damen, por su parte bajo la
mirada de Laurent, relajada, su polla yacía caliente contra su propio muslo.
—Os faltan los gestos sencillos que no se suelen compartir con nadie —
dijo Damen.
—¿Pensasteis en eso?
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—Me besaste —dijo Laurent—. En las almenas. Pensé en ello.
—Y pensasteis en ello
Fue todo lo que dijo. Las palabras parecían venir de un lugar profundo de
Laurent, sacadas de algú n nú cleo de veracidad.
—Déjalas arder.
—Laurent —dijo.
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Tuvo su efecto la poca profundidad de la respiració n, aunque Damen no
hizo ademá n de tocarle. Era má s grande, y ocupaba má s espacio en la cama.
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Tal vez fuera la primera vez. No había tomado la cabeza de Damen así,
extendiendo sus dedos sobre su forma, cuando Damen había usado su boca.
Había mantenido sus puñ os cerrados en las sá banas. Damen se sonrojó ante la
idea de que Laurent ahuecara su cabeza mientras le daba placer. Laurent no era
tan inhibido. No se había entregado a la sensació n, la había alcanzado en una
marañ a interna.
Su mirada estaba allí en primer lugar. Un toque siguió , trazado con extrañ a
fascinació n, casi reverencial. Damen sintió la turbació n de ello cuando los dedos
de Laurent viajaron por su longitud, la línea blanca y delgada que una espada
había recorrido a través de su hombro.
Los ojos de Laurent eran muy oscuros a la luz de las velas. Un primer
derrame de tensió n, los dedos de Laurent en su piel, el corazó n le latía como una
magulladura en el pecho.
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Laurent dijo—: No creía que hubiera alguien lo suficientemente bueno
para atravesar tu guardia.
El pasado estaba allí con ellos de pronto, demasiado cerca, excepto que la
estocada había llegado limpia y rá pida y Laurent era lento y con ojos oscuros y
los dedos se deslizaban por el tejido cicatrizal.
—Lo sé.
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espacio cá lido entre la mandíbula y el cuello, donde sus labios habían
descansado, estaba su boca, que él había besado.
Cuando Laurent se inclinó , Damen, sin pensar, llevó una mano a la cadera
para ayudar a equilibrarle, y luego se dio cuenta de lo que había hecho.
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Sintió la conciencia de Laurent sobre ello. Su mano lo cantaba con la
tensió n. En el límite de lo que estaba permitido, Damen podía sentir la poca
profundidad de la respiració n de Laurent. Pero este no se apartó , en cambio,
inclinó la cabeza. Damen se inclinó lentamente y, cuando Laurent no se volvió
atrá s, presionó un suave beso en la base de su cuello. Y luego otro.
Quería deslizar sus manos sobre el cuerpo de Laurent. Quería ver lo que
pasaría si esta gentil atenció n se prodigaba por todo él, una parte a la vez, ver si
él se relajaría por cada uno, si lentamente comenzarían a romperse,
entregá ndose al placer, de la forma en que se había permitido a sí mismo hacer
en cualquier momento, excepto tal vez en el clímax, viniendo a sonrojar las
mejillas bajo los empujes de Damen.
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moverse contra él. Ni siquiera había practicado nada al respecto, solo una
bú squeda con los ojos cerrados después del placer.
Damen nunca podría haber llegado al propio clímax de esta manera, pero
cuanto má s lento Damen lo besaba mientras se movían juntos, má s parecía
desarmar a Laurent.
Quizá s Laurent siempre había sido muy sensible a la ternura. Sus ojos
estaban medio cerrados. Un primer pequeñ o sonido escapó de él. Sus mejillas
estaban sonrojadas y sus labios se separaron, con la cabeza vuelta ligeramente
hacia un lado, un pequeñ o tumulto en la normalmente fría y tranquila expresió n.
Damen estaba sonriendo sin poder hacer nada. —Eso era lo adecuado.
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—Has estado esperando decir eso. —Las palabras fueron solo un poco
borrosas.
Sintió la forma magra de Laurent a su lado en la cama. La luz era tenue con
velas acanaladas. Ordéname que me quede, quería decir, pero no pudo.
Tenía veinte añ os, y era el príncipe de un país rival, e incluso si sus países
hubieran sido amigos, habría sido imposible.
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