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La torre

 
Alejandro Ferrero

 
No soy tan pesimista como puedo parecer
a veces. Creo en la felicidad... la
felicidad debía existir, puesto que
puede destruirse.
Douglas Sirk
Personajes:
Alma  (30 años)
Viejo

 Estación de los Ferrocarriles. La escena está sugerida por una banca de


madera y un reloj de pared que el espectador mira de frente. Dos grandes
lámparas que cuelgan del techo iluminan el vestíbulo.

El reloj marca las 8:45, y cada vez que el minutero llega al número 10 la aguja
retrocede al número 9, así todo el tiempo. Las lámparas están encendidas.
Alma está sentada en el extremo izquierdo de la banca, luce desaliñada y
desaseada pero no en extremo, tiene un vestido verde un poco ajado y un
suéter negro, sus zapatos están polvosos; junto a ella una maleta. Mira a
ambos lados, como esperando a alguien, después de unos minutos aparece el
Hombre, éste es un viejo humilde vestido de traje que lleva en el brazo un
abrigo, se sienta en el otro extremo de la banca. Alma lo examina, luego,
cogiendo su maleta se sienta junto a él, él hace el intento de incorporarse pero
se detiene cuando Alma habla.

Alma:              Por favor, no se levante. (El Hombre la mira.) No voy a pedirle
nada. Solamente quédese donde está. Estoy esperando que
anuncien la salida para Zacatecas. Llevo aquí desde las ocho de
la mañana y no he hablado con nadie. Viene tan poca gente
hasta aquí. No he hablado con nadie desde esa hora y me
cuesta trabajo iniciar cualquier conversación. No le molesta
que me dirija a usted, ¿verdad? (El Hombre la mira.) Debe
pensar que estoy loca, ¿no? No lo estoy. Vinieron a dejarme en
la mañana porque después no podían hacerlo y llevo aquí más
de doce horas. Creo que hubo un descarrilamiento, por eso no
han anunciado ninguna salida. ¿Ya vio que el reloj no sirve?
(El Hombre echa una ojeada rápida al reloj.) ¿Usted hacia
dónde va? (Silencio.) Perdóneme por meterme en asuntos que
no son míos, pero ya le dije que llevo mucho tiempo sin hablar.
Siento la boca seca y los labios como pegados. (El Hombre la
mira.) Yo voy para Zacatecas, para reunirme con mi esposo y
mis hijos. (Parece recordar súbitamente algo y abre su bolso
de donde saca una fotografía que le muestra al Hombre, éste
se resiste un poco pero finalmente la coge y la mira.) Se llama
Alberto. Es mi marido. Es ingeniero. Construye presas. (El
Hombre le devuelve la fotografía, Alma la mira.) Es guapo,
¿verdad? (La guarda y saca otra, la tiende al Hombre, éste la
coge y la mira.) Son mis hijos, el de la izquierda se llama
Antonio, el otro, el más pequeño, se llama Gerardo. Hicieron la
primera comunión. (Ríe.) No sé por qué le digo ésto, usted
debe haberlo notado ya, vestidos de blanco, con la cera en la
mano y con esas expresiones de dulzura, de niños bien
portados, como si realmente supieran lo que están haciendo.
(El Hombre le entrega la foto, Alma la coge y la mira
embelesada.) Son más guapos que su padre, ¿verdad? (El
Hombre la mira. Alma guarda la fotografía en su bolso.) Su
padre se los llevó a Zacatecas. Me los quitó... pero las cosas ya
se arreglaron y ahora voy a reunirme con ellos. ¿No le suena
extraña la palabra ahora? A mí hubo un tiempo en que me lo
parecía, incluso evitaba decirla, pero ahora puedo hacerlo
como si tal cosa. ¿Lo ve? La dije nuevamente. No lo
importuno, ¿verdad? Si fuese así no tiene más que decirlo. Pero
yo sé que es usted un caballero y no me dejará con la palabra
en la boca. Lo supe al verlo entrar, con su abrigo en el brazo, y
la manera en que se sentó. Mi esposo es un ingeniero
importante, sabe inglés y ha construido, o por lo menos ha
ayudado en la construcción de cuatro presas. El es también un
caballero. (Pausa.) Le voy a confiar un secreto. El viaja mucho
por imposición de su trabajo, no crea que lo hace por impulsos,
no, y tiene que vivir en pequeños hoteles y pensiones, y conoce
mucha gente, de todo, gente importante y gente que no lo es...
(Ríe.) Gente que no lo es, suena cómico; me refiero a gente que
no es importante. Así conoció a Ruth, una putita fronteriza, y
se enredó con ella. Pero no crea que la quería. Sucedió que
Alberto llevaba ya ocho meses fuera de casa y me echaba de
menos, ¿me entiende? Usted tiene que entender, usted también
fue hombre. Ella, así me lo contó Alberto, se le ofreció como
una santa, toda desnuda y llevando sus pechos en una charola,
y él no tuvo corazón para rechazar esa imagen bíblica. Así
comenzó a vivir con ella, forzado por las circunstancias. Luego
la embarazó y cuando nació su hijo, posterior a los míos
naturalmente, ella lo dejó con su madre, y siguió a Alberto de
campamento en campamento con el objetivo único de
despojarme de mi marido. (El Hombre mira el reloj.) ¿Le
aburre mi conversación? Ya le dije que el reloj no sirve.
(Silencio.) ¿Cree en las premoniciones? ¿Cree? Yo no sé.
Tengo motivos para creer pero también los tengo para no creer.
Tendría unos diez años cuando sucedió un hecho notable: mi
madre mantenía relaciones con un hombre al mismo tiempo
que con mi padre. Por las tardes salíamos de la casa mi madre,
mi hermanito Eliseo y yo, caminábamos hasta las afueras de la
ciudad, allí nos esperaba él, no recuerdo su nombre, y nos
internábamos en el campo, caminábamos entre los árboles, y
nos sentábamos los cuatro en la hierba, entonces él sacaba de
sus bolsillos golosinas que llevaba para nosotros y mientras las
comíamos, ellos, mi madre y él, nos dejaban allí, haciéndonos
muchas recomendaciones: no se muevan de aquí, cuida a tu
hermanito, coman despacio, y ellos desaparecían por mucho
tiempo, tal vez veinte o treinta minutos pero para mí entonces
era mucho tiempo; las primeras veces creí que mi madre nos
había abandonado, después me acostumbré. Cuando
regresábamos mi madre nos decía: si quieren seguir comiendo
dulces no deben mencionar a... ¿cómo se llamaba? No
recuerdo. Pero no debíamos mencionarlo a mi padre. Y una
tarde, cuando volvíamos a casa, solos, mi madre, Eliseo y yo,
él nos había dejado ya, y caminábamos entre las vías del tren,
saltando de durmiente en durmiente. Oímos a lo lejos el silbato
del tren que se acercaba, mi madre nos cogió de la mano y trató
de alejarnos de las vías pero se atoró su zapato entre dos rieles
y luchó por zafarse, al oírse más cerca el silbato y viendo que
no podía librarse a tiempo, me dijo: anda, llévate a Eliseo,
apártate de la vía; yo no quería dejarla pero me gritó para que
lo hiciera y me alejé arrastrando a Eliseo porque él tampoco
quería abandonarla. Nos paramos a unos metros de allí,
esperando que ella pudiese desatarse el zapato, pero no pudo
hacerlo y el tren la despedazó. Yo apreté contra mí a Eliseo
para que no viera nada, para que yo no sintiera nada. Quería
gritar y llorar pero ahora yo era responsable por Eliseo y mi
grito y mi llanto se fueron hacia adentro. Nos quedamos allí,
petrificados, hasta que alguien nos condujo a no sé donde.
Aferrada a la mano de mi hermano, pensaba en mi madre, en
nosotros, en los interrogatorios de mi padre y en las golosinas
que ya no probaríamos... Ese dolor no ha terminado de salir de
mi cuerpo, gira, gira, todo el tiempo, como buscando la salida,
pero no la encuentra... (Silencio. El Hombre la mira incómodo,
estruja su abrigo, como si fuese a incorporarse de inmediato,
pero no se decide. Alma abre su bolso y saca algo que
mantiene oculto.) ¿Cree en Dios? (Silencio.) Yo... no sé. La fe
es como una margarita. (Abre la mano y le muestra al
Hombre.) ¿Ve la flor? (El Hombre mira hacia otro lado.) ¿La
ve? (Alma hace como si sostuviera una flor por el tallo.) Usted
no tiene fe, si la tuviera vería la margarita que tengo en la
mano. Yo la veo y no sé si tenga fe. Si no la ve no importa,
porque yo le diré lo que voy a hacer. Voy a arrancarle los
pétalos y sabré si por el momento tengo fe o no la tengo. (Hace
como si deshojara una flor. A cada pétalo corresponde una
frase.) Tengo fe, quién sabe, no la tengo, tengo fe, quién sabe,
no la tengo, tengo fe, quién sabe, no la tengo, tengo fe..., quién
sabe. Quién sabe. Hay tantas cosas que no sabemos. La muerte
de mi madre fue una premonición al revés, o una indirecta, o
como dijeron los médicos más adelante, algo sarcástico. ¿O no
fue eso lo que dijeron? Dijeron tantas tonterías, ¿cómo
acordarse de cada cosa? ¿Qué entiende por sarcástico? ¿Le dice
algo la palabreja? (El Hombre mira nuevamente el reloj.)
¿Usted espera a alguien? ¿Le importaría decírmelo? Le
prometo guardar el secreto si lo hay. ¿No? ¿Quiere que deshoje
una flor por usted? Sabe, en los silencios se parece a mi
marido. Cuando tenía mal humor no contestaba mis preguntas,
no importaba que tan trascendentes fuesen, o que tan insistente
me mostrara, él callaba, hasta un día completo. Cuando estaba
de buen humor era el hombre más cariñoso del mundo. Nos
pasábamos días enteros sin salir de la casa, haciendo cualquier
cosa, la comida, leíamos algún libro, o simplemente mirábamos
por la ventana el día, la gente que pasaba o los niños que
jugaban. Cuando empezaba a oscurecer nos íbamos a la cama:
conversábamos, nos amábamos, nos acariciábamos, tratando de
prolongar el día hasta la mañana siguiente. No había tiempos
establecidos para las comidas o para el baño o para cualquier
otra actividad, comíamos cuando teníamos hambre, dormíamos
cuando nos vencía el sueño... Después, su trabajo de ingeniero
nos vino a separar, porque ni el nacimiento de Antonio ni el de
Gerardo nos hicieron cambiar nuestros hábitos sino el
alejamiento. Quizá no ocurrió al principio pero sí con la
entrada de Ruth en nuestras vidas. Ella dio al traste con nuestro
matrimonio. La putita fronteriza. (Abre su bolso y busca, el
Hombre mira sus movimientos, Alma se da cuenta del interés
de aquél y cierra su bolso, ríe.) ¿Creyó que le mostraría el
retrato de Ruth? Confiéselo. ¿Pero se imagina que yo
conservaría el retrato de esa puta? No, señor, nada de eso,
además las flores no dejan espacio para muchas cosas. ¿De
verdad creyó que tendría el retrato de Ruth? Yo se la puedo
describir. Es más joven que yo, más bonita que yo, más
ardiente que yo; es espigada, jovial, inteligente pero huele mal,
huele a todos los hombres que la han pagado. (Abre su bolso y
saca un espejito y se mira. El Hombre no sabe qué hacer, y
cuando está a punto de incorporarse lo detiene la voz de
Alma.) Maté a mis hijos. (El Hombre la mira. Alma baja el
espejo.) Vino después la separación definitiva. Alberto se
instaló con Ruth en una casita y se olvidó de mí. Enviaba
mensualmente dinero para sus hijos, pero ni una sola palabra.
No sabía si estaba bien o si tenía trabajo o si comía a sus horas,
nada. Únicamente el giro postal que nos mandaba. Yo sabía
que estaba con ella y pudiendo haber puesto a sus hijos contra
él no lo hice. Pensaba en la reconciliación. (Pausa.) Pasaron
los meses, luego... (Levanta el espejo y se mira en él.) cogió la
costumbre de visitarme durante el sueño. Abría con su llave y
entraba en mi cuarto, me miraba dormir, se desnudaba y se
metía en la cama... (Baja el espejo.) Yo no decía nada, lo
dejaba tocarme y yo también lo tocaba y así continuábamos
hasta que me penetraba. Por la mañana, antes de que saliera el
Sol, él se vestía y se marchaba. Yo lo odiaba por visitarme
durante el sueño pero al mismo tiempo no lo odiaba, no sé si lo
quería más pero sí sé que lo deseaba más. Antes de dormirme
me acordaba de él, o más bien tenía que luchar con mi
memoria para acordarme de sus razgos físicos. Lo estaba
olvidando y no quería que eso pasara. No le miento. Me
acuerdo más del calor de su cuerpo que del color de su piel,
más de su olor que de la forma de su boca, más de las caricias
que de sus manos. Apenas llevaba seis meses fuera de casa
desde que desapareció por completo de mi vida y yo olvidé
mucho de su persona. Cuando soñaba su presencia tenía más
fuerza. Así continuamos amándonos. Todas las noches venía a
mi cama y me tomaba. Me tocaba toda y cedía la poca
resistencia que tuviera, me olvidaba de su infidelidad y me
entregaba, cada vez más. Sabía que durante el día estaba con su
putita fronteriza, pero en las noches, entraba a mi cuarto y se
desnudaba mientras yo fingía dormir dentro de mi sueño y me
ponía las manos firmes en mi sexo para que él no pudiese
penetrarme. Pero él me tocaba y todo cambiaba... Una noche
vino Alberto a visitarme durante el sueño, como lo hacía
siempre, ya se lo dije, y me hizo suya dos, tres veces, no sé,
luego se tendió a mi lado, desnudo y extenuado, y se durmió.
Me levanté para ver si mis hijos dormían. Ellos no habían
escuchado nada. Y, qué pueden escuchar, me pregunté a mí
misma, estoy soñando y no pueden escuchar nada. Abrí la
puerta y los vi con la luz de la Luna..., (Levanta el espejo como
si éste fuese la Luna y mira como si viese a sus hijos en este
momento.) dormían tranquilamente, ajenos a mis
pensamientos... (Baja el espejo.) Me sentí inmensamente feliz.
Dije, para mis adentros, Alma, ésta es la felicidad, ahora que
estás con tus hijos y tu marido... ¡Ahora! La palabra quedó
resonando en mi cabeza. ¿Por qué ahora? Y comprendí de
pronto la inconsistencia, la fugacidad de las cosas, de los
sentimientos, de la vida. ¡Ahora! ¿Se da cuenta de lo
monstruosa que es la palabra? Ahora quiere decir que nada es
para siempre. Vi desaparecer ante mis ojos todo el bienestar
que envolvía mi casa. De pronto la luz de la Luna ya no era la
luz sino el vacío. Todo tragado por el tiempo. Tenía en mis
manos otra margarita, la del tiempo: ahora soy feliz, ahora ya
no lo soy, ahora soy feliz, ahora ya no lo soy. El vértigo del
ahora se apoderó de mí. No quería que la felicidad se
esfumara. Entonces... entonces... ¡Dios mío!, volví sobre mis
pasos y entré en mi cuarto: Alberto dormía en mi cama. Y
deteniéndome en el marco de la puerta vi reunida por última
vez a mi familia; allí estaban, separados por una pared, mis
hijos y mi esposo, y sabiendo que soñaba quise reunirlos de
nuevo, y sin pensarlo dos veces me aproximé a los niños y los
vi fugazmente, luego los ahogué con sus almohadas, en seguida
fui al otro cuarto e hice lo mismo con mi marido. El,
curiosamente, ofreció menos resistencia que mis hijos pero no
le di importancia al hecho y me acosté nuevamente repitiendo
otra vez juntos, otra vez juntos, y me dormí. (Hunde la cara
entre sus manos.) Al despertarme... ¡No quiero despertar! ¡Por
favor, no quiero despertar! (Se descubre la cara.) Si despierto
voy a darme cuenta de que todo ha cambiado y la felicidad ya
no está. El ahora es una caricatura. (Enmudece. El Hombre la
mira inquisitivo.) Al despertar descubrí que mis hijos estaban
muertos, los ahogué durante el sueño con mis propias manos, y
él, mi marido, no estaba en la cama. ¡Yo los maté y el maldito
no pudo impedirlo porque estaba en los brazos de Ruth, la
putita fronteriza! (Pausa.) Dicen que no los maté, sino que su
padre se los llevó mientras yo dormía y que los tiene allá en
Zacatecas. Dicen también que me los quitó durante la noche y
para evitar que yo los recuperara los envió a la Luna. Yo no sé
que creer. Los norteamericanos estuvieron allí, ellos tienen
corridas a la Luna como nosotros a Chihuahua y es posible que
mis hijos estén allá, no sé. No sé nada. De cualquier forma,
cuando hay Luna llena yo miro hacia lo alto y trato de
descubrirlos. A veces me parece verlos, pero si tienen puesto su
traje de la primera comunión se confundirán con la misma
superficie de la Luna, yo creo también que dada la distancia
que hay de la Tierra a la Luna ningún ojo humano podrá verlos.
Ni siquiera yo, con mi amor de madre, podré verlos.
(Maquinalmente abre su bolso y saca de él una margarita
invisible y la deshoja.) Están en Zacatecas, están en la Luna,
están muertos, están en Zacatecas, están en la Luna, están
muertos, están en... (De pronto, horrorizada, mira hacia el
piso.) ¡No! (Se aferra del brazo del Hombre.) ¡Ahí vienen!
¡Ahí vienen! (El Hombre, desconcertado, trata de zafarse de
Alma, que evidentemente le hace daño.) ¡Mírelos surgir de la
tierra! (Alma sigue con la mirada la evolución de algo que
brota del piso del vestíbulo y que crece hacia lo alto.) ¿Los ve?
¿Los ve? ¡Brotan de la tierra Alberto y su putita fronteriza!
¡Mírelos encima de la construcción! (El Hombre logra zafarse
y escapar, huyendo por la misma dirección por la que entró.
Alma sube los pies a la banca y abraza sus piernas.) ¡Mírelos,
vienen a cerciorarse de que permanezco en la estación!
¡Mírelos! ¡Desde lo alto de la torre me vigilan, cogidos de la
mano y burlándose de mí! ¡Malditos sean! (Se pone de pie
sobre la banca y se dirige a ellos.) ¡En dónde están mis hijos!
¡Alberto, por el amor que me tuviste, por el amor que le tienes
a tu putita fronteriza dime en dónde están mis hijos! ¡Dímelo!
(Después de un momento y sin reparar que el Hombre ya no
está a su lado, se baja de la banca y se dirige a él.) ¿Los vió?
(Se vuelve hacia donde supone está el Hombre y descubre que
está sola. Mira en derredor suyo, coge su maleta y vuelve a
sentarse en el sitio que ocupaba al principio, permanece quieta
y en silencio, finalmente abre su bolso y saca una margarita
invisible y la deshoja.) Ahora soy feliz, ahora ya no lo soy,
quién sabe, ahora soy feliz, ahora ya no lo soy, quién sabe,
ahora soy feliz... ahora soy feliz. ¡Ahora soy feliz!
 
Oscuro.
 
 

La torre se estrenó en el Auditorio Ricardo Flores Magón de la


Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad
Autónoma de Puebla, por el Grupo La Cuchara, el 25 de Abril
de 1997, con el siguiente reparto:
 
Alma: Carmen Verdín
El Viejo: Alberto Osorio
Murmullos: Omar González
 
Producción: La Cuchara
Grabación de audio: Fabricio Quiroz
Manejo de audio: Eduardo Osorio
Manejo de luces: Rodrigo Durana
Puesta en escena: Jorge Luis Vargas

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