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Sus paseos por París son el testimonio con el que Jean Daive
rinde tributo a su amistad con el poeta rumano, sobreviviente
de los campos nazis de exterminio.
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Balbucear y tartamudear
¿Cómo retomar la palabra después de la barbarie? ¿Cómo seguir
confiando en la lengua después de que se vació de sentido y se
hizo orden de exterminio en los campos de concentración? Pese a
todo, quizá pese a sí mismo, Paul Celan siguió escribiendo en
alemán. No adoptó ni el hebreo o el yiddish de su infancia ni el
rumano de sus años en Bucarest, tampoco el francés aun cuando
vivía desde 1948 en París. Esa “herida intermitente del mundo”
que hizo suya hasta sus últimas consecuencias no podía decirse
sino en alemán, lengua de Heidegger cuya posición ante el
nazismo lo obsesionaba, pero también de Ingeborg Bachmann,
con quien sostuvo una relación amorosa. Pero, ante todo, lengua
de su madre. A la pregunta recurrente sobre la razón de seguir
escribiendo en la lengua de los asesinos de sus padres, Celan solía
responder: “no podemos decir nuestra verdad sino en la lengua
materna; en una lengua extranjera, el poeta miente”. Sin embargo,
el alemán no podía salir indemne. Se vuelve balbuceo,
tartamudeo:
El balbuceo introduce nuestra asimetría del mundo y al mundo. Es
la marca de nacimiento en la mejilla rosa de quien duerme. El
balbuceo es la oportunidad de la palabra, una oportunidad diría
jugada, realmente jugada a los dados por el instante de la palabra.
Hay… ¿cómo decirlo? Una interrupción… o una…
conmutación… conmutación de un conmutador…
La muletación interrumpe la corriente… ausenta la vida corriente.
El balbuceo corta y puede restablecer la corriente y es para sí una
toma de corriente pero también una corriente de aire en nuestra
vida corriente.
Decir titubeando, pero con el ánimo de entender, incluso elucidar
y, al mismo tiempo, decir afrontando el riesgo de la afasia, la
pérdida dolorosa, doliente, de la palabra. Tal parece ser la lección
que Jean Daive recibe del poeta:
—He ocultado la sangre. Mi poema oculta la sangre. ¿Qué
piensa? He pagado… He pagado —dice.
Sonríe. Prosigue:
La imposible traducción
Callar, ocultar(se) también es traducir. Un vínculo persiste entre
ellos, más allá de la muerte de Celan: la
palabra énoncé en Décimale blanche que el poeta nunca pudo
traducir. “Paul tal vez evitó traducirla voluntariamente y es lo
mejor que podía hacer por ambos (Paul y yo): dejar la última
palabra para el final y el final aquí es la enunciación de la
muerte… El enunciado… sin subtítulo, muerte enunciada, pero no
subtitulada…”.
Jean Daive nos ofrece un valioso testimonio de la práctica y
concepción de la traducción de Celan. Su manera de indicar, sin
colmar, lo imposible de articular:
Hablamos. Habla:
—¿Salvan?
El puente Mirabeau
La línea de escritura terminará por romperse en ese puente que
asediaba su escritura, el que Apollinaire celebró tristemente
en Alcoholes, también traducido por Celan. En La rosa de nadie,
hace alusión a ese gran poema elegiaco:
Del sillar
del puente, de donde
se estrelló
en la vida, en vuelo
de herida, del
puente Mirabeau.
Entre las páginas más conmovedoras de este testimonio de
amistad se encuentran las que Daive dedica a la muerte de Celan.
Con tacto, pero con la voluntad de confrontarse a su suicidio e
incluso de tratar de entenderlo, relata algunos detalles que
precedieron a su desaparición. Las últimas palabras
intercambiadas: la “voz sombría, desgarrada, cavernosa” con la
que le pregunta por teléfono “—Jean Daive, ya no lo veo. ¿Por
qué?”; la angustia de su mujer Gisèle Lestrange al descubrir en la
mesa de noche su reloj de pulsera del que solo se separaría —
según le había dicho— cuando decidiera morir; sus llamadas
desesperadas en busca de un indicio para encontrarlo. Un mes de
vacío absoluto.
Línea ininterrumpida que nos atraviesa y nos divide, escribe, línea
de escritura que anticipa nuestro final. Final de Paul Celan en
París, en el Sena. Final de Ingeborg Bachmann tres años más
tarde, en Roma, hallada muerta en su cama, quemada. ¿Cómo?