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ArielEQD^
1.a edición: mayo de 2009
Título original:
De Robinson Crusoe a Peter Pan.
Un canon de literatura juvenil
ISBN 978-84-344-8810-6
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright,
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por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y
la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
Sin ti, Berta, este libro no existiría
Este libro no hubiera sido posible sin las colecciones de
clásicos juveniles de editoriales como Bruguera o Anaya, o sin
iniciativas tan populares como la de Salvat-RTVE, que permitieron
a muchos adolescentes de los años setenta acceder a obras como las
de Mark Twain o Edgar Alian Poe. No puedo por menos de
mencionar La infancia recuperada, de Fernando Savater, que tanto
contribuyó a rescatar la dignidad de unas obras que jamás debieron
haberla perdido. La Historia de la literatura infantil i juvenil catalana,
de Caterina Valriu i Llinás -sobre todo su tercer capítulo-, fue
decisiva para replantearme la noción de «clásicos juveniles» de la
literatura universal, así como la exposición Personatge a la vista!
Llibres que Jan lectors, comisariada por Teresa Duran, que
contribuyó a consolidar la sensación de canon compartido. Me
complace dar las gracias a Emili Olcina, que me ayudó a perfilar la
selección de obras, así como a Gloria Granell y Caterina Sureda,
que desde el Centre Cultural La Mercé (Girona) y la Casa-Musen
Lloren^ Villalonga (Binissalem) reforzaron la divulgación y el
asentamiento de ideas fundamentales en este libro. Mi
agradecimiento se extiende también a un gran número de amables
bibliote- carias, en particular las de Figueres y Torroella de
Montgrí.
INTRODUCCION
Privar a la criatura del hechizo de la narración, del semi-
galope del poema oral o escrito, es similar a un entierro en vida. Si
la criatura queda vacía de textos, en el sentido más cabal de la
palabra, sufrirá una muerte prematura del corazón y de la
imaginación. ¿Acaso no nos dice la tradición judía que Dios
inventó al hombre para escucharle contar cuentos?
GEORGE STEINER
La fractura
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3. Esos libros «clásicos» se han visto reemplazados, en buena
medida, por obras redactadas por autores especializados en
literatura juvenil, pendientes de la actualidad más efímera. A
menudo dichas obras contienen dosis de morbo notables:
drogadicción, acoso escolar, violencia doméstica, delincuencia
juvenil... Suelen ser libros con escasa entidad literaria, carentes de
imaginación y de tradición, escritos para no releerse y con
tendencia a moralejas obvias.
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No es casual que haya nombrado la época victoriana. Las
peculiaridades de aquellos años incitaban al optimismo. El Reino
Unido vivía momentos de expansión: los descubrimientos
científicos y las nuevas aplicaciones tecnológicas estaban a la orden
del día. Eran tiempos dulces para aventureros y exploradores, ya
que los mapas incluían espacios en blanco donde ir a probar suerte.
Jules Verne sabía muy bien lo que hacía al situar al protagonista
de La vuelta al mundo en ochenta días en Londres: sólo un inglés de la
época hubiera sido capaz de conjugar la determinación, los medios
y la confianza para abordar tan ambiciosa empresa.
La conjunción entre la fe tecnológica, la ingenuidad
lingüística, la certeza de que la aventura era posible, la aparición
del lector popular y la combinación de utilitarismo y romanticismo
-así como el crecimiento de la autoestima nacional- hicieron posible
un gran número de libros que no tardarían en convertirse en
«clásicos juveniles». La moral victoriana se encargaba de que
pasaran de puntillas por los rincones más oscuros de la realidad y
de que el final fuese razonablemente feliz. Si añadimos la
reverencia por la razón, por la autoridad y por el sentido del deber,
obtendremos una lista de obras que, por emplear una terminología
obsoleta, podríamos denominar aptas, además de atractivas.
Pero desde entonces ha llovido mucho. Después de
Auschwitz y de Foucault es imposible recuperar el edénico estado
de escritura de J. M. Barrie o Jack London. Resulta absurdo fingir
que no han existido las vanguardias, el psicoanálisis, el
estructuralismo, el existencialismo, la crítica feminista, la
deconstrucción y la teoría poscolonial. No podemos seguir
escribiendo como si no supiéramos qué es el flujo de conciencia, el
narrador no fiable, la metaliteratura, la inter- textualidad, los
experimentos de la localización y la crisis del sujeto. Los autores
-incluidos los de literatura juvenil- lo saben, o quizá ya deberían
saberlo, pero los lectores adolescentes no lo saben, o quizá todavía
no deberían saberlo. Puede que por eso resulte tan difícil escribir
literatura juvenil hoy en día.
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Y sin embargo los adolescentes aún están a tiempo de sentirse
bien en las estimulantes aguas de la modernidad. Nuestro deber es
permitir que se adentren en ellas. Sin esa zambullida no podrán
alcanzar nunca lo que hay más allá. Ya tendrán tiempo para leer a
Proust y a Faulkner, a Borges y a Coover, a Gombro- vvicz y a
McEwan, a Céline y a Bernhard, a Musil y a Houelle- becq, de
preocuparse por el futuro de la economía, por la función castradora
del lenguaje, por la reinserción social o por los debates
biotecnológicos. De momento tienen derecho -como lo tuvimos
nosotros- a su dosis de Mark Twain. No todos lo aprovecharán -al
igual que no todos aprovechan el sucedáneo de literatura que se les
ofrece hoy en día—, pero no sería correcto que les privásemos de
esa oportunidad.
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a los educadores. He preferido elaborar lo que, a falta de una
terminología mejor, denomino guías orientativas, algo que cualquier
persona interesada podrá revisar para disponer de nociones
básicas sobre el argumento, los personajes, el estilo, el contexto, las
perspectivas, las ventajas o las dificultades de cada uno de los
títulos cuya lectura propongo.
Confieso tener un prejuicio sobre el modo de «trabajar» los
libros en el aula. Me parece poco seductor que, cada vez que los
alumnos hayan leído uno, tengan que presentar un trabajo. Si cada
vez que acabo de leer un libro tuviera que elaborar un resumen y
expresar mi valoración por escrito, quizá me buscaría otras
aficiones. No es necesariamente bueno estar obligados a escribir
sobre lo que leemos, aunque me parece alentador hablar de ello.
Por eso en cada guía orientativa incorporo una sección
titulada Club de lectura, que ocupa más espacio que las demás, dado
que incluye sugerencias para comentar la obra desde todos los
puntos de vista que se me han ocurrido, distintos según cada libro.
Durante generaciones, niños y jóvenes se han entusiasmado
leyendo libros ágiles, llenos de acción chispeante, que han
contribuido de forma decisiva a proporcionarles bases lingüísticas
sólidas. El cerebro de un lector es -entre otras cosas- una biblioteca
de consulta, portátil e intuitiva, que incluye diccionario de
definiciones, de sinónimos, ortográfico...
(Paréntesis: algunos de esos diccionarios interiorizados
también pueden formarse a partir de productos audiovisuales. Sin
embargo, precisamente a causa de la audición y de la visua-
lización, en esos productos el factor lingüístico no es
preponderante. Un libro, en cambio, está formado básicamente por
palabras -pido perdón por la perogrullada-, de modo que lo que
encuentra el lector en él es, aunque lo ignore, morfología,
semántica, sintaxis.)
Cuanto más placer obtiene el lector, más profundos son los
surcos con que los usos gramaticales quedan grabados en su
cerebro. Luego bastará con enseñarle a invocar las palabras para
que salgan, solícitas, de su escondite. Todo lector conoce la
experiencia casi mágica de localizar, en algún pliegue de su
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mente, las construcciones adecuadas en cada ocasión. Los amantes
de la literatura juvenil han ido atesorando, quizá sin darse cuenta,
una serie de construcciones sintácticas y de palabras emocionantes,
llenas de connotaciones e inolvidables: pudín, escarlatina, tse-tsé,
quinina, rododendro, húsar, botavara, grog, whist, proscrito,
curare, grisú. En este aspecto, la lectura puede considerarse una
excelente gimnasia pasiva, ya que el usuario cimienta con ella, sin
esfuerzo consciente, toda su musculatura lingüística. Pero, pese a
su importancia, habrá quien piense -no sin razón- que la lengua no
lo es todo.
El aprendizaje de la imaginación
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tender que alguien escriba bien si los libros que le proponemos no
están a la altura de lo que esperamos que haga. Además de estar
presente en la literatura, la imaginación es indispensable para la
creación científica y técnica: toda la cultura es producto de la
imaginación, de forma que tratar de restarle valor o desactivarla
puede conllevar resultados catastróficos.
Si revisamos la lista de «clásicos juveniles», no tardaremos en
darnos cuenta de que no son raros los protagonistas aficionados a
leer. El ansia de vivir aventuras que los lleva a abandonar su hogar
es a menudo fruto de apasionadas lecturas. El protagonista de El
rojo emblema del valor se alista en el ejército cautivado por las
lecturas de Homero, la pequeña Jane Eyre se evade de su situación
leyendo Los viajes de Gulliver, y Colin Craven ejercita su
imaginación leyendo en la cama antes de descubrir el jardín secreto
de la novela homónima. Alian Quatermain viaja a las minas del rey
Salomón con un ejemplar de El rey Arturo y sus caballeros. Tan sólo
comprendemos el temerario valor de Jack Haré en La herencia del
desierto cuando sabemos que pasó su infancia inmerso en relatos de
aventuras. En La abadía de Northanger, la calidad de los libros leídos
es uno d e los criterios que conforman el baremo con que la
protagonista mide a sus pretendientes. Por debajo de la carga
irónica, el narrador atribuye a la lectura propiedades
prácticamente medicinales:
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cuentos llevan a María Stahlbaum a entender lo que se oculta tras el
Cascanueces. El conde Drácula no hubiera podido desenvolverse
con soltura en Londres si no se hubiese documentado con una serie
de libros, y Van Helsing tampoco le habría detenido sin las lecturas
de rigor. Ana la de Tejas Verdes no se limita a leer y escribir, sino
que también organiza un club de escritura de cuentos. La
determinación de la «mujercita» llamada Jo March no se entiende
sin los libros que acabarán por convertirla en escritora.
Precisamente entre las lecturas reconocidas de J. K. Rowling
figura Mujercitas, aunque Harry Potter, su «hijo», no destaque como
lector de ficción... quizá por ser un héroe trágico, de los que no
eligen su destino sino que nacen unidos a él. Es inevitable comparar
la escasa cultura literaria de Harry Potter con la de Tom Sawyer,
héroe por voluntad propia, que mantiene la preeminencia sobre su
amigo Huckleberry gracias a la lectura:
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las aventuras de Alian Quatermain, mientras que Auguste Dupin
demuestra ser un perfecto conocedor de la biografía del capitán
Nemo.
Los clásicos juveniles han servido tradicionalmente de
transición entre la literatura infantil y la literatura con mayúsculas.
Roald Dahl no sólo convierte a la jovencísima protagonista
de Matilda en una gran lectora, sino que en las primeras páginas del
libro proporciona un canon personalizado que incluye libros de
Kipling, Wells y Charlotte Bronté. Antes, James Barrie había
aunado en Peter Pan elementos dispares que únicamente
comparten el denominador común de formar parte del acervo de la
literatura infantil. Toda aventura empieza abriendo un libro.
II
El canon
Criterios de selección
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habrá que superar en el futuro; si es demasiado fácil, en cambio, es
posible que el malentendido jamás se resuelva. Las
recomendaciones literarias de los adultos a los jóvenes deberían
servir para impulsarlos hacia arriba, no para fosilizados en unos
conocimientos mínimos que acaban por ser máximos. En ese
aspecto, un clásico juvenil podría definirse como el libro que nos
gusta releer y que nos gustaría recomendar, sin asomo de duda, a
nuestro hijo. Si el libro que le proponemos aspira a imitar los
modelos narrativos de la televisión o del videojuego, el fracaso está
cantado, ya que nunca será bastante espectacular; en cambio si
posee vocación literaria, es posible que ayude a construir un lector
exigente. No existen garantías ni ritmos generalizables. Hay quien
puede leer El libro del rey Arturo a los diez años, o Jane Eyre a los
catorce, mientras que otros nunca terminarán Drácula. Cada lector
debe encontrar su ritmo, algo equivalente a decir que debe
encontrarse a sí mismo.
A continuación detallo los criterios que he empleado en la
selección:
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L. Travers), Las crónicas de Narnia (C. S. Lewis), El
estralisco (Roberto Piumini), Molly Moon (Georgia Byng) y, por
supuesto, los libros de J. R. R. Tolkien, Roald Dahl, Ursula K.
Le Guin, Michael Ende y tantos otros, todos ellos
perfectamente recomendables, pero que vienen a ser
variaciones de temas tratados con anterioridad a PeterPan. En
cuanto a las obras anteriores al siglo xix, tienden a ser
demasiado oscuras o inverosímiles, como Vathek, de William
Beckford, o El castillo de Otranto, de Horace Walpole.
Sin duda, es lícito escribir novela juvenil hoy en día. Al
menos tan lícito como escribir novela picaresca o poesía
provenzal, tan anacrónico como componer canto gregoriano o
pintar retablos góticos. Lo que no me parece correcto es hacer
creer a los jóvenes que las insulsas obras que a menudo les
proponemos tienen alguna relación con lo que hasta ahora
habíamos llamado literatura. Pese a la posibilidad de exitosas
incursiones tardías, la edad de oro de la literatura juvenil
terminó hace un siglo. Cada vez resulta más difícil situar de
forma creíble, en obras dirigidas a jóvenes, personajes
adolescentes en un contexto contemporáneo. De hecho, lo
primero que hizo J. K. Rowling fue llevar a Harry Potter lejos
de la urbe y encerrarlo en un internado que reproduce, en
gran medida, la vida anterior a la Revolución Industrial.
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do se ve sometido a cualquier traducción. Ya he advertido al
principio que muchos de estos criterios son personales.
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Huckleberry Finn, a causa de la aparición de la palabra nigger y
de unos cuantos diálogos racistas presentados sin ningún
comentario del narrador que los descalifique. También
en Moby Dick y en Las minas del rey Salomón hay diálogos que
fácilmente podrían tildarse de racistas. No es de extrañar, ya
que en las sociedades de la época imperaban el racismo, el
machismo y el clasismo, entre otros ismos. También abundan
los fragmentos que hoy consideraríamos políticamente
incorrectos en las obras de Miguel de Cervantes, Joanot
Martorell o William Shakespeare. Es posible exigir una
ideología impoluta a los libros, siempre que tengamos claro
que ello representa quedarnos sin literatura por la vía rápida.
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sión de una obra a su facilidad de lectura... o a la facilidad que
pueda tener para crear interés en el lector.
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Veintiocho libros aconsejables
i. P OR ORDEN DE PUBLICACIÓN
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familia propia fuese la gran aventura femenina posible. En
cualquier caso, si revisamos el papel de la mujer en estas novelas,
podemos llevarnos más de una sorpresa. Lo cierto es que hay obras
en las que resulta perfectamente prescindible: Robinson Crusoe, La
isla del tesoro, La puerta abierta, El rojo emblema del valor... A veces
posee un rol secundario o pasivo: en Tarás Bulba, Viaje al centro de la
Tierra, La llamada de lo salvaje o La abadía de Northangee; pero también
puede evidenciar una fuerte personalidad, como la de la señora
Hussey en Moby Dick, Vasilisa en La hija del capitán, Ginebra en El
rey Arturo y sus caballeros, María en El Cascanueces o la princesa
Flavia en El prisionero de Zenda. En muchos casos, la mujer simboliza
el ámbito doméstico, opuesto al espíritu aventurero -a menudo al
límite de la ley-; lo mismo sucede en muchísimas obras cumbre de
la literatura universal. Así, la mujer puede poner fin a la vida
peligrosa del hombre, como ocurre en Torn Sawyer o Las aventuras de
Mowgli. Como afirma el rey Twala en Las minas del rey Salomón:
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A través de estos libros, el lector puede sentirse inclinado a
suponer que los hombres parten en pos de aventuras estimulantes
motivados por el pánico que sienten ante la vida matrimonial.
Como Huckleberry Finn, prefieren la muerte a una vida gris. Esa
tendencia, que observamos en la obra de autores tan británicos
como Rudyard Kipling o James Barrie, ha sido atribuida por el
estudioso Leslie A. Fiedler a la tradición novelística
norteamericana:
2 . P OR ORDEN DE LECTURA
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El rojo emblema del valor, Stephen (jane (1895)
Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain (1882)
Drácula, Bram Stoker (1897)
La abadía de Northanger, Jane Austen (1818)
Los tres mosqueteros, Alexandre Damas (1844)
Primer amor, Iván Turguenev (1860)
Robinson Crusoe, Daniel Defoe (1719)
Moby Dick, Hermán Melville (1851)
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enigmático y temible. En medio se encuentra toda la evolución que
va desde el sencillo código de la selva hasta la intrincada
reglamentación marinera y humana del navío Pequod. La
ordenación tiene en cuenta dificultades lingüísticas, pero también
problemas de comprensión más generales, es decir, relacionados
con el horizonte de conocimientos del lector.
No hace falta seguir esta lista al pie de la letra. Creo que debe
haber una selección y un orden, pero no que deban ser
necesariamente éstos, que aspiran tan sólo a un carácter orien-
tativo. Cada lector se relacionará de forma distinta con las tramas
que se le propongan. Moby Dick es un libro largo y difícil, la
culminación de un aprendizaje: quien lo termine y lo entienda
podrá considerarse legitimado para leer cualquier cosa.
En cualquier caso, la lista puede resultar útil para constatar
una mínima evolución. Así, viajamos de la jungla de Kipling al
jardín de F. H. Burnett para después regresar a la naturaleza salvaje
de London. La puerta abierta y La máquina del tiempo relatan el
contacto entre dos mundos separados: uno a través de lo
desconocido, el otro a través de la investigación científica. La
herencia del desierto es la transposición al Oeste americano de los
aventureros de Las minas del rey Salomón. Tal vez El prisionero de
Zenda y PeterPan tratan de decirnos que La isla del tesoro ha dejado
de ser posible. El rey Arturo y sus caballeros, situado entre las dos
novelas de Verne, puede generar una lectura trascendente de la
segunda. La abadía de Northanger ofrece una visión distanciada de
las novelas góticas que anticipan Drácula, al igual que El primer
amor es una severa actualización de las aventuras galantes de Los
tres mosqueteros.
Ya he señalado que la elección de los libros no obedece a
criterios morales, y menos sanitarios. Salta a la vista que muchos de
los protagonistas de estas novelas consumen tabaco más allá de lo
que hoy en día nos parecería razonable. Todo ello es el reflejo de su
época, tal como a alguien podría sorprenderle que en la ficción
actual la mayoría de los fumadores sean malvados. Es útil revisar
lo que sucede en los clásicos juveniles porque reflejan los usos
sociales en una determinada etapa de Occidente.
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En La isla del tesoro, cuando el capitán Smollett abandona el
barco y se dispone a vivir en la isla durante un período de tiempo
indeterminado, no olvida llevarse tabaco. Más tarde, cuando
negocie con John Silver sobre la arena, ante la cabaña del bosque,
cada uno de ellos fumará con pipa, el símbolo de un armisticio
primitivo e inestable. También sobre la arena, andando por una isla
menos hostil, suele representarse a Robinson Crusoe: descalzo, con
gorro, una sombrilla y la pipa entre sus dedos, ya que el tabaco es
su único compañero hasta que encuentra a Viernes.
En Moby Dick, Ismael y Queequeg sellan su amistad fumando,
y también fuma el shakespeariano Stubb, mientras que el siniestro
capitán Ahab abandona ese hábito al comienzo del viaje. Alian
Quatermain y sus amigos sufren sed, hambre y penalidades al
atravesar el desierto, rumbo a las minas del rey Salomón, pero ni se
les pasa por la cabeza deshacerse del tabaco. Una vez superado el
obstáculo, se sentarán junto al fuego y fumarán sus pipas con
naturalidad, como si estuvieran en un club de Pall Malí. La arena y
la hoguera parecen propiciar este consumo, ya que, cuando Tom
Sawyer y sus amigos llegan a la isla de Jackson, lo primero que
hacen es ponerse a dar caladas. Parece, pues, que el tabaco se
consideraba una buena costumbre durante o inmediatamente
después de una aventura. No es de extrañar que sea el hábito que el
viajero de La máquina del tiempo echa de menos «terriblemente»
cuando viaja al futuro. En fin: ¿qué sería de Sherlock Holmes sin el
tabaco? No sólo lo consume, sino que considera que una atmósfera
cargada de humo favorece la concentración del intelecto. Por otra
parte, sin las colillas y la ceniza sería incapaz de señalar quién ha
estado en un lugar determinado, cuándo y durante cuánto tiempo:
«Si de verdad quiere despistarme, cambie de estanco», le espeta al
doctor Watson en El sabueso de los Baskerville.
He reservado el caso más extremo para el final. Se trata de
Tarás Bulba, que no es exactamente un héroe, pero que incorpora
todas las contradicciones del aventurero cosaco. Al final de la
epopeya, Tarás logra escapar de los polacos, pero con las prisas
pierde la pipa y el tabaco. Entonces retrocede y cae en
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manos de sus enemigos. El lector puede interpretar que el tabaco
es la causa de su perdición, pero también que el viejo patriarca
creyó que merecía la pena jugarse la vida por él. De los veintiocho
libros seleccionados, sólo en Jane Eyre el tabaco presenta
connotaciones negativas: quienes fuman son Grace Poole, la criada
sospechosa, y Edward Rochester, sobre todo cuando aún no ha
definido su papel en la novela. Aunque, pensándolo bien, se trata
de dos pistas falsas.
Me ha parecido pertinente poner fin a este apartado
comentando brevemente los usos del alcohol en estos clásicos
juveniles. Aunque se trata de forma negativa en Tarás Bulba, La hija
del capitán, Huckleberry Finn, La herencia del desierto y La isla del tesoro,
por regla general se les brinda generosamente a todos los
protagonistas o personajes secundarios que necesiten ser
reanimados física o anímicamente, aunque estén en ayunas: coñac,
vino, grog o champán son útiles antes o después de ataques o
recaídas. ¿Alguien puede afirmar en serio que la función de la
literatura es asentar modelos de consumo? El personaje de John
Thorpe lo expresa con su habitual humor en La abadía de
Northanger.
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