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Luciano Arcella

Fasti. Los dioses, el trabajo y la fiesta. La importancia del calendario en


la religión romana antigua.

Fasti. Gods, work and festivity. Importance of calendar in ancient Roman


religion.

Resumen
La religión romana antigua tiene un carácter esencialmente ritual, así que se
realiza a través una práctica cotidiana de acuerdo a un calendario por medio
del cual se organiza la vida del ciudadano. A partir de un ambiguo politeísmo,
que no presenta un complejo de divinidades organizadas en un sistema
familiar (Júpiter, pater sine familia) para llegar a la carencia de una teogonía o
cosmogonía, el sistema religioso de la res publica se consiste en una
escrupulosa práctica cultual. Que a su vez responde a una ininterrumpida serie
de avisos (portenta) enviados por una voluntad superior para afirmar el poder
universal de Roma.

Abstract
Ancient Roman religion gets a preeminently ritual character, therefore
presents a daily cult practice according to a calendar that organizes citizens
life. Beginning from an ambiguous polytheism, that doesn’t include a complex
of deities organized like a family (Jupiter is pater sine familia), up to the fault
of a theogony or cosmogony, religious system of the res publica consists in a
scrupulous cult practice. That responds to an uninterrupted series of
advertisements (portenta) send by a superior force in order to confirm
universal Roman power.

Palabras claves
Calendario, Rito, Culto, Politeísmo

Key words
Calendar, Rite, Cult, Polytheism.
Dioses sin historia y religión sin fe

La pregunta inicial está relacionada a un comentario sobre el antiguo


calendario romano, concerniente a la importancia del estudio y la organización
del tiempo por parte de este pueblo con el fin de entender sus valores y en
particular su sistema religioso. Generalmente se considera que los calendarios,
aunque sean fundamentales para la organización de la práctica cultual, no
constituyen la esencia de un sistema religioso. Consideración que tiene su
validez sobre todo en referencia a las grandes religiones monoteístas, que
presentan como núcleo central la revelación, la fe y un sistema doctrinario
revelado a través de libros que se consideran sagrados. Sin embargo, la
capacidad del calendario de representar los valores religiosos de Roma deriva
de la especificidad y unicidad de un sistema que rechaza el concepto de fe. En
la cultura romana la fe, es decir la fides, no tenía ninguna relación con la
creencia religiosa, más bien representaba la lealtad, la confianza, el mantener
la palabra y los acuerdos, valor esencial para preservar la integridad de las
relaciones entre los hombres y entre ellos y los dioses. En cuanto entidad
divina, Fides tenía un templo en el Capitolio, que le fue dedicado en el
trascurso del III siglo a. C., pero probablemente se trata de una nueva
construcción, porque, según la tradición, su culto originario fue establecido
por el rey Numa Pompilio (Liv. I, 21).
De la práctica ritual se ocupaban los flamines mayores, los cuales el día
primero de octubre cumplían el sacrificio manteniendo cubierta la mano
derecha, la mano que los romanos levantaban en alto para el juramento. El
hecho que esta mano sea ceñida recuerda el episodio de Mucio Escévola, el
cual, habiendo fracasado en su tentativa de asesinar a Porsena, castigó su
mano derecha que había fallado poniéndola en el bracero utilizado por los
sacrificios, y al mismo tiempo declaró al rey etrusco que trecientos más habían
jurado asesinarlo: “trecienti coniuravimus principes iuventutis Romanae ut in
te hac via grassaremur” (Liv. II, 12).
Por lo que concierne a la personalidad de la diosa Fides, se evidencia
que, aunque tenga un templo y un culto, sin embargo, no tiene una genealogía
ni una historia personal: ella es un concepto, un valor, que debe ser venerado
en cuanto fundamental para el orden de la res publica.
Con esta consideración entramos en el vivo de la religión romana, es
decir, en una discusión que apasionó a los historiadores: la singular falta de
mitos, problema que sin embargo surgía de un prejuicio: comparar la religión
romana con la griega, con su enorme riqueza de mitos relativos a las
divinidades, y juzgarla con base en los valores de la segunda. Así que,
interpretando la peculiaridad romana como carencia, Georg Wissowa (1902)
la explicó considerándola consecuencia de la dura vida de este pueblo, que,
empeñado en una constante lucha contra los pueblos cercanos para su
sobrevivencia y afirmación, no tuvo tiempo ni espíritu para dedicarse al juego
de la mitopoiética.
Igualmente, considerando la peculiaridad romana como una carencia,
Rose argumentaba que la inexistencia de mitos correspondía al hecho que las
divinidades romanas no tenían individualidad, no eran sujetos operantes, sino
poderes anónimos, expresiones de fuerzas naturales (Rose, 1959). Por lo
tanto, habló de “primitivismo” y de una condición “pre-religiosa” de los
romanos, y tradujo el término mana utilizado por Codrington para la religión
melanesia (Codrington, 1891), con numen, fuerza indeterminada que
permeaba la entera naturaleza. Como demostración de su tesis, Rose utilizó
como ejemplo la figura de Vesta, que él no reconocía como divinidad, sino la
consideraba pura llama, el fuego que Roma utilizaba para la cocción de los
alimentos, y que por lo tanto aseguraba la sobrevivencia de la urbe (Rose,
1959: 178).
De maneras muy parecidas, Grenier, utilizó el término daimon, por
medio del cual resolvía el complexo de los dioses de Roma en un conjunto de
fuerzas impersonales (Grenier, 1947).
Diferente resulta la posición de Georges Dumézil, que acredita las
divinidades de Roma de una específica personalidad, sin embargo, considera
que ésta se manifiesta únicamente en el rito. Y trae como ejemplo la figura de
la diosa Ceres, celebrada en el mes de abril en un contexto de fiestas agrarias.
Se trata del ciclo que empieza con los Fordicidia (15 de abril), continúa con
los Cerialia (19 de abril) y se concluye con los Parilia (21 de abril). Los
Fordicidia, cuya denominación derivaba del sacrifico de una vaca grávida,
forda, que se ofrecía a Tellus, era una fiesta celebrada para favorecer la cría
del ganado1. Mientras que la oferta a Ceres (para Dumézil su nombre deriva
del verbo cresco), tenía como finalidad el buen éxito de la cosecha de los
cereales.
Por lo que concierne los Parilia o Palilia, dedicada a Pales, que celebra
al mismo tiempo la fundación de Roma y el pasaje de una economía pastoral a
una agraria (la fiesta será analizada más profundamente en la exposición del
calendario), se evidencia el carácter absolutamente indeterminado de la diosa,
que Festo y Ovidio consideran entidad femenina (Epit. P.248 L.), mientras que
Varrón la considera masculina (Varrón, de l. l., VI, 15). Además, hay que
notar que Ceres asumió carácter individual solo cuando en época sucesiva fue
asimilada por el dúo Deméter – Proserpina (Dumézil, 1974: 385).

1
Para que “…fecundior annus / provenit et fructum terra pecusque ferent” (Ov. Fast. 4. 671 s.).
Sin embargo, el hecho que las divinidades romanas no tengan una
existencia individual y por lo tanto una narración que las ponga en relación
recíproca y con los seres humanos, no justifica la calificación de
“primitivismo” (Rose), a menos que se quiera aceptar un principio
evolucionista en ámbito cultural-religioso. Diferentemente, para comprender
el carácter específico de la religión romana, pensamos que no sea útil
proponer comparaciones con otras formas religiosas, sino encontrar sus
especificidades y sus relaciones con otros elementos de la cultura romana
(sociedad, política, economía, derecho, tradición, etc.). Con este presupuesto
se evidencia que problema de la “demitización” se limita al específico sector
del mundo divino y no concierne la historia de Roma en general, en cuyo
ámbito fue construida una riquísima afabulación. Esta concierne una
innumerable serie de hechos que, presentados como históricos, en realidad son
fabulae por medio de las cuales se celebran, como expresión de una voluntad
divina, el origen y los eventos que caracterizaron el periodo de formación de
la urbe (del mito de Eneas a los gemelos, al desafío entre Horatii y Curiatii
etc.).

Júpiter, un padre sin familia

Una importante contribución a la resolución del tema de la falta de


mitos divinos fue aportada por Carl Koch, que en su ensayo Der römische
Juppiter (1937), se ocupa de la figura del dios supremo, evidenciando como
elemento esencial de su carácter, el hecho que él se abstenga de
caracterizaciones genéticas y de todos los elementos que simbolicen enlaces
de cualquier tipo, o que evoquen la muerte. Esta característica se experimenta
a través de la figura sacerdotal que lo personifica en la tierra, el flamen Dialis.
Él está sujeto a una compleja serie de prohibiciones: debe mantenerse lejos de
símbolos de muerte, como la cabra; su veste no debe tener nudos; si
encuentran una persona encadenada, ésta debe ser prontamente liberada;
cuando se encuentra sub coelo debe tener la cabeza cubierta con un ápex, un
gorro con una punta que lo pone en contacto directo con el dios celeste.
Además, por lo que concierne a la figura de Júpiter, aunque tenga el
apelativo de pater, no tiene ni esposa ni hijos, y su falta de enlaces familiares
con el conjunto del panteón divino, es substituido por una relación funcional
(Brelich, 1960), que lo coloca como jefe de una jerarquía y encuentra su
correspondencia en la sociedad romana. Es decir que se propone como imagen
refleja de un sistema político que, a partir de la expulsión de los reyes, se
mostró fuertemente hostil a cualquier autoridad basada en relaciones
genéticas.
En realidad, la oposición a la monarquía no se manifestó solo con la
expulsión de los Tarquinos y la constitución de la res publica, porque el
mismo sistema monárquico instaurado por Rómulo se mostró ambiguo en
relación al criterio de descendencia y de la atribución del poder (Altheim,
1956). El rey Numa no presenta ninguna descendencia de la sangre de
Rómulo; Tullo Hostilio en su nombre hace alusión a la toma de poder por
parte de un enemigo (hostis), y Servio Tulio sería un servus, hijo de una
esclava. Por fin los dos Tarquinos eran etruscos, y con ellos terminó no solo la
sumisión a un poder extranjero, sino también un tipo de régimen - la
monarquía – que los romanos no aceptaban. De la antigua monarquía quedó
solo una presencia simbólica, en la figura del rex sacrorum, cuya función fue
exclusivamente de carácter religioso. El nuevo poder consular fue la
alternativa radical a lo que representaba el poder monárquico: unicidad del
poder (en su lugar lo dos cónsules), cargo a vida (solo un año para los
cónsules), herencia del cargo (cargo electivo para los cónsules).
Por fin, el odio hacia el poder monárquico encontró su expresión hasta
en la elaboración del mito de su origen, que cuenta de un acto sacrílego como
el fratricidio (Liv. I, 7; Serv. ad Aen. 2, 761; 8, 342; Dionys. 2, 8, 3), por
medio del cual en lugar de una posible bipartición del poder, se eligió el
dominio perverso de uno solo, que además, prosiguiendo en el camino de su
arrogancia, operó de forma indigna. Rómulo, para poblar su ciudad utilizó una
colecta de hombres de pasado obscuro (instituto del asylum Romuli) y
consiguió las mujeres robándolas a los Sabinos (Liv. I, 9).
Sin embargo, su mala fama fue purgada por el relato de su fuerza bélica,
por la cual incrementó el poder de Roma luchando en contra de los pueblos
cercanos, y de su final acenso al cielo (Floro, Epit. DCC I, 1, 17; Liv. I, 16).
Pero una versión menos ilustre de su destino cuenta que fue asesinado por los
senadores que no aceptaban su arbitrio, y que desmembraron su cuerpo (Plut.
Rom. 27, 6)2. De tal manera se abría la larga lucha entre el poder del senado y
el poder ejecutivo, que caracterizó la historia de Roma hasta el final del
imperio.
El instituto monárquico cruzó una fase positiva con el rey Numa
Pompilio, que, sin embargo, no asumió el cargo con base al derecho
hereditario (prerrogativa del instituto monárquico), sino por sus personales
capacidades y por voluntad popular. En particular fue evaluada su pietas, y

2
Esta repartición del cuerpo desde un punto de vista antropológico fue considerada expresión del mito agrario
del dema (Jensen), sin embrago, se podría ver como la antinomia entre el uno (poder individual) y los muchos
(poder compartido entre los senadores).
también su fama de sabiduría caracterizada por una vida reservada, lejana de
ambiciones y honores (Plut., Num.).
Es así que a este tradicional rechazo de un poder que se transmite por
enlaces de sangre, corresponde el rechazo de enlaces familiares en el ámbito
divino: Júpiter representa la cumbre de un sistema divino y humano, que sin
embargo, por un lado se traduce en un poder absoluto, por el otro es garante
del compartido sistema republicano de Roma organizado con base censitaria
(reparticiones de la población en centurias).
A partir de este momento, es decir, la falta de un padre generador para
el conjunto de los dioses que cuidan del bienestar de la urbe (no decimos
panteón, porque el término griego presupone un sistema familiar), se deduce
que la colegialidad de los componentes de este sistema tiene carácter
funcional, por el cual cada divinidad se ocupa activamente de un sector del
operar humano. Es decir, que se traduce esencialmente en una presencia ritual
(el rito es regla, orden, pero también acción) y en una vigilancia constante que
se expresa en signos o advertencias enviados al pueblo romano, para que se
empeñe en rituales extraordinarios, necesarios para reestablecer un orden
comprometido.
En el ámbito político, el rechazo de una descendencia de carácter
familiar se tradujo también en una aversión hacia el poder personal de las
familias (gentes) que componían la sociedad romana, aunque este pudiera
tener como fin el bien común. Ejemplo de esta aversión la encontramos en el
episodio de los Fabios al Crèmera, batalla en la cual se enfrentaron Romanos y
Veyes el 13 de febrero del 477 a. C. Siguiendo la exposición de Livio (II, 48),
vemos que se trató de un combate anómalo, porque por la parte romana no
entró en la lucha un ejército regular, organizado por medio de un
reclutamiento entre todos los ciudadanos, sino un único grupo familiar, toda la
gens Fabia con sus trescientos miembros. El éxito fue una masacre de la cual
se salvó un solo miembro de la familia, Quinto Fabio Vibulano, que se había
quedado en casa enfermo.
Por medio de este episodio se evidencia que un acto absolutamente
público de la guerra no podía ser asumido como tarea de privados, así que, lo
que debía ser un gesto de coraje y una acción de gloria, se tradujo en estúpido
orgullo que dañó, junto a los protagonistas, todo el pueblo romano. El hecho
que un miembro de la familia sobrevivió, asumió valor de ejemplo, así que los
herejes de la familia hicieron experiencia del error cometido y en un futuro
adoptaron un comportamiento totalmente opuesto. De hecho, al ímpetu de los
trescientos respondió el operar absolutamente moderado de Quinto Fabio
Máximo, el cunctator, en el curso de la Segunda Guerra Púnica. Nombrado
dictador después de la derrota del Trasimeno (21 de junio del 217 a. C.) tuvo
la prudencia de escuchar a los presagios divinos 3, de cumplir varios sacrificios
para aplacar a los dioses, y de no enfrentar a Aníbal en campo abierto. Táctica
que sin embargo no encontró el favor popular y del senado (Polib. III, 89), que
entregó la responsabilidad de la guerra a los cónsules, Lucius Aemilis Paulus
y Terencio Varrón (Polib. III, 106): el primero, enfrentando el enemigo en
Canne (2 de agosto 216 a. C.) padeció una desastrosa derrota y perdió la vida
(Liv. XXII, 1). A partir de aquel momento el senado dio el poder nuevamente
a Fabio que, confirmado cónsul por la quinta vez en el 209, concluyó
positivamente su acción prudente conquistando la ciudad de Taranto, con la
cual abrió el campo a la reacción romana y a la derrota final de general
cartaginés.
Otro evento que muestra la importancia de estar atentos a los signos
divinos, y las consiguientes desgracias que afectan a los que no tienen este
cuidado, es el singular portentum que tuvo lugar antes de la invasión gálica del
391 a. C. En una selva cercana de Roma se escuchó una voz bien extraña que
advertía a los romanos del peligro representado por los galos para que
cuidaran con mucha atención la defensa de la ciudad. Sin embargo, los
romanos no dieron importancia a esta admonición, y no reaccionaron ni en
términos religiosos, ni en términos militares: no hicieron un reclutamiento
especial, no reforzaron las defensas de la ciudad y tampoco ofrecieron
sacrificios a la entidad que había hablado, a la cual, puesto que no había
manifestado su origen claramente, le fue dado el nombre de Aius Locutius (el
hablador que habla). Sólo después de la liberación de Roma, como acto de
expiación fue dedicado un templo al dios (Liv. V, 32; Cic. de div. 1, 101), que
sucesivamente no manifestó una presencia activa en la historia de Roma,
limitando su actividad y su personalidad a aquella única manifestación.
Es éste uno de los tantos episodios que evidencian la concepción
religiosa de los romanos, que tenía como principio fundamental una
observación atenta de los fenómenos que salían del orden regular de los
eventos. En su percepción simbólica de los elementos que componían la
realidad (simbólico quiere decir que cada elemento del mundo tiene
correspondencia en otra dimensión, tal vez en una realidad transcendente), un
vuelo anormal de las aves, un rayo en el cielo despejado, el desbordar de un
río o de un lago, tenían un significado que debía ser interpretado. Se trataba de

3
La avanzada de Aníbal hacia Roma fue anunciada por varios prodigios que en particular se refieren a la mala
conducta religiosa del cónsul Gaio Flaminio, que, oponiéndose al senado, había asumido su cargo sin tomar
los auspicios. Los portentos que se presentan en varias ocasiones y en varios lugares del territorio romano, se
caracterizan por ser singulares y terrible: piedras candentes del cielo, estatuas que gotean sangre, fuegos que
se aprenden sin causa específica. Livio los cuenta en los libros XXI y XXII, en los cuales describe la II
Guerra Púnica. Para la específica figura del cónsul Quintus Fabius Maximus, véase E. Montanari, Nomen
Fabium, vol. 8 de los cuadernos de SMSR, Lecce, Milella, 1973.
un mensaje enviado por el mundo superior al cual se tenía que prestar atención
para darle una respuesta ritual adecuada: una eventual negligentia podía
producir daños graves. Su opuesto positivo era la pietas, la religió, una
constante atención ritual, una práctica escrupulosa del culto, con la finalidad
de preservar o restaurar el equilibrio cósmico, que implicaba en la misma
manera, dioses, seres humanos y elementos. Para Cicerón (de nat. deor.,) “est
enim pietas iustitia adevresus deos”, es decir un cuidado constante a sus
advertencias con un comportamiento consecuencial.
Subrayamos por fin que, diferente de las religiones monoteístas y
especialmente la cristiana, no existía en la tradición religiosa romana la
antinomia entre creer y dudar, y tampoco el concepto de fe como aceptación
emotiva de un principio superior. El romano “instintivamente” se sentía
partícipe de un mundo sagrado que enviaba a cada momento sus signos y
advertencias, que el ciudadano debía tener en cuenta para responder con actos
adecuados, basándose en reglas establecidas por un sistema jurídico, hecho de
normas escritas y de costumbres dictados por la tradición (mos maiorum). Un
sistema jurídico que, a partir de Numa, el legislador (de nomos, la ley),
organizó la vida civil, y un sistema religioso que, de acuerdo a los mismos
criterios del derecho civil, conducía la relación entre hombres y dioses,
contemplando una excepcionalidad y una normalidad. En el primer caso, es
decir cuando se producía un portentum, es decir un evento extraordinario, se
consultaban los Libri Sybillini, en el otro, es decir en el ámbito de la práctica
religiosa cuotidiana, se consultaba el calendario.

Signos amonestadores y sus intérpretes

No siempre resultaba claro de dónde y por parte de quien llegaban


signos amonestadores. En el caso de la voz misteriosa de Aius Locutius, que
no era entidad conocida, se tuvo que inventar este sujeto; en el caso de tantos
otros portentos: piedras que caen del cielo, rayos que explotan en cielo
despejados, aguas que desbordan de sus cursos sin causa evidente, y otros
fenómenos raros, no hay una divinidad específica que los provoque, es el
orden natural mismo que manifiesta una situación de desequilibrio4
Considerando de todas maneras la cantidad y la rareza de estos signos
que llegaban a Roma con toda su ambigüedad oracular (no eran diferentes las
sentencias oraculares que se pronunciaban en los templos de Apolo, Orfeo,
4
Fue un anormal desbordamiento del Tíber, coincidente con una grave pestilencia, que sugirió como remedio
la de nombrar un dictador que tuvo la tarea de plantar un clavo para aplacar a los dioses (Liv. VIII, 3). Así,
para conseguir la victoria en la áspera lucha contra Vejo, se tuvo que realizar lo que habían sentenciado un
arúspice de Albano y una comisión enviada a Delfos: hacer fluir las aguas del lago de Albano (Liv. V, 15 ss.).
Deméter y otras divinidades en Grecia) era fundamental la existencia de una
clase de intérpretes organizados en una formación institucional: el ordo
haruspicum, formado por personas de origen etrusca, capaces antes de todo de
interpretar el significado de las entrañas de animales sacrificados, en particular
en hígado, y al mismo tiempo fenómenos naturales raros, que anunciaban
eventos adversos. Para Cicerón ese orden fue creado en época republicana,
cuando fueron elegidos diez jóvenes de nobles familias etruscas (Cic. de div. I,
92).
Por lo que se refiere a los libri Sybillini, la leyenda dice que fueron
ofrecidos a Tarquinio el Soberbio por la Sibila Cumana, sacerdotisa de Apolo
y de Hécate, que vivía en una gruta cerca de Cuma, en la orilla del lago de
Averno (Serv. in Verg. 6, 72; Cic. de div. XLII, 97 s.)5. Este dato indica que
los romanos utilizaron la tradición adivinatoria griega, sin embargo, no
renunciaron a la sabiduría etrusca. Prueba de esta ambivalencia de las dos
tradiciones, es el episodio relativo al citado portentum del lago de Albano
(nota 5), en el curso de la guerra contra Vejo: se escuchó la interpretación del
viejo etrusco, que sin embargo fue confirmada por la delegación enviada a
Delfos.
Diferente era la formación y la función del colegio de los augures,
compuesto inicialmente de tres miembros, hasta que incrementado por Silla,
llegó a un número de 15 miembros. Su origen coincide con el origen de
Roma, en cuanto fueron los dos gemelos que, tomando el auspicum del vuelo
de las aves, se entregaban a sí mismos el augurium, es decir la fuerza, el poder
para fundar Roma. Desde aquel momento fue esta la peculiaridad de la
función augural: aves spicere, observar el vuelo de las aves, y con base en su
modalidad, deducir la voluntad divina (auspicia) y conceder o negar el poder
(augurium). Es por eso que, de acuerdo a la tradición fue Rómulo, en cuanto
augur originario, a formar el primer colegio de esta categoría sacerdotal. El
augur llevaba un lituo, bastón doblado, con la punta que le servía para trazar
en el suelo un campo de observación que reflejaba el campo celeste, límite de
su observación que, además de las aves se concentraba también el los rayos
(fulgures) o generalmente en signos celestes (signa ex coelo). Sin embargo,
no se trataba de prodigia o portenta, es decir, de miracula (eventos
extraordinarios), sino de fenómenos que sucedían en el ámbito de la
regularidad natural y que debían ser interpretados para saber si había la
aprobación divina, y así confirmar el poder que la estructura estatal quería
entregar a un magistrado.

5
Para consultar a los libri Sybillini fue constituido un colegio de dos operadores, los duumviri sacris faciudis,
cuyo número sucesivamente fue elevado a quince (quindecimviri).
En varios casos eran los augures que ponían directamente la pregunta a
las fuerzas divinas para provocar la respuesta: esto pasaba con los auspicia ex
quadrupedibus y los auguria pullaria. En el primer caso se dejaban libres
animales para observar sus movimientos; en el segundo, antes de una batalla,
el augur pullarius daba comida a los pollos: de acurdo a la cantidad que ellos
comían se juzgaba el éxito del combate. Estos responsos determinaban las
decisiones: si renunciar a la acción o buscar de modificar la voluntad divina
con sacrificios rituales.

El rito y el orden cósmico

Considerando que los mensajes amonestadores se presentan como


fenómenos raros, que por lo tanto salen del orden regular de la naturaleza, es
consecuencial que con la acción reparadora se busque de recomponer dicho
orden. Y con eso la armonía entre el romano y las fuerzas superiores que
condicionan sus acciones y su destino.
Además, se trata de un orden cósmico que coincide con el orden legal,
lo que fue establecido por los mores (costumbre, tradición) y por las leyes de
la res publica. Un ejemplo realmente singular del carácter jurídico con su
puntilloso formalismo es lo que sucedió después de la derrota de Caudio (321
a. C.) contra los samnitas. A los romanos, que habían pedido la paz, fueron
impuestas condiciones muy duras, así que ellos no querían más respectar al
acuerdo y volver a luchar. Lo que sin embargo hubiera sido algo ilegal, contra
el jus gentium, colocando los romanos fuera del respecto humano y sobre todo
de la protección divina. Para superar esta dificultad se ideó una trampa.
Postumius, el cónsul derrotado y responsable de pedir la paz, debía ser
entregado a los samnitas por su culpa. Acompañado por el fecial Cornelius
Arcina, estaba para ser consignado al enemigo cuando, como testimonia Livio
(IX, 10):
…haec dicenti fetiali Postumius genu femur quanta máxima poterat vi
perculit et clara voce ait se Samnitem civem esse, illum legatum a se contra
ius gentium violatum; eo iustius bellum gesturos.6
Dado entonces que un samnita había golpeado al embajador romano (el
cónsul Postumius se había declarado samnita) cometiendo un acto
absolutamente injusto para la ley humana como para la divina, los romanos
pudieron volver a luchar, conscientes de comportarse legalmente, en frente a

6
“…mientras que el fecial hablaba, Postumius lo golpeó el muslo con la máxima fuerza que podía y con voz
clara dijo de ser ciudadano samnita, y que había agredido al embajador contra el derecho de los pueblos; a
partir de aquel acto se hubiera hecho una guerra más justa”.
los hombres y a los dioses, hasta conseguir la definitiva victoria en la batalla
de Boviano (304 a. C.).
En relación al complejo sacerdotal romano, otra figura de gran relieve,
con poderes organizativos más que sagrados, era el Pontifex Maximus7, jefe
del colegio de los pontífices y guía en campo religioso y civil. Entre sus
prerrogativas tenía la de nombrar a las vestales, los flamines y al rex
sacrorum, de redactar la crónica y la historia de Roma con la transcripción
diaria de los eventos en las tabulae dealbatae, para transferirla en los annales
Pontificum. Y sobre todo, tenía la importante autoridad de organizar el
calendario, indicando las fiestas y haciendo interpolaciones, es decir
añadiendo días en momentos particulares, con la finalidad oficial de equiparar
la secuencia lunar con la solar, sino también para conceder mayor o menor
tiempo a una magistratura.
La importancia de este cargo es evidenciada por el hecho que a partir de
César fue asumido por los emperadores que siguieron, hasta Graciano, que
renunció al pontificado en el 373, cuando el afirmarse de la religión cristiana
lo dejó privo de valor y significado.

El rito y la fórmula

Considerando los datos indicados, más allá de la efectiva personalidad


de los dioses, se evidencia el carácter precipuamente ritual de la religión
romana, es decir la existencia de una asidua práctica religiosa finalizada a la
pax deorum, en cuanto equilibrio de fuerzas cósmicas reguladas por un
coherente sistema de normas jurídicas. Con base en las cuales el ciudadano
podía mantener un correcto comportamiento en el ámbito cívico como
religioso, distinguiendo los días en los cuales era lícito actuar en ámbito
profano (dies fasti), y otros reservados a un actuar puramente religioso (dies
nefasti), y por lo tanto días de fiesta (festi). De aquí se deduce la importancia
política del calendario, que no solo regulaba la vida de los ciudadanos
comunes en sus actividades diarias, sino que ponía “…restrictions of time on
the actions of magistrates” (Rüpke, 2011: 50).
No consideramos de particular importancia el problema de la
prevalencia del aspecto religioso o del civil en la organización del tiempo en
Roma (el citado Rüpke considera preminente el aspecto político), por el hecho
que en una cultura tradicional como la romana antigua, los dos elementos son

7
Podía representar el correspondiente en la tierra de Júpiter, en cuanto garante de justicia, ordenador y
pacificador.
inseparables8, así que un correcto vivir “sagrado” coincide con un vivir en el
respecto del mos y de las leyes. Por lo tanto, la nota expresión cristiana
“Reddite quae sunt Caesaris Caesari et quae sunt Dei Deo” (Mateo 22, 24;
Lucas 20, 2; Marco 1, 17), si por un lado muestra la diferencia en ámbito
cristiano entre un empeño civil (pagar los impuestos) la fe y la práctica
religiosa, por el otro lado evidencia el carácter integralmente sagrado de la
religión romana, en cuanto también el pagar los impuestos tenía valor
religioso, porque se trataba de “devolver” (reddite) al emperador monedas que
generalmente por un lado muestran la imagen del emperador, por el otro lado
una figura divina9.
El carácter esencialmente ritual, junto a la falta de un efectivo
principium individuationis de las divinidades, carentes generalmente de una
historia personal, así como el carácter público de las prácticas cultuales, son
elementos que indican por qué el calendario pueda considerarse el medio más
adecuado para entender la religión romana, en cuanto conjunto de normas que
establecen la relación entre las liturgias y los negotia. Por medio de este los
ciudadanos romanos saben que en un día nefatus hay que espiar, sacrificar, y
no ponerse en actividades que acabarían en un inevitable fracaso.
Como ejemplo de un día absolutamente negativo, encontramos la fecha
del 18 de julio, denominada dies Alliensis, calificada como dies religiosus, es
decir “execrable”, porque en el 390 a. C. los Romanos padecieron una terrible
derrota por parte de los galos senones guiados por Brenno, cerca del río Alia.
Además, el desastre no se produjo solo por una carencia de carácter militar,
sino en consecuencia de un grave acto de ilegalidad cumplido por los romanos
(Liv. V, 38). Habiendo pedido los etruscos ayuda contra los galos, los
romanos enviaron una legación para tratar con los enemigos, sin embargo los
embajadores, componentes de la misión, no se limitaron en de tratar con los
galos, de acuerdo a las reglas de las embajadas, sino que entraron en campo y
mataron uno de los jefes de los enemigos. Con este acto de ilegalidad, que
chocaba contra el derecho humano y el divino, los romanos determinaron lo
8
Consideramos que la antinomia sagrado-profano es peculiar de las civilizaciones modernas, mientras que en
una civilización tradicional no hay institutos puramente profanos. En la cultura romana, la política en
particular tenía valor sagrado, puesto que el dios supremo personaba el orden legal del Estado.
9
Las monedas romanas tuvieron desde el origen carácter sagrado, y por eso presentaban generalmente
imágenes divinas. Una de las monedas más antiguas, conocida como el quadrigarius, presentaba por una
cara, las imágenes de Martes y Minerva, por la otra, la de Júpiter y Victoria en una cuadriga. Figuras
constantes de la acuñación en edad republicana, eran Janus, Marte, Juno, la loba cual símbolo de Roma.
Monedas del tiempo de César presentaban imágenes de Enea y de Venus; monedas del periodo imperial
mostraban también imágenes de divinidades de origen oriental. Por ejemplo, monedas de Domiciano
representaban, junto al imperador, efigies de Serapis y e Cibeles; monedas de Commodo y de Caracalla,
Serapis, las de Aureliano llevaban, junto a la efigie del emperador, la de Deus Sol Invictus (Altmeim, 1996:
207 ss.). La misma denominación de moneda tiene algo religioso, pues que deriva del templo dedicado a Juno
Moneta.
que hubiera pasado a nivel militar: hicieron mal el reclutamiento, no evaluaron
la fuerza y el valor de los enemigos y al primero choque los soldados se
escaparon y dejaron que los galos ocuparan la ciudad. Así que fue necesario
llamar a Furio Camilo, que había sido precedentemente exiliado, para liberar a
la urbe.
Hay que notar que, en el mismo día de julio, pero del año 306, hubo otra
calamitosa derrota, precedentemente examinada, la del rio Crémera, que vio la
masacre de la gens Fabia. Coincidencia de las fechas y coincidencia de los
lugares del choque (Alia y Crémera son dos ríos), y sobre todo coincidencia de
un comportamiento ilegal e irreligioso, por el cual este día fue considerado
absolutamente negativo y por lo tanto momento de expiación.
En relación a la importancia del formalismo (es decir seguir ad litteram
la fórmula correcta en la palabra como en la acción), consideramos el
sacrificio que, para conseguir la victoria, cumplía el general romano que se
arrojaba en medio de las tropas enemigas para ser asesinado. Este acto,
llamado devotio, debía ser acompañado por la siguiente fórmula ritual:
Iane, Iuppiter, Mars pater, Quirine, Bellona, Lares, Divi Novensides, Di
Indigetes, Divi, quorum est potestas nostrorum hostiumque, Dique Manes, vos
precor veneror, veniam peto feroque, uti populo Romano Quiritum vim
victoriam properatis hostesque Populi Romani Quiritum formidine morteque
adficiatis, sicut verbis nuncupavi, ita pro re publica Quiritum, exercitu,
legionibus, auxiliis Populi Romani Quiritum, legiones auxiliaque hostium
mecum Deis Manibus Tellurique devoveo (Liv. VIII, 9)10.
… Esta fórmula, que Livio refiere en ocasión del sacrificio de sí mismo por
parte del cónsul Publio Decio Mure en la batalla del Vesubio contra los
latinos, en el año 340 a. C., muestra como también los dioses deban obedecer
a las reglas de la justicia, es decir a un pactum regulado con base en un código
jurídico por medio de una fórmula extremamente clara (por eso repetitiva).
Entre las divinidades invocadas el primer lugar está ocupado por Júpiter, el
garante de la paz y del orden romano, y con él todas las divinidades romanas y
hasta extranjeras, en cuanto testigos de un convenio que el general estipula
con los dioses de la muerte: los Di Manes y Tellus, la Tierra, a los cuales se
dirige la oferta del sacrificio. Es decir, que el acuerdo implica tres
contrayentes: el general Decio Mure, las entidades telúricas a las cuales él se
ofrece, y todas las otras divinidades en cuanto testigos de este pacto.
10
Jano, Júpiter, Marte padre, Quirino, Bellona, Lares, Dioses Novensides, dioses Indigetes, dioses, que
ejercen poder sobre nosotros y nuestros enemigos, dioses Manes, les ruego y les venero, y les pido perdón y
pago mi pena, para que concedan fuerza y victoria al Pueblo Romano de los Quirites, y procuren derrota y
muerte a los enemigos del Pueblo Romano de los Quirites, así como yo he pedido, a ventaja de la república de
los Quirites, con el ejército, con las legiones, con las tropas auxiliarías del Pueblo Romano de los Quirites,
entrego junto conmigo a los Dioses Manes y a Tellus, las legiones y las tropas auxiliarías de los enemigos.
Resulta así evidente la importancia del respeto de un código que
concierne las relaciones entre seres humanos y divinos, porque de él depende
la pax deorum hominumque, es decir la recíproca confianza, la fides, en cuanto
elemento esencial para el mantenimiento del orden civil.
En el caso del citado rito de la devotio, se trata de un caso
extraordinario, que sin embargo obedece a un código establecido, mientras por
lo que concierne la normalidad o cotidianidad de las relaciones entre hombres
y dioses, existe un código general, que determina los deberes recíprocos: este
código es el calendario, los Fasti. Son ellos que, organizando las actividades
civiles y religiosas del pueblo, evidencian como de facto no exista una
diferencia entre ellas y testiguan el carácter “tradicional” de la civilización de
Roma. Por la cual se realiza una equiparación entre historia y mito (el mito se
refiere a la historia de Roma que a su vez tiene carácter sagrado o mítico), así
como entre prescripciones religiosas y normas jurídicas, que encuentran su
unidad en el calendario, cuya observancia es el fundamento para asegurar la
justicia y el orden de Roma y del cosmos.

Días de fiesta y de trabajo


Dirigiéndonos ahora al análisis puntual del calendario romano,
evidenciamos que la palabra Fasti indica por un lado el calendario en general,
por el otro los días en los cuales está permitido actuar en la vida civil (dies
fasti): estos son marcados con la letra F colocada al lado de la fecha.
Organizado de acuerdo a principios religiosos por el pontifex Maximus, que
establecía las secuencias de las fiestas, el calendario organizaba
escrupulosamente la vida del ciudadano romano, su actuar cotidiano, que por
lo tanto tenía un valor sagrado.
Para el romano el actuar civil era representado sobre todo por su presencia
en el tribunal, así que, como declara Ovidio: “fastus erit per quem lege licebit
agi”, Ov. Fast. 1, 48 (será fasto el día en el cual será lícito actuar en el ámbito
legal).
Por el contrario, los días en los cuales el ciudadano romano no debe
desarrollar actividades, sino descansar u honrar a los dioses, son nefasti y son
indicados con la letra N. Estos días por lo tanto son festi, o sea festivos.
Algunos días presentan la sigla EN, que quiere decir endotercisi o intercisi,
días que en la parte inicial y terminal involucran acciones litúrgicas, mientras
la parte central, no festiva (profesta) está abierta al trabajo.
La letra C, que indica comitialis, califica los días que, obviamente fasti,
permiten también la convocación de los comitia (asambleas).
Cada día además está determinado con una letra, de la A a la H, con los
que conforman por lo tanto grupos de ocho días, llamados nundinae (en
cuanto a función pueden considerarse correspondientes a nuestras semanas):
en el primero de estos días, marcado con la letra A, hay mercado.
La sigla QRFC (cuando rex comitiavit fas) relativa a los días 24 de marzo
y 24 de mayo, se refiere a la acción del rex sacrorum, que convocaba la
asamblea para confirmar los testamentos: terminada la operación, el día, que
era nefastus, se volvía fastus.
La sigla QSDF (cuando stercum delatum fas) se refiere a la acción de las
Vestales, que una vez por año (15 de junio) limpiaban el templo: al término de
la operación el día se volvía fastus.
Descripciones más analíticas relativas a los actos rituales las haremos en el
curso de la exposición del calendario de Anzio (pequeña ciudad de mar a 40
km de Roma), conocido como Fasti Antiates Maiores, único calendario que se
posee previo la reforma de César, y que fue encontrado en marzo de 1915 en
la ciudad del Lacio, en la antigua construcción conocida como Villa
Neroniana. Este calendario, pintado a fresco en una pared de la villa, es
bastante íntegro: actualmente está ubicado en el Museo Nacional Romano.
Entre los calendarios que disponemos, el más recién es Fasti Furii
Filocali, trabajo del 354 d. C., ilustrado por dicho calígrafo, que, allá de
algunas especificidades (lista de los cumpleaños de los Césares, informaciones
astrológicas), presenta una coherencia con la antigua organización del tiempo:
“… fügen sich die Fasti Furii Filocali ganz in die Tradition des bekanntes
Kalender ein” (Rüpke, 1995: 94). En general todos los calendarios romanos,
de los republicanos a los imperiales, presentan una fidelidad a la tradición,
demostrando la constancia de un ritualismo que mantenía sus formas más allá
de nuevas elaboraciones teológicas o filosóficas. Una tradición que no tenía
carácter ideológico, sino práctico, que se resolvía en la acción ritual.11

El rito entre luna y sol

11
La lista completa de los calendarios romanos se encuentra en Degrassi, Inscriptiones Italiae, vol. XIII/II,
Fasti anni Numani et Iuliani; Roma, Istituto Poligrafico dello Stato, 1963, y en Rüpke, Kalender und
Öffentlichkeit. Die Geschichte der Repräsentation und religiösen Qualifikation der Zeit in Rom, Berlin, de
Gruyter, 1995. Del mismo Rüpke hay la edición en inglés con algunas modificaciones: The Roman Calendar
from Numa to Constantine. History of the Fasti, Chichester, Malden, Wiley-Blackwell. 2011.
Si en la base de los calendarios se encuentra la voluntad de hacer que el
tiempo sea funcional a las maneras de operar de una cultura, el problema
preliminar consiste en la resolución de la relación entre el actuar
“culturalmente”, es decir de acuerdo a principios sagrados, y los elementos
naturales que hay que tener presentes en la organización de las actividades
humanas en relación al tiempo. En la naturaleza los elementos básicos que hay
que tener presentes son, por un lado, el tiempo calculado con base en el ciclo
lunar, por el otro, el tiempo indicado por la duración de la revolución de la
tierra en torno al sol. El primero es de 29,53059 días, intervalo entre dos
idénticas imágenes de la luna a los observadores terrestres; el segundo es de
365,24219 días, intervalo entre dos pasajes del sol por el equinoccio de
primavera (al ciclo solar se relaciona el ciclo de las estaciones). Las dos
medidas no son conciliables, es decir que respetar las fases lunares para
determinar la secuencia de los meses no se corresponde con la secuencia
anual.
Típico ejemplo de un calendario lunar, es decir con los meses que
coinciden con el ciclo lunar, es el musulmán, con 6 meses de 29 y 6 de 30
días, con un total de 354 días. Lo que se traduce en una sustracción de más de
11 días al año solar. En este calendario cada mes empieza con la luna nueva,
regla rigurosamente respetada sobre todo en el noveno mes, Ramadán, mes de
ayuno, donde el inicio y el fin deben ser anunciados por dos hombres de
comprobada fe (en el sentido de credibilidad) que hayan visto la primera
imagen de la luna creciente.
Esta tarea de escrutador de la luna pertenecía en Roma a un pontifex, que
anunciaba el surgir del astro al rex sacrorum, que convocaba (kalabat, palabra
de la cual deriva el término Kalendae, que representa el primer día del mes) la
asamblea en la cual indicaba los días de las Nonae (primer cuarto de luna) y
de los Idus (luna plena); en las Nonae él proclamaba la organización festiva de
todo el mes. El calendario romano, por lo tanto, en sus orígenes resultaba
esencialmente dependiente de una relación “visual” entre el ciudadano y la
luna, mientras resultaba de escasa importancia la ubicación del sol.
El primer calendario de diez meses fue atribuido a Rómulo, del cual Ovidio
dice que conocía mejor las armas que las estrellas (“Scilicet arma magis quam
sidera, Romulus noras”, Ov. Fast. 1, 29). A menos que no considerara que en
un sistema litúrgico basado en las fases lunares, tenía poca importancia la
duración de año, sea de 300 o de 355 días (cambio decidido por el rey Numa),
pues que a un pasaje lunar siempre constante correspondía de todas maneras
una secuencia estacional siempre diferente.
Por lo tanto, también el calendario numano, que se mantuvo por toda la
época republicana, quedó dependiente de la estrecha relación de la fiesta con
la visión lunar. De acuerdo a este calendario, en el cual los meses eran de 29 o
de 31 días, con excepción de febrero que contaba 28 días, el año estaba
compuesto por 355 días.
Sin embargo, aunque respetando la relación entre Kalendae, Nonae e Idus
(en orden, luna nueva, primer cuarto y plenilunio), con la finalidad de
conciliar la anualidad solar con la lunar se efectuaban intercalaciones: cada
dos años se interponían alternativamente un mes mercedonius de 22 y de 23
días, para formar una anualidad de una duración media de 366,25 días (con
alrededor de un día en exceso).
El año empezaba originariamente con el mes de marzo, en cuanto a que
Quintilis y Sextilis podían ser el quinto y el sexto mes del año sólo a partir de
este mes. Además, en las Calendas de este mes se realizaban rituales
característicos de un inicio de anualidad: se renovaba el fuego en el templo de
Vesta, así como las frondas de laurel que decoraban las casas de los flamines
maiores, del rex sacrorum y de las curias (Ovid. Fast. 1, 137, ss.). En el
periodo entre el 222 y el 153 a. C., los cónsules asumieron el cargo en las
Calendas de marzo, pero posteriormente volvieron a asumir el cargo el
primero de enero, día caracterizado por la presencia de Jano, el dios de los
inicios.
Para resolver el problema del efectivo comienzo del año en Roma, se puede
pensar en la coexistencia de dos diferentes fechas, y por lo tanto hablar de un
inicio “janual” (en enero, en el nombre de Jano), y de un inicio en marzo: la
primera fecha representa un inicio con dificultad, la segunda en plena
actividad, después de febrero, mes de la purificación (februare = purificar).
Además, se podría pensar en una tercera fecha de inicio, el 21 de abril, día de
la fundación de Roma, que presentaba, como veremos en el curso de esta
exposición, un típico ritual de celebración de una nueva fase para el urbe
(Sabbatucci, 1988).
El calendario de Anzio, aquí reproducido, y que seguiremos en su
secuencia, presenta enero como primero mes del año, también porque fue
elaborado en un momento en la cual los cónsules entraban en función en las
Calendas de este mes.
La intercalación con los días suplementarios producía, como se ha
indicado, una excedencia de un día por año, así que el equinoccio de
primavera del año 50 a. C. cayó en los Idus de marzo. A este inconveniente
respondió la reforma de Julio César, realizada sobre la base de los cálculos del
astrónomo alejandrino Sosigenes. César previó añadir 23 días entre el 23 y el
24 de febrero, y colocó dos meses entre noviembre y diciembre del 46 a. C.: el
I de marzo del 45 se transformó entonces en el I de enero, y el equinoccio de
primavera cayó el 21 de marzo. Así el año juliano resultó compuesto por 365
días, y para recuperar las seis horas que faltaban, se añadió un día cada cuatro
años entre el 23 y el 24 de febrero: dies sextus antes kalendas Martias. Con
los dos “días sextos” por lo tanto el año era definido bisextil.
Esta reforma producía la adecuación del calendario al ritmo de las
estaciones, y por lo tanto al tiempo atmosférico (lo que no se consideraba
absolutamente en un calendario lunar), dato fundamental para la actividad
agrícola. Sin embargo, surgía un problema de carácter religioso: la fiesta y su
valor específico no tenía más una confirmación de carácter visual. Es decir
que, si, por ejemplo, al dios de los comienzos, Jano, debía corresponder una
luna nueva, o sea en su fase inicial, a Júpiter, el dios supremo, expresión de
plenitud, era lógico que le correspondiera una luna llena, con un calendario
solar, económicamente ventajoso (adecuación al tiempo atmosférico con
ventaja de la actividad agrícola) esta coincidencia no se verificaba más, así
que se ignoraba completamente la relación de la fiesta con la luna.
Además, con esta reforma se quitaba un considerable poder a los pontífices
que, precedentemente, para adecuar el mes lunar al solar, insertaban
intercalaciones gracias a las cuales se podían alargar cargos políticos. Lo que
evidencia el carácter revolucionario de la acción de César, por la cual la
secuencia Kalende, Nonas, Idus, completamente separada de la contemplación
lunar, eliminaba los arbitrios pontificales y entregaba a un sistema escrito, y
por lo tanto fijo, la repartición del tiempo. El “ver” subjetivo y variable de los
pontífices era substituido por la transcriptio única y definitiva de César,
pontifex Maximus, al cual la suerte reservó una muerte ejemplar: él fue
apuñalado en los Idus de marzo, momento que en la más antigua repartición
del tiempo y de las fiestas debía coincidir con el plenilunio, en cuanto
momento alto de la anualidad, dedicado al dios supremo. Pero, con la reforma,
la harmonía entre la fiesta y la luna se había quebrado y así, en aquel día
fatídico, a los que miraron el cielo nocturno es cierto que no les iluminó la
luna llena.
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