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Parroquia San Vicente

FerrerCatequesis para Adultos


Noveno Encuentro Agosto 1 de 2019

Cristo: verdadero Dios y verdadero hombre


En esta catequesis trataremos de
adentrarnos en el mundo admirable del
misterio Divino y Humano de Jesús.
Cristo o Jesús o Jesucristo, el Señor de
la Historia, el centro de nuestra fe, la
clave para esta catequesis es nuestro
objeto de estudio.
Los primeros discípulos de Jesús,
después de su experiencia junto a Él,
exclamaban: No podemos dejar de
hablar de lo que hemos visto y oído
(Hch 4, 20). Es así como ahora,
estamos invitamos a adquirir el
conocimiento que ellos experimentaron
de Cristo, para que también podamos
decir con san Pablo: Vivo yo, pero no
soy yo quien vive, es Cristo quien vive
en mí. ¡Ay de mí si no anuncio el
Evangelio! (1 Co 9, 16).
A este propósito, escuchemos lo que el apóstol San Juan, el discípulo amado de Jesús,
nos escribe: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de
vida, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en
comunión con nosotros. Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo,
Jesucristo (1 Jn. 1, 1-3).
A partir de estos testimonios, podemos concluir que Dios nos invita a compartir el
gozo de nuestra experiencia personal con Jesucristo; es decir, hacer comprender a los
demás el significado de los gestos y de las palabras de Jesús para conducirlos a la plena
comunión con Dios.
Al conocer a Cristo, nos comprometemos a darlo a conocer, empezando por seguirlo
muy de cerca, es decir, tener la decisión de dejar las redes y la barca ante la voz de Jesús
que nos dice: ven conmigo y te haré pescador de hombres. Al hacernos discípulo de
Cristo, mediante el conocimiento amoroso de su persona, brotará en nosotros el deseo de
darlo a conocer, de evangelizar, de catequizar, de atraer a otros a la fe en Jesucristo.
Por esta razón es importante conocer a Jesús que se presenta como el Hijo de Dios, se
da también a conocer como el hijo del hombre. El Nuevo Testamento y en especial los
Evangelios atestiguan lo que los Apóstoles conocieron y nos transmitieron acerca de Jesús.

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El propósito es recoger los datos que nos ofrece la Sagrada Escritura y el Magisterio de la
Iglesia, para elaborar un bosquejo de contenido catequístico acerca de la persona de
Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre, con el fin de que podamos darlo a conocer
a los demás e incidir en la vida de las personas que lo necesitan. Y lo hacemos, no como
quien realiza un trabajo teórico y frío, sino con el espíritu que llevó al apóstol San Juan a
decir: les escribimos a ustedes acerca de lo que ya existía desde el principio, de lo que
hemos oído y de lo que hemos visto con nuestros propios ojos. Porque lo hemos visto y lo
hemos tocado con nuestras manos (1 Jn 1,1).
Frente a la tendencia tan común hoy en las novelas, las películas y las ideologías
políticas de presentar a Cristo con todas las debilidades humanas incluso el pecado,
trataremos de descubrir la verdad sobre Cristo, tal como lo presenta la Sagrada Escritura y
el Magisterio de la Iglesia.

¿Quién y cómo es Jesucristo?


1. El nombre de Jesús significa Dios salva. El niño nacido de la Virgen María se
llama Jesús porque Él salvará a su pueblo de sus pecados; No hay bajo el cielo otro
nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos.
2. El nombre de Cristo significa Ungido, Mesías. Jesús es el Cristo porque Dios
le ungió con el Espíritu Santo y con poder. Era el que ha de venir, el esperado de
Israel.
3. El nombre de Hijo de Dios significa la relación única y eterna de Jesucristo
con Dios su Padre: Él es el Hijo único del Padre y él mismo es Dios. Para ser
cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios.
4. El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús
como Señor es creer en su divinidad. Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino por
influjo del Espíritu Santo.

Jesucristo, verdadero hombre


Hemos visto ya que en los Evangelio, Jesucristo se presenta y se da a conocer como
Dios-Hijo, especialmente cuando declara: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30),
cuando se atribuye a Sí mismo el nombre de Dios “Yo soy” (cf. Jn 8, 58), y los atributos
divinos; cuando afirma que le “ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,
18): el poder del juicio final sobre todos los hombres y el poder sobre la ley (Mt 5, 22. 28.
32. 34. 39. 44) que tiene su origen y su fuerza en Dios, y por último el poder de perdonar
los pecados (cf. Jn 20, 22-23), porque aún habiendo recibido del Padre el poder de
pronunciar el “juicio” final sobre el mundo (cf. Jn 5, 22), Él viene al mundo “a buscar y
salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10).
Para confirmar su poder divino sobre la creación, Jesús realiza “milagros”, es decir,
“signos” que testimonian que junto con Él ha venido al mundo el reino de Dios.
Pero este Jesús que, a través de todo lo que “hace y enseña” da testimonio de Sí como
Hijo de Dios, a la vez se presenta a Sí mismo y se da a conocer como verdadero hombre.
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Todo el Nuevo Testamento y en especial los Evangelios atestiguan de modo inequívoco
esta verdad, de la cual Jesús tiene un conocimiento clarísimo y que los Apóstoles y
Evangelistas conocen, reconocen y transmiten sin ningún género de duda. Por tanto,
debemos dedicar la catequesis de hoy a recoger y a comentar al menos en un breve
bosquejo los datos evangélicos sobre esta verdad, siempre en conexión con cuanto hemos
dicho anteriormente sobre Cristo como verdadero Dios.
Jesús compartió con los hombres todo el espectro de las sensaciones físicas y
psíquicas. Como ser humano tenía un cuerpo y sus respectivas necesidades. Este modo de
aclarar la verdadera humanidad del Hijo de Dios es hoy indispensable, dada la tendencia
tan difundida a ver y a presentar a Jesús sólo como hombre: un hombre insólito y
extraordinario, pero siempre y sólo un hombre. Esta tendencia característica de los tiempos
modernos es en cierto modo antiética a la que se manifestó bajo formas diversas en los
primeros siglos del cristianismo y que tomó el nombre de “docetismo”. Según los
“docetas” Jesucristo era un hombre “aparente”: es decir, tenía la apariencia de un hombre
pero en realidad era solamente Dios.
Frente a estas tendencias opuestas, la Iglesia profesa y proclama firmemente la verdad
sobre Cristo como Dios-hombre: verdadero Dios y verdadero Hombre; una sola Persona —
la divina del Verbo— subsistente en dos naturalezas, la divina y la humana, como enseña
el catecismo. Es un profundo misterio de nuestra fe: pero encierra en sí muchas luces.
Los testimonios bíblicos sobre la verdadera humanidad de Jesucristo son numerosos y
claros.
El punto de arranque es aquí la verdad de la Encarnación: “Et incarnatus est”,
profesamos en el Credo. Más distintamente se expresa esta verdad en e el Prólogo del
Evangelio de Juan: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Carne
(en griego “sarx”) significa el hombre en concreto, que comprende la corporeidad, y por
tanto la precariedad, la debilidad, en cierto sentido la caducidad (“Toda carne es hierba”,
leemos en el libro de Isaías 40, 6).
Jesucristo es hombre en este significado de la palabra “carne”. Esta carne —y por tanto
la naturaleza humana— la ha recibido Jesús de su Madre, María, la Virgen de Nazaret. Si
San Ignacio de Antioquía llama a Jesús “sarcóforos” (Ad Smirn., 5), con esta palabra
indica claramente su nacimiento humano de una Mujer, que le ha dado la “carne humana”.
San Pablo había dicho ya que “envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gál 4, 4).
El Evangelista Lucas habla de este nacimiento de una Mujer, cuando describe los
acontecimientos de la noche de Belén: “Estando allí se cumplieron los días de su parto, y
dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre” (Lc 2,
6-7). El mismo Evangelista nos da a conocer que, el octavo día después del nacimiento, el
Niño fue sometido a la circuncisión ritual y “le dieron el nombre de Jesús” (Lc 2, 21). El
día cuadragésimo fue ofrecido como “primogénito” en el templo jerosolimitano según la
ley de Moisés (cf. Lc 2, 22-24).

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Y, como cualquier otro niño, también este “Niño crecía y se fortalecía lleno de
sabiduría” (Lc 2, 40). “Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los
hombres” (Lc 2, 52).
Veámoslo de adulto, como nos lo presentan más frecuentemente los Evangelios. Como
verdadero hombre, hombre de carne, Jesús experimentó el cansancio, el hambre y la sed.
Leemos: “Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, al fin tuvo hambre” (Mt
4, 2). Y en otro lugar: “Jesús, fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente...
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber” (Jn 4, 6-7).
Jesús tiene pues un cuerpo sometido al cansancio, al sufrimiento, un cuerpo mortal. Un
cuerpo que al final sufre las torturas del martirio mediante la flagelación, la coronación de
espinas y, por último, la crucifixión. Durante la terrible agonía, mientras moría en el
madero de la cruz, Jesús pronuncia aquel “Tengo sed” (Jn 19, 28), en el cual está
contenida una última, dolorosa y conmovedora expresión de la verdad de su humanidad.
Sólo un verdadero hombre ha podido sufrir como sufrió Jesús en el Gólgota, sólo un
verdadero hombre ha podido morir como murió verdaderamente Jesús. Esta muerte la
constataron muchos testigos oculares, no sólo amigos y discípulos sino, como leemos en el
Evangelio de Juan, los mismos soldados que “llegando a Jesús, como le vieron ya muerto,
no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el
costado, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 33-34).
“Nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado,
muerto y sepultado”: con estas palabras del Símbolo de los Apóstoles la Iglesia profesa la
verdad del nacimiento y de la muerte de Jesús. La verdad de la Resurrección se atestigua
inmediatamente después con las palabras: “al tercer día resucitó de entre los muertos”.
La Resurrección confirma de modo nuevo que Jesús es verdadero hombre: si el Verbo
para nacer en el tiempo “se hizo carne”, cuando resucito volvió a tomar el propio cuerpo de
hombre. Sólo un verdadero hombre ha podido sufrir y morir en la cruz, sólo un verdadero
hombre ha podido resucitar. Resucitar quiere decir volver a la vida en el cuerpo. Este
cuerpo puede ser transformado, dotado de nuevas cualidades y potencias, y al final incluso
glorificado (como en la Ascensión de Cristo y en la futura resurrección de los muertos),
pero es cuerpo verdaderamente humano. En efecto, Cristo resucitado se pone en contacto
con los Apóstoles, ellos lo ven, lo miran, tocan a las cicatrices que quedaron después de la
crucifixión, y Él no sólo habla y se entretiene con ellos, sino que incluso acepta su comida:
“Le dieron un trozo de pez asado, y tomándolo, comió delante de ellos” (Lc 24, 42-43). Al
final Cristo, con este cuerpo resucitado y ya glorificado, pero siempre cuerpo de verdadero
hombre, asciende al cielo, para sentarse “a la derecha del Padre”.
Por tanto, verdadero Dios y verdadero hombre. No un hombre aparente, no un
“fantasma” (homo phantasticus), sino hombre real. Así lo conocieron los Apóstoles y el
grupo de creyentes que constituyó la Iglesia de los comienzos. Así nos hablaron en su
testimonio.

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Notamos desde ahora que, así las cosas, no existe en Cristo una antinomia entre lo que
es “divino” y lo que es “humano”. Si el hombre, desde el comienzo, ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 27; 5, 1), y por tanto lo que es “humano” puede
manifestar también lo que es “divino”, mucho más ha podido ocurrir esto en Cristo. Él
reveló su divinidad mediante la humanidad, mediante una vida auténticamente humana. Su
“humanidad” sirvió para revelar su “divinidad”: su Persona de Verbo-Hijo.
Al mismo tiempo Él como Dios-Hijo no era, por ello, “menos” hombre. Para revelarse
como Dios no estaba obligado a ser “menos” hombre. Más aún: por este hecho Él era
“plenamente” hombre, o sea, en la asunción de la naturaleza humana en unidad con la
Persona divina del Verbo, Él realizaba en plenitud la perfección humana. Es una dimensión
antropológica de la cristología, sobre la que volveremos a hablar.
JUAN PABLO II, AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 27 de enero de 1988

Jesucristo, verdadero Dios


En la misma medida, Jesucristo es verdadero Dios.
La Sagrada Escritura da fe de que Jesucristo es el Hijo de Dios y también de que es
Dios. En el Bautismo de Jesús se oyó una voz de los cielos: "Y una voz que salía de los
cielos decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco.»" (Mt 3,17). También en la
transfiguración, el Padre enfatizó que Jesús es el Hijo de Dios, indicando que a Él hay que
oír: "Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de
la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco;
escuchadle.»" (Mt 17,5).
Las palabras de Jesús: "«Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo
atrae; y yo le resucitaré el último día." (Jn. 6,44) y "Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí." (Jn. 14,6) expresan que Dios, el Padre,
y Dios, el Hijo, tienen la misma autoridad divina. El Padre trae al hombre hacia el Hijo, y
el Hijo lleva al hombre hacia el Padre.
Sólo como verdadero Dios Jesucristo pudo afirmar: “Yo y el Padre uno somos" (Jn.
10,30), expresando en un lenguaje simple que es de la misma naturaleza que el Padre.
Otros pasajes bíblicos que dan prueba de que Jesucristo es verdadero Dios son los
siguientes:
la forma de proceder de los Apóstoles después de la ascensión: "Ellos, después de
postrarse ante él [a Jesucristo], se volvieron a Jerusalén con gran gozo," (Lc. 24,52).
lo expresado en Juan 1,18: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en
el seno del Padre, él lo ha contado."
lo manifestado por el Apóstol Tomás después de haber visto al Resucitado: “¡Señor
mío, y Dios mío!" (Jn. 20,28).
la confesión de la naturaleza de Cristo en el himno a Cristo: "Porque en él reside toda
la Plenitud de la Divinidad corporalmente," (Col. 2:9).
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el testimonio de 1 Juan 5,20: "Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha
dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero,
en su Hijo Jesucristo. Este es el Dios verdadero y la Vida eterna."
la afirmación: "Y sin duda alguna, grande es el Misterio de la piedad: Él ha sido
manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, visto de los Ángeles, proclamado a los
gentiles, creído en el mundo, levantado a la gloria." (1 Ti. 3:16).

Actividad
Realizo la siguiente encuesta a 5 personas diferentes familiares, amigos o vecinos.
Consigno sus respuestas en hojas aparte y las anexo a la presenta ficha de trabajo:
1. ¿Existió verdaderamente Jesucristo? ¿Por qué?
2. ¿Es Jesús realmente un hombre como nosotros? ¿Por qué?
3. ¿Es Jesucristo realmente el Hijo de Dios? ¿Por qué?
4. ¿Resucitó verdaderamente Jesucristo? ¿Por qué?
5. ¿Fue Jesús un político, un revolucionario? ¿Por qué?
6. ¿De qué manera es Jesús nuestro salvador?
7. ¿Cuál es –para Cristo–, el sentido de la cruz?
8. ¿Es Jesús una creencia o una presencia? ¿Por qué?
9. ¿Dónde podemos hoy encontrar a Jesús?
10. ¿Debemos esperar el regreso de Cristo? ¿Por qué?

Señor mío, Jesucristo


Señor mío, Jesucristo,
Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío,
por ser Vos quien sois y porque os amo sobre todas las cosas,
me pesa de todo corazón haberos ofendido;
propongo firmemente nunca más pecar,
apartarme de todas las ocasiones de ofenderos,
confesarme y, cumplir la penitencia que me fuera impuesta.

Ofrezco, Señor, mi vida, obras y trabajos,


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en satisfacción de todos mis pecados, y, así como lo suplico,


así confío en vuestra bondad y misericordia infinita,
que los perdonareis, por los méritos de vuestra preciosísima
sangre, pasión y muerte, y me daréis gracia para
enmendarme, y perseverar en vuestro santo amor y servicio,
hasta el fin de mi vida.
Amén.
Leo la cita bíblica y coloreo de acuerdo al color que me genera cada cita. (si puedes escucha
la siguiente canción mientras realiza el ejercicio Nadie te ama como yo (Martin Valverde
https://www.youtube.com/watch?v=U_pRPr8pgeY

Lc 3,1 Hch
Gal 4,4

13,32

8,28
Jn

Rm 8,1-3 Col 1,15-


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