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Romanos 12:9-113

El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo, seguid lo bueno. Amaos los unos
a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los
otros. En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu,
sirviendo al Señor; gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación;
constantes en la oración; compartiendo para las necesidades de los santos;
practicando la hospitalidad. (12:9-13)
AMAR SIN FINGIMIENTO (12:9a)
El primer deber consiste en que el amor sea sin fingimiento. La virtud más grande
de la vida cristiana es el amor.
El amor agapē se centra en las necesidades y el bienestar de la persona amada, y está
dispuesto a pagar cualquier precio personal que sea necesario pagar para satisfacer
esas necesidades y garantizar ese bienestar.
Dios mismo es “amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en
él” (1 Jn. 4:16). Jesús declaró sin lugar a equívocos que tanto en el Antiguo como en
el Nuevo Testamento los mandamientos más grandes son: “Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” y “Amarás a tu prójimo
como a ti mismo” (Mt. 22:37-39). De hecho, Él dijo enseguida: “De estos dos
mandamientos depende toda la ley y los profetas” (v. 40). El apóstol Pablo hizo eco
de esa misma verdad en la amonestación que hace más adelante a los romanos: “No
debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha
cumplido la ley” (Ro. 13:8; cp. v.10).
El amor es más importante para un cristiano que cualquier don espiritual que pueda
tener. “Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor”, explicó Pablo a los
creyentes corintios, “pero el mayor de ellos es el amor” (1 Co. 13:13; cp. 12:31). Por
esa razón no es sorprendente que el primer componente en el fruto del Espíritu sea el
amor (Gá. 5:22), y que sea por nuestro amor hacia los hermanos en la fe que todos
conocerán que somos discípulos de Jesús (Jn. 13:35). Pablo oró por los creyentes
tesalonicenses con estas palabras: “Y el Señor os haga crecer y abundar en amor unos
para con otros y para con todos” (1 Ts. 3:12; cp. 1 Jn. 3:18). En medio de todo el
sufrimiento que padeció “en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en
angustias; en azote, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos”,
Pablo mismo sirvió al pueblo del Seño“en el Espíritu Santo, en amor sincero” (2 Co.
6:4-6).
Más adelante en la misma carta, el apóstol repite el mandato: “Y ante todo, tened
entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados” (1 P. 4:8).
El amor genuino es una parte tan integral de la vida sobrenatural que Juan declara:
“Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los
hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Jn. 3:14). En otras
palabras, una persona que no muestre evidencia alguna de amor agapē carece de todo
argumento para afirmar que tiene a Cristo o la vida eterna.
El hipócrita que demostró mayor fingimiento en la Biblia fue Judas, quien también
fue un egoísta consumado. Él fingió devoción a Jesús para lograr sus propios fines
egoístas. Su hipocresía fue desenmascarada y su egocentrismo se hizo evidente
cuando traicionó a Jesús por treinta monedas de plata.
ABORRECER LO MALO (12:9b)
El aborrecimiento del mal es el otro lado del amor, que por naturaleza propia no puede
aprobar lo que es injusto y “no se goza en la injusticia” (1 Co. 13:6).
Así como “el temor de Jehová es el principio de la sabiduría” (Pr. 9:10), “el temor de
Jehová [también] es aborrecer el mal” (Pr. 8:13). El hijo de Dios aborrece el mal
porque Dios aborrece todo lo malo.
La maldad es el enemigo de Dios y el enemigo del amor, y es algo que debe
aborrecerse con el mismo fervor con que se debe procurar el amor. Es por esa razón
que el salmista manda: “Los que amáis a Jehová, aborreced el mal” (Sal. 97:10). El
cristiano que ama con amor genuino también está dispuesto a aborrecer lo malo con
toda sinceridad.
“Demas me ha desamparado, amando este mundo, y se ha ido”, escribió Pablo con
tristeza en su informe a Timoteo (2 Ti. 4:10). El amor de Demas por el pecado era
más grande que su amor por el Señor, el pueblo del Señor y la obra del Señor.
SEGUIR LO BUENO (12:9c)
Como siervos de Jesucristo, nosotros debemos adherirnos y vincularnos a todo lo
bueno (agathos), aquello que por naturaleza propia es correcto y digno.
Se puede definir lo bueno como “todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo
justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre”; Pablo continúa
diciendo que “si hay virtudalguna, si algo digno de alabanza”, debemos pensar [o
seguir] en estas cosas (Fil. 4:8).
En 1 Tesalonicenses 5:21-22 el apóstol da una instrucción similar: “Examinadlo todo;
retened lo bueno. Absteneos de toda especie de mal”. Es claro que se trata de un
llamado a usar el discernimiento, a hacer una evaluación consciente de todas las cosas
de tal modo que podamos decidir con base en el juicio de la Palabra de Dios, cuáles
vamos a rechazar y cuáles vamos a seguir.
Como Pablo ya ha explicado, la clave para hallar y seguir lo bueno está en que no
nos conformemos a este mundo, sino que seamos transformados por la renovación de
nuestro entendimiento, para que comprobemos cuál sea la buena voluntad de Dios,
agradable y perfecta (Ro. 12:2). A medida que nos separamos de las cosas del mundo
y nos saturamos con la Palabra de Dios, las cosas buenas irán sustituyendo cada vez
más las cosas malas.
AMARSE CON AMOR FRATERNAL (12:10a)
El amor fraternal refleja la naturaleza de los cristianos. Por esa razón Pablo podía
decir: “Pero acerca del amor fraternal no tenéis necesidad de que os escriba, porque
vosotros mismos habéis aprendido de Dios que os améis unos a otros” (1 Ts. 4:9). Al
haber “aprendido de Dios”, el verdadero hijo de Dios sabe de manera intuitiva que
debe amar a sus hermanos y hermanas espirituales. Por la razón misma de que
tenemos en común a Dios como nuestro Padre celestial, el amor de los unos por los
otros debería ser tan natural y normal como el amor afectuoso y la confianza que
existe entre miembros de una misma familia.
El apóstol Juan afirma con ímpetu esa verdad. “El que dice que está en la luz, y
aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas. El que ama a su hermano, permanece
en la luz, y en él no hay tropiezo. Pero el que aborrece a su hermano está en tinieblas,
y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le han segado los ojos” (1 Jn. 2:9-11
En el siguiente capítulo de su epístola el apóstol emplea palabras aún más furtes: “En
esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace
justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios... Pero el que tiene bienes de este
mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora
el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de
hecho y en verdad. Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguramos
nuestros corazones delante de él” (1 Jn. 3:10, 17-19).

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