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Título original: Captive Prince, vol.

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© C. S. Pacat
© De la traducció n: S&M
Pá gina del autor: http://www.captiveprince.com
Edició n: Mayo 2016
Atenció n: Este libro es de temá tica homoeró tica y contiene escenas de sexo explícito M/M

AVISO IMPORTANTE:

La presente traducció n ha sido elaborada por un grupo de aficionados para su uso particular.
Queda expresamente prohibida su distribució n en foros, blogs, pá ginas web o cualquier
plataforma digital de intercambio de archivos.
"Este era el má s poderoso de los señ ores de Vere desplegando sus estandartes
para la guerra."
Con su país al borde de la guerra, Damen y su nuevo amo el Príncipe Laurent
deben intercambiar las intrigas del palacio por la fuerza arrolladora del campo
de batalla a medida que viajan a la frontera para evitar un complot mortal.
Obligado a ocultar su identidad, Damen se siente atraído por el peligroso,
carismá tico Laurent. Pero a medida que la confianza en ciernes entre los dos
hombres se profundiza, la verdad de los secretos de ambos, de sus pasados,
permanece suspendida para surgir con un culminante golpe mortal...
SK

P A T RA S

Mar ElJo5enn

Papa de
KIELOS Y VERE
AKIELOS
KASTOR, rey de Akielos
DAMIANOS (Damen), heredero al trono de Akielos
JOKASTE, una dama de la corte akielense
NIKANDROS, Kyros de Delpha
MAKEDON, un comandante
NAOS, un soldado

VERE
La Corte
EL REGENTE de Vere
LAURENT, el heredero al trono de Vere
NICAISE, mascota del Regente
GUION, señ or de Fortaine, miembro del Consejo Vereciano y exembajador en Akielos
VANNIS, embajador en Vask
ANCEL, una mascota
Los hombres del Príncipe
GOVART, Capitá n de la Guardia del Príncipe
JORD
ORLANT
ROCHERT
HUET
AIMERIC
LAZAR, uno de los mercenarios del Regente, ahora en las huestes del Príncipe
PASCHAL, un médico
En Nesson
CHARLS, un comerciante
VOLO, un tahú r

En Acquitart
ARNOUL, un sirviente
En Ravenel
TOUARS, Señ or de Ravenel
THEVENIN, su hijo
ENGUERRAN, el capitá n de las tropas de Ravenel
HESTAL, asesor de lord Touars
GUYMAR, un soldado
GUERIN, un herrero
En Breteau
ADRIC, un miembro de la pequeñ a nobleza
CHARRON, un miembro de la pequeñ a nobleza

PATRAS

TORGEIR, rey de Patras

TORVELD, hermano menor del rey Torgeir y el embajador en Vere


ERASMUS, su esclavo

VASK
HALVIK, líder de un clan
KASHEL, una mujer de un clan

DEL PASADO

THEOMEDES, exrey de Akielos y padre de Damen


EGERIA, exreina de Akielos y madre de Damen
HYPERMENESTRA, examante de Theomedes y madre de Kastor
EUANDROS, exrey de Akielos, fundador de la Casa de Theomedes
ALERON, exrey de Vere y padre de Laurent
AUGUSTE, exheredero del trono de Vere y hermano mayor de Laurent
CAPÍTULO UNO

La puesta de sol alargaba las sombras mientras ellos ascendían y el


horizonte se ponía rojo. Chastillon tenía una ú nica torre prominente, un oscuro
bulto redondo contra el cielo. Era enorme y antiguo, como los castillos má s al
sur, Ravenel y Fortaine, construidos para soportar ataques de asedio. Damen
observó el panorama, inquieto. Resultaba imposible contemplar el camino de
acceso sin ver el castillo de Marlas, esa lejana torre flanqueada por extensos
campos rojos.

—Es un país de caza —dijo Orlant, confundiendo la naturaleza de su


mirada—. Atrévete a intentar escapar.

É l no dijo nada. No estaba allí para huir. Era una extrañ a sensació n la de
estar encadenado y, a la vez, cabalgar con un grupo de soldados verecianos por
su propia y libre voluntad.

Un día de recorrido, incluso al paso lento de los carros a través de un


agradable campo a finales de la primavera, era suficiente para juzgar la calidad
de una tropa. Govart había hecho poco má s que estar sentado, una figura
impersonal sobre las sacudidas de la cola de su musculoso caballo; sin embargo,
quienquiera que comandara a aquellos hombres, previamente los había
instruido para mantener una formació n impecable durante el transcurso de un
largo recorrido. Tanta disciplina resultaba un poco sorprendente. Damen se
preguntó si serían capaces de mantener esa conducta en una pelea.

Si pudieran mantenerla, no habría motivo alguno para la desesperanza,


aunque a decir verdad, la causa de su buen humor tenía má s que ver con el estar
al aire libre, con el sol y la ilusió n de la libertad que sobrevino al otorgá rsele un
caballo y una espada. Incluso el peso del collar y los puñ os dorados en su
garganta y muñ ecas no podían disminuirla.

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Los sirvientes habían salido a su encuentro, alineá ndose ellos mismos en
formació n como lo harían ante la llegada de cualquier comitiva importante. Los
hombres del Regente que supuestamente estaban estacionados en Chastillon
esperando la llegada del Príncipe, no estaban por ningú n lado.

Había cincuenta caballos que tenían que ser atendidos, cincuenta


conjuntos de armaduras y guarnició n que desatar, y cincuenta lugares que
preparar en los cuarteles; y eso eran tan solo lo de los hombres de armas, sin
contar lo de los sirvientes ni los carros. Sin embargo, en el enorme patio, la
partida del Príncipe parecía pequeñ a, insignificante. Chastillon era lo
suficientemente grande como para acoger a cincuenta hombres como si ese
nú mero no fuera nada.

Nadie estaba armando tiendas: los hombres dormirían en los cuarteles;


Laurent, en el torreó n.

Laurent se impulsó fuera de la silla, se quitó los guantes de montar, los


metió en su cinto, y le dio su atenció n al castellano 1. Govart ladró unas pocas
ó rdenes y Damen se encontró ocupado en la armadura y los pormenores del
cuidado de su caballo.

Al otro lado del patio, un par de perros alanos llegaron corriendo desde las
escaleras de piedra para lanzarse con gran entusiasmo sobre Laurent, quien
concedió a uno de ellos un masaje detrá s de las orejas causando un ataque de
celos en el otro.

Orlant llamó la atenció n de Damen.

—El médico te requiere —dijo, señ alando con la barbilla a un toldo en el


otro extremo del patio, bajo el cual se adivinaba una familiar cabeza gris. Damen
dejó la coraza que llevaba y fue hacia allí.

1 Se refiere al señ or que gobierna un castillo.

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—Siéntate —dijo el médico.

Damen lo hizo con algo de cautela, en el ú nico asiento disponible: un


pequeñ o taburete de tres patas. El médico comenzó a desabrochar un maletín de
cuero trabajado.

—Muéstrame tu espalda.

—Mi espalda está bien.

—¿Después de un día en la silla? ¿En armadura? —preguntó el médico.

—Está bien —repitió Damen.

El médico insistió :

—Quítate la camisa.

La mirada del facultativo fue implacable. Después de un largo momento,


Damen se estiró hacia atrá s y sacó su camisa, dejando al descubierto la amplitud
de sus hombros.

Estaba bien. Su espalda había sanado tanto que nuevas cicatrices habían
ocupado el lugar de las recientes heridas. Damen se estiró para echar un vistazo,
pero como no era un bú ho2, no vio casi nada. Desistió antes de que le diera un
calambre en el cuello.

El médico hurgó en el maletín y sacó uno de sus innumerables ungü entos.

—¿Un masaje?

—Estos son bá lsamos curativos. Deberían aplicarse todas las noches. Ello
ayudaría a que las cicatrices desaparecieran un poco, con el tiempo.

Eso era realmente demasiado.

2 Los bú hos tienen la capacidad de girar casi completamente la cabeza por lo que pueden ver a sus espaldas.

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—¿Solo es estético?

El médico continuó :

—Me dijeron que serías difícil. Muy bien. Cuanto mejor cicatrice, menos
problemas de rigidez en tu espalda, tanto ahora como en el futuro, por lo que
estará s en mejores condiciones para balancear una espada y matar a mucha
gente. Me dijeron que serías sensible a este argumento.

—El Príncipe —concluyó Damen. «Pero por supuesto. Todo este tierno
cuidado de la espalda, quiere calmar con un beso la mejilla enrojecida que ha
abofeteado».

Pero él tenía, irritantemente, la razó n. Damen necesitaba ser capaz de


luchar.

El ungü ento era fresco y perfumado, y redujo los efectos causados por el
largo viaje de aquella jornada. Uno por uno, los mú sculos de Damen se
desbloquearon. Tenía el cuello doblado hacia delante, el pelo cayendo un poco
sobre su rostro. Su respiració n se alivió . El médico trabajaba con sus manos de
manera impersonal.

—No sé tu nombre —admitió Damen.

—No recuerdas mi nombre. Estabas dentro y fuera de la consciencia la


noche que nos conocimos. Uno o dos latigazos má s, y podrías no haber visto la
mañ ana.

Damen emitió un resoplido.

—No fue tan malo.

El médico lo miró extrañ ado.

—Mi nombre es Paschal. —Fue todo lo que dijo.

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—Paschal —repitió Damen—. ¿Es la primera vez que viajas con tropas en
campañ a?

—No. Yo era el médico del rey. Atendí a los caídos en Marlas y en


Sanpelier.

Se produjo un silencio. Damen hubiera querido preguntarle a Paschal si


sabía algo de los hombres del Regente, pero después de aquello no dijo má s, solo
sostuvo entre sus manos la camisa arrebujada. La manipulació n sobre su
espalda era continua, lenta y metó dica.

—Luché en Marlas —admitió Damen.

—Supuse que lo habías hecho.

Otro silencio. Damen contempló el suelo bajo el toldo, cubierto de tierra en


lugar de piedra. Vio un rasgó n en la parte inferior, el borde desgarrado de la lona
reseca. Las manos en su espalda, finalmente terminaron y se alzaron.

Afuera, el patio estaba despejado; los hombres de Laurent eran eficientes.


Damen se puso de pie y sacudió la camisa.

—Si serviste al rey —dijo Damen—, ¿có mo es que ahora está s sirviendo al
Príncipe y no a su tío?

—Los hombres está n en el lugar donde ellos mismos se ponen —concluyó


Paschal, cerrando su maletín con un golpe.

Al volver al patio no pudo informarle a Govart, quien había desaparecido,


pero sí encontró a Jord dirigiendo el movimiento.

—¿Sabes leer y escribir? —preguntó .

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—Sí, por supuesto —dijo Damen. Y se paralizó .

Jord no se dio cuenta.

—Aú n no hay casi nada listo para mañ ana. El Príncipe dice que no vamos a
salir con el arsenal sin completar. También dice que no vamos a retrasar la
salida. Ve a la sala occidental de armas, haz un inventario y dá selo a ese hombre.
—Lo señ aló —. Rochert.

Dado que elaborar un registro completo era una tarea que le llevaría toda
la noche, Damen asumió que lo que había que hacer era verificar el inventario
existente que ya se encontraba asentado en una serie de libros encuadernados
en cuero. Abrió el primero de ellos en busca de las pá ginas correspondientes, y
sintió que lo invadía una extrañ a sensació n al notar que estaba mirando un
listado de armas de caza que databa de hacía siete añ os realizado para el
príncipe heredero Auguste.

«Preparado para Su Alteza, el príncipe heredero Auguste, guarnición de


cuchillería de cazador, una lanza, ocho puntas de lanza, arco y cuerdas».

No estaba solo en la sala de armas. Desde algú n lugar detrá s de los


estantes se oyó la voz culta de un joven cortesano diciendo:

—Has oído las ó rdenes. Proceden del Príncipe.

—¿Por qué debería creer eso? ¿Eres su mascota? —dijo una voz má s
áspera.

Y otra:

―Pagaría por ver eso.

Y otra:

—El Príncipe tiene hielo en las venas. No folla. Acataremos las ó rdenes
cuando venga el capitá n y nos las diga él mismo.

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—¿Có mo te atreves a hablar así de tu Príncipe? Elige tu arma. ¡Dije que
eligieras tu arma! ¡Ahora!

—Te vas a hacer dañ o, cachorro.

—Si eres demasiado cobarde para… —dijo el cortesano y, antes de


siquiera la mitad de esa frase, Damen ya estaba cerrando su puñ o alrededor de
una de las espadas y saliendo fuera.

Rodeó la esquina justo a tiempo para ver a uno de los tres hombres con
librea del Regente retroceder, balancearse y darle un puñ etazo al cortesano en la
cara.

El “cortesano” no era un cortesano. Era el joven soldado cuyo nombre


Laurent había mencionado secamente a Jord: «Diles a los sirvientes que duerman
con las piernas cerradas. Y a Aimeric».

Aimeric se tambaleó hacia atrá s y se golpeó contra la pared, deslizá ndose


hasta la mitad de su altura, mientras abría y cerraba los ojos con estupefactos
parpadeos. La sangre manaba de su nariz.

Los tres hombres contemplaron a Damen.

—Ya demostraste tu argumento —dijo este, manteniéndose imparcial—.


Por qué no lo dejas así y yo lo llevaré de vuelta a los cuarteles.

No fue el tamañ o de Damen lo que los detuvo. No fue la espada que


sostenía casualmente en la mano. Si aquellos hombres realmente hubieran
querido iniciar una pelea, había suficientes espadas, piezas de armadura para
ser lanzadas, y estantes tambaleá ndose, para convertir aquello en algo
prolongado y absurdo. Fue el líder de ellos extendiendo un brazo para contener
a los demá s atrá s, al ver el collar dorado de Damen.

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Y este comprendió en ese instante, có mo serían exactamente las cosas en
esta campañ a: los hombres del Regente creciendo en predominio. Mientras
Aimeric y los hombres del Príncipe serían sus blancos pues no tenían a nadie
ante quien quejarse a excepció n de Govart, quien les bajaría los humos de nuevo.
Govart, el mató n favorito del Regente, había sido enviado allí para mantener a
los hombres del Príncipe bajo control. Pero Damen era diferente. Damen era
intocable, pues Damen tenía una línea directa de comunicació n con el Príncipe.

Esperó . Los hombres, que no estaban dispuestos a desafiar abiertamente


al Príncipe, se decidieron por la discreció n, el hombre que había derribado a
Aimeric asintió lentamente y los tres se alejaron; Damen permaneció
observando su retirada.

Se volvió hacia Aimeric, notando su fina piel y sus muñ ecas elegantes. No
era extrañ o entre los hijos menores de alta alcurnia 3 buscar un puesto en la
Guardia Real para labrarse un nombre tanto como pudieran. Sin embargo, por lo
que Damen había visto, los hombres de Laurent eran de un tipo má s rudo.
Aimeric, probablemente, estuviera entre ellos tan completamente fuera de lugar
como aparentaba.

Damen le tendió la mano, pero el joven hizo caso omiso de ella,


enderezá ndose por su cuenta.

—¿Cuá ntos añ os tienes? ¿Dieciocho?

—Diecinueve —fue su respuesta.

Alrededor de la nariz rota, tenía un rostro aristocrá tico de finos huesos,


bonitas cejas oscuras moldeadas y largas pestañ as también oscuras. De cerca era
aú n má s atractivo. Uno podía notar otros detalles como su hermosa boca, incluso
a pesar del goteo de la hemorragia nasal.

3En las sociedades antiguas afectadas por el mayorazgo, solo el hijo mayor era el heredero de títulos y bienes: los demá s
debían forjarse un nombre.

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Damen dijo:

—Nunca es buena idea empezar una pelea; en particular contra tres


hombres, cuando eres el tipo de persona que se cae al primer golpe.

—Si me caigo, me levanto de nuevo. No tengo miedo a ser golpeado —


replicó Aimeric.

—Bien. Eso es bueno, porque si insistes en provocar a los hombres del


Regente, te va a suceder seguido. Inclina la cabeza hacia atrá s.

Aimeric lo miró y se apretó la nariz con la mano, conteniendo el fluir de la


sangre.

—Eres la mascota del Príncipe. He oído hablar de ti.

Damen dijo:

—Si no vas a inclinar la cabeza hacia atrá s, ¿por qué no vamos a buscar a
Paschal? Puede darte un ungü ento perfumado.

Aimeric no se movió .

—No pudiste recibir el azotamiento como un hombre. Abriste la boca y


chillaste al Regente. Pusiste las manos sobre él. Escupiste en su reputació n.
Luego, trataste de escapar, y a pesar de ello él todavía intervino por ti, porque él
nunca abandonaría a un miembro de su Casa a la regencia. Ni siquiera a alguien
como tú .

Damen se había quedado muy quieto. Miró al rostro ensangrentado del


joven, y recordó que Aimeric había estado dispuesto a recibir una paliza por
parte de tres hombres por defender el honor del Príncipe. Podría haberlo
confundido con un equivocado amor pueril, excepto que había visto el destello
de algo similar en Jord, en Orlant e, incluso, a su propia tranquila manera, en
Paschal.

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Damen recordó el revestimiento de marfil y oro que encubría a un ser
hipó crita, egoísta y poco fiable.

—Eres muy leal a él. ¿A qué se debe eso?

—Yo no soy un perro traidor akielense —dijo Aimeric.

Damen entregó el inventario a Rochert, y la Guardia del Príncipe comenzó


la tarea de preparació n de las armas, armaduras y caravanas para su salida a la
mañ ana siguiente. Era un trabajo que debería haber sido realizado antes de
llegar por los hombres del Regente. Pero de los ciento cincuenta hombres que
este había puesto a disposició n para cabalgar con el Príncipe, menos de dos
docenas habían estado dispuestos a ayudarles.

Damen se unió al trabajo, a pesar de que él era el ú nico hombre que olía a
costosos ungü entos y canela. El ú nico asunto que le quedaba pendiente se
refería al hecho de que el castellano le había ordenado que informara al torreó n
cuando hubiera terminado.

Aproximadamente una hora después, Jord se acercó a él.

—Aimeric es joven. Dice que no volverá a suceder —le dijo.

«Sucederá otra vez, y una vez que las dos facciones en este campamento
inicien represalias unos contra otros, esta campaña habrá terminado», no dijo eso.
Lo que dijo fue:

—¿Dó nde está el capitán?

—El capitá n está en una de las caballerizas, hasta la cintura encima del
mozo de cuadra —informó Jord—. El Príncipe ha estado esperando por él en los
cuarteles. En realidad... me dijeron que tienes que ir a traerle.

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—De los establos —confirmó Damen mientras miraba con incredulidad a
Jord.

—Mejor tú que yo —le dijo este—. Bú scalo en el piso en la parte de atrás.


Ah, y cuando hayas terminado, informa a la torre.

Fue un largo paseo a través de dos patios desde los cuarteles a los
establos. Damen esperaba que Govart hubiera terminado para el momento en
que llegara, pero por supuesto que no lo había hecho. Los establos contenían
todos los tranquilos sonidos nocturnos de los caballos, pero aun así, Damen los
oyó antes de verlos: los suaves sonidos rítmicos venían, como Jord había
predicho con exactitud, desde la parte de atrá s.

Damen sopesó la reacció n de Govart a una interrupció n, contra la de


Laurent luego de hacerlo esperar. Y empujó para abrir la puerta del establo.

En el interior, Govart estaba inequívocamente jodiendo al mozo de cuadra


contra la pared del fondo. Los pantalones del chico estaban en un montó n
arrugado sobre la paja cerca de los pies de Damen. Sus piernas desnudas estaban
extendidas ampliamente y su camisa estaba abierta y empujada hacia arriba
sobre su espalda. Su rostro estaba presionado contra los paneles de la á spera
madera y era retenido en ese lugar por el puñ o de Govart en su cabello. Este
ú ltimo estaba vestido. Había desatado sus pantalones solo lo necesario para
sacar su polla.

Govart se detuvo el tiempo suficiente para girar la cabeza hacia un lado y


decir:

—¿Qué? —Antes de, deliberadamente, continuar. El mozo de cuadra, al ver


a Damen, reaccionó de manera diferente, retorciéndose.

—Detente —dijo el joven—. Detente. No con alguien mirando…

—Cá lmate. Es solo la mascota del Príncipe.

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Govart sacudió la cabeza del mozo hacia atrá s para dar

énfasis. Damen informó :

―El Príncipe te requiere.

—Puede esperar —dijo Govart.

—No. No puede.

—¿É l quiere que yo salga corriendo a su orden? ¿Qué lo visite con una
polla dura? —Govart desnudó los dientes en una sonrisa—. ¿Crees que el que se
comporte demasiado engreído como para follar sea solo una actuació n y que, en
realidad, sea un provocador que necesita una polla?

Damen sintió la rabia consolidá ndose dentro de él con un peso tangible.


Reconoció en ella un eco de la impotencia que Aimeric debía haber
experimentado en la armería, excepto que él no era un novato de diecinueve
añ os que nunca hubiera visto una pelea. Sus ojos se posaron impasibles sobre el
cuerpo medio desnudo del mozo de cuadra. Se dio cuenta de que, un día,
devolvería a Govart en este pequeñ o y polvoriento compartimento de establo
todo lo que le debía por la violació n de Erasmus.

É l repitió :

―Tu Príncipe te dio una orden.

Govart se adelantó , empujando al mozo de cuadra apartá ndolo con


molestia.

—Joder, no puedo disfrutar con todo esto… —Mientras se arropaba él


mismo de nuevo. El mozo de cuadra tropezó unos pasos, aspirando aire.

—En los cuarteles —informó Damen resistiendo el impacto del hombro de


Govart contra el suyo cuando este salió al exterior a grandes zancadas.

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El mozo miró a Damen, respirando con dificultad. Estaba apoyado contra
la pared con una mano; y con la otra se cubría entre las piernas con furiosa
modestia. Sin decir palabra, Damen recogió los pantalones del muchacho y se los
arrojó .

—Se suponía que iba a pagarme un sol de cobre ―dijo el mozo de cuadra,
malhumorado.

Damen replicó :

―Se lo plantearé al Príncipe.

Y entonces llegó la hora de informar al castellano, que lo condujo todo el


camino arriba, por las escaleras, y hacia el dormitorio.

No estaba tan adornado como las cá maras de palacio en Arles. Las paredes
eran de gruesa piedra labrada. Las ventanas eran de vidrio esmerilado,
entrecruzadas con celosías. Debido a la oscuridad del exterior, estas no ofrecían
vista alguna, má s bien reflejaban las sombras de la habitació n. Un friso de hojas
de vid entrelazadas corría alrededor de la habitació n. Había una repisa tallada y
un fuego contenido; y lá mparas, y tapices, y los cojines y las sedas en un jergó n
de esclavo; «separado», se dio cuenta con un sentimiento de alivio. En la
habitació n predominaba la recargada opulencia de la cama.

Las paredes alrededor del lecho estaban cubiertas de oscura madera


tallada, en la que se retrataba una escena de caza donde un jabalí era trincado
con la punta de una lanza que perforaba su cuello. No había ni rastro del
estallido estrellado azul y oro. Las cortinas eran de color rojo sangre.

Damen concluyó :

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―Estas son las cá maras del Regente. —Había algo inquietantemente
transgresor en la idea de dormir en el lugar destinado para el tío de Laurent —.
¿El príncipe se queda aquí a menudo?

El castellano creyó que se refería a la torre, no a las habitaciones.

—No muy a menudo. É l y su tío venían mucho aquí, juntos, durante uno o
dos añ os después de Marlas. A medida que creció , el Príncipe perdió su gusto
por los paseos de aquí. Ahora, rara vez viene a Chastillon.

A la orden del castellano, los siervos le trajeron pan y carne; entonces,


comió . Luego se llevaron los platos y trajeron vasos, y una jarra de bella forma;
también dejaron, tal vez por accidente, el cuchillo. Damen lo observó y pensó en
lo mucho que habría dado por un descuido como ese cuando estaba amarrado en
Arles: un cuchillo que pudiera tomar y utilizar para facilitar su salida del palacio.

Se sentó a esperar.

Sobre la mesa que tenía delante había un mapa detallado de Vere y


Akielos, cada colina y cada cresta, cada pueblo y cada torre meticulosamente
grabado. El río Seraine serpenteaba su camino hacia el sur, pero él ya sabía que
no estaban siguiendo el río. Puso su dedo en Chastillon y trazó un posible
camino a Delpha, hacia el sur a través de Vere, hasta llegar a la línea que
marcaba el borde de su propio país, todos los nombres del lugar estaban escritos
en un discordante vereciano: Achelos, Delfeur.

En Arles, el Regente había enviado a asesinos para matar a su sobrino. La


muerte había estado en el fondo de una copa envenenada, en el extremo de una
espada desenvainada. Eso no era lo planeado en esta ocasió n. Juntad a dos
tropas rivales, ponedlas bajo un có mplice capitá n intolerante, y se obtiene como
resultado un Príncipe-comandante sin experiencia. Este grupo iba a
desmoronarse.

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Y probablemente no había nada que Damen pudiera hacer para evitarlo.
Este iba a ser un viaje de desintegració n moral, la emboscada que seguramente
les esperaba en la frontera arrasaría a una compañ ía ya desorganizada,
devastada por las rencillas internas y el negligente liderazgo. Laurent era el
ú nico contrapeso contra el Regente, y Damen haría todo lo que había prometido
para mantenerlo con vida, pero la cruda verdad de este viaje a la frontera era
que se sentía como la ú ltima apuesta en un juego que ya había terminado.

Cualquiera fuera el asunto que Laurent tuviera con Govart, lo tuvo hasta
bien entrada la noche. Los sonidos de la torre se aplacaron, y el crepitar de las
llamas se volvió audible en el hogar.

Damen se sentó y esperó , con las manos vagamente apretadas. Los


sentimientos que la libertad —la ilusió n de libertad— agitaba en él eran
extrañ os. Pensó en Jord y en Aimeric, y en todos los hombres de Laurent
trabajando durante toda la noche prepará ndose para una salida anticipada.
Había sirvientes de la casa en la torre, y no estaba deseoso del regreso de
Laurent. Sin embargo, mientras esperaba en las habitaciones vacías y el fuego
parpadeaba en la chimenea, y sus ojos se deslizaban sobre las líneas minuciosas
del mapa, él fue consciente, como lo había sido rara vez durante su cautiverio, de
su soledad.

Laurent entró y Damen se levantó de su asiento. Orlant se vislumbraba en


la puerta detrá s de él.

—Puedes irte. No necesito un guardia en la puerta —dijo Laurent.

Orlant asintió . La puerta se cerró .

Laurent continuó —: Te dejé para el final.

Damen respondió :

—Le debéis al mozo de cuadra un sol de cobre.

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―El mozo de cuadra debe aprender a exigir el pago antes de inclinarse.

Laurent tranquilamente se acercó a la copa y la jarra, suministrá ndose una


bebida. Damen no pudo evitar mirar la copa, recordando la ú ltima vez que
habían estado juntos y solos en las habitaciones de Laurent.

Las pá lidas cejas se arquearon un tanto.

—Tu virtud está a salvo. Es solo agua. Probablemente. —Laurent tomó un


sorbo y luego, bajó la copa, sosteniéndola entre sus refinados dedos. Echó un
vistazo a la silla, como un anfitrió n lo haría al ofrecer un asiento y dijo, como si
las palabras le divirtieran—: Ponte có modo. Vas a quedarte esta noche.

—¿Sin restricciones? —preguntó Damen— ¿No creéis que vaya a tratar de


escapar, deteniéndome solo para mataros de camino hacia la salida?

—No hasta que nos acerquemos a la frontera —respondió Laurent.

Devolvió una mirada inexpresiva a Damen. No se oía nada, salvo los


pequeñ os estallidos del crepitar del fuego.

—Realmente tenéis hielo en las venas, ¿no es así? —dijo Damen.

Laurent colocó la copa con cuidado sobre la mesa y cogió el cuchillo.

Era un cuchillo afilado, hecho para cortar carne. Damen sintió que su pulso
se aceleraba cuando Laurent se adelantó .

Apenas unas pocas noches atrá s había visto a Laurent cortar la garganta
de un hombre, derramando sangre tan roja como el color de la seda que cubría
la cama de aquella habitació n. Sintió una descarga cuando los dedos de Laurent
tocaron los suyos, presionando la empuñ adura del cuchillo en su mano. Laurent
se apoderó de la muñ eca de Damen debajo del puñ o de oro, afirmó su agarre
moviéndola hacia adelante hasta que el cuchillo apuntó hacia su propio

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estó mago. La punta de la hoja presionó ligeramente el azul oscuro de la ropa del
Príncipe.

—Me has oído decirle a Orlant que se fuera —ofreció Laurent.

Damen sintió el agarre de Laurent deslizarse por su muñ eca hasta sus
dedos y apretar.

Entonces expuso:

—No voy a perder el tiempo con imposturas y amenazas. ¿Por qué no


aclaramos ahora cualquier incertidumbre acerca de tus intenciones?

Estaba bien ubicado, justo debajo de la caja torá cica. Todo lo que tendría
que hacer era empujar, luego inclinarle hacia arriba.

Era tan exasperantemente seguro de sí mismo al querer demostrar una


cuestió n. Damen sentía deseos de tirarse duramente sobre él: en realidad no era
un deseo violento, solo quería impulsar el cuchillo en la compostura de Laurent
para obligarlo a mostrar algo distinto a la fría indiferencia.

—Estoy seguro de que hay sirvientes en la casa que todavía está n


despiertos. ¿Có mo sé que no gritaréis?

—¿Parezco de los que gritan?

—No voy a usar el cuchillo —manifestó Damen—, pero si está is dispuesto


a ponerlo en mi mano, subestimá is lo mucho que quiero hacerlo.

—No —replicó Laurent—. Sé exactamente lo que es querer matar a un


hombre, y esperar.

Damen dio un paso atrá s y bajó el cuchillo. Sus nudillos se mantuvieron


apretados a su alrededor. Se miraron el uno al otro.

Laurent dijo:

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—Cuando la campañ a haya terminado, creo que, si eres un hombre y no un
gusano, tratará s de obtener venganza por lo que te ha sucedido. Lo espero. Ese
día, tiraremos los dados y veremos có mo caen. Hasta entonces, me sirves a mí.
Por ello, permíteme dejar una cosa, por encima de todo, clara para ti: espero tu
obediencia. Está s bajo mi mando. Si objetas lo que se te pide que hagas,
escucharé tus argumentos justificá ndolo en privado, pero si desobedeces una
orden una vez que se haya formulado, te enviaré de regreso al poste de
flagelació n.

—¿He desobedecido una orden? —preguntó Damen.

Laurent le dio otra de sus largas y extrañ as miradas penetrantes.

—No —aceptó Laurent—. Has arrastrado a Govart fuera de los establos


para cumplir con tu deber y rescatado a Aimeric de una pelea.

Damen señ aló :

—Tenéis a todos los hombres trabajando hasta la madrugada para


preparar la salida de mañ ana temprano. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Otra pausa, y luego Laurent le indicó una vez má s, la silla. Esta vez Damen
siguió su indicació n y se sentó . Laurent tomó asiento enfrente. Entre ellos,
desplegado sobre la mesa, estaba todo el intrincado detalle del mapa.

—Dijiste que conocías el territorio —observó Laurent.

24
CAPÍTULO DOS

Mucho antes de que comenzaran a cabalgar la mañ ana siguiente, fue obvio
que el Regente había elegido a los hombres que acompañ arían a su sobrino con
el peor criterio posible. También fue evidente el hecho de que habían sido
apostados en Chastillon para ocultar su poca calidad ante la corte. Ni siquiera
eran soldados instruidos, eran mercenarios; la mayor parte de ellos,
combatientes de segunda y tercera categoría.

Con gentuza como ésa, la bonita cara de Laurent no le hacía ningú n favor.
Damen había oído una docena de insultos e insinuaciones maliciosas antes de
que incluso ensillara su caballo. No era de extrañ ar que Aimeric hubiera estado
furioso: incluso Damen, quien claramente no se habría opuesto a que los
hombres calumniaran a Laurent, lo encontraba él mismo, molesto. Era una falta
de respeto hablar de esa manera de cualquier comandante. «Se aflojaría por la
polla adecuada» oyó , y tiró con demasiada fuerza de la cincha de su caballo.

Estaba fuera de sí, tal vez. La noche anterior había sido extrañ a, sentado
frente a un mapa con Laurent, respondiendo a sus preguntas.

El fuego había ardido bajo en el hogar, las ascuas templadas. «Dijiste que
conocías el territorio», Laurent había dicho, y Damen se encontró a sí mismo
enfrentando la noche pasada cediendo informació n tá ctica a un enemigo al que
cabría esperar que tuviera que hacer frente un día; país contra país, monarca
contra monarca.

Y eso si se daba el mejor resultado posible: o sea, asumiendo que Laurent


venciera a su tío, y que Damen volviera a Akielos a reclamar su trono.

—¿Tienes alguna objeció n? —había preguntado Laurent.

25
Damen había inhalado una respiració n profunda. Un Laurent fortalecido
significaba un Regente debilitado, y si Vere estuviera distraído en una disputa
familiar por la sucesió n, eso solo beneficiaría a Akielos. «Deja que Laurent y su
tío lo resuelvan a puñetazos».

Lentamente, con cuidado, él había empezado a hablar.

Habían hablado sobre el á rea fronteriza y sobre la mejor ruta a seguir para
llegar allí. No cabalgarían en línea recta al sur. Por el contrario, sería un viaje de
dos semanas hacia el suroeste4 a través de las provincias verecianas de Varenne
y Alier, bordeando la montañ osa frontera con Vask. Era muy distinta de la ruta
directa planeada por el Regente, y el Príncipe ya había enviado jinetes para
informar a los torreones. Laurent, pensó Damen, estaba comprando tiempo,
extendiendo el viaje tanto como fuera realmente posible.

Habían hablado sobre las bondades de las defensas de Ravenel en


comparació n con Fortaine. Laurent no había mostrado ninguna inclinació n a
dormir. Ni una sola vez había echado un vistazo a la cama.

A medida que avanzaba la noche, Laurent había abandonado su deliberado


comportamiento por una relajada y juvenil postura, subiendo una de sus rodillas
hasta el pecho y arrojando un brazo alrededor de ella. Damen había descubierto
que su mirada era atraída por la fá cil disposició n de los miembros de Laurent, el
equilibrio de su muñ eca en la rodilla, los largos y finamente articulados huesos.
Fue consciente de una difusa pero creciente tensió n, una sensació n casi como si
estuviera esperando... esperando por algo, sin saber qué era. Era como estar
solo en un pozo con una serpiente: la serpiente podía relajarse, uno no podía.

Aproximadamente una hora antes del amanecer, Laurent se había puesto


en pie.

4 SIC. Es traducció n literal aunque en el mapa, segú n entendemos, la direcció n que describe es sudeste.

26
—Hemos terminado por esta noche —le había dicho brevemente. Y
entonces, para sorpresa de Damen, le había dejado para iniciar los preparativos
de la mañ ana. Damen había sido bruscamente informado de que iba a ser
convocado cuando fuera necesario.

El castellano le había requerido algunas horas má s tarde. Damen había


tenido la oportunidad de ganar algo de sueñ o, resueltamente retirá ndose a su
jergó n y cerrando los ojos. La siguiente vez que vio a Laurent fue en el patio, se
había cambiado y colocado la armadura, e imperturbablemente listo para
montar. Si Laurent había dormido un poco, no lo había hecho en la cama del
Regente.

Hubo menos demora de la que Damen esperaba. La presencia de Laurent


antes del amanecer y cualquier fría observació n malhumorada que hubiera
hecho, espoleada por una noche sin dormir, había sido suficiente para sacar a los
hombres del Regente de sus camas y colocarse en algo parecido a una formació n.

Ellos partieron.

No hubo ningú n desastre inmediato.

Viajaron a través de verdes y extensos prados perfumados con flores


blancas y amarillas; el á spero Govart comandando sobre un caballo de guerra a
la cabeza y, junto a él —joven, elegante y dorado—, el Príncipe. Laurent se
parecía a un mascaró n de proa5, llamativo e inú til. Govart no había sido
disciplinado en absoluto por haberse demorado con el mozo de cuadra, ni había
sucedido nada con los hombres del Regente por eludir su deber la pasada noche.

5 “Mascaró n de proa”: figura tallada que solían llevar los barcos a vela antiguamente en la punta de la proa. En un principio,
tenía la funció n de chocar y romper un barco enemigo en acciones de guerra navales en cercanía. Pero con el tiempo y el
perfeccionamiento de la artillería, se pudo ocasionar dañ os sin necesidad de acercarse tanto por lo que se volvieron solo una
decoració n llamativa.

27
Había en total doscientos hombres, seguidos por sirvientes, y carros, y
suministros, y caballos adicionales. No había cabezas de ganado, como las habría
si fueran un ejército má s grande marchando a una campañ a. Esta era una
pequeñ a tropa que podía darse el lujo de hacer varias paradas para
aprovisionarse de camino a su destino. No había ningú n vivandero6 que los
siguiera.

Sin embargo, se extendían a lo largo de casi un cuarto de milla a causa de


los rezagados. Govart enviaba continuamente jinetes del frente a correr hasta el
final de la columna para vocearles que se movieran, lo que provocó un tumulto
menor entre los caballos, pero ninguna mejora notable en el avance. Laurent vio
todo eso, pero no hizo nada al respecto.

Montar el campamento llevó varias horas, lo cual era demasiada demora.


Tiempo perdido era tiempo robado al reposo cuando los hombres del Príncipe
ya habían estado sin dormir la mitad de la noche anterior. Govart dio ó rdenes
bá sicas pero no se preocupó mucho por el buen trabajo o el detalle. Entre los
hombres del Príncipe, Jord cargó con la mayor parte de las responsabilidades del
capitá n, como ya lo había hecho la noche anterior, y Damen recibió sus ó rdenes
de él.

Hubo algunos entre los hombres del Regente que se esforzaron


simplemente porque el trabajo tenía que hacerse, pero fue un impulso que
surgió má s de su propia naturaleza que de cualquier pauta externa o de la
propia disciplina. Había poco orden entre ellos, y ninguna jerarquía, por lo que
un hombre podía eludir hacer lo que quisiera sin consecuencias, excepto el
creciente resentimiento de los demá s a su alrededor.

Iban a ser quince días seguidos de esto, con una batalla al final cuando
hubieran transcurrido. Damen apretó los dientes, mantuvo la cabeza hacia abajo

6 Personas que siguen a las tropas en campañ a, vendiéndoles víveres y otros suministros.

28
y continuó con el trabajo que se le había asignado. Vigiló su caballo y sus armas.
Levantó la tienda del Príncipe. Trasladó suministros y llevó agua y madera. Se
lavó con los hombres. Comió . La comida era buena. Algunas cosas se hacían bien.
Los centinelas fueron apostados rá pidamente, los escoltas tomaban posició n con
la misma profesionalidad que los guardias que lo habían vigilado en el palacio. El
sitio del campamento también fue bien elegido.

Estaba caminando a través del campamento para encontrarse con Paschal


cuando escuchó a través de una tienda:

—Deberías decirme quién fue para que podamos ocuparnos de ello —dijo
Orlant.

—No importa quién lo hizo. Fue culpa mía. Te lo dije. —La voz obstinada
de Aimeric era inconfundible.

—Rochert vio a tres de los hombres del Regente salir de la sala de armas.
Dijo que uno de ellos era Lazar.

—Fue culpa mía. Yo provoqué el ataque. Lazar estaba insultando al


Príncipe…

Damen suspiró , se giró y fue a buscar a Jord.

—Es posible que quieras ir a ver a Orlant.

―¿Por qué querría eso?

—Porque te he visto contenerlo en una pelea antes.

El hombre con el que Jord estaba hablando dio a Damen una mirada
desagradable después de que Jord se marchara.

—Había oído que eras bueno para llevar chismes. ¿Y qué vas a hacer
mientras Jord detiene esa pelea?

29
—Conseguir un masaje —dijo Damen, de manera sucinta.

Informó , absurdamente, a Paschal. Y desde allí, a Laurent.

La tienda era muy grande. Lo suficientemente alta como para que Damen,
que era alto, caminara libremente por el interior sin tener que preocuparse en
mirar hacia arriba para eludir obstá culos. Las paredes de lona estaban cubiertas
con velos magníficos azul y crema, atravesados con hilos de oro y, muy por
encima de su cabeza, el techo colgaba suspendido en pliegues ondulados de
sarga de seda.

Laurent estaba sentado en el á rea de recepció n que se había montado para


recibir a los visitantes con sillas y una mesa, al igual que una tienda de campañ a
de un campo de guerra. Estaba hablando con uno de los criados de aspecto
desaliñ ado sobre armamentos. Solo que él no estaba hablando, estaba, sobre
todo, escuchando. Le hizo señ as a Damen para que entrara y esperara.

La tienda se calentaba con braseros y se alumbraba aú n má s por velas. En


primer plano, Laurent, que continuaba hablando con el sirviente. En la parte
trasera de la tienda, protegida por una cubierta, estaba el á rea que servía de
dormitorio, un revoltijo de cojines, sedas y ropa de cama extendida. Y,
enfá ticamente separado, el jergó n de esclavo.

El sirviente se despidió y Laurent se puso en pie. Damen quitó sus ojos de


la ropa de cama del Príncipe, y se encontró , en medio de un silencio que se
extendía, con la impasible mirada azul de Laurent posada sobre él.

―¿Y bien? Atiéndeme —dijo.

—Atender —repitió Damen.

La palabra se hundió dentro de él. Se sentía como si hubiera estado en el


campo de formació n cuando había estado dispuesto a ir cerca de la cruz.

30
—¿Has olvidado có mo? —insistió Laurent.

—La ú ltima vez esto no terminó gratamente ―le recordó .

—Entonces sugiero que te comportes mejor —propuso Laurent.

Laurent le dio la espalda a Damen con calma y esperó . El cordó n exterior


de brocado7 de la ropa de Laurent comenzaba en la nuca y descendía en línea
hasta el final de la espalda. Era ridículo... temerle a esto. Damen se adelantó .

Para empezar a desanudar la ropa, tuvo que alzar los dedos y deslizar a un
lado los extremos de su cabello dorado, suave como piel de zorro. Cuando lo
hizo, Laurent inclinó la cabeza ligeramente, ofreciendo un mejor acceso.

Era una tarea habitual para un sirviente personal el vestir y desvestir a su


amo. Laurent aceptó el servicio con la indiferencia de quien lleva largo tiempo
acostumbrado a ese tipo de asistencia. La abertura en el brocado se amplió ,
revelando el blanco de una camisa presionada contra la piel caliente por el
pesado tejido exterior y por la armadura, encima de eso. La piel de Laurent y la
camisa eran, exactamente, del mismo delicado tono blanco. Damen empujó la
prenda sobre los hombros de Laurent y por un momento sintió , bajo sus manos,
la dura tensió n de la espina dorsal de la espalda de Laurent.

—Eso bastará —dijo Laurent, alejá ndose y lanzando la prenda a un lado él


mismo—. Ven y siéntate a la mesa.

Sobre la mesa estaba el familiar mapa, sujeto por tres naranjas y una taza.
Estableciéndose él mismo en la silla frente a Damen, informal en pantalones y
camisa, Laurent cogió una de las naranjas y comenzó a pelarla. Una de las
esquinas del mapa se enrolló .

—Cuando Vere luchó con Akielos en Sanpelier, hubo una maniobra que
rompió nuestro flanco oriental. Dime có mo funcionó —dijo Laurent.

7 Tejido fuerte de seda. Sus hilos está n entretejidos de tal maneras que forman dibujos que se distinguen del fondo.

31
Por la mañ ana, el campamento se despertó temprano, y Jord invitó a
Damen al campo de prá ctica improvisado cerca de la tienda que funcionaba
como armería.

Era, en teoría, una buena idea. Damen y los soldados verecianos eran
partidarios de diferentes estilos, y había muchas cosas que podían aprender
unos de otros. Desde luego, a Damen le gustó la idea de regresar a la prá ctica
continua, y si Govart no organizaba adiestramientos, un encuentro informal
podría sustituirlos.

Cuando llegó a la tienda de armería, se tomó un momento para


inspeccionar el terreno. Los hombres del Príncipe estaban haciendo trabajo de
espada; su ojo captó a Jord y Orlant, y luego a Aimeric. No muchos de los
hombres del Regente estaban allí con ellos, pero había uno o dos, incluyendo a
Lazar.

No había habido ningú n alboroto la noche previa, Orlant y Lazar estaban a


cien pasos el uno del otro sin ningú n signo de dañ o físico, pero eso no significaba
que Orlant no tuviera una queja no expresada que aú n demandaba satisfacció n y,
cuando Orlant dejó lo que estaba haciendo y se adelantó , Damen se encontró
frente a frente con un desafío que debería haber previsto.

Cogió la espada de madera de prá cticas instintivamente cuando Orlant se


la arrojó .

—¿Eres bueno?

—Sí —declaró Damen.

Podía ver la mirada en los ojos de Orlant lo que se proponía. La gente


empezaba a darse cuenta, haciendo una pausa en su propia prá ctica.

32
—Esto no es una buena idea —manifestó Damen.

—Eso es adecuado. No te gustan las peleas —denunció Orlant—.


¿Prefieres ir a espaldas de la gente?

La espada era un arma prá ctica, madera desde el pomo a la punta de la


hoja, vendada con cuero alrededor de la empuñ adura para proporcionar
adherencia. Damen sintió el peso de ella en la mano.

—¿Miedo de practicar? —ironizó Orlant.

—No —dijo Damen.

—Entonces, ¿qué? ¿No sabes luchar? —señ aló Orlant—. ¿Está s aquí solo
para follarte al Príncipe?

Damen se balanceó . Orlant adoptó una postura defensiva y, al instante,


estuvieron atrapados en el ir y venir de un duro intercambio. Con las espadas de
madera era poco probable asestar golpes mortales pero se podían causar
moratones y romper huesos. Orlant luchó con esto en mente: sus ataques no
ocultaban su intenció n. Damen, después de haber tomado la iniciativa en el
primer asalto, puso los pies sobre la tierra.

Era el tipo de lucha que se daba en batalla, rá pida y dura, no en un duelo,


donde los primeros embates eran generalmente exploratorios, prudentes y de
prueba, sobre todo cuando el oponente era desconocido. Aquí era espada
chocando contra espada, y la rá faga de golpes cesaba solo momentá neamente
aquí y allí, para ser reanudada rá pidamente, una vez má s.

Orlant era bueno. Era uno de los mejores hombres en el campo, una
distinció n que compartía con Lazar, Jord, y alguno má s de los otros hombres del
Príncipe a quienes Damen reconoció de sus semanas de cautiverio. Damen
supuso que debería sentirse halagado de que Laurent hubiera puesto a sus
mejores espadachines para protegerle en el palacio.

33
Hacía má s de un mes desde que Damen había utilizado por ú ltima vez una
espada. Todavía se sentía como aquel día… aquel día en Akielos, cuando había
sido tan ingenuo como para pedir ver a su hermano. Un mes; sin embargo,
estaba acostumbrado a horas de duro entrenamiento diario, un programa que se
había iniciado durante su primera infancia, en el que la interrupció n de un mes
no significa nada. Ni siquiera había sido suficiente para que los callos causados
por la espada se suavizaran.

Había echado de menos la lucha. Le complacía profundamente en su


interior castigarse él mismo de manera física, concentrarse en la destreza, en un
contrincante; moverse y contraatacar a una velocidad a la cual el pensamiento se
convertía en instinto. Sin embargo, el estilo de lucha vereciano era lo
suficientemente diferente para que sus respuestas no pudieran ser puramente
automá ticas por lo que Damen experimentó una sensació n que era en parte
liberació n y puro disfrute, mezclada cuidadosamente con muchísima contenció n.

Un par de minutos después, Orlant se retiró y maldijo.

—¿Vas a pelear conmigo o no?

—Dijiste que está bamos entrenando —dijo Damen de forma neutral.

Orlant arrojó su espada, dio dos pasos acercá ndose a uno de los hombres
que estaban mirando y sacó de una de sus vainas una verdadera espada de acero
pulida de treinta pulgadas, la cual, sin má s preá mbulo, volvió para blandir con
velocidad asesina en direcció n al cuello de Damen.

No hubo tiempo para pensar. No hubo tiempo para adivinar si Orlant solo
pretendía lanzar el golpe o si realmente tenía la intenció n de cortarlo por la
mitad. Quizá no fuera posible detener una espada verdadera. Con el peso de
Orlant y el impulso detrá s, podría ser capaz de cortar limpiamente una espada
de madera tan fá cilmente como lo haría con mantequilla.

34
Má s rá pido que el golpe de espada, Damen se desplazó manteniéndose
dentro del alcance de Orlant y, sin detener el movimiento, golpeó por detrá s a
Orlant; en el transcurso del siguiente segundo, este cayó a tierra; el aliento salió
con fuerza fuera de su pecho, y la punta de la espada de Damen se ubicó en su
garganta.

Alrededor de ellos, la zona de entrenamiento quedó en silencio.

Damen dio un paso atrá s. Orlant, lentamente, se puso de pie. Su espada


estaba en el suelo.

Nadie habló . La mirada de Orlant iba desde su descartada espada a su


contrincante y de regreso otra vez; pero por lo demá s, no se movió . Damen sintió
la mano de Jord apretando su hombro; quitó los ojos de Orlant y miró en la
direcció n que Jord le indicó brevemente con la barbilla.

Laurent había entrado en el á rea de entrenamiento y estaba de pie,


apartado, junto a la tienda de armas, observá ndoles.

—É l te andaba buscando —le informó Jord.

Damen le pasó su propia espada y fue hacia él.

Caminó sobre la gruesa hierba. Laurent no hizo ningú n intento de


reunírsele a mitad de camino, sino que se limitó a esperar. Una brisa se había
levantado. El pabelló n de la tienda se batía con violencia.

—¿Me buscabais?

Laurent no respondió , y él no logró interpretar su expresió n.

—¿Qué pasa? —dijo Damen.

—Eres mejor que yo.

35
Damen no pudo evitar un divertido resoplido en reacció n a eso, ni la
dilatada mirada de Laurent desplazá ndose desde su cabeza a los dedos de sus
pies y de nuevo hacia arriba, lo cual era, probablemente, un poco insultante.
Pero auténtico.

Laurent se sonrojó . El color golpeó fuerte en sus mejillas y un mú sculo se


le apretó en la mandíbula al igual que estaba siendo reprimida por la fuerza
cualquier cosa que estuviera sintiendo. No se parecía a ninguna otra reacció n
que Damen hubiera visto antes en él y no pudo resistirse a ejercer un poco má s
de presió n.

—¿Por qué? ¿Queréis entrenar? Podemos mantenerlo amistoso —ofreció


Damen.

—No —dijo Laurent.

Lo que fuera que pudiera haber sucedido entre ellos después, fue
impedido por Jord, acercá ndose a sus espaldas con Aimeric.

—Alteza. Disculpadme, si necesitá is má s tiempo con…

—No —dijo Laurent—. Hablaré contigo en su lugar. Sígueme de vuelta al


campamento principal.

Los dos caminaron juntos, dejando a Damen con Aimeric.

—É l te odia —dijo Aimeric, alegremente.

Al final del transcurso del día, Jord vino a buscarlo.

Le gustaba Jord. Le gustaba su pragmatismo y el sentido de


responsabilidad que sentía tan claramente hacia los hombres. Cualquiera fuera
el entorno en el Jord hubiera nacido, tenía las cualidades de un buen líder.
Incluso con todos los deberes adicionales que ostentaba sobre sus hombros,
todavía se había tomado tiempo para conservar eso.

36
—Quiero que sepas —comenzó Jord— que cuando te pedí que te unieras a
nosotros esta mañ ana, no fue para dar a Orlant la oportunidad de…

—Lo sé —reconoció Damen.

Jord asintió lentamente.

—Cada vez que quieras practicar, sería un honor para mí ir un par de


rondas contra ti. Soy mucho mejor que Orlant.

—Lo sé también.

Consiguió lo má s parecido a una sonrisa que había recibido de Jord.

—No así de bueno cuando peleaste con Govart.

—Cuando peleé con Govart —explicó Damen— tenía mis pulmones llenos
de chalis.

Otro lento asentimiento.

—No estoy seguro de có mo es en Akielos, dijo Jord —pero... no debes


aspirar esa cosa antes de una pelea. Ralentiza tus reflejos. Mina tu fuerza. Solo
un consejo de amigo.

—Gracias —dijo Damen, después de que un largo y prolongado momento


hubiera pasado.

Cuando sucedió , fue Lazar de nuevo, y Aimeric. Era la tercera noche del
viaje y habían acampado en la torre Bailleux, una destartalada estructura con un
nombre pretencioso. El alojamiento en el interior era tan calamitoso que los
hombres evitaban los cuarteles, e incluso Laurent permanecía en la tienda de
campañ a que se había montado en lugar de pasar la noche en el interior, pero

37
había algunos sirvientes del lugar para asistirlos y la torre formaba parte de una
línea de suministro que permitía a los hombres conseguir nuevas provisiones.

Sin embargo, la lucha comenzó cuando nadie la oyó ; Aimeric estaba en el


suelo con Lazar de pie sobre él. Estaba lleno de polvo, pero sin sangre esta vez.
Fue mala suerte que Govart fuera el ú nico en intervenir, lo cual hizo, arrastrando
a Aimeric hacia arriba, y luego atravesá ndole la cara con un revés para empeorar
la situació n. Govart fue uno de los primeros en llegar, pero para el momento en
que Aimeric se ponía de pie cuidando su mandíbula, una respetable multitud
estaba reuniéndose, atraída por el ruido.

Fue mala suerte que fuera tarde en la noche, y que la mayor parte del
trabajo de la jornada estuviera terminado, dando a los hombres tiempo libre
para reunirse.

Jord tuvo que contener físicamente a Orlant y Govart no ayudó diciéndole


a Jord que mantuviera a sus hombres a raya. Aimeric no estaba allí para recibir
tratamiento especial, segú n Govart, y si alguien tomaba represalias contra Lazar,
se lo pondría en el poste. La violencia se deslizó entre los hombres, como el
petró leo esperando por una llama, y si Lazar hubiera hecho un movimiento de
agresió n, habría encendido, pero dio un paso atrá s, y tuvo la buena voluntad —o
la inteligencia— de parecer preocupado por el pronunciamiento de Govart en
lugar de satisfecho.

Jord de alguna manera se las arregló para mantener la paz, pero cuando
los hombres se dispersaron, se rompió la cadena de mando completamente y se
encaminó directamente a la tienda de Laurent.

Damen esperó hasta que vio salir a Jord. Luego respiró hondo e ingresó él
mismo.

Cuando entró en la tienda, Laurent dijo:

38
—¿Crees que debería tener a Lazar apartado? Jord me lo ha contado.

—Lazar es un decente espadachín, y es uno de los pocos hombres de


vuestro tío, que se pone a trabajar en serio. Creo que deberíais apartar a
Aimeric.

—¿Qué? —dijo Laurent.

—Es demasiado joven. Demasiado atractivo. Comienza las peleas. No es la


razó n por la que vine a hablar con Vos, pero ya que me preguntá is lo que pienso:
Aimeric causa problemas, y un día de estos va a dejar de dedicaros miraditas a
Vos y dejará que uno de los hombres le joda, y los problemas empeorará n.

Laurent asimiló eso.

―Sin embargo, no le puedo apartar —dijo Laurent—. Su padre es el


consejero Guion. El hombre que conociste como el embajador en Akielos.

Damen se lo quedó mirando. Pensó en Aimeric defendiendo a Laurent en


la armería con la nariz ensangrentada y preguntó , sin inflexiones en la voz:

—¿Y cuá l de los castillos fronterizos es el de su padre?

—Fortaine —dijo Laurent, con la misma voz.

—¿Está is utilizando a un chico para ganar influencia con su padre?

—Aimeric no es un chico atraído con un tratamiento meloso. Es el cuarto


hijo de Guion. Sabe que su estancia aquí divide la lealtad de su padre. Es la mitad
de la razó n por la que se unió a mí. É l quiere la atenció n de su padre —dijo
Laurent—. Si no está s aquí para hablar conmigo sobre Aimeric, ¿por qué está s
aquí?

—Me dijisteis que si tenía preocupaciones u objeciones, oiríais


argumentos en privado —recordó Damen—. He venido aquí para hablar con Vos
acerca de Govart.

39
Laurent asintió lentamente.

Damen comenzó a rememorar a lo largo de los días la mala calidad de


disciplina. La pelea de aquella noche había sido la oportunidad perfecta para que
un capitá n interviniera y empezara a tomar el control de los problemas en el
campamento, con escrupulosa igualdad de castigos y enviar el mensaje de que la
violencia entre facciones no sería tolerada. En cambio, la situació n había
empeorado. Fue franco.

—Sé que por alguna razó n, le está is dando rienda suelta a Govart. Tal vez
con la esperanza de que vaya a caer por sus propios errores, o que cuantas má s
dificultades cause, má s fá cil será despedirlo. Pero no funciona de esa manera.
Ahora, a los hombres les molesta, pero por la mañ ana van a resentirse con Vos
por no dominarle. É l tiene que encauzarse rá pidamente bajo vuestras ó rdenes, y
tiene que ser disciplinado si no las sigue.

—Pero está siguiendo ó rdenes —dijo Laurent. Y luego, al ver la reacció n


de Damen—: No mis ó rdenes.

Había supuesto que algo de eso habría, aunque se preguntaba cuales


serían las ó rdenes que el Regente habría dado a Govart. «Haz lo que te plazca y
no escuches a mi sobrino». Pensó que probablemente fue algo así.

—Sé que sois capaz de someter a Govart sin que sea visto como un acto de
agresió n contra vuestro tío. No puedo creer que temá is a Govart. Si lo hicierais,
nunca me habríais puesto contra él en la arena. Si tenéis miedo de…

—Ya es suficiente —dijo Laurent.

Damen apretó la mandíbula.

—Cuanto má s tiempo pase, má s difícil será retomar las riendas de los


hombres de vuestro tío. Ya hablan de Vos como…

40
—Dije que es suficiente —recalcó Laurent.

Damen se quedó en silencio. Fue un gran esfuerzo. Laurent lo miraba con


el ceñ o fruncido.

—¿Por qué me das buenos consejos? —preguntó .

«¿No es eso por lo que me trajiste contigo?» En vez de decir esas palabras en
voz alta, Damen dijo:

—¿Por qué no aceptá is ninguno de ellos?

—Govart es el capitá n y ha resuelto los asuntos a mi satisfacció n —dijo


Laurent. Pero el ceñ o no había desaparecido de su cara, y sus ojos eran opacos,
como si sus pensamientos se hubieran vuelto íntimos—. Tengo asuntos que
atender fuera. No voy a requerir tus servicios esta noche. Tienes mi permiso
para retirarte.

Damen observó có mo Laurent se iba, y solo con la mitad de su mente


experimentó el impulso de tirar algo. Ya había aprendido que Laurent nunca
actuaba precipitadamente, que siempre se alejaba y se daba tiempo y espacio a
solas para pensar. Ahora era el momento de dar un paso atrá s y esperar.

CAPÍTULO TRES

Damen no cayó dormido de inmediato, aunque tenía preparativos má s


lujosos para dormir que cualquiera de los soldados en el campamento. El jergó n
de esclavo era suave, con almohadas, y sentía la seda contra su piel.

Aú n estaba despierto cuando Laurent volvió , y se enderezó un poco, sin


saber si sería requerido.

Laurent no le prestó atenció n. Por la noche, al terminar las conversaciones,


era habitual que no le prestara má s atenció n que a un mueble. Esa noche

41
Laurent se sentó a la mesa y escribió un despacho a la luz de las velas. Cuando
terminó , lo dobló y luego lacró el mensaje oficial con cera roja y un sello que no
llevaba en el dedo, sino que lo mantenía entre los pliegues de su ropa.

Se quedó allí sentado durante un rato, después de eso. En su cara se


conservaba la misma expresió n retraída que le había visto antes esa noche.
Finalmente, Laurent se levantó , apagó la vela con los dedos, y entre las sombras
proyectadas por la media luz de los braseros se preparó para dormir.

La mañ ana comenzó bastante bien.

Damen se levantó y se ocupó de sus deberes. Las hogueras fueron


apagadas, las tiendas, recogidas y cargadas en carros; y los hombres empezaron
a prepararse para cabalgar. El despacho que Laurent había escrito la noche
anterior partió al galope hacia el este con un caballo y un jinete.

Los insultos que iban de boca en boca eran de buen talante y nadie fue
arrojado a tierra, que era má s de lo que se podía esperar de aquel grupo, pensó
Damen, mientras preparaba los arreos8 de su caballo.

Percibió a Laurent en la periferia de su visió n, su cabello claro y vistiendo


los cueros de montar. É l no era el ú nico prestá ndole atenció n a Laurent. Má s de
una cabeza estaba vuelta en su direcció n, y unos pocos hombres habían
comenzado a congregarse. Laurent tenía a Lazar y Aimeric ante él. Sintiendo una
chispa de una ansiedad sin nombre, Damen dejó la talabartería 9 que estaba
preparando a un lado y se abrió paso.

Aimeric, que revelaba todo en su expresió n, estaba dando a Laurent una


abierta mirada de admiració n y mortificació n. Claramente era una agonía para él

8“Arreos” (también llamado “guarnicionería” o “talabartería”) conjunto de correajes, sillas de montar, etc. mayormente de
cuero, que se le colocan a los caballos para que un jinete los monte.

9 Idem nota anterior.

42
que hubiera atraído la atenció n de su Príncipe por una indiscreció n. Lazar era
difícil de leer.

—Su Alteza, me disculpo. Fue mi culpa. No volverá a suceder. ―Fue lo


primero que Damen escuchó cuando estuvo al alcance del oído. Aimeric. Por
supuesto.

—¿Qué te provocó ? —preguntó Laurent en un tono coloquial de voz.

No fue hasta ese momento que Aimeric pareció darse cuenta de que estaba
nadando en aguas profundas.

—No es importante. Solo me equivoqué.

—¿No es importante? —preguntó Laurent que sabía quién podría


informarle, por lo que su mirada azul se posó suavemente en Lazar.

Este se quedó en silencio. El resentimiento y la ira corrían por debajo.


Luego se plegaron sobre sí mismos, aferrados a la amarga derrota mientras
dejaba caer su mirada. Al ver a Laurent mirar a Lazar, Damen fue
repentinamente consciente de que el Príncipe iba a desarrollar aquello, todo, en
pú blico. El akielense mismo subrepticiamente miró a su alrededor. Había
demasiados hombres viendo ya.

Tenía que confiar en que Laurent supiera lo que estaba haciendo.

―¿Dó nde está el capitá n? —preguntó el Príncipe.

El capitá n no pudo ser encontrado inmediatamente. Orlant fue enviado a


buscarlo. Orlant pasó tanto tiempo en su bú squeda que Damen, al recordar la
escena de los establos, en silencio le brindó su simpatía, a pesar de sus
diferencias.

Laurent, con calma, esperó .

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Y esperó . Las cosas empezaron a ir mal. Una risita sofocada en medio del silencio
general surgió entre los espectadores y comenzó a extenderse por todo el
campamento. El Príncipe deseaba tener unas palabras pú blicas con el capitá n. Y
el capitá n estaba haciendo esperar al Príncipe a su placer. Alguien estaba a
punto de ser degradado de categoría; aquello iba a ser divertido. Ya era
divertido.

Damen sintió el frío contacto de una horrible premonició n. Esto no era lo


que él había querido dar a entender a Laurent cuando le había dado consejos la
noche previa. Cuanto má s tiempo Laurent se viera obligado a esperar, má s se
erosionaría su autoridad pú blicamente.

Cuando Govart finalmente llegó , se acercó tranquilamente a Laurent,


todavía fijando el cinturó n de la espada en su lugar, como si no tuviera reparo
alguno en que la gente supiera la naturaleza carnal de lo que había estado
haciendo.

Era el momento de que Laurent hiciera valer su autoridad para disciplinar


a Govart, con calma y sin prejuicio. En cambio…

—¿Estoy interrumpiendo vuestra follada? —dijo Laurent.

—No. Ya terminé. ¿Qué queréis? —respondió Govart con una insultante


falta de interés.

Y de pronto fue evidente que había algo má s entre Laurent y Govart de lo


que Damen sabía, y que el capitá n ni se inmutó ante la perspectiva de una escena
pú blica, amparado en la autoridad del Regente.

Antes de que Laurent pudiera responder, Orlant llegó . Traía del brazo a
una mujer con largo pelo castañ o rizado y pesadas faldas. Aquello era, pues, lo
que Govart había estado haciendo. Hubo un murmullo de reacció n por parte de
los hombres que miraban.

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—¿Me has hecho esperar —preguntó Laurent—, mientras estabas
montando a una de las mujeres de la torre?

—Los hombres joden. ―Fue la respuesta de Govart.

Era un error. Todo aquello era un error. Eso era despreciable, trivial y
personal, y una reprimenda verbal no iba a funcionar con Govart. Simplemente
no le importaba.

—Los hombres joden —repitió Laurent.

—Jodí la boca, no su coñ o. Vuestro problema —replicó , y no fue hasta ese


momento que Damen vio lo mal que estaba yendo todo, lo seguro que Govart
estaba en su autoridad, y cuan profundamente arraigada estaba su antipatía por
Laurent— es que el ú nico hombre por el que habéis estado caliente alguna vez
fue vuestro herm…

Y cualquier esperanza que Damen tuviera de que Laurent pudiera


controlar aquella escena se terminó cuando el rostro del Príncipe se cerró ,
cuando sus ojos se volvieron hielo y el chirriante sonido del acero se escuchó ; su
espada saliendo de la vaina.

—Desenvaina —ordenó Laurent.

«No, no, no». Damen dio un paso instintivo hacia adelante y luego se
detuvo en seco. Apretó los puñ os con impotencia.

Miró a Govart. Nunca había visto a Govart usar una espada, pero le
reconoció en la arena como un veterano luchador. Laurent era un príncipe de
palacio que había evitado luchar en la frontera durante toda su vida y que nunca
se había enfrentado a un oponente de frente si había podido atacarlo de soslayo.

Lo que era peor. Govart tenía detrá s de él todo el respaldo del Regente; y
aunque fuera probable que ninguno de los hombres que lo veían lo supiera, este,

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probablemente, le había dado carta blanca para despachar al sobrino si surgía
una oportunidad de hacerlo.

Govart desenvainó .

Lo impensable iba a suceder: el Capitá n de la Guardia, había sido desafiado


a un duelo de honor, estaba frente a toda la tropa con la intenció n de vencer al
heredero al trono.

Laurent, al parecer, era lo bastante arrogante como para hacer aquello sin
armadura. Evidentemente no creía que fuera a perder, no si estaba invitando a
toda la tropa a presenciarlo. No estaba pensando claramente en absoluto.
Laurent, con su cuerpo sin marcas y su piel mimada cubierta, recién salido de los
entrenamientos del palacio donde sus oponentes siempre, cortésmente, le
habrían permitido ganar.

«Él va a ser asesinado», pensó Damen, viendo el futuro en ese momento


perfectamente claro.

Govart aceptó con negligente facilidad. Acero acariciando acero, chirriando


cuando las espadas de los dos hombres se fusionaban en estallidos de violencia;
el corazó n de Damen se quedó atascado en la garganta; no había sido su
intenció n poner la rueda en movimiento para que terminara de aquella manera,
no así; y entonces los hombres se separaron y el corazó n de Damen latió fuerte
debido a la sorpresa: al final del primer intercambio, Laurent todavía estaba
vivo.

Al final del segundo, también.

Al final del tercero aú n estaba, pertinaz y notablemente, aú n con vida, y


observando a su oponente con calma, estudiá ndolo.

Esto era intolerable para Govart: cuanto má s tiempo Laurent estuviera


indemne, má s lo avergonzaba, después de todo, era má s fuerte, y má s alto, y

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mayor, y un soldado. Esta vez Govart no permitió a Laurent ningú n respiro
cuando atacó , siguió embistiendo en una salvaje arremetida de cortas estocadas.

Tras lo cual Laurent retrocedió , la sacudida de los impactos sobre las finas
muñ ecas era minimizada por la exquisita técnica con la que aprovechaba el
ímpetu de su oponente en lugar de combatirlo. Damen dejó de sobresaltarse, y
comenzó a observar.

Laurent luchaba como hablaba. El peligro radicaba en la forma en que


usaba su mente: no había una cosa que hiciera que no planeara de antemano. Sin
embargo, no era fá cil de predecir, porque en esto, como en todas las cosas que
hacía, había capas y capas de intenció n, momentos en los que se esperaba algo
que de repente se convertía en algo distinto. Damen comenzó a percibir indicios
de ingeniosos engañ os por parte de Laurent. Govart, en cambio, no los notó . El
capitá n, al verse incapaz de acorralar a su rival tan fá cilmente como esperaba,
hizo lo ú nico que Damen podía haberle advertido que no hiciera. Se ofuscó . Eso
fue un error. Si había una cosa que Laurent sabía, era có mo acicatear la furia de
alguien y luego explotar esa emoció n.

Durante la segunda embestida de Govart, Laurent dio un giro con gracia


ligera y una particular serie de paradas10 de estilo vereciano que le dieron a
Damen ganas de coger una espada.

Ya por entonces, la ira y la incredulidad estaban realmente afectando a la


esgrima de Govart. Estaba cometiendo errores elementales, perdiendo fuerza y
atacando por los lugares equivocados. Laurent no era lo suficientemente fuerte
físicamente hablando, como para resistir toda la fuerza de los embates
plenamente directos de Govart sobre su espada; tenía que eludirlos o
contrarrestarlos de forma sofisticada, con paradas en á ngulo y desviando el
ímpetu. Habrían sido letales, si Govart hubiera acertado cualquiera de ellos.

10Se llama “parada” a los movimientos de defensa en la esgrima, cuando un oponente bloquea con su espada/florete el ataque
del otro.

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No lo iba a conseguir. Mientras Damen observaba, Govart se movía de un
lado a otro con furia. No iba a ganar esa lucha con la exasperació n llevá ndole a
cometer errores tontos. Esto se estaba volviendo obvio para todos los hombres
que observaban.

Algo má s se estaba volviendo dolorosamente claro.

Laurent, que poseía el tipo de proporciones físicas que daban equilibrio y


coordinació n como complemento, no las había, como su tío afirmaba,
desperdiciado. Por supuesto, él habría tenido los mejores maestros y los mejores
tutores. Pero para haber alcanzado ese nivel de habilidad, también debía de
haber entrenado durante mucho tiempo y muy duro, y desde una muy temprana
edad.

No fue un combate parejo en absoluto. Fue una demostració n de vil


humillació n pú blica. Pero quien dictaba la lecció n, quien se imponía sobre su
rival, no fue Govart.

—Recó gela —dijo Laurent la primera vez que Govart perdió su arma.

Una larga fila de rojo era visible a lo largo del brazo con que Govart
blandía la espada. Había cedido seis pasos, y su pecho subía y bajaba agitado.
Levantó su espada lentamente, manteniendo la mirada fija en Laurent.

No hubo má s errores impulsados por la ira, no má s ataques mal parados o


floreos alocados. La necesidad hizo que Govart examinara a Laurent para
enfrentarlo con su mejor trabajo de espada. Esta vez, cuando se batieron, Govart
luchó en serio. No supuso ninguna diferencia. Laurent combatió con frío e
implacable propó sito, y había algo de inexorable en lo que estaba sucediendo, en
la línea de sangre floreciendo otra vez; esta vez má s abajo, en la pierna de
Govart; y en la espada de Govart, que otra vez cayó sobre la hierba.

—Recó gela —repitió Laurent.

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Damen recordó a Auguste, la fortaleza que lo había mantenido al frente
hora tras hora y que solo oleada tras oleada se había roto. Y aquí estaba su
hermano menor.

—Pensé que era marica —dijo uno de los hombres del Regente.

—¿Crees que le matará ? —especuló otro.

Damen sabía la respuesta a esa pregunta. Laurent no iba a matarlo. Iba a


quebrarlo. Allí, delante de todos.

Quizá s Govart percibió la intenció n de Laurent, porque la tercera vez que


perdió su espada, su mente se quebró . Romper las convenciones de un duelo en
regla era preferible a la humillació n de una catastró fica derrota, así que
abandonó su espada y simplemente arremetió . Por ese camino era má s fá cil: si
llevaba la lucha al suelo, ganaría. No había tiempo para que nadie pudiera
intervenir. Pero para alguien con los reflejos de Laurent, fue tiempo suficiente
para tomar una decisió n.

Laurent levantó su espada y la condujo a través del cuerpo de Govart, no a


través de su estó mago o pecho, sino atravesando su hombro. Un tajo o un corte
superficial no iba a ser suficiente para detener a Govart, así que Laurent afirmó
la empuñ adura de su espada contra su hombro y utilizó todo el peso de su
cuerpo para conducirla dentro con fuerza y detener el movimiento a su rival. Era
una tá ctica usada en la caza de jabalíes cuando la lanza los hería, pero no los
mataba: apoyar el otro extremo de la lanza sobre el hombro y mantener a raya al
jabalí empalá ndolo.

A veces, un jabalí se liberaba o rompía la madera de la lanza, pero Govart


era un hombre atravesado por una espada y cayó de rodillas. Requirió un
evidente esfuerzo de mú sculos y tendones que Laurent retirara la espada.

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—Despojadlo —ordenó Laurent—. Confiscad su caballo y sus
pertenencias. Sacadlo de la torre. Hay un pueblo a dos millas hacia el oeste. Si lo
desea lo suficiente, sobrevivirá al viaje.

Lo dijo con calma en medio del silencio, frente a dos de los hombres del
Regente, los cuales se movieron sin dudarlo para obedecer sus ó rdenes. Nadie
má s se movió .

Nadie má s. Sintiéndose como si estuviera saliendo de una especie de


trance, Damen miró a su alrededor a los hombres reunidos. Miró primero a los
hombres del Príncipe, inconscientemente, esperando ver su propia conmoció n
reflejada en sus rostros, pero en cambio, mostraban satisfacció n junto con una
total falta de sorpresa. Se dio cuenta de que ninguno de ellos se había
preocupado de que Laurent pudiera perder.

La respuesta de los hombres del Regente era má s variada. Había signos de


satisfacció n y divertimento: probablemente de los que habían disfrutado del
espectá culo, admirado la exhibició n de habilidad. Pero también había un indicio
de algo muy distinto, y Damen sabía que venía de los hombres que asociaban la
autoridad con la fortaleza. Quizá s ahora pensaran de manera diferente acerca de
su Príncipe y su cara bonita, ya que había mostrado algo de aquella.

Fue Lazar quien rompió la inactividad, lanzando a Laurent un pañ o.


Laurent lo cogió y limpió la espada como un experto cocinero limpiaría un
cuchillo de trinchar. Luego la enfundó , abandonando el pañ o, ahora de color rojo
brillante.

Dirigiéndose a los hombres con voz de mando, Laurent dijo:

—Tres días de pobre liderazgo han culminado con un insulto al honor de


mi familia. Mi tío no debe haber conocido lo que había en el corazó n del capitá n
que nombró . Si lo hubiera hecho, lo habría puesto en el cepo, no le habría dado el

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liderazgo sobre los hombres. Mañ ana por la mañ ana, habrá un cambio. Hoy,
cabalgaremos duro para recuperar el tiempo perdido.

El rumor rompió el silencio cuando los hombres reunidos comenzaron a


hablar. Laurent se giró para atender otro asunto, deteniendo a Jord y
transfiriéndole a él la capitanía. Puso una mano sobre su brazo y murmuró algo
en voz demasiado baja para escuchar, luego de lo cual Jord asintió y comenzó a
dar ó rdenes.

Y así se hizo. La sangre manaba del hombro de Govart, enrojeciendo su


camisa, de la que fue despojada. Las implacables ó rdenes de Laurent se llevaron
a cabo.

Lazar, quien había lanzado a Laurent el pañ o, ya no se veía como si fuera a


fanfarronear sobre el Príncipe de nuevo. En realidad, la nueva forma en la que
miraba a Laurent le recordó a Damen exactamente a Torveld, lo que le hizo
fruncir el ceñ o.

Su propia reacció n lo había hecho sentirse extrañ amente fuera de balance.


Aquello había sido… inesperado. No había percibido esa destreza en Laurent,
que hubiera sido entrenado así, que fuera tan talentoso. No estaba seguro de por
qué se sentía como si algo, en el fondo, hubiera cambiado.

La mujer de cabello castañ o recogió sus pesadas faldas, se acercó a Govart,


y escupió el suelo junto a él. El ceñ o de Damen se profundizó .

El consejo de su padre regresó a él: «Nunca apartes la vista de un jabalí


herido; una vez que comprometes a un animal en la caza, hay que luchar hasta el
final, pues cuando un jabalí está herido, es la fiera más peligrosa de todas».

Aquella idea le fastidiaba.

51
Laurent envió cuatro jinetes galopando a Arles con la noticia. Dos de los
jinetes eran miembros de su propia guardia, uno era un hombre del Regente, y el
ú ltimo, era un sirviente de la torre de Baillieux. Los cuatro habían presenciado
con sus propios ojos los acontecimientos de la mañ ana: que Govart había
insultado a la familia real; que el Príncipe, en su infinita bondad y justicia, había
ofrecido a Govart el honor de un duelo; y que Govart, habiendo sido limpiamente
desarmado, había roto las reglas del duelo y había atacado al Príncipe con la
intenció n de hacerle dañ o, un acto de traició n grave y vil. Govart había sido
justamente castigado.

En otras palabras, el Regente debía ser informado de que su capitá n había


sido limpia y efectivamente expulsado, de una manera que no pudiera ser
considerado como una revuelta contra la Regencia o como desobediencia del
Príncipe o como perezosa incompetencia. Vencedor de la primera ronda:
Laurent.

Cabalgaron en direcció n a la frontera oriental de Vere con Vask, limitada


por montañ as. Acamparían al pie de las colinas en una fortaleza llamada Nesson;
luego, se desviarían y seguirían un camino sinuoso hacia el sur. Los efectos
combinados de la catarsis violenta de la mañ ana y las ó rdenes pragmá ticas de
Jord ya se estaban reflejando en la tropa. No hubo rezagados.

Tuvieron que forzar la marcha al má ximo para llegar a tiempo a Nesson


después del retraso matinal, pero los hombres lo hicieron de buena gana, y
cuando llegaron a la torre, la puesta de sol estaba empezando a desarrollarse en
el cielo.

Al presentarse a Jord, Damen se encontró en medio de una conversació n


para la que no estaba listo.

—Puedo decirlo por tu cara. No sabías que él sabía luchar.

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—No —aceptó Damen—. No lo sabía.

—Está en su sangre.

—Los hombres del Regente parecían tan sorprendidos como yo.

—Es reservado al respecto. Viste su espacio de entrenamiento personal en


el interior del palacio. Hace un par de rondas con algunos de la Guardia del
Príncipe ocasionalmente. Con Orlant… conmigo… me tumbó un par de veces. No
es tan bueno como su hermano era, pero solo tienes que ser la mitad de bueno
de lo que era Auguste para ser diez veces mejor que todos los demá s.

Su sangre: no era solo eso. Había tantas diferencias como similitudes entre
los dos hermanos. La figura de Laurent era menos vigorosa; su estilo se había
construido en torno a la gracia y la inteligencia: mercurio11 donde Auguste había
sido oro.

Nesson resultó ser diferente a Baillieux en dos aspectos. En primer lugar,


porque se vinculaba con un territorio de considerable tamañ o, ya que se
encontraba cerca de uno de los pocos pasos transitables a través de las
montañ as y, durante el verano, por allí pasaba el intercambio comercial con la
provincia vaskiana de Ver-Vassel. En segundo lugar, porque estaba lo
suficientemente bien cuidada como para que los hombres pasaran la noche en
los cuarteles y Laurent se alojara en la torre.

Damen fue enviado a través de una baja puerta a la alcoba del Príncipe.
Laurent aú n estaba fuera, todavía sobre su montura, atendiendo algú n asunto
relacionado con los escoltas. A Damen se le mandó hacer la tarea de los
sirvientes: encender las velas y el fuego; lo cual hizo con la mente en otra parte.
Durante el largo recorrido desde Baillieux, había tenido un montó n de tiempo

11No estamos seguros de a que se deba la comparació n, pero podemos suponer que se debe a que el mercurio es un metal
que suele verse en estado líquido, por lo que no se caracteriza por su fortaleza sino por su fluidez.

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para pensar. Al principio solo le había dado vueltas en su mente al duelo del que
había sido testigo.

Luego, recordó la primera vez que vio al Regente disciplinar a Laurent,


despojá ndolo de sus tierras. Había sido un castigo que podría haber sido
impuesto privadamente, sin embargo, el Regente lo había convertido en una
exhibició n pú blica. «Abraza al esclavo», había ordenado el Regente al final de
aquella: algo gratuito, puramente decorativo, un acto de humillació n
innecesario.

Recordó el anfiteatro, el lugar donde la Corte se reunía para ver actos


privados que se llevaban a cabo en pú blico; las humillaciones y violaciones
simuladas convertidas en un espectá culo, mientras la Corte miraba.

Y luego pensó en Laurent. La noche del banquete, el ardid para lograr el


intercambio de los esclavos había sido una larga y pú blica batalla con su tío,
planeada cuidadosamente de antemano y ejecutada con precisió n. Damen pensó
en Nicaise, sentado a su lado en la mesa principal; y en Erasmus, advertido de la
maniobra de antemano.

«Tiene cabeza para los detalles», había dicho Radel.

Damen estaba terminando con el fuego cuando Laurent entró en la


habitació n, todavía vistiendo ropa de montar. Parecía relajado y limpio, como si
el desgaste de un duelo, la expulsió n del capitá n, y ademá s, la cabalgata de un día
de duració n, no hubieran tenido ningú n efecto sobre él en absoluto.

Pero ahora, Damen lo conocía demasiado bien como para dejarse engañ ar
por ello. Por cualquiera de aquellas cosas.

—¿Pagasteis a esa mujer para que follase con Govart?

Laurent, que estaba despojá ndose de sus guantes de montar, se detuvo en


el acto, y luego, deliberadamente, continuó . Se quitó el cuero de cada dedo
individualmente. Su voz era firme.
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—Pagué para que se acercara a él. Yo no la obligué a que pusiera su polla
en la boca —ofreció Laurent.

Damen recordó cuando le pidieron interrumpir a Govart en los establos, y


el hecho de que no había vivanderos a caballo siguiendo a esta tropa.

Laurent continuó :

—É l tuvo una opció n.

—No —negó Damen—. Solo le hicisteis creer que la tenía.

Laurent le ofreció la misma fría mirada que había encendido a Govart.

—¿Me recriminas? Tú tenías razó n. Esto tenía que suceder ahora. Estaba
esperando que la confrontació n surgiera de una forma má s natural, pero eso
estaba llevando demasiado tiempo.

Damen se lo quedó mirando. Suponerlo era una cosa, pero escuchar las
palabras pronunciadas en voz alta, era otra muy distinta.

—¿“Razó n”? Yo no quise decir… —Se interrumpió .

—Dilo —ordenó Laurent.

—Habéis quebrado a un hombre hoy. ¿Eso no os afecta en absoluto? Son


vidas, no piezas de un juego de ajedrez con vuestro tío.

—Te equivocas. Estamos a bordo del juego de mi tío y todos estos


hombres son sus piezas.

—Entonces, cada vez que mová is una de esas piezas, podéis felicitaros por
cuá nto le place al Regente que Vos participéis en su juego.

Solo salió . É l estaba, en parte, aú n conmocionado por el golpe de haber


visto confirmada su suposició n. Desde luego, no esperaba que las palabras
tuvieran el efecto sobre Laurent que tuvieron. Paralizaron a Laurent en seco.

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Damen no creía haber visto antes que Laurent fuera arrinconado hasta quedar
sin palabras, y ya que no creía que la circunstancia fuera a durar mucho tiempo,
se apresuró a afirmar su ventaja.

—Si enlazá is a vuestros hombres con Vos mediante el engañ o, ¿Có mo


podéis volver a confiar en ellos? Tenéis cualidades que podrían admirar. ¿Por
qué no permitís que la confianza en Vos crezca de manera natural y de esa
forma…?

—No hay tiempo —dijo Laurent.

Las palabras salieron con la pura fuerza de cualquier mudo estado por el
que Laurent se había sentido sacudido.

—No hay tiempo —dijo Laurent de nuevo—. Tengo dos semanas hasta
llegar a la frontera. No pretendas que pueda atraer a estos hombres con duro
trabajo y una sonrisa cautivadora en este momento. No soy el potro novato que
mi tío pretende. Luché en Marlas y luché en Sanpelier. No estoy aquí para
sutilezas. No tengo la intenció n de ver a los hombres que guío derrotados por no
obedecer las ó rdenes, o porque no puedan mantenerse en consonancia. Trato de
sobrevivir, tengo la intenció n de vencer a mi tío, y lucharé con todas las armas
que tenga.

—Queréis decir eso.

—Quiero decir ganar. ¿Pensaste que estaba aquí para lanzarme a la espada
de forma altruista?

Damen se obligó a enfrentar el problema, dejando de lado lo imposible,


considerando solo aquello que, siendo realistas, era posible realizar.

—Dos semanas no es suficiente —estuvo de acuerdo Damen—.


Necesitaréis cerca de un mes para llegar a cualquier mínima cosa con hombres
como estos, e incluso así, los peores de ellos tendrá n que ser eliminados.

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—Está bien —dijo Laurent—. ¿Algo más?

—Sí —respondió Damen.

—Entonces, di lo que piensas —replicó Laurent—. No es que alguna vez


hayas hecho otra cosa.

Damen continuó :

—Os ayudaré en todo lo que pueda, pero no habrá tiempo para nada, sino
para trabajar duramente, y tendréis que hacer todo bien.

Laurent levantó la barbilla y le respondió con cada pedazo de impasible e


irritante arrogancia que hubiera alguna vez expuesto.

—Obsérvame12 —dijo en tono desafiante.

12Watch me. En este contexto, tiene un significado de “qué no… fíjate có mo seré capaz de hacerlo", "mira" o "mírame" con
tono desafiante (como respondiendo a una provocació n en la que te dicen que no será s capaz de hacer algo...)

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CAPÍTULO CUATRO

Laurent acababa de cumplir veinte añ os y, poseyendo una mente compleja


con el don de la planificació n, la independizó de las triviales intrigas cortesanas
y la esparció má s ampliamente en el panorama general, como primera medida.

Damen observó có mo sucedía. Todo comenzó cuando, luego de una larga


noche de discusiones tá cticas, Laurent se dirigió a la tropa con un diagnó stico de
sus deficiencias. Lo hizo a caballo, con una voz tan clara que llegó al má s lejano
de los hombres reunidos. Había tomado en cuenta todo lo que Damen le había
dicho la noche previa. Había considerado mucho má s que eso. Mientras habló ,
surgieron detalles que solo podría haber obtenido de sirvientes, armeros y
soldados a los que, en los ú ltimos tres días, también había estado escuchando.

Laurent estampó la informació n de una manera brillante, ya que fue


mordaz. Cuando hubo terminado, les lanzó a los hombres un hueso: quizá s todo
se había debido a una mala capitanía. Se detendrían aquí, en Nesson, durante
quince días para acostumbrarse a su nuevo capitá n. Laurent personalmente los
guiaría, impondría un régimen que favoreciera la cohesió n y los convirtiera en
algo parecido a una tropa que pudiera luchar. Si podían seguir su ritmo.

Pero primero, Laurent añ adió con voz sedosa, embalarían todo y volverían
a levantar el campamento, desde las cocinas a las tiendas anexas para los
caballos. En el término de dos horas.

Los hombres lo tragaron. No lo habrían hecho, no lo habrían admitido si no


hubieran aceptado a Laurent como su líder, por el contrario, hace poco tiempo le
habrían discutido punto por punto. Aun así, podrían haberse resistido un poco
tomando la orden como si procediera de un indolente superior excepto que,
desde el primer día, Laurent había trabajado mucho sin hacer ningú n

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comentario o presentar alguna queja. Eso, también, había sido calculado hasta el
detalle.

Así que se pusieron a trabajar. Desarmaron las tiendas, martillaron postes


y estacas y desensillaron todos los caballos. Jord dio puntuales ó rdenes
pragmá ticas. Y las líneas de las tiendas fueron rectas por primera vez desde que
habían comenzado el viaje.

Y entonces estuvo listo. Dos horas. Aú n había sido demasiado tiempo, pero
era muchísimo mejor que el extendido caos de las ú ltimas noches.

Reensillar los caballos, fue la primera orden, y a esa le siguieron una serie
de ejercicios a caballo diseñ ados para ser simples para los caballos y brutales
para los hombres. Damen y Laurent habían planeado los ejercicios juntos la
ú ltima noche, con algunos aportes de Jord, quien se les había sumado en la
semioscuridad de la primera mañ ana. A decir verdad, Damen no había esperado
que Laurent tomara parte en los ejercicios personalmente, pero así lo hizo,
marcando el ritmo.

Refrenando las riendas de su caballo junto al de Damen, Laurent comentó :

—Ya tienes tus dos semanas adicionales. Vamos a ver lo que podemos
hacer con ellas.

Por la tarde ejercitaron los cambios de formació n; las líneas se rompieron


una, y otra, y otra vez, hasta que finalmente no lo hicieron, aunque solo fuera
porque todo el mundo estaba demasiado cansado para hacer otra cosa má s que
seguir las ó rdenes sin pensar. El entrenamiento del día había afectado incluso a
Damen de tal modo que, cuando terminaron, sintió por primera vez en mucho
tiempo, como si hubiera logrado algo.

Los hombres regresaron al campamento, agotados y sin energía para


quejarse de que su líder fuera un demonio rubio, de ojos azules, y maldecirle.

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Damen vio a Aimeric tumbado al lado de una de las fogatas del campamento con
sus ojos cerrados, como un hombre exhausto después de una carrera a pie. La
terquedad de cará cter que le había hecho provocar peleas con hombres del
doble de su tamañ o, también lo había mantenido al día con los ejercicios, sin
importar las barreras del dolor y fatiga por las que había tenido que pasar
físicamente. Al menos, no sería capaz de causar problemas en este estado. Nadie
buscaría peleas: estaban muy cansados.

Mientras Damen observaba, Aimeric abrió los ojos y le dio una mirada
vacía al fuego.

A pesar de las complicaciones que Aimeric presentaba a la tropa, Damen


sintió un atisbo de simpatía. Aimeric solo tenía diecinueve añ os y aquella,
obviamente, era su primera campañ a. Parecía estar fuera de lugar y solo. Damen
se desvió hacia él.

—¿Es tu primera vez en campañ a? —preguntó .

—Puedo seguir —replicó Aimeric.

—Me di cuenta de eso —observó Damen—. Estoy seguro de que tu capitá n


también lo ha visto. Has hecho un buen trabajo el día de hoy.

Aimeric no respondió .

—El ritmo se mantendrá constante durante las pró ximas semanas, y


tenemos un mes para llegar a la frontera. No tienes que agotarte el primer día.

Lo dijo en un tono bastante amable, pero Aimeric respondió secamente.

—Puedo seguir el ritmo.

Damen suspiró y se puso en pie, avanzó dos pasos de camino a la tienda de


Laurent cuando la voz de Aimeric lo detuvo.

60
—Espera —dijo—. ¿De verdad crees que Jord lo notó ? —Y luego se
sonrojó como si hubiera delatado algo.

Al abrir la puerta de la tienda, Damen se encontró con la mirada fría y azul


que, por el contrario, no delataba nada en absoluto. Jord ya estaba dentro, y
Laurent hizo un gesto para que Damen se uniera a ellos.

—El aná lisis post mortem13 —pidió Laurent.

Los eventos del día fueron diseccionados. Damen fue consultado y dio su
sincera opinió n: los hombres no estaban má s allá de toda esperanza. No iban a
convertirse en una compañ ía perfectamente entrenada en un mes. Pero se les
podía enseñ ar algunas cosas. Se les podría enseñ ar có mo retener una línea y
có mo resistir una emboscada. Se les podría enseñ ar las maniobras bá sicas.
Damen esbozó lo que creía que era realista esperar. Jord estuvo de acuerdo, y
añ adió algunas sugerencias.

—Dos meses —comentó Jord con franqueza— serían endiabladamente


mucho má s ú tiles que uno.

Laurent respondió :

—Por desgracia, mi tío nos ha ordenado presentarnos en la frontera, y a


pesar de que preferiría que las cosas fueran distintas, tendremos que llegar allí
finalmente.

Jord resopló . Discutieron sobre algunos de los hombres, y ajustaron los


ejercicios. Jord tenía una habilidad especial para identificar el origen de los
problemas en el campo. Parecía tomar como una cosa natural que Damen
formara parte de la discusió n.

13 “post mortem”: alocució n latina que significa “después de la muerte” (también se usa como sinó nimo de “autopsia”). En

este caso, Laurent la utiliza metafó ricamente para referirse al aná lisis “después de que todo finalizó ”, cuando “ya todo fue
hecho “.

61
Cuando terminaron, Laurent despidió a Jord y se sentó al calor del brasero
de la tienda mirando tranquilamente a Damen.

Este habló :

—Debería revisar la armadura antes de acostarme, a menos que me


necesitéis para algo.

—Trá ela —dijo Laurent.

Lo hizo. Se sentó en un banco y miró por encima las hebillas y correas,


sistemá ticamente comprobó cada parte, un há bito con el que había sido
inculcado desde la infancia.

Laurent dijo:

—¿Qué piensas de Jord?

—Me gusta —opinó Damen—. Deberíais estar contento con él. Fue la
elecció n correcta para capitá n.

Hubo una pausa sin prisas. Aparte de los sonidos que Damen hacía al
manipular un avambrazo14, la tienda estaba tranquila.

—No —dijo Laurent—. Tú lo eras.

—¿Qué? —soltó Damen. Dio a Laurent una larga mirada ató nita y se
sorprendió aú n má s al ver que Laurent le estaba sosteniendo la mirada—. No
hay un hombre aquí que aceptara ó rdenes de un akielense.

—Ya lo sé. Es una de las dos razones por las que elegí a Jord. Los hombres
se te habrían resistido al principio, habrías tenido que demostrar lo que vales.
Incluso con los quince días extras, no habrías tiempo suficiente para llevarlo a
cabo. Es frustrante que no pueda darte un mejor uso.

14 Parte de la armadura que cubre el antebrazo.

62
Damen, que nunca se había considerado a sí mismo como un candidato
para la capitanía, estaba un poco mortificado por su propia arrogancia al darse
cuenta de que instintivamente se había visto ocupando el papel de Laurent, o
ninguno. La idea de que pudiera ser ascendido a través de los rangos como un
soldado comú n, simplemente no se le había ocurrido.

—Eso es lo ú ltimo que esperaba que dijerais —admitió , con cierta ironía.

—¿Creías que yo era demasiado orgulloso para admitirlo? Te puedo


asegurar, el orgullo que he invertido en vencer a mi tío es mucho mayor que los
sentimientos que pueda albergar hacia cualquier otra cosa.

—Solo me sorprendió —dijo Damen—. A veces creo que os entiendo, y


otras veces no logro hacerlo en absoluto.

—Créeme, ese sentimiento es mutuo.

—Dijisteis dos razones —dijo Damen—. ¿Cuá l era la otra?

—Los hombres piensan que tú me inclinas dentro de la tienda —reconoció


Laurent. Dijo aquello de la misma calmada manera con que había dicho todo lo
demá s. A Damen casi se le resbala el avambrazo—. Sería erosionar mi autoridad.
Mi “cuidadosamente cultivada” autoridad. Ahora sí que te he sorprendido. Tal
vez si no fueras un pie má s alto que yo o tan ancho de hombros.

—Es mucho menos que un pie —reconoció Damen.

—¿Lo es? —preguntó Laurent—. Parece mucho má s cuando discutes


conmigo sobre cuestiones de honor.

—Quiero que sepá is —empezó Damen con cuidado—, que yo no he hecho


nada para alentar la idea de que yo… que Vos y yo…

—Si yo pensara que lo habías hecho, te habría atado a un poste y azotado


hasta que tu frente apareciera en tu espalda.

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Hubo un largo silencio. En el exterior reinaba la tranquilidad de los huesos
cansados, el campamento dormido, por lo que solo alcanzaban a oírse el rumor
de los faldones de la tienda y algunos otros sonidos indeterminados de
movimiento. Los dedos de Damen estaban apretados sobre el metal del
avambrazo hasta que deliberadamente aflojó la presió n.

Laurent se levantó de su silla; los dedos de su mano se detuvieron en el


respaldo del silló n.

—Deja eso. Asísteme —ordenó .

Damen se levantó . Aquel era un trabajo embarazoso, y le molestaba. La


prenda que Laurent llevaba hoy estaba amarrada en el frente en lugar de estarlo
por atrá s. Damen lo desató desdeñ osamente.

Al abrirse bajo sus manos se movió detrá s de Laurent para sacarlo fuera.
«¿Debo hacer el resto?» Abrió la boca para preguntar después de guardar la
prenda, sintiendo la tentació n de presionar el asunto, dado lo mucho que
requería generalmente aquel servicio ya que Laurent habría podido fá cilmente
haberse quitado sus prendas exteriores él solo.

Excepto que cuando se dio la vuelta, Laurent había llevado una mano hasta
uno de sus hombros y estaba masajeá ndolo, obviamente sintiendo una ligera
rigidez. Sus pestañ as habían bajado. Bajo la camisa, sus miembros estaban
sueltos con languidez. Entonces se dio cuenta de que el príncipe estaba
exhausto.

Damen no sintió ninguna simpatía. Por el contrario, sin razó n aparente, su


fastidio alcanzó el punto má ximo; el ver a Laurent empujando lentos dedos a
través de su pelo dorado sin vigor era, de alguna manera, un recordatorio de que
su cautiverio y su castigo eran debido a la decisió n de un simple hombre de
carne y hueso.

64
Se mordió la lengua. Dos semanas aquí y dos semanas de viaje hasta la
frontera, para ver a Laurent fuertemente escoltado, y estaba agotado.

Por la mañ ana, lo hicieron todo de nuevo.

Y otra vez. Conseguir que los hombres siguieran las ó rdenes destinadas a
sobreexigirlos era una proeza. Algunos de aquellos hombres disfrutaban el
trabajo duro, o eran del tipo que entendían que tenían que ser apremiados con
ó rdenes para mejorar, pero no todos ellos.

Laurent lo logró .

Ese día, la tropa fue entrenada, moldeada y definida segú n sus planes, al
parecer por la sola fuerza de su voluntad. Los hombres de Laurent no sentían
camaradería hacia él. Allí no había nada del cá lido amor de corazó n que los
ejércitos akielenses habían mantenido hacia el padre de Damen. Laurent no era
amado. Laurent no era apreciado. Incluso entre sus propios hombres, que lo
seguirían por un precipicio, existía el inequívoco consenso de que Laurent era,
como Orlant una vez había descrito, una perra de hierro fundido, que era una
muy pésima idea intentar descubrir su lado malo y que, en cuanto a su lado
bueno, no lo tenía.

No importaba. Laurent daba ó rdenes y ellos las seguían. Los hombres


descubrieron, cuando intentaron resistirse, que no podían. Damen, que había
sido manipulado de distintas formas para besar el pie de Laurent y comer dulces
de sus manos, era capaz de entrever las maquinaciones a las que se enfrentaban
y que los impelía, profundamente ocultas específicamente en cada circunstancia.

Y, tal vez por eso, un delgado hilo de respeto fue creciendo. Era evidente
por qué su tío había mantenido a Laurent lejos de las riendas del poder: era
bueno liderando. Se concentraba en sus objetivos y estaba dispuesto a hacer lo

65
que fuera con tal de alcanzarlos. Los desafíos eran afrontados con sagacidad.
Podía ver de antemano los problemas para desenredarlos o soslayarlos. Y había
algo en él que disfrutaba el proceso de atraer a esos duros hombres bajo su
control.

Damen fue consciente de que lo que estaba presenciando era el


surgimiento de un monarca, los primeros movimientos de mando de un Príncipe
nacido para gobernar, aunque el estilo de liderazgo de Laurent, a veces
magistral, a veces inquietante, no era como el suyo propio.

Inevitablemente, algunos de los hombres se resistían a obedecerlo. Hubo


un incidente esa primera tarde en el que uno de los mercenarios del Regente se
negó a cumplir las ó rdenes de Jord. En torno a él, un par de los otros
simpatizaron con su queja, y cuando Laurent apareció , hubo rumores de un
verdadero disturbio. El mercenario obtuvo suficiente simpatía de sus
compañ eros que si Laurent hubiese ordenado llevarlo al poste de flagelació n
existía el peligro de que se desatara una pequeñ a insurrecció n. Una multitud se
congregó .

Laurent no ordenó que lo pusieran al

poste. Laurent lo desolló , verbalmente.

No fue como sus intercambios con Govart. Fue impasible, explícito,


terrible, y sometió a un hombre adulto delante de la tropa tan completamente
como su estocada lo habría hecho.

Los hombres volvieron a trabajar después de eso.

Damen escuchó a uno de ellos decir, en un tono de admiració n reverencial.

—Ese muchacho tiene la boca má s repulsiva que he conocido.

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Volvieron al campamento esa noche para encontrar que no había
campamento, porque los sirvientes de Nesson habían desmantelado todo bajo
las ó rdenes de Laurent. Estaba siendo generoso, dijo. Tenían una hora y media
para volver a montar el campamento esta vez.

Entrenaron durante la mayor parte de las siguientes dos semanas


mientras acampaban en los campos de Nesson. La tropa nunca sería un
instrumento de precisió n, pero se estaba convirtiendo en una herramienta ruda
pero ú til, capaz de cabalgar juntos, luchar juntos y mantener la formació n
juntos. Eran capaces de seguir ó rdenes sencillas.

Tenían el lujo de poder agotarse ellos mismos, y Laurent tomaba el


má ximo provecho de ello. No iban a ser emboscados allí. Nesson era seguro.
Estaba demasiado lejos de la frontera akielense para sospechar de un ataque
desde el sur, y estaba lo suficientemente cerca de la frontera con Vask para que
cualquier ataque pudiera conducir a un atolladero político. Si Akielos era el
objetivo del Regente, no había ninguna razó n para despertar al durmiente
Imperio Vaskiano.

Por otro lado, Laurent les había llevado tan lejos de la ruta que
inicialmente el Regente había previsto que tomara, que cualquier trampa que les
estuviera esperando estaría languideciendo, esperando por una tropa que nunca
llegaría.

Damen comenzó a preguntarse si la sensació n de mejora constante y


anhelo de realizació n que fue instalá ndose en la tropa se le estaba pegando
también, pues hacia el décimo día, cuando los hombres estaban siendo
adiestrados sobre có mo podrían enfrentar una emboscada con al menos una
posibilidad de supervivencia, él empezó a albergar los primeros arrebatos
frá giles de esperanza.

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Esa noche, en uno de esos raros momentos en los que no tenía nada que
hacer, le hicieron una señ a para que se acercara a una de las fogatas, era Jord,
que estaba sentado solo, escamoteando un momento de quietud. Le ofreció vino
en una abollada taza de hojalata.

Damen la aceptó , y se sentó en el tronco inclinado que se había convertido


en un lugar de descanso improvisado. Estaban tan cansados para que los dos
estuvieran contentos solo con sentarse en silencio. El vino era horrible; lo
arremolinó de un lado a otro en la boca, y luego se lo tragó . El calor del fuego era
bueno. Después de un tiempo, Damen fue consciente de que la mirada de Jord
estaba concentrada en alguna cosa en los confines má s alejados del
campamento.

Aimeric estaba atendiendo su armadura fuera de una de las tiendas de


campañ a, lo cual mostraba que, en algú n momento a lo largo del entrenamiento,
había adquirido buenos há bitos. Esa probablemente no fuera la razó n por la que
Jord lo miraba.

—Aimeric —dijo Damen, levantando las cejas.

—¿Qué? Tú lo has visto —dijo Jord, arqueando los labios.

—Lo he visto. La semana pasada tenía a la mitad del campamento saltando


a las gargantas de los otros.

—Está bien —admitió Jord—. Es solo que él es de alta cuna y no está


acostumbrado a empresas difíciles. Lo está haciendo bien para lo que conoce, es
solo que las costumbres son diferentes. Como lo son para ti.

Eso fue un escarmiento. Damen tomó otro trago del horrible vino.

—Eres un buen capitá n. Podría ser mucho peor.

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—Hay algunos maleantes en esta compañ ía, y esa es la verdad —aceptó
Jord.

—Creo que unos pocos días má s como el de hoy y lo peor de ellos


emergerá.

—En unos pocos minutos má s como hoy —corrigió el capitán.

Damen dejó escapar un suspiro de diversió n. El fuego era hipnó tico, a


menos que tuvieras algo mejor que mirar. Los ojos de Jord se volvieron a
Aimeric.

—Sabes —dijo Damen—, él aceptará a alguien al final. Mejor para todos si


eres tú .

Hubo un largo silencio y luego, con una voz extrañ amente tímida:

—Nunca me he acostado con nadie de alta cuna —confesó Jord—. ¿Es


diferente?

Damen se sonrojó cuando se dio cuenta de lo que estaba asumiendo Jord.

—É l... No lo hemos hecho. É l no lo hace. Por lo que sé, no lo hace con nadie.

—Por lo que se sabe —dijo Jord—. Si no tuviera el vocabulario de una


prostituta de guarnició n, pensaría que es virgen.

Damen se quedó en silencio. Vació su taza, frunciendo un poco el ceñ o. No


estaba interesado en estas interminables especulaciones. No le importaba a
quién llevara a la cama Laurent.

Fue librado de responder por Aimeric. Su poco probable salvador había


llevado una o dos piezas de armaduras con él, y estaba intentando sentarse en el
lado opuesto del fuego. Se había despojado de su camisa interior, que estaba
parcialmente desatada.

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—No estoy molestando, ¿verdad? El fuego ofrece mejor luz.

—Por qué no te unes a nosotros —dijo Damen, bajando su taza con mucho
cuidado de no mirar a Jord.

Aimeric no sentía ningú n aprecio por Damen, pero Jord y él eran los
miembros de má s alto rango de la compañ ía por diferentes motivos, y esa era
una invitació n difícil de rechazar. É l asintió con la cabeza.

—Espero no estar hablando cuando no me corresponde —dijo Aimeric,


quien, o bien ya había recibido suficiente golpes en la nariz para aprender
cautela o, por naturaleza, era má s deferente alrededor de Jord—. Es que crecí en
Fortaine. Viví allí la mayor parte de mi vida. Sé que después de la guerra en la
frontera de Marlas el servicio militar es una formalidad. Sin embargo... el
Príncipe nos tiene entrenando para la acció n real.

—Solo le gusta estar preparado —dijo Jord—. Si tiene que luchar, quiere
poder confiar en sus hombres.

—Lo prefiero así —dijo Aimeric rá pidamente—. Quiero decir, prefiero ser
parte de una compañ ía que sepa pelear. Soy el cuarto hijo. Admiro el trabajo
duro como... admiro a los hombres que saben elevarse por encima de su
nacimiento.

Dijo eso ú ltimo con una mirada a Jord. Damen sabiamente se excusó y se
levantó , dejá ndolos juntos a solas.

Cuando entró en la tienda, Laurent estaba sentado reflexionando


tranquilamente con el mapa extendido ante él. Levantó la vista cuando oyó a
Damen, entonces se enderezó en su silla y le indicó a Damen que se sentara.

—Sin olvidar que somos doscientos a caballo, no dos mil de infantería,


creo que los nú meros son menos importantes que la calidad de los hombres.

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Estoy seguro de que tú y Jord, ambos, tenéis una lista informal de los hombres
que creéis que deben ser apartados de la tropa. Quiero la tuya para mañ ana.

—No va a haber má s de diez —confirmó . Dá ndose cuenta de que él mismo


estaba sorprendido de ello, antes de acampar en Nesson hubiera creído que el
nú mero sería cinco veces mayor. Laurent asintió . Después de un momento,
Damen continuó —: Hablando de hombres difíciles, hay algo que he querido
preguntaros.

—Adelante.

—¿Por qué dejasteis vivo a Govart?

—¿Por qué no?

—Sabéis porqué no.

Laurent no respondió al principio. Se sirvió un trago de la jarra junto al


mapa. No era el vino barato que raspaba la boca que Jord bebía, Damen lo notó .
Era agua.

Laurent continuó :

—Preferiría no dar a mi tío ninguna razó n para gritar que he sobrepasado


mis límites.

—Estabais en vuestro derecho después de que Govart cargara contra Vos.


Y no había escasez de testigos. Hay algo más.

—Hay algo má s —acordó Laurent, mirando a Damen fijamente. Mientras


hablaba, levantó su copa y bebió un sorbo.

De acuerdo.

—Fue una pelea impresionante.

—Sí, lo sé —dijo Laurent.

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No sonreía cuando decía cosas como esas. Se sentó relajado, con la copa
ahora colgando de sus largos dedos devolviéndole la mirada a Damen
firmemente.

—Debéis haber pasado mucho tiempo entrenando —continuó el akielense


y, para su sorpresa Laurent respondió con seriedad.

—Nunca fui un luchador —dijo Laurent—. Ese era Auguste. Pero después
de Marlas, me obsesionaba que... —Laurent se detuvo. Damen pudo ver el
momento en el que Laurent decidió continuar. Fue deliberado, sus ojos se
encontraron con los de Damen, su tono cambió sutilmente.

—Damianos de Akielos estaba al mando de las tropas a los diecisiete añ os.


A los diecinueve, cabalgaba hacia el campo de batalla, se abrió camino a través
de nuestros mejores hombres y se llevó la vida de mi hermano. Dicen, decían,
que era el mejor luchador de Akielos. Pensé que si me iba a matar a alguien así,
tendría que ser muy, pero muy bueno.

Damen se quedó en silencio después de eso. El impulso de hablar se apagó ,


como las velas un segundo antes de que humearan en la oscuridad, al igual que
el agonizante ú ltimo calor de las ascuas en el brasero.

A la noche siguiente, se encontró a sí mismo conversando con Paschal.

La tienda del médico, al igual que la tienda de Laurent, al igual que la que
servía de cocina, era lo suficientemente grande para que una persona alta
caminara sin agacharse. Paschal tenía todo el equipo que pudiera desear, y las
ó rdenes de Laurent habían logrado que todo hubiera sido meticulosamente
desembalado. Damen, como su ú nico paciente, encontró divertida la gran
variedad de suministros médicos. No sería divertido una vez que salieran a
caballo de Nesson y lucharan contra algo. Un médico para atender a doscientos

72
hombres es una proporció n razonable, siempre y cuando no estuvieran en
batalla.

—¿Servir al Príncipe es muy diferente a servir a su hermano?

Paschal reflexionó :

—Yo diría que todo lo que era instintivo para el mayor no lo es para el má s
joven.

—Há blame de Auguste —dijo Damen.

—¿El Príncipe? ¿Qué puedo decir? Era una estrella dorada —dijo Paschal,
señ alando con un movimiento de cabeza el blasó n de explosió n de estrellas del
Príncipe Heredero.

—En la mente de Laurent parece brillar má s que la imagen de su propio


padre.

Hubo una pausa mientras Pascal restituía las botellas de vidrio al estante y
Damen volvía a tomar posesió n de su camisa.

—Tienes que entender. Auguste estaba hecho para ser el orgullo de


cualquier padre. No es que hubiera alguna mala sangre entre Laurent y el Rey.
Era má s como que... el Rey adoraba a Auguste, pero no pasaba mucho tiempo
con su hijo menor. En muchos sentidos, el Rey era un hombre simple. La
excelencia en el campo de batalla era algo que podía entender. Laurent era
bueno con su mente, bueno en el pensamiento, bueno en abrirse camino a
través de los rompecabezas. Auguste era sencillo: un campeó n, el heredero,
nacido para gobernar. Puedes imaginar có mo Laurent se sentía con él.

—Lo resentía —concluyó Damen.

Paschal le dio una mirada extrañ a.

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—No, lo amaba. Lo adorada como a un héroe, de la misma forma en que los
muchachos intelectuales a veces lo hacen con chicos mayores que sobresalen
físicamente. Funcionaba en ambos sentidos. Sentían devoció n el uno por el otro.
Auguste era el protector. Hacía cualquier cosa por su hermano pequeñ o.

Damen pensó en privado que los príncipes necesitan condimento, no


protecció n. Laurent en particular.

Había visto a Laurent abrir su boca y despellejar la pintura de las paredes


con ella. Había visto a Laurent levantar un cuchillo y degollar a sangre fría a un
hombre sin ni siquiera un parpadeo de sus pestañ as doradas. Laurent no
necesitaba ser protegido de ninguna cosa.

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CAPÍTULO CINCO

Damen no lo vio venir al principio, pero vio la reacció n de Laurent a ello, lo


vio frenar su caballo y acercarse a Jord con un movimiento suave.

—Lleva a los hombres de vuelta —le ordenó Laurent—. Hemos terminado


por hoy. El esclavo se queda conmigo. —Y le echó una mirada a Damen.

Caía la tarde. Las maniobras los habían apartado de la torre de Nesson


durante el día, de modo que el pueblo de Nesson-Eloy en la cercana colina era
visible desde su ventajosa posició n. Existía cierta distancia entre la tropa y el
campo, un recorrido sobre la aterronada hierba en la ladera de la colina con
algunas ocasionales durezas desperdigadas. Pero aun así, era pronto para
retirarse por el día.

La tropa se giró a la orden de Jord. Se veían como una sola y completa


unidad funcional, en lugar de una colecció n desordenada de piezas dispares. Ese
era el resultado del arduo trabajo de quince días. La sensació n de logro se
mezclaba con la conciencia de lo que esta tropa podría haber sido si hubieran
tenido má s tiempo, o una mejor selecció n de integrantes. Damen acercó su
caballo junto al de Laurent.

Para entonces, ya lo había visto con sus propios ojos, un caballo sin jinete
en el borde opuesto de la delgada cubierta arbó rea.

Buscó en el resto del terreno cercano con mirada tensa. Nada. No se relajó .
Al ver a un caballo sin jinete en la distancia, su primera reacció n no era separar a
Laurent de la tropa. Por el contrario.

—Quédate cerca —dijo Laurent mientras espoleaba su caballo para


investigar, no quedá ndole a Damen má s remedio que seguirlo. Laurent tiró de
las riendas nuevamente cuando estaban lo suficientemente cerca como para ver

75
claramente el caballo. No se asustó por la aproximació n, sino que continuaba
pastando tranquilamente. Estaba claramente acostumbrado a la compañ ía de
hombres y caballos. Estaba acostumbrado a la compañ ía de aquellos hombres y
aquellos caballos en particular.

En dos semanas, la silla y el freno se habían ido, pero el caballo aú n llevaba


la marca del Príncipe.

De hecho, Damen reconoció no solo la marca, sino el caballo; un caballo


con un moteado inusual. Laurent había enviado un mensajero al galope en un
caballo como ese la mañ ana de su duelo con Govart… “antes” de su duelo con
Govart. Aquel era uno de los caballos que había enviado a Arles para informar al
Regente de la destitució n de Govart. Aquello significaba alguna cosa.

Pero eso había sido hacía casi dos semanas, y el mensajero había partido
desde Baillieux, no desde Nesson.

Damen sintió que su estó mago se retorcía desagradablemente. Ese caballo


castrado fá cilmente costaba doscientas coronas de plata. Cada tenencia entre
Baillieux y Nesson habría ido tras de él, ya sea para devolverlo cambio de una
recompensa o para estampar su propia marca sobre la de Laurent. Ponía a
prueba la credulidad de cualquiera el suponer que durante dos semanas había
vagado sin ser molestado hasta encontrar de nuevo a la tropa.

—Alguien quiere que sepá is que vuestro mensajero nunca llegó —


comentó Damen.

—Toma el caballo —ordenó Laurent— cabalga de vuelta al campamento, y


dile a Jord que me reuniré con la compañ ía mañ ana por la mañ ana.

—¿Qué? —exclamó Damen—. Pero…

—Tengo algo que atender en la ciudad.

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Instintivamente, Damen colocó su caballo bloqueando el camino de
Laurent.

—No. La forma má s fá cil de deshacerse de Vos para vuestro tío es


separaros de vuestros hombres y lo sabéis. No podéis ir a la ciudad solo, está is
en peligro solo permaneciendo aquí. Hay que reunir a la tropa. Ahora.

Laurent echó un vistazo a su alrededor y dijo:

—Es mal terreno para una emboscada.

—La ciudad no lo es —replicó Damen. Para completar su razonamiento, se


apoderó de la brida del caballo de Laurent—. Considerad alternativas. ¿Podéis
confiar la tarea a otra persona?

—No —dijo Laurent.

Lo dijo con una tranquila afirmació n del hecho. Damen se obligó a tragar
su frustració n, se recordó que Laurent tenía una mente sagaz, así que, su “No”
debía tener otro motivo detrá s aparte de la pura terquedad. Probablemente.

—Entonces, tomad precauciones. Cabalgad conmigo al campamento, y


esperad hasta el anochecer. Justo en ese momento escapad anó nimamente, con
un guardia. No está is pensando como un líder. Está is demasiado habituado a
hacer todo por vuestra cuenta.

—Suelta mi brida —ordenó Laurent.

Damen lo hizo. Hubo una pausa en la que Laurent miró al caballo sin jinete,
y luego miró la posició n del sol en el horizonte, por ú ltimo, volvió los ojos hacia
Damen.

—Me acompañ ará s —acordó Laurent— en lugar de un guardia, y nos


marcharemos cuando oscurezca. Y eso es lo má s que cederé en este tema. Por lo

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que cualquier otra apreciació n que salga de ti no encontrará una recepció n
amistosa.

—De acuerdo —dijo Damen.

—Bien —dijo Laurent, después de que hubo pasado un momento.

Trajeron al moteado de vuelta con la correa que Laurent adaptó al aflojar


las riendas de su caballo, hacer un lazo con ellas y colocar la lazada sobre la
cabeza del moteado. Damen se hizo cargo de la cuerda delantera, ya que Laurent
tuvo que prestar toda su atenció n a la tarea de montar su propio caballo sin
riendas.

Laurent no divulgó ninguna otra informació n acerca de su asunto en


Nesson-Eloy, y tan poco como le gustaba la idea, Damen no fue tan tonto como
para preguntarle.

En el campamento, Damen se ocupó de los caballos. Cuando regresó a la


tienda, Laurent llevaba una versió n costosa de cueros para montar, y había má s
ropa exhibiéndose sobre la cama.

—Ponte eso —dijo Laurent.

La ropa, cuando Damen la levantó de la cama, era suave bajo sus manos,
oscura como la ropa usada por la nobleza y de la misma calidad.

Se cambió . Le llevó mucho tiempo, como siempre sucedía con la ropa


vereciana, aunque al menos se trataba de ropa de montar y no de ropa
cortesana. Sin embargo, era má s incó modo que cualquier otra cosa que Damen
hubiera usado alguna vez en su vida y, de lejos, la ropa má s lujosa que le habían
dado para llevar desde su llegada a Vere. Esta no era ropa de soldados, esta era
la ropa de un aristó crata.

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Era, ahora lo supo de primera mano, mucho má s difícil colocarla cuando se
la llevaba puesta que cuando se debían atar los cordones en alguien má s. Cuando
terminó , se sintió demasiado abrigado y extrañ o. Incluso en la ropa eran
diferentes, lo transformaba en algo que no reconocía, algo que nunca se había
imaginado ser, má s que la armadura o la á spera ropa de soldado que había
llevado.

—Esto no me favorece —dijo, dando a entender que no le gustaba usarlas.

—No. No lo hace. Pareces uno de nosotros —dijo Laurent. Miró a Damen


con sus intolerantes ojos azules—. Está anocheciendo. Ve y dile a Jord que
espere mi regreso a media mañ ana, y que organice todo como de costumbre en
mi ausencia. Luego, reú nete conmigo donde está n los caballos. Salimos tan
pronto como hayas terminado.

El problema con las tiendas de campañ a era que no podías llamar15.


Damen apoyó su peso sobre uno de los postes y se anunció .

La demora en atender fue notoria. Finalmente, apareció Jord; sin camisa y


ancho de hombros. En lugar de perder el tiempo atá ndose los cordones, sostenía
sus pantalones con una mano de forma casual.

La solapa de la tienda levantada mostró la fuente de la demora. Pá lidas


extremidades enredadas en las camas, Aimeric se había incorporado sobre un
codo, se había sonrojado desde su pecho todo el camino hasta arriba má s allá de
su cuello.

—El Príncipe tiene asuntos fuera del campamento —informó Damen—.


Planea regresar a media mañ ana. Quiere que capitanees a los hombres como de
costumbre mientras esté ausente.

15 “couldn´t knock”: “no podías hacer toc, toc”

79
—Todo lo que necesite. ¿Cuá ntos hombres lleva con él?

—Uno —dijo Damen.

—Buena suerte —fue todo lo que dijo Jord.

El trayecto hasta la ciudad de Nesson-Eloy no fue ni largo ni difícil, pero


cuando llegaron a las afueras tuvieron que dejar los caballos.

Los dejaron atados a un costado del camino, sabiendo que, siendo la


naturaleza humana una y la misma en todas partes, había una buena
probabilidad de que los caballos no estuvieran allí cuando viniera la mañ ana. Era
necesario. Cuando las tenencias alrededor de la torre se hicieron má s reducidas,
el pueblo de Nesson-Eloy, a la vera del paso montañ oso transitable, floreció . Era
una marañ a de casas adosadas y calles pavimentadas, y el sonido de los cascos
sobre los adoquines hubiera despertado a todo el mundo. Laurent insistió en el
silencio y la discreció n.

El Príncipe afirmó conocer la ciudad, ya que la cercana torre era un lugar


de paso habitual del viaje entre Arles y Acquitart. Parecía seguro de adó nde
dirigirse, y los llevó por las calles má s pequeñ as y los caminos sin luz.

Pero, a la larga, las precauciones no sirvieron de mucho.

—Nos está n siguiendo —dijo Damen.

Caminaban por una calle estrecha; por encima de ellos, los balcones y
salientes de los pisos superiores de piedra y madera resguardaban la calle y, a
veces, la enarcaban de lado a lado.

Laurent reflexionó :

—Si nos siguen, entonces no saben adó nde vamos.

80
Se desvió hacia un lateral tomando una calle que en parte estaba oculta
por voladizos y luego, dobló nuevamente.

No era exactamente una persecució n, debido a que los hombres que les
seguían se mantenían a distancia y solo se delataban ellos mismos aquí y allá con
sonidos leves. A la luz del día, habría sido un juego desarrollado sobre atestadas
calles llenas de abundantes distracciones, con la ciudad activa murmurando y
cubierta de una neblina de humo de leñ a. Por la noche, todo era visible. En las
oscuras calles las personas eran escasas, y ellos resaltaban.

Los hombres que les perseguían, eran má s de uno, tenían una tarea fá cil,
no importaba cuá ntos desvíos tomara Laurent. No podían quitá rselos de encima.

—Esto se está volviendo irritante —dijo Laurent. Se había detenido frente


a una puerta con un símbolo circular pintado en ella—. No tenemos tiempo para
jugar al gato y al rató n. Voy a probar tu truco.

—¿Mi truco? —preguntó Damen. La ú ltima vez que había visto un símbolo
como ese en una puerta, esta se había abierto para expeler a Govart.

Laurent levantó el puñ o y lo aplicó a la puerta. Luego se volvió hacia


Damen.

—¿Supongo que esto es lo indicado? No tengo ni idea de có mo se procede


normalmente. Este es tu terreno, no el mío.

La vista desde la rendija en la puerta se amplió , Laurent levantó una


moneda de oro, la rendija se cerró con un golpe fuerte que fue seguido por el
sonido de los trancos al abrirse. La fragancia escapó hacia fuera por la puerta.
Una mujer joven apareció , su pelo castañ o cepillado con un brillo intenso. Miró
la moneda de Laurent, luego, los ojos de Damen, por ú ltimo añ adió un murmullo

81
sobre el tamañ o de Damen y un comentario de reparo sobre buscar a la
Maitresse16; ellos cruzaron la puerta y entraron al burdel perfumado.

—Este no es mi terreno —aclaró Damen.

Lá mparas de cobre colgaban del techo desde delgadas cadenas también de


cobre, y las paredes estaban cubiertas con sedas. La fragancia era la espesa
dulzura del incienso sobre la apagada esencia del chalis. El suelo estaba
alfombrado, un profundo pelaje donde los pies se hundían. La habitació n a la que
fueron conducidos no tenía en el piso ningú n jergó n vereciano con cojines
esparcidos, pero estaba rodeada de una serie de sillones reclinables de oscura
madera tallada.

Dos de los sillones estaban ocupados, no (por suerte) con clientela, sino
con tres de las mujeres de la casa. Laurent pasó dentro y reclamó uno de los
sillones vacíos para él mismo, adoptando una postura relajada. Damen se sentó
má s cautelosamente en el otro extremo. Su pensamiento estaba en sus
perseguidores que, o bien se quedarían en la calle mirando la puerta, o en
cualquier momento vendrían a irrumpir en el burdel. Un panorama de una
rareza sin fin se desplegaba ante él.

Laurent estaba estudiando a las mujeres. Estaba lejos de tener los ojos
desencajados, pero había una cierta característica en su mirada. Damen percibió
que para Laurent, aquella experiencia era completamente nueva y altamente
ilícita. Una vez recompuesto del estado de extrañ eza, a Damen le llegó la sú bita
conciencia de que estaba acompañ ando al Príncipe Heredero de la casa de Vere a
su primer burdel.

Desde otro lugar de la casa, se podían oír sonidos de follar.

De las tres mujeres, una era la de cabello brillante que los había recibido
en la puerta, la otra era morena, y estaba extrañ amente importunando
16 Maitresse, señ ora, ama o dueñ a de la casa que regenta.

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ociosamente a la tercera, una rubia cuyo vestido estaba, mayormente, desatado.
El pezó n expuesto de la rubia se estaba sonrosando e hinchando bajo el
perezoso pellizco de la morena.

—Está is sentados muy lejos —dijo la rubia.

—Entonces ponte de pie —dijo Laurent.

Se puso de pie. La morena se levantó también y se dirigió a Laurent. La


rubia se sentó al lado de Damen. Este podía ver a la morena en la periferia de su
visió n, estaba picado de divertida curiosidad en cuanto a có mo Laurent
sobrellevaría sus avances, pero se encontró con que tenía las manos llenas, por
así decirlo. La rubia tenía los labios muy rosados y pecas esparcidas por su nariz;
su vestido estaba abierto desde el cuello hasta el ombligo arrastrando los
cordones. Sus pechos expuestos eran redondeados y blancos, la parte má s pá lida
de ella, salvo donde florecían en dos suaves puntas. Sus pezones eran
exactamente del mismo tono rosado que sus labios. Estaban coloreados.

Ella se ofreció .

—Mi señ or, ¿hay algo que pueda hacer mientras esperas?

Damen abrió la boca para responder que no, preocupado por su precaria
situació n, sus perseguidores y por Laurent en el asiento de al lado. É l era
consciente de cuá nto tiempo había pasado desde que había tenido una mujer.

—Desata su chaqueta —dijo Laurent.

La rubia miró de Damen a Laurent. Damen le miró también. Laurent había


prescindido de su propia mujer sin decir una palabra, tal vez con un simple gesto
desdeñ oso de sus dedos. Elegante y relajado, estaba mirá ndolos sin urgencia.

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Era algo conocido. Damen sintió el momento en el que su pulso se puso en
marcha, recordando el sofá de dos plazas en la glorieta del jardín y la fría voz de
Laurent dando instrucciones explícitas: «Chúpala y lame la ranura».

Damen atrapó la muñ eca de la rubia. No iba a ser una repetició n de aquella
“actuación”. Los dedos de la rubia ya se habían movido hacia los cordones,
descubriendo debajo de la costosa y oscura tela de la chaqueta, el collar de oro.

—¿Eres… su mascota? —preguntó .

—Puedo cerrar la sala —dijo la voz de una mujer mayor, con un acento
ligeramente vaskiano—, si ese es vuestro deseo, y daros, caballeros, privacidad
para disfrutar de mis chicas.

—Tú eres la Maitresse —dijo Laurent.

Ella lo confirmó .

—Yo estoy a cargo de esta pequeñ a casa.

Laurent se levantó del silló n reclinable.

—Si voy a pagar oro, el que está a cargo soy yo.

Se dejó caer en una profunda reverencia, con los ojos mirando el suelo.

—Cualquier cosa que deseéis. —Y luego, después de una ligera vacilació n


—. Su Alteza. Y discreció n, y silencio, por supuesto.

El cabello dorado, la ropa fina, y esa cara suya… por supuesto que había
sido identificado. Todo el mundo en la ciudad probablemente supiera que estaba
acampado en la torre. Las palabras de la Maitresse provocaron en una de las
mujeres un chillido de asombro; ella no había hecho el mismo salto deductivo
que la Maitresse, y tampoco lo habían hecho las demá s. Damen fue obsequiado
con la visió n de las putas de Nesson-Eloy postrá ndose casi hasta el suelo en
presencia de su Príncipe Heredero.

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—Mi esclavo y yo queremos una habitació n privada —dijo Laurent— en la
parte trasera de la casa. Algo con una cama, un pestillo en la puerta, y una
ventana. No requeriremos compañ ía. Si intentas enviar a alguna de tus chicas,
averiguará s de mala manera que no me gusta compartir.

—Sí, Su Alteza —dijo la Maitresse.

Los condujo con una candela a través de la vieja casa a la parte posterior.
Damen medio esperaba que ella expulsara a algú n otro cliente en nombre de
Laurent, pero una habitació n que se ajustaba a las necesidades del Príncipe
estaba desocupada. Estaba amueblada simplemente con un arcó n bajo
acolchado, una cama con cortinados y dos lá mparas. Los cojines eran de tela roja
con un dibujo en relieve de terciopelo. La Maitresse cerró la puerta, dejá ndolos
solos.

Damen echó el pestillo y luego, para reforzar, empujó el arcó n frente a la


puerta.

Había, efectivamente, una ventana. Era pequeñ a, y estaba cubierta por una
rejilla de metal atornillada al yeso.

Laurent se quedó mirá ndola, desconcertado.

—Esto no es lo que tenía en mente.

—El yeso es viejo —dijo Damen—. Mirad. —Se apoderó de la rejilla, y le


dio un tiró n. Pedazos de yeso cayeron desde los bordes de la ventana, pero no
fue suficiente para separar la rejilla de la estructura. Cambió su agarre, reforzó
su postura y apoyó el hombro sobre ella.

En el tercer intento, toda la rejilla se apartó de la ventana. Era


sorprendentemente pesada. La colocó con cuidado sobre el suelo. La gruesa
alfombra amortiguó cualquier sonido, como lo había hecho cuando había
trasladado el arcó n.

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—Después de Vos —le dijo a Laurent, que estaba mirá ndole fijamente.
Laurent casi parecía como si fuera a hablar, pero entonces asintió con la cabeza,
se impulsó él mismo a través de la ventana y cayó sin hacer ruido en el callejó n
detrá s del burdel. Damen lo siguió .

Cruzaron el callejó n bajo los aleros, y encontraron una grieta


desagradablemente hú meda entre dos casas para abrirse paso, luego
descendieron unos pocos pasos. El débil sonido de sus propias pisadas no tenía
eco. Sus perseguidores no habían flanqueado la casa.

Los habían perdido.

—Aquí. Toma esto —dijo Laurent cuando medio se alejaron de la ciudad,


lanzando a Damen su bolso de monedas—. Es mejor si no nos reconocen. Y
deberías abrocharte el cuello de la chaqueta.

—Yo no soy el que tiene que ocultar su identidad —replicó Damen; sin
embargo, servicialmente ató la chaqueta para cerrarla, ocultando el collar de oro
a la vista—. No son solo las prostitutas quienes saben que está is acampado en la
torre. Cualquiera que vea a un joven rubio de noble cuna va a adivinar que sois
Vos.

—He traído un disfraz —dijo Laurent.

—Un disfraz —repitió Damen.

Habían llegado a una posada la cual Laurent anunció que era su destino, y
allí estaban, de pie, debajo del voladizo del piso superior, a dos pasos de la
puerta. No había lugar para colocarse un disfraz, y, ademá s, había poco que
pudiera hacerse para cubrir el revelador pelo dorado de Laurent. Y este tenía las
manos vacías.

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Hasta que sacó algo delicado y brillante de entre los pliegues de su ropa.
Damen se lo quedó mirando.

Laurent dijo:

—Después de ti.

Damen abrió la boca. La cerró . Posó su mano en la puerta de la posada,


empujó y la abrió .

Laurent le siguió , después de un momento que pasó fijando los largos y


colgantes zafiros del pendiente de Nicaise a su oreja.

El sonido de voces y mú sica se mezclaba con el olor de la carne asada de


venado y el humo de las velas para formar una primera impresió n. Damen vio a
su alrededor una amplia sala abierta con mesas de caballete adornadas con
platos y jarras, y en un extremo, un fuego con un espetó n17 para asar sobre él.
Había varios clientes, hombres y mujeres. Nadie llevaba ropa tan fina como la
suya, o la de Laurent. A un lado, unas escaleras de madera llevaban a un
entresuelo, sobre el cual se abrían unas habitaciones privadas. Un posadero con
mangas enrolladas se acercaba a ellos.

Después de no má s de una breve mirada desdeñ osa a Laurent, el posadero


dio a Damen su plena atenció n, saludá ndole respetuosamente.

—Bienvenido, mi señ or. ¿Van Vos y vuestra mascota a requerir


alojamiento para la noche?

17 Hierro largo y delgado, terminado en punta como el asador o el estoque.

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CAPÍTULO SEIS

—Quiero tu mejor habitació n —dijo Laurent— con una cama grande y


bañ o privado, y si envías al muchacho de la casa, averiguará s de mala manera
que no me gusta compartir.

Le dio al posadero una larga y fría mirada.

—Es costoso —añ adió Damen, a modo de disculpa.

Y luego vio có mo el posadero deducía el costo de la ropa de Laurent y el de


su pendiente de zafiro —un regalo espléndido para un favorito—, por ú ltimo, el
probable precio del mismo Laurent, su cara, su cuerpo. Damen percibió que
estaba a punto de aumentarles tres veces la tarifa por todo.

Decidió con buen humor que no le importaba ser generoso con las
monedas de Laurent.

—Por qué no nos buscas una mesa, mascota —dijo disfrutando del
momento. Y del apodo.

Laurent hizo lo que se le indicó . Damen se tomó su tiempo para pagar


generosamente por la habitació n, dando las gracias al posadero.

Mantuvo un ojo sobre Laurent, que incluso en la mejor de las situaciones,


era impredecible. El Príncipe se dirigió directamente a la mejor mesa, lo
suficientemente cerca de la chimenea como para disfrutar de su calor, pero no
tan cerca como para ser abrumado por el olor de la carne de venado tostá ndose
lentamente. Al ser la mejor mesa, estaba ocupada. Laurent la vació con lo que
pareció ser una simple mirada o una palabra, o quizá s, por el simple hecho de su
acercamiento.

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El pendiente no era un disfraz discreto. Cada hombre en la sala comú n de
la posada se estaba tomando un tiempo para echar un buen vistazo a Laurent.
Mascota. La fría arrogancia en los ojos de Laurent proclamaba que nadie podía
tocarlo. El pendiente decía que había un hombre que sí podía. Eso lo
transformaba de “inalcanzable” a “exclusivo”, un placer de la élite que nadie en
ese lugar se podía permitir.

Pero eso era una ilusió n. Damen se sentó a la mesa frente a Laurent en uno
de los largos bancos.

—¿Y ahora qué? —dijo Damen.

—Ahora esperamos —respondió Laurent.

Entonces Laurent se levantó y rodeó la mesa, sentá ndose al lado de


Damen, cerca, como un amante.

—¿Qué está is haciendo?

—Verosimilitud —dijo Laurent. El zafiro centelleó —. Me alegro de haberte


traído conmigo. No me esperaba tener que arrancar cosas de las paredes.
¿Visitas los burdeles a menudo?

—No —respondió Damen.

—No burdeles. Acompañ antes de las tropas en campañ a —aclaró Laurent.


Y luego—: Esclavas. —Y por ú ltimo, después para satisfacerse con una pausa—:
Akielos, el jardín de las delicias. Así que disfrutas de la esclavitud de los demá s,
pero no de la tuya.

Damen se movió en el largo banco y lo miró .

—No te exaltes —dijo Laurent.

—Hablá is má s —expuso Damen— cuando os sentís incó modo.

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—Mi señ or —llamó el posadero, y Damen se volvió . Laurent no lo hizo—.
Vuestra habitació n estará lista en breve. La tercera puerta en la parte superior
de las escaleras. Jehan les traerá vino y comida mientras esperan.

—Trataremos de entretenernos. ¿Quién es ese? —preguntó Laurent.

Estaba mirando a través de la habitació n a un hombre mayor con el pelo


como un puñ ado de paja que sobresalía por abajo de un gorro sucio de lana.
Estaba sentado en una oscura mesa en una esquina. Barajaba cartas, como si
fueran, aunque marcadas y grasientas, sus preciadas posesiones.

—Ese es Volo. No juegue con él. Es un hombre con sed. No le llevará má s


de una noche beberse sus monedas, sus joyas y su chaqueta.

Tras aquel consejo, el posadero se fue.

Laurent seguía viendo a Volo con la misma expresió n con la que había
estudiado a las mujeres en el burdel. Volo trató de engatusar al muchacho de la
casa18 para obtener vino; luego, trató de engatusarlo para obtener algo
totalmente diferente del chico, que no se impresionó cuando Volo realizó un
truco de prestidigitació n de mano que implicaba sostener una cuchara de
madera en la palma de la mano y luego desaparecerla, como si se evaporara.

—Muy bien. Dame alguna moneda. Quiero jugar a las cartas con ese
hombre.

Laurent se levantó , apoyando su peso sobre la mesa. Damen cogió la bolsa,


luego se detuvo.

—¿No se supone que os ganéis los regalos con vuestro servicio?

Laurent dijo:

—¿Hay algo que deseéis?


18En este caso particular el “chico de la casa” (house boy), se refiere a un sirviente que no solo se ocupa de las tareas
domésticas, sino de los servicios sexuales a sueldo como prostituta de la posada.

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Su voz era sinuosa con promesa; pero su mirada era calma, como la de un
gato.

Damen, que prefería no ser destripado, arrojó a Laurent el bolso. Laurent


lo atrapó con una mano, y tomó para sí un puñ ado de cobre y plata. Tiró el bolso
de nuevo a Damen mientras se abría camino a través del suelo de la posada,
sentá ndose frente a Volo.

Jugaron. Laurent apostó plata. Volo apostó su gorro de lana. Damen


observó desde su mesa durante unos pocos minutos, y luego paseó su mirada en
torno a los otros clientes para ver si alguno de ellos estaba lo suficientemente
cerca de él como para hacer una verosímil invitació n.

El má s respetable de ellos estaba vestido con buena ropa, había una capa
forrada de piel arrojada sobre su silla; tal vez un comerciante de telas. Damen
emitió una invitació n para que el hombre se reuniera con él si así lo deseaba, la
cual el hombre aceptó , disimulando su curiosidad sobre Damen solo de manera
imperfecta bajo la excusa de há bitos mercantiles. El nombre del hombre era
Charls y era socio comercial de una importante familia de mercaderes.
Efectivamente, comercializaban tela. Damen se presentó con un vago nombre y
linaje patrano.

—¡Ah, Patras! Sí, tienes el acento —dijo Charls.

La conversació n versó desde el comercio hasta la política, lo cual era


natural si se era un mercader. Le resultó imposible arrancarle noticias de
Akielos. Charls no apoyaba la alianza. Charls confiaba en que el Príncipe
demostraría firmeza en las negociaciones con el bastardo rey akielense má s de
lo que confiaba en el tío Regente. El Príncipe Heredero estaba acampado en
Nesson en aquel mismo instante, de camino a la frontera para enfrentarse a
Akielos. «Es un joven serio con sus responsabilidades», dijo Charls. Damen tuvo

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que hacer un esfuerzo para no mirar a Laurent mientras jugaba cuando dijo
aquello.

La comida llegó . La posada ofrecía buen pan y buena comida. Los ojos de
Charls se fijaron en las fuentes cuando se hizo evidente que el dueñ o había dado
a Damen todos los mejores cortes de carne.

Los clientes en la sala comú n estaban disminuyendo. Charls se marchó


poco después, dirigiéndose hacia arriba, a la segunda mejor habitació n del
establecimiento.

Cuando miró hacia el juego de cartas, Damen vio que Laurent había
conseguido perder todo su dinero, pero ganó la gorra de lana sucia. Volo sonrió ,
palmeando a Laurent ruidosamente en la espalda en condolencia para luego
invitarle a una bebida. Después se compró para él mismo una bebida. Y por
ú ltimo, compró para sí al chico de la casa, el cual estaba ofreciendo tarifas muy
generosas —un cobre por un revolcó n, tres cobres por la noche— y que ahora se
sentía muy atraído por Volo desde que había apilado frente a él todas las
monedas de Laurent.

Laurent tomó la bebida y emprendió el camino de vuelta a través de la


habitació n, para colocarla, sin tocar, frente a Damen.

—Despojos de la victoria de otra persona.

Aunque la posada se fue vaciando, dos de los clientes cercanos al fuego


estaban, posiblemente, al alcance del oído. Damen dijo:

—Si queríais una bebida y un gorro viejo tan desesperadamente, podríais


simplemente haberlos comprado. Má s barato y má s rá pido.

—Es el juego lo que me gusta —dijo Laurent. Se acercó y se apropió de


otra moneda de la bolsa que Damen llevaba, luego la acarició —. Mira, he
aprendido un nuevo truco. —Cuando abrió la mano, estaba vacía, como por arte

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de magia. Un segundo después, la moneda cayó de la manga al suelo. Laurent
frunció el ceñ o—. Bueno, no lo pillo totalmente todavía.

—Si el truco es hacer desaparecer las monedas, creo que ya lo habéis


pillado, en realidad.

—¿Qué tal es la comida? —dijo Laurent, observando la mesa.

Damen arrancó un pedazo de pan, y lo sostuvo como si ofreciera un


bocadillo al gato de la casa.

—Probadla.

Laurent miró el pan y luego miró a los hombres que estaban cerca del
fuego, por ú ltimo, miró a Damen, una larga y fría mirada que habría sido difícil
de sostener si Damen no hubiera tenido, para ese entonces, una gran cantidad de
práctica.

Y entonces dijo:

—De acuerdo.

Le tomó un instante asimilar esas palabras. Para el momento en que lo


hizo, Laurent ya se había instalado junto a él en el largo banco y se había sentado
a horcajadas, frente a Damen.

Realmente iba a hacerlo.

Las mascotas de Vere entendían esto como una acció n provocadora,


tonteaban y coqueteaban con las manos de sus amos. Laurent, cuando Damen
llevó el bocado de pan hasta sus labios, no hizo ninguna de esas cosas. Tenía un
fastidio notable. No había casi nada de mascota y amo en todo aquello, excepto
que Damen sintió , solo por un instante, el calor del aliento de Laurent contra la
punta de sus dedos.

«Verosimilitud», pensó Damen.

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Bajó la mirada a los labios de Laurent. Cuando la forzó hacia arriba, la fijó
en el pendiente. El ló bulo de la oreja de Laurent estaba atravesado con el
ornamento del niñ o-amante de su tío. Le quedaba bien, en el sentido mundano
de que combinaba con su piel. En otro sentido, parecía tan incongruente como
arrancar un bocado de pan de la simple hogaza y alimentarle en la boca con él.

Laurent se comió el pan. Era como alimentar a un depredador; la misma


sensació n. Laurent estaba tan cerca que sería fá cil envolver una mano alrededor
de la nuca y atraerle má s cerca. Recordó la suavidad del pelo de Laurent, de su
piel, y luchó contra el impulso de presionar las yemas de los dedos contra sus
labios.

Debía de ser el pendiente. Laurent siempre fue muy austero. El pendiente


lo reformulaba. Le otorgaba un aparente lado sensual, sofisticado y sutil.

Pero ese lado no existía. El centellear de los zafiros era peligroso. Como
Nicaise era peligroso. Nada en Vere era lo que parecía.

Otro pedazo de pan. Los labios de Laurent se rozaron contra sus dedos.
Fue breve y suave. Esa no era su intenció n al ofrecerle el pan. Tuvo alguna
sospecha de que sus planes estaban siendo malogrados, que Laurent sabía
exactamente lo que estaba haciendo. El toque fue similar al primer roce de los
labios en ese tipo de besos sensuales que comienzan con pequeñ os besos para
luego, lentamente, profundizarse. Damen sintió que su respiració n se alteraba.

Se obligó a recordar de qué se trataba aquello. Laurent era su captor. Se


obligó a recordar el golpe de cada latigazo sobre su espalda, pero debido a un
fallo cerebral, se encontró , en cambio, a sí mismo recordando la piel hú meda de
Laurent en los bañ os, la forma en que sus miembros se acoplaban como se
acopla la hoja de una espada equilibrada a una empuñ adura.

Laurent terminó el bocado, luego apoyó una mano en el muslo de Damen,


y lentamente la deslizó hacia arriba.

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—Contró late —dijo Laurent.

Y lo deslizó hasta que, uno frente al otro a horcajadas sobre el banco,


estuvieron casi pecho con pecho. El cabello de Laurent hacía cosquillas sobre la
mejilla de Damen mientras este acercaba sus labios a su oreja.

—Tú y yo casi somos los ú ltimos aquí —murmuró Laurent.

—¿Y entonces?

El siguiente murmullo se deslizó suavemente sobre la oreja de Damen, por


lo que sintió la forma de cada palabra en el movimiento de los labios y el aliento.

—Y entonces, llévame arriba —dijo Laurent—. ¿No crees que hemos


esperado el tiempo suficiente?

Laurent abrió el camino, subiendo por las escaleras, con Damen


siguiéndole detrá s. Fue consciente de cada paso, y encontró que su pulso latía
rá pidamente bajo su piel.

«La tercera puerta en la parte superior de las escaleras». La habitació n se


calentaba con un fuego muy bien cuidado en un gran hogar. Las paredes tenían
un grueso enlucido y había una ventana con un pequeñ o balcó n. Sobre la gran
cama había cobertores de aspecto acogedor y un robusto cabezal de madera
oscura intrincadamente tallado con un entrelazado patró n de rombos. Había
algunos otros muebles; una có moda baja, una silla junto a la puerta.

Y había un hombre de unos treinta añ os con una oscura y muy recortada


barba sentado en la cama, el cual se impulsó fuera de ella y puso una rodilla en
tierra apenas vio a Laurent.

Damen se dejó caer con bastante pesadez sobre la silla junto a la puerta.

—Su Alteza —comenzó el hombre, hincado.

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—Levá ntate —le ordenó Laurent—. Me alegro de verte. Debes de haber
venido cada noche, aun durante mucho tiempo después de cuando te
correspondía.

—Mientras estabais acampado en Nesson, pensé que existía una


posibilidad de que vuestro mensajero viniera —dijo el hombre, poniéndose de
pie.

—Fue detenido. Nos siguieron desde la torre hasta el barrio oriental. Creo
que los caminos dentro y fuera está n vigilados.

—Conozco un atajo. Puedo salir tan pronto como hayamos terminado.

El hombre sacó un trozo de pergamino sellado del interior de su chaqueta.


Laurent lo tomó , rompió el sello, y leyó el contenido. Lo leyó lentamente. Por el
vistazo que Damen capturó , parecía estar escrito en un sistema cifrado. Cuando
terminó , dejó caer el pergamino al fuego, donde se retorció y se desvaneció .

Laurent sacó su anillo y lo puso en la mano del hombre.

—Dale esto —dijo Laurent— y dile que esperaré por él en Ravenel.

El hombre hizo una reverencia. Salió por la puerta y partió de la posada


dormida. Ya estaba hecho.

Damen se levantó y le dio una larga mirada a Laurent.

—Parecéis satisfecho.

—Soy el tipo de persona que obtiene una gran cantidad de placer en las
pequeñ as victorias —dijo Laurent.

—No estabais seguro de que él estuviera aquí —dijo Damen.

—No pensé que estuviera. Dos semanas es mucho tiempo para esperar. —
Laurent se desprendió el pendiente—. Pienso que estaremos a salvo en el

96
camino por la mañ ana. Los hombres que nos siguieron parecían má s interesados
en encontrarle que en hacerme dañ o. No nos atacaron cuando tuvieron la
oportunidad esta noche. —Y añ adió —: ¿Esa puerta conduce al bañ o? —Y luego,
a mitad de camino hacia la puerta—: No te preocupes, tus servicios no será n
requeridos.

Cuando se hubo marchado, Damen recogió en silencio un cobertor y lo tiró


en el suelo junto a la chimenea.

Entonces no había nada má s que hacer. Bajó las escaleras. Los ú nicos
clientes que quedaban ya eran Volo y el muchacho de la casa, que no estaban
prestando atenció n a nadie má s. El cabello color arena del chico de la casa era un
lío revuelto.

Siguió caminando hasta encontrarse fuera de la posada y permaneció allí


por un momento, permitiendo que el fresco aire nocturno lo calmara. La calle
estaba vacía. El mensajero se había ido. Era muy tarde.

Estaba tranquilo allí. No podía quedarse ahí toda la noche. Recordó que
Laurent no había comido nada sino unos cuantos bocados de pan, por lo que se
detuvo en la cocinas de camino al piso de arriba y requisó un plato de pan y
carne.

Cuando regresó a la habitació n, Laurent ya había salido del bañ o y estaba


a medio vestir, sentado y secá ndose el pelo hú medo frente al fuego, ocupando la
mayor parte de la improvisada cama de Damen.

—Tomad —ofreció Damen, y le pasó el plato.

—Gracias —dijo Laurent, mirando el plato con un parpadeo—. El bañ o


está libre. Si quieres.

Se bañ ó . Laurent había dejado el agua limpia. Las toallas que colgaban
sobre un lateral de la bañ era de cobre eran cá lidas y suaves. Se secó . Eligió

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vestirse de nuevo con los pantalones en lugar de usar las toallas. Se dijo que esta
no sería diferente de las dos docenas de noches que pasaron juntos dentro de
una tienda de campañ a.

Cuando regresó , Laurent ya había comido cuidadosamente la mitad de


todo en el plato, y lo había dejado sobre la có moda donde Damen podía servirse
de él si lo deseaba. Damen, que había comido hasta hartarse abajo y que no creía
que Laurent fuera capaz de apoderarse de su improvisada cama cuando estaba
sin tocar la gran comodidad de la otra, ignoró el plato y se aventuró a reclamar
su derecho acomodá ndose a un lado de Laurent, sobre las mantas frente a la
chimenea.

—Pensé que Volo era vuestro contacto —manifestó Damen.

—Yo solo quería jugar a las cartas —confesó Laurent.

El fuego era cá lido. Damen disfrutó de su calidez sobre la piel desnuda de


su torso.

—No creo que hubiera llegado aquí sin tu ayuda, por lo menos no sin que
me siguieran. Me alegro de que hayas venido. Quería decir eso. Tenías razó n. No
estoy acostumbrado... —Paró de hablar.

Su cabello hú medo, peinado hacia atrá s exponía las facciones


elegantemente equilibradas de su rostro. Damen le dio una mirada.

—Está is de un humor extrañ o —dijo Damen—. Má s extrañ o que de


costumbre.

—Yo diría que estoy de buen humor.

—De buen humor.

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—Bueno, no tan de buen humor como Volo —apuntó Laurent—. Pero la
comida fue decente, el fuego cá lido, y nadie trató de matarme en las ú ltimas tres
horas. ¿Por qué no habría de estarlo?

—Pensé que teníais gustos má s sofisticados que esos —mencionó Damen.

—¿De verdad? —preguntó Laurent.

—He visto vuestra Corte —le recordó Damen suavemente.

—Has visto la Corte de mi tío —observó Laurent.

«¿La tuya sería diferente?» No lo dijo. Tal vez no le hiciera falta saber la
respuesta. El rey que Laurent llegaría a ser estaba llegando con cada día que
pasaba, pero el futuro sería distinto a esta vida. Laurent no estaría entonces
inclinando hacia atrá s las manos, perezosamente, secá ndose el pelo ante el fuego
de la habitació n de una posada; o escalando dentro y fuera de las ventanas de un
burdel. Tampoco lo estaría Damen.

—Dime una cosa —soltó Laurent.

Habló después de un largo y sorprendentemente có modo silencio. Damen


se giró hacia él.

—¿Qué pasó realmente para hacer que Kastor te enviara aquí? Sé que no
fue una pelea de amantes —dijo Laurent.

Al igual que sabía que el confortable calor del fuego se volvería a enfriar,
Damen supo que tenía que mentir. Era má s que peligroso hablar de eso con
Laurent. Lo sabía. Solo que tampoco sabía por qué el pasado se sentía tan
cerrado. Se tragó las palabras que quemaban su garganta.

Tal como había tragado todo lo que sucedió después de aquella noche.

«No sé. No sé por qué.

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»No sé lo que hice para que me odiara tanto. ¿Por qué no pudimos ir como
hermanos a llorar…

»… a nuestro padre…?»

—Tuvisteis razó n a medias. —Se oyó decir, como desde cierta distancia. —
Tuve sentimientos por... había una mujer.

—Jokaste —dijo Laurent, divertido.

Damen se quedó en silencio. Sintió el dolor de la respuesta en su garganta.

—No. ¿De verdad? ¿Te enamoraste de la amante del rey?

—É l no era rey entonces. Y ella no era su amante. O si lo era, nadie lo sabía


—dijo Damen. Una vez que las palabras empezaron a salir, no se detendrían—.
Era inteligente, instruida, hermosa. Era todo lo que podía haber pedido en una
mujer. Pero ella era hacedora de reyes. Quería poder. Debió de haber pensado
que su ú nico camino hacia el trono era a través de Kastor.

—Mi honorable bá rbaro. Yo no me habría enamorado de una mujer como


las de su tipo.

—¿Su tipo?

—Una cara bonita, una mente tortuosa y una despiadada naturaleza.

—No. Eso no es… no sabía que ella era... Yo no sabía lo que era.

—¿De verdad? —dijo Laurent.

—Tal vez... sabía que ella estaba gobernada por su mente, no por su
corazó n. Sabía que era ambiciosa y, sí, a veces despiadada. Admito que había
algo... atractivo al respecto. Pero nunca imaginé que me entregaría a Kastor. De
eso me di cuenta demasiado tarde.

100
—Auguste era como tú —dijo Laurent—. No tenía instinto para el engañ o;
y eso significaba que no podía reconocerlo en otras personas.

―¿Y qué hay de Vos? —dijo Damen, después de una difícil respiració n.

—Tengo un instinto muy desarrollado para el engañ o.

—No, quería decir…

—Sé lo que querías decir.

Damen formuló la pregunta en un intento por invertir la cuestió n sobre


Laurent. Cualquier cosa con tal de cerrar esa puerta. Ahora, después de una
noche de pendientes de zafiro y burdeles, pensó : «¿Por qué no preguntarle al
respecto?» Laurent no pareció incomodarse. Las líneas de su cuerpo eran
relajadas y desenvueltas. Sus labios eran suaves, cuando tan a menudo
dibujaban con líneas má s duras su sensualidad reprimida; en aquel momento no
expresaba nada má s peligroso que leve interés. No tuvo problema en retornar la
mirada de Damen. Pero no le había dado una respuesta.

—¿Tímido? —arriesgó Damen.

—Si quieres una respuesta, tendrá s que hacer la pregunta —señ aló
Laurent.

—La mitad de los hombres que viajan en vuestra tropa está n convencidos
de que sois virgen.

—¿Es una pregunta?

—Sí.

—Tengo veinte añ os —señ aló Laurent—, y he sido el destinatario de casi


tantas ofertas como puedo recordar.

―¿Eso es una respuesta? —consultó Damen.

101
—No soy virgen —dijo Laurent.

—Me preguntaba —mencionó Damen, con cuidado— si reservabais


vuestro amor para las mujeres.

—No, yo… —Laurent aparentaba estar asombrado. Luego pareció darse


cuenta de que su sorpresa había delatado algo fundamental, y miró hacia otro
lado suspirando entre dientes; cuando volvió a mirar a Damen no había má s que
una sonrisa iró nica en los labios, pero dijo, de manera firme—: No

—¿He dicho algo que os haya ofendido? No quise decir…

—No. Una teoría plausible, benigna y sin complicaciones. Confío en que


llegues a ella.

—No es mi culpa que nadie en vuestro país pueda pensar de una manera
correcta —dijo Damen, frunciendo el ceñ o una pizca a la defensiva.

—Yo te diré por qué Jokaste eligió a Kastor —manifestó Laurent.

Damen miró el fuego. Miró el leñ o consumido por la mitad, las llamas
lamiendo los lados y las brasas en la base.

—Era un Príncipe —declaró Damen—. É l era un Príncipe y yo solo era…

No podía hacer eso. Los mú sculos de los hombros se le anudaron con tanta
fuerza que dolía. El pasado entró en escena, no quería verlo. Mentir significa
enfrentar la verdad de no saber. No saber lo que había hecho para provocar la
traició n, no una, sino dos veces, de su amante y hermano.

—No es por eso. Ella le habría elegido, incluso si hubieras tenido sangre
Real en las venas, aunque hubieras tenido la misma sangre que Kastor. No
entiendes la forma en que una mente como esa piensa. Yo lo hago. Si yo fuera
Jokaste y quisiera ser “hacedora de reyes”, habría elegido a Kastor sobre ti
también.

102
—Supongo que vais a disfrutar diciéndome por qué —dijo Damen. Sintió
que sus manos se enroscaban en puñ os mientras sentía la amargura en su
garganta.

—Debido a que el “hacedor de reyes” siempre elegiría al hombre má s débil.


Cuanto má s débil es el hombre, má s fá cil es controlarle.

Damen sintió la conmoció n de la sorpresa y contempló a Laurent solo para


encontrar que lo miraba sin rencor. El momento se alargó . No era... no era lo que
hubiera esperado oír de Laurent. Mientras lo miraba, las palabras lo recorrieron
por caminos insospechados, y las sintió tocar algo afilado y dentado dentro de él,
sintió que le desplazaban una mínima, minú scula fracció n, algo duro y profundo
alojado dentro que había creído inflexible.

—¿Qué os hace pensar que Kastor es el hombre má s débil? Vos no lo


conocéis.

—Pero estoy llegando a conocerte —dijo Laurent.

103
CAPÍTULO SIETE

Damen se sentó de espaldas a la pared, sobre el lecho improvisado que


había montado frente a la chimenea. El crepitar del fuego se había vuelto
infrecuente; hacía mucho rato que se habían quemado los ú ltimos rescoldos. La
habitació n estaba calurosamente soñ olienta y tranquila. Pero él estaba muy
despierto.

Laurent permanecía durmiendo en la cama.

Damen podía distinguir su forma, incluso a través de la oscuridad de la


habitació n. La luz de la luna que se deslizaba por entre las grietas de los postigos
del balcó n revelaba la caída de su cabello claro sobre la almohada. Laurent
dormía como si la presencia de Damen en la habitació n no tuviera importancia,
como si Damen no fuera má s amenaza para él que un mueble.

No era confianza. Era la serena convicció n de las intenciones de Damen


junto a una jactancia descarada en su propia evaluació n: Damen tenía má s
razones para mantener vivo a Laurent que para hacerle dañ o. Por ahora. Del
mismo modo que cuando le había entregado el cuchillo. Del mismo modo que
cuando le había ordenado en los bañ os del palacio, con calma, que lo desnudara.
Todo era fríamente calculado. Laurent no confiaba en nadie.

Damen no lo entendía. No entendía por qué Laurent había hablado como lo


hizo, ni comprendía el sentido que esas palabras habían tenido para él. El pasado
pesaba sobre su cabeza. En la tranquilidad de la habitació n, durante la noche, no
había distracciones, no había nada que hacer salvo pensar, y sentir, y recordar.

Su hermano Kastor, el hijo ilegítimo de la amante del rey, Hypermenestra;


durante los primeros nueve añ os de su vida había sido criado como heredero.
Después de innumerables abortos espontá neos, la creencia general era que la

104
reina Egeria no podría llevar un embarazo a término. Pero ese embarazo había
llegado; se había llevado la vida de la Reina, pero en sus ú ltimas horas de vida
produjo un legítimo heredero varó n.

Había crecido contemplando a Kastor, tratando de superarlo porque lo


admiraba, y porque percibía el resplandeciente orgullo de su padre cada vez que
lograba superar a su hermano.

Nikandros lo había sacado del cuarto donde su padre estaba convaleciente


para decirle en voz baja: «Kastor siempre ha creído que se merece el trono. Que tú
se lo quitaste. No puede aceptar la derrota en ningún ámbito, por el contrario,
atribuye todas ellas al hecho de que nunca se le dio su “oportunidad”. Todo lo que
necesita es que alguien, alguna vez, le susurre al oído que debe tomarlo».

Se había negado a creerlo. Nada de aquello. No quiso escuchar las palabras


proferidas en contra de su hermano. Su padre, quien se estaba muriendo, había
llamado a Kastor a su lado, le habló de su amor por él y por Hypermenestra, y de
las emociones de Kastor en el lecho de su padre moribundo le habían parecido
tan auténticas como su promesa de servir al heredero, Damianos.

Torveld le había dicho: «Vi el dolor de Kastor. Era genuino». É l también


había creído eso. Entonces.

Recordó la primera vez que había soltado el pelo de Jokaste, la sensació n


de caída sobre sus dedos, y el recuerdo se mezclaba con una agitació n de
excitació n que un segundo después se convirtió en conmoció n, cuando se
encontró a sí mismo confundiendo cabellos rubios con castañ os, recordando el
momento en el saló n comú n, cuando Laurent casi se había apoyado en su regazo.

La imagen se hizo añ icos al escuchar, amortiguado por las paredes y la


distancia, unos golpes en la puerta de abajo.

105
El peligro lo llevó a ponerse en pie… la urgencia del momento empujó a un
lado sus pensamientos anteriores. Se puso por los hombros la camisa y la
chaqueta, y se sentó en el borde de la cama. Con gentileza, puso una mano sobre
el hombro de Laurent.

Laurent estaba cá lidamente dormido arropado entre los cobertores. Se


despertó instantá neamente bajo la mano de Damen, aunque no demostró ningú n
principio manifiesto de pá nico o sorpresa.

—Tenemos que irnos —dijo Damen. Hubo un nuevo conjunto de rumores


en la planta baja: el posadero, despierto, quitando el pestillo de la puerta de la
posada.

—Esto se está convirtiendo en un há bito —comentó Laurent, pero ya


estaba impulsá ndose fuera de la cama. Mientras Damen intentaba abrir los
postigos del balcó n, Laurent se puso su propia camisa y chaqueta, aunque no
tuvo tiempo de atar ninguno de los cordones, porque la ropa vereciana era
francamente inú til en una emergencia.

Los postigos se abrieron al fresco, al revoloteo la brisa nocturna, y a un


descenso de dos plantas.

No iba a ser tan fá cil como lo había sido en el burdel. Saltar no era posible.
Una caída hasta el nivel de la calle puede que no fuera fatal, pero era lo
suficientemente peligrosa como para romperse los huesos. Se escuchaban voces
ahora, tal vez en las escaleras. Ambos levantaron la vista. El exterior de la posada
estaba enyesado y no había asideros. La mirada de Damen se movió , buscando
una manera de escalar. La vieron al mismo tiempo: junto al siguiente balcó n
había un sector sin yeso, en el que sobresalía la piedra y había algunos lugares a
donde agarrarse, un camino liberado hasta el techo.

Excepto que el siguiente balcó n estaba quizá s, a dos metros de distancia,


má s lejos de lo que era có modo teniendo en cuenta que el salto tenía que ser

106
realizado sin poder tomar impulso. Laurent estaba juzgando la distancia,
tranquilamente.

—¿Podéis con ello? —le preguntó Damen.

—Probablemente —aseguró Laurent.

Ambos se balancearon sobre la barandilla del balcó n. Damen fue primero.


Era má s alto, lo cual le significaba una ventaja; ademá s, confiaba en poder con la
distancia. Saltó y aterrizó bien, agarrá ndose al pasamanos del siguiente balcó n y
haciendo una pausa durante un momento para asegurarse de que no había sido
oído por el ocupante de la habitació n, antes de sortear rá pidamente la barandilla
por encima para caer en el balcó n.

Lo hizo haciendo el menor ruido posible. Los postigos de ese balcó n


estaban cerrados, pero no estaban insonorizados. Damen había esperado los
ronquidos de Charls, el comerciante; pero en lugar de ellos oyó los apagados
pero inconfundibles gemidos de Volo disfrutando del valor de su dinero.

Se dio la vuelta. Laurent estaba perdiendo unos preciosos segundos


volviendo a juzgar la distancia. Damen pronto se dio cuenta de que
«probablemente» no significaba «sin duda», y que, al responder a la pregunta de
Damen, Laurent había dado con calma una evaluació n fidedigna de sus propias
capacidades. Damen sintió formarse un agujero en su estó mago.

Laurent saltó ; era un largo trecho, y cosas como la altura física influían, al
igual que lo hacía la propulsió n que provenía de la potencia muscular.

Laurent cayó mal. Damen instintivamente lo agarró y sintió có mo el


vereciano entregaba su peso a la sujeció n de Damen, aferrá ndose a él. Había
sentido có mo el viento le golpeaba contra la barandilla del balcó n. No se resistió
cuando Damen lo levantó ni tampoco lo alejó inmediatamente, solo se quedó sin
aliento entre los brazos de este. Las manos del akielense estaban en la cintura

107
del príncipe; su corazó n martillaba. Se quedaron inmó viles, pero fue demasiado
tarde.

Los sonidos dentro de la habitació n se detuvieron.

—He oído algo —dijo el muchacho de la casa, claramente—. En el balcó n.

—Es el viento —replicó Volo—. Te mantendré caliente.

—No, era otra cosa —insistió el muchacho—. Ve y…

El susurro de las sá banas y el sonido de la cama chirriando…

Fue el turno de Damen de contener el aliento mientras Laurent lo


empujaba con fuerza. Su espalda golpeó la pared junto a la ventana cerrada. El
choque del impacto fue solo ligeramente inferior a la conmoció n de sentir a
Laurent presioná ndose contra él, aplastá ndolo firmemente con su cuerpo contra
la pared.

Lo hizo justo a tiempo. Los postigos se abrieron, atrapá ndolos en el


pequeñ o espacio triangular que se formaba entre la pared y la parte posterior de
la contraventana abierta. Estaban ocultos tan precariamente como un amante
clandestino19 detrá s de una puerta abierta. Ninguno de los dos se movía.
Ninguno de los dos respiraba. Si Laurent retrocedía solo media pulgada, podría
golpear el postigo. Para evitar eso, estaba pegado con tanta fuerza contra Damen
que este podía sentir cada pliegue de sus ropas, a través de las cuales, se
transmitía el cá lido calor de su cuerpo.

—No hay nadie aquí —expuso Volo.

—Estaba seguro de haber oído algo —señ aló el muchacho.

19“cuckold”: entendemos que se refiere al amante clandestino que debe esconderse para no ser atrapado por el marido
engañ ado (“cornudo”, a quien le “pone los cuernos”)

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El cabello de Laurent le hacía cosquillas en el cuello. Damen lo soportó
estoicamente. Volo iba a oír los latidos del corazó n. Se sorprendió de que las
paredes del edificio no se estuvieran estremeciendo por estos.

—Un gato, tal vez. Puedes compensá rmelo —dijo Volo.

—Mmm, está bien —aceptó el muchacho—. ¡Vuelve a la cama!

Volo se dio la vuelta aú n en el balcó n. Pero, por supuesto, todavía le


quedaba una peripecia a aquella farsa. En su afá n por reanudar sus actividades,
Volo dejó el postigo abierto, atrapá ndolos allí.

Damen reprimió el impulso de gemir. La longitud total del cuerpo de


Laurent estaba presionada contra la suya, muslo contra muslo, pecho contra
pecho. Respirar era peligroso. Damen necesitaba, cada vez má s, intercalar una
distancia segura entre sus cuerpos, apartar a Laurent con fuerza, y no podía.
Laurent, ajeno a ello, se movió ligeramente para mirar detrá s de él y ver la
proximidad del postigo. «Deja de moverte contra mí», estuvo a punto de decir;
solo un delgado hilo de instinto de conservació n le impidió hablar en voz alta.
Laurent se movió nuevamente, después de haber notado lo que Damen ya había
visto, que no había manera de que se escurrieran de su escondite sin delatarse. Y
entonces Laurent dijo, en una voz muy tranquila y cuidadosa:

—Esto no... no es lo ideal.

Eso era decir muy poco. Estaban ocultos de Volo, pero podían ser vistos
con mucha claridad desde el otro balcó n, y los hombres que los perseguían
estaban en algú n lugar de la posada ya. Y ademá s, había otros imperativos.

Damen dijo, en voz muy baja:

—Mirad hacia arriba. Si podéis subir, podemos salir de esa manera.

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—Espera hasta que empiecen a follar —indicó Laurent aú n má s
suavemente, palabras murmuradas que no podrían oírse má s allá de la curva del
cuello de Damen—. Estará n distraídos.

La palabra “follar” caló hondo en él, sobre todo cuando hubo un


inconfundible gemido del chico dentro del cuarto.

—Ahí, métemela dentro, ahí…—Y, má s allá de la circunstancia, ese era el


momento de huir…

…Cuando la puerta de la habitació n de Volo se abrió de golpe.

—¡Está n aquí! —gritó una voz de un desconocido.

Hubo un momento de total confusió n, un indignado chillido del chico de la


casa y un grito de protesta de Volo.

—Ey, ¡soltadle! —Los sonidos solo cobraron sentido cuando Damen se dio
cuenta de lo que podría naturalmente suponer un hombre que había sido
enviado a detener a Laurent y solo conocía su descripció n pues, en realidad,
nunca lo había visto.

—Quédate ahí, viejo. No es asunto tuyo. Este es el Príncipe de Vere.

—Pero… yo solo pagué tres cobres por él —dijo Volo, pareciendo


confundido.

—Y Vos probablemente deberíais poneros unos pantalones —indicó el


hombre, y añ adió torpemente—: Su Alteza.

—¿Qué? —dijo el chico.

Damen sintió a Laurent sacudiéndose contra él y se dio cuenta de que, en


silencio, sin poder hacer nada, se estaba riendo.

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Entonces se oyó el sonido de al menos otros dos conjuntos de pisadas que
entraron con grandes zancadas en la habitació n, fueron recibidas con:

—Aquí está . Lo encontramos follando con este marginado, disfrazado de


prostituta de taberna.

—Este “es” la prostituta de la taberna. Idiota, el Príncipe de Vere es tan


célibe que dudo que incluso se toque a sí mismo una vez cada diez añ os. ¡Tú !
Estamos buscando a dos hombres. Uno de ellos es un soldado bá rbaro, un animal
gigante. El otro es rubio. No como este muchacho. Atractivo.

—Había un rubio en el piso de abajo, mascota de otro señ or —informó


Volo—. Con el cerebro como un guisante y fá cil de engañ ar. No creo que ese
fuera el Príncipe.

—Y yo no diría que era rubio. Má s bien pardusco. Y no era tan atractivo —


añ adió el muchacho, de mala gana.

El temblor, de forma progresiva, fue empeorando.

—Dejad de divertiros por vuestra cuenta —murmuró Damen—. Nos van a


matar, en cualquier momento.

—Animal gigante —dijo Laurent.

—Basta.

Dentro de la habitació n:

—Comprobad las otras habitaciones. Está n aquí en alguna parte. —Los


pasos se retiraron.

—¿Me puedes dar impulso? —pidió Laurent—. Tenemos que salir de este
balcó n.

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Damen ahuecó las manos y Laurent las utilizó como punto de partida,
empujá ndose a sí mismo hasta el primer asidero.

Menos corpulento que Damen, pero poseyendo la fortaleza corporal


superior que se consigue con una amplia prá ctica de la esgrima, Laurent subió
rá pidamente y en silencio. Damen, girando cuidadosamente en el limitado
espacio hasta hacer frente a la pared, pronto lo siguió .

No era una subida difícil, y tardó solo un minuto antes de trepar él mismo
al tejado; la ciudad de Nesson-Eloy, el cielo y un puñ ado de estrellas dispersas se
extendían ante él. Se encontró un poco sin aliento pero riendo, y vio su misma
expresió n reflejada en el rostro de Laurent. Los ojos azules del Príncipe estaban
llenos de picardía.

—Creo que estamos a salvo —dijo Damen—. De alguna manera, nadie nos
vio.

—Sin embargo, te lo advertí. Es el juego lo que me gusta —anunció


Laurent, y con la punta de la bota, deliberadamente, empujó una teja suelta hasta
que descendió de la azotea y se hizo añ icos sobre la calle.

—¡Está n en el tejado! —El grito vino desde abajo.

Esta vez, se trataba de una persecució n. Huyeron por los tejados,


esquivando chimeneas. Corretearon mitad carrera de obstá culos, mitad a campo
traviesa20. Las tejas bajo sus pies aparecían y desaparecían, abriéndose a
estrechas callejuelas que debían saltar por encima. La visibilidad era poca. Los
niveles eran desiguales. Subieron por la pendiente de un tejado y, resbalando y
patinando, llegaron hasta el otro lado.

20“was half obstacle course, half steeplechase”: por lo que entendemos, se refiere a que corrían, a veces esquivando
cosas (como si lo hicieran a campo traviesa), y a veces saltando de tejado a tejado (como si se saltaran vallas en una
carrera de obstáculos).

112
Por abajo, sus perseguidores corrían también, sobre calles lisas, sin tejas
sueltas amenazá ndolos con una torcedura o una caída, flanqueá ndoles. Laurent
mandó otra teja a la calle, apuntando en esta ocasió n. Desde abajo, sonó un grito
de alarma. Al encontrarse con otro balcó n en su camino por una calle estrecha,
Damen volcó una maceta. Junto a él, Laurent desprendió alguna ropa tendida y la
dejó caer; vieron a alguien abajo enredado en el fantasmal blanco, convertido en
una forma retorciéndose, antes de continuar a toda velocidad.

Saltaron desde la cornisa de una azotea a un balcó n sobre una encrucijada


a través de una calle estrecha. Aquella persecució n alocada reveló el horizonte
de la vida de entrenamiento de Damen, en reflejos, velocidad y resistencia.
Laurent, ligero y á gil, le seguía. Sobre ellos, el cielo comenzaba a iluminarse.
Debajo de ellos, la ciudad estaba despertando.

No podían permanecer en los tejados para siempre, se arriesgaban a


romperse un miembro, a ser rodeados o a callejones sin salida, así que, cuando
ganaron un precioso par de minutos de ventaja, utilizaron ese tiempo para bajar
por una tubería de desagü e hasta la calle.

No había nadie a la vista cuando tocaron los adoquines, y tuvieron un


limpio recorrido. Laurent, que conocía la ciudad, tomó la iniciativa, y después de
dos curvas, se encontraron en un barrio distinto. Laurent les llevó por un
estrecho pasadizo abovedado entre dos casas, y se detuvieron allí un momento,
para tomar aliento. Damen vio la calle hacia la que aquel pasaje conducía, era
una de las calles principales de Nesson y ya tenía gente. Esas horas semioscuras
de la madrugada, eran algunas de las má s activas en cualquier pueblo.

Se puso de pie con la mano plana contra la pared, su pecho subía y bajaba.
Junto a él, Laurent estaba sin aliento nuevamente y brillante por la carrera.

—Por aquí —indicó el príncipe, saliendo hacia la calle. Damen notó que
había agarrado del brazo de Laurent y lo estaba reteniendo.

113
—Esperad. Es demasiado expuesto. Os destacá is con esta luz. Vuestro
cabello “pardusco” es como un faro.

Sin decir palabra, Laurent sacó la gorra de lana de Volo de su cinturó n.

Damen lo sintió entonces, el primer borde vertiginoso de una nueva


emoció n, y soltó el agarre de Laurent como un hombre temeroso de caer en un
precipicio; y aun así, continuaba en peligro. Habló :

—No lo lograremos. ¿No los habéis oído antes? Se han separado.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que si la idea es llevarlos a una entretenida persecució n a


través de la ciudad para que no sigan a vuestro mensajero, no está funcionando.
Han dividido su atenció n.

—Yo… —comenzó Laurent mirando a Damen— tienes muy buen oído.

—Vos deberíais ir —dijo Damen—. Yo me ocupo de esto.

—No —dijo Laurent.

—Si quisiera escapar —dijo Damen— podría haberlo hecho esta noche.
Mientras os bañ abais. Mientras dormíais.

—Lo sé —murmuró Laurent.

—No podéis estar en dos lugares al mismo tiempo —dijo Damen—.


Tenemos que separarnos.

—Es demasiado importante —dijo Laurent.

—Confiad en mí —pidió Damen.

Laurent lo miró durante un largo rato sin hablar.

114
—Esperaremos por ti durante un día en Nesson —manifestó Laurent,
finalmente—. Después de eso, alcá nzanos.

Damen asintió y se apartó de la pared, mientras se abría paso por la calle


principal, la chaqueta todavía arrastraba los cordones, el cabello rubio se
escondía bajo la gorra sucia de lana. Damen le observó hasta que se perdió de
vista. Luego se volvió y regresó por donde habían venido.

No fue difícil retroceder hasta la posada.

No tenía miedo por Laurent. Estaba seguro de que los dos hombres que les
perseguían estarían buscando infructuosamente durante la mitad de la mañ ana,
tropezando con todo lo que el demente cerebro de Laurent planeara para ellos.

El problema, como Laurent había reconocido implícitamente, era que los


perseguidores restantes podrían haberse separado con el fin de reducir al
mensajero de Laurent. Un mensajero que llevaba el sello del Príncipe. Un
mensajero que era tan importante, que Laurent había arriesgado su propia
seguridad por la posibilidad de que estuviera allí todavía esperando, dos
semanas má s tarde, un encuentro demorado.

Un mensajero que llevaba la barba muy recortada, al estilo Patrano.

Damen podía percibir, como cuando recién había empezado a percibirla en


el palacio, la maquinaria inexorable de los planes del Regente. Por primera vez,
tuvo una idea del esfuerzo y la planificació n que llevaría detenerlos. Que Laurent
y su mente de serpiente pudieran ser todo lo que se interpusiera entre el
Regente y Akielos era un pensamiento escalofriante. El país de Damen era
vulnerable, y sabía que su propio regreso debilitaría temporalmente a Akielos
aú n má s.

115
Fue precavido al acercarse a la posada, pero parecía tranquila, al menos
desde el exterior. Y entonces vio el rostro familiar de Charls, el comerciante,
tempranamente despierto y dirigiéndose a las dependencias para hablar con un
mozo de cuadra.

—¡Mi señ or! —exclamó Charls, tan pronto como vio a Damen—. Había
hombres aquí buscá ndole.

—¿Siguen aquí?

—No. Toda la posada está alborotada. Los rumores vuelan. ¿Es cierto que
el hombre que os acompañ aba —Charls bajó la voz—, era el Príncipe de Vere
disfrazado —su voz bajó nuevamente— de prostituta?

—Charls. ¿Qué pasó con los hombres que estaban aquí?

—Se fueron, y luego dos de ellos regresaron a la posada para hacer


preguntas. Deben de haberse enterado de lo que querían saber porque salieron
de aquí. Tal vez hace un cuarto de hora.

—¿Cabalgando? —preguntó Damen con el estó mago hundiéndose.

—Se dirigían al suroeste. Mi señ or, si hay algo que pueda hacer por mi
príncipe, estoy a tu servicio.

Suroeste, a lo largo de la frontera vereciana a Patras. Damen preguntó a


Charls:

—¿Tienes un caballo?

116
Y así comenzó la tercera persecució n de la que se estaba convirtiendo en
una noche muy larga.

Solo que a esas alturas ya era de día. Dos semanas de estudiar los mapas
en la tienda de Laurent significaba que Damen sabía exactamente el estrecho
camino de montañ a que el mensajero tomaría… y lo fá cil que sería derribarle en
ese sinuoso sendero vacío. Los dos hombres que le perseguían era probable que
lo supieran también, y tratarían de atraparlo en el sendero montañ oso.

Charls tenía un muy buen caballo. Alcanzar a un jinete en una larga


persecució n no era difícil si sabías có mo hacerlo: no podías montar a toda
velocidad. Había que elegir un ritmo constante que tu caballo pudiera sostener y
esperar a que los hombres que estabas persiguiendo quemaran sus propias
monturas en un estallido de temprano entusiasmo o estuvieran montando
caballos de inferior calidad. Era má s fá cil cuando conocías al caballo y sabías
exactamente lo que era capaz de hacer. Damen no tenía esa ventaja, pero el
bayo21 de Charls, el comerciante, estableció un buen ritmo; sacudió su cuello
musculoso y dio a entender que era capaz de cualquier cosa.

El terreno se hacía má s rocoso a medida que se acercaban a las montañ as.


Iban en aumento las enormes protuberancias de granito que se levantaban a
ambos lados, como si fueran los huesos del paisaje exhibiéndose a través del
suelo. Pero el camino estaba despejado, al menos aquella secció n del mismo que
estaba má s cerca del pueblo; no había ninguna esquirla de granito que pudiera
lisiar y hacer caer a un caballo.

Tuvo buena suerte, en un principio. El sol todavía no estaba en el punto


medio del cielo, cuando alcanzó a los dos hombres. Tuvo buena suerte de haber
elegido el camino correcto. Tuvo suerte de que no hubieran cuidado a sus
sudorosos caballos que echaban espuma, y tuvo suerte de que, cuando lograron

21 Caballo de pelaje color blanco amarillento.

117
divisarlo, en lugar de dividir o impulsar a sus agotados caballos hacia adelante,
los hicieron girar y lo enfrentaron, con ganas de luchar. Tuvo suerte de que no
tuvieran arcos.

El bayo castrado de Damen era el caballo de un comerciante sin formació n


de batalla, por lo que no esperaba que fuera capaz de correr vigorosamente sin
recelo al agitarse las espadas, por lo que desvió su montura al acercarse. Los dos
hombres eran matones, no soldados; sabían có mo montar, y sabían utilizar
espadas, pero luchar haciendo las dos cosas al mismo tiempo… má s buena
suerte. Cuando el primer hombre fue despedido por Damen a estrellarse bajo su
caballo, no se levantó . El segundo perdió su espada, pero se mantuvo en su silla
por un tiempo. Lo suficiente para pegar los talones a su caballo y marcharse.

O tratar de hacerlo. Damen había desplazado su montura, causando una


conmoció n menor entre los caballos, que el akielense resistió , pero el otro
hombre no lo hizo. Se desprendió de la silla de montar, pero a diferencia de su
amigo, había logrado trepar rá pidamente y tratar de dominarla otra vez, aunque
ahora a través del campo. Quienquiera que estuviera pagá ndoles obviamente no
les estaba pagando lo suficiente como para resistir y luchar, al menos no sin las
probabilidades fuertemente sesgadas a su favor.

Damen tenía dos opciones: podía dejar las cosas como estaban. Lo ú nico
que realmente le quedaba por hacer en ese momento era ahuyentar los caballos.
Para cuando los hombres los recuperaran (si al menos se las arreglaban para
hacerlo) el mensajero ya estaría tan lejos que si era perseguido o no, no le
importaría ni un á pice. Pero tenía agarrado por el rabo a aquel complot, y la
tentació n de saber exactamente lo que estaba pasando era demasiado grande.

Así que optó por concluir la persecució n. Como no podía dirigir su caballo
a través de ese rocoso y desigual suelo sin que se rompiera las patas delanteras,
desmontó . El hombre rebuscó en el paisaje durante algú n tiempo antes de que

118
Damen se encontrara con él bajo uno de los escasos, á rboles nudosos. Allí, el
hombre intentó inú tilmente tirar una piedra a Damen (que esquivó ) y, a
continuació n, girá ndose para correr de nuevo, se torció el tobillo con un trozo
suelto de granito y cayó al suelo.

Damen lo arrastró hacia arriba.

—¿Quién te ha enviado?

El hombre se quedó en silencio. Su piel pá lida estaba inundada con


genuino miedo. Damen juzgó la mejor manera de hacerle hablar.

El golpe hirió la cabeza del hombre en un lateral y la sangre brotó y se


derramó de su labio partido.

—¿Quién te ha enviado? —dijo Damen.

—Suéltame —dijo el hombre—. Suéltame, y puede que tengas tiempo para


salvar a tu Príncipe.

—É l no necesita salvarse de dos hombres —dijo Damen— sobre todo si


son tan incompetentes como tú y tu amigo.

El hombre le dio una leve sonrisa. Un momento después, Damen lo llevó de


nuevo al á rbol lo suficientemente duro para que los dientes le chasquearan
juntos.

—¿Qué sabes? —exigió Damen.

Y fue entonces cuando el hombre empezó a hablar, y Damen se dio cuenta


de que no había sido afortunado en absoluto. Observó de nuevo la posició n del
sol, luego miró a su alrededor, al vasto terreno, vacío. Estaba a medio día de
distancia de Nesson a través de un duro recorrido, y ya no tenía un caballo
fresco.

119
«Te esperaré durante un día en Nesson», había dicho Laurent. Iba a llegar
demasiado tarde.

120
CAPÍTULO OCHO

Damen dejó al hombre detrá s de él, roto y vacío, habiendo escupido todo
lo que sabía. Dio un tiró n a la cabeza del caballo y cabalgó , duro, hacia el
campamento.

No tenía otra opció n. Era demasiado tarde para ayudar a Laurent en la


ciudad. Tenía que concentrarse en lo que podía hacer. Porque había má s que la
vida de Laurent en juego.

El hombre solo era uno de un grupo de mercenarios acampados en las


colinas de Nesson. Habían planeado tres etapas de asalto: después del ataque a
Laurent en la ciudad, seguir con un levantamiento dentro de las tropas del
Príncipe. Y si la tropa y el Príncipe de alguna manera sobrevivían y lograban,
incluso dañ ados, continuar hacia el sur, caerían en una emboscada contra los
mercenarios de las colinas.

No había sido fá cil sonsacarle toda la informació n, pero Damen había


suministrado al mercenario un sostenido, metó dico e implacable incentivo para
que hablase.

El sol ya había alcanzado su cénit y empezaba a descender lentamente. Si


quería tener alguna posibilidad de llegar al campamento antes de que este fuera
desarmado por la insurgencia planificada, Damen tendría que sacar su caballo
del camino y cabalgar directamente en línea recta, campo a través.

No dudó , espoleó a su caballo hasta la primera pendiente.

El viaje fue una loca carrera peligrosa a través de los bordes de los cerros
desmoronados. Todo llevaba demasiado tiempo. El terreno irregular ralentizaba
su caballo. Las rocas de granito eran traicioneras y afiladísimas y este estaba
cansado, así que el peligro de tropezar era mayor. Se mantuvo dentro del mejor

121
terreno que podía visualizar; cuando tuvo que hacerlo, solo direccionó al caballo
y dejó que este escogiera su propio camino a través de la tierra agujereada.

En torno a él estaba el silencio del paisaje granítico salpicado de tierra y


bloques de hierba á spera, y con él, el conocimiento de la triple amenaza.

Era una tá ctica que olía al Regente. Todo aquello: ese complicado ardid
extendiéndose por todo el paisaje para dividir al Príncipe de su tropa y su
mensajero, de tal modo que salvar a uno, significara sacrificar al otro. Como
Laurent había probado. Este, para salvar a su mensajero, había renunciado a su
propia seguridad, alejando a su ú nico protector.

Damen intentó , por un momento, ponerse en el lugar de Laurent, suponer


de qué manera evadiría a sus perseguidores, qué haría. Y se dio cuenta de que no
sabía. Ni siquiera podía hacer una mínima conjetura. Laurent era imposible de
predecir.

Laurent, el hombre exasperante y obstinado que era total y


completamente intratable. ¿Había anticipado este ataque desde el principio? Su
arrogancia era insoportable. Si él se había puesto deliberadamente en riesgo, si
había sido atrapado por uno de sus propios juegos... Damen maldijo, y centró su
atenció n en el regreso al campamento.

Laurent estaba vivo. Logró esquivar cada cosa que mereció . Era
escurridizo, y astuto, y había escapado del ataque en el pueblo con argucias y
arrogancia, como de costumbre.

Maldijo a Laurent por aquello. El Laurent que se había tumbado frente a la


chimenea parecía tan lejano; los miembros distendidos, relajado, hablando...
Damen constató que el recuerdo se enredaba intrincadamente con el destello del
pendiente de zafiros de Nicaise, el murmullo de la voz de Laurent en su oído, su
jadeante brillo durante la persecució n, tejado tras tejado, todo ello entreverado
en una, larga, loca e interminable noche.

122
El terreno bajo él se fue despejado, y al instante que lo hizo, clavó de nuevo
los talones en los flancos de su debilitado caballo, y cabalgó duramente.

No se cruzó con ningú n guardia, lo que hizo que su corazó n martillara.


Había columnas de humo, humo negro que él podía oler, espeso y desagradable.
Damen condujo su caballo hasta el final del camino al campamento.

Los pulcros bordes de las tiendas habían sido tumbados, los postes
quebrados y la tela colgaba en extrañ os á ngulos. El suelo estaba ennegrecido
donde el fuego había pasado por el campamento. Vio a hombres vivos, pero
manchados de suciedad, cansados y sombríos. Vio a Aimeric, pá lido y con un
hombro vendado, un pañ o oscuro con sangre seca.

Que la lucha había terminado era evidente. Los incendios que habían
ardido ahora eran fogatas.

Damen se bajó de la montura.

Junto a él, su caballo estaba agotado, resoplando con fuerza a través de las
fosas nasales, sus flancos agitá ndose. Su cuello estaba brillante y oscuro de
sudor, y ademá s decorado con una trama entrecruzada de venas en relieve y
capilares.

Sus ojos recorrieron los rostros de los hombres má s cercanos a él; su


llegada había llamado la atenció n. Ninguno de los hombres que veía era un
príncipe de cabello dorado con un gorro de lana.

Y justo cuando se temía lo peor, justo cuando todo lo que no se había


permitido creer durante la larga cabalgata comenzó a querer emerger de su
mente, Damen lo vio, saliendo de una de las tiendas mayormente intactas a no
má s lejos que seis pasos de distancia, y permaneció inmó vil a la vista de Damen.

No llevaba el gorro de lana. Su nuevamente perfecto cabello estaba


descubierto, y se veía tan fresco como al emerger del bañ o de la noche previa,

123
como cuando lo había sentido bajo los dedos al despertarlo. Sin embargo, había
reasumido la fría reserva, la chaqueta amarrada, la expresió n desapacible desde
el perfil altivo hasta los azules ojos intransigentes.

—Está is vivo —dijo Damen, y las palabras salieron en una oleada de alivio
que le hizo sentirse débil.

—Estoy vivo —confirmó Laurent. Se miraban el uno al otro—. No estaba


seguro de si volverías.

—He vuelto —dijo Damen.

Cualquier otra cosa que pudiera haber dicho fue impedida por la llegada
de Jord.

—Te has perdido la conmoció n —dijo Jord—. Pero llegas a tiempo para la
limpieza. Se ha acabado.

—Esto no ha terminado —dijo Damen.

Y les dijo lo que sabía.

—No tenemos que cabalgar necesariamente hacia al paso —dijo Jord—.


Podemos desviarnos y encontrar otra vía má s al sur. Puede que estos
mercenarios hayan sido contratados para tendernos una emboscada, pero dudo
que vayan a seguir a un ejército a través del corazó n de sus propias tierras.

Se sentaron en la tienda de Laurent. Con el dañ o de la sublevació n todavía


esperando ser atendido en el exterior; Jord, ante la noticia de que los esperaba
una emboscada había reaccionado como si hubiera recibido un golpe, había
intentado ocultarlo pero estaba sorprendido, desmoralizado. Laurent no había
mostrado ninguna reacció n. Damen procuró dejar de observarlo. Tenía cientos

124
de preguntas. ¿Có mo había escapado de sus perseguidores? ¿Había sido fácil?
¿Difícil?

¿Había sufrido alguna lesió n? ¿Estaba bien?

No podía hacer ninguna de esas preguntas. En lugar de eso, Damen se


obligó a dirigir sus ojos al mapa extendido sobre la mesa. El combate tenía
prioridad. Se pasó una mano por la cara, olvidando cualquier cansancio y
orientá ndose a sí mismo en la situació n. Dijo:

—No. No creo que debamos desviarnos. Creo que hay que enfrentarse a
ellos. Ahora. Esta noche.

—¿Esta noche? Apenas nos hemos recuperado del derramamiento de


sangre de esta mañ ana —dijo Jord.

—Yo lo sé. Ellos lo saben. Si quieres tener alguna posibilidad de pillarlos


desprevenidos, tiene que ser esta noche.

Había oído de Jord la historia corta y brutal de la sublevació n en el


campamento. La noticia había sido mala pero mejor de lo que había temido. Fue
mejor de lo que le había parecido apenas llegó al campamento.

Había empezado a media mañ ana en ausencia de Laurent. Había habido un


pequeñ o puñ ado de instigadores. Para Damen, parecía obvio que el
levantamiento era planeado, que los instigadores fueron pagados, y que su plan
se había basado en el hecho de que el resto de los hombres del Regente;
agitadores, sicarios y mercenarios en busca de una salida; tomarían la primera
excusa para arremeter contra los hombres del Príncipe, y se unirían a la
rebelió n.

Lo habrían hecho, dos semanas atrás.

125
Dos semanas atrá s, la tropa había sido una canalla dividida en dos
facciones. No habían desarrollado la camaradería en ciernes que ahora los
ligaba; no se habían ido a dormir agotados por tratar de superarse unos a otros
en algú n loco, imposible ejercicio, noche tras noche; ni descubierto,
sorprendidos, después de dejar de maldecir el nombre del Príncipe, cuá nto
habían disfrutado ellos mismos.

Si Govart hubiera estado a cargo, habría sido el caos. Habrían ido facció n
contra facció n, la tropa se hubiera astillado, fracturado, y emergerían los
rencores al estar capitaneada por un hombre que no quería que la compañ ía
sobreviviera.

En cambio, el levantamiento había sido rá pidamente frustrado. Había sido


sangriento pero breve. No má s de dos docenas de hombres estaban muertos.
Hubo dañ os menores en tiendas y almacenes. Podría haber sido mucho, mucho
peor.

Damen pensó en todas las maneras en que esto podría haberse


desarrollado: Laurent muerto, o volviendo para encontrar a sus soldados en
harapos; su mensajero abatido en el camino.

Laurent estaba vivo. La tropa estaba intacta. El mensajero había


sobrevivido. El día había sido victorioso, excepto que los hombres no lo sentían.
Necesitaban sentirlo. Tenían que luchar contra algo y ganar. Abandonó el
ensueñ o nebuloso de su mente y trató de ponerlo en palabras.

—Estos hombres pueden luchar. Simplemente… necesitan saber que


pueden. No tenéis que dejar que la amenaza de un ataque os persiga a mitad de
camino a través de las montañ as. Podéis levantaros y luchar —aconsejó —. No es
un ejército, es un grupo de mercenarios lo suficientemente pequeñ o para
acampar en las colinas sin que se note.

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—Son grandes colinas —añ adió Jord. Y luego—: Si está s en lo cierto, está n
acampados y vigilá ndonos con exploradores. Al segundo que salgamos
cabalgando, lo sabrá n.

—Es por eso que nuestra mejor opció n es hacerlo ahora. No nos esperan,
y tendremos el amparo de la noche.

Jord negaba con la cabeza.

—Es mejor evitar la pelea.

Laurent, que había permitido que ese debate se desarrollara, ahora


indicaba con un leve gesto que debía cesar. Damen encontró que la mirada de
Laurent estaba sobre él, una larga mirada inescrutable.

—Prefiero pensar para salir de las trampas —sentenció Laurent— en


lugar de utilizar la fuerza bruta simplemente para aplastar.

Las palabras parecían ser concluyentes para ellos. Damen asintió con la
cabeza y comenzó a levantarse cuando la impasible voz de Laurent lo detuvo.

—Por eso creo que debemos luchar —añ adió el Príncipe—. Es lo ú ltimo
que alguna vez haría, y lo ú ltimo que nadie, conociéndome, podría esperar.

—Su Alteza —empezó Jord.

—No —cortó Laurent—. He tomado mi decisió n. Llama a Lazar. Y a Huet,


él conoce las colinas. Planearemos la lucha.

Jord obedeció y, por un breve momento, Damen y Laurent se quedaron


solos.

—No pensé que fuerais a decir que sí —dijo Damen.

—He aprendido recientemente que a veces es mejor simplemente romper


y abrir un agujero en la pared.

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No hubo tiempo, entonces, para nada excepto para los preparativos.

Tenían que aguantar hasta el anochecer, anunció Laurent al dirigirse a los


hombres. Para tener alguna posibilidad de éxito debían trabajar con una rapidez
como nunca antes habían trabajado. Había mucho que demostrar. Acababan de
ensangrentarles la nariz, y ese era el momento en que ellos se arrastraran lejos
lloriqueando o demostraran ser lo suficientemente hombres como para devolver
el golpe y pelear.

Fue un discurso breve alentador y exacerbante a partes iguales, pero sin


duda tenía el efecto de provocar a los hombres a la acció n, de captar la arisca
energía nerviosa de la tropa, forjarla en algo ú til, y dirigirla hacia el enemigo
externo.

Damen había tenido razó n. Querían pelear. Ahora la determinació n estaba


reemplazando al cansancio entre muchos de ellos. Damen escuchó a uno de los
hombres murmurar que golpearían a los atacantes antes de saber lo que les
esperaba. Otro juró que daría el golpe por su compañ ero caído.

Mientras trabajaba, Damen conoció la magnitud de los dañ os causados por


el levantamiento, algunos de ellos inesperados. Al preguntar por el paradero de
Orlant, se le dijo simplemente:

—Orlant está muerto.

—¿Muerto? —aclaró Damen—. ¿Fue asesinado por uno de los


insurgentes?

128
—É l era uno de los insurgentes —le dijeron brevemente—. Atacó al
Príncipe, cuando regresaba al campamento. Aimeric estaba allí. É l fue quien
derribó a Orlant. Se cortó al hacerlo.

Recordó el tenso rostro de Aimeric, su pá lido rostro, y pensó que lo mejor,


antes de cabalgar hacia una pelea, sería comprobar al muchacho. Se preocupó al
enterarse por uno de los hombres del Príncipe, que Aimeric había abandonado
el campamento. Siguió el dedo que señ alaba al hombre.

Abriéndose paso entre los á rboles vio a Aimeric, quien estaba de pie con
una mano sobre en la rama torcida de un á rbol, como buscando apoyo. Damen
casi lo llamó . Pero luego se dio cuenta de que Jord se movía a través de los
á rboles dispersos, siguiendo a Aimeric. Entonces se quedó en silencio, sin
anunciar su presencia.

Jord puso una mano en la espalda del muchacho.

—Después de las primeras veces, dejas de vomitar. —Oyó decir a Jord.

—Estoy bien —dijo Aimeric—. Estoy bien. Yo solo, nunca maté a nadie.
Estaré bien.

—No es fá cil —explicó Jord—. Para nadie. —Y luego—: É l era un traidor.


Habría matado al Príncipe. O a ti. O a mí.

—Un traidor. —Aimeric se hizo eco— ¿Lo habrías matado por eso? Era tu
amigo. Y luego dijo otra vez con una voz diferente—: Era tu amigo.

Jord murmuró algo demasiado bajo para oírlo y Aimeric se dejó envolver
por los brazos de Jord. Se quedaron así durante un buen rato, bajo las ramas de
los á rboles que se mecían; y luego Damen vio las manos de Aimeric deslizarse
por el pelo de Jord y le oyó decir:

129
—Bésame. Por favor, quiero… —Se apartó para darles privacidad,
mientras Jord inclinaba la barbilla de Aimeric hacia arriba, mientras las ramas
de los á rboles se movían hacia atrá s y adelante, un suave velo se movía,
cubriéndoles.

Luchar por la noche no era lo ideal.

En la oscuridad, amigos y enemigos eran uno. En la oscuridad, el terreno


adquiría una nueva importancia; las colinas de Nesson eran rocosas y agrietadas,
ahora Damen las conocía íntimamente, habiéndolas explorado con los ojos
durante horas durante el viaje má s temprano, seleccionando un camino para su
caballo. Y eso fue a la luz del día.

Pero, en cierto modo, era una misió n normal para una pequeñ a tropa. Las
incursiones desde las montañ as vaskianas eran problemá ticas para muchos
territorios, no solo para Vere, sino también para Patras y para el norte de
Akielos. No era raro para un comandante ser enviado con una partida para
limpiar a los asaltantes de las colinas. Nikandros, el Kyros de Delpha, habían
pasado la mitad de su tiempo haciendo exactamente eso; y la otra mitad,
solicitando fondos al Rey con el argumento de que los asaltantes vaskianos con
los que estaba tratando estaban, de hecho, siendo aprovisionados y financiados
por Vere.

La maniobra en sí misma era simple.

Había varios sitios donde los mercenarios podrían estar acampados. En


lugar de jugar con las probabilidades, simplemente iban a provocarlas. Damen y
el grupo de cincuenta hombres que dirigía eran el cebo. Con ellos estaban los
carros que imitaban la apariencia de una tropa completa de puntillas intentando
abrirse camino sigilosamente hacia el sur, al amparo de la noche.

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Cuando el enemigo atacara, ellos simularían retroceder, en vez de
llevarlos hacia el resto de la tropa dirigida por Laurent. Los dos grupos
atraparían a los asaltantes entre ellos, cortando cualquier huída. Simple.

Algunos de los hombres tenían experiencia en este tipo de lucha. También


estaban al menos un poco familiarizados con las misiones nocturnas. Habían
sido levantados de sus camas má s de una vez durante el tiempo que pasaron en
Nesson para ponerlos a trabajar en la oscuridad. Esas eran sus ventajas, ademá s
del elemento sorpresa, que dejarían a sus atacantes confundidos y
desorganizados.

Pero no había habido tiempo para exploradores y entre los hombres de la


tropa, solamente Huet tenía un vago conocimiento de aquel particular territorio.
La falta de familiaridad con el terreno había sido una preocupació n desde el
principio. Y mientras cabalgaban con los carros y carromatos rodando detrá s,
causando de buena gana la cantidad necesaria de ruido apagado para anunciar
su presencia a cualquiera que explorara por allí, el terreno de los alrededores,
cambiaba. Acantilados de granito se elevaron a ambos lados, y el camino se fue
convirtiendo en una senda de montañ a, con una suave pero cada vez má s
empinada pendiente a la izquierda y una pared rocosa a la derecha.

Era bastante má s diferente del terreno que Huet había descrito


imperfectamente para comenzar a causar preocupació n. Damen observó de
nuevo los acantilados y se dio cuenta de que su concentració n decaía. Recordó
que era su segunda noche consecutiva sin dormir y se sacudió la cabeza para
despejarse.

No era el terreno ideal para una emboscada, o al menos, no para el tipo de


emboscada que habían preparado. No había sitio en el á rea por encima de ellos
para que cualquier grupo de tamañ o suficiente acechara con arcos, ni los

131
hombres podían cabalgar por los acantilados para atacar. Y nadie en su sano
juicio atacaría desde abajo. Algo andaba mal.

Frenó su caballo, duro, de repente consciente del verdadero peligro de


aquella ubicació n.

—¡Alto! —lanzó la orden—. Tenemos que salir del camino. Dejad las
caravanas y cabalgad hacia esa línea de á rboles. Ahora. —Vio el destello de
confusió n en los ojos de Lazar y temió por un segundo, con el corazó n palpitante,
que su orden no fuera obedecida a pesar de la autoridad que Laurent le había
otorgado para aquella misió n, debido a que era un esclavo. Pero sus palabras se
transmitieron. Lazar fue el primero en moverse, y luego los demá s lo siguieron.
En primer lugar, la cola de la columna, alrededor de los carros; a continuació n, la
secció n media, y finalmente, la cabecera. «Demasiado lento», pensó Damen,
mientras se esforzaban por pasar má s allá de los carros abandonados.

Un momento después, oyeron el ruido.

No se oyó el siseo y el escupir de flechas ni el sonido metá lico de las


espadas. Por el contrario, fue un leve sonido, uno que Damen conocía muy bien
ya que había crecido junto a acantilados, los altos acantilados blancos que de vez
en cuando, durante su infancia, se agrietaban, rompiéndose y caían al mar.

Era un desprendimiento de rocas.

—¡Cabalgad! —Fue el grito, y los individuos de la tropa se convirtieron en


una sola masa de carne de caballos marchando hacia los á rboles dando
bandazos.

El primero de los hombres alcanzó la línea de á rboles momentos antes de


que el sonido se convirtiera en un rugido; el desprendimiento y el choque de
piedra contra piedra, de grandes rocas de granito, suficientemente grandes
como para golpear contra otras del acantilado y enviarlas hacia abajo. El sonido

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atronador haciendo eco en las paredes de la montañ a era espantoso y aterraba a
los caballos casi má s que los cantos rodados aporreando sus talones. Era como si
toda la superficie del acantilado se aflojara, se disolviera en una superficie
líquida: una lluvia de piedras, un oleaje de piedras.

Rodando, corriendo, sumergiéndose entre los á rboles, no todos lograron


ver el desprendimiento golpear la senda donde ellos habían estado hacía un
momento, aislá ndoles de los carros, aunque sin tocar la arboleda, tal como
Damen había pronosticado.

Cuando el polvo se disipó , los hombres, tosiendo, estabilizaron sus


caballos y comprobaron sus estribos. Mirando a su alrededor, descubrieron que
estaban intactos en nú mero. Y a pesar de que habían sido separados de los
carros, no estaban separados de su Príncipe y la otra mitad de su banda, como lo
habrían estado si hubieran continuado por esa senda, ahora que la caída de
rocas cortaba el camino.

Damen clavó las espuelas y obligó a su caballo a volver al camino,


ordenando a la compañ ía cabalgar hacia su Príncipe.

Fue una cabalgata intensa y sofocante. Alcanzaron la distante colina de


negros á rboles justo a tiempo para ver una corriente de oscuras figuras
desprenderse de la cordillera y atacar el convoy del Príncipe, en una maniobra
que pretendía partir las tropas de Laurent por la mitad, pero que fue impedido
por Damen y los cincuenta caballos que trajo con él, montando al ataque,
destruyendo sus líneas e interrumpiendo su impulso.

Y luego, se metieron en el medio de ellos, luchando.

Entre el denso enredo de embestidas y estoques, Damen notó que sus


atacantes realmente eran mercenarios y que, después del ataque inicial, había
poco en el camino de las tá cticas que los uniera. Si esta desorganizació n era en
realidad debida a la velocidad con la que se habían visto obligados a reunirse, no

133
podía saberlo. Pero lo cierto es que habían sido sorprendidos por la llegada de
Damen y sus hombres.

Sus propias líneas se mantenían, su disciplina también. Damen tomó nota


y vio a Jord y a Lazar acercarse por el frente. Alcanzó a ver a Aimeric, con
aspecto cansado y pá lido, pero luchando con la misma determinació n que había
mostrado durante los ejercicios cuando se había forzado a sí mismo casi hasta el
agotamiento para mantenerse al nivel de los demá s.

Sus atacantes se retiraron, o simplemente cayeron. Retirando su espada


del cuerpo del hombre que había tratado de acuchillarle, Damen vio a un
mercenario a su derecha caer víctima de una matanza precisa.

—¿No se suponía que tú fueras el cebo? ―preguntó Laurent.

—Hubo un cambio de planes —dijo Damen.

Tras otra breve rá faga de combate cuerpo a cuerpo, sintió el cambio, el


momento en el que la lucha estaba ganada.

—Formad. Haced una línea —ordenó Jord. La mayoría de los atacantes


estaban muertos. Algunos se habían rendido.

Se había acabado; encaramados sobre la ladera de la montañ a, habían


triunfado.

Sonó una ovació n; e incluso Damen, cuyos criterios en estas situaciones


eran exigentes, descubrió que estaba satisfecho con el resultado. Teniendo en
cuenta la calidad de la tropa y las condiciones de la lucha, aquel había sido un
trabajo bien hecho.

Cuando se formaron las líneas y se contaron las cabezas resultó que solo
habían perdido dos hombres. Aparte de eso, solo unas pocas heridas, unos pocos
cortes. Eso daría a Paschal algo que hacer, dijeron los hombres. La victoria

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estimuló a todos. Ni siquiera la noticia de que ahora tendrían que desenterrar
los suministros y ver có mo rehacer el campamento pudo mitigar la felicidad en
el espíritu de los hombres. Aquellos que habían acompañ ado a Damen estaban
especialmente orgullosos; se palmeaban unos a otros las espaldas y se jactaban
frente a los demá s de có mo se habían librado de la caída de rocas, la cual, cuando
regresaron para intentar desenterrar los carros, todo el mundo acordó que había
sido impresionante.

En realidad, solo uno de los carros se había hecho pedazos sin remedio. No
era el que transportaba la comida o el vino que raspaba la boca; otro motivo de
alegría. Esta vez, los hombres palmearon a Damen en la espalda. Había
conseguido un nuevo estatus entre ellos como el pensador rá pido que había
salvado a la mitad de los hombres y todo el vino. Acamparon en un tiempo
récord, y cuando Damen observó las perfectas líneas de las tiendas de campañ a,
se encontró sonriendo.

Pero no todo fue jolgorio y relajació n, ya que había inventario que hacer,
reparaciones que iniciar, escoltas que asignar, y elegir hombres para poder fijar
las guardias. Pero las hogueras fueron encendidas, el vino se distribuyó
alrededor, y el ambiente era jovial.

Atrapado entre sus deberes, Damen vio a Laurent hablando con Jord al
otro lado del campamento; cuando culminó el asunto de Laurent con Jord,
desvió su rumbo.

—No está is celebrando —comentó Damen.

Recostó la espalda contra el á rbol junto a Laurent, y dejó que sus piernas
se sintieran pesadas. Los sonidos de alegría y éxito que provenían de los
hombres borrachos con la euforia de la victoria, la falta de sueñ o y el vino malo,
llegaron hasta ellos. Amanecería pronto. Otra vez.

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—No estoy acostumbrado a que mi tío calcule mal —dijo Laurent, después
de una pausa.

—Es porque está trabajando a distancia —concluyó Damen.

—Es por ti —afirmó Laurent.

—¿Qué?

—É l no sabe có mo predecirte —dijo—. Después de lo que te hice en Arles,


pensó que serías… otro Govart. Otro de sus hombres. Otro como los hombres de
hoy. Listo para amotinarse en el fragor del momento. Eso era lo que se suponía
que debía suceder esta noche.

La mirada de Laurent paseó tranquilamente de manera crítica sobre la


tropa, antes de posarse sobre Damen.

—En cambio, me has salvado la vida; má s de una vez. Has convertido en


combatientes a estos hombres, entrená ndoles, perfeccioná ndoles. Esta noche me
diste mi primera victoria. Mi tío nunca soñ ó que serías este tipo de ventaja para
mí. Si lo hubiera hecho, nunca habría permitido que cabalgaras fuera del palacio.

Podía ver en los ojos de Laurent, oír en sus palabras, una pregunta que no
quería responder. Solo dijo:

—Debería ir a ayudar con las reparaciones.

Se apartó del á rbol. Sintió un mareo extrañ o, una sensació n de


desplazamiento y, para su sorpresa la mano de Laurent clavá ndose en su brazo
le impidió moverse. Bajó la vista hacia él. Pensó por un extrañ o momento que
era la primera vez que Laurent lo había tocado, aunque, naturalmente, no era un
toque tan íntimo como el aleteo de los labios de Laurent contra sus dedos, la
picadura de Laurent golpeando su cara, o la presió n del cuerpo de Laurent en un
espacio reducido.

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—Deja las reparaciones —dijo con voz suave—. Duerme un poco.

—Estoy bien —replicó Damen.

—Es una orden —insistió Laurent.

É l estaba bien, pero no tenía má s remedio que hacer lo que le dijeran, y


cuando cayó en su jergó n de esclavo y cerró los ojos por primera vez en dos
largos días y noches, el sueñ o vino allí, pesado e inmediato, derribá ndole má s
allá de la nueva y extrañ a sensació n en su pecho hasta el olvido.

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CAPÍTULO NUEVE

—Entonces —Damen oyó que Lazar decía a Jord—: ¿Qué se siente el tener
a un aristó crata chupá ndote la polla?

Fue la noche posterior a la caída de rocas en Nesson, y estaban un día má s


al sur. Habían emprendido el viaje temprano, después de evaluar los dañ os y la
reparació n de los carros. Ahora, Damen estaba sentado junto a varios de los
hombres, tumbado en una de las fogatas, disfrutando de un momento de
descanso. Aimeric, cuya aparició n había provocado la pregunta de Lazar, había
llegado para sentarse al lado de Jord. Devolvió una mirada plana a Lazar.

—Fantá stico —dijo el joven.

«Bien por ti», pensó Damen. La boca de Jord se arqueó un poco, pero
levantó su copa y bebió sin decir nada.

—¿Qué se siente tener a un príncipe chupá ndote la polla? —dijo Aimeric y


Damen constató que la atenció n de todo el mundo estaba sobre él.

—No lo estoy jodiendo —dijo con deliberada crudeza. Era, quizá s, la


enésima vez que lo había dicho desde que se unió a la tropa de Laurent. Sus
palabras eran firmes, destinadas a cerrar la conversació n. Pero por supuesto que
no lo logró .

—Esa —dijo Lazar— es una boca que me encantaría reprender


severamente. Un día suyo dando ó rdenes, y le cerraría la boca, al final de todo.

Jord dio un resoplido.

—Te lanzaría una mirada, y te mearías en los pantalones.

Rochert estuvo de acuerdo.

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—Sí. No podría levantarla. Ves a una pantera abrir sus mandíbulas, y no
sacas tu polla.

Ese era el consenso, con una disputa que los dividía:

—Si él es frígido y no jode, no habría nada divertido en ello. Una virgen de


sangre fría hace que la cabalgata sea pésima.

—Entonces, nunca has tenido una. Los que son fríos exteriormente son las
má s calientes una vez que consigues entrar.

—Has servido con él durante mucho tiempo —dijo Aimeric a Jord—.


¿Realmente nunca ha tenido un amante? Debe haber tenido pretendientes.
Seguramente, alguno de ellos habló .

—¿Quieres chismes de la Corte? —preguntó Jord, pareciendo divertido.

—Apenas llegué al norte a principios de este añ o. Viví en Fortaine antes de


eso, toda mi vida. No oíamos nada allí, excepto sobre las redadas, y las
reparaciones del muro, y el nú mero de hijos que mis hermanos iban a tener. —
Era su manera de decir «sí».

—Ha tenido pretendientes —dijo Jord—. Solo que nadie logró meterlo en
la cama. No es por falta de intentos. ¿Crees que es guapo ahora? deberías haberlo
visto a los quince añ os. Dos veces má s hermoso que Nicaise, y diez veces má s
inteligente. Tratar de tentarlo era un juego que todo el mundo jugaba. Si alguno
de ellos lo hubiera logrado, habrían cantado sobre ello, no se hubieran quedado
tranquilos.

Lazar hizo un sonido amable de incredulidad.

—En serio —dijo a Damen—. ¿Quién pone una pierna por encima, tú o él?

—No está n follando —dijo Rochert—. No cuando el Príncipe destajó su


espalda solo por meterle mano en los bañ os. ¿Tengo razó n?

139
—Tienes razó n —confirmó Damen. Entonces, se levantó , y los dejó en la
fogata.

La compañ ía se encontraba en ó ptimas condiciones después de Nesson.


Los carros fueron reparados, Paschal había curado las heridas, y Laurent no
había sido aplastado por una roca. Má s que eso. El estado de á nimo de la noche
anterior había continuado durante el día; la adversidad había unido a estos
hombres. Incluso Aimeric y Lazar estaban llevá ndose bien. Hasta cierto punto.

Nadie mencionó a Orlant, ni siquiera Jord y Rochert, que habían sido sus
amigos.

Las piezas estaban todas listas. Llegarían intactas a la frontera. Seguiría un


ataque, una lucha, al igual que se había producido en Nesson, pero
probablemente má s grande, má s feo. Laurent también sobreviviría, o no, y
después de eso, Damen, habiendo cumplido su obligació n, volvería a Akielos.

Era todo lo que Laurent había pedido.

Damen se detuvo en las afueras del campamento. Apoyó la espalda contra


el tronco de un á rbol torcido. Podía ver la totalidad de las tiendas desde allí.
Podía ver la tienda de Laurent, la lá mpara iluminá ndola y las banderas
agrupadas; era como una granada22, con ricos excesos en su interior.

Damen se había despertado envuelto en la somnolencia aquella mañ ana


con el sonido de un perezoso y divertido:

—Buenos días. No, no necesito nada. —Y luego—: Vístete y preséntate a


Jord. Partimos apenas las reparaciones estén acabadas.

22“pomegranate”: fruto del granado. Fruta tropical de cá scara gruesa no comestible, en cuyo interior hay tabiques que
albergan miles de grá nulos de color encarnado, jugosos y dulces. De su jugo se obtiene la “granadina”.

140
—Buenos días. —Era todo lo que Damen había dicho, después de sentarse
y pasarse la mano por la cara. Se había encontrado sin má s con los ojos de
Laurent, quien ya estaba vestido con sus cueros de montar.

Este había levantado las cejas y dicho:

—¿Quieres que te lleve? Son al menos cinco pasos hasta la puerta de la


tienda.

Damen sintió el só lido y grueso tronco del á rbol en su espalda. Los sonidos
del campamento le llegaban transportados por el fresco aire de la noche: ruidos
de martillazos y las ú ltimas reparaciones, las voces susurrantes de los hombres,
el subir y bajar de los cascos de los caballos contra la tierra. Los hombres
estaban experimentando la camaradería frente a un enemigo comú n, y era
natural que él también la sintiera, o algo similar, después de una noche de
persecuciones y huidas, de pelear junto a Laurent. Era un elixir embriagador,
pero no debía dejarse arrastrar por él. Estaba allí por Akielos, no por Laurent. Su
ú nico deber solo se extendía tan lejos. Tenía su propia guerra, su propio país, su
propia lucha.

El primero de los mensajeros llegó a la mañ ana siguiente, solucionando, al


menos, un misterio.

Desde que salieron del palacio, Laurent había recibido y enviado emisarios
en un flujo constante. Algunas aburridas misivas de la nobleza local vereciana
ofreciendo reabastecimiento u hospitalidad. Algunos exploradores o mensajeros
portando informació n. Incluso esa misma mañ ana, Laurent había enviado a un
hombre al galope de regreso a Nesson con el dinero y las gracias para
recompensar a Charls por su caballo.

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Sin embargo, aquel jinete no se parecía a los otros. Vestido de cuero, sin
ninguna señ al de blasó n o librea, montando un buen pero sin adornos, caballo; y,
lo má s sorprendente de todo, al retirar hacia atrá s el pesado manto, era una
mujer.

—Que la traigan a mi tienda —ordenó Laurent—. El esclavo actuará como


Chaperó n23.

«Chaperón». La mujer, que tal vez tuviera cuarenta añ os y tenía una cara
como un despeñ adero, no parecía en absoluto afectuosa. Pero la aversió n
vereciana por la bastardía y el acto que la engendraba era tan fuerte, que
Laurent no podía hablar con ninguna mujer en privado sin chaperones.

Dentro de la tienda, la mujer hizo una reverencia, ofreciendo un regalo


envuelto en tela. Laurent hizo una señ al con la cabeza para que Damen tomara el
paquete y lo colocara sobre la mesa.

—Levá ntate —dijo, dirigiéndose a ella en un dialecto vaskiano.

Hablaron brevemente, un constante ir y venir. Damen hizo todo lo posible


por seguirlos. Atrapaba alguna palabra aquí y allá . «Seguridad». «Pasaje».
«Líder». Podía hablar y comprender el idioma culto hablado en la corte de la
emperatriz, pero este era el dialecto usual de Ver-Vassel, descompuesto en argot
de montañ a, y no podía entenderlo.

—Puedes abrirlo si quieres —dijo Laurent a Damen cuando estuvieron


otra vez solos en la tienda. El paquete envuelto en tela resaltaba sobre la mesa.

«En recuerdo de vuestra mañana con nosotros. Y para la próxima vez que
necesitéis un disfraz». Damen leyó el mensaje en el pergamino que aleteaba fuera
del paquete.

23Chaperó n o Carabina. Persona adulta que actuaba de acompañ ante de las señ oritas solteras para que no estuvieran solas y
nadie pudiera dudar de su buena reputació n.

142
Con curiosidad, desenvolvió otra capa de tela para revelar má s tela aú n:
azul y adornada, que se derramó sobre sus manos. El vestido le resultaba
conocido. La ú ltima vez que Damen lo había visto estaba abierto y arrastrando
los cordones, usado por una rubia; recordó sentir la ornamentació n bordada
bajo sus manos; ella había estado parcialmente sobre su regazo.

—Volvisteis al burdel —acusó Damen. Y entonces las palabras «la próxima


vez» le sacudieron en el hombro—. ¿No lo usasteis…?

Laurent se recostó en la silla. Su mirada fría no respondió específicamente


a la pregunta.

—Fue una mañ ana interesante. No suelo tener la oportunidad de disfrutar


de ese tipo de compañ ía. Sabes que a mi tío no le gustan.

—¿Las prostitutas? —preguntó Damen.

—Las mujeres —dijo Laurent.

—Se le debe hacer difícil negociar con el Imperio Vaskiano.

—Vannis es nuestra delegada. É l la necesita, y le fastidia necesitarla, y ella


lo sabe —dijo Laurent.

—Ya han pasado dos días —recordó Damen—. La noticia de que habéis
sobrevivido a Nesson no ha llegado hasta él todavía.

—Esta no era su jugada final —afirmó Laurent—. Esa ocurrirá en la


frontera.

—¿Sabéis qué haría yo? —preguntó Damen.

—Sé lo que haría yo —expuso Laurent.

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El paisaje empezó a cambiar a su alrededor.

Los municipios y pueblos por los que pasaban, moteando las colinas,
adquirieron un aspecto diferente: tejados largos bajos y otras sugerencias
arquitectó nicas eran inconfundiblemente vaskianas. La influencia del comercio
con Vask era má s fuerte de lo que Damen había creído. «Y ahora es verano» le
dijo Jord. Las vías comerciales prosperaban en los meses má s cá lidos, secá ndose
en invierno.

—Ademá s los clanes de la montañ a cabalgan estas colinas —comentó Jord


— y hay comercio con ellos también. Aunque a veces solo toman las cosas. Todo
el mundo que cabalga por este tramo de la carretera lleva guardias.

Los días eran cada vez má s cá lidos y las noches eran má s calientes,
también. Viajaron al sur, haciendo constantes progresos. Eran una columna
ordenada ahora, los jinetes de la cabecera limpiaban eficientemente el camino,
guiando a los ocasionales carros a un lado del camino para dejarles pasar.
Estuvieron dos días en las afueras de Acquitart y las personas en aquella regió n
reconocían a su Príncipe y, a veces, se colocaban al borde de los caminos,
saludá ndolo con expresiones cá lidas y felices, que no era la forma habitual en
que, cualquiera que conociera a Laurent, le saludara.

Esperó hasta que Jord estuvo solo y se acercó a él, sentá ndose a su lado en
uno de los troncos arrimados cerca del fuego.

—¿Realmente has sido miembro de la Guardia del Príncipe durante cinco


añ os? —preguntó Damen.

—Sí —dijo Jord.

—¿Es ese el tiempo que hace que conocías a Orlant?

—Má s tiempo —dijo Jord, después de una pausa. Damen pensaba que era
todo lo que iba a decir, pero—: Esto ya ocurrió antes. El Príncipe tuvo que

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expulsar a hombres de su Guardia otras veces, quiero decir, por espiar para su
tío. Pensé estar acostumbrado a la idea de que el dinero triunfa sobre la lealtad.

—Lo siento. Es difícil cuando es alguien que conoces… un amigo.

—Procuró molestarte aquella vez —recordó Jord—. Probablemente pensó


que contigo fuera del camino sería má s fá cil llegar al Príncipe.

—Me preguntaba sobre eso —confesó Damen.

Hubo otra pausa.

—No creo que me diera cuenta hasta la otra noche de que se trataba de un
juego a muerte —dijo el capitá n—. No creo que ni siquiera la mitad de los
hombres se hubieran dado cuenta de ello. É l lo sabía, sin embargo, durante todo
este tiempo. —Jord señ aló con el mentó n en direcció n a la tienda de Laurent.

Eso era verdad. Damen contempló la tienda.

—É l se ciñ e a un estricto consejo. No debes culparle por eso.

—No lo hago. Yo no lucharía bajo ninguna otra persona. Si hay algú n ser
vivo que pueda dar un golpe que haga sangrar la nariz del Regente, ese es él. Y si
él no puede… ahora estoy lo suficiente enfadado como para estar bien contento
de ir a pelear —dijo Jord.

La segunda mujer vaskiana llegó cabalgando al campamento la noche


siguiente, y esta no vino a entregar un vestido.

A Damen se le dio un inventario de artículos que debía recolectar de los


carros, envolver en pañ os y colocar en las alforjas de la mujer: tres finos tazones
para beber con detalles en plata, un cofre lleno de especias, rollos de sedas, una
colecció n de joyas femeninas y peines finamente tallados.

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—¿Qué es esto?

—Regalos —enunció Laurent.

—O sea, «sobornos» —dijo, má s tarde, frunciendo el ceñ o.

Sabía que Vere estaba en mejores relaciones con los habitantes de las
montañ as que Akielos o incluso, que Patras. Si creía a Nikandros, Vere mantenía
estas relaciones a través de un elaborado sistema de retribuciones y sobornos. A
cambio de la financiació n de Vere, los vaskianos irrumpían donde se les dijera.
Probablemente fuera exactamente así, pensó Damen, rastrillando con los ojos los
paquetes. En realidad, si los sobornos que emanaban del tío de Laurent eran así
de generosos, podrían comprar suficientes incursiones para someter a
Nikandros para siempre.

Damen observó a la mujer aceptar una gran fortuna en plata y joyas.


«Seguridad». «Pasaje». «Líder». Las mismas palabras fueron intercambiadas
muchas veces.

Damen estaba empezando a sospechar que la primera mujer no había


venido solo a entregar un vestido, tampoco.

La siguiente noche, en la soledad de la tienda, Laurent dijo:

—Mientras nos acercamos a la frontera, creo que sería má s seguro, má s


privado, mantener nuestras discusiones en tu idioma má s que en el mío.

Lo dijo con una cuidadosa pronunciació n akielense.

Damen se lo quedó mirando, sintiendo como si el mundo se hubiera


movido.

—¿Qué pasa? —preguntó Laurent.

—Bonito acento —mencionó Damen, pues a pesar de todo, la comisura de


su boca había comenzando a curvarse hacia arriba sin poder detenerla.

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Los ojos de Laurent se estrecharon.

—Queréis decir en caso de espías —confirmó Damen, sobre todo para ver
si Laurent conocía la palabra «Espías».

—Sí. —Con seguridad.

Y así hablaron. El vocabulario de Laurent llegaba a sus límites cuando se


trataba de términos militares y maniobras, pero Damen rellenó los huecos. No
era, por supuesto, nada sorprendente descubrir que Laurent tenía un arsenal
bien abastecido de frases elegantes y observaciones maliciosas, pero que no
pudiera hablar en detalle sobre ninguna cosa con sensibilidad.

Damen tuvo que recordarse a sí mismo no sonreír. No sabía por qué


escuchar a Laurent hablar cuidadosamente la lengua akielense lo ponía de buen
humor, pero lo hacía. Laurent, efectivamente, tenía un pronunciado acento
vereciano, que suavizaba y borraba consonantes mientras, por otro lado, le
añ adía cadencia al poner el énfasis en sílabas inesperadas. Transformaba las
palabras akielenses, les daba un toque exó tico, de suntuosidad que era muy
vereciana, aunque ese efecto era al menos parcialmente combatido por la
precisió n del habla de Laurent. Este hablaba akielense como un hombre
quisquilloso recogería un sucio pañ uelo, escrupulosamente entre el dedo pulgar
y el índice.

Por su parte, la posibilidad de expresarse libremente en su propio idioma


era como quitarse un peso de encima de los hombros que no se había dado
cuenta que llevaba. Ya era tarde cuando Laurent hizo un alto en la discusió n,
alejando de sí mismo un vaso de agua a medio beber, y estirá ndose.

—Hemos terminado por esta noche. Ven aquí y atiéndeme.

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Esas palabras sacudieron todo en su cabeza. Damen se levantó ,
lentamente. Acatar la orden se sintió má s servil al ser emitida en su propio
idioma.

Se encontró con la ya familiar visió n de los rectos hombros que disminuían


hasta una cintura estrecha. Estaba acostumbrado a quitarle a Laurent su
armadura, su ropa exterior. Era un habitual ritual nocturno entre ellos. Damen
dio un paso adelante y puso sus manos en la tela por encima de los omó platos de
Laurent.

—¿Y bien? Comienza —urgió Laurent.

—No creo que necesitemos usar un lenguaje privado para esto —dijo.

—¿No te gusta?

É l sabía que no debía decir lo que le gustaba o no. Que la voz de Laurent se
interesara aú n mínimamente en su malestar, siempre era peligroso. Todavía
estaban hablando en akielense.

—Tal vez si yo fuera má s auténtico —añ adió Laurent—. ¿Có mo ordena un


propietario a un esclavo sexual en Akielos? Enséñ ame.

Los dedos de Damen se enredaron en los cordones; estaban aú n sobre el


primer trozo de la camisa blanca.

—¿Enseñ aros có mo dirigir a un esclavo de cama?

—Dijiste en Nesson que habías usado esclavos —dijo Laurent—. ¿No crees
que debería saber las palabras?

Obligó a sus manos a moverse.

—Si sois dueñ o de un esclavo, podéis ordenarle a vuestro gusto.

—No he encontrado que necesariamente sea el caso.

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—Yo preferiría que Vos me hablarais como a un hombre. —Se oyó decir.
Laurent se giró bajo sus manos.

—Desata el frente —dijo Laurent.

Lo hizo. Empujó la chaqueta de los hombros de Laurent, moviéndose hacia


adelante para hacerlo. Sus manos se deslizaron dentro de la prenda. Sintió , má s
que oyó , el cambio de voz en el espacio íntimo.

—Pero si preferís…

—Da un paso atrá s —ordenó Laurent.

Dio un paso atrá s. Laurent, en camisa, parecía má s él mismo; elegante,


controlado y peligroso.

Se miraron el uno al otro.

—A menos que necesitéis cualquier cosa —se oyó decir—, voy a traer un
poco má s de carbó n para el brasero.

—Ve —dijo Laurent.

Llegó la mañ ana. El cielo era de un alarmante tono azul. El sol brillaba y
todo el mundo iba vestido solo con pieles de cuero para el viaje. Era mejor que la
armadura, que al mediodía los hubiera cocido. Damen sostenía una brazada de
guarniciones mientras hablaba con Lazar sobre el itinerario del día cuando vio a
Laurent al otro lado del campamento. Mientras observaba, Laurent se subió a la
silla y se sentó erguido, con las riendas en una mano enguantada.

La pasada noche, había atendido el brasero y realizado todos sus


quehaceres, y luego se había ido cerca del arroyo para lavarse. La corriente
corría fresca y clara sobre bancos de guijarros, pero no fluía peligrosamente
rá pido; sino que se profundizaba en el centro. A pesar de la falta de luz, dos de

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los sirvientes todavía estaban aporreando ropa24 que con aquel clima, por la
mañ ana ya estaría seca. El agua era vigorizantemente fresca en la noche cá lida.
Había sumergido la cabeza y la había dejado correr sobre pecho y hombros,
luego se había frotado y chapoteado y escurrido el agua de su cabello.

A su lado, Lazar estaba diciendo:

—Es un día de viaje a Acquitart y Jord dice que es la ú ltima parada antes
de Ravenel. ¿Sabes si…?

Laurent estaba bien construido y era inteligente, y Damen era un hombre


como los demá s hombres. La mitad de los soldados en aquel campamento
querían a Laurent debajo de ellos. Que su cuerpo reaccionara era algo normal,
como lo había sido, sin duda, en la posada. Cualquier hombre se habría excitado
con Laurent jugando a la mascota sobre su regazo. Incluso conociendo lo que
estaba bajo el pendiente.

—Está bien. —Oyó decir a Lazar.

Había olvidado que Lazar estaba allí. Después de un largo momento,


apartó los ojos de Laurent y volvió a mirar a Lazar, quien lo miraba con una má s
bien seca, pero comprensiva sonrisa, arqueando la comisura de su boca.

—¿Está bien qué? —preguntó Damen.

—Está bien, no le está s follando —dijo Lazar.

24 Por si alguien no lo sabe, antes de que hubiera servicio de agua en los hogares, la ropa se llevaba a lavar a ríos, arroyos,
lagos, etc. Y el lavado se realizaba mojando, estrujando y golpeando las telas contra las piedras para quitarles la suciedad.

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CAPÍTULO DIEZ

—Bienvenido a mi casa ancestral —dijo Laurent, secamente.

Damen lo miró de reojo, y luego dejó que sus ojos se fijaran en las paredes
desgastadas de Acquitart.

«Ninguna tropa y poca importancia estratégica», fueron las palabras que


Laurent había usado para describir a la Corte de Acquitart, el día que el Regente
le había despojado de todas sus posesiones, excepto ésta.

Acquitart era pequeñ a y antigua, y el pueblo adjunto a ella era un racimo


de casas de piedra empobrecidas, adheridas a la base de la fortaleza interior. No
había tierra disponible aquí para la agricultura, y la caza podría proporcionar
solo un par de gamuzas25 encaramadas sobre las rocas, que desaparecerían
brincando cuesta arriba, donde un caballo no podía seguirlas, a la menor
aproximació n de un hombre.

Y, sin embargo, al aproximarse no estaba mal cuidada. Las barracas


estaban en buen estado, y también lo estaba el patio interior, y había suministro
de alimentos, armas y materiales para reemplazar los carros dañ ados.
Dondequiera que mirase, Damen veía evidencia de planificació n. Esas
provisiones no provenían de Acquitart o sus alrededores, habían sido traídas de
otros lugares, como preparació n para la llegada de los hombres de Laurent.

El vigilante se llamaba Arnoul, un anciano que tomó el mando de los


sirvientes y los carros, y comenzó a dirigir a todo el mundo. Su cara arrugada se
reveló complacida al ver a Laurent. Luego se retrajo cuando vio a Damen.

25Gamuza: mamífero rumiante parecido al antílope, de pelaje pardo, astas negras lisas, dobladas hacia atrá s en forma de
gancho, y patas fuertes con las que realiza enormes saltos. También se llama rebeco.

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—Vuestro tío dijo que no podía quitaros Acquitart —recordó Damen—.
¿Por qué es eso?

—Es un gobierno independiente. Lo cual es absurdo. En un mapa, es una


mota. Pero yo soy el Príncipe de Acquitart, así como el Príncipe de Vere, y segú n
las leyes de Acquitart, no necesito tener veintiú n añ os para heredar. Es mía. No
hay nada que mi tío pueda hacer para quitá rmela —dijo Laurent. Y luego añ adió
—: Supongo que podría invadir. —Y luego—: Sus hombres pueden luchar con
Arnoul en el hueco de la escalera.

—Arnoul parece tener sentimientos encontrados acerca de que nos


alojemos aquí —dijo Damen.

—No nos quedaremos aquí. No esta noche. Tú vas a reunirte conmigo en


los establos después de que oscurezca, cuando hayan terminado todas tus tareas
habituales. Discretamente —dijo Laurent. Lo dijo en akielense.

Estaba oscuro cuando Damen terminó sus quehaceres. A los hombres que
normalmente se ocupaban de los suministros, los carros y los caballos se les
había dado la noche libre, y a los soldados se les había dado también permiso
para divertirse. Habían abierto barriles de vino y los cuarteles eran un animado
lugar para pasar esa noche. Ningú n centinela estaba apostado cerca de los
establos, o hacia el este.

Estaba doblando una esquina de la torre, cuando oyó voces. La orden de


Laurent de que fuera discreto le detuvo de anunciarse él mismo.

—Estaría má s có modo durmiendo en los cuarteles —escuchó decir a Jord.

Lo vio siendo llevado de la mano por un Aimeric de aspecto resuelto. Jord


tenía la misma ligera torpeza para alojarse en las cá maras de un aristó crata que
Aimeric tenía cuando intentaba maldecir.

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—Eso es porque nunca has dormido en una residencia Real de la torre
antes —dijo Aimeric—. Prometo que será mucho má s có moda que una tienda o
un colchó n apelmazado en una posada. Y ademá s… —dejó caer su voz,
acercá ndose má s a Jord pero las palabras todavía fueron audibles—. Realmente
quiero que me folles en una cama.

Jord dijo:

—Ven aquí, entonces.

Y lo besó , un largo y lento beso con su mano ahuecando la cabeza de


Aimeric. El joven fue atractivamente flexible, entregá ndose al beso; sus brazos
enroscá ndose alrededor del cuello de Jord, su naturaleza hostil era una que, por
lo que se veía, no se ejercía entre las sá banas. Jord, al parecer, sacaba lo mejor de
él.

Estaban ocupados, al igual que los sirvientes, al igual que los soldados en
los cuarteles. Todo el mundo en Acquitart estaba ocupado.

Damen se deslizó má s allá , y se dirigió a los establos.

Fue má s discreto y mejor planeado que la ú ltima vez que habían dejado el
campamento juntos, esa lecció n fue aprendida de la manera difícil. Todavía
inquietaba a Damen separarse de la tropa, pero había poco que pudiera hacer al
respecto. Llegó a la tranquilidad de los establos; en medio de apagados relinchos
y movimientos de paja se encontró con que Laurent había ensillado los caballos
mientras esperaba. Cabalgaron hacia el este.

El sonido de las cigarras zumbaba a su alrededor; era una noche caliente.


Dejaron los sonidos de Acquitart detrá s de ellos, y la luz, y se encaminaron bajo
el cielo nocturno. Al igual que en Nesson, Laurent sabía a dó nde se dirigía,
incluso en la oscuridad.

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Entonces, se detuvo. Estaban respaldados por las montañ as, rodeados de
precipicios de piedra.

—¿Lo ves? Existe en realidad un lugar con má s necesidad de reparació n


que Acquitart —dijo Laurent.

Se veía como una fortaleza imponente, pero la luna brillaba limpia a través
de sus arcos, y sus paredes eran de alturas inconsistentes, y se apagaban en
algunos lugares, desmoroná ndose en la nada. Era una ruina, una construcció n
una vez grandiosa que ahora no era má s que piedras y una ocasional pared
arqueada. Todo lo que se conservaba eran enredaderas y cubiertas de musgo.
Era má s antigua que Acquitart, muy vieja, construida por algú n gran potentado
antes de la dinastía de Laurent, o de la suya propia. El suelo estaba cubierto de
una flor que brotaba de noche, negra de cinco pétalos, abierta solo para liberar
su aroma.

Laurent se bajó de la silla y llevó su caballo hasta uno de los viejos


salientes de piedra, atá ndolo allí. Damen hizo lo mismo, luego siguió a Laurent a
través de uno de los arcos de piedra.

Aquel lugar lo estaba poniendo inquieto, un recordatorio de la facilidad


con la que se podía perder un reino.

—¿Qué estamos haciendo aquí?

Laurent había caminado unos pasos desde la arcada, aplastando flores


bajo sus pies. Luego se apoyó contra una de las piedras destrozadas.

—Solía venir aquí cuando era má s joven —dijo Laurent—, con mi


hermano.

Damen se quedó inmó vil, congelá ndose de frío, pero en el momento


siguiente, el sonido de cascos le hizo volverse, su espada salió silbando de su
vaina.

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—No. Las estoy esperando —lo detuvo Laurent.

Eran mujeres.

Algunos hombres, también. El dialecto vaskiano era má s difícil de


entender cuando había má s de una voz a la vez, hablando con rapidez.

Damen fue despojado de la espada, también lo fue del cuchillo de su


cinturó n. No le gustaba. En absoluto. A Laurent se le permitió mantener sus
propias armas, tal vez debido a su condició n de Príncipe. Cuando Damen miró a
su alrededor, solo las mujeres estaban armadas.

Y entonces Laurent dijo algo que le gustó aú n menos:

—No se nos permite ver el camino a su campamento. Nos llevará n allí con
los ojos vendados.

«Con los ojos vendados». Apenas tuvo tiempo de asimilar la idea antes de
que Laurent asintiera a la mujer má s cercana. Damen vio la venda deslizarse y
ser atada sobre los ojos de Laurent. La imagen aturdió un poco a Damen. La
venda cubría los ojos de Laurent pero destacaba sus otras características, la
línea despejada de su mandíbula, la caída de su pelo claro. Era imposible no
mirar su boca.

Un momento después, sintió que una venda se deslizaba sobre sus propios
ojos y era atada con un fuerte tiró n. Su visió n se extinguió .

Fueron llevados a pie. No fue un elaborado y serpenteante camino


engañ oso, tal como cuando había caminado con los ojos vendados por el palacio
de Arles. Simplemente viajaron a su destino. Caminaron durante alrededor de
media hora, antes de escuchar el sonido de los tambores, bajos y constantes,
cada vez má s fuerte. La venda se sentía má s como un requerimiento de sumisió n

155
que como una medida de precaució n, porque parecía muy sencillo delinear sus
pasos; para ambos: para un hombre como él, debido a su entrenamiento militar,
y probablemente también para la mente matemá tica de Laurent.

El campamento, cuando la venda fue quitada, se componía de largas


tiendas de cuero endurecido, caballos atados, y dos fogatas encendidas. Había
figuras que se movían alrededor de las hogueras, y vieron los tambores, el
sonido haciendo eco en la noche. Parecía animado, un poco salvaje.

Damen se volvió hacia Laurent:

—¿Aquí es donde vamos a pasar la noche?

—Es una señ al de confianza —dijo Laurent—. ¿Conoces su cultura? De


alimentos y bebidas, acepta cualquier cosa que se te ofrezca. La mujer a tu lado
es Kashel, ha sido nombrada tu asistente. La mujer en el estrado se llama Halvik.
Cuando seas presentado a ella, ponte de rodillas. Entonces podrá s sentarte en el
suelo. No me acompañ es al estrado.

Pensó que habían demostrado suficiente confianza al venir aquí solos, con
los ojos vendados, sin armas.

El estrado era una estructura de madera cubierta de pieles establecida


junto al fuego. Era mitad trono, mitad cama. Halvik estaba sentada sobre él,
contemplando su acercamiento con los mismos ojos negros que Damen
recordaba de Arnoul.

Laurent tranquilamente subió al estrado y se acomodó en una lá nguida


posició n semiacostada junto a Halvik.

Damen, por el contrario, permaneció postrado de rodillas, y un momento


después se retiró a un lado de la tarima, y fue obligado a sentarse. Al menos
había pieles donde sentarse amontonadas en torno al fuego. Y luego vino Kashel
a sentarse a su lado. Ella le ofreció una copa.

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Todavía estaba molesto, pero recordó el consejo de Laurent. Atrajo la copa
a sus labios con cautela. El líquido era de color blanco lechoso y á spero con un
toque de alcohol; un sorbo superficial y sintió fuego caliente correr por su
garganta hasta sus venas.

En el estrado, vio a Laurent descartar una copa similar cuando se le


ofreció , a pesar de los consejos que acababa de dar a Damen.

Por supuesto. Por supuesto Laurent no iba a beber. Laurent se rodeaba de


los opulentos excesos de la Corte y habitaba entre ellos como un asceta 26. Iba
má s allá de la comprensió n de Damen el porqué alguien podría pensar que
estaban jodiendo. Nadie creía que a Laurent nunca se le ocurriera pensar en eso.

Damen vació el vaso.

Vieron una exhibició n de lucha —lucha libre— y la mujer que ganó era
muy buena sometiendo a su oponente con un prá ctico agarró n, y el combate, de
hecho, fue digno de ver.

Decidió , después de la tercera copa, que le gustaba la bebida.

Era fuerte y vigorizante, y se encontró a sí mismo revalorando a Kashel,


quien rellenaba su copa. Ella era de una edad similar a Laurent, y era atractiva,
de cuerpo maduro y adulto. Tenía ojos marrones cá lidos que lo miraban a través
de sus largas pestañ as. Llevaba el pelo recogido en una trenza larga y negra que
serpenteaba por encima de su hombro con la punta apoyada sobre el firme
montículo de un seno.

Tal vez no fuera algo tan terrible el haber venido aquí, pensó . Esta era una
cultura honesta, las mujeres aquí eran francas, y la comida era sencilla pero
abundante; buen pan y carnes asadas.
26 Persona que practica el ascetismo. Segú n esta doctrina, la liberació n del espíritu y la virtud solo pueden conseguirse
rechazando todos los placeres mundanos y carnales e intentando ejercer el máximo dominio sobre los deseos y las pasiones.
Por eso, los ascetas llevan una vida extremadamente austera, sin disfrutar de bienes, personas, sentimientos, placeres, etc. de
origen mundano. La doctrina surgió en la antigua Grecia pero fue retomada por diferentes corrientes místicas a lo largo de la
historia.

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Laurent y Halvik se dedicaron a hablar. Sus opiniones encontradas tenían
el ritmo de una negociació n esforzada. La mirada pétrea de Halvik era devuelta
por la impasible mirada azul de Laurent. Era como ver una piedra negociando
con otra.

Volvió su atenció n lejos del estrado, y se permitió disfrutar, en su lugar, del


abierto intercambio con Kashel que logró sin lenguaje, con una serie de largas y
persistentes miradas. Cuando ella tomó la copa de sus manos, sus dedos se
deslizaron juntos.

Se levantó y se dirigió hacia el estrado, murmurando algo al oído de


Halvik.

Halvik se echó hacia atrá s, y su atenció n se fijó en Damen. Habló unas


palabras a Laurent, quien también se volvió hacia Damen.

—Halvik te consulta, respetuosamente, si vas a realizar un servicio para


sus hijas —le dijo Laurent en vereciano.

—¿Qué servicio?

—El servicio tradicional —explicó Laurent— que las mujeres vaskianas


reclaman del macho dominante.

—Soy un esclavo. Me situá is por encima.

—No es una cuestió n de grado.

Fue Halvik quien respondió , con un fuerte acento vereciano.

—É l es má s pequeñ o, y tiene la lengua de una ramera sofisticada. Su


semilla no producirá mujeres fuertes.

Laurent pareció completamente imperturbable por su descripció n.

—De hecho, de mi línea de sangre no salen niñ as en absoluto.

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Damen estaba viendo a Kashel mientras se dirigía de regreso hacia él
desde el estrado. Podía oír el sonido de los tambores de la otra fogata, un bajo,
constante zumbido.

―¿Es… está is ordená ndome que haga esto?

—¿Necesitas ó rdenes? —preguntó Laurent—. Puedo darte instrucciones,


si careces de la pericia.

Kashel lo miraba con intensidad abierta mientras se acercaba para


sentarse de nuevo a su lado. Su tú nica se había abierto un poco, y se deslizó
hacia abajo sobre un hombro, por lo que parecía que solo la curva de su seno la
sostenía en alto. Su pecho subía y bajaba con la respiració n.

—Bésala —dijo Laurent.

No necesitaba que Laurent le dijera qué hacer o có mo hacerlo, y demostró


eso con un largo y deliberado beso. Kashel hizo un dulce y sumiso sonido, sus
dedos ya seguían el camino que sus ojos habían recorrido un momento antes.
Sus manos se deslizaron hacia su tú nica y se ajustaron casi rodeando en su
totalidad la pequeñ a cintura.

—Podéis decir a Halvik que sería un honor para mí yacer con una de sus
hijas —murmuró Damen cuando retrocedió , su voz ronca de placer. Su pulgar
rozó la boca de Kashel, y ella lo probó con la lengua. Ambos respiraban
expectantes.

—Un macho es má s feliz cuando monta una manada. —Oyó la voz de


Halvik, hablando a Laurent en vereciano—. Venid, continuemos nuestra
negociació n lejos del acoplamiento en el fuego. Os será devuelto cuando acabe.

Fue consciente de la partida de Laurent y Halvik, pero fue má s consciente


de la presencia de otras parejas dirigiéndose a las pieles alrededor del fuego, una

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conciencia periférica parpadeante que quedó sumida en su deseo por Kashel, ya
que sus cuerpos se preparaban para la misma tarea.

Fue una caliente y feroz unió n, la primera vez. Ella era una buena mujer
joven y bien formada, y encajó en él con una intensidad que se exhibía en su risa
al tironear de la ropa; había pasado mucho tiempo desde que había disfrutado
de un libre y desinhibido intercambio de placer. Ella era má s há bil en quitar la
ropa vereciana de lo que él había sido la primera vez. O má s decidida. Era muy
decidida. Rodó encima de él cerca del impetuoso y estremecedor clímax, dejando
caer la cabeza para que su cabello, aflojado de su trenza, colgara hacia abajo y se
bamboleara con sus movimientos, encerrá ndoles a ambos como un cortinado.

La segunda vez, la encontró má s dulce, apacible y dispuesta a ser


explorada, y la excitó hasta tal punto que llegó a aturdirse con abandonada
pasió n por él, lo cual, má s que ninguna otra cosa, le gustaba.

Má s tarde, ella quedó jadeante y exhausta sobre las pieles, y él se acostó a


su lado, incorporá ndose sobre un codo, mirando hacia abajo a su cuerpo
extendido, apreciá ndolo.

Tal vez hubiera algo en la bebida de color blanco lechoso. Había llegado al
clímax dos veces, pero no estaba hundido en la lasitud. Se estaba sintiendo muy
satisfecho de sí mismo, y pensando que las mujeres vaskianas realmente no
tenían el vigor que se acreditaba de ellas, cuando otra chica vino para hablar con
una voz provocativa a Kashel para luego meterse ella misma entre los brazos
sorprendidos de Damen. Kashel se levantó hasta la posició n sentada de una
espectadora, y le ofreció lo que parecía un alegre estímulo.

Y entonces, cuando ese nuevo reto fue cumplido, mientras los tambores
cercanos al fuego golpeaban rítmicamente en sus oídos, Damen sintió la presió n
de un nuevo cuerpo contra su espalda, y se dio cuenta de que se había sumado
má s de una mujer.

160
Las ropas eran difíciles. Los cordones se le escapaban. Decidió , después de
varios intentos, que no requería su camisa. Centró toda su atenció n en mantener
sus pantalones subidos.

Laurent estaba durmiendo cuando Damen encontró el camino a la tienda


correcta, pero se agitó entre las pieles cuando la puerta de la tienda se abrió , sus
pestañ as doradas aletearon, y luego se levantó . Cuando vio a Damen, se impulsó
él mismo en un brazo y le dio un simple parpadeo con los ojos muy abiertos.

Luego, sin hacer ruido, detrá s de la presió n de una mano, empezó a reír sin
poder detenerse.

Damen dijo:

—Basta. Si me río, tropezaré.

Damen miró de soslayo a una pila de pieles separada cerca de la de


Laurent, a continuació n, hizo su mejor intento: serpenteó , llegó y luego se dejó
caer sobre ella. Aquello se pareció al piná culo del éxito. Se dio la vuelta sobre su
espalda. Estaba sonriendo.

—Halvik tenía un montó n de hijas —dijo.

Las palabras salieron igual que se sentía, saciado y empapado de sexo,


exhausto y feliz. Las pieles eran cá lidas a su alrededor. Estaba felizmente
somnoliento, a pocos minutos del sueñ o.

—Dejad de reíros.

Cuando volvió la cabeza para mirar, Laurent estaba tendido a su lado, la


cabeza apoyada en una mano, mirá ndole, con los ojos brillantes.

—Esto es revelador. Te he visto echar a media docena de hombres a tierra


sin comenzar a sudar.

161
—No en este momento, no podría.

—Puedo ver eso. Quedas relevado de tus deberes regulares por la mañ ana.

—Eso es amable de vuestra parte. No puedo levantarme. Solo descansaré


aquí. ¿O necesitá is algo?

—Oh, ¿có mo lo sabes? —dijo Laurent—. Llévame a la cama.

Damen gimió y se echó a reír, después de todo, un momento antes de que


echara las pieles sobre su cabeza. Oyó un sonido final de diversió n de Laurent, y
eso fue todo lo que escuchó antes de que el sueñ o lo alcanzara y lo reclamara.

El viaje de regreso a través del amanecer fue fá cil y agradable. El cielo


estaba despejado de nubes, y el sol naciente era brillante; iba a ser un día
hermoso. Damen estaba de buen humor y dispuesto a viajar en complacido
silencio. Iba uno al lado del otro, a medio camino de Acquitart antes de que se le
ocurriera preguntar:

—¿Vuestras negociaciones fueron bien?

—Desde luego, obtuvimos una gran cantidad de nuevas buenas


voluntades.

—Deberíais hacer negocios con los vaskianos má s a menudo.

Su alegría brilló en esa declaració n. Se produjo una pausa. Finalmente, y


con una extrañ a vacilació n, Laurent preguntó :

—¿Es diferente a estar con un hombre?

—Sí —dijo Damen.

«Era diferente con cada uno». No lo dijo en voz alta, era evidente. Por un
momento, vio que Laurent estaba a punto de preguntarle algo má s, pero solo

162
siguió observá ndole un largo rato, la mirada estudiá ndolo inconscientemente, y
no dijo nada en absoluto.

Damen preguntó :

—¿Tenéis curiosidad? ¿No se supone que es un tabú ?

—Es un tabú —confirmó Laurent.

Hubo otra pausa.

—Los bastardos maldicen la línea, y vuelven agria la leche, arruinan las


cosechas, y arrastran el sol del cielo. Pero no me molestan. Todas mis peleas son
con hombres de nacimiento legítimo. Probablemente deberías bañ arte —dijo
Laurent— cuando volvamos.

Damen, que estuvo totalmente de acuerdo con esta ú ltima afirmació n, fue
a hacerlo tan pronto como regresaron. Entraron en la habitació n de Laurent por
medio de un pasaje medio oculto que era tan estrecho, que Damen tuvo que
poner un gran esfuerzo en apretujarse en el mismo. Cuando empujó la puerta de
las habitaciones de Laurent y hacia el pasillo, se encontró cara a cara con
Aimeric.

Aimeric se detuvo y miró a Damen. Luego miró la puerta de Laurent. Luego


de vuelta a Damen. Este se dio cuenta de que todavía seguía irradiando su buen
humor, y probablemente su aspecto era como si hubiera jodido toda la noche y
luego se arrastrara a través de un pasaje. Que era lo que en verdad había hecho.

—Llamamos y no hubo respuesta —dijo Aimeric—. Jord envió hombres a


buscarte.

—¿Hay algú n retraso? —dijo Laurent, apareciendo en la puerta.

163
Laurent estaba descaradamente impecable de pies a cabeza; a diferencia
de Damen, parecía fresco y descansado, sin un cabello fuera de lugar. Aimeric
estaba mirando otra vez.

A continuació n, haciendo acopio de toda su concentració n nuevamente,


Aimeric dijo:

—La noticia llegó hace una hora. Ha habido un ataque en la frontera.

164
CAPÍTULO ONCE

Ravenel no fue construido para ser acogedor con los extrañ os. Mientras
cabalgaban a través de las puertas, Damen podía sentir su fuerza y su poder. Si
el extrañ o era un príncipe indolente que estaba honrando la frontera solo
porque había sido aguijoneado y empujado allí por su tío, aquello se ponía aú n
menos acogedor. Los cortesanos que se habían reunido en el estrado sobre el
gran patio de Ravenel tenían el mismo aspecto exterior lú gubre que las
repelentes almenas27 de Ravenel. Si el extrañ o era un akielense, la recepció n era
directamente hostil: cuando Damen siguió a Laurent hasta los escalones del
estrado, la onda de ira y resentimiento ante su presencia fue casi palpable.

Nunca en su vida había pensado que se encontraría de pie dentro de


Ravenel, que el enorme rastrillo28 del castillo se levantaría, que las puertas de
madera maciza serían desatrancadas y se abrieran, permitiéndole pasar dentro
de sus muros. Su padre, Theomedes, le había inculcado el respeto a las grandes
fortalezas verecianas. Theomedes había dado por terminada la campañ a con la
batalla de Marlas; avanzar hacia el norte e intentar tomar Ravenel habría
significado un asedio prolongado y una enorme asignació n de recursos.
Theomedes había sido demasiado prudente para emprender una costosa
campañ a interminable que podría hacerle perder el apoyo de los kyroi,
desestabilizando su reino.

Fortaine y Ravenel habían permanecido intactas: eran las potencias


militares dominantes de la regió n.

Visibles y de gran alcance, requerían que sus contrapartes akielenses


fueran igual y constantemente armadas y aprovisionadas. Eso convertía a la

27Pequeñ as salientes verticales en la parte superior de los castillos-fortaleza en la antigü edad para resguardar a quienes los
defendían ya que funcionaban como parapetos.

28 Verja levadiza que protegía la entrada principal a las antiguas fortalezas.

165
frontera en una tensa marañ a de guarniciones y en la residencia de gran
cantidad de combatientes que no estaban técnicamente en guerra, pero que
nunca habían estado realmente en paz. Demasiados soldados e insuficientes
peleas: tanta violencia congregada no se propagó debido a las incursiones
menores y escaramuzas que cada lado desautorizaba. No se propagó debido a
los desafíos formales y a las peleas oficiales organizadas, con normas, y
refrescos, y espectadores, que ambos lados permitieron para que pudieran
matarse unos a otros alegremente.

Un gobernante prudente querría a un diplomá tico experimentado para


supervisar este tenso enfrentamiento, no a Laurent, que llegaba como una avispa
en una fiesta al aire libre, molestando a todo el mundo.

—Su Alteza. Os está bamos esperando hace dos semanas. Pero nos
alegramos de saber que habéis disfrutado de las posadas de Nesson —dijo Lord
Touars—. Tal vez podamos encontrar algo igual de entretenido para que hagá is
aquí.

Lord Touars de Ravenel tenía los hombros de un soldado y una cicatriz


que iba desde la esquina de un pá rpado hasta debajo de la boca. Miraba a
Laurent fija y descaradamente mientras le hablaba. Junto a él, su hijo mayor,
Thevenin, un pá lido muchacho regordete de quizá nueve añ os, miraba a Laurent
con la misma expresió n.

Detrá s de eso, el resto de la recepció n cortesana de bienvenida


permaneció de pie, inmó vil. Damen podía sentir los ojos sobre él, pesados y
desagradables. Eran hombres y mujeres de frontera, que habían estado luchando
contra Akielos toda la vida. Y cada uno de ellos cargaba con la noticia que habían
escuchado aquella mañ ana: un ataque akielense había destruido el pueblo de
Breteau. Había guerra en el ambiente.

166
—No estoy aquí para ser entretenido; sin embargo, recibí informes del
ataque que cruzó mis fronteras esta mañ ana —dijo Laurent—. Reú ne a los
capitanes y a los consejeros en el gran saló n.

Lo habitual tras la llegada de huéspedes, era que estos descansaran y


cambiaran su ropa de montar, en primer lugar; pero Lord Touars hizo un gesto
de adhesió n, y reunió a los cortesanos para que comenzaran a avanzar hacia el
interior. Damen empezó a retirarse con los soldados pero fue sorprendido con la
orden cortante de Laurent:

—No. Sígueme dentro.

Damen volvió a mirar las paredes protegidas. No era el momento para que
Laurent ejerciera sus instintos tendenciosos. En la entrada a la gran sala un
criado de librea avanzó en su direcció n, y con una leve reverencia, anunció :

—Su Alteza, Lord Touars prefiere que el esclavo akielense no ingrese en la


sala.

—Y yo prefiero que lo haga —fue todo lo que Laurent respondió ,


caminando hacia delante, sin dejar a Damen má s remedio que seguirle.

No fue una bienvenida al pueblo como las que, por lo general, tenían los
príncipes, con desfiles, entretenimientos y banquetes organizados por el Lord.
Laurent había cabalgado a la cabeza de su tropa sin má s espectá culo, aunque la
gente se había acercado a las calles a pesar de todo, estirando el cuello para ver
esa cabeza dorada resplandeciente. Cualquier antipatía que la gente pudiera
haber sentido hacia Laurent había desaparecido en el momento en que lo vieron.
Adoració n extá tica. Había sido así en Arles, en todos los pueblos que habían
atravesado. El príncipe dorado estaba en su mejor momento cuando se veía
desde sesenta pasos, lejos del verdadero alcance de su naturaleza.

167
Desde la entrada, los ojos de Damen se habían fijado en las fortificaciones
de Ravenel. En ese momento, absorbía las dimensiones de la gran sala. Era
enorme, y construida para la defensa, sus puertas eran de dos pisos de altura, un
lugar en el que la totalidad de la tropa podía ser llamada a reunirse para recibir
ó rdenes, y desde la que podían, rá pidamente, ser dirigidas simultá neamente a
todos los puntos de la ciudadela. También podía funcionar como punto de
retirada, si las paredes exteriores fueran forzadas. Viendo las tropas
estacionadas en aquella fortaleza, Damen adivinó que habría tal vez dos mil, en
total. Eran má s que suficientes para aplastar a los contingentes de Laurent de
ciento setenta y cinco caballos. Si hubieran cabalgado hacia una trampa, ya
estarían muertos.

El siguiente hombre que se interpuso en su camino tenía una pieza de


armadura en el hombro y una capa enganchada en ella. La capa era de la calidad
de un aristó crata. El hombre que la llevaba habló .

—Un akielense no tiene lugar en la compañ ía de hombres. Su Alteza


entenderá.

—¿Te pone nervioso mi esclavo? —replicó Laurent—. Puedo entender


eso. Se necesita un hombre para manejarle.

—Sé có mo manejar a los akielenses. Yo no les invito a entrar.

—Este akielense es miembro de mi Casa —dijo Laurent—. Un paso atrá s,


capitán.

El hombre dio un paso atrá s. Laurent se sentó a la cabecera de la larga


mesa de madera. Lord Touars se sentó en la posició n inferior a su derecha.
Damen conocía a algunos de aquellos hombres por su reputació n. El de la pieza
blindada en el hombro y capa era Enguerran, comandante de las tropas de Lord
Touars. Má s abajo en la mesa estaba el asesor Hestal. El hijo de nueve añ os de
edad, Thevenin, se unió a ellos también.

168
A Damen no se le dio asiento. Se quedó de pie detrá s de Laurent y a la
izquierda, y vio entrar a otro hombre, uno que Damen conocía muy bien, aunque
era la primera vez que lo enfrentaba de pie después de haber sido atado en cada
ocasió n.

Era el embajador en Akielos y, ademá s, Consejero del Regente, Señ or de


Fortaine y padre de Aimeric.

—Consejero Guion —saludó Laurent.

Guion no saludó a Laurent, simplemente dejó que el disgusto en su cara se


expusiera claramente a medida que pasaba los ojos má s allá de él, sobre Damen.

—Habéis traído un animal a la mesa. ¿Dó nde está el capitá n que vuestro
tío nombró ?

—Yo clavé mi espada en su hombro, luego lo despojé y expulsé de la


compañ ía —informó Laurent.

Una pausa. El concejal Guion se recompuso.

—¿Vuestro tío fue informado de eso?

—¿De que castré a su perro? Sí. Creo que tenemos cosas má s importantes
de las que hablar.

A medida que el silencio se prolongó , fue el capitá n Enguerran quien


simplemente dijo:

—Está is en lo cierto.

Comenzaron a discutir el ataque.

Damen había oído los primeros informes junto a Laurent, en Acquitart, esa
mañ ana. Los akielenses habían destruido un pueblo vereciano. Eso no era lo que
le había hecho enojar. El ataque akielense era por represalias. El día anterior,

169
una incursió n fronteriza había barrido un pueblo akielense. La familiaridad de
estar enojado con Laurent la había mantenido a través de varios intercambios:

«―Vuestro tío le pagó a mercenarios para que redujeran un pueblo


akielense.

»―Sí.

»―La gente está muerta.

»―Sí.

»―¿Sabíais que esto pasaría?

»―Sí.»

Laurent le había dicho con calma:

«—Sabías que mi tío quería provocar un conflicto en la frontera. ¿Cómo


pensabas que iba a hacerlo?»

Al final de esos intercambios, no había habido nada má s que hacer,


excepto subir a su caballo y cabalgar hasta Ravenel y pasar el viaje con la mirada
fija en la parte posterior de una cabeza dorada que desgraciadamente no era el
culpable de aquellos ataques, sin importar lo mucho que quisiera creer qué así
era.

En esos informes iniciales en Acquitart, no había habido detalles acerca del


tamañ o y alcance de las represalias akielenses. Habían comenzado antes del
amanecer. No había sido un pequeñ o grupo de atacantes, ni había sido un
ataque que trataran de disimular. Había sido una tropa akielense de tamañ o
completo, armada y blindada, reclamando venganza por una incursió n en una de
sus propias aldeas. Cuando salió el sol, habían sido sacrificados varios cientos en
el pueblo de Breteau, entre ellos Adric y Charron, dos miembros de la nobleza
menor que habían desviado su pequeñ o séquito desde un campo distante a una

170
milla aproximadamente, para luchar y proteger a los habitantes del pueblo. Los
asaltantes akielenses provocaron incendios, sacrificaron ganado. Mataron a
hombres y mujeres. Mataron a niñ os.

Fue Laurent quien, al final de la primera ronda del debate, dijo:

—Un pueblo akielense también fue atacado. —Damen lo miró con


sorpresa.

—Hubo un ataque. No fue de tamañ a escala. No fue hecho por nosotros.

—¿Quién lo hizo?

—Invasores, clanes de montañ a, poco importa. Los akielenses buscará n


cualquier excusa para derramar sangre.

—¿Así que no has tratado de averiguar quién es el autor del ataque


original? —preguntó Laurent.

Lord Touars dijo:

—Si lo encontrara, estrecharía su mano y dejaría la vía libre con mi


agradecimiento por sus asesinatos.

Laurent echó la cabeza hacia atrá s en la silla y miró al hijo de Touars,


Thevenin.

—¿Es tan indulgente contigo? —dijo Laurent a Thevenin.

—No —dijo Thevenin, incautamente. Y entonces se sonrojó , al descubrir


los ojos negros de su padre fijos sobre él.

—El Príncipe es suave en su actitud —opinó el Consejero Guion, con los


ojos fijos en Damen—, y no parece que le guste culpar a Akielos por ninguna
fechoría.

171
—No culpo a los insectos por zumbar cuando alguien vuelca su colmena —
replicó Laurent—. Tengo curiosidad por saber quién es el que quiere verme
comprometido.

Otra pausa. La mirada de Lord Touars parpadeó con frialdad observando a


Damen, luego regresó otra vez.

—No vamos a discutir má s sobre esto en presencia de un akielense.


Enviadle fuera.

—Por respeto a Lord Touars, déjanos —ordenó Laurent, sin darse la


vuelta.

Laurent ya había dejado claro su argumento. Ahora tenía má s que ganar


afirmando su autoridad con respecto a Damen. Esa era una reunió n que podría
desatar una guerra, o detenerla, se dijo Damen a sí mismo. Esa era una reunió n
que podría determinar el futuro de Akielos. Damen se inclinó e hizo lo que le
ordenaron.

Una vez fuera, caminó a lo largo de la fortaleza, quitá ndose de encima la


sensació n pegajosa de la telarañ a de política y manipulació n vereciana.

Lord Touars quería una pelea. El Consejero Guion era abiertamente


partidario de la guerra. Trató de no pensar que el futuro de su país ahora se
reducía a Laurent, hablando.

Comprendió que esos Señ ores de frontera eran el corazó n de la facció n del
Regente. Pertenecían a su generació n. Habían pasado los ú ltimos seis añ os
recibiendo sus favores. Y con su tierra en la frontera, ellos tenían má s que
perder con la direcció n incierta de un joven e inexperto príncipe.

172
Mientras caminaba, dejó que sus ojos pasearan por la parte superior de los
muros de la fortaleza. El capitá n de Ravenel los había establecido en formació n
meticulosa. Vio excelentes centinelas apostados y defensas bien organizadas.

—Tú . ¿Qué está s haciendo aquí?

—Soy parte de la Guardia del Príncipe. Regreso al cuartel siguiendo sus


ó rdenes.

—Está s en el lado equivocado de la fortaleza.

Damen dejó que sus cejas se levantaran en una mueca con los ojos
abiertos, y señ aló .

—¿Aquello es el oeste?

El soldado confirmó :

—Eso es el oeste. —Hizo un gesto a uno de los soldados má s cercanos—:


Escolta a este hombre a los cuarteles donde los hombres del Príncipe está n
estacionados. —Inmediatamente después, sintió un firme agarró n sobre su
brazo.

Fue conducido por su guía personal todo el camino hasta la entrada a los
cuarteles, donde fue depositado ante Huet, quien estaba de guardia.

—Evita vagar otra vez.

Huet sonrió .

—¿Perdiste el camino?

—Sí.

La sonrisa continuó .

—¿Demasiado cansado para concentrarse?

173
—No me dieron direcciones.

—Ya veo. —Sonrisa.

Y, por supuesto, allí estaba. Desde lo de Aimeric aquella mañ ana, la


historia se había estado reproduciendo hasta convertirse en un relato muy
particular. Damen había estado recibiendo sonrisas y palmadas en la espalda
durante todo el día. Laurent, por su parte, fue el receptor de miradas
apreciativas, recientemente. Este había ascendido a otra categoría en la estima
de los hombres, ya que ahora entendían que, independientemente de lo que
previamente habían asumido sobre sus há bitos de cama, el Príncipe claramente
había galopado a su bá rbaro esclavo bajo una estricta rienda.

Damen lo ignoró . No era el momento para asuntos triviales.

Jord pareció sorprendido de verlo regresar tan pronto, pero dijo que
Paschal había pedido que le asignaran a alguien, lo cual debería adaptarse a
Damen, ya que el príncipe probablemente estaría toda la noche intentando
poner algo de sentido comú n en las duras cabezas de los Señ ores fronterizos.

Debería haberse dado cuenta, antes de que entrara en la amplia


habitació n, de lo que le habían enviado a hacer.

—¿Jord te envió ? —preguntó Paschal—. Tiene sentido de la ironía.

—Puedo irme —especuló Damen.

—No. Le pregunté por alguien con brazos fuertes. Hierve un poco de agua.

Hirvió el agua y se la llevó a Paschal, quien estaba atareado en el asunto de


atender a los hombres que habían sido heridos.

Damen mantuvo la boca cerrada y simplemente realizó las tareas segú n las
instrucciones de Paschal. Uno de los hombres tenía sus ropas directamente
plegadas sobre una herida en su hombro demasiado cerca del cuello. Damen

174
reconoció el tajo en diagonal descendente como resultado del entrenamiento
akielense para aprovechar las limitaciones de la armadura vereciana.

Paschal hablaba mientras trabajaba.

—Unos pocos sobrevivientes de humilde condició n de la comitiva de Adric


fueron reconocidos, y los trajeron consigo. Un viaje de millas rebotando en una
litera. Eso les trajo a los servicios médicos de la fortaleza, que han hecho, como
se puede ver, muy poco. Los de baja cuna que no son soldados obtienen menores
cuidados. Alcá nzame ese cuchillo. ¿Tienes el estó mago tan fuerte como tus
brazos? Sujétalo. Así.

Damen había visto a los médicos trabajar antes. Como comandante, había
hecho las rondas de los heridos. También tenía algunos rudimentarios
conocimientos propios de campo, aprendidos en caso de que alguna vez se
encontrara él mismo herido y separado de sus hombres, lo cual, cuando era niñ o,
había sido una expectativa emocionante, aunque no había mucha posibilidad de
que eso sucediera, en aquellos días. Esa noche era la primera que trabajaba junto
a un médico que trataba que la vida no escapara de los hombres. Era incesante,
complicado y físico.

Una o dos veces, echó un vistazo a la baja camilla que estaba en la sombría
parte trasera de la habitació n, cubierta con una sá bana. Después de unas horas,
la puerta colgante se abrió y fue recogida hacia atrá s, cuando un grupo entró .

Todos eran de bajo linaje, tres hombres y una mujer, y el hombre que
había recogido la puerta colgante se dirigió a la camilla. La mujer se dejó caer a
su lado e hizo un bajo sonido.

Era un sirvienta, tal vez una lavandera a juzgar por los antebrazos y la
cofia. Era joven también, Damen se preguntó si se trataba de su esposo o su
pariente, un primo, un hermano.

175
Paschal dijo en voz baja a Damen:

—Vuelve a tu capitán.

—Le dejo aquí, entonces —dijo Damen, asintiendo con la cabeza.

La mujer se volvió con los ojos hú medos. Se dio cuenta de que había oído
su acento. É l sabía que poseía el característico bronceado de Akielos,
especialmente el de las provincias del sur. Eso por sí solo podría no haber sido
suficiente para identificarlo como akielense aquí en la frontera, excepto que
había hablado.

—¿Qué está haciendo uno de ellos aquí? —dijo ella.

Paschal le dijo a Damen:

—Ve. —Fue demasiado tarde.

—Tú hiciste esto. Uno de tu especie. —Ella pasó junto a Paschal, que
avanzó un paso.

No fue agradable. Era una mujer fuerte, una mujer en la flor de la vida con
una fuerza nacida de transportar agua y tundas de lino. Damen tuvo que
esforzarse por mantenerla en su lugar, agarrá ndola por las muñ ecas, y una de las
mesas de Paschal fue golpeada. Se necesitaron dos hombres para hacerla
retroceder. Damen se llevó una mano a la mejilla, donde una de sus uñ as le había
arañ ado. Y volvió con una mancha de sangre.

La sacaron. Paschal no dijo nada, pero en silencio comenzó a enderezar los


utensilios. Los hombres volvieron después de un rato y sacaron el cuerpo, que
yacía en medio de un soporte de madera. Uno de ellos detuvo su avance frente a
Damen y solo lo miró fijamente. Entonces el hombre escupió en el suelo, frente a
él. Y se fueron.

176
Damen tenía un sabor algo desagradable en la boca. Recordó con toda
claridad el heraldo que había escupido en el suelo delante de su padre, en la
tienda durante la guerra en Marlas. Era la misma expresió n.

Miró a Paschal. É l conocía a los verecianos.

—Nos odian.

—¿Qué esperabas? —replicó Paschal—. Los ataques son constantes. Y


hace tan solo seis añ os que los akielenses sacaron a estos hombres de sus casas,
de sus campos. Han visto a amigos, familiares asesinados, niñ os llevados como
esclavos.

—Ellos también nos matan —dijo Damen—. Delpha fue tomada de Akielos
en los días del rey Euandros. Era justo que volviera al Estado akielense.

—Como lo ha hecho —dijo Paschal—. Por ahora.

La fría mirada azul de Laurent no revelaba nada acerca de la reunió n, ni


siquiera el que hubiera durado tanto tiempo: cuatro horas de conversació n.
Todavía llevaba la chaqueta y las botas de montar. Damen lo contempló
expectante.

—Informa.

—No he conseguido hacer un rodeo completo por las murallas, fui


detenido en el lado oeste. Pero yo diría que hay entre quince y diecisiete
centenares de hombres estacionados aquí. Parece el contingente de defensa
habitual en Ravenel. Los depó sitos está n lo suficientemente abastecidos, pero no
a su capacidad completa. No vi ninguna señ al de preparativos para la guerra,

177
ademá s de los escoltas y la doble guardia desde esta mañ ana. Creo que este
ataque les tomó por sorpresa.

—Fue lo mismo en el gran saló n. Lord Touars no se comportaba como un


hombre que estuviera esperando una guerra, a pesar de que quiere una.

Damen dijo:

—Así que los Señ ores de la frontera no trabajan con vuestro tío para
incitar esta guerra.

—No creo que Lord Touars lo haga —confirmó Laurent—. Cabalgaremos a


Breteau. He ganado para nosotros dos o tres días. Fue a regañ adientes. Pero va a
llevar mucho tiempo que cualquier comunicació n de mi tío llegue, y Lord Touars
no va a librar una guerra de ruptura con Akielos completamente solo.

Dos o tres días.

Ya venía; era visible en el horizonte. Damen respiró . Mucho antes de que


las tropas se reunieran a ambos lados de la frontera, volvería a luchar del lado
de Akielos. Damen vio a Laurent y trató de imaginarse enfrentá ndolo a través de
la línea de batalla.

Había sido atrapado en la energía de estar… logrando algo. La


determinació n de Laurent, la capacidad que tenía para vencer las probabilidades
lo había infectado. Pero esta no era una persecució n a través de una ciudad o un
juego de cartas. Se trataba de los má s poderosos Señ ores de Vere desplegando
sus banderas para la guerra.

—Entonces, cabalguemos a Breteau —dijo Damen.

Y se levantó , sin volver a mirar a Laurent, y comenzó los ú ltimos


preparativos para la cama.

178
No fueron los primeros en llegar a Breteau.

Lord Touars había enviado un contingente de hombres para proteger lo


que quedaba, y para enterrar o quemar los cuerpos para que no atrajeran
enfermedades o animales en busca de carroñ a.

Eran un pequeñ o grupo de hombres. Habían trabajado duro. Cada uno de


los graneros, chozas y dependencias había sido revisado en busca de
supervivientes, y los pocos encontrados habían sido llevados a una de las tiendas
de campañ a de los médicos. La calidad del aire era espesa con el olor de la
madera y la paja quemada, pero no había humeantes trozos de tierra. Los fuegos
habían sido apagados. Las fosas ya estaban excavadas a medias.

Los ojos de Damen pasaron sobre una choza abandonada, la vara rota de
una lanza sobresalía de un cuerpo sin vida, despojos de una reunió n al aire libre
con copas tiradas de vino. Los aldeanos habían luchado. Aquí y allá , algunos de
los verecianos caídos aferraban todavía una azada o una piedra, o un par de
tijeras, o cualquier arma tosca que un aldeano pudiera conseguir en un corto
plazo.

Los hombres de Laurent dieron el respeto del tranquilo duro trabajo,


limpiando metó dicamente, con mayor delicadeza cuando el cuerpo era el de un
niñ o. No parecían recordar quién o qué era Damen. Le dieron las mismas tareas
y trabajaron junto a él. Se sintió incó modo, consciente de la impertinencia, la
falta de respeto de su presencia. Vio a Lazar cubrir con una capa el cuerpo de
una mujer y hacer un pequeñ o gesto de despedida, tal como solía hacerse en el
sur. Se sintió hasta los huesos, tan vulnerable como aquel lugar había sido.

Se dijo a sí mismo que se trataba de una represalia, ojo por ojo por una
incursió n en Akielos. Incluso comprendió có mo y por qué podría haber pasado.
Un ataque a una aldea akielense exigía castigo, pero las guarniciones fronterizas

179
verecianas eran demasiado fuertes como para dirigirse allí. Ni siquiera
Theomedes, con toda la fuerza de los kyroi detrá s de él, se atrevió a desafiar a
Ravenel. Pero una partida má s pequeñ a de soldados akielenses podría cruzar la
frontera entre las guarniciones, podría penetrar en Vere y encontrar un pueblo
que estuviera sin protecció n, y destrozarlo.

Laurent se acercó a su lado.

—Hay supervivientes —le dijo—. Quiero que los

interrogues. Pensó en la mujer, abriéndose paso entre sus

brazos.

—No debería ser el que…

—Supervivientes akielenses —aclaró Laurent, poco después.

A Damen se le acortó el aliento, no le gustaba en absoluto.

Dijo, cuidadosamente:

—Si los verecianos hubieran sido capturados después de este tipo de


ataque a una aldea akielense, habrían sido ejecutados.

—Lo será n —confirmó Laurent—. Descubre qué saben sobre la incursió n


en Akielos que provocó este ataque.

No hubo restricciones, como había supuesto brevemente, pero a medida


que se acercaban al jergó n en la choza oscura vio la poca necesidad que el preso
akielense tenía de ellas. Dentro y fuera, su respiració n era audible. La herida de
su estó mago había sido atendida. Pero no era del tipo que pudiera ser sanada.

Damen se sentó junto al jergó n.

No era porque lo conociera. Era un hombre con un espeso cabello oscuro


rizado y sombríos ojos con grandes pestañ as; el pelo estaba enmarañ ado y
180
sudoroso, y gotas de transpiració n rodaban por su frente. Los ojos estaban
abiertos y le observaba.

En su propia lengua, Damen dijo:

—¿Puedes hablar?

El hombre emitió un ruidoso aliento desagradable y dijo:

—Tú eres akielense.

Bajo las manchas de sangre, era má s joven de lo que Damen había pensado
al principio. Diecinueve o veinte.

—Soy akielense —confirmó Damen.

—¿Hemos… vuelto a tomar el pueblo?

Le debía a ese hombre honestidad, era un compatriota y estaba


moribundo. É l confesó :

—Sirvo al Príncipe vereciano.

―Deshonras tu sangre —acusó el hombre, con una voz cargada de odio.


Arrojó las palabras con todo lo que quedaba de su fuerza.

Damen esperó a que el espasmo de dolor y el esfuerzo que lo sacudió


después de aquello, pasaran; y que su respiració n volviera al ritmo entrecortado
que había tenido cuando entró en la habitació n del herido. Cuando se calmo,
continuó :

—¿Una incursió n sobre Akielos provocó este ataque?

Otro aliento, dentro y fuera.

—¿Tu amo vereciano te envió a preguntar eso?

—Sí.

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—Dile… que su cobarde ataque sobre Akielos mató a menos de los que lo
hicimos nosotros —dijo con orgullo.

La ira no era ú til. Venía a él en oleadas, así que durante mucho tiempo no
habló , solo miraba al moribundo, fijamente.

―¿Dó nde fue el ataque?

Un aliento que sonó a risa amarga, y el hombre cerró los ojos. Damen
creyó que no iba a decir má s, pero…

—Tarasis.

—¿Fue un clan de saqueadores? —Tarasis estaba al pie de las montañ as.

—Pagaron a los saqueadores.

—¿Cabalgaron a través de las montañ as?

—¿Qué le importa a tu amo… esto?

—Está tratando de detener al hombre que atacó Tarasis.

―¿Es eso lo que te dijo? Está mintiendo. Es vereciano. Te usará para sus
propios fines, ya te está utilizando ahora, en contra de tu propio pueblo.

Las palabras salían má s trabajosamente. Los ojos de Damen contemplaron


el rostro demacrado, los rizos empapados en sudor. Habló con una voz diferente.

—¿Cuá l es tu nombre?

—Naos.

—Naos, ¿luchaste bajo Makedon? —Naos llevaba el cinturó n dentado—. É l


solía resistirse incluso a los edictos de Theomedes. Pero siempre fue leal a su
pueblo. Debe haberse sentido injustamente maltratado para romper el tratado
con Kastor.

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—Kastor —dijo Naos—, el falso rey. Damianos… debería haber sido
nuestro líder. É l, el “asesino de príncipes”. É l sabía lo que son los verecianos.
Mentirosos. Estafadores. É l nunca se habría… metido en sus… camas como
Kastor lo ha hecho.

—Tienes razó n —dijo Damen, después de un largo momento—. Bueno,


Naos. Vere está levantando sus tropas. Hay pocas posibilidades de detener la
guerra que quiere.

—Que vengan… los cobardes verecianos se esconden en sus fuertes…


temerosos de una honesta lucha… que avancen al exterior… y acabaremos con
ellos… como se merecen.

Damen no dijo nada, solo pensó en una aldea sin protecció n ahora
envuelta en la quietud y el silencio de fuera. Se quedó con Naos hasta que el
estertor se colmó . Luego se levantó y salió de la choza, a través del pueblo, y de
vuelta al campamento vereciano.

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CAPÍTULO DOCE

Damen hizo de la historia de Naos una cruda narració n sin adornos.


Cuando terminó , Laurent habló en una voz sin inflexiones:

—La palabra de un akielense muerto, por desgracia, no vale nada.

—Sabíais, antes de enviarme a interrogarlo, que sus respuestas os guiarían


a las colinas. Estos ataques fueron programados para coincidir con vuestra
llegada. Para alejaros de Ravenel.

Laurent dio a Damen una larga y pensativa mirada y finalmente dijo:

—Sí, la trampa se cierra y no hay mucho que pueda hacerse.

Fuera de la tienda de Laurent, la lú gubre limpieza continuaba. De camino a


ensillar los caballos, Damen se encontró frente a frente con Aimeric, que
arrastraba la tienda de lienzo que era ligeramente demasiado pesada para él.
Damen observó el rostro descansado de Aimeric y a sus ropas cubiertas de
polvo. Estaba muy lejos de los lujos de su nacimiento. Damen se preguntó por
primera vez lo que sentía Aimeric al aliarse en contra de su propio padre.

—¿Vas a dejar el campamento? —dijo Aimeric, mirando los paquetes que


sostenía Damen—. ¿A dó nde vas?

—No me creerías —dijo Damen— si te lo dijera.

Era una situació n donde el nú mero no contaba, solo la velocidad, el sigilo y


el conocimiento del territorio. Si ibas a escudriñ ar buscando evidencia de un
grupo de ataque en las colinas, no deseabas que el destello de los cascos
bruñ idos y el sonido de su golpeteo anunciara tus intenciones.

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La ú ltima vez que Laurent había decidido separarse de la tropa, Damen
había argumentado en contra de ello. «La forma más fácil de que vuestro tío se
deshaga de vos es separaros de vuestros hombres, y lo sabéis», le había dicho en
Nesson. Esta vez Damen no sacó a relucir ninguno de sus argumentos, aunque el
viaje que Laurent estaba proponiendo en esta ocasió n era a través de una de las
regiones má s fuertemente guarnecida de la frontera.

La ruta por la que viajarían les llevaría un día de viaje al sur, luego hacia
las colinas. Buscarían cualquier evidencia obvia de un campamento. De no ser
así, intentarían reunirse con los clanes locales. Tenían dos días.

Una hora después, ya había varias millas de separació n entre ellos y el


resto de los hombres de Laurent, y fue entonces cuando Laurent tiró de las
riendas y su caballo rodeó brevemente el de Damen; lo contemplaba como si
estuviera esperando algo.

—¿Crees que voy a venderte a la tropa akielense má s cercana? —preguntó


Damen.

Laurent respondió :

—Soy muy buen jinete.

Damen miró la distancia que separaba a su caballo del de Laurent —unos


tres cuerpos. No era una gran ventaja inicial. Ahora estaban rodeá ndose entre sí.

Estuvo listo para el momento en que Laurent clavó sus talones en su


caballo. El terreno pasó como un rayo y en un momento estuvieron sin aliento
con aquel paseo veloz.

No podían mantener el ritmo: solo tenían un par de caballos, y el primer


declive estaba ligeramente cubierto de bosques, de manera que el zigzaguear era
esencial y un galope o un medio galope rá pido imposible. Redujeron la
velocidad, y se encontraron con caminos cubiertos de hojas. Era media tarde, el

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sol se destacaba en lo alto del cielo, y la luz fluía a través de los á rboles,
salpicando el suelo y tornando brillantes las hojas. La ú nica experiencia de
campo a través de Damen había sido en grupo, nunca dos hombres solos en una
misió n.

Observando destellos del cabalgar despreocupado de Laurent delante de


él, descubrió que se sentía bien. Se sentía bien hacerlo sabiendo que el resultado
de la misió n dependía de sus propias acciones, en lugar de estar delegado en
alguien má s. Comprendía que los Señ ores de la frontera, habiendo determinado
un curso de acció n, encontrarían la manera de descartar o ignorar cualquier
evidencia que no se ajustara a sus planes. Pero él estaba allí para seguir la estela
de lo sucedido en Breteau hasta su conclusió n, independientemente del resto.
Estaba allí para averiguar la verdad. Esa idea le satisfacía.

Después de unas horas, Damen emergió de entre los á rboles a un claro en


el borde de un arroyo, donde Laurent lo estaba esperando, descansando su
caballo. La corriente fluía rá pida y clara. Laurent dejó que su caballo estirara el
cuello, dejando que seis pulgadas de riendas se deslizaran a través de sus dedos,
có modo en la silla mientras su caballo dejaba caer la cabeza, buscando agua,
resoplando a través de la superficie de la corriente.

Relajado bajo la luz del sol, Laurent le vio acercarse, como esperando una
bienvenida y familiar llegada. Detrá s de él, la luz brillaba sobre el agua. Damen
dejó que su caballo apretara la embocadura y se adelantara.

Rompiendo el silencio se oyó el sonido de un cuerno akielense.

Fue estruendoso y repentino. Los pá jaros en los á rboles cercanos lo


imitaron con inquietos sonidos propios y volaron hacia arriba de las ramas.
Laurent giró su caballo en direcció n al sonido. El sonido desde la cresta de una
elevació n, lo cual podía deducirse viendo la perturbació n de las aves. Con una

186
sola mirada a Damen, Laurent presionó su montura sobre el arroyo, hacia la
cima de la colina.

Mientras cabalgaban por la ladera, un sonido comenzó a invadir el rumor


del rá pido fluir del agua del arroyo, como si muchas suelas se desplazaran a
media marcha regular. Era un sonido que conocía. No venía solo de las pisadas
de botas de piel en la tierra, sino de cascos, tintineos de armadura y el girar de
ruedas, todo lo cual, lo convertía en un patró n irregular.

Laurent refrenó su caballo cuando llegaron juntos a la cima de la colina,


apenas ocultos a la vista detrá s de las rocas de granito.

Damen se asomó .

Los hombres atravesaban toda la extensió n del valle contiguo, viendo una
línea de capas rojas en perfecta formació n. A esta distancia, Damen podía ver al
hombre que soplaba el cuerno, la curva de color marfil que llevó a los labios, el
destello de bronce en la punta. Los estandartes que portaban eran los
estandartes del comandante Makedon.

Conocía a Makedon. Conocía esa formació n, conocía el peso de la


armadura, conocía la sensació n del eje de la lanza en su mano, todo era familiar.
La sensació n del anhelo por el hogar amenazó con abrumarle. Se sentiría muy
bien reunirse con ellos, salir del laberinto gris de la política vereciana y volver a
algo que él entendía: la simplicidad de conocer a su enemigo, y enfrentar una
pelea.

Se dio la vuelta.

Laurent lo estaba observando.

Recordó a Laurent dimensionando la distancia entre dos balcones y


diciendo «probablemente», lo cual, una vez que evaluó , había sido suficiente para
que saltara. Estaba mirando a Damen con la misma expresió n.

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Laurent dijo—: La má s cercana tropa akielense está má s cerca de lo que
esperaba.

—Podría subiros atrá s en mi caballo —contestó Damen.

Ni siquiera tendría que hacer eso. Solo tendría que esperar. Los escoltas
irían galopando a través de estas colinas.

El cuerno cortó el aire otra vez; cada mota del cuerpo de Damen parecía
acompañ arle. El hogar estaba muy cerca. Podía llevar a Laurent por la colina y
entregarle al cautiverio akielense. El deseo de hacer eso vibraba en su sangre.
Nada era permanente en su camino. Damen apretó brevemente los ojos bien
cerrados.

—Tenéis que poneros a cubierto —dijo Damen—. Estamos dentro de sus


líneas de exploració n. Puedo cabalgar para vigilar hasta que se hayan ido.

—Muy bien —dijo Laurent, después de que pasó un instante mirando a


Damen constantemente.

Acordaron un punto de encuentro, y Laurent se fue con la urgencia


contenida de un hombre que tiene que vestirse despacio porque tenía prisa.

El trabajo de Damen era má s difícil. Laurent no había estado fuera de la


vista diez minutos antes de que Damen oyera el retumbar inconfundible de
cascos, y apenas tuvo tiempo para desmontar y mantener su caballo en silencio,
apretujado en una marañ a de maleza, antes de que los dos jinetes hicieran un
ruido estrepitoso.

Tenía que tener cuidado, no solo por el bien de Laurent, sino también por
el suyo propio. Llevaba prendas de vestir verecianas. En circunstancias
normales, un encuentro con un escolta akielense no sería una amenaza para un

188
vereciano. A lo peor, sería una pose desagradable. Pero este era Makedon, y
entre sus fuerzas se hallaban los hombres que habían destruido Breteau. Para
hombres así, Laurent sería un premio de grado superlativo.

Pero debido a que había cosas que necesitaba saber, dejó su caballo en el
mejor escondite que pudo encontrar, uno vacío, oscuro y tranquilo entre los
afloramientos de la roca, y se fue a pie. Tardó tal vez una hora antes de conocer
el patró n de su paseo a caballo, y todo lo que necesitaba de la tropa principal, su
nú mero, intenció n y direcció n.

Eran al menos mil hombres armados y aprovisionados que viajaban hacia


el oeste, lo que significaba que les enviaban a suministrar una guarnició n. Esta
era la clase de preparativos de la guerra que no había visto en Ravenel, el
llenado de los depó sitos, el reclutamiento de los hombres. La guerra sucedía así,
con un arreglo de las defensas y estrategia. La noticia de los ataques a los
pueblos fronterizos no habría llegado a Kastor todavía, pero los señ ores del
norte sabían muy bien qué hacer.

Makedon, cuyo ataque a Breteau había arrojado el guante a este conflicto,


estaba probablemente presentando estas tropas a su Kyros, Nikandros, que
debía estar en la residencia, en el oeste, tal vez incluso en Marlas. Otros hombres
del norte seguirían su ejemplo.

Damen volvió a su caballo, montó y se abrió paso cuidadosamente a lo


largo de la amplia corriente de rocas que se desviaba a la cueva poco profunda
que, al escrutinio de sus ojos, parecía vacía al principio. Era un lugar bien
elegido: la entrada estaba oculta desde la mayoría de los á ngulos, y el peligro de
que fuera descubierta era bajo. El trabajo de un escolta era simplemente
asegurarse de que el terreno estuviera libre de cualquier impedimento que
pudiera obstaculizar a un ejército. No era comprobar cada grieta y hueco en la
remota posibilidad de que un príncipe pudiera encontrarse allí.

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Se produjo un ruido sordo de cascos moviéndose sobre la piedra; Laurent
emergió de las sombras de la cueva a caballo, a su manera cuidadosamente
fortuita.

—Pensé que estaríais a medio camino de Breteau en este momento —dijo


Damen.

No cambió su postura negligente, aunque en algú n lugar había un indicio


bien escondido de cautela, de un hombre en guardia, como si Laurent estuviera
listo en cualquier momento para salir disparado. —Creo que las posibilidades de
que los hombres me maten son bastante inferiores. Sería demasiado valioso
como pieza política de un juego. Incluso después de que mi tío me desautorizara,
lo que haría, aunque me gustaría mucho ver su reacció n cuando se enterara de la
noticia. No sería una situació n ideal para él en absoluto. ¿Crees que me llevaría
bien con Nikandros de Delpha?

La idea de que Laurent anduviera suelto en el panorama político del norte


de Akielos no hizo atractivos sus pensamientos. Damen frunció el ceñ o.

—No tendría que decirles que sois un príncipe para venderos a esa tropa.

Laurent se mantuvo firme. —¿De verdad que no? Habría pensado que
veinte añ os resultaría un poquito crecido para eso. ¿Es por el pelo rubio?

—Es por el temperamento encantador —dijo Damen.

Aunque la idea sería: Si me lo llevara conmigo a Akielos, no sería dado


como prisionero a Nikandros. Me lo darían a mí.

—Antes de que me lleves —dijo Laurent— há blame de Makedon. Esos


eran sus estandartes. ¿Cabalga con la aprobació n de Nikandros? ¿O quebrantó
ó rdenes cuando atacó a mi país?

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—Creo que quebrantó las ó rdenes. —Después de un momento, Damen
respondió con sinceridad. —Creo que estaba enojado y arremetió contra
Breteau en una acció n independiente. Nikandros no tomaría represalias así,
esperaría una orden de su rey. Esa es la manera de actuar de un Kyros. Pero
ahora que ya está hecho, podéis esperar que Nikandros apoye a Makedon.
Nikandros es como Touars. Estaría muy complacido con la guerra.

—Hasta que pierda una. Las provincias del norte está n desestabilizando a
Kastor. Kastor tendría el má ximo interés en sacrificar Delpha.

—Kastor no haría… —Se detuvo. La tá ctica, que surgió del cerebro de


Laurent, podría no ocurrírsele a Kastor inmediatamente, ya que significaría
sacrificar algo por lo que se había esforzado en ganar. Si la tá ctica no se le
ocurría a Kastor, sin duda se le ocurriría a Jokaste. Damen había sabido, por
supuesto, durante un largo tiempo, que su propio regreso desestabilizaría aú n
má s la regió n.

Laurent dijo—: Para conseguir lo que quieres, tienes que saber


exactamente cuá nto está s dispuesto a ceder. —Estaba mirando a Damen
fijamente—. ¿Crees que tu encantadora Lady Jokaste no sabe eso?

Damen inhaló una tranquila respiració n, y la dejó escapar. Contestó —:


Podéis dejar de ganar tiempo. Los escoltas han pasado ya. Nuestro camino está
despejado.

Debería haber estado despejado. Había sido muy cuidadoso.

Había visto la conducta de los escoltas, y se había asegurado de su


retirada, siguiendo las líneas del ejército. Pero no había contabilizado errores o
interrupciones, por un simple escolta que había venido a caballo y estaba
dirigiéndose de regreso a la tropa a pie.

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Laurent había llegado a la otra orilla; pero Damen estaba a mitad de
camino a través de la corriente cuando localizó un rastro de rojo en la maleza
cerca del caballo de Laurent.

Esa fue la ú nica advertencia que tuvo. Laurent no tuvo ninguna.

El hombre levantó la ballesta y disparó una flecha directamente hacia el


cuerpo desprotegido de Laurent.

En la terrible imagen borrosa del movimiento que siguió , ocurrieron varias


cosas a la vez. El caballo de Laurent, sensible al movimiento repentino, al silbido
del aire, al roce y al crujido, se asustó violentamente. No hubo ningú n sonido de
una flecha que golpeara en un cuerpo, pero eso no se oiría de todos modos por
encima del rugido del caballo cuando su pezuñ a patinó mal en una de las piedras
resbaladizas del río, como la seda del agua, así que fracasó y se vino abajo.

El sonido de un caballo golpeando la tierra pedregosa mojada fue un


estrépito de carne, pesada y terrible. Laurent tuvo buena suerte, o sabía muy
bien có mo caer, ya que no fue aplastado por el peso del caballo, como podría
haber pasado fá cilmente, rompiéndose las piernas o la espalda. Pero no tuvo
tiempo de levantarse.

Incluso antes de que Laurent hubiera golpeado el suelo, el hombre había


sacado su espada.

Damen estaba demasiado lejos. Estaba demasiado lejos para interponerse


entre el hombre y Laurent, sabía eso, aun cuando sacó la espada, incluso cuando
hizo girar su caballo, sintió el poderoso montículo del animal que tenía debajo.
Solo había una cosa que pudiera hacer. A medida que el chorro de agua se abría
camino por debajo de su caballo, sopesó la espada, cambió su apoyo, y la lanzó .

No era, inequívocamente, un arma arrojadiza. Eran seis libras de acero


vereciano, forjada para aferrarla a dos manos. Y estaba encima de un caballo en

192
movimiento, y a muchos pies de distancia, y el hombre se movía también hacia
Laurent.

La espada atravesó el aire y se hundió en el pecho del hombre,


hundiéndolo en la tierra y clavá ndolo allí.

Damen bajó de su caballo, y cayó de rodillas sobre las piedras mojadas al


lado de Laurent.

—Os vi caer. —Damen oyó el á spero sonido de su propia voz—. ¿Está is


herido?

—No —dijo Laurent—. No, le alcanzaste. —Se había enderezado él mismo


en una posició n extendida sentada—. Antes.

Damen pasaba una mano desde la unió n de cuello y el hombro hacia abajo,
sobre el pecho de Laurent, frunciendo el ceñ o. Pero no había sangre, ni ninguna
saeta de ballesta o flecha plumada que sobresaliera. ¿La caída le había hecho
dañ o? Laurent parecía aturdido. La atenció n de Damen estaba sobre el cuerpo de
Laurent. Preocupado por la posibilidad de lesiones, era solo lejanamente
consciente de que Laurent lo observaba a su vez. El cuerpo de este estaba muy
quieto bajo sus manos como el chorro de agua que empapaba su ropa.

—¿Podéis levantaros? Tenemos que salir. No es seguro para Vos. Hay


demasiadas personas que quieren mataros.

Después de un momento, Laurent habló —: Todo el mundo en el sur, pero


solo la mitad de la gente del norte.

Estaba mirando a Damen. Se había aferrado al antebrazo que Damen le


había extendido, y lo utilizó él mismo como palanca, chorreando agua.

A su alrededor, no había ningú n sonido, excepto el murmullo de la


corriente, y un ligero ruido de piedras del río; el castrado de Laurent, adonde

193
con un gran empuje de sus cuartos traseros se había subido, se había levantado
hacía minutos, con la silla torcida, se estaba ahora moviendo a pocos pasos de
distancia favoreciendo su pata delantera izquierda ominosamente.

—Lo siento —dijo Laurent. Luego señ aló —: No podemos salir de aquí.

No estaba hablando del caballo.

Damen dijo—: Yo lo haré.

Cuando terminó , salió de la maleza y encontró un lugar para limpiar su


espada.

—Tenemos que irnos —fue todo lo que dijo cuando volvió a Laurent—. Se
dará n cuenta cuando no él vuelva para informar.

Eso significaba compartir un caballo.

El castrado de Laurent tenía una cojera, la cual Laurent, hincado sobre la


rodilla, llevando una mano firme por su pata má s abajo hasta que sacó su casco
bruscamente, pronunció que era un ligamento torcido. Podría seguir con una
correa llevando los paquetes, dijo. No podía llevar a un jinete. Damen acercó su
propio caballo, luego se detuvo.

—Mis proporciones son má s adecuadas para montar de pasajero que las


tuyas —dijo Laurent—. Sube. Montaré detrá s.

Así que Damen volvió a la silla. Un momento después, sintió la mano de


Laurent en su muslo. El pie de este dio un golpe en el estribo. El Príncipe empujó
detrá s de él, moviéndose hasta que estuvo ajustado en su posició n. Sus caderas
se ajustaron con naturalidad a las de Damen. Una vez que se hubo acomodado,
apretó sus brazos alrededor de la cintura de Damen. Y este sabía có mo montar
en el asiento de atrá s: cuanto má s cerca, era má s fá cil ir encima del caballo.

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Oyó la voz de Laurent detrá s de él, un poco má s extrañ amente dificultosa
de lo normal—: Me tienes sobre el lomo de tu caballo.

—No es que renunciéis a las riendas —no pudo dejar de decir Damen.

—Bueno, yo no puedo ver el camino sobre tus hombros.

—Podríamos probar algú n otro arreglo.

—Tienes razó n: debería estar al frente y llevando el caballo.

Damen cerró los ojos un instante y luego arreó al caballo hacia adelante.
Era consciente de que Laurent estaba detrá s de él, hú medo, lo cual no podía ser
có modo. Tenían la suerte de tener puestas las pieles de cuero de montar en lugar
de la armadura, o no serían capaces de hacer esto con facilidad, golpeá ndose y
empujá ndose el uno al otro. El paso fluctuante del caballo empujaba sus cuerpos
a un ritmo constante.

Tenían que seguir la corriente para ocultar sus huellas. Pasaría una hora
tal vez, antes de que observaran que la escolta no estaba. Otro intervalo antes de
encontrar el caballo del hombre. No le encontrarían. No había huellas que seguir
y no había ningú n lugar obvio para comenzar la bú squeda. Decidirían: ¿era una
bú squeda ú til, o deberían seguir su camino? ¿Dó nde buscar y para qué? Esa
decisió n también llevaría tiempo.

Incluso montar en un caballo con doble carga, la evasió n era, por lo tanto,
posible, a pesar de que los estaba llevando lejos de su camino. Damen se dirigió
fuera del lecho del arroyo varias horas má s tarde, donde el grueso sotobosque
enmascararía su paso.

Al anochecer sabían que no tenían un ejército akielense que les siguiera, y


ralentizaron. Damen dijo—: Si nos detenemos aquí, podemos hacer un fuego sin
demasiado temor a que nos descubran.

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—Aquí, entonces —dijo Laurent.

Laurent vio a los caballos. Damen vio el fuego. Este era consciente de que
Laurent se estaba tomando má s tiempo con los caballos del que era necesario o
habitual. Casi lo ignoró . Inició el fuego. Aclaró la tierra, reunió ramas caídas y las
partió al tamañ o adecuado. Y luego se sentó junto a él y no le dijo nada.

Nunca sabría el motivo que había provocado que el hombre atacara. Tal
vez había estado pensando en la seguridad de su tropa. Tal vez todo lo que había
vivido en Tarasis o Breteau había agitado la violencia que llevaba dentro. Tal vez
solo había querido robar el caballo.

Un soldado de tercera categoría de una tropa provincial; no habría


esperado encontrar a su Príncipe, un comandante de los ejércitos, y enfrentarlo
en una pelea.

Pasó mucho tiempo antes de que Laurent trajera los paquetes y


comenzara a despojarse de sus ropas mojadas. Colgó la chaqueta en una rama
que sobresalía, se quitó las botas, e incluso desató parcialmente su camisa y los
pantalones, liberando todo. Luego se sentó en uno de los montones de los
paquetes, lo suficientemente cerca del fuego para secarse el resto, arrastrando
los cordones, desabrochando y echando vapor ligeramente. Sus manos estaban
ligeramente entrelazadas ante él.

—Pensé que matar era fá cil para ti —dijo Laurent. Su voz era má s bien
tranquila—. Pensé que lo hiciste sin pensar.

—Soy un soldado —dijo Damen— y lo he sido durante un largo tiempo. He


matado en el serrín. He matado en la batalla. ¿Es eso lo que queréis decir con
fácil?

—Sabes que no es eso —dijo Laurent, con la misma voz tranquila.

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El fuego ardía de forma uniforme ahora. Las llamas de color naranja
habían comenzado a desgastar la base del amplio tronco central.

—Conozco vuestros sentimientos hacia Akielos —dijo Damen—. Lo que


pasó en Breteau... fue bá rbaro. Sé que debe significar muy poco para Vos
escucharme decir que lo lamento. Y no os entiendo, pero sé que la guerra se
volverá peor, y sois la ú nica persona que he visto que está trabajando para
detenerla. No podía dejar que él os hiciera dañ o.

—En mi cultura, se acostumbra a premiar un buen servicio —dijo Laurent,


después de una larga pausa—. ¿Hay algo que quieras?

—Sabéis lo que quiero —dijo Damen.

—No voy a liberarte —dijo Laurent—. Pide algo má s asequible que eso.

—¿Quitar una de las esposas de la muñ eca? —dijo Damen, que estaba
aprendiendo —se dio cuenta de algo para su sorpresa— lo que a Laurent le
gustaba.

—Te doy demasiado margen —dijo Laurent.

—Creo que no me dais ni má s ni menos de lo que queréis dar a cualquiera


—dijo Damen, porque la voz de Laurent no había sido del todo desagradable.
Entonces Damen apartó la mirada y la dirigió hacia abajo.

—Hay algo que quiero.

—Adelante.

—No tratéis de usarme contra mi propia gente —dijo Damen—. Si se trata


de… No puedo hacer esto otra vez.

—Yo nunca he pedido eso de ti —dijo Laurent. Y luego cuando Damen le


miró con firme incredulidad—: Nada de dulzura. No tiene mucho sentido

197
enfrentar un menor sentido del deber contra uno mayor. Ningú n líder puede
esperar que la lealtad se mantenga en esas circunstancias.

Damen no dijo nada a eso, pero volvió a mirar el fuego.

—Nunca he visto un lanzamiento así —dijo Laurent—. Nunca he visto


nada igual. Cada vez que te veo luchar, me pregunto có mo Kastor te encadenó y
te puso en un barco rumbo a mi país.

—Fue... —Se detuvo. Fueron más hombres de los que pude manejar, casi
dijo. Pero la verdad era simple, y esta noche era honesto consigo mismo. É l
matizó —: No lo vi venir.

Nunca, en estos días, había tratado de situarse en la mente de Kastor, de


los hombres a su alrededor, sus ambiciones, sus motivaciones; aquellos que no
eran abiertamente sus enemigos, había creído que eran bá sicamente como él
mismo.

Miró a Laurent, a la controlada pose, a los fríos y difíciles ojos azules.

—Estoy seguro de que lo habríais eludido —dijo Damen—. Recuerdo la


noche en que los hombres de vuestro tío os atacaron. La primera vez que
trataron de mataros. Ni siquiera estabais sorprendido.

Se produjo un silencio. Damen sentía venir de Laurent una cuidadosa


inmanencia, como si estuviera decidiendo si hablar o no. Caía la noche a su
alrededor, pero el fuego permanecía ligeramente cá lido.

—Me sorprendió —dijo Laurent—, la primera vez.

—¿La primera vez? —remarcó Damen.

Otro silencio.

—É l envenenó mi caballo —dijo Laurent—. Tú lo viste, la mañ ana de la


cacería. Ella ya lo estaba sintiendo, incluso antes de que saliéramos.

198
Se acordó de la cacería. Recordó el caballo, díscolo y cubierto de sudor.

—Eso... ¿lo hizo vuestro

tío? El silencio se prolongó .

—Lo hizo —dijo Laurent—. Forcé su mano cuando hice que Torveld
llevara los esclavos a Patras. Yo sabía cuando lo hice... que quedaban diez meses
para mi ascensió n. El tiempo se estaba acabando para que hiciera un
movimiento definitivo en mi contra. Ya lo sabía. Le provoqué. Quería ver qué iba
a hacer. Yo solo…

Laurent se interrumpió . Su boca se torció en una sonrisa que no tenía


humor en absoluto.

—No creía que realmente fuera a tratar de matarme —dijo—. Después de


todo... incluso después de todo. Así que ya ves que me pueden sorprender.

Damen dijo—: No es ingenuo confiar en la familia.

—Juro que lo es —dijo Laurent—. Pero me pregunto, si es menos ingenuo


que los momentos en los que me encontré confiando en un extrañ o, mi bárbaro
enemigo, a quien no trato con suavidad.

Sostuvo la mirada de Damen, mientras el momento se alargó .

—Sé que está s pensando en irte cuando se lleve a cabo esta lucha en la
frontera —dijo Laurent—. Me pregunto si todavía está s pensando en usar el
cuchillo.

—No —dijo Damen.

—Ya veremos —dijo Laurent.

Damen apartó la mirada, con ella contemplando la oscuridad má s allá del


campamento. —¿De verdad crees que es aú n posible detener esta guerra?

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Cuando volvió a mirar, Laurent asintió con la cabeza, con un ligero pero
constante y deliberado movimiento y la respuesta clara, inequívoca e imposible:
Sí.

—¿Por qué no gritasteis para detener la caza? —dijo Damen—. ¿Por qué
montar y cubrir la traició n de vuestro tío, si supisteis que vuestro caballo había
sido envenenado?

—Yo… supuse que se había llevado a cabo para parecer como si uno de los
esclavos lo hubiera hecho —dijo Laurent, un poco con curiosidad, como si la
respuesta fuera tan obvia que se preguntó si había entendido mal la cuestió n.

Damen miró hacia abajo, y dejó escapar un suspiro de lo que podría haber
sido risa, excepto que no estaba seguro de qué emoció n la provocó . Pensó en
Naos, que había estado muy seguro. Quería echar la culpar de lo que sentía a
Laurent, pero lo que sentía no era fá cil nombrarlo, y al final no dijo nada en
absoluto, pero alimentó el fuego en silencio, y cuando llegó el momento se acostó
en su rollo de dormir.

Se despertó con una ballesta en la cara.

Laurent —que había estado de guardia— se encontraba a unos pies de


distancia, con la mano de un jinete del clan apoyada de forma ruda alrededor de
su bíceps. Sus ojos azules se estrecharon, pero no estaba haciendo ninguno de
sus habituales comentarios. Damen ahora sabía el nú mero exacto de flechas que
Laurent necesitaba que le apuntaran para que se callara. Eran seis.

El hombre que estaba de pie sobre Damen le dio una breve orden en
dialecto vaskiano, sus gruesos dedos bien dispuestos en la ballesta. La orden
sonó como—: Levá ntate.

200
Con el campamento invadido por los clanes y su atenció n fija en la flecha
de ballesta, Damen se dio cuenta de que iba a tener que apostar su vida en ello.

Laurent dijo claramente en vereciano—: Levántate.

Y luego se tambaleó , cuando el jinete que le sujetaba le retorció el brazo


brutalmente a la espalda, y luego tomó un puñ ado de su cabello dorado y empujó
su cabeza hacia abajo. Laurent no se resistió cuando sus manos estaban
amarradas a la espalda con tiras de cuero, y una franja má s amplia colocada
sobre los ojos como una venda. Solo se levantó con la cabeza gacha. Su cabello
rubio caía sobre su rostro, excepto por un puñ ado que permanecía atado. No
resistió la mordaza tampoco, a pesar de que fue una sorpresa; Damen vio la
cabeza tirar hacia atrá s un poco, reflexivamente, cuando le metieron un pañ o en
la boca.

Damen, que se había levantado, no podía hacer nada. Tenía una flecha
apuntá ndole. Había flechas apuntando a Laurent. Había matado para evitar que
su propio pueblo le llevara así. Ahora no podía hacer nada, ya que sus miembros
estaban fuertemente atados con cordones y su visió n bloqueada.

201
CAPÍTULO TRECE

Espoleó fuerte a uno de los peludos caballos, Damen soportó un viaje


interminable y triste en cuanto a sensaciones y sonidos: el conjunto de golpes
emitidos por los cascos del caballo, el soplo del aliento equino, el crujido de la
guarnicionería. Podía sentir la tensió n del caballo ya que la mayor parte el viaje
era una subida —lejos de Akielos, lejos de Ravenel— a las montañ as llenas de
estrechos caminos, de los cuales ambos lados eran de vértigo, y no sobresalía
nada de ellos.

Conjeturando sobre la identidad de sus captores, se esforzó


desesperadamente por encontrar la oportunidad. Se esforzó contra sus
restricciones hasta que sintió que le cortaban la carne, pero estaba muy bien
atado. Y no se detuvieron. Su caballo se desplomó por debajo de él, y luego se
arrastró con sus patas traseras hasta un lugar, y se vio obligado a prestar
atenció n para mantenerse a horcajadas, en lugar de rodar de su lomo. No había
forma de liberarse. Luchar o arrojarse él mismo a un lado desde el lomo de un
caballo significaría una caída por muy largos acantilados antes de llegar a
detenerse o —lo má s probable teniendo en cuenta las ataduras— a un largo
período de ser arrastrado a lo largo de rocas afiladas. Y eso no ayudaría a
Laurent.

Después de lo que parecieron horas, sintió que su caballo finalmente iba


má s lento, y luego se detuvo. Un segundo má s tarde, Damen fue tirado del
caballo de forma violenta, y cayó mal. La mordaza fue sacada de la boca, la venda
fue retirada de sus ojos. Sus manos permanecían atadas a la espalda mientras se
levantaba sobre las rodillas.

Su primera impresió n del campamento fue un atisbo. Lejos, a su derecha,


las llamas de una gran fogata central ardían altas con el viento a la luz del

202
atardecer, proyectando oro y rojo sobre los rostros que la rodeaban. Má s cerca
de donde se arrodilló , los hombres desmontaban de los caballos, y el aire estaba
ensombrecido y la montañ a fría, fuera del círculo del calor del fuego.

Ver el campamento confirmó su peor suposició n.

Conocía a los clanes como a los jinetes sin estado y sin asentamientos, que
bordeaban las colinas. Eran gobernados por mujeres y vivían de carnes salvajes,
peces de los arroyos, raíces dulces, y para proveerse del resto, allanaban las
aldeas.

Estos hombres no eran eso. Esta era una fuerza enteramente masculina,
que habían estado viajando juntos durante algú n tiempo, y sabían có mo usar sus
armas.

Estos eran los hombres que habían destruido Tarasis, los hombres que él y
Laurent habían estado buscando, pero quienes en cambio les habían encontrado
a ellos.

Tenían que irse, ahora. Aquí fuera, la muerte de Laurent tendría tanta
verosimilitud que nunca podría lograrse de nuevo. Y Damen era enfermizamente
consciente de todas las razones por las que podrían haber sido traídos al
campamento de antemano, pero no había forma de que una buena charla
informal no terminara con ambos muertos.

Miró instintivamente a una cabeza pá lida. Y la encontró a su izquierda:


Laurent fue arrastrado hacia adelante, por el mismo hombre que le había
ordenado atarle, y cayó al suelo como Damen lo había hecho, sobre los hombros
primero.

Damen observó a Laurent enderezarse él mismo en una posició n sentada,


y después —con el escaso equilibrio de un hombre cuyas manos está n
amarradas a la espalda— de rodillas. Recibió una mirada de soslayo de ojos

203
azules en el punto medio, y vio todo lo que creía que se reflejaba en tan dura y
simple mirada.

—Esta vez no te levantes —fue todo lo que Laurent dijo.

Laurent se puso de pie, gritando algo al líder de los hombres del clan.

Era una tá ctica loca e imprudente, pero no había tiempo. Akielos estaba
movilizando tropas a lo largo de la frontera. El mensajero del Regente viajaba
hacia el sur hasta Ravenel. Ahora estaban a casi dos días de viaje de estos
hechos, a merced de estos hombres del clan, mientras que los trabajos de la
frontera se prolongaban má s allá de todo control.

El líder del clan no quería a Laurent de pie, y caminó hacia adelante,


impartiendo una orden.

Laurent no cumplió . En cambio le respondió de nuevo en vaskiano, pero —


por una vez en su vida— solo consiguió decir dos palabras antes de que el
hombre simplemente hiciera lo que la mayoría de la gente quería hacer cuando
hablaban con Laurent: golpearle.

Era el tipo de golpe que había hecho que Aimeric fuera arrastrado contra
una pared y luego al suelo. Laurent retrocedió un paso, se detuvo, y luego
devolvió su espléndida mirada al hombre y le dijo algo deliberado y
cadenciosamente claro en un impenetrable dialecto vaskiano que causó que
varios de los espectadores se retorcieran de risa, agarrá ndose los hombros los
unos a los otros, mientras que el hombre que había golpeado a Laurent les
rodeó , y comenzó a gritar.

Casi funcionó . Los otros hombres dejaron de reír. Empezaron a gritar de


nuevo. La atenció n se desplazó . Las reverencias cesaron.

204
No todas las reverencias: Damen no tenía ninguna duda de que, en el plazo
de un día o dos, Laurent podría tener a estos hombres a la greñ a. Pero no
disponían de un día o dos.

Damen sintió el momento en el que la tensió n amenazaba con estallar en


violencia, sentía que no tenía energía suficiente para combatirla.

No tenían tiempo para oportunidades perdidas. La inquisitiva mirada de


Damen encontró la de Laurent. Si se trataba de ser su ú nica oportunidad, iban a
tener que intentarlo ahora, a pesar de las inviables probabilidades, pero Laurent,
juzgando las probabilidades y llegando a una conclusió n distinta,
minuciosamente negó con la cabeza.

Damen sentía la frustració n retorcerse en su estó mago, pero para


entonces ya era demasiado tarde. El líder del clan se había detenido, y volvió
toda su atenció n a Laurent de nuevo, que estaba de pie solo y vulnerable, su pelo
claro destacaba a pesar de la falta de luz aquí en el espacio oscuro cerca de los
caballos, lejos de la principal reunió n del campamento y su fuego central.

No iba a ser un simple golpe esta vez. Damen sabía eso por la forma en que
el líder del clan se acercó . Laurent estaba a punto de obtener la paliza de su vida.

Una aguda orden, y Laurent fue retenido por dos hombres, uno en cada
hombro, sus brazos entrelazados alrededor de los suyos, que permanecían
atados a la espalda. Laurent no trató de apartar los hombros de las garras de los
hombres, o apartarse de sus manos. Se limitó a esperar lo que vendría, su cuerpo
estaba tenso, fuertemente apretado.

El líder del clan se acercó , demasiado cerca para golpear a Laurent, lo


suficientemente cerca que respiraba sobre él cuando deslizó la mano lentamente
por su cuerpo.

205
Damen se movió antes de que él se diera cuenta, escuchó los sonidos de
impacto y resistencia, sintió la quemadura en sus venas. Sus facultades se
borraron con la ira. No estaba pensando en tá cticas. Ese hombre había puesto
sus manos sobre Laurent y Damen iba a matarlo.

Fue cuando se recordó a sí mismo, que má s de un hombre lo tenía


inmovilizado. Sus manos seguían atadas a la espalda, pero a su alrededor había
caos y desorganizació n física, y dos de los hombres estaban muertos. Uno de
ellos había sido impulsado hacia la punta de la espada del otro. Uno de ellos
había caído al suelo y luego tenía el pie de Damen sobre su garganta.

Nadie le prestaba atenció n a Laurent ahora.

Excepto que no había sido suficiente, sus manos estaban atadas, y había
demasiados hombres. Podía sentir el férreo control de sus captores sobre él
ahora, y, contra la tensió n de los brazos y los hombros, la resistencia de la
cuerda que ataba sus muñ ecas.

Durante el momento que siguió —los mú sculos se agruparon y el pecho se


agitaba— entendió lo que había hecho. El Regente quería a Laurent muerto.
Estos hombres eran diferentes. Probablemente querían a Laurent vivo hasta que
ya no lo quisieran má s. Tan al sur como estaban, como Laurent mismo había
despreocupadamente especulado, al menos en parte, era por el pelo rubio.

Nada de eso se aplicaba a Damen.

Hubo un duro intercambio de palabras en vaskiano y Damen no necesitaba


entender el dialecto para comprender las ó rdenes: Má talo.

Era un tonto. Había permitido que esto sucediera. Iba a morir aquí, en
medio de la nada, y la afirmació n de Kastor se haría realidad. Pensó en Akielos;
en la panorá mica desde el palacio a lo largo de los altos acantilados blancos.

206
Realmente había creído, en todo este completo lío interminable en la frontera,
que llegaría a casa.

Luchó . Consiguió muy poco. Después de todo, tenía las manos atadas, y los
hombres sacaron toda la fuerza que les quedaba para soportar la tarea de
retenerle. Oyó el sonido de una espada desenvainarse a su izquierda. El borde de
la hoja tocó la parte de atrá s de su cuello, luego fue levantada…

Y la voz de Laurent detuvo la escena, en vaskiano.

De un momento al siguiente, Damen esperaba que la espada descendiera,


no lo hizo. No sintió la mordedura del metal; la cabeza de Damen se quedó
donde estaba, unida a su cuello.

En el rotundo silencio, Damen esperó . No parecía posible, en este punto,


que existiera ninguna palabra que pudiera mejorar esta situació n, por no hablar
de un puñ ado de palabras que podría conseguir que la espada fuera retirada de
su cuello, conseguir que el líder rescindiera su orden, y ganar para Laurent un
indicio de aprobació n del clan. Pero eso era, increíblemente, lo que estaba
sucediendo.

Si Damen, aturdido, se preguntaba qué es lo que Laurent había dicho, no


tuvo que seguir preguntá ndoselo durante mucho tiempo. El líder del clan estaba
tan contento por las palabras de Laurent que se sintió inspirado a acercarse a
Damen y traducir.

Las palabras surgieron en un gutural fuerte acento vereciano:

—É l dice—: “La muerte rá pida no duele” —justo antes lanzó un puñ etazo
en el estó mago de Damen.

207
El costado izquierdo se llevó la peor parte: un brusco e inimaginable dolor.
La lucha le valió una grieta en la cabeza con un palo, que volvió ondulado el
campamento. Mantuvo con esfuerzo la conciencia, lo que dio resultado. Cuando
embrutecer a su prisionero comenzó a distraer a los otros hombres de sus
funciones sobre el campamento, el líder del clan ordenó que llevaran a otro
lugar el final del asunto.

Cuatro hombres arrastraron a Damen, luego le pincharon a punta de


espada hasta que la luz de la hoguera parpadeaba a la vista y el sonido de los
tambores se redujo en la distancia.

No tomaron las precauciones extraordinarias para asegurarle. Pensaron


que las cuerdas que unían sus manos eran suficientes. No habían considerado su
tamañ o, o el hecho de que, a estas alturas, estaba seriamente molesto, después
de haber llegado hacía mucho tiempo al umbral de lo que toleraría. Eso, de
hecho, lo que toleraría en un campamento de cincuenta hombres, con el
bienestar de otro cautivo a considerar, era muy diferente a lo que toleraría
estando solo, frente a cuatro.

Dado que Laurent había decidido no seguir adelante con su propia tá ctica
temeraria, iba a ser un placer para Damen escapar de manera difícil.

Liberarse de las cuerdas fue solo cuestió n de golpear al hombre que tenía
a su izquierda por la pendiente, y arrastrar las cuerdas bajo su capturada
espada. Con las manos en la empuñ adura de la espada, la llevó hacia atrá s en el
estó mago del hombre, lo que hizo que se acurrucara, asfixiá ndose.

Ya tenía la libertad y un arma. La utilizó , levantando el brazo, para apartar


del camino la espada de su atacante, y luego la empujó hacia adelante para pasar
por encima del hombre. La sintió cortar piel y gruesa tela y luego mú sculo; sintió
el peso del hombre en su hoja. Fue una forma ineficaz de matar a alguien, porque

208
perdió preciosos segundos para retirar la hoja. Pero tenía tiempo. Los otros dos
hombres se retiraban ahora.

Sacó la hoja.

Si hubiera tenido alguna duda de que se trataba de los hombres que


habían atacado Tarasis, fueron desterradas cuando los dos hombres cambiaron
la formació n a una que utilizaron para tomar ventaja de las tá cticas de la espada
akielense. Los ojos de Damen se estrecharon.

Dejó que el hombre que se agarraba el estó mago se pusiera de pie, por lo
que sus oponentes se sentirían seguros con la probabilidad de tres a uno, y
atacar en lugar de correr hacia el campamento. Entonces los mató , con duros,
brutales golpes, y cogió la mejor espada y cuchillo para reemplazar los suyos.

Se tomó su tiempo buscando armas, calibrando su entorno, y haciendo


balance de su propia condició n física: su lado izquierdo era ahora una debilidad,
pero funcional. Laurent seguía atrapado en el campamento mientras él se
preocupaba o no indebidamente. Laurent era el que había insistido en este modo
de escapar. El Príncipe no era un virgen pasivo tembloroso ante la idea de su
propia desfloració n.

Francamente, esperaba que Laurent, en ese momento, hubiera utilizado su


cerebro para encargarse de algunos miembros del clan por su propia cuenta.

Al final, resultó que lo había hecho.

Damen llegó justo a tiempo para presenciar el caos.

Tenía que haber sido así para los habitantes del pueblo en Tarasis, cuando
los asaltantes lo invadieron: una lluvia de muerte desde la oscuridad, y luego el
sonido de cascos.

209
Los hombres no tuvieron ninguna advertencia, pero esa era la forma de
actuar en la guerra de clanes. Uno de los hombres cerca de la fogata miró hacia
abajo para encontrarse con una flecha en el pecho. Otro hombre cayó de rodillas,
otra flecha. Y luego, sin pausa, después de las flechas llegaron los jinetes. Damen
sintió una iró nica satisfacció n cuando el campamento de estos hombres —
hombres que habían asaltado y matado al otro lado de la frontera— fue invadido
por los jinetes de otro clan.

Mientras Damen observaba, los recién llegados se dividían a la perfecció n,


cinco jinetes atravesaban el campamento, y diez a cada lado. Al principio, eran
formas mó viles oscuras no identificables. Luego hubo un repentino destello de
luz, dos de los jinetes habían arrebatado ramas medio quemadas por el fuego, y
las dejaron caer en las tiendas de campañ a, cuyas pieles estallaron en llamas.
Iluminada, la escena mostraba que los recién llegados eran mujeres —las
guerreras tradicionales de los clanes— montando ponis que podían saltar como
gamuzas y revolotear alrededor en formaciones como peces en el agua de
corriente clara.

Pero los hombres estaban familiarizados con estas tá cticas, por ser propias
de los clanes. En lugar de disolverse y entrar en pá nico y el desorden, solo
pelearon brevemente antes de que varios de ellos se separaran y llegaran a
duras penas por las rocas y la oscuridad circundante, atacando y buscando
reducir a los arqueros. Otros llegaron a los caballos, y de un salto estaban a
horcajadas.

Era diferente a todo tipo de lucha que Damen conocía; los crueles cortes de
la hoja eran diferentes, la habilidad en el manejo del caballo, el terreno irregular,
las tá cticas de los giros en la oscuridad. Esta era una guerra de clanes en la
noche. En las mismas condiciones, los hombres de Laurent habrían sido
superados en un instante. También lo habría sido una tropa akielense. Los clanes
sabían má s sobre la lucha de montañ a que nadie que estuviera vivo.

210
No estaba aquí para verlos. Tenía su propio propó sito.

Al tener la cabeza pá lida, Laurent fue fá cil de localizar. É l se había dirigido


hacia los má rgenes del campamento, y, mientras que otras personas estaban
luchando por él, él tranquilamente estaba buscando una forma de desatar sus
manos.

Damen salió de la cubierta, le agarró firmemente y le dio la vuelta. Luego


sacó el cuchillo y cortó para liberarle las manos.

Laurent dijo—: ¿Qué es lo que te llevó tanto tiempo?

—¿Vos planeasteis esto? —repuso Damen. No sabía por qué salió como
una pregunta. Por supuesto que Laurent había planeado esto. La segunda parte
no salió como una pregunta—. Arreglasteis un contraataque de las mujeres, y
luego vinieron aquí como cebo para atraer a los hombres. —Luego severamente
— si sabíais que íbamos a ser rescatados…

—Pensé que evadir la tropa akielense nos llevó demasiado lejos de


nuestro camino, y que habíamos fracasado en nuestro encuentro con las
mujeres. É l me golpeó también —dijo Laurent.

—Una vez —dijo Damen. Y arrastró su espada en la direcció n del hombre


que venía hacia ellos. El hombre, esperando una presa, se sorprendió al
encontrar su conocido golpe cortante. Luego estaba muerto. Laurent retiró la
punta del cuchillo de la caja torá cica y el hombre no discutió má s, porque a estas
alturas, el combate quedaba tras ellos.

Laurent, comparado con él, era perspicaz. Adquiriendo la espada corta del
hombre caído del clan, se posicionó él mismo a la izquierda de Damen, que, este
observó sin sorpresa, le dejó hacer todo el pesado combate. Hasta el momento
en que un miembro de un clan atacó por la izquierda y Damen, prepará ndose
para pasar con fuerza sobre los mú sculos de su cara magullada, encontró que

211
Laurent estaba allí, reuniéndose con la hoja del hombre, despachá ndole con
gracia eficaz y apuntalando el lado débil de Damen. É l, desconcertado, se lo
permitió .

A partir de ese momento, lucharon codo con codo. El lugar en el que


Laurent había decidido colocarlos no era un lugar escogido al azar al límite del
combate, era el camino norte del campamento, la misma ruta por la que Damen
había sido llevado. Si Laurent hubiera sido cualquier otro hombre, Damen podría
haber sospechado de él al venir hacia aquí para encontrarle. Debido a que
Laurent era Laurent, la razó n era diferente.

Por esto era la ú nica salida del campamento que no estaba defendida por
mujeres. Tratando de huir, los hombres llegaron de uno en uno y de dos en dos,
cargando hacia ellos. Mejor para todos si ningú n hombre escapaba para contar
su historia al Regente, y así lucharon juntos, matando con eficiente propó sito.
Funcionó , hasta que vino un hombre hacia ellos a galope en un caballo.

Era difícil matar a un caballo a galope con una espada. Era má s difícil
matar al hombre que montaba el caballo, estando alto, arriba, fuera del alcance.
Damen, vio a Laurent cortando el camino del caballo, valorando la situació n
como un problema matemá tico, agarró un puñ ado de la tela en la parte de atrá s
de la chaqueta de Laurent y le sacó con fuerza del camino. El jinete fue asesinado
por una mujer, también a caballo, cabalgando velozmente detrá s de él. El
hombre se dejó caer hacia delante en la silla, mientras su caballo desaceleró y se
detuvo.

A su alrededor, las tiendas habían sido quemadas hasta casi la nada, pero
no había luz suficiente para ver que la victoria emergía. De los hombres del
campamento, la mitad estaban muertos. La otra mitad se habían rendido.
Rendido no era la palabra. Habían sido sometidos, uno por uno, y estaban siendo
atados como prisioneros.

212
El claro de luna y los ú ltimos restos humeantes del fuego: una mujer
distinta había llegado a caballo, flanqueada por dos asistentes, y la estaban
guiando a través del campamento hacia ellos.

—Uno de nosotros tiene que echar un vistazo a los muertos y a los presos,
para asegurarse de que nadie escapó —dijo Damen— viéndola acercarse.

Laurent añ adió —: Yo lo haré. Má s tarde.

Sintió la mano de Laurent envuelta alrededor de su bíceps agarrá ndole


firmemente, y ejerciendo un tiró n.

—Abajo —dijo Laurent.

Damen se puso de rodillas, y Laurent golpeaba los dedos en el hombro de


Damen para mantenerlo allí.

La mujer de los clanes bajó de su robusto caballo. Mostró su condició n con


una gran capa de piel envuelta alrededor de sus hombros. Era mayor que las
otras mujeres, al menos en treinta añ os. Negros ojos y cara de piedra, Damen la
reconoció . Era Halvik.

La ú ltima vez que la había visto, había sido entronizada en un estrado de


pieles, dando ó rdenes. Su voz de pedernal era exactamente como la recordaba,
aunque esta vez cuando habló , lo hizo con un fuerte acento vereciano:

—Volveremos a encender el fuego. Acampamos aquí esta noche. Los


hombres será n custodiados. Una buena lucha, muchos cautivos.

Laurent señ aló —: El líder del clan está muerto.

—Está muerto. —Para Laurent ella añ adió —: Luchá is también. Es una


pena que no tengá is el tamañ o para criar grandes guerreros. Pero no sois
deforme. Vuestra mujer quizá no esté descontenta. —Luego, con un espíritu de
benevolencia—: Vuestra cara está bien equilibrada. —Ella le dio una palmada

213
alentadora en la espalda— tenéis las pestañ as muy largas. Al igual que una vaca.
Venid. Nos sentaremos juntos, beberemos y comeremos carnes. Vuestro esclavo
es viril. Má s tarde dará servicio en el fuego de acoplamiento.

Damen sentía el dolor en su costado izquierdo con cada respiració n, y en


sus brazos, cuando no lo reprimía, era el ligero temblor que se produce en los
mú sculos que han sido restringidos con ataduras durante mucho tiempo, o
apretados por un período prolongado má s allá de sus limitaciones habituales.

Laurent respondió con voz dura e inflexible—: El esclavo no se acostará


en ninguna cama, excepto la mía.

¿Os acoplá is con hombres, al estilo vereciano? —dijo Halvik—. Entonces


será llevado y preparado para vos, se le dará buenos trozos de carne, y hakesh,
de modo que cuando os monte, su resistencia os proporcionará gran placer.
¿Veis? Esta es la hospitalidad vaskiana.

Damen se preparó , reuniendo las fuerzas que le quedaban, para lo que iba
a seguir, pero casi para su sorpresa, no tenía la boca bien abierta y el hakesh se
vertió inmediatamente en su garganta. No se vio forzado a nada. Fue tratado
como un invitado, o al menos, como la posesió n de un invitado, al ser acicalado,
pulido y llevado a donde el invitado lo deseara.

Aquel era el otro lado del campamento, utilizado para lavarle la suciedad
que era el resultado inevitable de un paseo del día durante el cual uno ha sido
tirado al suelo en varias ocasiones por los propios captores, matando luego a
varios de ellos.

Las mujeres le arrojaron cubos de agua, luego le frotaron con cepillos, y


después lo secaron, enérgicamente. Má s tarde le vistieron con taparrabos de un
hombre vaskiano, una sola cinta de cuero atada alrededor de las caderas, y luego

214
entre las piernas, con un panel colgando delante que podría levantarse hacia un
lado para mayor comodidad en el momento oportuno, como una de las mujeres
manifestó amablemente. Se resistió a la demostració n.

En ese momento, el campamento estaba despejado, y las tiendas recién


erigidas parecían globos suavemente brillantes, la luz de las lá mparas en el
interior tornaba las pieles de las tiendas de cá lido oro. Los prisioneros fueron
puestos bajo custodia, la fogata fue reavivada, el estrado erigido. A Damen le
presentaron comida, generosa y cortésmente, también, para su sorpresa.

No tenía ninguna ilusió n de que fuera a ser llevado a la hoguera del


campamento para retozar con Laurent. En todo caso, iba a ser llevado al fuego
para ver a Laurent resultar con alguna inventiva para eludirlo.

Pero no fue llevado a la hoguera del campamento. Lo llevaron a una baja


tienda de campañ a. Vertieron el hakesh en una jarra, y lo colocaron junto a una
copa tallada dentro de la tienda para que bebiera a su antojo. La mujer levantó la
solapa de la tienda con el mismo escaso movimiento que había utilizado en el
taparrabos.

Laurent no estaba dentro de la tienda. Se uniría a él, Damen así lo


entendió , má s tarde.

Laurent ya lo había eludido.

Era una tienda muy pequeñ a; larga y baja, el interior era íntimo, con
gruesas capas de pieles de gamuza, y la parte superior era piel de zorro, tratada
y má s suave que la parte má s vulnerable de un conejo. Y estaba
hospitalariamente equipada para el placer de los hombres. El pie de la tienda
sostenía la jarra de hakesh, una segunda jarra de agua, una lá mpara colgante,
pañ os, y tres pequeñ as botellas tapadas que contenían aceites que no eran para
la lá mpara.

215
Al entrar, Damen pudo sentarse, pero con apenas un pie de sobra por
encima de su cabeza. Si se pusiera de pie, se llevaría la tienda con él. Como no
tenía nada má s que hacer, se acostó sobre las pieles, con la mínima ropa.

Las pieles eran cá lidas y la tienda era un acogedor rincó n para acostarse
con una pareja, pero simplemente era difícil no pensar dó nde estaba, y lo que
podría haber sucedido hoy, si las cosas hubieran salido de manera diferente.
Tendiéndose, dejó que todos los dolores de su cuerpo se asentaran.

Su pie golpeó la tienda con la rodilla todavía doblada. Se movió en una


diagonal. No de esa manera tampoco. En su lado, se topó con el poste de la tienda
a su espalda. Buscando a su alrededor un lugar para poner la pierna izquierda,
soltó un suspiro de diversió n. Tan cansado como estaba, podía ver el humor en
esta situació n. En vista del tamañ o de la tienda, era una suerte que Laurent no
acudiera a unirse a él hasta la mañ ana. Se acurrucó , encontrado una posició n
para todos sus miembros, y dejá ndolos caer pesadamente contra las suaves
pieles y cojines.

Y fue entonces cuando la solapa se levantó sobre la cabeza dorada.

Enmarcado en la entrada, Laurent también se había lavado, secado y


vestido. Su piel era fresca, y estaba envuelto en una capa vaskiana de piel, como
la que Halvik había llevado puesta. A la luz de la lá mpara, parecía una rica
prenda con la que un príncipe podría cubrirse, en un trono.

Damen se incorporó sobre un codo, y apoyó la cabeza en la mano, con los


dedos en el pelo. Vio que Laurent estaba mirá ndole. No observá ndole, como
hacía a veces, sino mirá ndole, como un hombre podría mirar una escultura que
le hubiera llamado la atenció n.

Encontrá ndose con los ojos de Damen, finalmente, Laurent dijo—: Aquí
está la hospitalidad vaskiana.

216
—Es una prenda tradicional. Todos los hombres la usan —dijo Damen,
mirando la capa de piel de Laurent con curiosidad.

Laurent dejó caer la capa de sus hombros. Debajo llevaba una especie de
ropa de cama vaskiana, una tú nica y pantalones de lino blanco muy fino, con una
serie de lazos sueltos en el frente.

—El mío tiene un poco má s de tela. ¿Está s decepcionado?

—Lo estaría —dijo Damen, reordenando sus piernas otra vez— si la


lá mpara no estuviera detrá s de Vos.

El movimiento de Laurent se detuvo, en una pose con una rodilla sobre las
pieles y una palma también, solo por un momento, antes de estirar su cuerpo
junto al de Damen.

A diferencia de Damen, no se acostó completamente sobre las pieles, sino


que se sentó , apoyando su peso sobre sus manos.

Damen señ aló —: Gracias por… —No encontró una manera delicada de
decirlo, así que hizo un gesto en general al interior de la tienda de campañ a.

—¿Hacer valer el derecho de pernada?29 ¿Qué acalorado estás?

—Basta. No bebí el hakesh.

—No estoy seguro de que eso sea exactamente lo que pedí —dijo Laurent.
Su voz tenía la misma cualidad que su mirada—. Esto es estar demasiado cerca.

—Lo suficientemente cerca como para ver las pestañ as —dijo Damen—.
Es una suerte que no tengá is el tamañ o para criar grandes guerreros. —Y
entonces se detuvo. Este era el humor equivocado. Este era el humor si estuviera

29 Durante la Edad Media se denominaba así al privilegio que tenían los señ ores feudales de pasar la noche de bodas con la
esposa del siervo que había contraído matrimonio. El derecho de pernada fue abolido en 1486. Por extensió n, también
significa libertad o prebenda que tiene una persona para actuar como le apetezca, aunque sea cometiendo atropellos o
excesos.

217
aquí con una cá lida y susceptible pareja, alguien que pudiera provocar y atraer
hacia sí, no a Laurent, casto como un cará mbano.

—Mi tamañ o —dijo Laurent— es el habitual. No soy una miniatura. Es un


problema de escala, estar de pie a tu lado.

Era como estar contento por un arbusto espinoso, sintiendo el cariñ o de


cada punzada. Otro segundo e iba a decir algo tan ridículo como eso.

El suave pelaje animal se había calentado con su piel, y miró arriba hacia
Laurent sintiéndose lá nguido y có modo. Sabía que las comisuras de sus labios se
curvaron un poco.

Después de una breve pausa, Laurent dijo, casi con cuidado—: Me doy
cuenta de que en mi servicio no tienes gran oportunidad de seguir las
habituales… vías para la liberació n. Si necesitas hacer uso del fuego de
acoplamiento…

—No —dijo Damen—. No quiero una mujer.

Los tambores fuera sonaban bajos, en un continuo

vibrar. Laurent dijo—: Incorpó rate.

Incorporarse significaba ocupar todo el espacio extra en la tienda. Se


encontró mirando a Laurent, sus ojos pasando lentamente sobre la delicada piel,
la lá mpara oscureciendo sus ojos azules, la curva elegante del pó mulo,
interrumpida por un mechó n de pelo rubio.

Casi no se dio cuenta cuando Laurent sacó una tela de su capa, excepto que
Laurent la sostenía en las manos como una cataplasma, y estaba mirando el
cuerpo de Damen como si estuviera planeando aplicarla con sus propias manos.

—¿Qué está is…? —añ adió .

—No te muevas —dijo Laurent, y levantó la tela.

218
Un golpe de frío, como algo hú medo o congelado se apretó contra su caja
torá cica, justo debajo de su mú sculo pectoral. Sus mú sculos abdominales se
estremecieron ante el contacto.

—¿Estabas esperando un bá lsamo? —dijo Laurent—. Lo trajeron para ti


desde má s arriba de la pendiente.

Hielo. Era hielo envuelto en un pañ o, presionado firmemente en los


moratones de su costado izquierdo. Su caja torá cica subía y bajaba con su
aliento. Laurent se mantuvo firme. Después de la incomodidad inicial, Damen
sintió que el hielo comenzaba a extraer el calor de los moratones, extendiendo
frescos entumecimientos, por lo que los mú sculos tensos de alrededor
comenzaron a relajarse cuando el hielo se derritió .

Laurent señ aló —: Les dije a los miembros del clan que hicieran que
doliera.

—Damen dijo—: Me salvó la vida.

Después de una pausa, Laurent dijo—: Ya que no puedo lanzar una espada.

Damen se apoderó del mismo pañ o, cuando Laurent se retiró . Laurent


señ aló :

—Ahora ya sabes que estos eran los mismos hombres que atacaron
Tarasis. Halvik y sus jinetes escoltará n diez de ellos con nosotros para Breteau, y
desde allí a Ravenel, donde los usaré para tratar de reforzar este punto muerto
abierto en la frontera —Añ adiendo, casi en tono de disculpa—: Halvik recibe el
resto de los hombres, y todas las armas.

Siguió ese pensamiento hasta su conclusió n. —Se ha comprometido a


utilizar las armas para asaltar Akielos al sur, en lugar de en cualquier lugar
dentro de sus fronteras.

219
—Algo así.

—Y en Ravenel, queréis exponer a vuestro tío como el impulsor del ataque.

—Sí —dijo Laurent—. Creo... las cosas está n a punto de llegar a ser muy
peligrosas.

—A punto de llegar a ser —dijo Damen.

—Touars es el que necesita convencerse. Si odiaras Akielos —dijo Laurent


— má s que nada, y te hubieran dado una oportunidad de golpearles como nunca
antes, ¿Qué te lo impediría? ¿Por qué bajarías la espada?

—No lo haría —dijo Damen—. Tal vez si estuviera má s enojado con


alguien má s.

Laurent dejó escapar un extrañ o suspiro, luego miró hacia otro lado. En el
exterior, los tambores eran incesantes, pero parecían como algo lejano, má s allá
del espacio de tranquilidad en la tienda.

—Esta no es la forma en la que tenía planeado pasar la víspera de la


guerra —dijo Laurent.

—¿Conmigo en vuestra cama?

—Y en mis confidencias —dijo Laurent.

Laurent lo dijo cuando sus ojos volvieron a Damen. Por un momento


pareció como si fuera a decir algo má s, pero en vez de hablar apartó la capa
fuera del camino, y se acostó . El cambio en la posició n marcó el final de la
conversació n, aunque Laurent llevó su muñ eca a la frente, como si aú n estuviera
bloqueado en el pensamiento.

É l añ adió —: Mañ ana será un día muy largo. Treinta millas de montañ as,
con los presos. Debemos dormir.

220
El hielo se había derretido, dejando el pañ o hú medo. Damen se lo quitó .
Había gotas de agua en los planos de su torso; las limpió , luego arrojó el pañ o
hasta el otro extremo de la tienda. Era consciente de que Laurent lo miraba de
nuevo mientras yacía relajado, con el pelo pá lido mezclado con la piel suave, y
una línea visible de piel muy fina hasta el final de la libre apertura de sus ropas
de dormir vaskianas. Pero después de un momento Laurent volvió sus ojos a
otro lugar, luego los cerró , y ambos alcanzaron el sueñ o.

221
CAPÍTULO CATORCE

—¡Alteza! Jord, a caballo, les estaba llamando. Estaba acompañ ado por
otros dos jinetes con antorchas, iluminando la oscuridad. —Habíamos enviado
exploradores a buscaros.

—Diles que regresen —dijo Laurent.

Jord tiró de las riendas, asintiendo con la cabeza.

Treinta millas de montañ as, con prisioneros. Le había costado doce horas,
un lento y laborioso viaje con los hombres tambaleá ndose y luchando en las
sillas de montar, en ocasiones aporreados en estupefacta obediencia por las
mujeres. Damen recordó có mo se sentía eso.

Había sido un largo día con un comienzo abstemio. Se había despertado


rígido, con su cuerpo protestando ante cualquier cambio de posició n. Junto a él,
un montó n de pieles notablemente vacías. Nada de Laurent. Todos los signos
que significaran reciente ocupació n habían estado a un palmo de distancia de su
propio cuerpo, sugiriendo una noche pasada a muy cercana distancia, pero no a
una proximidad transgresora: una especie de instinto de autoconservació n al
parecer había impedido a Damen moverse hacia dentro durante la noche, lanzar
su brazo sobre el torso de Laurent y juntarles para hacer que la pequeñ a tienda
de campañ a pareciera má s grande de lo que era.

Como resultado, Damen estaba en posesió n de todos sus miembros, e


incluso llevaba puesta su ropa restaurada. Gracias, Laurent. Caer de bruces en
bruscas pendientes a caballo, no era algo que prefiriera hacer llevando un
taparrabos.

El paseo del día que había seguido, había sido casi inquietantemente
tranquilo. Habían llegado a pendientes má s suaves a media tarde, y —por una

222
vez— no había habido emboscadas o interrupciones. La extensa subida y bajada
de la ladera había sido tranquila, extendiéndose hacia el sur y el oeste, la ú nica
ruptura en su paz, la inverosimilitud de su propia procesió n: Laurent a caballo al
frente de una banda de mujeres vaskianas en ponis lanudos, acompañ ando a sus
diez prisioneros, amarrados y atados y zarandeados en sus caballos.

Ahora era ya el anochecer, y los caballos estaban agotados, algunos de


ellos dejando caer sus cuellos, y los prisioneros hacía tiempo que habían dejado
de luchar. Jord dividió la formació n al lado de ellos.

—Breteau está despejado —estaba diciendo Jord—. Los hombres de Lord


Touars cabalgaron de nuevo a Ravenel esta mañ ana. Nosotros optamos por
quedarnos y esperar. No ha habido ninguna noticia desde ninguna direcció n, de
la frontera o las fortalezas o, de Vos mismo. Los hombres estaban empezando a
ponerse nerviosos. Estará n encantados de vuestro regreso.

—Los quiero listos para cabalgar en la madrugada —dijo Laurent.

Jord asintió con la cabeza y miró impotente a la banda y sus prisioneros.

—Sí, son los hombres que causaron estos ataques fronterizos —señ aló
Laurent— respondiendo a la pregunta que no había hecho.

—No parecen akielenses —dijo Jord.

—No —contestó Laurent.

Jord asintió con gravedad, y llegaron a la cima de la ú ltima subida para ver
las sombras y los puntos de luz del campamento a la hora nocturna.

El aderezo en el relato llegó má s tarde, cuando la historia fue contada una


y otra vez por los hombres, adquiriendo su propio cará cter, mientras ignoraban
el campamento.

223
El Príncipe había salido a caballo, con un solo soldado. En la amplitud de
las montañ as, había perseguido a las ratas responsables de estos asesinatos. Los
había arrancado de sus agujeros escondidos y luchó contra ellos, treinta a uno,
por lo menos. Los había traído vapuleados, azotados y sometidos. Ese era su
Príncipe, un retorcido demonio vicioso con el que nunca jamá s deberías
cruzarte, a menos que quieras que tu garganta te sea entregada en una bandeja.
La razó n por la que una vez él montó un caballo hasta la muerte solo para vencer
a Torveld de Patras como era de esperar.

A los ojos de los hombres la hazañ a se reflejaba como el asunto salvaje e


imposible que era: el Príncipe desapareciendo durante dos días, y luego
apareciendo en la noche con un saco lleno de prisioneros lanzados por encima
del hombro, arrojá ndolos a los pies de su tropa y diciendo: ¿los queríais? Aquí
están.

—Recibiste una paliza —dijo Paschal, después.

—Treinta a uno, por lo menos —dijo Damen.

Paschal resopló . Luego añ adió —: Es bueno que lo estés haciendo,


quedá ndote con él. Permanecer con él, cuando no tienes amor por este país.

En lugar de aceptar las invitaciones a la fogata del campamento, Damen se


vio caminando a los límites del mismo. Detrá s de él, las voces se hicieron
distantes: Rochert decía algo sobre el pelo rubio y el temperamento. Lazar
revivía el duelo de Laurent con Govart.

Breteau parecía muy diferente a la ú ltima vez que Damen lo había visto.
En vez de montones de leñ a quemá ndose, había suelo despejado. Las fosas
medio abiertas estaban llenas. Las lanzas rotas y los signos de combates habían
desaparecido. Las viviendas que fueron dañ adas irreparablemente habían sido
cuidadosamente derribadas para materiales.

224
El campamento en sí era una serie de tiendas de campañ a geométricas
ordenadas situadas al oeste de la aldea. Inclinando la lona fueron tensadas en
rigurosas filas, y en el otro extremo del campamento estaba la tienda de Laurent,
que había sido preparada para él a pesar de su ausencia. Entre la fila de
columnas, los hombres procedieron má s amablemente, con menos caminos
rígidos hacia y desde las fogatas.

No era una victoria. Todavía no. Aú n estaban a un día de cabalgata de


Ravenel. Eso significaba que su ausencia sería de cuatro días, por lo menos.
Suponiendo que fuera con buenos caballos y buenos caminos, el mensajero del
Regente sin duda habría llegado para entonces, superá ndoles a Ravenel al
menos en un día.

Probablemente había sucedido esta mañ ana, mientras que Damen estaba
despertando en una vacía tienda de campañ a, el mensajero accediendo al
pequeñ ísimo patio de la fortaleza, dando paso rá pidamente al gran saló n, y todos
los lores de Ravenel reuniéndose alrededor para escuchar su mensaje. Esto, en
ausencia del príncipe gandul que había salido revoloteando durante una crisis y
no regresó como había prometido, perdiéndose el momento en que la mayoría
necesitaba que se le tomara en consideració n, para forjar decisiones y
determinar acontecimientos. En ese sentido, ya llegaban demasiado tarde.

Pero la procesió n improbable de hoy por las colinas estaba proyectando


un nivel que previamente no había atribuido a Laurent. É l había negociado el
contraataque con Halvik la noche antes de oír las primeras noticias de los
ataques a su frontera. Los mensajes y los sobornos que habían emanado de
Laurent al clan de Halvik habían comenzado días antes de que eso sucediera.
Laurent debió adivinar la forma en que su tío provocaría un conflicto fronterizo,
y había comenzado sus propios preparativos para hacerle frente, con mucha
antelació n.

225
Damen recordó la primera noche en Chastillon, el trabajo descuidado, las
peleas, la ineptitud de los soldados. El Regente había arrojado sobre su sobrino
una turba caó tica de hombres, y Laurent la había convertido en filas ordenadas;
le había dado un capitá n ingobernable, y Laurent le había vencido; había
desatado una fuerza peligrosa en la frontera, y Laurent la había restaurado,
castrado y atado. Contenció n, contenció n y contenció n, ya que cada elemento de
desorden quedó bajo el monumental control de Laurent.

En corazó n, cuerpo y alma, estos hombres pertenecían al Príncipe. Su


trabajo duro y disciplina eran evidentes en cada parte del campamento y el
pueblo de los alrededores.

Damen dejó que el fresco aire de la noche le envolviera, y dejó que se


sintiera hasta los huesos el virtuosismo del que este viaje era una parte, y
también lo lejos que habían llegado.

Y en el aire fresco de la noche, se permitió hacerle frente, de una manera


que antes no se había permitido.

El hogar.

El hogar estaba justo al otro lado de Ravenel. Se acercaba el momento en el


que dejaría Vere.

Como su propio latido del corazó n, sabía los pasos de su regreso. Escapar
lo conduciría a través de la frontera de Akielos, donde cualquier herrero estaría
dispuesto a llevarse el oro de las muñ ecas y el cuello. El oro le compraría el
acceso a sus seguidores del norte, el má s fuerte de los cuales era Nikandros, cuya
hostilidad implacable hacia Kastor era de larga permanencia. Entonces tendría la
fuerza para cabalgar al sur.

Miró a la tienda de Laurent de sedas, las banderolas desplegadas en la


brisa, sus destellos ondulantes. Las distantes voces de los hombres se ampliaban

226
brevemente, luego se alejaban. No sería así. Sería una campañ a sistemá tica en
movimiento hacia el sur, hacia Ios, basá ndose en el apoyo que tenía de las
facciones kyroi. No robaría el campamento por la noche para hacer que los
planes evolucionaran a la locura, ni se vestiría con ropa desconocida para forjar
alianzas con los clanes renegados, ni lucharía junto a los guerreros montados a
caballo, capturando bandidos improbablemente en las montañ as.

No sería así de nuevo.

Laurent estaba sentado con el codo sobre la mesa, estudiando un mapa,


cuando Damen entró en la tienda.

Había braseros calentando el espacio; las lá mparas iluminaban con el


resplandor de una ligera llama.

—Una noche má s —dijo Damen.

—Mantener vivos a los presos, dejar a las mujeres aparte, guardar a mis
hombres de ellas —dijo Laurent, como si recitara una lista de verificació n—. Ven
aquí y habla de geografía.

Llegó cuando se lo pidió , y tomó asiento frente a Laurent, frente al mapa.

Laurent deseaba discutir —de nuevo, y en meticuloso detalle— cada


pulgada de tierra entre aquí y Ravenel, así como a lo largo de la secció n noreste
de la frontera. Damen preguntó todo lo que ya sabía, y hablaron durante varias
horas, haciendo comparaciones sobre la calidad de las pendientes y el terreno
con el país por el que acababan de cabalgar.

El campamento fuera había caído en el profundo silencio de la noche,


cuando Laurent finalmente retiró su atenció n del mapa y dijo—: Está bien. Si no
nos detenemos ahora, estaremos toda la noche así.

227
Damen le vio levantarse. Laurent no tendía a mostrar a nadie los signos
externos habituales de fatiga. El control que afirmó y mantuvo sobre la tropa era
una extensió n del control con el que se gobernaba a sí mismo. Existía algú n
intercambio. Palabras, tal vez. La mandíbula de Laurent estaba magullada, una
huella amarillo-grisá cea donde el líder del clan le había golpeado. Laurent tenía
el tipo de piel fina y piel de linaje que se magullaba como suave fruta al tacto. La
luz artificial jugaba sobre Laurent mientras distraídamente llevó la mano a la
muñ eca para comenzar aflojando el cordó n allí.

—Bueno —dijo Damen—. Permitidme.

Por costumbre Damen se levantó , caminó hacia él y dejó que sus dedos
trabajaran con los cordones de las muñ ecas de Laurent, y luego a su espalda. La
chaqueta se abrió como una cá scara de guisante, y la quitó .

Liberado del peso de la chaqueta, Laurent movía su hombro, como hacía a


veces después de un largo día en la silla de montar. Instintivamente, Damen
llevó la mano para apretar suavemente el hombro de Laurent —y luego se
detuvo—. Laurent se quedó muy quieto, mientras Damen se dio cuenta de lo que
acababa de hacer, y de que estaba todavía rozá ndole el hombro. Sintió los
mú sculos tensos como la dura madera bajo su mano.

—¿Agarrotado? —dijo Damen, casualmente.

—Un poco —dijo Laurent, después de un momento en el que el corazó n de


Damen latió dos veces contra el interior de su pecho.

Damen llevó la otra mano hasta el otro hombro de Laurent, má s para


evitar que este se volviera bruscamente, o que le apartara. Se puso de pie detrá s
de él, y mantuvo su impasible presió n tan impersonal como pudo hacerlo.

Laurent dijo—: ¿Los soldados del ejército de Kastor son entrenados para
dar masajes?

228
—No —contestó Damen—. Pero creo que los rudimentos son fá ciles de
dominar. Si os gusta.

Aplicó una suave presió n con los pulgares. Añ adió —: Me trajisteis hielo,
anoche.

—Esto —dijo Laurent— es un poco má s… —era una palabra de agudo


sentido—: …íntimo —dijo— que el hielo.

—¿Demasiado íntimo? —preguntó Damen. Lentamente, fue amasando los


hombros de Laurent.

No solía pensar de sí mismo como alguien con impulsos suicidas. Laurent


no se relajó en absoluto, se quedó inmó vil.

Y entonces, con las yemas de sus pulgares, un mú sculo se movió por


debajo de la presió n, desbloqueando una secuencia todo el camino abajo por la
espalda de Laurent. Este dijo, de mala gana, —Yo... ya está .

—¿Ya?

—Sí.

Sintió a Laurent sutilmente ceder a sus manos; sin embargo, al igual que
un hombre que cierra los ojos al borde de un acantilado, fue un acto de continua
tensió n, no una rendició n. El instinto mantuvo los movimientos de Damen sin
desviaciones, utilitario. Respiró con cuidado. Podía sentir toda la estructura de la
espalda de Laurent: la curvatura de sus hombros, y entre ellos, bajo las manos de
Damen, los planos inflexibles que, cuando Laurent utilizaba una espada, estarían
trabajando el mú sculo.

El lento masaje continuó ; hubo otro movimiento en el cuerpo de Laurent,


otra ligera acció n medio reprimida.

—¿Os gusta esto?

229
—Sí.

La cabeza de Laurent había caído un poco hacia delante. Damen no tenía ni


idea de lo que estaba haciendo. Era lejanamente consciente de que había tenido
en sus manos el cuerpo de Laurent una vez antes, y no lo podía creer, porque
parecía ciertamente imposible ahora; sin embargo, aquel momento se sintió
conectado a éste, aunque solo fuera en contraste, su actual precaució n contra la
forma imprudente en que había dejado que sus manos se deslizaran sobre la piel
mojada de Laurent.

Damen miró hacia abajo y vio la forma en la que la tela blanca se movió
ligeramente bajo sus pulgares. La camisa de Laurent colgaba de su cuerpo, una
masa comprimida. Entonces los ojos de Damen viajaron a lo largo de la
equilibrada nuca, a una mecha de cabellos de oro escondidos detrá s de una
oreja.

Damen dejó que sus manos se movieran solo lo suficiente para buscar
nuevos mú sculos que desentumecer. En el cuerpo de Laurent, siempre, vibraba
esa tensió n.

—¿Es tan difícil relajarse? —dijo Damen, en voz baja—. Solo tenéis que
salir para ver lo que habéis logrado. Esos hombres son vuestros. —No prestó
atenció n a las señ ales, el ligero endurecimiento—. Pase lo que pase mañ ana,
habéis hecho má s de lo que nadie podría…

—Ya es suficiente —dijo Laurent, apartá ndose de forma inesperada.

Cuando Laurent se volvió hacia él, sus ojos eran oscuros. Sus labios se
separaron con incertidumbre. Había levantado la mano a su hombro, como si
persiguiera un toque fantasma allí. No parecía exactamente relajado, pero el
movimiento sí parecía un poco má s fá cil. Como si se diera cuenta de eso, Laurent
dijo, casi con torpeza—: Gracias —Y luego, en reconocimiento iró nico:

230
—Estar atado deja huella. No me di cuenta de que ser capturado fuera tan
incó modo.

—Bueno, lo es. —Las palabras sonaron casi normales.

—Prometo que nunca te ataré al lomo de un caballo —dijo Laurent.

Hubo una pausa en la que la mordaz mirada de Laurent estaba sobre él.

—Está bien, todavía soy cautivo —dijo Damen.

—Tus ojos dicen—: Por ahora —dijo Laurent—. Tus ojos siempre han
dicho “Por ahora”. —Y luego—: Si fueras una mascota, te habría regalado lo
suficiente de momento para comprar tu contrato, muchas veces.

—Yo todavía estaría aquí —dijo Damen, —con Vos. Os dije que llegaría
hasta el final de este conflicto en la frontera, hasta que acabe. ¿Creéis que me
volvería atrá s en mi palabra?

—No —dijo Laurent, casi como si se diera cuenta de eso, por primera vez
—. No creo que lo hicieras. Pero sé que no te gusta. Recuerdo cuá nto te
enloquecía en el palacio estar atado e impotente. Ayer me sentí tan mal que
quería golpear a alguien.

Damen encontró que se había movido sin darse cuenta, sus dedos se
levantaron para tocar el borde magullado de la mandíbula de Laurent. É l dijo—:
El hombre que os hizo esto.

Las palabras simplemente salieron. La calidez de la piel bajo sus dedos en


ese momento llevó toda su atenció n, antes de que fuera consciente que Laurent
se había sacudido hacia atrá s y lo miraba fijamente, con las pupilas enormes de
sus ojos azules.

Damen pronto se dio cuenta de lo fuera de control que estaba —se sentía
— e invocó con violencia a sus facultades para tratar de poner fin a esto.

231
—Lo siento. Yo... debí haberme dado cuenta. —Se obligó a sí mismo a dar
un paso atrá s también. É l dijo—: Creo... que será mejor que informe al vigilante.
Puedo hacer un turno esta noche.

Se dio la vuelta para irse, y llegó todo el camino hasta la entrada de la


tienda. La voz de Laurent le alcanzó con la mano dividiendo la lona.

—No. Espera. Yo... espera.

Damen se detuvo y se volvió . La mirada de Laurent bordeaba una emoció n


indescifrable, y su mandíbula se fijó en un nuevo á ngulo. El silencio se prolongó
durante má s tiempo que las palabras; cuando llegaron, fueron una sacudida.

―Lo que Govart dijo sobre mi hermano y yo... no era cierto.

—Nunca pensé que lo fuera —dijo Damen, con inquietud.

—Quiero decir que lo que fuera... cualquier mancha que exista en mi


familia, Auguste estaba libre de ella.

—¿Mancha?

—Quería decirte eso, porque tú —dijo Laurent, como si estuviera forzando


a las palabras— tú me recuerdas a él. É l era el mejor hombre que he conocido.
Te mereces saber eso, como te mereces al menos un justo... En Arles, te he
tratado con maldad y crueldad. No te insultaré al intentar expiar los hechos con
palabras, pero no te trataría de esa manera de nuevo. Estaba enojado. Enojado,
esa no era la palabra. —Era desgarrado; un silencio irregular siguió .

Laurent dijo firmemente—: ¿Tengo tu juramento de que llegará s a esta


escaramuza fronteriza hasta su final? Entonces tienes el mío: quédate conmigo
hasta que termine esto, y te quitaré los puñ os y el collar. Te liberaré de buena
gana. Podemos enfrentarnos como hombres libres. Lo que quiera que esté a
punto de suceder entre nosotros puede hacerse entonces.

232
Damen se lo quedó mirando. Sintió una extrañ a presió n en el pecho. La luz
de la lá mpara apareció para moverse y parpadear.

—No es un truco —dijo Laurent.

—Me dejaríais ir —dijo Damen.

Esta vez fue Laurent quien se quedó en silencio, mirá ndole de nuevo.

Damen añ adió —: ¿Y… hasta entonces?

—Hasta entonces, tú eres mi esclavo y yo soy tu Príncipe, y eso es lo que


hay entre nosotros. —Luego, con una vuelta a su tono má s usual—: Y no es
necesario que hagas el turno —dijo Laurent—. Duerme prudentemente.

Damen buscó su rostro, pero no halló nada en él que pudiera leer, lo que,
supuso, al levantar las manos a los cordones de su propia chaqueta, era típico.

233
CAPÍTULO QUINCE

Mucho antes del amanecer, estaba despierto.

Había tareas que desempeñ ar, dentro de la tienda y fuera de ella. Antes de
levantarse y llevarlas a cabo, se tendió durante largo tiempo con un brazo en la
frente, con la camisa abierta, la ropa de cama en su jergó n dispersa a su
alrededor, mirando los largos pliegues colgantes de la tela de seda.

En el exterior, cuando salió , cualquier signo de actividad todavía no era el


de la vigilia, sino una extensió n del trabajo que continuaba en un campamento
durante la noche: los hombres atendiendo las antorchas y fogatas, el ritmo
silencioso de la vigilancia, los exploradores desmontando e informando a sus
comandantes nocturnos, que estaban también despiertos.

En cuanto a él, comenzó su primer trabajo preparando la armadura de


Laurent, extendiendo cada pieza, tirando con fuerza de cada correa,
comprobando cada remache. El intrincado metal trabajado con sus bordes
acanalados y cenefas decorativas era tan familiar como la suya propia. Había
aprendido a manejar armas verecianas.

Se volvió hacia el inventario que debía hacer de las armas: comprobar que
cada hoja estuviera impecablemente sin rasguñ os y marcas; comprobar que las
empuñ aduras y pomos estuvieran lisas de cualquier cosa que se pudiera
enganchar u obstaculizar; comprobar que no hubiera ningú n cambio en el
equilibrio que pudiera incluso por un momento desconcertar al hombre que la
empuñ aba.

Volviéndose, encontró la tienda vacía. Laurent le había dejado temprano


por algú n asunto. El campamento a su alrededor todavía estaba cubierto de
oscuridad, con las tiendas cerradas, sumergidos en la dicha del sueñ o. Los

234
hombres, lo sabía, estaban anticipando que el cabalgar hacia Ravenel tuviera el
mismo tipo de aprobació n con la que Laurent había cabalgado a su propio
campamento: vítores para los hombres que trajeron a los delincuentes con una
cuerda.

A decir verdad, a Damen le resultó difícil imaginar có mo exactamente


Laurent usaría a sus prisioneros para persuadir a Lord Touars a abandonar la
lucha. Laurent era bueno en persuadir, pero hombres como Touars tenían muy
poca paciencia para hablar. Incluso si los Señ ores verecianos fronterizos
pudieran ser persuadidos, los comandantes de Nikandros estaban agitando sus
espadas. Má s que agitarlas. Había habido ataques a ambos lados de la frontera y
Laurent había visto los movimientos de las fuerzas akielenses con sus propios
ojos, mientras Damen también lo había hecho.

Hace un mes, habría esperado, al igual que los hombres, a que los
prisioneros fueran arrastrados ante Touars, para proclamar la verdad en voz
alta, y exponer los tratos del Regente ante todos. Ahora... Damen solo podría con
la misma facilidad prever a Laurent negando cualquier conocimiento del
culpable, dejando que Touars siguiera su propio camino hasta el Regente,
prá cticamente podía ver los ojos azules de Laurent con preocupació n fingida por
la verdad, seguida por sus ojos azules de fingida sorpresa cuando esta fuera
revelada. La bú squeda en sí funcionaría como una tá ctica dilatoria, revelaría
cosas, llevaría su tiempo.

El engañ o y el doble juego, parecía suficientemente vereciano. Incluso


pensó , si Laurent lo llevara a cabo para su propó sito, se podría hacer.

¿Y después? ¿La revelació n del Regente, culminaría con la noche en la que


Laurent se le acercara y lo liberara con sus propias manos?

Damen se encontraba má s allá de los límites de las filas de tiendas de


campañ a, con Breteau siempre en silencio detrá s de él. Pronto vendría el alba,

235
los primeros sonidos de las gargantas de los pá jaros, el cielo cada vez má s ligero
y las estrellas desaparecerían cuando saliera el sol. Cerró los ojos, sintiendo su
pecho subir y bajar.

Debido a que era imposible, se permitió imaginar, solo una vez, có mo sería
hacer frente a Laurent como un hombre... si no hubiera habido animosidad entre
sus países, un Laurent viajando a Akielos como parte de una embajada, y Damen
con la atenció n atrapada superficialmente por el pelo rubio. Asistirían a
banquetes y deportes juntos, y Laurent... le había visto con aquellos que
frecuentaba, encantador y cortante sin ser letal; y él era lo suficientemente
honesto consigo mismo para admitir que si hubiera encontrado a Laurent de ese
modo, con esas pestañ as doradas y los comentarios punzantes, bien podría
haberse hallado él mismo en algú n peligro.

Sus ojos se abrieron. Oyó el ruido de jinetes.

Siguiendo el sonido, se abrió paso entre los á rboles y se encontró justo en


el borde del campamento vaskiano. Dos mujeres jinetes justo avanzaban en
sudorosos caballos, y otro se marchaba. Recordó que Laurent había pasado
algú n tiempo en negociaciones y relaciones con las vaskianas la ú ltima noche.
Recordó que se suponía que no había hombres que tuvieran que venir aquí, justo
cuando una punta de lanza apareció en su camino, se mantuvo estable.

Levantó las manos en un gesto de rendició n. La mujer que tenía la lanza no


le atravesó con ella. En cambio, le dirigió una larga mirada especulativa, y luego
le hizo un gesto hacia adelante. Con la lanza a su espalda, entró en el
campamento.

A diferencia del campamento de Laurent, el vaskiano estaba activo. Las


mujeres ya estaban despiertas, y estaban tratando el asunto de desatar a sus
catorce prisioneros de sus restricciones nocturnas y volverlos a atar durante el
día que estaba por venir. Y algo má s ocupaba su atenció n. Damen vio que le

236
llevaban ante Laurent, de fondo se oía el diá logo de las dos jinetes que habían
desmontado y estaban de pie al lado de sus agotados caballos. Cuando Laurent le
vio, concluyó su asunto, y se acercó . La mujer con la lanza se había ido.

Laurent dijo—: Me temo que no tienes tiempo.

El tono era límpido. Damen contestó —: Gracias, pero vine porque he oído
los caballos.

Laurent añ adió —: Lazar dijo que vino porque tomó un camino equivocado.

Hubo una pausa, en la que Damen descartó varias respuestas. Finalmente,


igualando el tono de Laurent—: Ya veo. ¿Preferís privacidad?

—No podría aunque quisiera. Un lote de vaskianas rubias conseguiría


realmente desheredarme. Nunca lo he hecho —dijo Laurent— con una mujer.

—Es muy agradable.

—Tú lo prefieres.

—En su mayor parte.

—Las mujeres eran las preferidas de Auguste. Me dijo que me


acostumbraría a ello. Le dije que él conseguiría herederos y yo leería libros. Yo
tenía... ¿nueve? ¿Diez? Pensé que ya estaba crecido. Los peligros del exceso de
confianza.

A punto de dar una respuesta, Damen se detuvo. Que Laurent pudiera


hablar, interminablemente, así, lo sabía. No siempre era evidente lo que había
detrá s de la conversació n, pero a veces lo era.

Damen dijo—: Podéis estar tranquilo. Ya está is preparado para


enfrentaros a Lord Touars.

237
Observó a Laurent detenerse. La luz era azul oscura ahora en lugar de un
grado cada vez má s luminosa; podía distinguir el pelo claro de Laurent, aunque
no su rostro.

Damen recordó que había algo que, durante mucho tiempo, había querido
preguntar.

—No entiendo có mo vuestro tío os ha hecho retroceder hasta aquí en una


esquina. Podéis superarle en el juego. He visto que lo hacéis.

Laurent dijo—: Tal parece que pueda superarle en el juego ahora. Pero
cuando comenzó este juego yo... era má s joven.

Llegaron al campamento. Las primeras voces provenían de las filas de las


tiendas. La tropa, a la luz gris, comenzó a despertar.

Má s joven. Laurent había tenido catorce añ os en Marlas. O... Damen


retrocedió meses en su pensamiento. La batalla se había librado a principios de
primavera, Laurent llegó a su madurez a finales de primavera. Así que, no. Má s
joven. Trece, al principio de los catorce añ os.

Trató de imaginar a Laurent a los trece añ os, y fracasó totalmente al


intentarlo. Fue tan imposible como imaginarle luchando contra él en la batalla a
esa edad, ya que era de esperar que estuviera alrededor detrá s de un hermano
mayor al que adoraba. Era imposible imaginarle adorando a nadie.

Las carpas fueron desmontadas, los hombres subieron en sus monturas. La


visió n de Damen era una de una espalda recta y una cabeza rubia de color má s
claro que los ricos dorados del Príncipe que había enfrentado hace tantos añ os.

Auguste. El ú nico hombre honorable en un campo traicionero.

El padre de Damen había invitado al heraldo vereciano a su tienda de


buena fe. Había ofrecido a los verecianos términos justos: rendició n de sus

238
tierras y de su vida. El heraldo había escupido en el suelo y dijo: «Vere nunca se
rendiría a Akielos», incluso cuando los primeros sonidos de un ataque vereciano
habían venido de fuera. Atacar bajo pretexto de parlamentar: la afrenta
definitiva al honor, con los reyes en el campo.

«Puedes luchar contra ellos», había dicho su padre. «No confíes en ellos». Su
padre había tenido razó n. Y su padre había estado preparado.

Los verecianos eran cobardes y mentirosos; deberían haberse dispersado


cuando su tramposo ataque reunió toda la fuerza del ejército akielense. Pero por
alguna razó n, no habían caído en la primera señ al de una verdadera lucha, se
habían mantenido firmes, y habían mostrado cará cter, y, hora tras hora, habían
luchado, hasta que las líneas akielenses habían empezado a caer y fallar.

Y su general no era el Rey, era el Príncipe de veinticinco añ os, que ocupaba


el campo.

«Padre, puedo vencerlo», le había dicho.

«Entonces, ve», su padre había contestado, «y tráenos de vuelta la victoria».

El campo se llamaba Hellay y Damen conocía casi cada pulgada en un


mapa familiar, estudiado a la luz de la lá mpara ante una cabeza dorada inclinada.
Discutiendo sobre la calidad de la tierra aquí con Laurent anoche había dicho—:
No ha sido un verano duro. Habrá campos de hierba, suaves para los jinetes si
tenemos que salir del camino. —Resultó ser cierto. La hierba era espesa y suave
a cada lado de ellos. Las colinas rodaban delante de ellos, fluyendo una tras otra,
y también las había hacia el este.

El sol se elevó al cielo. Habían cabalgado desde la salida antes del


amanecer, pero en el momento en el que llegaron a Hellay había un mucha luz

239
como para diferenciar la cuesta de lo plano, la hierba del cielo, el cielo de lo que
había por debajo de él.

El sol brillaba sobre ellos mientras la cresta de la colina del sur se


destacaba: una línea en movimiento que se espesaba y comenzó a destellar de
plata y rojo.

Damen, cabalgando a la cabeza de la columna, tiró de las riendas y hacia un


lado, y Laurent junto a él hizo lo mismo, sin apartar los ojos de la colina del sur.
La línea ya no era una línea tan larga, eran formas, formas reconocibles y Jord
estaba pidiendo a la amplia tropa que se detuviera.

Rojo. Rojo, el color de la Regencia, se garabateaba sobre la iconografía de


los fuertes fronterizos, agrandá ndose, agitá ndose. Estos eran los emblemas de
Ravenel. No solo los estandartes, sino los hombres y jinetes, fluían sobre la
colina como el vino de una copa a rebosar, manchando y oscureciendo sus
laderas, y extendiéndose.

Por ahora, las columnas eran visibles. Era posible estimar un nú mero
aproximado, quinientos o seiscientos jinetes, dos lotes de columnas de infantería
de ciento cincuenta hombres. A juzgar por lo que Damen había visto en los
alojamientos en el fuerte, en realidad esto era un pleno contingente de caballos
de Ravenel, y una menor pero sustancial parte de su infantería. Su propio caballo
se movió caprichosamente debajo de él.

En el momento siguiente, al parecer, las pendientes a su derecha también


agrandaron las figuras, mucho má s cercanas —lo suficientemente cerca como
para reconocer la forma y colores distintivos de los hombres—. Era el
destacamento que Touars había enviado a Breteau, que había partido hacía un
día. No se había ido, estaba aquí, esperando. Añ adiendo otros doscientos al
nú mero.

240
Damen podía sentir la tensió n nerviosa de los hombres que tenía detrá s,
rodeados por los colores de tal forma que la mitad de ellos hasta de sus huesos
desconfiaba, y eran superados en nú mero de diez a uno.

Las fuerzas de Ravenel en la colina comenzaron a dividirse ensanchá ndose


en forma de V.

—Se está n moviendo para rodearnos. ¿Nos han tomado por una tropa
enemiga? —dijo Jord, confundido.

—No —señ aló Laurent.

—Todavía hay un camino abierto para nosotros, hacia el norte —apuntó


Damen.

—No —dijo Laurent.

Un puñ ado de hombres se separó de la columna principal de Ravenel, y


empezó a venir justo hasta ellos.

—Vosotros dos —dijo Laurent, y clavó los talones en su caballo.

Damen y Jord siguieron, y cabalgaron a lo largo de los largos campos de


hierba, para satisfacer a Lord Touars y a sus hombres.

En forma y protocolos, desde el principio, eso era equivocado. Sucedía a


veces entre dos fuerzas donde había algú n parlamento entre los mensajeros, o
reuniones entre los principales, para una ú ltima discusió n sobre las condiciones
o posturas antes de una pelea. Galopando por el campo, Damen sentía en sus
huesos un malestar por la declaració n de los acuerdos en tiempo de guerra,
agravado por el tamañ o de la partida que cabalgaba para reunirse, y por los
hombres que la formaban.

241
Laurent frenó . La partida era dirigida por Lord Touars, a su lado el
Consejero Guion y Enguerran, el Capitá n. Detrá s de ellos había doce soldados a
caballo.

—Lord Touars —dijo Laurent.

No hubo preá mbulo. —Habéis visto nuestras fuerzas. Vendréis con


nosotros.

Laurent expuso—: Supongo que desde nuestra ú ltima reunió n, has


recibido noticias de mi tío.

Lord Touars no dijo nada, tan impasible como los jinetes embozados en
capas y armados que tenía detrá s de él, así que fue Laurent, extrañ amente, quien
tuvo que romper el silencio y hablar.

Laurent habló —: Ir contigo ¿con qué propó sito?

La cara llena de cicatrices de Lord Touars era fría, con desprecio. —


Sabemos que habéis pagado sobornos a los jinetes vaskianos. Sabemos que sois
esclavo del akielense, y que habéis conspirado con Vask para debilitar a vuestro
país con incursiones y ataques fronterizos. El buen pueblo de Breteau sucumbió
a uno de tales ataques. En Ravenel, seréis juzgado y ejecutado por traició n.

—Traició n —dijo Laurent.

¿Podéis negar que tenéis bajo vuestra protecció n a los hombres


responsables de los ataques, y que los habéis entrenado en un intento de arrojar
la culpa sobre vuestro tío?

Las palabras cayeron como el golpe de un hacha. «Podéis superarle en el


juego», Damen había dicho, pero habían pasado largas semanas desde que se
había enfrentado al poder del Regente. Se le ocurrió , escalofriantemente, que la
captura de hombres podría haber sido pensada para este momento, pero no por

242
Laurent. Laurent, que había, por consiguiente, traído a Touars la soga para que
le colgaran.

—Yo puedo negar cualquier cosa que quiera —dijo Laurent— a falta de
pruebas.

—É l tiene la prueba. Tiene mi testimonio. Lo vi todo. —Un jinete fue


empujado intrusivamente desde detrá s de los otros, bajando la capucha de su
capa mientras hablaba. Parecía diferente en una armadura aristó crata, con sus
rizos oscuros acicalados y peinados, pero la hermosa boca era familiar, como la
voz antagó nica y la mirada belicosa en sus ojos. Era Aimeric.

La realidad se inclinó ; un centenar de momentos inocuos se mostraron


bajo una luz diferente. Cuando la comprensió n se reveló como un peso frío en el
estó mago de Damen, Laurent ya estaba en movimiento —sin hacer ningú n tipo
de pulida réplica— excepto tirar de la cabeza de su caballo, plantando su
montura enfrente de la de Jord, y diciendo—: Vuelve a la tropa. Ahora.

La piel de Jord palideció , como si acabara de sufrir un golpe de una espada.


Aimeric observó con su cabeza en alto, pero no dio a Jord ninguna atenció n
particular. El rostro de Jord estaba desgarrado en carne viva con la traició n y la
culpabilidad afectada mientras arrastraba su mirada de Aimeric y se encontró
con los ojos duros, implacables, de Laurent.

La culpa, una brecha de fe que llegó al corazó n de su tropa. ¿Cuá nto tiempo
había estado ausente Aimeric, y por cuá nto tiempo, por lealtad equivocada,
había estado Jord cubriéndole?

Damen siempre había pensado que Jord era un buen capitá n, y todavía lo
era en ese momento: con la cara pá lida, Jord no puso excusas, y no demandó
ninguna de Aimeric, pero hizo lo que le ordenaron, en silencio.

243
Y entonces Laurent se quedó solo, ú nicamente con su esclavo a su lado, y
Damen sentía la presencia de todos los filos de una espada, cada punta de la
flecha de cada soldado dispuesto en la colina; y de Laurent, quien levantó sus
fríos ojos azules a Aimeric como si esas cosas no existieran.

Laurent habló —: Me tienes como enemigo para eso. No vas a disfrutar de


la experiencia.

Aimeric contestó —: Vos vais a la cama con los akielenses. Les dejá is que os
follen.

—¿Al igual que tú dejaste que Jord lo hiciera? —dijo Laurent—. Excepto
que realmente dejaste que te follara. ¿Tu padre te dijo que hicieras eso, o fue de
tu propia inspirada cosecha?

—Yo no traiciono a mi familia. No soy como Vos —dijo Aimeric—. Odiais a


vuestro tío. Teníais naturales sentimientos por vuestro hermano.

—¿A los trece añ os? —Desde los fríos ojos azules hasta la punta de sus
botas lustradas, Laurent no podía haber parecido menos capaz de sentimientos
por nadie—. Al parecer fui aú n má s precoz que tú .

Esto pareció enfurecer má s a Aimeric. —Pensasteis que ibais a libraros de


todo. Yo quería reírme en vuestra cara. Lo habría hecho si mi estó mago no se
hubiera retorcido por serviros.

Lord Touars dijo—: Vais a venir con nosotros de buena gana, o vendréis
después de haber sometido a vuestros hombres. Tenéis una opció n.

Laurent se quedó en silencio al principio. Sus ojos escudriñ aron las tropas
en formació n, el contingente de caballería le flanqueaba en dos partes, y también
el complemento completo de infantería, contra el cual su propio pequeñ o grupo,
en nú mero nunca tuvo significancia para librar una guerra.

244
Un juicio enfrentando su palabra contra la de Aimeric sería una burla, pues
entre estos hombres, Laurent no tenía buen nombre con el que defenderse.
Estaba en manos de la facció n de su tío. En Arles, sería peor, el Regente mismo
enturbiaría la reputació n de Laurent. Cobarde. Ningú n talento. Indigno para el
trono.

No iba a pedir a sus hombres que murieran por él. Damen lo sabía, como
sabía, con una sensació n de dolor en el pecho, que lo harían si él se lo pidiera.
Esta turba de hombres, que no hace mucho había estado dividida, holgazana y
desleal, lucharía hasta la muerte por su Príncipe, si él se lo pidiera.

—Si me someto a tus soldados, y me entrego a la justicia de mi tío —dijo


Laurent— ¿qué les sucederá a mis hombres?

—Vuestros crímenes no son los de ellos. No habiendo cometido ningú n


mal, excepto la lealtad, se les dará su libertad y la vida. Será n separados, y las
mujeres será n escoltadas a la frontera vaskiana. El esclavo será ejecutado, por
supuesto.

—Por supuesto —dijo Laurent.

El consejero Guion habló . —Vuestro tío nunca diría esto —dijo frenando al
lado de su hijo Aimeric—. Así que yo lo haré. Por lealtad a vuestro padre y a
vuestro hermano, vuestro tío os ha tratado con indulgencia que nunca
merecisteis. Lo habéis pagado con desdén y desprecio, con negligencia en
vuestras funciones, y con indiferencia insensible por la vergü enza que traéis a
vuestra familia. Que vuestra naturaleza egoísta os ha llevado a la traició n no me
sorprende, pero ¿có mo pudisteis traicionar la confianza de vuestro tío, después
de la amabilidad con que os la ha prodigado?

—La bondad desmesurada del tío —dijo Laurent—. Lo juro, fue

fá cil. Guion dijo—: No mostrá is ningú n remordimiento en absoluto.

245
—Hablando de negligencia —contestó Laurent.

Levantó la mano. En un largo camino detrá s de él, dos mujeres vaskianas


se separaron de su tropa y comenzaron a caminar hacia adelante. Enguerran
hizo un gesto de preocupació n, pero Touars le ordenó retirarse —dos mujeres
apenas daba igual en este caso de una manera u otra—. A la mitad del camino de
su aproximació n, se podía ver que una de las sillas de montar de la mujer estaba
hinchada, y entonces pudo ver por lo que estaba así.

—Tengo algo tuyo. Te reprendería en tu descuido, pero solo he recibido


una lecció n sobre las formas en la que la basura de una tropa puede deslizarse
de un campo a otro.

Laurent dijo algo en vaskiano. La mujer volcó el bulto de su caballo en la


tierra, como agitando el contenido de un paquete no deseado.

Era un hombre, de pelo castañ o y atado en las muñ ecas y los tobillos, como
un jabalí a un poste después de una cacería. Su rostro estaba cubierto de
suciedad, excepto cerca de la sien, donde su cabello se agrupaba con sangre seca.

No era miembro de ningú n clan.

Damen recordó el campamento vaskiano. Había catorce presos hoy,


cuando ayer habían sido diez. Miró fijamente a Laurent.

—Si pensá is —dijo Guion— que una ú ltima torpe jugada con un rehén nos
detendrá o disminuirá la orden de entregaros a la justicia que os merecéis, está is
equivocado.

Enguerran dijo—: Es uno de nuestros exploradores.

—Son cuatro de vuestros exploradores —dijo Laurent.

246
Uno de los soldados saltó de su caballo y se fue de rodillas al lado de la
armadura del preso, cuando Touars, frunciendo el ceñ o ante Enguerran, dijo—:
¿Los informes van retrasados?

—Desde el este. No es raro, cuando el terreno es tan amplio —dijo


Enguerran.

El soldado abrió las ataduras en las manos y los pies del prisionero, y
mientras tiraba de la mordaza, el prisionero se tambaleó en una posició n
sentada con los movimientos atontados de un hombre recién salido de las duras
ataduras.

Con la voz espesa—: Mi señ or… una fuerza de hombres hacia el este, a
caballo para interceptaros en Hellay…

—Esto es Hellay —dijo el Consejero Guion, con aguda impaciencia, cuando


el capitá n Enguerran miró a Laurent con una expresió n diferente.

—¿Qué fuerza? —La voz repentina de Aimeric era fina y afilada.

Y Damen recordó una persecució n a través de una azotea, pasando ropa


lavada por encima de los hombres de abajo mientras el cielo por encima fluía
con estrellas…

—Vuestra chusma de alianzas de clanes, o mercenarios akielenses, sin


duda.

…Recordó un mensajero barbudo cayendo de rodillas en una habitació n de


la posada…

—Te gustaría eso, ¿no? —dijo Laurent.

…Recordó a Laurent murmurando íntimamente a Torveld en un balcó n


perfumado, regalá ndole una fortuna en esclavos.

247
El explorador estaba diciendo—: …Portando estandartes del Príncipe
junto con el amarillo de Patras…

Una nota estridente del cuerno de una de las mujeres vaskianas emitió un
sonido de regreso, como un eco, una triste y lejana nota que sonó otra vez y
luego una vez má s, desde el este. Y coronando la extensa colina oriental, los
estandartes aparecieron, junto con todas las armas relucientes y emblemas de
un ejército.

Solo, entre todos los hombres, Laurent no levantó los ojos a la cima de la
colina, sino que los mantuvo fijos en Lord Touars.

—¿No tengo otra opció n? —dijo Laurent.

«¡Planeasteis esto!» Nicaise había soltado las palabras de Laurent.


«¡Queríais que él lo viera!»

—¿Creías —dijo Laurent— que si lanzabas un desafío para pelear, yo no lo


aceptaría?

Las tropas patranas llenaban el horizonte oriental, brillante bajo el sol del
mediodía.

—Mi desdén y desprecio —dijo Laurent— no tienen necesidad de tu


indulgencia. Lord Touars, te enfrentas en mi propio reino, habitas mis tierras, y
respiras por mi placer. Haz tu propia elecció n.

—Atacar —Aimeric miraba desde Touars a su padre, y sus nudillos,


agarrando las riendas, se pusieron blancos—. Atá cale. Ahora, antes de que esos
otros hombres lleguen, no lo conoces, tiene una manera de… retorcer las cosas…

—Alteza —dijo Lord Touars—. He recibido mis ó rdenes de vuestro tío.


Llevan la plena autoridad de la Regencia.

248
Laurent dijo—: La Regencia existe para salvaguardar mi futuro. La
autoridad de mi tío sobre ti depende de mi autoridad posterior sobre él. Sin esto,
tu deber es romper con él.

Lord Touars contestó —: Necesito tiempo para pensar, y para hablar de


nuevo con mis asesores. Una hora.

—Ve —dijo Laurent.

Con una orden de Lord Touars la alegre partida volvió sobre el campo
hacia sus propias filas.

Laurent giró su caballo para hacer frente a Damen.

—Te necesito como capitá n de los hombres. Toma el mando de Jord. Es


tuyo. Deberías haber sido tú —dijo Laurent— desde el principio. —Las palabras
eran duras mientras hablaba de Touars—: Va a ir a la lucha.

—Estaba indeciso —dijo Damen.

—Estaba indeciso. Guion le mantendrá firme. Guion ha enganchado su


carro al de tren de mi tío, y sabe que cualquier decisió n que termine conmigo en
el trono, termina con su cabeza en el tajo. No permitirá que Touars dé marcha
atrá s en esta lucha —dijo Laurent—. He pasado un mes planeando juegos de
batalla contigo sobre un mapa. Tu estrategia en el campo es mejor que la mía.
¿Es mejor que la de los Señ ores de la frontera de mi país? Asesó rame, Capitán.

Damen miró de nuevo a las colinas; por un momento, entre los dos
ejércitos, él y Laurent estaban solos.

Laurent, con sus tropas patranas acompañ ando desde el este, tenía igual
nú mero y posició n superior. El ú ltimo ascenso era una cuestió n de mantener
esas posiciones, y no caer en el exceso de confianza, o en cualquiera de las
diversas estrategias contrarias.

249
Pero Lord Touars estaba aquí, expuesto en el campo, y la sangre akielense
de Damen golpeaba fuerte en su interior. Pensó en cien discursos akielenses
diferentes sobre la imposibilidad de quitar a los verecianos sus fortalezas.

—Puedo ganar esta batalla. Pero si queréis Ravenel... —dijo Damen. Sintió
aumentar por dentro sus instintos de batalla ante la audacia, tomar una de las
fortalezas má s poderosas en la frontera vereciana. Fue algo que ni siquiera su
padre se había atrevido, que nunca había soñ ado—. Si queréis tomar Ravenel,
necesitá is sacarlos de la fortaleza, nadie dentro o fuera, ningú n mensajero, ni
jinete, y una rá pida y limpia victoria sin la desintegració n de una derrota. Una
vez que Ravenel se entere de lo que ha pasado aquí, las defensas aumentará n.
Tendréis que utilizar algunos de los patranos para crear un perímetro, agotando
la principal fuerza, luego romper las líneas verecianas, idealmente las má s
cercanas a Touars mismo. Será má s difícil.

—Tienes una hora —dijo Laurent.

—Esto habría sido má s fá cil —dijo Damen— si me lo hubierais dicho antes


de esperar. En las montañ as. En el campamento vaskiano.

—Yo no sabía quién era —dijo Laurent.

Como una flor oscura, esas palabras se revelaron en su mente.

Laurent dijo—: Teníais razó n sobre él. Pasó su primera semana aquí
empezando peleas, y cuando eso no funcionó , se metió en la cama con mi
capitá n. —Su voz era sin inflexiones—. ¿Qué fue? ¿Piensas que Orlant lo
averiguó , y eso es lo que lo ensartó en la espada de Aimeric?

Orlant, pensó Damen, y de repente se sintió mal.

Pero para entonces Laurent tenía los talones en su caballo y galopaba de


nuevo hacia la tropa.

250
CAPÍTULO DIECISÉIS

El ambiente era tenso cuando regresaron. Los hombres estaban con los
nervios de punta, rodeados de estandartes del Regente. Una hora era muy poco
tiempo para hacer los preparativos. A nadie le gustaba. Liberaron los carros, los
sirvientes, los caballos extras. Se armaron y tomaron escudos. Las mujeres
vaskianas, cuya lealtad era provisional, se retiraron con los carros, excepto dos,
que se quedaron a luchar ante el convencimiento de que recibirían los caballos
de los hombres que mataran.

—La Regencia —habló Laurent, dirigiéndose a la tropa— pensó en


atraparnos en inferioridad numérica. Esperaban que nos diéramos la vuelta sin
luchar.

Damen añ adió —: No dejaremos que nos acobarden, nos sometan o nos


obliguen a tragar. Es un duro viaje. No dejéis de luchar contra la línea del frente.
Vamos a aplastarles. ¡Estamos aquí para luchar por nuestro Príncipe!

El grito resonó , ¡por el Príncipe! Los hombres agarraron sus espadas,


bajaron las viseras, y el sonido se volvió un rugido.

Galopando a caballo la longitud de la tropa, Damen dio la orden, y la


columna mó vil se reagrupó ante sus palabras. Los días de dejadez y desorden
desaparecieron. Los hombres eran novatos y nada experimentados, pero detrá s
de ellos ahora habían pasado juntos un medio-verano de formació n continua.

Jord, cuando se detuvo a su lado dijo—: Cualquier cosa que pase después,
quiero luchar.

Damen asintió . Luego se volvió y dejó que sus ojos pasaran brevemente
sobre las tropas de Touars.

251
Entendió la primera verdad de la batalla: los soldados ganan peleas. Donde
no había ventaja numérica era fundamental que la calidad de las tropas fuera
mayor. Las ó rdenes dadas por el Capitá n no significaban nada si los hombres
vacilaban en llevarlas a cabo.

Tenían, sin duda, la ventaja tá ctica. La delantera de Touars enfrentaba a


Laurent, pero estaba flanqueado por los patranos: la formació n de Touars
avanzando tendría que girar alrededor con el fin de realizar un segundo frente
encarando la direcció n patrana o sería rebasada rá pidamente.

Pero los hombres de Touars eran una fuerza veterana instruidos en


maniobras a gran escala; la divisió n en el campo para luchar en dos frentes sería
algo que sabían muy bien có mo hacer.

Los hombres de Laurent no eran capaces de un trabajo complejo de


campo. El secreto entonces no estaba en exigirles má s allá de sus capacidades,
sino en centrarles en la línea de trabajo, en lo ú nico que se habían instruido sin
descanso, en lo ú nico que sabían có mo hacer. Debían romper las líneas de
Touars o esta batalla estaba perdida, y Laurent caería en manos de su tío.

Reconoció , para sí, que estaba enojado, y que tenía menos que ver con la
traició n de Aimeric que con el Regente, los rumores maliciosos que el Regente
empleaba, deformando la verdad, manipulando a los hombres, mientras que el
propio Regente se mantenía prístino e intocable cuando ordenó a sus hombres
que lucharan contra su propio Príncipe.

Las líneas se romperían. Se aseguraría de ello.

El caballo de Laurent se acercó junto al suyo propio; en torno a ellos, el


aroma de la vegetació n y la hierba aplastada pronto se transformaría en algo
má s. Laurent se quedó en silencio durante un largo rato antes de hablar.

252
—Los hombres de Touars estará n menos unificados de lo que parece.
Cualquier rumor que mi tío haya extendido sobre mí, el emblema de explosió n
de estrellas significa algo aquí en la frontera.

No mencionó el nombre de su hermano. Estaba allí para ocupar un lugar


en el frente, donde su hermano siempre había luchado, solo que a diferencia de
su hermano, viajaba para matar a su propio pueblo.

—Sé —dijo Laurent— que el verdadero trabajo de un capitá n se hace


antes de la batalla. Y tú has sido mi Capitá n, en las largas horas que has estado
conmigo planificando estrategias, formando a los hombres. Fue bajo tu
instrucció n que mantuvimos las rutinas simples, y aprendimos a contener y
encontrar una salida.

—Los adornos son para los desfiles. Un fundamento inquebrantable gana


batallas.

—No habría sido mi estrategia.

—Ya lo sé. Complicá is las cosas.

—Tengo una orden para ti —dijo Laurent.

A través de los largos campos de Hellay las filas de hombres de Touars


estaban impecablemente en formació n contra ellos.

Laurent habló con claridad. —“Una victoria limpia y sin la desintegració n


de una derrota”. Lo que quisiste decir es que esto no tiene que hacerse
rá pidamente, y que no me puedo permitir perder la mitad de mis hombres. Así
que esta es mi orden. Cuando estemos dentro de sus líneas, tú y yo
perseguiremos a los dirigentes de esta lucha. Buscaré a Guion y si se llegas a él
antes que yo —remarcó Laurent— mata a Lord Touars.

—¿Qué? —dijo Damen.

253
Cada palabra fue precisa. —Así es como los akielenses ganan guerras, ¿no
es así? ¿Por qué luchar contra todo el ejército, cuando puedes cortar la cabeza?

Después de un largo momento, Damen dijo—: No tendréis que


perseguirles. Vendrá n por Vos, también.

—Entonces tendremos una victoria rá pida. Quise decir lo que dije. Si


dormimos esta noche en el interior de las paredes de Ravenel, por la mañ ana te
quitaré el collar de alrededor del cuello. Esta es la batalla para la que has venido
aquí a luchar.

No tenían una hora. Tenían apenas la mitad de eso. Y sin previo aviso, la
esperanza de Touars revertiría la ventaja de la posició n con sorpresa.

Pero Damen había visto a los verecianos ignorar el parlamentar antes, y lo


esperaba; y Laurent era de curso má s difícil de sorprender de lo que la mayoría
de los hombres se daban cuenta.

El primer barrido a través del campo fue suave y geométrico, como


siempre lo fue. Sonaron trompetas, y los primeros movimientos a gran escala
comenzaron: Touars, tratando de girar se enfrentaba a la caballería de Laurent,
cabalgando directamente hacia él. Damen gritó la orden: control, serenidad, y
firmeza. La formació n era todo: sus propias líneas no debían desunirse en el celo
de la carga creciente. Los hombres de Laurent mantuvieron sus caballos a un
medio galope, conteniendo las riendas, aunque sacudieran sus cabezas y
quisieran romper al galope, con el trueno de cascos en las orejas, y el flujo de su
sangre subiendo, la carga golpeaba como una chispa que hacía dispararse el
fuego. Control, control.

El impacto de la colisió n fue como el aplastamiento de rocas en el


deslizamiento de tierra en Nesson. Damen sintió el familiar choque

254
estremecerse, el repentino cambio en la escala cuando el panorama de la carga
fue abruptamente reemplazada por el golpe de mú sculo contra el metal, de
caballo y hombre impactando a velocidad. Nada podía escucharse en el choque,
los rugidos de los hombres, ambas partes retorciéndose y amenazando con
desgarrarse, líneas regulares y emblemas verticales reemplazados por una masa
palpitante, luchando. Caballos que resbalaban, luego recuperaban su apoyo,
mientras que otros caían, se cortaban o eran atravesados con lanzas.

«No dejéis de luchar contra la línea del frente» había dicho Damen. Mató ,
cercenando con su espada, escudo y caballo atacando, empujando, e
interná ndose má s adentro, abriendo un espacio solo por la fuerza del impulso de
los hombres que tenía detrá s. A su lado, un hombre cayó con una lanza en la
garganta. A su izquierda, oyó un grito equino cuando el caballo de Rochert cayó .

Frente a él, metó dicamente, los hombres caían, caían y caían.

Dividió su atenció n. Recorrió un lado con una espada corta y con su


escudo, mató a un soldado que estaba a cargo, y todo el rato maldecía en su
mente, esperando el momento en el que las líneas de Touars se abrieran. La
parte má s difícil del mando del frente era esta, permanecer vivo en el momento,
mientras en su mente seguía críticamente toda la pelea. Sin embargo, era
emocionante luchar con dos cuerpos, a dos escalas.

Podía sentir la fuerza de Touars comenzar a ceder, sentir sus líneas


doblegarse, la carga cerca de ganar poder, por lo que los vivos debían salir del
camino o encontrar la muerte. Encontrarían la muerte. Iba dividir la fuerza de
Touars y entregá rsela al hombre que estaba desafiando.

Oyó una llamada de los hombres de Touars para reagruparse…

Romped las líneas. Rompedlas.

255
Formuló su propia llamada a los hombres de Laurent para que formaran a
su alrededor. Un comandante, que gritaba, podría esperar que le escucharan, en
el mejor de los casos, los hombres que había junto a él, pero la llamada hizo eco a
voces, luego con toques del cuerno, y los hombres, que habían practicado la
maniobra fuera en Nesson una y otra vez, llegaron a él en perfecta formació n,
con la mayor parte de su nú mero intacto.

Justo a tiempo para que la fuerza de Touars, que seguía luchando


alrededor de ellos, fuera sacudida a los lados por el impacto de una segunda
carga patrana.

La primera ruptura, fue una fuerte rá faga de caos. Era consciente de que
Laurent a su lado, no podía ser inconsciente. Vio su caballo tambalearse,
sangrando por un corte largo en su hombro, mientras que el caballo delante de
él cayó , vio a Laurent cerrar sus muslos, cambiar su asiento, y controlar a su
caballo golpeando un obstá culo, aterrizando en el otro lado con la espada
desenvainada, y despejando el suelo él solo con dos rebanadas exactas, y con la
montura rodando. Este, era imposible no recordar, era el hombre que había
vencido a Torveld al cien por cien en un caballo moribundo.

Y Laurent, al parecer, tenía razó n en una cosa. Los hombres que lo


rodeaban habían retrocedido un poco. Por delante de ellos, todas las armaduras
de oro y brillantes de explosió n de estrellas, eran de su Príncipe. En las ciudades,
en los desfiles, eso siempre había impresionado como un mascaró n de proa.
Había un rechazo, entre los soldados comunes, a lanzar un golpe directo contra
él.

Pero solo entre los soldados comunes. «Él sabe que cualquier decisión que
termine conmigo en el trono termina con su cabeza en el tajo», Laurent había
dicho de Guion. En el momento en el que la batalla comenzó a cambiar a su
favor, matar a Laurent se hizo imperativo para Guion.

256
Damen vio el emblema de Laurent caer primero, un mal presagio. Era el
capitá n enemigo Enguerran que comprometió a Laurent, y quien, pensaba
Damen, aprendería de manera cruel que el Regente mentía cuando se trataba de
la destreza para la lucha de su sobrino.

—¡Por el Príncipe! —gritó Damen, sintiendo el cambio en calidad del


combate alrededor de Laurent. Los hombres comenzaron a formar, demasiado
tarde. Enguerran era parte de un grupo de hombres que incluía al mismo Lord
Touars. Y con una clara línea hasta Laurent, Touars había comenzado a cargar.
Damen espoleó a su caballo.

El impacto de sus monturas fue un duro choque de carne contra carne, de


modo que los dos caballos cayeron en una marañ a de piernas y cuerpos
destrozados.

Armado como estaba, Damen cayó al duro suelo. Se dio la vuelta para
evitar que los cascos de su caballo arremetieran ya que trató de enderezarse y, a
continuació n, con la sabiduría de la experiencia, rodó de nuevo.

Sintió la hoja de Touars en el suelo, cortando las correas de su casco, y —


donde debería haber golpeado su cuello— raspando con un sonido metá lico el
lado de su collar de oro. Se le ocurrió enfrentarse a su oponente con la espada en
una mano y sintió su casco girar, un peligro, y con la otra mano, abandonando su
escudo, se lo quitó .

Sus ojos se encontraron con los de Lord Touars.

Lord Touars dijo—: El esclavo, —con desprecio, y, después de haber


recuperado su espada del suelo, trató de enterrarla dentro de Damen.

É l lo echó atrá s eludiéndolo y con un ataque que destruyó el escudo de


Touars.

257
Touars era suficientemente buen espadachín para que no fuera derrotado
a las primeras de cambio. No era un recluta novato, era un héroe de guerra con
experiencia, y era relativamente nuevo, no habiendo luchado solo en un punto
en un ataque. Arrojó su escudo, se apoderó de la espada y atacó . De haber sido
quince añ os má s joven, podría haber sido un igual. El segundo intercambio
demostró que no era así. Pero en lugar de venir a Damen de nuevo, Touars dio
un paso atrá s. La expresió n de su rostro había cambiado.

No fue, como podría haber sido, una reacció n a la habilidad que


enfrentaba, o la forma en que un hombre parece cuando piensa que ha perdido
una pelea. Era el comienzo de la incredulidad y del reconocimiento.

—Te conozco —dijo Lord Touars, con voz repentinamente irregular, como
si le hubieran arrancado la memoria. Se lanzó él mismo al ataque. Damen, vacío
de emoció n, reaccionó por instinto, parando una vez, luego atravesando con la
lanza desde abajo, donde Touars estaba abierto—. Te conozco —dijo Touars de
nuevo. La espada de Damen entró , y el instinto empujó hacia delante y empujó
hasta el fondo.

—Damianos —dijo Touars—. El Príncipe asesino.

Fue lo ú ltimo que dijo. Damen sacó la espada. Dio un paso atrás.

Se dio cuenta de un hombre que se acercó a ellos, congelado en silencio,


incluso en medio de la batalla, y sabía lo que había pasado, lo que había visto y
oído.

Se dio la vuelta, con la verdad reflejada en su cara. Descubierto


manifiestamente, no podía esconderse en ese momento. Laurent, pensó , y
levantó la mirada para encontrarse con los ojos del hombre que había sido
testigo de las ú ltimas palabras de Lord Touars.

No era Laurent. Era Jord.

258
Estaba mirando a Damen con horror, con la espada laxa en la mano.

—No —dijo Damen—. No es…

Los momentos finales de la batalla se desvanecieron alrededor de Damen,


cuando llegó a la plena comprensió n de lo que Jord estaba viendo. De lo que Jord,
por segunda vez en ese día, estaba viendo.

—¿Lo sabe? —dijo Jord.

No tuvo oportunidad de responder. Los hombres de Laurent pululaban


sobre el estandarte de Touars, derribando los emblemas de Ravenel. Estaba
sucediendo: la rendició n de Ravenel se extendía desde su centro derrotado, y él
fue arrastrado por una oleada de hombres, mientras el canto triunfal estallaba
en voces masculinas, Salve al Príncipe, y má s cerca, su propio nombre repetido,
Damen, Damen.

En medio de los aplausos, le dieron otro caballo y se subió a la silla. Su


cuerpo brillaba con el sudor de la lucha; los flancos de su caballo eran de
manchas oscuras. Su corazó n se sentía como lo había hecho en el instante antes
del impacto del ataque.

Laurent se detuvo a su lado, aú n a horcajadas sobre el mismo caballo, y la


sangre seca en una franja a lo largo de su hombro. —Bien, Capitá n —dijo—.
Ahora solo tenemos que tomar una fortaleza inexpugnable. —Sus ojos brillaban
—. Esos que se rindieron van a ser bien tratados. Má s tarde, se les dará la
oportunidad de unirse a mí. Establece las medidas que te parezca a los heridos y
los muertos. Má s tarde ven a mí. Quiero que estemos listos para viajar a Ravenel
dentro de media hora.

Hacer frente a la vida. Los heridos fueron enviados a las tiendas patranas,
con Paschal y sus equivalentes patranos. Todos los hombres recibirían atenció n.

259
No sería agradable. Los verecianos habían enviado novecientos hombres y no
médicos, no habiendo esperado una lucha.

Hacer frente a la muerte. Era habitual que el victorioso levantara a sus


muertos y, a continuació n, si fueran magná nimos, permitiera la misma dignidad
a los vencidos. Pero estos hombres eran todos verecianos y los muertos de
ambos lados debían ser tratados por igual.

Luego, deberían viajar a Ravenel, sin demoras ni vacilaciones. En Ravenel


estarían, al menos, los médicos que Touars había dejado atrá s. También era
necesario preservar el elemento sorpresa, por el que habían trabajado tan duro.
Damen se acercó con las riendas, luego encontró él mismo al hombre que estaba
buscando, empujado por un impulso solitario al otro extremo del campo.
Desmontó .

—¿Está s aquí para matarme? —dijo Jord.

—No —dijo Damen.

Se produjo un silencio. Se quedaron de pie a dos pasos de distancia. Jord


tenía un cuchillo fuera, y lo mantuvo bajo, con el puñ o de blancos nudillos
alrededor de la empuñ adura.

Damen dijo —: No se lo has dicho.

—¿Ni siquiera lo niegas? —dijo Jord. Soltó una risa á spera, cuando Damen
se quedó en silencio—. ¿Nos odiaste tanto, todo este tiempo? No era suficiente
invadir, pero ¿tomar nuestra tierra? ¿Tenías que jugar a este… juego enfermo
también?

Damen señ aló —: Si se lo dices a él, no puedo servirlo.

—¿Decirle? —dijo Jord—. ¿Decirle que el hombre en quien confía ha


mentido una y otra vez, y que le ha engañ ado con la peor humillació n?

260
—Yo no le haría dañ o —dijo Damen, y escuchó las palabras caer como el
plomo.

—Mataste a su hermano, y luego te metió en la cama.

Dicho así, era monstruoso. No es así entre nosotros, debería haber dicho, y
no lo hizo, no podía. Sintió calor, y luego frío. Pensó en la delicada y punzante
conversació n de Laurent congelá ndose en helado rechazo si Damen le empujara
a ello, excepto que no continuó dulcemente profundizando, —si se comparaba a
él mismo con sus impulsos sutiles y ocultos—, hasta que solo pudo preguntarse
si sabía, si ambos sabían lo que estaban haciendo.

—Voy a marcharme —dijo—. Yo siempre terminaré por marcharme. Solo


me quedé por…

—Está bien, te irá s. No voy a permitir que nos arruines. Nos guiará s a
Ravenel, no le dirá s nada a él, y cuando la fortaleza sea ganada, conseguirá s un
caballo y te irá s. É l llorará tu pérdida, y nunca lo sabrá .

Era lo que había planeado. Era lo que, desde el principio, había previsto.
En el pecho, los latidos de su corazó n eran como golpes de espada.

—Por la mañ ana —dijo Damen—. Le daré la fortaleza, y le dejaré por la


mañ ana. Es lo prometido.

—Te habrá s ido para cuando el sol llegue a la mitad del cielo, o se lo diré
yo —dijo Jord—. Y lo que te hizo en el palacio se parecerá al beso de un amante
comparado con lo que te pasará a continuació n.

Jord era leal. A Damen siempre le había gustado eso de él, el cará cter firme
que le recordaba al hogar. Esparcida alrededor de ellos estaba el final de la
batalla, la victoria marcada por el silencio y la hierba removida.

261
—É l lo sabrá —se oyó decir Damen—. Cuando le llegue la noticia de mi
regreso a Akielos. Lo sabrá . Me gustaría que le dijeras entonces que…

—Me llenas de horror —dijo Jord. Sus manos estaban firmemente en su


cuchillo. Sus dos manos, ahora.

—Capitá n —dijo una voz—. ¡Capitán!

Los ojos de Damen estaban sobre el rostro de Jord.

—Ese eres tú —dijo Jord.

262
CAPÍTULO DIECISIETE

Con mano fuerte sobre el brazo de Enguerran, Damen arrastró al herido


capitá n de las tropas de Ravenel a una de las redondas tiendas patranas en el
borde del campo de batalla, donde esperaban por Laurent.

Si Damen fue má s rudo de lo que debía ser, fue porque no estaba de


acuerdo con este plan. Oírlo describir, lo había sentido como si su cuerpo
estuviera bajo un peso, una fuerte presió n. Ahora lanzó a Enguerran a la tienda y
lo vio llegar a sus pies sin ayudarle. Enguerran tenía una herida en su costado
que aú n goteaba sangre.

Laurent, entrando en la tienda, se quitó el yelmo y Damen vio lo que vio


Enguerran: un Príncipe dorado con su armadura cubierta de sangre, con el pelo
humedecido de sudor, con los ojos implacables. La herida en el costado de
Enguerran venía de la espada de Laurent: la sangre en la armadura de este era la
de Enguerran.

Laurent dijo—: Ponte de rodillas.

Enguerran cayó de rodillas con un ruido metá lico de la armadura.

—Alteza —dijo.

—¿Te diriges a mí como tu Príncipe? —dijo Laurent.

Nada había cambiado. Laurent no era diferente de lo que siempre había


sido. Los comentarios má s breves eran los má s peligrosos. Enguerran pareció
darse cuenta de ello. Se quedó de rodillas, rodeá ndole su capa; un mú sculo se
movió en su mandíbula, pero no levantó los ojos.

—Mi lealtad estaba con Lord Touars. Le serví durante diez añ os. Y Guion
tenía la autoridad de su cargo, y la de vuestro tío.

263
—Guion no tiene autoridad para quitarme de la sucesió n. Tampoco para
rebelarse, dispone de los medios. —Los ojos de Laurent pasaron sobre
Enguerran, con la cabeza gacha, por su lesió n, su armadura vereciana con su
adornada pieza del hombro—. Vamos a dirigirnos a Ravenel. Está s vivo porque
quiero tu lealtad. Cuando caiga la venda de tus ojos sobre mi tío, esperaré.

Enguerran miró a Damen. La ú ltima vez que se habían enfrentado entre sí,
Enguerran había estado tratando de prohibir a Damen entrar a la sala de Touars.
«Un akielense no tiene lugar en la compañía de hombres».

Sintió endurecerse. No quería saber nada de lo que estaba a punto de


desarrollarse. Enguerran devolvió una mirada hostil.

Laurent dijo—: Lo recuerdo. No te gusta él. Y, por supuesto, que te superó


como capitá n en el campo. Imagino que te gusta incluso menos.

—Nunca conseguiréis entrar en Ravenel —dijo Enguerran, rotundamente


—. Guion atravesó vuestras líneas con su séquito. Está cabalgando a Ravenel en
este momento, para advertirles que vais.

—No creo que lo esté. Creo que está cabalgando a Fortaine, así puede
lamer sus heridas en privado, sin mi tío y conmigo obligá ndole a opciones
desagradables.

—Está is mintiendo. ¿Por qué iba a retirarse a Fortaine, cuando tiene la


oportunidad de derrotaros aquí?

—Porque tengo a su hijo —dijo Laurent.

Los ojos de Enguerran volaron hacia el rostro de Laurent.

—Sí. Aimeric. Amarrado y atado y arrojando bastante veneno.

264
—Ya veo. Así que necesitá is entrar en Ravenel. Esa es la verdadera razó n
por la que estoy vivo. Esperá is que traicione a la gente a la que he servido
durante diez añ os.

—¿Para entrar en Ravenel? Mi querido Enguerran, me temo que está s muy


equivocado. —La mirada de Laurent recorrió a Enguerran de nuevo, sus ojos
azules eran fríos.

—No te necesito —dijo Laurent—. Solo necesito tu ropa.

Esa era la forma en la que entraría en Ravenel: disfrazado, con ropa


extrañ a.

Desde el principio, hubo una sensació n de irrealidad en ello, sopesando la


pieza del hombro de Enguerran, flexionando la mano en el guante de Enguerran.
Damen se levantó , y la capa se arremolinó .

No todo el mundo tenía una armadura que le encajara, pero las habían
rescatado de los emblemas de Touars y las enderezaron, y la tela roja y los
yelmos estaban bien, y podrían ser confundidos con la tropa de Touars desde
una distancia de cuarenta y seis pies, que era la altura de los muros de Ravenel.

Rochert consiguió un casco con una pluma en él. Lazar le consiguió sedas
del abanderado y una tú nica llamativa. En tan buen estado como su capa roja y
su armadura, Damen consiguió la espada de Enguerran y el yelmo, que convirtió
su mundo en una hendidura. Enguerran tuvo el dudoso honor de viajar con ellos,
no (como podría haber sido) despojado de su ropa interior como un pollo
desplumado, sino atado a un caballo y vestido con discreta ropa vereciana.

Los hombres solo habían luchado un acto, pero el cansancio se había


transformado en buen á nimo que procedía de la mezcla embriagadora de la
victoria, la fatiga y la adrenalina. Esta aventura caprichosa les atraía. O tal vez

265
era la idea de una nueva victoria, satisfacció n, porque sería de un tipo diferente.
Primero aplastar al Regente, y luego poner una venda sobre sus ojos.

A Damen le repelía el disfraz. Había argumentado en contra de él. El


engañ o estaba mal, la pretensió n de amistad. Las formas tradicionales de la
guerra existían porque daban a su oponente una oportunidad justa.

—Esto nos da una oportunidad justa —había dicho Laurent.

La audacia descarada de esto era la característica de Laurent, a pesar de


que vestir a toda su tropa, estaba en una escala diferente a entrar en una
pequeñ a posada de la ciudad, con un zafiro en su oreja, batiendo sus pestañ as.
Una cosa era disfrazarse él mismo, otra forzar a todo tu ejército a hacerlo.
Damen se sintió atrapado por el adornado engañ o.

Damen vio a Lazar luchando con la tú nica. Observó a Rochert comparar el


tamañ o de su pluma con la de uno de los hombres patranos.

Su padre, Damen lo sabía, no reconocería la aventura de hoy como una


acció n militar, sino que la despreciaría como deshonrosa, indigna de su hijo.

Su padre nunca habría pensado en tomar Ravenel así. Disfrazado. Sin


derramamiento de sangre. Antes del mediodía del día siguiente.

Envolvió las riendas alrededor de su puñ o, clavó los talones en su caballo.


Atravesaron el primer conjunto de puertas, con la pieza del hombro de Damen
resplandeciendo. En el segundo conjunto de puertas, un soldado en los muros
ondeó un estandarte de lado a lado, indicando que la reja estaba abierta, y a la
orden de Damen, Lazar ondeó su propio estandarte en respuesta, mientras que
Enguerran se removía (amordazado) en la silla.

Debía haberse sentido audaz, embriagador, y era vagamente consciente de


que los hombres estaban experimentá ndolo así —que habían disfrutado el largo
viaje que él apenas había registrado—. Al pasar por la segunda puerta, los

266
hombres apenas contuvieron su alegría debajo de las caras serias, en el largo
espacio desarrollado entre los latidos del corazó n, esperando el silbido y las
ballestas que nunca llegaron.

Cuando la pesada celosía de hierro subió por encima de sus cabezas,


Damen se encontró deseá ndolo, queriendo la interrupció n, con un grito de
indignació n o de desafío, queriendo una liberació n a este… sentimiento. Traidor.
Alto. Pero no llegó ninguno.

Por supuesto que no. Por supuesto, los hombres de Ravenel les dieron la
bienvenida, considerá ndolos amigos. Por supuesto que confiaron en la cara de
un engañ o, abandoná ndose abiertamente ellos mismos.

Obligó a su mente a la tarea. No estaba aquí para vacilar. Conocía esta


fortaleza. Conocía sus defensas y sus trampas. Quería bloquearla. A medida que
se internaban en sus muros, envió a los hombres a las almenas, a los almacenes,
a las escaleras de caracol que daban acceso a las torres.

La principal fuerza llegó al patio. Laurent condujo su caballo por las


escaleras y coronó el estrado, su dorada cabeza con arrogancia estaba al
descubierto y sus hombres ocupando la posició n central en la gran entrada que
estaba detrá s de él. Ninguna duda quedaba ahora de quiénes eran, cuando
banderines azules fueron desplegados y los emblemas de Touars fueron
arrojados a un lado. Laurent dio la vuelta a su caballo, y sus cascos resonaron en
la piedra lisa. Estaba completamente expuesto, una sola brillante figura a
merced de cualquier flecha apuntando hacia abajo desde las almenas.

Hubo un momento en que cualquier soldado de Ravenel podría haber


gritado ¡Traición! ¡Que suene el cuerno!

Pero para cuando ese momento llegó , Damen tenía hombres en todas
partes, y si uno de los soldados de Ravenel cogía una hoja o una ballesta, había

267
una punta de espada en el lugar para persuadirle a dejarla. El azul rodeaba al
rojo.

Damen se oyó a sí mismo gritar con voz sonora—: Lord Touars ha sido
derrotado en Hellay. Ravenel está bajo la protecció n del Príncipe Heredero.

Pero no todo fue sin derramamiento de sangre. Encontraron verdadera


lucha en la vivienda, la peor parte de la guardia privada del asesor Hestal de
Touars, quien no era lo suficientemente vereciano, pensó Damen, para fingir
alegría por el cambio en el poder.

Era una victoria. Se dijo eso a sí mismo. Los hombres estaban disfrutando
de ella completamente, el arco clá sico de la misma: la oleada de preparació n, la
cresta de la lucha, y la ruptura, la carrera vertiginosa de la conquista.
Impulsados por grandes espíritus y éxito, irrumpieron en Ravenel, tomando de
la fortaleza una extensió n de la alegría de la victoria en Hellay, las escaramuzas
en los salas fueron asunto fá cil para ellos. Podían hacer cualquier cosa.

Fue una batalla ganada y una fortaleza tomada, una base só lida asegurada
y Damen estaba vivo, y frente a su libertad por primera vez en muchos meses.

A su alrededor había celebració n, una efusió n de juerga, lo que él permitió


debido a que los hombres lo necesitaban. Un chico estaba tocando una flauta, y
se oyó el sonido de tambores y baile. Los hombres estaban enrojecidos y felices.
Se vaciaron barriles en una fuente del patio, para que los hombres pudieran
tomar vino a su antojo. Lazar le entregó una jarra llena. Había una mosca en ella.

Damen dejó abajo la jarra, después de depositar su contenido en el suelo


con un movimiento brusco de la mano. Había trabajo por hacer.

Envió a los hombres a abrir las puertas para el regreso del ejército: los
heridos en primer lugar, los siguientes los patranos, los vaskianos con su botín y

268
nueve caballos en una cadena. Envió a los hombres a los almacenes y a la
armería para hacer inventarios, y los cuartos privados para ofrecer tranquilidad
a los residentes.

Despachó hombres para capturar al hijo de nueve añ os de Touars,


Thevenin, y mantenerlo bajo arresto domiciliario. Laurent estaba desarrollando
una gran colecció n de hijos.

Ravenel era la joya de la frontera vereciana, y si no podía disfrutar de las


celebraciones, podría asegurar que estuviera bien atendida, con una buena
estrategia para la defensa. Podría asegurar que Laurent tuviera una fuerte base
fundacional. Estableció turnos a los hombres en los muros y las torres,
asignando cada hombre por su fuerza. Recogió los hilos de los sistemas de
Enguerran, y los volvió a aplicar, o los cambió a sus propias normas exigentes,
dando funciones de mando a dos hombres: Lazar de su propia tropa, y al mejor
de los hombres de Enguerran, Guymar. Tendría una infraestructura en su lugar.
Una con la que Laurent pudiera contar.

El trabajo fue cayendo en el lugar a su alrededor, cuando fue llamado a dar


ó rdenes en las almenas para informar a Laurent.

Dentro de la fortaleza, el estilo era má s antiguo, reminiscencia de


Chastillon, los adornados diseñ os verecianos trabajados en hierro curvado y
tallado en madera oscura, sin las superposiciones de dorado, marfil, ná car. Fue
admitido a las habitaciones interiores que Laurent había hecho suyas, el fuego
estaba encendido, y tan ricamente amueblado como su tienda de campañ a. Los
sonidos de celebració n fueron amortiguados suavemente por los antiguos muros
de piedra. Laurent estaba de pie en el centro, con parte de la espalda en la
puerta, y un siervo levantando la ú ltima pieza de la armadura de sus hombros.
Damen atravesó las puertas.

269
Y se detuvo. Atender la armadura de Laurent había sido ú ltimamente su
propio deber. Sintió una presió n en su pecho; todo era familiar, desde tirar de las
correas, al peso de la armadura, al calor de la camisa que había sido presionada
por debajo del acolchado.

Entonces Laurent se volvió y lo vio, y la presió n en su pecho aumentó


como el dolor cuando Laurent lo saludó , medio desnudo y con los ojos brillantes.

—¿Qué te parece mi fortaleza?

—Me gusta. No me importaría veros con unas pocas má s —dijo Damen—.


Hacia el norte.

Se obligó a seguir. Laurent lo recorrió con una mirada larga y brillante.

—Si no encajaras en la pieza del hombro de Enguerran, iba a sugerir que


intentaras la panoplia de su caballo.

—¿“Yo llevaré a Guion”? —dijo Damen.

—Es justo. Ganaste la batalla antes de que yo pudiera llegar a él. Pensé que
tendría la mitad de oportunidad, por lo menos. ¿Son todas tus conquistas tan
decisivas?

—¿Las cosas siempre salen como las planeáis?

—Esta vez lo hicieron. Esta vez todo salió . Ya sabes, tomamos una
fortaleza inexpugnable.

Se miraban el uno al otro. Ravenel, la joya de la frontera vereciana: una


extenuante lucha campal en Hellay, y algo de loca astucia con ropa
intercambiada.

—Lo sé —dijo, con impotencia.

270
—Hay el doble de los hombres de lo que yo anticipaba. Y diez veces má s de
suministros. ¿Debo ser honesto contigo? pensé que estaría tomando una
posició n defensiva…

—En Aquitart, dijo Damen. —Teníais suministros para un asedio—. Oyó ,


có mo lejanamente, habló con su voz habitual. —Ravenel es un poco má s fá cil de
defender. Solo tenéis que revisar vuestros hombres bajo los yelmos antes de que
abran las puertas.

—Está bien —dijo Laurent—. ¿Lo ves? Estoy aprendiendo a seguir tu


consejo. —Habló con una sonrisita inconsciente que era totalmente nueva.

Damen apartó su mirada. Pensó en el procedimiento de trabajo afuera. La


armería estaba llena, y má s que abastecida, filas meticulosas de metal liso y
puntas afiladas. La mayoría de los hombres de Touars estacionaron en la
fortaleza que había transferido su lealtad.

Los muros estaban guarnecidos, y las ordenanzas para la defensa habían


sido presentadas. El equipo estaba preparado para su uso. Los hombres
conocían su deber, y desde los almacenes al patio, al gran saló n, el fuerte estaba
preparado. Se había asegurado de eso.

É l preguntó —: ¿Qué vais a hacer ahora?

—Bañ arme —respondió Laurent, en un tono que dijo que sabía


perfectamente lo que Damen había querido decir—, y cambiarme a algo que no
esté hecho de metal. Deberías hacer lo mismo. Tenía a los siervos preparando
algo de ropa para ti como corresponde a tu nueva posició n social. Muy
vereciano, lo odiará s. Tengo algo má s para ti también.

Se volvió a tiempo de ver a Laurent moverse brevemente para recoger un


semicírculo de metal de una pequeñ a mesa junto a la pared. Sentía como el lento

271
empuje de una lanza en su cuerpo, el fatal despliegue inevitable de ella, frente a
los siervos, en esta pequeñ a sala íntima.

—No tuve tiempo de darte esto antes de la batalla —dijo Laurent.

Cerró los ojos, los abrió . É l dijo—: Jord fue vuestro capitá n durante la
mayor parte de nuestra marcha hacia la frontera.

—Y tú eres mi capitá n ahora. Eso parece que estuvo cerca. —La mirada de
Laurent se había desplazado a su cuello, donde en el collar quedaron cicatrices
de la hoja de Touars; el hierro había mordido profundamente el suave oro.

—Lo estuvo —contestó Damen— cerca.

Tragó con fuerza lo que arrastró en su garganta, volviendo la cabeza hacia


un lado. Laurent sostuvo la insignia del cargo de capitá n. Damen había visto a
Laurent transferirla una vez antes, de Govart a Jord. Laurent se la habría quitado
a Jord.

Todavía llevaba la armadura completa, a diferencia de Laurent, que estaba


delante de él, su cabello rubio tenía zarcillos de sudor de la lucha. Podía ver las
ligeras huellas rojas donde la armadura de Laurent había presionado a través
del relleno en su piel vulnerable. La respiració n era algo apretada y dolorosa.

Las manos de Laurent subieron a su pecho, para encontrar el lugar donde


la capa se encontraba con el metal. El broche debajo de los dedos de Laurent
pinchó la tela, lo deslizó y luego ajustó el cierre.

Las puertas de la sala se abrieron. Damen se volvió , nada preparado.

Una oleada de gente invadió el cuarto, trayendo con ellos el ambiente


jovial de fuera. El cambio fue repentino. El latido del corazó n de Damen era raro
con ello. Sin embargo, el estado de á nimo de los recién llegados era congruente

272
con el de Laurent, si no con el suyo propio. Damen tuvo otro impulso de apretar
su mano.

Incapaz de luchar contra la marea de celebració n, Damen fue arrastrado


por los sirvientes, por los admiradores. Lo ú ltimo que oyó fue a Laurent decir—:
Atended a mi Capitá n. Esta noche va a tener todo lo que pida.

Baile y mú sica totalmente transformaron el gran saló n. La gente en grupos


reía y aplaudía con entusiasmo el rato con mú sica, sonrosadamente ebrios
porque el vino había precedido a la comida, que solo ahora traían.

Las cocinas se habían juntado. Los cocineros cocinaron, los asistentes


asistieron. Nervioso al principio, sobre el cambio de ocupació n, el personal de la
casa se había instalado, y el deber se estaba transformando en voluntad. El
Príncipe era un joven héroe, acuñ ado en oro; mirar esas pestañ as, mirar ese
perfil. El pueblo comú n siempre había querido a Laurent. Si Lord Touars había
esperado que los hombres y mujeres de su fortaleza resistieran a Laurent, lo
había deseado en vano. Era má s probable que la gente comú n se diera la vuelta y
esperara a que se restregara el vientre.

Damen entró , resistiendo la tentació n de tirar de la manga. Nunca había


estado tan envuelto en lazos. Su nueva posició n social significaba ropa de un
aristó crata, que era má s difícil de poner y quitar. Vestirse le había llevado casi
una hora, y eso fue después del bañ o y todo tipo de atenciones que habían
incluido el corte del pelo. Se había visto obligado a recibir informes y dar
ó rdenes sobre las cabezas de los sirvientes, mientras que atendía
meticulosamente sus cordones. El ú ltimo informe de Guymar era lo que ahora le
tenía inspeccionando a la multitud.

273
Le habían dicho que la pequeñ a comitiva que había viajado con el ú ltimo
de los patranos era la de Torveld, Príncipe de Patras. Torveld estaba aquí
acompañ ando a sus hombres, a pesar de que no había tomado parte en la lucha.

Damen se movió a través de la sala, con los hombres de Laurent


felicitá ndolo por todos lados, una palmada en la espalda, un apretó n en su
hombro. Sus ojos se quedaron fijos en la cabeza de color amarillo en la larga
mesa, por lo que fue casi una sorpresa cuando se encontró con el corrillo de
patranos en algú n sitio má s que en la habitació n. La ú ltima vez que Damen había
visto a Torveld, había estado murmurando palabras dulces a Laurent en un
balcó n a oscuras, con las flores nocturnas de jazmín y frangipani que florecían
abajo en el jardín. Damen había medio esperado encontrarle en una
conversació n íntima con Laurent, una vez má s, pero Torveld estaba con su
séquito, y cuando vio a Damen, se acercó a él.

—Capitá n —dijo Torveld—. Es un título bien merecido.

Hablaron de los hombres patranos, y sobre las defensas de Ravenel. Al


final, lo que Torveld dijo sobre su propia presencia aquí fue breve:

—Mi hermano no está feliz. Estoy aquí en contra de sus deseos, porque
tengo un interés personal en tu campañ a contra el Regente. Yo quería enfrentar
a tu Príncipe de hombre a hombre, y contarle mucho. Pero viajaré a Bazal
mañ ana, y no tendrá s má s ayuda de Patras. No puedo actuar má s contra las
ó rdenes de mi hermano. Esto es todo lo que puedo darte.

—Tenemos la suerte de que el mensajero del Príncipe consiguiera pasar


con su anillo sellado —reconoció Damen.

¿Qué mensajero? —dijo Torveld.

Damen pensó con prudencia la respuesta política, pero luego Torveld


añ adió —: El Príncipe se acercó a mí por hombres en Arles. Yo no accedí hasta

274
que estuve a seis semanas fuera del palacio. En cuanto a mis razones, creo que
debes conocerlas. —Hizo un gesto a uno de su séquito para que se presentara.

Esbelto y elegante, uno de las patranos se separó del grupo junto a la


pared, cayendo de rodillas delante de Damen y besando el suelo junto a sus pies,
por lo que la visió n de Damen era de un descenso de bruñ idos rizos de dorada
miel.

—Levá ntate —dijo Damen, en akielense.

Erasmus levantó la cabeza inclinada, pero no se levantó de sus rodillas.

—¿Tan humilde? Somos del mismo rango.

—Este esclavo se arrodilla por un capitán.

—Soy capitá n por tu ayuda. Te debo mucho.

Tímidamente, después de una pausa—: Te dije que te pagaría. Hiciste


mucho para ayudarme en el palacio. Y... —Erasmus vaciló , mirando a Torveld.
Cuando Torveld asintió que debía hablar, levantó la barbilla, extrañ amente—. Y
no me gusta el Regente. Quemó mi pierna.

Torveld le dirigió una mirada orgullosa y Erasmus se sonrojó y se inclinó


má s de forma perfecta.

Damen reprimió otro instinto para decirle que se pusiera de pie. Era
extrañ o que las costumbres habituales de su patria se sintieran tan extrañ as
para él. Tal vez solo fuera que había pasado varios meses en compañ ía de
agresivas y descaradas mascotas, e impredecibles hombres libres verecianos.
Miró a Erasmus, a las extremidades recatadas y las pestañ as bajadas. Se había
acostado con esclavos así, tan flexibles en la cama como fuera de la misma.
Recordó disfrutarlo, pero el recuerdo era distante, como si perteneciera a otra
persona. Erasmus era hermoso, podía ver eso. Erasmus, recordó , había sido

275
entrenado para él. Sería obediente a cada orden, intuitivo a cada capricho,
voluntariamente.

Damen volvió sus ojos hacia Laurent.

Una imagen de fría, difícil distancia lo enfrentó . Laurent estaba sentado en


breve conversació n, su muñ eca balanceá ndose sobre el borde de la gran mesa,
los dedos descansando sobre la base de una copa. Desde la severa, postura
erguida de espaldas a la impersonal forma de su cabeza amarilla; desde el azul
destacado de sus ojos a la arrogancia de sus pó mulos, Laurent era complicado y
contradictorio, y Damen no podía mirar a ningú n otro lugar.

Como respondiendo a un instinto, Laurent alzó la vista y se encontró con


los ojos de Damen, y en el siguiente momento Laurent estaba levantá ndose y
acercándose.

—¿No vas a venir a comer?

—Debería volver a supervisar el trabajo fuera. Ravenel debería tener


defensas impecables. Quiero... quiero hacer eso por Vos —dijo.

—Puede esperar. Solo me ganaste una fortaleza —dijo Laurent—. Déjame


consentirte un poco.

Se quedaron junto a la pared, y mientras Laurent hablaba, inclinó un


hombro contra la piedra contorneada. Su voz era entonada por el espacio entre
ellos, privada y sin prisa.

—Recuerdo. Tenéis una gran cantidad de placer en las pequeñ as victorias.


—Damen citó las palabras de Laurent de nuevo a él.

—No es pequeñ a —dijo Laurent—. Es la primera vez que he ganado un


juego en contra de mi tío.

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Lo dijo con sencillez. La luz de las antorchas se reflejaba en su rostro. La
conversació n alrededor de ellos era un apagado aumento y disminució n de
sonido, mezclá ndose con los colores sobrios, los rojos, marrones y tenues azules
de la luz de la llama.

—Sabéis que eso no es cierto. Ganasteis contra él en Arles cuando hicisteis


que Torveld llevara los esclavos a Patras.

—Eso no fue un juego en contra de mi tío. Eso fue un juego contra Nicaise.
Los chicos son fá ciles. A los trece añ os —dijo Laurent— podrías haberme
llevado por donde hubieras querido.

—No puedo creer que fuerais incluso fácil.

—Piensa en el inocente má s novato con el que te has revolcado —dijo


Laurent. Y entonces, cuando Damen no respondió —: Me olvidaba, no jodes con
chicos.

Al otro lado de la sala se produjo un estallido sordo de risa con alguna


distante payasada menor. La sala era un nebuloso ambiente de sonidos y formas.
La luz era un cá lido resplandor de antorcha.

Damen remarcó —: Hombres, a veces.

—¿En ausencia de mujeres?

—Cuando los quiero.

—Si hubiera sabido eso, podría haber sentido un escalofrío de peligro,


yaciendo junto a ti.

—Sabíais eso —dijo Damen.

Se produjo una pausa. Laurent se apartó de la pared finalmente.

—Ven a comer —dijo Laurent.

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Damen se encontró él mismo en la mesa. En el lenguaje vereciano, era un
momento de tranquilidad, la gente todavía seguía comiendo pan con los dedos y
la carne de las puntas del cuchillo. Sin embargo, la mesa estaba surtida con lo
mejor que las cocinas podrían proporcionar a corto plazo: carnes
condimentadas, faisá n con manzanas, aves rellenas con pasas y cocinadas en
leche. Damen alcanzó sin pensar un trozo de carne, pero Laurent le agarró de la
muñ eca y lo detuvo, sacando el brazo de la mesa.

—Torveld me dice que en Akielos es el esclavo el que alimenta al señ or.

—Eso es correcto.

—Entonces, no puedes tener ninguna objeció n —dijo Laurent, recogiendo


el bocado, y levantá ndolo.

La mirada de Laurent era firme, sin ningú n recato bajando de sus ojos. No
era nada parecido a un esclavo, incluso cuando Damen se permitió imaginarlo.
Damen recordaba a Laurent cambiá ndose adentro en un largo banco de madera
en la posada de Nesson para comer meticulosamente pan de sus dedos.

—No tengo ninguna objeció n —dijo Damen.

Permaneció donde estaba. No era el papel de un señ or esforzarse después


de sostener la comida con el brazo extendido.

Las cejas doradas se arquearon levemente. Laurent se movió , y llevó la


carne a los labios de Damen.

El acto de morder se sintió deliberado. La carne estaba muy rica y caliente,


un manjar con influencias sureñ as, muy parecido a la comida de su tierra natal.
Masticar era lento; demasiado consciente de que Laurent lo miraba. Cuando
Laurent tomó el siguiente trozo de carne, fue Damen, quien se inclinó .

278
Tomó un segundo bocado. No miró a la comida, miró a Laurent, en la
forma en que permanecía siempre tan controlado, por lo que todas sus
reacciones eran sutiles, sus ojos azules difíciles de descifrar, pero no eran fríos.
Podía ver que Laurent estaba complacido, que estaba disfrutando la
aquiescencia por su rareza, su exclusividad. Se sentía como si estuviera al borde
de la comprensió n, como si Laurent surgiera en la visió n por primera vez.

Damen se retiró , y eso fue lo correcto también, permitiendo que el


momento fuera fá cil: una pequeñ a intimidad compartida en la mesa, una que
pasó casi desapercibida para los otros comensales.

A su alrededor, la conversació n pasó a otras cosas, las noticias de la


frontera, los momentos de la batalla, la discusió n de tá cticas en el campo. Damen
mantuvo sus ojos en Laurent.

Alguien había traído una cítara y Erasmus estaba tocando, notas suaves y
discretas. En las actuaciones akielenses —como en todas las cosas akielenses—
la moderació n era muy apreciada. El efecto general era uno de simplicidad. En el
silencio entre canciones, Damen se oyó decir—: Toca “la Conquista de Arsaces”,
pidiendo la solicitud al chico sin pensar. Al momento siguiente, oyó las primeras
familiares notas resonar.

La canció n era antigua. El muchacho tenía una voz preciosa. Las notas
pulsaban, serpenteando a través de la sala, y aunque las palabras de su tierra
natal se perdían en las verecianas, Damen recordó que Laurent podía hablar su
lengua.

Son sin duda los dioses los que hablan con él

Con voces constantes

279
Una mirada suya impulsa a los hombres a sus rodillas

Su suspiro condice ciudades a la ruina

Me pregunto si él sueña con

rendirse En un lecho de flores

blancas

¿O es esa la esperanza equivocada

De todo aspirante a conquistador?

El mundo no fue hecho para belleza como la suya

La canció n terminó suavemente, y a pesar del idioma desconocido, la


modesta actuació n del esclavo había cambiado un poco el estado de á nimo en la
sala. Hubo un puñ ado de aplausos. La atenció n de Damen estaba sobre el color
marfil y oro de Laurent y, en la piel fina, con los ú ltimos restos de hematomas,
donde había sido atado y golpeado. La mirada de Damen recorrió , pulgada a
pulgada, absorbiendo el orgulloso impulso de su barbilla, los ojos poco
cooperativos, el arco de su pó mulo, y cayendo de nuevo a su boca. Su dulce y
severa boca.

El pulso del deseo, cuando llegó , fue un latido que reagrupó la sangre y la
carne, y se transformó en conciencia. Se puso de pie, sin pensar. Salió de la sala,
caminando hacia el gran patio.

La fortaleza era una masa oscura iluminada con antorchas a su alrededor.


Los muros estaban ahora atendidos por sus propios hombres, y el grito
ocasional venía de los centinelas en sus murallas, aunque esta noche cada puerta
280
con lá mpara estaba encendida, y los sonidos se mezclaban, risas y voces fluían
desde la direcció n de la gran sala.

La distancia lo debería haber hecho má s fá cil, pero el dolor solo aumentó ,


y se encontró a sí mismo en las espesas paredes de las almenas, descartando a
los soldados que guarnecían esa secció n, apoyando los brazos contra la piedra y
esperando a que el sentimiento disminuyera.

Se marcharía. Era lo mejor, que él se fuera. Cabalgaría antes de tiempo,


sería a través de la frontera antes del mediodía. No habría necesidad de dejar
palabras: cuando se dieran cuenta de su ausencia, Jord traería el informe de su
partida a Laurent. Los verecianos se harían cargo de los deberes y las
estructuras que había establecido aquí en el fuerte. Los había creado para eso.

Todo sería má s sencillo por la mañ ana. Jord, pensó , le daría tiempo para
llegar má s allá de los exploradores antes de que trajera la noticia a Laurent, de
que su capitá n, de manera irrevocable, se había ido. Se centró en las realidades
pragmá ticas: un caballo, suministros, una ruta que evitara exploradores. Las
complejidades de la defensa de Ravenel eran ahora asuntos de los demá s
hombres. La lucha que enfrentaban a lo largo de los pró ximos meses no era la
suya. Podría dejarla detrá s.

Su vida en Vere, el hombre que estaba aquí, podría dejar todo esto detrás.

Un ruido en la escalera de piedra; levantó la cabeza. Las murallas se


extendían hacia la torre sur, un camino de piedra con almenas dentadas hacia la
izquierda, y las antorchas iluminaban a intervalos. Damen había ordenado
despejar la secció n. Coronando las escaleras circulares de piedra era la ú nica
persona que podría haber desobedecido esa orden.

Damen parecía tan solo, desatendido, que Laurent había salido de su


propio banquete para encontrarle, para seguirle aquí, los escalones desgastados
hasta las almenas. Laurent se colocó junto a él, en una có moda presencia

281
discreta que ocupaba el espacio en el pecho de Damen. Permanecieron en el
borde de la fortaleza que habían ganado juntos. Damen intentó un tono
conversacional.

—Ya sabéis, los esclavos que regalasteis a Torveld valen casi lo mismo que
los hombres que os ha dado.

—Yo diría exactamente eso mismo.

—Pensé que les ayudasteis por compasió n.

—No, tú no lo hiciste —dijo Laurent.

El aliento que se le escapó no era como la risa. Miró hacia la oscuridad má s


allá de las antorchas, a la invisible extensió n del sur.

—Mi padre —dijo—, odiaba a los verecianos. Los llamaba cobardes,


mentirosos. Es lo que él me enseñ ó a creer. Habría sido justo como estos señ ores
fronterizos, Touars y Makedon. Hambrientos de guerra. Solo puedo imaginar lo
que habría pensado de Vos.

Miró a Laurent. Conocía la naturaleza de su padre, sus creencias. Conocía


exactamente la reacció n que Laurent habría provocado, si alguna vez hubiera
estado de pie frente a Theomedes en Ios. Si Damen hubiera discutido por él,
habría tratado de hacerle ver a Laurent como... él no lo habría entendido. «Lucha
con ellos, no confíes en ellos». É l nunca había permanecido en contra de su padre
por nada. Nunca había necesitado hacerlo, tan estrechamente se habían alineado
sus valores.

—Vuestro propio padre estaría orgulloso hoy.

—¿Que cogiera una espada y me pusiera ropas mal ajustadas de mi


hermano? Estoy seguro de que lo estaría —dijo Laurent.

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—No queréis el trono —dijo Damen después de un momento, sus ojos
pasando con cuidado por encima de la cara de Laurent.

—Quiero el trono —dijo Laurent. ¿Crees sinceramente, después de todo lo


que has visto, que me avergonzaría del poder o la oportunidad de ejercerlo?

Damen sintió su boca retorcerse. —No.

—No.

Su propio padre había gobernado por la espada. Había forjado Akielos a


una sola nació n, y utilizó el nuevo poder de ese país para ampliar sus fronteras,
muy orgulloso. Había puesto en marcha su campañ a del norte para devolver
Delpha a su reino después de noventa añ os de gobierno vereciano. Pero no era
su reino ya. Su padre, que nunca estuvo de pie dentro de Ravenel, estaba muerto.

—Nunca cuestioné la forma en que mi padre veía el mundo. Fue suficiente


para mí saber el tipo de hijo del que estaba orgulloso. Nunca podría avergonzar
su memoria, pero por primera vez me doy cuenta de que no quiero ser...

La clase de rey que él era.

Se habría sentido como una deshonra decirlo. Y sin embargo, había visto al
pueblo de Breteau, inocente de la agresió n, abatido por espadas akielenses.

«Padre, puedo vencerlo», había dicho, y había salido a caballo y regresado


para una bienvenida de héroe, para que su armadura fuera despojada por los
sirvientes, para que su padre le recibiera con orgullo. Recordó esa noche, todas
esas noches, el poder galvanizador de las victorias expansionistas de su padre, la
aprobació n, como el éxito que fluía del éxito. No había pensado en la forma con
la que había actuado en el otro lado del campo. «Cuando empezó este juego, yo
era más joven».

—Lo siento —dijo Damen.

283
Laurent le dirigió una mirada extrañ a. —¿Por qué razó n me pedirías
disculpas?

No podía responder. No con la verdad. Solo dijo—: No entendía lo que ser


Rey significaba para Vos.

—¿Qué es eso?

—Un fin para luchar.

La expresió n de Laurent cambió , son los sutiles indicios de la sorpresa


imperfectamente reprimidos y Damen sintió en su propio cuerpo, un nuevo tiró n
en el pecho al ver la expresió n en los ojos oscuros de Laurent.

—Me habría gustado que hubiera sido diferente entre nosotros, ojalá
hubiera actuado contigo con má s honor. Quiero que sepas que vas a tener un
amigo al otro lado de la frontera, pase lo que pase mañ ana, pase lo que pase para
los dos.

—Amigos —dijo Laurent. ¿Es eso lo que somos?

La voz de Laurent estaba agarrotada, como si la respuesta fuera obvia,


como si fuera tan obvio lo que estaba pasando entre ellos, el aire
desapareciendo, mota a mota.

Damen dijo con honestidad indefensa—: Laurent, soy vuestro esclavo.

Las palabras lo dejaron claro, la verdad estaba expuesta en el espacio


entre ellos. Quería demostrarlo, aunque, incapaz de expresarse, podría
compensarlo por lo que les dividía. Era consciente de la poca profundidad del
aliento de Laurent, que coincidía con el suyo; estaban respirando el aire del otro.
É l extendió la mano, observando ante cualquier duda en los ojos de Laurent.

El toque que ofreció fue aceptado, ya que no había sido la ú ltima vez, los
dedos suaves en la mandíbula de Laurent, el pulgar pasando sobre el pó mulo,

284
suave. El cuerpo controlado de Laurent estaba duro por la tensió n, su rá pido
impulso urgente por volar, pero cerró los ojos en los ú ltimos segundos antes de
que ocurriera. La palma de Damen se deslizó sobre la tibia nuca de Laurent;
lenta, muy lentamente, haciendo de su altura una ofrenda, no una amenaza,
Damen se inclinó y besó a Laurent en la boca.

El beso era apenas una sugerencia en sí mismo, sin cesió n de la rigidez de


Laurent, pero el primer beso se convirtió en un segundo, después de una
fracció n de despedida en la que Damen sentía el parpadeo poco profundo de la
respiració n de Laurent contra sus propios labios.

Parecía, dentro de todas las mentiras entre ellos, como si esto fuera lo
ú nico verdadero. No importaba que se marchara mañ ana. Se sintió restaurado
con el deseo de dar a Laurent esto: darle todo lo que le permitiera, y no pedir
nada, este cuidadoso umbral de algo que tenía que ser degustado, porque era
todo lo que Laurent le permitiría tener.

—Alteza…

Se separaron con la voz, el estallido de sonido de pisadas cercanas. Una


cabeza coronaba los pasos de piedra. Damen dio un paso hacia atrá s, con su
estó mago retorciéndose.

Era Jord.

285
CAPÍTULO DIECIOCHO

Separados abruptamente, Damen se quedó al otro lado de Laurent en una


de las islas de luz donde las antorchas ardían a intervalos. La longitud de las
almenas se extendía a ambos lados y Jord, varios pies alejado, se detuvo y no se
acercó .

—Ordené mantener la secció n despejada —dijo Damen. Jord se estaba


entrometiendo. En casa, en Akielos, solo habría tenido que levantar la vista de lo
que estaba haciendo y la orden, «Déjanos», y la intromisió n no se habría
producido. Y podrían volver a lo que habían estado haciendo.

A lo que gloriosamente, habían estado haciendo. Había estado besando a


Laurent y no debía ser interrumpido. Sus ojos volvieron cá lida y posesivamente
a su objeto: Laurent se parecía a cualquier joven hombre que ha sido presionado
contra una muralla y ha sido besado. La ligera perturbació n del pelo en la nuca
de Laurent era maravillosa. Su mano había estado allí.

—No estoy aquí por ti —dijo Jord.

—Entonces di tu asunto y vete.

—Mi asunto es con el Príncipe.

Su mano había estado allí y había subido al suave y cá lido pelo dorado.
Interrumpido, el beso estaba vivo entre ellos, en los ojos oscuros y los latidos
cardíacos. Su atenció n se volvió de nuevo hacia el intruso. La amenaza que Jord
representaba para él se estaba reactivando. Por lo que había sucedido no iba a
ser amenazado por nada ni por nadie.

Laurent se apartó de la pared.

286
—¿Está s aquí para advertirme sobre los peligros de tomar decisiones de
mando en la cama? —dijo Laurent.

Hubo un corto, silencio espectacular. El fuego de las antorchas, el viento


que azotaba las paredes era demasiado fuerte. Jord se quedó muy quieto.

—¿Algo que decir? —dijo Laurent.

Jord se mantenía apartado de ellos. La misma aversió n persistía en su voz.


—No con él aquí.

—É l es tu Capitá n —dijo Laurent.

—É l sabe suficientemente bien que debería irse.

—¿Mientras comparamos notas sobre el despliegue para el enemigo? —


preguntó Laurent.

Este silencio era peor. Damen sintió la distancia entre él mismo y Laurent
con todo su cuerpo, cuatro pasos interminables a través de las almenas.

¿Y bien? —dijo Laurent.

Los ojos de Jord se habían vuelto a Damen, lleno de gran perseverancia.


Pero, «Él es Damianos de Akielos», Jord no dijo, aunque parecía tenso hasta el
límite de la repulsió n ante lo que acababa de ver, y el silencio se prolongó ,
espeso y tangible con lo que yacía por debajo.

Damen se adelantó . —Tal vez…

Má s ruido en la escalera, y el ruido de varios pasos urgentes. Jord se


volvió . Guymar y otro de los soldados se acercaban a la secció n que había
ordenado despejar. Damen se pasó una mano por la cara. Todo el mundo en el
fuerte estaba llegando a la parte que había ordenado despejar.

287
—Capitá n. Pido disculpas por la violació n de sus ó rdenes. Pero hay una
situació n que tiene lugar en la planta baja.

—¿Una situació n?

—Un grupo de hombres tienen la intenció n de jugar con uno de los


prisioneros.

El mundo no iba a desaparecer. El mundo intrusivo cambiaba sus


preocupaciones, los problemas de disciplina, los mecanismos de la capitanía.

—Los prisioneros deben ser bien tratados —dijo Damen—. Si algunos de


los hombres está n demasiado bebidos, hay que saber có mo mantenerlos a raya.
Mis ó rdenes eran claras.

Hubo una vacilació n. Guymar era uno de los hombres de Enguerran, un


soldado de carrera, pulido y profesional. Damen le había ascendido exactamente
por esas cualidades.

—Capitá n, sus ó rdenes eran claras, pero... —respondió Guymar.

—¿Pero…?

—Algunos de los hombres parecen pensar que Su Alteza apoyará sus


acciones.

Damen puso en orden sus pensamientos. Por la forma en que Guymar lo


dijo, era obvio qué tipo de juego significaba. Habían pasado semanas en el
camino sin supervisores de campamento. Sin embargo, había creído que los
hombres capaces de acciones como esta habían sido eliminados de la tropa.

El rostro de Guymar era impasible, pero su débil desaprobació n era


tangible: estas eran acciones de mercenarios, vestidos con la librea del Príncipe.
Los hombres del Príncipe estaban mostrando su clase inferior.

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Como una arquero fijando su objetivo, Laurent dijo precisa y
deliberadamente—: Aimeric.

Damen se volvió . Los ojos de Laurent estaban sobre Jord, y Damen vio tal
apuro en la expresió n de Jord que Laurent tenía razó n, y por supuesto que era
por el bien de Aimeric que Jord había venido aquí.

Bajo esa peligrosa mirada fija, Jord cayó de rodillas.

—Alteza —dijo Jord. No miraba a nadie, sino a las piedras oscuras debajo
de él—. Sé que he hecho mal. Aceptaré cualquier castigo por eso. Pero Aimeric
fue leal a su familia. Fue fiel a lo que él conocía. No se merece ser entregado a los
hombres para eso. —La cabeza de Jord estaba inclinada, pero sus manos en las
rodillas eran puñ os—. Si mis añ os de servicio a Vos merecen cualquier cosa
mínimamente digna, dejad que valgan la pena para eso.

—Jord —contestó Laurent— es por eso que te jodió . Por este momento.

—Lo sé —replicó Jord.

—Orlant —dijo Laurent— no merecía morir solo por la espada de un


aristó crata egoísta que pensá bamos que era un amigo.

—Lo sé —dijo Jord—. No estoy pidiendo que dejéis a Aimeric en libertad o


le perdonéis lo que ha hecho. Es que yo lo conozco, y esa noche, él estaba...

—Debería dejarte que observaras —dijo Laurent— mientras le


desnudaban para que cada hombre de la tropa le tomara.

Damen se adelantó . —No queréis decir eso. Lo necesitá is como rehén.

—No lo necesito pudoroso —dijo Laurent.

El rostro de Laurent era perfectamente plano, sus ojos azules impasibles e


intocables. Damen le sintió retroceder ligeramente desde la mirada insensible,
con sorpresa en ella. Se dio cuenta de que había salido de la sintonía con

289
Laurent en un momento crucial. Quería alejar a todo el mundo, para poder
encontrar su camino de regreso.

Y sin embargo, esto debía ser tratado. La situació n aquí se había


precipitado hacia algo desagradable.

É l remarcó —: Si va a haber justicia para Aimeric, entonces que haya


justicia, razonablemente decidida, pú blicamente aplicada, pero no que los
hombres tomen el asunto en sus propias manos.

—Entonces, desde luego —dijo Laurent— vamos a tener justicia. Dado que
los dos está is tan ansiosos por ella. Arrastrad a Aimeric lejos de sus
admiradores. Traédmelo a la torre sur. Vamos a tener todo al aire libre.

—Sí, Alteza.

Damen se encontraba caminando adelante cuando Guymar se inclinó


brevemente y se fue, y los demá s lo siguieron, hasta llegar a la torre sur. Quería
llegar, si no con una mano, entonces con su voz.

—¿Qué está is haciendo? —dijo—. Cuando dije que debía haber justicia
para Aimeric, me refería a má s tarde, no ahora, cuando está is... —Buscó el rostro
de Laurent—. Cuando nosotros...

Le enfrentó una mirada como un muro, y un descuidado ascenso de las


cejas doradas.

Laurent dijo—: Si Jord quiere ponerse de rodillas para Aimeric, debería


saber exactamente para quién se está rastreando.

La torre sur estaba coronada por una plataforma y un parapeto horadado


no con ú tiles rendijas rectangulares, sino con delgados arcos apuntados, porque
se trataba de Vere y siempre debía haber alguna floritura. Debajo de la

290
plataforma estaba la sala donde Damen, Laurent y Jord se reunieron, un pequeñ o
espacio circular conectado al parapeto por escaleras de piedra rectas. Durante
una pelea —durante un ataque contra el fuerte— la habitació n sería un punto de
ensamblaje para los arqueros y espadachines, pero ahora funcionaba como una
informal sala de guardias, con una mesa de madera gruesa, y tres sillas. Los
hombres que solían estar de servicio, tanto ahora como antes, se habían ido por
orden de Damen.

Laurent, supremamente poderoso, ordenó que no solo debería ser traído


Aimeric, sino también refrescos. La comida llegó primero. Los siervos batallaron
hasta la torre cargados de platos de carnes, pan y jarras de vino y agua. Las
copas que traían eran de oro, y talladas con una imagen de un ciervo, en mitad
de la caza. Laurent se sentó en la silla de madera de respaldo alto junto a la mesa
y cruzó las piernas. Damen apenas supuso que Laurent iba a sentarse frente a
Aimeric con las piernas cruzadas y tener una pequeñ a charla. O tal vez sí.

Conocía esa expresió n. Su sensació n de peligro, muy en sintonía con los


estados de á nimo de Laurent, le dijo que Aimeric estaría mejor en la planta baja
con una media docena de hombres que aquí con Laurent. Los pá rpados del
Príncipe eran suaves sobre una fría mirada, su postura erguida, con los dedos
con aplomo en el borde de la copa.

Le besé, pensó Damen, la idea era irreal aquí en esta pequeñ a habitació n
circular de piedra. El cá lido, dulce beso se había roto en un momento de la
promesa: la primera ligera separació n de los labios, la sugerencia de que Laurent
había estado a punto de permitir que el beso se profundizara, aunque su cuerpo
había cantado tensió n.

Cuando cerró los ojos, sintió có mo podría haber ocurrido: poco a poco, la
apertura de la boca de Laurent, las manos de Laurent levantá ndose tímidamente
para tocar su cuerpo. É l habría tenido cuidado, mucho cuidado.

291
Aimeric fue arrastrado dentro por dos guardias. Se resistió , con las manos
atadas a la espalda, con los brazos presionados por sus guardias. Había sido
despojado de su armadura, la camisa estaba manchada con tierra y sudor y
estaba abierta parcialmente en un enredo de cordones. Sus rizos parecían má s
pastosos que pulidos, y había un corte en la mejilla izquierda.

Sus ojos conservaban su desafío. Había un antagonismo intrínseco en la


naturaleza de Aimeric, Damen lo sabía. Le gustaba la pelea.

Cuando vio a Jord, se quedó blanco. Y dijo—: No. —Su guardia lo empujó
dentro.

—El reencuentro amoroso —dijo Laurent.

Cuando Aimeric oyó esto, recogió su desafío para él mismo. Los guardias le
agarraron de nuevo, de manera ruda. Aunque su cara seguía estando blanca,
Aimeric levantó la barbilla.

—¿Me habéis traído aquí para regodearos? Estoy contento de haber hecho
lo que hice. Lo hice por mi familia, y por el sur. Lo haría de nuevo.

—Ya es suficiente —dijo Laurent—. Ahora la verdad.

—Esa era la verdad —dijo Aimeric—. No tengo miedo de Vos. Mi padre os


va a aplastar.

—Tu padre ha viajado a Fortaine con el rabo entre las piernas.

—Para reagruparse. Mi padre nunca le daría la espalda a su familia. No


como Vos. Abrirse para vuestro hermano no es lo mismo que la lealtad a la
familia. —La respiració n de Aimeric era superficial.

—Ciertamente —dijo Laurent.

292
Se puso de pie, la copa colgaba de forma casual de sus dedos. Consideró a
Aimeric un momento. Luego agarró la copa de otro modo, la levantó , y la llevó
con una brutal calma en un golpe de revés al rostro de Aimeric.

Aimeric gritó . El golpe quebró la cabeza a un lado, ya que el oro pesado


impactó en su pó mulo con un só lido y morboso sonido. Le dejó tambaleá ndose
en los brazos de sus guardias. Jord hizo un violento avance y Damen sintió que
todo su cuerpo estaba bajo tensió n cuando, por instinto, le empujó para
detenerle.

—Mantén la boca cerrada con mi hermano —dijo Laurent.

En la primera rá faga de movimiento, Damen había lanzado a Jord


contundentemente atrá s, luego lo mantuvo a raya agarrá ndole bien fuerte. Jord
había cedido ya, pero la tensió n de los mú sculos todavía estaba allí, con la
respiració n agitada. Laurent restituyó la copa, con exquisita precisió n, a la mesa.

Aimeric solo parpadeó con ojos brillantes y estupefactos; el contenido de


la copa se había extendido hacia el exterior, humedeciendo la aturdida y
descuidada cara de Aimeric. Había sangre en sus labios, donde algo fue mordido
o partido, y una marca roja en su mejilla.

Damen oyó a Aimeric decir, marcadamente—: Podéis pegarme todo lo que


queráis.

—¿Puedo? Creo que vamos a disfrutar mutuamente, tú y yo. Dime qué má s


puedo hacer por ti.

—Dejad esto —dijo Jord—. Es solo un chico. Es solo un chico, no es lo


bastante adulto para esto, está asustado. Piensa que vais a destruir a su familia.

Aimeric volvió su magullado rostro ensangrentado con las palabras,


reflejando la incredulidad con la que Jord le defendía. Laurent se volvió hacia

293
Jord, al mismo tiempo, con las cejas doradas arqueadas. Había incredulidad en la
expresió n de Laurent también, pero era má s fría, má s fundamental.

Damen tardó un momento en entender por qué. La inquietud se apoderó


de él mientras miraba el rostro de Laurent a Aimeric, y se dio cuenta de repente
y por primera vez de lo cercanos que Laurent y Aimeric eran en edad. No había
diferencia de seis meses entre los dos, como má ximo.

—Voy a destruir a su familia —dijo Laurent—. Pero no es por su familia


por la que está luchando.

—Claro que sí —dijo Jord. ¿Por qué si no iba a traicionar a sus amigos?

—¿No puedes pensar en una razó n?

La atenció n de Laurent había vuelto a Aimeric, acercá ndose a él, por lo que
estaban enfrente el uno del otro. Como un amante, Laurent sonrió y tocó un rizo
aislado, metiéndolo detrá s de la oreja de Aimeric. Aimeric se estremeció
violentamente, entonces reprimió el retroceso, aunque no fue capaz de controlar
su respiració n.

Tiernamente, Laurent trazó un dedo a través de la sangre que brotaba del


labio partido de Aimeric.

—Cara bonita —dijo Laurent. Luego sus dedos bajaron de nuevo para
rozar la mandíbula de Aimeric, incliná ndola hacia arriba como para un beso.
Aimeric hizo un sonido ahogado en respuesta al dolor, la carne amoratada bajo
los dedos de Laurent era blanca—. Apuesto a que eras una maravilla de niñ o
pequeñ o. Una preciosa maravilla. ¿Cuá ntos añ os tenías cuando jodiste a mi tío?

Damen se quedó inmó vil, todo en la torre se quedó muy quieto, cuando
Laurent dijo—: ¿Tenías edad para correrte?

—Callaos —dijo Aimeric.

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—¿Te dijo que estaríais juntos de nuevo, si hacías solo esto? ¿Te ha dicho
lo mucho que te ha echado de menos?

—Callaos —dijo Aimeric.

—Estaba mintiendo. No te tomaría de nuevo. Eres demasiado mayor.

—No sabéis —dijo Aimeric.

—La gruesa voz y las á speras mejillas, lo pondrían enfermo.

—No sabéis nada…

—Con tu cuerpo envejecido, tus atenciones maduras, no eres má s que…

—¡Os equivocá is sobre nosotros! ¡Él me ama!

Aimeric arrojó las palabras desafiantemente, salieron demasiado altas.


Damen sentía el fondo del estó mago retorcerse, una sensació n de maldad total
pasaba por él. Descubrió que había soltado a Jord, quien, a su lado, había dado
dos pasos hacia atrá s.

Laurent estaba mirando a Aimeric con encrespado desprecio.

—¿Te ama? Tú , pequeñ o miserable advenedizo. Dudo que incluso te


prefiera. ¿Cuá nto tiempo mantuviste su atenció n? ¿Unas pocas folladas mientras
estaba aburrido en el campo?

—No sabéis nada de nosotros —dijo Aimeric.

—Sé que no te traerá a la corte. Te dejó en Fortaine. ¿Nunca te preguntaste


por qué?

—É l no quería dejarme. Me lo dijo —contestó Aimeric.

—Apuesto a que fuiste fá cil. Unos elogios, un poco de atenció n, y le diste


todos los placeres inocentes de un virgen campestre en su cama. É l lo habría

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encontrado divertido. Al principio. ¿Qué má s hay que hacer en Fortaine? Pero la
novedad se acabó .

—No —dijo Aimeric.

—Eres lo suficientemente bonito, y eras obviamente excitante para él.


Pero los bienes usados no son atractivos a menos que no sean algo dignos de
usar. Y el vino barato que bebes en una taberna tranquila no es del tipo que tú
sirves en tu propia mesa, dada la elecció n.

—No —dijo Aimeric.

—Mi tío descarta. No como Jord —dijo Laurent— quien acogerá a


sensibleros desechos sobrantes como un hombre de mediana edad lo haría y lo
tratará como si fuera digno de algo.

—Basta —dijo Aimeric.

—¿Por qué crees que mi tío te pidió que te prostituyeras tú mismo a un


soldado comú n antes de que se hubiera dignado a tocarte? Eso es para lo que
pensaba que eras bueno. Para acostarte con mis soldados. Y ni siquiera pudiste
hacer eso.

Damen dijo—: Ya es suficiente.

Aimeric estaba llorando. Feos sollozos sacudían todo su cuerpo. Jord tenía
el rostro ceniciento. Antes de que nadie pudiera actuar o hablar, Damen dijo—:
Saca a Aimeric de aquí.

—Eres un hijo de puta de sangre fría —dijo Jord a Laurent. Su voz era
temblorosa. Laurent se volvió hacia él, deliberadamente.

—Y luego, por supuesto —dijo Laurent— aquí está s tú .

—No —dijo Damen, interponiéndose entre ellos. Sus ojos estaban sobre
Laurent. Su voz era dura—. ¡Fuera! —dijo Damen a Jord. Era una orden firme. No

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se volvió para mirar a Jord a ver si su orden había sido obedecida o no. Para
Laurent, con la misma voz, dijo—: Calmaos.

Laurent dijo —: No había terminado.

—¿Terminar qué? ¿De reducir a todos los hombres en la sala? Jord no es


cualquier tipo de igual para Vos en este estado de á nimo, y lo sabéis. Calmaos.

Laurent le dio el tipo de mirada que un espadachín da cuando decide si


debe o no cortar a su enemigo desarmado por la mitad.

—¿Vais a probarlo conmigo? ¿O es que solo tomá is placer en atacar a


aquellos que no pueden defenderse ellos mismos? —Damen oyó la dureza de su
propia voz. Se mantuvo firme. Alrededor de ellos, la habitació n de la torre estaba
vacía. Había enviado a todos los demá s fuera—. Recuerdo la ú ltima vez que
estuvisteis así. Cometisteis un error tan garrafal que le disteis a vuestro tío la
excusa que necesitaba para despojaros de vuestras tierras.

Estuvo a punto de ser asesinado por eso. É l lo sabía y se quedó donde


estaba. El ambiente se caldeó , caliente, espeso y mortal.

Bruscamente, Laurent se volvió . Puso las palmas de las manos sobre la


mesa, agarrando el borde, de pie con la cabeza gacha, los brazos rígidos
apoyados, la tensió n en su espalda. Damen observó su caja torá cica hincharse y
desinflarse, varias veces.

Laurent se quedó inmó vil durante un momento, y luego, bruscamente,


pasó el antebrazo sobre la mesa, y de un repentino y ú nico movimiento envió
platos dorados y su contenido a estrellarse contra el suelo. Una naranja rodó . El
agua de la jarra goteaba desde el borde de la mesa al suelo. Podía oír el sonido
de la respiració n inestable de Laurent.

Damen permitió que el silencio en la sala se alargara. No miró a la mesa


destrozada, con sus carnes derramadas, sus platos dispersos y volcados, y las

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gruesas jarras. Miró a la línea de la espalda de Laurent. Mientras que había
sabido enviar a los demá s fuera, sabía que no debía hablar. No supo cuá nto
tiempo pasó . No el suficiente tiempo para que la tensió n en la espalda de
Laurent se aflojara.

Laurent habló sin volverse. Su voz era desagradablemente precisa.

—Lo que está s diciendo es que cuando pierdo el control, cometo errores.
Mi tío lo sabe, por supuesto. Habría sido un placer divertido para él enviar a
Aimeric a trabajar contra mí, tienes razó n. Tú , con tus actitudes bá rbaras, tu
brutal arrogancia dominante, siempre tienes razó n.

Las manos de Laurent que permanecían sobre la mesa estaban blancas.

—Me acuerdo de ese viaje a Fortaine. É l salió de la capital durante dos


semanas, y luego mandó a decir que se alargaban a tres. Dijo que su asunto con
Guion necesitaba má s tiempo.

Damen dio un paso adelante, atraído por el tono en la voz de Laurent.

Laurent dijo—: Si quieres que me calme, sal.

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CAPÍTULO DIECINUEVE

—Capitán.

Damen tenía tres pasos fuera de la habitació n de la torre cuando Guymar


lo detuvo con un saludo y la clara intenció n de entrar a la habitació n él mismo.

—Aimeric está de vuelta bajo vigilancia y los hombres se han calmado.


¿Puedo informar al Príncipe y…?

Descubrió que se había puesto con su cuerpo en el camino de Guymar. —


No. Nadie va a entrar.

La ira, irracionalmente, floreció . Detrá s de él estaba la puerta cerrada a las


habitaciones de la torre, un obstá culo para el desastre. Guymar debería darse
cuenta en vez de irrumpir y empeorar el humor de Laurent. Guymar debería
haberse dado cuenta antes de causar mal humor en Laurent en primer lugar.

—¿Hay ó rdenes de lo que se debe hacer con el prisionero?

Arrojar a Aimeric de las almenas. —Mantenerlo encerrado en sus


habitaciones.

—Sí, Capitán.

—Quiero que toda esta secció n se mantenga despejada. Y ¿Guymar?

—¿Sí, Capitán?

—Esta vez, quiero que realmente se mantenga despejada. No me importa


quién esté a punto de ser abusado. Nadie debe venir aquí. ¿Queda claro?

—Sí, Capitá n. Guymar hizo una reverencia y se retiró .

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Damen se encontró con las manos apoyadas en las almenas de piedra,
imitando inconscientemente la pose de Laurent, su línea de la espalda de nuevo
lo ú ltimo que había visto antes de poner la palma de la mano en la puerta.

El corazó n le latía con fuerza. Quería poner una barrera que protegiera a
Laurent de cualquier persona que le importunara. Había que mantener el
perímetro despejado, aunque eso significara acechar estas almenas y patrullar él
mismo.

Sabía esto de Laurent. Que una vez que él mismo se diera tiempo a solas
para pensar, el control volvería, la razó n se impondría.

La parte de él que no quería dejar caer a Aimeric con un puñ etazo


reconoció que tanto a Jord como a Aimeric les acababan de poner en una
situació n muy difícil. Era un desastre que no necesitaba que hubiera pasado. Si
solo se hubieran…mantenido alejados. «Amigos», Laurent había dicho, en lo alto
de las almenas. «¿Es eso lo que somos?» Las manos de Damen se enroscaron en
puñ os. Aimeric era un alborotador empedernido con un terrible arrebato.

Se encontró en la base de las escaleras, dando la misma orden a los


soldados que allí había y que había impartido a Guymar, cuando despejó la
secció n.

Era mucho má s de medianoche. Una sensació n de cansancio, de pesadez se


apoderó de él, y Damen repentinamente fue consciente de las pocas horas que
quedaban antes de la mañ ana. Los soldados estaban limpiando el espacio vacío a
su alrededor. La idea de parar, permitiéndose un momento para pensar, era
terrible. En el exterior, no había nada, solo las ú ltimas horas de oscuridad, y el
largo viaje al amanecer.

Cogió a uno de los soldados por el brazo antes de que se diera cuenta,
evitando que siguiera a los otros.

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El hombre se detuvo, retenido en el lugar.

—¿Capitán?

—Vela por el Príncipe —se oyó decir—. Cualquier cosa que necesite,
asegú rate de que lo tenga. Cuida de él. —Era consciente de la incongruencia de
las palabras, de la fuerte presió n que ejercía en el brazo del soldado. Cuando
trató de detenerlo, solo aumentó su presió n—. Se merece tu lealtad.

—Sí, Capitán.

Una inclinació n de cabeza, seguida por aquiescencia. Vio có mo el hombre


subió a su lugar.

Le llevó mucho tiempo terminar sus preparativos, después de lo cual se


encontró con un sirviente que le mostró sus habitaciones. Tuvo que abrirse
camino a través de los restos de la juerga: copas de vino desechadas, Rochert
roncando, algunas sillas volcadas gracias a una pelea o a algú n baile
excesivamente vigoroso.

Sus habitaciones eran recargadas porque los verecianos siempre eran


excesivos: a través de arcos de puertas, pudo ver al menos otras dos
habitaciones, con suelo de baldosas y divanes típicos de Vere. Dejó que sus ojos
pasaran por las ventanas abovedadas, la mesa bien provista de vino y frutas, y la
cama, con sedas de color rosa que caían en pliegues tan largos que se agrupaban
sobre el suelo.

Despidió al sirviente. Las puertas se cerraron. Se sirvió una copa de vino


de una jarra de plata y la vació toda. Dejó la taza de nuevo sobre la mesa. Puso
las manos sobre ella y su peso en las manos.

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Luego levantó la mano hacia su hombro, y desprendió la insignia de
Capitán.

Las ventanas estaban abiertas. Era el tipo de dulce, cá lida noche que a
menudo hacía en el sur. La decoració n vereciana estaba por todas partes, desde
las intrincadas rejas que cubrían las ventanas al trenzado helicoidal que
enlazaban las sedas de la cama, pero estas fortalezas fronterizas habían tenido
algunas influencias del sur, en las formas de los arcos, y el flujo del espacio,
abiertas y sin mamparas.

Miró la insignia en la mano. Su tiempo como Capitá n de Laurent había sido


de corta duració n. Una tarde. Una noche. En ese momento habían ganado una
batalla y tomaron una fortaleza. Parecía salvaje e improbable, una pieza de oro
con bordes duros del metal en la mano.

Guymar era una buena elecció n, mientras tanto era provisional hasta que
Laurent reuniera a asesores él mismo y encontrara un nuevo capitá n. Esa sería
la primera orden del día, para consolidar su poder aquí en Ravenel. Como
comandante, Laurent era todavía novato, pero Laurent se crecería en el papel.
Encontraría la manera, transformá ndose de comandante-príncipe a rey.

Puso la insignia sobre la mesa.

Se apartó de ella hacia las ventanas. Miró fuera. Podía ver los destellos de
la luz de las antorchas en las almenas, donde el azul y el oro habían sustituido a
los emblemas de Lord Touars.

Touars, que había vacilado, pero que Guion le había convencido para
entrar en la batalla.

En su mente había imá genes que siempre estarían vinculadas con esta
noche. Las estrellas rodaban alto por encima de las almenas. Trajes y armaduras
de Enguerran. Un yelmo con su ú nica pluma roja larga. Tierra removida y

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violencia y Touars, que había luchado, hasta un simple momento de
reconocimiento que había cambiado todo.

«Damianos. Príncipe asesino».

Detrá s de él, las puertas se cerraron; se volvió , y vio a Laurent.

Su estó mago cayó , un momento de confusa conmoció n, nunca había


esperado ver a Laurent aquí. Entonces todo se resolvió , el tamañ o y la opulencia
de estas cá maras tenían sentido: Laurent no era el intruso.

Estaban de frente los dos. Laurent se puso de pie, cuatro pasos dentro de
la habitació n, vívido en ropa severa, de lazos apretados, con apenas un simple
adorno en el hombro para indicar su rango. Damen sintió el latido de su pulso
con sorpresa, consciente de la presencia de Laurent.

—Lo siento —dijo—. Vuestros siervos me trajeron a las habitaciones


equivocadas.

—No, no lo hicieron —dijo Laurent.

Hubo una ligera pausa.

—Aimeric está de vuelta en su habitació n bajo vigilancia —dijo Damen.


Trató de decirlo en un tono normal—. No va a causar má s problemas.

—No quiero hablar de Aimeric —dijo Laurent—. Ni de mi tío.

Laurent empezó a acercarse adelante. Damen estaba al tanto de él, como


también era consciente de la insignia que se había quitado, como una pieza de
armadura descartada demasiado pronto.

Laurent dijo—: Sé que está s pensando en salir mañ ana. Vas a cruzar la
frontera, y no vas a volver. Dilo.

—Yo…

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—Dilo.

—Voy a salir mañ ana —dijo Damen, tan firmemente como pudo—. No voy
a volver. —Tomó tal respiro que le dolió el pecho—. Laurent…

—No, no me importa. Mañ ana te vas. Pero tú eres mío ahora. Sigues siendo
mi esclavo esta noche.

Damen sintió que las palabras lo golpearon, pero eso fue absorbido con la
sacudida de la mano de Laurent sobre él, un empujó n hacia atrá s. Sus piernas
tocaron la cama. El mundo se inclinó , las sedas de la cama y la luz rosada. Sintió
la rodilla de Laurent junto a su muslo, la mano de Laurent en su pecho.

—Yo… no…

—Yo creo que sí —dijo Laurent.

Su chaqueta comenzó a dividirse bajo los dedos de Laurent: Laurent fue


infalible, y una parte distante de la mente de Damen registró eso: un príncipe
con habilidad de siervo, mejor de lo que Damen había sido, como si hubiera sido
enseñ ado.

—¿Qué está is haciendo? —El aliento de Damen era inestable.

—¿Qué estoy haciendo? No eres muy observador.

—No sois Vos mismo —dijo Damen—. E incluso si lo fuerais, no hacéis


nada sin un puñ ado de motivos.

Laurent se quedó muy quieto, las suaves palabras fueron medio


amargas—. ¿No lo hago? Debo querer algo.

—Laurent —dijo.

—Te tomas libertades —dijo Laurent—. Nunca te di permiso para que me


llamaras por mi nombre.

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—Alteza —dijo Damen, y las palabras se retorcieron, equivocadas en la
boca. É l necesitaba decir, no hagas esto. Pero no podía pensar má s allá de
Laurent, inverosímilmente cercano. Sentía cada pulgada moverse que dividía sus
cuerpos con una agitació n, la ilícita sensació n de la proximidad de Laurent. Cerró
los ojos contra ello, sintió la nostalgia dolorosa de su cuerpo—. No creo que me
querá is. Creo que solo queréis que sienta esto.

—Entonces, siéntelo —dijo Laurent.

Y deslizó su mano dentro de la chaqueta abierta de Damen, má s allá de la


camisa, hasta el estó mago.

No fue posible, en ese momento, hacer otra cosa que disfrutar de la mano
de Laurent contra su piel. Su aliento le estremeció , su toque caliente a través de
su ombligo y deslizá ndose abajo. Era medio consciente de la ropa de cama de
seda, arrugada y alborotada a su alrededor, las rodillas de Laurent y otra mano
como alfileres en la seda, que le mantenía presionado abajo. La chaqueta fue
descartada, la camisa medio quitada. Los cordones entre sus piernas abiertos,
obedientes a los dedos de Laurent, y luego estaba todo desabrochado.

Era el rostro de Laurent el que él miraba. Observó como si fuera la primera


vez que viera la expresió n de los ojos de Laurent, su ligeramente alterada
respiració n. Era consciente de la tensa línea de la espalda de Laurent; de la
manera consciente en que sostenía su cuerpo. Recordó la línea de su espalda en
la torre, inclinada sobre la mesa. Oyó el tono en la voz de Laurent.

—Veo que está s proporcionado en todas partes.

Damen dijo—: Me habéis visto excitado antes.

—Y recuerdo lo que te gusta.

Laurent cerró el puñ o alrededor de la cabeza, y deslizó el pulgar por


encima de la ranura, empujando hacia abajo un poco.

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Todo el cuerpo de Damen se curvó . La presió n era má s como de posesió n
que como una caricia. Laurent se inclinó , y permitió que el pulgar delineara un
círculo pequeñ o y mojado.

—Te gustaba esto también, con Ancel.

—No se trataba de Ancel —dijo Damen, las palabras salieron, crudas y


honestas—. Todo se trataba de Vos, y lo sabéis.

No quería pensar en Ancel. Su cuerpo se tensó , como una correa


demasiado apretada. Hizo lo que era natural en él, pero Laurent dijo—: No —y él
no podía tocar.

—Sabéis, Ancel utilizó su boca —dijo, casi sin sentido, tratando


desesperadamente de distraer a Laurent, de distraerse a sí mismo, luchando por
mantenerse en su lugar contra las sá banas.

—No creo que sea necesario —dijo Laurent.

El subir y bajar de la mano de Laurent era como el tobogá n de sus


palabras, como cada frustrante discusió n que habían tenido, bloqueado,
enredado en la voz de Laurent. Podía sentir la tensió n en Laurent, aguda como el
tacto de sus propios latidos. Laurent mantenía su anterior estado de á nimo
dentro, constreñ ido, y convertido en algo má s.

La combatió , mientras se elevaba en su interior, arremetiendo contra la


resistente sujeció n en las sedas por encima de su cabeza. Pero la mano libre de
Laurent restringió su movimiento, empujá ndole hacia abajo en la cá lida e
insistente orden. Quedó atrapado inesperadamente en los ojos de Laurent, y lo
impactó , en un enredado arranque, Laurent vestido completamente por encima
de él, un príncipe en su total panoplia, sus botas brillantes junto a los muslos de
Damen. A pesar de que Damen sintió el primer temblor que envolvía su cuerpo,
el momento se estaba transformando, demasiada comunicació n entre ellos.

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Sintió de repente que debía mirar hacia otro lado, que debía detenerse o dar
marcha atrá s. No podía. Los ojos de Laurent eran oscuros, amplios, y por un
momento no miró a ningú n sitio, sino a él.

Sintió a Laurent retroceder, alejá ndose, encerrá ndose él mismo, tratando,


pero incapaz de manejar una fría y repentina retirada.

Laurent dijo—: Adecuado.

Respirando á speramente, todavía temblando con el clímax, Damen estaba


flexioná ndose hacia arriba, persiguiendo la mirada en los ojos de Laurent para
atraparla antes de que se hubiera ido.

Cogió la muñ eca de Laurent, sintió los huesos finos, y el pulso, antes de
que Laurent pudiera levantarse de la cama.

Damen dijo—: Besadme.

Su voz era ronca por el placer que anhelaba compartir. Sintió el cá lido
rubor que inundó su propia piel. Se había enderezado él mismo, por lo que su
cuerpo hacía una curva, con los planos de su abdomen moviéndose. La mirada
de Laurent se extendió instintivamente por encima de él, y levantó la suya
propia.

Había capturado su muñ eca antes de retenerla de un golpe, un golpe de


cuchillo. É l lo abrazaba ahora. Podía sentir la necesidad desesperada de
retirarse. Podía sentir algo má s también, Laurent quedá ndose aislado, como si,
este acto se terminara, él no tenía base para saber qué hacer.

—Besadme —dijo de nuevo.

Con los ojos oscuros, Laurent se mantenía en su lugar, como si se empujara


má s allá de una barrera, la tensió n en el cuerpo de Laurent todavía era un rá pido

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vuelo y Damen sintió la sacudida con todo su cuerpo cuando la mirada de
Laurent cayó en su boca.

Sus propios ojos se cerraron cuando se dio cuenta de que Laurent iba a
hacer esto, y se mantenía muy quieto todavía. Laurent besó con una ligera
separació n de los labios, como si fuera inconsciente de lo que estaba pidiendo, y
Damen le devolvió el beso con cuidado, mareado con la idea de que el beso se
profundizara.

Se echó hacia atrá s antes de que lo hiciera, lo suficiente como para ver los
ojos de Laurent abrirse. Su corazó n estaba latiendo fuerte. Por un momento,
sintió besar, como un intercambio en el que las distinciones de la intimidad se
emborronaban. Presionaba lentamente, inclinando la mandíbula de Laurent con
los dedos, y besá ndole suavemente en el cuello.

No era lo que había esperado Laurent. Sintió su ligero sobresalto, y la


forma en que Laurent se mantenía, como confundido en cuanto a por qué Damen
deseaba hacer esto, pero sintió el momento cuando la sorpresa se convirtió en
otra cosa. Damen se permitió el placer de menor importancia del roce suave. El
pulso de Laurent llegó a un pequeñ o crescendo bajo sus labios.

Esta vez, cuando se retiró , ninguno de ellos se separó por completo del
otro. Levantó la otra mano para rozar la mejilla de Laurent, deslizó los dedos en
su cabello, que cambiaba a dorado bajo sus maravillados dedos. Luego tomó la
cabeza suavemente entre sus manos y entregó el beso que había deseado
entregarle, largo, lento y profundo. La boca de Laurent se abrió bajo la suya. No
podía detener la lenta oleada de calor que se extendía, que sintió ante el tacto de
la lengua de Laurent, y la sensació n de su propia boca, deslizá ndose en la de
Laurent.

Se estaban besando. Lo sentía en su cuerpo, como un temblor que no podía


calmar. Se vio sacudido por la fuerza de todo lo que quería, y cerró los ojos

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contra ello. Pasó la mano por el cuerpo de Laurent, sintió las arrugas de la
chaqueta alzada. É l mismo estaba desnudo, mientras que Laurent estaba plena e
intocablemente vestido.

Laurent había tenido cuidado, desde que el primer desnudo trascendental


en los bañ os del palacio, no se despojó totalmente frente a él. Pero recordó , de
los bañ os, có mo Laurent había mirado; el equilibrio arrogante de sus
proporciones, la caída de agua transparente sobre la piel blanca.

No lo había apreciado entonces. No lo había sabido, en el palacio, lo raro


que era para Laurent aparecer nada menos que completa e impecablemente
vestido, delante de alguien.

Ahora lo sabía. Pensó en el sirviente que había visto asistir a Laurent


antes, lo mucho que a él le había disgustado.

Levantó los dedos hacia el lazo que cerraba el cuello de Laurent. Había
sido entrenado para hacer esto, sabía cada intrincado cierre. Una esquirla de la
apertura se amplió , y sus dedos se deslizaron por la fina línea de la clavícula de
Laurent, revelá ndolo. La piel de Laurent era tan pá lida que las venas de su cuello
eran azules, estrías en má rmol y con sedas y tiendas, toldos de sombra y collares
de cuello alto, su finura prístina había quedado conservada incluso a través de
un mes de marcha. Frente a ello, su propia piel, bronceada por el sol, parecía
marró n como una nuez.

Estaban respirando conjuntamente. Laurent se mantenía muy quieto.


Cuando Damen empujó la chaqueta para abrirla, el pecho de Laurent se agitaba
bajo la delgada camisa blanca. Las manos de Damen pasaron por las líneas de la
camisa y, luego, separá ndola, la abrió .

Expuesto, las tetillas de Laurent eran duras y arrugadas, la primera


evidencia tangible del deseo, y Damen sintió una oleada salvaje de gratificació n.
Sus ojos se alzaron a los de Laurent.

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Laurent dijo—: ¿Pensaste que estaba hecho de piedra?

No pudo detener la oleada de placer que sintió ante eso, respondió —:


Nada si Vos no queréis.

—¿Crees que no lo quiero?

Al ver la expresió n en los ojos de Laurent, Damen deliberadamente lo


empujó hacia atrá s sobre las sá banas.

Se miraban el uno al otro. Laurent estaba tumbado sobre su espalda, un


poco despeinado, con una pierna levantada hacia arriba y empujado ligeramente
hacia un lado, todavía llevando sus impecables botas. Quería deslizar su mano
hasta la caja torá cica de Laurent en el pecho, presionar las muñ ecas hacia abajo
en el colchó n, tomar su boca. Cerró los ojos y pidió un esfuerzo heroico de
control. Los abrió .

Levantando una mano distraídamente al lugar exacto por encima de su


cabeza, donde Damen podría haberla presionado, Laurent le devolvió la mirada
velada por las pestañ as. —Como estar en la cima, ¿verdad?

—Sí. —Nunca má s que en este momento. Tener a Laurent debajo de él era


embriagador. No podía evitar bajar su mano sobre el estó mago tenso de Laurent,
por su controlada subida y bajada de la respiració n. Alcanzó la tenue línea del
cabello, tocó con sus dedos. Los dedos estaban ahora descansando en el lugar
donde la línea desaparecía bajo cordones simétricos. Volvió a mirar hacia arriba.

Y se vio empujado hacia atrá s, con un sú bito e inesperado impulso, y se


sentó de nuevo entre las piernas de Laurent, un poco sin aliento. Laurent había
puesto su bota plana contra el plano pecho de Damen, y empujó . Y no quitó la
bota de su posició n, mantuvo a Damen en el lugar con ella, la firme presió n de la
planta del pie de Laurent le advertía que se quedara atrá s.

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La llamarada de excitació n que sintió con eso debió haberse mostrado en
sus ojos.

Laurent dijo—: ¿Y bien?

Era una directriz, no una advertencia: lo que Laurent estaba esperando de


pronto quedó claro. Damen puso su mano alrededor de la pantorrilla de Laurent,
la otra en el taló n de la bota, y la sacó .

Cuando la bota golpeó el suelo al lado de la cama, Laurent retiró el pie y lo


reemplazó con el otro. Resultó tan deliberadamente como el primero.

Podía oír la respiració n de Laurent subir y bajar, cerca de su cadera. A


pesar del tono imperturbable, era consciente de hasta qué punto Laurent se
mantenía en el lugar, dejá ndose tocar. La tensió n aú n brillaba en el cuerpo de
Laurent, como el brillo del filo de una hoja que te cortaría para abrirte en el
tramo equivocado.

De repente se sintió débil, con todo lo que quería. Se sentía mareado con
los impulsos compitiendo. Quería ser gentil. Quería apretar y agarrar bien fuerte.
Se besaron de nuevo, y Damen no podía dejar de tocarle, no pudo detener el
lento deslizarse de las manos sobre la piel de Laurent. Hubo un intervalo de
toques y Damen le besó má s suave, má s dulce. Las costuras afiladas
entrecruzadas eran distintas bajo sus dedos. Apretó un dedo entre cordó n y tela,
sintió el lento tiró n del cordó n, aumentando cada vez má s cuando alcanzó la
cima.

Necesitá ndolo de repente, Damen se apartó y bajó y Laurent medio le


siguió , vagamente empujando hacia arriba un brazo —incierto, tal vez, con la
finalidad de este desvío— hasta el momento en que Damen curvó los dedos y
tiró de la tela a la mitad del muslo, y luego má s allá .

311
Tiró de los pantalones abajo y los sacó , acarició con la mano el muslo de
Laurent, sintiéndolo flexionar. Llegando a la unió n entre la pierna y la cadera, lo
golpeó con el dedo, sintiendo el pulso latir con fuerza bajo la piel muy fina allí.
Damen se permitió experimentar vertiginosamente lo mucho que le gustaba la
idea de un controlado Laurent traicionarse a sí mismo con la necesidad del sabor
salado en su boca. Lo tocó con la mano y se encontró con una textura como la
seda caliente.

Laurent se había subido la chaqueta y había empujado la camisa hasta los


codos, manteniendo los brazos medio-contenidos detrá s.

—Yo no voy a corresponder.

Damen miró hacia arriba. —¿Qué?

Laurent dijo—: No voy a hacerte eso.

—¿Y entonces?

—¿Quieres que te la chupe la polla? —preguntó Laurent, con precisió n—.


Porque no pienso hacerlo. Si está s procediendo con la expectativa de
reciprocidad, entonces es mejor que estés prevenido de que…

Esto era demasiado enrevesado para un juego de cama. Damen escuchaba,


satisfecho de que en toda esta charla no hubiera objeció n real, simplemente
aplicó su boca.

A pesar de su aparente experiencia, Laurent reaccionó como un inocente a


este placer. Dejó escapar un suave sonido sorprendido, y su cuerpo se reagrupó
alrededor del lugar donde Damen estaba dando su atenció n. Damen sostuvo a
Laurent en el lugar, con las manos a las caderas, y se permitió disfrutar de los
ligeros e indefensos movimientos y empujes de Laurent, la calidad de su
sorpresa, y el duro acto de represió n que siguió , cuando Laurent trató de
equilibrar su respiració n.

312
É l lo quería. Quería cada respuesta ahogada. Era consciente de su propia
excitació n, casi olvidada, empujando contra las sá banas. Subió a la cabeza y
recogió su lengua allí, tan bien complacido con la experiencia que anhelaba,
lamiendo, antes de deslizarse hacia abajo de nuevo.

Laurent era, con diferencia, el má s controlado amante que Damen había


tomado alguna vez en la cama. La cabeza sacudiéndose, los gritos, los tranquilos
y abiertos sonidos de pasados amantes tenían a Laurent en un solo temblor, o
con un ligero problema de respiració n. Y, sin embargo, Damen estaba preparado
para cada reacció n, la tensió n de su estó mago, el débil temblor de sus muslos.
Damen podía sentir el ciclo de la reacció n y la represió n de Laurent debajo de él,
como un impulso reunido, construyéndose en las líneas del cuerpo de Laurent.

Y lo sintió bloqueado. Mientras el ritmo se creaba, el cuerpo de Laurent se


bloqueó , sus respuestas eran reprimidas. Mirando hacia arriba, vio que las
manos de Laurent eran puñ os sobre las sá banas, sus ojos estaban cerrados y
tenía la cabeza girada hacia un lado. Laurent, sobre el borde aplastante del
placer, se contenía a sí mismo del clímax por la fuerza de su imposible voluntad.

Damen se apartó , se levantó él mismo para buscar el rostro de Laurent. Su


propio cuerpo, totalmente preparado, absorbió apenas una cuarta parte de su
atenció n mientras los ojos de Laurent se abrieron.

Después de un largo rato, Laurent dijo, con honestidad dolorosa—: Yo...


encuentro difícil abandonar el control.

—No está is bromeando —dijo Damen.

Hubo un silencio interminable. Y luego —: ¿Quieres tomarme, como un


hombre toma a un chico?

—Como un hombre toma a un hombre —dijo Damen—. Quiero disfrutar


de Vos, y complacer vuestro cuerpo con el mío.

313
Lo dijo con suave honestidad. —Quiero correrme dentro de Vos —Las
palabras salieron, como este sentimiento dentro de él—. Quiero que os corrá is
en mis brazos.

—Lo haces parecer simple.

—Es simple.

La mandíbula de Laurent se apretó , la forma de su boca cambió . —Má s


fá cil jugar con el hombre que darle la vuelta, me atrevo a decir.

—Entonces dadme vuestro propio placer. ¿Creéis que voy a daros la vuelta
y montaros?

Sintió a Laurent reaccionar a las palabras, y la comprensió n se abrió en su


interior, como algo tangible transmitido a través del aire.

É l dijo—: ¿Es eso lo que queréis?

Las palabras cayeron en un silencio entre ellos. La respiració n de Laurent


era poco profunda, y sus mejillas estaban sonrojadas mientras cerraba los ojos,
como si quisiera bloquear el mundo.

—Lo quiero —dijo Laurent—: Quiero que sea simple.

—Daos la vuelta —dijo Damen.

Las palabras se elevaron desde su interior, una orden suave y en tono bajo,
lleno de confianza. Laurent cerró los ojos otra vez, como si tomara una decisió n.
Luego actuó .

En un solo prá ctico movimiento, Laurent se volvió sobre su estó mago,


rindiéndose a la mirada de Damen, a la curva limpia de la espalda y a las nalgas,
esta ú ltima incliná ndose ligeramente hacia arriba mientras sus muslos se
separaban.

314
Damen no estaba preparado para ello. Verle presentarse de esa manera, el
brillante despliegue de las extremidades, no era nada de lo que alguna vez
hubiera pensado que Laurent haría... Este era el lugar donde quería él mismo
estar, donde él esperaba —apenas se permitió esperar— que ambos deseaban
que él estuviera, pero las palabras que él había querido decir como preludio les
habían traído aquí antes de que estuviera listo. Se sintió nervioso de repente,
novato, como no se había sentido desde que tenía trece añ os, incierto de lo que
había al otro lado de este momento, y queriendo ser digno de ello.

Pasó la mano suavemente por el costado de Laurent, y su respiració n era


desigual. Podía sentir la inquietud pasar en oleadas sobre Laurent.

—Está is muy tenso. ¿Está is seguro de que habéis hecho esto antes?

—Sí —dijo Laurent. La palabra sonó extrañ a.

—Esto —insistió Damen, poniendo la mano donde su significado se


mostró explícito.

—Sí —dijo Laurent.

—Pero… ¿no era…?

—¿Quieres dejar de hablar de ello?

Las palabras fueron firmes. Damen estaba en el proceso de rozar la mano


por la espalda de Laurent, pasando con dulzura por la nuca, besá ndola, con la
cabeza inclinada sobre ella. Levantó la cabeza al oír eso. Con suavidad pero con
firmeza, empujó a Laurent a volverse otra vez, y lo miró .

Revelado por debajo de él, Laurent estaba sonrojado y su respiració n era


superficial, y en sus ojos resplandecientes había una irritació n desesperada que
cubría otra cosa. Sin embargo, la excitació n expuesta de Laurent era tan caliente
y fuerte como lo había sido en la boca. A pesar de su extrañ a tensió n nerviosa,

315
Laurent estaba indiscutiblemente ansioso, físicamente. Damen buscó sus ojos
azules.

—Al contrario, ¿no es cierto? —dijo Damen suavemente, golpeando con el


dedo la mejilla de Laurent.

—Jó deme —dijo Laurent.

—Quiero hacerlo —dijo Damen. ¿Podéis dejarme?

Lo dijo en voz baja, y esperó , mientras los ojos de Laurent se cerraron de


nuevo, deslizá ndose un mú sculo en su mandíbula. La idea de ser follado
claramente tenía enloquecido a Laurent, mientras el deseo competía con algú n
tipo de objeció n mental complicada de la que realmente necesitaba, pensó
Damen, prescindir.

—Te estoy dejando —dijo Laurent, las palabras salieron escuetamente—.


¿Vas a seguir adelante con ello?

Los ojos de Laurent se abrieron, encontrá ndose con la mirada de Damen, y


esta vez fue Laurent quien esperó , reflejá ndose el calor en sus mejillas ante el
silencio que se abrió en torno a sus palabras. A los ojos de Laurent, la
impaciencia y la tensió n se superpuso algo inesperadamente joven y vulnerable.
El corazó n de Damen se sentía expuesto, fuera de su pecho.

Deslizó su mano por encima de la longitud del brazo de Laurent donde


reposaba arrojado encima de su cabeza, y, capturando el control de la mano de
Laurent, empujó hacia abajo, presionando las palmas hacia el otro.

El beso fue lento y deliberado. Podía sentir el ligero temblor en el cuerpo


de Laurent, cuando este abrió la boca bajo la suya. Sus manos se sentían
inestables. Cuando se retiró , solo eso fue suficiente para encontrar su mirada de
nuevo, buscando aprobació n. La encontró , junto a un nuevo brote de tensió n.

316
Tensió n, que entendía, era parte de ello. Entonces sintió a Laurent presionar un
frasco de vidrio en la mano.

La respiració n era difícil. No podía ver nada, sino a Laurent, ambos aquí
sin nada entre ellos, y Laurent, permitiéndolo. Un dedo se deslizó dentro. Estaba
muy apretado. Lo movió hacia atrá s y hacia adelante, lentamente. Observó el
rostro de Laurent, el ligero rubor, los cambios fraccionales de su expresió n, sus
ojos grandes y oscuros. Era intensamente privado. La piel de Damen se sentía
demasiado caliente, demasiado tensa. Sus ideas de lo que podría suceder en la
cama con Laurent no habían ido má s allá de una dolorosa ternura, que solo
ahora buscaba expresió n física. La realidad era diferente; Laurent era diferente.
Damen nunca había pensado que pudiera ser así, suave y tranquilo y sumamente
personal.

Sintió resbalar el aceite, los pequeñ os movimientos de Laurent,


indefensos, y la sensació n imposible de su cuerpo empezar a abrirse. Pensó que
Laurent debía ser capaz de sentir los latidos de su corazó n dentro de su pecho.
Se estaban besando ahora, lentos besos íntimos, sus cuerpos plenamente
alineados, los brazos de Laurent enroscá ndose alrededor de su cuello. Damen
deslizó su brazo por debajo de Laurent, la palma viajando por la flexible
curvatura de su espalda. Sintió a Laurent subir una de sus piernas, sintió
deslizarse la tibia parte del muslo interno de Laurent, la presió n del taló n de
Laurent en su espalda.

Pensó que podría hacerlo de esta manera, persuadir a Laurent con la boca
y las manos, darle esto. Damen sentía un apretado, resbaladizo calor con los
dedos. Era imposible que pudiera poner su polla allí, pero no pudo dejar de
imaginarlo. Cerró los ojos y sintió el lugar en el que estaban destinados a
acoplarse, a encajar.

317
—Tengo que estar dentro —le dijo, y le salió tosco con el deseo y el
esfuerzo de contenció n.

La tensió n de Laurent llegó a la cima, y le sintió empujarla abajo cuando


dijo—: Sí.

Sintió una oleada de esa sensació n que empujaba en el pecho. É l iba a


permitir esto. Cada conexió n de piel contra piel se sentía demasiado
acaloradamente íntima, pero iban a llegar a su fin. Laurent iba a permitirle
entrar. Entrar en su interior. Ese pensamiento se apoderó de él nuevamente.
Entonces estaba ocurriendo, y no podía pensar en otra cosa que el lento avance
presionando en el cuerpo de Laurent.

Laurent gritó y su mundo se convirtió en una serie de impresiones


fracturadas. La cabeza de su pene empujando en el calor manchado de aceite, y
la simultá nea reacció n de Laurent, temblando; deslizando el mú sculo en el
bíceps de Laurent; su rostro sonrojado; la medio caída de su pelo amarillo.

Sintió algo de esa sensació n, la de que tenía que aferrarse a esto,


mantenerlo firmemente y nunca dejar que saliera de su control.

Eres mío, quería decir, y no pudo. Laurent no le pertenecía; esto era algo
que podría tener solo una vez.

Le dolía el pecho. Cerró los ojos y se obligó a sentir estos lentos y poco
profundos empujes, la lenta acometida y arrastre que era todo lo que podía
permitirse, su ú nica defensa contra el instinto que quería impulsarse en el
interior, má s profundo de lo que incluso había estado, plantarse en el cuerpo de
Laurent y aferrarse a este para siempre.

—Laurent —dijo, y él se estaba rompiendo a pedazos.

«Para conseguir lo que quieres, tienes que saber exactamente la cantidad


que estás dispuesto a ceder».

318
Nunca había deseado algo tan desesperadamente y lo mantuvo en sus
manos sabiendo que mañ ana habría desaparecido, cambiado por los altos
acantilados de Ios, y el futuro incierto de la frontera, la posibilidad de plantarse
delante de su hermano, para pedirle todas las respuestas que ya no parecían tan
importantes. Un reino, o esto.

Más profundo, era el abrumador impulso, y lo peleó . Peleó para aferrarse,


aunque su cuerpo estaba encontrando su propio ritmo, sus brazos enrollá ndose
alrededor del pecho de Laurent, sus labios en su cuello, algú n deseo con los ojos
cerrados por tenerle tan cerca como fuera posible.

—Laurent —dijo, y llegó hasta el fondo, cada embestida le conducía má s


cerca a un fin que dolía por dentro, y todavía quería estar má s profundo.

El peso de su cuerpo estaba sobre Laurent ahora, su cuerpo entero se


movía dentro, y era totalmente sensorial: el sonido enredado que Laurent hacía,
nuevamente, dulcemente inarticulado, el rubor en sus mejillas, evitando girar la
cabeza, la vista y el sonido se fundieron con el empuje caliente en el cuerpo de
Laurent, su pulso, el temblor de sus propios mú sculos.

Se le representó una repentina imagen de có mo podría ser, si se tratara de


un mundo en el que tuvieran tiempo. No habría ninguna urgencia y ningú n
punto final, solo una dulce cadena de los días que pasaban juntos, siempre,
haciendo el amor lá nguidamente donde pudiera pasar horas en el interior.

—No puedo… tengo que… —se oyó decir, y las palabras salieron en su
propio idioma. En la distancia oyó a Laurent responderle en vereciano, incluso
cuando sintió que Laurent empezaba a derramarse, el tiró n palpitante de su
cuerpo, la primera franja hú meda de ello, caliente como la sangre. Laurent se
corrió debajo de él, y trató de experimentarlo todo, trató de aguantar, pero su
cuerpo estaba demasiado cerca de su propia liberació n, y lo hizo mientras estaba
tratando de descifrar la voz fragmentada de Laurent, y se vació él mismo dentro.

319
CAPÍTULO VEINTE

De vez en cuando, Laurent se movía contra él sin despertarse.

Damen yacía cá lido junto a él y sentía el pelo dorado suave contra su


cuello, el ligero peso de Laurent en los lugares donde sus cuerpos se tocaban.

En el exterior, el turno en las almenas cambiaba y los sirvientes estaban


arriba, atendiendo las hogueras y agitando las ollas. Afuera, el día comenzaba, y
todos los quehaceres relacionados con él, centinelas y palafreneros y hombres
levantá ndose y armá ndose para pelear. Podía oír el sonido lejano de la lluvia en
algú n patio; má s cerca, el ruido de un portazo.

Solo un poco más tiempo, pensó , y podría haber sido un deseo mundano
dormitar en la cama con excepció n del dolor en su pecho. Sintió el paso del
tiempo como una presió n cada vez mayor. Era consciente de cada momento, ya
que cada vez quedaba menos para que se hubiera ido.

Durmiendo al lado de Damen, había un nuevo aspecto físico revelado en


Laurent: la cintura tensa, la musculatura superior del cuerpo de un espadachín,
el á ngulo expuesto de su nuez de Adá n. Laurent parecía lo que era: un hombre
joven. Cuando ataba su ropa, la gracia peligrosa de Laurent le prestaba una
cualidad casi andró gina. O quizá fuera má s exacto decir que era raro asociar a
Laurent con un cuerpo físico al menos: siempre se trataba de una mente. Aun
cuando luchaba en la batalla, conduciendo su caballo para alguna hazañ a
imposible, el cuerpo estaba bajo el control de la mente.

Damen conocía su cuerpo ahora. Conocía la sorpresa que la gentil atenció n


podía sacar de él. Conocía su perezosa y peligrosa confianza, sus vacilaciones...
sus dulces, tiernas vacilaciones. Conocía la forma en que hacía el amor, una
combinació n de conocimiento explícito y reticencias casi tímidas.

320
Agitá ndose soñ oliento, Laurent se movió una fracció n má s cerca e hizo un
irreflexivo suave sonido de placer que Damen iba a recordar por el resto de su
vida.

Y entonces Laurent estaba parpadeando adormilado, y Damen estaba


viendo a Laurent hacerse consciente de su entorno y despertarse en sus brazos.

No estaba seguro de có mo iba a ser, pero cuando Laurent vio que estaba a
su lado, sonrió , la expresió n un poco tímida, pero completamente genuina.
Damen, que no lo había estado esperando, sintió el ú nico latido doloroso de su
corazó n. Nunca había pensado que Laurent pudiera parecerse a nadie.

—Es por la mañ ana —dijo Laurent—. ¿Hemos dormido?

—Hemos dormido —dijo Damen.

Se miraban el uno al otro. Se mantuvieron inmó viles cuando Laurent tocó


su plano pecho. A pesar de la salida del sol, se estaban besando, lentos,
fantá sticos besos, y el maravilloso vagar de las manos. Sus piernas se enredaron.
Ignoró la sensació n que afloraba por dentro y cerró los ojos.

—Tu inclinació n parece ser tanta como lo fue anoche.

Damen se encontró diciendo—: Hablá is igual en la cama —y las palabras


sonaron como las sentía: inexpertamente encantadoras.

—¿Puedes pensar en una mejor manera de decirlo?

—Te quiero —dijo Damen.

—Me has tenido —dijo Laurent—. Dos veces. Todavía puedo sentir la...
sensació n de ello.

Laurent se movió , en su sitio. Damen hundió el rostro en el cuello de


Laurent y gimió , y había risa también, y algo parecido a la felicidad que dolía, ya
que empujó al interior de su pecho.

321
—Basta. No seréis capaz de caminar —dijo Damen.

—Daría la bienvenida a la oportunidad de caminar —dijo Laurent—.


Tengo que montar a caballo.

—¿Es eso...? Traté de... No…

—Me gusta la manera en que se siente —dijo Laurent—. Me gustó la forma


en que se sentía. Eres un generoso y entregado amante, y siento… —Laurent se
interrumpió y soltó una risa temblorosa ante sus propias palabras—. Me siento
como la tribu vaskiana, en el cuerpo de una persona. ¿Supongo que a menudo es
así?

—No —dijo Damen—. No, es… —Nunca es así. La idea de que Laurent
pudiera averiguar esto con alguien má s le dolía.

—¿Eso traiciona mi inexperiencia? Conoces mi reputació n. Una vez cada


diez añ os.

—No puedo —dijo Damen—. No puedo tener esto solo por una noche.

—Una noche y una mañ ana —dijo Laurent, y esta vez fue Damen quien se
encontró empujado abajo sobre la cama.

Dormía, después, a la deriva en la temprana luz del sol, y se despertó en


una cama vacía.

La sorpresa de que se hubiera permitido a sí mismo dormir y la ansiedad


acerca de su tiempo limitado lo levantaron. Los siervos entraban en la
habitació n, abriendo las puertas y perturbando el espacio con actividad
impersonal: apartando las velas gastadas y los recipientes vacíos donde el aceite
perfumado había llameado.

322
Miró instintivamente la posició n del sol a través de la ventana. Era tarde
en la mañ ana. Había dormido durante una hora. Mucho tiempo. Quedaba muy
poco tiempo.

—¿Dó nde está Laurent?

Un asistente se acercaba a la cama. —Debe ser llevado de Ravenel y


escoltado directamente a la frontera.

—¿Escoltado?

—Se levantará y se preparará usted mismo. Se le quitará el cuello y los


puñ os. Luego, dejará la fortificació n.

—¿Dó nde está Laurent? —repitió .

—El Príncipe está ocupado con otros asuntos. Debe salir antes de que él
regrese.

Se sentía inseguro. Comprendió que lo que había perdido en el sueñ o no


era su tiempo límite, sino los ú ltimos momentos con Laurent, el ú ltimo beso, la
despedida final. Laurent no estaba aquí porque había elegido no estar aquí. Y
cuando pensaba en la despedida, hubo un silencio lleno de todas las cosas que
no podía decir.

Se levantó , entonces. Se bañ ó y se vistió . Le ataron en una chaqueta, y para


entonces los siervos habían limpiado la habitació n, habían reunido, pieza a
pieza, la ropa descartada la noche anterior, las botas dispersas, la camisa
arrugada, la chaqueta, un revoltijo de cordones; habían cambiado la cama.

Para quitarse el collar requirió un herrero.

323
Era un hombre llamado Guerin, con el pelo oscuro lacio que yacía tendido
sobre su cabeza como una fina capa. Vino con Damen en un edificio anexo, y lo
hizo sin espectadores y sin ceremonia.

Era un edificio polvoriento con un banco de piedra y las herramientas de


herrero dispersas traídas de la fragua. Miró alrededor a la pequeñ a habitació n y
se dijo que no faltaba nada. Si se hubiera marchado en secreto como lo había
planeado, lo habría hecho así, sin ser observado por un herrero al otro lado de la
frontera.

El collar fue lo primero, y cuando Guerin lo sacó de su cuello sentía la


ausencia del collar como una ligereza, con su espina dorsal desplegá ndose y los
hombros acomodá ndose.

Al igual que una mentira, agrietá ndose y desprendiéndose de él.

Miró el brillo del oro, donde Guerin lo colocó , partido a la mitad en el


banco de trabajo. Grilletes verecianos. En la curva de su metal estaba cada
humillació n de su tiempo pasado en este país, cada frustració n en confinamiento
vereciano, cada indignidad de un akielense sirviendo a un señ or vereciano.

Salvo que fue Kastor quien había puesto el collar sobre él, y Laurent lo
estaba liberando.

Estaba hecho de oro akielense. Lo atrajo hacia adelante y lo tocó . Todavía


estaba caliente por la piel de su cuello, como si fuera parte de él. No sabía por
qué debería ponerle nervioso. Sus dedos, rozaron la superficie, se encontró con
la muesca, el profundo surco donde Lord Touars había intentado guiar la espada
en su cuello, y en su lugar había mordido en el anillo de oro.

Se alejó y cedió su muñ eca derecha a Guerin. El collar con su pestillo había
sido simple cuestió n de un herrero, pero las esposas debían ser golpeadas con
un cincel y un martillo.

324
Había llegado a esta fortaleza como un esclavo. Salía de ella como
Damianos de Akielos. Fue como mudar de piel, descubriendo lo que había
debajo. El primer brazalete saltó lejos bajo los golpes rítmicos de Guerin y se
enfrentó a su nuevo yo. É l no era el príncipe testarudo que había sido en Akielos.
El hombre que había sido en Akielos nunca habría servido a un amo vereciano o
luchado junto a los verecianos por su causa.

Nunca habría conocido a Laurent por lo que era; nunca habría dado a
Laurent su lealtad o habría tenido la confianza de Laurent durante un momento
en sus manos.

Guerin se movió para golpear el oro de la muñ eca izquierda, y la retiró .

—No —se oyó decir—. Deja esa.

Guerin se encogió de hombros, se volvió y con movimientos impersonales


arrojó el collar y los segmentos de las esposas en una tela, y las envolvió , antes
de pasá rsela a Damen. É l tomó la bolsa improvisada. El peso era sorprendente.

Guerin dijo—: El oro es tuyo.

—¿Un regalo? —dijo—, ya que podría habérselo dicho a Laurent.

—El Príncipe no lo necesita —dijo Guerin.

Su escolta llegó .

Eran seis hombres, y uno de ellos, ya montado, era Jord, que lo miró
directamente a los ojos y dijo—: Mantuviste tu palabra.

Su caballo era guiado hacia adelante. No solo era un caballo de montar,


sino un caballo de carga, una espada, ropa, suministros. «¿Hay algo que quieras?»
Laurent le había preguntado una vez. Se preguntó qué adorno vereciano como
regalo de despedida podría estar al acecho en los paquetes y supo

325
instintivamente que no había ninguno. Había mantenido desde el principio que
había querido solo su libertad. Y eso era exactamente lo que le había dado.

—Siempre quise salir —dijo.

Se subió a la silla. Sus ojos examinaron el gran patio de la fortaleza, desde


la gran puerta al estrado con sus amplios y poco profundos escalones. Se acordó
de su primera llegada, la fría recepció n de Lord Touars, la sensació n de estar
dentro de una fortaleza vereciana por primera vez. Vio a los hombres de las
puertas en sus puestos, un soldado cumpliendo con su deber. Sintió a Jord
detenerse a su lado.

—Se ha ido a dar un paseo —dijo Jord—. Era su costumbre en el palacio


también, cuando tenía que despejar la cabeza. No es del tipo de despedidas.

—No —dijo Damen.

Alcanzó a montar, pero Jord puso una mano en su cintura. —Espera —dijo
Jord—. Quería decir… gracias. Por defender a Aimeric.

—No lo hice por Aimeric —dijo Damen.

Jord asintió . Y luego dijo—: Cuando los hombres oyeron que te ibas,
querían —queríamos— despedirte. —Añ adió —: Hay tiempo.

É l hizo un gesto con la mano y los hombres fueron entrando en el enorme


patio de la fortaleza, los hombres del Príncipe, y bajo el sol cada vez má s alto
estaban en formació n frente al estrado. Damen inspeccionaba las líneas
impecables y dejó escapar un suspiro que era algo así como entre sorpresa y una
sensació n en su pecho. Cada correa estaba pulida, cada pieza de la armadura
brillaba. Dejó que sus ojos pasaran sobre cada una de sus caras, y luego miró
hacia el patio má s amplio, donde los hombres y mujeres de la fortaleza se fueron
reuniendo con curiosidad. Laurent no estaba aquí, y dejó que el hecho calara en
sus huesos.

326
Lazar se adelantó y habló —: Capitá n. Fue un honor servir contigo.

Fue un honor servir contigo. Esas palabras resonaron en su mente.

—No —dijo—. El honor fue mío.

Y entonces se produjo un estallido de actividad desde la puerta de abajo, y


un jinete entró en el patio: era Laurent.

É l no estaba aquí por un cambio de ú ltimo minuto del corazó n. Damen solo
tenía que mirar a Laurent para saber que tenía la intenció n de permanecer lejos
hasta que Damen se hubiera ido, y no estaba contento de haber sido obligado a
regresar temprano.

Estaba vestido con piel de cuero de montar. Los cueros estaban tan
apretados como la puerta que subía, ni una sola correa fuera de lugar, incluso
después de un largo viaje. Estaba sentado erguido. Su caballo, el cuello curvado
en virtud de un tenso control, seguía resoplando aire a través de sus fosas
nasales por el paseo. Arrojó a Damen una simple fría mirada a través del patio
antes de seguir guiando su caballo.

Y entonces Damen vio por qué estaba aquí.

Oyó la actividad en las almenas primero, los gritos que subieron a lo largo
de las líneas, y luego a caballo vio el estandarte agitando su señ al. Estas eran sus
propias alertas, y sabía lo que venía incluso cuando Laurent levantó la mano y le
dio su propia señ al, accediendo a la solicitud para la entrada.

La enorme maquinaria de las puertas comenzó a girar, los dientes se


movían y la oscura madera chirriaba con dientes entrelazados que cobraron vida
con tornos y esfuerzo muscular humano.

Acompañ ando estaba el grito—: ¡Abrid las puertas!

327
Laurent no desmontó , pero dio la vuelta a su caballo en la base de la
tarima para hacer frente a lo que venía.

Irrumpieron en el patio en una oleada de color rojo. Las banderas eran


rojas, el uniforme rojo, las libreas, el brillo del metal, la armadura era de oro,
blanco y rojo. El estruendo de los cuernos era como el sonar de las trompetas, y
a Ravenel en total panoplia llegaron los emisarios de la Regencia.

Los soldados reunidos se apartaron para ellos, y un espacio se abrió entre


Laurent y los hombres de su tío, así que se enfrentaron entre sí por otro amplio
pasillo de losas vacías, con espectadores al lado también.

Se hizo el silencio. El propio caballo de Damen se movió , luego se quedó


inmó vil. En los rostros de los hombres de Laurent había hostilidad que la
Regencia siempre había engendrado, ahora ampliada. En los rostros de los
habitantes de la fortaleza las reacciones eran má s variadas: sorpresa, cuidadosa
neutralidad, devoradora curiosidad.

Había veinticinco hombres del Regente: un heraldo y dos docenas de


soldados. Laurent, enfrentá ndoles montado a caballo, estaba solo.

Habría visto la llegada de la partida afuera. Lo má s probable es que los


hubiera visto cabalgar de vuelta a la fortaleza. Y él había elegido ese encuentro
con ellos así, un joven a caballo, en lugar de a pie en la parte superior de las
escaleras, un aristó crata al mando de su fortaleza. No era como Lord Touars, que
había recibido una entrada con toda su comitiva ataviada con desaprobatoria
formació n en el estrado. Contra la pompa del emisario del Regente, Laurent era
un simple jinete vestido de manera informal. Pero entonces, nunca había
necesitado otra cosa que el pelo para identificarle.

—El rey de Vere envía un mensaje —dijo el heraldo.

328
Su voz, entrenada para transmitir, se podía oír por todo lo largo del patio,
para cada uno de los hombres y mujeres reunidos. Habló :

—El príncipe pretendiente está en conspiració n traidora con Akielos, por


lo cual se ha dedicado a masacrar a los pueblos verecianos, y ha matado a los
Señ ores fronterizos verecianos. Está por lo tanto sumariamente expulsado de la
sucesió n, y acusado por el delito de traició n a su propio pueblo. Cualquier
autoridad que hasta ahora haya reclamado sobre las tierras de Vere o el
protectorado de Acquitart, está ahora vacía. La recompensa por su entrega a la
justicia es generosa, y será administrada tan rá pidamente como el castigo contra
cualquier hombre que lo proteja. Así dice el Rey.

Se hizo el silencio en el patio. Nadie habló .

—Pero no hay Rey —dijo Laurent— en Vere. —Su voz transmitía también
—. El rey mi padre está muerto. Añ adió —: Di el nombre de la persona que
profana su título.

—El Rey —dijo el heraldo— vuestro tío.

—Mi tío insulta a su familia. Utiliza un título que perteneció a mi padre —


que debería haber pasado a mi hermano— y que ahora corre en mi sangre.
¿Crees que voy a dejar reposar este insulto?

El heraldo volvió a hablar de memoria—: El Rey es un hombre de honor.


Ofrece una oportunidad para la honesta batalla. Si la sangre de vuestro hermano
corre verdaderamente por vuestras venas, os reuniréis con él en el campo en
Charcy a tres días de aquí. No podéis tratar de prevalecer vuestras tropas
patranas contra buenos hombres verecianos.

—La lucha contra él la haré, pero no en el momento y lugar de su elecció n.

—¿Y es esa vuestra respuesta final?

329
—Lo es.

—En ese caso, hay un mensaje personal de tío a sobrino.

El heraldo hizo una señ a al soldado a su izquierda, quien descolgó de su


montura una sucia y manchada de sangre bolsa de tela.

Damen sintió una sacudida repugnante de su estó mago mientras el


soldado sostenía la bolsa manchada de sangre en el aire, y el heraldo dijo:

—Este suplicó por Vos. Intentó permanecer en el lado equivocado. Sufrió


el destino de todo hombre que permanece con el Príncipe pretendiente contra el
Rey.

El soldado sacó la cabeza cortada de la bolsa.

Fue un duro viaje de dos semanas, con un tiempo caluroso. La piel había
perdido toda la frescura que la juventud una vez le había prestado. Los ojos
azules, siempre su mejor característica, se habían desvanecido. Pero su revuelto
pelo castañ o estaba adornado con estrellas como perlas, y por la forma de su
cara, se podía ver que había sido hermoso.

Damen le recordó clavá ndole un tenedor en el muslo, insultando a


Laurent, los ojos azules brillantes con invectiva. Le recordó él solo de pie
inseguro en un pasillo vestido con ropa de cama, un joven con aplomo en el
borde de la adolescencia, temiéndola, horrorizado.

«No le digas que vine», había dicho.

Ellos siempre, desde el principio, habían tenido una extrañ a afinidad. «Este
suplicó por Vos». Gastando, tal vez, la ú ltima de su desvanecida aceptació n con el
Regente. Sin darse cuenta de la poca aceptació n que le quedaba.

Ya sea que su belleza sobreviviera a la adolescencia, nadie lo sabría nunca,


porque Nicaise no vería los quince añ os ahora.

330
En la deslumbrante luz del patio, Damen vio a Laurent reaccionar y no
mostrar ninguna reacció n. La respuesta de Laurent se comunicó por sí misma en
su caballo, que se movió en su lugar, con un agudo estallido nervioso, antes de
que Laurent la sacara, también, bajo un duro control.

El heraldo aú n sostenía su trofeo macabro. No sabía có mo seguir cuando


vio la mirada en los ojos de Laurent.

—Mi tío ha asesinado a su efebo —dijo Laurent—. Como mensaje para


nosotros. ¿Y cuá l es el mensaje? —Transmitió su voz.

—¿Que en su favor no se puede confiar? ¿Que incluso los chicos en su


cama ven cuá n falso es su derecho al trono? ¿O que su permanencia en el poder
es tan débil que teme las palabras de una prostituta infantil comprada?

—Que venga a Charcy, con sus có mos y sus porqués, y me encontrará , y


con toda la fuerza de mi reino lo azotaré desde el campo.

—Y si quieres un mensaje personal —dijo Laurent— puedes decirle a mi


tío asesino de niñ os que puede cortar la cabeza de todos los niñ os de aquí a la
capital. No le va a convertir en un rey, simplemente significará que no dejó a
nadie con quien joder.

Laurent dio la vuelta a su caballo, y Damen estaba allí, frente a él, cuando
los emisarios del Regente, despedidos, se movieron, y los hombres y mujeres
arremolinados en el patio, ansiosos con la sorpresa de lo que habían visto y oído.

Por un momento se enfrentaron entre sí y la mirada que Laurent le dio era


helada, por lo que si hubiera estado de pie podría haber dado un paso atrá s. Vio
las manos de Laurent con fuerza en las riendas, como si los nudillos estuvieran
blancos bajo los guantes. Su pecho se sentía apretado.

—Llevas ya demasiado tiempo de invitado —dijo Laurent.

331
—No hagá is esto. Si cabalgá is para encontraros con vuestro tío sin estar
preparado perderéis todo por lo que habéis luchado.

—Pero no voy a estar desprevenido. El precioso pequeñ o Aimeric va a


entregar todo lo que sabe, y cuando le haya sacado hasta la ú ltima palabra tal
vez le envíe lo que quede a mi tío.

Damen abrió la boca para hablar, pero Laurent le cortó en una rá pida
orden al escolta de Damen—: Te dije que lo sacaras de aquí. —Y puso los talones
en su caballo y condujo má s allá de Damen, arriba a los pasos del estrado, donde
desmontó en un movimiento fluido, y se dirigió camino de las habitaciones de
Aimeric.

Damen se encontró frente a Jord. No necesitó mirar hacia arriba para ver
la posició n del sol.

—Voy a detenerlo —dijo Damen—. ¿Qué vas a hacer?

—Es mediodía —dijo Jord. Las palabras sonaron duras, como si hicieran
dañ o a la garganta.

—É l me necesita —dijo Damen—. No me importa si se lo dices al

mundo. Y montó en su caballo má s allá de Jord, al estrado.

Desmontando como Laurent había hecho, tiró las riendas a un soldado


cerca y siguió a Laurent a la fortaleza, subiendo las escaleras hasta el segundo
nivel de dos en dos a la vez. Los guardias de Aimeric retrocedieron para él sin
dudar, y la puerta ya estaba abierta.

Se detuvo en seco después de un solo paso en su interior.

Las habitaciones, por supuesto, eran hermosas. Aimeric no era un soldado,


era un aristó crata. Era el cuarto hijo de uno de los má s poderosos señ ores
fronterizos verecianos, y su cuarto encajaba con su posició n. Había una cama y

332
un divá n de descanso, azulejos con dibujos y una gran ventana de arco con un
segundo asiento cortado en ella, desordenado con cojines. Había una mesa en el
lado opuesto de la habitació n, y a Aimeric le habían dado comida, vino, papel y
tinta. Incluso le habían dado una muda de ropa. Fue un cuidadoso acuerdo.
Cuando se sentó a la mesa, ya no llevaba la camiseta sucia con rayas que había
llevado bajo su armadura. Estaba vestido como un cortesano. Se había bañ ado.
Su pelo se veía limpio.

Laurent se detuvo a dos pasos de él, con todas las líneas de su cuerpo
rígidas.

Damen se impulsó hacia adelante hasta que estuvo junto a Laurent. El suyo
fue el ú nico movimiento en la habitació n silenciosa. Con la mitad de su
pensamiento en ello, se dio cuenta de pequeñ as cosas: el cristal roto en la parte
inferior izquierda de la esquina de la ventana; la carne de la noche anterior sin
consumir en el plato; la cama sin deshacer.

En la torre, Laurent había golpeado a Aimeric en el lado derecho de su


cara, pero este lado derecho de su cara estaba oculto por su pose —su
despeinada cabeza apoyada en el brazo— de manera que lo ú nico que vio
Damen estaba intacto. No había ojo hinchado o mejilla rozada o boca borrosa,
solo la ú nica línea del perfil de Aimeric y un trozo de cristal de la ventana rota
que reposaba en su mano extendida.

La sangre había empapado la manga, se había acumulado a lo largo de la


mesa y el suelo de baldosas, pero era antigua. Llevaba así horas, tiempo
suficiente para que la sangre se oscureciera, para que su movimiento cesara,
para que una quietud invadiera la habitació n, hasta que estuvo tan quieta como
Laurent, mirá ndole con ojos sin visió n.

Había estado escribiendo; el papel no estaba lejos de la curva de sus dedos,


y Damen pudo ver las tres palabras que había escrito. Lo que había pulcramente

333
escrito a mano no debería haber sido una sorpresa. Siempre se había esforzado
por realizar bien sus funciones. En la marcha que había llevado él mismo en el
terreno tratando de mantener el nivel con los hombres má s fuertes.

Un cuarto hijo, pensó Damen, esperando que alguien se fijara en él. Cuando
no estaba tratando de agradar, estaba hostigando con autoridad, como si la
atenció n negativa pudiera sustituir a la aprobació n que buscaba, que le había
dado, una vez, el tío de Laurent.

Lo siento, Jord.

Fueron las ú ltimas palabras que cualquiera obtendría de él. Se había


suicidado.

334
CAPÍTULO VEINTIUNO

La habitació n donde yacía Aimeric era tranquila. Lo habían sacado de su


suite a una celda má s pequeñ a y estaba tendido sobre piedra y su cuerpo
cubierto por fino lino. Diecinueve, pensó Damen y callado.

En el exterior, Ravenel se preparaba para la guerra.

Era toda una empresa, desde la sala de armas a los almacenes. Todo había
empezado cuando Laurent se había apartado de la mesa arruinada y dijo—:
ensillad los caballos. Cabalgamos para Charcy. Había quitado la mano de Damen
de su hombro cuando este había intentado detenerlo.

Damen había intentado seguir, y no había podido. Laurent había pasado


una hora dando breves ó rdenes, y Damen no habían sido capaz de acercarse a él.
Después de eso, Laurent se había retirado a sus habitaciones, cerrando las
puertas firmemente tras de sí.

Cuando un sirviente hubo llegado para entrar, Damen le había detenido


físicamente. —No —dijo—. Nadie va a entrar.

Había puesto una guardia de dos hombres en la puerta con las mismas
ó rdenes, y despejado la secció n como había hecho una vez antes, en la torre.
Cuando había estado seguro de que Laurent tenía suficiente privacidad, había
salido para averiguar todo lo que pudiera sobre Charcy. Lo que había averiguado
había hecho que su estó mago se hundiera.

Situado entre Fortaine y las rutas comerciales del norte, Charcy estaba
perfectamente posicionado para que dos fuerzas capturaran a una tercera. Había
una razó n por la que el Regente estaba provocando que Laurent saliera de su
fortaleza: Charcy era una trampa mortal.

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Damen había apartado los mapas con frustració n. Eso había sido hacía dos
horas.

Ahora estaba en la tranquilidad de esta pequeñ a habitació n como una


celda de piedra gruesa que albergaba a Aimeric. Alzó sus ojos a Jord, a quien
había convocado.

—Tú eres su amante —dijo Jord.

—Lo fui. —Le debía a Jord la verdad—. Nosotros... fue la primera vez. Ayer
por la noche.

—Así que se lo contaste.

É l no respondió , y su silencio habló por él. Jord dejó escapar un suspiro, y


Damen habló entonces.

—No soy Aimeric.

—¿Te has preguntado alguna vez qué se sentiría al saber que te has
abierto para el asesino de tu hermano? —Jord miró alrededor de la pequeñ a
habitació n. Miró hacia el lugar donde yacía Aimeric—. Creo que se sentiría así.

Inesperadamente, las palabras recordadas surgieron en su interior. «No


me importa. Sigues siendo mi esclavo esta noche». Damen cerró los ojos
fuertemente. —Yo no era Damianos anoche. Yo era solo…

—¿Solo un hombre? —dijo Jord—. ¿Crees que Aimeric pensaba eso? ¿Que
había dos personas en él? Porque no era así. Solo hubo siempre uno, y mira lo
que pasó con él.

Damen se quedó en silencio. Luego, —¿qué vas a hacer?

—No lo sé —dijo Jord.

—¿Vas a dejar su servicio?

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Esta vez fue Jord, quien se quedó en silencio.

—Alguien tiene que decirle a Laurent que no se reú na con las tropas de su
tío en Charcy.

¿Crees que va a escucharme a mí? —dijo Jord amargamente.

—No —dijo Damen. Pensó en las puertas cerradas, y habló con firme
honestidad—. No creo que vaya a escuchar a nadie.

Se quedó de pie delante de las puertas dobles y los dos soldados que las
flanqueaban, y miró los pesados paneles de madera, cerrados firmemente.

É l había puesto a los soldados en la puerta para cerrar el paso a los


hombres que buscaban a Laurent por algú n asunto trivial, o por cualquier
asunto, porque cuando Laurent quería estar solo, nadie debía sufrir las
consecuencias de interrumpirlo.

El soldado má s alto se dirigió a él. —Comandante, nadie ha entrado en su


ausencia—. Los ojos de Damen se posaron sobre las puertas de nuevo.

—Bien —dijo. Y empujó las puertas para abrirlas.

En el interior, las habitaciones eran como las recordaba, recompuestas y


reordenadas, e incluso la mesa estaba reabastecida, con platos de frutas y jarras
de agua y vino. Cuando las puertas se cerraron detrá s de Damen, los tenues
sonidos de los preparativos en el patio todavía se podían escuchar. Se detuvo a
mitad de camino en la habitació n.

Laurent había cambiado los cueros de montar a caballo y había regresado


a la severa formalidad de sus prendas de vestir de Príncipe, apretados lazos en la
ropa desde el cuello hasta la punta de los pies. Permanecía de pie junto a la
ventana, con una mano en la piedra de la pared, los dedos enroscados como si

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sostuviera algo en la mano. Su mirada estaba fija en la actividad en el patio,
donde el fuerte se estaba preparando para la guerra bajo sus ó rdenes. Habló sin
volverse.

—¿Vienes a decir adió s? —dijo Laurent.

Hubo una pausa, en la cual Laurent se volvió . Damen lo miró .

—Lo siento. Sé lo que Nicaise significaba para Vos.

—Era la puta de mi tío —dijo Laurent.

—Era má s que eso. Pensabais en él como…

—¿Un hermano? —dijo Laurent—. Pero no tengo muy buena suerte con
eso. Espero que no te encuentres aquí para una exhibició n del sentimiento
sensiblero. Te echaré.

Hubo un largo silencio. Se enfrentaron cara a cara.

—¿Sentimiento? No. No esperaría eso —dijo Damen. Los sonidos del


exterior eran de ó rdenes y sonidos de metal—. Puesto que no tenéis un capitá n
permanente para aconsejaros, estoy aquí para deciros que no podéis ir a Charcy.

—Tengo un capitá n. He nombrado a Enguerran. ¿Eso es todo? Tengo


refuerzos que llegará n mañ ana y voy a llevar a mis hombres a Charcy. —
Laurent se movió a la mesa, el rechazo en su voz era clara.

—Entonces les mataréis como matasteis a Nicaise —dijo Damen—. Por


arrastrarles a este final, por vuestra puja infantil por la atenció n de vuestro tío
que os llama para una lucha.

—Vete —dijo Laurent. Se había puesto pálido.

—¿Es la verdad difícil de escuchar?

—He dicho que te vayas.

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—¿O es que reclamá is marchar a Charcy por alguna otra razó n?

—Voy a luchar por mi trono.

—¿Es eso lo que pensá is? Habéis engañ ado a los hombres haciéndoles
creer en ello. No me habéis engañ ado a mí. Porque lo que hay entre Vos y
vuestro tío no es una lucha, lo es todo.

—Puedo asegurarte —dijo Laurent, su mano derecha se apretó


inconscientemente en un puñ o— que es una lucha.

—En una lucha se trata de vencer a un oponente. No escabullirse para


hacer lo que él quiere. Esto es algo má s que Charcy. Nunca habéis hecho un solo
movimiento propio contra vuestro tío. Dejasteis que él estableciera el campo.
Dejasteis él que hiciera las reglas. Jugá is sus partidas como si quisierais
mostrarle que podéis jugarlas. Como si estuvierais tratando de impresionarlo.
¿Es eso?

Damen se alejó más.

—¿Tenéis que ganarle en su propio juego? ¿Queréis que él vea que lo


hacéis? ¿A expensas de vuestra posició n y las vidas de vuestros hombres? ¿Está is
tan desesperado por su atenció n?

Dejó que sus ojos se inclinaran hacia arriba y abajo sobre la figura de
Laurent.

—Bueno, lo conseguisteis. Enhorabuena. Debéis estar encantado de que él


estuviera lo bastante obsesionado con Vos para que matara a su propio chico
por llegar a Vos. Ganá is.

Laurent dio un paso atrá s, un movimiento casi desequilibrado de un


hombre presa de ná useas. Miró Damen, con la cara hundida.

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—Tú no sabes nada —dijo Laurent entonces, con una voz terriblemente
fría—. No sabes nada sobre mí. O sobre mi tío. Está s tan ciego. No puedes ver lo
que… hay justo en frente de ti. —La risa repentina de Laurent era baja y burlona
—. ¿Tú me quieres? ¿Eres mi esclavo?

Sintió que se sonrojaba. —Eso no va a funcionar.

—No eres nada —dijo Laurent— sino una decepció n que se arrastra, que
permitió que el Rey bastardo le arrojara con cadenas porque no pudo mantener
feliz a su amante en la cama.

—Eso no —dijo— va a funcionar.

—¿Quieres saber la verdad acerca de mi tío? Te la diré —dijo Laurent, con


una nueva luz en sus ojos—.Te diré lo que no pudiste parar. Lo que estabas
demasiado ciego para ver. Tenías cadenas, mientras que Kastor eliminaba a la
familia real. Kastor y mi tío.

Lo oyó , y él sabía que no debía comprometerse. Lo sabía, y una parte de él


le dolía por lo que Laurent estaba haciendo, incluso cuando se oyó decir—: ¿Qué
tiene vuestro tío que ver con…?

—¿Dó nde crees que Kastor obtuvo el apoyo militar para frenar a la facció n
de tu hermano? ¿Por qué crees que el Embajador vereciano llegó con tratados en
la mano derecha después de que Kastor accediera al trono?

Trató de respirar. Se oyó decir—: No.

¿No creerías que Theomedes murió de enfermedad natural? ¿Todas las


visitas de los médicos que solo le ponían má s enfermo?

—No —dijo Damen. Hubo unos golpes en la cabeza, y entonces lo sintió en


su cuerpo, era imposible para la carne contener la fuerza agitadora de la misma.
Y Laurent seguía hablando.

340
—¿No adivinas que fue Kastor? Tú , pobre tonto bruto. Kastor mató al Rey,
y luego tomó la ciudad con las tropas de mi tío. Y todo lo que mi tío tenía que
hacer era sentarse y ver pasar las cosas.

Pensó en su padre, en un lecho de enfermo rodeado de médicos, con los


ojos y las mejillas hundidas, y la sala espesa con el olor del sebo y la muerte.
Recordó la sensació n de impotencia, viendo a su padre irse, y a Kastor, tan
solícito, de rodillas al lado de su padre.

—¿Sabías esto?

—¿Saber? —dijo Laurent—. Todo el mundo lo sabe. Me alegré. Me gustaría


haberlo visto suceder. Ojalá pudiera haber visto a Damianos cuando la espada
mercenaria de Kastor vino por él. Me habría reído en su cara. Su padre consiguió
exactamente lo que se merecía, morir como el animal que era, y no hubo nada
que ninguno de ellos pudiera hacer para evitar que esto sucediera. Por otra
parte —dijo Laurent— tal vez si Theomedes hubiera mantenido su polla dentro
de su esposa en vez de pegarse a la de su amante…

Eso fue lo ú ltimo que dijo, porque Damen lo golpeó . Lanzó un puñ etazo a la
mandíbula de Laurent con toda la fuerza de su peso detrá s. Los nudillos
impactaron en la carne y el hueso y la cabeza de Laurent se disparó a los lados
cuando golpeó la mesa detrá s de él con fuerza, haciendo que su contenido se
dispersara. Bandejas metá licas se estrellaron contra el azulejo, entre un lío de
vino derramado y comida. Laurent agarró la mesa con el brazo que había sacado
instintivamente para detener su caída.

Damen respiraba con dificultad, con las manos apretadas en puñ os. ¿Cómo
te atreves a hablar así de mi padre? Las palabras estaban en sus labios. Su mente
pulsaba y latía.

341
Laurent se levantó y le dio a Damen una mirada resplandeciente de
triunfo, incluso cuando arrastró el dorso de la mano derecha a través de su
boca, donde sus labios estaban manchados de sangre.

Y entonces Damen vio algo má s que estaba entre los platos volcados que
cubrían el suelo. Era brillante contra las baldosas, como un puñ ado de estrellas.
Era lo que Laurent tenía en la mano derecha cuando Damen entró . Los zafiros
azules del pendiente de Nicaise.

Las puertas detrá s de él se abrieron, y Damen supo sin darse la vuelta que
el sonido había convocado a los soldados a la habitació n. É l no le quitaba los ojos
de encima a Laurent.

—Detenedme —dijo Damen—. He levantado las manos contra el Príncipe.

Los soldados vacilaron. Era la respuesta justa a sus acciones, pero él era —
o había sido— su Capitá n. Tuvo que decir de nuevo—: Hacedlo.

El soldado de pelo má s oscuro se adelantó y Damen sintió el tiró n cuando


se lo llevaban. Laurent apretó la mandíbula.

—No —dijo Laurent. Y luego—: Fue provocado.

Otra duda. Estaba claro que los dos soldados no sabían qué hacer con lo
que se habían encontrado al entrar. El aire de violencia se agravó en la sala,
donde su Príncipe se paró frente a una mesa ruinosa, con sangre brotando de su
labio.

—He dicho que lo soltéis.

Era una orden directa de su Príncipe, y esta vez fue obedecida. Damen
sintió que le soltaban las manos. La mirada de Laurent siguió a los soldados
mientras se inclinaban y se marcharon, cerrando la puerta detrá s.

Luego Laurent trasladó su mirada a Damen.

342
—Ahora sal —dijo Laurent.

Damen apretó los ojos cerrá ndolos brevemente. Se sintió puro ante los
pensamientos de su padre. Las palabras de Laurent empujaban en el interior de
sus pá rpados.

—No —dijo—. No podéis ir a Charcy. Tengo que convenceros de eso.

La risa de Laurent era un extrañ o sonido sin aliento. —¿No has oído nada
de lo que acabo de decirte?

—Sí —dijo Damen—. Intentasteis hacerme dañ o, y ya lo habéis


conseguido. Ojalá vierais que lo que acabá is de hacerme es lo que vuestro tío os
está haciendo a Vos.

Vio a Laurent recibir eso como si un hombre en los límites de su


resistencia hubiera recibido otro golpe.

—¿Por qué —dijo Laurent— tú … siempre…? —Se detuvo. Su pecho subía y


bajaba poco profundamente.

—He venido con Vos para detener una guerra —dijo Damen—. Vine
porque erais el ú nico que se interpone entre Akielos y vuestro tío. Sois Vos quien
ha perdido la visió n de eso. Tenéis que luchar contra vuestro tío en vuestros
propios términos, no en los suyos.

—No puedo. —Fue una cruda admisió n—. No puedo pensar. —Las
palabras salieron desgarradas. Con los ojos abiertos al silencio, Laurent las dijo
otra vez con una voz diferente, sus ojos eran azul oscuro con la exposició n de la
verdad—. No puedo pensar.

—Lo sé —dijo Damen.

Lo dijo con suavidad. Había má s de una admisió n en las palabras de


Laurent. É l también lo sabía.

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Se arrodilló y recogió el brillante pendiente de Nicaise del suelo.

Había sido una cosa delicada, y bien hecha, un puñ ado de zafiros.
Levantá ndolo lo dejó sobre la mesa.

Después de un tiempo, se retiró desde el lugar donde Laurent estaba


inclinado, con los dedos curvados alrededor del borde de la mesa. Tomó aire,
llegó a dar un paso atrá s.

—No te vayas —dijo Laurent, en voz baja.

—Solo estoy aclarando mi cabeza. Ya les dije a mis escoltas que no les iba a
necesitar hasta la mañ ana —dijo Damen.

Y hubo otro silencio espantoso, cuando Damen se dio cuenta de lo que


Laurent le pedía.

—No. No quiero decir… para siempre… solo… —Laurent interrumpió —.


Tres días. —Puntualizó Laurent como si la respuesta surgiera de las
profundidades a una pregunta cuidadosamente sopesada—. Puedo hacer esto
solo. Lo sé. Puedo. Es solo que en este momento al parecer no puedo... pensar, y
no puedo... confiar en nadie má s con quien hacer frente cuando estoy... de esta
manera. Si me pudieras dar tres días, yo… —Enérgicamente se interrumpió .

—Me quedaré —dijo Damen—. Sabéis que me quedaré tanto tiempo


como Vos…

—No lo hagas —dijo Laurent—. No me mientas. No tú .

—Me quedaré —dijo Damen—. Tres días. Después de eso, viajo al sur.

Laurent asintió . Después de un momento, Damen volvió a descansar sobre


la mesa junto a Laurent. Le observó regresar.

Finalmente, Laurent empezó a hablar, las palabras precisas y bastante


firmes.

344
—Tienes razó n. Maté a Nicaise cuando lo dejé todo a medias. Debería
haberme quedado bien lejos de él, o haber roto su fe en mi tío. No lo planifiqué
bien, lo dejé al azar. No estaba pensando. No estaba pensando en él de esa
manera. Solo... Solo me gustaba. —Por debajo de las palabras frías, analíticas,
también había algo de desconcierto.

Fue horrible. —Nunca debí haber… dicho eso. Nicaise hizo una elecció n.
Habló por Vos, porque erais su amigo, y eso no es algo de lo que debá is
arrepentiros.

—É l intercedió por mí, porque no creía que mi tío le hiciera dañ o. Ninguno
de ellos lo creen. Piensan que él los ama. Tiene la apariencia externa del amor. Al
principio. Pero eso no es amor. Es... fetiche. No sobreviven a la adolescencia. Los
propios chicos son desechables. —La voz de Laurent no cambió —. Sabía eso, en
el fondo. Siempre fue má s inteligente que los demá s. Sabía que cuando llegara a
envejecer, sería reemplazado.

—Como Aimeric —dijo Damen.

En el largo silencio que se extendía entre ellos, Laurent remarcó —: Como


Aimeric.

Damen recordó los mordaces ataques verbales de Nicaise. Miró al perfil


claro de Laurent y trató de comprender la extrañ a afinidad entre el hombre y el
chico.

—Te gustaba.

—Mi tío cultivó lo peor de él. Todavía tenía buenos instintos a veces.
Cuando los niñ os son moldeados tan jó venes, se necesita tiempo para
deshacerlo. Pensé...

Suavemente—: Pensasteis que le podíais ayudar.

345
Observó el rostro de Laurent, el parpadeo de una verdad interna detrá s de
la falta de cuidado de toda expresió n.

—É l estaba de mi lado —dijo Laurent—. Pero al final, la ú nica persona a su


lado fue él.

Damen era consciente de no tener que alcanzarlo o tratar de tocarlo. El


suelo de baldosas alrededor de la mesa estaba salpicado de desechos: el peltre
volcado, una manzana rodada lejos en una baldosa, una jarra de vino que había
dejado volcar su contenido para que el suelo estuviera empapado de rojo. El
silencio se prolongó .

Fue con sorpresa que sintió el contacto de los dedos de Laurent contra el
dorso de la muñ eca. Pensó que era un gesto de consuelo, una caricia, y entonces
se dio cuenta de que Laurent estaba cambiando la estructura de la manga,
volviéndola a deslizar un poco para revelar el oro que había debajo, hasta el
brazalete de la muñ eca que había pedido al herrero que dejara, estaba expuesta
entre ellos.

—¿Sentimental? —dijo Laurent.

—Algo por el estilo.

Sus ojos se encontraron y podía sentir cada latido de su corazó n. Unos


segundos de silencio, un espacio alargado, hasta que Laurent habló .

—Deberías darme el otro.

Damen se ruborizó lentamente, el calor se extendió desde su pecho sobre


su piel, sus latidos intrusivos. Trató de responder con una voz normal.

—No puedo imaginar que lo llevéis.

—Para tenerlo. No lo usaría —dijo Laurent— aunque no creo que tu


imaginació n tenga alguna dificultad con la idea.

346
Damen dejó escapar un suave suspiro vacilante de risa, porque tenía
razó n. Durante un rato se sentaron juntos en un có modo silencio. Laurent en su
mayoría se volvió de ser él mismo, su postura má s informal, su peso se apoyó en
los brazos, mirando a Damen como a veces lo hacía. Pero era una nueva versió n
de sí mismo, desnudo de nuevo, joven, un poco má s tranquilo, y Damen se dio
cuenta de que estaba viendo a Laurent con sus defensas bajadas, una o dos de
ellas, de todos modos. Había una inexperta, frá gil sensació n con la experiencia.

—No tendría que haberte hablado de la manera en que lo hice sobre


Kastor. —Las palabras eran tranquilas.

El vino tinto se fue filtrando en las baldosas del suelo. Se oyó preguntarle.

—¿Quisisteis decir lo que dijisteis, que estabais contento?

—Sí —dijo Laurent—. Mataron a mi familia.

Sus dedos se clavaron en la madera de la mesa. La verdad estaba tan cerca


de esta habitació n que pareció por un momento que la diría, diría su propio
nombre a Laurent, y la cercanía de ello parecía presionarle, porque ambos
habían perdido familiares.

Pensó en lo que había unido a Laurent y el Regente en Marlas: ambos


habían perdido un hermano mayor.

Pero fue el Regente quien había forjado alianzas al otro lado de la frontera.
Fue el Regente el que había dado a Kastor el apoyo que necesitaba para
desestabilizar el trono akielense. Y así Theomedes estaba muerto, y Damianos
había sido enviado a...

La idea, cuando llegó , pareció envolver el suelo de debajo de sus pies,


cambiando la configuració n de todo.

347
Nunca había tenido sentido que Kastor le hubiera mantenido con vida.
Kastor había sido muy cuidadoso por borrar todas las pruebas de su traició n.
Había ordenado asesinar a todos los testigos, desde los esclavos a hombres de
alto rango como Adrastus. Dejar a Damen con vida fue loco, peligroso. Siempre
existía la posibilidad de que Damen pudiera escapar y volver a desafiar a Kastor
por el trono.

Pero Kastor había hecho una alianza con el Regente. Y a cambio de


soldados, le había dado esclavos.

Un esclavo en particular. Damen sintió calor y luego frío. ¿Podría ser que él
hubiera sido el precio del Regente? Eso, a cambio de las tropas, el Regente había
dicho, ¿Quiero que Damianos sea enviado como esclavo de cama a mi sobrino?

Debido a la unió n de Laurent con Damianos, y, o bien uno mataría al otro,


o, si Damen mantenía su identidad oculta y se las arreglaba para formar una
alianza... si ayudaba a Laurent en lugar de hacerle dañ o, y Laurent, lejos del
sentido profundamente enterrado de equidad que existía dentro de él, le
ayudaba a su vez... si el fundamento de la confianza se construyera entre ellos
para que pudieran convertirse en amigos, o má s que amigos... si Laurent alguna
vez decidía hacer uso de su esclavo de cama...

Pensó en las sugerencias del Regente hacia él, astuto, sutil. «Laurent podría
beneficiarse de una influencia estabilizadora, alguien cercano a él con sus mejores
intereses en el corazón. Un hombre que parece juicioso, podría ayudar a guiarlo sin
dejarse llevar». Y la constante y persistente insinuació n: «¿Has tomado a mi
sobrino?»

«Mi tío sabe que cuando pierdo el control, cometo errores. Le habría dado
una especie de perverso placer enviar a Aimeric a trabajar en mi contra», Laurent
había dicho.

348
¿Cuá nto má s placer retorcido podía extraer de esto?

—He escuchado todo lo que me dijiste —estaba diciendo Laurent—. No


voy a dirigirme a Charcy con un ejército. Pero aú n quiero luchar. No porque mi
tío lanzara un desafío, sino en mis propios términos, porque este es mi país. Sé
que juntos podemos encontrar una manera de utilizar Charcy a mi favor. Juntos
podemos hacer lo que no podemos hacer separados.

En realidad, nunca había tenido el sello de Kastor. Kastor era capaz de la


ira, de la brutalidad, pero sus acciones eran sencillas. Este tipo de crueldad
imaginativa pertenecía a otra persona.

—Mi tío planea todo —dijo Laurent, como si leyera los pensamientos de
Damen—. É l planea la victoria y los planes para la derrota. Fuiste tú quien nunca
acabó de encajar... Siempre has estado fuera de sus esquemas. Tanto como mi tío
y Kastor planearon —dijo Laurent, cuando Damen sintió aumentar el frío— no
tenían idea de lo que hicieron cuando te me dieron como regalo.

En el exterior, cuando salió fuera, oyó el sonido de las voces de los


hombres y el tintineo de bridas y espuelas, el traqueteo de las ruedas sobre
piedra. Su respiració n era vacilante. Puso una mano en la pared para apoyar
parte de su peso.

En una fortaleza llena de actividad, se sabía él mismo una pieza del juego, y
solo estaba empezando a ser capaz de vislumbrar el alcance del tablero.

El Regente había hecho esto, y sin embargo, él lo había hecho también, era
también responsable. Jord tenía razó n. Le debía a Laurent la verdad, y no se la
había dado. Y ahora sabía las consecuencias que la elecció n podría traer. Sin
embargo, no se atrevía a lamentar lo que habían hecho: la noche anterior había
sido brillante de una manera que resistía a ser empañ ada.

349
Había tenido razó n. Su corazó n latía con la sensació n de que la otra verdad
de alguna manera debía cambiar para bien, y sabía que no lo haría.

Se imaginó él mismo con diecinueve añ os de nuevo, sabiendo entonces lo


que sabía ahora, y se preguntó si se habría permitido luchar hace tanto tiempo
con los verecianos —si habría permitido que Auguste viviera—. Si hubiera
ignorado la llamada de su padre para ir a las armas por completo, y en su lugar
se hubiera dirigido a las tiendas verecianas y hubiera buscado a Auguste para
encontrar un terreno comú n. Laurent había tenido trece añ os, pero en la
imaginació n de Damen lo habría encontrado un poco má s mayor, dieciséis o
diecisiete añ os, edad suficiente a la que Damen con diecinueve sí podría haber
empezado, con toda la exuberancia de la juventud, a cortejarle.

No podía hacer nada de eso. Pero si había algo que Laurent quisiera, podía
dá rselo. Podía intentar dar un golpe al Regente del que no se recuperaría.

Si el Regente quería a Damianos de Akielos de pie junto a su sobrino, lo


tendría. Y si no podía decir a Laurent la verdad, podría utilizar todo lo que
tuviera para ofrecer a Laurent una victoria en el sur.

Iba a hacer que estos tres días importaran.

El autocontrol de los ojos azules estaba firmemente en su lugar cuando


Laurent salió a la tarima del patio, armado y blindado y listo para montar.

En el patio, los hombres de Laurent montaron y le esperaron. Damen miró


a los ciento veinte jinetes, los hombres con los que él había viajado desde el
palacio a la frontera, los hombres con los que había trabajado y compartido el
pan y el vino en las tardes alrededor de las fogatas. Había algunas notables
ausencias. Orlant. Aimeric. Jord.

350
El plan había tomado forma sobre un mapa. Se lo había dicho a Laurent
simplemente. —Mira la ubicació n de Charcy. Fortaine será el punto de partida
de las tropas. Charcy será la lucha de Guion.

—Guion y todos sus otros hijos —había dicho Laurent.

—El movimiento má s fuerte que podéis hacer en este momento es tomar


Fortaine. Os dará el control total del sur. Con Ravenel, Fortaine y Acquitart
mantenéis las rutas comerciales del sur de Vere a Akielos así como a Patras. Ya
mantenéis las rutas del sur de Vask, y Fortaine os da acceso a un puerto.
Tendréis todo lo que se necesita para poner en marcha una campañ a en el norte.

Hubo un silencio, hasta que Laurent había dicho—: Tienes razó n. No he


estado pensando en ello de esta manera.

—¿De qué manera? —dijo Damen.

—Como la guerra —dijo Laurent.

Ahora se enfrentaban entre sí en el estrado y las palabras subieron a los


labios de Damen, palabras personales.

Pero lo que dijo fue—: ¿Está is seguro de querer dejar a vuestro enemigo a
cargo de vuestra fortaleza?

—Sí —dijo Laurent.

Se miraron el uno al otro. Fue una despedida pú blica, a la vista de los


hombres. Laurent extendió su mano. É l no hizo como un príncipe podría haber
hecho que Damen se arrodillara y le besara como un amigo. Había
reconocimiento en el gesto, y cuando Damen tomó su mano, delante de los
hombres, Laurent mantuvo su mirada.

Laurent dijo—: Cuida de mi fortaleza, comandante.

351
En pú blico, no había nada que pudiera decir. Sintió su contacto apretarse
ligeramente. Pensó en avanzar adelante, tomar la cabeza de Laurent en sus
manos. Y entonces pensó en lo que era, y todo lo que ahora sabía. Y se obligó a
soltarse.

Laurent asentía a su asistente, montando en su caballo. Damen dijo—:


Mucho depende de la coordinació n. Tenemos una cita en dos días. Yo… No
lleguéis tarde.

—Confía en mí —dijo Laurent con una sola mirada brillante, enderezando


su caballo con el tiró n de una rienda en el momento antes de que la orden fuera
dada, y él y sus hombres se movieron.

La fortaleza sin Laurent se sentía vacía. Pero, guarnecida por una fuerza
maestra, todavía tenía suficientes hombres que podían repeler cualquier
amenaza seria desde el exterior. Las paredes de Ravenel habían permanecido
firmes durante doscientos añ os. Ademá s de lo cual, su plan se apoyó en dividir
sus fuerzas, con Laurent saliendo primero, mientras que Damen permanecía a la
espera de los refuerzos de Laurent y luego lanzá ndose desde Ravenel un día
después.

Debido a que no era posible, no importa lo que se dijera, confiar


completamente en Laurent, la mañ ana era una madeja delgada de tensió n, bien
cerrada. Los hombres estaban preparados verdaderamente para el tiempo del
sur. El cielo azul, extenso, era ininterrumpido, salvo cuando estaba cortado por
el almenado.

Damen subió a las almenas. La vista se extendía sobre las colinas en el


horizonte. Establecido ampliamente a plena luz del día, el paisaje estaba vacío de
tropas, y se maravilló de nuevo de que hubieran sido capaces de tomar esta
fortaleza sin derramar sangre y sin remover la tierra por un asedio.

352
Se sintió bien cuidar de lo que habían logrado y saber que solo era el
comienzo. El Regente había mantenido el ascendiente durante demasiado
tiempo. Fortaine iba a caer, y Laurent iba a mantener el sur.

Y entonces vio la bruma en el horizonte.

Rojo. Oscureciéndose al rojo. Y luego, extendiéndose a través del paisaje,


seis jinetes, avanzando delante del inminente rojo al galope: sus propios
exploradores, volviendo de nuevo a la fortaleza.

Se le representaba en miniatura debajo de él, el ejército estaba lo


suficientemente lejos para que su acercamiento fuera silencioso, los
exploradores eran solo puntos en los extremos de seis líneas que convergían en
el fuerte.

El rojo siempre había sido el color de la Regencia, pero eso no fue lo que
cambió el latido del corazó n de Damen, incluso antes del sonido lejano del
cuerno —el marfil que sacudió el aire— dividiéndolo abiertamente.

Marchaban, una línea de capas rojas en perfecta formació n, y el corazó n de


Damen latía fuerte. Los conocía. Recordó la ú ltima vez que los había visto, su
cuerpo estaba presionado fuera de la vista detrá s de las rocas de granito. Había
cabalgado durante horas a lo largo de un río para evitarlos, Laurent iba
empapado en la silla detrá s de él. «La tropa akielense más cercana está más cerca
de lo que esperaba», había dicho Laurent.

No se trataba de tropas del Regente.

Este era el ejército de Nikandros, el Kyros de Delpha, y su Comandante,


Makedon.

Había una rá faga de actividad en el patio, el ruido de los cascos, las voces
elevá ndose con alarma…

353
Damen era tan consciente de ello como de la distancia, se volvió casi a
ciegas cuando un mensajero irrumpió hasta las escaleras de dos en dos a tiempo,
dejá ndose caer sobre una rodilla delante de Damen y jadeando con su mensaje.

—Los akielenses marchan sobre nosotros —esperaba que el mensajero


dijera, y lo hizo, pero luego dijo—: Tengo que dar esto al Comandante de la
fortaleza —y con urgencia estaba presionando algo en la mano de Damen.

Damen lo miró . Detrá s de él, el ejército akielense se acercaba. En su mano


había un duro lazo de metal enrollado a una piedra preciosa tallada, con el
grabado de una estrella.

Estaba mirando el anillo de sello de Laurent.

Sintió ponérsele el pelo de punta en todo su cuerpo. La ú ltima vez que


había visto este anillo, había estado en una posada en Nesson y Laurent se lo
había entregado a un mensajero. «Dale esto y dile que le esperaré en Ravenel»,
había dicho.

A lo lejos se dio cuenta de que Guymar estaba en las almenas, con un


contingente de hombres, de que Guymar se dirigía a él, diciéndole—:
Comandante, akielenses marchan contra el fuerte.

Se volvió hacia Guymar, el puñ o se cerró sobre el anillo de sello. Guymar


pareció detenerse y darse cuenta de que era él con quien estaba hablando.
Damen lo vio escrito en el rostro de Guymar: una fuerza akielense en masa en el
exterior, y un akielense al mando de la fortaleza.

Guymar yendo má s allá de su vacilació n, señ aló —: Nuestras paredes


pueden soportar cualquier cosa, pero bloqueará n la llegada de nuestros
refuerzos.

Recordó la noche que Laurent le había abordado en akielense por primera


vez, recordó largas noches hablando en ese idioma, y Laurent apuntalando su

354
vocabulario, mejorando su fluidez y su elecció n de materias, geografía de
fronteras, tratados, movimientos de tropas.

Dijo eso mientras se abría paso en su interior—: Ellos son nuestros


refuerzos.

La verdad marchaba hacia él. Su pasado estaba llegando a Ravenel en un


constante, imparable acercamiento. Damen y Damianos. Y Jord tenía razó n.
Siempre había sido uno solamente.

É l dijo—: Abrid las puertas.

La marcha akielense en el fuerte fue el fluir de una sola corriente roja,


excepto que mientras que el agua se arremolinaba y se hinchaba, era recta e
inflexible.

Sus brazos y piernas estaban crudamente al descubierto, como si la guerra


fuera un acto de carne impactando sobre carne. Sus armas no tenían adornos,
como si hubieran traído solo los elementos esenciales necesarios para matar.
Filas y filas de ellas, diseñ adas con precisió n matemá tica. La disciplina de los
pies marchando al unísono era un despliegue de poder, violencia y fuerza.

Damen se paró en el estrado y miró haciendo un barrido completo.


¿Habían sido siempre así? ¿Tan despojados de todo, pero utilitarios? ¿Tan
hambrientos de guerra?

Los hombres y mujeres de Ravenel se apiñ aban en las orillas del patio, y
los hombres de Damen se desplegaban para hacerles retroceder. La multitud
presionaba y se unía a ellos. El rumor de la entrada akielense se había extendido.
La multitud murmuraba, los soldados estaban descontentos con su deber. El
Regente había tenido razó n, la gente decía: Laurent había estado aliado con

355
Akielos todo el tiempo. Era una extrañ a especie de locura darse cuenta de esto;
de hecho, era cierto.

Damen vio los rostros de los hombres y mujeres verecianos, vio flechas en
formació n desde las almenas, y en una de las esquinas del gran patio, una mujer
abrazaba a su hijo mientras se agarraba a su pierna, la mano rodeando su
cabeza.

É l sabía lo que había en sus ojos, visible ahora por debajo de la hostilidad.
Era terror.

Podía sentir la tensió n de las fuerzas akielenses también, sabían que


estaban esperando traició n. La primera espada en la mano, la primera flecha
suelta, desataría una fuerza asesina.

Un estridente cuerno explotó en los oídos, demasiado fuerte en el patio


haciéndose eco de toda la superficie de la piedra, esa era la señ al para cesar la
marcha. La parada fue repentina. Quedó un silencio en el espacio donde había
habido sonidos de metal, el ruido de pasos. La explosió n del cuerno se estaba
desvaneciendo, hasta que casi se podía oír el sonido de la cuerda de un arco
tensarse.

—Esto está mal —dijo Guymar, con la mano apretada en la empuñ adura
de su espada—. Debemos… —Damen extendió la mano en un gesto represivo.

Porque un hombre akielense desmontaba de su caballo bajo el principal


estandarte y el corazó n de Damen latía con fuerza. Se sintió moverse hacia
adelante, bajó los escalones poco profundos de la tarima, dejando a Guymar y a
los otros detrá s de él.

Sentía cada par de ojos mirá ndolo en el silencioso patio mientras


descendía, paso a paso. No era la forma en que se hacían las cosas. Los
verecianos ocupaban la cima de sus estrados y hacían que los huéspedes

356
vinieran a ellos. Nada de eso le importaba. Mantuvo sus ojos en el hombre, que lo
observaba acercarse a su vez.

Damen llevaba ropa vereciana. Las sentía sobre él mismo, el cuello alto, el
tejido apretado, atado para seguir las líneas de su cuerpo, las mangas largas y el
brillo de sus botas largas. Incluso su cabello había sido cortado al estilo
vereciano.

Observó que el hombre vio todo eso primero, y luego vio que el hombre lo
veía.

—La ú ltima vez que hablamos, los albaricoques eran de temporada —dijo
Damen, en akielense—. Entramos en el jardín de noche, y me agarraste del brazo
y me diste consejos, y no te escuché.

Y Nikandros de Delpha le devolvió la mirada, y con voz sorprendida,


hablando las palabras medio para sí mismo, dijo—: No es posible.

—Viejo amigo, has venido a un lugar donde nada es como ninguno de


nosotros pensamos que es.

Nikandros no habló de nuevo. Se quedó en silencio, blanco como si le


hubieran golpeado. Luego, como si una pierna se abriera, y luego la otra, se dejó
caer lentamente sobre sus rodillas, un comandante akielense de rodillas sobre
las á speras piedras pisoteadas de una fortaleza vereciana.

É l dijo—: Damianos.

Antes de que Damen pudiera decirle que se levantara, lo oyó de nuevo, se


hizo eco de otra voz, y luego otra. Su nombre pasaba a los hombres reunidos en
el patio, en tono de sorpresa y de asombro. El hombre que acompañ aba a
Nikandros estaba arrodillado. Y cuatro de los hombres en las primeras filas. Y
luego má s, decenas de hombres, fila tras fila de soldados.

357
Y cuando Damen miró , el ejército estaba cayendo de rodillas, hasta que el
patio era un mar de cabezas inclinadas, y el silencio sustituyó al murmullo de las
voces, pronunciando las palabras una y otra vez.

—Él vive. El hijo del Rey vive. Damianos.

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AGRADECIMIENTOS

Este libro nació de una serie de conversaciones telefó nicas nocturnas los
lunes con Kate Ramsay, quien dijo en un momento: «Creo que esta historia va a
ser má s grande de lo que crees». Gracias Kate, por ser una gran amiga cuando
má s lo necesitaba. Siempre recordaré el sonido del timbre del antiguo y
destartalado teléfono en mi pequeñ o apartamento de Tokio.

Tengo una gran deuda de agradecimiento con Kirstie Innes-Will, mi


increíble amiga y editora, que leyó innumerables borradores y pasó incansables
horas mejorando la historia. No puedo expresar con palabras cuá nta ayuda ha
significado para mí.

Anna Cowan no es solo una de mis escritoras favoritas, me ayudó mucho


en esta historia con sus increíbles sesiones de intercambio de ideas y opiniones
interesantes. Muchas gracias, Anna, esta historia no sería lo que es sin ti.

Todo mi agradecimiento a mi grupo de escritura Isilya, Kaneko y Tevere,


por todas vuestras ideas, comentarios, sugerencias y apoyo. Me siento muy
afortunada de tener maravillosas amigas escritoras como vosotras en mi vida.

Por ú ltimo, a todos los que han formado parte de la experiencia de


Príncipe Cautivo on-line, gracias a todos por vuestra generosidad y entusiasmo,
y por darme la oportunidad de hacer un libro como este.

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EXTRAS: PROLONGACIÓN DEL CAPÍTULO DIECINUEVE

Damen era feliz. Irradiaba de él, el peso de su cuerpo era pesado y repleto.
Era consciente de Laurent, que salía de la cama. Su sentido de cercanía
adormilada persistía.

Cuando oyó a Laurent moverse por la habitació n, Damen se movió ,


desnudo, para disfrutar de un momento de observació n, pero Laurent había
desaparecido a través del arco y en una de las habitaciones que fluía de éste.

Estaba contento de esperar, sus miembros desnudos en las sá banas


pesadas, las esposas de esclavo doradas y el collar eran sus ú nicos adornos.
Sintió el cá lido, maravilloso e imposible hecho de su situació n. Esclavo de cama.
Cerró sus ojos, y sintió de nuevo ese primer lento empuje en el cuerpo de
Laurent, oyó el primero de los pequeñ os sonidos que Laurent había hecho.

Debido a que eran una molestia, tiró de los cordones de la camisa, que
había atrapado debajo de él, luego la arrebujó en sus manos, y la utilizó , sin
pensar mucho, para limpiarse a sí mismo. Saltó de la cama. Cuando volvió a
mirar hacia arriba, Laurent había reaparecido en el arco de la habitació n.

Laurent se había puesto su propia camisa blanca de nuevo, nada má s.


Debió haberla recogido del suelo; Damen tenía un precioso medio recuerdo
tirá ndola desde las muñ ecas de Laurent donde se había enredado. La camisa
llegó a la parte superior de los muslos. El tejido fino de color blanco le encajaba.
Tenía algo de espléndido el verlo así, holgadamente atado, solo vestido en parte.
Damen apoyó la cabeza en una mano, y lo vio acercarse.

—Te he traído una toalla pero veo que ya has improvisado —dijo Laurent,
haciendo una pausa en la mesa para servirse una copa de agua, colocá ndola
abajo en el banco de la cama.

360
—Venid a la cama —dijo Damen.

—Yo… —dijo Laurent, y se detuvo. Damen le había cogido la mano y


entrelazado sus largos dedos en los suyos. Laurent miró a lo largo de sus brazos.

Damen se sorprendió de có mo se sentía: nuevo, cada latido era su primero


y Laurent se reorganizó antes que él.

Laurent había restaurado a ambos la camisa y una versió n vacilante de su


habitual reserva. Pero no había vuelto a atarse su ropa, no había vuelto a
aparecer con la chaqueta de cuello alto y botas brillantes, como podría haber
hecho. É l estaba aquí, dudando, al borde de la incertidumbre. Damen atrajo la
mano de Laurent.

Laurent medio resistió el tiró n, y terminó con una rodilla sobre la seda y
una mano apoyada torpemente en el hombro de Damen. Este lo miró , con el oro
de su pelo y la camisa cayendo de su cuerpo. Los miembros de Laurent estaban
ligeramente rígidos, má s aú n cuando se movió para conseguir el equilibrio,
torpe, como si no supiera qué hacer. Tenía la manera de un joven apropiado que
ha sido persuadido por primera vez en la lucha libre infantil y se encuentra
tirado encima de su oponente en el serrín. Su puñ o agarró la toalla en contra de
la cama.

—Te tomas libertades.

¡Volved a la cama, Alteza!

Eso le valió una mirada larga y fría a corta distancia. Damen se sentía ebrio
de felicidad de su propio atrevimiento. Miró de reojo la toalla.

—¿Realmente traéis eso para mí?

Después de un momento—: Yo… pensé secarte con la toalla.

361
La dulzura de eso fue sorprendente. Se dio cuenta con un pequeñ o pulso
de su corazó n que Laurent lo decía en serio. Estaba acostumbrado a los cuidados
de los esclavos, pero era un lujo má s allá de cualquier sueñ o decadente que
Laurent lo hiciera. Su boca se curvó ante la imposibilidad de ello.

—¿Qué?

—Así que así es como sois en la cama —dijo Damen.

—¿Có mo? —dijo Laurent, con rigidez.

—Atento —dijo Damen, encantado con la idea—. Evasivo. —É l miró hacia


Laurent—. Yo debería estar asistiéndoos —dijo.

—Yo... me encargué de ello —dijo Laurent, después de una pausa. Hubo un


ligero rubor en sus mejillas mientras habló , aunque su voz, como siempre, se
mantuvo estable. Se tomó un momento para que Damen entendiera que Laurent
hablaba de los asuntos prá cticos.

Los dedos de Laurent se habían apretado alrededor de la toalla. Había en


él una conciencia de sí mismo ahora, como si se hubiera dado cuenta de la
extrañ eza de lo que estaba haciendo: un príncipe que sirve a un esclavo. Damen
miró de nuevo el vaso de agua que Laurent había traído, para él, se dio cuenta.

El rubor de Laurent se profundizó . Damen se movió para mirarlo mejor.


Vio el á ngulo de la mandíbula de Laurent, la tensió n en sus hombros.

—¿Vais a desterrarme a dormir a los pies de vuestra cama? Ojalá que no,
está bastante lejos.

Después de un momento—: ¿Es así como se hace en Akielos? Puedo


empujarte con el taló n si te requiero de nuevo antes del amanecer.

—¿Requerir? —dijo Damen.

—¿Es esa la palabra?

362
—No estamos en Akielos. ¿Por qué no me enseñ á is có mo se hace en Vere?

—No mantenemos esclavos en Vere.

—Me temo que no estoy de acuerdo —dijo Damen, por su parte bajo la
mirada de Laurent, relajada, su polla yacía caliente contra su propio muslo.

Le impresionó de nuevo el hecho de estar aquí ambos, y lo que acababa de


pasar entre ellos. Laurent al menos había desprendido una capa de blindaje y
estaba expuesto, un joven despojado de una camisa. De esta camisa blanca
colgaban cordones, suave y abierta, el contrapunto a la tensió n en el cuerpo de
Laurent.

Damen deliberadamente no hizo nada sino mirarle. Laurent de hecho se


había ocupado de las cosas, y había eliminado toda evidencia de sus actividades
desde su aparició n. No parecía alguien que acabara de ser follado. Los instintos
postcoitales de Laurent eran muy abnegados. Damen esperó .

—Me falta —dijo Laurent— los gestos sencillos que habitualmente se


suelen compartir —se podría verlo empujando las palabras fuera— con un
amante.

—Os faltan los gestos sencillos que no se suelen compartir con nadie —
dijo Damen.

Un palmo los separaba. La rodilla de Damen casi tocaba la pierna de


Laurent, donde la de este se torcía en las sá banas. Vio a Laurent cerrar los ojos
por un instante, como para no perder el equilibrio.

—No eres... de la forma que yo pensaba, tampoco.

La admisió n fue tranquila. No se oía nada en la habitació n, solo la luz


titilante de la llama de la vela.

—¿Pensasteis en eso?

363
—Me besaste —dijo Laurent—. En las almenas. Pensé en ello.

Damen no pudo evitar el revoltijo de placer en su estó mago. —Eso fue


apenas un beso.

—Que se prolongó durante algú n tiempo.

—Y pensasteis en ello

—¿Buscas un oído á vido de conversació n?

—Sí —dijo, y la cá lida sonrisa fue indefensa también.

Laurent se quedó en silencio, mientras luchaba una batalla interna. Damen


sentía la calidad de su quietud, el momento en que se obligó a hablar.

—Tú fuiste diferente —dijo Laurent.

Fue todo lo que dijo. Las palabras parecían venir de un lugar profundo de
Laurent, sacadas de algú n nú cleo de veracidad.

—¿He de apagar las luces, Alteza?

—Déjalas arder.

Sintió el cuidadoso aspecto de inmovilidad de Laurent, la forma en que


incluso su respiració n era cuidadosa.

—Puedes llamarme por mi nombre de pila —dijo Laurent—. Si te gusta.

—Laurent —dijo.

Quería decir eso mientras deslizaba sus dedos en su pelo, inclinando la


cabeza para el primer contacto de los labios. La vulnerabilidad de los besos
había provocado tensió n que trenzó el cuerpo de Laurent en un dulce y caliente
enredo. Como ahora.

Damen se enderezó junto a él.

364
Tuvo su efecto la poca profundidad de la respiració n, aunque Damen no
hizo ademá n de tocarle. Era má s grande, y ocupaba má s espacio en la cama.

—No tengo miedo del sexo —dijo Laurent.

—Entonces, podéis hacer lo que queráis.

Y ese era el quid de la cuestió n, repentinamente quedó claro por la mirada


en los ojos de Laurent. Era el turno de Damen de permanecer tranquilo. Laurent
lo miraba como lo había hecho desde que había regresado a la cama, con ojos
oscuros y en un dilema.

Laurent dijo—: No me toques.

É l estaba esperando... no estaba seguro de lo que esperaba. El primer roce


vacilante de los dedos de Laurent contra su piel fue un asombro. Había una
extrañ a sensació n de inexperiencia en Laurent, como si el papel fuera muy
nuevo para él, ya que iba dirigido a Damen. Como si todo esto fuera nuevo para
él, lo que no tenía ningú n sentido.

El toque en su bíceps fue provisional, exploratorio, como si fuera algo


nuevo que tenía que ser marcado, el lapso del mismo, la forma curvada del
mú sculo.

La mirada de Laurent viajaba sobre su cuerpo, y se veía de la misma


manera que lo que tocaba, como si Damen fuera territorio nuevo, inexplorado,
como si no pudiera creer que estuviera bajo su mando.

Cuando sintió a Laurent tocar su pelo, inclinó la cabeza y se entregó a él,


como un caballo de batalla que podría inclinarse por el yugo. Sintió la forma de
la palma de Laurent en la curva de su cuello, sintió los dedos de él deslizá ndose a
través del peso de su cabello como si experimentara la sensació n por primera
vez.

365
Tal vez fuera la primera vez. No había tomado la cabeza de Damen así,
extendiendo sus dedos sobre su forma, cuando Damen había usado su boca.
Había mantenido sus puñ os cerrados en las sá banas. Damen se sonrojó ante la
idea de que Laurent ahuecara su cabeza mientras le daba placer. Laurent no era
tan inhibido. No se había entregado a la sensació n, la había alcanzado en una
marañ a interna.

Estaba enredado ahora. En ojos oscuros, como si el toque fuera para él un


acto extremo.

El pecho de Damen subía y bajaba de forma cuidadosa. Un solo aliento


podría molestar a Laurent, o así lo sentía. Los labios de Laurent se separaron
ligeramente, deslizá ndose sus dedos por los planos del pecho de Damen. Se
sentía diferente al propio arrojo que había ejercido cuando había presionado a
Damen hacia abajo en la espalda, y lo había tomado o en la mano.

La sangre de Damen vibraba con la formidable conciencia de Laurent. El


calor de su cuerpo de tan cerca fue inesperado, como el cosquilleo suave de la
camisa blanca de Laurent al moverse, careciendo de imaginació n los detalles
específicos.

Los dedos de Laurent cayeron hasta su cicatriz.

Su mirada estaba allí en primer lugar. Un toque siguió , trazado con extrañ a
fascinació n, casi reverencial. Damen sintió la turbació n de ello cuando los dedos
de Laurent viajaron por su longitud, la línea blanca y delgada que una espada
había recorrido a través de su hombro.

Los ojos de Laurent eran muy oscuros a la luz de las velas. Un primer
derrame de tensió n, los dedos de Laurent en su piel, el corazó n le latía como una
magulladura en el pecho.

366
Laurent dijo—: No creía que hubiera alguien lo suficientemente bueno
para atravesar tu guardia.

—Una persona —dijo Damen.

Laurent se humedeció los labios, sus dedos trazando arriba y abajo,


lentamente, sobre el fantasma de una lucha de hacía mucho tiempo. Había una
extrañ a duplicació n, hermano por hermano, Laurent cerca de lo que Auguste
había sido, y Damen aú n menos protegido, los dedos de Laurent en el lugar
donde había sido invadido.

El pasado estaba allí con ellos de pronto, demasiado cerca, excepto que la
estocada había llegado limpia y rá pida y Laurent era lento y con ojos oscuros y
los dedos se deslizaban por el tejido cicatrizal.

Luego la mirada de Laurent se levantó , no a la suya, sino al collar. Sus


dedos subieron para tocar el amarillo metal, presionando con el pulgar la
muesca.

—No he olvidado mi promesa. Que te quitaría el collar.

—Por la mañ ana —dijisteis.

—Por la mañ ana. Puedes pensar en ello cuando desnudes tu cuello al


cuchillo.

Sus ojos se encontraron. Los latidos del corazó n de Damen se comportaron


de manera extrañ a.

—Todavía lo llevo ahora.

—Lo sé.

Damen se encontró atrapado en esa mirada, sosteniéndola. Laurent le


había dejado entrar. Ese pensamiento fue imposible, a pesar de lo sentía dentro
ahora, como si hubiera pasado al interior de algú n límite fundamental: estaba el

367
espacio cá lido entre la mandíbula y el cuello, donde sus labios habían
descansado, estaba su boca, que él había besado.

Sintió la rodilla de Laurent deslizarse junto a la suya. Sintió a Laurent


moverse hacia él, y su corazó n estaba golpeando en el pecho, cuando en el
momento siguiente, Laurent le besó .

Casi esperaba una confirmació n de dominació n, pero Laurent besó con un


toque casto de los labios, suave e incierto, como si estuviera explorando las
sensaciones má s simples. Damen luchó por permanecer pasivo, con las manos
clavadas en las sá banas, y simplemente dejó que Laurent tomara su boca.

Laurent se movió por encima de él, Damen sintió el movimiento de su


muslo, la rodilla de Laurent en la ropa de cama. La tela de su camisa blanca rozó
su erecció n. La respiració n de Laurent era poco profunda, como si estuviera
fuera en una alta plataforma.

Los dedos de Laurent rozaron su abdomen, como si tuviera curiosidad por


el tacto, y todo aliento dejó el cuerpo de Damen cuando la curiosidad de Laurent
le llevó en una direcció n determinada.

Su toque, una vez allí, hizo su descubrimiento inevitable.

—¿Exceso de confianza? —dijo Laurent.

—No es… a propó sito.

—Me parece recordar lo contrario.

Damen estaba a medio camino de ser empujado hacia abajo sobre la


espalda, con Laurent arrodillado en su regazo.

—Toda esa autocontenció n —dijo Laurent.

Cuando Laurent se inclinó , Damen, sin pensar, llevó una mano a la cadera
para ayudar a equilibrarle, y luego se dio cuenta de lo que había hecho.

368
Sintió la conciencia de Laurent sobre ello. Su mano lo cantaba con la
tensió n. En el límite de lo que estaba permitido, Damen podía sentir la poca
profundidad de la respiració n de Laurent. Pero este no se apartó , en cambio,
inclinó la cabeza. Damen se inclinó lentamente y, cuando Laurent no se volvió
atrá s, presionó un suave beso en la base de su cuello. Y luego otro.

Su cuello estaba caliente; y el espacio entre el cuello y el hombro; y el


pequeñ o espacio escondido bajo la línea de su mandíbula. Solo olfateaba má s
suavemente. Laurent dejó escapar un aliento inestable. Damen sintió los
cambios y movimientos suaves, y se dio cuenta de la sensibilidad de la piel
demasiado fina de Laurent. Cuanto má s lento era su toque, Laurent má s
respondía a él, seda cá lida debajo de un insustancial roce de labios. Lo hizo má s
lento. Laurent se estremeció .

Quería deslizar sus manos sobre el cuerpo de Laurent. Quería ver lo que
pasaría si esta gentil atenció n se prodigaba por todo él, una parte a la vez, ver si
él se relajaría por cada uno, si lentamente comenzarían a romperse,
entregá ndose al placer, de la forma en que se había permitido a sí mismo hacer
en cualquier momento, excepto tal vez en el clímax, viniendo a sonrojar las
mejillas bajo los empujes de Damen.

No se atrevió a mover la mano. Todo su mundo parecía haberse


ralentizado, el delicado estremecimiento del aliento, el pulso má s caprichoso de
Laurent, el rubor de su cara y su garganta.

—Eso… se siente bien —dijo Laurent.

Sus pechos se rozaron. Podía oír la respiració n de Laurent en su oído. Su


propia excitació n, apretada entre sus cuerpos, sintió solo los cambios sutiles
cuando Laurent presionó inconscientemente contra él. La otra mano de Damen
se acercó para descansar en el otro muslo de Laurent, para sentir el movimiento,
sin guiarlo. Laurent se olvidó de sí mismo lo suficiente como para empezar a

369
moverse contra él. Ni siquiera había practicado nada al respecto, solo una
bú squeda con los ojos cerrados después del placer.

Fue una sorpresa darse cuenta de los leves temblores, de la respiració n


entrecortada, de que Laurent estaba cerca, y de lo cerca que estaba él, que
parecía proceder de ser besado, y tan lento una y otra vez. Damen sintió el lento
transcurrir de todo, las chispas de placer, como chispas de pedernal golpeadas.

Damen nunca podría haber llegado al propio clímax de esta manera, pero
cuanto má s lento Damen lo besaba mientras se movían juntos, má s parecía
desarmar a Laurent.

Quizá s Laurent siempre había sido muy sensible a la ternura. Sus ojos
estaban medio cerrados. Un primer pequeñ o sonido escapó de él. Sus mejillas
estaban sonrojadas y sus labios se separaron, con la cabeza vuelta ligeramente
hacia un lado, un pequeñ o tumulto en la normalmente fría y tranquila expresió n.

Eso es, Damen quería persuadir, y no sabía si las palabras serían


condescendientes. Su propio cuerpo estaba acercá ndose má s cada vez, má s de lo
que hubiera creído posible, por la sensació n de Laurent contra él. Y luego fue
aú n má s borroso, y su mano salió lentamente por el costado de Laurent debajo
de la camisa, los dedos de Laurent mordiendo sus hombros.

Lo vio en el rostro de Laurent cuando su cuerpo comenzó a temblar y sus


defensas ceder. Sí, pensó Damen, estaba ocurriendo, Laurent estaba dando de sí
mismo. Sintió el tiró n en su contra, y los ojos de Laurent abrirse casi con
sorpresa, ya que sus resistencias internas se disolvieron libremente. Estaban
enredados juntos, Damen de espaldas contra las sá banas, donde Laurent, en los
ú ltimos momentos bajo su direcció n, le había empujado.

Damen estaba sonriendo sin poder hacer nada. —Eso era lo adecuado.

370
—Has estado esperando decir eso. —Las palabras fueron solo un poco
borrosas.

—Permitidme. —Rodá ndole y secá ndole abajo, suavemente. Por todo el


placer que pudiera, se inclinó y dio un solo beso en el hombro de Laurent. Sentía
la incertidumbre parpadear débilmente en Laurent de nuevo, aunque no la
suficiente para que saliera a la superficie. Se acomodó y Laurent no se apartó .
Damen yacía extendido contento a su lado, habiendo terminando la labor de
secado.

—Puedes —dijo Laurent, después de un momento, significando algo


completamente distinto.

—Está is medio dormido.

—No del todo.

—Tenemos toda la noche —dijo Damen, aunque no era tanto tiempo,


ahora—. Tenemos hasta mañ ana.

Sintió la forma magra de Laurent a su lado en la cama. La luz era tenue con
velas acanaladas. Ordéname que me quede, quería decir, pero no pudo.

Tenía veinte añ os, y era el príncipe de un país rival, e incluso si sus países
hubieran sido amigos, habría sido imposible.

—Hasta mañ ana —dijo Laurent.

Después de un momento sintió los dedos de Laurent levantarse y venir a


descansar en su brazo, enroscá ndose ligeramente.

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