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Extractos del libro: En camino hacia la fe (Obispo Damián Nannini)

10. Creo en Jesús


Comenzamos la segunda parte del Credo que trata de Jesucristo y del Misterio de la Redención de
los hombres. Contiene seis artículos –sobre los doce en total del Credo– en los cuales se plasma una
cristología y soteriología fundamental siguiendo un orden lógico. En primer lugar, tenemos los
principales “títulos” de Jesús: Cristo, Hijo de Dios y Señor (artículo 2). A continuación, los principales
misterios de la vida de Cristo: los de su encarnación (artículo 3), los de su Pascua (artículos 4 y 5) y,
por último, los de su glorificación (artículos 6 y 7). Vamos a ocuparnos, entonces, de la fe en Jesús.
los artículos de fe sobre Jesucristo terminan confesando que “está sentado a la derecha de Dios
Padre”. Es que se trata de alguien que está vivo, junto a Dios, pero resucitado y vivo. No vamos a
hablar de Jesús como de Alguien que solamente vivió en el pasado, sino como de Alguien presente
hoy en la vida del creyente. En cierto modo, se trata de responder a la misma pregunta que hace
dos mil años se hacían los que escuchaban a Jesús y veían sus obras: “¿quién es éste que hasta el
viento y el mar le obedecen?” (Mc 4,41). O también a la pregunta que el Maestro.
Se dirigió a Pedro y a los discípulos que estaban con Él y que nos narran los evangelios: “viniendo
Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el
Hijo del hombre? Ellos contestaron: unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías
u otro de los profetas. Y Él les dijo: y vosotros, ¿quién decís que soy?” (Mt 16, 13-15). A esta
pregunta Pedro responde: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Encontramos aquí la
confesión fundamental de la fe cristiana que reconoce y confiesa que Jesús es el Cristo y el Hijo de
Dios. Pero antes de considerar en Jesús su condición de Mesías y de Hijo de Dios, lo primero que
podemos decir sobre Él es que fue un hombre que vivió en Palestina en tiempos del rey Herodes y
del Emperador Augusto. Nacido en Belén de Judea, se crió en Nazaret de Galilea donde vivió
durante 30 años. Su madre se llamaba María y quien ocupó el lugar de padre se llamaba José. En
cierto momento de su vida, Juan Bautista estaba predicando y se hizo bautizar por Él. Y a partir de
entonces comenzó a predicar que el Reino de Dios estaba cerca y que para recibirlo había que creer
y convertirse. Formó un grupo de doce hombres que lo seguían por los caminos de Palestina como
predicadores itinerantes. Realizó muchos milagros y prodigios. El pueblo lo seguía y aclamaba pero
las autoridades judías lo rechazaron y buscaban matarlo. Llegó a Jerusalén, fue hecho prisionero y
murió crucificado durante el reinado del emperador Tiberio. Hasta aquí la realidad humana de
Jesús, a la cual tenemos acceso gracias a las narraciones evangélicas, las cuales gozan de
credibilidad histórica. Y no solo en ellas, también en otros escritos de la época podemos encontrar
alusiones a la existencia histórica de Jesús. Para aceptar la existencia histórica de Jesús y su realidad
humana, con sus obras, su predicación y su muerte, no es necesaria la fe. Para llegar hasta aquí es
suficiente una razón serena, no ideologizada, que atienda a los testimonios históricos. Pero solo la
fe puede descubrir en Jesús no solo al hombre, sino al Mesías prometido y al mismo Hijo de Dios,
como veremos.
11. Creo que Jesús es el Cristo
La Iglesia es quien posee y transmite la memoria viva de que Jesús está vivo. Y esta memoria es
sostenida por unos escritos, la Biblia con su Antiguo y Nuevo Testamentos, que son como un espejo
en que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea
concedido el verlo cara a cara.
Investigaciones recientes sobre los evangelios insisten justamente en que el proceso de fijación y
transmisión de los recuerdos sobre Jesús, estuvo guiado por una preocupación cristológica:
encontrar una respuesta cada vez más precisa a la pregunta por la identidad de Jesús127.
Recordemos que los primeros cristianos no tenían todavía el Nuevo Testamente escrito. Cuando en
los evangelios se habla de las “Escrituras” se refieren a nuestro Antiguo Testamento que consideran
cumplido en Jesús. Su fe se basaba en el testimonio de los apóstoles y de los primeros discípulos.
Con el paso del tiempo, cuando la Iglesia se expande y la transmisión oral resulta insuficiente, los
“evangelios” surgen en la medida que mueren los que habían conocido personalmente al Señor, y
se hacía más urgente recoger por escrito su mensaje. Estas obras literarias llamadas evangelios
fueron escritas para dejar constancia del hecho de la acción de Dios en Jesucristo y tienen un
carácter testimonial, ya que su finalidad es proclamar, anunciar el hecho salvífico y, de este modo,
comunicar la fe (Jn 20,31). Es interesante que san Justino, quien murió en el año 165, se refiere a
los evangelios llamándolos “memoria de los apóstoles”: “Los apóstoles, en sus memorias, que se
llaman evangelios, nos dicen que Jesús les hizo estas recomendaciones...”128. Por lo que, para
descubrir la fe de los cristianos de ayer, de hoy y de siempre, tenemos que recurrir al testimonio de
los evangelios, a la memoria de los apóstoles. Empecemos ahora por el más breve y antiguo de
todos, el evangelio según san Marcos, que comienza así: “Principio del evangelio de Jesús, Mesías,
Hijo de Dios” (Mc 1,1). Aquí “evangelio” no es todavía una referencia a un libro sino a un anuncio.
Este versículo, con valor de título, constituye una síntesis de la cristología de Marcos, afirmando
que Jesús es el Cristo-Mesías en respuesta al tema de su función o misión; y que es Hijo de Dios
para responder a la cuestión de su ascendencia directa de Dios. Tenemos aquí una primera
afirmación sobre quién es Jesús, la cual forma parte de nuestro Credo –“creo en Jesucristo”–,
porque “Jesucristo”, antes que un nombre, es una confesión de fe: “Jesús es el Cristo”.
Precisamente, en el texto griego del evangelio de Marcos, los términos Jesús y Cristo están
separados; luego la Tradición los unió para expresar que Él cumple perfectamente la misión divina
que esa palabra significa. Recordemos que “Cristo” viene de la traducción griega del término
hebreo “Mesías” que quiere decir “ungido”. En Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le
eran consagrados para una misión que habían recibido de Él, tal el caso de los reyes, de los
sacerdotes y, excepcionalmente, de los profetas. Pero también encontramos en el Antiguo
Testamento la promesa de un futuro “Mesías” o “Cristo” que vendrá a restablecer el reino glorioso
de su padre David. En efecto, en algunos textos bíblicos la esperanza de un mundo mejor implica la
acción de un mediador humano. Se espera al rey ideal, que librará de la opresión y hará reinar una
justicia perfecta (Sal 72). Esta esperanza se concretó a partir del oráculo del profeta Natán, que
prometía al rey David que uno de sus hijos le sucedería y que su reinado subsistiría siempre (2 Sam
7,11-16). Otras profecías prometían, ante todo, el mantenimiento de la dinastía como prueba de la
fidelidad de Dios para con su pueblo (Is 7,14), pero también dibujaban cada vez más el retrato de
un rey ideal, que instauraría el reinado de Dios.
Precisamente, en el Nuevo Testamento se reconoce claramente en Jesús de Nazaret al Mesías
prometido, el esperado de Israel (y de la humanidad entera), aquel que realiza la promesa en su
persona. Eso explica el interés que notamos en los evangelios por subrayar su ascendencia davídica
e, incluso, su superioridad en relación al antepasado real, puesto que éste le llama su “Señor” (Mc
12,35-37). Jesús viene reconocido y confesado como el Mesías por Pedro cuando responde a la
pregunta de Jesús sobre su identidad: “Y Jesús les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?».
Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo»” (Mc 8,29). Pero Jesús no se limita a interpretar un papel ya
escrito, el papel de Mesías, sino que confiere a las nociones de Mesías y de Salvación una plenitud
que no se podía imaginar por adelantado: las llena de un contenido nuevo. Sería equivocado
considerar las profecías del Antiguo Testamento como una especie de fotografías anticipadas de
acontecimientos futuros. Todos los textos, incluyendo los que más adelante fueron leídos como
profecías mesiánicas, tuvieron un valor y un significado inmediatos para sus contemporáneos, antes
de adquirir una significación más plena para los oyentes futuros. El mesianismo de Jesús tiene un
sentido nuevo e inédito. En efecto, en contraste con la espera política demasiado terrena de los
discípulos y las multitudes (Mc 8,30), Jesús afirma que su triunfo mesiánico tendrá un paso obligado
por el sufrimiento y la muerte en la línea del Servidor ungido que sufre descrito por el profeta Isaías
(cf. Is 42,1-4; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53,12)
En síntesis, cuando decimos “creo en Jesucristo”, confesamos que Jesús realiza en su persona,
especialmente en su misterio pascual, el conjunto de promesas de salvación unidas a la venida del
Mesías. Es ciertamente el hijo de David, pero también el Siervo ungido que sufre, el Hijo del
hombre, y también el Hijo eterno de Dios. En Él la salvación reviste una dimensión nueva. El acento
se desplaza de una salvación sobre todo terrenal, hacia una salvación trascendente, que sobrepasa
las condiciones de la existencia temporal. Así se dirige a toda persona, a la humanidad entera.
12. Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios
Jesús confiere a las nociones de Mesías y de salvación una plenitud que no se podía imaginar por
adelantado: las llena de un contenido nuevo. Lo mismo sucede, y todavía más, con la noción de Hijo
de Dios aplicada a Jesús. En efecto, en el Antiguo Testamento –done tiene sus raíces el Nuevo– se
consideran como “hijos de Dios” a los ángeles (Job 1,6; 2,1; Sal 29,1; 89,7) al pueblo de Israel (Ex
4,22; Os 11,1), al rey davídico (2Sam 7,12-14) y al justo sufriente (Sab 2,13-18). Pero en todos estos
casos, se trata de una mera filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones
de particular cercanía y afecto. Por el contrario, en los evangelios se afirma que Jesús es el Hijo de
Dios no en sentido analógico o metafórico, sino natural. Es decir, se presenta la exclusividad de su
relación filial con Dios; Él es el Hijo único de Dios y por eso habla de Dios llamándolo “mi Padre”;
“Todo me ha sido entregado por mi Padre” (Mt 11, 27). . Esto lo vemos especialmente cuando Jesús
se dirige a Dios como Padre usando la palabra aramea “Abbá”, que indica una singular cercanía
filial: “Abbá, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz” (Mc 14, 36)
En el arameo, abbá (así como immá para la madre) era una palabra típica del lenguaje balbuciente
del bebé (papito). Luego su uso se amplió al formar parte del vocabulario de los hijos e hijas adultos
al dirigirse a sus padres, conservando un tono familiar y cariñoso; sería el equivalente a “papá” o
“papi”. En las oraciones judías antiguas no se encuentra ningún pasaje que utilice abbá para
dirigirse a Dios, tal vez por considerarlo demasiado familiar y cotidiano. Este uso del término abbá
como invocación de Dios aparece entonces como algo exclusivo de Jesús pues solo quien se
consideraba Hijo de Dios en un sentido propio podría hablar así de Él y dirigirse a Él como Papá. En
conclusión, Jesús en esta oración y mediante el empleo del término abbá, está manifestando la
relación particular y única que lo vincula con Dios y, mediante esto, nos revela que el Padre es ante
todo Su Padre. También son importantes los testimonios de los evangelios en las narraciones del
Bautismo (Mc 1,11) y de la Transfiguración (Mc 9,7) donde la voz del cielo, o sea de Dios, de su
Padre, reconoce a Jesús como su Hijo. Y si tenemos en cuenta el testimonio de los hombres, merece
especial atención la confesión de Simón Pedro,
de Filipo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Notemos que Jesús confirma esta
confesión de fe de Pedro y la atribuye a una revelación divina: “Bienaventurado tú, Simón Bar Jona,
porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos”
(Mt 16, 17)
Para llegar al fondo de la relación entre Jesús y Dios Padre, tenemos que recurrir al evangelio según
san Juan. Ya desde su inicio este evangelio nos presenta a Dios desde la eternidad como Padre por
su relación única con su Hijo (Jn 1,1). Dios es esencialmente Padre por haber generado
eternamente al Hijo. Así lo afirma en el prólogo donde si bien comienza hablando de la relación
entre “la Palabra” y Dios, luego identifica a Dios con el Padre y al Verbo o Palabra con el Hijo
unigénito, con Jesús (Jn 1,14.18). Por lo tanto, en la intimidad de Dios existen desde siempre el
Padre y el Hijo. En otras palabras, san Juan afirma que Dios es Padre por relación al Hijo desde
siempre, eternamente; y que este Hijo, siendo Dios, se hizo hombre, se encarnó en Jesucristo. La
relación que se establece entre Dios y Jesucristo, su Hijo, es la expresión en el tiempo y en el
mundo de un misterio eterno. De esta forma, el evangelio de Juan –que de los cuatro fue el último
escrito– constituye en cierto sentido el testimonio más completo sobre Cristo como Hijo de Dios,
Hijo consubstancial al Padre
San Ireneo, quien en el siglo II insistía en que si Jesús nos salva es porque es Dios; y si no es Dios no
nos salva. Esto sigue vigente para nosotros pues como dice el teólogo francés Bernard Sesboüé:
“existe un vínculo irrompible entre lo que Cristo hace por nosotros y lo que Él es en sí mismo. No
podría divinizarnos si no formara parte, en el sentido fuerte de la expresión, de la ‘familia divina’.
No sería nuestro Salvador si no fuera también nuestro Creador. La afirmación de que Jesús es Hijo
de Dios no adquiere sentido ni credibilidad más que dentro del gran movimiento del designio de
Dios, que se nos comunica personalmente para hacer de nosotros sus hijos”
13. Creo que Jesús es el Señor
Nadie puede decir: «Jesús es el Señor», si no está impulsado por el Espíritu Santo” (1Cor 12,3).
Ahora bien, ¿qué significa confesar a Jesús como “el Señor”? Para responder a esta pregunta
tenemos que remontarnos al Antiguo Testamento y les aseguro que nos llevaremos una gran
sorpresa. En el libro del Éxodo (3,14-15) encontramos el conocido relato de la zarza ardiente donde
Moisés le pregunta a Dios por su nombre: “Si me presento ante los israelitas y les digo que el Dios
de sus padres me envió a ellos, me preguntarán cuál es su nombre. Y entonces, ¿qué les
responderé?”. La primera respuesta de Dios es paradójica pues responde y al mismo tiempo evita
responder: se define como “el que ES” o “el que ESTÁ” con su pueblo (“Yo soy el que soy” o “Yo soy
el que estoy” son las posibles traducciones). Pero luego (Ex 3,15) dice: “Yahvé, el Dios de vuestros
padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Éste es mi
nombre para siempre, por él seré recordado generación tras generación”. Aquí tenemos un nombre
propio y personal para Dios: el tetragrama hebreo (hwhy) que se translitera como “YHWH” o
“Yahvé” con vocales. Pero una tradición judía que parece remontarse a los siglos IV-III a.C., por
temor de nombrar en vano el nombre de Dios, optó por no mencionarlo y reemplazarlo por
“Adonai”, que significa “mi Señor”. Incluso cuando se vocalizó el texto hebreo, a las cuatro letras
del tetragrama se le añadieron las vocales de “Adonai” para advertir al lector que no debe nunca
pronunciar el nombre de Dios. Este paso de “Yahvé” a “Adonai” (Señor) para nombrar a Dios se
generaliza en la traducción griega del Antiguo Testamento que es la utilizada por los primeros
cristianos, que directamente tradujo de forma habitual el nombre de Dios (Yahvé) por “Kyrios”, o
sea por “Señor”, de modo que este término pasó a designar al mismo nombre de Dios.
De aquí viene su aplicación a Cristo en el Nuevo Testamento. El ejemplo más antiguo lo
encontramos en la carta de san Pablo a los Filipenses formando parte de un himno que resume la
vida y misterio de Jesús: “Él que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como
algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de
servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano se humilló
hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre
que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la
tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor»”
(Flp 2,6-11). Dice aquí claramente que a Jesús se le ha dado “el nombre que está sobre todo
nombre”; esto es, el mismo nombre de Dios, Yahvé, que en griego viene traducido por Kyrios, según
vimos.
Otro ejemplo claro y fuerte lo tenemos en la confesión de fe del apóstol Tomás ante Jesús
Resucitado (Jn 20,28). Recordemos que Tomás, el discípulo ausente en la primera aparición de
Jesús, es invitado a creer en el testimonio de la comunidad que ha visto al Señor Resucitado. Pero
Tomás se resiste a creer si no puede ver. Entonces se le aparece Jesús Resucitado con los mismos
signos de su crucifixión y le reprocha a Tomás su incredulidad. La respuesta de Tomás es grandiosa
porque pronuncia la profesión de fe más elevada del evangelio de Juan, pues le aplica a Jesús los
nombres que el Antiguo Testamento reservaba para Dios: Yahvé (Kyrios) y Elohim. Tomás llama a
Jesús “Señor mío y Dios mío”. A la luz de estos testimonios apostólicos cobran sentido pleno
aquellas palabras pronunciadas por Pedro el día de Pentecostés, en el primer discurso que dirige a
la muchedumbre reunida en torno a los apóstoles: “Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a
quien vosotros habéis crucificado” (He 2, 36). A modo de síntesis, “podemos decir, pues, que la fe
en Cristo, en los comienzos de la Iglesia, se expresa en estas dos palabras: ‘Hijo de Dios’ y ‘Señor’
(es decir, Kyrios-Adonai). Esta es la fe en la divinidad del Hijo del hombre. En este sentido pleno, Él y
solo Él, es el ‘Salvador’, es decir, el Artífice y Dador de la salvación que solo Dios puede conceder al
hombre. Esta salvación consiste no solo en la liberación del mal y del pecado, sino también en el
don de una nueva vida: una participación en la vida de Dios mismo
Catecismo: II La creación: obra de la Santísima Trinidad
290 "En el principio, Dios creó el cielo y la tierra" (Gn 1,1): tres cosas se afirman en estas primeras palabras
de la Escritura: el Dios eterno ha dado principio a todo lo que existe fuera de Él. Solo Él es creador.

291 "En el principio existía el Verbo [...] y el Verbo era Dios [...] Todo fue hecho por él y sin él nada ha sido
hecho" (Jn 1,1-3). El Nuevo Testamento revela que Dios creó todo por el Verbo Eterno, su Hijo amado. "En él
fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra [...] todo fue creado por él y para él, él existe con
anterioridad a todo y todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 16-17). La fe de la Iglesia afirma también la
acción creadora del Espíritu Santo: él es el "dador de vida" (Símbolo Niceno-Constantinopolitano), "el Espíritu
Creador" (Liturgia de las Horas, Himno Veni, Creator Spiritus), la "Fuente de todo bien" (Liturgia bizantina,
Tropario de vísperas de Pentecostés). 292 La acción creadora del Hijo y del Espíritu, insinuada en el
Antiguo Testamento (cf. Sal 33,6;104,30; Gn 1,2-3), revelada en la Nueva Alianza, inseparablemente una con
la del Padre, es claramente afirmada por la regla de fe de la Iglesia: "Sólo existe un Dios [...]: es el Padre, es
Dios, es el Creador, es el Autor, es el Ordenador. Ha hecho todas las cosas por sí mismo, es decir, por su
Verbo y por su Sabiduría", "por el Hijo y el Espíritu", que son como "sus manos" (San Ireneo de
Lyon, Adversus haereses, 2,30,9 y 4, 20, 1). La creación es la obra común de la Santísima Trinidad.

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