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Llegada del Mesías esperado: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre

Misterio de la Encarnació n

Apuntes de
CRISTOLOGÍA
Tomados del presbítero Enrique Colom
(Resumen de V. Ferrer, Jesucristo, nuestro salvador, Rialp, con diversas
modificaciones y añadidos)

«Nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación y


sobre todo a una Persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne» (Papa
Francisco, Discurso a la Pontificia Comisión Bíblica, 12-IV-2013).

Introducción
La cristología es la parte de la teología que trata sobre Cristo. Estudia, a la luz
de la fe, el misterio de su Persona como Dios y hombre verdadero, y el de su
misión salvadora. «Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido
judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del
emperador César Augusto I; de oficio carpintero, muerto crucificado en
Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador
Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha “salido de Dios” (Jn 13,
3), “bajó del cielo” (Jn 3, 13; 6, 33), “ha venido en carne” (1 Jn 4, 2), porque “la
Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria,
gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad […]
Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Jn 1, 14.16)»
(CEC 423).
El misterio de Cristo recapitula todos los artículos de la fe: los que se refieren
a la Trinidad, porque Él es Dios, el Hijo del Padre, y revela la Trinidad, y los
relativos al designio de Dios, porque Cristo realizó el plan de su voluntad
salvífica. Por eso, anunciar a Cristo es el centro de nuestra fe: «La transmisión de
la fe cristiana es ante todo el anuncio de Jesucristo para conducir a la fe en Él.
Desde el principio, los primeros discípulos ardieron en deseos de anunciar a
Cristo: “No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído”
(Hch 4, 20)» (CEC 425). La «encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo
de la fe cristiana» (CEC 463).
La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con
sus ojos: es una participación en su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida
confiamos en otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. […]
Tenemos necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de
Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (cf.  Jn 1, 18).
La vida de Cristo –su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación

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con él– abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos


entrar. […] La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección
en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en
nuestra historia» (Lumen fidei 18). «La verdad que la fe nos desvela está centrada
en el encuentro con Cristo, en la contemplación de su vida, en la percepción de
su presencia» (Ibid. 30).

Fe y razón ante el misterio de Cristo


La fe es necesaria para conocer el “misterio” de Cristo: «Nadie conoce al Hijo
sino el Padre» (Mt 11, 27); «nadie puede venir a mí, si no le atrae el Padre que
me envió» (Jn 6, 44). Cuando Pedro afirma que Jesús es el Hijo de Dios, Cristo
indica: «Esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está
en el cielo» (Mt 16, 17).
Por otra parte, la fe es razonable y Jesús vivió en un contexto histórico
concreto: los acontecimientos de su vida son reales y verificables; por eso, la
razón y la historia pueden conocer la realidad visible de la vida de Jesús. Pero,
precisamente porque la vida de Cristo es un misterio, no basta un conocimiento
puramente intelectual: como ya vimos, debe ser un conocimiento amoroso que
busque la identificación con Él. De este conocimiento amoroso de Cristo es de
donde brota el deseo de anunciarlo.

Jesús de la historia y Cristo de la fe


Hacia finales del siglo XVIII (Ilustración), basándose en la “creencia” que
Jesús era un simple hombre, aparece un intento de reconstruir su vida con una
metodología histórica que prescinde de lo que no tiene explicación racional,
excluyendo, como mito, todo lo milagroso. En el siglo XIX, el protestantismo
liberal también trató de llegar al “verdadero” Jesús confiando únicamente en la
razón y en la ciencia histórica positiva. Según estos intentos era muy poco lo que
se podía conocer del “Jesús histórico”. En el siglo XX Rudolf Bultmann supuso
que la fe en Jesús se habría desarrollado a través de un proceso de mistificación;
por ello, sería necesario estudiar la historia de las formas literarias de los
Evangelios y “desmitificar” el camino recorrido. A mitad del siglo, se corrige
este método con las nuevas aportaciones de la lingüística, sin eliminar el
presupuesto racionalista. Según el criterio lingüístico empleado se llega a
diversas “imágenes” de Jesús: taumaturgo, profeta escatológico, revolucionario,
etc.
Estos prejuicios racionalistas parten de un presupuesto “dogmático”: la
irrealidad de lo sobrenatural; es, además, una actitud incompatible con la
búsqueda sincera de la verdad, al descartar los testimonios históricos que no se

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ajustan a esos presupuestos. Llegan así a distinguir entre el “Jesús histórico” y el


“Cristo de la fe”.
Esta distinción tiene graves consecuencias para la vida cristiana y ha sido
reprobada por el Magisterio: «La Santa Madre Iglesia firme y constantemente ha
creído y cree que los cuatro referidos Evangelios, cuya historicidad afirma sin
vacilar, comunican fielmente lo que Jesús Hijo de Dios, viviendo entre los
hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día que fue
levantado al cielo. Los Apóstoles, ciertamente, después de la ascensión del
Señor, predicaron a sus oyentes lo que El había dicho y obrado, con aquella
crecida inteligencia de que ellos gozaban, amaestrados por los acontecimientos
gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de verdad. Los autores sagrados
escribieron los cuatro Evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya
se trasmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o explicándolas
atendiendo a la condición de las Iglesias, conservando la forma de proclamación,
de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús.
Escribieron, pues, sacándolo ya de su memoria o recuerdos, ya del testimonio de
quienes “desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra”
para que conozcamos “la verdad” de las palabras que nos enseñan (cf. Lc 1,2-4)»
(Dei Verbum 19).
De hecho, el mismo nombre “Jesucristo” con el que fue llamado desde el
principio indica que el “Jesús” histórico que vivió en Nazaret, es el “Cristo” de la
fe.
El método teológico
El punto de partida de la cristología, como de toda la teología es la fe, que se
encuentra en la revelación: Sagrada Escritura y Tradición. La «teología se apoya,
como en cimientos perpetuo en la Palabra escrita de Dios, al mismo tiempo que
en la Sagrada Tradición» (Dei Verbum 24), teniendo en cuenta que «el oficio de
interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido
confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en
nombre de Jesucristo» (Ibid. 10).
Las ciencias humanas (historia, arqueología, filología, etc.), cuando se aplican
de manera científica y sin prejuicios, son provechosas para conocer mejor las
condiciones históricas del momento que describen, los géneros literarios, etc.
Pero como Jesús no es sólo verdadero hombre, sino también verdadero Dios, la
fe es necesaria para conocerle. Sin olvidar que, aun con la ayuda de la fe, no
podemos abarcar «la insondable riqueza de Cristo» (Ef 3, 8).

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I.- La Persona de Cristo

1.- La Encarnación: razones y profecías


- ¿Por qué se encarnó el Hijo de Dios?
Por parte de Dios distinguimos entre fin (cuál es su finalidad) y motivo (qué es
lo que le mueve). El fin de la Encarnación es la salvación de los hombres, el Hijo
de Dios vino «para que el mundo se salve por Él» (Jn 3, 17; cf. 1 Jn 4, 14).
Importancia del nombre en la Biblia, y el Ángel le dice a san José: María «dará a
luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de
todos sus pecados» (Mt 1, 21). Credo Niceno-constantinopolitano: «Por nosotros
los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, […] y se hizo hombre».
El hombre, con sus solas fuerzas, no puede alcanzar la salvación; aún menos
después del pecado original, por el que perdió la amistad con Dios y quedó
esclavizado por el pecado: no puede salvarse a sí mismo, necesita ser salvado.
Como veremos, esta salvación comprende dos aspectos distintos pero
inseparables: liberación del pecado y comunicación de la vida divina (cf. CEC
457 y 460).
Otras finalidades derivadas de las anteriores: facilitar la fe (habla la misma
Palabra de Dios), la esperanza («si siendo enemigos, fuimos reconciliados con
Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados,
seremos salvados por su vida»: Rm 5, 10) y la caridad (mostrando el amor que
Dios nos tiene: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo
el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna»: Jn 3, 16). Y también
para mostrarnos el camino hacia la santidad, siendo Él nuestro modelo; no se
trata tanto de cumplir unas leyes cuanto de identificarnos con Cristo: «Aprendan
de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mt 11, 29). «Ámense los
unos a los otros, como yo los he amado» (Jn 15, 12).
El motivo del obrar divino es únicamente su amor, también en el caso de la
Encarnación, un amor que para el hombre pecador tiene entrañas de misericordia:
«Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó,
precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo
revivir con Cristo –¡ustedes han sido salvados gratuitamente!– y con Cristo Jesús
nos resucitó y nos hizo reinar con él en el cielo» (Ef 2, 4-6). Ese amor
misericordioso, como también recuerda el texto citado, es totalmente gratuito:
Dios no estaba obligado, ni interna ni externamente a salvarnos; incluso,
supuesto el designio salvador, tampoco era necesaria la Encarnación del
Unigénito.

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- Promesas y profecías sobre el Mesías


La palabra Mesías proviene del hebreo “mashiah”, que significa “ungido”: en
Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una
misión que habían recibido de Él. Originalmente se aplicaba al rey, que era
ungido con aceite en su investidura (cf. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12-13; 1 R 1, 39);
también eran ungidos los sacerdotes (cf. Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente,
los profetas (cf. 1 R 19, 16). Con el tiempo, la palabra Mesías se aplicó a un
personaje futuro, descendiente de David, que sería el instrumento de Dios para
extender su Reino a todas las naciones. La traducción griega de Mesías fue
“christos” (que también quiere decir ungido) y fue latinizado como “christus”.
Este título, Cristo, pasa a ser nombre propio de Jesús «porque El cumple
perfectamente la misión divina que esa palabra significa. […] El Mesías debía ser
ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote
(cf. Za 4, 14; 6, 13) pero también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16-21). Jesús
cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote,
profeta y rey» (CEC 436). Este tema se analizará en el cap. 7.

Principales promesas y profecías:

- El proto-evangelio: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el


suyo. El te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón» (Gn 3, 15).
- La promesa hecha a Abraham (cf. Gn 12) de darle una tierra, convertirle en el
padre de un gran pueblo y que, por su descendencia serían bendecidas todas las
naciones de la tierra. Esa promesa se confirma y se concreta en Jacob (cf. Gn 28,
12-14), en Judá (cf. Gn 49,9-11) y en David con un reino que será eterno (cf. 2 S
7, 9-16).
- El Salmo 2, es un salmo considerado mesiánico que habla de una especial
filiación divina del Mesías, que gobernará sobre todas las gentes.
- Las profecías mesiánicas de Isaías, al que llama Emmanuel, que significa
“Dios con nosotros” (cf. Is 7, 14), Dios fuerte y Príncipe de la paz (cf. Is 9, 5-6),
estará lleno del espíritu de Dios y hará que reine la justicia (cf. Is 11).
Otros textos del AT muestran su significado mesiánico a la luz del NT:
- Dios enviará “un profeta” como Moisés que enseñará y guiará su pueblo (cf.
Dt 18, 15-19).
- Isaías habla de un personaje ungido por Dios con el espíritu de los profetas
para anunciar la salvación a los hombres (cf. Is 61, 1-2).
- Los salmos anuncian a un Mesías que será rey y sacerdote según el orden de
Melquisedec (cf. Sal 110; Hb 7, 3).
- Daniel habla de un personaje que supera la condición humana y que tendrá

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un dominio eterno, al que llama Hijo del hombre (cf. Dn 13, 13-14); título que
Jesús se da a sí mismo.
- También se vislumbra en el AT el sacrificio de Cristo, en los cantos sobre el
“Siervo de Dios” (cf. Is cp. 42, 49, 50, 52) y en el Salmo 22: «Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado» (Mt 27, 46) que, posiblemente, Jesús recitó
entero en la cruz.
- Cristo como centro y señor de la historia
«Cuando se cumplió el tiempo (kairos) establecido, Dios envió a su Hijo,
nacido de una mujer» (Ga 4, 4). El Apocalipsis enseña que Jesús es «el Alfa y la
Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin» (Ap 22, 13). Las dos
genealogías de Jesús que recogen los evangelios subrayan también este sentido
teológico: Mateo (cf. Mt 1, 1-17) parte de Abraham y pone de relieve la figura de
David, para subrayar que Jesús es el Mesías anunciado que instaurará el Reino de
Dios. Lucas (cf. Lc 3, 23-38) muestra la genealogía en modo ascendente y se
remonta hasta Adán, para destacar la universalidad de la misión de Cristo.
Explícitamente lo enseña el Vaticano II: «La Iglesia cree que la clave, el centro y
el fin de la historia humana están en su Señor y Maestro» (Gaudium et spes 10).
No se trata de ser el centro en sentido cronológico, sino cualitativo: la
Encarnación da sentido a la historia. Cristo es el fundamento de toda la historia
anterior, que tiene valor salvífico sólo por medio de Él y hacia Él se ordena. Y
también es el fundamento de toda la historia posterior, que vive de la gracia de su
obra redentora: «El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas,
hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la
historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo» (Gaudium et
spes 38).

2.- Realidad de la Encarnación del Hijo de Dios


La palabra Encarnación procede del evangelio de san Juan: «El Verbo se hizo
carne» (Jn 1, 14), expresando el todo por la parte y, concretamente, por la parte
más visible y humilde del ser humano.
En el admirable plan de la donación que Dios hace de sí mismo a la criatura, la
Encarnación es un evento central. Ya hemos visto que la fe en la verdadera
Encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: «“Podréis
conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo,
venido en carne, es de Dios” (1 Jn 4, 2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia
desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio de la piedad”: “El ha sido
manifestado en la carne” (1 Tm 3, 16)» (CEC 463).
Como toda obra ad extra, la Encarnación es común a la Trinidad: en el
anuncio del Arcángel Gabriel habla de la virtud del Altísimo, del Espíritu Santo y

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del Hijo de Dios (cf. Lc 1, 35). Pero se atribuye al Espíritu Santo, porque es obra
de amor: «Lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo» (Mt 1,
20); y el credo Niceno-constantinopolitano dice que Jesucristo, «por obra del
Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre».
«La Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y
verdadero hombre. El es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho
hombre, nuestro hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor» (CEC 469).
Jesucristo es perfecto hombre
El docetismo (siglo I), pensando que la materia es mala, negaba que Cristo
tuviera un cuerpo verdadero, sería sólo aparente, lo mismo que su nacimiento,
Pasión y muerte no serían reales, sino algo ficticio e irreal. Sin embargo, la
Escritura testifica que Cristo es hombre verdadero: nació, creció, se cansó, tuvo
hambre y sed, etc. Incluso después de su Resurrección aparece con un cuerpo
material de carne y hueso. Los Padres enseñaron que negar la realidad del cuerpo
de Cristo es negar la redención.
Apolinar de Laodicea (siglo IV) sostuvo que la humanidad de Cristo consistía
en la carne y el alma sensible, mientras que el Verbo asumió el papel del alma
racional e intelectual. Esto supondría que no es hombre verdadero (Símbolo
Atanasiano) y, por tanto, que no habría redimido al linaje humano, según el
principio patrístico que lo que no ha sido asumido no ha sido redimido. El
apolinarismo fue condenado por el Papa San Dámaso y por el Concilio I de
Constantinopla (381).
En la Encarnación el Verbo asumió una verdadera naturaleza humana, con las
limitaciones de nuestra naturaleza que sirven al propósito de la Encarnación
(pasibilidad, mortalidad, etc.) y que no son defecto moral. Pero no asumió los
defectos o limitaciones que impiden la obra de la salvación, como el pecado, la
ignorancia, etc.

Jesucristo es perfecto Dios


Jesucristo reveló su divinidad de un modo progresivo, para evitar entusiasmos
mesiánicos que, de hecho, sucedieron. Sin embargo, lo dejó tan claro que fue
acusado de ser blasfemo «ya que, siendo hombre, te haces Dios» (Jn 10, 33).
El adopcionismo afirmaba que Cristo no es una persona divina, sino un
hombre que, en el bautismo, recibió una “dynamis” o fuerza divina para hacer
milagros, pero no sería Hijo de Dios por naturaleza sino por adopción. Así lo
sostuvo Pablo de Samosata, obispo de Antioquía de Siria, que fue condenado y
depuesto de su cargo en el año 268.
Algunos textos de la Escritura indican que el Padre es superior al Hijo (cf. Jn
14, 28): esto debe entenderse que se refiere a la humanidad de Jesús. Arrio (256-

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336) toma al pie de la letra esas frases y afirma que el Hijo ha sido creado y no es
de la sustancia del Padre. Fue condenado en Nicea (325); este concilio definió
que Cristo es “homoousios” (consustancial) con el Padre. El Símbolo Atanasiano
indica que Jesucristo «es igual al Padre según la divinidad; menos que el Padre
según la humanidad».
Errores semejantes, con diversos presupuestos filosóficos, se han propuesto a
partir de la Ilustración: algunos los hemos visto, otros los analizaremos más
adelante.
Los testimonios del NT sobre la divinidad de Jesucristo son numerosos:
- Afirmaciones directas: «El Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Jesucristo «está por
encima de todo, Dios bendito eternamente» (Rm 9, 5). Jesucristo «que era de
condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía
guardar celosamente» (Flp 2, 6). San Pablo habla también de «la Manifestación
de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús» (Tt 2, 13).
- Igualdad con el Padre: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10, 30). Está
en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn 10, 38). Verle a Él es ver al Padre (cf. Jn 14,
9). Pide para sí lo que se debe a Dios: fe (cf. Jn 14, 1), amor total (cf. Mt 10, 37),
entrega de la vida (cf. Lc 17, 33).
- Es Hijo de Dios de un modo singular: El AT daba este título a los ángeles (cf.
Dt 32, 8), al pueblo elegido (cf. Ex 4, 22) y a los reyes (cf. 2 S 7, 14). Cuando el
NT lo atribuye a Cristo, lo hace en sentido propio: la Redención la realiza Dios
«enviando a su propio Hijo» (Rm 8, 3). Jesús distingue entre mi Padre y su Padre
(cf. Jn 20, 17). Él es el Hijo unigénito de Dios (cf. Jn 3, 16.18); «es mi Hijo, el
amado, en quien me he complacido» (Bautismo y Transfiguración: Mt 3, 17; 17,
5).
- Prerrogativas divinas de Jesús: es superior a la ley y al templo, y señor del
sábado (cf. Mt 12, 1-8). Superior a los ángeles (cf. Mt 26, 53: 12 legiones de
ángeles) y a los hombres (cf. Mt 12, 41-42). Perdona los pecados (cf. Mt 9, 6; Lc
7, 48-50). Juzgará a los hombres (cf. Jn 5, 22).
- Preexistencia al mundo: es eterno (cf. Jn, 17, 5). «Todo fue creado por medio
de él y para él» (Col 1, 16). Ha salido de Dios Padre (cf. Jn 8, 42).

3. La unidad personal de Cristo


- Cristo es una sola persona con dos naturalezas
Nestorio (Patriarca de Constantinopla, 428) sostuvo que María no era la Madre
de Dios, porque Jesús subsistía en dos personas: una divina y una humana, y
María sería la madre de la persona humana de Cristo. La unión entre la naturaleza
divina y humana sería sólo una unión moral entre dos individuos, en los que
existiría identidad de voluntad y de acción, pero no se podría decir que el Hijo de

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Dios nació de María, murió, etc. Fue refutado por san Cirilo de Alejandría y
condenado en Éfeso (431). Este concilio enseñó la unión de las dos naturalezas
de Cristo en una sola persona (hipóstasis), y que María es verdaderamente la
Madre de Dios.
El monofisismo: Eutiques (s. V) afirma que en Cristo hay una sola naturaleza,
compuesta de lo divino y lo humano, su humanidad habría sido absorbida en la
persona del Hijo de Dios. Fue condenado por san León Magno (440-461) y
Calcedonia (451), que declaró: «Siguiendo a los Santos Padres, enseñamos
unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro
Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente
Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo;
consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial con nosotros según
la humanidad, “en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15);
nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y
por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la
Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo
Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin
división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda
suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de
las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» (DS 301-
302; CEC 467).
Explicación del misterio
La hipóstasis o individuo es una sustancia individual completa, que subsiste en
sí misma, en su ser independiente de otros individuos; se llaman “personas” las
hipóstasis que poseen inteligencia y voluntad, y que por tanto son libres. La
naturaleza es la esencia como principio de las operaciones; por ejemplo, la
naturaleza de Pedro es ser de la especie humana, con sus facultades propias, por
la que actúa como hombre. La distinción entre la naturaleza y la persona es la
distinción entre quién es y qué es.
La unión de las dos naturalezas en Cristo, es una unión hipostática (en la
persona). Es una unión que no tiene semejanza con ninguna unión natural, y que
conocemos sólo por la fe. La naturaleza humana de Cristo es íntegra y perfecta,
pero no es una persona humana, ni un sujeto distinto del Verbo. En este sentido
el Concilio II de Constantinopla (553) confesó que en Cristo «no hay más que
una sola hipóstasis [o persona], que es nuestro Señor Jesucristo, uno de la
Trinidad» (DS 424). Por tanto, todo en la humanidad de Jesucristo debe ser
atribuido a su Persona divina como a su propio sujeto, no solamente los milagros
sino también los sufrimientos y la misma muerte (cf. CEC 468).
La Encarnación no supone ningún cambio en el Hijo de Dios, que es
inmutable. Sólo hay cambio en la naturaleza humana, que comienza a existir,

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elevada inefablemente a la unión personal con el Verbo. La Persona de Cristo no


es causada por la unión de las dos naturalezas, porque es eterna: Cristo no “es” o
no existe por su naturaleza humana, sino que por ella “es hombre”.
La filiación se dice de la persona, no de una parte de ella: los padres engendran
el cuerpo de los hijos, no su alma, pero son “hijos” de sus padres. Por eso, Cristo,
en cuanto hombre, no es hijo adoptivo por gracia, porque su humanidad no
constituye un sujeto personal que podría ser el hijo. Por lo mismo, el Hijo de
Dios (la Persona) es Hijo de María, porque verdaderamente nació de ella en
cuanto a su naturaleza humana. Nacen las personas, no las naturalezas.

4. La Santísima Humanidad de Jesucristo


La humanidad de Cristo es el instrumento, indisolublemente unido al Verbo,
para realizar la obra de la salvación: «“En él reside toda la plenitud de la
Divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Su humanidad aparece así como el
“sacramento”, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación
que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio
invisible de su filiación divina y de su misión redentora» (CEC 515).
- Gracia y santidad de Cristo
La santidad es un atributo propio de Dios, que indica su trascendencia sobre lo
creado; comporta la perfección moral y la ausencia de todo lo caduco y
defectuoso. También se aplica a las criaturas en cuanto unidas o referidas a Dios.
Alguien o algo es santo en sentido ontológico en la medida en que está unido a
Dios o consagrado a su servicio: el templo, el sábado, el bautizado (saluden a los
santos). El NT subraya que la santidad supone una participación en la vida divina
por la acción del Espíritu Santo, que transforma al hombre interiormente, lo
purifica del pecado y lo deifica. En sentido operativo y moral, se dice santo quien
vive establemente la unión sobrenatural con Dios, por la fe y el amor.

La Sagrada Escritura llama a Cristo: Santo o el Santo de Dios (cf. Lc 1, 35; Jn


6, 69; Hch 3, 14). Es santo, no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto
hombre, por tres motivos: su unión con Dios, su plenitud de gracia habitual y su
perfecto cumplimiento de la voluntad del Padre.
Por la unión hipostática, la humanidad de Cristo tiene la infinita santidad del
Verbo, porque ha sido asumida por Él y consagrada a su servicio. Esta asunción
es plenamente gratuita, por lo que suele decirse que la naturaleza humana de
Cristo ha recibido la “gracia de unión”.
Los evangelios hablan de la gracia habitual de Cristo (cf. Lc 2, 52; Jn 1, 14):
como sus dos naturalezas no se confunden, la humanidad de Cristo debe ser
divina por participación (gracia habitual) no por esencia. El NT habla también de

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la plenitud de gracia de Cristo (cf. Jn 1, 14.16; Ef 4, 13); ciertamente, esa gracia


no puede ser infinita en sí misma porque radica en la humanidad del Señor, pero
Él la ha recibido en el mayor grado posible, por lo que puede llamarse ilimitada:
«Dios le da el Espíritu sin medida» (Jn 3, 34). De esa fuente inagotable procede
toda otra gracia: «De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos
recibido sobre gracia» (Jn 1, 16); a esta gracia de Cristo se le llama “gracia
capital”.
Con la gracia habitual se infunden en el alma las virtudes sobrenaturales, los
dones del Espíritu Santo y los carismas; eso mismo sucede en la santísima
humanidad de Jesucristo, que posee las virtudes infusas en grado máximo, como
pone de relieve el NT: humildad, obediencia, misericordia, etc., y de modo muy
especial el amor a su Padre y a los hombres. No posee, sin embargo, aquellas
virtudes que implican una cierta imperfección, como la fe (ya que gozaba de la
visión de Dios), la esperanza (por su perfecta unión con el Padre) y la penitencia
(porque no tuvo pecado). También poseía los dones del Espíritu Santo en un
grado eminente (cf. Is 11, 2-3) y todos los carismas necesarios para edificar la
Iglesia: apóstol, profeta, pastor, etc.
Jesús es santo también en el sentido operativo y moral, por la libre y plena
identificación de su voluntad humana con la voluntad divina: «Yo hago siempre
lo que le agrada [al Padre]» (Jn 8, 29). Estuvo libre de todo pecado: «Él fue
sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado» (Hb 4, 15).
Tampoco contrajo el pecado original, ni sufrió el desorden de la concupiscencia,
de ahí que sus apetitos sensitivos estuvieron siempre perfectamente subordinados
a la razón. Cristo no sólo no pecó de hecho, sino que era impecable: las acciones
pertenecen a la persona, y pensar que Él podía pecar conlleva que Dios puede
pecar, lo que es una contradicción. Además, Cristo en cuanto hombre gozaba de
la visión beatífica, lo que implica la imposibilidad de rechazar el bien infinito.
- Conocimiento humano de Jesucristo
Así como Cristo tiene dos naturalezas perfectas, tiene dos modos de conocer,
uno infinito y divino y otro humano; este último es patente en el NT; además la
integridad de su naturaleza humana comporta que tiene un alma racional y una
inteligencia humana. Así lo enseña el Concilio Vaticano II, al decir que «trabajó
con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre» (Gaudium et spes 22).
Tuvo ciencia adquirida, que es la que parte de los sentidos y de la experiencia:
«Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de
los hombres» (Lc 2, 52; cf. CEC 472). «Pero, al mismo tiempo, este
conocimiento verdaderamente humano del Hijo de Dios expresaba la vida divina
de su persona (cf. san Gregorio Magno, carta Sicut aqua: DS 475). “La
naturaleza humana del Hijo de Dios, no por ella misma sino por su unión con el

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Llegada del Mesías esperado: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre
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Verbo, conocía y manifestaba en ella todo lo que conviene a Dios” (san Máximo
el Confesor, Quaestiones et dubia, 66: PG 90, 840). Esto sucede ante todo en lo
que se refiere al conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho
hombre tiene de su Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 27; Jn 1, 18; 8, 55). El Hijo, en
su conocimiento humano, mostraba también la penetración divina que tenía de
los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cf. Mc 2, 8; Jn 2, 25; 6,
61)» (CEC 473).
Teológicamente esto se explica diciendo que poseyó, en forma eminente, la
ciencia de visión de los bienaventurados: «Yo digo lo que he visto junto a mi
Padre» (Jn 8, 38). Y también poseyó la ciencia infusa, que es la que viene
directamente de Dios por la comunicación de ideas a la mente humana, como
atestigua el NT al hablar del conocimiento que tenía de los sucesos futuros
contingentes como la negación de Pedro, etc. Se plantea cómo se compaginan
estos distintos modos de ciencia: se trata de un misterio vinculado al misterio de
le unión hipostática, pero no es absurdo porque se trata de diferentes modos de
conocimiento situados a niveles distintos y de características diversas.
La ciencia de Cristo es plena: está «lleno de […] verdad» (Jn 1, 14); en Él
«están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 2, 3);
«debido a su unión con la Sabiduría divina en la persona del Verbo encarnado, el
conocimiento humano de Cristo gozaba en plenitud de la ciencia de los designios
eternos que había venido a revelar (cf. Mc 8,31; 9,31; 10, 33-34; 14,18-20.26-
30)» (CEC 474). Por eso fue inmune al error: la crítica histórica, el
protestantismo liberal y el modernismo han sostenido que Jesús sufrió error en
cuanto a la fecha del fin del mundo y a la naturaleza de su mesianismo; esas
teorías fueron condenados por san Pío X en la encíclica Pascendi, 1907. La
existencia de un error implicaría que Cristo no es Dios, que no es la Verdad: no
tuvo error ni ignorancia; más aún, era infalible. Los Padres indican que Cristo no
ignoraba la fecha del fin del mundo, pero Él no quiso, ni debía revelarlo. Así lo
enseña el Catecismo: «Lo que reconoce ignorar este campo (cf. Mc 13, 32),
declara en otro lugar, no tener misión de revelarlo (cf. Hch 1, 7)» (CEC 474).
- Autoconciencia de Cristo
A partir del siglo XX, ha surgido un interés especial por la conciencia que
Jesús tenía sí mismo: si se sabía Hijo de Dios y Mesías. Algunos autores niegan
que Jesús fuese consciente de su divinidad; otros sostienen que fue tomando,
poco a poco, la conciencia de ser el Hijo de Dios y Salvador del mundo. Estas
teorías presuponen que Cristo no era Dios y se apartan de los textos de la
Escritura: ya se han indicado diversos pasajes que muestran que Jesús tenía la
autoconciencia de ser Dios. Añadimos ahora otro texto: cuando apenas tenía doce
años exclama «¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?»
(Lc 2, 49). Además, en Jesús nunca aparece un yo humano y otro divino.

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Misterio de la Encarnació n

- La voluntad de Cristo
En el siglo VII, para atraer a los monofisitas, el Patriarca Sergio de
Constantinopla enseñó que Cristo tenía una sola operación (monoergismo). Esta
teoría resultó muy polémica y el emperador Heraclio, que también perseguía la
unidad religiosa, abandonó el monoergismo y comenzó a sostener que sólo había
una voluntad en Cristo (monotelismo), e intentó imponerlo por edicto a toda la
Iglesia. San Máximo el Confesor combatió estos errores, que fueron condenados
por el Papa Martín I. Unos años más tarde el Concilio III de Constantinopla (681)
definió que «se dan en Él [Cristo], dos voluntades naturales y dos operaciones
naturales, sin división, sin cambio, sin separación, sin confusión». Efectivamente,
una naturaleza humana sin voluntad ni operación propias no sería íntegra; pero
esas dos voluntades y operaciones no se oponen, sino que permanecen unidas
(“sin separación”), estando lo humano sujeto a lo divino: «He bajado del cielo,
no para hacer mi voluntad, sino la del que me envió» (Jn 6, 38); y en Getsemaní
Jesús dice al Padre: «Todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se
haga mi voluntad [mi inclinación sensible], sino la tuya [identificando su
voluntad racional con la de Dios]» (Mc 14, 36). Ciertamente quien quiere y actúa
es la persona, pero lo hace según la forma y características de su naturaleza. Así
pues, Cristo tiene una voluntad divina común con el Padre y el Espíritu Santo y
una voluntad humana asumida que no comparte con el Padre y el Espíritu Santo.
Esto es así porque tiene dos naturalezas aunque sea una sola Persona; mientras en
la Trinidad hay una sola voluntad y una sola operación (no tres), aunque sean tres
Personas porque su naturaleza es única.
Por lo mismo, Cristo tiene también verdadera libertad humana, como ha
enseñado la Iglesia siguiendo la Sagrada Escritura: «Doy mi vida para recobrarla.
Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de
recobrarla» (Jn 10, 17-18). Ya vimos que Cristo no podía pecar, pero esto no
limita la libertad: aunque el pecado sea un signo de libertad, más bien supone un
límite de nuestra libertad mientras estamos en este mundo, así como el error es
signo de inteligencia pero muestra sus límites. De hecho, los bienaventurados son
libres, pero impecables.
- Las acciones humanas de Jesucristo
La naturaleza es el principio de las operaciones; como Cristo tiene dos
naturalezas tiene también dos tipos de operaciones: divinas y humanas. Las
primeras son las que realiza en unión con el Padre y el Espíritu Santo: la
providencia, el perdón de los pecados, etc. Las humanas son las que realiza
mediante su naturaleza humana, y que son propias de la Persona del Verbo, no de
la Trinidad. Se trata ahora de estudiar el poder y el alcance de estas operaciones

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Misterio de la Encarnació n

humanas: al igual que los demás hombres, puede realizar todas las acciones
humanas y naturales (comer, dormir, llorar, etc.). Además, como cualquier
hombre en estado de gracia, puede realizar obras sobrenaturales: orar, merecer,
etc.; si no tuviera esta capacidad en cuanto hombre, no se podría afirmar la obra
redentora, pues con ellas realiza la Redención.
Estas obras eran libres y nacían del inmenso amor al Padre que el Espíritu
Santo había infundio en su alma; todas ellas eran, por tanto, meritorias: Cristo,
antes de su Resurrección, mereció para sí aquellos bienes que no poseía, como la
glorificación y exaltación de su humanidad; así lo enseña san Pablo: «Se humilló
hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y
le dio el Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 8-9). También mereció la
salvación para nosotros: los hombres sólo pueden merecer en estricta justicia (de
condigno, debido a la promesa del Señor) para sí mismos, pero como Jesucristo
es Dios, merece de condigno la gracia para todos los hombres, porque a este fin
se ordena la Encarnación del Verbo.
Teniendo en cuenta que quien realiza estas acciones humanas es el Verbo,
pueden llamarse teándricas (divino-humanas), ya que las acciones son de la
persona. En teología, sin embargo, esta palabra se reserva para aquellas
operaciones en que Cristo pone en juego sus dos naturalezas, por ejemplo,
cuando efectúa gestos y dice palabras como hombre para realizar actividades
propias de Dios, en el orden físico (curaciones milagrosas, etc.) y en el orden
espiritual (perdonar los pecados, comunicar la vida eterna). En la acción
teándrica, la causa eficiente y principal es la naturaleza divina, común con el
Padre y el Espíritu Santo, mientras que su humanidad es la causa instrumental.
Por consiguiente, no debe entenderse como una única operación (proveniente de
una naturaleza mixta divino-humana) sino como la concordia y cooperación de la
doble operación divina y humana.
- La afectividad humana de Cristo
Cristo tuvo los sentimientos y pasiones propios de la naturaleza humana,
compatibles con su plenitud de gracia y que servían para nuestra redención: la
alegría por las obras de su Padre (cf. Lc 10, 21), los deseos ardientes de nuestra
redención (cf. Lc 12, 50) y de quedarse en la Eucaristía (cf. Lc 22, 15), la tristeza
ante los sufrimientos de la Pasión (cf. Mt 26, 38), el dolor por la muerte de
Lázaro (cf. Jn 11, 33-35), la ira por la hipocresía de algunos (cf. Mc 3, 5), etc.
Estos sentimientos estaban perfectamente controlados por la razón y ordenados al
bien, de modo que no le impidieron la serenidad de sus juicios, ni le arrastraron
en su actuación.
No le faltó el sentimiento principal del que derivan los demás, que es el amor,
y que es sobrenaturalizado por la caridad. Este fue el motor de su vida y la clave
de la armonía y la unidad de todo su ser: su amor al Padre nace de saberse Hijo

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muy amado (cf. Mt 3, 17), y de él deriva su amor por nosotros hasta el punto de
entregar su vida por nuestra salvación (cf. Jn 15, 13; Ef 5, 2; vid también Lc 12,
4; Jn 11, 5; 13, 1; 15, 9). Jesucristo « nos ha amado a todos con un corazón
humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros
pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), “es considerado como el
principal indicador y símbolo... del amor con que el divino Redentor ama
continuamente al eterno Padre y a todos los hombres” (Pío XII, Enc. Haurietis
aquas: DS 3924; cf. DS 3812)» (CEC 478).

- Fisonomía de Jesús
Los Evangelios no transmiten ninguna descripción directa sobre los rasgos
físicos de Cristo. Sin embargo, de modo indirecto, nos sugieren algunos datos
sobre el particular: debió tener una presencia amable que hacía que le llamaran
«maestro bueno» (Mc 10, 17), acogía con cariño a los niños (cf. Mt 19, 14),
traslucía una profunda paz y alegría (cf. Jn 14, 27; 15, 11), comparaba su vida
con una fiesta de bodas (cf. Mt 9, 15), miraba con afecto y compasión (cf. Mc 10,
21; Lc 7,13), etc. Por otra parte, «la Iglesia siempre ha admitido que, en el cuerpo
de Jesús, Dios “que era invisible en su naturaleza se hace visible” (Misal
Romano, Prefacio de Navidad). En efecto, las particularidades individuales del
cuerpo de Cristo expresan la persona divina del Hijo de Dios. Él ha hecho suyos
los rasgos de su propio cuerpo humano hasta el punto de que, pintados en una
imagen sagrada, pueden ser venerados porque el creyente que venera su imagen,
“venera a la persona representada en ella” (Concilio de Nicea II: DS 601)» (CEC
477).

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