LA LENGUA ESPAÑOLA Y SUS ORÍGENES
María Guadalupe Erro
NUESTRA LENGUA
El cambio asegura la conservación. Parece una paradoja, pero una
lengua que no cambia muere, o sea que debe cambiar para mantenerse
viva, debe seguir hablándose, por más que en ese movimiento alcance
tal diversidad que se fragmente y se transforme en otras, que “muera
de muerte natural”, como dice Muñoz Navarrete.
Nuestro idioma, el español o castellano –como a veces preferimos
llamarlo– es una lengua en permanente cambio, que se habla
actualmente en más de 20 países, ronda los 500 millones de usuarios y
le disputa al inglés el segundo lugar en cantidad de hablantes nativos
detrás del chino mandarín.
Otra paradoja es el hecho de que hablamos la misma lengua pero
a la vez no hablamos la misma lengua. Naturalmente, en un área
geográfica tan extensa y discontinua, las distintas naciones, cada
región, cada ciudad inclusive, muestran diferencias significativas. Es la
misma lengua con los rasgos propios de cada comunidad, de cada
pueblo, puesto que la lengua es parte de la identidad de la gente, es una
visión de mundo propia y particular. Mantener esa tensión entre la
13
unidad y la diversidad es un desafío para la Real Academia Española
(RAE) y las academias nacionales de los demás países hispanoparlantes.
En el escenario lingüístico panhispánico, hay que tener en cuenta
que el 90 % de los hispanohablantes son latinoamericanos. Por eso
Muñoz Navarrete se pregunta: “¿qué norma sería la más apropiada para
conservar la unidad del idioma, que tanto se dice defender? ¿Quién es el
que está rompiendo esa unidad?” (2009: p. 24). El problema, en realidad,
es quién decide cuál es la norma a esta altura de las circunstancias. En
ese sentido la RAE, fundada en 1713 con el propósito de “fijar las voces
y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y
pureza”, combatiendo las innovaciones para mantenerla en el estado de
plenitud alcanzado con Cervantes, ha ido dejando de lado en los últimos
años la actitud de entidad normativa y rectora que todavía le adjudica
el imaginario colectivo.
Teniendo en cuenta lo que venimos planteando, es necesario
reconocer también que nuestra lengua, como tantas otras, no es algo
puro. En 2001, en el acto de cierre del II Congreso Internacional de la
Lengua, el escritor mexicano Carlos Fuentes –quien fuera, junto con
García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar, impulsor del llamado boom
latinoamericano– definió al español como una mancha lingüística en
expansión, una lengua de migración y mestizaje; una lengua impura en
cuya impureza reside su valor, su tradición, su renovación y su
comunicabilidad: una identidad segura de sí, que no teme la diversidad
sino que la cultiva.
Las nociones de mancha, impureza y mezcla, valoradas como algo
positivo, señalan el notable avance del español en el mundo,
especialmente en Estados Unidos, donde la población hispana (unos 50
millones de personas) es desde hace tiempo la primera minoría étnica,
una marca cultural profunda en el centro mismo del actual imperio. Por
cierto, hay que recordar que nuestro idioma llegó a esas latitudes antes
que el inglés, pero ahora se disemina por todo el territorio y el país se
va hispanizando progresivamente. Se estima que para mediados del
siglo XXI, Estados Unidos será un país bilingüe que concentrará la
mayor cantidad de hispanohablantes del mundo.1
Como contrapartida, habitualmente vemos con preocupación el
ingreso de palabras del inglés al español, como si esa “contaminación”
atentara contra la integridad e identidad de nuestra lengua. José
1 2
El español es la segunda lengua de comunicación internacional en Internet, a
distancia del inglés, pero por delante del francés, el alemán, el ruso, el árabe o
el italiano, que son también lenguas de alcance multinacional.
14
Antonio Pascual2 opina al respecto en una entrevista en la que se le
pregunta si “se distorsiona el español con la influencia del inglés por
temas como la informática”:
No me parece que haya “distorsión” cuando se adopta
intencionadamente un término técnico o científico,
compartiéndolo con otras lenguas. Ciertamente, en la
incorporación de palabras extranjeras pueden presentarse
problemas, pero no es menos cierto que a las lenguas no les viene
mal la convergencia entre ellas: sobre todo si es buscada. ¿Qué
ganaríamos con rechazar un término científico que se emplee en
inglés, francés, catalán e italiano aislándonos con una creación
exclusiva nuestra? (Manrique Sabogal 2010)
Evidentemente, no representa un verdadero problema la
adopción de nuevos vocablos venidos de otras lenguas. Con todo, si
quisiéramos depurar nuestro idioma de todos los anglicismos que nos
invaden en la actualidad, deberíamos ser consecuentes y eliminar
también otros componentes léxicos foráneos, como galicismos,
italianismos, arabismos y germanismos que fueron incorporándose a lo
largo de la historia. Y, lógicamente, deberíamos excluir en primer lugar
todo el enorme caudal que América ha aportado. Algo completamente
descabellado e imposible, porque no hay lenguas puras, porque lo
Vicedirector de la RAE y catedrático de Lengua Española en la Universidad
Carlos III de Madrid, además de director del Nuevo diccionario histórico de la
lengua española.
natural en una lengua viva es el cambio y la diversidad. Las lenguas no
se degradan con el ingreso de términos ajenos; más bien diríamos que
se enriquecen probando palabras que van transmigrando de patria, y
muchas veces se apropian de ellas.
Esto es lo que sucede con nuestra lengua actualmente y de cara al
futuro en la vanguardia norteamericana. Pero ¿qué sabemos del
pasado? ¿Desde cuándo existe el español? ¿De dónde salió?
Para conocer los orígenes de nuestra lengua tenemos que
situarnos en la península Ibérica a fines del siglo III a. C, con la llegada
de los romanos. El territorio era una suerte de mosaico cultural donde
íberos, vascos, celtas, tartesios, fenicios y griegos hablaban diferentes
lenguas, de las que poco se ha conservado en algunos casos, y son objeto
de investigación en la actualidad.
A comienzos del siglo II a. C., Hispania –como se llamaba entonces
la región– es declarada provincia romana. La lengua de Roma, el latín,
se irá imponiendo prácticamente sobre todas las lenguas autóctonas sin
dificultad, en virtud de su mayor poderío y prestigio cultural, político,
jurídico, militar, en un proceso que se denomina “romanización”. La
dominación romana de la península se extendió por varios siglos, hasta
el año 476 d. C., cuando los pueblos germánicos (visigodos, ostrogodos,
alanos, vándalos, entre otros) invadieron diversas zonas del imperio y
tomaron el poder destituyendo al emperador. De todos modos, el latín,
15
arraigado y consolidado ya en las distintas provincias, no dejó de
hablarse con la caída del Imperio Romano de Occidente, pero la norma,
el control que Roma ejercía, se distendió permitiendo que ingresaran
numerosos términos de origen germano y que afloraran otros tantos
provenientes del sustrato lingüístico prerromano.
La etapa germana se extiende por casi tres siglos, hasta la llegada
de los árabes en el año 711, una presencia de más de setecientos años
que dividió a la península en dos grandes zonas. En el norte, los reinos
cristianos (León, Castilla, Navarra, Aragón) tendían a cerrarse para
evitar la entrada de esos invasores que, además de otra raza y otra
lengua, traían otra religión; el resto de la península, Al-Ándalus, era el
territorio musulmán, donde había más tolerancia entre judíos,
cristianos y árabes. En esta disputa por el poder, los reinos cristianos
organizaron la Reconquista, un proceso que culminaría a fines del siglo
XV con la rendición de Granada. Esa situación geopolítica favoreció la
diversificación del latín del norte en los llamados “dialectos hispánicos”
(aragonés, castellano, leonés, entre otros). Los reinos de Castilla y
Aragón aparecen, ya desde el siglo XII, como las fuerzas políticas
hegemónicas frente al dominio musulmán cuyo territorio disminuye
paulatinamente. Ambas coronas se unieron con el matrimonio de los
Reyes Católicos y brindaron todo su apoyo a la organización militar de
la Reconquista. De este modo el castellano, que se usaba en el ejército,
fue ganando terreno a lo largo de las tierras que iban siendo
recuperadas y adquirió un status lingüístico diferente, el de una lengua
común, que podía unificar a España.
Con la rendición de Granada, el último reino moro de la
península, terminó la lucha en 1492. Se puede decir que este
acontecimiento señala el final del dominio árabe en la península
ibérica, pero hay que reconocer la fuerte impronta que dejaron los
moros: una influencia lingüística significativa (especialmente en el
léxico) y una profunda marca cultural. En ese mismo año, Antonio de
Nebrija le presentaba a la reina Isabel la Gramática Castellana, la primera
gramática de una lengua romance que se escribía. En el prólogo de la
obra se explicitan y fundamentan los numerosos objetivos, entre los
cuales está la necesidad de fijar la lengua, que ha crecido y anda “suelta
i fuera de regla” (de Nebrija 1946: p. 9). En las primeras líneas afirma el
autor que “siempre la lengua fue compañera del imperio, i de tal
manera lo siguio que junta mente començaron, crecieron y
florecieron…”. Dos semanas antes de la publicación, Cristóbal Colón
había zarpado en busca de una nueva ruta para llegar a las Indias.
La lengua se hizo a la mar, se implantó en el nuevo mundo y se
impuso por sobre las lenguas americanas, muchas de las cuales (como el
quechua o el guaraní) aún resisten la dominación, aunque en un
escenario actual más conservacionista, afortunadamente. Mucha
16
diversidad se perdió con la conquista, colonización y evangelización.
Las tierras recibieron nombres españoles y el idioma se afianzó en los
nuevos estados que surgían con las independencias latinoamericanas.
Quinientos años después, aquella lengua regional de Castilla se ha
vuelto profundamente americana.
EL LATÍN Y EL GRIEGO
“Una lengua que no teme la diversidad sino que la cultiva”. Es
más, proviene de la diversidad, de la fragmentación del latín en las
lenguas romances una vez que las diferencias entre las provincias del
antiguo imperio se hicieron insalvables.
Portugués, francés, italiano, rumano, catalán, provenzal, son sólo
algunas de esas otras variedades “hermanas” del español que con el
tiempo surgieron del latín vulgar3, la lengua común hablada en todos
los estratos de la sociedad romana a lo largo de un vasto territorio. El
latín clásico es el registro culto y literario que se usaba en las altas
esferas del gobierno y en la administración por su carácter
eminentemente escrito y regulado. La tradición escrita es conservadora
y depuradora, mientras que el uso popular tiende rápidamente al
cambio.
3
Vulgus es la gente, la masa del pueblo.
 La escritura hace posible que la forma oral quede plasmada, que
se fije. Es una forma de darle estabilidad al habla (la realización
concreta y variable del lenguaje), una manera de controlar esa
variabilidad natural. En principio, la escritura consigna la palabra pero
no puede prescindir de ella, de la cual es una representación que no
siempre alcanza a dar cabal cuenta de todos los aspectos que la
conforman. En este sentido, parece innegable la preeminencia de la
oralidad por sobre la escritura; sin embargo, esta es el registro que
asegura la conservación y posibilita una trascendencia y un alcance que
la tradición oral no tiene.
Tal vez por eso hay una tendencia a considerar la escritura como
la forma básica del lenguaje. Verba volant scripta manent es una conocida
frase latina que podría traducirse como “las palabras vuelan, lo escrito
queda”. Habitualmente se alude con ella a lo efímero de la palabra
frente a la permanencia de las cosas escritas, aunque otros piensan que
antiguamente expresaba precisamente lo contrario; es decir, que “se
acuñó en alabanza de la palabra dicha en voz alta, que tiene alas y
puede volar, en comparación con la silenciosa palabra sobre la página,
que está inmóvil, muerta” (Manguel 1996: p. 54). En el prólogo a la obra
Retorno a Don Quijote, de Alberto Gerchunoff, Borges escribe:
Triste y glacial inmortalidad la que otorgan las efemérides, los
diccionarios y las estatuas; íntima y cálida la de quienes perduran en las
memorias, en el comercio humano, vinculadas a anécdotas preferidas y
17
a sentencias felices. Alberto Gerchunoff fue un gran escritor, pero el
estilo de su fama trasciende la de un hombre de letras. Sin proponérselo
y quizá sin saberlo, encarnó un tipo más antiguo: el de aquellos
maestros que veían en la palabra escrita un sucedáneo de la oral, no un
objeto intrínsecamente sagrado. Pitágoras desdeñó la escritura; Platón
usó el diálogo para obviar los inconvenientes del libro, “que no contesta
a las preguntas que se le hacen”; Clemente de Alejandría opinó que
escribir en un libro todas las cosas era como poner una espada en manos
de un niño; el adagio latino Verba volant, scripta manent, en que ahora se
ve una exhortación a fijar con la pluma los pensamientos, se dijo para
prevenir el peligro de los testimonios escritos. (Borges 1996: p. 64)
Por otra parte, hay que reconocer que la escritura resulta
imprescindible para el estudio en tanto análisis extenso y consecutivo.
El atractivo del lenguaje como fenómeno humano se puede ver en
Occidente con el desarrollo de la retórica en Grecia y Roma. Este “arte
de hablar” (τέχνη ῥετορική) refiere en principio al discurso
pronunciado en público (en la asamblea o en los tribunales). La oratoria
en tanto disciplina es un corpus de explicación que supone el
conocimiento sistematizado de las posibilidades del discurso y sus
efectos. Naturalmente, las piezas oratorias tuvieron que plasmarse por
escrito para poder ser analizadas. La ventaja del estudio a partir de
textos establecidos favoreció la producción escrita, destinada a la
lectura y análisis de los especialistas, una situación que trajo aparejado
el desprestigio de las formas orales por considerarse entonces menos
cuidadas y hasta indignas de un estudio serio. Pensemos que nuestra
misma concepción de literatura está atada a lo escrito. De hecho, el
término “literatura” (del latín littera, letra) refiere al carácter escrito
del lenguaje, algo que ha tenido sus consecuencias en el abordaje de las
obras de Homero, por ejemplo, ya que los diversos problemas que la
crítica intentó solucionar durante siglos no son sino el producto de una
lectura anacrónica de la épica antigua, que pretende exigirle a la obra
que se ajuste a los parámetros y cánones de la producción literaria
escrita, cuando la Ilíada y la Odisea son poemas compuestos oralmente.
De allí que el estudio de la oralidad se iniciara recién hacia mediados
del siglo XX, y no en la lingüística sino en los estudios literarios, con
Milman Parry y su trabajo con los textos homéricos.
Encandilados por el esplendor de la cultura grecorromana, a
veces olvidamos que, en sus orígenes, la lengua latina era apenas el
dialecto de los campesinos de la región del Lacio. En la península itálica
se hablaban otras lenguas, como el osco y el umbro (de la misma rama
genealógica), o el etrusco (una de las pocas de la antigua Europa que no
pertenecen a la familia indoeuropea). Una vez instaurado el sistema
republicano a finales del siglo VI a. C., Roma fue consolidándose como
potencia dominante a lo largo de toda la península, sometiendo a los
demás pueblos de la región y enfrentándose a las colonias griegas del
18
sur (la Magna Grecia). Ya en la segunda mitad del siglo III a. C. proyectó
su poder hacia afuera, enfrentando a las grandes potencias del
Mediterráneo, Cartago y Grecia. La hegemonía romana significó para
muchos pueblos la adopción de la latina lingua en un proceso de
romanización que llevó varios siglos. No fue el caso de Grecia (aun
cuando cayó en manos romanas en 146 a. C.), donde todavía hoy se
habla griego, lo que pone de manifiesto el prestigio que el idioma tiene
para sus hablantes, que no estuvieron dispuestos a dejar su lengua por
otra que se nutría de ella y de sus formas culturales. Grecia cautivó a su
fiero conquistador, como dice Horacio (Epístolas II, 1, vv.156-7).
Tal vez por eso muchos piensan que el latín proviene del griego.
Lo cierto es que el griego y el latín son lenguas hermanas, sólo que el
apogeo de Grecia (siglo V a. C.) es anterior al de Roma (siglo I a. C.).
Varios acontecimientos llaman la atención en la historia de la
lengua griega. En principio, el colapso del mundo micénico,4 que tuvo
lugar a fines de la Edad de Bronce, hacia el año 1200 a. C., con la entrada
del pueblo dorio al Peloponeso. Junto con todo el sistema político y
económico propio de la época desapareció también la escritura, que en
ese momento era de tipo silábico (actualmente se la conoce como Lineal
4
Se entiende por mundo micénico a la época en que la organización política y
económica de una región dependía únicamente del palacio real, cuya figura
dominante era el rey (ánax).
B)5 y se utilizaba principalmente para notaciones de tipo
administrativo. La invasión doria dio lugar a un largo período que se
conoce como Edad Media griega, en que la sociedad se replegó a un
estadio doméstico y rural.
El siguiente período es la Grecia arcaica, del 800 al 500 a. C.,
durante la cual se va organizando un nuevo modelo urbano, la polis
(ciudad-estado). En esta etapa reaparece el comercio de larga distancia
y se acuñan las primeras monedas en Lidia (Asia Menor) en el siglo VII
a.C. En este contexto se vuelve necesario contar con un sistema de
registro, y se adopta para ello el alfabeto fenicio. Lógicamente, en una
condición geográfica como la de Grecia, la escritura presentaba
numerosas variantes locales. Ya en su época de liderazgo y esplendor,
Atenas oficializó en 403 a. C. un alfabeto basado en los caracteres jonios
y de Asia Menor, una medida que las demás ciudades autónomas
6
aceptaron en el curso del siglo IV a. C.
5
Las tablillas de Lineal B fueron encontradas por Sir Arthur Evans a comienzos
del siglo XX en sus excavaciones en el antiguo palacio de Knosos (Creta), donde
también apareció otra escritura, conocida como Lineal A o silabario chipriota,
aún no descifrada. Fue Michael Ventris quien, en 1952, descifró el Lineal B.
6
De los escritos más antiguos en forma alfabética no se ha conservado nada,
probablemente porque los materiales que se utilizaban no eran resistentes o
duraderos, pero en el siglo VIII a. C. comenzaron los griegos a grabar palabras
aisladas o frases breves (epitafios, ofrendas votivas, etc.) en materiales como
piedra o metal. De esa misma época datan también trozos de cerámica y piedra
que documentan la práctica del alfabeto. Con la destreza cada vez mayor en la
19
En cuanto a la lengua, una de las primeras consideraciones
antiguas acerca de la variedad lingüística de Grecia es la distinción de
cuatro dialectos elaborada por Heródoto en el siglo V a. C. Por más que
hoy se los estudia más bien en sus relaciones y similitudes que como
formas aisladas, los grupos dialectales generalmente se basan en esos
cuatro:
 El jónico, base de la lengua de Homero, dialecto de la épica
(Hesíodo) y la historiografía (Heródoto), se hablaba en
Eubea, en las islas Cícladas y en la zona central de Asia
Menor.
 El eólico, hablado en el norte de Asia Menor, Lesbos, Tesalia
y Beocia, es el dialecto de la poesía lírica de Alceo y Safo.
 El dórico, usado en el N.O. de Grecia, en el Peloponeso, el sur
de Asia Menor, Creta, Rodas y la Magna Grecia, es la lengua
de la poesía coral de Píndaro y Baquílides (y de los cantos
del coro en la tragedia).
 En ático, la variedad de Atenas y sus alrededores, tenemos
los diálogos de las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides,
las comedias de Aristófanes, la historia de Tucídides y
escritura se fue incrementando la cantidad de registros: todo aquello que debía
ser conservado era grabado en piedra (leyes, tratados, plebiscitos, cuentas e
inventarios, diplomas de ciudadanos honorarios y victorias en los juegos o
certámenes).
 Jenofonte, los diálogos de Platón y los discursos forenses de
Lisias y Demóstenes.
Resulta curioso para nosotros el hecho de que la producción
literaria se distribuya en la antigua Grecia por zonas en que los
distintos géneros se asocian y se caracterizan también por el dialecto en
que se producen.
La unificación de esa diversidad lingüística helénica llegó en el
siglo IV a. C., de la mano de Filipo II de Macedonia y su hijo Alejandro
Magno, que consiguieron unificar políticamente a Grecia. El dominio de
los dialectos se fue limitando al ámbito privado o familiar, al tiempo
que en el sector oficial se iba imponiendo el ático (dialecto de Atenas),
que adquirió así el rango de lengua común (κοινή διάλεκτος) y es el
idioma que ha continuado hablándose hasta la actualidad, con todos los
cambios que eso implica, por cierto.
LA GRAN FAMILIA
Dijimos que el griego y el latín son lenguas hermanas. Hay que
saber ahora que no son lenguas autóctonas de la Europa meridional.
Esto quiere decir que tuvieron que implantarse alguna vez. Pero ¿de
dónde vinieron? ¿Y cómo se llegó a conocer su procedencia?
20
Para poder entender este último detalle, tenemos que ubicarnos
en el siglo XVIII, cuando el sánscrito, la lengua de la antigua literatura
india (que se usa todavía en la liturgia hindú), llegó a conocimiento de
Occidente. Las numerosas correspondencias con la mayoría de las
lenguas de Europa, sumadas a la gran antigüedad de la cultura india,
convencieron a los estudiosos de que entre estas lenguas había una
íntima relación histórica. Al principio se creyó que el sánscrito podía
ser la madre de las lenguas europeas, aunque también había quienes
pensaban que, más que la madre, la lengua sagrada de la India era algo
así como la hermana mayor, y que todas juntas descendían, entonces,
de una antigua lengua común que ya no se conservaba.
La mayoría de las lenguas de Europa y algunas de Asia muestran,
en efecto, gran cantidad de coincidencias en su gramática, en la
formación de palabras, en el vocabulario y en la sintaxis, de suerte que
no resulta difícil postular la existencia de una lengua madre –para
continuar con la analogía del parentesco– de la cual habrían surgido las
otras por evolución. A esta lengua prehistórica se la denomina
indoeuropeo (IE) y se la sitúa en la zona del Cáucaso en el tercer milenio
a. C. Con el avance de las investigaciones, a finales del siglo XIX se
integraron a la familia las lenguas célticas y el albanés, mientras que en
el siglo XX aparecieron otros dos parientes más: el tocario y el hitita. En
el siguiente mapa7 se puede observar el área originaria y la distribución Actualmente es posible distinguir doce grandes grupos de lenguas
geográfica de las distintas ramas. indoeuropeas distribuidas a su vez en tres grandes áreas; las demás
lenguas de Europa y Asia no están emparentadas con ellas, sino que
pertenecen a otros grupos lingüísticos8.

A partir de la primera mitad del siglo XIX puede observarse el

intento de reconstrucción del indoeuropeo en varios de sus rasgos
esenciales mediante lo que se conoce como el método comparativo, que
consiste en identificar correspondencias entre las lenguas para
determinar sus similitudes y reconstruir su historia, sobre la base de la
cual se reconstruye por cierto la forma en que la lengua original fue

8
Genealógicamente, las lenguas se pueden clasificar en: indoeuropeas (griego, latín,
español), uralo-altaicas (húngaro, turco, finés), austro-asiáticas (chino, tibetano),
camito-semíticas (hebreo, árabe), amerindias (sioux, náhuatl, guaraní, quechua).
7
http://ocw.unican.es/humanidades/historia-del-proximo-oriente/modulo- También pueden clasificarse tipológicamente en: aislantes (chino, tibetano),
1/difusion-de-los-indoeuropeos aglutinantes (turco, vasco), flexivas (indoeuropeas y semíticas), incorporantes
http://www.utexas.edu/cola/centers/lrc/ielex/ (lenguas aborígenes de México y Norteamérica).

21
modificándose a lo largo del tiempo hasta dar lugar a cada variedad. La
regularidad de estas similitudes plantea además la necesidad de
entender el cambio a partir de “leyes fonéticas”, en función de las
cuales se puede explicar la evolución de las lenguas y postular, en
definitiva, los elementos indoeuropeos que están detrás de cada una de
esas correspondencias regulares.
Para ilustrar el parentesco tenemos a continuación algunos
ejemplos.
Podemos señalar en principio la gran semejanza de la mayoría de
los términos en cada caso, aunque también llaman la atención los que
parecen desentonar. De hecho, en el segundo ejemplo vemos que la raíz
más frecuente no se verifica en griego ni en portugués ni en español,
pero a su vez estas dos últimas lenguas se muestran vinculadas entre sí.
Hay, en consecuencia, tres raíces diferentes para la expresión del
22
mismo concepto: en griego, la antigua palabra φρατήρ se sustituyó en
la época de Homero por ἀδελφός, que designaba originalmente a los
varones nacidos de la misma madre, aunque su significado se extendió
con el tiempo en otros sentidos y llegó a designar tanto a hermanos
como a hermanas, o a miembros de una comunidad religiosa, incluso a
colegas y amigos, como sucede también en nuestra lengua. El español y
el portugués, por su parte, al ser lenguas romances, tienen un origen
común en latín. Si bien el término latino en este caso es frater, se usaba
la expresión frater germanus para referirse a quienes tienen los mismos
padres (la raíz está relacionada con palabras como germen o germinar,
es decir, con las nociones de nacimiento o generación). Germanus fue
finalmente la forma abreviada que pervivió en estas dos lenguas
romances.9
Cuando hacemos historia de la lengua podemos ver cómo han ido
cambiando las palabras con el tiempo, desde el latín hasta llegar a
nuestras las actuales, en nuestro caso. Un par de ejemplos tomados del
cuadro anterior servirán para ilustrar el cambio diacrónico:
9
De todos modos en castellano tenemos otras palabras emparentadas con el
latín frater (fraternidad, fratricidio), y esa forma latina también pasó a nuestra
lengua, nada más que su significado quedó restringido a un terreno religioso.
En efecto, de la forma latina frater tenemos en castellano fraile (y su apócope
fray), forma proveniente del occitano fraire, que entró tempranamente a
nuestra lengua con los monjes de la orden de Cluny en sus peregrinaciones a
Santiago de Compostela.
lactem > lacte > laite > leite > leche
noctem > nocte > noite > noche
Estos cambios en la forma fónica pueden tener su correlato en el
plano semántico, ya que el significado puede extenderse, restringirse o
desplazarse con el tiempo. En ese sentido, un ejemplo que ya se ha
vuelto un clásico es el término “bárbaro” (del latín barbarus, tomado del
griego βάρβαρος), que en su origen se refería al extranjero,
especialmente al que hablaba una lengua distinta del griego. Luego de
las guerras médicas entre griegos y persas, el término incorporó la
connotación de “rudo” o “violento”, aplicada más adelante a los
pueblos germanos que asediaron el imperio romano (de allí el concepto
de “invasiones bárbaras”). Cabe destacar que en la idea de barbarie y
sus implicaciones para la literatura persiste de alguna manera ese
sentido primigenio de aquello que representa lo otro, lo no civilizado, lo
salvaje. Con todo, actualmente también usamos “bárbaro” como
adjetivo o adverbio para referirnos a algo estupendo; y como expresión
de asombro, ¡qué bárbaro! puede significar tanto aprobación como
rechazo, una aparente contradicción.
Cambio y continuidad, unidad y diversidad, fuerzas antagónicas
que atraviesan la historia de la lengua desde los albores de Occidente.
23
Hay una tensión dinámica entre esos opuestos supuestamente
inconciliables que muestran las distintas formas de lo mismo, la
diversidad inherente al mundo, al hombre y su lengua en tanto marca
identitaria que nos acompaña y nos define, ya que somos todo eso que
se ha venido juntando desde entonces. Así, la tradición occidental, con
la exploración de sus orígenes asume, de alguna manera, el destino de
lidiar con el lenguaje.
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