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Título original: “The summer palace”

© C.S. Pacat
© De la traducción: S&M
Página del autor: cspacat.com.
Edición: Enero 2017
Atención: Este libro es de temática homoerótica y contiene escenas de sexo explícito
M/M

AVISO IMPORTANTE:

La presente traducción ha sido elaborada por un grupo de aficionados para su uso


particular. Queda expresamente prohibida su distribución en foros, blogs, páginas
web o cualquier plataforma digital de intercambio de archivos.
El Palacio de Verano es una historia corta de la saga de Príncipe
Cautivo, sucede después de los eventos de El Ascenso de los Reyes. Es un
epílogo de la serie de Príncipe Cautivo.
EL PALACIO DE VERANO

Damen giró su caballo con facilidad. Una recién adquirida facilidad.


Justo en el momento en que sus sandalias tocaron la suciedad la sintió resonar
por dentro. La última vez que había estado aquí —a sus diecinueve años,
siendo un pimpollo— había sido una época de exuberantes cazas, entusiastas
deportes durante el día, apasionada ropa de cama por la noche, tumbando a un
esclavo o a un joven luchador, impulsándose con el afán de la juventud

Lo encontró justo como lo había recordado, desmontando en el


cuadrilátero bordeado de flores. El aroma de las flores, del aire
extremadamente limpio, de los aceites dulces, y de la delicada tierra, todos
combinados, aquí donde los escalones superficiales conducían a la primera de
las entradas, y el primero de los arcos de ramas que llevaba a los jardines.

Ahora Damen sentía el brillante y embriagador conjunto de nuevos


deseos que lo habían hecho alejarse de su séquito real en las últimas millas,
estimulando a su caballo a galopar hacia adelante, solo, como él deseaba —
como deseaba tan vergonzosamente.

Le arrojó sus riendas a un sirviente y le dijo:

—¡Por la fuente del este!

Y se abrió paso entre las ramas de mirto que colgaban bajo los senderos
hasta las banderas de mármol, a un jardín con balcones donde una figura
permanecía de pie mirando. En el horizonte, el mar era una súbita vista
abierta, enorme y azul.

Damen también miraba una sola cosa: la brisa jugando con un mechón
de cabello rubio, a las frías y pálidas extremidades en algodón blanco. Sintió
su propia felicidad creciente, el acelerar de su pulso. Una parte de él,
absurdamente, se preguntó cómo sería recibido: la inquietud agitada y
agradable de un nuevo amante. Era agradable también solo mirar, verlo
cuando pensaba que no estaba siendo observado, incluso cuando la voz
familiar habló de una manera precisa y segura.

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—Avísame apenas veas aproximarse al Rey, quiero ser informado de
inmediato.

Damen sintió una alegría creciente.

—No estás hablando con un sirviente.

Laurent se giró.

Estaba parado a la vista. La brisa que jugaba con su pelo también lo


hacía con el dobladillo de su chitón. Laurent lo llevaba hasta la mitad de los
muslos, que era la moda de los jóvenes. En Ios, él había usado solamente ropa
vereciana, quizás un testimonio de su piel quisquillosa que no oscurecería,
solamente se sonrosaría, para luego quemarse. Esta versión ventosa de él era
nueva y maravillosa. No había usado ropa akielense desde…

…El Santuario Real, y el juicio que le siguió, dos días y dos noches
usando la misma prenda hecha jirones, durmiendo con ella, incluso después de
arrodillarse con ella al lado de Damen, en donde llegó hasta a mojarla con la
sangre de Damen.

—Estaba mirando el camino.

—Hola —dijo Damen.

Detrás de Laurent se vislumbraba la costa, donde se habría visto la


llegada del gran séquito de Damen, pero no su propia aproximación, un solo
jinete, una mota en una ruta más rápida. Las mejillas de Laurent estaban
ligeramente enrojecidas, aunque no estaba claro si era por el calor del verano o
por su admisión.

Era increíblemente poco práctico estar aquí. Laurent aún no había


logrado su ascensión, y Akielos tenía un gobierno inestable, con sus kyroi y
los funcionarios del palacio recién nombrados después de una purga de
aquellos que habían participado en la traición de Kastor. En el palacio de Ios,
habían conseguido pasar momentos juntos como amantes ilícitos, al atardecer,
al anochecer, en los jardines, en el dormitorio, en las mañanas con Laurent
dulcemente encima de él. Se había sentido a veces surrealista: la maravilla de

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lo que había de nuevo entre ellos era contario a la seriedad de sus días, a la
dificultad de aquellas tempranas decisiones.

Se sentía así ahora.

—Hola —dijo Laurent, y Damen no pudo evitar la efusión de sentir lo


cerca que habían llegado a estar de no tener esto en absoluto—. Ha pasado
demasiado tiempo, he olvidado cómo. Recuérdamelo.

—Estamos aquí. Podemos tomarnos nuestro tiempo —dijo Damen.

—¿Puedes? —dijo Laurent.

—Te queda bien —dijo Damen. Estaba pasando el dedo en vano por el
dobladillo del chitón de Laurent, el cual recorría el alfiler de su hombro hacia
abajo a través de su clavícula diagonalmente hasta su pecho.

—El mecanismo es simple.

Damen pensó en ello: soltar el broche de oro del hombro de Laurent. El


algodón blanco no se deslizaría por completo, sino que atraparía su cintura,
donde Damen solo tendría que desatar una cuerda más.

No estaban solos, por supuesto. Un armazón de sirvientes había sido


enviado por delante para abrir el palacio para su llegada: abrir puertas, colocar
ropa de cama, poner aceite en lámparas, sacar vino de las bodegas, cortar
flores frescas, transportar pescado recién capturado a las cocinas; y
presumiblemente Laurent tenía su propio séquito. Pero aquí, en el borde de los
jardines, era como si el canto de los pájaros y el zumbido de las cigarras
fueran su único complemento.

—Ya sé cómo funciona —dijo Damen en voz baja, al oído de Laurent—


. Quiero hacer las cosas despacio. Oh, lo recuerdas.

—Me mostraron mis habitaciones, estaban abiertas como esta, de cara


al mar. Les pedí que me trajeran esta ropa y pensé en tu venida. Pensé en
cómo sería estar aquí, contigo.

—Así —dijo Damen. Besó la parte superior del hombro desnudo de


Laurent, luego su mandíbula.

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—No, yo… pensar en ti y estar contigo es diferente, siempre eres más
poderoso, más...

—Sigue —Damen sintió un manantial de puro placer riéndose contra su


cuello.

—Detén mi boca —dijo Laurent—. No sé lo que estoy diciendo.

Damen levantó la cabeza y besó a Laurent con ternura, lo encontró


enrojecido, cálido como el verano. Podía sentir las manos de Laurent
deslizándose sobre su cuerpo, un inconsciente trazado que era nuevo o, más
bien, reciente; como la nueva mirada en los ojos de Laurent.

Las semanas de reposo en cama habían sido una molestia: los primeros
días borrosos que Damen no podía recordar bien, seguidos de la molestia de
los médicos. Una molestia pasar el tiempo sin hacer nada. Una molestia
cojear. Una molestia tomarse el caldo.

Recordaba solamente las impresiones en los baños: Nikandros llegando


solo, pálido. Laurent hasta los codos con la sangre de Damen. Kastor muerto.
Damen en el suelo. Laurent adoptando el tono de la autoridad despojada de
emociones que mantendría durante esos primeros días: Buscad una camilla
para cargarlo, y un médico. Ahora.

Nikandros: No te dejaré solo con él.

Entonces él sangrará hasta la muerte.

La pérdida de sangre, hasta ese punto, era posiblemente bastante severa,


porque Damen no recordaba nada más allá de la camilla cuando llegó, y su
propia y borrosa sorpresa al encontrarse en las habitaciones de su padre. Las
habitaciones del Rey, con su balcón saliente y sus pilares con vista al mar. Mi
padre murió aquí. No lo dijo.

Recordó a Laurent, dando órdenes en esa misma voz limpia de


emoción: asegurad la ciudad, preparaos para la resistencia regional, enviad
noticias al norte a sus fuerzas en Karthas. En la misma voz, Laurent dirigió a
los médicos. En la misma voz, Laurent llamó a Nikandros para que se
arrodillara y ascendiera a Kyros de Ios. En la misma voz, Laurent ordenó que
el cuerpo de Kastor estuviera bajo guardia, para verlo. Laurent tenía una

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mente que asimilaba los problemas, los enfrentaba, los cuantificaba y luego,
de forma constante, los resolvía: mantener a Damianos vivo; afianzar la regla
de Damianos; No parecer que gobernaba en su lugar.

Cuando Damen se había despertado, había sido ya muy entrada la


noche, y su habitación estaba vacía de la gente que la había atestado. Había
girado la cabeza para ver a Laurent tendido a su lado, completamente vestido
encima de las sábanas, aún usando ese andrajoso chitón ensangrentado, en un
sueño de total agotamiento.

Ahora Damen sostenía la cintura de Laurent, gustoso de lo poco que se


interponía entre él y la piel: solo algodón ligero que se movía con el
movimiento de sus manos. Era difícil pensar más allá de la curva del hombro
de Laurent, la larga línea de su muslo, visible.

—Pareces akielense —dijo Damen con voz cálida y contenta.

—Quítate la armadura —dijo Laurent.

Lo dijo con el ancho océano a su espalda. Dio un paso hacia atrás,


apoyándose ligeramente sobre el mármol detrás de él que formaban un balcón
a la vista, una barrera donde los acantilados miraban hacia fuera. La sombra
de las altas ramas de mirto los protegía del sol, deslizando luz y sombra sobre
el cuerpo de Laurent.

Una difusa excitación ante la idea de estar ante la vista de sus testigos se
agitó dentro de Damen. Sentía una conexión momentánea con la tradición de
la consumación pública de la monarquía vereciana, un deseo posesivo de ver y
ser visto. Era transgresor y estaba fuera de los límites de su propia naturaleza,
aun cuando los jardines parecían lo suficientemente privados como para que
fuera posible.

Se desabrochó su pectoral. Se quitó su tahalí1, con un gesto lento y


decidido.

—El resto puede esperar —dijo. Su voz era grave.

1
Cinturón de espalda. Según sus definiciones en la RAE: “Es un tirante que cruza el pecho y la espalda desde
el hombro hasta el lado opuesto de la cintura y sirve para sostener la espada o el tambor. Es una pieza de
cuero que va sujeta al cinturón y sirve para sostener la vaina de un puñal, cuchillo, etc”.

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Laurent apoyó una mano contra el paño presionado cálidamente contra
el pecho de Damen por su armadura. Los besos se sintieron mucho más
íntimos cuando la espada y el pectoral fueron desechados en el camino y
quedaron cuerpo contra cuerpo. La boca de Laurent se abrió a él, y lamió con
la lengua el interior de Laurent de la forma en la que le gustaba. Laurent lo
alentó, con los dedos enroscados alrededor de su cuello.

Vestido así, era como tenerlo desnudo; Había tanta piel, y nada que
desatar. Damen presionó a Laurent contra el mármol. La piel desnuda del lado
interior de su muslo se deslizó por el lado interior del suyo, levantando
ligeramente su falda de cuero con el movimiento.

Podría haber ocurrido entonces, empujando la falda de Laurent hacia


arriba, girándolo y embistiendo dentro de su cuerpo. En su lugar, Damen
pensó, con indulgente lentitud, en tomarse su tiempo, alrededor del pezón
rosado que estaba cerca de la línea asimétrica del chitón de Laurent. La
restricción era parte de ello, de los competidores deseos de querer todo a la
vez, pero querer saborear cada incremento.

Cuando retrocedió, su piel se sintió enrojecida, su cuerpo entero mucho


más enérgico de lo que se daba cuenta. Logró retroceder más, para ver el
rostro de Laurent, sus labios entreabiertos, sus mejillas encendidas, su pelo
ligeramente desordenado por los dedos de Damen.

—Has llegado aquí temprano. —dijo Laurent como si solo ahora lo


notara.

—Sí. —contestó Damen riendo.

—Había planeado saludarte en los escalones. Como en el protocolo


vereciano.

—Sal y bésame delante de todo el mundo después.

—¿A qué distancia los dejaste?

—No lo sé —dijo Damen con una sonrisa cada vez más amplia—. Ven.
Déjame mostrarte el palacio.

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Lentos era un peñasco, donde las montañas eran salvajes y el océano era
visible desde el lado oriental, entre los promontorios de rocas caídas. El agua
se estrellaba en los acantilados y la piedra y la caída de tierra en el mar era
dentada e inhóspita.

Pero el palacio era hermoso, enclavado en una serie de jardines,


salpicados de flores y fuentes, y senderos serpenteantes que ofrecían
sorprendentes vistas al mar. Sus columnatas de mármol eran sencillas y
estaban encaminadas al interior de los atrios y otros jardines y espacios más
fríos donde el calor del verano era distante, como el zumbido exterior de las
cigarras.
Más tarde mostraría a Laurent los establos y la biblioteca, y el sendero
que discurría por los jardines, y a través de los naranjos y almendros. Se
preguntaba si podría convencer a Laurent para bañarse o nadar. ¿Lo habría
hecho antes? Había escalones de mármol hasta el mar, y un hermoso lugar
para bucear, donde el agua estaba en calma, sin remolinos. Podían instalar un
toldo de seda al estilo vereciano, que les daría sombra fresca para cuando el
sol estuviera en su punto más alto.

Por ahora tenía el sencillo placer de tener a Laurent a su lado, sus manos
unidas, solamente con la luz solar y aire fresco a su alrededor. Aquí y allá se
detenían, y todo era una delicia: el placer de besar, de permanecer bajo el
naranjo, de los trozos de corteza que se aferraban al chitón de Laurent después
de que estuviese presionado contra aquel árbol. Los jardines estaban llenos de
pequeños descubrimientos, desde las columnatas sombreadas hasta las frescas
aguas de la fuente, hasta una serie de jardines con balcones que servían de
mirador, donde el mar se extendía ancho y azul.

Se detuvieron en uno de ellos. Laurent arrancó una flor blanca de las


ramas que colgaban bajas y levantó la mano para ponerla en el cabello de
Damen, como si este fuera un joven de la aldea.

—¿Me estás cortejando? —dijo Damen.

Se sentía tonto de felicidad. Sabía que el cortejo era nuevo para Laurent,
pero no sabía por qué él mismo lo sentía tan nuevo.

—No he hecho esto antes —dijo Laurent.

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Damen tomó una flor también. Su pulso se aceleró, sus dedos se
sintieron torpes cuando la colocó detrás de la oreja de Laurent.

—Tú tenías pretendientes en Arles.

—Esa vez se trataba de esquivar obstáculos.

La vista era más salvaje aquí, a diferencia de la capital, donde en un día


claro se podía ver Isthima. Aquí solo había océano infinito.

—Mi madre plantó estos jardines —dijo Damen. Su corazón latía con
fuerza—. ¿Te gustan? Son nuestros ahora. —Decir la palabra "nuestros"
todavía parecía atrevido. Podía sentirlo reflejado en Laurent, sentir la tímida
torpeza de lo que tanto deseaba.

—Me gustan —dijo Laurent—. Creo que son hermosos.

Los dedos de Laurent encontraron los suyos de nuevo, una pequeña


intimidad que lo había hecho rebosar.

—No pienso en ella muy a menudo. Solo cuando vengo aquí.

—No te pareces a ella.

—¿Ah sí?

—Su estatua en Ios tiene tres pies de alto.

La comisura de la boca de Damen se contrajo. Conocía la estatua, sobre


un zócalo en la sala norte.

—Hay una estatua de ella aquí. Ven a conocerla.

Era parte de las tonterías que estaban compartiendo, un capricho que


mostrar a Laurent. Lo guió; Llegaron a un arqueado jardín abierto.

—Me retracto, eres completamente igual a ella —dijo Laurent, mirando


hacia arriba. La estatua de aquí era más grande.

Damen sonreía; se deleitaba viendo a Laurent explorarse a sí mismo, un


joven que era dulce, burlón, a veces inesperadamente serio. Habiendo tomado

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la decisión de dejar entrar a Damen, Laurent no había dado marcha atrás.
Cuando las barreras se abrieron, ya Damen estaba adentro.

Pero cuando Laurent se puso de pie frente a la estatua de su madre, el


estado de ánimo cambió a algo más serio, como si príncipe y estatua
estuvieran comunicándose entre sí.

A diferencia de Patras, no era costumbre en Akielos pintar las estatuas.


Su madre Egeria miraba hacia el mar con rostro y ojos de mármol, aunque
había tenido cabello y ojos oscuros como él y su padre. La vio a través de los
ojos de Laurent, el anticuado vestido de mármol, el cabello rizado, su frente
alta y clásica y su brazo ultrajado.

Damen se dio cuenta de que no sabía lo alta que su madre realmente


había sido. Nunca lo había preguntado y nunca se lo habían dicho.

Laurent hizo un gesto formal akielense que combinaba con su chitón y


los jardines, pero era diferente a sus costumbres verecianas habituales. Damen
sintió que su piel palpitaba de extrañeza. Era parte del cortejo akielense pedir
el permiso de un padre. Si las cosas hubieran sido diferentes, Damen podría
haberse arrodillado en el gran salón frente al Rey Aleron, para pedir el
derecho de cortejar a su hijo menor.

No era así entre ellos. Toda su familia estaba muerta.

—Yo cuidaré de tu hijo —dijo Laurent—. Protegeré su reino como si


fuera el mío. Daré mi vida por su gente.

Por encima de ellos, el sol era alto y brillante, y alentaba a retirarse a


donde estaba la sombra. Las ramas de los árboles a su alrededor estaban llenas
de esencias.
Laurent dijo:

—No lo defraudaré. Te lo prometo.

—Laurent —dijo Damen, cuando Laurent se giró de la estatua para


mirarlo.

—En Arles, hay un lugar... La estatua no se parece tanto a él, pero mi


hermano está enterrado allí. Solía ir allí a veces y hablar con él... hablar

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conmigo mismo. Si tenía problemas en el entrenamiento. O para decirle lo
difícil que me estaba costando ganar el respeto de la Guardia del Príncipe. El
tipo de cosas que él solía escuchar. Si quieres, te llevaré allí cuando vayamos
de visita.

—Me encantaría —Debido a que la pérdida de la familia era tan


estrecha entre ellos, Damen forzó las palabras—. Nunca has preguntado sobre
eso.

Después de un largo momento, respondió:

—Dijiste que fue rápido.

Había dicho eso. Laurent había preguntado: ¿Como destripar a un


cerdo? Laurent sonaba diferente ahora, como si hubiera guardado esa pequeña
información cerca, todo este tiempo.

—Lo fue.

Laurent se alejó, a un lugar donde la sombra se había desplazado y una


vez más se abría hacía una vista al mar. Después de un momento, Damen se
acercó a él. Podía ver los patrones de luz y sombra en su cara.

—No dejó que nadie interviniese. Pensaba que era justo, entre príncipes.
Un combate individual.

—Sí.

—Él estaba cansado. Llevaba horas luchando. Pero el hombre con el


que luchó no lo estaba. Fue Kastor quien estuvo en el frente de Marlas.
Damianos se había quedado atrás para proteger al Rey. Cabalgaba detrás de
las filas.

—Sí.

—Era honorable, y cuando hizo sangrar a su contrincante la primera


vez, le dio a Damianos tiempo para recuperarse. No permitiría que nadie más
interviniera. Él pensaba…

—… pensaba que eso era lo correcto. Dio un paso atrás y me dejó


levantar la espada. Yo no sabía qué hacer. Habían pasado dos años desde que

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alguien me había desarmado. Cuando volvimos a luchar, me obligó a regresar.
No sé por qué cortó demasiado lejos a la izquierda. Fue el único error que
cometió. Me arriesgué a que no fuera una finta, y cuando él no pudo volver a
ponerse en posición, lo maté. Lo maté.

—¿Por qué? —preguntó Laurent en voz baja. Salió como un latido, una
pregunta de un niño, que no podía ser contestada.

El sol encima de ellos lo sentía demasiado expuesto. Damen encontró


que no podía apartar la mirada de Laurent. Pensó en su padre y madre, en
Auguste, en Kastor. Fue Laurent quien habló.

—La noche que me hablaste de este lugar, fue la primera vez que pensé
en el futuro. Pensé en venir aquí. Pensé en... estar contigo. Significaba algo
para mí que tú lo sugirieras. Lo que tuvimos en el viaje a Ios, ya era algo más
que yo... En el juicio, pensé que era suficiente. Pensé que estaba listo. Y
entonces viniste.

—En caso de que tú me quisieras —dijo Damen.

—Pensé, lo he perdido todo y te he ganado, y casi habría aceptado el


trato, si no hubiera sabido que también te había sucedido también.

Era tan cercano a sus propios pensamientos, que todo lo que él conocía
se había ido, pero que esto estaba aquí, en su lugar, esta cosa brillante.

No había comprendido que fue así para Laurent de no haber sido porque
así fue también para él. Quería hablar de su propio hermano de alguna manera,
porque como niños habían venido aquí juntos, o mejor dicho, Damen había
sido un niño y Kastor había sido un joven. Kastor lo había llevado sobre sus
hombros, había nadado con él, luchado con él. Kastor le había traído una
concha, una vez, del mar.

—Nos hubiera matado a los dos —dijo.

—Él era tu hermano —dijo Laurent.

Sintió las palabras tocar aquel lugar dentro de él. No había hablado de
Kastor, excepto en la noche después de que se había recuperado lo suficiente

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como para dejar su cama y atender a la visita. Se había sentado con la cabeza
entre las manos durante un largo rato, con la mente enredada de pensamientos
conflictivos. Laurent había dicho, en voz baja: Ponlo en la cripta de la
familia. Hónrale como sé que quieres hacerlo.

Laurent lo había conocido, cuando él ni siquiera se había conocido a sí


mismo. Damen sentía el mismo desconcierto ahora, mientras se preguntaba
qué otras partes de sí mismo Laurent podría tocar y abrir, qué otras puertas
cerradas esperaban. Su madre, su hermano.

Laurent dijo:

—Déjame asistirte.

Brillantes y abiertos, los baños de Lentos estaban en atrios soleados, y


el agua estaba a diferentes temperaturas, cálida en algunas, fresca en otras.
Cada baño era un rectángulo hundido, con peldaños tallados en el mármol que
conducían al agua. Algunos de los baños más privados estaban bajo columnas
sombreadas, otros estaban abiertos al cielo, y otros eran partes de los jardines
con bóveda.

Era un bonito lugar de verano, diferente al laberíntico descenso al


mármol de los baños de esclavos en Ios, o al azulejo sobrecalentado de los
baños reales de Vere. Los asistentes ya los habían abierto y preparado en caso
de que el capricho real quisiera utilizarlos, con las elegantes jarras, paños y
toallas suaves, jabones y aceites, y los baños llenos de agua exquisitamente
transparente.

Se alegró de que estos baños no fueran subterráneos.

Recordó la única ocasión en que lo habían llamado para asistir a


Laurent en los baños de Vere, su voz fría hostigándolo mientras sus manos se
movían sobre su piel. Laurent lo había odiado entonces. Había estado
habitando una realidad privada en la que había estado permitiendo que el
asesino de su hermano pusiera las manos sobre su cuerpo desnudo.

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Sabiendo que eso no hacía nada por disminuir sus propios recuerdos de
aquella época, el claustrofóbico palacio pretérito, el libertinaje y su propio
odio fijado al Príncipe, su captor. Damen recordó los baños y lo que había
sucedido después, y comprendió que había una puerta cerrada más que no
quería abrir.

—Me has servido —dijo Laurent—. Déjame servirte.

En Akielos, como en Vere, era costumbre ser lavado por los asistentes
de baño antes de entrar en el baño de remojo. ¿Él pensó…que seguramente no
iban a hacer eso juntos? Si lo hacían, sería de la manera tradicional: como Rey
y Príncipe serían desnudados y lavados por los encargados del baño, después
bajarían para remojarse y hablar. Eso era bastante común entre los nobles de
Akielos, donde la desnudez no era tabú y el baño podría ser un pasatiempo
social.

Allí no había asistentes esperándolos. Estaban solos.

Laurent estaba en sandalias y algodón simple, con una flor de pétalos


blancos en el pelo. Si ignorabas su título, su aspecto era el de un esclavo al
viejo estilo, el rostro demasiado hermoso como para no ser menos que uno
seleccionado cuidadosamente, el chitón blanco como una prenda elegida por
un seguidor de las formas clásicas, que prefería que su sirviente encarnara la
sencillez y la belleza natural.

Si no lo ignorabas, parecía como lo que era: un aristócrata vereciano,


realeza en todos sus movimientos, en la inclinación de su barbilla, en el
alcance de su mirada. Podría haber estado extendiendo un anillo de sello para
que lo besaran, o golpeando su bota con una fusta. Sus ojos azules se alejaban
poco a poco, sus labios llenos, besados por Damen recientemente, se veían
con más frecuencia en una línea dura, o curvada de crueldad. Él había entrado
a los baños como si le pertenecieran. Le pertenecían.

—¿Cómo te asiste habitualmente un esclavo de baño? —preguntó


Laurent.

—Se desnudan —respondió Damen.

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Laurent se llevó la mano al hombro y sacó el alfiler. El algodón blanco
cayó hasta su cintura. Entonces se giró ligeramente hacia un lado, y deshizo el
único lazo allí.

Fue una sorpresa, tenerlo desnudo con el chitón amontonado a sus pies.
Todavía llevaba las sandalias hasta la rodilla. No se había quitado la flor del
pelo.

—¿Y luego?

—Y luego prueban la temperatura del agua.

Laurent tomó una jarra y dejó que el chorro de agua la llenara, luego la
levantó y la derramó deliberadamente sobre sí mismo, de modo que el agua se
propagó sobre él, y sobre sus pies todavía calzados con sandalias.

—Laurent… —dijo Damen.

—¿Y luego? —preguntó Laurent.

Estaba mojado, desde el pecho hasta los dedos de los pies, aunque el
ligero vapor de las piscinas más cercanas era como un brillo que parecía mojar
sus pestañas y los pétalos de la flor detrás de su oreja. El calor de los baños
infundía el aire.

—Me desnudan.

Laurent se adelantó. —¿Así?

Estaban bajo una de las columnatas, a la sombra, cerca del lugar abierto
y soleado, donde los escalones conducían al más grande de los baños
exteriores.

Damen asintió una vez. Laurent estaba muy cerca. Sus dedos en su
hombro estaban desarmando el león de oro, desatando el gancho y deslizando
el pasador a través de la tela. Él seguía desnudo, excepto por las sandalias.
Damen estaba completamente vestido. Más a menudo entre ellos, había sido lo
contrario.

Recordó... el vapor de esos otros baños, el momento en que había


cogido la muñeca de Laurent con su mano. Tan cerca, que podía ver la

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húmeda superficie de los hombros de Laurent. Por encima de eso, las puntas
del cabello de Laurent también estaban húmedas, por el vapor o por el
chapoteo de la jarra.

Sintió la liberación de peso mientras Laurent desataba el pesado tejido


que había quedado debajo de su armadura.

—Ellos se han desvanecido —Damen se oyó decirlo.

—¿Ellos?

—Tu hermano y mi hermano.

—Y yo —dijo Laurent.

Se encontró con los ojos de Damen. No se trataba de los baños calientes


y sobrecalentados en Ios, ni de los recargados baños cerrados de Vere, pero el
aire se sentía pesado.

Recordaba, y vio que Laurent también lo hacía, el denso pasado entre


ellos.

—Me arrodillé ante ti —dijo Damen.

Bésala. Recordaba las palabras cuando Laurent había obligado a Damen


a ponerse de rodillas, y había extendido la punta de su bota. Arrodíllate. Besa
mi bota. Pensaba que Laurent nunca haría eso. Laurent tenía demasiado
orgullo.

Deliberadamente, Laurent se puso de rodillas.

Damen soltó todo su aliento. La lucha interna de Laurent era clara. Su


pecho subía y bajaba de manera superficial. Sus labios se separaron, pero no
habló. Su cuerpo estaba tenso. No le gustaba estar de rodillas.

Laurent se había arrodillado para Damen una vez antes, en el suelo de


madera de la posada de Mellos. Y había creído que era su última noche juntos.
Había sido en parte una ofrenda; en parte el deseo de Laurent de probarse algo
a sí mismo.

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La única otra vez que Damen había visto a Laurent arrodillarse, fue ante
el Regente.

Las palabras habrían sido más fáciles. Esto abría un canal al pasado
entre ellos, uno que hacía a Damen muy vulnerable. No había enfrentado esta
parte de su historia. Apenas había reconocido lo que Laurent le había hecho,
incluso cuando había sucedido.

Damen extendió el pie.

Su corazón latía con fuerza. Laurent desató las correas de la sandalia de


Damen y la sacó, primero una y luego la otra. Junto a él permanecía la jarra,
los aceites y una esponja que los buzos habrían arrancado del mar.

Lentamente, comenzó a lavar el pie de Damen. Era la acción de un


esclavo de cuerpo, algo que un príncipe nunca haría por otro.

Damen pudo ver el débil rubor que el calor y el vapor daban a las
mejillas de Laurent. Podía ver el peralte de sus pestañas. Podía ver cada pétalo
delicado de la flor blanca en su cabello.

El agua estaba caliente. Se derramaba de la esponja cuando Laurent la


sumergía, luego la levantaba y la deslizaba por las piernas de Damen,
dejándolas limpias y húmedas. Talón, suela y tobillo fueron enjabonados.
Luego retrocedió a su pantorrilla, su espinilla. Laurent se arrodilló para
enjabonar detrás de la rodilla de Damen, luego los músculos largos de su
muslo izquierdo. Frotó cada superficie enjabonada, luego la enjuagó.

Volvió a sumergir la jarra: el agua salpicó el mármol, y salpicó los


muslos de Laurent donde estaba arrodillado, con las piernas ligeramente
separadas. No había terminado. Laurent se estaba levantando.

Lavando las manos de Damen primero, Laurent usó sólo los dedos, sin
esponja, masajeando los pulgares a través de los nudillos de Damen, su pulgar
y sus dedos enjabonando entre los de Damen. Los brazos de Damen estaban
levantados, enjabonados, la curva de su bíceps, la curva de su codo.

Laurent no miraba los ojos de Damen mientras enjabonaba los muslos


de Damen y luego entre sus piernas, donde su polla colgaba de un lado a otro,

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sintiéndose espesa y pesada cuando la esponja la empujaba. Entonces levantó
la jarra y vertió agua por todo el cuerpo de Damen.

Una corriente de calor. Sabía lo que vendría. Todo su cuerpo parecía


que estaba cambiando, incluso antes de que Laurent se moviera a su espalda.

Silencio; Era demasiado consciente de su propia respiración. Laurent


estaba detrás de él. No podía verlo, pero sabía que estaba allí. Se sentía
expuesto, vulnerable, como si tuviera los ojos vendados: ser visto sin ver.
Supuso un esfuerzo no girar la cabeza. Ninguno de los dos habló.

Se preguntó qué estaría viendo Laurent. Se preguntó qué recordaría, si


había ocurrido en la mente de Laurent de la misma manera que había sucedido
en la suya. El agua golpeó el mármol cuando Laurent apretó la esponja. Lo
experimentó físicamente, el sonido fue ruidoso, una grieta.

Se estremeció cuando lo tocó, porque era tan cálido, y suave, contra las
cicatrices. Sintió el calor del agua y el tacto suave de la esponja, más suave de
lo que había imaginado, de modo que un segundo estremecimiento, un
temblor le recorrió.

Nada podía borrar el pasado, pero esto los llevó a ambos allí, tocando
una dolorosa verdad, reconociéndola.

Era más suave entre sus hombros de lo que lo había sido contra su
pecho. La carne y el ser estaban unidos. La limpieza era lenta, atenta,
lloviznando agua, luego enjabonando su piel. Era curativo, algo que no sabía
que necesitaba ser sanado. Como respirar, era necesario, aunque la ternura de
esto fuera demasiado, dulzura donde él nunca había esperado que Laurent
fuera dulce.

Había estado apoyado contra el látigo durante mucho tiempo. Donde


había sido azotado, ahora estaba abierto.

—Laurent, yo...

—Inclina tu cabeza.

Cerró los ojos. El agua fluía sobre él. Tenía el cabello y la cara
húmedos. Esto se hacía generalmente sentado en el largo banco junto a la
esclusa con el esclavo parado detrás de él —no lo dijo— mientras Laurent se

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acercaba para volcar el jabón en su cabello, parado frente a él. Los largos
dedos amasaban la espuma desde las sienes hasta la nuca, y el masaje de su
cuero cabelludo parecía un consuelo.

Laurent era como el borde de una hoja, pero a veces era así. Una nueva
dosis de agua de la jarra: enjuagado, con el agua tibia envolviéndolo, miró a
Laurent a través de las pestañas mojadas, y supo todo lo que había en sus ojos.

Estaba en los de Laurent también. Laurent, que miraba como nunca


había mirado, su cuerpo húmedo, donde había sido salpicado, los zarcillos
rubios de su cabello mojados también. Ahora sabía por qué Laurent no había
tratado de usar palabras para aliviar el pasado. Las palabras eran más fáciles
que esto.

—¿Qué viene después? —preguntó Laurent.

—Isander te sirvió en los baños de Marlas, ¿no? Ya sabes lo que sigue.


—Eso no era lo que Laurent estaba preguntando.

—Me remojé en los baños. Él se arrodilló sobre el mármol.

—Quiero hacer el amor contigo.

—Puedes remojarte —dijo Laurent— mientras me baño.

El agua en el baño de remojo estaba caliente, hecha para distender


músculos y relajarse. Era inesperadamente caliente, considerando que el día
era cálido, y que este baño era al aire libre, con la luz del sol brillando a través
de su superficie. Damen bajó los seis peldaños y avanzó a la altura de la
cintura hasta el borde opuesto, donde se volvió y se sentó en la repisa
sumergida, con los hombros fuera del agua y el borde del baño a sus espaldas.

Había querido consumar esta cercanía, reunir sus cuerpos mientras


ambos estaban expuestos. Pero el agua se sentía bien también. Y Laurent era
un maestro en el placer del retraso, de la suspensión y del reinicio. Damen lo
observaba.

Después de un momento, Laurent recogió la jarra y usó lo que quedaba


del agua para lavarse. No se lavaba como un esclavo, ni seductoramente como
una mascota. Simplemente se limpiaba, cada movimiento era útil; juego se

21
enjuagaba, deslizándose el agua brevemente sobre su cuerpo. Qué poco se
parecía a un esclavo, y cuánto se parecía a sí mismo, llevando a cabo su rutina
ordinaria, que era su propia forma de disfrute, un fácil acceso al ser privado de
Laurent.

Luego Laurent se adelantó. La flor seguía aún en su pelo. Todavía


llevaba las sandalias. Damen tenía una breve visión de que Laurent iba a
descender al baño de remojo que estaban usando, pero se detuvo en el borde
de sombra.

Él no se sumergió. Se dobló a un lado, en una postura relajada y


elegante que Damen había venido a comprender durante los últimos meses
habituales, una rodilla levantada y su peso apoyado en una mano. Trazó el
agua con las yemas de los dedos de su otra mano.

—Está caliente —dijo.

No aclaró si se refería al agua, al sol o al mármol. Él se enrojecía


ligeramente incluso por el vapor. Si entraba en la piscina, se asaría. En todos
los demás aspectos, parecía fresco, sus largos muslos blancos, su reclinación
elegante, su torso masculino con sus pezones rosados, su polla, la parte visible
con aquella postura.

Damen quería empujar el lateral; Si se tratara de un estanque en el


bosque, pensó, habría nadado tres fuertes carreras para impulsarse fuera del
agua junto a Laurent. Habría recorrido con una mano el cuerpo de este, sus
muslos, su flanco y su pecho. Se imaginó saliendo de los baños para llevar a
Laurent al mármol.

—Pensé que la idea era estar arrodillado.

—Eso suena agradable.

La voz de Laurent se agitó perezosamente. No hizo ningún esfuerzo por


levantarse. Las palabras estaban en desacuerdo con la absoluta arrogancia de
su pose aristocrática, drapeada por todo el mármol.

Damen se preguntó si esa era la forma en que se comportaban las


mascotas, o si era cómo se comportaba Laurent, con los dedos trazando el
agua. Cerró los ojos y se dejó hundir un poco más en el agua.

22
Y debido a dónde estaban, y lo que acababa de pasar entre ellos, se
encontró diciéndolo.

—Me llevaron a los baños, después de que me capturaran. Fue el primer


lugar al que me llevaron.

—Los baños de esclavos —dijo Laurent.

Kastor envió a muchos hombres, los suficientes como para no poder


vencerlos. Me ataron de brazos y piernas y me pusieron en una de las celdas
bajo el palacio... No te lo imaginas.

—No soñaría con hacerlo.

—Pensé que había sido algún error. Al principio. Esperé que hubiera
sido algún error hasta durante mucho tiempo después. Las noches que me
tuvieron fuera del palacio fueron las más duras. Yo sabía lo que estaba
pasando, y no podía proteger a mi gente.

—Siempre creíste que volverías con ellos.

—¿Tú no lo hiciste?

Recordó largas tardes juntos, compartiendo una tienda, con los sonidos
de un campamento vereciano afuera. Laurent nunca había parecido dudar de sí
mismo, así como nunca se había quejado de sus circunstancias.

—¿Creer que volverías a Akielos? Sí. Lo creía. Eras una fuerza de la


naturaleza. Fue exasperante pelear contigo. Era aterrador tenerte a mi lado.

—¿Aterrador?

—¿No sabías cuanto miedo tenía de ti?

—¿De mí? ¿O de ti mismo?

—De lo que estaba pasando entre nosotros.

La luz del sol era más brillante de lo que esperaba cuando abrió sus
ojos, brillando a través del agua. Laurent seguía sentado detrás de la sombra.

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—A veces todavía tengo miedo —la voz de Laurent era honesta—. Me
hace sentir…

—Lo sé —dijo Damen—. Siento lo mismo también.

—Ven —dijo Laurent.

Él emergió más caliente que el vapor, recalentado como un hervidero,


su piel de oliva se volvió rojiza por el agua. Laurent llenó la jarra de la esclusa
secundaria, se acercó y cambió su forma de agarrarla. Damen levantó los
brazos instintivamente.

—No, Laurent, está frío, es... —jadeó.

El agua congelada le sacudió. El hielo frío sobre la piel sobrecalentada,


fue como hundirse en un río, una revitalización demasiado repentina. El
instinto lo impulsó a agarrar a Laurent en venganza, para arrastrarlo hacia
delante, colisionando sus cuerpos.

El cuerpo fresco golpeando contra el calor. Laurent estaba riendo


inesperadamente, su piel era cálida como la luz del sol. La lucha los llevó a
ambos al mármol resbaladizo.

Casi sin pensarlo, llegó a lo alto y atrapó a Laurent con un movimiento


de luchador. Damen progresó a través de tres sencillas posiciones en su
disfrute de ese deporte antes de que se diera cuenta de que Laurent estaba
respondiendo a sus luchas con obstáculos.

—¿Qué es esto? —dijo complacido.

Laurent dijo, moviéndose:

—¿Qué tal soy?

—La lucha libre es como el ajedrez —dijo Damen. Laurent se movió,


replicó. Bajo él, sentía que Laurent probaba todas las variaciones que conocía,
un conjunto para principiantes, pero bien ejecutado. La parte de la mente de
Damen que le gustaba luchar por encima de todos los deportes tomó nota, con
agradecimiento, de la forma de Laurent. Pero era un novato: Damen lo
contrarrestó de nuevo con facilidad, lo suficientemente sabio como para

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mantener su propio dominio fuerte y listo, incluso cuando tuvo a Laurent
completamente aprisionado.

Y entonces lo pensó.

—¿Quién te está enseñando?

—Nikandros —dijo Laurent.

—Nikandros —repitió Damen.

—Usamos una variación vereciana. No me quito la ropa.

Entonces nunca aprenderás de forma efectiva. En cambio, se encontró


frunciendo el ceño y diciendo:

—Yo soy mejor que Nikandros.

No estaba seguro de por qué eso le devolvió la risa de Laurent, pero lo


hizo, suave y sin aliento, diciendo:

—Lo sé. Me has vencido. Déjame levantarme.

Damen se levantó, le tendió la mano y lo alzó. Laurent cogió una de las


suaves toallas y cubrió la cabeza de Damen. Envuelto, este dejó que frotara su
cabello, luego dejó que Laurent secara el resto de su cuerpo, la suavidad de la
toalla contra su piel fue tan inesperadamente tierna como cualquier contacto
que Laurent le hubiera ofrecido. No era sensual, era codicioso, reconfortante y
tan inesperado que le hacía sentir extraño, afortunado, parte de los aromas del
verano, de la luz del sol y la maravilla de este lugar.

—La realidad es que eres muy dulce, ¿verdad? —dijo Damen, cogiendo
los dedos de Laurent entre un revoltijo de toalla. Dejó caer una toalla sobre la
cabeza de Laurent antes de que pudiera contestar, y disfrutó viéndole
quitándosela con su cabello despeinado.

Laurent dio un paso atrás. Para secarse, utilizó los mismos movimientos
despreocupados con los que se había lavado: pasó la toalla sobre su torso, bajo
sus brazos, entre sus piernas. Antes de hacer algo de esto, soltó la flor de su
pelo y se inclinó para desenrollar las sandalias. Déjalas puestas, quería decir

25
Damen. Le gustaba la forma picante con la que llamaban la atención sobre la
desnudez de Laurent.

Laurent empezó a buscar algo con lo que envolverse, pero Damen tomó
su mano en su lugar.

—No lo necesitamos. Ven.

—Pero que pasa con…

—Esto es Akielos. No los necesitamos. Ven conmigo.

Caminar desnudo por los caminos exteriores era tan transgresor para
Laurent como lo había sido para Damen contemplar la intimidad en los
jardines. Salieron a la luz del sol y Laurent soltó una risa sin aliento, como si
no pudiera creer lo que estaba haciendo.

Damen lo llevó hacia la entrada oriental, agarrados de la mano. En un


capricho encantador de modestia vereciana, Laurent parecía encontrar aún más
sorprendente caminar desnudo dentro del palacio que fuera de él, vacilando en
el umbral, y siguiendo a Damen hacia los pasillos con asombro.

Aquí no estaban solos: los sirvientes que se habían ausentado de los


baños estaban esperando cualquier señal que necesitaran, los guardias estaban
de pie en el servicio ceremonial y el conjunto de sirvientes que habían abierto
el palacio para su llegada estaban todos en sus puestos.

Damen los había pasado sin notarlos, pero podía sentir lo consciente
que Laurent era de cada persona que pasaban. Y sinceramente, Damen era
demasiado consciente de la desnudez de Laurent, toda aquella piel que
usualmente no estaba expuesta, todavía ligeramente rosada por el vapor.

Al entrar en las cámaras reales, la vista era de un blanco diáfano, y de


mármol y cielo, el amplio y elegante interior se abría ante un balcón. Laurent
se acercó a este, apoyando su cuerpo desnudo contra la balaustrada de mármol
y cerrando los ojos con el sol derramándose de lleno sobre su rostro. Dejó
escapar un suspiro que era en parte de risa por lo que había hecho, en parte de
incredulidad.

26
Damen salió y se acomodó perezosamente junto a Laurent, disfrutando
también de la luz del sol y del aire del mar que parpadeaba en una extensión
de azul. Laurent abrió los ojos y dijo:

—Me gusta esto. Me gusta mucho estar aquí.

Damen sintió quedarse sin aliento, mientras trazaba un toque por el


brazo de Laurent. Este se volvió con el contacto y se besaron justo como él
había imaginado, con el brazo de Laurent enganchado alrededor de su cuello.
La simple intimidad de los baños cambió a algo más, a la sensación de tener a
Laurent desnudo contra él, piel contra piel.

El beso se profundizó, la mano de Laurent descansaba en el pelo


húmedo de Damen. Medio duro desde los baños, no tardó mucho en despertar
completamente, pero el hecho de que la sangre golpeara contra el interior de
su piel le hacía sentir a Laurent rozando contra él sucesivamente, mientras sus
manos se deslizaban lentamente sobre su cuerpo.

Su propia polla, dura y pesada, se frotaba deliciosamente entre ellos y


esa sensación era tan buena como la sensación de la luz del sol en su piel.
Quería seguir adelante, su cuerpo empujando lentamente para satisfacerse a sí
mismo, y para complacer a Laurent, que le gustaba así de lento y perezoso.

Un empujón, unos pasos deliberados, y estuvieron de vuelta en la


sombra. Sintió el roce de las cortinas de chiffon, la piedra fría de la pared a su
espalda. Sus manos se deslizaron por la pequeña espalda de Laurent,
marcando sus curvas. Las características de la sala se convirtieron en una serie
de estaciones en el camino a su destino, de un viaje ni urgente, ni apresurado.
Hubo un período de separación cuando Laurent se sirvió una taza de agua y
bebió de ella, Damen lo observó con los hombros apoyados contra la pared
opuesta. Un largo intervalo en el que Damen apoyó una palma contra la piedra
y besó el sensible cuello de Laurent. Luego le giró para que quedara con su
vientre contra la pared, y le besó el cuello de nuevo, por detrás.

Intencionalmente, no se condujo a una conclusión, sino que


simplemente se permitió explorar, con besos más suaves en el cuello de
Laurent, deslizando sus palmas sobre su pecho, lentamente sobre los pezones,
que eran sensibles y que más tarde tomaría con su boca. Le gustaba la
sensación de la espalda de Laurent contra su torso, y de la caída de su cabeza

27
contra él. Laurent se apoyó en el toque más suave como si estuviera
hambriento. Acariciaba el flanco de Laurent, lento, más lento. De nuevo.

—Damen, yo...

—¿De verdad? —dijo Damen, bastante satisfecho.

Atrapado por la forma en que la piel de Laurent le respondía, había


pasado por alto el pulso acelerado, los sutiles signos de acercamiento de un
cuerpo a su límite. Con otro amante, era el momento de acelerarse para
alcanzar su cénit. Damen ralentizó aún más.

Laurent hizo un sonido suave, y Damen deslizó su mano por el interior


del muslo de Laurent, deteniéndose justo en el punto de unión, moviendo la
unión entre el muslo y el torso mientras besaba su cuello nuevamente,
lentamente. Laurent gimió, su frente tocó la piedra.

Su deseo de explorar a Laurent y disfrutar de este placer se estaba


transformando en un deseo de montar, de estar dentro de él, y de follarle de
esta manera lenta, mientras sus alientos vacilaban en la boca del otro mientras
se besaban. Laurent se estaba empujando contra él rítmicamente ahora. La
polla de Damen se deslizaba continuamente por el lugar donde él quería.

Damen giró a Laurent y lo besó, su espalda estaba contra la pared ahora,


y el beso como consumación, duro y profundo. Laurent volvió a emitir aquel
leve sonido, justo en la boca de Damen.

Cuando se alejaron otra vez fue para mirarse el uno al otro con
respiraciones irregulares, y ya sentía como si estuviera en su interior.

—Te quiero —dijo Damen.

Observó cómo el rubor ascendía sobre la piel de Laurent.

—Entonces, en el balcón, pero no en los jardines —dijo Laurent.

Estaba apoyado contra la pared. Damen había dado un paso atrás.

—No estamos completamente en el balcón.

—No te sigo. Nos hiciste caminar desnudos.

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—Esto es Akielos. Podemos hacer las cosas a tu manera en Vere. —
Pensó en ello—. Hace frío allí.

—¿Y en nuestro nuevo palacio —dijo Laurent— en la frontera?

Damen sintió un charco de calor en el estómago.

—Nuestro nuevo palacio. —Dijo suavemente, en el oído de Laurent.


Había regresado al espacio físico de este, irresistiblemente.

—Yo solo estaba…

—Hablando —dijo Damen.

—Sí.

—Quiero hacerlo despacio, de la forma que te gusta —dijo Damen, y


Laurent cerró los ojos.

—Sí.

El número de veces que habían hecho el amor era todavía lo


suficientemente finito como para que Damen pudiera recordar cada una de
ellas: en Ravenel, el silencio lleno de secretos dolorosos; en Karthas,
perdiéndose el uno en el otro; lleno de dulzura por la luz del fuego en una
posada de carretera en Mellos; la desesperación de su primer amor después de
la recuperación de Damen.

Ninguno de ellas había sido así, medio tumbado en la cama mirando a


Laurent. Las manos de este pasaban sobre su pecho, hasta su cuello, luego
sobre los planos del torso, el abdomen. A la luz del sol, se besaban. Le
encantaba la forma en la que Laurent besaba, como si Damen fuera la única
persona que hubiese besado o querido.

La franqueza de los baños perduraba. Laurent, cuya maraña de


pensamientos por lo general solo desaparecía en el momento del clímax, tenía
sus defensas en calma. Damen podía oír sus suaves exhalaciones de aliento;
Una o dos veces, un sonido del que él no pareció ser consciente que saliera de
sus labios. El tiempo desató el nudo de cualquier último cordón de tensión,
dejándolo escapar, dejándolo vagar más y más lejos en su propio placer.

29
Sus cuerpos se enredaban con desdibujadas y armoniosas caricias.
Damen se entregó a la sensación de Laurent en sus brazos. Fue un momento
antes de poner su mano entre las piernas de Laurent, y sentir sus piernas
separarse.

Cuando por fin se deslizó adentro, parecía que el tiempo se había


detenido en el pequeño e íntimo espacio entre ellos, después de unos siempre
dulces y profundos besos, de abrir a Laurent con los dedos aceitosos. No se
movió, sino que se quedó dónde estaba, en un silencio sin aliento. Todo se
sentía conectado, abierto. Sus movimientos eran más como empujoncitos que
como embestidas, sus cuerpos se empujaban juntos sin la larga y deslizante
separación de la retirada.

Podía sentir a Laurent cada vez más cerca de su clímax, no, como era a
veces, como si estuviera empujando más allá de sus propias barreras, sino
caliente e inevitablemente. El empuje era más largo ahora, el cuerpo de
Damen se movía para buscar su propia gratificación.

Oyó un sonido ahogado cuando Laurent se disolvió bajo él, y Damen


estaba perdido ante la sensación, el placer caliente y líquido de follar, la
cercanía, casi como un latido del corazón. Su propio cuerpo palpitaba y ardía,
un intervalo de placer que lo inundaba, y casi no parecía terminar sino
transformarse en la sensación dulce y pesada de sus miembros enredados con
los de Laurent, el placer aún entre ellos, los latidos ya desvaneciéndose.

Esta vez, Laurent no saltó de inmediato para limpiarse, sino que se


quedó, sus cuerpos se derrumbaron uno sobre el otro, los sonidos del verano y
el océano llegaban desde afuera.

Alargó la mano y apartó un rizo de pelo de la cara de Laurent.

—Mañana vamos a cabalgar —dijo Damen, pensando en el regalo que


ya estaba esperando en los establos, un orgullo de cinco años con el cuello
curvado y una melena que caía en cascada. La había llevado para regalársela a
Laurent, y así cabalgarían por campos de flores silvestres, con el dulce aire de
verano. Cuando llegasen a un claro, Damen reuniría a sus caballos, se
inclinaría y lo besaría.
Antes de que Laurent pudiera contestar, hubo un inconfundible golpe en
la puerta.

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El sonido hizo que Damen gimiera, porque sabía lo que Laurent iba a
hacer.

—¿Qué? —preguntó Laurent, empujándose sobre un codo.

El soldado vereciano que entró no era nadie que Damen conociera, y


mostró una notable falta de reacción hacia Laurent, quien todavía presentaba
marcas de haber hecho el amor.

—Alteza, vos pedisteis ser notificado cuando el séquito del Rey llegara
al palacio. Estoy aquí para informaros de que el Rey de Akielos ha llegado.

—Gracias, puedo decir que soy un poco consciente de eso.

Damen se echó a reír. Levantó la cabeza y dijo:

—Trae refrescos, algo fresco para beber. Y si el séquito del Rey


realmente ha llegado, dile a sus escuderos que la armadura del Rey está en el
jardín del este.

—Sí, Poderoso.

El soldado vereciano utilizó la palabra akielense Poderoso, una elección


hecha semanas antes. En resumidas cuentas, las culturas estaban mezclándose.

—Podemos ir a cabalgar si puedo moverme mañana. —Las palabras


surgieron perezosamente, largos minutos después.

—Muy bien —dijo Damen, sonriendo mientras pensaba en sus


escuderos hurgando en el jardín del este por culpa de su armadura. Y luego en
otras cosas. Su sonrisa se ensanchó.

—¿Qué? —preguntó Laurent.

—Estabas mirando el camino —dijo Damen.

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SOBRE LA AUTORA

C.S. Pacat es la autora de la trilogía más vendida: Príncipe Cautivo.


Nacida en Australia y educada en la Universidad de Melbourne, ha vivido
desde entonces en diversas ciudades, incluyendo Tokyo y Perugia.
Actualmente reside y escribe en Melbourne.

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