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IUSNATURALISMO

Antonio-Enrique Pérez Luño.


Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla

1. Precisiones terminológicas

El iusnaturalismo y el positivismo jurídico son dos formas teóricas contrapuestas de


plantear las relaciones entre el Derecho natural y el Derecho positivo. Por eso, si se
desea evitar equívocos y planteamientos confusos es conveniente: clarificar el
significado de los términos Derecho natural y Derecho positivo; y precisar cuál de las
diversas actitudes posibles de articular las relaciones entre Derecho natural y positivo es
la que respectivamente defienden el iusnaturalismo y positivismo jurídico.

1.1. Derecho natural

1) Se halla integrado por el conjunto de valores previos al Derecho positivo, que deben
fundamentar, orientar y limitar críticamente el Derecho positivo en cuanto puesto o
impuesto con fuerza vinculante por quien ejerce el poder en la sociedad. Se trata de
“derechos” con un significado y un status deóntico diverso (el Derecho positivo entraña
obligaciones exigibles coactivamente por el poder estatal, lo que no ocurre con las que
dimanan del Derecho natural, cuya fuerza vinculante se halla supeditada a su arraigo en
el ethos social), pero no necesariamente incompatible o independiente; porque todo
Derecho natural tiende a positivizarse, y todo Derecho positivo, en la medida en que
pretenda ser justo, o legítimo debe ser conforme al Derecho natural.

El principal motivo de las confusiones, controversias y ambigüedades que se han


producido en el devenir histórico de las teorías defensoras del Derecho natural
(iusnaturalismo), es la forma de entender la idea de naturaleza que subyace al concepto
de Derecho natural. Porque en la historia de las doctrinas iusnaturalistas, la noción de
naturaleza y, en función de ella, la propia definición del Derecho natural se han
plasmado en distintas concepciones, que pueden reconducirse a tres fundamentales:1)
La idea de naturaleza como creación divina y del Derecho natural como expresión
revelada de la voluntad del Creador en el ámbito de las relaciones sociales; 2) La
naturaleza como cosmos, es decir, como las leyes que rigen el mundo físico del que
forman parte los hombres, que se hallan sujetos a su legalidad a través de sus instintos y
necesidades naturales; 3) La naturaleza como razón, como cualidad específica del ser
humano que le permite establecer “autónomamente” sus normas básicas de convivencia.
Estas “formas” de Derecho natural se han sucedido, en versiones más o menos puras o
sincréticas, pero todas ellas han coincidido en una idea básica: la de subordinar la
obediencia al Derecho positivo, y al poder del que éste emana, a su conformidad con el
Derecho natural (cfr. Bloch, 1980; Delgado Pinto, 1982; Fassò, 1964; Wolf, 1963).
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1.2. Derecho positivo

Con la expresión “Derecho positivo” se designa el ius in civitate positum, es decir, el


Derecho puesto o impuesto por quien ejerce el poder en una determinada sociedad, y
por ello, válido en su ámbito. La idea de una distinción entre el Derecho establecido o
puesto a través de las normas que expresan la voluntad de la autoridad (nómos) y las
leyes que expresan la justicia de la naturaleza (physis ), aparece ya en la Grecia clásica a
través de los sofistas. Esta dicotomía se prolonga en las obras de Platón, Aristóteles y
los Estoicos, así como reformulada en la filosofía y la jurisprudencia romana. Así, en el
Digesto se utilizan los términos de ius naturale (en muchas ocasiones identificado con el
ius gentium ), que hace referencia a las normas que expresan exigencias éticas de
justicia, necesarias, universales, emanadas de la naturaleza y la razón; y de ius civile,
cuyas normas tienen por objeto lo que es útil o conveniente, son contingentes,
particulares de cada pueblo y prescritas por quienes los gobiernan. La distinción será
una constante en la trayectoria histórica de las teorías iusnaturalistas; mientras que tal
dicotomía es negada por el positivismo jurídico, que no admite otro Derecho que el
positivo, impugnando la juridicidad del Derecho natural.

Aunque la idea del Derecho positivo, en nuestra cultura jurídica, se remonta al


pensamiento clásico greco-romano, su expresión terminológica como ius positivum
aparece en el siglo XII utilizado por Abelardo (Kuttner). A partir de entonces, los
términos “Derecho positivo”, o “ley positiva” serán frecuentemente utilizados para
designar las normas prescritas como válidas en cada sociedad. En la actualidad las
distintas concepciones del Derecho positivo pueden reconducirse a tres: 1) La
iusnaturalista, que lo considera necesario para concretar, clarificar o determinar y
garantizar el cumplimiento de las exigencias de justicia encarnadas en el Derecho
natural; éste actuará como fundamento y límite de los contenidos normativos del
Derecho positivo. 2) La positivista, identificadora del Derecho in genere con el Derecho
positivo y que cifra su validez en la adecuada producción formal de sus normas por el
Estado con arreglo a procedimientos previstos por las normas superiores del propio
ordenamiento jurídico positivo, lo que permite identificar las normas que le pertenecen
y asegura la unidad, jerarquía, coherencia y plenitud de dicho ordenamiento. 3) La
realista, que pone el énfasis en el poder capaz de asegurar la eficacia del Derecho
positivo, y considera sus normas como imperativos sancionados por la coacción en la
medida en que de hecho son aplicados por los tribunales y cumplidos por sus
destinatarios (cfr.:Passerin D´Entrèves, 1970; Pérez Luño, 2002; Truyol y Serra, 1949;
Welzel, 1977).

1.3. Modalidades de articulación de la relaciones entre Derecho natural y Derecho


positivo

Tras el análisis del significado respectivo del Derecho natural y del Derecho positivo, es
posible distinguir diversas actitudes teóricas, o modos de articulación de las relaciones
entre ambos conceptos.
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i) La primera afirma que sólo existe una modalidad de Derecho: el Derecho positivo; se
trata de la tesis monista que corresponde a la postura del positivismo jurídico.

ii) La segunda es la tesis que sostiene la existencia de la dicotomía Derecho


natural/Derecho positivo, pero estima que el Derecho positivo está subordinado al
Derecho natural, que actúa como fundamento y límite crítico de la normatividad
positiva. Esta es la posición tradicionalmente defendida por las doctrinas iusnaturalistas.

iii) La tercera tesis admite también la existencia de ambas modalidades de Derecho,


pero, las considera categorías independientes que obedecen a una dinámica distinta y
que se desarrollan en planos, asimismo, distintos sin que exista una relación entre ellos.
Las diversas teorías escépticas y relativistas en el plano jurídico pueden simbolizar esta
actitud.

iv) La cuarta posición postula que sólo existe el Derecho natural. Los autores
contractualistas al aludir a un “estado de naturaleza” de carácter presocial (sea como un
hecho histórico: Hobbes, Pufendorf, Spinoza...; sea como una hipótesis explicativa:
Locke, Rousseau, Kant...), conciben esa situación como una fase regida únicamente por
las leyes de la naturales.

v) La quinta tesis afirma la posibilidad de existencia del Derecho natural y del Derecho
positivo, pero, a diferencia de las teorías iusnaturalistas supedita el primero al segundo.
Responden a esta actitud aquellas concepciones jurídicas que sólo admiten un contenido
mínimo del Derecho natural, cuya función sería la de servir de última instancia
legitimadora de todo el orden jurídico positivo, o de cauce para colmar las
excepcionales lagunas de la normatividad positiva.

vi) La sexta postura sería aquella que niega conjuntamente al Derecho natural y al
Derecho positivo. Esta tesis ha tenido su expresión en las versiones más radicales de las
posturas ácratas (cfr. Bobbio, 1961; ide., 1965; Hart, 1961; Pérez Luño, 1971 id. 2002).

1.4. Iusnaturalismo

El iusnaturalismo, en cuanto teoría jurídica dualista, distingue dos sistemas normativos:


el Derecho natural integrado por el conjunto de valores previos al Derecho positivo, que
deben fundamentar, orientar y limitar críticamente todas las normas jurídicas; y el
Derecho positivo en cuanto puesto o impuesto con fuerza vinculante por quien ejerce el
poder en la sociedad. Conviene distinguir dos grandes versiones del iusnaturalismo: 1)
el iusnaturalismo ontológico, dogmático o radical, que postula un orden de valores
producto de un objetivismo metafísico, del que pretenden derivar valores y principios
materiales universalmente válidos para cualquier Derecho digno de serlo (Agustín de
Hipona, Tomás de Aquino, la Escuela Española del Derecho Natural, el último
Radbruch...); 2) y el iusnaturalismo deontológico, crítico o moderado, que no niega la
juridicidad del Derecho positivo injusto, pero establece los criterios para comprobar su
disvalor y, por tanto, para fundamentar su crítica y su substitución por un orden jurídico
justo (Kant, Stammler, Bloch, Fassò, Recasens, Truyol Serra, Welzel, Erik Wolf...).
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En las sociedades abiertas y pluralistas actuales parece más sostenible un iusnaturalismo


racionalista y deontológico o crítico, que las versiones ontológicas que, no obstante, se
siguen defendiendo desde posiciones confesionales especialmente neo-tomistas (Cotta,
Fernández Galiano, Finnis, Galán, Luño Peña, Villey...). Pero incluso el iusnaturalismo
racionalista y deontológico no ha quedado a salvo de la crítica contemporánea. Se ha
objetado a esta actitud que es posible admitir la existencia de valores previos al Derecho
positivo sin necesidad de hacer profesión de iusnaturalismo, a condición de mantenerlos
en el plano de los sistemas normativos morales o sociales, pero no jurídicos. No deja de
suscitar perplejidad que juristas del pasado y del presente sostuvieran y sostengan que
los criterios que permiten discernir el Derecho correcto, no son jurídicos. Esta actitud no
halla parangón en la teoría del conocimiento, donde no se discute el carácter lógico de
los criterios que distinguen la verdad de la falsedad; como no se cuestiona el carácter
estético de los criterios que deslindan la belleza de la fealdad; ni se polemiza sobre la
naturaleza moral de los postulados que distinguen el bien del mal. Mantiene aquí plena
vigencia la célebre advertencia kantiana de que una definición general del Derecho debe
entrañar un criterio de delimitación de lo justo de lo injusto; pues una doctrina jurídica
empírica, limitada a dar cuenta de las leyes positivas de un determinado lugar y tiempo,
podría ser (como la cabeza de madera en la fábula de Fedro) hermosa, pero
lamentablemente carecería de seso (Kant, Metafísica de las costumbres, Introducción,
IV).

La razón de ser del iusnaturalismo deontológico reside, precisamente, en ofrecer un


concepto de juridicidad general y comprensivo no sólo del Derecho realmente existente
sino de las pautas axiológicas que deben informar el Derecho positivo y, cuando no lo
son, legitiman su denuncia. Ambos planos no se confunden, pero tampoco pueden
concebirse como compartimentos estancos separados por una fractura epistemológica
insalvable (cfr. Delgado Pinto, 1982; Fernández García, 1984; id., 1990; Truyol y Serra,
1949). En este punto se ha intentado conjugar esta versión del iusnaturalismo con la
teoría de la experiencia jurídica, en cuanto tentativa de captar el Derecho en su entero
desenvolvimiento tridimensional: desde su génesis en las conductas sociales, a su
formalización normativa y su legitimación axiológica (cfr.: Ballesteros, 1973; id., 1984;
Pérez Luño, 1997; id.,2002; Recasens Siches, 1971).

2. El iusnaturalismo: versiones e implicaciones contemporáneas

En las primeras décadas del siglo XX, se acuñaron dos expresiones: “el renacimiento
del derecho natural” (Charmont) y “el eterno retorno del derecho natural” (Rommen),
que alcanzaron amplia difusión y fortuna en la literatura jurídica de los años posteriores.
Con esas expresiones se quería aludir a la función histórica que cumple el derecho
natural como punto de referencia y orientación del pensamiento jurídico en las
situaciones críticas que jalonan su devenir. En ellas, el iusnaturalismo tiende a
presentarse como un diagnóstico y, en cierto modo, como una terapia doctrinal de los
grandes problemas, asedios e incertidumbres de carácter político y sociocultural que,
cíclicamente, se ciernen sobre el horizonte jurídico y necesariamente inciden en la
ciencia del derecho.
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2.1. Iusnaturalismo y totalitarismo

El iusnaturalismo halló un poderoso estímulo en la cultura europea tras la catástrofe que


supuso la Segunda Guerra Mundial y la consiguiente caída de los sistemas totalitarios
nazi y fascista. Bajo la acusación de la denominada “reductio ad Hitlerum” se
responsabilizó al positivismo jurídico de haber arruinado el fundamento moral del
derecho posibilitando su “perversión” por el poder político totalitario. Se denunció
entonces, por boca de Gustav Radbruch, que el positivismo con su punto de vista de que
ante todo hay que cumplir las leyes, dejó inermes a los juristas alemanes frente a las
leyes de contenido arbitrario e injusto.

Implicar al positivismo jurídico con el nazismo constituye una simplificación


apresurada que descuida hechos notorios y soslaya la complejidad y exigencia de
matices que inciden en esta cuestión. En las primeras etapas del régimen
nacionalsocialista, la defensa de la legalidad de Weimar representó uno de los últimos
baluartes de resistencia frente a la barbarie de la nueva situación política. Resulta muy
ilustrativa al respecto la obra de Hubert Schorn Der Richter im Dritten Reich. Se trata
de un imponente testimonio sobre la atmósfera de presiones y amenazas que supuso el
Nazismo para la judicatura alemana. Hitler vio en los jueces, en cuanto custodios del
principio de legalidad del Estado de derecho, un obstáculo para sus proyectos políticos.
De ahí que, según Schorn, la judicatura sufrió más que cualquier otro estamento los
embates manipuladores de Hitler (Schorn, 1959, 187 ss.).

No menos significativo es el fenómeno denunciado, con el apoyo de un cuidado aparato


crítico-bibliográfico y relevantes citas textuales, por Ernesto Garzón Valdés en su
Introducción a la antología de iusfilósofos germanos contemporáneos intitulada
Derecho y filosofía (1985, 5 ss.). En dicho estudio se reseñan determinadas apelaciones
al derecho natural realizadas desde posiciones doctrinales inequívocamente vinculadas
al nazismo. Es rasgo común a todos los sistemas totalitarios del pasado y del presente, el
intento de instrumentalizar los criterios de legitimación política, privándoles de su
auténtica significación. Nada tiene, por tanto, de excepcional el designio de doctrinarios
nazis tendente a manipular el iusnaturalismo, que constituye uno de los más clásicos
aparatos de legitimación en la historia política y jurídica de Occidente.

Conviene, no obstante, recordar en este punto la distinción entre las diferentes versiones
del derecho natural, mencionadas supra. A tenor de esta necesaria distinción, entiendo
que las invocaciones al derecho natural llevadas a cabo por juristas y filósofos nazis
respondían a una manipulación de sus versiones voluntaristas y naturalistas o
cosmológicas; pero nunca a su acepción racionalista. El derecho natural voluntarista,
ideológicamente instrumentalizado en clave nazi, pudo servir de apoyo al proceso de
supeditación de la ley positiva al arbitrio omnipotente y avasallador del Führerprinzip.
De igual modo que, desde la versión naturalista, se pudo invocar una cobertura
ideológica para la defensa de la supremacía de la raza aria. Por contra, el derecho
natural racionalista quedó a salvo de esa instrumentalización perversa. No en vano, la
ley de la razón (Fassò, 1964) ha sido un ingrediente básico e insoslayable del
humanismo democrático occidental y un multisecular cauce reivindicativo de la
dignidad humana (Bloch, 1980).
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2.2. Tendencias filosóficas del S.XX y su incidencia en el iunaturalismo

El panorama filosófico del siglo XX registra la aparición de movimientos teóricos


encaminados a restaurar, prolongar y/o renovar doctrinas pretéritas. Merecen ser
destacadas, entre tales tendencias el neokantismo y el neohegelismo o neoidealismo. No
gozaron de menor relevancia en el horizonte histórico de ese periodo otras teorías
innovadoras como la fenomenología y el existencialismo. Excede del propósito de este
estudio, cifrado en ofrecer una ruta de trayectorias, el detenerse en un análisis
pormenorizado de la incidencia de tales movimientos en la filosofía jurídica. Importa,
no obstante, recordar que estas doctrinas contribuyeron a una actualización del
iusnaturalismo, al que aportaron un arsenal de ideas y argumentos para la crítica de los
presupuestos teóricos del positivismo jurídico. Las concepciones neokantianas y
neohegelianas fueron decisivas para estimular la apertura a la historia del derecho
natural. La concepción apriorística y objetivista de los valores auspiciada por la
fenomenología, influyó en aquellas corrientes iusnaturalistas propugnadoras del
objetivismo ético. Por su parte, el existencialismo propició que la noción de vida
humana fuese asumida, desde determinadas instancias iusnaturalistas, como el plano
orbital para la reflexión axiológica sobre el derecho.

Conviene, asimismo, destacar que tres de los más grandes filósofos del derecho de
orientación iusnaturalista -Del Vecchio, Radbruch y Stammler- partieron de posiciones
entroncadas con esos movimientos filosóficos, en concreto, con el neokantismo. La
concepción del derecho natural propugnada por Stammler, al concebirlo como: “un
ideal permanente de contenido variable” (Stammler, 1928), adquirió notoriedad y
amplia influencia en las doctrinas iusnaturalistas de la primera etapa del siglo XX. No
menos repercusión suscitó la tesis de Del Vecchio tendente a distinguir: el concepto del
derecho, que debe expresar las condiciones lógicas de toda forma de juridicidad
positiva; de la idea del derecho, tendente a hacerse cargo de la exigencia iusnaturalista
del valor moral de la persona humana (Del Vecchio, 1965).

2.3. Dos modelo actuales del iusnaturalismo

A lo largo del siglo XX se han manifestado dos grandes tendencias que suponen la
decantación de la multisecular tradición iusnaturalista. Se pueden, de este modo,
distinguir dos versiones del iusnaturalismo: 1) el iusnaturalismo ontológico, dogmático
o radical, que postula un orden de valores producto de un objetivismo metafísico, del
que se considera posible derivar valores y principios materiales universalmente válidos
para cualquier derecho digno de serlo (Ambrosetti, Charmont, Corts Grau, Cotta, Elías
de Tejada, Fernández Galiano, Finnis, Galán, Lachance, Luño Peña, Maritain, Messner,
Puy, el último Radbruch, Villey...); 2) y el iusnaturalismo deontológico, crítico o
moderado, que no niega la juridicidad del derecho positivo injusto, pero establece los
criterios para comprobar su disvalor y, por tanto, para fundamentar su crítica y su
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sustitución por un orden jurídico justo (Bloch, Del Vecchio, Dworkin, Fuller, Fassò,
Legaz Lacambra, Recaséns Siches, Stammler, Truyol y Serra, Welzel, Wolf...).

Las sociedades abiertas y pluralistas actuales parecen más proclives a admitir un


iusnaturalismo racionalista y deontológico o crítico, que las versiones ontológicas que,
no obstante, siguen contando con la adhesión de un amplio sector de estudiosos que
defienden posiciones confesionales especialmente neo-tomistas.

2.3.1. La versión fuerte del iusnaturalismo

La versión fuerte o radical del iusnaturalismo se ha caracterizado por establecer un


modelo de integración plena entre la política, la moral y el derecho, en cuanto sistemas
normativos básicos de la conducta humana. La reminiscencia del ethos, así como el
ideal de un orden jurídico y una vida política sustentados sobre la moral, han conducido
a teóricos del derecho natural de ayer y de hoy a reclamar la estricta integración de los
tres ámbitos normativos de la vida práctica. Desde estas premisas, la moral posee un
significado omnicomprensivo abarcador de las demás normatividades. A su vez, el
derecho debería ser la pauta reglamentadora de la vida política. El iusnaturalismo
católico del siglo XX ha mostrado estricta fidelidad a la exigencia agustiniana de que no
parece posible admitir la existencia de una ley que no sea justa (De libero arbitrio,
I,5,11), glosada en la no menos célebre sentencia tomista de que la ley positiva contraria
al Derecho natural no es ley, sino corrupción de la ley (legis corruptio) (Summa
theologiae, I.II., q.95.a.2).

Esta tesis ha hallado eco en el iusnaturalismo neotomista (Ambrosetti, Luño Peña,


Maritain...), así como en otras doctrinas iusnaturalistas de la cultura contemporánea.
Suele ser un rasgo distintivo común a las diversas teorías neotomistas la convicción de
que la ontología jurídica, al indagar el ser del derecho en su significación plenaria,
desemboca forzosamente en la deontología, es decir, en el “deber ser” jurídico. Por ello,
desde la perspectiva de la estructura ontológica del derecho, el derecho natural,
entendido como derecho objetivo justo, se identifica con la noción misma del derecho;
es más, a tenor de este planteamiento, la propia noción de derecho justo constituye un
pleonasmo, ya que pueden existir leyes injustas, pero no un derecho injusto (Cotta, Elías
de Tejada, Messner...). Se han invertido así los términos en que, desde un prisma
rigurosamente iuspositivista, Bergbohm había aludido a la cuestión, al afirmar que el
empleo del adjetivo positivo para la calificación del derecho no era más que un
pleonasmo, dada la imposibilidad de concebir un derecho que no fuera positivo. En las
antípodas de ese enfoque, los iusnaturalistas radicales piensan que si bien pertenece al
concepto de derecho justo el ser positivo, es también cometido del derecho positivo el
ser sustancialmente justo, si se considera que el derecho positivo tan sólo puede tener
validez a través de su participación en la justicia que, a su vez, compendia la dimensión
jurídica de la moral.

Han adquirido también notoriedad, en la cultura jurídica de la segunda mitad del siglo
XX, las tesis del último Radbruch en las que propugna un iusnaturalismo fuerte
integrador de la política y el derecho en la moral. Gustav Radbruch indica que: “No se
puede definir el derecho, incluso el derecho positivo, si no es diciendo que es un orden
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establecido con el sentido de servir a la justicia. Aplicándoles este patrón, hay partes
enteras del derecho nacionalsocialista que nunca llegaron a tener la categoría de derecho
válido” (Radbruch, 1971, 14). Radbruch consideraba al derecho natural, en cuanto
encarnación de los valores éticos de la justicia, como “un derecho superior a la ley,
supralegal, aquel rasero con el que medir las mismas leyes positivas y considerarlas
como actos contrarios a derecho, como desafueros bajo forma legal” (Radbruch, 1965,
180).

2.3.2. La versión moderada del iusnaturalismo

Por su parte, la versión débil o moderada del iusnaturalismo sostiene un modelo de


integración relativa entre la política, la moral y el derecho. El iusnaturalismo fuerte o
radical ha tropezado siempre con el escollo que supone negar la condición de derecho a
las legislaciones históricas que no respondían o responden a determinados criterios de
justicia. En un intento de superar esa dificultad, el iusnaturalismo débil o moderado,
rechaza lo mismo las tesis que propugnan la separación entre derecho, moral y política,
que las que postulan su total integración. Frente a ambos enfoques, defiende la
autonomía e independencia relativa de derecho, moral y política en determinados
aspectos, y su coincidencia y necesaria complementariedad en otros.

En las últimas décadas del pasado siglo, se puede considerar como una postura
representativa de este planteamiento a la del que fuera profesor de Harvard, Lon Fuller.
El iusnaturalismo es entendido por Fuller como una teoría que se funda en el
sentimiento de la justicia. Tal sentimiento aparece como evidente, como una intuición
del derecho que suscita en la colectividad emociones inmediatas de aprobación o
rechazo a aquellos actos que se juzgan conformes o contrarios a la justicia. Para
explicitar su planteamiento, el profesor de Harvard propuso dos ejemplos-límite. Versa
el primero sobre un parricida que, ante la acusación de haber matado a su padre, alega la
firme creencia religiosa de su progenitor en la felicidad eterna. Por ello, al darle muerte
lo que hizo fue anticipar a su padre el disfrute del paraíso. De ahí, que el parricida
sostenga que su acto más que un castigo merezca un premio, por haber proporcionado a
alguien el disfrute inmediato de un bien. El segundo ejemplo, hace referencia a un
funcionario que acepta sobornos, deliberadamente dicta resoluciones arbitrarias y se
apropia de fondos públicos. Al ser descubierto e inculpado de cohecho, prevaricación, y
malversación, alega en su defensa textos constitucionales en los que se asigna al Estado
la promoción de la mayor felicidad y bienestar de los ciudadanos. Como el capital
sustraído le ha proporcionado una gran felicidad y sólo ha supuesto una disminución
irrelevante de los bienes de los demás ciudadanos, el funcionario corrupto aduce que ha
actuado de conformidad con los fines y valores constitucionales. Para rebatir esos
alegatos tan cínicos como aberrantes, más allá de la apelación a normas legales o
jurisprudenciales, basta acudir al sentimiento jurídico que evidencia de forma intuitiva y
directa la flagrante injusticia de esas pretendidas justificaciones (Fuller, 1969).

En definitiva, para Lon Fuller, el papel principal del sentimiento jurídico es el de


constituir un elemento integrante del conjunto de principios de justicia que subyacen y
fundamentan el derecho positivo, que permiten colmar las lagunas de las leyes, así
como interpretar y aplicar adecuadamente el derecho. Fuller consideró que estos
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elementos integran la “moral que hace posible el derecho”; es decir, frente a los intentos
positivistas de separación entre moral y derecho, el iusnaturalismo propugnado por
Fuller reivindica la necesaria presencia de elementos morales en el seno de cualquier
orden jurídico empírico, que se halle dotado de unas condiciones básicas de corrección
y racionalidad (Fuller, 1967).

Estas tesis han sido renovadas y desarrolladas por Ronald Dworkin. Dworkin tiende a
evidenciar el carácter fragmentario e insatisfactorio de las tesis que hacen reposar la
validez del sistema de fuentes en criterios formales normativos. A partir de ello, se haría
depender la validez de las normas concretas de su conformidad con las normas de
procedimiento que en cada ordenamiento jurídico regulan la producción jurídica (teoría
que es calificada por Dworkin como test del pedigree) (Dworkin, 1978, 17 y 39 ss.).

No menos rechazable le parecen las doctrinas que reconducen la validez al dato


puramente fáctico de la eficacia de las normas, es decir, al hecho de su aplicación y
cumplimiento mediante una determinada práctica social. El rechazo de cada una de
estas posturas le conduce también al rechazo del sincretismo de ambas, tal como se
desprendería de las tesis de Hart.

En la teoría del derecho que se desprende del pensamiento de Dworkin, ocupan un lugar
privilegiado los principios. Puede, incluso, afirmarse que su revalorización de los
principios constituye uno de los rasgos básicos de su construcción doctrinal y
seguramente aquél que ha contribuido, en mayor medida, a la amplia difusión, pero
también a la no menos amplia polémica, suscitada por sus escritos. Según la notoria
tesis de Dworkin, todo ordenamiento jurídico se halla integrado por un conjunto de
principios (principles), medidas o programas políticos (policies) y reglas o disposiciones
específicas (rules). Dworkin denomina medidas políticas a las normas genéricas
(standards) que establecen fines que deben alcanzarse y que implican un avance en el
terreno económico, político o social para la comunidad; mientras que reserva la
denominación de principios a los standards o prescripciones genéricas que entrañan un
imperativo de justicia, de imparcialidad, o de cualquier otra dimensión de la moralidad.
Son los principios, en cuanto entrañan los fundamentos morales del orden jurídico y la
expresión de los derechos básicos de los ciudadanos, los que aseguran la coherencia y
plenitud del sistema de normas que hace posible el imperio del derecho (Dworkin, 1978,
22 ss., 39 ss. y 71 ss.; 1985, 33 ss. 72 ss.; 1986, 179 ss., 213 ss. y 404 ss.).

De los argumentos expuestos, y de otros que pudieran aducirse en consideración más


demorada en pormenores, se desprende que la teoría del derecho de Dworkin responde a
un planteamiento iusnaturalista moderado. El tema del iusnaturalismo de Dworkin ha
originado un amplio debate doctrinal. Ronald Dworkin ha admitido expresamente, en su
ensayo Natural Law Revisited, que si por iusnaturalismo se entiende la teoría que
postula que el contenido del derecho depende, en ocasiones, de la respuesta correcta a
algunas exigencias morales, entonces su teoría es iusnaturalista. No obstante, al replicar
a sus críticos y, de modo especial, en su Law’s Empire, ha intentado desmarcarse de esa
posición. Dworkin pretende situar su alternativa al positivismo jurídico en un plano
distinto al de las teorías del derecho natural. Las diferencias de su posición respecto de
éstas se cifrarían en dos aspectos fundamentales: 1) Las tesis iusnaturalistas entrañan
una visión ideal y abstracta del derecho, mientras que para Dworkin el derecho y sus
valores se sitúan en el plano de la práctica jurídica; 2) Las teorías iusnaturalistas
establecen requisitos universales del derecho y, a partir de ellos, niegan el carácter de
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derecho a los ordenamientos positivos que no los cumplen. Frente a ellas, las teorías
interpretativas serían aquellas que -en opinión de Dworkin- ofrecen marcos explicativos
contextualizados, dirigidos a dar cuenta del derecho en un ámbito jurídico determinado.
La teoría de Dworkin es interpretativa, en el sentido de que está dirigida a explicar una
cultura jurídica en particular: la anglo-americana. Desde esas premisas interpretativas,
no se niega, por ejemplo, que los nazis tuvieran derecho, a pesar de que fuera muy
injusto. La teoría interpretativa exige la vinculación del derecho a valores morales en
aquellas culturas jurídicas inspiradas en esa exigencia, pero no niega la condición de
derecho a los sistemas políticos manifiestamente inmorales que respondan a otras
culturas jurídicas (Dworkin, 1986, 101 ss.).

Resulta evidente, en definitiva, el alejamiento de Dworkin respecto a las posiciones


iusnaturalistas aquí denominadas “fuertes”, pero ello no impide reconocer en sus tesis
una modalidad novedosa de la versión “moderada” del iusnaturalismo (Dworkin, 1982,
165 ss.). La defensa, por parte de Dworkin, de posiciones tales como: la concepción de
los principios como cauce o fuente jurídica de penetración de las exigencias éticas en el
ordenamiento jurídico; la concepción de los derechos y libertades como instancias
previas a la positividad; la integración en el concepto general de derecho de valores
morales..., son ejemplos significativos de su coincidencia con determinadas ideas-guía
de algunas doctrinas iusnaturalistas contemporáneas (Alexy, Del Vecchio, Fassò, Fuller,
Welzel...).

3. El iusnaturalismo y el actual retorno de los valores jurídicos

La última etapa del siglo XX supuso, en el ámbito metodológico jurídico, un progresivo


abandono del método positivista. El propio Karl Larenz ha señalado como notas
caracterizadoras de los empeños metódicos de ese periodo, la vuelta a una
jurisprudencia axiológica y a un derecho natural de los valores experimentados
históricamente. La parte histórico-crítica de su Methodenlehre der Rechtswissenschaft
constituye un testimonio aleccionador que muestra la progresiva afirmación de las bases
estimativas extralegales en la doctrina del método jurídico (Larenz, 1994, 141ss.).

El positivismo jurídico representaba en el plano metodológico la exigencia de realizar


una aproximación al fenómeno jurídico limitada a un estudio acrítico del derecho
positivo. El positivismo condujo, de este modo, al formalismo jurídico, al considerar
únicamente como derecho la norma emanada del Estado que respeta los cauces formales
para su promulgación, y con independencia de que su contenido material responda o no
a un determinado orden de valores.

En el método de la ciencia jurídica, esto se traduce en la reducción de la actividad del


jurista y del juez a un quehacer mecánico, cifrado en la subsunción de los hechos en las
normas. El positivismo jurídico olvidaba que el derecho tal como es promulgado por el
legislador y tal como de éste lo recibe el jurista, constituye tan sólo una materia prima.
“La ciencia jurídica -son palabras de Recaséns Siches- debe “refinarlo”, así como el
petróleo es refinado para convertirlo en un combustible; así como el jugo de la
remolacha es refinado para sacar de él azúcar. El derecho reelaborado, preparado y
sazonado, tal y como sale de las manos del jurista, no es exactamente el mismo que el
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que sale de las manos del legislador. El jurista le añade algo sin lo cual la ley resultaría
inutilizable” (Recaséns Siche, 1965-1966, 36).

En las últimas tendencias metodológicas de la teoría jurídica, se advierte una ampliación


de los medios hermenéuticos y consiguientemente la afirmación de la autonomía del
intérprete. Esas orientaciones han hallado eco en una serie de publicaciones que
coinciden en poner de relieve la incontestable presencia de elementos axiológicos e
ideológicos en los procesos de interpretación y aplicación del derecho (Alexy, Caiani,
Esser, Zippelius...). La “pureza del método” ha sido, en nuestros días, objeto de repetida
impugnación. Mérito principal de la misma es el haber puesto de relieve los aspectos
ideológicos que la elección metodológica lleva implícitos, y que el positivismo
pretendía ocultar tras la pantalla de estructuras aparentemente neutras. La participación
del intérprete en la elaboración o creación -si se desea dar al traste con inútiles
eufemismos- del derecho es hoy un factor ampliamente recogido en los estudios sobre el
proceso de formación de las sentencias y sobre los elementos valorativos, psicológicos e
ideológicos que inciden en la labor interpretativa de juristas y magistrados (cfr. Alexy,
1979;1985; 1986; 1989).

El retorno a una jurisprudencia de valores en la teoría del derecho, ha sido posible


gracias al estímulo de las doctrinas sobre la justicia que se han desarrollado en la
últimas décadas del siglo XX. Entre las concepciones más debatidas en la actualidad
sobre este punto, hay que aludir a la utilitarista, ya que aunque se trata de una doctrina
elaborada en el pasado siglo, ha gozado de una amplia difusión y constituye el punto de
referencia de las críticas de las teorías más influyentes de nuestros días en relación con
la justicia distributiva: las debidas a Rawls, Dworkin, Nozick y Sen.

Para el utilitarismo, deben descartarse como criterios de justicia distributiva cualquier


tipo de principios ideales, apriorísticos o abstractos y se debe operar en función de las
consecuencias (se trata de una doctrina consecuencialista de la justicia) de utilidad o
bienestar empíricamente verificables en la vida de la colectividad. La máxima de que se
debe promover “la mayor felicidad, para el mayor número” constituye la pauta básica de
la justicia distributiva utilitarista. Una justa distribución de los bienes será aquella que
maximice el bienestar colectivo, entendido como la suma aritmética de las utilidades de
los individuos. Por eso, para el utilitarismo, será justa una distribución que ofrezca un
total mayor de utilidad, aunque ello suponga importantes diferencias en los niveles de
utilidad o bienestar de individuos o grupos.

La revisión crítica de Rawls a estas tesis tiende, precisamente, a corregir este


planteamiento. La justicia distributiva deberá tender, en opinión de Rawls, a promover
un disfrute igual de las libertades a todos los miembros de la sociedad, y las diferencias
en el disfrute del bienestar sólo podrán estar legitimadas en la medida en que esa
distribución desigual favorezca el desarrollo de los menos aventajados (principio
maximin) (Rawls,1978, 1986).

Ronald Dworkin insistirá en la prioridad de los derechos fundamentales y en su carácter


básico, innegociable e inviolable, lo que impide su sacrificio por parte de los poderes
públicos, aunque sea por razones de utilidad colectiva. La justicia distributiva debe
hacer compatibles la igualdad de oportunidades y reparto de las libertades con la
igualdad de consideración y respeto de todos los ciudadanos.
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Robert Nozick, desde un liberalismo conservador cuyo exacerbado individualismo


desemboca en la anarquía, plantea la justicia distributiva en función de la legitimidad de
los títulos (Entitlement Theory) de adquisición y transferencia de los derechos,
especialmente del derecho de propiedad: cuando la propiedad se ha adquirido y/o
transmitido bajo títulos justos, su distribución, sean cuales fueren las desigualdades, es
siempre justa.

Para Amartya Sen, uno de los más decididos representantes del neoliberalismo
progresista, la justa distribución debe tener en cuenta no sólo una equitativa distribución
de los bienes, sino que debe promover la formación de los individuos para que éstos
sean capaces de aprovechar, de forma efectiva, esos bienes y oportunidades para
satisfacer sus necesidades básicas (cfr. sobre estas tesis, Pérez Luño 2003, 156 ss.).

La concepción material de la justicia ha sido la más representativa del iusnaturalismo,


asociada a las nociones del bien común, la libertad o la igualdad (Del Vecchio, Messner,
Truyol y Serra, Welzel...). No obstante, la concepción formal de la justicia ha tenido un
prestigioso valedor en el pensamiento iusfilosófico del siglo XX. Se trata de la
concepción de Chaïm Perelman, quien consideraba como principio básico y constante
de la justicia, la máxima a tenor de la cual: “seres que se hallan en la misma situación,
deben ser tratados del mismo modo” (Perelman, 1963, 87).

El propio Rawls ha querido conjugar la dimensión formal o procedimental de la justicia,


basada en la exigencia de imparcialidad, con su dimensión material, concretada en los
dos principios, anteriormente aludidos, que pretenden concretar la función jurídico-
política del valor de la justicia.

Está en lo cierto John Rawls cuando afirma que: “La justicia es la primera virtud de las
instituciones sociales, como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento. Una teoría,
por muy atractiva y esclarecedora que sea, tiene que ser rechazada o revisada si no es
verdadera; de igual modo, no importa que las leyes e instituciones estén ordenadas y
sean eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas” (Rawls, 1978, 19.). La
reivindicación de esta exigencia ha constituido el nervio de la mejor tradición
iusnaturalista y esa función histórica sigue siendo una cuestión de interés prioritario no
sólo para la filosofía jurídica, sino para toda la filosofía práctica, ética y política.
Mostrar la legitimidad de esa función, frente a los empeños teóricos dirigidos a negarla
apelando a su imposibilidad (irracionalismo, relativismo, nocognicitivismo...), a su falta
de sentido (neo-positivismo), o a su inutilidad (escepticismo), constituye una tarea
insoslayable para las doctrinas iusnaturalistas más relevantes de la actualidad.

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