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Viceng Pagés Jordá

De Robinson Crusoe a Peter Pan


Un canon de literatura juvenil

Traducción de Felip Tobar

ArielEQD^
1.a edición: mayo de 2009

Título original:
De Robinson Crusoe a Peter Pan.
Un canon de literatura juvenil

© 2006 Viceng Pagés Jordá

© de la traducción: Felip Tobar

Derechos exclusivos de edición en español


reservados para todo el mundo
y propiedad de la traducción:
© 2009: Editorial Ariel, S. A.
Avda. Diagonal, 662-664 - 08034 Barcelona

ISBN 978-84-344-8810-6

Depósito legal: B. 13.717 - 2009


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por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y
la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
Sin ti, Berta, este libro no existiría
Este libro no hubiera sido posible sin las colecciones de
clásicos juveniles de editoriales como Bruguera o Anaya, o sin
iniciativas tan populares como la de Salvat-RTVE, que permitieron
a muchos adolescentes de los años setenta acceder a obras como las
de Mark Twain o Edgar Alian Poe. No puedo por menos de
mencionar La infancia recuperada, de Fernando Savater, que tanto
contribuyó a rescatar la dignidad de unas obras que jamás debieron
haberla perdido. La Historia de la literatura infantil i juvenil catalana,
de Caterina Valriu i Llinás -sobre todo su tercer capítulo-, fue
decisiva para replantearme la noción de «clásicos juveniles» de la
literatura universal, así como la exposición Personatge a la vista!
Llibres que Jan lectors, comisariada por Teresa Duran, que
contribuyó a consolidar la sensación de canon compartido. Me
complace dar las gracias a Emili Olcina, que me ayudó a perfilar la
selección de obras, así como a Gloria Granell y Caterina Sureda,
que desde el Centre Cultural La Mercé (Girona) y la Casa-Musen
Lloren^ Villalonga (Binissalem) reforzaron la divulgación y el
asentamiento de ideas fundamentales en este libro. Mi
agradecimiento se extiende también a un gran número de amables
bibliote- carias, en particular las de Figueres y Torroella de
Montgrí.
INTRODUCCION
Privar a la criatura del hechizo de la narración, del semi-
galope del poema oral o escrito, es similar a un entierro en vida. Si
la criatura queda vacía de textos, en el sentido más cabal de la
palabra, sufrirá una muerte prematura del corazón y de la
imaginación. ¿Acaso no nos dice la tradición judía que Dios
inventó al hombre para escucharle contar cuentos?

GEORGE STEINER

Después uno madura, se hace flaubertiano o stendhaliano, se


pronuncia por Faulkner, Lampedusa, García Márquez, Durrell o
Kafka... Nos volvemos distintos unos de los otros, incluso
adversarios. Mas todos tenemos un guiño de complicidad al
referirnos a ciertos autores y libros mágicos, que nos hicieron
descubrir la literatura sin atarnos a dogmas ni ensenarnos lecciones
equivocadas. Esa es nuestra auténtica patria común: relatos fíeles
no a lo que los hombres ven, sino a lo que los hombres sueñan.

El club Dumas, ARTURO PÉREZ» REVERTE


I

El porqué de este libro

La fractura

Este libro tiene su origen en tres constataciones:

1. Muchos de los que éramos adolescentes antes de los años


ochenta estábamos familiarizados con una serie de novelas escritas
un siglo atrás. Nos sumergíamos en aquellos libros sin reparar, ni
por un instante, en la distancia histórica que nos separaba de ellos.
Me refiero a obras de Alexandre Dumas, Robert Louis Stevenson,
Jules Verne, Mark Twain, Henry R. Haggard y Conan Doyle, entre
otros. Muchos de esos libros forman parte del canon de la literatura
occidental y no se escribieron pensando en lectores jóvenes,
aunque sea ese tipo de lectores el que ha disfrutado de ellos
durante varias generaciones.

2. Hoy son minoría los adolescentes que conocen de primera


mano esas obras, que ya no ocupan un espacio relevante ni en
librerías ni en bibliotecas -públicas o privadas-, sino que
languidecen en sus rincones más polvorientos, si es que no han
desaparecido ya del todo. Tras un siglo de continuidad, el vínculo
entre esos libros y los lectores en formación tiende a extinguirse.
Padres e hijos, docentes y alumnos, están perdiendo lazos
culturales y sentimentales. Y, lo que es peor, por primera vez
numerosos padres y maestros no los tienen en cuenta.

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3. Esos libros «clásicos» se han visto reemplazados, en buena
medida, por obras redactadas por autores especializados en
literatura juvenil, pendientes de la actualidad más efímera. A
menudo dichas obras contienen dosis de morbo notables:
drogadicción, acoso escolar, violencia doméstica, delincuencia
juvenil... Suelen ser libros con escasa entidad literaria, carentes de
imaginación y de tradición, escritos para no releerse y con
tendencia a moralejas obvias.

Estas constataciones pueden despertar varias reacciones. La


primera, tratar de averiguar las causas del fenómeno; es tarea de
sociólogos. La segunda reacción consiste en proponer cambios en el
trato que recibe la literatura por parte de padres y profesores; es
tarea de pedagogos, aunque más adelante ya nos referiremos a ello.
La tercera reacción, quizá la que me corresponde como antiguo
consumidor, es la confección de un canon personal de literatura
juvenil, subjetivo pero razonado. El propósito consiste en reunir un
conjunto de obras que inciten a su lectura e incluir comentarios y
sugerencias.
Hasta los años ochenta, a un gran número de adolescentes se
le antojaba tan natural leer Cinco semanas en globo como para
muchos jóvenes de hoy en día lo es leer las aventuras de Harry
Potter. La diferencia es que Jules Verne murió hace un siglo,
mientras que J. K. Rowling se encuentra activa en su carrera
literaria. ¿Por qué la sintonía de tantos autores del siglo xix con sus
lectores se mantuvo hasta la generación del baby boom,?
Encontré una respuesta a esa pregunta en la obra Presencias
reales, de George Steiner. Según este pensador, a finales del siglo xix
termina la inocencia literaria, la relación directa -sin malicia- entre
el autor y su principal instrumento: la escritura. A Nietzsche, Freud
y muchos epígonos de Marx les entusiasmaba levantar el lenguaje,
como si fuera una alfombra, y mostrar lo que oculta debajo. Antes,
y en particular durante lo que en el Reino Unido se conoce por
época victoriana (1837-1901), el autor escribía sin plantearse
ninguna relación problemática con su instrumento, que venía a ser
visto como un espejo útil para reflejar la realidad o la imaginación.

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No es casual que haya nombrado la época victoriana. Las
peculiaridades de aquellos años incitaban al optimismo. El Reino
Unido vivía momentos de expansión: los descubrimientos
científicos y las nuevas aplicaciones tecnológicas estaban a la orden
del día. Eran tiempos dulces para aventureros y exploradores, ya
que los mapas incluían espacios en blanco donde ir a probar suerte.
Jules Verne sabía muy bien lo que hacía al situar al protagonista
de La vuelta al mundo en ochenta días en Londres: sólo un inglés de la
época hubiera sido capaz de conjugar la determinación, los medios
y la confianza para abordar tan ambiciosa empresa.
La conjunción entre la fe tecnológica, la ingenuidad
lingüística, la certeza de que la aventura era posible, la aparición
del lector popular y la combinación de utilitarismo y romanticismo
-así como el crecimiento de la autoestima nacional- hicieron posible
un gran número de libros que no tardarían en convertirse en
«clásicos juveniles». La moral victoriana se encargaba de que
pasaran de puntillas por los rincones más oscuros de la realidad y
de que el final fuese razonablemente feliz. Si añadimos la
reverencia por la razón, por la autoridad y por el sentido del deber,
obtendremos una lista de obras que, por emplear una terminología
obsoleta, podríamos denominar aptas, además de atractivas.
Pero desde entonces ha llovido mucho. Después de
Auschwitz y de Foucault es imposible recuperar el edénico estado
de escritura de J. M. Barrie o Jack London. Resulta absurdo fingir
que no han existido las vanguardias, el psicoanálisis, el
estructuralismo, el existencialismo, la crítica feminista, la
deconstrucción y la teoría poscolonial. No podemos seguir
escribiendo como si no supiéramos qué es el flujo de conciencia, el
narrador no fiable, la metaliteratura, la inter- textualidad, los
experimentos de la localización y la crisis del sujeto. Los autores
-incluidos los de literatura juvenil- lo saben, o quizá ya deberían
saberlo, pero los lectores adolescentes no lo saben, o quizá todavía
no deberían saberlo. Puede que por eso resulte tan difícil escribir
literatura juvenil hoy en día.

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Y sin embargo los adolescentes aún están a tiempo de sentirse
bien en las estimulantes aguas de la modernidad. Nuestro deber es
permitir que se adentren en ellas. Sin esa zambullida no podrán
alcanzar nunca lo que hay más allá. Ya tendrán tiempo para leer a
Proust y a Faulkner, a Borges y a Coover, a Gombro- vvicz y a
McEwan, a Céline y a Bernhard, a Musil y a Houelle- becq, de
preocuparse por el futuro de la economía, por la función castradora
del lenguaje, por la reinserción social o por los debates
biotecnológicos. De momento tienen derecho -como lo tuvimos
nosotros- a su dosis de Mark Twain. No todos lo aprovecharán -al
igual que no todos aprovechan el sucedáneo de literatura que se les
ofrece hoy en día—, pero no sería correcto que les privásemos de
esa oportunidad.

A la lengua por la literatura

Difícilmente encontraremos alguna persona civilizada que se


oponga a la lectura. La relevancia de dicha actividad en la
formación del individuo, en la adquisición del código escrito, en el
diálogo con la historia y con las demás culturas, está litera de toda
duda. Sabemos que en la etapa infantil y juvenil se originan -y en
ciertos casos se consolidan- los hábitos de lectura. Abundan los
textos que proponen medidas para que niños y jóvenes lean, y
también los que se interrogan sobre los motivos de la disminución
de los hábitos de lectura a la que hemos asistido durante estos
últimos años. Mi propuesta no se basa en esa presunta
disminución, sino en el referente positivo del que parte: ¿por qué
antes los jóvenes leían libros? Dejando al margen cuestiones
sociológicas, la pregunta puede hallar respuesta a través de los
propios libros. Sencillamente les gustaban.
No pretendo elaborar una lista exhaustiva de volúmenes de
amena lectura, sino una especie de biblioteca ideal que, en mi
opinión, debería encontrarse en todas las habitaciones de lectores
en formación. He renunciado a añadir lo que en argot se
denomina propuestas didácticas, puesto que me dirijo tanto a los
padres -o, de forma indirecta, a los propios jóvenes- como

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a los educadores. He preferido elaborar lo que, a falta de una
terminología mejor, denomino guías orientativas, algo que cualquier
persona interesada podrá revisar para disponer de nociones
básicas sobre el argumento, los personajes, el estilo, el contexto, las
perspectivas, las ventajas o las dificultades de cada uno de los
títulos cuya lectura propongo.
Confieso tener un prejuicio sobre el modo de «trabajar» los
libros en el aula. Me parece poco seductor que, cada vez que los
alumnos hayan leído uno, tengan que presentar un trabajo. Si cada
vez que acabo de leer un libro tuviera que elaborar un resumen y
expresar mi valoración por escrito, quizá me buscaría otras
aficiones. No es necesariamente bueno estar obligados a escribir
sobre lo que leemos, aunque me parece alentador hablar de ello.
Por eso en cada guía orientativa incorporo una sección
titulada Club de lectura, que ocupa más espacio que las demás, dado
que incluye sugerencias para comentar la obra desde todos los
puntos de vista que se me han ocurrido, distintos según cada libro.
Durante generaciones, niños y jóvenes se han entusiasmado
leyendo libros ágiles, llenos de acción chispeante, que han
contribuido de forma decisiva a proporcionarles bases lingüísticas
sólidas. El cerebro de un lector es -entre otras cosas- una biblioteca
de consulta, portátil e intuitiva, que incluye diccionario de
definiciones, de sinónimos, ortográfico...
(Paréntesis: algunos de esos diccionarios interiorizados
también pueden formarse a partir de productos audiovisuales. Sin
embargo, precisamente a causa de la audición y de la visua-
lización, en esos productos el factor lingüístico no es
preponderante. Un libro, en cambio, está formado básicamente por
palabras -pido perdón por la perogrullada-, de modo que lo que
encuentra el lector en él es, aunque lo ignore, morfología,
semántica, sintaxis.)
Cuanto más placer obtiene el lector, más profundos son los
surcos con que los usos gramaticales quedan grabados en su
cerebro. Luego bastará con enseñarle a invocar las palabras para
que salgan, solícitas, de su escondite. Todo lector conoce la
experiencia casi mágica de localizar, en algún pliegue de su

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mente, las construcciones adecuadas en cada ocasión. Los amantes
de la literatura juvenil han ido atesorando, quizá sin darse cuenta,
una serie de construcciones sintácticas y de palabras emocionantes,
llenas de connotaciones e inolvidables: pudín, escarlatina, tse-tsé,
quinina, rododendro, húsar, botavara, grog, whist, proscrito,
curare, grisú. En este aspecto, la lectura puede considerarse una
excelente gimnasia pasiva, ya que el usuario cimienta con ella, sin
esfuerzo consciente, toda su musculatura lingüística. Pero, pese a
su importancia, habrá quien piense -no sin razón- que la lengua no
lo es todo.

El aprendizaje de la imaginación

El problema no es sólo que los adolescentes no escriban


buenas redacciones (o «textos argumentativos», como se llaman
ahora). Si alguien les sugiere que opten por la ficción, los resultados
son incluso más desoladores. Uno espera que, donde no llega la
expresión, sea capaz de llegar la imaginación. Pero la imaginación
también se aprende.

A los once años presté a un camarada El secreto de


Wilhelm Storitz, donde Julio Verne me proponía como siempre
un comercio natural y entrañable con una realidad nada
desemejante a la cotidiana. Mi amigo me devolvió el libro:
«No lo terminé, es demasiado fantástico». Jamás renunciaré a
la sorpresa escandalizada de ese minuto. ¿Fantástica, la
invisibilidad de un hombre? Entonces, ¿sólo en el fútbol, en el
café con leche, en las primeras confidencias sexuales
podíamos encontrarnos?

Julio Cortázar, La vuelta al día en ochenta mundos

Si nos descuidamos, nos encontraremos rodeados de personas


gregarias, desprovistas de imaginación -como el compañero de
Cortázar-, incapaces de disfrutar de la complicidad que se establece
entre los lectores del mismo libro. Y esa falta de imaginación se
reflejará, de modo inevitable, en los textos que esos no lectores
escriban. Al fin y al cabo, es absurdo pre

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tender que alguien escriba bien si los libros que le proponemos no
están a la altura de lo que esperamos que haga. Además de estar
presente en la literatura, la imaginación es indispensable para la
creación científica y técnica: toda la cultura es producto de la
imaginación, de forma que tratar de restarle valor o desactivarla
puede conllevar resultados catastróficos.
Si revisamos la lista de «clásicos juveniles», no tardaremos en
darnos cuenta de que no son raros los protagonistas aficionados a
leer. El ansia de vivir aventuras que los lleva a abandonar su hogar
es a menudo fruto de apasionadas lecturas. El protagonista de El
rojo emblema del valor se alista en el ejército cautivado por las
lecturas de Homero, la pequeña Jane Eyre se evade de su situación
leyendo Los viajes de Gulliver, y Colin Craven ejercita su
imaginación leyendo en la cama antes de descubrir el jardín secreto
de la novela homónima. Alian Quatermain viaja a las minas del rey
Salomón con un ejemplar de El rey Arturo y sus caballeros. Tan sólo
comprendemos el temerario valor de Jack Haré en La herencia del
desierto cuando sabemos que pasó su infancia inmerso en relatos de
aventuras. En La abadía de Northanger, la calidad de los libros leídos
es uno d e los criterios que conforman el baremo con que la
protagonista mide a sus pretendientes. Por debajo de la carga
irónica, el narrador atribuye a la lectura propiedades
prácticamente medicinales:

A partir de los quince años despertose en su ánimo


afición a lecturas serias, que a la par que ilustraban su
inteligencia, le procuraban citas literarias tan oportunas como
útiles para quien estaba destinada a una vida de vicisitudes y
peripecias.

La inventiva de William (Guillermo) Brown y de Tom Sawyer


se relaciona directamente con sus lecturas de Robín
Hood-seguramente en la versión de Howard Pyle-, una obra en la
que podemos leer que el propio Robín se inspira en la literatura de
tradición oral para preparar sus aventuras. También el Ismael que
narra Moby Dick ha devorado todas las historias de marinos y
balleneros que han caído en sus manos. El protagonista de La hija
del capitán lee libros franceses e incluso escribe poesía. Los

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cuentos llevan a María Stahlbaum a entender lo que se oculta tras el
Cascanueces. El conde Drácula no hubiera podido desenvolverse
con soltura en Londres si no se hubiese documentado con una serie
de libros, y Van Helsing tampoco le habría detenido sin las lecturas
de rigor. Ana la de Tejas Verdes no se limita a leer y escribir, sino
que también organiza un club de escritura de cuentos. La
determinación de la «mujercita» llamada Jo March no se entiende
sin los libros que acabarán por convertirla en escritora.
Precisamente entre las lecturas reconocidas de J. K. Rowling
figura Mujercitas, aunque Harry Potter, su «hijo», no destaque como
lector de ficción... quizá por ser un héroe trágico, de los que no
eligen su destino sino que nacen unidos a él. Es inevitable comparar
la escasa cultura literaria de Harry Potter con la de Tom Sawyer,
héroe por voluntad propia, que mantiene la preeminencia sobre su
amigo Huckleberry gracias a la lectura:

- ¿Siempre hay que matar a la gente?


- Pues claro. Es lo mejor. Algunas autoridades opinan
de otro modo, pero en general se considera mejor matarlos...
salvo a algunos pocos que traes aquí a la cueva y los tienes
presos hasta que los rescaten.
- ¿Rescaten? ¿Qué quiere decir eso?
-Yo no sé bien. Pero esto es lo que se hace. Lo he visto en
libros, y claro que eso es lo que tenemos que hacer.
Mark Twain, Las aventuras de Huckleberry Finn

Finalmente, Huckleberry aprende la lección y escribe el libro


que narra sus peripecias, al igual que los protagonistas de Robinson
Crusoe, Las minas del rey Salomón, Viaje al centro de la Tierra, El
prisionero de Zenda, Jane Eyre, Moby Dick, La hija del capitán y La isla del
tesoro. El hecho de que el protagonista escriba, y bien, demuestra
que sus lecturas han sido tan apasionadas como provechosas. En La
liga de los hombres extraordinarios, la novela gráfica de Alan Moore y
Kevin O’Neill que concilia modernidad y posmodernidad, quien
lidera el grupo es la Mina Harker de Drácula, que se revela lectora
empedernida de

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las aventuras de Alian Quatermain, mientras que Auguste Dupin
demuestra ser un perfecto conocedor de la biografía del capitán
Nemo.
Los clásicos juveniles han servido tradicionalmente de
transición entre la literatura infantil y la literatura con mayúsculas.
Roald Dahl no sólo convierte a la jovencísima protagonista
de Matilda en una gran lectora, sino que en las primeras páginas del
libro proporciona un canon personalizado que incluye libros de
Kipling, Wells y Charlotte Bronté. Antes, James Barrie había
aunado en Peter Pan elementos dispares que únicamente
comparten el denominador común de formar parte del acervo de la
literatura infantil. Toda aventura empieza abriendo un libro.
II

El canon

Criterios de selección

Me he limitado a seleccionar veintiocho títulos entre los


«clásicos juveniles». No aspiro a efectuar grandes descubrimientos,
pero sí a poner algo de orden en un terreno lleno de incertidumbre.
Lo más desalentador de la literatura juvenil es su desigual mezcla
de calidad, de dificultades, de sensibilidad, de lectores implícitos:
como si Walter Scott fuese lo mismo que R.L. Stevenson, Wallace
Stevens equivaliese a Rudyard Kipling o Dumas se pudiera
intercambiar con Salgari. Mi objetivo es crear -con todas las
reservas- una especie de canon individual que pueda ser
contrastado y personalizado por otros lectores.
La lista que propongo no pretende ser universal ni definitiva.
Está formada por libros que pueden resultar atractivos para los
adolescentes, y que poseen el mínimo de calidad exigible por un
lector adulto (una calidad que resulta terriblemente difícil separar
del gusto personal). Utilizo el término «clásico juvenil» para
designar un libro tan clásico como cualquier otro (es decir, (pie sea
memorable y capaz de resistir varias relecturas, además de
constituir a menudo el primer eslabón de una larga cadena de
secuelas, variantes y recreaciones), pero al mismo tiempo
susceptible de ser leído por un lector joven. Me parece mejor pecar
por exceso que por omisión, ya que si el libro es demasiado difícil
se convierte en un reto que

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habrá que superar en el futuro; si es demasiado fácil, en cambio, es
posible que el malentendido jamás se resuelva. Las
recomendaciones literarias de los adultos a los jóvenes deberían
servir para impulsarlos hacia arriba, no para fosilizados en unos
conocimientos mínimos que acaban por ser máximos. En ese
aspecto, un clásico juvenil podría definirse como el libro que nos
gusta releer y que nos gustaría recomendar, sin asomo de duda, a
nuestro hijo. Si el libro que le proponemos aspira a imitar los
modelos narrativos de la televisión o del videojuego, el fracaso está
cantado, ya que nunca será bastante espectacular; en cambio si
posee vocación literaria, es posible que ayude a construir un lector
exigente. No existen garantías ni ritmos generalizables. Hay quien
puede leer El libro del rey Arturo a los diez años, o Jane Eyre a los
catorce, mientras que otros nunca terminarán Drácula. Cada lector
debe encontrar su ritmo, algo equivalente a decir que debe
encontrarse a sí mismo.
A continuación detallo los criterios que he empleado en la
selección:

- Entiendo que Peter Pan marca el fin de la literatura


juvenil, al igual que El Quijote el de la novela caballeresca. En
1864, Verne intuye que la superficie terrestre está agotada y
traslada la conquista al interior de la Tierra. En 1895, H.G.
Wells comprende que las aventuras en el espacio han llegado
a su fin e imagina una máquina que posibilita traslados en el
tiempo. Con la isla de Nunca Jamás, habitada por piratas e
indios, hadas y sirenas, J. M. Barrie convierte la imaginación
en la última frontera. Puesto que la versión novelada de Peter
Pan se publica en 1911, me permito situar el límite temporal
de mi selección en esa fecha, en la que creo que toda la
literatura juvenil está ya escrita. Las demás obras que he
seleccionado pertenecen al siglo xix o a la primera década del
xx, con la excepción de Robinson Crusoe (1719), que crea a la
vez la novela moderna y el clásico juvenil. Quedan fuera de la
selección, pues, muchas obras posteriores, como El gran
Meaulnes (Alain Foumier), El tesoro de Sierra Madre (B.
Traven), Mary Poppins (Pamela

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L. Travers), Las crónicas de Narnia (C. S. Lewis), El
estralisco (Roberto Piumini), Molly Moon (Georgia Byng) y, por
supuesto, los libros de J. R. R. Tolkien, Roald Dahl, Ursula K.
Le Guin, Michael Ende y tantos otros, todos ellos
perfectamente recomendables, pero que vienen a ser
variaciones de temas tratados con anterioridad a PeterPan. En
cuanto a las obras anteriores al siglo xix, tienden a ser
demasiado oscuras o inverosímiles, como Vathek, de William
Beckford, o El castillo de Otranto, de Horace Walpole.
Sin duda, es lícito escribir novela juvenil hoy en día. Al
menos tan lícito como escribir novela picaresca o poesía
provenzal, tan anacrónico como componer canto gregoriano o
pintar retablos góticos. Lo que no me parece correcto es hacer
creer a los jóvenes que las insulsas obras que a menudo les
proponemos tienen alguna relación con lo que hasta ahora
habíamos llamado literatura. Pese a la posibilidad de exitosas
incursiones tardías, la edad de oro de la literatura juvenil
terminó hace un siglo. Cada vez resulta más difícil situar de
forma creíble, en obras dirigidas a jóvenes, personajes
adolescentes en un contexto contemporáneo. De hecho, lo
primero que hizo J. K. Rowling fue llevar a Harry Potter lejos
de la urbe y encerrarlo en un internado que reproduce, en
gran medida, la vida anterior a la Revolución Industrial.

- Casi siempre el concepto de «clásicos juveniles» remite


a la narrativa, es decir, excluye el teatro, la poesía, el ensayo...
No sólo sigo esa tradición, sino que me limito a las novelas.
Quedan al margen de esta selección, pues, cuentos
perfectamente antologables, como los de Arthur Conan
Doyle, Oscar Wilde, Bret Harte, Edgar Alian Poe o
Washington Iiving, entre muchos otros. En ciertos casos, las
presuntas novelas ofrecen una estructura episódica que las
acerca más al recopilatorio de peripecias; pienso, por ejemplo,
en El barón de Münchhausen, de Gottfried August Bürger. Alicia
en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, es un caso
excepcional, ya que pierde gran parte de su potencial cuan-

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do se ve sometido a cualquier traducción. Ya he advertido al
principio que muchos de estos criterios son personales.

- Mi intención ha sido la de conformar un canon


juvenil de la literatura occidental. No es tanto una opción
ideológica como una limitación personal, ya que no me veo
capacitado para elaborar un canon universal, que sin duda
tendría un gran interés.

- Predominan los libros ingleses. Lo cierto es que la


novela de aventuras está muy vinculada al colonialismo, pero
también Francia tenía colonias y sin embargo se decantó por
la novela realista. Ya hemos dicho que la época victoriana fue
un excelente caldo de cultivo para novelas que hoy en día (no
siempre en el momento de su aparición) consideramos
adecuadas para jóvenes. El ideal inglés de la época, basado en
las actividades deportivas y en la formación del carácter
-elementos que facultan a los protagonistas para empresas de
riesgo que exigen coraje, eficacia y entereza-, continúa
resultando atractivo para la mentalidad adolescente. Desde el
punto de vista del estilo, aquellos tiempos propiciaban una
prosa clara, capaz de crear tramas cerradas en espacios
abiertos, al igual que más tarde la literatura tenderá a una
prosa oscura, que creará tramas abiertas en espacios cerrados.
Por razones demográficas, económicas y culturales, los
productos en lengua inglesa forman parte del mainstream
cultural y, por tanto, han tenido más eco e influencia que los
procedentes de otros países. Una vez releídos, me he dado
cuenta de que los dos grandes clásicos juveniles de Italia y
Alemania, Emilio Salgari y Karl May, no alcanzan el nivel de
calidad exigible.

- La última moda pret-á-porter importada de los Estados


Unidos es lo políticamente correcto, es decir, el hecho de
anteponer la evaluación ideológica al criterio literario. Debido
a esa plaga, en muchos centros escolares norteamericanos se
ha prohibido la lectura de Las aventuras de

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Huckleberry Finn, a causa de la aparición de la palabra nigger y
de unos cuantos diálogos racistas presentados sin ningún
comentario del narrador que los descalifique. También
en Moby Dick y en Las minas del rey Salomón hay diálogos que
fácilmente podrían tildarse de racistas. No es de extrañar, ya
que en las sociedades de la época imperaban el racismo, el
machismo y el clasismo, entre otros ismos. También abundan
los fragmentos que hoy consideraríamos políticamente
incorrectos en las obras de Miguel de Cervantes, Joanot
Martorell o William Shakespeare. Es posible exigir una
ideología impoluta a los libros, siempre que tengamos claro
que ello representa quedarnos sin literatura por la vía rápida.

- En este canon hay pocas mujeres. Mejor dicho, hay


pocas mujeres que hayan escrito lo que hoy se consideran
clásicos juveniles. En términos relativos, hay pocas mujeres
en la literatura del siglo xix. Virginia Woolf explicó muy bien
los motivos y no es necesario insistir. Por otra parte, a mi
parecer, los escasos clásicos juveniles escritos por mujeres no
son de lo mejor que ha dado la literatura. Opino que el
sentimentalismo y el didactismo que Johanna Spyri, la
condesa de Segur o George Sand plasmaron,
respectivamente, en lieidi, Las desventuras de Sophie o La
pequeña Fadette han envejecido peor que el vitalismo de Bram
Stoker, Alexander Pushkin ojack London. Otro ejemplo:
algunos pasajes de la serie protagonizada por Claudine,
escrita por Colette, han envejecido en exceso, y otros
demasiado poco. A causa de la tradición literaria (vinculada,
como sabemos, a factores socioeconómicos), el héroe juvenil
más asentado es masculino... incluso en obras
contemporáneas. En mi selección he incluido varios libros
que no suelen formar parte de las colecciones de literatura
juvenil, aunque me parecen perfectamente adecuados. En
cuanto al género de los lectores, me parece tan recomendable
que las jóvenes entren en contacto con Huckleberry Finn como
que los jóvenes conozcan Jane Eyre. Es más: no hay que
esforzarse mucho para imaginar a Huck y Jane trabando una
sólida amistad.
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- El exceso de sentimentalismo no es el único motivo de
que algunos clásicos juveniles hayan envejecido mal. Algunos
se hallan atrapados en una paradoja irresoluble: para leerlos
se requiere una competencia lingüística que no suelen poseer
los lectores jóvenes, mientras que resultan demasiado naives
para los que pueden afrontar su lectura con éxito. Los hay que
incluyen larguísimas descripciones, diálogos metafísicos,
digresiones forzadas: Ivanhoe (Walter Scott), Los viajes de,
Gulliver (Jonathan Swift), La novela de la momia (Théophile
Gautier), Frankenstein (Mary Shelley), Nils Holgersson (Selma
Lagerlof), El último mohicano (james Fenimore Cooper). En
ciertos casos, el problema es el inverso, ya que su extrema
sencillez los hace recomendables sólo para ser leídos en voz
alta ante los niños, como en el caso de Pinocho (Carlo
Collodi), El mago de Oz (L. Frank Baum), El viento en los sauces
(Kenneth Grahame) o Los viajes de Kásperle (Josephine Siebe).
Otros incluyen mensajes excesivamente obvios o poseen un
moralismo exacerbado, actualmente indigerible,
como Canción ds Navidad (Charles Dickens) y Mujercitas
(Louisa May Alcott), que abusan del moralismo de las buenas
acciones, o Corazón (Edmondo de Amicis), que abusa del
moralismo patriótico. Ciertas exclusiones son muy
personales: siempre me ha parecido que Pelo de zanahoria
(Jules Renard) es un libro demasiado deprimente, incluso más
que Oliver Twist (Charles Dickens), que, a su vez, pocos
adolescentes resistirían hoy en su versión íntegra.

- No he incluido versiones reducidas de clásicos. Hay


tantas obras por elegir que no hace falta recurrir a
adaptaciones homogeneizantes. Me resisto a recortar páginas,
ya sean de Robinson Crusoe o de Guerra y paz. He seleccionado
unas cuantas obras largas, pero, para no asustar a los lectores,
no me he planteado incluir clásicos juveniles maratonianos,
como El conde de Montecristo (Alexandre Dumas), Quo Vadis
(Henryk Sienkiewicz) o Ben-Hur (Lew Wallace). Aun así, sería
arriesgado vincular directamente la exten-

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sión de una obra a su facilidad de lectura... o a la facilidad que
pueda tener para crear interés en el lector.

- La selección es lo bastante reducida para no repetir


temáticas. Dicho de otra forma, la presencia de D’Artagnan
anula al capitán Fracasse (Théophile Gautier), Scaramouche
(Rafael Sabatini) y la Pimpinela Escarlata (Emmuska Orczy),
mientras que Huckleberry Finn vuelve innecesaria La cabaña
del tío Tom (Harriet Beecher Stowe). Sherlock Holmes permite
prescindir de Auguste Dupin (Edgar Alian Poe), yjack London
vuelve superíluas las novelas de James Oliver Curwood. El
predominio de la literatura naval ha obligado a prescindir de
muchos autores, desde el capitán Marryat hasta el Kipling
de Capitanes intrépidos. Me he decantado por textos
fundacionales, como Drácula o Las aventuras de Moxogli, y he
evitado obras posteriores que retomaban sus mismas
temáticas. Finalmente, he escogido los que me parecen los
mejores representantes de cada subgénero: La máquina del
tiempo en el apartado de ciencia- ficción, Las minas del rey
Salomón en lo que respecta a aventuras africanas o La llamada
de lo salvaje en cuanto a historias protagonizadas por un
animal.

- Sólo en dos casos me he permitido repetir autores. El


primero, (ules Verne, porque es el clásico juvenil por
antonomasia, y porque son tantos sus libros que un par era lo
mínimo que podía incluir sin sufrir remordimientos. En el
caso de Mark Twain, he elegido Tom Sawyery Huckleberry Finn
porque son dos joyas distintas y complementarias, una que
retrata la transición de la niñez a la adolescencia, y otra la de la
adolescencia a la edad adulta. Tanto en el caso de Verne como
en el de Twain, el doblete es también una forma de homenaje.

- La traducción de libros juveniles suele verse frenada a


cambio de potenciar autores locales. Sin embargo, en
castellano existen versiones de todas las obras que integran
este canon.

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Veintiocho libros aconsejables

A continuación presento dos listas de los veintiocho títulos


que recomiendo. En la primera mantengo su orden de publicación.
La segunda sigue el que, según mi criterio, podría ser su orden de
lectura.

i. P OR ORDEN DE PUBLICACIÓN

Robinson Crusoe, Daniel Defoe (1719)


El Cascanueces, E. T. A. Hoffmann (1816)
La abadía de Northanger, Jane Austen
(1818) Tarás Bulba, Nikolái Gógol (1835)
La hija del capitán, Alexander Pushkin (1836)
Los tres mosqueteros, Alexandre Dumas (1844)
Jane Eyre, Charlotte Bronté (1846)
Moby Dick, Hermán Melville (1851)
Primer amor, Iván Turguenev (1860)
Viaje al centro de la Tierra, Jules Verne (1864)
La vuelta al mundo en ochenta días, Jules Verne (1872)
Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain (1876)
Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain (1882)
La punta abierta, Margaret Oliphant (1882)
La isla del tesoro, R. L. Stevenson (1883)
Las minas del rey Salomón, Henry R. Haggard (1885)
El prisionero de Zenda, Anthony Hope (1894)
Las aventuras de Moivgli, Rudyard Kipling (1895)
La máquina del tiempo, H. G. Wells (1895)
El rojo emblema del valor; Stephen (Tañe (1895)
Drácula, Bram Stoker (1897)
El sabueso de los Baskerville, Arthur Conan Doyle (1902)
El rey Arturo y sus caballeros, Howard Pyle (1903)
La llamada de lo salvaje, Jack London (1903)
Ana, la de Tejas Verdes, Lucy Maud Montgomery (1908)
El jardín secreto, Francés Hodgson Burnett (1909)
La herencia del desierto, Zane Grey (1910)
PeterPan, J. M. Barrie (1911)
La lista abarca desde la isla de Robinson Crusoe hasta la de
Peter Pan: desde el hombre condenado a estar solo hasta el solitario
en compañía, desde el descubrimiento del otro hasta la
metaliteratura. Encontramos en ella a trece autores británicos, seis
norteamericanos, tres rusos, dos franceses, un canadiense y un
alemán: proporciones no demasiado distintas de las que veríamos
en cualquier manual de literatura occidental del siglo xix,
exceptuando el elevado porcentaje de autores norteamericanos. De
hecho, en la novela norteamericana del siglo xix hay más aventuras
que en la de cualquier otro país, y por lo tanto parece especialmente
adecuada para lectores adolescentes. En Francia o Alemania,
pongamos por caso, difícilmente un libro con el argumento de Moby
Dick se hubiera considerado literatura seria.
La ordenación cronológica facilita que nos percatemos de las
épocas de predominio nacional: rusos y franceses llegan justo hasta
la década de 1870; a partir de entonces, el predominio
angloamericano es absoluto. Ya he comentado la relación entre la
época victoriana y la noción de clásico juvenil. Es el momento de
fijarse en el vigor que cobran los clásicos en lengua inglesa durante
las dos últimas décadas del siglo xix, y en particular en torno a 1895,
cuando se publican tres libros de primerísima calidad: Las aventuras
de Mowgli, La máquina del tiempo y El rojo emblema del valor. Se trata,
sin duda, de la euforia que precede a la caída. En 1902, con El
corazón de las tinieblas, Joseph Conrad da la voz de alarma: África ya
no es el último paraíso, sino un ámbito de horror y abyección. En
1905 muere Jules Verne, y en 1910 Mark Twain. A finales de la
primera década del siglo xx, las escritoras L. M. Montgomery y F.
H. Burnett publican sus novelas, que hoy podemos leer como la
cumbre de la literatura de la inocencia. En 1911 mueren Emilio
Salgari y Howard Pyle; aquel mismo año aparece Peter Pan, sátira y
superación, homenaje y despedida a la literatura infantil y juvenil.
Muchos de esos autores británicos tienen rasgos comunes. No
todos son ingleses, aunque comparten su tendencia a instalarse en
Londres. Robert Louis Stevenson, James Barrie,
Margaret Oliphant y Arthur Conan Doyle son escoceses; Bram
Stoker es irlandés. A menudo son abogados que prueban suerte en
política y se retiran cuando logran vivir de la literatura. En muchos
casos, sus libros se han mantenido vivos hasta ayer mismo.
El clásico juvenil suele identificarse con la novela de
aventuras, o sea, con la narración de peripecias más o menos
arriesgadas, situadas en parajes exóticos, con predominio de la
novela marítima. La trama podría ser la siguiente: un héroe,
generalmente joven, inicia un viaje, una búsqueda de lo
desconocido que se convertirá en una prueba física o moral -con
múltiples peligros-, que le llevará a tomar decisiones trascendentes
y a experimentar una transformación. En estas novelas
predominan los hechos -no las ideas-, la voluntad -no el análisis o
la contemplación-. En mi selección he intentado abrir el abanico y
proporcionar cabida a todos los subgéneros: novela de formación,
de capa y espada, de piratas, caballeresca, de ciencia-ficción, de
animales, policíaca, de amor, de viajes, de guerra,
fantástica, western. En cuanto a los protagonistas, los hay de todas
las edades y condiciones: niños, jóvenes y adultos; nobles,
campesinos, marinos, burgueses, vaqueros, científicos, guerreros,
detectives, vagabundos... Los espacios en que transcurre la acción
son igualmente variados: Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia,
Ucrania, Islandia, Alaska, Canadá, los Estados Unidos, la India,
Sudáfrica, los mares del Sur, el Caribe, Ruritania, la isla de Nunca
Jamás...
Ante estos libros resulta tentador jugar a la literatura
comparada: ¿qué tienen en común las islas de estas novelas? ¿Y los
consejos que dan los padres a sus hijos cuando éstos abandonan el
hogar, como en Los tres mosqueteros, Tarás Bulba y La hija del capitán?
¿Y el destino de los botines de Tom Sawyer, Las minas del rey Salomón
y La isla del tesoro? ¿Existe un patrón definitorio para los niños o las
mujeres que aparecen en estos libros?
Estamos en el siglo xix. No es de extrañar que la mayoría de
los autores sean hombres y los protagonistas, masculinos. De los
cinco libros escritos por mujeres que incluyo, tres están
protagonizados por huérfanas, como si la falta de una

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familia propia fuese la gran aventura femenina posible. En
cualquier caso, si revisamos el papel de la mujer en estas novelas,
podemos llevarnos más de una sorpresa. Lo cierto es que hay obras
en las que resulta perfectamente prescindible: Robinson Crusoe, La
isla del tesoro, La puerta abierta, El rojo emblema del valor... A veces
posee un rol secundario o pasivo: en Tarás Bulba, Viaje al centro de la
Tierra, La llamada de lo salvaje o La abadía de Northangee; pero también
puede evidenciar una fuerte personalidad, como la de la señora
Hussey en Moby Dick, Vasilisa en La hija del capitán, Ginebra en El
rey Arturo y sus caballeros, María en El Cascanueces o la princesa
Flavia en El prisionero de Zenda. En muchos casos, la mujer simboliza
el ámbito doméstico, opuesto al espíritu aventurero -a menudo al
límite de la ley-; lo mismo sucede en muchísimas obras cumbre de
la literatura universal. Así, la mujer puede poner fin a la vida
peligrosa del hombre, como ocurre en Torn Sawyer o Las aventuras de
Mowgli. Como afirma el rey Twala en Las minas del rey Salomón:

Los besos y las tiernas palabras de las mujeres son


dulces; ¡pero el sonido del entrechocar de las lanzas de los
hombres es más dulce, y aún es más dulce el olor de la sangre
de los hombres!

En Peter Tan, ese intento de domesticación, encarnado por


Wendy, resulta todavía más explícito. Peter opone una gran
resistencia, y eso le condena a la soledad. Pero la mujer también
puede formar parte de otra civilización, y por tanto conducir al
mestizaje, como en La máquina del tiempo, Las minas del rey Salomón,
La vuelta al mundo en ochenta días o La herencia del desierta,
destaquemos que en los dos primeros libros las mujeres no
sobreviven, como si esas relaciones fuesen demasiado
transgresoras para la moral de la época. Pero también existen otros
modelos: la mujer intrigante y poderosa de Los tres mosqueteros, la
mujer fatal de Primer amor, la mujer engañada de El sabueso de los
Baskerville, la mujer sabia de Drácula, la mujer independiente de Jane
Eyre, la muchacha que transforma su entorno en Ana, la de lejas
Verdes, o la niña que pone en contacto dos mundos en El jardín
secreto.

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A través de estos libros, el lector puede sentirse inclinado a
suponer que los hombres parten en pos de aventuras estimulantes
motivados por el pánico que sienten ante la vida matrimonial.
Como Huckleberry Finn, prefieren la muerte a una vida gris. Esa
tendencia, que observamos en la obra de autores tan británicos
como Rudyard Kipling o James Barrie, ha sido atribuida por el
estudioso Leslie A. Fiedler a la tradición novelística
norteamericana:

El típico protagonista masculino de nuestra novelística


ha sido el hombre obligado a escapar al bosque o al mar, río
abajo o hacia un conflicto, dondequiera que fuese, con tal de
escapar de «la civilización», una civilización que implica la
confrontación entre hombre y mujer, que conduce a la
tentación de la carne, al matrimonio y a la responsabilidad.

2 . P OR ORDEN DE LECTURA

Las aventuras de Mowgli, Rudyard Kipling (1895)


El Cascanueces, E. T. A. Hoffmann (1816)
El jardín secreto. Francés Hodgson Burnett (1909)
La llamada de lo salvaje, Jack London (1903)
Las aventuras de Torrt Sauryer, Mark Twain (1876)
Ana, la de Tejas Verdes, Lucy Maud Montgomery (1908)
La hija del capitán, Alexander Pushkin (1836)
La puerta abierta, Margaret Oliphant (1882)
La máquina del tiempo, H. G. Wells (1895)
Tarás Bulba, Nikolái Gógol (1835)
Las minas del rey Salomón, Henry R. Haggard (1885)
El sabueso de los Baskerville, Arthur Conan Doyle (1902)
La herencia del desierto, Zane Grey (1910)
La isla del tesoro, R. L. Stevenson (1883)
El prisionero de Zenda, Anthony Hope (1894)
PeterPan, J. M. Barrie (1911)
La vuelta al mundo en ochenta días, Jules Verne (1872)
El rey Arturo y sus caballeros, Howard Pyle (1903)
Viaje al centro de la Tierra, (ules Verne (1864)
Jane Eyre, Charlotte Bronté (1846)

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El rojo emblema del valor, Stephen (jane (1895)
Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain (1882)
Drácula, Bram Stoker (1897)
La abadía de Northanger, Jane Austen (1818)
Los tres mosqueteros, Alexandre Damas (1844)
Primer amor, Iván Turguenev (1860)
Robinson Crusoe, Daniel Defoe (1719)
Moby Dick, Hermán Melville (1851)

Los veintiocho libros se han reordenado de mayor a menor


facilidad de lectura, lo que no siempre significa de menor a mayor
número de páginas. En el orden recomendado de lectura, la lista se
abre con dos libros de animales pensantes y parlantes. A
continuación llega el momento de las aventuras más o menos
ingenuas hasta que llegamos a La isla del tesoro, paradigma del
concepto «clásico juvenil», ya que la agilidad de la acción se
entreteje con las grandes cuestiones e intuiciones que plantea la
literatura sin adjetivos. La isla del tesoro se encuentra en el centro del
canon. La prueba es que aparece en todas las recomendaciones. Es
el único libro que comparten la lista de Harold Bloom y las
bibliotecas ideales de Fernando Savater (La infancia recuperada y
Roberto Cotroneo (Si una mañana de verano un niño). También es la
novela preferida de especialistas en literatura juvenil como Bettina
Hürlimann. En castellano pueden encontrarse un sinfín de
ediciones y adaptaciones.
Aunque la lista esté encabezada por un Nobel de literatura, las
últimas nueve obras son sencillamente novelas de primera fila que
pueden ser leídas por jóvenes apropiadamente preparados. Harold
Bloom, que no es precisamente un partidario de la facilidad en la
lectura, las ha incluido todas en su canon de la literatura occidental,
salvo la de Jane Austen, autora que figura también en dicho canon
con otras novelas.
La lista ordenada de menor a mayor dificultad de lectura nos
lleva desde Mowgli hasta el capitán Ahab, es decir, desde una obra
que quizá sea más para niños que para jóvenes hasta otra que quizá
sea menos para jóvenes que para adultos: de los animales próximos
y comprensibles a un monstruo blanco,

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enigmático y temible. En medio se encuentra toda la evolución que
va desde el sencillo código de la selva hasta la intrincada
reglamentación marinera y humana del navío Pequod. La
ordenación tiene en cuenta dificultades lingüísticas, pero también
problemas de comprensión más generales, es decir, relacionados
con el horizonte de conocimientos del lector.
No hace falta seguir esta lista al pie de la letra. Creo que debe
haber una selección y un orden, pero no que deban ser
necesariamente éstos, que aspiran tan sólo a un carácter orien-
tativo. Cada lector se relacionará de forma distinta con las tramas
que se le propongan. Moby Dick es un libro largo y difícil, la
culminación de un aprendizaje: quien lo termine y lo entienda
podrá considerarse legitimado para leer cualquier cosa.
En cualquier caso, la lista puede resultar útil para constatar
una mínima evolución. Así, viajamos de la jungla de Kipling al
jardín de F. H. Burnett para después regresar a la naturaleza salvaje
de London. La puerta abierta y La máquina del tiempo relatan el
contacto entre dos mundos separados: uno a través de lo
desconocido, el otro a través de la investigación científica. La
herencia del desierto es la transposición al Oeste americano de los
aventureros de Las minas del rey Salomón. Tal vez El prisionero de
Zenda y PeterPan tratan de decirnos que La isla del tesoro ha dejado
de ser posible. El rey Arturo y sus caballeros, situado entre las dos
novelas de Verne, puede generar una lectura trascendente de la
segunda. La abadía de Northanger ofrece una visión distanciada de
las novelas góticas que anticipan Drácula, al igual que El primer
amor es una severa actualización de las aventuras galantes de Los
tres mosqueteros.
Ya he señalado que la elección de los libros no obedece a
criterios morales, y menos sanitarios. Salta a la vista que muchos de
los protagonistas de estas novelas consumen tabaco más allá de lo
que hoy en día nos parecería razonable. Todo ello es el reflejo de su
época, tal como a alguien podría sorprenderle que en la ficción
actual la mayoría de los fumadores sean malvados. Es útil revisar
lo que sucede en los clásicos juveniles porque reflejan los usos
sociales en una determinada etapa de Occidente.

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En La isla del tesoro, cuando el capitán Smollett abandona el
barco y se dispone a vivir en la isla durante un período de tiempo
indeterminado, no olvida llevarse tabaco. Más tarde, cuando
negocie con John Silver sobre la arena, ante la cabaña del bosque,
cada uno de ellos fumará con pipa, el símbolo de un armisticio
primitivo e inestable. También sobre la arena, andando por una isla
menos hostil, suele representarse a Robinson Crusoe: descalzo, con
gorro, una sombrilla y la pipa entre sus dedos, ya que el tabaco es
su único compañero hasta que encuentra a Viernes.
En Moby Dick, Ismael y Queequeg sellan su amistad fumando,
y también fuma el shakespeariano Stubb, mientras que el siniestro
capitán Ahab abandona ese hábito al comienzo del viaje. Alian
Quatermain y sus amigos sufren sed, hambre y penalidades al
atravesar el desierto, rumbo a las minas del rey Salomón, pero ni se
les pasa por la cabeza deshacerse del tabaco. Una vez superado el
obstáculo, se sentarán junto al fuego y fumarán sus pipas con
naturalidad, como si estuvieran en un club de Pall Malí. La arena y
la hoguera parecen propiciar este consumo, ya que, cuando Tom
Sawyer y sus amigos llegan a la isla de Jackson, lo primero que
hacen es ponerse a dar caladas. Parece, pues, que el tabaco se
consideraba una buena costumbre durante o inmediatamente
después de una aventura. No es de extrañar que sea el hábito que el
viajero de La máquina del tiempo echa de menos «terriblemente»
cuando viaja al futuro. En fin: ¿qué sería de Sherlock Holmes sin el
tabaco? No sólo lo consume, sino que considera que una atmósfera
cargada de humo favorece la concentración del intelecto. Por otra
parte, sin las colillas y la ceniza sería incapaz de señalar quién ha
estado en un lugar determinado, cuándo y durante cuánto tiempo:
«Si de verdad quiere despistarme, cambie de estanco», le espeta al
doctor Watson en El sabueso de los Baskerville.
He reservado el caso más extremo para el final. Se trata de
Tarás Bulba, que no es exactamente un héroe, pero que incorpora
todas las contradicciones del aventurero cosaco. Al final de la
epopeya, Tarás logra escapar de los polacos, pero con las prisas
pierde la pipa y el tabaco. Entonces retrocede y cae en

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manos de sus enemigos. El lector puede interpretar que el tabaco
es la causa de su perdición, pero también que el viejo patriarca
creyó que merecía la pena jugarse la vida por él. De los veintiocho
libros seleccionados, sólo en Jane Eyre el tabaco presenta
connotaciones negativas: quienes fuman son Grace Poole, la criada
sospechosa, y Edward Rochester, sobre todo cuando aún no ha
definido su papel en la novela. Aunque, pensándolo bien, se trata
de dos pistas falsas.
Me ha parecido pertinente poner fin a este apartado
comentando brevemente los usos del alcohol en estos clásicos
juveniles. Aunque se trata de forma negativa en Tarás Bulba, La hija
del capitán, Huckleberry Finn, La herencia del desierto y La isla del tesoro,
por regla general se les brinda generosamente a todos los
protagonistas o personajes secundarios que necesiten ser
reanimados física o anímicamente, aunque estén en ayunas: coñac,
vino, grog o champán son útiles antes o después de ataques o
recaídas. ¿Alguien puede afirmar en serio que la función de la
literatura es asentar modelos de consumo? El personaje de John
Thorpe lo expresa con su habitual humor en La abadía de
Northanger.

De una cosa estoy seguro: si todo el mundo se bebiera


una botella diaria no habría en el mundo ni la mitad de
trastornos de los que hay.

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