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STANLEY I.

GREENSPAN
Beryl Lieff Benderly

EL CRECIMIENTO
DE LA MENTE

y los ambiguos orígenes


de la inteligencia

PAIDÓS
Barcelona
Buenos Aires
México
Introducción

Cuestionamiento de una dicotomía histórica

En los últimos años, gracias a nuestra investigación y a la de otros autores, hemos


encontrado unos inesperados orígenes comunes para las capacidades mentales más
elevadas: la inteligencia, el sentido de la moralidad y del sí mismo. Hemos definido las
etapas fundamentales del crecimiento inicial de nuestro cerebro, que, en gran medida, se
produce antes de que nuestros primeros pensamientos queden registrados. Cada etapa
requiere unas determinadas experiencias. Sin embargo, contrariamente a las nociones
clásicas, estas experiencias no son cognitivas, sino una amplia gama de sutiles intercambios
emocionales. Así es, las emociones, y no la estimulación cognitiva, constituyen los cimientos
de la arquitectura mental primaria.
Mientras delimitábamos estas etapas precoces del desarrollo mental, nos hemos visto
confrontados con la creciente evidencia de que este desarrollo está viéndose seriamente
amenazado por las instituciones y los patrones sociales más en boga en la actualidad. Existe
una creciente indiferencia respecto de la importancia de las experiencias emocionales que
conforman la mente en prácticamente todos los aspectos de la vida cotidiana: el cuidado
del niño (especialmente fuera de casa), la educación, el matrimonio, la psicoterapia, la
resolución de conflictos y la forma en que los enfrentamos a la violencia y prestamos ayuda a
las familias de alto riesgo. También se puede observar la ausencia de estos principios en los
procedimientos que empleamos para comunicarnos, gobernar y construir una cooperación
internacional eficaz.
Irónicamente, la misma mente que creó una sociedad tan compleja se constituye ahora en
víctima potencial de esa misma sociedad.
A lo largo de los próximos capítulos examinaremos, primero, la arquitectura emocional de la
mente y clasificaremos sus niveles más profundos. Posteriormente, discutiremos las prácticas,
las creencias y los procesos sociales que determinaran su futuro.
La primacía del aspecto cognitivo de nuestra mente, por encima del emocional, tiene unos
orígenes profundamente arraigados. Ya desde los antiguos griegos, los filósofos siempre han
destacado el lado racional de la mente en detrimento del emocional y han concebido ambas
partes por separado. Según su teoría, la inteligencia es necesaria para dominar y reprimir las
pasiones más primarias. Este concepto ha ejercido una gran influencia en el pensamiento
occidental; ha ido configurando, de hecho, algunas de nuestras costumbres y creencias más
elementales. Psicólogos contemporáneos como Jean Piaget, por ejemplo, han seguido
considerando la inteligencia como algo relativamente independiente de los afectos o de las
emociones, mientras avanzaban en nuestra comprensión de las interacciones dinámicas y de las
estrategias cognitivas que los niños emplean para aprender cosas de y sobre su entorno.'
Freud, por su parte, incluso en sus observaciones iniciales sobre el papel de las emociones en la
configuración de la personalidad, también las concibió como separadas, e incluso antagónicas,
de la inteligencia. Veía al «jinete» racional, el ego, guiando y controlando al «caballo»
apasionado, la libido. Debido a esta dicotomía, nuestra cultura está profundamente
impregnada, desde hace tiempo, de la creencia fundamental de que la razón y la emoción son
nociones separadas entre sí e irreconciliables y que, en una sociedad civilizada, la racionalidad
debe prevalecer.
Pero ¿son estas suposiciones, tan largamente defendidas, realmente ciertas? los últimos y
sorprendentes resultados procedentes de las más diversas disciplinas -desde la investigación
del desarrollo infantil hasta las ciencias neurológicas y el trabajo clínico con niños y adultos-es-
tán sacando a la luz algunos puntos oscuros de estas creencias tradicionales.
Imagínese el encuentro entre un psicólogo y una niña de doce meses de edad a la que
llamaré Cara. La niña esta sentada en el regazo de su madre delante de una mesa, con su
mirada desafiante fijada en el psicólogo, que muestra una pegatina de color escarlata y se
dirige hacia un gran tablero azul. Seguramente le gustará introducirla en algún agujero, dice
lleno de esperanza. A que no se atreve a intentarlo, le anima la madre. Cara, tal congo lo
había hecho muchas veces antes, agarra la pegatina y la lanza al suelo.
¿Sufre acaso, como teme su madre, un retraso cognitivo? Una niña de un año que,
habitualmente, tira comida y juguetes pero nunca parlotea como otros niños de su edad,
¿puede tener un marcado déficit intelectual? Con idéntica suerte al intentar conseguir que Cara
se anime a buscar una perla de cristal escondida en una taza, el examinador llega, finalmente,
a la conclusión de que, en efecto, el retraso cognitivo es más que probable.
A lo largo de cincuenta años, los expertos han pedido a bebés como Cara que permanezcan
quietos en el regazo de sus madres, que presten atención y que realicen las tareas prescritas
para que los adultos se puedan hacer una idea de lo espabilados que son. Durante cincuenta
años, los expertos han asignado a estos pequeños, incapaces de asimilar y llevar a cabo estas
demandas misteriosas, diversas categorías etiquetadas con palabras multisilábicas referentes al
retraso evolutivo. Los especialistas han insistido, desde siempre, en que una valoración
cuidadosa del grado de perfección con el que un niño pequeño pega adhesivos en un tablero,
clasifica fichas por su configuración o busca perlas de cristal en una taza, es capaz de medir, de
forma precisa, su capacidad intelectual y el desarrollo de sus facultades.
Los resultados más recientes, procedentes de la investigación y práctica clínica, hacen
pensar, sin embargo, que todo este enfoque descansa sobre unas premisas erróneas.
Valoremos lo que ocurrió cuando un segundo investigador contactó con Cara de forma
diferente. En primer lugar, la observó mientras jugaba sola, por su cuenta, y se encontró con
una exploradora dinámica y llena de curiosidad. Escuchaba el ruido que hacían los coches de
juguete cuando chocaban, examinaba la superficie áspera de una pelota de caucho, intentaba
tirar de la nariz de su madre.
A instancias de la examinadora, la madre consintió el tirón y respondió: «¡Tuuuuu!». Cara
sonrió y volvió a tirar. Esta vez, un «¡Oooooop!» alabó su esfuerzo y generó una sonrisa aún
más amplia.
A continuación, la madre hizo gestos a Cara para que ésta ofreciera su nariz y pudiera tirar
de ella. La niña, entusiasmada, adelantó su cara radiante y expresiva. La madre apretó
suavemente y, para su sorpresa, escuchó cómo su hija balbuceaba alegremente: «Mo-mo».
Esta contribución al juego constituyó el primer sonido diferenciado que emitía Cara.
Observar a Cara, implicada en una « conversación» tan compleja aunque exenta de
palabras, fue determinante para que el examinador considerara que su desarrollo
cognitivo global estaba completamente dentro de los límites de la normalidad. Las
observaciones realizadas a continuación pusieron e n evidencia a una niña plena de
energía y con gran capacidad física, que disfrutaba yendo a su aire y controlando su
entorno.
En cuanto su madre modificó su estilo parental y comenzó a favore cer mucho más
estas interrelaciones lúdicas, la energía de Cara fue centrándose cada vez más y su
balbuceo se fue enriqueciendo progresivamente . Si unas cuantas «discusiones» tan
sencillas y estimulantes con su madre fueron capaces de revelar la capacidad evolutiva
del lenguaje de Cara, entonces cualquier sistema psic ométrico o el concepto de
inteligencia que la definía como una niña con retardo cognitivo, evidencia se rias
lagunas. Tal corno demuestra el emocionante debut lingüístico de Cara, las relaciones y
experiencias emocionales precoces —lo estimulante que resulta el «diálogo» recíproco
con su madre y no logros aislados tales como pegar adhesivos o descubrir perlas de
cristal constituyen la clave para su inteligencia y su desarrollo mental.
El trabajo clínico y de observación con niños mayores también per mite profundizar
en esta teoría novedosa al demostrar la forma en que los niños, realmente, aprenden a
pensar. Así, por ejemplo, a través del diálogo con niños en edad escolar, les formulamos
una pregunta sencilla: ¿qué piensas de las personas mandonas o que te intentan
dominar? Carl, un niño de cinco años, fue el primero en responder. « Bueno», dijo, «los
padres son jefes, y los profesores son jefes y también las "canguros" son jefes alguna
vez.» Igual que un ordenador viviente enumeró, rápidamen te, una clasificación formal
de diferentes clases de jefes, pero sin relacionar estas categorías con su propia vida o
con su experiencia de dominación.
Jimmy, con una edad similar a la de Carl, dio una respuesta sor prendentemente
distinta: «La mayoría de las veces no me gusta que me manden», dijo. «Sobre todo,
cuando mis padres me mandan demasiado e intentan decirme cuándo puedo ver la
televisión y cuándo debería irme a la cama, y soy suficientemente mayor para decidir
esto por mí mismo.» Encontró su respuesta en sus pr opias fricciones, habitualmente
molestas, al parecer, con aquellas personas que le intentaban mandar. Más que
enumerar, simplemente, las diferentes categorías, Jimmy extrajo, además, una
conclusión de la experiencia emocional subyacente («La mayoría de las veces no me
gusta») para ilustrarla, a continuación, con ejemplos pertinentes ( « Sobre todo, cuando
mis padres...») apoyados por un argumento posiblemente controvertido pero no por
ello razonado («Soy suficientemente mayor para decidir por mí mismo»).
Josh, de ocho años de edad, dio una respuesta más sutil si cabe. ―A veces no me
gusta, sobre todo cuando afecta a cosas que quiero hacer y no me dejan. Pero a veces
esta bien porque los adultos saben mejor lo que conviene.» A continuación, enumeró
ejemplos de padres y profesores excesivamente mandones y, posteriormente, las
diferentes maneras en las que él les solía responder. Cuando está de mal humor,
reflexiona Josh, le sienta especialmente mal que le manden pero, en otras ocasiones eso
no le preocupa tanto. Apuntó, incluso, diferentes maneras de ejercer el mando. Algunas
personas son simpáticas aun así; aquellas que muestran «miradas que matan» o un
«tono de voz desconsiderado», apenas le molestan. Cuando se le pide que resuma sus
ideas. Contesta de la siguiente manera creo que tengo más de una respuesta , ya que
existen momentos en los que no me gusta y otros en los que esta bien. Depende de
cómo lo hagan y del estado de ánimo que yo tenga».
A pesar de hablar sobre un tema aparentemente sencillo, Jos h y Jimmy mostraron,
de esta manera, el sistema que todas las personas emplean para resolver un problema,
para hacer frente a cualquier explicación: dicho en pocas palabras, para pensar de
forma creativa acerca de todo, desde las vacaciones hasta la relatividad. Am bos niños
sacaron conclusiones abstractas sobre los jefes, pero llegaron a ello desde la enseñanza
que significó su propia experiencia y la ayuda que, para su comprensión, significaron
sus propias relaciones. Los sentimientos generados por estas sensaciones vividas
condujeron, a cada uno de ellos, a sugestivas reflexiones sobre una conclusión genérica.
Las experiencias emocionales vividas como tales constituyeron, por lo tanto, la fuente de
las ideas que manifestaban estos niños. Su capacidad para expresar lógica formal,
acorde a sus edades, les ayudó a organizar sus pensamientos y a colocarlos en un orden
razonable. El pensamiento abstracto requiere ambos componentes. Carl, por el contrario,
enumeró diferentes tipos de jefes de forma casi automática, como si contara entidades
enteramente objetivas. Su pensamiento seguía siendo concreto, como o curre con todo
pensamiento que no haya implicado, inicialmente, una experiencia emocional vivida.
A partir de experiencias con niños como Cara, Josh y Jimmy, estas percepciones
sobre el papel de la emoción en el aprendizaje de l modo de pensar desafían
abiertamente toda comprensión clásica del desarrollo mental que separa emoción y
razón y pone el énfasis en uno u otro. Immanuel Kant, considerado el padre de la
filosofía y la psicología modernas, formuló las preguntas que, desde entonces, han
orientado la investigación sobre los procesos cognitivos y el lenguaje. En base del co-
nocimiento objetivo, indicó, es el proceso mental dedicado a «saber», la manera en que
nos imaginamos que funciona el mundo, más que cual quier conjunto de hechos o
creencias. Piaget y otros teóricos modernos de la cognición han seguido, en mayor o
menor grado, las directrices de Kant y describieron, con cierto detalle, cómo los niños
aprenden a pensar. Los discípulos tanto de Kant como de Piaget, sin embargo, nunca
han considerado, plenamente, el papel del afecto o de la emoción en sus teorías sobre la
inteligencia y la cognición.
Freud, sin embargo, descubrió unas vías emocionales de gran complejidad que
ejercen una influencia decisiva sobre la conducta. Tomando como base el trabajo de
filósofos como Schopenhauer, entre otros, mostró que los deseos inconscientes no eran
los hijastros pobres y groseros del intelecto, sino poderosos desafíos hacia la
racionalidad. Freud no sólo trazó las grandes líneas de los deseos y conflictos
inconscientes; clarificó cómo las personas se relacionan, se desean y se aman. Partiendo
de estos conocimientos, se han desarrollado nuevas corrientes, en psicolo gía, centradas
en la relación, en los aspectos positivos y adaptativos de la emoción, de la empatía, del
conocimiento de uno mismo y de los modelos familiares (por ejemplo, la psicología del sí
mismo, enfoques interpersonales, teoría de las relaciones objetales). Entre finales de los
años treinta y principios de los setenta, pioneros tales como Heinz Hartmann, Silvan
Thomkins, Heinz Kohut y otros muchos, señalaron las diferentes funciones positiva s y
negativas de las emociones. Las diferentes prácticas puericultoras que van desde la
disciplina hasta la programación de las comidas, comenzaron a reflejar estas ideas. En
lugar de seguir la máxima «Los niños debe verse, no oírse», los padres comenzaron a
hablar con sus hijos sobre sentimientos. Unos esquemas de alimentación rígidos,
inamovibles, cedieron el paso a programas que tenían en cuenta los de seos del niño.
Durante cierto tiempo, en los años sesenta y a principios de los setenta, el sistema
educativo norteamericano dio un paso hacia adelante al asumir la vert iente emocional de
la conducta. En muchos colegios, los debates sobre relaciones, sentimientos, motivación,
autoimagen e individualidad formaron parte del plan de estudios.
El interés clínico, sin embargo, se fue centrando en los nuevos descubrimientos en el
campo de la neurología y la psicofarmacología: el empleo de medicamentos para tratar
las enfermedades mentales. El desarrollo de fármacos como, por ejemplo, Prozac,
acaparó la fascinación de los investigadores al demostrar cómo el entorno bioquímico del
cerebro influía en los sentimientos y en la conducta de forma más rápida que e l insight o
la comprensión. Esta revolución biológica en el tratamiento de la enfermedad mental
eclipsó, de esta forma, las ideas de Freud, impidiendo, así, que dos estudios recientes de
divulgación que revisaban la investigación más actualizada de las ciencias conductuales y
neurológicas y su importancia de cara a las emociones, calaran en la población
norteamericana. Estos libros siguen defendiendo, con diferente grado de in tensidad la
división tradicional entre sentimientos v cognición. Daniel Goleman escritor de temas
científicos del New York Times, emplea la calificación «inteligencia emocional» para
conducir, oportunamente, la atención hacia los aspectos positivos del desarrollo
emocional, previamente descripto por Freud, Thomkins y otros autores, junto con la
capacidad de interpretar y responder a las emociones, sintonizar con ellas y ponerla en
juego en el nivel relacional. Sugiere que estas capacidades son más importantes de cara
al éxito en la vida que la clásica concepción de la inteligencia basada en el CI. Antonio
Damasio, un neurólogo, descubrió pacientes con lesiones cerebrales en el llamado córtex
prefrontal, podían tener unos índices de Cl relativamente normales pero mostrar unas
preocupantes carencias en su capacidad de razonamiento. Defiende el criterio de que las
emociones, tales como aquellas destinadas a evalua r las consecuencias de alguna acción,
son importantes para la capacidad de razonamiento, y la lesión del córtex prefrontal,
regulador de las emociones, puede comprometer, seriamente, esta función. Es
interesante resaltar que esta área cerebral está implicada, también, en lo que
denominamos planificación motriz, la sucesión progresiva de conductas. Los niños o
adultos con problemas a la hora de establecer secuencias ti enen también,
ineludiblemente, dificultades en su razonamiento debido a que les cuesta elaborar
patrones de conducta: los árboles no les dejan ver el bosque. Esta investigación
neurológica apoya y realza los hallazgos de muchos investigadores y psicoterapeutas
sobre la importancia de las emociones en aspectos tan complejos de la personalidad
como la comprobación de la realidad y la capacidad de valoración.
No obstante, estos esfuerzos destinados a recuperar el interés por el papel de las
emociones en el desarrollo humano mantienen la dicotomía histórica entre cognición y
afecto estableciendo, por un lado una rivalidad - la adaptación emocional es más
importante que la cognición— y, por otro, mostrando que las lesiones cerebrales puede
influir en las emociones y, por lo tanto, en la capacidad de raciocinio mientras que otros
aspectos centrales de la cognición permanecen inalterados.
A lo largo de los últimos siglos, la naturaleza tanto de la cognición o la capacidad
intelectual como de las emociones, incluyendo sus rasgos positivos v negativos, ha sido
investigada repetidas veces. Aun así vemos como la mayoría de educadores, profesionales
de la salud mental, políticos e, incluso, padres, se decantan por una u otra variante de
esta dicotomía. Por un lado, observarnos que se apoya el desarrollo emocional, por
ejemplo, en programas educativos individualizados, en la valoración de la disciplina y su
aplicación firmemente moderada, al permitir elaborar-las emociones en terapia v en una
mayor prestación social para los más necesitados. Por otro lado, existen enfoques que se
basan en una percepción impersonal, cognitiva, tales como una enseñanza de «vuelta a
los orígenes», una disciplina carente de afecto, la medicación y una reforma de la
asistencia social poco sensible.
La eterna dicotomía entre emociones e inteligencia persiste, dado que, hasta hace
bien poco, apenas se habían investigado los mecanismos a través de los cuales las
emociones y la inteligencia interactúan, de hecho, durante las primeras etapas del
desarrollo. Así, por ejemplo, más allá de orientar nuestras relaciones y habilidades
sociales y servir de base para la empatía y la autoestima, ¿desempeñan las emociones un
papel específico, decisivo, en el desarrollo de la inteligencia? ¿Se requiere expe riencia
emocional para adquirir las habilidades cognitivas clásicas?
Desde el punto de vista histórico, las emociones han sido consideradas de muy
diferentes formas: como válvula de escape para una pasión extrema, como reacciones
fisiológicas, como estados subjetivos del sentimiento, como señales interpersonales de
carácter social. Nuestras observaciones evolutivas indican, sin embargo, que
posiblemente el papel más decisivo de las emociones consiste en crear, organizar y
coordinar muchas de las más importantes funciones cerebrales. Así, de hecho, ve mos que
las aptitudes académicas, el sentido del sí mismo, el grado de conciencia y la moralidad
tienen un origen común en nuestras experiencias emocionales más precoces y las que les
siguen. Por inverosímil que parezcan estos supuestos, las emociones son, ciertamente, los
artífices de una amplia gama de operaciones cognitivas a lo largo de todo el ciclo vital. En
efecto, posibilitan todo tipo de pensamiento creativo.
El lazo de unión entre los afectos v el intelecto se nutre de diferentes fuentes como
es, entre otras, la investigación neurológica, que ha detectado que las experiencias
tempranas modifican, incluso, la estructura del cerebro. Las ex periencias interactivas
pueden conllevar un agrupamiento de células cerebrales con finalidades específicas:
células diferenciadas para oír más que para ver, por ejemplo. La deprivación o altera ción
de las experiencias requeridas puede producir diversos déficit. Cuando existen
interferencias precoces con la visión, por ejemplo, se han detectado dificultades que van
desde la ceguera funcional hasta problemas en la percepción de la profundidad y de la
orientación espacial. La experiencia sigue ejerciendo su influencia sobre la estructura
cerebral durante toda la infancia y la edad adulta. En los estudios sobre la imagen del
cerebro, se ha observado que la práctica de un instrumento musical produce conexiones
neuronales adicionales en el nivel del córtex debido al ejercicio intensivo de los dedos.
Una terapia ocupacional exitosa en personas con síntomas obsesivo-compulsivos origina
cambios, tanto en la conducta como en la estructura cerebral.
La importancia de la experiencia emocional, especialmente para las h abilidades
sociales y las de elevado nivel intelectual, se ve confirmada por estudios que
demuestran que las áreas cerebrales responsables de la regulación, interacción y
secuenciación emocional (el córtex prefrontal) muestran un incremento de la actividad
metabólica durante la segunda mitad del primer año de vida, aquella época en la que los
niños cada vez están más implicados en interacciones recíprocas y muestran un mayor
grado de inteligencia como, por ejemplo, la capacidad de elegir y la de comenzar a
buscar objetos escondidos. Se ha descubierto, recientemente, que las neuronas deben
activarse por medio de la experiencia para es tablecer conexiones con ayuda de un
factor neurotrópico. La experiencia puede desencadenar cambios hormonales; así, por
ejemplo, las caricias tranquilizadoras parece que liberan hormonas del crecimiento, y
hormonas como la oxitocina, por ejemplo, favorecen, al parecer, impor tantes procesos
emocionales como son el sentido de la filiación y de la proximidad. El estrés emocional se
asocia, además, a alteraciones de la fisiología cerebral. En general, se puede decir que,
durante los años de formación, existe una interacción sensitiva entre la predisposición
genética y la experiencia adquirida a partir del medio ambiente. Parece ser que la
experiencia adapta la biología del niño, o de la niña, a su entorno. A lo largo de este
proceso, sin embargo, no todas las experiencias tienen el mismo valor. Los niños parecen
requerir cierto tipo de interacciones emocionales en función de las necesidades
específicas de su momento evolutivo.
Estas investigaciones conducen a la pregunta de qué tipo de expe riencia precoz
favorece más el desarrollo intelectual del niño. ¿Debería confrontarse la creciente
capacidad memorística del niño pequeño con la exposición rápida a láminas que muestran
imágenes y palabras, o a las interacciones naturales que incluyen palabras y juegos
imaginativos?
¿Debería enseñarse geometría a los niños pequeños a partir de que sean capaces de
apreciar las relaciones espaciales y antes de que hayan adquirido el pensamiento causal
complejo? Estas actividades precoces no constituyen la base de un aprendizaje
verdadero. Los recién nacidos pueden sacar su lengua después de ver a alguien que lo
haga. Estas capacidades perceptivo-motrices y otros recursos del sistema nervioso son
realmente notables, pero no constituyen en (y por) sí mismos el razonamiento. En los
capítulos 4 y 8 analizaremos a fondo estas implicaciones de cara al aprendizaje.
Las ideas nuevas y, para muchos, sorprendentes —de que la emoción desempeña un
papel integral y, quizá, el más crucial, en la configura ción de la inteligencia— ya han
comenzado a modificar la forma en que evaluamos a los bebés y a los niños pequeños.
En el número de junio de 1994 de Zero to three, editado por el National Center for
Infants, Toddlers, and Families, sugerimos que los intercambios emocionales de los
bebés con sus cuidadores deberían constituir el primer factor de medi ción de su nivel
de desarrollo v de su capacidad intelectual, por encima de su habilidad para encajar
piezas en agujeros o encontrar perlas de cristal debajo de una taza.
Mi propia investigación ha apoyado esta teoría del desarrollo mental a partir de los
estudios llevados a cabo en tres áreas diferentes. Uno constituye el trabajo llevado a
cabo, por mis colegas y por mí, con niños con gran riesgo biológico, incluyendo niños
muy pequeños con signos evidentes de autismo. En estos niños, no es exclusivamente
la biología la que da origen a los síntomas autísticos. Es m ás bien su fisiología la que
les dificulta enlazar con las experiencias emocionales interactivas reque ridas para el
desarrollo mental. La ausencia de estas experiencias emo cionales decisivas es la
responsable máxima del desarrollo de los sínto mas autísticos. A lo largo del tiempo,
hemos encontrado caminos para poder trabajar a partir y alrededor de algunas de estas
limitaciones fisiológicas y posibilitar la presencia de estas experiencias emocionales, tan
necesarias. Muchos de estos niños han ido evoluc ionando desde entonces, mostrándose
intelectual v emocionalmente sanos en la actualidad. Al observar el efecto de diversas
experiencias emocionales sobre la inteligencia, empezamos a comprender la forma en
que cada una de las experiencias contribuye al desarrollo intelectual v social.
También he aprendido más acerca del papel de la experiencia emo cional precoz en
el trabajo con bebés v niños pequeños que se desarrolla n de forma relativamente
normal, observando las diferentes etapas que atraviesan (descritas en los capítulos 2-4)
a partir de que surgen sus capacidades cognitivas y sus habilidades sociales. Estas
observaciones evidencian que determinado tipo de educación emocional les empuja
hacia la salud física y emocional v que la experiencia afectiva les ayuda a superar
diversas tareas cognitivas. Según las pruebas dirigidas por Stephen Porges, de la
Universidad de Maryland, y por mí mismo, aquellas partes del cerebro v del sistema
nervioso implicadas en la regulación de las emociones desempeñan un p apel decisivo en
la cognición. Reaccionan en colaboración con aquellas áreas cerebrales dedicadas a
registrar la percepción sensorial apropiada cuando se estimula a los bebés con imágenes
y sonidos. Cuando el sistema regulador trabaja de forma correcta, l os niños pueden
prestar atención v asimilar lo que ven u oyen. En algunos ni ños, sin embargo, este
sistema funciona de forma defectuosa. Los bebés cuyos cerebros carecen de la
capacidad reguladora de las emociones, tie nen dificultades en fijar la atención y en
discriminar las diversas sensaciones. Tienen dificultades a la hora de descifrar lo que
están viendo o escuchando. Frecuentemente, se vuelven irritables y muestran
reacciones desorganizadas. En otro estudio, vimos que las mediciones de esta fun ción
reguladora emocional, tomadas a la edad de ocho meses, se correla cionan con los índices
CI a la edad de cuatro años.
Una tercera fuente de datos en este análisis de la relación entre inte lecto y emoción
procede de nuestro trabajo con familias multiproblemáticas o con múltiples factores de
riesgo, expuesto en el capítulo 13. En estas familias, afectadas por prácticamente
cualquiera de los problemas imaginables, desde la desatención del niño y el maltrato de
la esposa, hasta el alcoholismo o la adicción a drogas, el grado en el que los niños no
alcanzan a desarrollar sus habilidades cognitivas y sociales coincide con el grado en que
estas familias no ven satisfechas sus necesidades emocionales en cada una de sus etapas
evolutivas. Hemos detectado que aquellos niños procedentes de familias con múltiples
factores de riesgo tienen una probabilidad alrededor de veinte veces mayor de presentar
un rendimiento cognitivo por debajo de la media a la edad de cuatro años, y esta
tendencia persiste en la adolescencia. Hemos descubierto lo que estos niños necesitan en
cada una de las etapas al ver los efectos de su ausencia. Otros estudios sobre la
intervención precoz, han mostrado los efectos positivos cuando se aportan las
experiencias requeridas en niños de alto riesgo y en sus familias. Estas nuevas
capacidades adaptativas a menudo tienen continuidad en la infancia, en la adolescencia y
en la edad adulta.
A partir de fuentes tan diversas, ha surgido una nueva manera de entender el
desarrollo mental en las primeras etapas de la vida, caracterizada por integrar la
experiencia del niño procedente de las interacciones emocionales con el desarrollo de las
capacidades intelectuales y, de hecho, con el sentido del sí mismo. Las siguientes páginas
analizan esta perspectiva del desarrollo humano y sus implicaciones acerca de cómo
educamos a nuestros hijos, actuamos como adultos y participamos en nuestra sociedad.
Primera parte

LOS PROCESOS
QUE CONSTRUYEN LA
MENTE
Capítulo 1

La construcción emocional
de la mente

REFLEXIONES A PARTIR DEL AUTISMO

La comprensión más nítida de la manera fundamental en que las emociones influyen


en el desarrollo cognitivo procede, probablemente, de la observación de niños autistas.
Estos niños, que padecen algunos de los más graves problemas de razonamiento y de
lenguaje —de base biológica— que podamos imaginar, nos pueden enseñar mucho sobre
cómo se aprende a pensar, relacionar y comunicarse. Los niños con los que mis colegas y
yo mismo trabajamos tienen unos déficit muy importantes relacionados con problemas
neurológicos evidentes como son, por ejemplo, una escasa capacidad para procesar
sonidos, comprender palabras y planificar una secuencia de movimientos. Estos pequeños
son diagnosticados entre los dieciocho meses y los cuatro años de edad y despliegan
diversas conductas extrañas y perturbadoras — deambulando sin rumbo, agitando sus
brazos de forma compulsiva, frotando ininterrumpidamente una mancha de la alfombra,
abriendo y cerrando las puertas una y otra vez, alineando con muchísimo cuidado objetos
pequeños en líneas inflexiblemente rectas— pero a la vez son prácticamente incapaces de
responder a los intentos de comunicación, por muy elementales que sean.
Los programas terapéuticos destinados a niños tan gravemente limitados se han
concentrado, tradicionalmente, en intentar enseñarles el lenguaje o determinadas
habilidades cognitivas previamente seleccionadas, tales como emitir algunos sonidos
particulares, ejecutar diversas conductas socialmente adaptativas o imitar ciertas
acciones, ese tipo de acciones aisladas, fuera de contexto, que denominamos
«habilidades escindidas». Pero incluso cuando estos niños aprenden a construir frases,
atar sus zapatos o golpear tambores, normalmente sus acciones no muestran una
espontaneidad y un entusiasmo alegre, una resolución flexible de los problemas y la natu -
ralidad emocional que debería desarrollarse, de forma natural, a su edad. Hemos
observado, por ejemplo, niños con síntomas autísticos sometidos a programas
conductuales intensivos (de veinte a cuarenta horas a la semana). Cuando hablaban,
muchos de ellos tendían a mostrar un razonamiento de carácter estereotipado y
mecanicista, aunque pensábamos que tenían suficiente potencial para una forma de
pensamiento más creativa v abstracta, mayor grado de imaginación y una relación más
próxima con sus iguales.
Los resultados son muy diferentes, no obstante, con un programa si milar a aquel que
reveló las capacidades reales de Cara, la niña de un año cuya madre estaba preocupada
por un presunto retraso en su desarrollo (véase la introducción). Un programa de
orientación emocional como éste, que comienza en el preciso momento en que el niño se
aparta de las sonrisas y proposiciones que le hacen sus padres, se basa en el papel que
desempeñan las emociones en el desarrollo mental normal. Resulta más efectivo
estimular patrones emocionales e intelectuales sanos que emplear estrate gias directas de
estimulación cognitiva. Empleando este enfoque, hemos ayudado a muchos niños a
progresar en sus particulares discapacidades convenciéndoles, de entrada, para que se
relacionen y, posteriormente, para que realicen innumerables intercambios emocionales
con su tutor, comenzando, a menudo, con expresiones y gestos faciales muy sencillos.
Uno de estos niños, al que llamaré Tony, fue incluido en nuestro pro grama cuando
contaba dieciocho meses de edad. Sus padres habían observado que no era del todo
normal, prácticamente desde el mismo día de su nacimiento. Había nacido,
aproximadamente, un mes antes de la fecha prevista y pesaba únicamente 1,5kg. Una
parálisis cerebral moderada distorsionaba los movimientos de sus piernas y, en menor
grado, también de sus brazos. Durante el primer año, se mostró retraído y re servado,
respondiendo apenas a las sonrisas y a los mimos que le mostraban. Su madre, cariñosa
e infatigable, únicamente consiguió, con gran esfuerzo, que respondiera mínimamente a
sus caricias. En respuesta, ofrecía muy pocas miradas, risas v abrazos de los que hacen
que los bebés de esta edad resulten tan maravillosamente encantadores. De hecho,
apenas intentaba comunicarse, ni siquiera un poco. Sus padres comenza ron a
preocuparse muy seriamente.
Acercándose a los dieciocho meses sin tan siquiera haber comenzado a hablar, Tony
también se comportaba como hubiera correspondido a un niño al menos un año menor
que él. De vez en cuando emitía sonidos aislados y se movía, de aquí para allá, sin
intencionalidad alguna. Gateaba más que caminaba y parecía que, con cada mes que
pasaba, se volvía más disperso y distante.
Con el fantasma del autismo asomando en sus cabezas, sus padres lo llevaron a uno
de los centros médicos más prestigiosos de la costa este para una evaluación. Un
experto en desarrollo infantil detectó un im portante retraso cognitivo y social, superior
a su discapacidad física. Tony nunca tendría una capacidad intelectual superior a la que
corresponde a un CI de 50. Su examinador también diagnosticó un «trastorno profundo
del desarrollo»: en lenguaje profano, autismo. Estas no ticias horrorizaron a los padres
de Tony, universitarios ambos. Su tan querido primogénito parecía condenado a vivir en
un desalentador territorio, fronterizo entre la incapacidad y el aislamiento.
Al cabo de tres años, rezaba el pronóstico, Tony se quedar ía todavía más rezagado
respecto a los compañeros menos estimulados de su mis ma edad. Llegado ese
momento, sus discapacidades le mantendrían se cuestrado en un reino solitario y
aislado, caracterizado por las acciones repetitivas y estereotipadas y el ret raso mental,
y prácticamente excluido de todo tipo de relación humana. Crecería al margen del
mundo de la amistad, del aprendizaje y de la esperanza de un futuro satisfactorio.
Los padres de Tony no cesaron, sin embargo, de buscar ayuda. Al cabo de tres añ os
y medio de estar sometido a un programa terapéutico centrado en las interacciones
afectivas, Tony, de casi cinco años de edad, era un chico diferente. Jugaba alegremente
con grupos de amigos, entretenía a sus padres y profesores con animadas charlas,
protestaba con argumentos vehementes cuando le tocaba ir a la cama y preguntaba y
respondía acerca de incontables asuntos interesantes respecto a por qué el mundo era
de la forma en que era. Se divertía tonteando con su hermano pequeñito, jugaba a la
pelota con sus compinches y se quedaba absorto elaborando juegos imaginativos sobre
héroes y personajes siniestros. En un diálogo que pudimos grabar en cinta de vídeo, que
documentaba el crecimiento de Tony a partir de los dieciocho meses de edad,
comentaba que quería ―aquel juguete que tiene Steven», mientras esbozaba una
sonrisa plena de satisfacción. Cuando se le preguntó el motivo, respondió: «Porque es
divertido jugar con él». Inquirido, a continuación, sobre cómo se sentiría Steven si se le
dejara sin un juguete tan preciado, Tony contestó riéndose v con una tímida v creciente
sonrisa burlona: «No le gustaría. Se enfurecería». Más recientemente, ha demostrado
ser capaz de pensar de forma abstracta y apreciar los matices de la conducta hu mana.
Cuando su padre intentó convencerle de que le caía bien a otro niño, respondió: «Oh sí,
es simpático conmigo, pero eso no significa que quiera ser mi amigo». Las pruebas
estándares basadas en el CI sitúan sus capacidades verbales v cognitivas claramente
por encima de lo que cabe esperar para su edad. Con cada año que pasa —ahora se
acerca a los diez años de edad— sus capacidades físicas v mentales no han parado de
evolucionar. Todavía tiene ciertas dificultades con su coordinación motriz pero, aun así,
suele disfrutar de las aventuras propias de cualquier niño pequeño que va camino de un
desarrollo plenamente sano.
La mayoría de los niños autistas con los que hemos trabajado han progresado.
Muchos, como es el caso de Tony, muestran, con el paso del tiempo, auténtica empatía y
gran creatividad pasando, finalmente, por las sucesivas etapas evolutivas descritas en
los capítulos 2-4. Con nuestra ayuda, estos niños aprenden a interactuar con los demás,
en un principio asociando gestos y sentimientos y, posteriormente, palabra s y senti -
mientos. Tony, por ejemplo, inició su primera interacción cuando su pa dre intentaba
girar una rueda en dirección contraria a lo habitual. Su mirada de protesta y su giro
desafiante en dirección opuesta constituyeron el inicio de su largo viaje. Cada uno de
estos niños progresa a su propio ritmo, algo más lento, y tiene que trabajar problemas
importantes, sobre todo, en el procesamiento de los sonidos y las palabras —y a
menudo también de las imágenes, el tacto y el movimiento—, pero todos aquellos que
han progresado de forma satisfactoria caminan por el mismo sende ro y alcanzan el
mismo destino que todos los demás niños, y son capaces de pensar de forma creativa y
de interactuar con flexibilidad.
Al trabajar con estos niños, nos dimos cuenta de que la unidad fundamental de la
inteligencia reside en la conexión entre un sentimiento o un deseo v una acción o un
símbolo. Cuando un gesto o una fracción lingüística se relaciona, en cierta manera, con
los sentimientos o los deseos del niño —incluso algo tan sencillo como el deseo de salir
afuera o que se le entregue una pelota— entonces puede aprender a usarla de forma
apropiada y efectiva. Hasta que no establezca esta conexión, sin embar go, su conducta
y su comunicación permanecen perturbadas; la dificultad a la hora de realizar estas
conexiones constituye, de hecho, un elemento clave del trastorno.
En terapia usamos, por ello, las intenciones y los sentimientos naturales propios del
niño como punto de partida personal para su aprendizaje. Un niño, por ejemplo, que
quiere salir al patio, puede encontrarse reitera damente con adultos que señalen en
dirección equivocada. Él, finalmente, deberá señalar en la dirección deseada o decir
algo que suene parecido a «¡Fuera!» para que alguien le abra la puerta. Una niña que
disfruta haciendo chocar coches de juguete entre ellos se puede encontrar con un
adulto que está empujando un coche, lo cual constituiría un objetivo ideal para sus
intenciones. La esperanza de presenciar un ruidoso choque múltiple es utilizada para
atraerla hacia un «juego» cooperativo de golpear -y-correr.
El uso precoz de palabras por parte de Tony tenía la finalidad, mu chas veces, de
que su madre o la terapeuta ocupacional giraran su silla fa vorita a una velocidad cada
vez mayor.
En otra ocasión, partimos del movimiento, preocupantemente repe titivo, de una
niña para comunicarnos con ella por primera vez. Esta niña, de dos años de edad, no
hablaba ni respondía, en forma alguna, a las personas de su entorno, si bien podía
pasar horas mirando fijamente al infinito o frotando sin parar una mancha de la
alfombra. En su tendencia repetitiva vimos, sin embargo, no sólo un síntoma de su
autismo, sino también una señal de interés y motivación que implicaba, al menos, a esa
pequeña mancha en la moqueta que a su vez podría servir como punto de partida para
establecer una conexión emocional y, posteriormente, posi bilitar el aprendizaje.
Indicamos a la madre de la niña que pusiera su mano cerca de la suya, justo encima
de su tramo de suelo favorito. La niña la apartó con su mano, pero su madre, sin prisa,
la volvió a colocar en el mismo lugar. Nuevamente, la volvió a apartar y otra vez la
mano volvió a su sitio resultando, así, un juego-del-gato-y-del-ratón que finalizó
cuando, al tercer día de llevar a cabo esta interacción tan elemental, la pequeña esbozó
una sonrisa mientras alejaba la mano de su mamá. A partir de este co mienzo, tan
modesto, se fue desarrollando un lazo emocional, una rela ción y, posteriormente, ideas
y palabras. Desde la acción de apartar una mano que interfiere hasta la de ir en busca
de esa mano para, finalmente, ofrecer sonrisas seductoras y risas de complicidad, la
niña progresa en el empleo de gestos en un diálogo recíproco no verbal. Cuando
comenzó, reiteradamente, a tirarse encima de su madre, el terapeuta detectó que esta
conducta le resultaba placentera desde un punto de vista sensorial. Indicó a la madre
que relinchara como un caballo cada vez que su hija arremetiera contra ella.
Rápidamente, también ella comenzó a relinchar imitando a su madre. En poco tiempo,
había comenzado a emitir sus propios sonidos y, a continuación, sus propias palabras.
El terapeuta ayudo, así, a la madre a amplificar esta sensación en una interacción más
rica v más compleja. Con el paso del tiempo, madre e hija fingieron ser caballos
relinchando, vacas mugiendo y perros ladrando. A medida que su imaginaria granja de
animales empezó a ser más numerosa, su relación social y emocional se volvió más
compleja. No tuvo que pasar mucho tiempo para que l os conejitos de peluche se
pelearan entre ellos y se abrazaran. El juego simbólico la acompañó a lo largo de todo
su viaje hacia el lenguaje y la capacidad de pensar. Hoy en día, a la edad de siete años,
esta niña disfruta de una amplia gama de emociones propias de su edad, amistades
sinceras y una viva imaginación. Esgrime argumentos con tanta facilidad como su
padre, abogado, y obtiene puntuaciones en un nivel entre alto y superior en la escala
que mide su CI. Hemos trabajado con un extenso número de niños de estas
características y hemos observado progresos similares en muchos de ellos.
En nuestro estudio reciente sobre más de doscientos jóvenes diag nosticados con
alguna de las variantes del síndrome autístico y que hab ían sido sometidos a este tipo
de terapia, encontramos que entre un 58 y un 73 por ciento son niños cariñosos,
afectivos y comunicativos.

APRENDIENDO DE LOS BEBES Y DE LOS NIÑOS

Los conocimientos extraídos de nuestro trabajo con niños autísticos nos han
permitido comprender el desarrollo intelectual de otra manera. Nos preguntamos cómo
surgen, en circunstancias normales y en ausencia de dificultades biológicas, estas
capacidades que los niños autísticos únicamente desarrollan tras horas v horas de
terapia y de intenso trabajo con sus padres. ¿Cómo aprenden la mayoría de los niños a
pensar? A partir de nuestras observaciones de bebés v niños hemos delimitado una
serie de etapas que esbozaremos aquí brevemente v desarrollaremos con mas detalle
en los siguientes capítulos.
Un bebé comienza la tarea inacabable del aprendizaje del mundo que le rodea a
través de los medios que están a su disposición, que, en esta etapa de la vida, son las
sensaciones más elementales, como, por ejemplo, el tacto y el sonido. La forma en que
los bebes aprenden a atender, a discriminar y a integrar estas sensaciones, es conocida
desde hace bastantes años. Las emociones de los niños, cada vez más complejas,
están, a su vez, bien descritas en otros estudios. En estas investigaciones sobre las
percepciones iniciales y la cognición, por un lado, y el desarrollo emocional, por otro,
no se ha tenido en cuenta, en cierta medida, una observación aparentemente obvia
cuya importancia no debe infravalorarse. En circunstancias normales, cada sensación,
cuando es registrada por el niño, también origina algún afecto o una emoción. De esta
forma, el niño responde según el efecto físico y emocional que se ejerce sobre su per -
sona. Así, una sabana puede tener un tacto suave y agradable o áspero y molesto; un
juguete puede tener un color rojo brillante y resultar estimulante o aburrido; una voz
puede sonar fuerte y ser atractiva o poner los nervios de punta; la mejilla de mamá
puede tener un tacto suave y maravilloso o áspero y desagradable. El niño puede
sentirse seguro cuando mama le abraza o sentir miedo cuando se lo quita de encima. A
medida que la experiencia del bebé va evolucionando, las impresiones sensoriales se
van asociando, progresivamente, a los sentimientos. Esta codificación dual de la
experiencia constituye la clave para comprender la forma en que las emociones
organizan las capacidades intelectuales y crean, realmente, un sentido del sí mismo.
Los seres humanos ya comienzan a asociar los fenómenos y los sentimientos al
principio de su existencia. Incluso bebes de escasos días de vida reaccionan ya
emocionalmente ante las sensaciones, prefiriendo, por ejemplo, la voz o el perfume de
mamá a otros sonidos u olores. Succionan de forma más vigorosa cuando les ofrecemos
líquidos dulces de buen sabor. Bebés ya algo mayores se mostrarán alegres y dedicarán
mayor atención a determinadas personas, las «favoritas», mien tras que ignorarán a
otras. A la edad de cuatro meses, los niños pueden reaccionar con miedo ante la
presencia o la voz de determinada persona.
Un hecho recientemente descubierto constituye otro aspecto de esta nueva manera
de entender el pensamiento y la emoción: una determinada sensación no produce
necesariamente la misma respuesta en cada individuo. Las diferencias congénitas de las
características sensoriales, por ejemplo un sonido de determinada frecuencia o volumen
- imaginemos una voz extremadamente aguda-, pueden resultar estimulantes v
tonificantes para una persona mientras que, para otra, pueden resultar penetrantes e
hirientes como una sirena. Una luz de determinada intensidad puede parecer alegre a
una persona pero irritante v deslumbrante a otra. Una caricia amable puede resultar
tranquilizadora o terriblemente dolorosa - como cuando rozarlos la piel quemada por el
sol -según las características del niño. A pesar de las creencias, largamente asumidas,
de que todos experimentamos sensaciones, como los sonidos y el tacto, de forma más o
menos similar, ahora sabemos que existen variaciones sig nificativas en la forma en que
los individuos procesan la información sensorial, por sencilla que ésta sea. Una
determinada sensación puede tener, así, muchas repercusiones emocionales distintas en
diferentes personas: placer, por ejemplo, en un caso, pero ansiedad en otro. Cada uno
de nosotros recopila inconscientemente su personal y, a veces, bastante idiosincrásico
fichero de reacciones afectivas ante las experiencias sensoriales.
Las primeras experiencias sensoriales que tiene un bebé se presentan en un
contexto relacional que le otorga un especial significado emoci onal.
Independientemente de que sean positivos o negativos, prácticamente todos los afectos
iniciales de los niños implican a las personas de las que depende, íntegramente, su
supervivencia y que desempeñan sus responsabilidades de una forma que va desde una
educación sobreprotectora en exceso hasta una desatención casi total. La toma del
biberón puede significar la bendición del amor y de la saciedad en el caso de una madre
dulce y generosa, o temor si la cuidadora se muestra autoritaria y le arrebata la tetina
siguiendo un esquema rígido. El jugueteo con el pelo de mamá puede dar pie a risas o a
una reprimenda encolerizada.
A medida que los niños van creciendo y exploran, cada vez más, el mundo que les
rodea, las emociones les ayudan a comprender incluso lo que parecen relaciones físicas
y matemáticas. Nociones tan sencillas como caliente o frío, por ejemplo, puede que sólo
parezcan sensaciones puramente físicas, pero el niño aprende «demasiado caliente»,
«demasiado frío» y «temperatura correcta‖ a través de baños placenteros o baños
desagradables, biberones fríos o «en su punto» y demasiada o muy poca ropa, en otras
palabras, a través de sensaciones codificadas por sus respuestas emocionales.
Percepciones algo más complejas, como grande o pequeño, más o menos, aquí o allá,
tienen un origen similar. «Mucho» es algo más de lo que hace feliz a un niño.
«Demasiado pequeño» es menos de lo esperado. «Más» constituye otra dosis de placer
o, a veces, de malestar. «Cerca» significa estar acurrucado junto a mamá e n la cama.
Después, un frustrante compás de espera.
Los conceptos abstractos y, aparentemente, independientes, incluso aquellos que
constituyen la base de las hipótesis científicas más teóricas, también reflejan, en el
fondo, las vivencias que experimenta un niño. Los matemáticos y físicos manejan
complicados símbolos para representar el espacio, el tiempo y la cantidad, pero antes
tuvieron que comprender el sentido de estas entidades: cuando, de pequeños, gateaban
hacia la esquina opuesta de la sala en busca de un juguete, o esperaban a su madre
para que les llenara el vaso de zumo, o se imaginaban cuántas galletas po drían comer
hasta que les doliera el estómago. Einstein y otros pensadores, como Schrodinger,
desarrollaron sus ideas más revolucionarias me diante «experimentos cognitivos». El
genio adulto, al igual que el niño aventurero, sigue realizando viajes imaginarios en
propulsores intergalácticos, en haces de luz o en cápsulas que arrasan el espacio. Las
ideas se van elaborando a partir de exploraciones lúdicas de la imaginación para, poste-
riormente, traducirse al riguroso lenguaje matemático. Einstein describió este proceso
de la siguiente forma:

Las palabras del lenguaje, tanto escritas como habladas, no parecen desempeñar
papel alguno en mi mecanismo de pensamiento. Las entidades físicas que parecen servir
como elementos del pensamiento son ciertas señales e imágenes más o menos definidas
que pueden reproducirse y combinarse «voluntariamente».
Existe, por supuesto, determinada conexión entre estos elementos y los pertinentes
conceptos lógicos. Parece claro, del mismo modo, que la voluntad de desarrollar, para
finalizar, conceptos relacionados lógicamente, constituye la base emocional de este
juego bastante aleatorio con los elementos antes mencionados. Desde el punto de
vista psicológico, sin embargo, este juego de combinaciones parece constituir el rasgo
esencial del pensamiento productivo, antes de existir relación alguna con una
construcción lógica mediante palabras u otros signos que pueden transmitirse a los
demás.

Si bien el espacio y el tiempo se traducen, finalmente, en parámetros objetivos, el


componente emocional persiste. Para un físico acostumbrado a medir nanosegundos
con precisión absoluta, estar medio minuto colgado del teléfono le puede parecer media
hora. Un profesor de topología que está a punto de perder el avión y que va cargado
con una maleta pesada, puede ver la escalera del aeropuerto como una cuesta más em -
pinada que cualquier montaña. Para estos pensadores tan sofisti cados, al igual que para
un bebé arrastrándose hacia un juguete que se encuentra fuera de su alcance, o un
niño pequeño resistiendo los minutos que fal tan para que su madre vuelva a casa, unos
cuantos metros o unos pocos minutos pueden reflejar la experie ncia emocional
percibida.
De hecho, antes de que un niño sepa contar, debe poseer este tipo de comprensión
emocional de la distancia y de la duración. Debe ser capaz de expresar, quizá con
gestos antes de que pueda hacerlo mediante pala bras, que un objeto se encuentra lejos
o que la hora de la merienda está a punto de llegar . Los números objetivan, finalmente,
el sentido (de la cantidad otorgándole unos parámetros lógicos, tal como Jimmy y Josh,
los niños de los que hable en la introducción, tradujeron en argumentos lógicos sus
sentimientos al relacionarse con personas autoritarias. Para un niño que carece del
sentido intuitivo de lo que son «pocos» (algunos de los que desearia) o ―muchos‖ (más
de lo que puede coger), al margen del grado de precisión con e l que pueda referir sus
nombres, los números puede que no tengan significado alguno y operaciones tales
como la suma o la resta quizá no describan las realidades de su mundo. En el trabajo
con niños con dificultades múltiples que, sin embargo, eran capaces de contar e incluso
calcular, observamos que los números y las operaciones carecían de significado para
ellos, hasta que creamos una experiencia emocional de cantidad, por ejemplo,
argumentando con ellos acerca de cuantas monedas, dulces o pasas deberían recibir.

El código dual
Cada percepción sensorial forma parte, así, de un código dual . La calificamos tanto
por sus características físicas (luminosa, grande, ruidosa, suave y otras parecidas) como
por las experiencias emocionales asociadas a ella (podem os percibirla como
tranquilizadora o enervante o puede hacernos sentir felices o tensos). Esta codificación
doble permite que el niño pueda referirse transversalmente a cada recuerdo o
experiencia en un ―fichero‖ mental de fenómenos y sentimientos y pueda reconstruirlos
en caso de necesidad. Archivado tanto en ―comer‖ como en ―sentirme cerca de mamá‖,
por ejemplo, cada comida se asocia, finalmente, con otras experiencias para crear una
descripción rica y detallada, pero inherentemente subjetiva, del mundo emocional y
sensorial del niño. Posteriormente, veremos como la organización emocional de la
experiencia orienta el acceso al ―fichero‖ y, al establecer significados y pertinencias,
sustenta el desarrollo del pensamiento lógico.
Pero ¿cómo puede un puñado de emociones organizar una provisión de información
tan inmensa como la que se aloja en el cerebro humano? Para afinar nuestro proceso
de selección, modulamos nuestras emociones con el fin de registrar una cantidad
prácticamente infinita de sutiles variaciones y combinaciones de tristeza, alegría,
curiosidad, rabia, miedo, celos, esperanza y remordimiento. Poseemos un ―medidor‖
extraordinariamente sensible con el que calibramos nuestras reacciones que, en cierta
medida, casi se apoderan de nosotros. Todo aquel que preste atención al estado
subjetivo de su cuerpo casi siempre percibirá, dentro de él, una tonalidad emocional, si
bien le puede parecer fugaz o difícil de describir. Uno puede sentirse tenso o relajado,
esperanzado o resignado, sereno o desmoralizado. Este tono emocional interno se
reconstruye constantemente a sí mismo en las incontables variaciones que empleamos
para clasificar y organizar, o almacenar y recobrar, y, lo más importante de todo,
otorga sentido a nuestra experiencia.
Nuestros cuerpos están involucrados en su totalidad. Nuestras emociones son
generadas y puestas en escena por medio de las expre siones y los gestos que llevamos
a cabo con los sistemas musculares voluntarios de nuestras caras, brazos y piernas:
sonrisas, fruncimiento del entrecejo, caídas, señales con la mano, entre otras. La
musculatura involuntaria de nuestros intestinos y de nuestros órganos internos también
desempeña un papel importante; nuestros corazones parecen golpear nuestro pecho, o
nuestros estómagos parecen registrar esa sensación de «mariposa» propia de los
estados de ansiedad. Los afectos tales corno el entusiasmo, el deleite y la ira están
controlados, básicamente, por el sistema voluntario. Otros, que incluyen el miedo, el
placer sexual, la añoranza y el duelo son, en gran medida, involuntarios. Algunas
respuestas, como el poderoso estado de alerta ante la lu cha o la huida, estimulado por
la adrenalina, nos afectan de una forma más global y pertenecen a aquellas partes del
sistema nervioso formadas en fases precoces de la evolución. Aquellas que conllevan
una reciprocidad social, las que transmiten reacciones y negocian el grado de
aceptación, rechazo, consentimiento o fastidio, entre otras, pertenecen a aquellas
partes del cerebro de evolución más reciente y dependen de las capacidades superiores
del córtex.

Emociones y juicio crítico: aprendiendo a discriminar y a generalizar


Esta explicación de cómo el afecto organiza la experiencia y, en últi ma instancia, el
pensamiento, resuelve uno de los enigmas que ha mistificado la psicología moderna:
¿cómo puede saber un niño cuándo hacer suya una conducta, habilidad, hecho o idea
aprendida en una situación y aplicarla en otra? ¿cómo, dicho en otras palabras, puede
saber cómo y cuando se puede generalizar? ¿Cómo puede discriminar entre diferentes
situaciones -en casa, en la iglesia, en el colegio, en casa de la abuela — y seleccionar
una conducta concreta – reír en voz alta, estarse quieto- para la situación apropiada?
¿Cómo, dicho en pocas palabras, aprende a percibir la pertinencia y el contexto?
De este hecho se han ocupado, especialmente, aquellos clínicos preo cupados por
ayudar a personas jóvenes con problemas de desarrollo a aplicar aquello que han
aprendido en una situación en otras situaciones en las que también resulta apropiado.
¿Cómo aprende un niño, por ejemplo, que debe poner freno a su conducta agresiva en
casa o en el colegio, tal como ha aprendido a hacer en la sesión terapéutica? ¿O, por
otro lado, que debería jugar con los niños que viven en s u mismo bloque de la misma
forma amigable en la que juega con su terapeuta? ¿O que puede correr en el patio pero
no en clase? los clínicos han intentado aplicar todo tipo de métodos -enseñar la
conducta deseada en diferentes contextos, igualar al máximo l os diferentes ambientes,
ayudar al niño a comprender el motivo de la nueva conducta - pero sólo con limitado
éxito.
La clave para resolver este enigma reside en el hecho de que la emo ción organiza la
experiencia y la conducta. Considere, por ejemplo, como aprende un niño cuándo debe
decir «Hola». Esta habilidad, aparentemente insignificante, se basa en el dominio de
señales complejas y sutiles. El pequeño debe aprender a usar el saludo únicamente con
aquellas personas para las cuales resulte apropiado. En señarle algún principio básico,
cono «Saluda a todo aquel que viva dentro de un radio de tres bloques alrededor de tu
casa», no tendrá éxito: no puede pararse para preguntarle a todo el mundo su
dirección. Tampoco resultará satisfactorio decirle «Saluda a todas las personas que
veas»: dedicaría una cálida sonrisa a un hipotético ladrón o secuestrador de niños.
Tampoco podemos fiarnos de «Saluda sólo a tus amigos y a los miembros de nuestra
familia»: existen muchas viejas amistades y parientes lejanos con los que nunca ha
coincidido antes. Incluso aunque fuera capaz de aprenderse, mecánicamente, una serie
de reglas, mientras decidiera si decir o no «Hola», la persona ya se habría marchado.
En su lugar, a través de múltiples encuentros a lo largo de sus pr imeros años de
vida, el niño resuelve el problema por sí mismo. A medida que transcurre su vida
cotidiana acabará deduciendo, finalmente, que de cir «Hola» conlleva determinada
emoción: el cariño que se expresa al ver a alguien, conocido suyo o de la familia. El
niño aprende que este sentimiento de cordialidad desencadena la unidad más elemental
del discurso social, una sonrisa v un saludo. Ha aprendido a través de la experiencia lo
que, de hecho, es un principio muy abstracto: «Di ―Hola" cuando sientas ami stad
respecto a alguien». Y es capaz de aplicarlo, adecuadamente, allí donde vaya. A la
gente desconocida no se la saluda con un «Hola», dado que uno no se siente amigo
suyo: no se ajustan al contexto emocional. Lo mismo ocurre con personas - también
parientes- que le hacen sentirse a uno molesto, precavido o incómodo. Estas personas
perciben, en su lugar, unos ojos alicaídos, una cara con expresión burlo na o miradas
inquisidoras por detrás de las piernas de papá o mamá. Pero, para el resto de su vida,
siempre que el niño se sienta a gusto en una situación desconocida para él, sabrá
reconocer el contexto emocional familiar y decir o comunicar algo parecido a «Hola».
Por lo tanto, un niño no discrimina mediante el aprendizaje cons ciente o
inconsciente de reglas o ejemplos, sino llevando su propio bagaje de señas emocionales
de una situación a otra. Cuando su «discriminómetro», compuesto por señales
emocionales procedentes del pasado, se confronta con nuevas circunstancias que
reproducen una sensación que le resulta familiar, el niño tenderá a mostrar la conducta
pertinente. En ausencia de este medidor de alta precisión, sin embargo, actuar de
forma correcta resulta sumamente difícil. Algunos niños sufren determinados problemas
en su desarrollo que bloquean las conexiones entre el pensamiento y el afecto. Cuando
uno de estos niños aprende, por ejemplo, a decir «Hola», probablemente habrá
adquirido esta habilidad de forma mecánica, saludando exclusivamente a la persona que
primero le enseñó o saludando, de forma indiscriminada, a todo el mundo, incluso a
extraños de aspecto amenazador.
La complejidad y sutileza de las interacciones humanas, obviamente, no nos permite
reflexionar, individualmente, sobre cada una de las situa ciones que se presentan, antes
de decidir qué hacer. La mayoría de las veces, sin embargo, simplemente sabemos, de
forma aparentemente intuitiva, qué hacer. Los afectos que trasladamos de una
situación a otra nos indican qué pensar, decir y hacer. Sitúan determinado
acontecimiento dentro del contexto emocional global de nuestras vidas. Somos, así,
capaces tanto de comprender (averiguar en qué situación nos encontramos: ¿amiga -
ble?, ¿formal?, ¿amenazadora?) como de discriminar (determinar qué tipo de acción se
ajusta a las necesidades: ¿un «Eh» indiferente?, ¿una reverencia refinada?, ¿una
retirada apresurada?). Si un niño descubre en su profesor, por ejemplo, la misma
firmeza moderada y el respeto afectuoso que percibe en su casa, entonces obrará de
acuerdo con la señal «Hablar de forma educada v obedecer». Si el profesor provocara
sentimientos de humillación o de sobreestimulación, entonces, probablemente, actuaría
de forma totalmente diferente.
Un cóctel constituye el típico marco adulto para este tipo de valora ciones rápidas de
las que estamos hablando. Si una persona desconocida, que intenta alcanzar el canapé
más próximo al suyo, parece cordial y simpática, entonces es probable que usted le
sonría e inicie un diálogo: ―¿Hacer calor para esta época del año, verdad?‖ ¿o acaso
parece que esté explorando el local, por encima de su hombro, en busca de un
interlocutor más atractivo? Usted se dará por aludido y limitará el contacto a un breve
gesto con la cabeza o diciendo algo parecido a: «perdón creo que voy a buscar algo
para beber». Realizamos todo esto en cuestión de microsegundos: demasiado rápido
para cualquier pensamiento lógico, no así para nuestro pensamiento emocional.
De ahí nuestra habilidad para discriminar y generalizar parte del he cho de que
llevamos dentro de nosotros, a medida que pasamos de una situación a la siguiente,
aquellas emociones que, de forma automática, nos dicen qué decir, hacer e incluso
pensar. Mucho antes de que un bebe pueda, realmente, hablar, incluso antes de que
alcance los dieciocho meses de edad, ya habrá desarrollado la capacidad de evaluar una
nueva área de conocimiento como amistosa o amenazadora, respetuosa o humillante,
estimulante o desmotivadora, para poder actuar, así, de acuerdo a las necesidades.
Antes de que disponga de palabras para describir su reacción o pueda, incluso, pensar
de forma consciente sobre este asunto, esta capaci dad de discriminar emocionalmente
comienza a operar como un «sexto sentido», permitiéndole negociar las diferentes
situaciones sociales.

De las emociones a la abst racción


No sólo de aprendizaje de cuando decir «Hola», imaginando las inten ciones de la
gente y aprendiendo a moverse en los cócteles, sino cualquier tipo de pensamiento o
resolución creativa de algún problema siguen una trayectoria emocional. Una persona
debe decidir, en primer lugar, cuál de las innumerables sensaciones físicas y
emocionales que constantemente nos bombardean, o cuál de las incontables ideas que
están almacenadas en nuestras mentes, es pertinente en cada una de las situaciones
que se presentan. La única forma en que una persona puede tomar esta decisión la
única manera de determinar qué ideas y características debe resaltar o ignorar - es
mediante una consulta a su propio fichero de experiencias fí sicas y emocionales. Las
emociones que lo organizan establecen categorías de las que seleccionamos, a partir de
los recuerdos y las intuiciones recopiladas, aquella información que atañe al tema
correspondiente. Diferentes personas enjuician de forma muy distinta la importancia de
algún detalle en particular, pero el proceso básico de selección es el mismo. Úni -
camente entonces, el individuo puede proceder a poner en marcha las po sibles
soluciones para, posteriormente, analizar las diferentes alternativas aplicando el
pensamiento lógico acorde a su etapa evolutiva.
Cualquier asunto, por sencillo que sea, requiere de la experiencia emocional para
producir una respuesta sensata. La pregunta, por ejem plo, <¿Qué has hecho hoy?»,
casi nunca tiene como finalidad obtener una fría descripción cronológica de las
actividades realizadas. De hecho, la enumeración detallada de cada uno de sus pasos
sería considerada, por los demás, como excesivamente concreta, por no decir grotesca.
Al repasar las actividades de ese día, usted más bien resalta, en primer luga r, los
acontecimientos más importantes, aquellos que marcaron la tonalidad del día, que le
otorgaron un lugar en la historia de su vida. El carácter es timulante, fastidioso o
decepcionante, depende de su capacidad para dar a los acontecimientos un signifi cado
emocional, así como del grado y la textura de este significado. También depende de con
quién esté hablando y qué aspectos desee resaltar. La respuesta, «Nada», no significa,
literalmente, que las horas han pasado en balde, sino más bien que no ha ocu rrido nada
de lo que usted considera realmente significativo.
El acto de pensar requiere, por lo tanto, dos componentes. Debemos disponer, al
menos parcialmente, de una estructura emocional que clasi fique y organice los
acontecimientos y las ideas incluso antes de hacer uso de palabras y signos que los
representen. Esta organización emocional nos permite, literalmente, «crear» ideas, cono
en el caso de Jimmy y Josh al hablar acerca de su experiencia con personas
autoritarias. En segundo lugar, requerimos un proceso de análisis, depuración o
elaboración que evalúe esos acontecimientos a la luz de nuestra capacidad para pensar
de forma lógica. A veces, una idea no tiene sentido alguno: no se ajusta a su
comprensión de los motivos lógicos y secuenciales. «E s mejor que me calle respecto a
eso», pensamos. Pero otras sí se ajustan porque pasan nuestra prueba de realidad y
lógica.
El acto de pensar en cualquier nivel por encima del más concreto implica la
capacidad de elaborar conceptos abstractos. La pregunta d e cómo se desarrolla esta
capacidad ha constituido, desde siempre, un reto para educadores, psicólogos y
especialistas en desarrollo infantil. Sabe mos cómo estimular la memoria y cómo enseñar
a contar. Pero ¿cómo se enseña a alguien a ser más abstracto, a progresar más allá de
las formas concretas de pensamiento? ¿Debemos confiar en la capacidad del niño para
aprender, por sí mismo, a pensar de forma abstracta? Si no es capaz, ¿debemos dar por
supuesto la existencia de una limitación inalte rable?
La consideración del intelecto basado en la emoción abre una nueva perspectiva en
el proceso del aprendizaje hacia la abstracción. Desde esta nueva panorámica, la
capacidad para elaborar abstracciones se considera, en este momento, como la que
funde varias experiencias emocionales en un concepto único e integrado. El concepto
abstracto representado por una palabra como <<amor», por ejemplo, comienza a
formarse no a partir de una definición de dic cionario sino, de forma completamente
literal, en el corazón. Un bebé empezará a conocerla en Forma de abrazos y besos y un
pezón fácilmente disponible. A lo largo de los siguientes años, aprenderá que también
tiene que ver con la admiración, la seguridad, el orgullo, el perdón, la ca pacidad de
recuperarse de un enfado y de conservar el sentido de la seguridad. El concepto se va
generalizando rápidamente para abarcar diferen tes aspectos del compañerismo, una
variedad de placeres y las exigencias de lealtad. El niño aprende que la decepción y la
discordia no acaban con él. En la adolescencia, se añade el deseo sexual, junto con los
celos, quizá, y la autoestima. En la edad adulta, el concepto se amplía más allá,
abarcando un cierto sentido del compromiso y la voluntad de trabajar esfor zadamente
para mantener una vida familiar. A medida que nuestra experiencia emocional y la
riqueza y el alcance de los afectos que sentimos continúan creciendo, también lo hace
nuestra comprensión del amor. Allá donde había, inicialmente, un sentido de bienestar
indiferenciado, éste se puede llegar a desplegar en un amplio espectro de amores:
fraternales, eróticos, filiales, maternales, altruísticos. Ello hace referencia a la devoción
de una pareja casada hace mucho tiempo, al carácter insepara ble de los compañeros de
filas, a la intimidad de los mejores amigos, al éxtasis de un amor apasionado, a la
intensidad de un recuerdo póstumo, al temor y la reverencia que un creyente siente
hacia Dios. El concepto de amor puede volverse, así, muy complejo y abstracto a
medida que incorporamos muchos anhelos en muchos contextos diferentes: cumplir con
nuestras responsabilidades, buscar nuestra felicidad, superar las pérdidas y las
decepciones, aceptar la vulnerabilidad y falibilidad de las demás personas. Para la
persona que piensa de forma concreta, amor significa abrazos, besos y felicidad. Para el
individuo que piensa de forma abstracta, la definición es mucho más compleja, una
formulación de múltiples niveles adquirida, poco a poco, a partir de las experiencias
vitales.
Conceptos tales como justicia y clemencia, aunque parezcan más abstractos todavía,
también se sustentan sobre unos cimientos emocio nales parecidos. ¿Cómo alcanzamos
la comprensión de lo que es honrado, lo que es justo, lo que constituye un castigo o
una pena adecuada? ¿Como medimos la culpa de una persona o cómo decidimos qué
tipo de castigo es el que merece? Una vez más, nos referimos a nociones que he mos
ido elaborando a través de determinadas experiencias emocionales.
Un niño puede pensar que justicia es devolverle el golpe a l niño que le ha pegado o
quitarle el juguete que ha cogido. Gracias a muchos años de peleas en el patio del
colegio y disputas en el parque infantil, la tenta ción de hacer trampas en los exámenes,
la promesa de proteger a un amigo que ha robado en una tienda o la exigencia de
venganza por una humillación, el niño desarrolla, finalmente, una imagen mucho más
compleja de lo que significa ser justo. Pero siempre, independientemente de los años
que viva y al margen de lo erudito que pueda volverse como filó sofo o como abogado,
este sentido permanece en la experiencia, sentida y vivida, de lo que es justo e injusto.
Nuestros tribunales pueden dictaminar sentencias minuciosamente argumentadas a lo
largo de infinitas páginas legitimadas mediante incontables a postillas y citaciones. Aun
así, como todo ser pensante, el juez selecciona, finalmente, aquellas conside raciones
pertinentes al caso: los principios que han prescrito, los dere chos o las
responsabilidades que sirven de contrapeso. ¿Prima la libertad individual por encima del
bienestar colectivo? ¿Vale más el peso de la tradición establecida que demandas de
nuevo cuño? ¿Alcanza el esclavo su libertad al entrar en un estado libre? ¿Pueden
diferentes medios ser iguales para diferentes tipos de personas? La resolución de
cuestiones tan complejas requiere la presencia de principios y de métodos de análi sis
abstractos que son, en el fondo, el producto de una experiencia emo cional. Únicamente
la abstracción de la experiencia vivida proporciona la base para poder razonar en este
nivel. Como vimos con el concepto de amor, una noción abstracta de justicia difiere de
una concreta por el hecho de que integra la esencia de experiencias dispares e incluso
contradictorias de lo que es una conducta legal en un conjunto de principios que
resistirán un análisis lógico.
El segundo aspecto del proceso de pensamiento es el análisis lógico de ideas y
conceptos que proceden de la vía emocional. Jimmy y Josh de sarrollaron sus ideas
acerca de las personas autoritarias y el hecho de la dominación a partir de su
experiencia emocional, pero las organizaron en grupos según su capacidad para
elaborar categorías lógicas (distinguiendo entre estilos buenos y malos de autoridad).
La capacidad para analizar las ideas de origen emocional y organizarlas de forma lógica
está relacionada con la maduración del cerebro y del sistema nervioso cen tral, pero
también con la acumulación de experiencias que ponen a prue ba y modulan este
potencial biológico.
Muchas de las experiencias que ayudan a configurar las capacidades lógicas son, al
menos en parte, de naturaleza emocional. Tal como discu tiremos de forma más
detallada, posteriormente, en este mismo capítulo, cuando analicemos algunas de las
limitaciones de la teoría de la inteligencia de Piag et, así como en el capítulo 5, el
sentido más precoz de la causalidad, la realidad y la lógica es de índole emocional.
Comienza con la primera toma de conciencia del niño acerca de que «Mi sonrisa hace
que mamá sonría» y sigue con el reconocimiento de que al levantar los brazos mamá lo
coge, o de que, cuando dice «Estoy furioso» mamá pone una mirada triste. Antes de
que el niño pueda comprender la diferencia entre realidad y fantasía, deberá
experimentar los electos que sus intenciones o deseos tienen sobre los demás. Es el
puente emocional entre su deseo, propósito o afecto y la respuesta de otra persona, lo
que constituye la base de la lógica y del razonamiento. Así, tanto el aspecto creativo y
generador del pensamiento como el aspecto lógico y analítico proceden, en parte, de la
experiencia emocional. Los empeños de máximo ni vel intelectual combinan el
pensamiento creativo y el analítico. Constituyen el producto de nuestro saber
acumulado y nuestro nivel de comprensión, basado en nuestra capacidad para realizar
abstracciones a partir de la experiencia emocional vivida.

CÓMO LAS EMOCIONES ORGANIZAN LA INFORMACIÓN

Cada vez que nos encontramos con una persona o situación descono cida, tanto si
ello ocurre de noche, en un callejón oscuro o en una recep ción, la estructura de las
categorías afectivas que hemos elaborado a par tir de la experiencia pasada sirve de
punto de referencia para percibir las resonancias sociales y emocionales y el significado
del acontecimiento. Nuestra capacidad para llevar a cabo estas discriminaciones nos
indica si decir «Hola» o no, si entablar una conversación o avanzar, si salir co rriendo al
instante y gritar a pleno pulmón en busca de la policía o exten der la mano y hacer un
comentario sobre la perspicacia de las normativas administrativas vigentes. Cada una
de estas acciones es apropiada y útil en algunas circunstancias e inapropiada, incluso
acaso desastrosa, en otras.
Al establecer semejantes discriminaciones, dependemos de estas ca tegorías
afectivas para funcionar, básicamente, como un órgano sensorial, tal como dependemos
de nuestros ojos para percibir la luz v de nuestros oídos para percibir sonidos. Son
nuestros ojos los que nos informan, en primer lugar, de que un peatón está situado
enfrente de nuestro coche en movimiento, y son nuestros oídos los que nos informan,
antes que nada, de que un trueno retumba en el cielo. Si realizamos una selección
entre las diferentes categorías codificadas emocionalmente en las que nuestras mentes
han ido almacenando nuestras experiencias previas, este sentido afectivo nos indicará,
mucho antes de que lo podamos analizar de forma consciente, que aquel individuo que
se nos esta aproximando en un callejón escasamente iluminado no pretende nada
bueno. Nuestras mentes reparan entonces, de forma inmediata, en toda aquella
información codificada de forma similar que puede hacer referencia a situaciones de
riesgo v a la manera en que supimos resolverlas con anterioridad.
Podemos tener un acceso tan rápido y fiable a nuestra experiencia al macenada
gracias a que nuestra capacidad afectiva organiza la información de manera
particularmente funcional y lógica. Pongamos por caso que nos encontramos en un
lugar desconocido y que detectamos la presencia de alguien. Casi de forma simultánea
al registro de esta imagen v formando parte del sentido que le otorgamos a lo que
vemos, se produce una reacción emocional inmediata que, a menudo, precede a una
reacción exclusivamente cognitiva. Antes de identificar a la persona, de calibrar si la
hemos conocido antes y dónde ha ocurrido eso, reaccionaremos ante su presencia con
amabilidad y empatía o con miedo y rechazo.
Las reacciones emocionales han sido consideradas, a menudo, secun darias respecto
a las percepciones cognitivas pero, de hecho, en muchas circunstancias pueden tener
un carácter primario. Sólo hace falta que re flexione sobre su experiencia cotidiana, en
la oficina o en casa, para darse cuenta de cómo su sistema emocional cumple la función
de Un «sensor» competente. La percepción que usted tiene de la amabilidad u
hostilidad, aceptación o rechazo, cariño o distanciamiento de las demás personas,
difícilmente constituye una deducción lógica que realiza según las fac ciones de su cara
o la tonalidad de su voz. Posteriormente, es posible que usted reflexione sobre estas
impresiones rápidas para averiguar si «tienen sentido». En una situación amenazadora
que requiere una decisión rápida, habitualmente nos fiamos de nuestros sensores
emocionales más que de nuestros procesos deductivos más lentos. Los ni ños que tienen
problemas a la hora de utilizar estos sensores emocionales también tienen, a menudo,
dificultades de comprensión. Los niños que se fían de la cogni ción y del pensamiento -
por ejemplo: «Humm, está cabizbaja v cada vez que la miro, gira su cara, así que quiza
no le caigo bien»- tardan tanto en formarse una opinión que se les escapan las
restantes señales que provienen de su entorno.
¿Qué significado tiene este tipo de reacción emocional ante la expe riencia respecto
de cómo almacenarnos, organizamos v recobramos la información? Si la información, tal
como estoy indicando, está codificada de forma dual, de acuerdo con sus características
afectivas y sensoriales, entonces disponemos en nuestra mente de una estructura o de
un sistema circular que nos permite retornarla sin demora. Imagínese una gran
biblioteca, con diferentes salas y pasillos para almacenar diferentes tipos de
información. ¿Se basa la calificación de estas áreas en nuestras impre siones sensoriales
de la información almacenada: forma, tamaño, color, olor o sonido? ¿O están las salas y
los pasillos calificados de acuerdo con las emociones que acompañaron la incorporación
de estas experiencias: placer, displacer, enojo, consuelo, gratitud? ¿O están
categorizados, acaso, según las características tanto físicas como afectivas, a modo de
una referencia transversal, por llamarlo de alguna forma? En este caso, ¿a qué opción
recurriríamos en primer lugar?.
Cuando intentan encontrar la solución a un problema, ¿evocan las personas todas
las posibles soluciones lógicas para seleccionar, entonces, la más adecuada? ¿O sienten,
antes que nada, un tono emocional en sus cuerpos, frecuentemente en alguna zona del
pecho o del abdomen, que aporta indicios sobre alguna estrategia pertinente que
permita manejar la situación de forma exitosa? En mi opinión, a menudo se trata de
esto último. Después de llegar a lo que podríamos llamar una respuesta intuiti va (a
saber, mediada emocionalmente), exponemos la estrategia que conlleva el análisis
lógico para ver si se ajusta al problema en cuestión. Dicho en otras palabras, las
primeras ideas que tenemos sobre cualquier tema en particular proceden de las
categorías afectivas que forman el armazón organizativo de nuestra mente. Sólo
entonces analizamos estas respuestas iniciales según nuestros criterios lógicos.
También categorizamos las ideas y la información con arreglo a las características
físicas registradas por nuestros sentidos. Pero éste es, a menudo, un proceso más
lento, más premeditado. Las personas que padecen una lesión cerebral orgánica debida
a tumores, apoplejía, ciertas sustancias tóxicas o algún tipo de psicosis, frecuentemente
retroceden y pierden la capacidad organizativa relacionada con los afectos. Ellos ope -
ran, entonces, de forma muy concreta, mecánica, basando su pensamiento en una o
dos impresiones sensoriales aisladas, sin capacidad al guna para evaluar el significado
real de una situación. Una persona que se encontrara en una de las circunstancias
mencionadas, podría realizar la siguiente deducción: «Eres malvado porque vistes de
negro, y el demonio viste de negro». Este tipo de respuestas entendidas, a menudo,
como un fracaso del pensamiento lógico pueden interpretarse, de forma mucho más
precisa, como un fallo en la organización emo cional del pensamiento.

Las directrices emocionales de nuestro pensamiento también nos pueden llevar por
mal camino en caso de estados extremos de ansiedad, depresión, miedo, rabia u otros
estados anímicos parecidos. En momentos como éstos, nuestras emociones nos
desbordan de tal forma que somos incapaces de afinar nuestras ideas. Nuestros
pensamientos se polarizan, se vuelven rígidos, inamovibles, mientras creencias infle -
xibles dominan nuestra mente. Un hombre convencido, por ejemplo, de ser una persona
desgraciada, o de que todo el mundo le odia, o de que no hay esperanza alguna en su
vida, interpreta la información nueva a través de las lentes oscurecidas por su estado
emocional límite, antes de acogerse a cualquiera de las diferentes perspectivas qu e
puede aportar una gama sensible de afectos. «Este hombre, al que me acabo de
encontrar, sólo fue agradable conmigo porque se ha dado cuenta de que soy un infeliz
y se quiere burlar de mí.» Estos estados extremos, o trastornos del procesamiento, que
distorsionan o interfieren en la capacidad reguladora de los sentimientos, pueden
dificultar, así, seriamente, el proceso de aprendizaje. Tenemos, sin embargo, la
capacidad de codificar, almacenar y organizar, a la vez que de recuperar eficazmente,
gran cantidad de información en virtud de su significado emo cional para nosotros y de
analizarla racionalmente para dar sentido a nuestras vidas.

LENGUAJE Y EMOCIÓN

Estas observaciones relativas a la naturaleza emocional de la inteli gencia, nos


obligan a reexaminar nuestras teorías sobre el intelecto huma no. Los filósofos han
defendido, durante siglos, que el intelecto y la emo ción representan dos partes
diferenciadas de la mente, constituyendo la lógica, la razón y la objetividad, un
apartado, y la pasión, el sentimiento y la subjetividad, otro diferente. Esta visión
polarizada de la mente no es una reliquia del pasado. Dos de las teorías modernas más
influyentes acerca de las capacidades mentales específicamente humanas, como son el
lenguaje y la cognición, han adoptado esta dicotomía básica. Tanto Noam Chomsky, que
elaboró un modelo referido a la adquisición de la estruc tura gramatical del lenguaje,
como Jean Piaget, que describió las diferentes etapas que atraviesan los niños al
aprender a pensar, abordan la aparición de las habilidades cognitivas al margen del
desarrollo emocional.
Nuestras observaciones practicadas con niños sugieren que incluso aquellas
capacidades consideradas habitualmente innatas, como la cap acidad de aprender un
lenguaje, por ejemplo, requieren una base emocional para adquirir una función e
intencionalidad. A no ser que un niño tenga la capacidad de comunicarse social y
emocionalmente de forma recíproca su habilidad para hacer uso del lenguaje (al igual
que sus patrones cognitivos y sociales) se desarrolla muchas veces mal, de modo
fragmentario. Las palabras carecen de significado, se confunden los pronombres, y los
fragmentos aprendidos mecánicamente, como la repetición de frases ilógicas, dominan
su discurso. Sus intereses sociales permanecen centrados en su propio cuerpo o en
objetos inanimados.
Para ilustrar por qué las emociones son tan importantes en el desarrollo del
lenguaje, incluso cuando la capacidad para asimilar las estructuras gramaticales es
innata, centrémonos en el modo en que los niños aprenden a usar los verbos y a
conectarlos con los sustantivos. He observado, en mi practica clínica, que el niño debe,
en primer lugar, asociar un sentido proposicional o de intencionalidad emocional a su
conducta, incluyendo las expresiones y los gestos, antes de aprender a enlazar las
palabras de forma correcta. Los niños autistas, por ejemplo, casi nunca se dirigen a
otras personas para expresar deseos o propósitos. Durante la fase inicial de nuestro
trabajo con ellos no pedirán, por ejemplo, zumo, ni realizarán gestos con esta finalidad.
Sin este propósito emocional, incluso aquellos niños que disponen de muchas palabras y
frases, no las saben emplear de forma gramaticalmente correcta. Es posible que repitan
frases carentes de sentido escuchadas en un show televisivo o que pronuncien
palabras seleccionadas, aparentemente, al azar. A medida que les vamos ayudando a
implicar se en interacciones y gesticulaciones afectivas y con un fin propio, ocurren dos
cosas. En primer lugar, su conducta se vuelve intencional. Agarran a mamá y la
conducen hasta la puerta para que la abra. Seña lan aquello que desean. Parecen
enfadados, contentos o ansiosos, y emplean estas expresiones faciales para comunicar
una finalidad o un deseo. En segundo lugar, las palabras que ya formaban parte de su
vocabulario y aquellas de adquisición más reciente, también son empleadas,
progresivamente, de forma intencional. Verbalizaciones tan inconexas como «coche» o
«globo» acaban siendo «Quiero coche» o «Dame globo» y, fin almente, «Quiero el
coche» o «Dame el globo». Verbos, sustantivos y pronombres se aplican de forma
correcta. A medida que pasa el tiempo, las expresiones referidas al pasado, presente y
futuro y otras complejidades gramaticales, también adoptan un perfil m ás adecuado.
Al igual que los niños autistas, los niños que han padecido una im portante
deprivación emocional también pueden carecer de habilidades lingüísticas. Cuando se
les estimula para que desarrollen relaciones emocionales, suelen atravesar las etap as
previamente descritas aprendiendo, en primer lugar, la conducta intencional y,
posteriormente, el lenguaje gramaticalmente correcto. Muchas veces, sin embargo, son
capaces de adquirir el lenguaje con mayor rapidez que los nulos autistas, dado que
carecen de los problemas de procesamiento de origen biológico de estos últimos.
La gramática alinea los diferentes componentes de la lengua de for ma estructurada
para transmitir un significado. En su nivel más elemen tal, implica la organización y los
objetos de un propósito (dados a entender mediante verbos y sustantivos). Dado que la
toma de conciencia de un deseo o de un objetivo es, antes que nada, una experiencia
afectiva, ésta resulta imprescindible para realizar el ordenamiento gramatical antes
mencionado. El desarrollo de las adquisiciones gramaticales es, así, parecido al de las
demás funciones mentales. Las estructuras neurológi cas deben madurar, en primer
lugar, para que el potencial pueda existir. Posteriormente, sin embargo, las experiencias
de interacción emocional parecen tener un carácter decisivo para que este potencial se
exprese en su plenitud.
Según nuestra teoría, sólo un aspecto del proceso de adquisición gra matical es
innato, y este componente parece depender de las características general es del entorno
para poderse desarrollar de forma correcta. El otro componente esta basado en la
experiencia emocional y, en ausencia de estas experiencias, el lenguaje no se
desarrollará de forma adecuada. El potencial teórico de un niño para hacer uso del
lenguaje podrá expresar la petición de un vaso de agua o de un soneto amoroso
únicamente si establece vínculos emocionales con otra as personas v se implica con
ellas en un diálogo interactivo carente de palabras.
Quizá Chomsky y otros lingüistas no han tenido en cuenta la importancia de las
experiencias emocionales como base del desarrollo del lenguaje gramatical porque
resulta demasiado fácil darlas por supuesto: una inmensa mayoría de familias, después
de todo, aportan estas experiencias de forma rutinaria mediante interacciones de dar –
y- tomar, en el juego, a la hora ele educar y en innumerables negociaciones. Sólo nos
damos cuenta de la importancia crucial de dichas experiencias en su ausen cia. La
habitual disponibilidad de las mismas no debería eclipsar su papel central en la
adquisición del lenguaje y de otras facultades mentales. El carácter indispensable de las
experiencias, disponibles habitualmente y, por lo tanto, fácilmente ignoradas, a la hora
de dirigir el desarrollo de las estructuras cerebrales, también ha sido demostrado en
diversos estudios neurológicos.

LA PIEZA QUE FALTABA EN LA TEORÍA


DE LA COGNICION DE PIAGET

El análisis de la relación entre el afecto y la inteligencia nos permite revisar nuestra


comprensión del hecho cognitivo. Piaget, y muchos de sus discípulos que han
perfeccionado significativamente sus ideas, propusieron una teoría plausible acerca de
las diferentes etapas evolutivas de la inteligencia humana que mantenía inalterado el
viejo cisma entre emoción y cognición. Piaget y la mayoría de los teóricos de la
cognición más prestigiosos estudiaron los procesos del conocimiento siguiendo la tra -
dición filosófica de Kant. Si bien sus observaciones constituyeron un avance
considerable respecto de los métodos simplemente desc riptivos de los hitos motores,
lingüísticos o cognitivos que los niños asimilan en diferentes edades, su modelo
continuaba siendo, sin embargo, limitado en la medida en que no integraba plenamente
el papel que juega la afectividad en este proceso. Para una descripción detallada de
este punto y de la teoría piagetiana sobre el papel de los afectos en la cognición y
sobre cómo se pueden encajar sus ideas en una perspectiva evolutiva integrada,
consúltese mi libro Intelligence and adaptation.
Piaget entendía la evolución de las estructuras cognitivas básicamen te a partir de la
interacción del niño con el mundo exterior. Aunque creía que el afecto y la inteligencia,
desarrollándose, según su criterio, de for ma paralela, se interrelacionaban e influían
uno en el otro, declaró que el afecto no era el «causante de la progresiva
estructuralización que caracteriza el desarrollo cognitivo», afirmando, por ejemplo, que
la «afectividad puede considerarse la fuerza energética de la conducta, mientras que su
estructura es la que define las funciones cognitivas‖.
Piaget y sus seguidores revelaron el desarrollo de aspectos significa tivos de la
inteligencia al estudiar cómo un niño actúa sobre su entorno físico para elaborar
conceptos. Con un famoso experimento en el que un niño aprende a tirar de la cuerda
para hacer sonar una campana, Piaget indicó, con toda precisión, el comienzo de la
capacidad del niño para apreciar la causalidad en la etapa sensorio motriz de su
desarrollo. El bebé es capaz, sin embargo, muchos mese s antes, de poder tirar de la
cuerda: de apelar a los sentimientos internos de su madre mediante su sonrisa y, de
ese modo, obtener un abrazo, un beso o una sonrisa en res puesta.
Los experimentos de Piaget se centraron en la manera en que los niños asimilan la
relación entre los objetos físicos, desarrollando la capacidad de clasificarlos con la
ayuda de parámetros tales como la forma o el tamaño.
La mayoría de los niños, sin embargo, son capaces de clasificar sus emociones y las
relaciones emocionalmente relevantes mucho antes que los objetos físicos. Así, por
ejemplo, diferencian a los miembros de sus familias de quienes no lo son, clasificando
la familia como una unidad. Algunas de las observaciones realizadas por Piaget están
condicionadas por su acusada dependencia del rendimiento perceptivo-motor de los ni-
ños para comunicar sus avances cognitivos, a pesar de que las habilidades motrices
vayan, a menudo, rezagadas respecto de otras funciones.
Más importante resulta, sin embargo, la relativa falta de int erés que Piaget sentía
por el papel de las emociones. Resaltó la importancia de la acción en el proceso de
aprendizaje, pero no se dio cuenta de que el acto de «hacer» genera reacciones
emocionales formativas, a la vez que perceptivas, motrices y cognitivas. Reparemos por
un momento en el modo en que un niño aprende lo que es una manzana. Puede dejar
que manipule la manzana y que determine que es algo rojo y redondo, más grande que
un cacahuete y más pequeño que una sandía. El niño puede, por otro lado, o bservar los
aspectos antes mencionados, experimentar la satisfacción de comer una manzana
cuando está hambriento, siempre mayor que cuando está saciado, y descubrir el placer
de darle una manzana a su profesora favorita.
También se puede imaginar la forma en que se siente la profesora cuando le
entrega la manzana. Puede evaluar cómo se siente él mismo cuando lanza una manzana
hacia su hermano más pequeño y le da en la espalda, a la vez que su disgusto cuando
observa una manzana podrida o detecta un gusano en su interior. Si se le pide a
cualquier adulto creativo que escriba una redacción sobre manzanas, probablemente
añada gran cantidad de experiencias afectivas y personales a sus reflexiones.
Piaget hizo hincapié en cómo el pensamiento del niño llega a in corporar las más
diversas perspectivas a medida que se va haciendo mayor. Uno de los más clásicos
experimentos piagetianos muestra cómo niños en edad escolar aprenden a resolver un
problema referente a pesos en un columpio. Valorando la importancia de los pesos y
reparando en su ubicación, son capaces de entender el funcionamiento de un columpio.
Lo que Piaget no apreció fue que las supuestas perspectivas de los niños ha bían
incorporado las casi infinitas percepciones adicionales, proporcionadas por las
experiencias afectivas. Al no considerar este factor, se equivoca en sus consideraciones
respecto del extenso abanico de experiencias que contribuye a la formación de los
conceptos abstractos.
Tal como vimos con anterioridad, aquellos niños privados de det erminado tipo de
experiencias tienden a concebir un concepto, como el de autoridad, únicamente de
acuerdo aun número limitado de criterios, como por ejemplo la identificación de los
padres, maestros, etcétera, como personas que ejercen un papel autoritario . Cuando les
pedimos a estos niños que nos cuenten más detalles sobre personas dominantes,
algunos de ellos descubren otra faceta; por ejemplo: «Gritan mucho». Algunos van
incluso más allá: «Gritan mucho v siempre piensan que tienen la razón». Los niños q ue
no tienen estas dificultades, cuyas respuestas son más creativas y abstractas, son
capaces de añadir otras muchas facetas, emocionalmente relevantes, a su concepto de
persona autoritaria y de autoridad. Las personas dominantes incluyen a aquellas que te
humillan, te asustan, te regañan, te controlan, te manipulan, etcétera. EL resultado es,
a menudo, un concepto que abarca una amplia gama de sutiles características propias
de las personas autoritarias.
Al observar como los niños creativos y los adultos m anejan los conceptos
abstractos, descubrimos que los elaboran a partir de una gran variedad de experiencias
emocionales. Si ceñimos nuestra idea de autoridad, manzana, amor o justicia a unas
pocas características conocidas desde el punto de vista cognitivo , impediremos
seriamente la adquisición de una riqueza conceptual que hubiéramos obtenido al valorar
la autoridad, las manzanas, el amor y la justicia en el contexto de la amplia gama de
experiencias afectivas que les son propias.
Ciertos modelos matemáticos y científicos toman en consideración sólo un número
limitado de variables. En los sistemas matemáticos relativamente cerrados, se pueden
usar sólo unos pocos parámetros para describir un objeto. Para determinar el área de
un rectángulo, únicamente tenerlos que considerar su longitud v su anchura. Tal como
señaló Piaget, cuando un niño es capaz de incorporar ambas dimensiones del
rectángulo en su manera de pensar, y no solo el concepto de longitud, ha realizado un
considerable avance en su capacidad cognitiva.
No obstante, incluso para asimilar estas variables, se requiere una experiencia
emocional anterior. Para comprender las dimensiones de un rectángulo, un niño debe
tener un «sentido» de la cantidad elaborado a partir de incontables experiencias previa s
de haber tenido ―mas‖ o «menos» de algo «demasiado pequeño» o «demasiado
grande». Los niños que no han adquirido este sentido cuantitativo muestran grandes
dificultades en el aprendizaje de las matemáticas. Las fórmulas que no tienen puntos de
referencia significativos arraigados en la experiencia se aprenden únicamente de forma
mecánica, y no pueden extrapolarse fácilmente de una situación a la otra. Cuanto más
complejo es el fenómeno que investigamos, desde la formación de las estrellas hasta
los componentes celulares, tanto más necesitamos de los fundamentos establecidos por
nuestras experiencias emocionales previas. La mayoría de los conceptos no forman
parte de sistemas delimitados. Las palabras que empleamos para expresar nuestras
ideas tienen, muy a menudo, diversos y sutiles significados enriquecidos por la
experiencia. Continuamente estamos abstrayendo más experiencias, alimentando, así,
nuestras definiciones en evolución. Términos aparentemente sencillos a menudo sólo
pueden comprenderse fehacientemente en el contexto de una experiencia afectiva en
desarrollo. La palabra «correr», por ejemplo, tiene una de las defi niciones más extensas
del diccionario.
La capacidad de asumir la causalidad simbólicamente, tan esencial para la mayoría
de las aptitudes cognitivas, tiene su origen en la expe riencia afectiva de cada persona.
Tal como lo describimos anteriormente, para ir desarrollando un sentido de causalidad
un niño tiene que sentir, en primer lugar, su propio afecto en forma de necesidad,
sentimiento o deseo para, posteriormente, relacionar este propósito afectivo con una
consecuencia que reside fuera de su definición de quien es como perso na. Si, cuando se
siente inseguro, alza sus manos, mira afligido a su ma dre y se ve acogido por los brazos
de ésta, que lo levantan y lo abrazan, entonces está experimentando este tipo de
causalidad afectiva.
Los afectos nos permiten identificar los fenómenos y los objetos, a la vez que
comprender su función y su significado. Con el paso del tiempo, nos ayudan a elaborar
nociones abstractas de las interrelaciones. Aquellos aspectos operativo-formales del
conocimiento desarrollados por Piaget constituyen un armazón teórico alrededor del
cual podemos articular la comprensión de un proceso más complejo y más creati vo. La
dicotomía entre el desarrollo emocional y el cognitivo carece de sentido cuando
observarnos como piensan realmente los bebes y los niños pequeños, así como los
niños mayores y los adultos. La afectividad, la con ducta y el pensamiento deben
entenderse como componentes inextricables de la inteligencia. Para que la acción y el
pensamiento tengan sentido, deben ser guiados por la finalidad o el deseo (a saber, el
afecto). Sin afecto, ni la conducta ni los símbolos tienen sentido alguno.
Nuestras observaciones clínicas de niños que evolucionan con nor malidad y de
aquellos que desarrollan patrones autísticos, parecen indicar que la primera mitad del
segundo año de vida podría ser la época en la que estos importantes aspectos de la
afectividad, la cognición y el lenguaje coinciden plenamente. Esta nueva unidad
posibilita un pensamiento y una comunicación mucho más complejos. Esta es la época,
por ejemplo, en la que podemos observar cómo un niño agarra la mano de su pa dre y
camina con él para que le abra la puerta que conduce al dormitorio de mamá, a la
nevera o al baúl de los juguetes, dependiendo de cuál sea, en ese momento, el objeto
de su deseo.
En nuestra revisión de más de doscientos niños, la inmensa mayoría de niños
diagnosticados, posteriormente, como autistas, no alcanzaron esta relación entre afecto
y conducta, a pesar de que muchos de ellos fuera n capaces de usar palabras para
calificar objetos, contar o cantar canciones.
Por el contrario, prácticamente todos los niños no autísticos que pudimos observar
comenzaron, en esta época, a usar el afecto para otorgar un significado a la conducta y
a las palabras. Tal como examinaremos más adelante, cuando analicemos el desarrollo
mental, la relación afecto-conducta-lenguaje puede influir, en parte, en la relación de
las diferentes áreas cerebrales referentes al afecto, la planificación motriz y la forma -
ción de símbolos, incluyendo características propias de los hemisferios derecho e
izquierdo. Estos caminos que comunican el afecto con la se cuencia de conductas y la
elaboración de símbolos pueden constituir un déficit primario en el autismo y un paso
decisivo en el desarrollo de la inteligencia humana.

UNA ME NTE G E NUINAME NTE HUMANA

Junto con las nuevas teorías sobre la adquisición del lenguaje y el de sarrollo
cognitivo, así como sobre el tratamiento de los trastornos autís ticos, el concepto de la
experiencia emocional como base de la inteligencia permite una mejor comprensión de
la naturaleza y de las relaciones del ser humano. Si bien esta teoría contradice la visión
predominante del ser humano como compendio de rasgos y habilidades básicamente
racionales, por un lado, y emociones, por el otro --una visión que ha impregnado
nuestra cultura y nuestras instituciones sociales — también abre las puertas a nuevos
caminos en el manejo de circunstancias tales como la atención a la infancia, la
educación, la resolución de conflictos, la desintegración familiar y la violencia. En la
segunda parte de este libro analizaremos estos asuntos con más detalle.
El trabajo de los científicos informáticos que intentan sintetizar la inteligencia
ilustra, de forma especialmente precisa, las limitaciones de una teoría que separa la
cognición de la emoción. Sin lugar a dudas, los investigadores que han intentado copiar
el pensamiento humano han tenido, también, muchos éxitos y han planteado
interrogantes de gran interés. Han empleado, por ejemplo, ordenadores para traducir
imágenes de vídeo en estímulos táctiles que, aplicados a la espalda de una persona
ciega, le permiten a ésta identificar objetos. Han defendido la existencia de diferentes
tipos de percepción y de diferentes variantes del conoci miento.
Han diseñado circuitos cerrados neuronales, equipados con vías de
retroalimentación, imitando al cerebro. Pero aun dispon iendo de ordenadores
programados para superar, con creces, a los seres humanos en su capacidad de cálculo y
otras tareas mecanizadas, no han tenido éxito en la construcción de computadoras
capaces de alcanzar las percepciones complejas y los juicios inteligentes que los seres
humanos, incluso los niños pequeños, realizan sin apenas esfuerzo.
Aquellos que defienden como finalidad última del ordenador la de competir con la
mente humana proclaman que sólo su insuficiente capa cidad explica el fracaso de la
tecnología para reproducir la inteligencia humana hasta el momento presente. Pero no
suelen tener en cuenta la limitación más importante de la inteligencia artificial: la
incapacidad del ordenador para experimentar la emoción y hacer uso de la misma para
organizar y dar un significado a la sensación, que permanece como sim ple input de
datos informativos. Independientemente del grado de sofis ticación que pueda alcanzar
la tecnología, parece poco probable que una máquina pueda adquirir, alguna vez, el
software emocional del que dispone un niño pequeño. Incluso un perrito doméstico, al
margen de que su sistema nervioso sea, en algunos aspectos, bastante diferente del
nuestro, puede responder de una forma más «humana» que el ordenador más
brillantemente diseñado, debido a que puede sentir afecto y, dentro de los límites de su
capacidad, puede aprender a partir de lo que siente. Probablemente, ningún ordenador
disponga nunca de algo parecido al «sistema operativo» humano compuesto por
sentimientos y de reacciones que le permitirían «pensar» como una persona. El
elemento básico del pensamiento —el verdadero corazón de la creatividad que
constituye el epicentro de la vida humana — requiere de la experiencia vivida, sensa ción
filtrada por una estructura emocional que nos permite comprender tanto lo que nos
llega a través de nuestros sentidos, y lo que sentimos y pensamos acerca de ello, como
lo que podríamos hacer con ello.
La comprensión de este hecho nos obliga a reconsiderar nuestras prioridades
sociales. Si nuestra sociedad decidiera apreciar realmente el significado de los
vínculos emocionales de los niños a lo largo de los primero s años de vida, no
toleraría que los niños crecieran, o que los padres tengan que luchar, en
circunstancias que posiblemente no favorecen un crecimiento sano. La superación de
nuestros actuales retos en política social requiere descartar aquellas teorías, ya
superadas, que dividen la mente en diferentes segmentos y que consideran que la
emoción y el intelecto son entidades diferentes, incluso contradictorias. Estas
distinciones anticuadas nos han llevado, durante demasiado tiempo, a ignorar la
necesidad que cada niño tiene de disfrutar, en sus primeros años, de un marco
estable y afectuoso, ese entorno único que aquellas familias nu cleares y extensas
que f un c io na n bien parecen ser capaces de crear a la medida de cada niño. La s
capacidades mentales básicas que se desarrollan en la intimida d que arropa al niño
en su primer hogar son, posterior mente, mantenidas, reforzadas y plenamente
desarrolladas mediante intercambios emocionales, igualmente comprometedores, que
se van repitiendo, en el mejor de los casos, en otros lugares y con otras personas a
lo largo de todas las etapas evolutivas. Co m o veremos en los próximos capítulos, la
emoción no sólo configura la inteligencia humana, sino también las defensas
psicológicas y las estrategias de superación de cada in dividuo, es decir, toda la
estructura de la personalidad.
No podemos permitirnos por más tiempo ignorar los orígenes emo cionales de la
inteligencia. Las teorías sobre, digamos, inteligencia cogni tiva versus inteligencia
emocional, si bien han sido útiles en la medida que han puesto el énfasis en la
importancia del hecho emocional, desgra ciadamente nos han transmitido un
concepto de la naturaleza humana que separa dos de nuestras capacidades más
relevantes. Los orígenes comunes de la inteligencia y de las emociones exigen una
teoría de la inteligencia que integre aquellos procesos mentales tradicionalmente
descritos como cognitivos y las características descritas como emocionales,
incluyendo el sentido del sí mismo o el ego, el conocimiento de la realidad, la
conciencia v la capacidad de reflexionar, entre otras. Las facultades mentales más
importantes están enraizadas en las experiencias e mocionales de las etapas más
precoces de la vida, antes, incluso, de tener la primera noción, consciente o
inconsciente, de los símbolos.
Freud, más que ningún otro investigador, centró la atención del pensamiento
occidental en las emociones como agentes m otivadores de la conducta. Cualquier
intento de comprender los orígenes de nuestras ha habilidades mentales más
notorias debe partir, por lo tanto, de sus conceptos revolucionarios. En los tres
siguientes capítulos veremos, no obstan te, que las observaciones realizadas en
bebés y en niños pequeños mientras aprendían a expresar emociones por medio de
anhelos y deseos, a la vez que a desarrollar pensamientos conscientes e
inconscientes, indican que las emociones contribuyen a la formación de la mente y
del intelecto mucho antes de lo que pensaba Freud, algunos de sus discípulos u
otras escuelas de psicología profunda.
Capítulo 2

Los fundamentos más arraigados:


seguridad y compromiso

Hasta que irrumpió la figura de Freud, se pensaba que la razón desempeñab a un


papel central como motor primordial de la conducta humana. Dándole la vuelta a
esta idea, Freud y sus discípulos elaboraron el revolucionario criterio de que todo el
mundo abriga pensamientos y deseos irracionales inconscientes y, lo que es más
terrorífico todavía, que hay impulsos no reconocidos subyacentes a las acciones
incluso de las personas aparentemente más racionales. En lugar de profundizar en
los orígenes de la razón, que había fascinado a anteriores investigadores, Freud
descubrió, para profundo disgusto de sus coetáneos, los miasmas de los deseos no
verbalizados. Ni los partidarios de la racio nalidad, ni los defensores de la
subjetividad consideraron, sin embargo, que ambos pudieran compartir un origen
común y estar vinculados en tre sí.
A pesar de una enorme resistencia, incluso los mas escépticos reco nocieron,
finalmente, que los deseos irracionales, aparentemente incom prensibles, surgían a
la luz del análisis freudiano como un producto sen cillo y predecible de la mente
inconsciente. Freud trazó un mapa de la anatomía de esta entidad invisible,
poniendo al descubierto unos mecanismos complejos, si bien comprensibles, de
deseo y control. A lo largo de cuatro generaciones, la teoría freudiana ha
evolucionado con el paso del tiempo y los nuevos conocimientos. Para millones de
personas, la idea central y liberadora de Freud ha seguido ofreciendo una
explicación profundamente satisfactoria de por qué las personas actúan de la forma
en que lo hacen.
Al explicar el desarrollo de la mente incons ciente, Freud hacía referencia al niño
que puede tanto expresar sus anhelos y deseos como representarlos de forma
inconsciente. Pero lo que nunca hizo fue explicar cómo el niño desarrolla estas
habilidades tan cruciales, como un recién nacido pone orden en la amalgama
incoherente de sus propias sensaciones, cómo organiza su experiencia, interna y
externa, en algo tan complejo, comprensible e inequívoco como es un deseo de
aspiración. Ocupado en elaborar el primer bosquejo analítico del inconsciente
simbólico y su papel dinámico en la vida adulta, dejó que fueran las siguientes
generaciones las que investigaran los procesos que dan lugar al pensamiento
consciente e inconsciente.
Freud destacó, reiteradamente, la importancia del desarrollo precoz, esperando
que fuera la ciencia la que descubriera, algún día, las bases, probablemente
biológicas, de muchas de sus observaciones clínicas.
Debido a su extenso trabajo con adultos, no presenció de forma sistemática y
directa el crecimiento de un número lo suficientem ente significativo de bebés. No
tuvo, por lo tanto, la oportunidad de observar cómo las interacciones emocionales
más tempranas proporcionan el origen común de la inteligencia y de los deseos.
Por nuestros estudios realizados con bebés y niños sabemos, act ualmente, que
los orígenes, tanto del pensamiento como de la emoción, se encuentran en un nivel
mucho más profundo de lo que imaginaba Freud, y que determinan toda la
superestructura del intelecto y de la personali dad construida sobre ellos. La
comprensión de estos orígenes, creo, puede ayudar a resolver algunos de los
enigmas psicológicos que confunden a los investigadores y, también, muchos de los
problemas personales y sociales que acosan a la sociedad.
En esta nueva teoría, los niveles más profundos del desarrollo de la mente están
formados por las sensaciones y, también, por sus primos hermanos, los afectos v las
emociones, como resultado de las emociones más tempranas. Estos afectos precoces
surgen a lo largo de un determinado número de fases caracterizadas, cada una de
ellas, por sus propios objetivos.

LOS NIVELES EVOLUTIVOS DE LA MENTE

Para que el bebé recién nacido, desbordado por una marea incontrolable de
estímulos sensoriales rudimentarios, pueda convertirse en un niño capaz, de
transformar sus sentimientos v sus experiencias en deseos y pensamientos, sea de
forma consciente o inconsciente, evidentemente requiere un aprendizaje intenso en
las primeras etapas de su vida. Este proceso consiste en seis etapas específicas que,
en su conjunto, preparan al bebé para traducir la información no elaborada de sus
sentidos y de sus sentimientos internos en imágenes que representan a ambos ante
él y ante los demás. El dominio de las materias de aprendizaje de cada una de estas
etapas forma la estructura mental v constituye, finalmente, la base para el
pensamiento simbólico consciente e inconsciente.
Las conceptualizaciones clásicas de la mente, en términos de diferentes tipos de
intereses psicosexuales y psicosociales (como los describen Freud y Erikson ), las
diferentes etapas de la cognición (descritas por Piaget v sus discípulos) y las
hipotéticas estructuras innatas subyacentes al lenguaje (descritas por Chomsky y
otros lingüistas), pueden concebirse como sobreañadidas a estos procesos más
elementales. Así, por ejemplo, cuando un niño no supera el nivel que denominamos
comunicación intencional en doble sentido —lo que suele ocurrir, habitualmente,
hacia los ocho meses de edad — sus patrones lingüísticos, cognitivos, psicosexuales
v sociales, se desarrollarán, a la larga, de forma idiosincrásica, incoherente y
desorganizada. Las palabras, en caso de que el niño hable, carecen de sentido, son
poco claras y no persiguen finalidad alguna. Se confunden los pronombres.
Predomina el aprendizaje mecanizado como, por ejemplo, canciones repetidas hasta
la saciedad sin saber por qué. Las interacciones emocionales y sociales permanecen
desvinculadas entre sí y centradas en el propio cuerpo del niño o en objetos
inanimados.
Los diferentes niveles mentales descritos en los si guientes tres capítulos podrían
considerarse como los componentes estructurales mas profundos de la mente sobre
los que recae todo el desarrollo posterior, al igual que los pilares y las vigas de la
base de un rascacielos permiten rozar las nubes a los pisos más altos. Requieren
tanto de la naturaleza como de la educación para poderse desarrollar
correctamente. Aquellas capacidades consideradas propias de la naturaleza humana
- incluso las hipotéticamente innatas o biológicas, cono el lenguaje - deben estar
ancladas en estos niveles más profundos para adquirir una función . Sin esta
estructura, la mente no puede funcionar de forma coherente sino, exclusivamente,
de modo fragmentario y confuso. Con estos niveles evolutivos firmemente anclados
en su sitio, la mente puede, entonces, operar con intencionalidad y de acuerdo con
unos propósitos en busca de soluciones creativas para los problemas, asimilando las
interacciones complejas de forma intuitiva y empática y permitiendo que surja la
acogedora intimidad que hace que la vida relacional y familiar sea no sólo posible,
sino también placentera.
Esta interpretación de los niveles mentales más primarios proviene de nuestros
estudios con diferentes grupos de bebés y niños, no sólo de aquellos con patrones
fisiológicos y familiares relativamente sanos, sino también de los que padecen
graves problemas biológicos o ambientales.
En este estudio y en nuestro intenso trabajo clínico con muchos bebés, niños
pequeños y adultos, hemos observado que los bebés que no tienen un ambiente
familiar problemático ni trastorno físico alguno, ha bitualmente progresan, sin
cortapisas, a lo largo de estas diferentes etapas. En situaciones familiares
estresantes, los padres a menudo requieren ayuda para aportar las experiencias que
posibiliten al niño superar los hi tos emocionales previstos.
Muchos bebés con graves trastornos fisiológicos, como pueden ser los síntomas
autísticos, también pueden alcanzar la salud emocional, pero únicamente con la
ayuda de intensas e innovadoras estrategias terapéuticas. En todos y cada unos de
los casos, los niños autistas que pro gresivamente van desarrollando la capacidad de
asumir la intimidad, la expresión emocional, el lenguaje, la creatividad, el
pensamiento abstracto, la resolución de problemas y el establecimiento de
relaciones maduras con sus iguales, han de pasar por las mismas etapas
emocionales que los niños que no tienen estos problemas, si bien lo hacen a un
ritmo más lento. Aunque la relación entre las emociones y la inteligencia no ha sido
explorada a fondo con anterioridad, sí existen numerosos estudios sobre el
desarrollo emocional precoz que coinciden con estas observaciones clínicas sobre las
primeras fases del desarrollo mental (véase «Otras fuentes bibliográficas», en la
parte final del libro).

E L PRIME R NIVE L : D AR S E N T I D O A LAS SE NSACIONE S

El primer nivel de desarrollo implica aprender a organizar las maravillosas


sensaciones que acompañan a la vida, junto con las respuestas que emite nuestro
organismo. A partir de una mezcolanza de s onidos, imágenes, olores y sensaciones
táctiles, comienzan a surgir diferentes pa trones. Los sonidos se vuelven ritmos; las
imágenes, representaciones que permiten reconocer la realidad. La capacidad de
controlar los movimientos de cabeza, brazos y piernas hace posible abrazar, seguir
un objeto o ponerse de pie en el regazo de mamá. La seguridad básica se asien ta
sobre la capacidad de descifrar sensaciones y de planificar acciones.
Esta seguridad primaria constituye la base del siguiente nivel: esta blecer
relaciones. En la medida en que el niño y sus padres van inter cambiando
sensaciones surge, frecuentemente, la emoción del placer y de la alegría. A partir de
este sentimiento, se va desarrollando un progre sivo sentido del compromiso, a
medida que el educador responde a las expresiones de curiosidad y asertividad. La
madre no ofrece únicamente placer y entusiasmo, sino también consuelo ante las
circunstancias que le angustian y un refugio seguro en el que puede realizar
afirmaciones manifiestas de rabia y de fastidio. El sentido precoz de la seguridad y
la capacidad de relacionar las cosas permite a la mente iniciar un viaje de inin -
terrumpido desarrollo que dura toda una vida.
Equipado con un sistema nervioso inmaduro, el bebé aterriza en un mundo
estruendoso repleto de estímulos que proceden tanto de dentro como de fuera de su
cuerpo en crecimiento. En los primeros meses de vida, el niño que esté
evolucionando de forma correcta comenzará la tarea de poner orden en las
sensaciones que fluyen desordenada mente, sin cauce alguno, a través de sus
sentidos en proceso de maduración. En pri mer lugar, debe adquirir control sobre los
movimientos de su cuerpo, sus sensaciones internas y sobre su propia capacidad de
atención. Debe aprender a permanecer tranquilo m ientras presta atención y toma
medidas, a veces simultáneamente, respecto de los objetos o acontecimientos
ajenos a su persona. Finalmente, estas habilidades para procesar imáge nes, sonidos
y otras sensaciones, y para organizar respuestas de forma tranqu ila y centrada,
representan una ayuda de cara al dominio de poste riores habilidades básicas de su
desarrollo. El niño que es capaz de estar tranquilo y atento ha dado ya un primer y
gigantesco paso en su camino hacia el pleno desarrollo de su potencial hu mano.
Los problemas emocionales graves, incluso las psicosis, pueden ser la
consecuencia de un fracaso en la superación de esta tarea evolutiva tan esencial.
Cuando el bebé al que llamaré Steven apareció en nuestra consulta por primera vez,
mostraba una sensibilidad extrema al tacto y al sonido (incluyendo la voz de su
madre y sus caricias), chillaba durante ho ras o permanecía con la mirada fija y vacía
anclada en el espacio. En un centro hospitalario prestigioso ya le habían
diagnosticado, anteriormente, síntomas autísticos. Cuando comenzamos a trabajar
con él, a la edad de doce meses, no se relacionaba en absoluto con sus padres y
sólo lograba tranquilizarse y relacionarse con el mundo exterior frotando
reiteradamente una mullida manta. Comenzamos nuestr o tratamiento intentando
encontrar diferentes maneras para conectar con su particular sensibilidad.
Encontramos una estrecha banda de sonido a la que respondía fugazmente y
enseñamos a su madre cómo usarla, a modo de apertura, para establecer una
relación con él. Nos dimos cuenta, igualmente, de que Steven toleraba que se le
presionara firmemente la espalda, lo que aprovecharnos como punto de partida
para que aprendiera disfrutar del tacto. A partir de estos comienzos tan modestos se
fue creando una relación y, progresivamente, interacciones que devolvieron a
Steven el camino que conduce hacia el desarrollo normal.
Cuando no se alcanza uno de estos niveles básicos, los efectos perduran toda
vida, como demuestra el siguiente ejemplo. Jeannie, una mujer de veintidós años de
edad y diagnosticada de un trastorno de la personalidad tipo borderline, tenía una
historia clínica caracterizada por dificultades prácticamente continuas. En las
sesiones con su psicoterapeuta, se sentaba acurrucada en un rincón de la
habitación, o tumbada en el suelo, adoptando posturas extrañas con sus piernas.
Durante largos períodos de tiempo permanecía en silencio, rehusaba mirar a su
terapeuta y no respondía a sus comentarios acerca de su conducta. Cuando la
calificó de ―pasivo agresiva‖, dejó de acudir a las sesiones definitivamente.
Posteriormente, Jeannie cayó en manos de un segundo terapeuta que detectó un
origen diferente de sus dificultades: la incapacidad para regular sus sensaciones o,
dicho en otras palabras, el anclaje en el primer nivel básico de la organización
psicológica. Tal como dictaminó finalmente, Jeannie había padecido durante toda su
vida una extremada sensibilidad al tacto. Un contacto con su piel que pasaría
desapercibido a cualquier persona - rozar, involuntariamente, a un desconocido, por
ejemplo - le enervaba, e incluso la dejaba completamente anonadada. Como ocurre
con otras muchas personas que padecen estas hipersensibilidades, únicamente una
delimitación física clara entre su cuerpo y los demás objetos permite que se sientan
protegidos. La presión de las paredes de la esqui na o del suelo contra su espalda,
por ejemplo, le aportaron esa confianza en sí misma.
Posteriores indagaciones revelaron, a su vez, una historia clínica caracterizada
por problemas de coordinación motriz. Le resultaba difícil llevar a cabo movimientos
que la mayoría de las personas superaban con facilidad, como mantener el equilibrio
sobre una pierna o planificar una serie de movimientos destinados a atarse el zapato
o a pintar un cuadro.
Por este motivo, le gustaba adoptar posturas que le dieran sensación de
bienestar, aunque a los demás les parecieran extrañas; así se explica ban las
contorsiones que realizaba en el suelo del despacho de su primer terapeuta. Y
finalmente, después de mucho indagar, el terapeuta se dio cuenta de que a Jeannie
siempre le habían molestado ciertos ruidos que dejaban impertérritos a los demás.
Cuando la voz de un compañero pa recía demasiado fuerte o estruendosa, ella
reaccionaba refugiándose en sí misma: de ahí su aparente rechazo a responder.
Niños o adultos con problemas similares a menudo tienen dificultades a la hora
de comprender o descodificar cierto tipo de información sensorial. A algunos les
cuesta descifrar los sonidos o las palabras que es cuchan. Otros pueden mostrar
dificultades al interpretar aquello que ven: cómo cuadran, por ejemplo, las formas y
los diseños. Afortunadamente, éste no era el caso de Jeannie.
A pesar de tener sus sentidos extraordinariamente afinados, Jeannie nunca había
superado el hito básico de regular su nivel de atención para poder, así, responder
atenta y tranquilamente a las personas y los acontecimientos de su entorno.
Aquellos estímulos que muchas personas toleran fácilmente o dan por supuestos, la
absorbían por completo, distrayéndola y robándole gran parte de la atención que
debería dedicar a otros asuntos. El primer objetivo de su terapia intensiva consistió,
por lo tanto, en que aprendiera a relacionarse eficazmente con su entorno, a su -
perar una habilidad crucial que se le había resistido desde la infancia. El tratamiento
se dividía en dos partes. En primer lugar, mientras explora ba las sensaciones físicas
que le resultaban molestas, su terapeuta le ayu dó a encontrar diferentes métodos
para superarlas que le aportaran una sensación de seguridad. «Me doy cuenta de
que cuando hablo en voz más baja, te resulta más fácil comprenderme», dijo en
cierto momento. En otro, comentó: «Veo que la presión de la pared contra tu
espalda te ayuda a sentir dónde está tu cuerpo».
Posteriormente, Jeannie investigó sensaciones, ideas y conductas ---la
experiencia emocional vivida — que resultaban de sus intensas sensacio nes físicas.
«Cuando me encuentro en una habitación con mucho ruido», dijo, «no lo puedo
resistir. Comienzo a pensar que alguien me quiere hacer daño.». Llegó a tomar
conciencia de sus peculiares reacciones y de las emociones que resultaban de ellas,
y también aprendió diferentes maneras para lograr controlarlas. Ella podía, por
ejemplo, buscar un ambiente tranquilo y sosegado, o sentarse en una silla de
respaldo duro que ejerciera la presión física que le resultaba tranquilizadora.
Mediante métodos tan sencillos como éstos aumentó, en gran medida, su capacidad
para centrar la atención mientras permanecía tranquila.
El aprendizaje de las tareas primarias que llevan al pensamiento y a la
experimentación de sensaciones debe respetar cierto orden, precediendo las tareas
más elementales (pero no por ello más sencillas) a aquellas mas complejas; el
trabajo del nivel superior, como o curre con todo aprendizaje, depende de las
habilidades asimiladas con anterioridad. Habitualmente, los niños aprenden ciertas
habilidades y avanzan hacia tareas más complejas dentro de determinadas franjas
de edad. Pero aquellos que, como en el caso de Jea nnie, no superan una habilidad,
o bien permanecen anclados en esa etapa, incapaces de evolucionar hacia objetivos
más ambiciosos, o bien avanzan sólo parcialmente y con gran dificultad.
Es evidente que diferentes personas alcanzan distintos niveles de real ización en
cada etapa. Algunos niños consiguen maravillas: se convierten en virtuosos de las
matemáticas o de la redacción, esforzados gimnastas o patinadores, prodigios con el
piano o la batería. La mayoría de perso nas alcanzan metas más modestas,
mostrándose razonablemente competentes pero no necesariamente expertas. Y
algunos, simplemente, batallan para arreglárselas de la mejor manera posible. Los
estudiantes pueden aprobar un curso con un sobresaliente o con apenas un suficien -
te, pero, indudablemente, aquellos que tengan la mejor base tendrán las mejores
oportunidades para optar a un puesto de trabajo en el futuro. Lo mismo es válido
para cada una de las etapas del desarrollo.
Muy a menudo, son justamente las primeras adquisiciones las que no han sid o
asimiladas del todo. Algunos niños fracasan, sencillamente, debido a ciertos
defectos congénitos o a una estimulación inadecuada, o por una combinación de
ambos factores. Ciertas alteraciones en el nivel del sistema nervioso, la musculatura
o los órganos sensoriales del bebé pue den impedir el desarrollo de alguna habilidad
en concreto, como ocurrió en el caso de Jeannie. Un niño con un sistema nervioso
en perfectas condiciones también puede fracasar en el dominio de cierta faceta en el
caso de que sus cuidadores no le aporten la estimulación que requiere. Una madre
toxicómana, por ejemplo, quizá deje a su niño abandonado en la cuna mugrienta de
una habitación vacía, sin imágenes ni sonidos, sin el contacto físico necesario para
que su atención se aleje de sí mismo y se dirija hacia el fascinante mundo que le
rodea.
Cualquiera de estos déficit --neurológico o emocional, en el indivi duo o en su
entorno-- puede generar un niño que no esté preparado para un progreso futuro,
limitado en su capacidad para estab lecer una buena autorregulación, crear
amistades y darle un sentido al mundo. Cuando el problema descansa en un déficit
congénito, un educador perspicaz, sea por una empatía excepcional o por la
intervención de un profesional competente, puede aportar la a yuda necesaria para
posibilitar un crecimiento. Los padres, por ejemplo, pueden ofrecer a un niño
hipersensible la cantidad precisa de estimulación placentera, una combinación
relajante de tacto y sonrisas, que atraiga su atención sin abrumarle en exceso.
El niño dispone, entonces, de una buena oportunidad para aprender a fijar la
atención, para avanzar en la superación de este objetivo y de los demás que se le
presenten en el futuro. Durante la primera etapa del aprendizaje, habitualmente en
los tres o cuatro primeros meses de vida, el niño que se desarrolla de forma
correcta adquiere una herramienta po derosísima para enfrentarse al mundo: la
capacidad para regular su estado mental. A cada niño, no obstante, su universo
sensorial y su capacidad para plani ficar acciones, basada en sus cualidades innatas
y moduladas por los cuidados de los que ha sido objeto, le pertenecen única y
enteramente a él. La mayoría de las personas dan por sentado —y durante muchos
años lo creyeron así los clínicos y los científic os-- que las experiencias de oír, ver,
tocar y moverse eran, más o menos, lo mismo para todo el mundo, a excepción,
quizá, de ese individuo poco común que di fiere en su percepción cromática. Un
sonido es un sonido o así lo parece, al menos; un punto rojo es un punto rojo.
Pero ahora sabemos, indudablemente, que el funcionamiento de los sentidos
varía de un individuo a otro y así ocurre, también, con la expe riencia sensorial. Cada
individuo tiene una versión personal del mundo de las sensaciones, y es ést a la
versión que cuenta. Si los sonidos fuertes, las luces brillantes o el contacto suave
irritan a un niño, lo mismo da que us ted los encuentre agradables. Si un niño no
puede organizar suficientemente bien lo que ve para distinguir la sonrisa de su
madre, de nada sirve que otro niño sí pueda. Cada niño comprende y reacciona a
cada una de las sensaciones de una forma característica e individual. Pero,
independientemente de que el niño haya nacido con un sistema nervioso normal o
dañado, cuando los niños desarrollan la capacidad reguladora y comienzan a
organizar sus sensaciones, pueden utilizar estas habilidades para adquirir aquellas
experiencias sobre las que construirán su identidad personal.

El sí mismo más primario: vivencias globales


A medida que el niño va incorporando las sensaciones, nos tenemos que
preguntar cómo experimenta su creciente sentido del sí mismo. ¿Qué tipo de
conciencia tiene? Su mundo es un despliegue continuo de imágenes, sonidos,
texturas, sabores y olores que reclaman su atención de forma completamente
aleatoria. Podemos ver cómo, poco a poco, se va girando en dirección a un sonido,
e intenta, posteriormente, esbozar una sonrisa para, a continuación, mirar fijamente
en la dirección aproximada de un juguete de múltiples colores. A p esar de no ser
capaz, todavía, de centrar su atención en sus impresiones sensoriales o de
completar sus acciones motrices parece, sin embargo, rebosante de una sensibilidad
afectiva, un sentido que parte de las cosas maravillosas que le rodean. Parece
disfrutar de su relación con el mundo sin ser capaz, todavía, de interactuar con él
de alguna forma determinada. No dispone de un sí mismo activo que se comunique
con otros o de acciones que reflejen su voluntad. A las características de su entorno
responde, más bien, de firma global, o como un todo. Cuando las circunstancias le
perturban, chilla angustiado; cuando le resultan satisfactorias o le tranquilizan,
sonríe, alegremente, de felicidad. Siente rabia estremecedora o alegría desbor dante.
Sus afectos son primarios, como primarios son los colores básicos, no diluidos. En
su relación con el mundo no existen matices ni elementos complejos. Parece, de
hecho, no relacionarse demasiado con el mundo, sino formar parte de el
estableciendo un sentido de unidad con su ambiente, entusiasmo o angustia que le
envuelve en todo aquello que experimenta.
Las especulaciones abundan acerca de las fantasías de los niños pequeños e,
incluso, de sus experiencias intrauterinas. Freud, por ejemplo, se asombraba ante
las alucinaciones de un bebé sobre los pechos de su madre. No tenemos, sin
embargo, evidencia alguna de que un niño de este nivel evolutivo pueda, en
general, diferenciarse a sí mismo del mundo físico o emocional. Muestra tuna
sincronía reaccional tanto en el ámbito fís ico como en el personal; la risa de su
madre y el tintineo de una campana le producen, ambos, una sensación de
impaciente curiosidad. Las pruebas psicométricas muestran que ya es capaz de
distinguir la voz de su madre de la de otros pero, hasta ahora, no m uestra iniciativa
alguna en ir en su búsqueda. También tiene la suficiente madurez como para
discriminar otros patrones auditivos y visuales, pero no emplea esta ca pacidad de
forma intencional. Por el momento, su capacidad para orga nizar imágenes y sonidos
está más desarrollada que la de organizar deseos e intenciones que, finalmente, le
ayudarán a definir su identidad. El si mismo es, en esta etapa evolutiva, una
conciencia indiferenciada que consiste, básicamente, en esa maravillosa sensación
de sentirse vivo, en la sensibilidad afectiva y en la reactividad.
Cuando observamos a niños mayores y a adultos, resulta difícil no darse cuenta
de las múltiples formas diferentes en que experimentan las personas la actividad
sensorial. Algunos adultos quedan abso rtos en su interés por los colores, las formas
o los sonidos, mientras que otros parecen insensibles a las posibles emociones que
les podrían aportar sus sentidos. Algunos prestan fácilmente atención a lo que
sienten, mientras que otros se sienten abrumado s o se muestran tan infrarreactivos
que apenas se percatan del entorno que les envuelve.

EL SEGUNDO NIVEL: I N T I M I D A D Y R E L A C I O N

En cuanto el bebé es capar de mantener un nivel de sosiego tal que le permite


prestar atención a su entorno, entonces está prep arado para la siguiente etapa. Con
este nuevo y poderoso recurso, la capacidad de enta blar relación con otra persona,
surge, ahora, la capacidad de registrar, emocionalmente, su toma de conciencia
respecto a la presencia de una persona extraña. Gracias a su capacidad para
permanecer atento y tranquilo toma nota, progresivamente, de las tonalidades,
expresiones y conductas de las personas más próximas. Dentro de poco, reaccionará
con alegría y satisfacción a su presencia y comenzará a formar relaciones í ntimas
con las personas que le quieren.
En esta segunda etapa, cuando padres e hijos se enamoran unos de otros, los
adultos comunican sus sentimientos de forma activa e inten cional, si bien el bebé no
es capaz, todavía, de actuar en función de determinad os objetivos. El dúo
compuesto por padres e hijos trabaja de forma sincrónica más que de acuerdo a una
relación recíproca de ida y vuelta. Ambos crean un par de sonrisas radiantes e
idénticas, una en la cara del niño, otra en la del adulto; un coro de ronr oneos,
arrullos o risitas; sonrisas al mecerse o al ser mecido; gritos de alegría al
columpiarse o al ser columpiado. Este intercambio comienza con la atención
embelesada de un padre apasionado, a la que el bebé responde con enorme entu -
siasmo. Aparte de esta primera inmersión relacional delirante, brota un sentido de
solidaridad humana que, más adelante, se puede convertir en capacidad para sentir
empatía y amor. A medida que el bebé experimen ta diversas oportunidades de estar
cerca de otras personas, también es posible que el niño experimente diferentes
niveles de intimidad.
Sin cierto grado de seducción incondicional por, al menos, un adulto que le
quiera, el niño quizá no sienta nunca la poderosa embriaguez que resulta de la
intimidad humana, nunca se deje llevar por la fuerza magnética de las relaciones
humanas, nunca vea a las demás personas como seres humanos íntegros como es
él, capaces de sentir lo que él siente. Sea porque su sistema nervioso es incapaz de
reconocer las sensaciones de ese primer a mor, o porque sus padres no son capaces
de transmitírselas, un niño como éste corre el riesgo de replegarse sobre sí mismo o
de con venirse en un individuo insensible, egocéntrico o agresivo, capaz de hacer
daño sin escrúpulos ni remordimientos.
Veamos el caso de Tom, un joven que tiende a padecer ataques de agresividad.
Sus reiterados ataques de cólera, si bien no llegaban al grado de violencia callejera
tan frecuente hoy en día, y tan presentes en todas las portadas de los periódicos,
casi estuvieron a punto de costarle el puesto de trabajo. Entró en terapia como
último recurso para evitar el despido. Al poco tiempo, el terapeuta ya se había dado
cuenta de que las descripciones que Tom hacía de otras personas carecían
completamente de emoción. Las personas parecían existir únicamente para
satisfacer sus necesidades de una conversación interesante, reñidos partidos de
tenis o sabrosas comidas caseras. Tampoco parecía mostrar una predisposición
mucho mayor para identificar sus propios sentimientos, fueran de rabia, tristeza,
frustración o celos. Superficialmente encantador y extrovertido, llevaba a cuestas
una larga historia de fracasos relacionales y mostraba una capacidad mínima para
establecer vínculos con las demás personas.
Cuando el terapeuta indagó en s u pasado, Tom recordó cómo las emociones de
su madre, lejana y distante, siempre se habían mostrado imperturbables a la más
mínima señal de rabia infantil, de reivindicación de sus derechos o de entusiasmo.
Ella se retiraba de forma tan evidente cuando ola una voz alzada, o veía unos brazos
gesticulantes, o cualquier otra señal que expresara emoción intensa, que apenas
solía responder a las emociones que su pequeño hijo le intentaba transmitir.
Parecía, de hecho, rechazar a Tom en cuanto éste comenzaba a ex presar alguna
emoción intensa. Esta costumbre, o su retraimiento, hizo que el pequeño Tom
aprendiera dos duras lecciones: el pánico a ser rechazado y medidas eficaces para
evitar este rechazo. Aprendió bien pronto que podía ahorrarse la angustia si cesaba
en el intento de establecer relaciones profundas con las personas más cercanas. FI
crecimiento emocional de Tom sufrió un segundo y definitivo revés cuando su padre
falleció durante su primera infancia, poniendo fin a la única oportunidad que le
quedaba para formar un vínculo estrecho con un adulto que le quería.
A lo largo de los años, Tom nunca llegó a establecer ese tipo de profunda
relación humana que le hubiera posibilitado experimentarse como ser único respecto
de los demás. Cuando ya era un adulto, r espondía a las frustraciones que surgían en
su ámbito laboral con una ira elemental, incontrolable, hacia otras personas a las
que percibía exclusivamente como meros agentes de sus propias necesidades. La
buena suerte, por un lado, y una visión aguda de lo que era su última oportunidad,
por otro, impidieron que su rabia estallara en auténtica violencia física.
Muchas personas que permanecen bloqueadas, como Tom, en la etapa evolutiva
en la que se aprende a amar y a percibir un sentido de la solidaridad huma na,
suelen infligir daños terribles a los demás, a veces fatales, prácticamente
inconscientes de que sus víctimas tienen senti mientos, en absoluto inferiores ni
menos legítimos que los suyos pro pios. Como veremos en el capítulo 13, los jóvenes
delincuentes que asolan nuestra sociedad hoy en día fueron, a menudo, niños que
sufrieron grandes privaciones y que nunca experimentaron suficiente afecto y pla cer
como para sentir que formaban parte de la raya humana como miembros de pleno
derecho.

El sí mismo relacional: el sentido de la solidaridad humana


Cuando un bebé comienza a manifestar sus preferencias por las per sonas que
regularmente cuidan de él sonriendo a la cara de mamá o papá, el sentido global del
sí mismo que se acaba de despertar ante la panoplia de sensaciones que le ofrece el
mundo parece, ahora, más centrado en el ámbito de las personas, especialmente en
aquellas que satisfacen sus ne cesidades. Sus emociones marcan una diferencia entre
las esferas humanas y las inanimadas y fortalecen su vínc ulo con lo genuinamente
humano. Su sentido del sí mismo refleja la misma diferenciación que surge a medida
que él y mamá sonríen, cuchichean y se hacen mimos mutuamente. También sonríe
ante los colores vivos o los objetos, pero no con ese entusiasmo alegr e tan especial
con el que recibe a las personas amadas. Todavía no es capaz de diferenciar entre
lo que es él y lo que no es él. Mientras alcanza un sentido de unión con su madre o
con otros adultos cercanos está comenzando, sin embargo, a distinguir el m undo
inanimado de las vibraciones vitales que emanan de las relaciones humanas. Sus
afectos también muestran una mayor diferenciación. La alegría v el enfado tienen,
ahora, diferentes grados de intensidad a medida que su placer por el contacto
humano se centra en determinadas personas.
Este primer indicio de una mayor selectividad emocional asoma en la segunda
etapa del desarrollo del sí mismo. Un sentido placentero de unión con el mundo de
los humanos, un sentido de solidaridad humana, inunda la conciencia del bebé. Sus
afectos adquieren, progresivamente, un carácter más individualizado y
diferenciador, sobre todo cuando comienza a protestar más que, simplemente, a
«estallar porque si», a mostrar rabia más que angustia generalizada, regocijo más
que alegría desbordada, sorpresa más que conmoción general. Disfruta con las
atenciones de mamá y sabe cuándo la fuente de ese placer no está presente.
Cuando su madre se muestra preocupada o distraída mientras juega con el bebé, la
tristeza o la consternación asoman en su pequeño rostro. Incluso el miedo que,
habitualmente, no se presenta hasta meses más tarde, puede hacer su aparición
ahora, prematuramente, si bien de forma inconfundible, en un bebé traumatizado o
seriamente asustado.
El sí mismo existe, ahora, en relación con los demás. Es consciente de los
placeres y de las alegrías compartidas, e incluso de la pérdida o de la
desesperación, como cuando el padre no responde a las propuestas del niño. Ahora
y siempre se definirá a sí mismo, siempre que no aparezcan traumas imprevistos,
por el sentido de afinidad respecto, al menos, de otra persona. La etapa anterior, de
progresiva y profunda toma de conciencia de las sensaciones generadas por su
ambiente, ha dado pie a la capacidad de poder disfrutar de la intimidad compartida.
Sin duda alguna, un adulto o un niño mayor quizá intente escapar de este sí mismo
interpersonal, relacional, pero este deseo de ser completamente independiente de
los demás es, a menudo, expresión de rabia, frustración o desesperación respecto
de las figuras relacionales más importantes que definen el sí mismo.
La conciencia que abarca el mundo de los humanos —el hecho de sentir que
comparte su condición de persona, tan decisivo para que el individuo pueda
desarrollar la sensación de sentirse pa rte de la comunidad humana- florece a partir
de estos intercambios precoces e imperecederos. La vitalidad que invadía la
conciencia del recién nacido, inundada por sensaciones nuevas, se transforma,
ahora, en armonía afectiva. Una conciencia distinta esta comenzando a definirse a sí
misma si bien no tiene todavía un carácter simbólico o reflexivo.
Capítulo 3

Desde la intencionalidad al diálogo

Durante el primer año de vida, la capacidad de mostrar determina ción conduce a


intercambios no verbales entre los niños y sus padres: «diálogos» en los que
predominan las expresiones y los gestos por enci ma de las palabras. Estos diálogos son
el punto de partida de lo que, más adelante, reconoceremos como aspiraciones o
deseos. Antes de que un niño aprenda a decir «yo», su sentido de la intencionalidad
comienza a distinguir entre el emisor y el receptor de determinadas acciones, tal como
reflejan estas interacciones.
A medida que un bebé es capaz de alzar los brazos para que le cojan, apartar de un
manotazo la comida que no le gusta de la mesa y configurar expresiones faciales ante
las más diversas emociones, esta conducta intencionada delimita, poco a poco, los
límites entre «quién- soy yo» y «ese otro en el que quiero influir». Para que un
propósito acabe en una acción claramente intencional, una o varias de las personas más
próximas al niño debe «leer» sus intenciones y responder ante las mismas. Cuando un
niño extiende sus brazos para que le cojan, frunce el ceño porque algo le da asco o
sonríe de forma seductora para que los adultos más cariñosos le respondan, se ha
iniciado ya un diálogo no verbal. Caracterizado por expresiones y gestos, puede
evolucionar desde una secuencia sencilla de dos a tres interacciones, a cincuenta o
sesenta en una sola serie. A medida que estas interacciones intencionales se van
multiplicando, las primeras piezas del incipiente sentido del sí mismo infantil comienzan
encajar. Un sentido organizado del sí mismo comienza a formarse, así, antes incluso de
que el niño sea capaz de usar símbolos.

EL TERCER NIVEL: ESBOZOS DE INTENCIONALIDAD

La capacidad de entablar relación con, al menos, otra persona con duce a la


siguiente etapa del desarrollo, un intercambio voluntario de se ñales y respuestas. Los
niños que han superado con éxito el paso hacia este compromiso sincero se van dando
cuenta, progresivamente, de que las acciones que transcurren entre ellos y los demás
forman parte de un intercambio bidireccional. En el mundo existe intencionalidad: una
sonrisa lleva a otra sonrisa; una mirada tenebrosa, a cualquier otra respuesta. Si bien
todavía falta mucho para que el niño maneje los símbolos y el lenguaje, en la segunda
mitad de su primer año de vida los bebés comienzan activamente a usar gestos y
expresiones para tomar parte en un diálogo preverbal. El más sencillo de los gestos es
objeto de sutiles cambios: sonrisas, ceños fruncidos, movimientos de cabeza, cambios
en la postura corporal, guiños, murmullos delicados o malhumorados. De ser
exclusivamente sincrónicas, como en la anterior eta pa evolutiva, las acciones del bebé
y de sus padres se vuelven, ahora, realmente interactivas. La madre habla con
entusiasmo y el niño asiente, en respuesta, con un movimiento de cabeza. El bebé mira
un juguete, su padre lo coge y el bebé gorjea de satisfacción. El hábito de comunicarse,
que durará toda la vida, comienza con estas sencillas secuencias interactivas que
denominamos circuitos comunicacionales. Estas interacciones implican, en esta etapa,
un aprendizaje físico o somático; la conducta y las em ociones están estrechamente
ligadas a las consecuencias físicas, como recibir un abrazo o escuchar un comentario
cariñoso en respuesta.
Al mismo tiempo, se va desarrollando una capacidad psicológica fundamental e
imprescindible para la futura evolución mental: la capacidad del niño de definir los
límites que separan el «yo» del «tú», la toma de conciencia de que únicamente ocupa
una pequeña porción del universo, mientras que otras personas ocupan otras partes
situadas fuera de su alcance. A partir de estas interacciones tan elementales, los niños
comienzan a comprender que sus propias acciones pueden desencadenar respuestas de
personas distintas a ellos, que existe una realidad exterior, ajena a su mundo y no
siempre sujeta a su voluntad, más allá de sus propios sentimientos y deseos. Los gestos
aparentemente poco importantes que comenzamos a entender hacia el final del primer
año de vida s i r v en para asentar nuestras relaciones humanas y nuestros procesos de
pensamiento para el resto de nuestras vidas. También configuran los límites de cada
persona como ser individual. Cuando las personas saludan mediante un breve gesto
con la cabeza, cuando nuestras miradas chocan de un extremo al otro de la habitación,
o musitan «Ajá» mientras nos escuchan por teléfono, aprendemos dónde acabamos
nosotros y dónde empiezan ellos. Con las mismas señales gestuales, pequeñas pero
sutiles, que definieron nuestras interacciones más precoces, manejaremos todas
nuestras relaciones mientras vivamos. La persona con la que estamos conversando
animadamente, ¿realiza el comentario oportuno en el momento pre ciso, sonríe ante
cualquier observación nuestra? Si es así, percibimos el compromiso relacional y nuestro
discurso será fluido. Si se diera el caso, por otro lado, de que alguien nos mirara
fijamente, de forma inexpresiva, con la mirada perdida en el espacio o permaneciera
en silencio, comenzaríamos a sentirnos desorientados, rechazados o acaso poco queri -
dos. Personas muy sensibles pueden darse cuenta, incluso, de que su pensamie nto se
desorganiza y su sentido de intencionalidad se diluye progresivamente.
Este patrón se puede observar, claramente, en la infancia. En un es tudio muy
conocido, realizado con bebés de cuatro meses de edad, se pidió a madres de bebés
sanos que no hicieran uso de sus habituales sonrisas, gestos de asentimiento o muestras
de cariño, y mostraran únicamente unas miradas fijas e inexpresivas. Los bebés
siguieron un patrón de respuesta predecible, sonriendo, agitándose y alzando los
brazos, en un principio, cada vez con más y más intensidad, como diciendo «¡Eh, prés -
tame atención! ¡Te estoy hablando!». En vista del escaso éxito, descansaron un
momento y volvieron a la carga, de forma más frenética. A los po cos minutos, se
mostraron irritables y furiosos, sus gestos se volvieron desorganizados y, poco a poco,
fueron perdiendo su carácter intencional hasta que, finalmente, la apatía y el desinterés
se fueron instaurando v los bebés decidieron tirar la toalla.
En otro nivel, cualquiera que haya intentado convers ar con alguien de semblante
grave o haya dado una conferencia ante un auditorio insensible, habrá podido percibir
este estado de confusión y desorientación. Pero el efecto que ello tiene sobre los bebés,
desencadenado por cuidadores irresponsables, es infi nitamente superior, privándoles de
la oportunidad de establecer unos límites efectivos para sus sí mismos en evolución. A
diferencia de los bebés del estudio, cuyas madres rápidamente los sacaron del apuro
mediante cariñosos abrazos, los bebés privados, si n excepción, de las respuestas
adecuadas se vuelven persistentemente desorganizados. Pierden el interés por
comunicarse, convirtiéndose, en última instancia, en seres apáticos e incluso alicaídos.
Una deprivación precoz de tales características tiene reper cusiones; reconocibles en
la edad adulta. Un paciente, habiendo ya cumplido los veinte, carecía, sin embargo, de
un sentido claro de los vínculos que se establecen entre él y los demás y hacen posible
unas relaciones normales. Cuando Bill inició la psicote rapia, era un matemático e
inventor brillante, pero parecía ignorar el nivel gestual de la comunicación: el con tacto
visual, las expresiones faciales y las posturas corporales que las personas utilizan de
forma intuitiva para recalcar sus intenciones y or ientar sus interacciones con los demás.
Al comienzo de sus sesiones fijaba, brevemente, su mirada en el terapeuta antes de
desviarla hacia una ventana próxima. Comenzaría, entonces, un soliloquio largo, más
bien monótono, sobre sus actividades más reciente s. Apenas hablaba de emociones y
no respondía nunca a los levantamientos de cejas, a los movi mientos afirmativos con la
cabeza, a las gesticulaciones o a los cambios en la postura corporal del terapeuta. Bill,
de hecho, apenas reconocía al terapeuta. No hace falta decir que tampoco fuera del
contexto terapéutico respondía a las más elementales señales que emitían los demás,
metiéndose, así, en todo tipo de dificultades, tanto en su vida social como profesional.
Al margen de que las personas se sintieran cansadas, aburridas, molestas, contentas o
tristes, Billy continuaba con sus monólogos autorreferenciales. Acudió a terapia,
finalmente, debido a los crecientes sentimientos de entumecimiento, de no tener «nada
dentro de sí» y por la ausencia de relaciones en su vida, aparte de las que mantenía,
superficialmente, en su entorno laboral.
A medida que se pudieron obtener datos de su historia se descubrió que, a la edad
de nueve meses, había perdido a ambos padres en un acci dente de coche. Un tío y una
tía mucho mayores lo acogieron y, a lo largo de toda su infancia, satisfacieron todos sus
caprichos. Dado que estaban absolutamente entregados a su persona, nunca le
impusieron límite u obligación alguna, nunca objetaron su parloteo incesante, nunca
mostraron abiertamente que desaprobaban determinada conducta o definie ron esta
desaprobación mediante una mirada severa, un movimiento de de los dedos o un
chasquido de la lengua. Más bien estaban pendientes de cada una de sus palabras a lo
largo de horas de inacabables monólogos, los mismos que sufría, ahora, el terapeuta.
Representando su papel, durante todos estos años, ante una audiencia entregada, Bill
nunca tuvo que esperar su turno en la conversación, imaginar las consecuencias
desagradables de cualquier travesura, calibrar el estado de ánimo de sus tutores o
amoldar su conducta a sus deseos. El niño pequeño nunca aprendió, y el hombre adulto
todavía no sabía cómo enviar y recibir los mensajes no verbales que definen tanto los
límites que separan a los individuos, como el terreno común que se sitúa entre ellos. La
larga terapia de Bill comenzó a surtir efecto cuando el terapeuta empezó a adoptar los
sencillos gestos de «Paren» y «Circulen» del guardia del tráfico, para «dirigir» la
conversación y para que ambos tuvieran la ocasión de hablar. A través de la práctica,
Bill se fue dando cuenta progresivamente del alcance de la co municación gestual y
comenzó, así, a experimentar a las demás personas como seres emocionales que tienen
deseos e intenciones propias.

El sí mismo intencional
Cuando las emociones se pueden expresar mediante acciones con fi nalidad propia,
anuncian el tercer nivel cognitivo y del sí mismo. El bebé ya no sólo se recrea en las
sonrisas que reflejan su imagen de una etapa anterior. Ahora in teractúa de forma
recíproca y contingente; es decir, quiere que le devuelvan algo por lo que da, y sus
acciones responden a las de otras personas. En un reciente trabajo de investigación
llevado a cabo con Stephen Porges, mi colaborador y yo detectamos que esta nueva or-
ganización del sí mismo coincide con un importante cambio neurológi co. La reciprocidad
intencional anuncia la puesta en marcha de un nivel superior del sistema nervioso
central, a medida que se trazan nuevas vías cerebrales para las claves sociales y sus
respuestas.
Como indicamos anteriormente, estas conductas voluntarias estable cen los primeros
circuitos comunicacionales del niño: el bebé gorjea, papá levanta sus cejas, el bebé
sonríe, papá coge al bebé en brazos, el bebé da una palmada a papá. Ahora intenta una
sonrisa para obtener otra a cambio; cada mirada seria, sonrisa de satisfacción, gorjeo o
mirada, obtiene el reconocimiento por medio de un gesto como respuesta. A lo lar go del
tiempo, los gestos se vuelven progresivamente más sut iles y más elegantes a medida
que el bebé comienza a dar, tomar y devolver y a pronunciar los más diversos sonidos.
Las emociones y las sensaciones llevan a unos diálogos cada vez más ricos y
diferenciados, a medida que el bebé aprende maneras cada vez más expresivas y
originales para comunicarse con el mundo que le rodea. Veinte, treinta e incluso
cuarenta circuitos comunicacionales se enlazan ahora de forma rutinaria, en tanto que
caricias, ademanes, sonrisas, guiños, risas, movimientos de cabeza y mira das serias se
multiplican y constituyen largas conversaciones gestuales que relacionan al bebé con
las personas significativas de su entorno.
En esta época el bebé comienza a esbozar un sentido de sí mismo como ser
diferencial: no, claro esta, un sí mismo en su totalidad, integrado u organizado, pero sí
un sí mismo ya no del todo incapaz de distinguirse de los demás. Al principio, el bebé
experimenta pequeñas partes del sí mismo: felicidad, rabia, temor. Percibe diferentes
tonalidades emocionales en su cuerpo cuando alarga su mano para alcanzar una pelota
o arrebata una galleta de la boca de mamá para introducírsela en la suya. Su primer
sentido de intencionalidad y deseo coincide con —y da pie a la definición de— lo que
denominamos sí mismo intencional o deliberado. Ahora ya no existe sólo un deseo de
hacer algo, sino un «yo» —o, al menos, la fracción de un «yo»— que lo ejecuta. Al
combinar el pensamiento intencional y la acción, el bebé comienza a experimentar estas
parcelas rudimentarias de sí mismo.
Este sentido del yo no existe porque, de hecho, no puede existir de forma abstracta
o en ausencia de otras personas. El sistema nervioso ha madurado en grado suficiente,
sin embargo, para que el niño pueda mostrar las emociones, a la vez que percibirlas y
responder ante las mismas, capaz de convertir estas experiencias en un intercambio.
Gracias a las iniciativas y a las respuestas de sus padres, el bebé experimenta la iniciativa
y la respuesta en sí mismo: en otras palabras, un sentido del «yo» inter activo. Lo que
hace y cómo reacciona definen las piezas inseparables de esta intencionalidad recién
adquirida.
Al principio, no había un sí mismo intencional o deliberado sino, únicamente, un
sentido de unión con la persona que se hacía cargo de él. D.W. Winnicott lo describió
enfáticamente: «Un bebé solo no existe». A partir de este núcleo amorfo comienzan a
crecer los primeros y diminutos vástagos de un sentido del sí mismo si —y únicamente
si— el niño, que dispone ahora de la capacidad física para interactu ar, vive en un
entorno que responde a sus propuestas relacionales y le estimula a usar ese nuevo
potencial. Los primeros límites psicológicos entre el bebé y su mundo exterior, el primer
esbozo de un sí mismo complejo, surge a partir de las acciones impuls ivas de un niño
en confrontación con las reacciones de un adulto. La respuesta a estas interacciones
precoces y deliberadas comienza a dibujar un límite entre lo subjetivo y lo objetivo. Así
nace un sentido de la realidad fuera de nosotros mismos. Nuestro sentido de la realidad
es un producto de ambos procesos, los subjetivos y los objetivos. Comienza, sin
embargo, con la fijación de este límite tan precoz.
A partir de las señales de la conducta intencional, como tocar la na riz de papá o
tirar comida al suelo, desciframos anhelos, deseos e intenciones. Llegados a este punto,
la conducta motriz evidencia el deseo y la motivación. Resulta interesante constatar
que, en ausencia de la creciente capacidad para coordinar su musculatura gracias al
desarrollo de su sistema nervioso, el niño no sería capaz de construir algo tan
elaborado como un deseo o anhelo. En otras palabras, un deseo o una exigencia muy
probablemente no puedan existir, todavía, como ideas por derecho propio. Deben estar
ligados a una conducta que los defina. Una acción define un deseo de la misma manera
en que un símbolo verbal definirá una idea más adelante; aporta la forma o estructura
necesaria para trasladar la intencionalidad de la vida interior subjetiva del bebé a la
vida exterior de la objetividad interpersonal. En ausencia de estas acciones defini torias,
el deseo potencial no acabaría siendo un deseo o una exigencia independiente.
El niño no tiene todavía la capacidad para crear símbolos o ideas con el fin de
representar deseos o anhelos. La principal vía para adquirir conocimientos y
comunicarse es a través del sistema motor. Por este moti vo, animamos a niños con
graves afecciones motrices o retrasos en su de sarrollo a que utilicen cualquier parte de
su sistema motor hábil, como pueden ser sus lenguas o la musculatura del cuello, para
transmitir el sentido de la intencionalidad. Cuando un niño es incapaz de expresar
intencionalidad en esta fase inicial de su evolución, el desarrollo intelectual y emocional
puede estar en peligro. Niños que padecen importantes retrasos motores y que han
evolucionado de forma satisfactoria, incluso cuando la intervención ha sido tardía,
frecuentemente desarrollan vías de comunicación a través de miradas, sonidos o
movimientos parciales.
Mientras que el sistema motor constituye un medio para definir y ex presar deseos y
anhelos, la combinación de afecto y conducta motriz intencional define su carácter
proposicional. En una etapa anterior, el bebé tenía necesidades —se le debía alimentar,
cambiar, sujetar— pero no las expresaba en forma intencional alguna. Su hambre,
malestar, o regocijo comportaban cambios en su expresión facial, sonidos, postura
corporal y similares. Estos cambios eran, sin embargo, exclusivamente reactivos a las
sensaciones y emociones que estaba experimentando. La capacidad actual de utilizar
sus brazos para alcanzar, agarrar o tirar; su capacidad para gritar de rabia debido a una
molestia fisiológica (o para reírse subrepticiamente, con el fin de obtener otra risa en
respuesta, por una ventosidad) anuncian la voluntad del bebe. Un «yo» curioso, un
«yo» temeroso, un «yo» furioso --todos ellos gérmenes del sí mismo— no están todavía
unificados. Inicialmente, sólo existen como pequeños islotes aisla dos; es más adelante
cuando forman un todo. El sí mismo que, en un principio, no era más que un estado
general de alerta, evolucionó hacia un sí mismo relacionado y comprometido con el
mundo. Es ahora cuando brota un sí mismo nuevo, intencional. En esta fase evolutiva,
la conciencia consiste en un creciente sentido de la intencionalidad, en ser agente de
una conducta premeditada.

EL CUARTO NIVEL: INTENCIÓN E INTERACCIÓN

Una vez que el niño asocia las sensaciones y emociones a una acción voluntaria,
puede avanzar hacia el cuarto nivel de desarrollo, en el que la comunicación
crecientemente compleja, presimbólica, le dota de recursos para encontrar su camino
en el mundo de la interacción social.
Este paso también es asumido gradualmente. Cuando una madre sonríe a su bebé
porque éste le sonrió a ella, o cuando mueve su cabeza y dice «No, eso no lo hagas»,
cuando el bebé aparta su plato mientras ella intenta darle su puré de zanahorias, el
bebé comienza a aprender cosas de su madre y acerca de sí mismo. Él es alguien capaz
de generar afecto y cariño en los demás. Ella es alguien que, con toda probabilidad,
insiste en que él haga lo que ella le dice. Y de esta forma, habiéndose esbozado,
previamente, los límites entre él y las personas que le rodean, el pequeño comienza,
entre los doce y los dieciocho meses, a perfilar los detalles de ese amago imperfecto de
proyecto.
El proceso avanza de forma titubeante. El primer sentido de identi dad del niño es
muy precario, un mapa con grandes espacios en blanco. Si posiblemente ya ha
superado la etapa caracterizada por las respuestas que su propia sonrisa o su sentido
del placer desencadenan en mamá, y ya ha ensayado reacciones ante sus miradas
serias o sus gritos, todavía existen amplios territorios no reconocidos en su relación con
ella.
A medida que la gesticulación recíproca se vuelve más compleja, el cuadro se define
con mucha mayor claridad. Un niño pequeño mira a su madre como si quisiera
preguntarle algo. Ella le devuelve su mirada inquisidora y pregunta «¿Qué?». El la coge
de la mano y la empuja en dirección a la nevera mientras parlotea entusiasmado.
Después de cincuenta interacciones comunicacionales circulares, todas ellas no verbales
por su parte —cincuenta episodios en los que se señala con el dedo y se inte rroga, se
dirige a sí mismo y se ríe, levanta las cejas y asiente, feliz, con la cabeza— gorjea
satisfecho mientras ayuda a su madre a abrir el yogur de su sabor favorito, que tanto
deseaba desde un principio.
A medida que el repertorio gestual del niño se va enriqueciendo, co mienza a
discernir diferentes patrones en su conducta y en la de los demás. Mamá suele
responder cuando le pide algo de forma amable, pero no cuando está de mal humor.
Papá es muy alegre, pero no le gusta cantar nanas. La abuela es bastante menos
severa que mamá o papá. Poco a poco va anotando estos datos en su mapa interior,
perfilándose a sí mismo como persona y, en la medida en que los demás inciden sobre
él, profundizando en su noción, cada ver más extensa, de cómo sus conductas,
intenciones y expectativas encajan con aquellas de las personas que le rodean. ¿Qué
conductas le aportan afecto y aprobación? ¿Cuáles producen sólo rechazo o enfado? ¿Es
merecedor de los cuidados, las atenciones y el respeto que le profesan? ¿ Merecen,
también, consideración las personas de su entorno? De forma similar está descubriendo,
igualmente, el funcionamiento del mundo físico: dándole la vuelta a esa pequeña cosa
de plástico consigue que aparezca, por sorpresa, un divertido animalito, o empujando
ese objeto grande, de tacto suave y a través del cual se puede mirar, genera un ruido
ensordecedor, o produce, incluso, una salpicadura de pequeñas piezas y gritos por
parte de mamá.
Inspeccionar este terreno desconocido y situarse a sí mismo en rela ción con aquél,
constituye la tarea apremiante en esta primera etapa del niño pequeño, un proyecto
ingente que comienza mucho antes de que un niño pueda construir frases o saltar a la
pata coja. En esta fase crucial el individuo, o bien puede alcanzar el más importante
reto emocional de su vida y configurar, así, los elementos básicos de su carácter, o bien
fracasar en ello. De hecho, mucho antes de que un niño pueda hablar, la personalidad
ya se ha ido moldeando mediante las incontables interac ciones que se suceden entre
los padres y el niño.
Jason, por ejemplo, de doce meses de edad, pide reiteradamente po der disfrutar de
una relación próxima a su madre, que se siente tensa y abrumada cada vez que el niño
manifiesta ese deseo y que, lentamente, se ha ido apartando de él. Este niño, activo y
rebosante de energía, rápidamente aprende a buscar en su conducta nerviosa la
satisfacción que no puede encontrar en la intimidad. Cada vez se vuelve más agresivo,
más y mas impulsivo. A medida que va creciendo, responde de forma belige rante cada
vez que siente la soledad, la tristeza y la vulnerabilidad que ex perimentó, por primera
vez, cuando su madre le rechazó. Cuando un amigo se traslada a otro lugar, su profesor
preferido falta algunos días a clase o sus padres no le tienen en consideración, Jason
no se pone a reflexionar sobre su tristeza y soledad, sino que más bien aplica la
solución aprendida de bebé: agresividad, rechazo y una actitud que, posteriormente,
viene a decir «No necesito a nadie».
Al mismo tiempo, la pequeña Emma emprende, precavida, sus primeras
exploraciones. A pesar de ser extremadamente sensible al sonido comienza a
experimentar con su propia voz hasta que un día, mientras par lotea incesantemente,
intenta, atrevida, explorar la nariz de mamá con sus pequeños dedos. Su madre, no
obstante, se pone tensa mientras Emma cultiva su curiosidad y teme que estas
propuestas infantiles sean señal de una agresividad inapropiada y no, simplemente, un
deseo de autoafirmación. En respuesta, da un golpecito en la nariz de Emma y ahoga
las señales de protesta de la niña con la advertencia: «No está bien tocarle la cara a las
personas mayores». Este patrón se repite con pequeñas varian tes cada vez que Emma
se muestra asertiva. Antes de haber cumplido los diez meses, ha aprendido los riesgos
que comporta la autoexpresión. Progresivamente, abandona sus conductas exploratorias
para dar paso al llanto, mostrando una creciente pasividad en su lucha contra el miedo.
Más adelante, cuando otros niños más atrevidos la dejan de lado, esta niña tan alegre y
activa puede sentirse culpable, permaneciendo pasiva todo el tiempo, insegura y
temerosa. Es posible, igualmente, que elija amigos dominantes para que la guíen por la
vida.
Tanto Jason como Emma no llegaron a estas conclusiones tan deter minantes acerca
de sí mismos según una deliberación racional, sino a partir de su experiencia emocional
de cómo actúan las demás personas. Basaron sus conclusiones acerca de cómo se
ajustan sus propias conductas con las de los demás, principalmente en las reacciones
de sus padres. Desgraciadamente, ambos niños aprendieron unas lecciones que com -
prometen su futuro. A lo largo del tiempo, las reacciones que un niño lo gra obtener por
parte de los demás corresponden a sus propios deseos y a sus expectativas para formar
un patrón característico de su actitud y capacidad de respuesta.
Como cualquier ser humano en evolución que trabaja sobre el mapa de su propia
naturaleza y de la de los demás, lógicamente pondrá más é nfasis en algunas áreas que
en otras. Ningún ámbito familiar proporciona al niño la misma oportunidad de vivir todo
tipo de experiencias. No hay niño que pueda prestar la misma atención a cada una de
las posibles temáticas. En el momento en que cada niño aprende una o, como máximo,
dos lenguas maternas y cada familia únicam ente come determinados tipos de alimentos,
o profesa una determinada religión, o comparte su tiempo con determinados amigos en
determinadas actividades recreativas, el re pertorio emocional inicial del individuo
destaca algunas áreas en detrimento de otras. El entorno de cierto niño puede ofrecer
la lengua española que se habla en México, tortitas y catolicismo, mientras que el
contexto de otro le aportará el inglés que se habla en Estados Unidos, pollo frito y la
Ciencia Cristiana. De la misma manera, una familia puede estar impregnada de sentido
del humor y de bromas constantes, con lo que el niño aprende, rápidamente, a reírse
de los problemas que puedan ir surgiendo, mientras que otro aprenderá a responder a
las situaciones difíciles con agresividad, ansiedad o pasividad. Cada individuo desa rrolla
áreas emocionalmente fuertes o débiles, expansivas o constrictivas.
En las áreas constrictivas, tal como hemos visto, quizá se forman los cimientos para
la posterior capacidad de hacer frente a las dificultades. Una persona puede no haber
aprendido a flexibilizar sus respuestas en determinado ámbito emocional. La rabia, la
ansiedad, la intimidad o una separación no generan, así, una respuesta adecuada a las
circunstancias, ni pueden aportar una salida a la situación. Desencadenan, más bien,
una respuesta precaria, estereotipada, ritualizada, una reacción tipo «talla úni ca» que
no acaba de ajustar perfectamente a ninguna situación: la intimi dad siempre genera
una reacción de huida, la ansiedad siempre desem boca en la histeria, la separación
siempre culmina en reacciones de pánico. La constricción emocional puede producir,
igualmente, reacciones extremas y polarizadas. Una persona puede alternar entre
estados anímicos y actitudes de alegría o malhumor, pasividad y antagonismo,
admiración y desprecio.
Estas constricciones ocurren, incluso, en niños óptimamente dotados y educados por
unos padres lo más afectuosos y responsables posible. Si la esencia de la condición
humana radica en la capacidad de experimentar emociones, entonces su destino
consiste en ser imperfecta. La emoción real, espontánea, es impredecible, y a veces,
incluso, incontrolable. Cuanto más sensible y sutil sea una persona, emocionalmente
hablando, tanto más le costará, de hecho, poder controlar sus reacciones sentimentales
y emocionales. Absolutamente nadie, por muy equilibrado y flexible que sea, puede ser
siempre del todo ecuánime. En un momento u otro, todo el mundo se da por vencido,
alguna vez, por sentimientos desproporcionados a lo que es, realmente, la situación. Y
lo que es más importante, dado que estos patrones se van formando en épocas de
desarrollo, nos sentimos más cómodos con unas emociones que con otras. Posiblemente
tengamos cinco mil respuestas diferentes ante el amor o el placer, y únicamente dos
ante la rabia, o viceversa. Quizás evitemos, por completo, determinadas emociones. No
existe interacción alguna y, por lo tanto, ningún sentido del dar y del recibir en estas
áreas omitidas. Ningún ambiente en el que se desenvuelve un niño es perfecto y
aquellos padres que se esfuerzan en demasía en ofrecérselo, a menudo anulan esa
espontaneidad emocional tan importante para el proceso glo bal de desarrollo. Aun
siendo esto así, la forma en que transcurre este pe ríodo formativo, si bien tiene su
influencia, no es del todo definitiva. Muchos elementos de la personalidad se forman
precozmente en la vida, pero son las interacciones diarias las que los van redefiniendo
continuamente. Como niños ya mayores o, incluso, como adultos, e l agresivo Jason o la
acobardada y pasiva Emma pueden tener la oportunidad de reela borar estos patrones
de conducta. Posiblemente elijan amigos y cónyuges que mantengan el statu quo, pero
es igualmente posible que tengan la suer te de comprometerse con alguien en aquel
ámbito que, originariamente, debían abandonar: la inseguridad en el caso de Jason, la
capacidad de autoafirmación en el de Emma.
A medida que el niño pequeño avanza a lo largo de esta cuarta etapa evolutiva y va
siendo capaz de distinguir las diferentes expresiones faciales y posturas corporales,
puede ya discriminar las diversas emociones básicas, distinguir aquellas que
representan seguridad y bienestar de aquellas que significan peligro. Puede distinguir la
aprobación de la desaprobación, la aceptación del rechazo. Se identifican los aspectos
emocionales más importantes de la vida y se elaboran los patrones para hacer les
frente. El niño también comienza a usar esa nueva habilidad, recién adquirida, en
situaciones cada vez más comprometidas. Ya no sólo registra las conductas de las
personas de su entorno, sino que comienza a medir las situaciones según sutiles
indicios comportamentales. ¿Estaban abrazándose o discutiendo aquellas dos personas
que callaron, repentinamente, cuando él se dispuso a entrar en la habitación? ¿Teme su
madre a ese hombre que se le acaba de acercar? El niño comienza a emplear sus
conocimientos para responder de forma diferente a las personas en fun ción de su
conducta, a desconfiar de alguien que le parece no se r merecedor de confianza, a
alejarse de una situación que parece amenazadora.
Esta capacidad le servirá, para el resto de su vida, a modo de radar que puede
poner en marcha para navegar a través del universo social, permitiéndole elaborar esas
impresiones personales, no verbalizadas, que proporcionan nuestra primera y a menudo
muy fiable evaluación de los sentimientos y de las intenciones de los demás y que nos
permiten mirar, más allá de las palabras, al fondo del significado emocional de una
relación. La habilidad intuitiva de descifrar los intercambios relacionales humanos, de
recoger las claves afectivas antes de haberse intercambiado palabra alguna y entender
su significado, acaba funcionando, finalmente, de modo similar a un órgano sensorial.
Constituye, de hecho, algo similar a un «supersentido» que abarca elementos de todos
los demás sub-sentidos, permitiéndonos realizar, al momento, evaluaciones y ajustes de
nuestras propias reacciones. Es esto, ciertamente, lo que hace posible la vida social.
El niño tipo ha desarrollado, así, mucho antes de haber adquirido el lenguaje
simbólico, la habilidad básica que le permitirá aprender valores, normas y actitudes
características de la cultura a la que pertenecen sus padres o cuidadores. La utilización
de este supersentido, cuando observa cómo se desenvuelven las personas de su
entorno en la vida cotidiana, le permite descifrar la letra pequeña de sus reacciones
emocionales ante los acontecimientos de cada día. Sus conductas constituyen un relato
continuo, no verbalizado pero absolutamente franco, que transcurre a lo largo de la
escala de aprobación, desaprobación, rabia, entusiasmo, feli cidad y miedo. Ir
recogiendo pistas de esta letra menuda permite al niño aprender, de forma más intensa
y precisa que mediante cualquier lenguaje hablado, lo que está bien y lo que está mal,
qué se ha hecho, qué no se ha hecho, qué es aceptable e inaceptable en el mundo
social del que forma parte.
Una vez más, nuestro trabajo con niños autistas nos sirve para dilu cidar un aspecto
crucial del desarrollo en niños sanos. Nuestras observa ciones indican que el autismo
resulta de un hándicap primario de mayor peso específico que los déficit lingüísticos,
cognitivos o sociales habitualmente descritos, y que se sitúa, precisamente, e n ese nivel
evolutivo que acabamos de describir. Al revisar más de doscientos casos detecta mos
que, en el momento de realizar el diagnóstico, el 68% de los niños con diferentes
subtipos de trastorno autístico no habían alcanzado el nivel de la conducta in tencional
compleja, en comparación con únicamente el 4% de niños sin síntomas autísticos, si
bien muchos mostraban un lenguaje repetitivo o automatizado. Tal como hemos visto,
la mayoría de los niños adquieren la capacidad de descifrar los mensajes emocio nales
de forma espontánea a lo largo de su desarrollo. Es esta ca pacidad la que les permite
comportarse de forma intencional. La capa cidad de asociar la conducta motriz a los
deseos e intereses conduce, posteriormente, a la aparición de la expresión simb ólica a
lo largo de las interacciones cotidianas. Los niños autistas son incapaces, sin embargo,
de asociar el afecto a las conductas o a los pensamientos. Pero cuando les hemos
podido ayudar a superar este escollo, estos niños pueden pro gresar.
La relación entre afectos, conducta y el empleo de símbolos quizás explique la
sorprendente observación de que muchos niños que se rela cionaban un poco y
mostraban conductas intencionales en las primeras fases de su desarrollo, comenzasen
a mostrar síntomas autísticos únicamente entre los dieciocho y los treinta meses de
vida, con conductas repetitivas y autoestimulantes, como girar sobre sí mismos, alinear
juguetes o abrir y cerrar puertas. En su segundo año de vida, el niño aprende a ir más
allá de las interacciones sencillas, como jugar al veo-veo, para pasar a secuencias en
las que, digamos, coge a su padre de la mano y lo conduce hacia el armario, hacia la
puerta principal o hacia el televisor. Estas interacciones complejas, claramente dirigidas
hacia un objetivo, requieren de un sentido de la finalidad y direccionalidad, un sentido
transmitido por la respuesta emocional del niño hacia los demás. Por otra parte y a
medida que el sistema nervioso va madurando, el uso de los símbolos (por ejemplo, la
capacidad de emparejar una imagen con un objeto o de repetir palabras) comienza a
ser posible. Una vez más, es el afecto el que da un sentido intencional y direccional a
esta nueva adquisición. Es el afecto el que hace que el «zumo» sea algo que sabe bien
y que otorga a la palabra «más» el significado de obtener experiencias adicionales del
tipo que sea. En ausencia de afecto, no obstante, la conducta y la capacidad cognitiva
emergentes se vuelven idiosincrásicas y desorganizadas, como los miembros de una
orquesta tocando sin director. El afecto es el que organiza, por contraste, la conducta y
el pensamiento para poder funcionar de forma armoniosa y concertada.
Los posibles fallos en las conexiones neuronales entre funciones lle vadas a cabo,
habitualmente, por diferentes partes del cerebro, pueden causar dificultades a la hora
de relacionar el afecto con la conducta y la cognición. En la mayoría de las personas
diestras, la parte derecha del cerebro se relaciona más con el afecto y la intencionalidad
que la parte izquierda, en gran medida responsable de la secuenciación lingüística, sim -
bólica y conductual. Es interesante constatar que muchos niños con trastornos de tipo
autístico a menudo prefieran mirar los objetos con el rabillo del ojo y eviten el contacto
visual directo, incluso cuando se muestran afectuosos. Pueden estar abrazando y
besando a sus padres sin que sus ojos transmitan mirada amorosa alguna. Los padres,
comprensiblemente, se quedan perplejos ante esta conducta. «Me abraza pero no me
mira», explicaba un padre amargado. Al mirar de soslayo, estos niños sólo utilizan una
parte del cerebro mientras que, cuando miramos direc tamente de frente, debemos
utilizar ambos hemisferios cerebrales de for ma integrada.
Es posible que las conductas aprendidas en las primera etapas de la vida, como la
de tranquilizarse, atender a las impresiones sensoriales, mostrarse afectuoso e incluso
la ejecución de sencillas interacciones ges tuales, puedan llevarlas a cabo partes del
cerebro no del todo integradas entre ellas, e incluso uno u otro hemisferio
independientemente, y que aparezcan los primeros síntomas autísticos únicamente
cuando diferentes áreas tengan que realizar un trabajo más conjuntado y debido a
trastornos específicos del sistema nervioso. La maduración qu e tiene lugar durante el
segundo año de vida permite planificar las conductas y, con el tiempo, un empleo
inteligente de las palabras, requiriendo, así, la coordi nación de diferentes áreas
cerebrales, incluyendo funciones asociadas a los hemisferios derecho e izquierdo. Una
línea de investigación llevada a cabo en animales y en seres humanos, intentando ver
qué ocurre cuando una parte del cerebro funciona sola, confirma esta tesis. La acción
compleja, catalizada por el afecto, parece necesitar que ambos h emisferios trabajen en
tándem.
Parece, por lo tanto, que el déficit primario del autismo tiene que ver con la relación
que se establece entre el afecto y la planificación de se cuencias conductuales y entre el
afecto y la creciente capacidad para emplear símbolos. Los problemas del desarrollo de
la empatía o en la elaboración de una teoría de la comprensión (por ejemplo, la
capacidad de captar las actitudes y las intenciones de los demás), que algunos investi -
gadores destacan como parte del trastorno autí stico, son, con toda probabilidad,
dificultades secundarias que tienen como base este déficit más primario.
Los hallazgos neurológicos en el autismo son, en el momento pre sente, poco
concluyentes. Mientras que los niños afectados evidencian grandes difer encias
fisiológicas, no hemos identificado todavía ni un solo déficit o conjunto de déficit. Las
observaciones evolutivas sobre el vínculo entre el afecto y la conducta quizá nos
ayuden a identificar los patrones biológicos más relevantes. Entre tanto, los enfoques
terapéuticos que mejores resultados nos han dado consisten, antes que nada, en
ayudar a los niños con síntomas de tipo autístico a que establezcan estas conexiones
afectivas. Cuando han sido capaces de establecer estos víncu los, su uso del lenguaje,
de las capacidades cognitivas y de la conducta social adquieren un carácter mucho más
espontáneo. Cuando no hemos podido ayudar a los niños a establecer estas relaciones,
o cuando se han empleado unos enfoques conductuales más mecanicistas, hemos
podido observar progresos en alguna ocasión, pero de otro calibre. El lenguaje y la
cognición tienden a permanecer estereotipados, rígidos y repetitivos. Incluso niños con
excelente capacidad para la lectura y el cálculo tienen dificultades cuando se requiere el
pensamiento abstracto. La formación de amistades y el desarrollo de la capacidad
creativa resultan problemáticos.
En todos los niños, incluso en aquellos que padecen trastornos fisio lógicos poco
frecuentes, la interacción emocional desempeña un papel trascendental en el proceso
de aprendizaje. Si bien es demasiado pronto para poder saber, a ciencia cierta, si la
terapia corrige este hándicap neurológico de base o elabora recursos compensatorios,
parece que ambos factores están entrando en juego. La m ejora observada en niños
autistas que han ido pasando, progresivamente, a través de las diferentes etapas del
desarrollo afectivo, subraya la importancia que tiene la comprensión de la estructura
mental basada en las emociones que sirve de base a la in teligencia.

El sentido del sí mismo preverbal

A medida que el mundo interaccional del niño se vuelve más com plejo y abarca los
intercambios presimbólicos, su sentido del sí mismo permite una mayor organización y
el niño puede desempeñar, así, un papel activo en su mundo ingeniando planes y
objetivos concretos. Su tendido neurológico abarca, ahora, unidades mucho más
largas: para el niño, el «yo» feliz y el «yo» que desea la manzana y el «yo» que recibe
un beso, pueden combinarse en el «yo» que es feliz cua ndo obtiene una manzana o
un beso. La felicidad ya no constituye una serie de sensaciones fragmentadas sino
diferentes experiencias entrelazadas que pueden incluir un paseo con mamá para
visitar a la abuela y jugar con el perro. Este sentido del sí mismo presimbólico, pero
coherente, surge a medida que las emociones, la intencionalidad y la motivación que,
de forma aislada, definían ese sí mismo inicial, fragmentado, se funden ahora en un
«yo» más complejo, más unificado. El pequeño puede coger a mamá de la mano con la
finalidad de obtener la recompensa que desea y, si pone pegas, intentar persuadir o
seducirla. Aparte de estas secuencias largas de insinuaciones afectivas, desarrolla un
sentido del sí mismo que le permite satisfacer sus necesidades por diferentes vías.
A los doce o trece meses este sí mismo está todavía dividido en dife rentes
fragmentos de tamaño, eso sí, considerable. El «yo» feliz ha en globado al «yo»
deseoso de saber, al «yo» explorador y al «yo» autoafirmativo, pero está todavía a
gran distancia del «yo» enfadado o triste. Cuando un niño de doce a catorce meses se
enfada con alguien, es posible que no perciba que, hace tan sólo unos momentos,
había estado jugando, tan feliz, con esa misma persona. Uno sospecha que, en caso de
haber dispuesto de un rifle, no habría dudado en disparar sin remordi miento alguno.
Sin embargo, hacia los quince meses, más o menos, la in cipiente toma de conciencia
de que una relación fiable y protectora pue de coexistir con la sensación de rabia, ha
comenzado, a menudo, a templar su estado de ánimo. El sentido del sí mismo consiste,
ahora, en fracciones cada vez más largas y unificadas, si bien persisten, todavía,
considerables brechas. En algunos adultos, de hecho, la vertiente feliz. desconoce la
vertiente crispada; el doctor jekyll y Mr. Hyde viven bajo la misma piel pero no se
encuentran nunca.
Hacia los dieciocho o veinte meses, un niño que se haya enfadado con una persona
querida utilizaría una escopeta a modo de amenaza, pero no dispararía. Su rabia tiene,
ahora, un significado diferente; parece más madura, más compleja, como el enfado de
una pareja, casada hace muchos años, que sabe que ninguna disputa, por agria que
sea, puede cortar el vínculo que les une. El niño ha conseguido unir dos « yoes» cier -
tamente diferentes, un «yo» enfadado con uno amoroso, en un sí mismo único,
superior.
Cuando el niño unifica en su sentido del sí mismo afectos diferentes e, incluso,
contradictorios, también crea unos vínculos emocionales a través del espacio y
finalmente, a través del tiempo. Anteriormente, sólo sentía el afecto de su madre cuando
descansaba en sus brazos, o las ganas de jugar de su padre cuando permanecía
sentado en su regazo. Ahora, sin embargo, puede levantar la vista de sus cubos, echar
un vistazo a su madre a través de la habitación, ver cómo sonríe y sentir la seguridad
de su cercanía. O le puede balbucear algo a su padre, escuchar un soni do-respuesta
procedente de la habitación contigua y sentirse más tran quilo gracias a esta
comunicación. Hacia mediados del segundo año, el niño es capaz de comunicarse a
través del espacio, lo que le posibilita realizar sus conductas exploradoras en un radio
cada vez más distante de sus padres sin renunciar, por ello, al placer que significa
constatar su proximidad.
Cuando hablan por teléfono con una persona del otro lado del continente o, incluso,
cuando leen una carta de ultramar, la mayoría de adultos pueden lograr este sentido
comunicacional a través del espacio. Algunos, sin embargo, no pueden. El desarrollo de
este logro constituye un paso decisivo para el niño pequeño, tal como señaló Margaret
Mahler. Observó que para un bebé temeroso, el alejamiento de su madre puede ser
equivalente a su pérdida. El deseo simultáneo de independencia y de pendencia constituye
un dilema de «separación-individuación».
Un niño, no obstante, capaz de llevar imaginariamente a su madre a través del
espacio, puede resolver este dilema. Puede realizar sus actividades exploratorias en su
sala de juegos mientras mamá trajina en la cocina y, aun así, sentirse cerca mientras la
observa desde la distancia.
Un pequeño gesto suyo de consentimiento con la cabeza puede ex perimentarse
como el más cálido de los abrazos. Si se encuentra fuera de su campo visual, escuchar
la respuesta que su madre da a sus voces puede transmitir la misma sensación de
seguridad y de afecto. La capacidad del niño de descifrar los gestos y sonidos de su
madre le otorga una seguridad psicológica, aunque deba retroceder y abrazarse a ella
durante un rato si ésta ignora sus miradas o sus llamadas de atención. Más ade lante,
ya podrá llevar consigo la imagen mental de su madre a través del tiempo y del
espacio. Puede imaginársela ahora tal como era hace unos pocos minutos. Al
desarrollar la capacidad de comunicarse con las personas queridas incluso cuando no
están, físicamente, a su alcance, el niño pequeño adquiere una considerable seguridad
emocional.
La consolidación plena de esta cuarta etapa implica la unión de frac ciones cada vez
más extensas del sí mismo al ir juntando diferentes propósitos y afectos. Esta
organización conduce a la acción. El niño puede vincular su rabia con su alegría si
experimenta ambas en un mismo contexto relacional. Mientras juega con mamá, por
ejemplo, se siente molesto porque ella no le deja quitarle las gafas de un tirón. Ella le
dice que no y, cuando intenta agarrárselas de nuevo, le dice, nuevamente, que no.
Quizá lo tiene cogido a cierta distancia y le dedica una de sus miradas del tipo «Déjalo
estar, hablo en serio». Cuando frunce el ceño, ella le imita a modo de juego. « Sé que
estás enfadado», le dice, « pero no puedo permitir que juegues con mis gafas. Las
necesito.» Después de alguna que otra muestra de malhumor, vuelve a lo que estaba
jugando anteriormente. De la felicidad al enfado y, de vuelta, nuevamente a la
felicidad. Siente que tanto la rabia como la alegría le pertenecen y su sentido del sí
mismo comienza a integrar un «yo» que puede estar enfadado y alegre de forma casi
simultánea. La integración tiene lugar porque experimenta una amplia gama de
sentimientos que sus padres toleran.
Esta integración se presenta a medida que transcurre el tiempo. Cuando juego con
niños pequeños de diferentes edades y me las arreglo para que se enfaden conmigo,
observo reacciones muy diversas. La rabia de un niño de doce meses parece suceder al
margen de cualquier toma de conciencia de que soy aquella persona por la que sentía
afecto o a la que, incluso, quería hace tan sólo unos minutos. Siento que este niño
acabaría, finalmente, apretando el gatillo. A los dieciocho meses, sin embargo, su enfado
tiene otro carácter. Puede ser igualmente intenso, pero subya ce la certeza de que soy la
misma persona con la que se lo había estado pasando bien jugando hace unos pocos
minutos.
Esta integración podría no haber ocurrido si, cada vez que un niño mostrara un
estado de frustración, por ejemplo, uno de los padres le hu biera impuesto un período de
aislamiento mientras él desaparecía. No tendría, así, la oportunidad de experimentar la
secuencia de emociones que va desde el fastidio y la rabia hasta el bienestar. En este
contexto, el enfado permanece separado de - - y constituye una amenaza para— la fe-
licidad: se convierte en algo que hace desaparecer a mamá. La felicidad se convierte,
así, en un sentimiento que únicamente puede existir en ausencia de la rabia. No resulta
sorprendente, por lo tanto, que los hijos de padres severamente deprimidos, que no
pueden tolerar las más mínimas tensiones, a menudo aprendan a asociar su enfado con
sentimientos de abandono, vacío interior e incluso desesperación. Más que la posibilidad
de volver al estado de felicidad es la amenaza de que los dejen solos lo que acaba
asociándose a la sensación de rabia.
El sentido del sí mismo de un niño también se desarrolla a parti r de la imitación de
movimientos, gestos, expresiones y tonos de voz de las personas a las que quiere. Es
el momento, ahora, de ponerse el sombrero de papá y de imitar su forma de caminar,
de regañar a la muñeca con una réplica perfecta de la expresión crispada de mamá y de
otras payasadas elaboradas a partir de lo que ven. Cuando lleva el sombrero de papá y
camina hacia la puerta como si fuera al trabajo, es papá. Cuando da vueltas a la olla en
su horno de juguete mientras mamá da vueltas a una olla más grande al preparar la
comida, es mamá. Ya no aprende de forma fraccionada lo que hacen mamá y papá,
ahora puede imitar todo un conjunto de patrones conductuales. Lo integra todo de una
vez, de la misma forma en la que un deportista habilidoso, que observa có mo un profe-
sional juega al tenis, puede salir a la pista y darle a la pelota con golpes improvisados.
Intentar ser como otras personas remedando su forma de actuar también tiene otra
finalidad importante, más allá de erigir un sentido de sí mismo. Experimentarse uno
mismo como si fuera otro le sirve al niño de pequeña preparación para desarrollar su
empatía en cuanto alcance un nivel de conocimiento más avanzado.
Si bien en esta etapa evolutiva la imitación viene motivada por los sentimientos, se
basa en la aparición de la capacidad cerebral, fuertemente arraigada, de ver, escuchar y
reproducir patrones completos y no sólo fracciones o trozos. ' Gracias a esta nueva
adquisición, los niños aprenden conducta social, lenguaje y habilidades cognitivas, entre
otras cosas, con gran facilidad. Sin embargo, para el niño que ha sufrido importantes
frustraciones o miedos, la conducta imitativa no constituye un medio para ampliar sus
conocimientos y su sentido de la identidad, sino más bien para aferrarse a aquello que
se ha perdido. La reproducción de la situación traumática intenta reconquistar lo que un
día fue suyo. Usada de este modo, como defensa ante el miedo, la imitación pierde su
flexibilidad emocional. En lugar de incorporar los roles y los rasgos de los demás a su sí
mismo en crecimiento, comienza a incorporar unas facetas que no puede digerir. Sonreír
a papá mientras se pone su sombrero permite al niño obtener una sonrisa como
respuesta; la imitación y la sonrisa se convierten en la misma cosa y le pert enecen.
Pero cuando un niño camina como papá para exorcizar el miedo de ser agredido por él,
la imitación queda como un fenómeno aislado, como un cuerpo extraño en su psique.
Los niños que alcanzan una falsa madurez a través de los traumatismos psicológico s y
en ausencia de una educación interactiva, a menudo se vuelven adultos que no saben,
a ciencia cierta, qué aspectos de su personalidad son realmente suyos, qué acciones
suyas expresan, realmente, sus propios sí mismos.
Los rituales rígidos e inamovibles también constituyen una característica típica de
un sentido constrictivo del sí mismo. Los rituales que contienen un significado simbólico
pueden, en última instancia, elaborarse mediante dramatizaciones, por ejemplo. Estos
son claramente diferentes de los rituales puestos en práctica, exclusivamente, para
adquirir seguridad y confianza. Estos últimos constituyen a menudo un mal sustituto de
la interacción humana y del sosiego que le falta.
Para el niño que evoluciona favorablemente, estas nuevas adqui siciones de base
neurológica, como son el reconocimiento y la imitación de patrones conductuales, le
permiten poner en práctica patrones interactivos cada vez más largos. Es ahora cuando
aprende a hacer frente a los sentimientos humanos más profundos y má s
trascendentales. Rabia, amor, proximidad, autoafirmación, curiosidad, dependencia se
integran en la experiencia del niño a medida que pone en práctica las reacciones
emocionales de sus padres y las hace suyas. A través de la conducta imi tativa, la cara
seria, de fastidio, que pone papá y sus impacientes idas y venidas, la mirada de
sorpresa de mamá y los nerviosos golpecitos que da con los dedos en la mesa, adquieren
para el niño un significado emocional que va haciendo suyo. Si sonreír igual que mama
se asocia con un sentimiento de cariño y amor y conduce a estar cerca de sus padres,
ello acabará formando parte, realmente, de su personalidad en evolución. De la misma
manera, si las regañinas de papá van asociadas a un estado de enfado y sirven para
ahuyentar a un hermano, eso también quedará inte grado en su sí mismo en evolución.
No obstante, si el patrón conductual no lleva asociado ningún afecto ni sirve a finalidad
alguna, carecerá de sentido. Si va asociado a determinadas emociones negativas, se
puede volver rígidamente repetitivo.
Cuando la capacidad de reconocer patrones conductuales más com plejos surge
alrededor de los dieciocho meses, el niño pequeño será cada vez más capaz, de leer los
sentimientos de los demás y de hacerles frente de forma cada vez, más efectiva. Ahora el
niño se puede dar cuenta, a partir de la posición de la cabeza o la tensión en los
hombros de papá cuando entra en la habitación, que esta tarde está malhumorado y
que no se encuentra con ánimos para jugar con é l . Es mejor no enseñarle,
precisamente ahora, esa nueva pelota o intentar hacerle partícipe de un juego. Este
nivel perceptivo únicamente se alcanza a través de la interacción: a través de las
incontables oportunidades de haber descifrado la configu ración que toma la boca de
mamá, las arrugas que surgen en las cejas de papá. La realización de estas
interpretaciones puede resultar dificultosa en el niño pequeño que carece de suficientes
interacciones. La falta de práctica en la comunicación preverbal compleja puede lleva r
al niño a malinterpretar la señal de silencio por parte del profesor, de que ahora va en
serio, o a acercarse demasiado a otro niño sin haber preparado pre viamente el terreno
para tal muestra de confianza.
Todas estas habilidades ya han ido construyendo, ahora, algo que va más allá de los
patrones conductuales propiamente dichos. Llegados a este punto, podemos comenzar a
hablar del sí mismo infantil como de su estructura caracterial o su personalidad, su
manera particular de vivir el mundo. Formado por sus expectativas y respuestas más
habituales, de los vínculos que ha ido estableciendo con su vertiente emocional, no tie ne
nada que ver, todavía, con el uso de símbolos. ¿Espera el niño que los demás le quieran o
que le rechacen, que toleren su rabia o que le abandonen cuando la muestra
abiertamente, que estimulen sus ganas de saber o que le exijan permanecer pasivo, que
le permitan descubrir el mundo sintiéndose protegido o le condenen a la soledad cuando
se lanza a la aventura? Estas primeras presuposiciones conductuales y emocionales no
dependen, como pensaba Freud, de determinados conflictos relacionados con cierto
miedo simbólico a la ira, sino de las lecciones aprendidas, directamente, de los
incontables intercambios relacionales con otras personas significativas. Estos intercambios
forman una parte significativa del carácter antes, incluso, de que los símbolos
inconscientes tengan un mínimo grado de relevancia. Un niño pequeño sabe cómo van a
reaccionar los demás respecto de él, no porque sepa pensar sobre ello de forma lógica,
sino debido a que sus emociones, engarzadas en patrones am plios basados en la
experiencia, le informan sobre el grado de intimidad, sobre la capacidad autoafirmativa,
sobre la sexualidad, sobre la no satisfacción de algunos deseos, sobre todo aquello que
conlleva ser aceptado y lo que conduce al miedo o al dolor.
Los valores y las actitudes tienen su origen aquí, mucho antes de que sean
representados en forma de símbolos. Las emociones del niño ligadas, ahora, a patrones
reactivos, aportan información continua, incesante, sobre su conducta. Deseos, ilusiones
y propósitos se transforman en patrones significativos y la emoción interpreta el papel de
guía en vista de los desafíos, cada vez mayores, que ofrece la vida. En esta etap a evo-
lutiva, la conciencia consiste en un mayor conocimiento de las emocio nes, de la conducta
y de las acciones: de los patrones que constituyen la base del sentido del sí mismo.
Igualmente importante es la constatación de los demás como seres interactiv os
intencionales e incluso con cierto grado de predictibilidad. El mundo de las unidades
interactivas aisladas es, ahora, un mundo formado por patrones relacionales. Y el conoci -
miento del sí mismo y de los demás comprende, por primera vez, unas expectativ as
emocionales y sociales complejas.
Capítulo 4

La creación de un mundo interno

A lo largo de las próximas dos etapas evolutivas, nuestra mente se va desarrollando


para poder adquirir el significado simbólico. Las relaciones y expectativas emocionales
formadas en las etapas previas encuentran, ahora, una forma de expresión adicional.
Los deseos y las ilusiones están representados, en nuestro interior, por imágenes
multisensoriales. Somos capaces de ejecutar, mentalmente, nuestras acciones antes de
llevarlas a cabo. Aprendemos a resolver problemas por medio de ejercicios mentales. Nos
«imaginamos» las relaciones, los diálogos y los sentimientos, y poco a poco vamos
creando nuevas representaciones para expresar nuestra creciente gama de emociones.
Todas juntas, estas imágenes comienzan a configurar un universo interior.
En un principio, estas imágenes surgen de forma espontánea, como globos. Con el
paso del tiempo, se forman puentes lógicos que conectan estas imágenes entre sí. Los
puentes también comienzan a enlazar diversas emociones, como la rabia y la sensación
de perdida, permiten asimilar el fenómeno del tiempo, del «ahora» o «después» y del
espacio, la comprensión de que «Mama no esta aquí, sino en la habitación de al lado». A
medida que esto va sucediendo, el mundo interno se va desarrollando hasta formar una
organización cohesionada que da lugar a lo que llamamos pensamiento.
Durante estas etapas, la capacidad cognitiva y el sí mismo evolucio nan de manera
trascendental. Por primera vez nos experimentamos en forma de imágenes, no
simplemente por afectos, sensaciones físicas o conductas. Por primera vez establecemos,
también, categorías —rabia versus amor, ficción versus realidad, lo que queremos hacer
versus lo que finalmente hacemos.
La expresión simbólica constituye un lenguaje abreviado mediante el cual el cerebro
expresa sus deseos y sus objetivos. En lugar de coger a su madre de la mano, conducirla
hasta la nevera y golpear la puerta de la misma en busca del zumo, el niño es capaz de
decir «Zumo ahora». En lugar de arañar o morder, puede exclamar «¡Estoy enfadado!» o
«¡Quiero pegar!».
Al principio, este mundo nuevo de las representaciones facilita al niño comunicar,
directamente, lo que desea en cada momento. Hemos analizado el desarrollo de la
capacidad de saber lo que uno desea a lo largo de las etapas iniciales del aprendizaje, de
cómo prestar atención, relacionarse y comunicarse por medio de emociones y gestos
sencillos y cada vez más complejos. Si estas etapas evolutivas no se superan con éxito, las
imágenes y los símbolos, en vías de formación, permanecerán vacíos de contenido,
carecerán de intencionalidad, sentido emocional y, finalmente, de significado. Los niños que
no hayan asimilado estas materias elementales, únicamente actuarán de forma concreta,
mecánica, como si interpretaran, obsesivamente, escenas vistas en televisión o reci taran
una lista de nombres.
Los símbolos y las imágenes constituyen una vía económica no, únicamente, para
organizar las experiencias sino, también, para crear otras nuevas. La capacidad de influir
sobre ellas establece, así, la base para una autoelaboración y comprensión, y para los
importantes pasos evolutivos que le esperan en el futuro. La capacidad de manejar
símbolos es la principal vía de comunicación entre el mundo recóndito de las emociones, la
intencionalidad y el mundo social e intelectual, en constante expansión, del que cada
persona forma parte. No traspasamos este umbral sólo una vez, sino una y otra vez a lo
largo de toda nuestra vida.

EL QUINTO NIVEL: IMÁGENES, IDEAS Y SÍMBOLOS

El niño que ha superado la asignatura de crear patrones de conducta , de


intencionalidad, emoción y previsión, puede ir evolucionando, a través de infinitos cambios
mínimos, hasta alcanzar la etapa de la verdadera expresión simbólica. En el segundo o
tercer año de vida, comienza a manejar no sólo conductas sino, también, ideas. Comienza a
comprender que una cosa puede representar a otra, que la imagen de algo puede re -
presentar la cosa misma. Este logro le permite crear una imagen interna de su mundo.
Estos símbolos pueden representar, además, no sólo sus propias intenciones, sus deseos y
sus sentimientos, sino también los de las demás personas. Por primera vez o bservamos
esta reciente adquisición en el juego imitativo de un niño, cuando las muñecas pueden
abra-zar y los osos de peluche dicen adiós con la patita. 'Tomamos conciencia de ello
cuando un niño que ha perdido su juguete favorito puede exclamar: «Estoy triste». La
capacidad de abstraer un sentimiento y atribuir-le un nombre —saber que una sensación de
tirantez en el pecho significa miedo, el deseo de largar un puñetazo es rabia o el «salto» del
corazón es alegría— le permite llevar las emociones en un nivel de conciencia des -conocido
hasta ese momento y expresarlas simbólicamente, más que actuar, físicamente, de acuerdo
a ellas. Ella le puede decir a papá que está asustada sin tener que ponerse a chillar presa
del pánico. Le puede pedir una galleta a mamá sin tener que arrastrarla hacia la cocina.
El niño que no alcanza este nivel evolutivo únicamente puede expresar sus sentimientos
por medio de la conducta o de reacciones impulsivas. En lugar de ser consciente de que se
siente solo, decepcionado, miedoso o asustado, percibe un vacío en su vientre, llora, siente
un peso en el estómago o le sudan las manos. No es capaz de asignarle un nombre
abstracto a determinado estado de ánimo que le permita identificarlo y comprenderlo.
¿Cómo puede un niño pasar de una forma de ser conductual, cuya satisfacción reside
en la actuación, en alcanzar logros y deseos corporales, a una forma de ser simbólica, en la
que la satisfacción pueda residir en la representación o en la idea de una acción más que
en la acción en sí?
La forma en que transcurre este paso ha constituido un problema psicológico todavía no
resuelto. Piaget y otros autores han descrito diferentes aspectos de este proceso, pero no
explicaron la motivación del niño para realizar esta transición clave para su desarrollo.'
Desde el modelo evolutivo podemos, sin embargo, enfocar este dilema desde otra
perspectiva. Un niño hace esta transición, como todas las demás transformaciones previas,
gracias a las capacidades madurativas de su neurología, en conjunción con la riqueza de sus
experiencias afectivas. Ambos, tanto el sistema nervioso como el desarrollo emocional del
niño, deben estar listos para este siguiente paso.
En la forma de ser conductual, cuando un niño necesita sentirse que rido pide un
abrazo; cuando se siente frustrado, golpea con su cuchara la ba ndeja de la trona; cuando
tiene hambre, coge una galleta. En la forma de ser simbólica debe obtener, al menos, cierta
satisfacción de la idea de que su padre y su madre le quieren, del conocimiento de que su
madre le había prometido dejarle salir afuera dentro de un momento o a través de la
imagen de una inminente comida. Las representaciones iniciales implican acciones-
imágenes sugestivas de estar abrazando a mamá, de estar escalando la trona o de dar un
bocado a su comida favorita. Posteriormente, los símbolos también representarán
sentimientos junto con otros aspectos del sí mismo: una imagen representará afecto y no
sólo un abrazo, libertad y no sólo el placer de saltar, saciedad y no sólo el simple acto de
comer.
Para que ello pueda ocurrir, el niño debe aprender a sentir placer de los patrones
conductuales que va elaborando en su cabeza. ¿Qué facto-res le motivan para querer dar
este salto? El trabajo clínico realizado en niños de edades comprendidas entre los dieciocho
y los veinticuatro meses sugiere, como cabía esperar, que a muchos niños les resulta suma -
mente difícil y no alcanzan este logro hasta bien avanzada su infancia o, incluso, la edad
adulta. La clave, una vez más, radica en una relación afectuosa, íntima, con un adulto para
quien la comunicación sea lo suficientemente importante como para ser, por sí misma,
fuente de placer. Finalmente, los mismos pensamientos o las imágenes que surgen de esta
comunicación quedan teñidos de satisfacción.
Este cambio en la forma de ser requiere, así, la participación prolongada de alguna
persona que estimule la interacción, que fomente un uso, cada vez mayor, de los signos,
que participe con el niño en su juego imitativo, que le ayude a asociar el placer de
relacionarse con la habilidad de comunicarse de forma simbólica. El simple goce de ser
escuchado, la satisfacción de ser atendido a través del uso de imágenes, desencadena el
primer paso de este avance trascendental. El niño no sólo disfruta al obtener lo que desea
o al ver cómo se confirman sus expectativas, sino al dar a conocer a los demás el contenido
de las mismas. Al principio, cuando desea que le hagan cosquillas, se las hace a papá;
posteriormente, señala su propio sobaco riéndose. Le dice a su padre lo que quiere hacer
sin hacer-lo realmente. Obtiene satisfacción y placer a través de la comunicación exitosa de
su deseo, al igual que los adultos obtienen satisfacción a partir del intercambio cordial de
experiencias y sentimientos con un amigo.
Hacia el final del segundo año de vida, cuando la comunicación por sí misma comienza
a constituir un placer mayor que la comunicación destinada, simplemente, a alcanzar un
deseo, el niño toma un rumbo que no abandonará durante toda su vida. El amor que siente
por sus padres y las satisfacciones que éstos le dan, le lleva a disfrutar de la comunicación
por derecho propio. Nunca perderá del todo su necesidad de actuar y de obtener la
satisfacción por la vía directa, por supuesto, pero las gratificaciones provenientes de la
comunicación simbólica se van arraigando con los años y, progresivamente, la
conversación, lectura, escritura, poesía, matemáticas, música, teatro, pintura, escultura y
todas las demás artes y ciencias pueden ser fuente de profundo placer. Incluso antes de
que el niño pueda hacer uso de las palabras, su gusto por las relaciones se torna placer por
comunicarse en el marco de estas relaciones.
Progresivamente, este placer se va relacionando con la comunicación, con la idea,
además de la acción. La idea alcanza a ser algo más que una forma p ara establecer una
comunicación; se vuelve objeto de deseo.
El adulto responsable del niño le estimula a traducir sus aspiraciones concretas,
inmediatas, en palabras e imágenes. Los padres que sienten su propia satisfacción al
comunicarse con el niño fomentan esta nueva capacidad. Pueden estimular la interacción
simbólica no dejándose intimidar por las exigencias imperiosas del niño y ayudándole a
reflexionar. Un hecho tan sencillo como un niño que dice «Quiero salir afuera», pue de tener
como respuesta un sí o un no, por un lado, o, por el otro, una pregunta del tipo «¿Qué
quieres hacer afuera?». Esta última respuesta ayuda al niño a reflexionar sobre sus deseos,
mientras que la primera únicamente consiente o prohíbe, sin más. La reflexión fomenta el
empleo de símbolos y, en sentido más amplio, la capacidad de pensar, mientras que tanto
la negativa como la aprobación inmediata únicamente estimulan la tendencia hacia la
acción. A partir de tales intercambios satisfactorios, surge la motivación para comunicarse
cada vez más, generar satisfacciones cada vez mayores a través del proceso de
comunicación y, finalmente, por medio de las palabras y las imágenes propiamente dichas.
Llegados a este punto, la toma de conciencia de sus propósitos y de sus emociones y la
atribución de determinados símbolos constituye uno de los principales motivos de alegría
del niño. El juego imitativo, la conducta (en contraposición a la simple imitación) y la
adquisición de nuevas palabras, todo ello resulta del entusiasmo que el n iño siente por su
nuevo potencial.
Los niños cuyos padres tienden a un estilo más literal, probablemente sólo desarrollen
parcialmente su capacidad de usar palabras y símbolos. En el caso de que un niño desee
salir afuera mientras llueve torrencial-mente y el padre le pregunta por qué y le ayuda a
visionar —mentalmente— las posibles consecuencias de su plan, el pequeño adquiere
práctica en la elaboración de ideas yen su sustitución de las acciones. Por el contrario, el
padre que simplemente le grita que no, no 1e da esta oportunidad. Con este tipo de
respuestas, el niño es posible que no aprenda a crear representaciones simbólicas de sus
emociones, deseos y aspiraciones. Estas imágenes internas que va elaborando, tienden a
ser concretas y orientadas hacia la acción.
Entre tanto, la concomitante maduración neurológica del niño ayuda a que su repertorio
de símbolos se multiplique rápidamente. El sistema nervioso posibilita, ahora, un
aprendizaje más rápido, y el niño va acumulando palabras e ideas con creciente facilidad.
Es capaz de imitar práctica-mente todo tipo de sonidos o palabras, y así lo hace
habitualmente. Ello no se produce todavía de forma automática. Las nuevas palabras
adquieren un significado y acabarán formando parte del vocabulario del niño ú nica-mente
cuando vayan asociadas a emociones o a determinados propósitos. Hablar como papá
significa parecerse a ély estar cerca de él. Decir «zumo» implica el placer de degustar el
zumo. Son estas sensaciones e intencionalidades las que dan significado y sentido
intencional a las palabras y a los símbolos de nueva adquisición —neutrales, por lo demás—
, que el niño va acumulando.
El entramado neuronal continúa madurando en pos de una complejidad cada vez
mayor, permitiendo que el niño no sólo cree imágenes sino que rememore escenas y
acontecimientos complejos que ha observado y los relacione de diferentes maneras. Se
elaboran recuerdos que no sólo abarcan representaciones de patrones conductuales sino
también, a su vez, de emociones, propósitos y deseos. En ausencia de estos componentes
afectivos, la memoria únicamente sería una criba computerizada que muestra imágenes
mecánicamente, sin significado ni estructura. Gracias a ellos, sin embargo, la memoria
forma parte de la expresión de un sí mismo particular. El significado y la intencionalidad,
junto con el recuerdo de las sensaciones, constituye, en otras palabras, un código dual
esencial para nuestra condición humana.
Cuando un niño carece de las relaciones que marcan la diferencia o no puede aprender
de ellas por razones neurológicas, las representaciones que desarrolla son menos detalladas
y menos complejas, su personalidad es menos diferenciada y su posterior capacidad para
entablar relaciones es mucho menor. Muchos adultos nunca han llegado a alca nzar
suficiente destreza en la elaboración de imágenes internas. Una de estas personas, llamada
Susan, comenzó su terapia con la esperanza de poder salvar su deteriorada relación
marital. Su marido pasaba cada vez más horas en la oficina y su relación se e staba
volviendo, día a día, más tiran-te. Siempre que las horas de trabajo de Jim se alargaban,
ella se quejaba y le criticaba lo que, naturalmente, le hacía estarse todavía más horas tra -
bajando, lo que, a su vez, únicamente intensificaba sus quejas. A pe sar de todos sus
esfuerzos, se lamentaba al psicólogo, no conseguía atraer su atención, que tanto
necesitaba y creía merecer.
Susan no era capaz de relacionar los problemas de pareja con sus propios sentimientos.
Únicamente sabía que, en general, se encontraba «mal", pero no encontraba palabras para
describir su estado de ánimo o la raíz de su problema. Ninguna de las soluciones que
intentaba poner en práctica parecía romper el patrón que alejaba a Jim de ella.
Su acusada tendencia a querer cambiar el comportamiento de Jim permitió al terapeuta
darse cuenta del hecho de que Susan tenía gran dificultad en representar, simbólicamente,
muchos de sus sentimientos, en lugar de traducirlos, simplemente, en conducta. Cuando le
preguntó, de forma más detallada, acerca de sus emociones, manifestó que el rechazo de
Jim a volver a casa le daba pie a adoptar una postura distante, fría, respecto de él. Era
capaz de describir sus acciones o su tendencia a actuar de determinada manera, pero no la
forma en que se sentía. El terapeuta, con la esperanza de ayudarla a fijar la atención en
sus sentimientos, le pidió, en primer lugar, que prestara atención a sus sensaciones físicas.
Comenzó describiendo su tono muscular como agarrotado y tenso. Con el paso del tiempo,
sus descripciones insinuaban emociones: percibía su cuerpo, por ejemplo, como si «se
estuviera preparando para un ataque». Los sentimientos como el enfado o la rabia
comenzaron a aflorar, en toda su plenitud, sólo de forma lentamente progresiva.
Susan, finalmente, aprendió a identificar las manifestaciones corporales de miedo,
soledad y, a su vez, rabia. Acabó dándose cuenta de que se sentía vulnerable, desprotegida
y desorientada. Nunca antes había analizado su rabia interior o sus sentimientos de
pérdida; únicamente había percibido un estado de pánico, descrito de forma vaga y
excesiva-mente generalizada. En cuanto hubo aprendido a hablar sobre sus sentimientos de
pérdida, fue capaz de relacionar la ansiedad que sentía, ante la ausencia de Jim, con
estados similares de desesperación padecidos en su infancia. Cada vez que Susan sentía la
necesidad de estar con ella, su madre, una mujer dominante y obstinada, le respondía
rechazándola emocionalmente. De carácter distante y controlador, su madre había
rechazado mantener cualquier tipo de comunicación sobre temas tales como la inseguridad,
la desprotección ola sensación de pérdida. La rabia era una sensación absolutamente tabú.
Había evitado, así, que la niña, y la futura mujer, aprendiera a representar, ante sí misma,
las sensaciones que comprenden las experiencias de rechazo y de abandono. Incapaz de
abstraer y de comprender estos sentimientos dolorosos que evocaban las ausencias de Jim
que tanto la enojaban, Susan únicamente podía expresarlos por medio de la conducta y
padecer un estado de ansiedad generalizado.
Veo muchos casos de depresión entre personas que no pueden crear una imagen
mental en sustitución de una presencia palpable.' Las personas capaces de representar sus
sentimientos pueden echar mano de la imagen de una persona querida o de una salida
airosa para tranquilizarse a sí mismos ante el dolor y darse ánimos en momentos de
desaliento. Pueden decirse a sí mismos »Mi madre me quiere, aunque no esté aquí ahora
conmigo» o incluso «aunque ya no esté viva»; dicho en otras palabras, experimentan las
personas que se hicieron cargo de ellos en su infancia corno una imagen que les echa una
mano y que, realmente, les sostiene y calma en momentos de soledad, miedo y sensación
de vacío. Llevan consigo imágenes tranquilizadoras, que transmiten fuerza y sensación de
seguridad. Pueden asegurarse a sí mismos que todo irá bien, que sus esfuerzos se verán
recompensados por el éxito y que sus temores no acabarán verificándose. l a s personas
incapaces de crear estas imágenes positivas carecen, así, de un recurso emocional muy útil.
En momentos de necesidad no existe un sentido interno que dé seguridad, una voz o una
imagen interna que calme nuestra ansiedad sino, únicamente, un espacio vacío o imágenes
negativas, recriminadoras. La falta de esta fuerza interior, enérgica, posiblemente
predisponga a estas personas a padecer depresión cuando las cosas se tuercen.
Mike Tyson, el boxeador profesional encarcelado por violación, comentó detalladamente
su propia transición desde la acción a la reflexión en una entrevista radiofónica. Antes de
entrar en prisión, explicaba, había sido una persona que sólo actuaba de forma instintiva,
sin pararse a pensar o a prever las consecuencias. Ya como adolescente, desplegando una
gran actividad v criado en una familia con pocos me-dios educativos, y posteriormente
como famoso atleta millonario, siempre había hecho durante toda su vida simplemente lo
que le venía en gana. Ejecutaba cualquier deseo. Durante su estancia en prisión se dio
cuenta, por primera vez, de que tenía conciencia, que podía saber y evaluar lo que quería
hacer. Corno prisionero, el hombre que siempre había encontrado satisfacción
exclusivamente a través de la acción, tuvo que aprender a obtener placer de la
contemplación v de la comunicación sobre la acción.
De forma mucho menos dolorosa y más constructiva, los padres que usan la interacción
y comunicación simbólica aportan al niño esa ciencia necesaria que la cárcel aportó a
Tyson. Al ayudar gradual pero firmemente a su hijo a traducir sus impulsos en imágenes y
transmitir, posteriormente, estas representaciones a la conciencia de otra persona, el padre
enseña al niño la esencia de la actitud reflexiva. Las imágenes no tienen por qué ser
verbales para cumplir esta función. El lenguaje por signos o la gesticulación compleja
pueden servir exactamente igual. Un niño de tendencia visual y muy hábil, también,
manualmente, podría expresar su deseo de pegar a su hermana en una secuencia de
dibujos: en la lámina uno podría representar el impulso; en la lámina dos, la conducta; en
la lámina tres, el castigo. Al igual que uno puede decir «Te quiero» en los lenguajes más
diversos, la gramática y el vocabulario específico de las interacciones simbólicas de un niño
importan muchísimo menos que el hecho de que tengan o no lugar.
Con la capacidad de elaborar ideas, el niño ha llegado al umbral del conocimiento y de
la toma de conciencia. Ha dado el paso, aquí, hacia el mundo de la cultura humana, el
mundo que incluye Hamlet, las World Series y las ecuaciones de segundo grado. La base de
esta comprensión más global es un sentido del sí mismo que se ha vuelto simbólico y que
funciona en un universo donde imperan la reflexión y el significado de las cosas. Sus raíces
más profundas, sin embargo, se sitúan en las primeras
experiencias relacionadas con el despertar sensorial del niño pequeño. A través de las
relaciones y de sus vínculos emocionales, el conocimiento ha evolucionado desde la
aparición de los primeros y diminutos islotes del «yo» intencional, hasta el mundo, cada vez
más detallado, del «yo» simbólico.
Las imágenes que ahora nutren de información la vida interna del individuo son de
naturaleza multisensorial. No son simples imágenes como Las que vemos en la pantalla del
televisor o en una película sino, más bien, imágenes plenas de vida misma, con sonido, olor y
una tonalidad emocional, todo ello de forma simultánea. La vida interior, rica en detalles, que
se está desarrollando evoluciona, a la vez, en diferentes direcciones.
Podemos vislumbrar esta evolución a través de la ventana que el juego imitativo nos
proporciona sobre la vida interna de los niños. Los fragmentos de un juego como puede ser
una invitación a tomar el té o acostar ala muñeca, evolucionan hasta constituir una
escenificación en la que el té, una discusión, la reconciliación v el irse a la cama se suceden de
forma rápida para que, en cuanto despierten los personajes, pueda comen-zar toda una
nueva aventura. Con creciente complejidad, el juego gradualmente va abarcando, cada vez
más, los temas fundamentales de la vida: educación y dependencia, autoafirmación y
agresividad, curiosidad e intriga, empatía y amor, límites y restricciones, miedos e inquietudes.
En el caso ideal, todos acaban formando parte del rico tejido de la vida interna del niño. Algunos
niños, sin embargo, no desarrollan sus propias escenificaciones complejas y ricas en temas
emocionales. En su lugar, sus vidas internas permanecen limitadas y la satisfacción o la agresión
virulenta se reproducen a sí mismas una y otra vez. En lugar de parecerse a un arco iris, sólo
existen uno o dos colores.

El sí mismo simbólico
Cuando el niño aprende a usar símbolos para crear un estado interno de seguridad y para
poder pensar en su mundo interior y en su entorno, comienza a experimentarse, en un
principio, tal como observó Freud, a través de la representación consciente o inconsciente de
deseos y emociones. Comienza a experimentarse a sí mismo, en parte, como lo hacen los
adultos, a través de representaciones internas de sí mismo. Las demás personas y las
relaciones que establece con ellas también adquieren un carácter simbólico. A través de estas
imágenes, el niño puede percibir su forma de actuar, cómo siente, qué desea. La suma de
imágenes mentales constituye lo que la gente, comúnmente, entiende como sentido del sí
mismo. Su grado de definición, organización e intencionalidad determina la madurez del sentido
del sí mismo. Algunos aspectos de este sí mismo en evolución serán conscientes, y otros
inconscientes o fuera del alcance de la percepción diaria. Posteriormente, hablamos de la
«identidad» del individuo, un concepto estrechamente vinculado al anterior que comprende el
espacio que este sí mismo simbólico ocupa en el mundo de los seres humanos, en el pasado y
en el futuro, en los propósitos de más largo alcance de la vida.
El sentido del sí mismo organiza el inundo interno de las personas de muy diferentes
maneras. Para algunos, esta organización aporta un panorama detallado, equilibrado y flexible
de los sentimientos y de los propósitos, mientras que, para otros, el sentido del sí mismo está
más polarizado o es más rígido.
En cierto nivel, se encuentran las personas que no desarrollan la capacidad de usar
imágenes e ideas internas para regular las emociones y que permanecen en la actitud de
expresar sus sentimientos a través de la conducta. En otro nivel, se encuentran aquellos que
son capaces de usar imágenes, si bien son recapitulaciones y variaciones de sus propias
acciones. Estas personas no piensan en sus sentimientos de enfado, tristeza o alegría, pero, en
su lugar, ejecutan mentalmente acciones tales como pegar, patear, escupir, chillar, abrazar o
besar. El contenido de sus vidas internas, un paso más allá de la acción, permanece muy
próximo a la misma. Cuando se le pregunta cómo se siente, una persona de estas caracte-
rísticas contestará «Quiero pegarle», o «Quiero abrazarle», más que dar fe, simplemente, de
sus sentimientos.
En el tercer nivel de organización, las imágenes internas se asocian a sensaciones físicas.
«Cómo te sientes?» logra una respuesta del tipo «Mis nervios están a punto de estallan» en
lugar de «Estoy furioso»; «La sangre me está golpeando las sienes» más que «Estoy
terriblemente desconcertado».
En el siguiente nivel, algunas personas acaban atrapadas en formas muy polarizadas de
entender la vida; las cosas o bien son maravillosas o bien terribles, del todo positivas o
negativas. Observamos estos patrones en las racionalizaciones de prejuicios y discriminaciones
de cualquier grupo caracterizado por unos rasgos extremadamente negativos. Los matices, el
equilibrio y la apreciación de las diferencias individuales no desempeñan papel alguno al valorar
a los demás.
Estas imágenes polarizadas también se observan, frecuentemente, en adultos que padecen
estados anímicos extremos. Bastante a menudo, los niños tienen visiones polarizadas que
oscilan de un extremo al otro, especialmente en edades preescolares. También los adultos
acaban atrapados en visiones extremas de sus propios sentimientos o de las motivaciones de
las demás personas. La esposa de una persona está siempre equivocada, o las personas
siempre lo critican o nada le sale bien.
En otro nivel, incluso, si bien las actitudes no están tan extremada-mente polarizadas, el
individuo todavía parece estar rígidamente sometido a unas pocas maneras de entender el
mundo. Un puñado de temas repetitivos caracteriza los conflictos generados en la vida interior:
rivalidad, éxito, rabia respecto de los demás. Se presta relativamente poca atención a temas
tales como la ternura, la dependencia o la alegría. Cuando la sexualidad comienza a aflorar, se
practica en forma de competición y victoria y no de intimidad y de placer.
La razón de que algunas personas ejecuten únicamente un número limitado de
escenificaciones mientras que otras tienen acceso a una amplia variedad, es de fácil
comprensión. Tal como hemos visto, los adultos participan de forma variable en las escenas
que forman la vida interna del niño. Algunos padres se muestran indiferentes cuando el
lenguaje del niño, su juego imitativo u otros actos simbólicos hacen referencia a temas de
agresividad o, incluso, autoafirmación. Otros se vuelven ansiosos, cambian de tema o se retiran
cuando la temática alcanza las partes del cuerpo y la sexualidad. Otros, todavía, pasan un mal
rato cuando la escena hace referencia a la ansiedad de separación. Algunas familias evitan
determinadas escenas a lo largo de diversas generaciones.
El niño puede desarrollar una vida interior rica únicamente si tiene experiencias a partir de
las cuales puede derivar y perfilar las imágenes internas. Mientras que la propia constitución
física del niño tendrá una influencia decisiva en la forma en que sus padres le respondan y
contribuyan, de hecho, a su mundo experiencial, las personalidades, preferencias y limitaciones
de los adultos de su entorno también marcarán, inevitablemente, su carácter. Una persona que
tenga la gran suerte de no quedar atrapada en unos pocos temas inamovibles, puede avanzar
hasta alcanzar un nivel que acarree una amplia gama de vivencias estimulantes.
Ello le permitirá experimentar sensaciones de afecto y dependencia, placer y sexualidad,
autoafirmación y curiosidad, rabia y reproche, amor y empatía, a la vez que los miedos y las
angustias que cabe esperar por ser propios de la edad. Disponiendo de una gran variedad de
argumentos, puede embarcarse en relaciones que comprendan la intimidad con declaraciones
de voluntad y permitir, a su vez, la expresión de rabia.
Cuando un individuo va constituyendo una vida interna, el sentido del sí mismo alcanza uno
u otro de estos diferentes niveles organizativos. Si bien el nivel que podamos alcanzar depende,
en gran medida, del tipo de experiencias que pudimos disfrutar a lo largo de nuestra primera
infancia, como adultos no estamos del todo limitados por los logros alcanzados en estos años
de formación. Determinados patrones de sentimientos, percepciones y expectativas pueden
perpetuar cierto tipo de interacciones y relaciones, como cuando alguien se implica
reiteradamente con personas que le rechazan o abusan de su confianza. Aun así, la suerte de
poder disfrutar de una amistad especial o de una experiencia terapéutica puede abrir las
puertas a experimentar relaciones no determinadas por los esquemas anteriores. Estas
relaciones pueden ayudar a ampliar y perfeccionar el sentido del sí mismo. Aunque a menudo
resulte difícil e incluso doloroso, un crecimiento emocional, significativo, en la edad adulta sigue
siendo una posibilidad real para muchas personas.

EL SEXTO NIVEL : PENSAMIENTO EMOCIONA L.

Las primeras ideas del niño surgen en forma de pequeños islotes de pensamiento
escasamente relacionados entre sí. Un niño de dos años de edad puede decir «Zumo»,
«Quiero libro», «Tu GI Joe» (queriendo decir «Yo»), etcétera. A medida que los padres y
educadores responden a las ex-presiones simbólicas a través del juego imitativo y los
intercambios relacionales de la vida cotidiana, al tercero cuarto año el niño comienza a esta -
blecer puentes entre sus ideas y entre sus propios pensamientos y los pensamientos de los
demás. Las preguntas del «qué» o del «porqué» comienzan a obtener respuestas en lugar
de ser ignoradas. La muñeca ha pegado o abrazado porque alguien ha sido malo o bueno.
«No ira dormir, no sueño», pospone un poco más la hora de irse a la cama. Al igual que las
ideas se amplifican para abarcar emociones tan diversas como son el amor y la rivalidad,
también ocurre así con los enlaces que se forman entre las ideas. Pero también aquí las
conexiones que realice un niño dependen de la capacidad de los padres para descifrar y
responder a sus ideas, permitiéndole contestar a toda la amplia gama de emociones sin
tensión ni ansiedad.
Una vez que el niño ha aprendido a enlazar los diferentes símbolos, ha alc anzado un
logro tan maravilloso que puede comenzar a construir, por sí solo, un mundo interno
cohesionado. En el mejor de los casos, este esfuerzo tiene continuidad a lo largo de toda
la vida, a medida que el individuo hace uso de su capacidad para percibir conexiones para,
así, perfilar, enriquecer, corregir, elaborar y amplificar su mapa de la realidad a medida
que afronta nuevas experiencias.
Incluso antes de poder pronunciar frases enteras, el niño está capacitado para asociar
diferentes partes de su mundo experiencial. Las ideas pueden enlazarse y establecer
secuencias de imágenes internas que le permitan considerar las acciones antes de llevarlas
a cabo. La razón puede suplantar al miedo, a las inhibiciones o a la obediencia. Las ideas
pueden enlazarse con las emociones: «Estoy triste porque no puedo ver a la abuela». El
tiempo adquiere un carácter comprensible, dividido en pasa -do, presente y futuro. El
espacio también alcanza su ordenamiento y es percibido como aquí, allá o en cualquier
otro sitio. La imaginación y la realidad también son categorías en alza. La tira de cómics
Calvin y Hobbes retrata, de forma inteligente, la comprensión doble de un niño que per cibe
a su tigre de peluche como mero juguete mientras que, en su imaginación, se convierte en
un compañero leal y fuente de intensas emociones. Ser capaz de comprender cómo los
acontecimientos del presente se relacionan con el futuro constituye la base del control de
los impulsos, más que una fuente de temor. Contribuye, igualmente, al des arrollo de
habilidades tales como concentrarse, planificar y perseguir objetivos importantes para el
éxito escolar.
Junto con la capacidad de evaluarse uno mismo de forma precisa, todos estos logros
forman lo que, a veces, llamamos personalidad de base o funciones del ego. Incluyen la
comprobación de la realidad, el control de los impulsos y la capacidad de concentración, y
constituyen el elemento esencial de la salud mental y de los logros cognitivos. Todo tipo de
pensamiento y de esfuerzo derivan, así, en última instancia, de la capacidad de elaborar
símbolos y de formar conexiones entre ellos.
La representación simbólica realmente eficaz requiere la capacidad de detectar
vínculos entre muchas emociones e ideas diferentes. «La muñeca está contenta» acaba
siendo «La muñeca está contenta porque la quiero»; «El oso de peluche dice adiós» se
convertirá en «El oso de peluche dice adiós porque me voy»; «Me siento triste» será «Me
siento triste porque echo de menos al abuelo». El niño ya no pregunta únicamente
¿Qué?», sino que siente fascinación por «¿Por qué?».
Tanto en el juego simbólico como en la vida real, cada vez surgen áreas de intereses y
motivaciones más complejas. La acción se convierte en pelea por pura incompatibilidad. Mamá
está disgustada porque Johnnie ha ensuciado los pantalones de vestir después de haberle pedido
que tuviera cuidado de mantenerlos limpios. Ciare está celosa porque su hermana está
celebrando su fiesta de cumpleaños.
La capacidad de relacionar afectos e ideas va creciendo a medida que d niño madura,
pudiendo, finalmente, retroceder y reflexionar sobre sus propias emociones y manejarlas en
función de su significado, más que por a conducta que las caracteriza. «Chocó contra mi coche y
deseaba pegar-e» puede derivar en «Estaba extremadamente furioso cuando chocó contra mi
coche y le dije que le consideraba responsable del daño causado». :He fracasado como padre
porque mi hijo va mal en el colegio» puede evolucionar a «Estoy muy decepcionado y
preocupado porque mi hijo no vaya tan bien en el colegio como yo esperaba». Las reacciones
concretas que hacen referencia, únicamente, al nivel conductual de la experiencia, fue intentan
explicar o incluso modificar las circunstancias, se transforman en representaciones simbólicas
que analizan las raíces de una situación y las vinculan con una realidad exterior. Estas
representaciones aportan, así, un elemento controlador de la lógica y de la validez de nuestras
construcciones mentales. ¿Implican necesariamente las dificultades de un niño, respecto al hecho
de estar a la altura de las exigencias parentales, una parentalidad fallida, de la misma manera en
que una buena educación de-cría garantizar obligatoriamente el éxito escolar? ¿O son las
expectativas arenales acerca del rendimiento escolar poco realistas en vistas de las facultades y
los intereses del niño? Únicamente una formulación simbólica os permite desenmarañar las
verdaderas conexiones emocionales.
El fracaso a la hora de desarrollar la capacidad de representación puede atrapar a las
personas en esquemas rígidos y poco productivos. En lugar de poder hacer uso de su capacidad
ideativa para llegar a las raíces emocionales de un problema intentan, reiterada e inútilmente,
obligar a los demás a comportarse como ellos quieren.'
Joan, por ejemplo, consideraba que su matrimonio era totalmente satisfactorio desde
cualquier punto de vista racional. Su marido era atento, afectuoso, buen padre y buen amante.
Su único defecto, constataba, era un cierto grado de aburrimiento. A pesar de no querer
comprometer a su familia, estaba coqueteando con la idea de tener una aventura con un
hombre al que consideraba más romántico y apasionante. Cuando el terapeuta le comentó
que, de forma ciertamente ilógica, deseaba tanto la estabilidad del matrimonio como la intriga
de una relación extramarital, reaccionó de forma tan exagerada, mostrando rabia y dolor, que
pensó en abandonar la terapia.
Las indagaciones del terapeuta pusieron de relieve, al instante, su queja de que no estaba
actuando como un buen terapeuta. Después de una larga conversación, descubrió una «herida
profunda» en ella, infligida por una madre colérica y deprimida que, bruscamente, abandonaba
a la pequeña Joan siempre que su relación le causaba una profunda exasperación. Para
amortiguar este dolor, Joan comenzó a fantasear acerca de una persona perfecta, un caballero
con armadura resplandeciente, que la protegería tanto de la ira y la depresión de su madre,
como de su propia angustia interna. Incluso como adulta, no podía tolerar un sentimiento de
decepción, ni en ella misma, ni en la persona que, habitualmente, interpretaba el papel del
perfecto caballero.
Tanto su padre como la vertiente no depresiva de su madre habían interpretado el papel
del caballero, pero ella no era capaz de unir las dos partes de su madre en una única imagen.
Una persona buena, dedujo, no podía ser, también, imperfecta; cuando una buena persona
actuaba de forma imperfecta Joan se sentía en cierto modo culpable de ello. Siempre que alguna
persona de su entorno no se comportaba como un buen «caballero», sentía la necesidad de
huir, dado que su maldad parecía contaminar la perfección de esa persona.
Durante algunos meses, el terapeuta intentó ayudar a loan a relacionar sus sentimientos
de ira y decepción con el guión repetitivo y autodestructivo que interpretaba delante de toda
persona que tuviera cerca. Pocas veces hablaba de estas emociones, prefiriendo, sin embargo,
explayarse sobre cómo se deberían comportar las demás personas y qué haría ella en caso de
que no fuera así. El terapeuta decidió, finalmente, analizar el mismo el guión y ella respondió,
inmediatamente, con gran intensidad emocional. Comenzó a preguntarse, a viva voz, cuáles
eran sus senté-Tientos auténticos, los sentimientos que la llevaron a repetir su guión in-
cesantemente. Pero no podía expresarlo, le dijo al terapeuta, dado que 510 percibía su cuerpo
como insensible. Posteriormente, describió diferentes variantes de insensibilidad que
acompañaban sus deseos de huida. De forma lenta y al cabo de mucho tiempo, llegó a
comprender, y así lo Tuso, que no podía soportar que las personas no actuaran de la forma en
que ella necesitaba que lo hicieran. Finalmente, fue capaz de excavar estratos emocionales
situados a espaldas de su insensibilidad: en primer lugar, las sensaciones físicas que sugerían
rabia; a continuación, la rabia que ella podía simbolizar; y, posteriormente, decepción, dolor y
tristeza. Al establecer estas conexiones, comenzó a comprender que podía tolerar sus
sentimientos, incluso cuando las personas actuaban de forma diferente a la deseada, y que su
fracaso para estar a la altura de sus exigencias era, en gran medida, el resultado de la propia
necesidad que sentía de que ellos fueran perfectos para poderla proteger. Cuando, finalmente,
pudo representar y reflexionar sobre sus sentimientos, fue capaz de interrumpir su expresión
por medio de la conducta.
El sí mismo pensante
Una vez alcanzado el nivel en el que podamos relacionar los símbolos 'ternos, el sí mismo
está cada vez mejor articulado y definido. Regiones no vinculadas entre ellas anteriormente
forman una red de conocimientos cada vez más densa. El niño sabe que no puede coger la
pelota de su amigo porque éste se enfadará, o que no desea ir a la cama porque no tic-sueño,
o que no quiere esperar hasta que llegue el día de su cumpleaños para abrir sus regalos.
Preguntar «¿Por qué?», «¿Cómo?» y «¿Qué?» permite crear, conscientemente, conexiones
entre las diferentes partes a su sí mismo simbólico que han ido surgiendo. Un sentido de
causalidad interno aporta la fuerza propulsora; la acción y la gratificación tic-en lugar,
totalmente, en el nivel interno. Es capaz de decir «Mamá estará aquí dentro de poco» o «Ayer
vi a la abuela».
Incluso el diálogo tiene lugar en el nivel interno, en cuanto la costumbre de relacionarse
con los demás se prolonga, incluso, más allá de su esencia. Las personas existen tanto en la
vida real como en la conciencia del niño, en forma de presencia externa y en forma de
representación terna. Los mundos internos y externos del niño se van relacionando de forma
creciente y su sentido de la realidad se fortalece. Es el propio niño el que va poniendo, cada
vez más, los límites a su propia conducta. Sus estados anímicos fluctúan menos. Todos los
elementos básicos de un sentido del sí mismo diferenciado se han ido perfilando.
Para que ello pueda tener lugar el niño debe ser estimulado, natural-mente, a través de
muchos años de relación estrecha, por medio de in-contables conversaciones, discusiones,
negociaciones, respuestas, pr-testas y juegos. Debe haber aprendido a argumentar, negociar,
discutir y proponer para construir esos vínculos internos entre sus diferentes ideas. Los niños
que carecen de una interacción dinámica en esta etapa, cuyos padres los van dejando a
merced de su propia imaginación o su juego imitativo, tienden a idear unas imágenes
simbólicas detalladas y creativas, pero probablemente no aprendan a ponerlas a prueba frente
a un sentido de la realidad interno y firme. Ante cualquier desafío emocional, a menudo se
refugian en su mundo fantástico o permanecen escindidos, viviendo en un mundo
desestructurado de imágenes cambiantes, más que en un mundo en el que las cosas tienen un
significado estable y coherente.
Esta capacidad de establecer enlaces entre diferentes ideas o imágenes sólo se desarrolla
de forma paulatina. El trabajo con niños que muestran dificultades de esta índole nos ha
enseñado mucho acerca de las características de este proceso. Cuando se expresa de forma
más acusada de lo habitual, obtenemos una visión más detallada de sus orígenes y, en caso de
que fuera necesario, de cómo se puede ayudar a progresar.
Linda, por ejemplo, una niña de nueve años de edad, podía participar, de forma
entusiasta, en diversos juegos imitativos y con diálogos complejos. Sin embargo, cambiaba
bruscamente de una a otra escena, de una representación a otra, como si estuviera apretando
el mando a distancia de un televisor sin comunicar a los demás sus cambios de canal. Podía
comenzar anunciando a su padre o a su madre «Voy a ser Cenicienta» para, después de
recitar unos pocos versos a su hada madrina, saltar, repentinamente, a una escena de
Blancanieves.
En lugar de escuchar las hazañas del hada madrina para conseguir que Cenicienta pudiera
acudir al baile, el oyente se veía sorprendido por imitaciones certeras de los siete enanitos,
incluyendo su repertorio de estornudos, quejidos y risitas. La desconcertada audiencia no
podía saber, de entrada, de dónde surgían estos versos aparentemente irrelevantes.
Con estos cambios, también se modificaron el tono de voz de Linda, su expresión
emocional y sus reacciones. Su mirada inteligente se fue apagando; la reciprocidad de su
actuación, en sintonía con los asentimientos y las observaciones de sus oyentes, cesó, y sus
ritmos vocales se volvieron monótonos. En estos momentos, Linda parecía haberse perdido en
su propio paisaje interno. Lo que había comenzado como una experiencia recíproca, plena de
conexiones emocionales a través de la complicidad de gestos e ideas, acababa siendo un
monólogo desajustado y centrado en sí mismo.
En resumidas cuentas, los puentes emocionales que sujetaban los diferentes elementos de
la personalidad de Linda parecían derrumbarse, llevándose consigo los vínculos que
conectaban a la niña con las demás personas. Era como si operara con pedazos de imágenes e
ideas parcialmente organizadas que no se habían unido en un sí mismo coherente. Ciertos
grupos de símbolos e imágenes permanecían juntos, pero flotaban por allí de forma
independiente unos de otros. Aquellos que conservaban cierta carga emocional tenían la
sensibilidad de la auténtica Linda, mientras que otros parecían repetirse con indiferencia,
carentes de sentido.
A menudo, en los casos parecidos al de Linda, un problema de procesamiento auditivo,
solo o en combinación con problemas motores y de secuenciación verbal, complica, en
gran medida, la tarea de establecer una red de conexiones lógicas entre las diferentes
imágenes. Para ayudar a es-tos niños a adquirir estos logros, intentamos acentuar un
proceso que tiene lugar en el desarrollo normal pero que fácilmente pasa desapercibido.
Los padres de Linda habían caído en la trampa de apoyar los lazos de unión entre sus
pensamientos confusos, en lugar de ayudarla a aprender a facilitárselos ella misma.
Cuando Linda saltaba, de repente, de su papel de «Cenicienta» al de «Blancanieves», sus
padres no le manifestaron su confusión acerca de este cambio. En su lugar, se unían a ella
imitando el sonido de los cerditos o preguntaban a Linda cuántos nombres de cerditos
podía recordar. Entonces daba una respuesta confusa para cambiar, nuevamente, su dial
interno e interpretar, por ejemplo, un anuncio televisivo sobre GI Joe. Sus padres
intervenían, entonces, recitando la rima infantil o haciendo preguntas acerca del uniforme
de Joe, su equipo y similares.
Lo que no hacían estos padres, preocupados y amorosos, era ayudar a Linda a
encontrarse a sí misma. Hicieron frente a un problema doble. Linda se estaba perdiendo
con sus propias ideas pero, a su vez, estaba perdiendo los vínculos emocionales con sus
padres. La gesticulación recíproca, las sonrisas, los asentimientos con la cabeza —es
decir, los signos afectivos entre individuos que valoran su relación— se desvanecieron
rápidamente.
Antes de que pudiéramos ayudar a sus padres a retomar el flujo de ideas de Linda,
tenían que comprender que era esta conexión emocional la que se había perdido cada vez
que la voz de Lindase volvía monótona y su mirada mostraba una menor carga afectiva.
Posteriormente, les ayudamos a restablecer el contacto emocional con la niña haciendo que
sus propias caras y voces acapararan al máximo su interés y mostrando su desorientación
cuando Linda confundía el hilo de las historias mediante sus gestos y sus posturas. Al
participar de forma más animada y con mayor intensidad, dicho en otras palabras, se
esforzaban en mantener el toma y daca emocional con su hija. Estas tácticas a menudo
pueden hacer retroceder a un niño hacia el mundo exterior de las demás personas.
Los padres de Linda también aprendieron a usar muñecas para hacerlas partícipes de
sus ensueños incoherentes. Su padre podía sentar la muñeca, que estaba sujetando, sobre
la muñeca Cenicienta sujetada por Linda, y decir con insistencia: «¡Para! ¡Tengo una
pregunta que hacer!» o «¡Espera! ¡No entiendo lo que está pasando!», hasta que Linda
levan-taba la mirada y retomaba el contacto. A continuación, comunicaba que había
perdido el hilo de la historia. En lugar de unirse a la nueva escena o realizar preguntas
acerca de la misma, sus padres insistieron en querer saber qué había ocurrido: «¿Adónde
fue Cenicienta?», «¿Cómo entra-ron en acción los cerditos?». O también podían señalar
que Linda había pasado de «Cenicienta» a «Blancanieves» sin que mediara una explica -
ción de cómo se relacionaban ambas historias. Si Linda no respondía, ellos le podían
ofrecer algunas alternativas a elegir. ¿Se debía este misterioso cambio, acaso, a algo que
hubiera visto en la televisión o en una película? Si esto tampoco funcionaba, lo podían
intentar mediante preguntas más sencillas que se podían responder con un «Sí» o con
un «No». ¿Estaba Cenicienta de vuelta o había ido en busca de mercancía? El objetivo
consistía en trabajar con Linda para que se «encontrara» a sí misma y mantuviera viva la
relación con sus padres. Era menos importante que volviera a la historia original o que
explicara el desenlace de una nueva escena que el hecho de que respondiera a sus dudas.
Esto restablecería la relación emocional con ellos y, con el paso del tiempo, con ella
misma.
Estos métodos han ayudado a niños como Linda a evolucionar, de las ideas y líneas de
pensamiento desorganizadas, hacia un esquema de pensamiento y, por lo tanto, hacia un
sentido del sí unificados. Compartiendo y discutiendo imágenes y símbolos, y buscando,
sin cesar, a la Linda real, permitieron a sus padres ayudarla a relacionar las diferentes
panes de su incipiente sí mismo. Cuanto más dejemos que niños como Linda cambien,
súbitamente, de rumbo, cuanto más estructuremos el lenguaje en su nombre o cuanto
más énfasis pongamos en el aprendizaje mecanizado para mantenerlos organizados, tanto
más fragmentado y concreto permanecerá su sentido del sí mismo.
En los niños que no tienen dificultades de procesamiento, el progre so hacia la
integración del sí mismo ocurre de forma más fácil y rápida. Los padres, habitualmente,
manifiestan su confusión sobre el significado de algo que dice d niño, o preguntan cuál es
su intención o por qué está haciendo algo, especialmente cuando están relaj ados y
hablan con el niño tal como lo harían con cualquier persona o con un buen amigo. En el
desarrollo normal de un niño, una cantidad enorme de interacciones simbólicas tienen
lugar simultáneamente. Las emociones vinculadas a es-tos intercambios relacionales
refuerzan el contenido de los símbolos y les otorgan, finalmente, un sentido unitario.
Cuando los padres se comprometen a abrir y cerrar los lazos simbólicos en diferentes
áreas emocionales —amor y dependencia, autoafirmación y agresividad— el niño organiza
su vida interna de ideas v significados. Cuando este proceso no tiene lugar, sea debido a
graves problemas de procesamiento o a un esta-do de ansiedad severo o a un trauma
psicológico, el niño acabará siendo un adulto que funciona de forma dispersa con un
sentido del sí mismo interior fragmentado.
Mientras que las dificultades en el procesamiento mental obviamente dificultan que el
niño establezca conexiones entre las diferentes ideas, las relaciones familiares que
confunden los significados también pueden constituir un obstáculo. Si el niño dice, por
ejemplo «Me siento triste» v su padre sencillamente le ignora para comentar, al cabo de
un instante, «Hay que cortar el césped y estoy cansado», ¿qué ideas se formará el niño?
¿Asociará tristeza con segar el césped, con ser ignorado o con un sentimiento de vacío o
rabia? ¿Permanecerán sus pensamientos, simplemente, aislados y desconectados entre sí?
¿Qué pasaría si dijera «Estoy triste» y papá le contestara «No, no lo estás, tienes de todo
para poder estar contento»? ¿Qué pasaría si la expresión de su sentimiento de tristeza de -
sencadenara discusiones entre sus padres, culpándose uno al otro por de satenderle?
Hemos detectado que los problemas de procesamiento y las distorsiones relacionales
pueden, ambos, conducir a una forma de pensar desorganizada y confusa. Cuando ambas
circunstancias se presentan con-juntamente, como ocurre con cierta frecuencia, es
probable que surjan problemas graves de pensamiento.
Este pensamiento escindido puede verse, en su presentación más extrema, en diversos
cuadros clínicos. En mi labor clínica, observo estos trastornos del pensamiento en sus
diferentes grados de afectación. Los mismos principios terapéuticos expuestos en el caso
de Linda son aplicables, también, en adultos que tienden a la fragmentación. El núcleo
emocional que modela las intenciones y los deseos se debe constituir en el punto de
referencia para las imágenes y los símbolos que, por múltiples razones, nunca se han
fundido en un sentido del sí mismo global y unificado.
A menudo, una única relación emocional fiable y estable, en la que una persona puede
reconocer significados diferentes, puede posibilitar este paso evolutivo. Con los adultos no
siempre resulta fácil encontrar los afectos clave en los que basarse pero, de vez en cuando,
los argumentos traspasarán los aspectos desajustados del sí mismo o determinados
componentes parecerán más anclados en dificultades emocionales.
Incluso cuando sus pensamientos están ciertamente desconectados, un paciente puede
comunicar, en forma de unidades aisladas o fragmentadas, diferentes vertientes de sus
dificultades con, por ejemplo, la de-pendencia. Soledad, rabia, negación de necesitar a los
demás, imágenes exageradas de poder o de atracción sexual que le hacen invulnerable: to-
das ellas son piezas de un mismo puzzle. El insight clásico sobre «necesidades de
dependencia» no es suficiente para juntar todas estas piezas. Una persona de estas
características debería, quizá, establecer un vínculo emocional con su terapeuta y, por su
asequibilidad emocional y el rechazo a que sus palabras o sentimientos caigan en saco
roto, dejar que le ayude a establecer enlaces entre sus pensamientos desconectados.
Si todo marcha de forma satisfactoria, los niños y las niñas en fas e de crecimiento
serán capaces de crear, en su infancia, una autoimagen sólida, consistente en
representaciones, palabras, sentimientos y otras sensaciones (por ejemplo, «Soy
simpática, guapa, cariñosa y alegre»; «Soy delgado, obstinado y me gusta hacer las cosas
a mi manera»). Esta imagen del propio sí mismo, pictórica y verbalmente accesible, es
posible gracias a la capacidad del cerebro de conectar las ideas tanto en el tiempo como
en el espacio. Puede, por ejemplo, sintetizar las diferentes imágenes desorganizadas que
podemos tener de nosotros mismos respecto del pasa-do inmediato, del presente y del
futuro y en diferentes contextos (con la madre, con amigos, con los abuelos, etcétera).
Esta imagen integrada denominada, a veces, «narrativa personal», no aparece, de
repente, de la nada. No es más que la representación superficial de patrones
conductuales, emocionales y simbólicos profundos que se han ido formando a lo largo del
tiempo. Tampoco es inamovible. Sigue evolucionando a través de las posteriores
experiencias vitales.
Lo que resulta especialmente interesante es su aspecto retrospectivo. No refleja,
únicamente, los patrones preverbales y presimbólicos que le precedieron, sino que sirve
para interpretarlos y explicarlos. El contenido de la propia autoimagen no tiene por qué
reflejar, de forma precisa, los esquemas anteriores. Está construida así para ayudarnos a
dar un significado a nuestros deseos y sentimientos, y también a nuestros pensa mientos
y a nuestra conducta. Así, por ejemplo, una persona puede evitar rápidamente las
expresiones abiertas de rabia y de autoafirmación, dado que evocan reacciones
temerosas de su madre. Mucho antes de que pueda reflexionar sobre ello, adopta una
conducta pasiva y distante, como una solución segura para muchos de los conflictos que
plantea la vida. En cuanto ha podido elaborar una autoimagen, puede persuadirse a sí
misma de ser una persona tranquila, cariñosa, que aborrece la rivalidad, la violencia y
todo tipo de agresiones. Puede hacer suyos los valores e incluso ciertas ideas políticas
para mantener viva esta autoimagen. Los orígenes de esta filosofía de la vida —evitar la
ira prácticamente a cualquier precio— nunca asoman a la superficie. La ira ni siquiera
puede considerarse parte de lo que denominamos el inconsciente, dado que el patrón
de la conducta pasiva fue acogido antes de que se formaran los símbolos inconscientes.
Las imágenes que todos tenemos de nosotros mismos explican tanto lo que somos
como lo que no somos. Sin una intensa labor autorre flexiva o terapéutica resulta
imposible, en un principio, que conozcamos aquello de lo que carecemos. Supongamos,
por ejemplo, que alguien que careció de una buena educación en su primera infancia —
cuyos padres no repartieron equitativamente los garbanzos emocionales— adopta una
imagen de sí mismo que hace hincapié en cosas como: «Me gusta hacer que la gente se
sienta a gusto. Tengo facilidad para hacer feliz a las per sonas. Hacerlas feliz me hace ser
feliz. Les diré cualquier cosa, incluso endulzaré los hechos, porque así ambos nos
sentiremos a gusto y eso es lo que importa. Actúo de esta forma con personas a las que
apenas conozco, dado que es importante para las personas relacionarse». Es posi ble que
atribuya un valor positivo a esta actitud, que la considere una forma de ser deseable más
que una reacción ante la privación.
Por muy evidentes que sean para un terapeuta, o incluso para un buen amigo, las
necesidades subyacentes de esta persona, le resultará difícil conocer los aspectos ocultos
de su historia personal, en un nivel inferior, incluso, que sus símbolos inconscientes más
profundos. Elaboramos una definición inicial de qué somos en función de lo que queremos
y deseamos. Al igual que sería imposible conocer la televisión si lo único que hubié ramos
escuchado fuera la radio, es imposible suponer lo que pudiéramos ser sin haber tenido las
experiencias que nos hubieran servido de aprendizaje.
Un ejemplo evidente es aquella persona cuyas experiencias previas no consiguieron
hacerle comprender la diferencia entre lo que es real v lo que no lo es. Es posible que
piense que las demás personas tienen la intención de fastidiarle y que debe permanecer
constantemente precavido y atento. Ayudar a esta persona a comprender que el sentido de
la amenaza es únicamente un sentimiento, es prácticamente imposible. Un pro-fundo
abismo separa a esta persona, ciegamente suspicaz, de aquella que dice: «No sé por qué,
de repente, siento que no puedo confiar en las personas. Me pregunto por qué tendré este
estado de ánimo». Esta persona no sólo aprecia la diferencia entre lo que es real y lo que
no, sino que puede observarse a sí misma, con sus sentimientos, y valorar hasta qué punto
tienen o no sentido. Oportunidades desperdiciadas y logros no alcanzados sirven, así, de
base y ponen ciertos límites a las imágenes, al hilo conductor de nuestras historias y a los
valores que alimentan nuestras construcciones de quiénes somos. Si somos capaces de
fomentar la capacidad de observarnos a nosotros mismos, podremos comenzar a explorar
los límites de las imágenes que, conscientemente, hemos elabora -do e incluso de los
símbolos que prevalecen en nuestra mente inconsciente. Como veremos en el capítulo 9, la
terapia con pacientes que no han alcanzado estos niveles de experiencia emocional se debe
centrar en ayudarles a desarrollar habilidades tales como la verificación de la realidad y la
capacidad de observarse a uno mismo, antes de que puedan averiguar los límites de sus
propias historias personales.

CÓMO LA MENTE DIFERENCIA LA EXPERIENCIA


CONSCIENTE DE LA INCONSCIENTE

Uno de los misterios más fascinantes de la vida intrapsíquica hace re ferencia a la forma
en que algunas experiencias y recuerdos permanecen conscientes, mientras que otros son
relativamente inaccesibles a la conciencia. Freud defendía, inicialmente, que determinadas
experiencias y recuerdos eran activamente reprimidos debido a los conflictos con otros
aspectos de nuestra personalidad. Así, por ejemplo, muchos de los rasgos de la
originariamente denominada sexualidad infantil se mantenían fuera de nuestra conciencia
por entrar en conflicto con el emergente superego, la conciencia. Anna Freud añadió a esta
forma de entender el Inconsciente una explicación de las experiencias de las que nunca
somos conscientes de entrada, pero que forman parte de la formación precoz de la mente.
Estas teorías fundamentales tienen todavía, en términos generales, plena aceptación en el
campo psicoanalítico. Sin embargo, no explican del todo nuestros diferentes grados de
acceso a la experiencia pasada.
Nuestras observaciones realizadas en niños pequeños y mayores en la etapa en la que
desarrollan las representaciones internas y los símbolos y los organizan de la manera más
diversa, nos han proporcionado cierto conocimiento adicional de cómo acontece esta
división entre la experiencia consciente y la inconsciente. Parece que los niños tienen
acceso a los recuerdos v a las experiencias de la etapa de desarrollo por la que están
pasando en este preciso momento pero, frecuentemente, pierden esta vía de acceso
cuando entran en la siguiente fase. Hasta qué punto pierden el acceso parece
determinado, en parte, por las formas de pensamiento características de la etapa anterior
y de la etapa recién iniciada. Cuando los niños, por ejemplo, están aprendiendo a
establecer conexiones entre las diferentes experiencias, el recuerdo que tienen de las
mismas es muy preciso. Hablan, a menudo, de un juguete especialmente diverti do o de
algo que ocurrió mientras jugaban con otro niño. No obstante, en cuanto su pensamiento
va evolucionando hacia una mayor complejidad lógica —hacia un nivel propio de un niño
de ocho o nueve años, en el que las ideas nuevas pueden clasificarse en muy diferentes
categorías—el acceso a las experiencias anteriores, organizadas de forma menos rígida, es
significativamente menor. En general, el tiempo que ha transcurrido no parece ser el factor
principal para que una persona pueda, o no, recordar experiencias pasadas. Todos
sabemos, por supuesto, que una mujer de 65 años de edad es capaz de recordar los más
mínimos detalles de su adolescencia, mientras que los propios adolescentes tienen serias
dificultades en recordar experiencias de cuando iban a la escuela prima ria, hace tan sólo
unos años. Más difícil les resulta todavía recordar anécdotas de su etapa preescolar.
¿Cómo es posible que una persona pueda recordar fácilmente aque llo que ocurrió
hace cincuenta años y, sin embargo, otra tenga grandes dificultades para recordar
acontecimientos mucho más cercanos en el tiempo? Nuestras observaciones parecen
indicar que puede influir la forma en que se organiza la experiencia. La organización mental
se asemeja más a los diecisiete y a los sesenta y cinco años que, digamos, a los dieci siete y
los tres o cuatro años de edad.
Estos resultados coinciden con lo que, hace unos cuantos años, fue descrito como
aprendizaje estado-dependiente».' Se detectó que aquellas personas que habían
aprendido algo bajo la influencia de determina-das drogas eran más capaces de recordar
estos aprendizajes en estado de drogadicción que cuando no estaban drogadas. Dicho en
otras palabras, las experiencias se recuerdan mejor en el mismo estado mental en el que
tuvieron lugar.
A medida que los niños van creciendo, su estado mental cambia en función de su
desarrollo. En las primeras etapas de la formación de símbolos, todavía no se han
formado muchos enlaces entre las diferentes ideas. En la fase de pensamiento emocional,
los puentes lógicos son los que comienzan a conectar las ideas entre sí. Por consiguiente,
estas ideas se organizan de forma diferente, en parte debido a la capacidad del niño de
clasificar, además, las imágenes y las ideas y de estrechar la relación entre las mismas.
Durante la adolescencia y la edad adulta, todavía pueden surgir otros tipos de organización
a medida que vamos aprendiendo a anticipar las posibilidades hipotéticas de nuestras
conductas y ampliamos el margen de aplicación de nuestras ideas.
La diferenciación entre los símbolos conscientes y los inconscientes es posible que
refleje, así, la estructura mental predominante cuando se formaron estos símbolos.
Aquellos formados cuando el cerebro está a punto de alcanzar un nivel organizativo
maduro probablemente se incorporen al estado de conciencia del adulto, mientras que
aquellos formados en etapas organizativas más precoces serían menos conscientes.
Una diferenciación similar puede tener lugar con lo que llamamos recuerdos
reprimidos, o la evitación de ciertos recuerdos asociados a aun trauma psicológico.
Cuando las personas se vuelven ansiosas su pensamiento, a menudo, retrocede a un
nivel anterior. En estado de extrema ansiedad, las personas rara vez son capaces de
pensar de forma tan abstracta y diferenciada como cuando están tranquilas. Esta
ansiedad desestructurante a menudo conduce a un estado de ánimo uno o dos escalones
por debajo de lo que sería habitual. Un niño que está aprendiendo a construir puentes
entre sus ideas y a responder a preguntas sobre sus intenciones y sentimientos, puede
perder esta capacidad cuando está ansioso y hablar de forma aparentemente inconexa.
Adultos habitualmente capaces de ver los diferentes matices de cualquier asunto, pueden
volverse en exceso concretos o desorganizados en su forma de pensar.
Traumas psicológicos graves que producen un estado de ansiedad desestructurante
suelen vivirse en este estado mental regresivo. La experiencia traumática se asociaría,
por lo tanto, con aquellas que tuvieron lugar en esa fase precoz de la organización
mental. Es interesante señalar las dos técnicas psicoterapéuticas utilizadas para
recuperar los recuerdos traumáticos. Una de las técnicas pretende ayudar al individuo a
volver a experimentar ese estado de ansiedad tan desorganizador y, de esta forma, el
estado mental en el que se registró la experiencia. La otra se refiere a la libre asociación, donde
se ayuda a los pacientes a liberar algunas de las conexiones lógicas que organizan la
información para adentrarse en estados mentales propios de etapas evolutivas anteriores.
Ambas estrategias ayudan a las personas a recuperar experiencias muy precoces o sen-
timientos traumáticos ansiosos o generadores de miedo, inaccesibles al estado consciente, por
medio de la recreación de aquellos estados mentales en los que estas experiencias o
emociones tuvieron lugar. Una vez se ha abierto la vía de acceso, las experiencias se evalúan
desde la perspectiva del contexto terapéutico, utilizando los recursos analíticos del estado
mental más maduro o reflexivo de la persona.
Aparte del concepto de represión, Freud ideó una teoría de las defensas a través de las
cuales tanto la mente consciente como el superego mantienen ciertas ideas o deseos en un
nivel inconsciente, describiendo muchos de estos mecanismos en su trabajo sobre los sueños.
Posterior-mente, su hija Anna describió estas defensas, de forma especialmente elocuente, a lo
largo de todo el desarrollo infantil. En una de ellas, denominada formación reactiva, una
persona que, en el nivel inconsciente, abriga odio y deseos agresivos, puede manifestar afectos
opuestos en el nivel consciente y expresar exclusivamente pensamientos agradables para
mantener ocultos los pensamientos prohibidos de venganza. Otra defensa, conocida como
desplazamiento, implica transferir los pensamientos dirigidos a una persona hacia otra: en lugar
de ser consciente de la rabia que siente hacia su padre, exterioriza su cólera con su hermano
más pequeño. Freud pensaba que estas defensas estaban influidas por cierta energía interna
que fluía de una imagen a otra y que también podían transformar formas más instintivas en
otras menos instintivas o neutralizadas.
Nuestra perspectiva evolutiva de la vida interior nos hace pensar en otra teoría sobre estas
formas tan frecuentes de manejar pensamientos y deseos indeseables.
En este capítulo, hemos analizado la forma en que los niños aprenden a establecer
conexiones entre diferentes ideas y sentimientos. Los padres, a veces, responden de forma
precisa y sugestiva a estos pensamientos pero, en otras ocasiones, debido a sus propias
ansiedades o a su estructura caracterial, pueden malinterpretarlos, condenarlos o intentar
modificarlos. Imaginémonos, por ejemplo, que tanto en el juego de imitación como en los
sutiles intercambios relacionales que tienen lugar entre padres e hijos, un padre responde a la
expresión de enfado o de «mal-dad» de su hijo como si nunca hubiera tenido lugar o como si
cualquier cosa que hiciera el niño fuera siempre agradable y placentera. Imaginé-monos a su
vez que, temporalmente, se desentiende, muestra una expresión de enfado o comunica, de
cualquier otra forma, que la expresión de rabia o de maldad es peligrosa. En muchos casos, estas
dos comunicaciones contradictorias llevarán al niño, al cabo de cierto tiempo, a establecer
conexiones entre ambas reacciones. Un niño que crece en una familia más flexible y
comprensiva puede asociar el pensamiento «Estoy enfada-do» o «Soy malo porque tengo
ganas de darle en la cabeza a alguien», con la reflexión «Seré castigado si lo hago, pero lo
puedo decir». El primer niño, sin embargo, puede relacionar «Estoy furioso» o «Soy malo» con
«Soy bueno y cariñoso». El niño ha elaborado una reacción basada en la negación de cualquier
tipo de sentimiento negativo y reconociendo únicamente las emociones «buenas».
Se presenta, así, la existencia simultánea de dos condiciones opuestas. La ansiedad
asociada a sentimientos negativos, con lo que éstos se registrarán en un nivel organizativo, en
cierta medida, más bajo y, así, menos accesible, y, al mismo tiempo, la idea relacionada con el
deseo de ser bueno. Cada vez que le asaltan sentimientos potencialmente malos o de rabia,
el niño únicamente dispone de una clase de ideas enlazadas que puede exteriorizar sin sentir
el pánico del alejamiento de su padre o su mirada furiosa.
Recuerde: el niño depende de las demás personas (habitualmente, sus padres o sus
educadores) para que le ayuden a elaborar una amplia red de conexiones entre las ideas y los
deseos. En la medida en que los padres comprendan con exactitud los mensajes que emite el
niño y los vayan elaborando de acuerdo con su desarrollo, su vida interior se irá enrique-
ciendo formando un entramado cada vez más lógico y sutil de pensamientos e imágenes que
le otorgarán una estructura y un significado. A modo de advertencia, habría que decir que
ayudar a los niños a elaborar sus ideas y deseos no es sinónimo de ceder o evitar fijar
límites.
Pongamos el caso de un niño que está a punto de pegar a su hermano y su madre le dice:
«Con lo furioso que estás, si le pegas, serás castigado». Si, más adelante, coge al niño aparte
y le ayuda a hablar sobre su rabia, no sólo habrá impuesto un límite, sino que se habrá unido a
él en su propio territorio. Agresividad, límites, castigo y aliento forman todos parte de una
única y compleja puesta en escena. Por el contrario, si modifica el significado del guión y
acoge la agresión con una mirada que dice «Mejor no me hables de esto» o «Sólo quiero
escuchar cosas bonitas», el niño no puede explorar ni expandir su propio espacio emocional.
En ocasiones, no hay mecanismos defensivos disponibles para mantener las ideas fuera del
nivel consciente. Únicamente existe una falta de conexión entre el nivel en el que se sienten y
experimentan las ideas y el siguiente nivel, en el que las ideas se relacionan con otras ideas. Si
diversos ámbitos emocionales se fragmentan de esta manera, la persona se ve muy limitada en
sus manifestaciones impregnadas de cualquier tonalidad emocional v parece no estar en
contacto consigo misma. Su discurso suena, a menudo, como el guión de un serial radiofónico
superpuesto a un drama más profundo.
La existencia de este drama es, frecuentemente, más evidente para los demás que para la
propia persona. Estos individuos pueden experimentar imágenes o impulsos fugaces y realizar
actos totalmente opuestos a la visión que tienen de sí mismos. Si ceden ante estos impulsos,
rápidamente se disocian a sí mismos de sus acciones, como si creyeran realmente que no han
tenido lugar.
Como analizaremos con más detalle en el capítulo 6, la disposición propia del individuo —la
tendencia, por ejemplo, a dejarse inundar fácil-mente por sensaciones o aparentar cierta
insensibilidad y requerir gran cantidad de estímulos— también puede determinar, en parte, lo
que permanece consciente o lo que queda relegado en el nivel inconsciente. Una persona muy
comprometida que se desborda fácilmente tenderá a culparse a sí misma si algo funciona mal,
mientras que un individuo hiporreactivo que reclama constantemente que los demás se
muevan, probablemente culpe a otros en situaciones conflictivas o ansiógenas. De esta forma,
ambos crean unos significados conscientes e interconectados para manejar una sensación de
sobrecarga o de fragmentación interna. Estas distorsiones surgen, en parte, por el
funcionamiento de sus sistemas nerviosos, pero también dependen del grado de dominio de la
capacidad para establecer conexiones. Aquellos que no han logrado establecer en-laces entre
diferentes ideas parecen más propensos a proyectar sus deseos en los demás o a internalizar los
pensamientos y anhelos de otros.
Por lo tanto, cuando hablamos sobre el papel que juegan la represión o los mecanismos
defensivos en la diferenciación entre la experiencia consciente e inconsciente, podemos
analizar estos fenómenos sobre b base del crecimiento y el desarrollo cerebral. Esta perspectiva
aporta teorías adicionales, a la vez que una alternativa a algunos de los constructos hipotéticos
que hemos estado utilizando para explicar los hechos.
Analizar el mecanismo con que el cerebro separa las ideas conscientes de las inconscientes
nos ayuda a apreciar, de forma más detallada, la importancia de la etapa evolutiva en la que se
formaron los enlaces entre las diferentes ideas. Nuestros primeros recuerdos proceden de la
fase evolutiva en la que se comienza a formar la futura organización mental adulta, dado que
las ideas interconectadas son más fáciles de retomar que aquellas que permanecen libres o que
los significados o las sensaciones somáticas que preceden a la formación de las ideas. En esta
fase evolutiva, el sentido del sí mismo va más allá de los meros símbolos para experimentar la
realidad del mundo, el placer de la fantasía y los vínculos entre diferentes propósitos y
sentimientos. Incluso en estos niveles tan elementales estos cambios constituyen, sin duda
alguna, un progreso enorme en la evolución del ser humano.

EL DESARROLLO DEL DESEO

Llegados a este punto, deberíamos echar un vistazo a un aspecto absolutamente clave de la


experiencia consciente e inconsciente. ¿Cuál es la esencia de la motivación humana? Freud
consideraba los deseos sexuales inconscientes como el principal agente motivador de la conducta
del hombre. Entendía que el sadismo y la agresividad tenían componentes sexuales, aparte de
otros aspectos independientes. En el pensamiento psicoanalítico, el amor y la compasión se
contemplan como aspectos procedentes de la sexualidad. Diversas teorías explican esta
transformación. Si bien la sexualidad constituye, sin duda alguna, un factor motivacional
importan-te, desempeñando un papel significativo en el crecimiento emocional y en determinados
trastornos mentales, probablemente no tenga ese valor explicativo universal que Freud, y otros
psicoanalistas clásicos, le atribuye-ron. El concepto de deseo sexual necesita, como mínimo, una
ampliación.
Para comprender mejor los deseos más característicos de los seres humanos, ha resultado
muy útil observar cómo surgían estos deseos a lo largo de todo el desarrollo. La capacidad de
experimentar la intimidad y el interés y el placer procedente de la compañía de otras personas
constituyen los fenómenos más precoces indicativos de un deseo auténtico. El bebé o el niño
pequeño buscan el contacto estrecho. La curiosidad, la necesidad de autoafirmación e incluso la
rabia le siguen rápidamente. En el primer y segundo año de vida, también se presentan
experiencias cercanas al futuro placer sensual (frotamiento de genitales, sensación de placer en
el contacto con otros). Se puede observar una amplia gama de deseos y sentimientos que
llevan al bebé, o al niño pequeño, a ir en busca de determinadas experiencias. Aunque existen
muchas formas de categorización diferentes, el enfoque más fructífero consiste en observar que
estos deseos se despliegan a lo largo del desarrollo y no dar por sentado que todos están,
necesariamente, subordinados aun impulso único e inamovible.
Un deseo, con su correspondiente cupo de emociones, aparece pre cozmente, persiste
a lo largo de toda la vida de los seres humanos y parece ser el responsable de las
estructuras mentales que posibilitan gran parte del funcionamiento humano. Este deseo
de establecer vínculos es-trechos con los demás conduce a la formación de familias,
comunidades y sociedades. Aunque tenga sus componentes sexuales en el niño mayor y
en el adulto, está alimentado, básicamente, por el placer inherente a las propias
relaciones humanas.
Las relaciones que estimulan la inteligencia de un niño de desarrollo normal abren el
camino, finalmente, a la posibilidad de reflexionar sobre sí mismo estableciendo, así, un
nuevo nivel de conciencia. De esta etapa surge, según la precisión y profundidad de los
esquemas interiores y el grado de complejidad de las conexiones mentales internas, un
posible Shakespeare, Picasso o Newton, a la vez que la capacidad de apreciar sus
creaciones. La fuente de este potencial tan excepcional, abierta a todos los seres
humanos, no radica en la bioquímica o en lo sobrenatural, sino en un proceso natural
caracterizado por la maduración física y la interacción humana. Cuanto más variadas y
recíprocas sean estas interacciones, tanto más rica será la autoimagen de la persona y
tanto mayor su nivel de conocimientos. Es evidente que nadie disfruta de un desarrollo
uniforme y modélico en todas las áreas de la vida mental. No hay padre que pueda dar
una educación perfecta o una relación que no esté impregnada por su propio tinte
emocional y su personalidad. Sin embargo, en los orígenes de nuestra condición humana
—sus creaciones, sus logros a la vez que sus carencias— se sitúan nuestras emociones,
nuestros deseos más íntimos y las relaciones en las que aquéllas se han ido perfi lando.

DIFERENCIAS FAMILIARES Y CULTURALES

Al analizar los tipos de experiencias que estimulan el desarrollo de cada una de las
fases de la organización mental, es importante tener en cuenta los diversos patrones
culturales y familiares. Existen muchos caminos para poder llegar a los diferentes niveles
madurativos, y cada cultura tiene su propia manera de estimular el desarrollo. En
determinado ámbito cultural, por ejemplo, un padre puede responder a las señales no
verbales de un niño que desea coger un cubo con una serena mirada de aprobación y un
sutil movimiento de cabeza mientras que, en otro en-torno, el deseo de coger un cubo
puede acarrear una alabanza desproporcionada y el ofrecimiento de otros dieciséis cubos.
En ambos casos, el niño adquiere la noción de la intencionalidad y está constituyendo
una organización mental en la que las emociones y los deseos más profundos están
integrados en un sentido intencional del sí mismo. De forma parecida, los niños de
diferentes culturas representan escenas muy diferentes en su juego imitativo y en sus
conversaciones cotidianas, y todas ellas fomentan el desarrollo del uso de las ideas y de
los símbolos. Es importan-te no confundir patrones culturales sanos con un
entorpecimiento del proceso de organización mental.
En términos generales, la mayoría de culturas estimulan tanto el de sarrollo de los
diferentes niveles organizativos como determinados te -mas emocionales básicos, como
son la dependencia, la sexualidad y la autoafirmación, que, habitualmente, se manejan en
cada una de las etapas. La forma en que se estimulan estas etapas evolutivas y el
contenido de las interacciones o escenificaciones que otorgan a la experiencia de cada per-
sona su sello particular es lo que suele diferenciar unas culturas de otras y una familia de
las demás. Mientras que las cartas de amor difieren de una a otra cultura, las personas
impregnadas de las más diversas tradiciones comparten la capacidad de experimentar
amor a través de gestos, ideas o símbolos.

EL PROCESO DE LA MENTE

Después de muchos meses de enormes progresos, allá entre el tercer o cuarto año de
vida, si todo marcha bien, se deberían haber consolida-do, firmemente, los seis niveles que
constituyen la base de la inteligencia humana. En este punto comienzan las tentativas de
la psicología profunda respecto a comprender los orígenes de la vida interior. Quede claro,
no obstante, que éste no es el comienzo del desarrollo, sino la culmi nación de un inmenso
crecimiento mental.
En su camino hacia la madurez el niño pasa, sin embargo, a través de otras etapas
evolutivas adicionales basadas, todas ellas, en los cimientos dejados por las seis fases
iniciales. Alcanzar las metas de cada una de las etapas vitales requiere una organización
mental incluso más compleja. A medida que el individuo se va haciendo mayor, se va
adentrando en situaciones y responsabilidades sociales nuevas, cada una de ellas con sus
propios matices, tanto relacionales como emocionales. A medida que se van alcanzando los
logros y se van integrando las ideas y los sentimientos que van surgiendo, se construye un
nuevo escalafón mental. Atender a los niños y ganarse un sueldo, por ejemplo, requiere,
obviamente, una organización mental más compleja que maniobrar por los bancos de are-
na sociales de la escuela primaria.
Si bien las metas que se pretenden alcanzar en las etapas posteriores difieren de los
objetivos de los primeros años de vida, los lazos emocionales y relacionales permanecen
en el epicentro del desarrollo mental. Aproximadamente en la época en la que un niño
asiste a la guardería o al primer curso de primaria, es capaz de relacionarse, comunicar,
imaginar y pensar, capacidades, todas ellas, desarrolladas en las primeras etapas
evolutivas. Se adentra, ahora, en una fase de espontaneidad, expresividad y expansividad
cuyo lema podría ser «El mundo en mis manos».' Está deslumbrado por las maravillosas
posibilidades que le ofrece el mundo y sus propios recursos. Los niños de esta edad
exploran estas posibilidades en el juego, en las aventuras imaginarias y a través de las
relaciones personales más complejas. Es ahora cuando el niño comienza a percibir las
relaciones triangulares, no sólo entre mamá v él o papá y él, sino también entre los tres.
El niño se muestra interesado, algo engreído o, a veces, temeroso y está sembrando
los fundamentos de la creatividad a medida que va observando la vida desde perspectivas
cada vez más diferentes. Delante de él se expanden, ahora, los innumerables hechos
extraordinarios que ofrece el mundo, sus deseos y los miedos de sus más terribles
pesadillas, junto con la amplia gama de soluciones posibles que puede poner en práctica
ante los inevitables conflictos y las paradojas inherente s a la vida. El peligro de esta
etapa consiste en que se sienta abrumado por todas estas posibilidades y que pierda su
contacto con la realidad. Por otro lado podría, prematuramente, estrechar el cerco de su
curiosidad y su creatividad y volverse excesivamente rígido y centrado en unas pocas
tareas. Puede, igualmente, encontrar un equilibrio que le permita ser cu rioso y creativo,
analizar las cosas desde múltiples perspectivas y comprender el contexto, a la vez que
desarrollar un sentido de la responsabilidad y una adecuada noción del riesgo que le
darán la seguridad necesaria para emprender las aventuras que se avecinan. En el mejor
de los casos, un niño supera esta fase con una comprensión más sólida de la realidad, un
sentido más dinámico de su potencial, una vida fantasiosa muy rica y un repertorio
mucho más variado de percepciones y res-puestas sociales.
Estas habilidades entran en juego hacia los siete u ocho años, cuando las reglas que se
establecen en el patio y la ley del más fuerte en clase do-minan la vida social del niño y su
propio concepto de maduración. En las trifulcas de su grupo social aprenden a afinar su
percepción de las reacciones respecto de los demás niños. Durante un tiempo, estas
reacciones conformarán, de hecho, la autoimagen del niño. Cualquier niño de segundo o
tercer grado sabe, con absoluta precisión, qué lugar ocupa en el ranking de popularidad,
atractivo físico, deseo de que forme parte de un equipo deportivo, capacidad de escribir,
sumar o leer, estar a la moda, talento musical o cualquiera de los centenares de criterios a
través de los cuales los niños de esta edad se evalúan a sí mismos y a los demás.
Mientras la complejidad de las relaciones entre iguales les va sirviendo de fuente de
aprendizaje, los niños también profundizan en los procesos grupales de su propio
microcosmos social. El niño queda definido así, en parte, por ser miembro de la sociedad en
la que vive. Con un pie todavía en la familia se ha adentrado, con el otro, en un grupo más
complejo y combativo y, por medio de su identidad social, logra percibirse a sí mismo
como otro tipo de persona. Como miembro de un grupo, aprende que el todo es más que
la suma de las partes; es, de hecho, una parte que define quién es él. Su grupo de iguales
constituye un punto de partida importante, no sólo para comprender los patrones sociales
y la realidad social, sino también para verificar su calidad de miembro en diversos grupos y
su grado de identificación con los mismos: con su familia y sus amigos v, finalmente, con su
comunidad y la sociedad en la que vive.
Entre los diez y los doce años, muchos niños comienzan a desarrollar una autoimagen
interna que refleja, en mayor grado, sus propias necesidades, sus deseos más íntimos, sus
aspiraciones v valores, más que las reacciones de los demás. Sus capacidades cognitivas,
cada vez mayores, también les permiten actuar de acuerdo con su propia conciencia, más
que por miedo al castigo. El niño mayor ya ha elaborado dos mundos, uno cotidiano,
cambiante, de relaciones entre iguales, y un mundo más estable, caracterizado por las
percepciones de sí mismo y sus crecientes valores internos. Estos dos mundos aportan los
cimientos para hacer frente a los problemas que caracterizan la adolescencia y la edad
adulta. Los nuevos patrones relacionales seguirán perfilando el emergente sentido del sí
mismo, que aporta un sentido básico de seguridad y estabilidad durante este período de
crecimiento.
Cuando los niños inician su adolescencia, su universo se sigue ex pandiendo, abarcando
una comunidad más extensa, más allá del grupo formado por los compañeros más
próximos. Durante esta fase, tienen que afrontar asuntos tan complejos como los diferentes
valores de los padres y de los compañeros mientras que, al mismo tiempo, comienzan a
mostrar otros campos de intereses mucho más amplios, sea en asuntos políticos, morales o
religiosos, movimientos sociales o similares. La maduración cerebral también les permite
considerar posibilidades futuras e imaginar mundos hipotéticos: «¿Qué pasaría si Jane
aceptara ser mi novia?», »¿Debería matricularme en la universidad pública o intentar entrar
en una universidad de mayor prestigio?», Cuando sea mayor, ¿me gustaría ser médico/a,
piloto, profesor/a?».
Cambios físicos muy evidentes se presentan también en esta etapa de la vida. El cuerpo
infantil se desvanece, ocupando su lugar un cuerpo de hombre o mujer absolutamente
desconocido. También desaparece la voz de niño junto con toda su apariencia externa. La
nueva talla, el nuevo tipo, los músculos, los pechos y la distribución del vello se acompañan
de sentimientos nuevos e inquietantes y de nuevas realidades en el grupo de amigos. Las
amistades son, ahora, más profundas, y las que se establecen con el sexo contrario, más
problemáticas. Para el adolescente, las posibles identidades se diversifican más y la
necesidad de definirse a sí mismo es cada vez más apremiante: ¿es él un necio, un inútil,
un tonto, un estúpido? ¿Es popular, atractivo, simpático? ¿Qué desea ser? ¿Quién es él
realmente?
Mientras transcurre la ingente demolición y reconstrucción de la adolescencia,
únicamente una base bien sólida permite al joven conservar un sentido de la identidad
equilibrado. Pero si los pilares de los puentes, construidos en esta etapa, se erigieron sobre
cimientos poco sólidos, el niño no será capaz de dominar los poderosos sentimientos —
sexualidad, pérdida de la infancia, otro tipo de humillaciones— a los que tendrá que hacer
frente.
La primera edad adulta viene apuntalada por nuevas experiencias: dejar su casa para ir
ala universidad o al servicio militar, unas relaciones sentimentales probablemente más
íntimas y estables, quizá la necesidad de ganar dinero para poder pagar al menos una parte
de sus gastos... El mundo se abre más allá del contexto relacional formado por los grup os
de secundaria para abarcar el campus, las comunidades de base o un equipo de
colaboradores. Más adelante, aparece la necesidad de elegir una carrera, la complejidad de
un matrimonio y la nueva intimidad que comporta. El individuo se aleja ahora de casa,
tanto física como emocionalmente, aspirando a satisfacer sus necesidades básicas de las que
había disfrutado, anteriormente, a través de la relación con sus padres. Todos los viejos
temas de dependencia, deseos de intimidad, necesidad de un entorno segur o, y- otros
similares, persisten, pero el individuo debe encontrar patrones alternativos para poderlos
satisfacer.
La condición parental aporta una marca repentina de emociones des -conocidas y
hacerse con ellas constituye un reto difícil. Para poder ser un buen padre o una buena
madre, una persona debe aprender a satisfacer muchas de sus propias necesidades
emocionales a través de dar satisfacción a las necesidades de otra persona. Ello requiere
una empatía mucho más sutil y una capacidad de entrega a los demás mucho mayor de lo
que la mayoría de las personas han conocido hasta ese momento. Para salir airosa, una
persona necesita tanto una definición sólida de sí misma como la capacidad de tolerar una
amplia gama de sentimientos intensos a medida que se constituyen docenas de
constelaciones interpersonales. Ante la rivalidad, frustración, incertidumbre, rabia,
responsabilidad, ansiedad, cansancio o resentimiento, el amor paterno o materno y todo lo
demás, los padres deben mantener una posición de líderes de sus familias y atender las
realidades laborales y financieras para poder pagar las facturas.
La edad intermedia aporta responsabilidades todavía mayores mientras que,
simultáneamente, la pérdida de la juventud y de sus utópicos sueños y ambiciones se
tornan realidad. La persona, probablemente, no haya encontrado la pareja ideal, no tenga
los hijos perfectos ni la carrera brillante que cierto día le parecieron seguros. Tampoco
dispone del tiempo que tuvo, en su día, para poder lograr todo ello. Desde la cú spide de la
montaña vemos el camino de bajada y el tiempo comienza, ahora, a percibirse como
limitado. Cuando una persona se confronta con los primeros indicios de su condición de ser
mortal, sus hijos están pasando por las primeras etapas de su propia vida personal. Este
período requiere un equilibrio perfecto entre la empatía, que permite comprender su
situación, y cierta sobre identificación que los utiliza para satisfacer las propias
satisfacciones no alcanzadas.
En la edad intermedia tardía, muchas personas observan cómo su perspectiva se
desplaza, nuevamente, hacia una consideración más amplia, más altruista del mundo
entendido como un todo, concibiendo a todos los niños como niños del mundo y
considerando el legado que dejarán a su paso. Los asuntos que ocupan a la persona se
relacionan con un sentido colectivo de la responsabilidad adulta: por ejemplo, preocupa ción
sobre cómo la balanza comercial con el Japón afectará al nivel de vida de la siguiente
generación. Sin embargo, muchas personas no acaban de realizar esta transición debido a
sus propios problemas actuales con los hijos, el trabajo, la pareja, la salud delicada de los
padres o cualquier otro asunto que les abrume y agote.
El sistema nervioso central continúa creciendo hasta los cuarenta y cinco o cincuenta
años de edad. Así, por ejemplo, las vías nerviosas relacionadas con la capacidad de juicio y
reflexión continúan absorbiendo mielina hasta la edad intermedia de la vida.' Si bien la
memoria y la capacidad física han dejado atrás sus momentos culminantes, la capacidad de
juicio y la sabiduría bien pueden incrementarse. La experiencia, obvia-mente, constituye un
factor básico para el juicio sensato y la sapiencia, pero resulta reconfortante saber que
puede encontrar cobijo en un sistema nervioso central en desarrollo.
El envejecimiento comporta cambios corporales similares a los de la adolescencia, pero
al revés. Simultáneamente con el declive de la persona mayor, sus hijos van camino de la
fortaleza y belleza adultas. La madre atraviesa la menopausia, mientras que su hija se
vuelve sexualmente activa. El padre es intervenido de la próstata mientras que su hijo lleva
una intensa vida amorosa. Adiós a la vista, a la cintura, a gran parte de la belleza física de la
juventud: el pelo precioso del que una estaba orgullosa, la piel suave, la musculatura
fuerte. Los sentimientos de competencia, pérdida, desencanto y la toma de conciencia de
que el tiempo se va acortando, se vuelven más apremiantes.
Muchas personas se dan cuenta, cada vez más, del lugar que ocupan en el desfile de
generaciones, formando parte del ciclo de la naturaleza v de la vida. A medida que el
tiempo y, quizá, el espacio del que uno dispone se van constriñendo, el sentido temporal-
espacial, en el nivel cósmico, se puede expandir de la mano de un sentido unitario con la
naturaleza o con Dios.
Cada una de las etapas de la vida es, así, una consecuencia de las etapas anteriores,
mientras se van presentando nuevos temas emocionales. En el caso de que una persona
no pueda hacer suyos los desafíos de una nueva etapa, se puede limitar o hacer rígido
emocionalmente. Estas posibilidades se analizan en los capítulos 9 y 10 al estudiar las
ramificaciones del modelo evolutivo de cara a la salud mental. Si todo marcha correcta -
mente, la tendencia va hacia una conducta cada vez más generosa, más integrada y más
sutil.
Acabamos de ver cómo las capacidades mentales superiores, desde la conciencia hasta la
inteligencia, se forman a partir de ciertos «bloques» constituyentes básicos. Cada uno de
estos bloques se basa, a su vez, en la capacidad del ser humano de experimentar
emociones. Antes que nada, a capacidad de prestar atención es la capacidad de mostrar
un interés emocional ante diversas imágenes, sonidos y otras características del en -torno.
La capacidad de relacionarse hace referencia a la capacidad de experimentar alegría,
placer y calor afectivo en presencia de otra persona. Con el paso del tiempo incluye,
también, la posibilidad de incorporar otros sentimientos adicionales a nuestro mundo
relacional, entre otros la capacidad de autoafirmarse, la rabia, el desencanto y la
compasión.
La capacidad de mostrarse como una persona intencional significa crear y encauzar un
deseo, lo que, por su propia naturaleza, es experimentado como un sentido proposicional
afectivo o emocional. La capacidad de elaborar patrones intencionales interactivos
complejos refleja la capacidad de sintonizar las propias señales emocionales con las de
otras personas a través de la interacción. Las grandes negociaciones sobre seguridad,
aceptación, consentimiento, orgullo y otros temas importantes son intercambios
emocionales con una finalidad emocional. La capacidad de crear imágenes, símbolos e
ideas, la base del razonamiento y de la vida emocional, depende de la capacidad de investir
esos constructos mentales de significado emocional. En ausencia de esta investidura,
permanecerán como pequeños islotes fragmentados de la actividad mental. La capacidad
de relacionar imágenes y símbolos para formar lo que se podría entender co mo
infraestructura mental supone la habilidad no sólo de ilustrar los propios sentimiento s y
deseos, sino también de captar de forma intuitiva los sentimientos y deseos de otra
persona, comprendiendo siempre las señales emocionales que emite el otro. Esta habilidad
posibilita la comprobación de la realidad y otras formas de pensamiento lógico.
El esquema del desarrollo mental que hemos presentado aquí conduce a algunas
conclusiones muy originales y bastante novedosas sobre el desarrollo de los niños. Así, por
ejemplo, únicamente aquellos padres que han profundizado en el estudio de las diferentes
etapas de su propio crecimiento emocional hacia la edad adulta pueden acompañar exitosa -
mente a su hijo a través de estas etapas. Cuando un niño supera la etapa del aprendizaje
presimbólico y simbólico inicial y se adentra en el mundo de los símbolos inconscientes, ya
ha dejado atrás un proceso largo y complejo que se caracteriza por clasificar, sopesar, juzgar
y discernir. El adulto ha invertido una enorme cantidad de tiempo e interés en responder a
sus sonrisas, expresiones, palabras y gestos, ayudándole a mejorar su nivel de atención, a
disfrutar de lo placentera que resulta la reciprocidad, a sentir el poder comunicativo de los
gestos y a otorgarle una forma simbólica a sus sensaciones emocionales y corporales. Estos
procesos y la mutualidad que los hace posibles son los que llevan al niño desde el caos
sensorial de las primeras horas extrauterinas hacia la plena conciencia humana.
Esta visión de la mente pone de relieve su profundo sentido unitario, los lazos
indestructibles entre pensamiento y sentimiento. Pone al descubierto mecanismos
largamente buscados por los sociólogos, que permiten que las familias y las sociedades
transmitan estructuras de personalidad, valores y significados culturales a lo largo de las
generaciones. Si, tal como hemos indicado, las cualidades más elevadas del espíritu humano
únicamente pueden florecer al sol de unos vínculos genuinamente personales, entonces
únicamente una sociedad que favorezca el desarrollo de estos vínculos puede obtener la
plena cosecha de una ciudadanía creativa y humana.
Capitulo 5

Los orígenes de la conciencia,


De la moralidad y de la inteligencia

En los últimos tres capítulos hemos descrito cómo la conciencia y el sí mismo


evolucionan por etapas a lo largo del desarrollo. En este capítulo intentamos explicar, desde
la perspectiva evolutiva, los orígenes de la conciencia, la moralidad y los niveles de
inteligencia superiores. En este caso, el término conciencia abarca, obviamente, aspectos
que van mucho más allá del sentido que le damos frecuente-mente, implicando una
compleja combinación de percepciones, intencionalidad y autosuficiencia que posibilita la
reflexión y la comprensión.
Nos interesa conocer, en este caso, cómo los niños y también los adultos crecen
realmente. La transición desde un organismo recién nacido, una simple entidad biológica,
hacia una persona que funciona de forma inteligente y consciente de lo que hace, tiene lugar
a lo largo de etapas evolutivas que podemos observar. Lo que en abstracto parece una
metamorfosis inexplicable surge, de hecho, de las características propias del ser humano en
cuanto se sitúa aun individuo en un entorno formativo y rico en estímulos.

EL DESARROLLO DE LA CONCIENCIA

La conciencia, un concepto que se sitúa a caballo entre la psicología la filosofía, aúna las
perspectivas y tradiciones de cada una de estas disciplinas. Por muchas razones, ha
constituido un enigma para ambas.
Implica la estructura física del cerebro y experiencias tan subjetivas orno la conciencia
de uno mismo y la consideración de determinadas mociones e ideas. No es de extrañar que
las primeras teorías comprendieran explicaciones tanto físicas u objetivas, como espirituales
o subjetivas, de la conciencia y de los fenómenos mentales del ser humano. El filósofo
Bertrand Russell postuló que el dualismo entre las teorías materialistas objetivas e
individualistas subjetivas constituye un tema sempiterno, no resuelto, en la historia del
pensamiento occidental, con importantes connotaciones sociopolíticas.'
Filósofos contemporáneos como Daniel Dennett, junto con otras muchas personas sensatas,
desearían pensar que todos los fenómenos mentales, incluyendo la conciencia, deben explicarse
mediante la actividad física del cerebro.' Sin embargo, tal como hemos podido ver, el cerebro se
desarrolla gracias a su constante interacción con la experiencia afectiva. Las dificultades que se
puedan presentar a lo largo de estas interacciones experienciales conducen, a su vez, a
dificultades en el nivel de la conciencia. Niños que carecen de determinadas experiencias
interactivas, por ejemplo, como ocurre en el caso de hijos de familias multiproblemáticas o
disfuncionales, pueden no haber adquirido la capacidad autorreflexiva aun en el caso de un
funcionamiento cerebral absolutamente normal. De forma parecida, los niños que padecen
problemas físicos relacionados con el funcionamiento del sistema nervioso también muestran
problemas de conciencia. Los niños que muestran patrones autísticos, pocas veces alcanzan
algún grado de conciencia de sí mismos y de capacidad autorreflexiva hasta bien iniciada la
terapia.
Tal como indicamos con anterioridad, cuando se planifican las interacciones para corregir
los déficit de niños discapacitados, sean experienciales o físicos, se atraviesa una serie de
etapas de niveles crecientes de conciencia y autorreflexión. Los niños que se desarrollan
normal-mente también pasan por estas mismas etapas, comenzando con la inicial conciencia de
sí mismos como seres sensoriales y emocionales, hasta la capacidad de reflexionar,
simbólicamente, sobre sus propios sentimientos y deseos, si bien con un esfuerzo mucho
menor.
Pero la pregunta sigue en el aire: ¿cómo se integra la experiencia en la actividad física
cerebral para dar lugar a esos niveles de conciencia? Creo, sinceramente, que una parte de la
respuesta a esta pregunta reside en la capacidad del cerebro de experimentar y organizar
emociones.
A partir de la observación de niños pequeños y mayores parece plausible pensar que el
desarrollo del nivel de conciencia esté relacionado con la creciente consideración de nuestros
propios afectos o de nuestras emociones. Los afectos que surgen a partir de los procesos físicos
y que, progresivamente, adquieren un significado subjetivo, tienen la capacidad única de unir
aquello que consideramos los aspectos objetivos del cerebro con la experiencia subjetiva. Dan
lugar a unos patrones fisiológicos que podemos observar y medir. Así, por ejemplo, muchos
procesos diferentes de los sistemas nerviosos simpático y parasimpático están relacionados con
diversos estados afectivos.' La mayoría de personas experimentan enseguida estos estados
físicos en forma de constricción de los músculos pectorales, palpitaciones cardíacas y la
sensación de estómago
vacío que acompaña al miedo. Las emociones, sin embargo, también llegan a tener unas
características subjetivas y, finalmente, un significado. Alegría, tristeza, odio, amor: todos ellos
denotan un estado anímico o mental, una característica de la experiencia consciente. El hecho de
tener conciencia de estos estados anímicos fue atribuido, tradicionalmente, a la vertiente
subjetiva y espiritual de la vida mental.
¿Cómo adquieren los procesos fisiológicos esta tonalidad y este significado subjetivo? ¿Qué
papel desempeñan en la elaboración de la conciencia? Como hemos expuesto con anterioridad,
el niño experimenta, en un principio, estados anímicos muy genéricos, como son el sosiego, la
excitabilidad y la angustia que parecen, en gran medida, ser de naturaleza física. A medida que
el sistema nervioso va madurando, los bebés son capaces de experimentar y expresar su estado
de ánimo de forma más sutil: una sonrisa especial dedicada a mamá, una mirada de enfado
para papá, una reacción alegre de sorpresa ante una imagen o un so-nido agradable pero
inesperado. Para que se puedan presentar estos estados mentales más sutiles un niño debe
tener, sin embargo, experiencias interactivas con sus padres; los niños privados de estos
estímulos tienden a seguir mostrando expresiones emocionales más genéricas. La experiencia
va perfeccionando, así, la expresión fisiológica, y la creciente regulación fisiológica cumple, a su
vez, funciones organizativas y expresivas de experiencias emocionales interactivas mucho más
complejas. Si los músculos se ponen tensos, acompañándose de una sensación de malestar o
de estrés, y la experiencia sigue perfilando este estado anímico, entonces puede surgir una
sensación diferenciada de rabia. Esta sensación puede servir, posteriormente, para organizar y
dar significado a ejemplo, muchos procesos diferentes de los sistemas nerviosos simpático y
parasimpático están relacionados con diversos estados afectivos.' La mayoría de personas
experimentan enseguida estos estados físicos en forma de constricción de los músculos
pectorales, palpitaciones cardíacas y la sensación de estómago vacío que acompaña al
miedo. Las emociones, sin embargo, también llegan a tener unas características subjetivas
y, finalmente, un significado. Alegría, tristeza, odio, amor: todos ellos denotan un estado
anímico o mental, una característica de la experiencia consciente. El hecho de tener
conciencia de estos estados anímicos fue atribuido, tradicionalmente, a la vertiente subjetiva
y espiritual de la vida mental.
¿Cómo adquieren los procesos fisiológicos esta tonalidad y este significado subjetivo? ¿Qué
papel desempeñan en la elaboración de la conciencia? Como hemos expuesto con anterioridad,
el niño experimenta, en un principio, estados anímicos muy genéricos, como son el sosiego, la
excitabilidad y la angustia que parecen, en gran medida, ser de naturaleza física. A medida que
el sistema nervioso va madurando, los bebés son capaces de experimentar y expresar su estado
de ánimo de forma más sutil: una sonrisa especial dedicada a mamá, una mirada de enfado
para papá, una reacción alegre de sorpresa ante una imagen o un so-nido agradable pero
inesperado. Para que se puedan presentar estos estados mentales más sutiles un niño debe
tener, sin embargo, experiencias interactivas con sus padres; los niños privados de estos
estímulos tienden a seguir mostrando expresiones emocionales más genéricas. La experiencia
va perfeccionando, así, la expresión fisiológica, y la creciente regulación fisiológica cumple, a su
vez, funciones organizativas y expresivas de experiencias emocionales interactivas mucho más
complejas. Si los músculos se ponen tensos, acompañándose de una sensación de malestar o
de estrés, y la experiencia sigue perfilando este estado anímico, entonces puede surgir una
sensación diferenciada de rabia. Esta sensación puede servir, posteriormente, para organizar v
dar significado a una gama de experiencias interactivas caracterizadas por un estado de
frustración o de malestar.
En la segunda mitad del primer año de vida, los bebés manifiestan, habitualmente, una sutil
expresión de afectos muy diferentes, como son la rabia, el enfado, el estado de sorpresa,
desesperación, felicidad, entre ,otros, que sirven, entonces, para categorizar y atribuir un
significado a experiencias interactivas posteriores.' Con el paso del tiempo, y a medida que las
experiencias se van organizando de forma circular, gracias a un número creciente de estados
afectivos, se elabora un mundo interno subjetivo. Entretanto, también se está creando una
categoría experiencial denominada «realidad externa». Tanto el mundo subjetivo interno como
la toma de conciencia de una realidad exterior surgen, gradualmente, del circuito interaccional,
retroactivo, entre el afecto y la experiencia.
Las emociones, por lo tanto, no sólo se constituyen en los mediadores complejos de la
experiencia, sino que cumplen, a su vez, un papel organizativo y diferenciador interno. Lo que
comienza como un sistema ilógico que recibe el input de los sentidos se torna, a través de los
resultados de la experiencia evolutiva, en un instrumento social complejo y en un medio para
estructurar la vida mental interna.
El creciente ciclo de experimentación y categorización acaba influyendo en la fisiología
cerebral, más que a la inversa, constituyendo una danza íntima entre la naturaleza v los
estímulos externos.' Resulta engañozo intentar separar las contribuciones de ambos, dado que
uno sólo puede definirse en el contexto del otro. La conciencia surge de estas interacciones
continuas en las que la biología organiza la experiencia y la experiencia la biología.
Los procesos que posibilitan la experiencia y la expresión afectiva tienen lugar en las células
vivas que, a su vez, comprenden procesos fisiológicos sólo parcialmente conocidos, pero que
parecen diferenciarse, aun y así, de los sistemas no vivos como los que operan en los
ordenadores. Determinados paralelismos, sin embargo, aportan indicios útiles de cómo un
fenómeno de origen físico puede llegar a adquirir un matiz y un significado subjetivo y
contribuir, de esta forma, al desarrollo de la conciencia.
La palabra que utilizamos para definir las emociones indica su naturaleza dual: lo que
denominamos «sensaciones» no sólo comprende diferentes estados psicológicos sino, a su vez,
sensaciones viscerales concretas. La ansiedad se puede presentar en forma de una aceleración
del pulso, un desencanto como un dolor abdominal agudo, la tristeza como obstrucción de la
garganta, el estrés como pulsaciones en las sienes.
A muchas personas que han padecido una desgracia importante no sólo se les ha «roto el
corazón», a modo de metáfora de un estado de desolación, sino que han experimentado un
dolor manifiesto en la parte superior del tórax. Muchas personas que han sentido un miedo
intenso han temblado, físicamente, por un sudor frío.
El lazo de unión entre la sensación física y la emocional no es, por lo tanto, ni circunstancial
ni simbólico. Está, de hecho, arraigado en nuestra neurología y en nuestra musculatura.
Únicamente mostrando la cara externa de una emoción se puede representar parte del afecto
original. Si se le ocurre adoptar una sonrisa de felicidad de forma deliberada, tendrá ocasión de
sentir una oleada de buen humor. Si aprieta los labios y frunce el ceño poniendo cara de muy
enfadado, sentirá un instante de irritación. Arrugar la frente con expresión de angustia
conllevará una ligera sensación de pesar. Percibimos nuestras emociones, literalmente, en
nuestros cuerpos e, inversamente, nuestras caras y nuestros cuerpos expresan lo que sentimos.
Además, cada expresión facial o corporal de una emoción —cada sonrisa, mueca o expresión de
rabia, cada espalda rígida, hombro caído o brazo que pega— tiene su propia y sutil gradación
en lo referente al sentimiento y la tonalidad emocional interna.
Las emociones solas no crean la conciencia si bien, más que la experiencia sensorial por sí
misma, sí forman la mente. Más bien se da el caso de que una creciente gama de emociones es
gradualmente recogida por la capacidad del sistema nervioso encargada de elaborar pautas. El
aspecto afectivo del código dual genera un sentido de vitalidad muy elemental a partir de las
experiencias del bebé. La sensación, la reactividad, las características decisivas de ciertas
neuronas, siguen aportando la base fisiológica de la vida afectiva y emocional. A medida que
estas experiencias emocionales aumentan en número y complejidad, son abstraídas y se
forman patrones. El cerebro, en plena fase de desarrollo y bien estimulado, acaba siendo un
detector de patrones cada vez más elaborado. Estos patrones ganan en intencionalidad y
complejidad y se organizan en los seis niveles descritos en los capítulos 3 y 4. Tal como dijimos,
en los niveles cinco y seis son traducidos en imágenes y surge un sentido del sí mismo
representativo o conciencia.
Se pueden concebir, así, dos componentes de la conciencia. Uno es de naturaleza
generativa e implica la reactividad de las células nerviosas y la actividad fisiológica y afectiva
concomitante (por ejemplo, un sentido agradable al tacto). El otro es de naturaleza
organizativa. El hardware del. sistema nervioso nos permite abstraer y organizar patrones
sensoriales y afectivos, a medida que interactúa con un determinado tipo de experienc ias.
Ambos componentes trabajan conjuntamente para generar conciencia.
Lo que habitualmente entendemos por «conciencia» es, de hecho, capacidad
autorreflexiva, lo que constituye un estadio evolutivo relativamente tardío. En esta etapa, la
mente puede tener conciencia de sus propios sentimientos y deseos —«Soy feliz», «Estoy
molesto», «Estoy Piste», «Quiero pegarte», «Quiero amarte»—. Esta capacidad de
concienciación reflexiva atraviesa diferentes etapas, tal como indica-los en el capítulo
anterior. En el niño de cuatro a cinco años, la expresión de un deseo —«Quiero salir afuera
ahora»— sustituye a las exigencias del niño de tres años —«Afuera» o «Abre puerta»—. A lo
largo e su etapa escolar, observamos un nivel de reflexión incluso superior: n sentido de l sí
mismo crecientemente fortalecido por la experiencia el día a día.
El adolescente muestra unos niveles superiores todavía: es capaz de flexionar no sólo
acerca de lo que está pasando en el presente sino, a su vez, sobre lo que podría pasar en el
futuro. El adulto joven puede comprender su propio pasado, prever su futuro y reflexionar,
con cierta perspectiva, sobre los acontecimientos de su entorno. En las siguientes tapas de la
vida, niveles de conciencia incluso superiores dependen del conocimiento má s profundo de la
propia personalidad del individuo respecto de la familia que ha formado, su comunidad y, en
última instancia, 1 mundo como un todo y los ciclos de la naturaleza.
Generalmente pensamos que el conocimiento consciente es un fenómeno propio de las
etapas autorreflexivas tardías, cuando esta capacidad constituye, de hecho, el legado del
largo proceso evolutivo esbozado en as capítulos 2-4. El primer signo de conciencia es,
sencillamente, la noción de ser vivo que adquiere el bebé: el borboteo de sus sentimientos en
expuesta a las sensaciones en una época en la que todavía no puede difer enciarse a sí mismo
del mundo que le rodea. Este sentido precoz de vialidad afectiva no está ligado a símbolo o
conducta intencional alguna. '.n lugar de denominarlo arousal, sería más apropiado
denominarlo sendo de vitalidad afectiva. Cuando el niño pequeño comienza a mostrar
referencias por las personas más próximas y un interés inusitado y ale -re por el mundo de los
seres humanos, comienza la segunda fase de la conciencia. Aunque todavía no se asocien
símbolos o conductas intencionales a sus sentimientos, su conciencia abarca, ahora, a otro
ser humano con el que comparte un sentido de felicidad indiferenciado. La conciencia se
expande rápidamente, incluyendo otro tipo de deseos y sentimientos, como la dependencia,
el placer y la rabia.
Una vez alcanzado el siguiente hito, cuando el niño desarrolla patrones de conducta
intencionales (alzar los brazos para que le levanten v otros similares), comienza a florecer
un nuevo tipo de conciencia, diferenciando crecientes parcelas del «yo» definidas por estas
conductas intencionales de las demás personas. A continuación, aparece la conciencia de
pautas complejas haciendo referencia a muchas conductas intencionales propias y ajenas.
Un «yo» más integrado, formado por muchos deseos, sustituye aquellos islotes del «yo»
precoces e incluye la comprensión de tener que debatir con otros sobre seguridad,
protección, dependencia, consentimiento, desaprobación, aceptación, rechazo,
autoafirmación, rabia y otros contenidos emocionales cotidianos. Incluso antes de la
formación de símbolos, existe un sentido de unidad, intencionalidad y cierto tipo de
significado. Una vez podamos abstraer nuestras emociones simbólicamente, a través de la
palabra y las imágenes, comenzamos el periplo de la conciencia simbólica, descrita
anteriormente.
Es difícil, para un adulto, imaginar cómo se percibe un bebé o un niño pequeño a sí
mismo a lo largo de las diferentes etapas de este pro-ceso. Por muy fidedignamente que
intentemos recrear estas sensaciones a través de diferentes técnicas —relajación profunda,
hipnosis, ejercicios espirituales— estas etapas de conciencia precoz parecen fuera de
nuestro alcance. Incluso si pudiéramos, realmente, contactar con estos estadios mentales
iniciales, no seríamos capaces de recordarlos en cuanto estuviéramos de vuelta en nuestro
estado simbólico habitual. Quizás únicamente en ciertas facetas de la expresión artística se
puede tomar contacto con formas precoces de la conciencia. La psicoanalista Marion Milner
parece sugerirlo en On not being able to paint: «La experiencia de la coincidencia interna y
externa que experimentamos ciegamente cuando nos enamoramos emerge
conscientemente a la superficie en las artesa
Aparte del nivel evolutivo, el grado de conciencia varía, claramente, de una persona a
otra, en función del contenido emocional que la en-vuelve. Un nivel de conciencia
reflexivo y de amplia base comprende múltiples sentimientos, como la alegría y el placer,
la dependencia, la autoafirmación y la rabia. Nos permite apreciar los sentimientos de las
de-más personas y colaborar con otros de cara a determinadas iniciativas, en el nivel
político, religioso, filantrópico o de conservación del medio ambiente. Un menor índice de
conciencia y de capacidad reflexiva se relaciona con haber experimentado únicamente unos
pocos y repetitivos contenidos emocionales (por ejemplo, siempre enfadado o receloso) y
unas actitudes rígidas y centradas en sí mismas. Cuando hablarnos de una conciencia de-
sarrollada no nos referimos, por ejemplo, a cierta habilidad etérea para proyectarnos a
nosotros mismos a través del espacio y del tiempo. Nos referíamos, de hecho, a la
capacidad de experimentar las emociones humanas más ;mentales en nosotros mismos y
en los demás, y reflexionar sobre ellas en ¡estro contexto familiar, social, cultural y
ambiental.
Las emociones que desempeñan un papel central respecto del sentido 1 sí mismo
posiblemente constituyan el nexo de unión, el enlace , entre la ente y el cuerpo, cuya
polaridad ha fascinado a filósofos y científicos de conducta humana durante milenios. El
sistema nervioso conduce las sensaciones procedentes de todos los órganos del cuerpo a
aquellas regiones cerebrales que organizan y abstraen los patrones de conducta,
conectando los sistemas fisiológicos con los emocionales. Este lazo de unión funciona en
ambas direcciones.' En caso de lesión o de enfermedad, sobre todo si es dolorosa,
puede, al menos de forma temporal, limitar el sent ido del sí mismo al simple deseo de
poderse levantar de la cama e ir solo al baño o, sencillamente, a que cese el dolor. Los
estados afectivos intensos y generalizados, relacionados con las necesidades básicas,
pueden redefinir quiénes somos, qué querernos y qué pensamos, disminuyendo nuestra
capacidad reflexiva y devolviéndonos a una forma de proceder en la que el alcance de
estos logros absorbe completamente nuestra conciencia.
La conservación de niveles superiores de conciencia depende de que necesidade s
físicas más elementales estén cubiertas y las emociones guiadas, de tal manera que los
afectos intensos no eclipsen los patrones las variantes más sutiles que sostienen las
capacidades mentales superiores. A una persona atemorizada, hambrienta o enferma le
resulta difícil adoptar una actitud filosófica. «Debo estudiar ciencias políticas y militares
para que mis hijos tengan libertad para poder estudiar matemáticas y filosofía», escribió
John Adams a su mujer, Abigail, durante la revolución. «Mis hijos deb erían estudiar
matemáticas y filosofía, geografía, historia de las ciencias naturales, arquitectura naval,
navegación, comercio y agricultura, para darles a sus hijos el derecho de poder estu diar
pintura, poesía, música, arquitectura, escultura, tapicería y cerámica. Sólo es posible
alcanzar los niveles superiores de conciencia cuando las necesidades materiales y de
seguridad están garantizadas.
El concepto evolutivo de la relación mente-cuerpo parte de la convicción de que las
emociones no se deben asociar a las partes menos evolucionadas del sistema nervioso,
como es el sistema límbico; al contrario, los niveles más altos del córtex cerebral
implican la experiencia afectiva, no exclusivamente cognitiva.
En un reciente trabajo de investigación llevado a cabo con Stephen Porges, hemos
demostrado cómo la mente y el organismo trabajan juntos en la resolución de
problemas. Porges ha demostrado que la resolución de problemas complejos que
comprende una comunicación afectiva bidireccional depende, en parte, de una faceta del
sistema nervioso para-simpático evolutivamente avanzado y relacionado con el córtex
cerebral.' Es ésta la capacidad de realizar cambios fisiológicos rápidos en res -puesta a
interacciones afectivas con objetos y personas de cara a la resoluc ión de problemas.
Hemos detectado que niños con riesgo de sufrir problemas de aprendizaje o de conducta
eran vulnerables en lo referente a esa capacidad y la estamos investigando, actualmente,
en niños con importantes problemas de relación v comunicación . Porges ha indicado,
además, que existen dos niveles más precoces en la organización neurológica del
sistema nervioso central, uno basado en las reacciones de lucha o huida descritas hace
décadas por Cannon, y otro, más primario, basado en un componente del sistema
nervioso parasimpático, asociado a un bloqueo y una inhibición generalizada ante el
miedo o la ansiedad.' Estos niveles organizativos coinciden con nuestras observaciones
sobre los primeros niveles de la organización afectiva. Una manera en la que se expresa
la mala adaptación en el nivel autorregulativo y comunicacional consiste en un bloqueo
generalizado de las importantes funciones perceptivas y de soporte vital. En la
comunicación afectiva intencional, reacciones inflexibles de lucha o huid a pueden
reemplazar a las sutiles señales afectivas recíprocas. Estudios fisiológicos y
observaciones de la organización emocional precoz convergen, hasta cierto punto, al
explicar el papel de la regulación c interacción afectiva en la conducta inteli gente. En
términos tanto de los niveles de desarrollo observados en la mente humana (descritos en
los capítulos 3 y 4), como de los niveles de regulación neurona], los patrones afectivos
primarios, de origen somático y globalmente polarizados, están relacionados con
patrones simbólicos y sociales más avanzados.
La capacidad más importante del ser humano es, entonces, la capaci dad no medible
de registrar el mundo a través de los afectos, integrarlos en un estado de conciencia
creciente y expresar a través del cuerpo, con palabras y con símbolos, una amplia gama
de sentimientos. Esta capacidad, situada a caballo entre lo mental y lo físico, la psique y
el sistema nervioso, la mente y el cerebro, es una función que pertenece a ambas
vertientes, agrupándolas en un todo indisoluble.
Estas elucubraciones sobre la relación entre cuerpo y mente no son exclusivamente
académicas. Lo que ha impulsado la búsqueda de las res-puestas a estas cuestiones a lo
largo de los siglos es la enorme influencia que han tenido sobre la vida humana. Los
orígenes atribuidos a nuestras cualidades más relevantes nos ayudan a determinar cómo
nos tratamos unos a otros y qué soluciones abrigamos para resolver los problemas so -
ciales. Si se considera que la mente se va perfilando exclusivamente por procesos
biológicos, entonces deben prevalecer las soluciones biológicas ante los problemas humanos.
Pero si el desarrollo afectivo, tal como analizaremos de forma más detallada en la segunda
parte del libro, resulta desempeñar un papel fundamental en la configuración de la mente,
habrá que tener este factor en cuenta a la hora de idear soluciones para los en fermos,
tanto en el nivel individual como en el social.

LOS ORÍGENES DE LA MORALIDAD

Tanto en la vida pública como en la privada existe, hoy en día, una preocupación
generalizada sobre un evidente descenso del sentido de la responsabilidad individual. Las
soluciones que se han intentado poner en marcha son diversas. Recientemente, se ha hecho
énfasis en que los padres sean menos condescendientes, que las instituciones como los
colegios exijan más a los niños y que los programas de gobierno asignen menos recursos a
la asistencia social e inviertan más en política preventiva.
Detrás de este enfoque de tenaz endurecimiento para reforzar la ética y los valores
morales, tanto de jóvenes como de adultos, yace la suposición implícita de que, en el
momento en que los padres perjudican a los hijos al dar demasiado y exigir demasiado poco,
los Estados Unidos también mimen en exceso a sus ciudadanos, especialmente a los menos
favorecidos.
Para comenzar a comprender cómo se fomenta el sentido de la responsabilidad en las
personas y se inculca el interés y la preocupación por las demás, debemos comprender
cómo se aprenden estas características tan deseables en circunstancias normales. El
respeto por los demás se de-arrolla a partir de un sentido de la humanidad compartida.
Esta capacidad sólo se desarrolla en un bebé que tiene la oportunidad de interactuar, de
forma habitual y continuada, con unos padres entregados y estimulantes en una relación
que aporta seguridad e intimidad. Niños que constantemente cambian de un hogar de
acogida a otro; niños maltratados o desatendidos; niños cuyos padres están tan obcecados
en satisfacer sus propias necesidades que son incapaces de entregarse a sus hijos; incluso
niños cuyos padres les quieren y protegen pero que están tan ocupados te no disponen de
tiempo para intercambios emocionales... todos ellos buen un grave riesgo de no desarrollar
plenamente su humanidad.
Mientras que, en un principio, siente pasivamente alegría, afecto y seguridad al ser
querido y cuidado, rápidamente es capaz de extender es-tos sentimientos hacia unos
padres queridos; poco a poco, a otras personas de la familia; y, más adelante, a profesores
y compañeros. El sentimiento de ser atendido y de atender a los demás constituirá,
finalmente, la base de la empatía. Si bien el comienzo del interés por los demás pue de
observarse en ciertas conductas efímeras de los niños hacia el final del segundo año de vida
cuando, por ejemplo, pasan la mano por el brazo dolorido de mamá o por la nariz lesionada
de papá, la empatía auténtica —la capacidad de ponerse uno mismo en el lugar de los
demás y de sentir preocupación por esa persona pensando en cómo se sentiría uno en su
circunstancia— requiere una organización psicológica más evoluciona-da. Los primeros
signos de este tipo de conductas los podemos observar al final de la etapa preescolar y, de
forma más acusada, en la etapa escolar, cuando los niños son capaces de crear dos
mundos interiores diferenciados, uno que reacciona ante los vaivenes cotidianos de las
relaciones entre iguales, y otro que comienza a desarrollar un sentido estable de la identidad.
En edad escolar, los niños pueden mostrar interés auténtico por los demás porque se
sienten lo suficientemente seguros de quiénes son como para prestar una parte de sí mismos
y experimentar lo que otra persona puede sentir. El adolescente y el adulto pueden
imaginar las múltiples maneras de llegar a sentir a otra persona en un grado muy superior
a un niño de diez o doce años, si bien, para estar seguros, durante estos años se seguirá
investigando y evaluando este aspecto. La capacidad de tener en cuenta los sentimientos
de los demás de una forma solícita y compasiva procede, sin embargo, y en sus orígenes,
del sentido del niño de haber sido querido y atendido. Si ése no fue el caso, ningún
esfuerzo por ponerse a sí mismo en el lugar del otro derivará necesariamente en un
comportamiento empático. Una persona podría, por ejemplo, adentrarse en el mundo de
otro para imaginarse cómo engañar o manipular a esa persona, pero no sentirá compasión
a no ser que la haya experimentado ella misma. Aprendemos la lección de la conducta
solidaria y humanitaria no de lo que se nos dice, sino de cómo se nos trata. Nos pueden
decir centena-res de veces al día que seamos bondadosos y altruistas. Los padres pueden
presentarse a sí mismos como modelos de rol y hacer hincapié en su entrega a los demás,
pero sus palabras estarán vacías de contenido a menos que sus hijos hayan experimentado
su preocupación y sus cuidados.
Otra de las importantes raíces evolutivas de la moralidad se sitúa en la participación del
niño en las interacciones preverbales. La toma de conciencia de las intenciones propias y
ajenas, que hacen referencia a aspectos tan elementales como seguridad versus peligro,
aceptación versus rechazo, aprobación versus desaprobación, orgullo y respeto versus
humillación, se asimila inicialmente a través de estos intercambios afec tivos entre padres e
hijos. Las posibles actitudes ante la conducta agresiva se aprenden antes de que el niño
pueda pronunciar la primera palabra de enfado. Cuando el pequeño de dieciséis meses
levanta la voz, señala con el dedo, echa una mirada furiosa o derriba un plato de ver-dura
no deseado, normalmente se produce una respuesta de un padre vigilante y tenaz. Estas
primeras comunicaciones reflejan muchos de los patrones personales y culturales de la
familia. En una familia, la muestra de rabia o fastidio puede valorarse positivamente como
señal auto-afirmativa: mediante una risa disimulada o una sonrisa abierta un padre puede
fantasear sobre el político, alto cargo militar o atleta que su hijo podría ser en un futuro. En
otra familia, idéntica expresión de un sentimiento probablemente sea recibida con silencio,
rechazo, insistencia o castigo, acompañándose de pensamientos temerosos de corte
negativo: ¡Por Dios, estoy creando un monstruo!, ¡no sé qué hará cuando se haga mayor!
Dado que existen diferentes reacciones, en diferentes familias, a la misma expresión
emocional de un niño, a la exploración de su cuerpo o a sus primeras inclinaciones
altruistas, la modificación de las expectativas parte de la consideración de lo que está bien
y de lo que está mal, qué es correcto y qué equivocado. Estas expectativas configuran el
nivel más profundo de la mente en desarrollo, por debajo de las palabras o incluso de las
imágenes visuales. Las podemos sentir en nuestros abismos más profundos, en el núcleo
de nuestra identidad. Parecen eludir cualquier tipo de expresión verbal o simbólica,
menos, quizá, en algunos individuos creativos, por medio del arte o de la poesía. La
experiencia posterior puede fortalecer o debilitar estas creencias primarias. Las experiencias
tempranas pueden dar lugar, por un lado, a prejuicios, a una soberbia va nidosa o a una
racionalización de las opiniones polarizadas. Por otro lado, pueden constituir el primer
paso hacia el desarrollo de un sentido humanitario y de una moralidad basada en el
interés por el prójimo y el respeto.
Al analizar el desarrollo de la moralidad, es importante diferenciar la ternura y la
sensibilidad hacia los demás de la adquisición de complejas habilidades sociales que implican
asumir las intenciones de otras personas, comprender sus sentimientos e incluso comportarse
de forma pro-social y altruista. Robert Emde ha escrito sobre los remotos orígenes de la
moralidad basados en determinado conocimiento procesual, como por ejemplo las reglas que
subyacen al toma y daca y a la reciprocidad» Lawrence Kohlberg ha investigado estrategias
de razonamiento tales como la capacidad de analizar todas las vertientes de un problema,
una habilidad' sumamente compleja e imprescindible para realizar valoraciones morales.!! Sin
embargo, la interpretación de las señales sociales y la capacidad superior para proceder a la
abstracción cognitiva no constituyen la esencia del desarrollo de la conciencia moral; después
de todo, el vendedor de aceite de serpiente, el sociópata, el demagogo fraudule nto, todos
ellos hacen uso de sofisticadas habilidades sociales y de la lógica para engañar y manipular a
los demás. Estas habilidades, que constituyen la base para el desarrollo intelectual y social
elemental, son imprescindibles para que se puedan adquirir otras muchas habilidades sociales
y cognitivas superiores, entre otros determinados aspectos del razonamiento moral. El
componente clave que determina cómo un individuo utiliza estas habilidades radica, sin
embargo, en la categoría de su sentido humanitario y de entrega. La moralidad se define por
sus características cualitativas basadas en la experiencia emocional.
Tanto los niños pequeños que se desarrollan correctamente como aquellos que pasan por
diferentes etapas de sufrimiento físico o emocional, muestran unos patrones preverbales
relacionados con el posterior desarrollo del sentido humanitario. Unos patrones interactivos
plenamente satisfactorios entre padres e hijos, en los que los primeros interpretan y
reaccionan a las señales y los gestos del niño, permiten a éstos experimentar una amplia
gama de sentimientos v elaborar expectativas basadas en una selección de las diferentes
opciones. Por contraste, en el caso de niños abandonados, atormentados punitivamente u
oprimidos, o cuyos padres ignoran selectivamente sus expresiones de agresividad,
competitividad, curiosidad, etcétera, se establecen unas expectativas polarizadas.
Las percepciones del niño se formulan en términos de todo o nada: «Me odian» o «Soy
malo».!
Cuando el niño pasa de la etapa preverbal a la fase ideativa se enriquecen
considerablemente su visión de sus propias intenciones y sus expectativas respecto de los
demás. Es capaz, ahora, de evocar mentalmente la imagen de otras personas, establecer
distinciones entre ellas y explorar sus propios sentimientos y los de los demás. De la mano de
su sentido humanitario, la capacidad para comprender una amplia gama de sentimientos
propios y ajenos posibilita la maduración paulatina de su sentido de la moralidad. Una
experiencia dolorosa puede, sin embargo, acentuar los patrones polarizados. La proyección
de los propios deseos íntimos en los demás puede dar pie a una actitud rígida ante el
funcionamiento del mundo, una actitud que puede volverse autocomplaciente. Una actitud
recelosa de cara a las demás personas, por ejemplo, conduce a actitudes de enfado por parte
de éstas, lo que, a su vez, confirma el criterio inicial de que no hay que fiarse de nadie. Las
creencias rígidas tienen su origen en necesidades personales rígidas que no permiten una
comprensión sensible de las peculiaridades de las vidas de las demás personas.
Una moralidad y un altruismo plenamente maduros únicamente son posibles cuando la
persona desarrolla la capacidad de relacionar emociones e ideas, de reflexionar acerca de sí
misma y de sus acciones y, finalmente, de construir un mundo interior de valores estables al
margen de las nuevas experiencias de un mundo cambiante. En el mejor de los casos, la
capacidad de crear este mundo interior florece con el inicio de la pubertad y co ntinúa
creciendo a lo largo de toda la adolescencia, hacia la edad adulta.
Como hemos indicado anteriormente, la dimensión moral ha sido evaluada, a veces, de
acuerdo con unas directrices básicamente cognitivas. ¿Puede una persona considerar diversas
alternativas o sólo una? ¿Es capaz de afrontar circunstancias ambiguas y matices, o
únicamente ve las cosas. en blanco o negro? Lo que muchas veces no se comprende del todo
es la importancia del bagaje y de la flexibilidad emocional de la persona para el desar rollo de
su sensibilidad moral. Las personas no son igualmente reflexivas en áreas tan diversas como
la dependencia, la sexualidad, la agresividad, la rabia, el miedo y la pasión. En aquellas áreas
en las que nos sentimos ansiosos y violentos, a menudo tendemos hacia unos criterios
excesivamente concisos, rígidos o polarizados. La mayoría de nosotros somos, por lo tanto,
más o menos sensibles hacia las causas ajenas y moralmente selectivos en función del área
emocional. Sirva, a modo de ejemplo, la diversidad de criterios entre los nueve jueces de la
Corte Suprema estadounidense ante cualquier toma de decisión intensamente debatida .
Como otras muchas facultades ancladas en nuestra propia experiencia emocional, también
nuestro sentido de la moralidad sigue desarrollándose a lo largo de toda nuestra vida. Cuanto
mayor sea nuestra experiencia, tanto en los momentos alegres y placenteros como en los
momentos adversos de la vida, tanto más sólidos serán los fundamentos de nuestra
capacidad para ponernos en el lugar del otro, de nuestro bagaje moral y de la sabiduría
subyacente. No se puede desarrollar una perspectiva ética equilibrada cuando la experiencia
personal no permite abstraer los principios de la conducta humana. La sabiduría y la
moralidad son hermanas, ambas son el resultado de un largo proceso evolutivo enriquecido
por la experiencia afectiva.
Pero ¿qué decir de aquellas personas que alcanzan un elevado nivel en su desarrollo ético
a pesar de haber padecido múltiples circunstancias adversas? ¿Cómo es posible que existan
personas con una infancia llena de carencias que acaban ejerciendo de líderes morales y
fundando, quizá, instituciones que pueden ayudar a otros miles de personas? Ciertas
personas parecen ser capaces de echarse sus propios traumas emocionales a la espalda
intentando prevenir a otros del sufrimiento que ellos padecieron. Sin embargo, si analizamos
de cerca los primeros años de vida de estas personas observamos que habitualmente podían
contar, al menos, con una persona adulta que los trataba con amor y consideración. Este
amor no fue, a lo mejor, un amor habitual, transmitido en el hogar por un padre o una
madre; probablemente la persona que cuidaba del niño sólo fue un pariente lejano o un
profesor. En un famoso estudio llevado a cabo en una de las islas hawaianas, algunos niños
criados en condiciones de extrema pobreza y adversidad parecieron desplegar una cierta
resistencia, un poder natural de recuperación, y algunos de ellos desarrollaron cualidades de
entrega y de dedicación a los demás» Estos niños invulnerables no eran, sin embargo, menos
susceptibles, por naturaleza, a las privaciones que los demás niños. Muchos de ellos tuvieron
la suerte, o la suficiente habilidad, de haberse beneficiado de una o más relaciones
significativas durante sus años de formación, que les aportaron afecto, cuidados esmerados y
orientación. Estas relaciones no siempre eran evidentes para un observador externo. El afecto
de una tía o de un vecino, por ejemplo, podría considerarse el factor decisivo que diferenc ió
al niño que evolucionaba de forma positiva, a pesar de la adversidad, de aquel que mostraba
dificultades. Según mi experiencia clínica, aquellas personas que carecieron de cualquier
relación positiva en los primeros años de su vida, a menudo no son capaces de utilizar sus
propias dificultades como un factor motivacional para intentar mejorar las situaciones difíciles
de los demás.
Si bien algunos profesionales de la salud mental sostienen que la oposición a los
problemas puede generar conductas bondadosas y una actitud de entrega a los demás,
parece sumamente extraño que ello sea cierto para todo aquel que no haya tenido la
suficiente suerte como para haber experimentado afecto y sentido humanitario en su infancia.
Aun así, puede pensar el lector, una educación llena de afecto, por sí misma, seguramente
no puede inculcar los parámetros éticos y el sentido de la responsabilidad que deseamos que
adquiera nuestra juventud. ¿Qué ocurre con aquellos niños a los que se les ha dado todo,
pero que se revelan como adolescentes egocéntricos y mimados, y como adultos con
abundantes problemas, como, por ejemplo, el abuso de alcohol u otras sustancias adictivas y
la depresión?
En primer lugar, es importante diferenciar entre los niños que han dispuesto de todas las
gratificaciones materiales y de todas las oportunidades posibles, y aquellos niños que han
recibido auténtico amor y entrega. Mientras que la mayoría de los padres atienden a su hijo
de forma cariñosa e incondicional, no todos son capaces de ello. Quizá sea la propia
educación recibida la que les impide cuidar de los demás. Pautas educativas severas o
condescendientes pueden traspasarse familiarmente de generación en generación.
Incluso cuando se ofrece este tipo de educación estamos, aun así, únicamente a mita d de
camino de lo que se requiere para desarrollar un sentido moral. El resto está relacionado con
la estructura y los límites. Todos los niños necesitan cierto grado de ayuda en el control de su
codicia y de su rabia, tan arraigados en la condición humana como el amor y la ternura. Un
niño que carece de una estructura y de unos límites adecuados desarrolla, a menudo, una
mala autoimagen al no sentirse seguro en el manejo de sus propios sentimientos. La clave
para crear una estructura y unos límites consiste en introducirlos en la experiencia cotidiana
del niño. Deben ser firmes pero tolerantes, consecuentes pero flexibles. El niño necesita que
se le ayude a prevenir sus propios sentimientos de rabia o avaricia para que, en cuanto se
vuelva más verbal, pueda colaborar en el proceso de fijación de límites.
Los niños que requieren unos límites especialmente estrictos, debido a problemas en las
primeras etapas de la vida o a su propia constitución física, también necesitan un afecto y
una entrega adicionales. Cuanto más difícil resulta un niño, mayor es la tendencia de padres
y cuidadores a fortalecer los límites de forma reflexiva, quizá punitiva, sin incrementar
simultáneamente su soporte emocional. La imposición de límites exclusivamente a través del
castigo acaba generando miedo o agresividad y oposición. Unos límites firmes pero
tolerantes, junto con una sensación de seguridad, contribuyen a la formación de un sentido
interno de la responsabilidad.
La responsabilidad se fomentará posteriormente por medio de las exigencias escolares,
adaptadas a las características del niño, y de las actividades extraescolares, retos que tienen
un significado en el contexto cultural creciente del niño: realizar tareas en casa o, en caso de
un adolescente, tener un trabajo remunerado, o quizá colaborar en un centro de día, en un
programa de actividades deportivas para niños o en una residencia para personas mayores.
Un tutor que establezca una relación duradera con un joven contribuirá al desarrollo de su
sentido de la responsabilidad y, además, a su respeto por los derechos de los demás.
Los valores morales tienen un carácter marcadamente personal, configurándose a partir
de la confluencia inequívoca del trasfondo religioso v cultural de cada persona, de sus
creencias y experiencias. Personas con principios de buena voluntad pueden estar en
desacuerdo en temas tales como el derecho al aborto, a la eutanasia, o sobre el papel que el
gobierno debería desempeñar en nuestras vidas. Aun así, comparten determinadas
características. Luchan en defensa de sus puntos de vista mientras mantienen una actitud de
respeto, tolerancia y responsabilidad respecto de los demás. Mientras las buenas personas
pueden tener puntos de vista diferentes sobre los temas más diversos y complejos, coinciden
en la necesidad básica de implicarse solidariamente por el bien de los demás seres humanos.

UNA NUEVA TEORIA DE LA INTELIGENCIA

Hemos observado cómo surgen las nuevas capacidades en cada una de las etapas del
desarrollo inicial de un niño, una progresión de habilidades como son la atención y la
autorregulación, el compromiso relacional, la intencionalidad y la elaboración de patrones
conductuales complejos que subyacen al sentido del sí mismo, a la conciencia y a la
moralidad.
A continuación, nos ocuparemos de un tema de máxima importancia: el de perfilar lo que
entendemos por inteligencia a la luz de nuestra interpretación del concepto de desarrollo. La
capacidad intelectual es algo más que la superación de tareas cognitivas impersonales,
rompecabezas, problemas aritméticos, ejercicios memorísticos o motrices, o incluso que el
pensamiento analítico. Tampoco parece razonable considerar cada facultad o habilidad, por sí
misma, como un tipo particular de inteligencia. Nuestra definición de inteligencia, si bien
puede incluir muchas de estas aptitudes, debería profundizar en el proceso global gracias al
cual las personas razonan, reflexionan y comprenden el mundo.
La inteligencia representa dos capacidades interrelacionadas: la capacidad de generar
conductas intencionales e ideas, y la capacidad de ubicar los elementos resultantes en un
marco lógico o analítico. Estas dos capacidades surgen a partir de la superación exitosa de las
diferentes etapas evolutivas que hemos esbozado. El grado de aplicación de estas habil idades
en diferentes ámbitos de la vida determina la amplitud de la inteligencia de una persona. A
través de la literatura, las observaciones científicas y el arte, la experiencia vivida se amplía
más allá de nuestro entorno personal más inmediato. No hay medio que pueda transmitir
toda la experiencia, pero sí expansionar nuestro bagaje emocional para abarcar aquellas
experiencias que sólo hemos vivido en nuestras mentes.
La inteligencia —la capacidad de crear ideas a partir de la experiencia emocional vivida,
para reflexionar sobre ellas y comprenderlas en el contexto de otra información — quizá nunca
pueda reproducirse artificialmente. Los ordenadores pueden ser capaces de ejecutar
determinadas operaciones cognitivas, a menudo incluso de forma más efectiva y ciertamente
más rápida que los seres humanos. Pero hasta que no sean capaces de experimentar y
reaccionar ante las emociones, los chips de silicio no podrán realizar un juicio inteligente. Si
alguna vez se ha peleado con un ordenador para convencerle de que ha cometido un error
infantil, sabrá en qué medida un cerebro electrónico es esencialmente estúpido, incapaz de
discernir y comprender. Aunque vuele a través de los datos a la velocidad de la luz, no puede
realizar la más sencilla deducción intuitiva o abstracción, ni siquiera ese salto de categoría
lógica que incluso los niños muy pequeños pueden ejecutar.
Es interesante constatar que dos métodos diferentes en la educación de los ordenadores,
y que se corresponden hasta cierto punto con las diversas filosofías del aprendizaje, están
experimentando un éxito muy limitado. Un método, el de Douglas Lenat, de la Universidad de
Texas, Austin, intenta introducir en el programa de un enorme ordenador todo el
conocimiento objetivo y las pautas comportamentales y conductuales humanas, con la
esperanza de generar una inteligencia superior. Rodney Brooks, del M1T, aplicando un
método que, en su esencia, está más cerca de la tradición humanística sin dejar por ello de
ser materialista, diseña ordenadores capaces de aprender de la experiencia. Hasta el
momento presente, ambos métodos han fracasado en su intento de alcanzar los niveles
proyectados para ellos y, en el nivel del razonamiento creativo, puede ridiculizarlos incluso un
niño pequeño.
Lo que separa la inteligencia humana de la de los ordenadores, robots, androides y
cualquier otra criatura cibernética que podamos imaginar, es el hecho de que poseemos un
sistema nervioso capaz de (epecíficamente diseñado para) generar y evaluar el afecto. Así,
aunque las máquinas aparenten ver, en el sentido de responder a los estímulos visuales, u oír
estímulos auditivos o pensar en el sentido de manipular símbolos, no tienen capacidad para la
conciencia reflexiva, en oposición al simple registro físico de luz, ondas sonoras u otras
señales. La conciencia, y todo el poder que genera, resulta de la reactividad de nuestras
células, de los innumerables afectos que genera esta reactividad y de su integración por parte
del sistema nervioso. Hasta que no resolvamos el problema de crear una reactividad celular
viva y afectos, junto con la capacidad de abstraer los patrones afectivos de forma artificial, no
habrá máquina que piense de forma realmente humana.
Tanto en la teoría como en la práctica, hemos tendido a infravalorar el aspect o productivo
de la inteligencia, la creación de significados y de ideas, centrándonos más en el modo en
que estos significados e ideas se encuadran dentro de un marco referencial. Tal como
expusimos en el capítulo 1 y de acuerdo con Piaget, la mayoría de los teóricos contemporá-
neos de la cognición han hecho especial hincapié en los aspectos analíticos de la inteligencia,
más que en los aspectos productivos.
En la mayoría de los colegios, asimismo, se pone especial énfasis en enseñar a los niños a
organizarse y a ordenar sus ideas. Se da por sentado que los niños, intuitivamente y no se
sabe bien cómo, producirán ideas, y se les enseñará entonces a ubicarlas en el marco
referencial. La importancia de los aspectos generativos de la inteligencia se resaltó por prime-
ra vez al observar a niños con y sin alteraciones en su desarrollo. En niños que presentaban
síntomas autísticos o criados en circunstancias ambientales desventajosas, mis colegas y yo
vimos que, hasta que no estimuláramos esas capacidades productivas y ayudáramos a los
niños a aprender a crear significados e ideas, su pensamiento permanecería exce sivamente
concreto, estereotipado y repetitivo. Cuando creamos situaciones naturales de intenso afecto,
los niños fueron capaces de producir deseos e imágenes, de ser creativos, a la vez que
lógicos y reflexivos." A los niños que no habían padecido dificultades en su proceso
madurativo, les resultó más fácil generar significados e ideas y, por lo tanto, aprender, si bien
observamos, igualmente, que unos estilos interactivos más emocionales tendían a producir un
tipo de pensamiento más creativo a la vez que más abstracto. Entre los adultos, son aquellos
que combinan una forma de pensar analítica y productiva los que realizan las contribucio nes
más fructíferas en sus respectivos campos de acción.
Quizá hayamos prestado menos atención a los aspectos generativos de la inteligencia por
no haber comprendido los procesos involucrados en su puesta en marcha. Dado que las ideas
surgen de los afectos y de las intencionalidades, es bastante probable que la dicotomía entre
razón y emoción sea, al menos en parte, la responsable de nuestro error. En el modelo aquí
presentado, estoy intentando reparar este error y otorgar un mayor peso específico al
componente generativo de la inteligencia.
La capacidad, sutilmente diferenciada, de elaborar ideas a partir de la experiencia y de
reflexionar sobre ellas en un contexto más amplio o de analizarlas de forma lógica,
evidentemente funciona mejor en aquellas áreas en las que el individuo disfruta de amplia
experiencia. Las personas, frecuentemente, contrastan la inteligencia, refiriéndose con ello
aun elevado nivel de capacidad cognitiva, con el talento, comúnmente definido como una
facilidad excepcional en determinada área de expresión. No obstante, y hasta cierto punto,
ambos aspectos se solapan. Un con-sumado músico, escritor o artista plástico puede ser tan
inteligente en su campo de acción--es decir, tan capaz de comprender y reflexionar sobre
música, poesía o pintura como un matemático brillante lo puede ser en las matemáticas. La
diferenciación sutil y el dominio de unas cuantas interrelaciones constituyen la esencia de la
inteligencia, independiente-mente del campo de expresión. Tanto la inteligencia como el
talento dan a entender que un individuo es experto en determinadas áreas. Pero la in-
teligencia requiere algo más. Va más allá del talento, dado que implica una comprensión
sistemática de por qué y cómo funcionan las cosas: de por qué un determinado color es el
adecuado, o por qué una determina-da ecuación describe un fenómeno, o por qué una
determinada nota produce el efecto emocional deseado.
La inteligencia también requiere la capacidad de expresar estos conocimientos de forma
simbólica. Así, la persona no sólo puede desempeñar sus funciones de forma correcta; es
capaz de explicar cómo y por qué hace lo que hace. Puede ver los diferentes elementos y sus
interrelaciones, reordenarlos en combinaciones originales para encontrarse con problemas
imprevistos, concebir opciones inusuales y sintetizarlas en términos que otros puedan
comprender. El cirujano que puede explicar las razones por las cuales una nueva intervención
resolverá el problema, o el fontanero que puede explicar por qué el proyecto del arquitecto
no funcionará, muestran inteligencia.
Una explicación inteligente no debe ser necesariamente verbal. Imaginémonos, por
ejemplo, a un jugador de baloncesto explicando a sus compañeros de juego las
características de un lanzamiento realmente decisivo. Cabe suponer que en su memoria
permanecen almacenadas las miles de canastas que ha colado a través del aro. A lo largo de
los años, es posible que haya analizado todas estas jugadas clasificándolas, según di ferentes
criterios, en varias categorías de efectividad. Intentar explicar estas observaciones
comportaría muchísimas palabras y aportaría a los aspirantes a estrellas de] baloncesto
mucha menos información que una auténtica demostración en vivo, por parte del mismo
maestro, de unas cuantas canastas. Una demostración de estas características —como la
oportunidad de observar a un brillante cirujano— constituiría una lección brillante si estuviera
organizada de acuerdo a un esquema analítico inteligente.
Los tests estándares del Cl miden la capacidad intelectual a través de limitadas tareas
lingüísticas, matemáticas y espaciales. Muchas facetas de una actividad inteligente no están
representadas. Un diseñador, un negociador o un músico con talento —que ofrecen un alto
rendimiento en múltiples facetas que no tienen en cuenta aquellos que cuantifican el in-
telecto— poseen y despliegan, sin embargo, los dos rasgos de la inteligencia superior: la
capacidad para crear ideas y percibir relaciones, y la capacidad para reflexionar sobre ellas de
forma sistemática.
Prácticamente cualquier campo en el que el ser humano proyecta sus esfuerzos ofrece,
así, una oportunidad para ejercitar la inteligencia, aunque no todos de la misma manera.
Algunas áreas, como las matemáticas superiores, el derecho y la filosofía, proporcionan
posibilidades enormes para la abstracción simbólica. Otras, como la ingeniería o la ciencia,
permiten la exploración de relaciones extremadamente complejas. Algunas, como la li-
teratura, la música y las artes visuales e interpretativas, permiten una s utileza exquisita
respecto a la expresión emocional. Incluso muchas actividades no consideradas
habitualmente como intelectuales o creativas —actividades cotidianas como la carpintería, el
cuidado de los niños o la jardinería—constituyen, sin embargo, el punto en el que confluyen
importantes niveles intelectuales por parte de personas expertas. Una inteligencia auténtica
en cualquier campo requiere un profundo v vasto conocimiento y gran experiencia. Si bien las
ideas creativas pueden surgir en las primeras etapas del aprendizaje, cuando una persona
está comenzando a asimilar el lenguaje de su campo v anda a tientas en el manejo de los
conceptos, no pueden perfeccionarse hasta etapas posteriores. Los diversos campos de
expresión difieren en sus exigencias. Algunas pueden satisfacerse en los primeros años de la
vida; otras requieren décadas de aprendizaje. En el caso del ajedrez, los adolescentes
superdotados no son una excepción; un rendimiento brillante en matemáticas alcanza, a
menudo, su punto álgido en épocas de relativa juventud. La sabiduría de un clínico que debe
realizar diagnósticos médicos, por ejemplo, requiere una experiencia de tal envergadura que
sólo puede alcanzarla una persona ya entrada en la madurez.
Algunos campos, sin duda, proporcionan oportunidades mínimas para el desarrollo de la
inteligencia. Si alguien tuviera que resolver cómo manejar una sierra de la manera más
inteligente posible, así como desarrollar o reflexionar sobre el conocimiento sistemático de
esta actividad, descubriría, al poco tiempo, el escaso margen de opciones posibles. Para
poner en práctica una inteligencia superior en un terreno tan exiguo quizá debería salirse
totalmente fuera de sus límites y acceder a un territorio más prometedor, conviniéndose en
inventor o ingeniero e ideando un filo de mayor calidad.
Las personas que evalúan la inteligencia suelen hacer hincapié en las habilidades
cognitivas en determinados ámbitos simbólicos. Las evaluaciones convencionales equiparan,
así, la inteligencia superior con la capacidad de acertar en la manipulación de palabras,
números o figuras.
A lo largo de los años, los investigadores han acumulado una ingente cantidad de datos
sobre determinadas habilidades. Lo que justifica la existencia de los tests clásicos es la
finalidad comparativa de esta base de datos, más que la consistencia teórica que respalda las
habilidades medidas. Los expertos confían en ellos no porque reflejen las últimas teorías
sobre la inteligencia, sino porque están ahí. Pero, dado que la inteligencia parte del afecto v
no únicamente de la cognición, ninguna definición certera puede restringirla a una gama tan
exigua de habilidades.
La persona genuinamente inteligente tiene amplitud a la vez que pro fundidad: es
inteligente a lo largo de una amplia gama de actividades e intereses. Los estereotipos
populares del científico loco, la persona inteligente carente de sentido moral y el fanático del
ordenador, triunfador que carece de las más elementales habilidades interpersonales, reflejan
una comprensión intuitiva de este hecho. Un individuo que muestre habilidades excepcionales
en un campo muy restringido y, a menudo, extremadamente simbólico, pero con grandes
carencias en aquellas áreas que impliquen capacidad de juicio, relaciones personales, sen tido
estético y otras similares, obtiene puntuaciones muy altas en los tests de inteligencia
estándares. Pero una persona de estas características no encarna ni la amplia gama de
inteligencias, o sus puntuaciones máximas, ni el abanico de habilidades que una sociedad
civilizada debería fomentar.
La definición de inteligencia que prevalece en la actualidad, y todas las decisiones
determinantes para la vida de las personas basadas en ella, reclama a gritos una revisión
radical. Teóricos como Howard Gardner y Roben Sternberg han defendido, en los últimos
años, el criterio de que las personas poseen múltiples formas de inteligencia: musical,
quinestésica, social, entre otras, junto con las habilidades cognitivas evaluadas
tradicionalmente en los tests de inteligencia." Prometedora en un principio, su propuesta
marca la esencia de la inteligencia, independientemente del campo en el que ésta se
manifieste.
Más que medir la inteligencia según un único criterio, debemos encontrar caminos para
evaluarla en términos de profundidad y de amplitud. Algunas personas evidencian una
habilidad analítica creativa a lo largo de una amplia gama de actividades intelectuales. Uno
piensa en J. Roben Oppenheimer, cabeza visible del Proyecto Manhattan sobre la bomba
atómica, que llevó a cabo una brillante carrera científica y superó las complicaciones
inherentes a la dirección de una instancia oficial se-creta, mientras conservaba un interés
erudito por las lenguas orientales y la filosofía clásica. Otras personas únicamente des tacan
en un solo campo, como las matemáticas o la música.
Una descripción completa de la inteligencia también tendría en cuenta la profundidad de
las capacidades creativas y reflexivas de una persona. La capacidad de generar o crear ideas,
reflexionar sobre ellas a continuación, y organizarlas en un marco lógico constituye, a nuestro
entender, una parte esencial de la definición de inteligencia. Una persona que abre nuevos
horizontes en una especialidad compleja —alguien que puede explicar, evaluar y analizar, de
forma crítica, sus propias contribuciones v las de los demás— muestra un tipo de inteligencia
diferente a la de una persona que se está iniciando en este campo. Dominar el contenido de
una especialidad, junto con la enorme experiencia que comporta su aplicación práctica, da la
oportunidad de alcanzar una profundidad intelectual mucho más acusada en esa disciplina de
lo que cualquier persona que acaba de comenzar puede soñar.
Según nuestra definición, por lo tanto, un aficionado con talento no puede alcanzar, al
margen de las puntuaciones de su Cl, un elevado nivel de inteligencia en una determinada
disciplina. Únicamente un conocimiento profundo y extenso de una materia permite un
máximo nivel de abstracción. En Creative experience, M. P. Follett escribe: «No se me pueden
exponer los conceptos sin más, deben formar parte de la estructura de mi ser, y ello sólo
puede ocurrir a través de mi propia actividad».
La inteligencia también abarca la comprensión de la realidad. Ya hemos aludido al hecho
paradójico de que un proceso basado en la emoción sirva para ayudarnos a separar lo
relativamente objetivo de lo relativamente subjetivo. Si tenemos en cuenta que la mayoría de
seres humanos tienen sistemas nerviosos centrales similares, esto ya no resulta tan
sorprendente. Si bien existen enormes variaciones inducidas por la personalidad, la familia, el
entorno y la cultura, también comparten muchas experiencias similares durante las etapas
iniciales de su desarrollo De estas experiencias surge un sentido de la realidad compartido, no
preferencias a la hora de elegir alimentos, juguetes o determinado tipo de juegos, sino
procesos interactivos absolutamente trascendentales. Estos' procesos tan comunes sientan la
base para separar lo que está dentro de uno mismo de lo que está fuera y, finalmente, la
fantasía de la realidad. La formación de un sentido de la realidad y la habilidad de razonar de
forma lógica es, así, básicamente, un proceso más emocional que cognitivo. Piaget identificó
la primera conciencia de causalidad del niño pequeño en el uso que hace de su sistema motor
para alcanzar determinado objetivo (por ejemplo, tirar de una cuerda para que suene una
campana), sin tornar nota, según parece, de un ejemplo incluso más fundamental, de un
sentido de causalidad precoz: la sonrisa que provoca una sonrisa, o la mirada furiosa que
genera una mirada perpleja. El hecho de que los afectos y los propósitos internos pueden
generar afectos y propósitos en los demás es lo que establece los vínculos psicol ógicos
necesarios para el sentido de la causalidad y, posteriormente, la comprobación de la rea lidad.
Cuando las personas muestran importantes disfunciones constitucionales de sus sistemas
nerviosos, en sus familias o en sus pautas interactivas, existe mayor probabilidad de que
aparezcan dificultades en su verificación del mundo real. A menudo observarnos niños
psicóticos, por ejemplo, que padecen delirios y alucinaciones, con importantes déficit en su
capacidad de evaluar la realidad, y que, sin embargo, tienen un sentido de la causalidad
motriz bien desarrollado (por ejemplo, golpear un tambor para generar un sonido o la
resolución, incluso, de un complicado juego mecánico).
Nuestra apreciación de la realidad es, por lo tanto, y en parte, una operación emocional
subjetiva en la que echamos mano de nuestra biología común y de nuestro bagaje de
experiencias para descubrir un sentido de la realidad compartido. Este sentido, respaldado
por determinadas experiencias fundamentales, como la de formar parte de varios grupos,
respalda, a su vez, nuestras instituciones políticas v sociales. Si demasiadas personas llegasen
a la edad adulta con disfunciones neurológicas, o familias y pautas relacionales
extremadamente perturbadas, el consenso social de lo que constituye la realidad podría
fácilmente desaparecer en la medida en que nuestra capacidad de razonamiento fuera
perdiendo sus cimientos estabilizadores.
La inteligencia entendida en sentido más amplio se basa en nuestra habilidad para
relacionar el afecto o el propósito con nuestra creciente
capacidad para ordenar las conductas y los símbolos, tanto verbal como espacialmente. La
podemos observar, en sus inicios, en las reacciones programadas (preinstaladas) de niños
pequeños y de determinados animales. Vernos cómo progresa a través de patrones de
respuesta globales hasta alcanzar intercambios interactivos que comprenden las señales
afectivas. Cuando nuestros afectos se relacionan con habilidades más complejas para ordenar
los símbolos en situaciones dinámicas con la finalidad de resolver problemas, observamos la
inteligencia en su vertiente más evolucionada. El uso de esta definición genérica nos debe
permitir observar, de forma más evidente, las variaciones de la inteligencia en el reino animal
y, a su vez, en los seres humanos.
La inteligencia refleja el trabajo mental más importante. Junto con la conciencia reflexiva y
el sentido de la moralidad, se va desarrollando a lo largo del proceso de crear y abstraer a
partir de la experiencia emocional.
Como veremos en la segunda parte del libro, la comprensión de los orígenes comunes de
las habilidades mentales básicas aporta una forma alternativa de entender muchas de las
dificultades que afronta nuestra sociedad.
Capítulo 6

Adaptar la educación
a las leyes de la naturaleza:
la cerradura y su llave

La serie de acontecimientos que llevan a la transformación de un recién nacido


desprotegido e incoherente en una persona plenamente funcional provista de las capacidades
emocionales, sociales e intelectuales que caracterizan al Homo sapiens constituye, quizá, la
metamorfosis más destacable que se haya dado nunca en la naturaleza.
Para estudiar estos pasos, hemos indagado en el desarrollo de la mente humana a través
del juego relacional entre las facultades innatas del niño, que emergen a medida que se
desarrolla su sistema nervioso, y su experiencia emocional precoz. Desde el primer momento
de la vida existe, por lo tanto, un vigoroso proceso interactivo entre educación y natu raleza.
Podríamos decir, incluso, que un desarrollo mental óptimo re-quiere la colaboración entre
ambos. Existe una evidencia contrastada acerca de que las influencias medioambientales
pueden modificar la estructura física del cerebro determinando, parcialmente, la expresión
genética en el nivel biológico y comportamental. Incluso en el caso de una predisposición
genética claramente verificada, los sutiles factores ambientales pueden, no obstante, ejercer
una influencia.

ENTRE POLOS OPUESTOS: UN DEBATE SIN FIN

No debería existir controversia alguna sobre el predominio de la naturaleza o de la


educación en el desarrollo humano. La constitución física de un niño interactúa con su
experiencia emocional de forma recíproca y de modo tan complejo que no vale la pena
debatir cuál de ellos aporta una contribución mayor. No obstante, tanto los científicos como
los no científicos persisten, de la misma manera, en cuantificar sus respectivos papeles
concluyendo, por ejemplo, que el ambiente es responsable del 40 a170 % de la inteligencia.
Actualmente, los interrogantes de mayor interés se centran, sin embargo, no tanto en
cuantificar la importancia relativa de lo biológico y lo educacional, sino en el funcionamiento
de la relación entre ambos. ¿Cómo influye realmente el ambiente en la biología? Quizá la
controversia permanente más importante se refiera a los límites. ¿ Impiden las variantes
congénitas que las personas alcancen ciertas habilidades o de-terminados niveles
intelectuales? ¿Son las diferencias biológicas lo suficientemente poderosas como para limitar
el potencial de una persona, al margen de los múltiples ambientes posibles a los que podría
estar ex-puesta? ¿Puede una mujer llegar a ser un piloto de combate competente? ¿Puede un
hombre llegar a ser un buen enfermero de bebés? Desde la vertiente educativa, ¿en qué
medida los límites impuestos por los facto-res ambientales son inamovibles? ¿Puede un niño
que haya nacido en una familia de clase urbana baja llegar a ser médico, abogado o profesor
universitario? En otras palabras, el tema crucial que el debate biología-educación debe
intentar resolver es si cualquier persona, hombre, mujer o niño, puede, en un ambiente
propicio, tener éxito en determinada actividad.
Del modo en que respondamos a esta pregunta dependerán los diferentes programas
políticos, cada uno con su respectiva capacidad de incidencia sobre la vida de millones de
personas. En recientes discusiones sobre los presupuestos del Estado en los Estados Unidos,
por ejemplo, algunos legisladores sugirieron que, en caso de que la herencia fuera real-mente
decisiva a la hora de configurar nuestra personalidad, se serviría mejor al interés nacional
dedicando menos fondos a la educación especial, destinada a aquellas personas con
problemas de aprendizaje y otros problemas educacionales, y más recursos a los bien
dotados académica-mente, en vistas de que probablemente realicen contribuciones más sig-
nificativas a la sociedad. Un modelo opuesto aboga por programas que mejoren el entorno
educativo de los niños que parten de situaciones menos favorables, a través de ayudas a las
familias, mejores equipamientos escolares e incentivos para remontar la economía de las
comunidades más pobres. Una perspectiva exclusivamente genética rechazaría estas
iniciativas por considerarlas esencialmente estériles de cara a modificar una biología
inalterable. La cuestión es, pues, la siguiente: ¿invertirnos en aulas o en celdas, en
trabajadores sociales o en guardias de prisión? ¿Consideramos segmentos amplios de nuestra
población como un potencial que hay que descubrir, o los dejamos de lado calificándolos de
biológicamente inferiores? ¿Intentamos desarrollar ya las habilidades ocultas de nuestros
niños menos favorecidos o nos limitarnos a intentar contener sus conductas más aberrantes?
El péndulo de la moda intelectual oscila de un polo al otro y vuelve otra vez al punto de
partida, ahora como opinión predominante, hasta que la otra opción alcance cierta
ascendencia política y cultural. En sociedades marcadamente jerárquicas, como las europeas
antes de la Ilustración, las cualidades de una persona eran consideradas como inextrica -
blemente unidas a la condición social heredada. La nobleza parecía, así, innatamente
«noble», la gente bien nacida, «bien nacida», v rasgos tales como cierta finura intelectu al o
sensibilidad artística, simplemente fuera del alcance de los campesinos «vulgares». En la
época moderna, sin embargo, con la aparición de la clase media como poderosa fuerza social
y política, la idea de que las personas estaban condenadas a un puesto inamovible en una
sociedad organizada según los designios divinos dejó paso a unos criterios más democráticos
y centrados en el individuo. Similar a esta transformación era la visión que John Locke tenía
de la mente humana como tabula rasa, una hoja en blanco esencialmente moldeable y, por lo
tanto, llena de carencias. La verdad «irrecusable» de que todos los hombres nacen iguales
puso el acento en que cualquier persona puede aspirar a grandes logros si se le dan las
oportunidades para ello. Posteriormente, a lo largo del siglo XIX y principios del XX, los
científicos, deslumbrados por los descubrimientos de Darwin y Mendel, a la vez que los
caucasianos, interesados por justificar el colonialismo v las discriminaciones raciales,
sostuvieron de forma cada vez más rebuscada el origen hereditario que determinaba, en gran
medida, ese particular destino humano. Los partidarios de estas teorías promovieron los
modelos sanitarios eugenésicos y una política social basada en programas de inmigración
restrictivos.
Al cabo de unas cuantas décadas, cuando las ideas de Freud y el in-descriptible horror del
genocidio nazi —basado en una perversión de la «ciencia» eugenésica— hicieron mella en
todo esto, expertos de renombre defendieron, con idéntico fervor, el pode r del ambiente para
configurar el destino de las personas, argumentando una vez más que la neurología, la
musculatura y la bioquímica que un niño trae al mundo constituyen hojas en blanco en las
que la experiencia puede escribir cualquier cosa. Los pedagogos sostuvieron que, mejorando
el entorno de los niños en sus primeras etapas evolutivas, aumentaría su potencial intelectual
y saldrían mejor preparados para sobrevivir, e incluso brillar, en un mun do tan complejo
como el que iban a heredar. Esta forma de pensar tuvo especial vigencia en la generación
posterior a la segunda guerra mundial, cuando el conductismo y las ideas estrictamente
freudianas reinaban en la teoría educacional y en la psicología.
Desde entonces, los formidables descubrimientos basados en la investigación del ADN han
revolucionado la biología. El descubrimiento de los fármacos psicoactivos y los avances en las
neurociencias hicieron lo mismo para la psiquiatría y la psicología. Mientras coinciden en que
tanto la naturaleza como el entorno son importantes, los expertos comienzan a postular que
la genética y la fisiología limitan las capacidades intelectuales y los rasgos de personalidad, al
margen de la estimulación medioambiental del niño. Hoy en día, los prejuicios biológicos
predominantes en gran parte del pensamiento actual van un paso más allá. Quizá de forma
no fortuita, las ideas políticas conservadoras que abogan por una reforma de las leyes que
regulan la inmigración y por restricciones en las ayudas a los más necesitados e stán
nuevamente en auge.
Aparte de estas oscilaciones de lo que está intelectualmente de moda y el mantenimiento
de una interminable controversia, destaca el hecho de que muchos investigadores no
comprenden del todo cómo funcionan realmente la naturaleza y la educación. A pesar de que
la mayoría aceptan la interdependencia de ambos factores, los estudios que cuantifican las in -
fluencias individuales, más que investigar su mecanismo de interacción, impulsan el debate
hacia la polarización y no hacia las interrelaciones.
Los genes, sin embargo, actúan en un contexto mucho más amplio. Cuando D.W.
Winnicott refirió hace años que al bebé sólo se le puede entender como parte de una
relación, se supo que la mayoría de las inclinaciones genéticas también se pueden
comprender únicamente en el con-texto de los complejos entornos intracelulares y
hormonales. Además, las estrategias de investigación pasan por alto, a veces, importantes
factores mediadores atribuyendo erróneamente a determinadas conductas un origen
genético.
Un estudio reciente, llevado a cabo en gemelos univitelinos, ha de-mostrado que la
esquizofrenia, en la que se suponía la existencia de una base genética, tiene seis veces más
probabilidades de presentarse cuando los gemelos comparten la misma placenta que cuando
no es el caso, lo que parece indicar que algún proceso en el entorno intrauterino puede
afectar al desarrollo de este rasgo.
En otro estudio, Michael McGuire, de la UCLA, detectó que los monos machos dominantes
muestran unos niveles relativamente más bajos de serotonina que los monos menos
dominantes (que son, también, más impulsivos). El descubrimiento más importante, sin
embargo, fue que el mono mostraba unos niveles medios de este neurotransmisor an tes de
volverse dominante; únicamente después descendió el nivel' Este hallazgo contradice la
creencia, largamente asumida, respecto a que los niveles de serotonina, de origen biológico,
determinan los aspectos jerárquicos en los primates no humanos. Se pensaba que los niveles
altos constituían un factor que debía tenerse en cuenta en la violencia y la impulsividad. Este
ejemplo de la influencia del ambiente sobre los procesos fisiológicos ilustra la complejidad de
la relación entre las tendencias genéticas y las sucesivas experiencias.
Recientemente, las conductas de riesgo han sido asociadas con una determinada
secuencia de ADN del gen D4DR, que influye en la forma en que se utiliza la dopamina en el
organismo.''' Sería fácil deducir, a partir de este hallazgo, que la conducta impulsiva tiene una
base genética. Sin embargo, aunque los niños que exigen continuos estímulos sensoriales y
tienden a ser temerarios pueden volverse agresivos y destructivos en determinados
ambientes, en otros se pueden mostrar razonables, reflexivos e interesados p or los demás.'
Las diferentes formas por las que una conducta es transmitida de una generación a otra
inducen un saludable respeto por la compleja multiplicidad de procesos que determinan
nuestras características individuales.

LA DANZA DEL DESARROLLO

Con el nacimiento de cada hijo, un conjunto único de características innatas comienza su


danza de toda una vida con una secuencia de experiencias igualmente característica. Cada
una de las panes introduce múltiples variables. En los primeros meses y años de vida, las
influencias del entorno se transmiten, en gran medida, a través de la relación que el bebé
establece con la persona que más cerca está de él y que le dispensa los máximos cuidados. A
mamá le puede gustar hacerle cosquillas y estimularle, o quizá simplemente se le quede
mirando en silencio. Puede mostrarse insegura y reservada o arrolladora y autoconfiada. Cada
uno de es-tos rasgos desencadena una respuesta diferente en el bebé. Otros factores
circunstanciales del entorno menos inmediato también tienen un efecto directo, como cuando
una intoxicación daña el sistema nervioso o la malnutrición debida a la pobreza o a las
carencias en época de guerra frenan el crecimiento.
Se ha considerado a menudo que los rasgos caracteriales de los padres son, en sí mismos,
positivos o negativos, pero en nuestro modelo evolutivo su influencia depende del nivel de
desarrollo que el niño haya alcanzado. En la primera etapa, cuando está aprendiendo a
prestar atención, un niño necesita determinado tipo de educación, y otra totalmente diferente
cuando se adentra en la fase de la comunicación gestual compleja o del simbolismo. Un estilo
interactivo que enseñe a prestar atención o que estimule las muestras de cariño puede
fracasar a la hora de enseñar a razonar o imaginar, y viceversa.
Una madre con un carácter muy pausado y retraído pero con enorme imaginación y
creatividad puede no favorecer la necesidad del bebé de involucrarse estrechamente con otra
persona durante su segunda etapa educativa. Ello sería especialmente válido para un bebé
que también tendiera hacia una conducta reticente v reservada. Ni la madre ni el niño
parecen dispuestos a encender la llama emocional necesaria para seducirse mutua-mente en
busca de una relación apasionada. Si, a pesar de todo, el bebé puede establecer un vínculo
de estas características con un padre jovial y extrovertido o con una abuela, entonces podrá
progresar satisfactoriamente hasta alcanzar las etapas en las que la intensa vida interior y la
imaginación sin límites de su madre la conviertan en una compañera ideal para el juego
imitativo y las conductas de exploración. Cada una de las etapas evolutivas influye sobre el
resultado de la interacción entre biología y educación. La asimilación, por parte del niño, de
las tareas de cada una de las etapas dependerá del grado en que su entorno físico y humano
sintonice con sus propias características físicas. La naturaleza de sus necesidades depende,
igualmente, de cómo transcurrió su desarrollo en las etapas previas. Ni la biología ni la
educación constituyen, por lo tanto, una entidad fija.

PATRONES DE RELACION

A pesar de que la herencia genética de los niños varía enormemente, no lo hace de forma
aleatoria. Al igual que el índice de variabilidad de la naturaleza, entendida como un todo, la
variación de los rasgos humanos es también enorme, pero no infinita. El pelo humano tiene,
por ejemplo, una banda de colores que va desde el blanco albino, pasando por los di ferentes
rubios, rojos y marrones, hasta el negro más oscuro. No incluye, sin embargo, el verde o el
morado. Miles de diferentes especies de aves habitan nuestro planeta, pero ninguna tiene
pelo. Las variaciones se producen dentro de determinados patrones. Ello no sólo es cierto
para los rasgos físicos, como el color de la piel o la configuración de los ojos, sino también
para las características psicosociales y conductuales que forman la personalidad.
En qué medida los temperamentos de los niños son innatos o no es algo que ha
promovido múltiples investigaciones a lo largo de los años. Los padres recalcan a menudo
que, desde el primer momento, cada uno de sus hijos tenía una personalidad muy
diferenciada de los demás. Algunos parecen llegar con una disposición alegre, mientras que
otros se muestran melancólicos; algunos están tensos, otros relajados; algunos responden a
los estímulos, otros se retraen. Muchos investigadores sostienen que el temperamento básico
de una persona, o su manera de afrontar el mundo, permanece absolutamente consecuente a
lo largo de toda su vida. El estudio que realizaron los pioneros Stella Chess y Alexander
Thomas y sus discípulos sobre el temperamento, basado, en gran medida, en informes de los
padres sobre extroversión o introversión, irritabilidad o tranquilidad, temeridad o precaución,
capacidad de atención o dispersión en los jóvenes, ha ayudado a que las familias y los ex-
pertos en desarrollo infantil pudieran darse cuenta de que no existe un método asistencial,
disciplinario o educativo único, que se ajuste a las necesidades de todos o, al menos, la
mayoría de niños.
Algunos investigadores han ido más allá en este planteamiento. Jerome Kagan postula que
las tendencias hacia la inhibición, timidez y pre-caución, por un lado, y la sociabilidad y la
conducta expansiva, por otro, tienen su origen en los genes.' Los patrones interactivos que
un niño muestra en su primera infancia son, pues, innatos, según esta teoría. Tan to si un
niño busca corno si evita la compañía, se hace notar o se retrae, todo ello son rasgos
hereditarios que perdurarán toda la vida, como el color de los ojos o el grupo sanguíneo. Los
padres o los terapeutas pueden, en el mejor de los casos, suavizar esta tendencia. Pero,
aunque ayuden, digamos, a un animalito acobardado a coger confianza en sí mismo,
actuando sobre el entorno familiar y escolar para que no lo atosiguen en exceso, la timidez
esencial del niño perdurará al margen de esta intervención. De una u otra forma, esta teoría
representa una poderosa corriente de opinión que considera el temperamento como una
característica relativamente inamovible y que define toda la estructura de la personalidad del
individuo.
Sin embargo, el trabajo que mis colegas y yo hemos estado realizan-do con niños sanos y
con niños con dificultades, como puede ser el autismo, apoya firmemente la idea de que las
inclinaciones iniciales de una persona hacia la extroversión o hacia la timidez no proceden de
una única característica genética dominante, sino de un complejo juego interre1acional en el
que intervienen múltiples factores. Los bebés recién nacidos no muestran rasgos caracteriales
innatos corno la introversión o la extroversión. Basándonos en las observaciones realizadas
por profesionales de diversas disciplinas relacionadas con los problemas del desarrollo infantil
—fisioterapeutas y terapeutas ocupacionales, logopedas, psicólogos del desarrollo y
pediatras— hemos encontrado que tanto los bebés que evolucionan normalmente como
aquellos que presentan problemas muestran una gran variedad de rasgos fisiológicos, como
la sensibilidad al sonido o al tacto o la capacidad de planificar o de organizar sus
movimientos." ¿Le resulta fácil a un niño alcanzar la boca con su mano cuando desea
succionar? Ya de mayor, ¿es capaz de copiar figuras corno el triángulo o el rombo? ¿Se aleja
bruscamente a poco que le rocemos, se tapa los oídos cuando el aspirador se pone en
marcha, o cierra los ojos cuando mamá enciende la luz? Estos patrones reactivos pueden va -
riar de un sentido a otro; algunos niños reaccionan exageradamente al tacto, pero
infrarreaccionan al sonido. Otros reclaman sensaciones más fuertes.
Los niños también se diferencian en su manera de comprender su mundo. Uno parece
tener un oído tan duro que confunde sonidos, pero una vista de lince para imaginarse cómo
se relacionan las cosas, espacial-mente, entre ellas. Otro podría ser justamente lo contrario,
un oyente agudo y perceptivo que tiende a sentirse aturdido por las relaciones es paciales.
Algunos niños tienen un tono muscular bajo, de tal manera que mantener sus cabezas
erguidas o mirar en una u otra dirección requiere en ellos un gran esfuerzo, mientras que
otros pueden golpear a su padre en la nariz cuando lo único que intentan es acariciarlo
suavemente.
Estos patrones fisiológicos parecen estar influidos por factores hereditarios y del entorno
prenatal, como cuando la madre toma medicamentos durante el embarazo. A pesar de que
puedan influir en el temperamento, en la personalidad o en una predisposición a padecer una
enfermedad, constituyen influencias intermediarias que pueden expresarse de diferentes
maneras. Memos observado que algunos niños con una predisposición genética a la depresión
son más reactivos al tacto y al sonido, por ejemplo, si bien estos patrones de reactividad
también los muestran a menudo niños sin ninguna tendencia de este tipo. Los niños con
riesgo de padecer autismo parecen, a menudo, ensimismados e hipo reactivos a las
sensaciones, si bien se pueden observar los mismos rasgos en muchos niños sanos.
Resulta fácil confundir las características físicas subyacentes con el temperamento o la
personalidad. Muchos equipos de profesionales e investigadores han estado trabajando para
comprender estos fundamentos de la conducta. La investigación de la personalidad, basada
en el trabajo de Chess y Thomas, ha dado por supuesto que los niños pequeños muestran
tendencias generales hacia la conducta precavida o impulsiva, por ejemplo, y que los padres
deberían adaptar sus pautas educativas a estos patrones. Según esta teoría, estos patrones
persistirán en mayor o menor grado, pero se puede evitar que se constituyan en problemas.
Aquellos profesionales que trabajan con niños con trastornos del desarrollo, entre ellos
terapeutas ocupacionales, fisioterapeutas y logopedas, han centrado su atención en el
desarrollo de determinadas capacidades físicas: por ejemplo, fortalecer el tono muscular o
estimular la capacidad de planificar conductas motrices, procesar sonidos y palabras o
reaccionar a diferentes sensaciones. Estas capacidades, a pesar de solaparse con las
tendencias temperamentales de un niño, van más allá de lo que comúnmente entendemos
como temperamento. Los campos de la asistencia neonatal, la neuropsicología y la
neurología, también tienen en cuenta estas capacidades físicas y su misión de registrar,
comprender, almacenar, recordar y usar sensaciones para resolver problemas.
Todas estas disciplinas aspiran a comprender los orígenes del modo en que pensamos,
sentimos y aprendemos y, a su vez, de cómo se forman los patrones de conducta y de
personalidad. En nuestro trabajo con niños pequeños y mayores y con sus familias, he
intentado seguir esta tradición interdisciplinaria al estudiar las diferentes formas de registro y
procesamiento de la información visual y auditiva y la planificación de la conducta en las
primeras etapas de la vida." Los niños normales —no sólo aquellos con dificultades o
retrasos— se diferencian, considerable-mente, en su reactividad sensitiva v en su modo de
planificar las conductas. Además, aquellos niños pequeños que, al nacer, tienen una
capacidad fisiológica óptima para procesar sus sensaciones, después de pasar un mes en un
entorno caótico apenas se pueden distinguir de aquellos niños que habían nacido con
problemas motores, o que eran hipo o hiper reactivos a los sonidos y a las imágenes. Una de
nuestras observaciones más interesantes es que, a menudo, los niños con determinados
rasgos físicos no necesariamente padecen limitaciones por ese motivo. La manera en que las
personas que se hacen cargo del niño responden a las dificultades físicas del mismo parece
tener una importancia mayor de lo que se pensaba hasta el momento. Los niños
hipersensitivos, por ejemplo, pueden volverse extrovertidos y seguros de sí mismos con una
adecuada estimulación por parte de los padres. Los niños que muestran un mal proce-
samiento auditivo y un retraso del lenguaje pueden llegar a tener una buena capacidad
verbal. Los padres pueden aspirar a una mejora simple-mente encontrando un punto de
«enganche» en sus hijos. Pueden usar unos métodos asistenciales específicos para ayudarles
a cambiar la forma en que trabajan sus sistemas nerviosos y, por lo tanto, sus respectivas
personalidades. Dado que existen unas tendencias generales de la personalidad
determinadas, en parte, por las características fisiológicas, éstas pueden adoptar cualquier
estado, desde la patología hasta la salud, en función del modo en que los padres interactúen
con el niño.
A través de un incesante juego interaccional, la manera en que un niño procesa las
sensaciones y organiza las respuestas motrices ayuda a modelar las reacciones del padre, lo
que, a su vez, da inicio a un nuevo circuito de procesamiento-respuesta por parte del niño.
Un niño vital y bien coordinado puede intentar coger un juguete de la mano de su padre,
iniciando un juego de lucha, mientras que los padres de un bebé hipotónico o fláccido tienden
a abandonar cuando apenas ron una pelota o un osito de peluche que se le ofrece. Un niño
que se anima cuando oye la voz de su madre probablemente incite a ésta a cantar y a
arrullarle, a diferencia del niño que presta escasa atención a los sonidos y, en cambio, sí a los
colores y a las formas. Cada niño estimula, así, a las personas que le rodean a responder de
determinada manera. Dado que los padres, a través de múltiples pequeñas acciones, se
constituyen en mediadores principales entre la mente de un bebé en pleno desarrollo y el
entorno que le envuelve, es la propia conducta del bebé la que ayuda a configurar el mundo
que pretende conocer.
Al mismo tiempo, las respuestas parentales a determinados tipos de conducta también
pueden variar. Algunos padres tienden a anticiparse a sus hijos, mientras que otros esperan a
que sus hijos actúen. Algunos no paran de hablar, mientras que otros utilizan sus expresiones
faciales para transmitir significados. Algunos son alegres, otros más serios; algunos
conquistan a sus hijos vigorosamente, mientras que otros se muestran más pasivos y se
desaniman fácilmente. Estas pautas parentales ejercen, por supuesto, su propia influencia
sobre los bebés. Un padre muy persistente e implicado puede conseguir que su hija
hiporreactiva intercambie muestras de afecto y las reclame. Una madre sumamente enérgica
pero capaz, también, de transmitir tranquilidad, puede ayudar a su hijo hiperreactivo y
temerario a volverse más organizado, disciplinado y razonable. Por el contrario, una madre
que se siente insegura sobre si es querida o no, puede tener dificultades con un hijo
hipotónico e hiporreactivo al sonido. Si da por sentado que no la quiere y que ella no es una
buena madre, lo dejará solo en su cuna sin darse cuenta de que un niño de sus
características necesita una cierta seducción para iniciar sus relaciones, antes de poder
mostrar afecto. Un niño como éste corre el riesgo de quedarse progresivamente ensimismado
en su mundo. Otro padre puede sobreproteger a un niño sensible y prudente, aunque bas -
tante reactivo, contribuyendo a que se vuelva pasivo, «pegajoso» y temeroso.
Mientras un niño hipersensitivo puede preferir conductas prudentes, y uno h iporreactivo e
hipotónico quizá tienda a encerrarse en sí mismo, la clave está en que las pautas que
establezcan los padres pueden modificar considerablemente estas tendencias. Los bebés
ensimismados pueden ser encantadores y extrovertidos a la edad de dos años, y los bebés
precavidos unos líderes desenvueltos en cuanto comienzan a caminar. Existen diferentes
pasos a lo largo de este camino: las influencias genéticas e intrauterinas se expresan a través
de los patrones fisiológicos del niño, la reactividad, el procesamiento y la organización. A
través de las interacciones entre estos rasgos fisiológicos y las conductas de los padres sur-
gen las características de la personalidad. En estas primeras interacciones también se observa
una posible tendencia correctora hacia la salud o una evolución hacia la enfermedad mental.
La metáfora de la cerradura y la llave nos ayuda a comprender la relación que se
establece entre lo biológico y lo educacional. Los puntos fuertes o débiles de la personalidad
del bebé son como una cerradura que únicamente se abrirá si encaja la llave
correspondiente. Un cierto número de llaves funcionará, pero un número incluso superior no
lo hará. Para ayudar a un niño pequeño a progresar a lo largo de las diferentes etapas
evolutivas, el educador debe encontrar llaves —es decir, patrones de interacción y de
respuesta— que ayuden al niño a emplear sus recursos biológicos para asimilar las tareas de
la etapa a la que ha llegado. Cada niño complica, por supuesto, la ya difícil tarea de se r
padres, cambiando la cerradura cada vez que alcanza una nueva etapa evolutiva. En función
de que sus padres puedan encontrar, una y otra vez, las llaves que darán rienda suelta a su
potencial y según el momento en que eso ocurra, ello influirá decisivamente en el desarrollo
de la personalidad del niño.
Mi trabajo de investigación ha identificado, junto con el de otros, un determinado número
de características de la personalidad, condiciones y métodos que pueden conseguir o no
descubrir los talentos y los puntos fuertes de cada uno de los niños.° Este trabajo demuestra
que los rasgos fisiológicos, por sí mismos, no necesariamente limitan o determinan el
potencial de un niño. Además, cuanto más comprometida esté la capacidad de un niño,
limitada por el carácter genérico y discapacitador de la alteración, tanto más decisiva y
poderosa resultará la influencia de la educación que reciba. Un niño bien dotado
fisiológicamente para asimilar cierta tarea propia de su etapa evolutiva probablemente lo
consiga a pesar de una educación mediocre, mientras que otro niño con dudosas aptitudes no
las acabará de asimilar a no ser que su entorno le aporte justamente la ayuda que necesita.
Como indicarnos en el capítulo 1, cuando la educación se ajusta a las diferencias indiv iduales,
muchos niños nacidos con deficiencias real-mente serias pueden alcanzar y alcanzan un
desarrollo mental sano. Como hemos señalado con anterioridad, en una reciente revisión de
más de dos-cientos niños diagnosticados como autistas con los que nuestro grupo ha
trabajado durante los últimos años, la mayoría han evidenciado una mejoría en su
funcionamiento mental y emocional cuando sus padres y un equipo terapéutico fueron
capaces de encontrar las «llaves» apropiadas. Entre un 58% y un 78% mostraron unas
mejoras considerables. Eran tan pocos los niños que crecieron en ambientes verdaderamente
óptimos que no tenemos una idea exacta de cuáles son realmente los parámetros evolutivos.
En nuestra práctica clínica y en la investigación llevada a cabo a lo largo de los últimos
cinco años, hemos detectado unos estilos educativos que pueden apoyar o contrarrestar
determinados patrones fisiológicos. Hemos intentado ir más allá de conceptos genéricos como
educación o flexibilidad para describir de forma detallada los diferentes elementos que
requiere cada tipología fisiológica. Los métodos que se deben poner en práctica ante
problemas tales como ]a conducta antisocial, la depresión, la ansiedad, los trastornos del
pensamiento y el trastorno por déficit de atención ilustran esta nueva especificidad. La misma
combinación de rasgos biológicos puede encarnar unas cualidades tan valiosas corno son el
interés por los demás, el valor, el sentido del liderazgo, la curiosidad, la creatividad, la
determinación, la autodisciplina, la confianza en uno mismo, la perseverancia y la
originalidad; por otro lado, puede servir de base para el desarrollo de la autocompasión, la
imprudencia, la crueldad, la hostilidad, la rigidez, el desapego, la irracionalidad y la timi dez. Si
estos rasgos acaban descubriendo talentoso problemas dependerá, dicho brevemente, de
cómo se eduque la naturaleza del niño.
Tanto en The challenging child como en lnfancy and early childhood, hablé de cinco
patrones de reactividad, procesamiento y organización y de las diferentes formas por las que
pueden exacerbarse o convertirse en recursos poderosos a través de los diferentes tipos de
interacciones que se establecen entre el educador y el niño." Aquí me gustaría ofrecer
únicamente unos pocos ejemplos de cómo estos patrones y la educación que conllevan
afectan al desarrollo de la mente.
La sociedad siente una creciente preocupación por los niños, adolescentes y adultos
antisociales y violentos, que tratan a los demás como objetos más que como a seres
humanos. La pobreza, el maltrato y- la privación emocional son, en gran medida, los
responsables de este patrón de conducta preocupante y peligroso. El artículo «Forty Four
Juvenile Thieves», un clásico de John Bowlby, describía la vida de unos niños abando nados
en su infancia y que se volvieron altamente antisociales» La relación, intuitivamente obvia,
entre una falta de afecto hacia un niño y su consecuente incapacidad de sentir ese afecto
hacia los demás con-venció a muchos, en la época en la que fue publicado el artículo, en
1944, de que las influencias ambientales eran importantes, tanto en la génesis como en la
prevención de la delincuencia.
El tema es, por supuesto, mucho más complejo. Entre los niños privados de una educación
afectiva en los primeros años de su vida, incluyendo a aquellos atendidos en instituciones, se
han observado dos tendencias. Un grupo de niños se volvió retraído, deprimido y apático.
Algunos dejaron de crecer, no aumentaron de peso, e incluso cayeron gravemente enfermos
y no sobrevivieron. Los niños pertenecientes al otro grupo fueron en busca de sensaciones,
se volvieron agresivos, promiscuos e indiferentes a los demás, relacionándose con ellos
únicamente para satisfacer sus específicas necesidades personales." Otros investig a-dores
encontraron sutiles disfunciones en el funcionamiento del sistema nervioso central, en una
medida superior a lo que cabía esperar en niños y adultos antisociales que mostraban
problemas de percepción, de pro-cesamiento de la información y de funcionamiento motor,
secundarias a aquellas."
Ni el modelo carencial de la conducta antisocial, que hace referencia a las causas sociales
como la pobreza, la desestructuración familiar, los traumatismos psicológicos, la decadencia
moral y la falta de autoridad, ni el modelo fisiológico, que resalta las diferencias congénitas
en el funcionamiento del sistema nervioso, explican, en su más amplio sentido, este
fenómeno tan preocupante. Más bien es la interacción de los déficit neu rológicos con los
factores ambientales que producen estrés, que, a su vez, coinciden con unas relaciones
iniciales entre padres e hijos de determinadas características, lo que aumenta la probabilidad
de la conducta antisocial. Así, por ejemplo, algunos niños reclaman sensaciones por ser
hiporreactivos al tacto y al sonido e insensibles al dolor. Si, además, disponen de una
coordinación física y de un equilibrio relativamente bueno, a la vez que de una tendencia
hacia el movimiento y la acción, buscarán estímulos a través de las conductas de riesgo y de
aventura. Si estas emociones tornan formas positivas, corno explorar el Ártico o nuevas
técnicas quirúrgicas, o negativas, como hacerse miembro de una pandilla o tomar parte en un
robo a mano armada dependerá, en gran medida, de la familia y del entorno social que rodee
al niño.
Si el entorno inmediato no proporciona unos límites firmes y coherentes, o si los límites
son impuestos de forma abusiva, la tendencia a ir en busca de sensaciones puede tomar un
cariz exacerbado, con conductas abierta e indiscriminadamente violentas. Incluso a tina edad
muy temprana, un niño de estas características puede provocar incendios, destrozar
propiedades o torturar animales. Más adelante, es posible que inflija daño o incluso mate
fríamente a otras personas.
Estos niños violentos y antisociales necesitan el mismo tipo de educación que el niño
activo agresivo, mucho más frecuente. Ambos necesitan un afecto adicional para despertar
en ellos un sentido de humanidad compartido al que otros niños llegan con más facilidad. Las
relaciones que va estableciendo ayudan al niño agresivo a desarrollar un interés real por los
demás y un deseo de utilizar sus recursos para un buen fin. Unos límites muy firmes,
impuestos con mucho cariño, constituyen, a su vez, un factor crucial para enseñarle a
controlar sus necesidades de autoafirmación. La práctica de la capacidad para definir
emociones y el juego simbólico le ayudan a desarrollar una vida interior más rica. Los padres
le deben ayudar, también, a encontrar maneras de encauzar su energía. Los juegos en los
que el niño debe aprender a cambiar de velocidad mientras corre, por ejemplo, enseñan a
modular el control. Los padres pueden favorecer la práctica de actividades físicas
constructivas y seguras, corno son los de-portes de gran desgaste físico. También le pueden
involucrar en estrechas comunicaciones relacionales que le permitan mesurar y calificar sus
sentimientos, considerar sus consecuencias y, lo más importante de todo, de sarrollar una
sensibilidad humana hacia los demás. Un niño que disponga de estas relaciones precoces y
estimulantes tendrá la oportunidad de llegar a ser un niño desenvuelto, imaginativo y con
dotes de mando.
La conducta antisocial parece surgir de toda una serie de factores in-fluyentes. Ni un «gen
alterado« o la biología, ni una falta de autoridad o de educación, por sí solos, pueden ser las
causas únicas, si bien esto último puede causar serios problemas a cualquier niño. Los
principales factores que contribuyen a la conducta antisocial son, más bien, un tipo específico
de reactividad fisiológica en combinación con un entorno familiar que no satisface las
necesidades del niño en las diferentes etapas evolutivas (incluyendo aquellas en las que se
establecen las relaciones que posibilitan los cuidados del niño, aquellas en las que aprende a
regular su conducta, a representar sus propósitos y sentimientos y a ponerse límites por
respeto a los demás), a la vez que los factores de tipo social que producen estrés, como la
pobreza, que privará al niño de su posterior educación. También pueden intervenir otros
factores —traumatismos emocionales, disfunciones familiares, factores genéticos o
bioquímicos— pero la conjunción de factores esbozada anteriormente es tanto la más
frecuente como la más evitable.
El niño extremadamente sensible presenta otro patrón genérico. Esta persona llega al
mundo con una perceptividad superior en algunos de sus sentidos de lo que suele ser
habitual en una persona. Sonidos que parecen moderados a los demás, le resuenan con
estrépito: el maullido de un gato, por ejemplo, le parece un rugido amenazador. El
relampagueo que fascina a muchos le resulta deslumbrante; un tacto tranquilizador le so -
brecoge; ser lanzado al aire, lo que tanto gusta a la mayoría de los niños, le desorienta. El
mundo parece un lugar que genera pavor, repleto de acontecimientos desconcertantes que
no puede controlar y a duras penas soportar. A medida que va creciendo, percibe sus propias
emociones con excepcional profundidad, y a menudo muestra también una gran sensibilidad
por los sentimientos ajenos. Desde el punto de vista psicológico, destaca una gran
susceptibilidad, a la vez que sensibilidad, pudiendo, de repente, mostrarse propenso tanto a
herir sentimientos como, a su vez, a captar perfectamente las sutiles señales de los demás.
Tiene la capacidad potencial para llegar a ser una persona enormemente observadora e in -
formada de todo, con las cualidades propias de un escritor, un crítico de arte, un profesor o
un psicoterapeuta; pero si la educación que recibe no le da la oportunidad de aprovechar
estos puntos fuertes y, en su lugar, acentúa sus debilidades, puede acabar siendo un niño
miedoso, tímido e huidizo, y un adulto propenso a la ansiedad, a las fobias, a los cambios de
humor y a la depresión.
Algunos padres reaccionan ante la timidez y el apego excesivo del niño hipersensitivo con
una conducta que oscila entre la sobreprotección y la rabia, lo que únicamente empeora el
problema. Aquellos que reaccionan de forma determinada en lugar de a yudar al niño a
reflexionar sobre sus sentimientos también tienen un efecto negativo. Un niño sensible
necesita relaciones tranquilizadoras y educativas, que le estimulen a definir sus sentimientos
para que éstos no le lleguen a abrumar en exceso. Cuando un niño se adentra en la fase
simbólica y del pensamiento emocional, se puede beneficiar de su nueva perspectiva respecto
de sus afectos y de sus reacciones. También necesita una ayuda progresiva y constante para
desarrollar su confianza en sí mismo y su iniciativa. Los límites deben imponerse muy
lentamente.
A partir de la observación del desarrollo de niños extremadamente sensibles, el
componente genético o fisiológico parece ponerse de manifiesto en las reacciones
intensificadas a las sensaciones y al afecto, y no en los problemas posteriores que puedan
surgir, o no, de esta predisposición. La depresión, por ejemplo, puede constituir el resultado
del modo en que se manejan estas sensibilidades. Una persona muy sensible al so-nido, al
tacto y a sus propias emociones, y que se perturba con facilidad, será especialmente
vulnerable a los cambios de humor. Si la educaron unos padres a los que, a su vez, les
resultaba difícil ponerse en el lugar del otro, que no fomentaron su autoestima y cuya
conducta oscilaba entre la rabia y la sobreprotección, probablemente habrá crecido ansiosa,
insegura de sí misma y con tendencia hacia la tristeza y la depresión. Si los padres alternan
las conductas tranquilizadoras y sensitivas con una actitud de aproximación afectiva, el
fomento de la autoestima y la capacidad de representar sentimientos, entonces pueden
ayudar a alguien que muestre estas tendencias a adquirir una personalidad estable y unas
reacciones sensitivas que constituyan la base de un agudo sentido humanitario e intuitivo.
En el niño ensimismado y replegado sobre sí mismo, las dificultades en el procesamiento
de la información, especialmente de sonidos y palabras, junto con una baja reactividad a
determinadas sensaciones, pueden conducir aun anclaje mucho menos firme en la realidad
del que puedan tener otros. Un niño de estas características puede tender a perderse en
mundos imaginarios, manteniendo unas creencias idiosincrásicas como, por ejemplo, sentirse
desorientado acerca de si una voz procede de su interior o de su exterior.
En su expresión más radical, algunos de estos problemas han sido calificados de
esquizofrenia. Durante muchos años, el pensamiento delirante que caracteriza esta
enfermedad se atribuyó a unos patrones comunicacionales irracionalmente sesgados en el
seno de las familias.
La investigación iniciada, hace ya más de una generación, por pione ros en el estudio de
las dinámicas familiares como Lyman Wynne, Don Jackson y Ted Lidz sugerían que estos
patrones comunicacionales desorganizados constituían el factor clave para la comprensión de
la esquizofrenia." El modelo contextual cayó en desgracia, sin embargo, cuando estudios
realizados con gemelos mostraron la implicación de determina-dos factores genéticos. Los
factores biológicos tampoco son, de todos modos, los únicos responsables de esta
enfermedad tan compleja. Wynne descubrió que las personas predispuestas genéticamente a
padecer esquizofrenia únicamente desarrollan la enfermedad cuando viven en familias donde
imperan determinados patrones relacionales desorganizados." Otros estudios confirman que
los factores genéticos, por sí mismos, no explican la existencia de las enfermedades mentales
graves y que los factores emocionales deben tenerse en cuenta.
¿Cómo interactúan los factores genéticos y ambientales en el desarrollo de la
esquizofrenia? Posiblemente, el factor genético se exprese a través de una combinación de
dificultades en el registro y procesamiento auditivo y en la planificación motriz, dificultando,
así, la comunicación.
Hemos observado que los niños que muestran estas diferencias físicas son especialmente
sensibles a los patrones comunicacionales desorganizados en sus familias.
La persona centrada en sí misma constituye, en muchos sentidos, el caso inverso a la
persona hipersensitiva. El mundo externo, más que invadir o excitar su estado de conciencia,
parece distante y confuso. Puede oír y ver normalmente, pero necesita estar ((agarrada» a su
atención antes de poder responder. A pesar de que sus sentidos funcionan correcta-mente,
se muestran menos agudos y con menos matices emocionales que en la mayoría de las
personas.
La creatividad y la imaginación pueden estar muy desarrolladas en una persona que vive
en ese mundo interior. Una persona que muestre estas tendencias y que tenga, además, una
buena percepción espacial, puede llegar a ser, por ejemplo, arquitecto o diseñador de juegos
de ordenador, o de modelos matemáticos, o puede desarrollar habilidades verbales, siempre
que se le hayan fomentado las relaciones con los de-más. En otras circunstancias, sin
embargo, esta misma persona se puede volver tan ensimismada que no pueda llegar a
adquirir un sentido de la realidad ni las habilidades sociales pertinentes. Sus peculiaridades se
acentuarán cada vez más, hasta quedarse aislada en su propio mundo fantástico.
Un paciente adulto con el que tuve la oportunidad de trabajar, George, mostraba las
características de un niño replegado sobre sí mismo. No obstante, cl hecho de ser el quinto y
último hijo de una familia bulliciosa, vital y divertida, impidió que se adentrara demasiado en
su particular mundo interno. Uno u otro de sus hermanos mayores siempre estaba
sosteniendo, zarandeando, columpiando, haciendo cosquillas o lanzan-do al aire al «bebé»;
posteriormente, sus hermanos y hermanas siguieron impulsándolo a realizar actividades —ir
en bicicleta, patinar; esquiar— e incluso se subían con él a las montañas rusas y a la noria.
Sus padres eran unas personas amables e implicadas en la educación del niño, aparte de
sociables, que acaparaban la atención de los demás con sus voces anima-das v sus gestos
expresivos y amistosos. Mantener a George activamente ocupado costó un esfuerzo mucho
mayor que con cualquiera de sus otros hijos, pero en su familia no había lugar para e l
ensimismamiento.
George conserva, aún hoy en día y ya como esposo y padre, la reputación de ser el
soñador de la familia. Cuando se junta todo el clan, él es el último en subirse al carro del
jolgorio. Es feliz escuchando a los amigos contar sus aventuras, mientras disfruta de sus
propios viajes imaginarios al estilo de Walter Mitty. En sus años adolescentes, destacaba en
los juegos de imaginación donde los participantes debían elaborar y desarrollar sus mundos
imaginarios. Desde el desarrollo de las redes informáticas, éstas han desempeñado un papel
importante en su vida social. En la universidad en la que ejerce como docente, tiene fama de
ser un profesor algo distraído, si bien los colegas de su especialidad le tienen por un
pensador original capaz de desarrollar, mentalmente y en su ordenador, modelos que han
resuelto diferentes interrogantes teóricos.
Los padres de un niño con una vida interior tan rica como ésta que le hablen en voz baja,
le dejen jugar casi siempre solo, o le permitan evitar ese grado de interacción que le ayudaría
a relacionarse con otros niños, corren el riesgo de que no desarrolle esos hábitos sociales, ni
se sienta motivado a interpretar las señales que le llegan desde su entorno para po ner a
prueba sus propias creaciones respecto de aquéllas. Un esfuerzo común para atraerle hacia el
amplio mundo exterior a través de una forma de expresión vigorosa, actividades interesantes,
ambientes luminosos e interacciones estimulantes, le permitirá desarrollarse social e intelec -
tualmente y aprovechar, así, su rica vida interior.
Niños excesivamente testarudos o provocativos constituyen otro grupo y pueden compartir
también determinados patrones reactivos. El niño obstinado se siente a menudo inundado por
sensaciones indeseadas y desconcertantes. En lugar de volverse pasivo o dependiente, como
el niño altamente sensitivo, capacidades de coordinación y planificación motrices
relativamente buenas le permiten intentar controlar el mundo que le rodea en lugar de
aislarse de él. Más que rendirse o volverse hiperemotivo, intenta imponer su propio sentido
del orden a su entorno. Los padres que insisten para que haga las cosas a su manera o que
interceden en su esfuerzo de hacer las cosas bien, únicamente refuerzan su testarudez y su
necesidad de control. Incluso una ayuda bienintencionada puede convertir un intercambio en
una lucha por el poder. Con el tiempo, la costumbre de discutir y enfrentarse puede acabar
siendo tan arraigada que el niño responda negativamente a cualquier propuesta v acab e
percibiendo hostilidad por parte de los demás hacia su persona.
Con paciencia y una actitud estimulante para lograr una postura colaborativa, los niños
obstinados pueden acabar siendo unos pensadores que probablemente aspiren al máximo,
personas con predilección por el liderazgo y talento para la planificación. Políticos, generales,
abogados, fundadores de movimientos y organizaciones, suelen proceder de esta categoría
de niños resueltos y pertinaces. Sin embargo, las luchas por el poder sostenidas desde la
primera infancia los pueden convertir en adultos tercos, de miras estrechas, tiránicos,
siempre con ganas de pelea, in-capaces de aceptar la autoridad de otro o de mantener
relaciones estables. Cuando los intentos de control fracasan, tienen una tendencia superior a
la media a volverse compulsivos, huidizos, pasivos y depresivos. Sometidos a una presión
extrema, pueden mostrar una peligrosa tendencia suicida.
El último grupo de patrones reactivos que voy a describir de esta lista, en absoluto
exhaustiva, hace referencia a las frecuentes dificultades de atención. Hay un número cada
vez mayor de niños y adultos a los que se les diagnostica un trastorno por déficit de atención
(ADD); los modelos fisiológicos son los que, indudablemente, llevan la voz canta nte en el
momento actual. Ciertos estudios han detectado, de hecho, anomalías en la metabolización
de la glucosa en los cerebros de las personas afectadas por este trastorno. No obstante, un
conjunto creciente de voces críticas se cuestionan hasta qué punto se está abusando de los
remedios bioquímicos, de las medicaciones tipo Ritalin. Una polémica continuamente aireada
en la prensa, los debates televisivos y las reuniones de la PTA es si un mal rendimiento
escolar o un comportamiento desorganizado necesariamente implican ADD.
Si bien es evidente que determinados factores neurológicos intervienen en ADD, la
experiencia individual de cada niño influye poderosa-mente para que una predisposición
fisiológica acabe o no constituyendo un problema serio que interfiera en el logro de
determinadas metas, como obtener una formación o hacer una carrera. Dándoles una
educación apropiada, muchos niños que padecen este problema no necesitarían medicación.
En nuestro trabajo con niños que padecen un trastorno por déficit de atención, hemos
observado que muchos son, de hecho, sorprendentemente capaces de prestar atención a
tareas difíciles durante extensos períodos de tiempo: por ejemplo, pueden mantener largas
conversaciones o trabajar de forma ininterrumpida en un rompecabezas, o cantar varias
canciones de memoria. Para muchos de ellos, el problema no constituye un fracaso de su
nivel de atención global, sino una dificultad en determinadas e importantes capacidades
específicas, a menudo relacionadas entre ellas: procesar o reaccionar a determinados
estímulos sensoriales, por ejemplo, o actuar con arreglo a una serie de instrucciones' Hay
ocasiones en las que un niño no puede organizar sus movimientos. La sencilla tarea de atarse
los zapatos le distrae de la tarea principal que tiene que afrontar: prepararse para ir al
colegio. Se dispersa, entonces, pensando en la cantidad de nudos que debe atar.
La dificultad en mantener la atención surge a partir de cada una de las múltiples
características diferentes, necesitando cada una de ellas un tipo de intervención
cuidadosamente elegida para ayudar al niño a sacar partido de sus puntos fuertes. Aparte de
los problemas de organización, una hipersensibilidad a los sonidos o a las imágenes visuales,
una regulación insuficiente de las sensaciones y problemas relacionados con el procesa-
miento de sonidos o imágenes, todos ellos pueden ser motivo de desatención. Muchos
adultos que presentan este tipo de dificultades se vuelven ansiosos o se deprimen por
problemas laborales o matrimoniales y no se dan cuenta de por qué les resulta tan difícil
hacer determinadas cosas.
Las personas que tienen un nivel de atención fluctuante muestran también, a menudo,
una buena aptitud para los sentidos y las capacidades que no constituyen un reto para ellas.
El niño que no puede evitar que el papel se manche con tinta comenzará, inmediatamente, a
tararear una canción. El niño que no se aclara con un laberinto, podrá centrarse en un punto
de la historia. Si los educadores instan al niño a centrar su atención en tareas que le resultan
difíciles, el problema comienza a retro-alimentarse, dada su escasa motivación para
esforzarse en tareas poco agradables o que carecen de un interés intrínseco (imagínese tener
que escribir con su mano no dominante, por ejemplo). Por el contrario, trabajar con los
puntos fuertes de estos niños puede generar motivación. Un niño que tiene problemas
escolares por costarle comprender con rapidez lo que lee, puede tener una gran imaginación
visual y disfrutar dibujando, construyendo cosas y elaborando imágenes en su mente. Con la
ayuda de un profesor experto, puede adquirir la habilidad de visualizar lo que lee. Más que
pretender asimilar los conceptos de forma verbal, abstracta, podría concebir el argumento
como un hilo temporal sembrado de imágenes de acción, novelas que, a modo de películas,
transcurren delante de su ojo interno, problemas físicos que incluyen movimientos de objetos
a través del espacio.
Una educación o un aprendizaje adaptado a los puntos fuertes de cada niño también
puede ayudar a aquellos considerados comúnmente como autistas o retrasados mentales. El
retraso es considerado habitual-mente secundario a una alteración biológica profunda tan
grave que los niños, inevitablemente, obtendrán puntuaciones situadas en los porcentajes
bajos en todas sus capacidades mentales, entre otras, las habilidades motrices, espaciales y
verbales. Si profundizamos un poco más, detecta-remos, sin embargo, que también estos
niños muestran muchas diferencias entre ellos, descubriendo puntos fuertes y puntos débiles
en capacidades verbales versus capacidades espaciales o motrices, etcétera. Utilizan-do estas
diferencias, jugando a favor de los puntos fuertes específicos del niño mientras que,
lentamente, se van corrigiendo sus defectos, muchos niños han podido progresar mucho más
de lo que cabía esperar en un principio.
Como referimos anteriormente, un determinado número de niños diagnosticados de
trastornos autísticos, con los que hemos trabajado, han desarrollado finalmente u nas
habilidades cognitivas, emocionales y sociales normales o incluso superiores. El hecho de que
al menos unos cuantos hayan respondido de forma tan positiva, permite efectuar un
pronóstico mucho más esperanzador de lo que nunca se hubiera creído posible.

ESPLENDOR EN EL DESIERTO, MISERIA EN EL JARDÍN

Uno de los aspectos más sorprendentes del debate fisiología-educación lo constituye el


hecho de que ambos bandos sean capaces de aportar unas pruebas que parecen
absolutamente concluyentes. ¿Cómo pueden los genes ser responsables, al parecer, de un 40
a un 70°/a de la inteligencia —una cifra a menudo citada por respetables expertos—mientras
que, al mismo tiempo, la experiencia ejerce un efecto decisivo? Un análisis más minucioso de
los estudios llevados a cabo con gemelos, tan fomentados por los genetistas conductistas,
ofrece una explicación interesante de esta paradoja. Gran parte de la investigación que
intenta medir lo biológico y lo ambiental mediante un rasero distinto contra -pone parejas de
gemelos univitelinos con gemelos bivitelinos. Como aprendimos todos en ciencias naturales
de secundaria, los gemelos idénticos, o monocigotos, se presentan cuando un único huevo
fertilizado (cigoto) se divide en dos para formar dos embriones que comparten exactament e
la misma dotación genética. Los gemelos dicigotos, o fraternos, se presentan cuando dos
cigotos son liberados de los ovarios maternos, fertilizados y dados a luz al mismo tiempo. Los
gemelos dicigotos tienen dotaciones genéticas no más parecidas a las de cualquier pareja de
hermanos.
Los rasgos faciales, el color del cabello y de los ojos y todas las de-más características
determinadas genéticamente, son las mismas en los gemelos univitelinos. Los gemelos
bivitelinos, que únicamente tienen algunos genes en común, lógicamente se parecen mucho
menos entre ellos. No obstante, dado que los dos tipos de gemelos nacen al mismo tiempo —
y, por lo tanto, tienen más posibilidades de compartir experiencias comunes— y viven en la
misma familia, compartirán muchos rasgos de origen ambiental. Los investigadores dan por
sentado que si la diferencia entre los gemelos bivitelinos sobrepasa, en cualquiera de las
características, la diferencia que se manifiesta entre gemelos univitelinos, este ex -ceso refleja
el grado de influencia hereditaria para esta característica en particular. Por lo tanto, si los
gemelos idénticos difieren, en promedio, en tres puntos de su Cl y los gemelos fraternos en
once, los ocho puntos sobrantes representan la contribución genética.
Los gemelos idénticos, por ejemplo, siempre tienen el mismo color de ojos; los gemelos
bivitelinos, sólo alguna vez. Este rasgo está, entonces, claramente bajo control genético. Pero
supongamos ahora, por un momento, que un miembro de un grupo de gemelos univite linos
idénticos ha tomado clases de clarinete durante dos años, al igual que un miembro de un
grupo de gemelos bivitelinos. Ninguno de sus hermanos ha dedicado el más mínimo tiempo,
sin embargo, a aprender este instrumento. Cada pareja consiste, por lo tanto, en una persona
que muestra cierta habilidad con el clarinete y otra que no. La diferencia entre los her manos
es idéntica a la diferencia entre las hermanas. Es evidente que el dominio del clarinete
procede de la experiencia.
La mayoría de los rasgos no son, sin embargo, proposiciones del tipo todo-o-nada. La
altura, el peso, la inteligencia y todas las demás cualidades oscilan, más bien, a lo largo de
una escala de muy bajo a muy alto, de muy ligero a muy pesado, de muy triste a muy alegre,
etcétera. Cada rasgo comprende además algunos aspectos obviamente genéticos y otros que
no lo son. Un miembro de una familia en la que todos son altos, puede ser relativamente bajo
si se desarrolló en una época de carestía. Una persona con capacidad neurológica para ser
alegre puede, sin embargo, mostrarse como embotada si no ha podido disfrutar nunca de las
atenciones adecuadas.
La pregunta a la que intentan responder los estudios comparativos entre gemelos es qué
porcentaje de estas características variables se puede atribuir, estadísticamente, a cada uno
de los factores. Podemos, por ejemplo, medir la altura de un colectivo importante de
gemelos. Si calculamos las diferencias de altura entre los miembros de cada pareja encon-
traremos, con toda probabilidad, que el grupo de gemelos univitelinos tendrán, en promedio,
una altura más parecida que el grupo de bivitelinos. De acuerdo con la metodología de los
genetistas conductuales, llegamos a la conclusión de que el peso es, básica si bien no
exclusivamente, un rasgo genético.
Este procedimiento de comparar gemelos mono y dicigotos aporta una base de datos para
el estudio de las diferencias genéticas de la inteligencia y de otros rasgos, como podrían ser
la timidez o la confianza en uno mismo. A simple vista, parece tener sentido. Un análisis más
detallado revela, sin embargo, que el asunto es mucho más complejo que todo esto.
Recientemente se ha identificado, por ejemplo, un gen que parece ser el causante de la
obesidad, al desactivar el mecanismo que informa al cerebro de la cantidad de grasa que
tiene el cuerpo de una persona. De cara a nuestra argumentación, podemos definir este gen
como un estimulan-te del apetito. (Hasta qué punto esta formulación simplifica en exceso el
funcionamiento de este y otros genes, todavía desconocidos, queda a merced del criterio de
otros investigadores, mucho más expertos que yo en esta materia.) Los bebés portadores de
este hipotético gen del apetito comen, entonces, mucho más que los no portadores. Para
investigar su contribución a la obesidad, decidimos estudiar niños en Israel yen Italia, países
cuyas culturas enfatizan de forma evidente el placer de comer alimentos ricos en grasas y en
hidratos de carbono refinados. Tanto las familias israelitas como las italianas estarían,
seguramente, encantadas de tener una pareja de gemelos univitelinos que mostraran gran
apetito y fueran tan buenos comedores. A los veinte años, estos bebés se habrán convertido,
posiblemente, en unos adultos jóvenes con un peso superior a la media.
Ampliemos ahora nuestro estudio para incluir un grupo de gemelos bivitelinos en los que
un hermano tiene el llamado gen del apetito y el otro no. En cada pareja, uno de los gemelos
siempre come con gran avidez, mientras que el otro apenas prueba la comida. A los veinte
años, el peso de los gemelos difiere enormemente. Concluimos, así, que el peso obedece aun
componente genético que influye decisivamente, quizá en un 70 a 80%.
Sin embargo, traslademos ahora nuestra investigación de las costas del Mediterráneo a las
montañas de la Asia central, donde las dictas son, en gran medida, vegetarianas y las
cantidades suelen ser escasas. Los hidratos de carbono que consumen en estos países no
suelen estar refina-dos y son ricos en fibras, y todas las familias trabajan duro en el campo y
cada día realizan una larga caminata, por senderos empinados, para volver a su casa. En esta
sociedad, apenas nadie tiene un sobrepeso moderado, no digamos ya una obesidad
manifiesta, a los veinte años o a cualquier edad. A pesar de que los gemelos univitelinos de
este entorno cultural pueden compartir el gen del apetito, no así los gemelos biviteli nos, en
un contexto tan espartano ningún gen del apetito tiene la oportunidad de poderse expresar.
Dicho en otras palabras, la supuesta tendencia genética nunca se traduce en kilos
adicionales, dado que la dieta y los hábitos de trabajo no le dan la oportunidad para ello. Los
gemelos mono y dicigotos muestran unas diferencias de peso relativamente pequeñas porque
aquí apenas nadie acaba siendo obeso. Nuestros resulta-dos demuestran una influencia
genética insignificante sobre el peso corporal.
Pero ¿cómo es posible que existan diferencias tan importantes en la evaluación de la
influencia de los factores hereditarios versus factores ambientales, si únicamente cambiamos
de emplazamiento? Una vez tuve la oportunidad de instar aun genetista conductual a que
explicara estos resultados. ¿Implica la influencia genética un curso biológico relativa -mente
estable? Respondió negativamente; las conclusiones sobre la in-fluencia genética únicamente
son válidas para la población de la que proceden. En el campo de la genética conductual se
emplean modelos estadísticos que no ponen al descubierto los mecanismos biológicos, sino
únicamente una relación estadística. Los mecanismos biológicos deben estudiarse de otra
forma.
Un ejemplo muy elocuente planteado por R. C. Lewontin, Steven Rose y Leon Kamin
ilustra este aspecto Supongamos que cogemos dos puñados de un saco de semilla de trigo y
plantamos cada uno en una de-terminada parcela de terreno. Fertilizamos y regamos
abundantemente una de las parcelas, mientras que la otra únicamente recibe lo mínimo para
sobrevivir. Al cabo de cierto tiempo, el trigo comienza a brotar. Seguimos regando y
fertilizando generosamente el primer terreno, suministrándole al otro cantidades mínimas.
Cuando nuestras semillas han madurado, finalmente, observamos que ambos terrenos tienen
plantas de diferentes alturas, unas más altas que otras, algunas mucho más cor tas. Dado que
las plantas de cada uno de los dos terrenos recibieron la misma cantidad de agua, abono y
horas de sol, ¿podemos concluir que la altura es un rasgo básicamente genético?
No, si comparamos ambos terrenos. Una simple mirada nos indica que los tallos del
terreno bien cuidado son, en promedio, más altos que los del terreno vecino, seco e
infraalimentado. La diferencia entre las alturas medias de los dos terrenos tiene, claramente,
una causa ambiental. Basándonos en esta comparación, tenemos que concluir que la alt ura
tiene un componente claramente contextual. Únicamente si mantenemos el entorno estable,
al comparar las plantas de un mismo terreno podemos observar el efecto genético. Es, por lo
tanto, completamente coherente que un hipotético gen del apetito o de la obesidad pueda
explicar el 80% de la variación de peso en una población saturada de alimentos sabrosos y
grasos y de hidratos de carbono, mientras apenas ejerce influencia alguna en personas que, a
duras penas, se alimentan a base de verduras y cereales ricos en fibras.
La mayoría de las personas presupone que una característica considerada de transmisión
genética constituye un factor inamovible. Tal como hemos visto, la expresión de muchos
rasgos genéticos difiere, sin embargo, en gran medida, en función de las influencias
ambientales. A modo de otro ejemplo, supongamos que tenemos un saco de semillas de maíz
que contiene algunos granos con un gen de la altura que permite que la planta alcance toda
su altura únicamente en condiciones óptimas de crecimiento, mientras que el resto tiene un
gen de la altura que se ex-presa incluso en condiciones menos favorables. El grano tiene
idéntico aspecto y está distribuido al azar por todo el saco, así que no podemos decir qué
cantidad de cada tipo de grano hay en un puñado.
Ahora plantamos tres puñados de semillas, aparentemente idénticos, en tres terrenos:
regamos y abonamos exhaustivamente uno de los terrenos, desatendemos el segundo y
prestamos cuidados intermedios al tercero. En el terreno medianamente cuidado, al gunas
plantas están atrofia-das —aquellas que tienen un gen que requiere condiciones óptimas para
poderse expresar—, mientras que otras —aquellas que tienen un gen capaz de prosperar en
condiciones medianas— evidencian una buena altura. En el terreno abandonado, ningún tipo
de semilla crece satisfactoriamente, independientemente del gen que porte. En el terreno
perfectamente cuidado, todos los tallos de ambos tipos de semillas son altos, dado que las
condiciones idóneas permiten que todo tipo de semillas crezcan adecuadamente.
Se observa, pues, claramente que incluso cuando una característica tiene un componente
genético, los factores ambientales no sólo modifican sino que, de hecho, determinan el
resultado. Los genetistas han aislado rasgos cuyo desarrollo diferencial enfatiza de modo
incluso más evidente el efecto muchas veces decisivo de los aspectos ambientales. La
fenilcetonuria, por ejemplo, una enfermedad causada por un único de fecto genético del
metabolismo de las proteínas, puede acarrear un grave retraso mental en determinadas
circunstancias. El destino de un niño nacido con este gen defectuoso depende, sin embargo,
totalmente de su dieta. Si se le suministran alimentos que no puede metabolizar, su sistema
nervioso sufrirá alteraciones que le conducirán al retraso. Pero si se le alimenta únicamente
con lo que su cuerpo puede asimilar, tanto su sistema nervioso como su inteligencia se
desarrollarán de forma totalmente normal.
Los genetistas conductuales previenen, así, contra el error común de confundir la
influencia genética con la inmutabilidad. El hecho de que determinado rasgo tenga un
componente genético no significa que el en-torno no desempeñe un papel importante.
Mientras desconocemos un factor ambiental que pueda influir y cambiar el color de los ojos,
por ejemplo, muchos otros rasgos, sobre todo aquellos relacionados con nuestras
capacidades mentales y con nuestra conducta, se sitúan en un terreno intermedio, a
expensas de una sutil interacción entre los genes y su entorno, sea éste bioquímico o
interpersonal.
Los genetistas conductuales observan, como regla general, que un ambiente uniforme
acentúa la aparente influencia de lo hereditario. Imaginemos, por ejemplo, un saco de
semillas de maíz que contiene granos con una amplia gama de dotaciones genéticas sobre la
altura. Si plantamos un puñado de estas semillas en un terreno que se riega y abona
únicamente, entonces las variaciones que aparecen entre las diferentes plantas deben
obedecer, en gran medida, a las diferencias genéticas. Pero si modificamos las condiciones
ambientales dentro del mismo terreno —digamos, por ejemplo, que plantamos un puñado de
semillas y cuidamos con sumo esmero algunas panes del terreno mientras que descuida mos
las demás con diferentes grados de intensidad—, la aparente influencia genética se reduce y
la aparente influencia ambiental se acentúa. Cuando el ambiente modifica la influencia
genética en grado extremo, su efecto aparente se acentúa.
Otro error metodológico de los estudios gemelares es la suposición, indemostrable, de que
las similitudes entre gemelos idénticos reflejan su dotación genética, mientras que las
diferencias entre gemelos bivitelinos reflejan el ambiente. Esta suposición no considera la
posibilidad de que los gemelos idénticos puedan alcanzar unas puntuaciones similares en su
Cl, no porque tengan los mismos genes, sino porque se desarrollan en unos ambientes mucho
más parecidos que cualquier otra pareja de hermanos, incluidos los gemelos bivitelinos ¿Por
qué los gemelos univitelinos perciben los patrones parentales deforma más similar de lo que
ha-rían los gemelos bivitelinos? Debido a que son ellos mismos los que provocan respuestas
similares en todas aquellas personas que les rodean. No resulta difícil imaginar, a la luz de lo
que sabernos sobre cómo los bebés influyen en sus educadores, que una pareja de niños
pequeños, idénticos en cualquiera de las facetas innatas, fomentaría un estilo educativo muy
parecido. Dos niños muy extrovertidos o dos niños muy retraídos, dos niños muy activos o
dos muy pasivos, probablemente generan en sus padres —e incluso en los padres adoptivos
que los educan en hogares diferentes— una similar intensidad a la hora de repartir caricias,
arrullar y jugar activamente con ellos, o de sentir cierta decepción y un ligero rechazo. Ello es
especialmente válido si los padres son mí Malamente sensibles y no aplican conductas
extremas, Por contraste, los gemelos bivitelinos, con sus diferentes características fisiológicas
v temperamentales, suscitan unas reacciones bien diferentes por parte de los adultos. La
semejanza de Cl en gemelos univitelinos puede, por lo tanto, reflejar en parte un contexto
experiencial muy parecido.
Hemos observado que los padres tienden a reaccionar de forma similar a ciertos rasgos
temperamentales: por ejemplo, deleitarse con el bebé simpático y comunicativo y dedicarle
más tiempo al niño ensimismado. Si bien las respuestas fisiológicas del bebé y, en última
instancia, sus genes, pueden constituir el factor desencadenante de las reacciones a dultas,
los resultados reflejan, en sentido estricto, la influencia que ejerce el entorno del niño. Una
educación parecida y no unos «genes de la inteligencia» idénticos, serían así, en parte, los
responsables de unas puntuaciones similares en el Cl de los gemelos univitelinos . Si estos
niños se criaran de forma diferente, probablemente obtendrían unas puntuaciones más
divergentes.
La observación clínica apoya esta hipótesis y pone al descubierto algunos de los sutiles
mecanismos psicológicos que subyacen a la relación que se establece entre lo fisiológico v lo
educacional. Una pareja de gemelos univitelinos extrovertidos y vitales puede atraer a unos
padres bien educados, ilusionados y entregados hacia una relación activa, responsable y
vigorosa, que acentúe la manifiesta tendencia hacia la sociabilidad de los bebés y desarrolle
en ellos habilidades lingüísticas, de comprensión y de razonamiento. Otra pareja de gemelos
monocigotos con unos padres inteligentes y responsables pueden parecer retraídos e in cluso
apáticos. Después de varios meses de dedicar sonrisas, gesticulaciones y mimos de un modo
intenso, casi desbordante, a los pequeños, los padres acaban resignándose a mantener una
relación más distante y menos intensa con sus gemelos de lo que hubieran deseado. En
ambas familias, los factores genéticos y ambientales responden y se refuerzan uno. al otro.
Mientras que un gemelo bivitelino puede, por contraste, ser alegre, despierto y sociable,
un pequeño y rechoncho animalito de peluche al que le encante que sus padres le hagan
cosquillas, le rían las gracias y parloteen con él, el otro gemelo, más tímido y serio, puede
generar menos muestras de afecto y deseos de estimulación. Los padres responden a cada
niño de acuerdo con su forma de ser: uno recibe constantemente estímulos para favorecer la
interacción, mientras que al otro se le deja más a su aire. ¿Puede decirse realmente que
ambos gemelos viven un mismo ambiente? ¿Puede considerarse que las personalidades
divergentes que acabarán exhibiendo son de verdad un producto exclusivamente genético?
Hace unos cuantos años, colaboré en la dirección de un estudio que tenía como finalidad
explorar los efectos de las percepciones parentales en los gemelos uni y bivitelinos. Muy a
menudo, los padres proyectan sus propios sentimientos en sus hijos, considerando, por
ejemplo, aun gemelo como débil y al otro como fuerte. Dos factores deben tenerse en cuen ta
acerca de este tema: la propia personalidad del padre y sus conflictos, y las reacciones
fisiológicas de los bebés que sirven de estímulo para las percepciones parentales. Una vez
que los padres perciben a cada uno de los gemelos de forma rígida, tienden a crear
interacciones que confirmen su proyección (por ejemplo, sobreprotegiendo al gemelo
«débil»).
Gracias a la intuición, a la experiencia o debido a la ayuda externa, algunos padres
simplemente no prosiguen con sus reacciones iniciales. Pueden comenzar a darse cuenta de
que un gemelo responde escasamente al sonido o al tacto y que le cuesta organizar los
movimientos de su cuerpo. Dado que las señales habituales de afecto apenas parecen hacerle
mella, le pueden intentar hablar en unos tonos más alegres, más vivos y comenzar a jugar al
caballito, a zarandearlo, a alzarle en brazos y a hacerle cosquillas. Con este tratamiento, en
cierta medida, más activo y comprometido, el bebé se ve progresivamente atraído por el
variopinto y excitante mundo externo. Comienza a relacionar las interacciones con estímulos y
afectos. Los padres pueden, entonces, sacarlo de su cascarón emocional y hacerle partícipe
de unas relaciones tranquilas pero gratificantes.
¿Es esto únicamente una teorización superficial? ¿Son la hipotonía y una baja capacidad
de respuesta únicamente síntomas de un Cl bajo e inamovible? Pienso que no. He visto cómo
padres y terapeutas han con-seguido que niños con un tono muscular muy bajo y una actitud
replegada sobre sí mismos alcanzaron, no sólo un buen nivel intelectual y de relación social,
sino la expresión de facultades sobresalientes. Si un número considerable de niños con
síntomas fisiológicos tan graves que llegaron a diagnosticarse como autismo o retraso mental
pudieron incorporarse a unos patrones interactivos que posibilitaron un desarrollo tan
espectacular, ¿qué cabría pensar de los problemas de menor relieve?
Como vimos anteriormente, el aspecto clave de la disyuntiva entre lo biológico y lo
ambiental es, por lo tanto, encontrar las llaves ambientales que se ajusten a la cerradura
genética. A medida que el niño crece y madura, la experiencia interactúa constantemente con
la dotación genética para perfeccionar sus capacidades físicas y mentales. El «medio
ambiente» es más que una mera abstracción. Desde el punto de vista del niño consiste, más
bien, en innumerables experiencias con los adultos, aparentemente intrascendentes, que
cumplen una función mediadora entre él y resto del mundo. ¿Debe soportar reiteradas
situaciones que (a diferencia de otras personas) encuentra desagradables? ¿Tropieza, una vez
tras otra, con estímulos que le dispersan (pero que, probablemente, no distraerían a otro
niño)? ¿Se le dirigen las personas de forma excesiva-mente contenida para él (pero no así
para la mayoría) para que pueda darse cuenta? Las personas que le rodean, ¿se relacionan
con él de tal forma que le ayudan a superar cada una de las facetas de su desarrollo,
permitiéndole adquirir una personalidad sana y flexible?
Desde nuestro modelo es difícil —y, de hecho, innecesario— determinar qué porcentaje de
las características de una persona tiene un origen biológico o ambiental» Lo realmente
importante es que la fisiología y la educación interactúan de forma específicamente
cualitativa. A medida que vamos ampliando nuestros conocimientos sobre estas interacciones,
comenzamos a comprender cómo fraguar las llaves que deberán abrir las cerraduras
biológicas, por difíciles que éstas sean.
El objetivo de la investigación en el campo de la genética conductual consiste en ir más
allá de las correlaciones estadísticas y explorar, de forma más profunda, los patrones que ya
han comenzado a revelarse mediante el estudio de las interacciones padres-hijos. Debería
prestarse, además, una mayor atención al estudio de las relaciones que se establecen entre
los factores hereditarios y los ambientales, en investigaciones que abarcaran todo cl amplio
espectro de posibilidades, desde las condiciones más duras v deprimidas hasta las más
enriquecedoras y formativas.
A veces, las relaciones pueden resultar muy sutiles; para determina-do rasgo puede no
estar del todo claro cuál sea el ambiente más «favorable». Los genes pueden ser los
responsables de una característica que hace florecer cierto organismo en el desierto, mientras
se marchita en un frondoso jardín tropical. Hasta el momento presente, se han realizado
pocos estudios genéticos que tengan en consideración las variaciones ambientales extremas.
Sí se han llevado a cabo, frecuentemente, en circunstancias ambientales intermedias que,
como hemos visto, favorecen que los factores genéticos adquieran especial relevancia. Esta
falta de conocimiento sobre lo que ocurre en circunstancias extremas constituye mucho más
que un simple error metodológico. Sobre el tapete están las implicaciones sociales de la
sabiduría popular sobre el origen de aspectos tan complejos como la inteligencia.
La creencia de que los rasgos heredados coaccionan sistemáticamente el desarrollo
constituye una barrera infranqueable para muchas iniciativas prometedoras destinadas a
modificar ambientes destructivos. La experiencia con niños que padecen condiciones
determinadas, presunta-mente por su fisiología, como en el caso del autismo, me hacen
dudar de estas suposiciones. Muchos de estos jóvenes pueden, en un entorno adaptado
individualmente a sus necesidades, desarrollarse de forma inteligente, creativa y sensible
hacia los demás, y desenvolverse con éxito en el colegio, en las actividades deportivas y en
sus aficiones. Si estos niños se pueden beneficiar de un entorno adaptado precozmente a sus
necesidades, nunca se hará suficiente hincapié en el riesgo que constituye no tener en cuenta
su influencia sobre el desarrollo mental.
Segunda parte

LA MENTE COMPROMETIDA
Capítulo 7

El peligro y su pronóstico

La primera parte de este libro ha expuesto, a grandes rasgos, los procesos que llevan de
la confusión floreciente y cimbreante» del recién nacido, tal corno la describió William james,
a la mentalidad flexible y adaptativa del adulto maduro. En esta segunda parte del libro,
ampliaremos nuestra área de acción para analizar las aportaciones de la perspecti va evolutiva
en algunos de los problemas que afectan a las personas, a los grupos humanos y a las
comunidades hoy en día. Esta interpretación de los orígenes de la inteligencia y de la
moralidad, aparte de permitir introducirnos por arriesgados derroteros, ofrece nuevas y
esperanzadoras perspectivas para las ciencias de la educación, la psicoterapia, la resolución
de conflictos y la prevención de la violencia.

NIVELES DE IMPERFECCIÓN

La óptica evolutiva no contempla soluciones fáciles. La auténtica ca pacidad de sentir y de


reaccionar, sin la cual no llegaríamos a ser capaces de emitir respuestas matizadas ni de
reflexionar sobre nosotros mismos, logro memorable de la sensibilidad humana, sitúa el ideal
del desarrollo mental al más alto nivel imaginable, fuera del alcance de cualquier ser humano.
Para ser emocionales debernos ser sensibles, imaginativos, dispuestos a cualquier
aprendizaje, a la experimentación e incluso a la sabiduría; debemos ser, igualmente, tenaces,
irracionales, atolondrados; ser, en otras palabras, inherentemente imperfectos.
Dado que las experiencias emocionales de origen educacional, a través de las cuales se
van desarrollando nuestra mentes, varían tanto de una persona a otra, los individuos se
diferencian considerablemente en los niveles mentales que son capaces de alcalizar y de
conservar.
Unos tienen dificultades a la hora de entablar relaciones y de modular sus sentimientos y
sus conductas. Algunos solamente alcanzan los ni-veles mentales más elementales. Se
relacionan y comunican predominantemente a través de la conducta (golpean cuando están
enfadados, arrebatan cuando sienten envidia, roban cuando codician). Otros, pro gresan en el
uso de los símbolos, incluyendo las ideas y las palabras, para comunicar sus deseos,
sentimientos e intenciones pero, aun y así, tienden a funcionar de forma polarizada y rígida.
Unos cuantos van más allá y son capaces de reflexionar sobre los sentimientos, manejar
áreas de ambiguas tonalidades grises, colaborar y negociar con los deseos propios y ajeno s y
manifestar valores e ideales. Como vimos con anterioridad, la profundidad y la amplitud del
desarrollo mental de cada individuo varía considerablemente. El mundo interno de algunas
personas abarca muchas vertientes emocionales de la vida: proximidad, dependencia, placer
sexual, autoafirmación, rabia, pasión, empatía, celotipia, rivalidad. Otras únicamente
experimentan una historia superficial y repetitiva.
Ninguno de nosotros funciona, ni de lejos, de acuerdo con los nive les máximos de su
potencial intelectual, en todas las circunstancias y en cada una de las áreas emocionales.
Algunos podemos ser capaces de re-flexionar sobre nuestro propio miedo, nuestra rabia o
nuestros celos y los de las demás personas, pero no sobre nuestras necesidades o nuestra
dependencia. En el caso de otras personas, puede ocurrir justamente lo contrario. El
problema no es, por lo tanto, lo que las personas pueden alcanzar en el mejor de los casos,
sino lo que cada uno de nosotros ha sido, de hecho, capaz de crear a partir de las
experiencias emocionales que configuran nuestras vidas.
La mente de cada ser humano se asienta, pues, en un determinado nivel de imperfección,
como lo confirma la experiencia personal de cada individuo, a la vez que el registro histórico
de todas las sociedades humanas. La violencia y la destrucción siguen a las migraciones de
nuestra especie por todo este planeta. Nadie que esté, al menos superficialmente, al corriente
de esas noticias que llenan las portadas de nuestros periódicos cada día, puede creer que la
emotividad desenfrenada es poco frecuente en los adultos. Es igualmente evidente que esos
casos, excesiva-mente frecuentes, de crímenes v derramamientos de sangre casi siempre se
refieren a personas que, lejos de dejarse guiar por lo racional, actúan más bien de forma
impulsiva ante sus sentimientos. Pero aparte de circunstancias tan extremas, todos los seres
humanos están sometidos, en cierta medida, al imperio de sus emociones.
Cuando la religión configuró el pensamiento occidental, las personas expresaron este
hecho en las palabras »pecado» y «maldad». Tanto si consultamos a un teólogo corno aun
psicoterapeuta, una sola conclusión parece, no obstante, inevitable: una proporción
importante de personas no ejerce la capacidad de reflexionar sobre sus propias emociones y,
en su lugar, las ejecuta visceralmente. Incluso aquellos que sí tienen esta facultad, a menudo
no saben cómo ponerla en práctica cuando un sentimiento muy intenso o una tensión
apremiante se apoderan de ellos.
Un obstáculo para nuestro reconocimiento de esta limitación humana se debe a que la
mayoría de nosotros suponemos que las demás formas de pensar reflejan la nuestra. Los
adultos, por ejemplo, de forma habitual o en momentos de nerviosismo, atribuyen razones
bastante re-buscadas a los niños pequeños, incapaces de producir sutilezas de tal calibre. «Mi
hijo siempre me intenta manipulara, puede decir un padre, o «Está causando este problema a
propósito». Sin embargo, un niño en edad preescolar, o incluso escolar, pocas veces t iene, de
hecho, la perspectiva suficiente para dirigir la conducta de sus padres, ni siquiera para
percibirles como personas que poseen una conciencia diferente a la suya propia. Lo que el
adulto percibe como confabulación es, con mayor probabilidad, la reacción del niño en los
términos mucho más sencillos de su propia comprensión autorreferencial.
Ya hice referencia, anteriormente, al fenómeno de la proyección, en el que una persona
atribuye sus propios sentimientos a otra persona. Una tendencia incluso má s poderosa. si
bien menos admitida, es, a mi modo de entender, la proyección, en otras personas, no
simplemente de emociones o de actitudes, sino de la propia estructura mental y del nivel de
conciencia.
Una persona capaz de reflexionar, al menos, en unas cuantas áreas emocionales, quizá
suponga que cualquiera puede hacer lo mismo. Este fenómeno es especialmente notorio en
los caracteres literarios, cuya capacidad autorreflexiva se asemeja más a la del propio autor
que a la del personaje en su particular contexto situacional. El soliloquio de Hamlet sobre el
valor de la existencia refleja, sin duda alguna, la capacidad sin par del propio Shakespeare
para traducir los sentimientos en palabras. De la boca de Huck Finn escucharnos el
razonamiento moral de Mark Twain sobre el destino de Jim. Fuera del contexto literario,
podríamos pensar que un niño como Huck actúa, en un momento decisivo, en función de
unas razones que desconoce, y que un hombre deprimido se hunde en la más profunda
desesperación sin pronunciar palabra alguna.
Probablemente, muchos adultos no pueden reflexionar sobre sus sentimientos más allá de
cierto punto, y los que sí pueden, sólo lo hacen en determinadas áreas. Tal corno dije, no hay
ser humano que tenga la misma capacidad reflexiva respecto a todas las experiencias. Nadie
posee la capacidad de dar un paso hacia atrás y de analizar, con idéntica minuciosidad y
flexibilidad, los sentimientos de amor, pérdida, lujuria, agresividad, miedo, rabia, dependencia
e intimidad, entre otros. El ideal de un ser humano absolutamente reflexivo es tan ilusorio
como el del hombre absolutamente sano, o el que está por completo en forma: una persona
cuyo peso, presión sanguínea, nivel de colesterol, visión, etcétera, se ajustan a los valores
ideales del cuerpo humano expuestos en los tratados de medicina. Cada uno de nosotros
tiene determinados puntos débiles o desarreglos físicos. El ideal de una salud de hierro, de un
peso v unos ni-veles de lípidos perfectos, una buena visión y un corazón resistente per -
manecen, sin embargo, como unos objetivos que todos podemos tener presentes en nuestra
vida cotidiana.
¿En qué nivel estamos situados, exactamente, en la escala evolutiva? La experiencia
clínica parece indicar que la mayoría de nosotros funcionamos muy por debajo de nuestro
potencial. Yo calcularía que sólo una minoría de adultos, probablemente no más del 20 al
30%, se rigen, mayoritariamente, o al menos cierto tiempo, según los niveles superiores
expuestos en el capítulo 5. Los demás abarcan desde los que son capaces de definir
sentimientos, pero con dificultades a la hora de establecer conexiones entre ellos, pasando
por los que reaccionan ante la vida con afectos polarizados, hasta aquellas personas que
viven, en gran medida, en un mundo de descarga conductual en el que los sentimientos se
con-funden con las conductas y los estados físicos. Finalmente, se encuentran aquellas
personas que viven en un nivel en el que el pensamiento y la conducta, o ambos, se
encuentran ciertamente desorganizados.
Por descontado, las personas que han alcanzado unos niveles de funcionamiento mental
bastante elevados no se benefician del mismo siempre, o en todas las áreas de la vida.
¿Quién no se ha encontrado a sí mismo atrapado en alguna contienda, aparentemente sin
salida, en la que ambas partes se atrincheran en posiciones polarizadas de tipo blanco o
negro? ¿Quién no ha reaccionado ante el miedo con la certeza de que la catástrofe va a ser
inevitable? Tener la capacidad de pensar de forma reflexiva en determinada área de la vida,
no garantiza que uno siempre actuará de esta forma en el futuro. El nivel de funcionamiento
mental de una persona depende de cómo responda a una amplia gama de dificulta -des y del
grado de estabilidad que mantengan sus respuestas en momentos de estrés o de crisis. ¿Es
capaz de permanecer reflexivo cuando se siente ofendido, asustado, insultado, decepcionado,
rechazado, preocupado, agotado o apremiado? ¿O acaso retrocede hacia formas de res-
puesta rígidas, hacia una polarización del pensamiento o a formas estereotipadas en su modo
de proceder? Dicho de otra forma, ¿tiene en cuenta posibles alternativas, sopesa los valores,
las alternativas y los diferentes puntos de vista, o estalla emocionalmente, se deshace en
lágrimas, responsabiliza a los demás y profiere frases hechas? También nos debemos
preguntar en qué áreas emocionales las personas reaccionan de forma reflexiva y coherente,
y en cuáles de forma más extremada o desorganiza-da. La rabia, la necesidad de
autoafirmarse o la intimidad, ¿sacan a la luz lo mejor o lo peor de una persona?
Las respuestas a estas preguntas reflejan el alcance de sus facultades mentales. Como
iremos viendo, lo mismo es válido para todos los grupos de personas, sean parejas, familias,
empresas, organizaciones, comunidades e incluso sociedades enteras.

UN EXPERIMENTO ARRIESGADO

Desde la historia de Adán y Eva, pasando por la leyenda de Fausto, hasta las modernas
parábolas de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú y Parque jurásico, el terna de la pérdida
de los valores básicos en el intento de la humanidad por alcanzar la totalidad del saber y el
poder, ha impregnado el pensamiento occidental. Sea resignándose al destierro del paraíso,
vendiendo su alma al diablo, poniendo en marcha la maquinaria del Apocalipsis o
combatiendo a los resucitados monstruos prehistóricos, los seres humanos se han visto
obligados a elegir entre seguir el dictado del intelecto o defender sus valores y creencias
básicas.
Este conflicto tan antiguo alcanza un nuevo matiz irónico, dado que podemos correr el
peligro, actualmente, de perder tanto el intelecto como esos inestimables valores humanos,
de forma simultánea y a través del mismo proceso. Corno vimos en la primera parte del libro,
cl dilema que se nos presenta no es un debate entre alma e intelecto, entre las emociones y
la razón. En su lugar, las modernas instituciones sociales y gran parte de la tecnología que las
sustenta, han llegado a constituir una amenaza para las condiciones que nutren a la
inteligencia, al sentido humanitario, a la moralidad y a la creatividad.
Tanto los rasgos intelectuales como emocionales de la mente humana proceden de una
misma fuente, a saber, la interacción emocional compleja.
Al favorecer cl rápido y creciente carácter impersonal de las cosas en cualquier aspecto de
la vida, la estructura de la sociedad moderna socava, sin embargo, los fundamentos de la
mente humana. Las sociedades avanzadas corren el peligro de destrozar, así, la base de sus
propios logros. Si ciertas tendencias no varían, la sociedad se arriesga a perder no sólo su
espíritu sino también el precio que Fausto pagó por su propia alma, la capacidad de adquirir v
usar el conocimiento. Existe, por supuesto, des-de hace centenares de años, una gran
desconfianza hacia el cambio tecnológico y social. La hipertrofia del intelecto y el genio como
amenaza de peligro, representada por el doctor Frankenstein, todavía configura la visión que
muchas personas tienen de la ciencia v de la tecnología. Las armas nucleares y biológicas, la
tecnología de los ordenadores, los proyectos del genoma humano, todo ello ha encumbrado
al conocimiento en su globalidad hasta convertirlo en suicida y, a su vez, al intelecto para
agredir activamente la integridad e incluso la continuidad de la vida. Pero el peligro que
hemos expuesto asoma en un nivel mucho más elemental. Más allá de constituir una
amenaza para la supervivencia humana, el carácter impersonal de nuestras vidas, debido a
los cambios tecnológicos y sociales, amenaza el potencial intelectual que ha hecho posible el
progre-so, capacidad que nace de las primeras interacciones íntimas que surgen entre los
niños y los adultos que más se ocupan de ellos. Las cualidades más estrechamente vinculadas
a nuestra condición de seres humanos —razonamiento, sentido humanitario, amor, intuición,
inteligencia, creatividad, valor, moralidad, espiritualidad— se desarrollan a partir de la
interacción entre el sistema nervioso del individuo y la experiencia emocional que deriva de
las relaciones recíprocas del día a día. Deben reconocerse estos orígenes comunes antes de
que podamos comprender el grado de peligro que amenaza a nuestra sociedad.
Hace más de doscientos años, Thomas Jefferson expuso su postura contraria al incipiente
proceso de industrialización de la joven nación americana, pensando que debilitaría la vida de
las diferentes comunidades. Siguiendo a Michael Sandel, autor de Democracy's -Discontent
resaltó los peligros de la industrialización y puso cl énfasis no en las conse cuencias
económicas, sino en las consecuencias sociales e individuales. De forma notable, anticipó
muchos de los tenias que debatimos en la actualidad, por ejemplo cómo los patrones
económicos influyen en aspectos eco básicos como la forma en que una familia educa a sus
hijos.
Para la mayor parte de la humanidad, las rutinas de la vida cotidiana han permitido, hasta
ahora, que los niños crecieran rodeados por una red de estrechas interacciones con los
adultos. Tanto en las tribus como en los poblados o en las pequeñas ciudades de provincia;
tanto practicando la caza, trasladándose con sus rebaños, o dedicándose a la agricultura o al
comercio, los niños vivían con sus padres rodeados por personas a las que conocían y por las
que eran conocidas íntimamente. Hace no mucho tiempo, e incluso en las grandes ciudades,
las familias organizaban su vida dentro de los confines de un vecindario que uno podía
atravesar fácilmente a pie. No fue hasta el siglo XIX, con la llegada del ferrocarril, cuando el
inglés medio, cuyo país era, entonces, el más rico del planeta, comenzó a tener la
oportunidad de viajar unos pocos kilómetros más allá del lugar en el que nació.
A lo largo de la primera era moderna, los niños aprendían sus roles de adulto, o bien de
sus padres y de otros parientes cercanos, o bien como aprendices, compartiendo su vida con
las familias de sus maestros. Frecuentemente, las familias permanecían asentadas en un
mismo lugar durante muchas generaciones, de tal manera que los parientes solían, a su vez,
ser vecinos.
En una sociedad así configurada, las relaciones íntimas no sólo eran frecuentes, sino
inevitables. La vida común aportaba, así, de forma rutinaria y natural, las condiciones
necesarias que un sistema nervioso tan complejo como el humano necesitaba para poder
desarrollar todo su potencial, una estrecha complementariedad que resulta, sin lugar a dudas,
de miles de años de evolución social.
Evidentemente, la 'enfermedad, la pobreza o la mala suerte privaron muchas veces a las
personas de las relaciones familiares íntimas necesarias para alcanzar un elevado nivel de
desarrollo. Dado que solían vivir en comunidades comprometidas por un profundo consenso
social y organizadas por medio de unas reglas de conducta muy claras y específicas, incluso
aquellas personas que operaban en niveles limitados se mantenían, la mayor parte de las
veces, al margen de las dificultades.
A medida que los medios de producción de los requisitos básicos para la vida fueron
volviéndose cada vez más eficientes, una gran cantidad de tiempo y de talento quedó
liberado para poder dedicarse a otros objetivos. Fue así como se fomentaron los avances
generadores de riqueza, los que, por su parte, facilitaron la adaptación social de mucha gente
dando pie, a su vez, a posteriores innovaciones económicas. Cada uno de estos factore s—los
patrones mediante los cuales las personas se relacionan entre ellas, las diferentes formas de
ganarse cada uno su sustento y el desarrollo de sus capacidades creativas— evidentemente
pesan sobre la conciencia individual de las personas. La vida de las personas no se puede
desarrollar de forma satisfactoria si falta uno de estos factores, y cualquier aspecto que
amenace su capacidad para trabajar de forma coordinada entre ellos debe, pues,
necesariamente, trastocarlos en su totalidad.
Debido a los cambios que ha experimentado la sociedad a lo largo de las últimas décadas,
han surgido nuevos patrones que modifican las relaciones en las que se basan los patrones
evolutivos. Tanto en nuestra vida familiar como en la laboral —ámbitos casi plenamente
diferenciados para la mayoría de personas—, la relación personal íntima es cada vez menos
frecuente mientras se impone un estilo impersonal. En primer lugar la radio, después el cine,
la televisión y, finalmente, los juegos de ordenador han tomado el lugar de los antiguos
pasatiempos, como eran las tertulias, los cuentos, la lectura en voz alta, cantar en grupo y
tocar instrumentos musicales. Las noches ante el televisor han usurpado el sitio de los paseos
por el barrio y las charlas a las puertas de las casas. Los juegos «interactivos» de ordenador
han suplantado a los juegos de salón, a las escenificaciones teatrales domésticas y a los
detallados juegos de ficción.
La estructura de nuestras familias impide ahora estas relaciones íntimas. Con ambos
padres trabajando fuera de casa, o padres o madres viviendo solos, intentando cumplimentar
todos los papeles adultos de la familia, cada vez hay más bebés y niños pequeños que pasan
gran parte de su tiempo en guarderías, donde las oportunidades de poder disfrut ar de una
relación cara a cara con un adulto son mucho menores. Existen cada vez más personas
jóvenes que se encuentran, a la vuelta del colegio, con casas vacías e incluso con unos
vecindarios con escasa presencia adulta, al servir únicamente de dormitori o para las personas
que trabajan lejos de allí. Unos índices de divorcio elevados, unos índices crecientes de niños
nacidos fuera del matrimonio, menor presencia de familias ex-tensas y padres
pluriempleados, hacen que los niños cada vez tengan un menor acceso continuado a las
personas adultas. Estas tendencias también comprometen las oportunidades posteriores de
poder disfrutar de las relaciones íntimas que faciliten alcanzar las etapas evolutivas adultas.
Incluso los padres con ingresos relativamente altos encuentran, a menudo, dificultades
para dar a sus hijos esa relación intensa y estrecha que tanto ayuda a evolucionar en los
niveles de desarrollo superiores. Entre aquellos que no padecen una pobreza o dificultades
extremas, en las clases medias que, tradicionalmente, llevan a cabo gran parte del trabajo
más elemental de la sociedad y que transmiten, de una generación a la siguiente, gran parte
de los valores y de las pautas de funcionamiento que vertebran las sociedades, las
posibilidades parentales para educar a los hijos se están viendo comprometidas. La necesidad
creciente de que ambos padres trabajen por un sueldo lejos de casa reduce, a veces de for -
ma importante, el tiempo que pueden pasar con sus hijos. A pesar de la tendencia a que
muchos trabajadores freelance ejerciten su profesión en sus hogares, la calidad de las
interacciones entre padres e hijos puede, aun así, ser escasa.
Los Estados Unidos han sido, a la fuerza, los conejillos de Indias de un amplio
experimento social. Mientras esperamos el resultado final, los primeros datos no parecen
excesivamente esperanzadores. El recurso moderno de la asistencia diurna, masificada y
comercial, difiere en muchos aspectos básicos tanto de la tradición de la clase privilegiada en
lo referente a delegar en el servicio muchas de las tareas asistenciales de los niños pequeños,
como de alternativas colectivizadas de la educación infantil, como es el caso de los kibbutz
israelíes. En ambos casos, los niños crecen al cuidado de adultos que permanecen en sus
vidas durante un largo período de tiempo y que se implican personalmente en su destino. En
el primer caso, las niñeras y las tatas solían ser criadas que llevaban mucho tiempo en las
familias, ligadas emocionalmente, por orgullo o incluso por identidad pe rsonal, a sus señores,
que las admitían para que tuvieran una presencia estable en la vida cotidiana, a la vez que
asumían de cara a ellas una responsabilidad para toda la vida. En el segundo caso, los
adultos que están a cargo de la supervisión de los «hogares infantiles» son miembros
permanentes y generosos de una comunidad voluntaria e igualitaria, basada en objetivos y
valores comunes. Los niños pasan, además, un considerable espacio de tiempo con sus
padres.
Por contraste, en los centros de asistencia diurna de los Estados Unidos y en muchas
situaciones familiares que recurren a este tipo de atenciones, los cuidadores cambian
frecuentemente, están a menudo considerablemente agobiados por sus propios problemas
familiares y económicos y, con gran frecuencia, proceden de unos ambientes culturales
notoriamente diferentes a los de sus cargos. Empleados muy competentes a la hora de
establecer unas relaciones cercanas y estrechas con los niños que están a su cargo, a
menudo son ascendidos a puestos administrativos o directivos donde sus habilidades lucen
mucho menos.
Se han realizado diferentes estudios sobre los efectos de la asistencia diurna extrafamiliar
respecto al desarrollo de los niños.' Los estudios más completos plantean serias dudas sobre
la conveniencia de los cuida-dos que los niños reciben durante el día, tal corno se concibe en
la mayoría de los centros asistenciales. Estos son algunos de los hallazgos:

 «La asistencia infantil es deficiente o mediocre en la mayoría de los centros de los


Estados Unidos, con casi la mitad de los bebés y niños pequeños ubicados en
habitaciones carentes de la mínima calidad exigible».
 «En todos los niveles de la educación maternal, independientemente del sexo y del
origen étnico, el desarrollo cognitivo c social se relaciona positivamente con la
calidad de la experiencia asistencial infantil recibida.»
 «Unos servicios de buena calidad cuestan más que los de calidad media na pero no
mucho más.»
 «Son notorios los escasos conocimientos del consumidor, lo que crea deficiencias
de mercado y disminuye la motivación de algunos centros respecto a ofrecer una
asistencia de primera calidad.»

El estudio concluye que ―únicamente uno de cada siete centros ofrece un nivel de calidad
asistencial a los niños que estimula el aprendizaje y un desarrollo sano», y que «la calidad de
la atención infantil afecta a los niños en todos los niveles de la educación maternal». Otro
estudio comprobó que los cuidados aportados por uno de los padres o por parte de un
pariente cercano eran claramente superiores a cualquiera de las diferentes formas de
asistencia ofrecida por los centros de día.'
Un ambicioso proyecto de investigación conjunta, actualmente en curso y financiado por el
National Institute of Child Health and Human Development, está verificando que los niños que
pasan gran parte del día en centros asistenciales originariamente suelen mostrar un apego
deficiente respecto a sus padres, a no ser que éstos sean especialmente sensi bles a las
señales afectivas de sus hijos.' Este estudio indica que la asistencia extrafamiliar durante gran
parte del día puede constituir un factor de riesgo de cara a la adquisición de los primeros
patrones emocionales y sociales por parte de los niños. Se debe tener en cuenta que, hasta el
momento presente, únicamente se han comunicado los resultados de la evaluación de los
niños de quince meses de edad. El informe preliminar es difícil de interpretar: la asistencia
exclusiva a la guardería no genera un apego deficiente hacia los padres, pero sí supone un
riesgo para los niños cuando coincide con cualquier grado de insensibilidad parental. Cuando
la calidad de la asistencia, el índice de rotación de las cuidadoras de la guardería y la edad
extremadamente corta de los niños coinciden, además, con la falta de sensibilidad hacia sus
necesidades emocionales, se producen efectos negativos en los niños. Algunos interpretan el
hecho de que la asistencia a la guardería de bebés y niños pequeños, por sí misma, no tenga
efectos negativos sobre el desarrollo infantil, como que no constituye un factor de riesgo.
Posiblemente un ejemplo nos ayude a clarificar este hecho. Supongamos que los niños
que asisten a las guarderías son propensos a coger infecciones si la nutrición que reciben en
sus casas es inadecuada; sin embargo, si están muy bien nutridos, su índice de infecciones
no difiere del de los niños que no asisten a la guardería. ¿Llegaríamos a la conclusión,
entonces, de que la asistencia a la guardería no plantea problema alguno? La mayoría de las
personas, creo, estarían de acuerdo en que sí comporta cierto riesgo, pero que otros aspectos
positivos lo compensan. El hecho de que se requieran dos factores para generar el problema
no nos debería llevar a ignorar la conclusión de que la asistencia a la guardería durante gr an
parte del día parece constituir un factor de riesgo cuando coincide con una escasa
sensibilidad hacia las necesidades afectivas del niño en su familia.
En 1990, en los Estados Unidos, el 23% de los niños con una edad inferior al año, un 33
% de los de un año de edad, un 38% de los de dos años de edad y un 50% de los de tres
años de edad, asistían a alguna guardería o servicio asistencial similar.' Un estudio realizado
en 1994 por la Carnegie Corporation informa de que más del 53 % de las ma dres vuelven al
trabajo dentro del primer año de vida de su bebé, y de que muchos niños pequeños pasan
más de treinta y cinco horas a la se-mana insuficientemente atendidos.` Según Ronald Lally,
este hecho constituye un cambio radical respecto de los años cincuenta y sesenta, en los que
la mayoría de niños eran atendidos, durante su infancia, por familiares, presentándose,
además, esos índices en claro ascenso. «Nunca, a lo largo de la historia, tantos niños de tan
corta edad han pasado tanto tiempo» en presencia de otras personas que no son miembros
de su familia.'
En unos ejercicios de observación llevados a cabo en diversas guarderías de primerísimo
nivel, detecté que la mayoría de educadoras intentan relacionarse estrechamente con todos
los niños que están a su cargo. Pero al cuidar de tres o cuatro niños, un índice normal para
muchos centros, se encuentran con que deben dedicar gran parte de su atención, a resolver
los problemas inmediatos del niño que está llorando. Lo que ocurre frecuentemente es que
otro niño, con un carácter quizás algo menos sensible, más apacible, puede estar
tranquilamente tumbado en su cuna y captar la mirada y sonreír a la educadora cuando pasa
por su lado, dispuesto a establecer con ella una breve relación cariñosa: un intercambio
gestual, por ejemplo. A menudo, la educadora se para durante un instan-te, observa al niño
que está a punto de extenderle la mano o de emitir algún sonido de placer, para acabar
decidiendo que no requiere un cambio de pañal o un biberón y continuar su camino c on el fin
de resolver algún asunto más urgente en el otro extremo de la habitación.
El bebé tranquilo pierde, así, la oportunidad de un pequeño intercambio relacional que
estimularía su crecimiento emocional y, por lo tanto, mental. Un lapsus de estas
características no constituye, casi nunca, una forma de dejadez o de maltrato y, por sí
mismo, tiene un efecto escasamente duradero. En caso de repetirse docenas o centenares de
veces durante los primeros meses de vida, esta sutil privación de intercambios gestuales y
emocionales más prolongados, tan necesarios para un niño, sí podría entorpecer su evolución
de cara a una experiencia emocional rica y matizada, piedra angular de nuestras capacidades
mentales superiores. Frecuentemente, el personal responsable de la guardería da por
sentado, además, que los niños disfrutan de una auténtica relación íntima con sus padres
antes y después de su estancia en el centro. Atosigados por los horarios laborales, los medios
de transporte para llegar al trabajo, la preparación de las comidas y las tareas domésticas, la
mayoría de los padres responsables y encariñados con sus hijos a menudo no con -siguen, sin
embargo, prestarles esa estrecha atención por las mañanas y por las tardes de los días
laborables, tal como sería de su agrado, consolándose con una suposición similar de lo que
ocurrirá con el niño duran-te su asistencia a la guardería. Debido a esta inadvertencia mutua,
el niño puede perderse, así, ambas experiencias afectivas.
No quiero dar a entender con ello que la asistencia institucional carezca de todo mérito y
no ofrezca beneficio alguno. La asistencia a la guardería ha demostrado favorecer el
desarrollo de determinadas habilidades motrices y cognitivas. Pero, por muy importantes que
éstas sean, no se deberían confundir, sin embargo, con la experiencia emocional que se
origina a partir de las relaciones íntimas, constituyendo la base del desarrollo mental durante
los primeros años de vida.
Debo insistir una vez más en que los centros que tuve ocasión de observar disponían de
unas instalaciones y de unos medios excepcionales; los problemas que allí surgían eran
inherentes a la estructura asistencial propiamente dicha, tal como está organizada en el
momento actual (a diferencia de otros centros, que presentan múltiples dificultades atribui-
bles a una gestión errónea, o a una deficiente elección o formación del personal). Las
observaciones realizadas respecto al personal de diversas guarderías de alta cualificación
muestran el mismo patrón de «amor institucional» impersonal aportado por las personas que
trabajan en la primera línea de la asistencia infantil. Tal como constató un crítico avispado,
cuando los miembros de la actual generación de niños crezcan y decidan, acaso, inspeccionar
por sí mismos los centros asistenciales, sabrán exactamente con qué se van a encontrar.
Otro ejemplo del carácter cada vez más impersonal que impregna las experiencias de un
número progresivamente mayor de niños norteamericanos constituye el abandono de
verdaderas pautas interactivas en los métodos de enseñanza practicados en muchas escuelas.
Pretender asentar los conocimientos básicos por medio de un aprendizaje mecanizado, con
perseverancia machacona y con unos métodos de evaluación estandarizados, impide tomar
en consideración las diferencias individuales. En muchas aulas se padece, además, una gran
dependencia de la enseñanza llamada interactiva, informatizada, que no aporta una relación
auténtica, sino una mera respuesta mecánica a los esfuerzos del estudiante.
Si la asistencia a los niños en las guardería y en los colegios, promovida por las familias de
clase media capaces de costearla, ha disminuido su nivel educativo a lo largo de los últimos
años, los problemas que afrontan las clases menos favorecidas de los Estados Unidos para
criar a sus hijos están alcanzando unos niveles críticos. Las ciudades norteamericanas
albergan, hoy en día, un considerable número de personas que carecen de los recursos
materiales o personales necesarios para realizar un buen trabajo educativo con sus hijos. En
esta época, en la que los gobiernos cada vez se comprometen menos a conservar el nivel de
vida de los ciudadanos, no parece probable que los programas políticos puedan poner freno a
este deterioro. Las dificultades económicas y las presiones sociales constituyen una amenaza
psicológica, impidiendo una concienciación reflexiva y limitando el espíritu de solidaridad. A
pesar de sus buenas intenciones los padres también asumen, por lo tanto, un modo de hacer
que les permite «sobrevivir» a los temas acuciantes del aquí y ahora, lo que les impide
mantener unas relaciones emocionales estables con sus hijos. Si estas tendencias persisten
en un futuro, nuestra sociedad se encontrará con una situación realmente desastrosa. Dado
que los niños de todos los niveles sociales crecen con una educación personal más deficiente
—a medida que los hijos y las hijas, tanto de los ricos como de los pobres, se vuelven más
irreflexivos y más insensibles hacia la vida de los demás—podemos esperar encontrarnos con
unos niveles crecientes de violencia y de conductas extremistas, así como con actitudes cada
vez menos colaborativas y sensibles hacia los problemas del prójimo.
También los profesionales de la salud mental, durante largo tiempo pioneros de la más
estrecha comunicación interpersonal, se están alejan-do de su tradicional compromiso
respecto del poder terapéutico de las relaciones humanas. Disponemos ahora de
medicaciones que controlan un número cada vez mayor de síntomas de las enfermedades
mentales; al mismo tiempo, los resultados del control del coste de este tipo de trata -miento
resultan cada vez más favorables en estos enfoques clínicos. Muchos médicos se van
decantando a favor de los métodos psicofarmacológicos y conductuales de tratamiento. De
esta forma, una de las pocas áreas en la vida de las personas en la que los seres solitarios,
perturbados o angustiados se pueden beneficiar de la atención estrecha y enriquece -dora
para evolucionar hacia un mayor grado de salud mental, está tomando el camino de unas
estrategias impersonales que tienen como última finalidad el beneficio económico y no la
salud. Terapeutas, clínicos y hospitales de toda Norteamérica, progresivamente forzados a
tener en cuenta unas estadísticas puntuales y superficiales, encuentran cada vez más
dificultades a la hora de justificar unos planteamientos terapéuticos ajustados a las
necesidades individuales.
Por contraste, nuestros nuevos conocimientos sobre los orígenes de la mente reclaman un
concepto más amplio, y no más estrecho, de lo que es la salud mental v la enfermedad
mental, así como unos enfoques terapéuticos más centrados en las emociones que basados
en un reduccionismo biológico. Las medicaciones modernas alivian, por supuesto, gran parte
del sufrimiento v permiten que muchas personas funcionen de forma mucho más efectiva de
lo que sería posible sin su ayuda. Pero la psicofarmacología, por sí misma, no puede corregir
las carencias del proceso-evolutivo en las que se basan las alteraciones mentales. Las
personas que necesitan una relación terapéutica continuada para reelaborar determinados
patrones evolutivos tienen, así, menos oportunidades para satisfacer esta necesidad. A la
larga, esto resultará mucho más costoso para la sociedad que facilitar, ya de entrada, un
amplio servicio asistencial individualizado.
En el lugar de trabajo se observa, a su vez, una cierta tendencia hacia una creciente
despersonalización. El trabajo ante la pantalla del ordenador, comunicándonos por llamadas a
larga distancia o por aparatos electrónicos, lleva a las personas a relacionarse cada vez
menos cara a cara. La oportunidad de poder crecer emocionalmente gracias a una intensa
interrelación humana es ahora mucho menor. No se trata de que los ordenadores, aparatos
de fax, etcétera, tengan, en sí mismos, un carácter despersonalizador. El e-mail, por ejemplo,
ha hecho renacer el arte, caso extinguido, de escribir cartas, pero con la característica
adicional de la inmediatez de la respuesta. Muchas personas reticentes a sacar papel para
escribir, ir en busca de un sello y esperar una o dos semanas hasta obtener una respuesta,
están ahora en estrecho contacto entre ellas. Aquellas personas separadas por largas
distancias conversan de forma mucho más íntima de lo que se puede plasmar en fol ios de
papel, viajando de una ciudad a otra, o de un país a otro. Internet y los servicios on-line
permiten que las personas que comparten los mismos intereses se encuentren unas con
otras, independientemente de donde vivan.
Aun así, la tecnología se usa cada vez más de tal forma que reduce los contactos
personales en aras de un mayor rendimiento o de una reducción de costes. Los contestadores
automáticos sustituyen a las caras que nos eran familiares; los «buzones de voz» evitan la
necesidad de tener que hablar con un operador o recepcionista, o incluso con la persona a la
que se desea transmitir la información. Encargar la lista de la compra por teléfono, fax o e -
mail reduce los paseos hacia la tienda y la posibilidad de que surjan encuentros inesperados
que favorecen las relaciones entre vecinos. Los faxes v correos electrónicos han sustituido,
incluso, a las charlas con el compañero de oficina. El entretenimiento ofrecido por la
televisión, por los juegos electrónicos domésticos y los ordenadores personales, supone
menos escapadas hacia los espacios públicos llenos de gente. Sin lugar a dudas, las miles de
pequeñas oportunidades que permiten a la gente compartir su tiempo relacionándose,
individualmente, con personas conocidas, están desapareciendo.
¿Qué trecho hemos recorrido de este camino? ¿Con qué grado de perfección pueden
funcionar los procesos interactivos que estimulan nuestro desarrollo mental? ¿Qué efectos
sobre la sociedad tiene el nivel de desarrollo alcanzado por las personas? Responderemos a
estas preguntas en los siguientes capítulos. Analizaremos, en primer lugar, los conceptos que
definen la salud mental, la enfermedad y su tratamiento, lo que nos ayudará a determinar
nuestra visión de quiénes somos y qué queremos llegar a ser. A continuación, estudiaremos
diferentes modelos del campo educativo donde se fijan las metas que deben alcanzar nuestro
intelecto y nuestro carácter. Observando las parejas, las familias y las diferentes formas de
manejar los conflictos, podemos evaluar el grado desestabilidad de nuestro núcleo social más
importante. El problema de la violencia y las dificultades que comporta vivir en cl centro de
las grandes ciudades, por mucho que intentemos ignorarlo, dan mucha información sobre las
corrientes imperantes en nuestra sociedad. Veremos, finalmente, que tanto las naciones
como las personas únicamente pueden coexistir en un mundo en el que éstas se conozcan
bien unas a otras y sean conscientes de las necesidades, motivaciones e intenciones
particulares de los demás. La falta de esta comprensión profunda del otro comporta
necesariamente peligro. En los siguientes capítulos, espero poder de-mostrar que la
perspectiva evolutiva puede abrir caminos para atenuar este peligro. Y en cualquier lugar,
desde la guardería hasta la cumbre de países líderes.
Capítulo 8

La salud mental:
una teoría de la evolución

La comprensión del papel que desempeñan las emociones en el origen de todo el


desarrollo mental nos ayuda a definir el complejo concepto de la salud mental La salud
mental es algo más que la ausencia de síntomas de sufrimiento psicológico. La perspectiva
evolutiva abarca y aclara la famosa definición de Freud: «Es la capacidad de amar y de tra -
bajar».
Es especialmente importante aclarar qué queremos decir cuando ha blamos de salud
mental, en vista de nuestra creciente capacidad de poder intervenir en el funcionamiento de
nuestro cerebro. Disponemos, actualmente, de fármacos que afectan a la actividad cerebral
de manera cada vez más sutil. Prozac no sólo alivia cl estado depresivo, sino que parece
modificar ciertos rasgos de la personalidad, haciendo que determinadas personas se
muestren menos tímidas o precavidas, por ejemplo. Un grupo de sustancias antidepresivas
inhibidoras de la MAO pueden aumentar el narcisismo y la exuberancia. Ritalin y Dexedrinc
aumentan la capacidad de concentración pero, en algunas personas, disminuyen la
flexibilidad, d sentido del humor y la creatividad. Las nuevas medicaciones que cada año se
lanzan al mercado hacen cada vez más posible remodelar la personalidad propiamente dicha.
En qué medida estas medicaciones están reservadas, estrictamente, para el tratamiento de la
depresión severa y de los trastornos del pensamiento, o hasta qué punto se uti lizan para
producir cambios cosméticos de la personalidad depende, sin embargo, de nuestra definición
de lo que constituye una persona emocionalmente sana.

UNA DEFINICION DE LA SALUD MENTAL

Si vemos a la persona como un conjunto de rasgos impulsados por mecanismos biológicos,


nos deberíamos conformar simplemente con desarrollar la investigación neurológica para
ingeniar unas máquinas humanas mejor adaptadas. Si definimos la salud mental, sin
embargo, según la capacidad de una persona para alcanzar determinados logros evolutivos —
la adquisición de la capacidad reflexiva, de relacionarse íntima-mente con otros y de respetar
profundamente al prójimo que afronta una situación problemática o un cambio — insistiremos
en la importancia de las experiencias interpersonales estrechas y del crecimiento emocional.
Según esta teoría, los enfoques conductistas o bioquímicos deben integrarse en el proceso
global del desarrollo intelectual v emocional.
Gran parte de lo que hemos aprendido sobre la salud mental procede de las observaciones
efectuadas respecto de personas cuyos patrones cognitivos y conductuales se sitúan al
margen de los esquemas habituales. Sin embargo, la actitud que adoptan las diferentes
sociedades con sus miembros atípicos varía considerablemente. La conducta extraña o ex-
trema puede atribuirse a causas que van desde lo divino hasta lo diabólico, desde lo cósmico
a lo bioquímico. Durante al menos un siglo, la sociedad ha ido alternando su énfasis entre los
factores fisiológicos y los experienciales a la hora de considerar la salud mental.
Existen tres definiciones confrontadas de lo que significa salud física. La más elemental la
vincula a la ausencia de síntomas de enfermedad. Otra, se refiere al perfecto bienestar de
una persona saludable y fuerte que ostenta un nivel bajo de colesterol, un funcionamiento
cardíaco intachable, etcétera. La tercera se sitúa entre ambas, equiparando la salud con el
estado de una persona que tenga unos valores medios de gasto energético, presión
sanguínea, hemograma, etcétera. Estas definiciones de la salud física son más bien vagas;
aplicadas a la salud mental, estos parámetros se vuelven absolutamente ininteligibles. Son
pocos los expertos que niegan que los síntomas extremos son aquellos que no pertenecen
alas personas mentalmente sanas: escuchar voces, fluctuaciones violentas y no inducidas del
estado de ánimo, incapacidad de controlar impulsos destructivos, compulsiones y delirios.
Pero la naturaleza exacta de los restantes síntomas es, a menudo, controvertida y está sujeta
a cambios. El síndrome premenstrual y ciertas reacciones ante un traumatismo emocional han
sido objeto de grandes discusiones, por ejemplo.
A excepción de los casos más agudos y evidentes, las formas tradicionales para diferenciar
la salud de la enfermedad son, por lo tanto, completamente inadecuadas a la hora de
determinar el grado de cordura o de perturbación mental. La mayoría de las personas
estarían de acuerdo en que no todo aquel que carece de síntomas severos está mentalmente
sano, de hecho. Todos conocemos a alguien que, si bien no está realmente «loco», sí
muestra importantes dificultades emocionales. La definición estadística de salud mental,
corno el estado medio de una persona, tampoco añade nada positivo. Hace mucho tiempo,
Thoreau hizo una observación acerca de la «desesperación silenciosa» de las vidas de gran
parte de la humanidad. Hace unos cuantos años, y de forma más cuantitativa que poética, el
Mid-Town Manhattan Study identificó neurosis en el 70 % de los habitantes de Nueva York.
Desde siempre, los terapeutas de orientación psicodinámica han considerado la salud
mental como un estado positivo, no como una condición por omisión, entendiéndola como la
capacidad de tomar parte en la vida mostrando competencia en diferentes áreas. El concepto
de Abraham Maslow de la autoactualización, la noción de «flujo» de Mihaly Czikszentmihalyi y
la idea de Erik Erikson de la identidad en evolución, con-firman este enfoque. Estos preceptos
corrían, sin embargo, el serio riesgo de describir un estado que únicamente un pequeñ o
porcentaje de la población era capaz de alcanzar. También hacían excesivo hincapié en los re -
sultados y en las metas, más que en los procesos.
Lo complejo que resulta evaluar la salud mental queda ilustrado, de la mejor manera, al
examinar dos vidas reales. Consideremos los casos de Paul y de Sylvia.
Paul ya ha cumplido los cincuenta y su vida está jalonada de éxitos. Nacido en una familia
de escasos recursos, rápidamente descubrió por sí mismo los más diversos recursos para caer
simpático, hacer buenos amigos y sacar buenas notas. En secundaria, se aprovechó de su
buena presencia y de cierta capacidad atlética, alcanzada gracias a unos entrenamientos
concienzudos, para asentarse en el grupo de los chicos más apreciados, cuyos miembros
eran, casi todos ellos, de familias mucho más ricas que la suya. Una combinación de becas y
de trabajos de media jornada o de verano le ayudaron mientras intentaba graduarse en una
universidad de prestigio, lo que, a su vez, le proporcionó una colocación prometedora en una
de las empresas Fortune 500. Al principio de su es-calada empresarial, se casó con una mujer
ambiciosa y atractiva, Anne, que se constituyó en su aliada al mantener una casa elegante y
educar a tres hijos inteligentes, guapos y alegres. Llegado a su plena madurez, dividía su
tiempo entre reuniones empresariales de alto nivel, su amplia casa en las afueras de la
ciudad, la casa familiar de veraneo en la playa, reuniones sociales y elegantes con sus amigos
y los de Anne, tan afortunados como ellos, y los diferentes partidos, torneos, actuaciones y
competiciones de los niños.
Ya cumplidos los cuarenta, tanto su madre como su padre fallecieron tras padecer ambos
una larga enfermedad. Si bien siempre había sido un hijo respetuoso, Paul había perdido,
progresivamente, todo contacto es-trecho con sus padres y con sus hermanos durante los
años en los que, primero el colegio y, después, la universidad, le alejaron del hogar en el que
había pasado su infancia, tanto geográfica como socialmente. La labor de cuidar de las dos
personas ancianas, gravosa emocionalmente, había corrido a cargo de los hermanos que
vivían, todavía, en su ciudad natal. Paul se ofreció para aconsejarles acerca de los asuntos
financieros de sus padres, pero mantenía un contacto básicamente telefónico. Cuando sus
hermanos le sugerían que fuera con ellos a visitar a sus padres en la clínica en la que vivían
entonces, Paul solía estar lejos, de viaje de negocios o comprometido para asistir a una
importante reunión. Después de morir sus padres, Anne intentó ayudarle a superar el duelo y
a sobrellevar el vacío que debía estar sintiendo, pero Paul, rápidamente, pasó página para
referirse a su último éxito empresarial, añadiendo que explayarse en asun tos tristes
paralizaba a las personas.
Durante este mismo período de tiempo, Arme tuvo que someterse a una intervención
quirúrgica por cáncer de mama. Si bien el cáncer había sido detectado en una fase precoz, la
experiencia la conmocionó profundamente. Intentó compartir sus sentimientos con su marido,
pero Paul sólo hacía referencia al buen diagnóstico y a su buena suerte por no re querir
cirugía estética tras la linfectomía. Eran afortunados, decía, y una vez recuperada de la
intervención y de la radioterapia, todo sería «como si nada hubiera ocurrido».
Aparte de estas adversidades, en las que Paul no se consentía a sí mis mo reconocer
sentimientos tales como la angustia, el miedo, la pena o la desorientación, la edad adulta no
le había procurado adversidad importante alguna. Afable, seguro de sí mismo y triunfador,
Paul afrontaba la vida con la actitud alegre, prudente y bien organizada que siempre le ha bía
acompañado en todos sus éxitos. La manera superficial de hacer frente a la pérdida y al dolor
también se expresaba en sus relaciones íntimas. A pesar de querer a Anne, se regocijaba,
básicamente, en su belleza, en su calidad de perfecta anfitriona y en su capacidad para saber
realzar su imagen. A pesar de querer a sus hijos disfrutaba, principalmente, de sus logros
más evidentes, más que de su riqueza interior. Le resultaba difícil ayudarles a superar el
sabor amargo de una derrota, el no ser aceptado por una universidad, o un fracaso amoroso.
Ellos, al igual que su padre desconocían, en gran parte, el lado oscuro de las emociones.
Contemplemos, ahora, el caso de Sylvia, cuya vida no presenta el grado de ecuanimidad e
inaccesibilidad emocional de Paul. Por dos veces tuvo que hacer frente a largos períodos de
tristeza, a punto de caer en la depresión. Ya entrada en los noventa y con una vida azarosa a
cuestas, contempla el mundo que la rodea con una mueca de escepticismo, naci da de su
experiencia de que el destino no es justo.
Pasó los primeros años de su vida en medio de una amplia familia, como la cuarta de siete
hermanos y única chica. Gracias a su esfuerzo denodado, sus padres, unos inmigrantes sin
recursos económicos, pudieron proporcionarles un hogar escaso en comodidades materiales,
pero generosamente decorado con amor, comprensión y legítimo orgullo. Siempre sacó
buenas notas, pero la necesidad de trabajar, de forma intensiva, después del colegio, le
coartó cualquier posibilidad de acceder a la universidad.
Tanto su padre como su madre murieron antes de que Sylvia cumpliera los veinticinco,
dejando a su única hija con la enorme responsabilidad de cuidar de sus hermanos. Compartía
hogar con los tres que permanecían, todavía, solteros, hasta que decidió casarse ya
cumplidos los treinta. Hoy en día, casi seis décadas después de la muerte de sus padres,
sigue siendo el centro emocional y punto de referencia familiar de todos sus hermanos.
Un romance vertiginoso durante la segunda guerra mundial acabó en un matrimonio que
duró medio siglo y trajo tres hijos al mundo. Al finalizar la guerra, la pareja se trasladó a la
ciudad natal del marido, al otro lado del continente, donde Sylvia, que nunca había vivido en
otro sitio que no fuera su ciudad de origen, tuvo que rehacer su vida v encontrar amigos en
una región muy diferente a la que ella conocía desde su infancia. Durante muchos años, su
vida en una familia de clase media, en las afueras de la ciudad, transcurrió plácidamente, sin
problemas importantes, a excepción de los contratiempos e imprevistos normales.
Cuando Sylvia ya había cumplido los sesenta, ella y su marido tu-vieron que vivir, con un
intervalo de cinco años, las muertes de sus dos hijas, felices, alegres, llenas de ilusiones y,
hasta entonces, sanas, después de padecer largas y penosas enfermedades. La primera de
estas des-gracias hundió a Sylvia en un estado de profunda desesperación. Lentamente fue
recuperando parte de su equilibrio emocional cuando, de repente, su otra hija cayó enferma.
Sylvia creyó, de nuevo, que la pérdida era demasiado grande como para poderla soportar. El
dolor amenazó otra vez con consumir su vida, pero nuevamente supo batallar y salir de la
oscuridad con el fin de encontrar las fuerzas necesarias para seguir viviendo día tras día.
Durante la década de los setenta y en ausencia de sus queridas hijas, mantuvo vivo su
recuerdo en lo más íntimo de su corazón, pero intentaba vivir el presente y el futuro más que
fijar la mirada en el pasado. Continuó siendo un baluarte emocional para sus hermanos.
Animaba a su marido y a su hijo y recuperó viejas aficiones, como leer, viajar o la vela, e
incluso asumió nuevas actividades en el voluntariado. También se es-forzó, callada y
decididamente, para ofrecer su ayuda a todos aquellos que lo estaban pasando mal, parientes
afligidos o que habían caído enfermos, amigos con un hijo adulto que padeciera una
enfermedad crónica... todo aquel que veía necesitado de consuelo o de atenciones. Nunca
quejumbrosa ni malhumorada, consiguió convertir su propia experiencia con el sufrimiento en
un sentimiento humanitario sensato y práctico, una habilidad que le permitía dar a las
personas la ayuda concreta que necesitaban.
Silvia no niega la amargura que supuso la pérdida de sus hijas y lo in-justo que ha sido el
destino con ella. Habla de ello abiertamente y, a me-nudo, saca a relucir su estado de ánimo.
No obstante, ha experimentado intensamente los altibajos de su vida, y- supo salir del pozo
de la desesperación y recuperar su estabilidad y su sentido del equilibrio. Supo sacar partido
de las oportunidades que le brindó la vida y de los momentos difíciles para desarrollar su
fortaleza, sabiduría, capacidad de introspección y comprensión.
Las historias de Paul y de Sylvia ilustran lo complejo que resulta comparar las vidas de las
personas. Desde la perspectiva evolutiva, sin embargo, Sylvia está más cerca de ejemplificar
un sentido estable y, con todo, expansivo de un sí mismo forjado y modelado a partir de la
experiencia personal sentida con gran intensidad, lo que constituye la esencia de la salud
mental. A partir de esta experiencia, elaboró una visión de la vida que integraba la
comprensión y la acción inteligente. Sus crisis de profunda aflicción no la condujeron,
finalmente, a la enfermedad, sino a un crecimiento personal.
La vida de Sylvia personifica unas características que reflejan el eleva-do nivel de
desarrollo emocional que la psicoterapia debería alcanzar para que todas las personas
pudieran beneficiarse de ella. No siempre había estado exenta de una conducta patológica.
Su pensamiento y sus sentimientos no siempre estaban anclados en la realidad ni eran del
todo racionales. Había sufrido episodios en los que su estado mental y emocional estaba lejos
de ser el normal. Su salud mental, dicho en pocas palabras, no siempre se correspondía con
los niveles estándar de las tres definiciones más comunes. Pero había lograd o algo que estas
formulaciones pasan por alto que, según mi opinión, constituye la clave de un desarrollo
mental alta-mente diferenciado. Había demostrado, reiteradamente, la capacidad de dejar
que la experiencia se reflejara en su vida y de forjar, a partir de ella, una conciencia
coherente, efectiva, matizada, responsable y adecuada para su edad.
Esta combinación de cualidades se aproxima, según mi parecer, a la definición de un
desarrollo mental sano. Una persona mentalmente sana no sólo es capaz de dese nvolverse en
un ambiente exento de sufrimiento y de angustias, como en el caso de Paul, sino que es
capaz de responder positivamente ante los problemas que constituyen una amenaza poten cial
para su vida, tal como hizo Sylvia. Una persona mentalmente sana no sólo conserva su
bienestar sino, y éste es un aspecto mucho más importante, que es capaz de recuperarlo
después de que se haya visto seria-mente amenazado.
Es difícil saber cómo le hubieran ido las cosas a Paul si la vida hubiera sido tan dura con él
como lo fue con Sylvia. El hecho de haber forja-do su identidad a través de la lucha por
alcanzar determinados privilegios sociales le permitió sacar partido, en cierto modo, a sus
rasgos competitivos, si bien le impidió desarrollar una capacidad introspe ctiva e implicarse
relacionalmente, de forma íntima, con las demás personas, hecho que capacita a una
persona, en última instancia, para hacer frente a la peor de las crisis. Los objetivos que ha
perseguido a lo largo de toda su vida son en exceso superficiales. La pérdida de su puesto de
trabajo, prestigioso y lucrativo, por ejemplo, podría hacer pedazos una identidad frágil basada
en la posesión de riqueza y poder. Parece incapaz de reconocer abiertamente cualquier
emoción negativa, como podría ser la tristeza, la desilusión o la sensación de pérdida. Si
alguno de sus hijos tuviera que pasar por una enfermedad grave, una persona tan dominante
y competitiva tendría serios problemas para tolerar los lógicos sentimientos de impotencia y
de dolor. Una situación dolorosa que creara una de-pendencia emocional de Paul hacia Anne
podría acabar con un matrimonio basado en la buena voluntad de Anne respecto de alentar y
proteger su sentido de la competencia. Es imposible saber qué puntos fuertes po dría mostrar
o desarrollar Paul a medida que fuera confrontándose con la experiencia dolorosa; lo que sí
es cierto es que las cualidades que definimos como propias de la salud mental están, hasta
este momento, absolutamente infradesarrolladas en Paul.
Cuando Sylvia fue reiteradamente puesta a prueba, demostró su capacidad de
experimentar una amplia gama de emociones —tolerar la rabia, la decepción, el dolor, la
pérdida y el desaliento y, a su vez, la ternura, el placer y el orgullo— y de hacer frente a la
vida con la suficiente solvencia como para recuperar su equilibrio mental. Cualquier baremo
de salud mental que se base en factores externos como son los éxitos alcanzados, la
ecuanimidad y una vida estable, pasa por alto los factores esenciales del bienestar emoci onal,
un mundo interior altamente diferenciado que permite al individuo disfrutar plenamente de la
vida, a la vez que afrontar y recuperarse de la pérdida y del dolor.
Este criterio de la salud mental amplifica y enriquece las definiciones ya existentes. Una
persona emocionalmente sana, según nuestro criterio, coincide con las ideas de Freud
respecto a ser capaz de amar y de trabajar, aparte de otros conceptos, como la capacidad de
asumir las normas sociales, mantener unas relaciones íntimas en el seno de una familia esta-
ble y reflexionar, a través de la introspección, sobre los sentimientos propios y los deseos
más íntimos.

LA SALUD MENTAL COMO PROCESO

Tal como muestran las vidas de Paul y Sylvia, necesitamos una descripción de la salud
mental que reste importancia a las definiciones está-ticas y mecánicas y resalte el proceso de
desarrollar y perfeccionar las capacidades críticas. Esta visión se puede aplicar a una amplia
gama de circunstancias sociales y culturales. Considera el curso del desarrollo, más que
determinados estados inamovibles o logros pasados, y tiene en cuenta una gran variedad de
capacidades potenciales y de experiencias. Desde la perspectiva evolutiva, el desarrollo sano
lleva a un modo de ser tolerante, flexible y suficientemente diferenciado como para permitir
que las personas puedan establecer relaciones entre ellas según las necesidades de su etapa
vital, para experimentar las más diversas y sutiles emociones y para reflexionar sobre esta
experiencia, con el fin de ampliar y profundizar en su pensamiento y en sus conocimientos a
lo largo de toda su vida. No puede existir un modelo único de salud mental. Los ejemplos
comprenden a un niño que muestra una curiosidad sin límites y un sentido creciente de la
relación y de la eficiencia; un joven con la suficiente seguridad en sí mismo, sensibilidad ,v
determinación como para crecer más allá de la protección afectiva de sus padres; un adulto
con el suficiente conocimiento de sí mismo, capacidad de responder emocionalmente v de
recuperarse de los golpes bajos como para alcanzar objetivos realmente valiosos, mantener
relaciones íntimas, cumplimentar responsabilidades serias, aceptar las pérdidas y las
decepciones y abrigar una rica vida interior. Un niño sano de tres años de edad no mue stra la
misma capacidad para ponerse en el lugar de otro que cabe esperar de una persona de
veintitrés años, ni tampoco asume un adulto joven, habitualmente, las complejas obligaciones
familiares y laborales que corresponden a la etapa intermedia de la vida. Cada edad y cada
circunstancia crean sus propias necesidades; cada etapa de crecimiento se basa en la anterior
y requiere un nuevo ramillete de respuestas adaptativas.
El desarrollo sano también implica la adquisición de la capacidad de razonamiento, de la
comprobación de la realidad y de la resolución de problemas que dependen de la edad del
individuo. Estas habilidades cognitivas no implican, sin embargo, un determinado índice de Cl.
Una persona con una puntuación alta en el Stanford-Binet no necesariamente disfruta de una
mejor salud mental que alguien que consigue unos resultados más modestos. No se trata de
alcanzar unas habilidades cognitivas de tal o cual nivel, sino la capacidad global para
reflexionar sobre las exigencias de una determinada etapa de la vida y para dar cumplida res-
puesta a las mismas. Un profesor de física teórica puede ser capaz de aplicar el mejor
razonamiento abstracto a los fenómenos físicos pero, al mismo tiempo, ser muy ingenuo en
sus relaciones personales o en sus criterios políticos. Alguien que nunca pasó de secundaria,
por el contrario, puede tener una comprensión mucho más profunda de la política, de cómo
tratar al jefe, superar un estado de ánimo alicaído, inspirar con-fianza en sus amigos, resolver
conflictos familiares o relacionarse con sus hijos. La cuestión radica en la capacidad de
resolver, sobrevivir y continuar creciendo a través de los problemas de la vida real.
La salud mental no debería confundirse, tampoco, con la presentación de unas
determinadas habilidades emocionales y sociales. Reciente-mente, se ha propuesto el término
«inteligencia emocional» para describir, por ejemplo, la capacidad perceptiva implicada en la
interpretación de las señales emocionales que emiten las demás personas.' No se ha tenido
en cuenta, sin embargo, cómo se maneja esta capacidad, sea «sintonizando» con un amigo
perturbado, motivando aun grupo de investigación o vendiéndole a alguien el puente de
Brooklyn. La esencia de la salud mental radica en la integración de estas habilidades en los
proyectos, objetivos, relaciones íntimas y el sentido de un significado más ex-tenso en la vida
de una persona. Una persona que tiene dificultades para establecer relaciones sociales, capaz
de expresar cariño v de preocuparse de los demás, y de experimentar tanto la felicidad corno
la tristeza, y que preserva un sentido de la identidad moral en los momentos críticos y en las
perdidas, puede tener una salud mental más intacta que una persona muy sociable pero
irreflexiva y con tendencia a manipular a los demás.
La salud mental es, por lo tanto, un despliegue ininterrumpido de las más diversas
capacidades, comenzando por la adquisición de los niveles básicos del desarrollo mental
expuestos en la primera parte del libro. La superación de estos niveles se puede realizar a
diferentes ritmos y con un amplio margen de variabilidad. Los seres humanos se pueden
diferenciar en los más diversos talentos, en sus capacidades, puntos de vista, tempe -
ramentos, tendencias e inclinaciones y, aun así, estar dentro de los parámetros de un
desarrollo sano. Ya sea tímida o extrovertida, deportista o artista, espiritual o práctica,
emprendedora o cautelosa, idealista o conservadora, cualquier combinación de estas y de
otras innumerables características pueden conseguir que una persona siga manteniendo un
desarrollo emocional sano.
Las limitaciones o desviaciones del crecimiento emocional que dificultan o incluso
inhabilitan la capacidad de una persona para comportarse y relacionarse con otras de forma
apropiada para su edad, pueden constituir una personalidad que se sitúe fuera de los
parámetros de lo que consideramos un desarrollo sano. Esta definición deja fuera a un
hombre intelectualmente brillante con un carácter indomable, o a una mujer profunda -mente
sensible hacia las causas ajenas pero que permanece encerrada en su casa debido a unos
temores irracionales. Un adolescente con reacciones emocionales propias de un escolar, o un
adulto joven con las de un ciudadano mayor muestran, asimismo, signos de un desarrollo
problemático.
La salud mental es, ineludiblemente, una cuestión de matices. En la vida real, no hay
persona alguna que encarne la perfección, no existe un bagaje emocional idóneo, nadie
muestra intuiciones intachables o una fortaleza inexpugnable. Las mismas emociones que dan
pie al intelecto y a la creatividad, pueden derivar en una gran inestabilidad y, a veces, in -
cluso, en reacciones aparentemente patológicas.
Un desarrollo equilibrado fortalece v flexibiliza unas áreas más que otras en las personas.
Algunas pueden reaccionar a la sexualidad de manera muy diferente: una madre que cría a
su hijo, por ejemplo, puede diferenciar los sentimientos relacionados con el hecho de darle el
pecho a su bebé, con su compañero sexual y con sus propias fantasías internas. Es capaz de
manejar las emociones, relacionadas con su sexualidad, de forma reflexiva, y tiene conciencia
de cómo se relacionan con su persona y con los demás a lo largo de su vida. Sin embargo,
esta misma mujer puede reaccionar a los sentimientos de enfado de forma mucho más ruda,
considerándolos erróneos, prohibidos o poco femeninos, e intentando reprimirlos. Por otro
lado, una persona puede tener dificultades con su sexualidad, percibiendo todos o casi todos
los sentimientos sexuales como perversos o prohibidos y reaccionando con conductas burdas
que oscilen entre la represión total y la entrega incondicional. Pero esta mis ma persona
puede manejar los sentimientos de enfado de modo reflexivo, reconociendo muchos matices
diferentes que van desde el ligero fastidio hasta la rabia más atroz, calibrando si estos
sentimientos se adaptan a las situaciones diversas y afrontando las situaciones conflictivas y
las confrontaciones con tacto, criterio v autocontrol.
Si consideramos el desarrollo mental como un proceso en evolución, podemos discernir las
características de un individuo mentalmente sano y observar los niveles mentales de los que
surgen. Desde el nivel evolutivo más precoz de los primeros meses de vida, nace la capacidad
de organizar la atención y de permanecer tranquilo, junto con el profundo sentido de
seguridad que le acompaña. A partir del segundo nivel, y junto a otros, se desarrolla la
capacidad de percibir afecto e intimidad, que perdura incluso cuando una persona está
enfadada, desilusionada o triste. Del tercer y cuarto nivel surge la capacidad de comprender
las claves no verbales simples y, posteriormente, las más complejas. Esto posibilita al
individuo responder a los deseos propios y de las demás personas y calibrar las diversas
situaciones según su seguridad o su peligro, aceptación o rechazo y otros rasgos importantes,
sin que se presenten distorsiones significativas. El quinto nivel evolutivo aporta la capacidad
de expresión simbólica para todo un ramillete de ideas v de sentimientos. Del sexto, procede
la capacidad de organizar estos pensamientos, sentimientos e ideas de forma lógica,
reflexionar sobre ellos v ponerlos en práctica para afrontar los problemas del mundo real.
Esta habilidad que posibilita, a su vez, el desarrollo de la moralidad y de la ética, se
enriquece, adquiere mayor sutileza v se amplifica a medida que una persona va madurando, v
se aplica, finalmente, en otros ámbitos del desarrollo humano, como son las relaciones
amorosas, la formación de una familia, la elección de los estudios universitarios y la res-
ponsabilidad que se contrae hacia una comunidad más extensa.
La asimilación de cada uno de estos niveles evolutivos puede abarcar un amplio período
de tiempo. La edad precisa en la que un niño balbucea su primera palabra, emite su primer
¿Por qué?» o pronuncia su primera frase no es, en sí misma, decisiva. Que un niño pregunte
por primera vez «¿Por qué?» a la edad de cuatro o de seis, o que escriba caligrafía a los ocho
o a los diez, importa muchísimo menos que sentar las bases que respalden estos y futuros
logros. Una vez ha comprendido que al preguntar «¿Por qué?» puede ampliar sus
conocimientos a través de su relación con los demás, tendrá décadas por delante para
estrujarse el cerebro o para meditar sobre ello. En cuanto percibe que las letras corresponden
a de-terminados sonidos, tiene toda su vida por delante para expresar sus pensamientos y
sus sentimientos a través de la palabra escrita. Cuarenta años después, poca importancia
tiene la fecha exacta en la que estableció esta relación. Pero sí repercute para siempre, y de
forma decisiva, si no desarrolla nunca la capacidad de experimentar una vida interior prolífica,
una riqueza emocional, una relación con cl mundo que va más allá de uno mis mo y una
personalidad firme y sólida. En ausencia de estas capacidades mucho más elementales, este
primer «¿Por qué?» puede no venir nunca, estas primeras palabras no ser descifradas jamás.
Cuando trabajo con niños con serias dificultades emocionales, físicas o cognitivas, siempre
me alegra saber que evolucionan respetando las etapas evolutivas normales. Pueden llevar un
retraso de varios años respecto de su edad cronológica, pero los pasos que han ido dando
posibilitan un crecimiento continuado. Resulta alentador observar, por ejemplo, cómo las
emociones ordenan los pensamientos, la imaginación sigue rebosando, las relaciones se
vuelven más estrechas y se equilibran con sentimientos diversos y el pensamiento se vuelve
más lógico e incluye cada vez más símbolos.
Concebir la salud mental de forma evolutiva tiene cuatro ventajas. En primer lugar, impide
los malentendidos que surgen cuando se pone excesivo énfasis en una determinada
conducta, que puede ser diferente de una cultura a otra. En segundo lugar, explica por qué
los síntomas no reflejan en y por sí mismos el estado de una persona. En tercer lugar, re -
salta la importancia de un aspecto de la salud mental que se pasa por alto frecuentemente: la
capacidad de tolerar las emociones angustiosas, dolo-rosas y amargas propias de la vida.
Pone al descubierto, finalmente, lo inadecuados que resultan los enfoques más superficiales
que únicamente valoran las habilidades de adaptación social, los logros en determinadas
áreas o la ausencia de conflictos y de desequilibrios. En su lugar, sitúa en el centro de la
salud mental el proceso del crecimiento continuado, la profundización de las relaciones más
estrechas y el desarrollo de una capacidad autorreflexiva cada vez más significativa.

CRECIMIENTO COMPROMETIDO

Al analizar las definiciones de salud mental, hemos comenzado a apreciar el perfil del
enfoque evolutivo respecto de los trastornos menta-les. La presencia de síntomas —miedo de
subir a los ascensores, por ejemplo— no es, en sí mismo, suficiente para definir la
enfermedad. Una persona puede tener fobia a los ascensores y, por lo demás, disfrutar de
sus relaciones íntimas, ser capaz de reflexionar y de mostrar delicadeza hacia los demás y de
experimentar una amplia gama de sentimientos apropiados para su edad, mientras que otra
persona, libre de síntomas, puede tener una vida interior pobre y estar siempre pendiente de
asuntos que atañen a su persona. El concepto evolutivo nos aporta una perspectiva más
amplia a la hora de evaluar los trastornos más importantes.
Los trastornos surgen cuando uno o varios niveles mentales no fun cionan de forma
adecuada. Ello puede deberse aun desarrollo incompleto de ese nivel o a la interferencia de
algún factor después de haberse desarrollado perfectamente. Por otro lado, los problemas
pueden comenzar muy precozmente: un bagaje neurológico deficiente o una educación
inadecuada pueden impedir el desarrollo mental de un niño, como cuando un niño autista
tiene dificultades a la hora de aprender a comunicarse o un bebé muy sensib le
emocionalmente reacciona ante el alejamiento de su madre con desesperación y aislamiento.
Por otro lado, las dificultades pueden surgir a partir de las experiencias en las etapas
posteriores de la vida, cuando los factores físicos o emocionales desestabilizan a una persona
que, hasta entonces, no tenía problema alguno. Un accidente de tráfico espantoso puede
echar por tierra la capacidad de un niño de ocho años de diferenciar la realidad, un paisaje
horroroso y de-solado en ese momento, de sus fantasías menos tristes. Las causas físicas que
influyen en el deterioro del funcionamiento de los diferentes niveles mentales incluyen el
abuso de esteroides y las alteraciones bioquímicas propias de los cambios madurativos, como
son la pubertad y la menopausia. Los fármacos, las lesiones, incluso los efectos causados por
el estrés agudo, pueden desencadenar reacciones que a veces desbordan las habilidades
características de los diferentes niveles del desarrollo mental.
Independientemente del trastorno que sea, es conveniente preguntarnos qué niveles
mentales están afectados. ¿Puede el individuo prestar atención y sentirse seguro? ¿Puede
relacionarse y comunicarse con otras personas? ¿Puede atenerse a los límites y comprender
los patrones comunicacional es no verbales para descifrar sus propias intenciones e in-
terpretar las de los demás? ¿Puede elaborar ideas e imágenes a partir de sus sentimientos?
¿Puede establecer conexiones entre diferentes imágenes v utilizarlas para razonar
emocionalmente y resolver los problemas? ¿Puede generalizar la capacidad de reflexionar
sobre sus emociones y hacerla extensiva a nuevas áreas experienciales, nuevas tareas y
retos?'
Muchas personas que funcionan satisfactoriamente en los niveles mentales superiores
pueden, sin embargo, albergar áreas menos desarrolladas que únicamente se ponen de
manifiesto en situaciones muy concretas o cuando aluden a determinados temas. Una
persona de estas características puede temer someterse a pruebas, por así decir, o tener
problemas con la autoridad. Las limitaciones emocionales pueden ser, sin embargo, mucho
más generalizadas. Una persona, por ejemplo, puede no ser consciente de determinadas
emociones debido a sus dificultades en el nivel de la formación de los símbolos emocionales.
Puede sentir rabia v actuar de acuerdo con ello pero no reconocer las razones de su enfado ni
ser capaz de decir «Estoy enfadado». En un sentido estrictamente real no sabe que está
furioso: sólo sabe que está experimentando sensaciones que le incitan a chillar o tirar los
platos al suelo. Quizá tuvo un padre o una madre que toleraban muy mal los sentimientos de
rabia, de tal manera que, cualquier asomo de los mismos, incluso un enfado moderado o una
ligera señal de protesta, le llevaba a ser rechazado e ignorado.
Unas dificultades incluso más profundas se presentan cuando la desorganización ocurre en
el nivel de la interpretación de los gestos no verbales, lo que puede conducir a expectativas
distorsionadas y a la tendencia a adoptar unas creencias rígidas e inamovibles. »No te puedes
fiar de nadie», puede creer una persona, o .Todo el mundo me quiere fastidiar. Estas
percepciones pueden «congelar» las actitudes de una persona e imposibilitar las relaciones
íntimas.
Los problemas también pueden afectar a su sentido de la lógica y su anclaje en la
realidad. Cuando son las ideas las que se desorganizan, el pensamiento y el razonamiento se
vuelven confusos, mientras la conducta permanece en un nivel bastante racional. las
fantasías inundan la mente; los pensamientos y los sentimientos flotan libremente. Una
alteración más grave en la comprobación de la realidad tiene lugar cuando una persona tiene
dificultades en un nivel más profundo, responsable de la organización de la conducta
intencional y de la determinación de dónde empiezan y dónde acaban sus propios límites.
Habitualmente, se adquiere esta capacidad en el primer año o a principios del segundo año
de vida, y nos permite distinguir nuestras propias acciones y conductas de las de los demás.
Sin esta conciencia rudimentaria del mundo que se encuentra más allá del sí mismo, una
persona puede vivir en su universo particular, desconectada de la realidad. Para las personas
que se encuentran atrapadas por un tras-torno como éste, v al margen de los factores
causales, no existe un sentido del sí mismo coherente que separe las experiencias de las
demás personas de aquellas que se originan en su interior. Los pensamientos pueden per -
cibirse como voces provenientes del exterior, o seis propias percepciones o intenciones
pueden atribuirse a otras personas. Esta confusión difiere de la proyección de los propios
sentimientos en los demás, normal hasta cierto punto; es, más bien, una incapacidad
auténtica para percibir la diferencia entre lo que se genera en el interior del s í mismo y fuera
de él.
En otro nivel mental, se encuentran las dificultades en la organización y regulación de las
sensaciones, percepciones y emociones. En las alteraciones severas del estado anímico son
las emociones las que fracasan, más que los pensamientos v las ideas, a la hora de
organizarse en unos patrones fácilmente comprensibles. Intensas tempestades emocio nales
sacuden el cerebro, levantando enormes olas de afecto que vuelcan v hacen naufragar el
pensamiento, la lógica v el sentido de la realidad. Alentado por su euforia, la persona cree
que todo es posible; sumergido en la más profunda desesperación, teme no poder conseguir
nada. Una persona puede creerse millonaria v realizar donaciones que están fuera de su
alcance o intentar quitarse la vida en un momento de desesperación por algún contratiempo
intrascendente desde el punto de vista objetivo. Dado que la emoción no refleja nunca la
realidad ni responde proporcionalmente a la misma, el intelecto tampoco puede funcionar,
así, de forma clara. Una persona sana, que tiende a ser optimista, mide las posibilidades
objetivas de éxito en sus tareas de acuerdo con su perspectiva color de rosa; el pesimista
habitual hace lo mismo con sus expectativas más negras. Pero en una mente que padece un
trastorno importante en este nivel, la capacidad de estructurar los sentimientos se derrumba,
destrozando el dique que contiene mareas emocionales devastadoras. Tanto los trastornos
del pensamiento como los trastornos afectivos graves, perturban el funcionamient o mental
hasta tal punto que la frontera entre el sí mismo y los demás o el mundo exterior se va
desdibujando. La manera en que las personas responden al estrés v a los traumas
psicológicos refleja las alteraciones en determinados niveles de la mente huma na. En función
del grado de estrés, se pueden presentar desde alteraciones relativamente poco importantes
hasta un fracaso total. Una persona que ha sido atracada alguna vez, por ejemplo, puede
formarse un pequeño «quiste» volviéndose ansioso en situaciones que le recuerden el
suceso. O puede evitar cualquier posibilidad de volver a experimentar algo ni siquiera remota -
mente parecido al trauma resistiéndose, quizá, a abandonar su casa. Una persona que
padezca una alteración más grave puede perder, parcialmente, la capacidad de diferenciar
sus propios pensamientos de los de las demás personas, volviéndose desproporcionadamente
suspicaz y deprimiéndose sin necesidad alguna. Puede presentarse una fragmentación incluso
más acusada, cuando las diferentes partes del sí mismo ya no se relacionan entre ellas. La
depresión se puede alternar con los estados de euforia; la agresividad, con la dependencia.
La estructura que organizó estas áreas mentales en su día ya no parece existir. En las
disfunciones incluso más graves, las personas pueden retirarse por completo de cualquier
relación, quedando ensimismadas en su propio mundo interno.
Estas diferentes reacciones ante un traumatismo emocional o un factor de estrés revelan
que niveles mentales se han visto dañados y que el alcance de la lesión no sólo sine para
indicar la naturaleza del problema, sino también para sugerir lo que se debe hacer para
ayudar a la persona a recuperar su momento evolutivo. El trabajo terapéutico más importante
con personas afectadas por el estrés o por un acontecimiento traumático es, a menudo,
ayudarles a reconstruir, desde la base, las experiencias tempranas que, originariamente,
dieron forma a su mente. En primer lugar, los pacientes deben restablecer el sentido de
protección y de seguridad a través de las diferentes relaciones formativas que se
establecieron en las fases iniciales de la vida. Acto seguido, necesitan reconstruir,
lentamente, la capacidad de comunicar intenciones y sentimientos, de forma no verbal en un
principio, y verbalmente después. A través de este enfoque lentamente progresivo, la
seguridad y las relaciones ocupan el primer lugar, por delante de las ideas y de la comunica -
ción, a diferencia de las terapias para el estrés y los sucesos traumáticos, en las que se a nima
a las personas a hablar sobre cuestiones dolorosas o a revivir el acontecimiento traumático
demasiado pronto. El pensamiento puede permanecer fragmentado y la capacidad para
relacionarse puede no haberse recuperado todavía o estar presente, únicament e, en sus
formas más inmaduras. La reconstrucción desde los inicios permite a un individuo
traumatizado reagrupar y, finalmente, asumir el reto de reorganizar el nivel mental
perturbado. En el siguiente capítulo veremos ejemplos al respecto.
Las tablas de las páginas 225-228 resumen el enfoque evolutivo de la salud y la
enfermedad mental. Para cada una de las capacidades básicas existe una amplia gama de
posibles desarrollos, desde los muy adaptativos y sanos hasta los desadaptativos y
desorganizados. El progreso transcurre tanto en el paso de un nivel al siguiente —desde la
autorregulación hasta el pensamiento emocional— como hacia una mayor complejidad y
amplitud dentro de cada uno de los niveles.

SALUD MENTAL, ENFERMEDAD MENTAL Y RESPONSARILIDAD

En algunos juicios ampliamente difundidos en la opinión pública, los acusados por haber
perpetrado crímenes violentos han sido absueltos, considerados «no culpables por razones de
perturbación mental». En es-tos casos, las personas contrarias a estas medidas han
denunciado que el diagnóstico de enfermedad mental es utilizado para eximir a las personas
de su responsabilidad moral. Este argumento ha enfrentado a muchas personas de sólidos
compromisos morales con gran parte del pensamiento psiquiátrico y psicológico.

AUTORREGULACIÓN

El nivel de atención es Puede prestar atención Centrado, organizado y Centrado,


efímero (unos pocos y permanecer tranquilo tranquilo excepto organizado y
segundos aquí y allá) durante breves periodos cuando está tranquilo la mayoría
y/o muy activo o de tiempo (por ejemplo, sobreestimulado (por del tiempo, incluso
agitado, en gran de 30 a 60 segundos) ejemplo, en un bajo estrés
medida, ensimismado, cuando está muy ambiente muy ruidoso y
letárgico o pasivo interesado o motivado movido) o
infraestimulado (en un
ambiente muy
embotado) instado a
usar una habilidad poco
desarrollada (por
ejemplo, a un niño con
una motricidad fina poco
elaborada se le pide que
escriba con rapidez),
enfermo, ansioso o
sometido a estrés.
RELACIÓN

Reservado, aislado o Relación superficial La intimidad y el Tiene una


indiferente a los en función de sus afecto están capacidad
demás. necesidades, falta presentes pero emocionalmente
de intimidad. pueden rica y sentida para
desbaratarse por disfrutar de la
emociones fuertes intimidad, del
como la rabia o la afecto y del interés
ansiedad de la mutuo, incluso
separación (por cuando está bajo
ejemplo, la persona estrés o con
se retira o pasa a la sentimientos
acción) poderosos.

INTENCIONALIDAD

Conducta y Algunas conductas Conducta a menudo Se comporta de


expresiones y emociones intencional y forma organizada e
emocionales, en gran aisladas organizada pero intencional y es
medida, carentes de intencionales, con con escasas capaz de expresar
objetivos, la finalidad de expresiones una amplia gama
fragmentadas, satisfacer sus emocionales 8por de sutiles
indeterminadas (por necesidades ejemplo, intenta emociones durante
ejemplo, ausencia de inmediatas, atraer a los demás gran parte del
sonrisas o utilización ausencia de mediante miradas, tiempo, incluso en
de la postura objetivos sociales posturas corporales, presencia de
corporal para más ambiciosos y etc., para obtener emociones muy
obtener afecto y coherentes intimidad y afecto, fuertes y de estrés
cercanía) pero se muestra
desorganizado,
fragmentado y
carente de objetivos
cuando está muy
furioso).

EL SENTIDO DEL SI MISMO PREVERBAL


Comprender las intenciones y las expectativas

Distorsiona las Puede interpretar Interpreta, a Interpreta y


intenciones de los las intenciones menudo, de forma responde a la
demás (por ejemplo, básicas de los precisa y responde mayoría de las
malinterpreta las demás (como el a una amplia gama señales
señales no verbales rechazo o la de señales emocionales de
y, por consiguiente, aceptación) en emocionales, forma flexible y
se siente receloso, relaciones muy excepto en aquellas precisa, incluso
maltratado, poco particulares, pero circunstancias que bajo estrés (por
querido, furioso, es incapaz de se caracterizan por ejemplo, diferencia
etc.) interpretar señales unas emociones seguridad versus
más sutiles (como muy intensas o peligro, aprobación
el respeto, orgullo estrés, o debidas a versus
o fastidio). problemas con el desaprobación,
procesamiento de aceptación versus
sensaciones como rechazo, respeto
las imágenes y los versus humillación,
sonidos (por diferentes niveles
ejemplo, le de enfado, etc.)
confunden
determinadas
señales).
CREAR Y ELABORAR IDEAS EMOCIONALES

Expresa sus deseos y Usa las ideas de A menudo utiliza las Utiliza sus ideas
sus sentimientos por forma concreta ideas de forma para expresar una
medio de la para transmitir el imaginativa y amplia gama de
conducta, pero es deseo de acción o creativa para emociones;
incapaz de usar ideas para ver expresar las más habitualmente se
para expresar deseos satisfechas sus diversas emociones, muestra
y sentimientos (por necesidades excepto cuando imaginativo y
ejemplo, golpea básicas, pero no experimenta creativo, incluso en
cuando está furioso, elabora la idea de emociones condiciones de
abraza o pide sentimiento por problemáticas o estrés.
contacto físico derecho propio sufre estrés (por
estrecho cuando (pro ejemplo, ejemplo, no puede
desea algo, más que desea pegar introducir la rabia o
experimentar la idea cuando está furioso la desesperación en
de enfado o expresar pero no lo hace la discusión verbal o
el deseo de porque alguien está en el juego
intimidad). mirando, más que imitativo).
sentir rabia como si
deseara pegar).

PENSAMIENTO EMOCIONAL

Experimenta las El pensamiento El pensamiento está El pensamiento es


ideas de forma está polarizado, las más concentrado lógico, abstracto y
fraccionada o ideas son (por ejemplo, flexible a lo largo
fragmentada (por expuestas según la tiende a ceñirse, la de una amplia
ejemplo, una frase ley del todo o nada mayoría de las gama de emociones
sigue a otra sin que (por ejemplo, las veces, a e interacciones
existan puentes cosas son todas determinados apropiadas para la
lógicos entre ellas). buenas o malas; no temas, como son la edad; se muestra, a
existen matices. rabia y la rivalidad); su vez,
a menudo, muestra relativamente
un cierto sentido de reflexivo para su
la lógica, pero las edad y respecto de
emociones fuertes o sus tareas (por
problemáticas, o el ejemplo, relaciones
estrés, pueden con los
conducir a un compañeros,
pensamiento relación de pareja o
polarizado o relación familiar.
fragmentado.
Muchos interpretan los intentos de suavizar las normas ordinarias en el caso de aquellas
personas que provienen de ambientes en los que el maltrato, la pobreza y el abandono están
a la orden del día -como los jóvenes, «depravados por la privación», satirizados en Best Sitie
Story como una forma de robar a las personas su dignidad humana y a la so ciedad su
capacidad de garantizar seguridad y tranquilidad. La visión contraria sostiene que, al margen
de los efectos del abuso, de la pobreza y del abandono sobre el desarrollo de una persona,
las oportunidades de la vida predisponen a seguir maltratando a las personas ya
desfavorecidas cuando la sociedad podría aportar la ayuda necesaria.
El modelo evolutivo sugiere que ambas partes están en lo cierto y que ambas están
equivocadas. El desarrollo mental óptimo—lo que hemos denominado salud mental— requiere
un sentido de estrecha vinculación con la humanidad, un sentido bien desarrollado de la
solidaridad, la capacidad de expresar y evaluar conceptos abstractos (incluyen do valores
como la justicia, la equidad, etcétera), el sentido del lugar que ocupa la persona respecto de
la comunidad más amplia, una comprensión de las consecuencias, la capacidad de sopesar
valores alternativos y de situar sus propios deseos en el contexto de los deseos y las
necesidades de las demás personas, y la capacidad de reconocer una autoridad y unos lími tes
legítimos.
Las capacidades necesarias para un pensamiento y una conducta razonada, respetuosa y
ética, forman parte de la salud mental. Para desarrollar estas capacidades, el niño necesita un
tipo de educación que permita una relación cariñosa e íntima con, al menos, un adulto
flexible, responsable, implicado y plenamente comprometido.
La persona moralmente responsable, tan admirada por los conserva-dores, únicamente
puede surgir de la familia cariñosa y fiable que reclaman los liberales. Los dos rasgos
fundamentales de las familias que funcionan —una educación respetuosa y sensible junto con
unos límites firmes v coherentes— pueden presentarse en múltiples circunstancias sociales,
culturales, religiosas y económicas. Pero no hay niño capaz de convertirse en un adulto
moralmente responsable que no haya experimentado ambos. La fijación de límites, sin el
componente afectivo, engendra miedo y un deseo amoral de combatir el sistema. Una
educación afectuosa con ausencia de límites conduce al egocentrismo y a la irres ponsabilidad.
Responsabilizar a las personas para que den cuenta de sus hechos mientras educan a
niños con sentido de la responsabilidad constituye la tarea central tanto de los padres como
de la sociedad. En las comunidades yen las familias que dan a cada niño la oportunidad de
crecer en un hogar adecuado con una intensa relación afectiva y, a su vez, con unos límites
bien definidos, podemos considerar a cada persona responsable de usar sus recursos en el
máximo nivel evolutivo que le sea posible.
Al reflexionar sobre la responsabilidad moral y legal, sería conveniente separar de forma
más nítida los procedimientos que determinan si un individuo ha cometido un delito de los
que deciden qué castigo o re-habilitación le deben imponer. Este último criterio calibraría,
entonces, circunstancias tales como la capacidad y el estado mental de una persona. Ambas
determinaciones podrían ser responsabilidad de un jurado compuesto por personas del mismo
rango, pero este jurado, o, en su caso, un juez, requeriría diferentes opciones de cara a la
sentencia —incluyendo un tratamiento adecuado— que tuvieran en cuenta los diferentes
niveles del desarrollo mental y consideraran la posible rehabilitación en aquellos casos en los
que el desarrollo se hubiera visto bloqueado. Únicamente a través de este tipo de
consideraciones podemos integrar la responsabilidad con el sentimiento humanitario y las
medidas correctoras.
Capítulo 9

Comprimidos y conversaciones
para levantar el ánimo y la auténtica
experiencia terapéutica

El desarrollo emocional de una persona, tan anhelado, se ve, sin embargo, desbaratado
muchas veces por un hecho paradójico: la terapia elegida puede ser un síntoma del
problema, más que su solución. Muchas personas angustiadas han huido de sus problemas
referentes a la intimidad y la dependencia, por ejemplo, creando, a su vez, una relación de
de-pendencia con un terapeuta carismático o con un monitor de fin de semana. Esta relación
les aporta un gran sentido de omnipotencia, mientras siguen ignorando la naturaleza
auténtica del problema. La psicoterapia puede constituir, muchas veces, una vía no
reconocida para perpetuar el mismo nivel mental, más que una oportunidad auténtica para
progresar. Inmovilizados en una de las etapas del crecimiento emocional, las personas
agudizan cada vez más su ingenio para seguir estancados en esa fase.
El hecho de que los problemas que llevan a la gente a buscar ayuda sean de naturaleza
tan diversa contribuye a dificultar el intento de alcanzar un crecimiento emocional. Los
siguientes ejemplos dan una idea de los diversos temas que son objeto de consulta.

 A pesar de ser una persona inteligente, capaz y, habitualmente, correcta, Tom ha


experimentado reiterados altercados con sus supervisores en el trabajo. A pesar de
intentarlo, no consigue impedir que unos desacuerdos sin importancia deriven en
una confrontación mayor que, más de una vez, le ha costado el puesto de trabajo.
 Melissa fracasa, reiteradamente, en sus relaciones sentimentales. Es una mujer que
disfruta de gran éxito profesional, admirada por su labor comunitaria, tía
queridísima y apreciada amiga. Pero, a pesar de querer casarse y tener su propia
familia, arruina sistemáticamente unas relaciones prometedoras en cuanto dan la
más mínima señal de constituir algo serio.
 Mark vive con la sensación desgarradora de que algo importante le falta en su vida.
Sin embargo, no sabe decir lo que es ni tampoco qué medidas tomar para
descubrirlo. Como un niño el día de Navidad, sentado y malhumorado en medio de
una montaña de papel de envolver, única-mente sabe que nunca experimenta la
felicidad y la satisfacción con las que sueña, que la monótona sucesión de días que
está viviendo segura-mente no puede ser lo único que cabe esperar de la vida.
 A Derek le gusta considerarse un hombre de acción, un hombre de ver -dad con un
sentido del honor altamente susceptible, que defiende sus intereses a ultranza v
acaso formula las preguntas después. No resiste las conversaciones altisonantes y
está orgulloso de su determinación y del respeto, e incluso miedo, que inspira en
todas las personas de su entorno. Su familia, sus socios y sus escasos amigos, sin
embargo, consideran a Derek un bravucón que reacciona a la más mínima
provocación, un hombre violento con un dudoso historial a sus espaldas. Entre las
personas que concuerdan con esta apreciación, se encuentran agentes de di -
ferentes departamentos de policía.
 Henry se tambalea entre la euforia v la desesperación, el optimismo más
desbordante v la melancolía más ruin. Repetidas veces ha tramado pla nes
empresariales imaginativos pero poco realistas, financiándolos a base de préstamos
a pesar de la opinión contraria de los expertos y de tener que trabajar las
veinticuatro horas del día para poner en marcha sus proyectos estrafalarios. Cuando
sus planes fracasan, como ocurre invariablemente, su hasta entonces prodigiosa
energía le abandona de repente. Luchando desesperadamente para poderse
levantar de la cama, es in-capaz de buscarse un trabajo rutinario, menos exigente,
que le ayudaría a pagar sus considerables deudas.
 Lisa vive aterrorizada por las fuerzas del mal que la rodean. Los demonios están
conspirando, continuamente, para tentarla a participar en sus actos satánicos. Es
plenamente consciente de la amenaza que represen-tan para ella y la humanidad,
dado que acierta a escuchar los mensajes secretos que se van pasando entre ellos a
través del receptor implantado en su puente dental. Dedica gran parte de su tiempo
a escribir cartas urgentes a agentes gubernamentales, avisándoles de los peligros
inminentes detallados en esas transmisiones. Muy a su pesar, apenas recibe con -
testación alguna.

EN BUSCA DE AYUDA

Una de cada seis personas forma parte de los millones de seres humanos cuyos
problemas, en mayor o menor grado, se podrían beneficiar de una ayuda profesional. Pero
¿en qué consiste, exactamente, un trata-miento adecuado para la salud mental? ¿Qué
métodos son los más idóneos para proporcionar un crecimiento auténtico? ¿Qué tipo de
«ayuda» ayuda realmente? Debido a lo confuso de la situación, algunos servicios asistenciales
a los que acuden las personas no sólo no les ayudan sino que, de hecho, les pueden
perjudicar.
Cada año, millones de norteamericanos se someten a tratamiento por parte de
profesionales de la salud mental y muchísimos más se podrían beneficiar de esta oportunidad.
Pero aun así, muchos clientes potenciales no saben qué servicios necesitan y qué experto
atesora los conocimientos idóneos para ayudarles a resolver sus problemas particulares o,
simplemente, a incrementar su grado de felicidad y su satisfacción por la vida. Para el
hombre de la calle, el mundo de la terapia psicológica es un laberinto desconcertante, con
sus facultativos luciendo docenas de títulos y de credenciales y proponiendo aún más teorías
y técnicas, todas ellas enmascaradas tras una terminología indescifrable.
La confusión ya surge de entrada, cuando el futuro cliente considera las diversas
profesiones que, a primera vista, parecen rivalizar entre ellas, incluyendo los psiquiatras,
psicólogos, asistentes sociales, psicoterapeutas y consejeros, que ofrecen un abanico
sorprendente de servicios, aparentemente muy similares. A continuación, tropieza con un
número incomprensible de métodos que se aplican a lo largo de todos estos esta mentos
profesionales. Muchos miembros de la misma profesión discrepan entre ellos en sus enfoques
terapéuticos, mientras que algunos miembros, de diferentes profesiones, concuerdan entre
ellos. Múltiples sistemas espirituales, emocionales y filosóficos, cada uno de ellos defen dido
por su propio gurí o guía carismático, también proclaman ser capaces de mejorar la salud
mental de las personas. Además, las diferentes áreas técnicas como el psicoanálisis, o los
diferentes tipos de psicoterapia individual o grupal, terapia familiar, psicofarmacología,
terapia conductual o terapia cognitiva, difieren en los objetivos, en las teorías y en los
métodos. Una persona que reclama ayuda profesional debe adivinar, por lo tanto, de qué
manera podría obtener mayor beneficio: hablando pro-fundamente acerca del problema, en
unas pocas sesiones, cara a cara con el terapeuta; tumbándose en un sofá para pra cticar la
asociación libre varias veces por semana y a lo largo de varios años; tomando medicación;
aprendiendo técnicas cognitivas o conductuales para cambiar sus pensamientos, sentimientos
o acciones; o apuntándose a uno de los múltiples «talleres» o «seminarios» cuyos programas
se llevan a cabo, de forma intensiva, a lo largo de un fin de semana o de una semana entera,
y que hacen especial hincapié en algunos de los componentes clave de la persona lidad de los
asistentes.
¿Cómo elige una persona? ¿Requiere el desasosiego incipiente e in-definido que presenta
Mark, realmente, de una ayuda profesional, por ejemplo? ¿Necesitan las dificultades que
presentan Tom y Mehssa en la vida cotidiana —que, como piensan muchos de sus amigos y
familiares, se podrían superar con alguna lectura estimulante o dejando pasar cl tiempo—
iniciar una terapia? ¿Cuántos arranques violentos harán falta para que Derek se pueda
beneficiar de la atención profesional? En aquellos casos en los que un intento de solución
está claramente indicado, como en personas tan perturbadas como Henry y lisa, ¿qué
esperanza podemos albergar, realmente, de que se arreglen unos trastornos que pa -recen
tan arraigados? Y, finalmente, ¿cuáles son los criterios que permiten juzgar si los
tratamientos elegidos ayudan o no suficientemente?

POR QUÉ CUESTA TANTO ENCONTRAR AYUDA AUTÉNTICA

A pesar de que muchas personas se someten a terapia, la experiencia tiene un cariz


realmente terapéutico para muy pocas de ellas. Para poder ser efectiva, la terapia deb e
fomentar los avances dentro y a través de las diferentes etapas emocionales esbozadas en la
primera parte del libro, con el objetivo de desarrollar aquellas capacidades que constituyen
un funcionamiento mental óptimo. Parece evidente que las personas pre-sentadas al
comienzo del capítulo no han logrado superar algunas de las funciones requeridas por este
baremo de la salud mental. En algunos ca-sos, las limitaciones impiden el funcionamiento en
determinadas áreas, mientras que en otros parecen faltar los fundamentos básicos. Todas es-
tas personas comparten, sin embargo, una misma necesidad terapéutica. Para mejorar su
salud mental, todas ellas requieren relaciones que les aporten las experiencias emocionales
necesarias para poder superar las habilidades concretas de las que carecen. El auténtico
desarrollo mental sólo puede surgir a partir de las experiencias que satisfacen las necesida des
evolutivas de cada persona, sea a través de una terapia experta o por las circunstancias de la
vida.
Muchos fracasos terapéuticos en salud mental tienen su origen en las diferentes
expectativas que tienen los pacientes y los facultativos. Con la esperanza de que la terapia
sea beneficiosa, los pacientes, frecuentemente, no eligen el tipo de tratamiento que ofrece
las máximas posibilidades de mejora, sino aquel que, en un principio, parece menos
inquietante. En lugar de escoger una terapia que podría funcionar para corregir reaccio nes
problemáticas, los pacientes prefieren elegir la opción más compatible con su estructura de
personalidad ya existente, si bien la arquitectura mental constituye, la mayoría de las veces,
el factor de origen más importante, como hemos podido ver con anterioridad.
Derek, por ejemplo, parece haberse quedado atascado en el cuarto nivel del desarrollo
emocional, operando de forma activa en un nivel conductual. Expresa sus emociones a través
de la conducta sin reflexionar sobre ellas, pasando, así, sin conocimiento de causa, de una
conducta a la siguiente, y resultándole imposible verbalizar o simbolizar de otra forma los
sentimientos, incluso los más elementales. El psicoanálisis, por lo tanto—o cualquier otra
terapia basada en la verbalización de las emociones—no sería lo adecuado para él. Ni
comprendería sus objetivos, ni seguiría las indicaciones del terapeuta. Únicamente puede
comprender el problema de su violencia como una tendencia a hacer cosas que le causan
perjuicios. Para él, el reto consiste, sencillamente, en la necesidad de corregir sus ma los
hábitos: específicamente, en aprender técnicas que le impidan golpear a las personas. En su
actual etapa del desarrollo mental, es tan incapaz de comprender sus sentimientos o las
razones subyacentes como lo es un daltónico de describir una puesta de sol. Apenas puede
percibir que tiene sentimientos, aparte de las sensaciones corporales que le incitan a la
violencia.
Cuando surge un problema, Derek pasa a la acción. Pedirle que indague en su vida interior
supone la presencia de unas habilidades que no ha desarrollado todavía, y es tan inútil como
pedirle a un niño que vaya en bicicleta cuando apenas sabe andar. La exploración de la vida
interior requiere una riqueza experiencia) que está fuera del alcance de Derek, y un
vocabulario que le es totalmente ajeno. Desde este punto de vista, necesita una solución tipo
«contar hasta diez» antes de ponerse en marcha. Para Derek, el problema consiste
simplemente en aprender a poner los frenos a algunas de sus respuestas más
desafortunadas.
La perspectiva evolutiva nos ofrece, sin embargo, un panorama mucho más rico en
matices. Según este punto de vista, el problema de Derek no consiste en la falta de
reacciones apropiadas, sino en la ausencia de un desarrollo emocional adulto. Ningún
esquema conductual nuevo, por muy ingenioso y constructivo que sea, modificará el hecho
de no poseer la arquitectura emocional necesaria para respaldar la conducta adecuada.
Únicamente abarcando unos niveles de desarrollo más evolucionados —aprendiendo a
comprender y pensar sobre y con sus sentimientos—Derek podrá adquirir un autocontrol
adulto.
Tal como están las cosas en este momento no puede, sin embargo, trabajar en pos de
unos resultados que se sitúan más allá de su actual capacidad de manejar conceptos
abstractos. Si tuviera que elegir un trata-miento elegiría, con mucha probabilidad, una
modalidad adaptada a su forma de entender el problema, que tuviera sentido para él.
Probable-mente, iría en busca de un enfoque que abordara sus conductas en un nivel muy
concreto, a través de un programa de modificación de conducta que pretendiera modificar
sus hábitos autodestructivos, o consultaría con un líder religioso para que le impusiera unas
reglas estrictas con el fin de hacer frente a su vida cotidiana.
Si bien estos enfoques son más apropiados para Derek que otro que le hiciera batallar con
sentimientos que ni siquiera puede vislumbrar, ambos eliminan tanto la necesidad como la
oportunidad de pasar por las experiencias difíciles, pero en última instancia mucho más
productivas, que le ayudarían a progresar hacia un nivel más elaborado de su desarrollo
mental. Unicamente un progreso de estas características puede proporcionar una solución
verdadera a la lucha de Derek por controlar sus impulsos.

LOS LÍMITES DE LAS PASTILLAS


Y DE LOS ENFOQUES CONDUCTUALES

Una contradicción parecida afecta a muchos tratamientos que gozan de gran popularidad
en el momento actual. Estos modelos pueden afrontar los problemas de una persona de tal
manera que los pueda comprender en su actual estadio evolutivo. No obstante, dado que no
aportan las experiencias que permiten a una persona acceder a unos niveles desconocidos de
su desarrollo mental, el problema principal permanece intacto.
La cuestión decisiva que confunde a alguien incapaz de distinguir la fantasía de la
realidad, refrenar sus impulsos destructivos o controlar su reacciones emocionales no consiste
precisamente en una idiosincrasia conflictiva, sino en algo mucho más básico. Una persona de
estas características no es capaz de percibir las conexiones entre las diferentes emo ciones ni
de reflexionar sobre ellas. Las terapias que únicamente tienen en cuenta los síntomas más
inmediatos dejan el desarrollo tal como estaba. Así, aunque los problemas predominantes se
puedan ir solucionando —la persona aprende a auto convencerse para salir de los estados
anímicos pesimistas mediante el «pensamiento positivo», o supera la costumbre de golpear a
aquellos que no coinciden con sus criterios— el paciente pierde la oportunidad de
evolucionaren unas áreas que se encuentran infradesarrolladas o bloqueadas.
Otro tipo de problema que se suele abordar, frecuentemente, más desde el punto de vista
sintomático que del crecimiento emocional, es el psicosomático. Las reacciones emocionales
se expresan mediante síntomas físicos como son el ardor de estómago, los dolores de cabeza,
el vértigo, el insomnio o la rigidez de nuca. Los médicos nunca encuentran una razón física
que justifique estas enfermedades, y la persona que las padece nunca las relaciona con las
emociones, la ansiedad, la tensión, la tristeza o la rabia. Su conciencia está tan
estrechamente ligada a su cuerpo que concibe su problema y su solución exclusivamente en
términos de malestar físico.
A los pacientes que tienen este tipo de problema, les suelen recomendar tratamientos
farmacológicos y, como segunda opción, una terapia centrada en la exploración de sus
emociones o en la modificación de su conducta. Se les prescriben antidepresivos o
tranquilizantes c, inmediatamente, se encuentran mejor. La nuca duele menos, la digestión
mejora, el sueño se presenta sin demora. El problema inmediato desaparece, al igual que la
oportunidad de alcanzar un nivel de desarrollo más elaborado.
Las medicaciones psicótropas, si se emplean de forma correcta, pueden favorecer
considerablemente las posibilidades de una persona de progresar en la terapia. Al ayudar a
una persona deprimida o hiper emotiva a adquirir cierto control sobre su estado anímico, o al
aportarle cierta claridad mental a alguien que piensa de forma desorganizada, pueden
conducir a personas enfermas a un grado de bienestar que les permita participar en las
psicoterapias. Entendidas de esta forma, constituyen un elemento muy valioso en un
programa terapéutico global. Empleadas sin soporte psicoterapéutico alguno pueden, sin
embargo, producir cambios de conducta, de funcionamiento cerebral e, incluso, en la auto
imagen y la conciencia que el individuo puede no ser capaz de asimilar y que, en
determinadas circunstancias, quizá desestabilicen aún más una estructura de personalidad ya
afectada.
Resulta interesante reflexionar un momento sobre por qué las personas piensan que
determinadas medicaciones les ayudan más que otras o, en otras circunstancias, seleccionan
fármacos diferentes para automedicarse. Podría pensarse, quizá, que el estado anímico
inducido por el agente biológico es similar a uno experimentado anteriormente en la vida de
la persona. A lo mejor, la respuesta ansiada parece reproducir un estado de bienestar
anterior (por ejemplo, un estado de alerta, lleno de vitalidad, o un estado relajado, sosegado)
o de una armonía descubierta en la relación con los padres.'
El creciente uso de medicaciones sin más constituye una tendencia preocupante. Mientras
cada vez hay más personas que se tratan con Prozac o Ritalin, para estar más animadas o
menos dispersas, también son más las que están modificando sus estados anímicos sin
comprender lo que les está ocurriendo o qué relación tiene con el núcleo de su persona lidad.
Matthew, por ejemplo, un buen estudiante de secundaria, ha esta-do tomando Ritalin durante
cuatro años para mejorar su capacidad de concentración. Está satisfecho de poder atender
mejor en clase, pero cuando sale con los amigos o va a jugar a baloncesto, le gustaría
sentirse más «suelto» mentalmente, más espontáneo y menos coartado por su «camisa de
fuerza» farmacológica, así que deja de tomar la medicación en cuanto la dosis del mediodía
ya no hace efecto. Durante los exámenes finales, sin embargo, toma una dosis extra para la
cena para poder estudiar mejor de noche.
En otros momentos, echa mano de diferentes productos químicos —todos ellos de fácil
adquisición en los alrededores de su colegio, situado en las afueras de la ciudad— para que le
ayuden a sentirse como él desea, un proceso que compara con el ajuste de un dial de
televisor para seleccionar un «programa» que le apetece en ese momento. La marihuana le
relaja y le hace sentirse eufórico. La cocaína realza la cita con una amiga. De hecho, se está
empezando a preocupar un poco de su uso cada vez más frecuente de cocaína y piensa que
debería intentar salirse de ello. Pero un amigo vendrá a pasar las vacaciones de Navidad en
su casa y un poco de cocaína animará la visita. Lo dejará después de vacaciones, le promete
aun asesor. Este seda cuenta de que Matthew va camino de tener serios problemas y le
procura ayuda para hacer frente a su creciente dependencia de la cocaína.
Pero la posible toxicomanía no constituye el único aspecto preocupante de la tendencia de
Matthew a «sintonizar» su mente, lo que ha estado haciendo esencialmente desde que
comenzó a tomar Ritalin (Rubifen). En una etapa de su vida en la que debería construir un sí
mismo uniforme, ha encontrado una manera de elegir entre una gran variedad de ellos:
aquellos que se ajustan más a sus necesidades.
Durante la adolescencia, el joven intenta agrupar todas las diferentes vertientes de su
personalidad. Paradójicamente, se siente atraído por experiencias que llevan a todo lo
contrario y que fragmentan su incipiente sentido del sí mismo. Mientras estas experiencias
aportan, ocasional-mente, una ilusión de identidad o de integración, apenas aportan cohe sión
en los niveles más profundos de la mente. Es, por lo tanto, una época especialmente delicada
para tomar medicaciones que modifican el estado anímico o el proceso de pensamiento, dado
que pueden obstaculizar el objetivo del adolescente, a largo plazo, de formar un sentido del sí
mismo equilibrado. Si la medicación es imprescindible, se debe acompañar de una terapia que
posibilite la comprensión del sí mismo.
Las psicoterapias, por sí mismas, también pueden conducir a cambios no integrados de la
personalidad. Las terapias que pretenden modificar los patrones de pensamiento en
determinada dirección, por ejemplo, pueden fomentar un pensamiento polarizado, más que el
desarrollo de formas más sutiles y elaboradas del modo de pensar. Un terapeuta puede
intentar enseñarle a una persona a superar la depresión o el estado de ansiedad viéndose a sí
mismo de manera más positiva que negativa: poderosa, adorable o competent e, más que
débil, solitaria y temerosa; o destinada al éxito, más que condenada al fracaso. Este enfoque
atrae, frecuentemente, a aquellas personas que tienen una personalidad muy es tructurada,
incluso rígida, y que afrontan la vida siguiendo reglas y pautas, en lugar de abordar los
problemas con flexibilidad y creatividad. También seducen a individuos que se sienten
emocionalmente desborda-dos y fragmentados y que buscan mensajes positivos para poderse
organizar alrededor de los mismos.
Algunos de estos modelos detienen, efectivamente, la caída en la de-presión, al enseñar a
las personas a detenerse y considerar la racionalidad de sus pensamientos. Los pacientes
aprenden a preguntarse si resulta razonable basar sus reacciones emocionales en creencias
tales como «Mi situación no tiene arreglo» o «Soy una mala persona». ¿Es razonable que
alguien piense que nunca nadie se querrá casar con él y que esté seguro de suspender el
examen por mucho que estudie? En muchas ocasiones, por supuesto, estas creencias
tergiversan la realidad objetiva. Pero, además, representan unos puntos de vista
extremadamente polarizados. Así, la simple sustitución de una creencia negativa por una
positiva pero igualmente polarizada («Soy una buena persona y todo irá bien»), no ayud a ala
persona a pasar de un punto de vista emocional limitado a uno más extenso, más flexible y
con infinidad de grises.
Una persona de estas características puede no diferenciar sentimientos tales como enfado,
decepción, aflicción, remordimiento e inutilidad para experimentar, en su lugar, algo parecido
aun «bajón» global. No ser seleccionado para un puesto de trabajo después de una
entrevista, por ejemplo, no le hace sentirse desanimado, frustrado, apesadumbrado por
quedarse bloqueado ante una pregunta crucial, molesto por la actitud antipática del
entrevistador o convencido de hacerlo mejor la siguiente vez. En su lugar, siente una
depresión generalizada y la certeza de ser una persona absolutamente incompetente.
Reemplazarla por la creencia «Soy una persona competente» puede modificar su estado afec-
tivo inmediato, pero no le ayudará a analizar la circunstancia de una for ma más diferenciada
y razonable, evaluando lo que realmente ocurrió, ni a expresar los sentimientos concretos de
tristeza o frustración. Las terapias que intentan reelaborar las imágenes internas en lugar de
sustituir, simplemente, una creencia polarizada por otra, capacitan a los pacientes a explorar
sus sentimientos de inutilidad y decepción y a profundizar en las áreas grises del
pensamiento, siempre que todo ello corra a cargo de terapeutas especializados.
En algunas personas, la rigidez se expresa a través de imágenes idealizadas de las
personas significativas de su vida. Un jefe, profesor o amigo íntimo no aparece como una
persona multidimensional, con sus virtudes y sus defectos, sino como una imagen idealizada,
la caricatura de un ser humano del todo bueno o del todo malo. Ello puede conducir a
dificultades interpersonales y al desencanto. Esta persona necesita ayuda terapéut ica para
poder percibir tanto las características positivas como las negativas en los demás: afecto,
inteligencia y capacidad reflexiva, por ejemplo, junto con pereza, intransigencia o mal genio.
Poseer algunas de estas cualidades no impide que ostente algunas o todas las restantes,
como erróneamente puede pensar alguien que tenga una personalidad rígida. Tener unos
rasgos indeseables rara vez excluye la existencia de características positivas ni las convierte
todas en negativas.
Un individuo emocionalmente inflexible necesita un terapeuta que le pueda ayudar a
armonizar los sentimientos aparentemente contrapuestos. No obstante, al buscar orientación,
una persona propensa a idealizar a los demás puede, debido a una admiración desmesurada
hacia su terapeuta, tentarle a no afrontar la difícil tarea encomendada. Un terapeuta que
tiende, igualmente, a tener ideas de grandeza, puede ayudar al paciente a sentirse
momentáneamente mejor sin guiarle en el trabajo emocional necesario para un desarrollo
más satisfactorio.
Las psicoterapias que exploran los niveles simbólicos más profundos no garantizan por sí
mismas un progreso evolutivo. Algunos pacientes muy locuaces únicamente se regocijan en
las gratificaciones verbales que comporta la introspección. Julián, por ejemplo, se comunica
fácilmente v con fluidez durante sus sesiones de terapia, contando los más mínimos detalles
de sus agravios respecto de aquellas personas que le han perjudicado reiteradamente. Su
terapeuta alienta sus asociaciones libres y colabora en sus análisis emocionales cuando Julián
describe su dolor, su rabia, su fastidio, pero nunca se pronuncia acerca de su falta de
sensibilidad de preocupación por las necesidades y los deseos de los demás. Al haber
construido su vida alrededor de su capacidad para manipular palabras, Julián supone que la
solución a su problema radica en dar con la construcción verbal precisa y en confeccionar la
explicación teórica más sofisticada. Entretanto, sigue sin ver más allá de su propia piel, y su
terapeuta no le estimula a hacer lo contrario.
Un enfoque estrictamente verbal, que resalte el análisis de las relaciones y reflexione
sobre los motivos subyacentes, se ajusta a las preferencias y a las habilidades de una
persona como Julián, y le permite prodigarse mucho más de lo que ya de por sí haría. Pero
no satisface sus auténticas necesidades. Dados su rico vocabulario emocional y su capa cidad
contrastada para convertir su experiencia en palabras, este trata-miento le podría acercar
más a las diferentes facetas de sus sentimientos. Pero, a no ser que se le obligue a ampliar
su centro de atención, una terapia basada en las palabras no le conducirá a desarrollar un
interés auténtico por los sentimientos ajenos. De esta forma, Julián continuará igual,
saboreando la elaboración de sus propios sentimientos, ya de por sí exquisitamente
representados.
Un terapeuta que toma el modelo evolutivo como punto de referencia repararía en lo que
Julián no dice, ni hace; detectaría que apenas toma en consideración los sentim ientos de los
demás y que necesita experimentar cómo discernirlos y qué actitud tomar ante ellos. Bajo la
supervisión del terapeuta, Julián podría explorar los orígenes de sus dificultades para percibir
las emociones e intenciones ajenas, volviendo quizás atrás, hacia las primeras etapas de su
desarrollo mental. La relación terapéutica podría ser, así, un campo de entrenamiento para
despertar su interés por relacionarse más estrechamente con otras personas, corregir las
distorsiones respecto de sus intenciones e interesarse por sus sentimientos.

GURÚS

Las personas que tienden hacia la idealización, a menudo se dejan atraer por un gurú o
guía espiritual, aparentemente sabio, un líder que ofrece unas pautas muy precisas para la
vida cotidiana, quizás en auditorios públicos, talleres o seminarios. Este dechado de intuición
puede aleccionar a los devotos a recitar o meditar sobre unas doctrinas «de talla únicas
procedentes de diversas tradiciones espirituales. Si bien tienen un valor potencial como
componentes de una disciplina genuinamente espiritual, estos mensajes, habitualmente
intachables y que promueven la armonía y la globalidad, también pueden constituir, de la
mano de algunos maestros, soluciones excesivamente simples para problemas mucho más
complejos. Una persona puede llegar a creer que sus pensamientos y sus sentimientos, al
margen de su contenido, reflejan un estado de armonía auténtica con los demás si bien, en
realidad, únicamente es menos consciente de lo que las personas que le rodean piensan y
sienten de verdad. Las proclamas falsas de los gurús le han aportado una más bien escasa
capacidad para sentir y sintonizar sinceramente con las intenciones y emo ciones de las demás
personas, excepto de una forma muy elaborada.
En este nivel, también existen programas que ofrecen experiencias de grupo que, aun sin
tener un efecto genuinamente terapéutico, generan la ilusión de una mayor autoestima,
tranquilidad v bienestar. Lo que real-mente sucede, sin embargo, es que el líder del grupo
explota una situación intensa, duradera y diseñada para derrumbar los límites de la perso-
nalidad de los participantes. La presentación muchas veces rítmica del orden del día y de las
ideas del programa, puede tener un efecto excitan-te para cada una de las personas que
forman parte de una multitud congregada en una sala a rebosar, lo que, por sí mismo, ya
ejerce una dinámica poderosa que comienza a erosionar la individualidad. La persona se
puede integrar en el grupo, formar parte del mismo y asumir sus propósitos como si fueran
propios. Esta pérdida de los límites individuales 'produce una regresión hacia unos niveles de
funcionamiento emocional mucho más elementales y menos diferenciados. También puede
incrementar la susceptibilidad a los efectos hipnóticos. Estos resultados, bien conocidos de las
grandes reuniones de masas, han sido ampliamente aprovechados por demagogos y
promotores para canalizar esta marca de sí mismos fusionados y servirse de ellos para sus
propios propósitos.
Presentándose a sí mismo como plenamente convencido de las creencias que promulga, el
líder promete resolver los problemas que inquietan a sus oyentes. Su convicción ofrece una
ilusión de seguridad que muchas personas encuentran muy atrayente, especialmente aquellas
con un sentido muy frágil de su propia identidad. Cuanto más débil es el sentido de identidad
del individuo, tanto mayor es la atracción casi hipnótica de un guía tan universal. De hecho,
aquellas personas que se levantan de las sesiones de grupo compulsivamente ansiosas por
repetir el mensaje y hacer proselitismo con otros para que se unan a la secta, a menudo
realizan esta labor en un estado similar al trance post hipnótico.
Un sentido del sí mismo claramente definido, desarrollado en los primeros años de vida,
constituye la mejor protección contra la capacidad de seducción de las experiencias de grupo
bajo el mando de un líder carismático. Algunas personas, sin embargo, no pueden tolerar
estas experiencias. No es raro que estas personas se desintegren sometidas a esa tensión,
pierdan su sentido de la realidad, se vuelvan perspicaces o se de-priman, y duden acerca de
sus límites, tanto físicos como psicológicos. Con cierta frecuencia, no pueden llevar a cabo
sus actividades normales.
Otros participantes en estas sesiones tienen unas personalidades lo suficientemente
estables como para coger de la experiencia y del mensaje del gurú aquellos elementos que se
ajusten a su modo de ver las cosas, integrarlos y descartar el resto. Las limitaciones de las
jornadas de fin de semana no impiden que una relación profunda y recíproca con un guía
espiritual o un maestro pueda contribuir a un auténtico crecimiento emocional. Pero ninguna
relación que carezca de intimidad y de reciprocidad puede conducir a una persona más allá
del ámbito de las emociones polarizadas o construir un sentido del sí mismo más elaborado.
Un cambio de estas características requiere que las nuevas ideas y experiencias emocionales
se pongan a prueba y, posteriormente, se integren en contraposición al conjunto de ideas y
relaciones ya existentes. Ello re-quiere tiempo y una sincera implicación emocional como la
que sólo puede tener lugar, habitualmente, en una relación duradera con un ami go,
compañero, tutor, terapeuta o consejero espiritual.

LA ESENCIA DE LA EXPERIENCIA TERAPEÚTICA

La finalidad de un tratamiento en salud mental consiste en ayudar al individuo a


evolucionar hacia el nivel de desarrollo apropiado para su edad. Esto significa que se le debe
orientar al mismo tiempo que aprende a manejar las experiencias emocionales: relacionarse
más estrecha-mente con los demás, comprender sus intenciones, representar sus senti -
mientos en lugar de exteriorizarlos burdamente a través de la conducta o relacionar
determinadas áreas emocionales entre ellas y componer una personalidad perfectamente
integrada. Aunque las limitaciones constitucionales de un individuo, u otras circunstancias, le
impidan alcanzar este objetivo, cualquier progreso que realice de cara a la superación de los
ni-veles madurativos le acercará cada vez más a la salud mental deseada.
Los trastornos mentales no son únicamente una recopilación fortuita de síntomas. Las
terapias que pretenden modificar las conductas superficiales o que imponen unas pautas
rígidas no suelen ayudar a las personas a evolucionar hacia un grado de salud mental mayor.
En la medida en que le permiten participar en relaciones emocionalmente satisfacto rias de
larga duración, pueden reforzar el desarrollo global.
En nuestro trabajo clínico, tanto con niños como con adultos, y al observar las relaciones
amistosas y matrimoniales, he detectado que la mente crece a partir de cierto tipo de
experiencias. Las terapias basadas en la intuición, en el «consejo» y en las estrategias de
modificación de la conducta, no aportan estas experiencias.'
La relación terapéutica presenta un hecho paradójico. La finalidad de la terapia consiste
en lograr que un individuo alcance un nivel evolutivo superior, enseñarle facultades que
puede que ni siquiera sepa que existen.
Pero ¿cómo puede alguien que no siente rabia, desorientación o de-pendencia, aun
exteriorizando estas emociones a través de la conducta, darse cuenta de que necesita
aprender a tomar conciencia de ellas? El cliente potencial no puede ir en busca de algo cuyo
valor desconoce. Puede, aun así, evitar la tentación de las soluciones simplistas y procurar
construir una relación terapéutica con un profesional capaz de guiarle para acceder a lo
desconocido.
El caso de Fred ilustra este punto. Fred comentó a su terapeuta que pensab a romper con
su novia, Jane, que se había ido de vacaciones en una época en la que a Fred le resultaba
imposible irse, en lugar de esperarle a él. Un posible abordaje clínico consistiría en adoptar
una actitud comprensiva ante la decepción evidente de Fred; el terapeuta podría decir, por
ejemplo: «Esto parece que te hace sentir molesto». «Así me lo parece», contes taría Fred con
un encogimiento de hombros, para seguir contando que tenía previsto acudir a un baile de
solteros para encontrar a alguien con quien poner en práctica su recobrada confianza en sí
mismo, antes de que volviera Jane. Otro enfoque podría consistir en sugerirle a Fred que
intentara controlar su rabia y que no actuara precipitadamente como solía ha cer en estas
situaciones: «¿Por qué no esperas simplemente hasta que Jane te exponga sus razones?», le
podría preguntar el terapeuta. «Al fin y al cabo, te preocupas por ella y lleváis mucho tiempo
saliendo juntos.»
Un terapeuta de la escuela evolutiva, por el contrario, consideraría la reacción de Fred
como propia de su nivel mental. El problema no eran las vacaciones de Jane sin Fred, sino la
incapacidad de éste para soportar las sensaciones de soledad, abandono y celos, y afrontar
los sentimientos concomitantes de tristeza y de fracaso. El terapeuta le ayudaría a reconocer
y a manejar estas emociones. De hecho, todas las relaciones terapéuticas, sean con
terapeutas, buenos amigos o miembros de la familia, comprenden colaboraciones de este tipo
y ofrecen apoyo a través de las experiencias que favorecen el desarrollo de los diferentes
niveles mentales.
En el curso de una sesión en la que Fred estaba hablando acerca de su actual
independencia, el terapeuta podría preguntar: «¿Qué crees que Jane está haciendo en este
momento?». A continuación, ayudaría a Fred a elaborar una imagen lo más gráfica posible de
Jane en ese momento. ¿Estaría paseando por la playa? ¿Nadando? ¿Tomando un vaso de
vino en la terraza del hotel? ¿Estaría pensando en Fred o disfrutaría de la compañía de otra
persona? Al crear estas imágenes, Fred comenzaría lentamente a elaborar sentimientos:
pensar en Jane pasándoselo bien sin él, imaginársela bailando con otro hombre o haciendo
aquellas cosas que siempre habían hecho juntos, como jugar al tenis o ir al cine... Podría ver
cómo le echaba de menos. Un sentido difuso de insensibilidad y de falsa independencia daría
pie al reconocimiento de sus verdaderas emociones. Estas representaciones emocionales, que
nunca había logrado antes, le ayudarían a soportar los sentimientos no representados
previamente, en lugar de exteriorizarlos, de forma impulsiva, a través de la conducta. Este
enfoque, por lo tanto, no sólo ayudaría a Fred a superar la crisis de la partida de Jane, sino a
ampliar su dimensión emocional.
En resumen, la finalidad de una terapia eficaz consiste en superar los diferentes niveles
evolutivos de la mente. El terapeuta intenta reforzar los niveles que el paciente ya ha
superado, mientras fomenta el desarrollo a través de aquellos niveles que no ha alcanzado
todavía. Esto resulta algo más complejo que únicamente animar a alguien a ser más decidido
o a enseñarle a velar mejor por sus derechos, por muy importantes que sean estas aptitudes.
Requiere educar unos procesos mucho más básicos ayudando al paciente a explorar unos
niveles sensitivos y relacionales que desconoce. Los terapeutas de orientación evolutiva
suelen ser capaces de establecer una relación afectuosa y de confianza con los pacientes,
comprender sus sentimientos, intenciones e ideas, y ayudarles a elaborarlos y a ser más
reflexivos. Los terapeutas que únicamente manejan una técnica, que son demasiado rápidos
o prueban ésta o aquélla, a menudo no emplean un enfoque evolutivo?
Crear este tipo de relaciones terapéuticas no es nada fácil. Corno ve-remos en el capítulo
12, las relaciones personales que estimulan el desarrollo mental también constituyen un reto
difícil. Sin embargo, tienen mucho en común. Las relaciones estables que posibilitan
establecer una interacción y elaboración emocionales constituyen un elemento básico para
este desarrollo. Superar nuevos niveles mentales es igual que viajar hacia un lugar en el que
nunca se ha estado antes. Si bien nadie puede prever la experiencia emocional de un cañón o
de una catedral, de un glaciar o de una selva tropical antes de verlos realmente, todos
podemos comprender la idea de realizar un viaje como ése.
Capítulo 10

Los fundamentos emocionales


del aprendizaje

La dicotomía entre las emociones y el intelecto, que es la base de nuestro sistema


educativo, socava también su efectividad. La separación entre desarrollo emocional e
intelectual ignora los niveles evolutivos y las diferencias individuales, dificultando así que el
potencial de muchos niños se exprese en su plenitud.
A medida que los trabajos que requieren una cualificación media, o no requieren
cualificación alguna, para obtener un salario y poder vivir, van desapareciendo, la capacidad
de tener éxito en la escuela determina el destino de muchos niños en nuestra sociedad, tan
sofisticada en sus aspectos tecnológicos. Desgraciadamente, mientras se reparten gorras y
togas después de pasar doce o trece años en el colegio, un amplio porcentaje ya se habrá
quedado en el camino y muchos de los que reciben diplomas apenas serán capaces de
leerlos.
Richard Lodish, un pedagogo prestigioso de la primera infancia e inspirador de muchas de
las ideas expuestas en este capítulo, ha señalado que la gran mayoría de estos resultados,
tan desastrosos —infortunio que condicionará su vida para siempre— no tendrían por qué
haberse dado nunca.' Creemos firmemente que son las imperfecciones del sistema educativo,
y no las deficiencias de los niños, las que explican la gran mayoría de estos fracasos. No
podemos consentir que nuestra educación descanse en unas nociones del desarr ollo humano
que han resultado ser contraproducentes.

PRESUNCIONES PELIGROSAS

Tal como está estructurada en la actualidad, la educación estadounidense ignora, en gran


medida, los orígenes emocionales del desarrollo intelectual. Las diferencias individuales en el
modo en que los niños asimilan la información no se tienen en cuenta, a no ser que sean lo
suficientemente importantes como para definir a los niños como incapacita-dos para el
aprendizaje, mostrando deficiencias cognitivas, trastornos emocionales o conductas autísticas.
Mientras se realizan promesas estériles de cara a los programas de desarrollo de la infancia,
muy pocos colegios ajustan su labor al nivel evolutivo que el niño presenta en cada momento.
Los diferentes modelos familiares v las experiencias de la primera infancia son objeto de
escasa atención, a no ser que un niño sea calificado de emocionalmente alterado por mucho
que su vida afectiva constituya la base de su capacidad de aprendizaje. Los maestros inteli -
gentes siempre han sido conscientes, por supuesto, de esta relación. Para las escuelas ha
llegado el momento, sin embargo, de reconocerlo formal-mente. Los colegios también suelen
prestar una atención relativamente escasa a los aspectos generadores del pensamiento, que
son de base emocional —la capacidad de elaborar ideas— y, en su lugar, ponen mucho mayor
énfasis en la capacidad de organizar y establecer secuencias de ideas. Hasta que no
comencemos a introducir los conocimientos del desarrollo neurológico y emocional en
nuestros programas educativos, seguiremos fracasando en la educación de un extenso
número de niños, a pesar de hacerles pasar miles de horas en las aulas de nuestras escuelas.
Sin embargo, algunas voces críticas han insistido, recientemente, en que nuestro sist ema
educativo está equivocando el camino en un sentido contrario, adaptándose a la idiosincrasia
de cada niño en un esfuerzo excesivamente condescendiente por construir una autoestima a
base de re-conocimientos gratuitos. Únicamente la vuelta a los sistemas tradicionales y la
exigencia de un mayor nivel, opinan, permitirán a los colegios conducir a los niños hacia el
éxito académico.
Si bien es posible que existan casos aislados de programas como los que describen los
críticos, este criticismo no corresponde a lo que está sucediendo, actualmente, en la mayoría
de las aulas del país. Los programas que refuerzan la «autoestima» se limitan, en gran
medida, a los niños que asisten a la guardería, a los cursos de preescolar y a los inicios de
primaria. En primero o segundo de primaria, la mayoría de los colegios ya apuestan
decididamente por el enfoque académico. A partir del primer curso, los niños se dividen en
grupos lentos o rápidos en lectura, cálculo u otras materias, y los profesores favorables a esta
división no impiden que los niños sepan exactamente quiénes son y qué lugar es el suyo.
―Como cualquier niño te puede contar‖, escribe el médico y antropólogo Melvin Konner,

ir perdiendo sistemáticamente no fomenta la autoestima, independiente-mente de lo impermeable


que seas a la realidad. Por lo tanto, cualquier programa educativo tiene que hacer una elección.
Puedes obtener beneficios, a corto plazo, en lo que respecta a la autoestima, y seguir perdiendo
terreno, o puedes poner en práctica esta teoría: que la autoestima también puede surgir a partir de
un gran esfuerzo, de plantarle cara a la incertidumbre y de sortear obstáculos que no sabíamos que
nos íbamos a encontrar, de rendir al máximo de nuestras posibilidades. Es posible que tengas que
batallar con un niño de vez en cuando para que supere las dudas acerca de sí mismo, para que se
implique a fondo y lo intente de ver-dad. Constituye un riesgo. Pero únicamente asumiéndolo
acabarás viendo una sonrisa —no, una mueca, más bien, con un indicio de asombro—que inundará
la cara del niño cuando deje caer el lápiz al final de la hoja y exclame, con una voz l lena de sorpresa
y emoción: ―¡Lo conseguí‖?

La verdadera autoestima se desarrolla, por supuesto, a partir de la superación de


auténticos retos. Pero ello no significa que deba enseñarse a todos los niños de acuerdo con
unos parámetros únicos. Ningún ser humano —de hecho, ningún animal— puede adquirir
unos conocimientos presentados de una forma que su sistema nervioso no pueda manejar.
Dar a los niños unas tareas que superen sus capacidades, les lleva a una pérdida de la
confianza y de la ilusión y, al cabo de poco tiempo, a una ausencia de la motivación para
rendir en el colegio. Pero cuando se asigna una tarea y se ajusta su presentación a las
capacidades del niño, y además se tienen en cuenta sus puntos fuertes y débiles —que se
originan, a menudo, en las diferentes formas de funcionamiento del sistema nervioso—,
cualquier niño puede aprender y experimentar la emoción del éxito. Los logros de un niño no
se miden con precisión en función del tiempo que tarda en aprender, o si su forma de
trabajar se parece a los métodos que emplean los demás niños, sino por lo bien que aprende
cuando se le enseña de una manera ajustada a sus necesidades. El fracaso de nuestras
escuelas en su labor de educar masas ingentes de niños perfectamente capaces de aprender
no se debe al hecho de resaltar en exceso la importancia de una autoestima no ganada a
pulso o de otras minucias sin importancia, sino a su dependencia de un modelo que ignora la
naturaleza del proceso de aprendizaje.
Quizás el mejor ejemplo de los errores conceptuales actuales respecto de cómo aprenden
los niños se observa en el abuso de las evaluaciones de grupo en las que deberíamos insistir
todavía más, según algunos—v la escasa importancia que se da al aprendizaje
individualizado. El viejo dicho es perfectamente válido aquí: «No puedes engordar una cabra
pesándola». Hacerles saber a los niños lo lerdos que son, no los hará más listos.
Somos mucho mejores en certificar lo que los niños no saben que en encontrar la forma
de ayudarles a saber. Si el niño va retrasado en matemáticas, por ejemplo, pero no tiene
unos problemas específicos de aprendizaje, le señalaremos los errores de sus deberes, le
preguntaremos la lección y le echaremos del grupo rápido. Pocas veces un profesor se
sentará con él para encontrar la razón de sus dificultades. Quizá no se imagina mentalmente
las diferentes cantidades cuando realiza las operaciones aritméticas. Se siente perdido y-
confuso cuando intenta memorizar una lista de datos. Ayudándole a progresar a partir de
unos objetos que puede manipular hasta imaginárselos mentalmente cuando suma, resta o
multiplica, quizá le permita superar el obstáculo. En lugar de dar este paso decisivo,
habitualmente el niño asimilará la idea de que es tonto, inútil para las matemáticas o de que
no se ha esforzado suficientemente.
No hay ninguna necesidad de elegir entre el rigor y la estructura educativa, por un lado, y
la autoexploración, la autonomía y la flexibilidad, por el otro. En su lugar, el objetivo debería
ser cómo crear una experiencia de aprendizaje para cada niño. La actitud crítica y los
exámenes no son, en sí mismos, negativos. Socavan la confianza del niño si no le ayu damos,
inmediatamente, a alcanzar el éxito en el aprendizaje. La clave tampoco radica en la cantidad
de esfuerzo que invierten. A la mayoría de los niños les gusta el trabajo si es productivo y si
aprenden. Debemos tomar ejemplo de algunos destacados entrenadores de deportistas o de
algunos maestros también excepcionales. A pesar de ser, a menudo, muy exigentes y
bastante inflexibles, «sintonizan» con los puntos fuertes y las debilidades de sus alumnos.
Enseñan o entrenan de forma activa, ajustando sus programas a las necesidades del
estudiante. A un jugador de baloncesto que falla unos cuantos pases no se le dice que es
«torpe». Un buen entrenador le lanza pelotas altas y bajas, rápidas y lentas, de cerca y de
lejos, en carrera o estando quieto, hasta que las pueda coger incluso durmiendo. Un profesor
experto no calificará a un alumno de «inútil para las matemáticas»; más bien intentará
detectar qué pasos yerra en sus cálculos para elaborar unos ejercicios, correspondan o no al
plan de estudios, que le permitan subsanar sus dificultades. Siempre que no se le empuje dos
pasos más allá de sí misma, la mente humana es una auténtica máquina de alcanzar logros.
Llegados a este punto, seguro que no tardará en esgrimirse el argumento de que no
podernos costear una educación tan individualizada que permita que prácticamente todos los
niños superen los niveles básicos de enseñanza. Como expondremos más adelante en este
mismo capítulo, nuestra ignorancia de los recursos potenciales genera la fantasía de que
únicamente un modelo de enseñanza «en cadena» resulta viable. Hacer las cosas de la forma
más cómoda resulta más caro, a veces, que hacerlas de forma correcta.
Con nuestros conocimientos actuales sobre el desarrollo mental, todos los niños deberían
ser capaces de superar los aprendizajes básicos, a excepción de aquellos que padecen
dificultades neurológicas muy graves. Pero, en la actualidad, entre lo que podríamos lograr y
lo que el sistema educativo logra realmente hay un gran abismo.

LA CLASE DE LA SEÑORA JACKSON


El primer curso de primaria de la señora Jackson, en un colegio de un vecindario normal
de clase media, se parece a cualquier clase de cualquier colegio de los Estados Unidos.' La
señora Jackson es una mujer vital, experimentada y sincera que trabaja intensamente cada
día para introducir a los veinticinco niños de seis años de edad que están a su cargo en los
principios fundamentales del aprendizaje. Pero debe enseñar a tantos niños y dedicar tanto
tiempo a tareas administrativas que no tiene más re-medio que dar casi todas las lecciones a
grupos de estudiantes, aunque a veces no superiores a alrededor de la media docena de
alumnos, habitualmente mucho más extensos. Y dado que no dispone de ninguna ayuda en
clase, debe asignar tareas para tener ocupados a aquellos alumnos que no reciben su
enseñanza directa en determinado momento.
Justamente ahora, por ejemplo, los Tordos Azules, el grupo élite en lectura, están
haciendo fichas en las que deben trazar líneas entre las imágenes de animales y la pr imera
letra de los nombres de animal correspondientes. En la segunda fila, Magda trabaja confiada
su ficha uniendo la letra L con la imagen de un león y la J con la jirafa. Se para un momento
para calibrar si el primate que se columpia en un árbol es un mono o un gorila, pero descarta
esta última opción dado que en la hoja también está representado un gato. Apenas puede
descifrar el enunciado impreso en la parte superior de la ficha, pero se imagina lo que la
señora Jackson quiere por sus palabras, sus gestos y su lenguaje corporal.
Entretanto, los doce miembros del grupo más lento, los Petirrojos, están agrupados
alrededor de la señora Jackson leyendo sus cartillas en voz alta y por turnos. El progreso
experimentado a través de las aventuras de un perro y un gato ha sido lento e inconexo, en
la medida en que un lector tras otro se va abriendo camino a través de una o dos frases. La
señora Jackson intenta mantener vivo el interés por la más bien escueta línea argumental,
haciendo comentarios y preguntando a los chicos. A Henry todavía no le ha llegado su turno,
pero no está prestando mucha atención, ni a la lectura de sus compañeros, ni a las palabras
de la página que tiene delante suyo. Únicamente tiene una noción muy vaga de hasta qué
punto el grupo ha profundizado en la historia, grupo que, a su vez, le toma por tonto, dado
que le cuesta combinar las letras impresas para formar palabras.
Moviéndose inquieto en su asiento, descubre algo mucho más fascinante: el coche de
juguete que sobresale del bolsillo lateral del pantalón de Walter. Justo en el momento en que
la señora Jackson le agradece a Sara su esfuerzo y le pide a Henry que retome la lectura,
éste realiza el movimiento cogiendo hábilmente el pequeño coche rojo del pantalón de su
vecino. Walter se sienta erguido, pasa la mano por su bolsillo y golpea a Henry, quien deja
caer su libro y sigue agarrando el coche.
La señora Jackson suspira. Otra clase de lectura de los Petirrojos es interrumpida por
ciertos niños que carecen de la necesaria motivación para aprender a escribir. Los resultados
del test que se practicó a Henry reflejan una capacidad cognitiva a la altura de la tarea. Está
convencida de que podría aprender si únicamente se estuviera quieto y lo intentara. Walter,
sin embargo, parece incapaz de controlar el impulso de pegar a todo aquel que le fastidia.
Ambos niños deben trabajar la lectura pero, de momento, no tiene otra opción que separar a
Walter de Henry, y a ambos de los restantes Petirrojos, que se comienzan a reír. Le llama la
atención a Henry, que responde con una mueca chulesca que no pasa desapercibida a su
agradecido auditorio. Una vez más, constata con alivio, ha evitado tener que leer en voz alta
y; así, la humillación de no saber por dónde coger el hilo o cómo formar muchas de la s
palabras. En lugar de sentirse avergonzado, se las ha apañado para parecer atrevido y
provocador. Condenado a la silla del time out (tiempo fuera), situada en un extremo de la
clase, Henry le echa una mirada feroz y burlesca a Walter, exiliado en la esquina opuesta.
Al cabo de cierto tiempo, los Tordos Azules y los Petirrojos cambian sus asientos y, así, la
señora Jackson puede trabajar con Magda y una do-cena de avezados lectores en un libro de
superior nivel. A los Petirrojos les asigna una ficha. La señora Jackson explica el enunciado
lenta y cuidadosamente y pregunta si alguien tiene alguna duda. Henry no capta la parte
esencial de la tarea, pero no dice nada. Como suele hacer en estos casos, se dedica unos
cuantos minutos a observar a sus compañeros de clase, intentando adivinar si los demás
saben lo que deben hacer. Lo deja correr y hace un intento de colorear algunas de las
imágenes de la ficha. Repantigándose en su asiento, se las ingenia para acabar
desparramando sus lápices de colores por el suelo. Cuando la señora Jackson echa una
mirada para supervisar a los Petirrojos, divisa a Henry de rodillas, debajo de su pupitre,
recogiendo de forma ostensible sus lápices, pero encantado, de hecho, por haberse librado
de la tarea mistificadora.
La señora Jackson, considerada una profesora experta y esmerada, siente una profunda
decepción al comprobar el resultado de sus esfuerzos con alumnos como Henry. Parece
inteligente y animoso cuando habla con él, pero no responde a sus intentos de
comprometerlo con su trabajo escolar y se ha ido retrasando más y más de sus restantes
compañeros Petirrojos, tanto que la señora Jackson está considerando seriamente poner -lo
en manos del profesor de recuperación del colegio. Alberga dudas, sin embargo, porque ha
visto que niños con esta disposición rebelde, a me-nudo se vuelven más rebeldes cuando se
les saca de su clase para recibir una enseñanza especial, estigmatizante. Se pregunta por qué
no puede progresar normalmente, como los demás niños, y se cuestiona lo que pu ede hacer
para ayudarle.
SUPOSICIONES INFUNDADAS

A pesar de toda su dedicación y su intenso trabajo, la señora Jackson y sus legiones de


colegas, igualmente frustrados como ella, no pueden tener éxito con un niño como Henry,
debido a dos suposiciones infundadas en las que se apoya nuestro sistema educativo. La
primera hace referencia al criterio de que se les puede enseñar a los niños de una misma
edad en un grupo homogéneo y aplicando métodos estandarizados. Cualquier niño que no
sigue el ritmo, es considerado «excepcional», sea por una discapacidad o deficiencia, sea
debido a sus capacidades poco frecuentes.
De acuerdo con el modelo evolutivo, sin embargo, cada niño es único, tanto en lo
referente a su mundo experiencial como a sus capacidades innatas. Como vimos en el
capítulo 6, los niños llegan al Inundo con unos potenciales y unas predilecciones
enormemente diferentes. Son diferentes neurológica y fisiológicamente, en su musculatura
ven el funcionamiento de sus sentidos, y en otros muchos aspectos. Y están ex-puestos a una
enorme variedad de experiencias diferentes. Por lo tanto, cada niño progresa a lo largo de las
diferentes etapas de desarrollo a su propia velocidad, encontrando algunas tareas más
difíciles y otras me-nos. Nuestro sistema educativo supone, sin embargo, que veinticinco o
treinta niños nacidos el mismo año son suficientemente similares en sus logros evolutivos,
capacidades intelectuales, destrezas motrices y nivel de habilidades visuales, verbales y
manuales como para ser objeto de la misma enseñanza. Por lo tanto, los juntarnos a todos
bajo las órdenes de un único profesor y en una única aula para leer juntos, en público, a más
o menos la misma velocidad. Magda v Henry, por ejemplo, nacieron por casualidad en la
misma semana v en el mismo hospital. Pero en cuestión de madurez para asimilar una lectura
formal v de habilidades académicas prácticas, a los seis años de edad ya existe, entre ellos,
una diferencia de varios años, aunque ninguno se salga de los parámetros «normales» pa ra
su edad. Si bien ha habido muchos intentos, durante los últimos años, para aplicar un
enfoque evolutivo en los primeros cursos, las suposiciones subyacentes no han cambiado. El
modelo británico para la enseñanza primaria, por ejemplo, ha sido adoptado en algunos
colegios, pero éstos suelen ser privados o se aplican en unos programas experimentales de
corto alcance.
La segunda suposición equivocada es que los niños pueden aprender de forma efectiva a
través de la presentación unidireccional de material, impartiendo lecciones, leyendo los libros
de texto, a través de la disciplina v la memorización rutinaria. A punto de entrar en el
siguiente milenio, nuestra sociedad post industrial, tan basada en la información, sigue
intentando educar a los niños según un modelo desfasado, más propio de los años treinta y
anteriores. Nuestro actual modelo de escolarización, orgullosamente denominado, en su día,
«sistema industrial» data, de hecho, de las observaciones que el educador Horace Mann hizo
en Prusia hace 150 años.
En esos primeros años de la industrialización era la fábrica, con su implantación de las
innovaciones científicas para estimular la rentabilidad, la que disfrutaba de todo el prestigio
del que goza actualmente el ordenador. Las personas progresistas, con visión de futuro,
deseaban organizar la vida en función de la nueva tecnología, que estaba renovando y
mejorando la vida cotidiana en múltiples aspectos. Aplicando los principios de la uniformidad
v de la estandarización, que constituían la base para la producción masiva de los nuevos
géneros industriales, Mann diseñó un sistema educativo elaborado alrededor de unas
unidades estandarizadas, incluso intercambiables. Los profesores impartirían una enseñanza
unificada, habitualmente en forma de lecciones, a clases homogéneas de estudiantes de la
misma edad.
Los estudiantes también realizarían unos ejercicios de aprendizaje estandarizados para
memorizar, recitar y completar unas hojas de trabajo. Los profesores evaluarían su trabajo
según una escala numérica unificada. Los períodos de estudio tendrían la misma duración y
los grupos de compañeros de la misma edad avanzarían juntos, y a la misma veloci dad, a
través del programa de estudios. La finalización de determinado grado o de determinado
curso tendría el mismo significado. Los colegios serían eficientes, productivos, progresistas y
modernos.
Sin embargo, por muy útil que este modelo haya podido ser para una sociedad que ofrecía
unas amplias posibilidades de empleo para todas aquellas personas que no se podían adaptar
a sus métodos rígidos, no satisface en absoluto las necesidades de la sociedad actual. En la
era de la informática, prácticamente cualquier trabajo remunerado, incluso en los oficios
manuales, requiere un considerable dominio de la lectoescritura y de las matemáticas. Ahora
que tenemos una idea mucho más precisa de cómo se desarrolla la mente humana, debemos
basar nuestros métodos educativos en los conocimientos actuales sobre cómo aprenden los
niños, más que en la tradición.
En resumen, debernos basarlos en un modelo evolutivo y en su tesis más importante: el
aprendizaje intelectual comparte orígenes comunes con el aprendizaje emocional. Ambos
proceden de las interacciones afectivas más tempranas. Ambos se ven influidos por las
diferencias individuales y ambos deben proceder de una forma escalonada, de un ni vel
evolutivo al siguiente. El tipo de aprendizaje que un niño recibe en la guardería yen los
primeros cursos no constituye la base auténtica de su educación. En realidad, el trabajo
escolar inicial no puede tener lugar sin que se hayan adquirido anteriormente diversas
habilidades mentales. El conocimiento académico simbólico y cada vez más abstracto no
puede ser objeto de comprensión por parte de una persona que no ha asimilad o la secuencia
de habilidades que posibilitan el aprendizaje.

LOS FUNDAMENTOS AUTENTICOS

Magda posee estas habilidades, evidentemente. Cuando llegó a la guardería ya tenía


experiencia en estar sentada sin moverse; en mirar imágenes y letras; en descifrar las
palabras, entonaciones y el lenguaje corporal de un adulto leyendo en voz alta; en seguir el
hilo de una historia; en describir el argumento representado en una lámina; y en imaginarse
los resultados de lo que pasará después de que den las doce en el baile o Caperucita Roja
visite a su pobre abuelita. Magda también sabe bastante bien cuándo no ha comprendido una
historia y cómo conseguir que mamá o papá vuelvan a su cuarto y relean, o expliquen, la
parte confusa.
La pericia que Magda ha adquirido en estas habilidades hace que le sea fácil escuchar a la
profesora, comprender la finalidad de las clases y de las consignas, hacer preguntas y
trabajar en su pupitre. Se alegra de forma casi visceral cuando sabe la respuesta correcta,
completa su ficha o entona las palabras de su canilla. Ella puede evaluar su propio progreso
comparándolo con las expectativas de su profesora. Con las alabanzas de la señora Jackson y
de sus padres, rendir bien en la escuela constituye uno de los placeres que menos le cuesta
obtener.
La experiencia de Henry no podría ser más diferente. Tiene problemas para prestar
atención, no le ve sentido alguno a la memorización de unos símbolos aparentemente
insignificantes, y cuando lo intenta los confunde y se pierde aproximadamente la m itad de lo
que está explicando la profesora. No consigue que su mano copie las figuras en el cuader no
de vocabulario o, incluso, para mayor confusión, en la pizarra; realmente, muchas veces se
siente como si estuviera intentando dibujarlas en un espejo. A pesar de ser un niño
inteligente, despierto y con el inglés como lengua materna, no logra entender determinadas
expresiones des-conocidas para él que la maestra no deja de utilizar y que gran parte de los
niños, especialmente las niñas del grupo avanzado en lectura, parecen comprender
fácilmente. De esta formase ve inmerso casi siempre en los grupos menos habilidosos. Sus
hojas de trabajo son siempre un desastre. Sus intentos de darle al profesor lo que desea
fracasan habitualmente. Para Henry, el colegio constituye un lugar en el que se siente
constante-mente humillado. Para disimular su dolor continuo, puede comenzar a «olvidar»
tareas, libros y deberes, llamar la atención en clase y refugiarse en su propio Inundo de
fantasía. Al margen de la estrategia que emplee, se convencerá a sí mismo de que el colegio
es «estúpido» y, finalmente, de que él también lo es.
Las habilidades que Henry necesita aprender en el colegio y que le posibilitarían alcanzar
su auténtico potencial intelectual no constituyen características innatas, sino habilidades que
pueden enseñarse. Realmente, no son más que las aptitudes adquiridas en los niveles
evolutivos analizados en la primera parte del libro. En primer lugar, un niño debe ser capaz
de regular su nivel de atención. Esto le puede ser fácil o costoso de aprender, dependiendo,
por supuesto, de sus características innatas y de la educación recibida en su primera infancia.
En segundo lugar, debe ser capaz de relacionarse con otras personas con afecto y confianza.
Aquellos niños que carecen de una educación adecuada pueden no aprender a implicarse
estrechamente con otros seres humanos. No hay profesora que pueda, a partir de ahí,
canalizar este sentido básico del vínculo. El niño no estará motivado para dar satisfacción a la
profesora y, en última instancia, a sí mismo, cumpliendo sus tareas escolares. Finalmente,
debe ser capaz de comunicarse tanto a través de los gestos como de los sím bolos, de
manejar ideas complejas y de relacionarlas entre ellas. Aquellos que no han super ado estos
niveles básicos, evidentemente no pueden tener éxito en otros niveles más exigentes. El
auténtico abecé del rendimiento escolar se basa en la atención, en una sólida capacidad para
establecer relaciones y en la comunicación, lo que los niños deben aprender a través de las
interacciones que establecen con los adultos. El proceso de aprendizaje también será más
llevadero si el pequeño inicia su escolaridad siendo capaz de reflexionar sobre su propia
conducta para poder decir, por ejemplo, si comprende una lección o una tarea y, en caso
negativo, qué aspecto de ella le resulta confuso.
A pesar del carácter absolutamente indispensable de estas aptitudes básicas, los métodos
que se aplican actualmente en clase dificultan, sin embargo, que aquellos niños que carezcan
de ellas puedan ponerse al día una vez iniciada la escolaridad. En la mayoría de los colegios
existe la creencia de que los niños están, habitualmente, en condiciones para po der aprender,
y se diseñan los programas de estudios según esta suposición, concepto erróneo que ha
llevado a gran cantidad de niños a fracasar en la escuela.
Una clase típica como la de la señora Jackson satisface un abanico muy limitado de estilos
perceptivos o de aprendizaje, especialmente aquellos que ponen el énfasis en los aspectos
verbales, como es el caso de Magda. Los profesores que tratan a veinticinco niños a la vez
(en secundaria, a veces más de cien) en absoluto pueden establecer una relación de
confianza con todos ellos, y ni siquiera con una mayoría. Los niños que son, o se han vuelto,
retraídos, malhumorados, recelosos, o que se han sentido humillados, es decir, aquellos que
necesitan el máximo soporte emocional, son los que menos probabilidades tienen de
obtenerlo.
Además, a lo largo de la jornada escolar, la mayor parte de la comunicación únicamente
fluye en una sola dirección, del maestro al alumno. Debido a que veinte o más personas no
pueden hablar o ir de aquí para allá a su aire sin generar un caos, la mayoría de las
expresiones espontáneas de los pequeños se definen como desorganización o desacato. Muy
pocos de los que ya no son especialmente diestros en la comunicación tienen, así, alguna
oportunidad para adquirir estas aptitudes. Dado que la mayoría de los profesores van tan
sobrecargados de trabajo que no pueden asignar y corregir abundantes ejercicios de
escritura, pocos niños adquieren suficiente práctica en estructurar, presentar v enlazar ideas
por sí mismos. Finalmente, aquellos niños que no son conscientes de que han perdido el tren
—aquellos que no pueden formular preguntas para indicar los aspectos que no entienden, o
que ni siquiera saben lo que se espera de ellos— suelen acabar recriminados o castigados, en
lugar de percibir una ayuda escalonada que les posibilitara recuperar el terreno perdido.
Para que los niños puedan adquirir estos hábitos indispensables, la formación en las
primeras etapas debe seguir unos principios evolutivos. (No por casualidad, éstos también
son los principios esenciales para una buena parentalidad.) En primer lugar, una enseñanza
eficaz debe estar en consonancia con la etapa evolutiva del propio niño. Un profesor debe
disponer de tiempo y de recursos para conocer a cada niño de forma individualizada y poder
determinar qué habilidades evolutivas ha adquirido v cuáles deben trabajarse más. Esto
significa observar v evaluar cómo interpreta las señales no verbales, cómo reflexiona sobre
sus propias ideas y las de los demás, aparte de su nivel de lenguaje y su motricidad.
En segundo lugar, la enseñanza efectiva no ofrece a los niños información para que la
asimilen sin más, sino problemas que deben resolver con su iniciativa y participación activa.
Un modelo educativo de estas características podría incluir tareas participativas,
experimentos, salidas al campo, proyectos de redacción, debates y cualquier otra técnica que
favorezca que el niño se relacione con los demás v tome contacto con las materias. Debido al
origen emocional del aprendizaje, que capacita al niño para asimilar y organizar ideas, una
buena enseñanza debe abarcar los sentimientos del niño, alimentar su curiosidad y canalizar
su energía. En un apartado autobiográfico de Mindstorms, su libro sobre el aprendi zaje,
Seymour Papert, del MIT, escribe sobre enamorarse de los recursos» como momento crucial
de la primera infancia en el que se inició su interés por aprender.' Esta pasión, por supuesto,
se basa en los fundamentos que hemos descrito anteriormente. Niños con cualquier nivel de
conocimientos, desde aquellos que carecen de la preparación necesaria para el aprendizaje
hasta los bien dotados intelectualmente, se benefician de las tareas de exploración, análisis,
clasificación, discusión y otras que requieren una amplia implicación emocional, propias de la
enseñanza participativa.
En tercer lugar, la enseñanza efectiva respeta las inclinaciones y perspectivas naturales del
niño y las utiliza como un medio para ampliar sus conocimientos y su experiencia. Esto
implica mucho más que aportar ejemplos de la vida cotidiana del niño. Significa ver la s
materias con sus ojos, desde su particular momento evolutivo y presentarlas en un len -guaje
que pueda comprender. Henry, por ejemplo, todavía no ha establecido la relación entre los
nombres de los animales y la letra escrita. Para poderle enseñar, la profesora debe tener en
cuenta esa perspectiva tan literal. Debe ayudarle a construir puentes entre esas áreas
diferentes que a él le parecen enormemente distanciadas. Y únicamente lo puede hacer si
acepta su percepción de que las conexiones sobre las que los profesores no paran de insistir
que existen realmente entre un objeto y los símbolos que lo representan, son totalmente
arbitrarias y caprichosas. Partiendo del nivel actual de Henry, su profesora estimularía su
percepción mediante experiencias cuidadosamente escalonadas en el manejo de los símbolos.
Muchas de estas técnicas, como relacionar los sonidos re-presentados por letras con los
sonidos del nombre de los animales, ya se ponen en práctica en las clases. Pero ayudar a un
niño en particular a establecer esta relación mientras se tienen en cuenta los obstáculos
evolutivos que necesita superar, marca claramente la diferencia para que ad-quiera la parte
del conocimiento necesaria para aprender a leer.
El cuarto principio de la educación efectiva procede del anterior: un profesor debe ofrecer
las materias de manera escalonada y a una velocidad ajustada a las habilidades cognitivas y
al estilo de aprendizaje del niño.
Sólo la superación paulatina de un pequeño paso tras otro permitirá a Henry alcanzar el
objetivo de estar preparado para comenzar a leer, mientras que Magda puede asimilar gran
parte de la materia a toda velocidad, saltando por encima de muchos obstáculos. Si se
obligara a Magda a «trotar» a su velocidad, ella también perdería las ganas de aprender.
Cuando los adultos ayudan a los niños a adquirir una habilidad por etapas que se ajuste a los
recursos propios y a sus tendencias, los pequeños experimentan la satisfacción de haber
hecho algo bien, intrínseca al sistema nervioso humano.
El niño «desmotivado» muchas veces ejemplifica, por lo tanto, el hecho de que la
enseñanza recibida no ha sabido generar estos sentimientos naturales del refuerzo positivo.
Impedir que un niño aprenda requiere un considerable esfuerzo: el sistema nervioso
inmaduro está diseñado, precisamente, para el aprendizaje, que es lo que los niños mejor
saben hacer. «Si los niños crecieran conforme a las indicaciones iniciales», decía Goethe,
«sólo tendríamos genios.» A excepción de aquellos que padecen graves problemas
neurológicos, cualquier niño —incluso los que presentan las habituales dificultades
conductuales y del nivel de atención— puede adquirir los conocimientos que se transmiten en
los pro-gramas de estudio de primaria y secundaria.
Si una tarea está dentro de las posibilidades de una persona y con-cuerda con sus
habilidades naturales, sentirá una gran satisfacción al cumplimentarla. El placer no radica,
exclusivamente, en el logro en sí. La actividad propiamente dicha da satisfacción, como
ejecutar un buen gol-pe de golf o de tenis, o recordar el significado de una palabra poco co -
mún sin esfuerzo. La persona que tiene una excepcional coordinación motriz se siente
gratificada cuando se mueve con armonía y soltura; una persona con exquisitas habilidades
verbales disfruta jugando, sutilmente, con el significado de las palabras; la persona que
dispone de unas habilidades visuales que se salen de lo común se deleita al idear nuevas
combinaciones en las imágenes gráficas. Estas personas experimentarán un re-fuerzo menos
placentero en aquellas áreas en las que, por naturaleza, no se manejen con tanta pericia. La
actividad en sí misma puede parecer poco atractiva, incluso penosa, como intentar una
canasta con la mano no dominante o trazar una línea dentro de los límites de un laberinto
mientras miramos un espejo. La respuesta inevitable consiste en evitar este tipo de
sufrimiento.
Tal como están concebidas en la actualidad, la mayoría de las escuelas premian
determinadas habilidades en determinados cursos o ciclos. En primaria, se hace hincapié en
la memoria y en la coordinación ojo-mano; el niño que puede escribir con una buena
caligrafía y recuerda de-talles no tendrá problemas. En secundaria, se da más importancia a
las habilidades analíticas, y el excelente lector de tercero que no tiene la misma capacidad
para pensar de forma analítica puede darse cuenta de que sus ganas de aprender y sus
resultados académicos han descendido considerablemente. Lo que ha cambiado, sin
embargo, no es la inteligencia del estudiante o su capacidad para motivarse ante el éxito,
sino las aptitudes y habilidades que el sistema educativo valora según el nivel de edad.
Finalmente, el quinto principio de la enseñanza eficaz hace referencia a la estructura y a
los límites. Para sentirse exitosos, los niños necesitan unos parámetros contra los que se
puedan poner a prueba. Para sentirse seguros, deben tener la certeza de que los adultos les
ayudarán a contener su rabia, codicia, frustración y otras emociones negativas. Ello debe
realizarse, no obstante, a través de unas medidas positivas que impongan rigor y protejan, a
su vez, la autoestima del niño. Las reglas deben ser claras, justas y conllevar, en caso de
incumplimiento, unas sanciones lo más inmediatas posible. Cuando un niño comete alguna
transgresión, debe cumplir el pertinente castigo, pero no ser humillado por el mismo. La
fijación de límites y el apoyo que seda al niño deben ir de la mano, para que el niño pueda
concienciarse de la situación y mejorar la próxima vez. Al ayudarle a prevenir futuras
tentaciones o problemas, a imaginarse situaciones específicas, a traer a la memoria la
reacción que le supuso un problema o a encontrar alternativas mejores, un adulto puede
preparar al niño para manejar los límites de forma constructiva y creativa. Cuanto más difícil
le resulte aceptar las reglas y la estructura, tanto más necesitado estará de ayuda y aliento.

LA REFORMA EFECTIVA

La manera de ayudar mejor a más niños a tener éxito en la escuela es una cuestión tan
importante para el bienestar de los Estados Unidos que ha sido objeto, durante décadas, de
un apasionado debate. Todo tipo de propuestas saturan el ciberespacio, los artículos
periodísticos y los órdenes del día de los consejos escolares y de las cámaras legislativas.
Unos parámetros más estrictos, planes de estudio que vuelvan a los orígenes, un año escolar
más largo, un certificado de garantía de enseñanza, privatización, pruebas para profesores de
ámbito nacional: cada una de éstas y de otras docenas de propuestas será la solución, según
prometen sus defensores. El modelo evolutivo indica, sin embargo, que estas medidas sólo
producirán los mismos resultados decepcionantes y, en muchos casos, a un coste superior.
La reforma educativa se debe basar en los conocimientos del funcionamiento de la mente
humana, puestos al descubierto por la investigación más reciente. Tres aspectos, de
importancia capital, deben tenerse en cuenta a la hora de abordar este tema. El primero y
más importante hace referencia al hecho de que el afecto y la interacción constituyen la base
del aprendizaje de cualquier niño, no así la adquisición de determinados cono -cimientos o
habilidades. Para la mayoría de los estudiantes, la mejor manera de aprender es la que se
basa en la experiencia, en la interacción con los demás: por ejemplo, a través de un trabajo
en grupos pequeños o cara a cara con un profesor o tutor, o, digamos, en forma de
seminario, en el que los estudiantes hablan sobre su trabajo individual bajo la dirección de un
profesor. Otro modelo queda reflejado en la asociación de estudiantes de la clásica yeshiva
judía, en la que una pareja de alumnos, habitualmente, pero no siempre, supervisados por un
profesor, examinan detenidamente y debaten la interpretación de textos. «El estudiante q ue
no pregunta, no aprende», decían los sabios del Talmud. Por consiguiente, el profesor que no
consigue que los estudiantes se introduzcan activamente en la materia, no enseña de verdad.
En el diálogo socrático, modelo de enseñanza, todavía, en las facultades de derecho más
relevantes, el profesor no ofrece información a los estudiantes, formulándoles, en su lugar,
preguntas que les conducen, a través de los diversos pasos del razonamiento, a producir
ideas propias. Efectivamente, el estudiante descubre ideas y conocimientos por sí mismo y
adquiere, de esta forma, su propio método de estudio.
Muchos programas innovadores que se basan en uno o más de estos modelos permiten
intercambios responsables entre los estudiantes o entre los estudiantes y el profesor. Sin
embargo, este tipo de enseñanza personalizada habitualmente sólo se ofrece en programas
honoríficos para estudiantes muy brillantes o capacitados. Si se pusiera a disposición de
aquellos que rinden a un nivel medio o por debajo de la media, esta oportunidad tendría
efectos muy positivos. De hecho, cuando niños procedentes de familias problemáticas, con
problemas relacionados con el nivel de atención y la capacidad organizativa, se introducen en
este tipo de enseñanza dinámica, evolucionan extraordinariamente bien. Los observadores
han atribuido las mejoras, casi siempre, a la novedad de la atención y a la preocupación,
desacostumbradas, por parte de aquellas personas que se hacen cargo de ellos. Pero su
mejor rendimiento refleja, de hecho, algo que va más allá de un incremento motivacional:
demuestra cambios en el mismo proceso de aprendizaje.
Un segundo punto esencial de la reforma educativa está en consonancia con los últimos
avances y es tan conocido como el refrán «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy».
Sise espera que el niño llegue a la edad preescolar, o incluso a la edad escolar, para
comenzar a prepararlo para el trabajo académico, desaprovechamos los años más impor-
tantes para el aprendizaje de toda su vida. Cuando está a punto de comenzar la etapa
preescolar, a los tres años de edad, su cerebro ya ha alcanzado de dos terceras a tres cuartas
partes de su tamaño adulto. A la edad de cinco años, cuando entra en preescolar, el cerebro
se ha desarrollado de tal manera, que el niño que no ha estado trabajando durante años los
abecés» básicos del aprendizaje se encuentra manifiesta si no irremediablemente retrasado
respecto de los demás niños. Un programa de reformas efectivo debería asegurarse, por lo
tanto, como primer objetivo, que todo niño que comience primaria tenga el imprescindible
nivel de atención y de comunicación y, a su vez, la capacidad de participar en las relaciones
con los demás. En el caso de las familias disfuncionales, este principio implica una
intervención precoz e intensiva. Para aquellos que afrontan importantes dificultades
perceptivas o procesuales, una evaluación precisa y la consiguiente terapia sería lo más
adecuado.
Esto nos conduce al tercer requisito para una reforma eficaz: el reconocimiento de que las
diferencias individuales son reales, existen y tienen gran importancia. Esto no significa que
algunos niños son normales, mientras que otros tienen una discapacidad para el aprendizaje.
Significa, más bien, que cada niño tiene una forma particular de integrar las sensaciones y la
información propias de su particular nivel evolutivo. Como hemos visto, los niños cambian sus
sensibilidades, sus disposiciones y sus actitudes de tal forma que, indudablemente, está
afectará a su disposición ante la escuela. El niño hipersensitivo, el niño ensimismado, el niño
provocativo, entre otros, cada uno de ellos afronta sus propias dificultades para satisfacer las
exigencias de la clase. Los niños también inician la escolaridad en unos niveles muy
diferentes en su proceso evolutivo. Algunos ya son capaces, entonces, de regular sus
conductas e incluso de reflexionar sobre sus pensamientos y sentimientos. Otros no alcanzan
es-tos logros hasta al cabo de algunos años o acaso nunca. Para lograr el máximo progreso,
cada niño necesita un aprendizaje que tenga en cuenta su nivel evolutivo.
Si los niños que han sido privados de las necesarias experiencias propias de su etapa
evolutiva deben tener una oportunidad para desarrollarse intelectual y emocionalmente,
tenemos que encontrarla forma para proporcionarles estas experiencias. Mantener junto un
pequeño grupo de niños, con el mismo profesor, durante unos cuantos años—un modelo
empleado, ahora, en algunos colegios privados— constituye una manera de construir unos
vínculos estrechos entre los niños y los adultos que se hacen cargo de ellos. Los entrenadores
de deportistas que trabajan estrechamente con jóvenes durante un largo período de tiempo
desarrollan unas relaciones similares. Los programas de tutoría serios en los que los adultos
se emparejan con niños individualmente o en pequeños grupos a los que ven, al menos, unas
cuantas veces por semana y, en el mejor de los casos, a diario, también han resultado
exitosos de cara a ese objetivo.` Al estar al frente de las vidas de estos jóvenes, ayudándoles
a hablar sobre los problemas cotidianos y a resolverlos, supervisando el rendimiento escolar,
introduciéndolos en nuevas y saludables experiencias y en las provechosas actividades
recreativas que ofrece la comunidad, haciendo gala habitualmente de una actitud interesada
y estimulante, estos mentores han ayudado a estimular el desarrollo de los niños.
Relaciones como éstas pueden surgir en las más diversas esferas organizativas, incluyendo
los programas extraescolares que compaginan la supervisión de los deberes con el ocio,
programas de radio para gente joven y grupos de jóvenes en el ámbito parroquial. Algunos
colegios que se especializan en el trabajo con niños de alto riesgo, asignan a cada alumno un
profesor o miembro del personal docente que pasa entonces, cada día, determinado tiempo
con él. Los colegios son, realmente, las instituciones mejor equipadas para llevar a cabo unos
programas de tutoría eficaces, por el papel tan central que desempeñan en la vida de los
niños.
Las relaciones de tutela funcionan mejor cuando se basan en compromisos formales que
los adultos aceptan a sabiendas. Si se sustentan exclusivamente en un gesto de buena
voluntad, los mentores podrían claudicar demasiado pronto si el niño se mete en pr oblemas
serios.
Como ocurre en cualquier relación educativa, el mentor necesita sintonizar con el nivel de
desarrollo del niño, seguir su pauta, implicarle en temas y actividades de interés y, quizá lo
más importante, perseverar incluso cuando el niño se vuelve agresivo o se retrae.
Los niños acogidos en programas de educación especial también necesitan estas
relaciones intensas y duraderas con personas adultas. De todas las áreas del ámbito
pedagógico, la educación especial ha sido la que, desde el punto de vista histórico, ha
mostrado un mayor conocimiento de la realidad y más ha resaltado la importancia de las
diferencias individuales. Como hemos visto, una labor experta por parte de unos profesores
formados para trabajar con estos hechos diferenciales a menudo permite que niños con
problemas tan serios como el autismo puedan tener éxitos académicos. A pesar de su interés
por satisfacer las necesidades de cada niño, el campo de la educación especial todavía resalta
poco la importancia de las relaciones afectivas en el proceso de aprendizaje. Se deben
rediseñar los programas para incorporar el enfoque evolutivo, requiriendo una interacción
muy intensa en grupos muy reducidos de niños. Describiré un programa de estas
características en un próximo libro.
También se debe revisar la vigencia de otros programas educativos. En los programas
actuales de educación especial, los niños que presentan deficiencias similares son a menudo
agrupados o bien dentro de su propia clase o, transversalmente, a través de todos los cursos.
Si bien constituye una forma eficaz para ofrecer unos servicios especializados, puede excluir a
los niños del aspecto más importante del desarrollo intelectual: la interacción con personas
diferentes.
Una disposición que tenga éxito en la integración de los niños con necesidades especiales
requiere, antes que nada, más recursos económicos, clases más reducidas y un
asesoramiento especializado para el profesor, que debe manejar una gama incluso más
amplia de habilidades, recursos y sensibilidades. Utilizar la integración únicamente como un
medio para ahorrar el dinero de la educación especial, convierte este objetivo tan loable en
una mera burla. En lugar de que los niños con experiencias y potenciales diferentes estén
todavía más juntos, sus padres se enfrentan entre ellos en un intento de obtener plenas
garantías de que sus hijos obtienen todo lo que necesitan de un fondo común insatisfactorio.
Si se llevaran a cabo estas reformas, los colegios serían unos lugares muy diferentes.
Pero, después de todo, ¿qué aspectos incitarían a una persona sensible a pensar que un niño
humano —descendiente de decenas de miles de generaciones de personas que pasaron sus
días trabajan-do, de forma activa, para garantizar su subsistencia— podría encontrar
apetecible estar sentado en una habitación con un adulto y con otros veinticinco niños o más,
durante seis horas al día, a lo largo de doce, dieciséis o dieciocho años? Nuestros
predecesores aprendieron actuando, asumiendo responsabilidades bajo la supervi sión estricta
de personas más experimentadas que podían impartir conceptos, conocimientos y
habilidades.
Una escuela estructurada de acuerdo con el modelo evolutivo haría trabajar a los niños en
estrecho contacto con los adultos, durante todo el día, con los profesores durante las clases
académicas y con tutores el resto del tiempo. En muchos casos, los profesores trabajarían
con los niños individualmente, o en grupos de dos o de tres. Actualmente, el sistema
educativo califica a menudo a aquellos niños que no pueden trabajar en grupo como
irrecuperables para la educación.
Pero ¿cómo se las arreglarán nuestros sistemas escolares, tan amordazados
económicamente, para reclutar a tantos adultos dispuestos a hacerse cargo de los niños,
como requiere el modelo evolutivo aplicado al campo de la educación? Si cada niño que lo
necesita dispone de un mentor, si cada niño que lo necesita trabaja en un grupo reducido con
un profesor, entonces la proporción entre niños y adultos debe cambiar radicalmente. No
obstante, como han mostrado muchos programas exitosos, muchos de los adultos no
necesitan ser especialistas en pedagogía. Los colegios pueden incorporar a padres, abuelos,
vecinos, personas jubiladas v otros miembros de la comunidad que pueden contribuir, du-
rante cierto tiempo, como voluntarios, haciendo las funciones de tutores o de ayudantes.
No obstante, incluso con la incorporación masiva de voluntarios, los extensos sistemas de
enseñanza públicos probablemente no puedan ofrecer a todos los niños un día entero de
instrucción intensa, unipersonal o en grupos reducidos, como la que se ofrece habitualmente
en los mejores colegios privados. Pero incluso los colegios con serios problemas económicos
podrían conseguir que cada niño pudiera recibir la atención plena de un adulto —un auxiliar o
quizá, incluso, un voluntario con formación, acaso un profesor— para una hora, más o
menos, de instrucción cada día. En estas circunstancias, incluso un niño como Henry acabaría
descubriendo cómo leer, calcular, escribir y, lo más importante, cómo aprender.
Unas actividades de grupo bien supervisadas podrían ocupar el resto del tiempo. Una
oferta de actividades constructivas y no gravosas darían a cada niño la oportunidad de tener
éxito en algo (o en muchas cosas) cada día. Música, teatro, deportes, ajedrez, artes plásticas,
grupos de de-bate, conversación en lenguas extranjeras, narración creativa, servicios
comunitarios, montar un pequeño negocio: cualquier tipo de actividad aportaría a los niños
experiencias que les ayudarían a adquirir las habilidades básicas del aprendizaje. En este
marco educativo, a los seis años de edad prácticamente todos los niños sabrían leer, muchos
de ellos franca-mente bien, muy al contrario del fracaso escolar tan común hoy en día. Todos
ellos habrían explorado nuevos ámbitos estimulantes. Ninguno habría padecido la angustiosa
amargura y la humillación que ahora alejan a tantos niños de las aulas. Si bien una escuela
de estas características, basada en unos principios procedentes del modelo evolut ivo,
transgrediría todos los criterios de normalidad que actualmente esclavizan tanto a los
profesores como a los alumnos, los rescataría para el auténtico aprendizaje.
Tenemos que afrontar, por lo tanto, una decisión muy clara. Podemos comenzar a
desarrollar todo el potencial de nuestros niños o continuar desechándolo en gran medida.
Podemos ofrecer una educación que respete y estimule las aptitudes de los niños o que las
rechace, y de paso también a ellos. Conceptos equivocados sobre el funcionamiento men tal
nos han avalado en la anterior trayectoria. Dados los resultados de las investigaciones más
recientes sobre la inteligencia humana, ya no tenemos excusa alguna para dejar que continúe
este despilfarro.
Para dar lugar a un cambio, tenemos que ofrecer algo más que un programa modelo aquí
y allá, dado que muchas de estas iniciativas innovadoras, especialmente en parvularios y en
los primeros cursos de primaria, han sido dignas de elogio. Los textos de Reuven Feuerstein,
Howard Gardner y Jim Comer, al igual que los consejos sobre los planes de estudio de
orientación evolutiva de la National Association for the Education of Young Children,
constituyen unos pocos ejemplos de modelos bien desarrollados E Pero este tipo de enfoques
dinámicos no han sido aprovechados por la inmensa mayoría de los colegios en los diferentes
ciclos.
Parte de la impenetrabilidad del statu quo se debe a los obstáculos administrativos,
burocráticos, políticos y financieros. En un nivel más profundo que estos problemas,
potencialmente solventables, se sitúa la persistente pero errónea creencia de que la
inteligencia y el afecto constituyen dos ámbitos separados de la experiencia. Por mucho que
los investigadores hayan acumulado datos irrevocables sobre el carácter adaptativo de los
sentimientos durante más de cien años, la escisión dualística entre la inteligencia y la
emoción, que se remonta, casi, a los orígenes de nuestra civilización, probablemente continúe
prevaleciendo hasta que la perspectiva evolutiva se comprenda y acepte plenam ente.
Un sistema educativo que se ajuste a las necesidades de nuestra sociedad está obligado a
reconocer los niveles evolutivos de los niños, a trabajar con las diferencias individuales y a
estimular las interacciones afectivas dinámicas. No necesitamos justificar estas interacciones
diciendo que forman parte de una instrucción en habilidades sociales, o de otros objetivos
deseables, que deberían permanecer, como sostienen algunos, dentro de la esfera familiar.
Su importancia ha quedado demostrada más bien por el hecho de estar estrechamente
entrelazadas con el proceso de aprendizaje.
Capítulo 1 1

Resolución de conflictos
y diferentes niveles mentales

Los niños nos pueden enseñar mucho sobre cómo no solucionar los conflictos. Mientras la
resolución de conflictos constituye una fuente inagotable de trabajo para la policía, abogados,
jueces, consejeros matrimoniales y diplomáticos, la mayoría de las personas la experimentan
por primera vez en la sala de juegos o en el patio del colegio. Después de todo, mu chos
contendientes, sean miembros de bandas, de bufetes de abogados, grupos étnicos o naciones
rivales, se siguen comportando como los niños que fueron en su día. Dos hombres maduros a
punto de perder los estribos por quién divisó en primer lugar el único taburete va-cío de la
barra del bar se parecen enormemente aun par de párvulos empujándose uno a otro por la
posesión de un coche de juguete. Un atleta profesional que se niega a ponerse su uniforme
de equipo si no igualan su sueldo al de un compañero de equipo actúa de forma tan
envidiosa como un niño de siete años que se queja de que otro niño ha disfrutado del mismo
juego más tiempo que él. Un delincuente juvenil que le propina un puñetazo a un transeúnte
cuya expresión juzga como irrespetuosa actúa, ante lo que le parece una humillación, de la
misma forma que un niño de tres años que le pone la zancadilla a un compañero de clase por
insultarle. Si bien otras emociones también encienden la discordia, esta tríada —avaricia,
envidia y humillación— da pie ala mayoría de los conflictos, sean riñas por la zona de juego o
guerras.

NIVELES DE DESACUERDO

No sólo las emociones implicadas, sino también las diferentes mane-ras de manejar los
conflictos tienen su origen en la infancia. Cuando los conflictos permanecen irresueltos, a
menudo calificamos la conducta in-transigente y mezquina del adversario como infantil. Quizá
la característica que diferencia de forma más evidente el planteamiento del niño —y de una
persona de cualquier edad que tiene dificultades para manejar los conflictos— del tipo de
actitud que consideramos madura es el recurso a la acción impulsiva, o a lo que
denominamos acción «concreta», más que a la capacidad reflexiva.
La conducta concreta tiene su origen en unos sentimientos traducidos, de forma
inmediata, en acción. Cuando una persona que ansía de ese modo desea algo, siente su
deseo como una realidad con derecho propio que le incita a actuar. Si ansía una golosina de
color rojo la coge, sin más. Un amigo o su marido la hacen enfadar, y p or lo tanto lo golpea
furiosamente. La promoción de un socio la hace sentirse celosa, por lo que difunde una
historia maliciosa sobre su rival. Para una persona estancada en este nivel, las emociones
fuertes no ofrecen otra alternativa que la búsqueda de la gratificación inmediata.
Una persona que actúa de modo reflexivo, por el contrario, se da cuenta de que sus
reacciones emocionales no existen de forma independiente, fuera de su cabeza. Sus
sentimientos carecen de poder, por sí mismos, para forzar cualquier acción concreta. Es
posible que desee una golosina pero, sabiendo que tiene que controlar su nivel de colesterol,
reflexiona sobre su deseo, lo modera y, en su lugar, elige una manzana. Un amigo o su
marido la hacen enfadar, ella expresa sus sentimientos de forma no amenazadora y restaura
la amistad. Los sentimientos de envidia aparecen cuando observa el éxito ajeno para, acto
seguido, entrevistarse con su superior para ver qué méritos puede hacer para ser ascendida.
Los sentimientos de una persona reflexiva indican la necesidad de reconocer una situación y
de modificarla, en lugar de desencadenar una acción concreta. No niega la existencia de sus
emociones, las utiliza corno punto de partida para enjuiciar los hechos. Más que conducirla a
la acción inmediata, los sentimientos ponen en marcha un proceso mental que evalúa la
mejor forma de actuar. Cuando dos personas que están seriamente enfrentadas entre ellas
acaban estallando, las posibilidades de restablecer su relación quedan mermadas. Esta
posibilidad únicamente existe cuando los debatientes pueden reaccionar de forma reflexiva
más que impulsiva, apreciar las necesidades y los deseos del otro y sopesar el curso más
álgido de la acción.
Las personas que tienen dificultades para resolver problemas también se parecen en otros
aspectos a los niños pequeños. Su tendencia a polarizar los asuntos, por ejemplo, les lleva a
distorsionar las experiencias y expresar sus puntos de vista mediante exigencias inflexibles,
eslóganes y rituales. Se ven a sí mismos como los buenos de la película, los defensores leales
de criterios justos. Sus adversarios, por definición, unos malvados que sólo piensan en sí
mismos, deben defender, por lo tanto, unos principios que encarnan el mal. Todo lo bueno
está de un lado, todo lo malo del otro. Esta actitud se puede observar en niños de tres años,
la edad en la que empiezan a echarle la culpa a los demás. «¡Él me pegó primero!», exclama
un pequeño entre sollozos olvidándose, oportunamente, de la «broma» que ocasionó el
primer puñetazo. Los hermanos más pequeños provocan con gran astucia a los mayores...
siempre que sus padres no los vean, por supuesto. Mientras la víctima inocente se desgañita,
el hermano o la hermana mayor es castigado por golpear primero.
En cuanto los contendientes de cualquier edad polarizan la situación, las posiciones se
endurecen y ofuscan cualquier percepción de que la otra persona también puede tener un
motivo de queja legítimo. Cada uno pasa por alto su propia contribución al incremento del
conflicto y se cree su propia versión vanidosa de los acontecimientos. La interpretación que
sobre las causas de la segunda guerra mundial se escucharon en Japón, por ejemplo, dejó
anonadados a los norteamericanos con sus proclamas victimistas y su desestimaci ón de lo
ocurrido en Pearl Harbor. El conflicto del Oriente Medio tiene su origen en una pasión vivida
de forma similar en ambos bandos y de la convicción respectiva de ostentar la verdad
absoluta. En los conflictos de pareja, ambos cónyuges olvidan su propio papel de
instigadores. Los padres, furiosos con sus hijos rebeldes y desagradecidos, a menudo se
olvidan de su propia contribución al conflicto familiar.
La polarización no sólo estimula la distorsión sino que, de hecho, la requiere. ¿Cómo, si
no, podría alguien que hubiera sopesado los argumentos de cada parte dejar de ver las
múltiples causas del conflicto? ¿Cómo podría alguien que tuviera alguna experiencia en la
vida pensar que una regla o determinado principio sigue estando vigente en cual -quiera de
las diferentes circunstancias posibles? ¿O que los motivos esgrimidos por alguien reflejan
siempre toda la verdad? ¿O que todo un colectivo repudiado de personas actúa siempre de
forma especialmente detestable? Este tipo de distorsiones y de visiones estereotipadas de la
realidad son fomentadas por lemas simplistas como el «Antes muertos que rojos» de los
partidarios de Mc Carthy y pueden dar lugar a terribles actos de terror ritualista, como los
llevados a cabo por hombres anónimos, vestidos con capuchas blancas, quemando, a
medianoche, una cruz en una pradera.
El pensamiento polarizado es propio de la expresión de odio hacia toda aquella persona
que pertenece a determinado grupo racial, nacional o religioso por razones de nacimiento.
Tanto las bandas juveniles como los ideólogos dividen el mundo en «nosotros» y «ellos».
Esta forma de pensar alienta creencias anquilosadas que cierran las puertas aun análisis
objetivo. «Todas las niñas son unas tontas», gritan los niños de tercero de primaria mientras
lanzan globos de agua a través del patio del colegio. Las frases hechas y los epitafios
abundan: «Yanquis, iros a casa», la noción del «peligro amarillo», la idea de que los policías
son unos «cerdos»... la lista es interminable. Los eslóganes borran todas las tonalidades
grises, los matices que se requieren para una valoración precisa de un individuo o de una
situación. Las respuestas ritualizadas impiden a las personas darse cuenta de que lo ven todo
en blanco o negro.
La polarización también alimenta la necesidad de ganar incondicionalmente. La única
solución satisfactoria consiste en la plena consecución de las exigencias más importantes. El
grupo A, por ejemplo, debe poseer toda la tierra prometida por Dios, conquistada para ellos
por su héroe legendario o habitada originariamente por sus gentes. El grupo B debe controlar
totalmente el gobierno, negando a sus adversarios la ocasión de ejercer el poder.
En las negociaciones, los partidos son capaces, a veces, de clasificar sus objetivos por
orden de prioridades, y descubren que ambas partes pueden alcanzar las metas más
ansiadas. Más a menudo, sin embargo, la resolución de conflictos implica algún tipo de
compromiso, dejando de lado cada partido alguno de los objetivos anteriormente calificados
de decisivos. En las negociaciones entabladas entre Israel y sus vecinos árabes, por ejemplo,
Israel puede estar dispuesta a devolver territorios conquistados en pasadas guerras de cara a
un acuerdo de paz y garantías de seguridad. Cada una de las partes obtiene algo y renuncia a
algo. Una resolución de estas características únicamente se puede presentar cuando las
personas responsables pueden dejar de lado la conducta impulsiva y la polarización. La
relación que establecen dos personas que están negociando un contrato, o dos vecinos con
ideas diferentes sobre la altura de la valla que debe separar ambas propiedades o qué tipo de
abono utilizar en sus campos, requiere tiempo para que ambas partes puedan reflexio nar y
comprender qué quiere alcanzar realmente cada uno de ellos.
La resolución de conflictos no es, sin embargo, una tarea exclusiva-mente cognitiva o un
cálculo racional de las diferentes opciones. También implica otras capacidades: tanto el
intento de comprender al otro como la sensibilidad moral tienen su origen en la superación de
los diferentes niveles del desarrollo emocional. La capacidad de una persona para manejar
conflictos es, en muchos aspectos, una variante natural de su conciencia ética o moral. La
resolución exitosa de conflictos requiere la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de
reconocer y asumir con delicadeza los objetivos de la otra parte. Resulta difícil ceder en
alguno de los objetivos si no se es capaz de comprender intuitivamente las razo nes por las
cuales la otra persona defiende sus intereses de forma tan intensa.
La capacidad para comprender a los demás, comparar su punto de vista con el propio y,
posteriormente, considerar diferentes vías de negociación, requiere algo más que perspicacia.
Muchas personas analizan a los demás y sus intenciones para intentarlos engañar. Este tipo
de manipulaciones perpetúan, más que resuelven, los conflictos. Un niño que compite con
otro por determinado regalo bajo el árbol de Navidad de la escuela puede poner una caja
vacía con preciosos lazos de adorno en el montón de regalos. Cuando regatea con el otro
niño, destaca el tamaño enorme de la caja que él ha aportado y sus llamativos lazos rojos.
Incluso le puede convencer de que no está permitido abrir su regalo hasta el final. No hace
falta decir que cuando el otro niño abre su caja y única-mente ve papel de seda, la tregua,
momentáneamente conquistada, habrá llegado a su final. Por absurdo que parezca este
ejemplo, el comportamiento descarado del niño es similar al de muchas negociacione s del
mundo empresarial o de las relaciones laborales.
Una resolución duradera de conflictos requiere un elevado desarrollo moral. Implica una
negociación delicada y equitativa de las necesidades reales de ambas partes. Una resolución
en la que ambos bandos ce-den un poco y obtienen algo a cambio requiere un considerable
grado de madurez por ambas partes. Individuos inmaduros pero codiciosos, por su parte,
pueden negociar, simplemente, para obtener mayores ventajas y no para resolver los
problemas de verdad. Estas «resoluciones» pocas veces perduran. El conflicto queda
apaciguado, temporalmente, hasta que una de las partes descubre que la caja está vacía.
Otro error común en la resolución de conflictos parte de la suposición de que las partes
implicadas tienen la capacidad de representar sus propios intereses a la vez que, de forma
simbólica, los intereses de los de-más. Las personas que no tienen esta capacidad
únicamente pueden expresar sus intenciones y sus deseos. Un niño que piensa que puede
obtener todo aquello que desea simplemente cogiéndolo, a menudo apenas puede imaginar
sus propias necesidades y sus deseos a través de un esta-do emocional abstracto, una
necesidad imperiosa, un anhelo o un deseo. Simplemente, se imagina lo que quiere. Aborda
el conflicto con la única preocupación de incrementar la probabilidad inmediata de obtener lo
que desea, no de reflexionar o de identificarse con las necesidades de los demás, lo que
podría llevar a una resolución duradera.
La tendencia a la polarización, la incapacidad de manejar los diferentes matices de grises y
las emociones sutiles o ambivalentes crean, en par-te, una dificultad adicional a la hora de
resolver conflictos. Los sentimientos de tristeza y de desorientación acompañan, a menudo, a
la sensación de alivio y de satisfacción por haber completado de forma exitosa las
negociaciones.
Aquellos que actúan según la ley del todo o nada tienen grandes dificultades para aceptar
estas áreas grises, por cuanto el alcance de algún acuerdo otorga a ambas partes al menos
algo de lo que deseaban pero, al mismo tiempo, deja también a ambos un regusto
ciertamente amargo. El hecho de que una salida del conflicto es mejor para ambos que la
continuidad del mismo se pasa completamente por alto. La capacidad de tolerar la pérdida y
el desencanto sin coger un berrinche ni caer en la depresión constituye una capacidad mental
evolucionada. Esta capacidad tiene sus raíces en los primeros cinco años de vida, si bien no
se desarrolla plenamente, ni en el mejor de los casos, antes de los nueve, los diez o incluso
los doce años. Muchas personas se esfuerzan toda su vida por adquirirla.

ENSEÑAR LA RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS

La enseñanza en la escuela de las estrategias para resolver conflictos presupone, muchas


veces, que la mayoría de los niños serán capaces de solventar sus desacuerdos si conocen
algunos de los pasos que conviene dar, como no pegar ni hacer daño, hablar más que actuar,
e intentar buscar el compromiso. Por muy importantes que sean estas medidas, muchos
adultos y niños no tienen los fundamentos emocionales subyacentes para poderlas seguir más
que de forma mecánica.
Cuando se carece de sensibilidad hacia la otra persona y de capacidad para tolerar la
decepción, las personas recaen en el pensamiento polarizado y en la conducta irreflexiva. Una
persona que no puede retener et su mente unos cuantos sentimientos diferentes, nombrarlos
y observa las conexiones entre ellos, no será capaz de evaluar el alcance de los sentimientos
que motivan al adversario o de imaginar los incentivos que 1, podrían llevar a negociar. No
puede seleccionar las estrategias que le permitirían considerar de forma simultánea los
deseos propios y ajenos, cot la finalidad de seleccionar los objetivos y las aspiraciones
competentes.
Decir que una persona no tiene esta capacidad reflexiva no significa sin embargo, que esté
totalmente desarmada ante la ambigüedad emocional. Aunque sólo pueda mencionar algunos
de sus sentimientos («Estoy realmente molesto por este comentario»), pero no un conjunto
da sentimientos opuestos («Estoy realmente molesto por este comentario pero no quiero
generar un conflicto en la familia») puede, de hecho «contar hasta diez» antes de pasar a la
acción, y su forma de procedes será menos impulsiva.
En la enseñanza de la resolución de conflictos se echa mano, mucha: veces, de la teoría
de los juegos. Tanto si se aplica en el desarme nuclear como ante una discusión sobre quién
recibió más caramelos, la teoría de los juegos demuestra que cuando dos bandos enfrentados
intentan con-seguir sus propósitos según la ley del todo o nada, a menudo acaban perdiendo
lo que ya tienen: perdiéndose el caramelo o destruyendo el mundo Por el contrario, cuando
existen concesiones mutuas y ambos bando: son capaces de matizar sus posiciones, t anto
unos como otros alcanzar el máximo de sus ganancias. La capacidad de aceptar unas cuantas
tonalidades de grises requiere, no obstante, un nivel de pensamiento emocional superior al
de muchos adversarios.
La capacidad de resolver conflictos se basa en tres habilidades fundamentales,
desarrolladas a lo largo de muchos años: la capacidad de sintonizar con los demás y de
imaginarse a uno mismo en su situación; la capacidad de representar simbólicamente las
intenciones propias y ajenas; y la capacidad de tolerar la decepción, lo que posibilita un
pensamiento matizado. El aprendizaje de los métodos para la resolución de conflictos
requiere, como mínimo, una considerable madurez por parte del estudiante; en caso
contrario, su conocimiento se erige sobre arenas movedizas
Al enseñar cómo resolver conflictos debemos estimular, por lo tanto, las habilidades
emocionales que le acompañan. Esto puede significar tener que dar unos cuantos pasos hacia
atrás antes de poder avanzar. Los niños que han carecido de unas relaciones afectuosas y
consecuentes deben aprender a confiar en los demás en las relaciones estrechas y a desa-
rrollar comprensión hacia el otro. Si el niño no tiene en su casa aun adulto implicado en su
educación, deberá encontrar esta relación en el colegio, en un equipo deportivo, en una
tutoría, en el grupo de jóvenes de la parroquia o en cualquier otro marco relaciona) estable.
A los niños que tienden a exteriorizar sus emociones por la vía conductual se les debe ayudar
para que aprendan a expresar sus emociones y sus deseos verbalmente, y aquellos cuyo
pensamiento se polariza con facilidad necesitan aprender a tolerar la ambivalencia
relacionando los sentimientos de decepción y de pérdida con los de satisfacción y ganancia.
Los programas que pretenden enseñar la resolución de conflictos de forma efectiva, tanto
a niños como a adultos, deben comenzar en un nivel mucho más elemental que el de perfilar
las estrategias de la negociación. Deben ayudar a construir las estructuras emocionales que
sirvan de base para las capacidades mentales superiores necesarias para negociar acuerdos
mutuamente satisfactorios. No hace falta decir que estos fundamentos emocionales no se
adquieren únicamente en clases semanales, cursos intensivos o internados. Aunque estas
iniciativas pueden constituir una gran ayuda para aquellas personas cuyo pensamiento puede
considerarse maduro, los aspectos esenciales de la resolución de conflic tos únicamente se
aprenden en las experiencias del día a día que permiten a las personas avanzar a través de
las diferentes etapas del desarrollo emocional. No se puede esperar que un niño irritable, con
carencias afectivas, que no tiene amigos ni otros vínculos estrechos, acabe siendo un adulto
capaz de alcanzar acuerdos con un adversario. El miedo a los conflictos puede llevar, en
ocasiones, a un aparente alto el fuego, pero la auténtica capacidad para resolver los
conflictos crece desde dentro.
Capítulo 12

Matrimonio

Los efectos de un desarrollo emocional insatisfactorio y de una inmadurez mental no se


manifiestan en ninguna parte de forma tan clara como en la relación matrimonial. La mitad
de las esposas y de los esposos no son capaces de aclarar sus diferencias y de mantener una
vida familiar estable. Si bien muchos parecen casarse por motivos aparentemente
«verdaderos» v se complementan en lo personal, finalmente acaban yendo a la deriva o se
enemistan entre ellos. La capacidad de hacer frente a los cambios, como el nacimiento de los
hijos, los problemas económicos y los cambios de trabajo, y, a la vez, permanecer unidos y
comprometidos, parece fuera del alcance de la mayoría de las parejas.
George y Alice, por ejemplo, parecían hechos el uno para el otro; todo el mundo lo decía.
El afecto y los desvelos de ella recordaban la seguridad emocional que había disfrutado por
parte de su cariñosa madre. Su forma de hacer tranquila y eficaz la protegían de muchos pro-
blemas —aparatos eléctricos estropeados, averías misteriosas del coche y su miedo a los
ladrones— que la alteraban, preocupaban o acobardaban. Desde un principio, su buen
aspecto v su evidente pasión hacían pensar que George sería el compañero sexual fiable y
considerado que necesitaba.
Compartieron un noviazgo en el que pudieron dar y recibir lo que cada uno más deseaba.
A ella siempre le habían seducido los hombres a los que les gustaba sentirse mimados y había
admirado a las mujeres que podían satisfacer esta necesidad. Todas las relaciones serias que
él había mantenido eran con mujeres muy solícitas y atentas. Sus respectivas familias y sus
amigos estaban encantados con su relación y acudieron a la boda sin las incertidumbres que
tan a menudo acompañan a los enlaces en estos tiempos tan difíciles. Nadie dudaba de que
Alice y George estaban destinados a celebrar unas alegres bodas de oro, rodeados por una
prole numerosa y feliz.
Para sorpresa de todos, ellos inclusive, sólo diez años después, y con dos hijos a cuestas,
George y Alice se volvieron a encontrar, no en el altar, renovando su compromiso, sino en el
juzgado, para romperlo. La relación amorosa de los primeros tiempos había degenerado en
continuas riñas y en un resentimiento interrumpido, de forma intermitente, por disputas
llenas de rencor. Ella era «controladora y entrometida», declaraba George. El era
«inaccesible, hipercrítico y descuidado», según decía Alice. Las «regañinas incesantes e
injustificadas» de ella y la «frialdad y la denegación de afecto» de él hacían imposible su vida
en común. «Diferencias irreconciliables», confirmó el juez.
¿Qué aspectos alteraron el matrimonio de esta pareja tan bien avenida y entregada para
convertirlo, sin embargo, en otro desdichado fracaso? Los norteamericanos se hacen esta
pregunta millones de veces al año, cuando parejas no menos comprometidas, no menos
sinceras, no menos esperanzadas que George y Alice, observan cómo su matrimonio se va
desintegrando. La mayoría de ellos, cautivados por el ideal romántico de nuestra cultura, se
casaron por amor. Pero demasiado pronto, muchos se encuentran a sí mismos
inexplicablemente separados por una amargura que no pueden superar ni comprender en su
profundidad. Los observa-dores ofrecen los más diversos motivos para justificar estas crisis
tan frecuentes, culpando a la creciente indefinición de los roles sexuales, a las crecientes
presiones económicas, a unas costumbres sexuales cada vez más desinhibidas, al cambio de
los valores morales, a una menor capacidad de compromiso y al estrés social. Pero, por muy
válidos que sean es-tos criterios, estas generalidades culturales tan vagas no explican del
todo el fracaso de tantos matrimonios.
Nuestra perspectiva evolutiva nos ayuda a identificar, con toda pre-cisión, los procesos
que llevan al deterioro de las relaciones de pareja. Hace referencia, ante todo, a una causa
primordial, no suficientemente considerada: muchas personas inteligentes y exitosas carecen
de las capacidades emocionales necesarias para hacer frente a los conflictos previsibles que
asoman en el curso de toda vida matrimonial.

EL CONTRATO OCULTO

Como cualquier relación duradera de pareja, un matrimonio suele encontrarse con


problemas inesperados y, en consecuencia, con una capacidad potencial para la discordia a
medida que las circunstancias van cambiando. Para preservar su relación, los cónyuges deben
poseer una considerable capacidad reflexiva, necesaria para reajustar sus papeles y sus
expectativas, tantas veces como haga falta, para adaptarse a la situación presente. De hecho,
un requisito absolutamente básico para formar cualquier alianza que resulte fructífera , y no
digamos ya que tenga un éxito floreciente a lo largo de un período largo de tiempo —tanto si
es un matrimonio, una relación profesional, un equipo deportivo o un club —es que los
implicados tengan los medios y la capacidad necesarios para realizar cambios y zanjar los
conflictos. Dicho en otras palabras, deben ser capaces de renegociar el contrato que define
su relación en cuanto haya necesidad de ello.
Los socios de una empresa suelen especificar las condiciones de su colaboración en
extensos contratos redactados por abogados conocedores de los problemas que pueden
surgir. Los equipos deportivos actúan de acuerdo a las costumbres habituales de su
especialidad, tal como las interpretan los entrenadores, mánagers, directores deportivos o
árbitros. Las organizaciones se rigen por los estatutos.
Los matrimonios también actúan según unos acuerdos, alcanzados por la pareja, que
hacen referencia a las obligaciones y a los derechos respectivos y que ambos aceptan. Pero a
diferencia de los contratos de las empresas, los equipos o los clubes, los acuerdos a los que
llega la pareja al casarse habitualmente no suelen ser explícitos. Mientras los recién ca sados
pueden decidir claramente quién prepara la comida y quién la declaración de la renta, si
desean tener hijos, o no, dónde vivirán y qué cubertería elegirán, muchos aspectos más
importantes no se abordan: quién tranquiliza, manda, depende o se preocupa a/de quién.
Además, cada cónyuge aporta al matrimonio todo un compendio de presunciones no
verbalizadas acerca de estos temas, modeladas durante mucho tiempo en las relaciones entre
sus respectivos padres.
Dos personas que se quieren rara vez debaten abiertamente su relación emocional.
Realmente, la certeza de que la persona querida comprende los deseos y las creencias más
profundas sin que se tengan que explicitar constituye precisamente un aspecto central de la
magia del enamoramiento. En su lugar, guiados en parte por las expectativas per sonales y
culturales y en parte por las necesidades conscientes e inconscientes, las parejas negocian
tácitamente, durante su noviazgo, cómo encarar el futuro. A través de estas negociaciones
iniciales, a menudo llegan a acuerdos precisos y mutuamente satisfactorios, dado que, al
margen de la mitología, las personas no escogen sus parejas al azar. Aparte de las in-
superables cualidades del amor, un individuo se compromete con otro debido al placer
fascinante de sentirse absolutamente comprendido; dicho de otra forma, porque las
características valoradas se ajustan a las necesidades profundas de la propia psicología.
George y Alce se complementaron mutuamente en aspectos muy importantes. La
necesidad de ella de alcanzar satisfacción, identidad y autoestima cuidándole a él se ajustaba
a su intensa—pero no declarada—necesidad de ser también ella atendida y cuidada. El,
entretanto, desarrolló un sentido del poder y la eficacia mediante el cual solventaba las difi-
cultades prácticas de las que ella necesitaba sentirse protegida. Cada uno admiraba y
disfrutaba la compañía del otro, y ambos valoraban su relación debido al sentido de seguridad
y de aceptación incondicional que ambos percibían al estar juntos. Se enamoraron al calor de
su mutua es-tima y realización. O, lo que es lo mismo, ambos pensaron haber encon trado por
fin esa relación estable y profundamente gratificante que los norteamericanos creemos
constituye un derecho de nacimiento de todo el mundo.
Desgraciadamente, los más diversos obstáculos se interpusieron en su camino para
impedirles realizar ese sueño de toda una vida. Nuestras creencias románticas sobre el
«enamoramiento» crean, por sí mismas, unas expectativas peligrosas. Al resaltar la pasividad
del individuo ante una fuerza inexorable, animan a la gente a pensar que las relaciones du -
raderas y sólidas son algo que sucede a las personas, más que algo que ellos van creando.
Según el mito, nada de lo que una persona hace activamente contribuye a que la inalterable
«química» perdure. Nada se debe o se puede hacer y, por lo tanto, a muchos les parece que
la magia se debe seguir manteniendo.
Estas presunciones comportan un conjunto de expectativas igual-mente poco realistas. En
su primer éxtasis, muchas personas enamoradas creen que el nuevo compañero aportará
todo aquello que habían ansiado vanamente en las relaciones precedentes. Estas expectativas
tan elevadas, mantenidas por los dos miembros de la pareja, acaban siendo un lastre para
ambos. Al actuar con la responsabilidad de cumplimentar las expectativas no expresadas
abiertamente, deben satisfacer unas normas e interpretar unos papeles sobre los cuales no
sólo no se habían puesto de acuerdo, sino de los que quizá no hayan oído hablar jamás. En
caso de que uno de los compañeros no cumpliera los requisitos de este contrato oculto, el
dolor y el enfado sentido por el cónyuge decepcionado darán paso progresivamente a la rabia
y a la acusación, culpando cada cónyuge al otro de las 1 disputas y fricciones que
inevitablemente acaban surgiendo.

El PAQUETE SORPRESA

El vínculo que mantiene unidas a las parejas en la primera fase de su relación amorosa
suele ser un sentido del bienestar y la seguridad que cada uno siente en presencia del otro,
una sensación que recuerda aquellos sentimientos que ambos pueden haber experimentado
de pequeños y que, consciente o inconscientemente, desean recuperar. En su paso a través
del noviazgo hacia el matrimonio, la pareja codifica este intercambio de satisfacciones y
gratificaciones en un contrato no oficializado. Las razones que, en un principio, les hicieron
fijarse el uno en el otro, constituyen expectativas implícitas grabadas en la psicología de
ambos.
Como otras muchas parejas, George y Atice alcanzaron durante su noviazgo, sin saberlo,
un equilibrio entre la necesidad de atención por parte de él y la de protección por parte de
ella. Cuando comenzaron a vivir juntos después de la boda experimentaron, no obstante, un
pequeño cambio. Ambos comenzaron a darse cuenta de las condiciones asociadas al
intercambio. El deseaba que ella aportara afecto y atenciones, pero sin lo que le parecían
intrusiones emocionales. Ella deseaba seguridad y la valoración de sus esfuerzos, pero no una
relación en la que las atenciones transcurrieran siempre de forma unidireccional.
Todo ser humano tiene rasgos al margen de los que cautivan a un compañe ro romántico.
Todos somos un complejo conjunto de atributos y de propiedades —deseos, creencias,
hábitos y recuerdos—, algunos de los cuales serán compatibles con los del compañero, pero
otros no. Junto con los rasgos que se compaginan perfectamente, los individuos aportan a la
relación otros que se ajustan menos o que incluso chocan frontalmente. Es absurdo que
alguien piense que otra persona debería encarnar únicamente aquellas características que él
o ella desea o necesita. Y, sin embargo, bajo la poderosa mitificación del amor romántico, eso
es justamente lo que muchos de nosotros hacemos. El deseo de George de sentirse apoyado
emocionalmente se vio acompañado por el resentimiento de una intromisión vivida como
controladora. Junto con el placer de Alice por mostrar interés y consideración, apareció el
sentimiento de que, a veces, ella también merecía que la tuvieran en cuenta. Pero ni George
ni Atice estaban dispuestos a aceptar tanto lo bueno como lo malo. La convivencia diaria les
hizo ser más conscientes todavía de los factores menos deseables de todo el paquete que
inicialmente habían ignorado. Comenzaron las peleas. ¿Por qué tenía que saber ella todos los
sitios a los que iba él? ¿Por qué no se podía mostrar él más cariñoso con ella? Olvidándose de
las características positivas que les habían llevado a estar juntos, comenzaron a dar éstas por
sentado para quejarse de los supuestos defectos del otro, los cuales, más que importantes
deficiencias caracteriales, eran aquellos aspectos de la personalidad que habían quedado
fuera del contrato original. Y el malestar de la pareja inició su andadura.
Cuando, primero un hijo, y posteriormente un segundo, ampliaron la familia, las fricciones
se intensificaron cada vez más. Los niños y sus exigencias modifican la naturaleza y el
equilibrio de cualquier pareja. Un cambio de estas características requiere una renegociación
completa de los diferentes roles y las responsabilidades. George y Alice, no obstante, se
tambalearon en busca de un nuevo equilibrio sin saber lo que les esperaba. La educación de
los chicos satisfizo ampliamente la naturaleza esencialmente maternal de Alice, pero la
agotaba, tanto física como mentalmente, de tal manera que las atenciones para con George
fueron cada vez menos frecuentes. Mientras tanto, cuando uno de los niños, hambriento o
espantado por una pesadilla, comenzaba a gritar a las tres de la madrugada y Alice acudía
para tranquilizarlo, se dio cuenta de que también ella deseaba a alguien que la cuidara.
George también constató que el contrato inicial comportaba limitaciones. Su función de
hombre arreglalotodo, que aportaba decisión y seguridad, era cada vez menos fiable al
asumir nuevas responsabilidades, incluyendo las horas extra para pagar el incremento de los
gastos familiares y para compensar la disminución de ingresos al trabajar Alice, únicamente,
media jornada. Nadie cambiaba las bombillas y el coche permanecía estropeado más tiempo
del habitual. Más ocupado y más cansado, obteniendo menos apoyo emocional y mayores
exigencias por parte de Alice, George la deseaba cada vez menos y estaba cada vez más
resentido con ella. Sus relaciones sexuales fueron disminuyendo a medida que él se fue
retirando emocionalmente de su esposa y comenzó a satisfacer parte de sus necesidades
afectivas pasando más tiempo con sus hijos.
Las parejas que realizan la transición hacia la parentalidad de forma satisfactoria alcanzan
un nuevo equilibrio entre sus necesidades y sus satisfacciones. Incapaces de dar y de recibir
la misma atención conyugal que antes, los miembros de la pareja satisfacen a menudo sus
necesidades de bienestar, de sentirse competentes y realizados, observándose mutua -mente
en el amor y en las atenciones que profesan a los niños o disfrutando del desarrollo saludable
de los mismos. El nuevo equilibrio amplía su rol y la definición de su persona, pasando de ser
simplemente esposos a compañeros que comparten las responsabilidades parentales.
George y Alice, por su parte, no llegaron a establecer un nuevo con-trato que resultara
satisfactorio para ambos. En su lugar, cada uno de ellos fue acumulando quejas a título
personal. Más que darse cuenta de que su mutuo malestar estaba relacionado con los
cambios propios de la transición de una pareja de novios, en primer lugar, a pare ja casada y,
posteriormente, a una familia con hijos, cada uno echaba la culpa de su propio dolor a los
defectos del otro. Atice se sentía desatendida, y no sólo echaba de menos la protección que
necesitaba para sentirse segura sino también, ocasionalmente, la intimidad propia de la vida
sexual. George se sentía desconsolado, abandonado incluso. La insatisfacción y la crispación
crónica fueron en aumento. Tanto George como Alice dieron por sentado que, al haberse
desvanecido los sentimientos amorosos del inicio, otro tanto había ocurrido con el cariño y el
interés que sentían el uno por el otro. Se declaró la guerra fría, salpicada con puntuales
batallas cada vez más frecuentes.
La triste trayectoria descendente que experimentan George y Alice es compartida por
innumerables hogares norteamericanos cada año. De forma parecida, millones de parejas se
encuentran a sí mismas atrapadas por el conflicto en cuanto cambian sus circunstancias y sus
contratos no explícitos, en un principio, quedan desfasados. Si el destino añade a estas
tensiones normales otras de mayor gravedad —un niño con una importante discapacidad
física o con un retraso evolutivo, una enfermedad grave o un fallecimiento en la familia,
descalabros económicos, desastres naturales, un traslado lejos de la familia y de los amigos,
o cualquier otra de las múltiples dificultades o desgracias que pueden afectar a las personas —
entonces la posibilidad de malentendidos y de conflictos puede aumentar. La probabilidad de
que una pareja enfrentada pueda recuperar el acuerdo tácito al que llegaron en su día
disminuye de forma proporcional.
¿Por qué personas sinceras y preocupadas fracasan cuando se trata de revisar sus roles y
sus expectativas? En el capítulo anterior, anticipamos los motivos por los que los conflictos
permanecen irresueltos. La resolución satisfactoria de los mismos requiere que ambas panes
sean capaces de comprender las necesidades propias y las de la otra persona, que puedan
expresar estas necesidades a la vez que tolerar los sentimientos de pérdida y de desencanto.
Muy pocas resoluciones de conflictos satisfacen todas las de-mandas de ambas partes. Las
resoluciones que perduran satisfacen, sin embargo, los deseos y las necesidades de ambos
bandos en grado suficiente para poder ver las renuncias y las ganancias como un intercambio
equitativo. Elaborar un convenio de estas características, especialmente en la carga -da
atmósfera emocional de un matrimonio, requiere que los dos miembros de la pareja sean
capaces de sintonizar entre ellos v de reflexionar sobre sus sentimientos, habilidad de la que
muchas personas pueden carecer.
Cuando no se alcanza un acuerdo nuevo en el que basar el matrimonio, el conflicto
polarizado, como el que se desarrolló entre George y Atice, resulta inevitable. En su
matrimonio, la hostilidad y las tensiones se fueron acumulando. A Alice la traicionaba su
habitual templanza y gritaba a George cuando la decepcionaba. Él respondía retirándose, a
veces literalmente, abandonando las conversaciones. Ninguno de los dos podía aventurarse a
ceder ni siquiera un poco de terreno. Cada uno culpaba al otro de la ruptura comunicacional.
A la luz del modelo evolutivo, el triste rompecabezas de George y Ali ce resulta mucho
menos enigmático. No consiguieron llevar a cabo la re-negociación que hubiera sido necesaria
para salvar su matrimonio, dado que no alcanzaron el nivel emocional necesario para resolver
sus conflictos. Como les ocurre a muchas personas que se encuentran atrapadas en disputas
dominadas por el rencor, nadie tuvo en cuenta una posibilidad evidente: que el compañero
enfurecido e inflexible no carece del deseo, sino de los medios para actuar de una forma que
facilite la reconciliación.
Cuando los contendientes no pueden llegar a un acuerdo, los observadores suponen a
menudo que una simple predisposición negativa obstruye el camino. Creen, ciertamente, que
al menos una de las partes (si no ambas) no quiere ponerse de acuerdo; al menos una carece
del interés, de la motivación o de la voluntad necesarios para encontrar puntos en común. A
los participantes, convencidos todos ellos de su deseo de querer salvar la situación, les
parece lógico constatar que es la otra parte la que se muestra intencionadamente terca y
poco razonable. Estas sospechas, sin embargo, únicamente hicieron más profundo el
desencanto de George y de Alice.
Cada uno sabía que el otro había crecido en una «buena» familia. Cada uno sabía que el
otro había disfrutado de una relación responsable y- amorosa. Lo que no sabían George y
Alice es que no les faltaba honestidad ni interés por su familia, sino las habilidades reflexivas
de alto nivel requeridas para llevar a cabo la deseada renegociación. Durante su infan cia,
ninguno de los dos había experimentado esa clase de interacciones que les hubieran
permitido adquirir estas habilidades. Ambos provenían de familias unidas, no gracias a un
esfuerzo continuado por encontrar una nueva estabilidad, sino por las rígidas medidas
disuasorias y sancionado-ras del divorcio, tanto religiosas como sociales. Ambos, realmente,
se habían criado entre adultos que, aun siendo personas buenas y cariñosas, no habían
superado apenas el nivel del pensamiento emocional polarizado. En el contexto actual, en el
que los roles de género son enormemente cambiantes, la reestructuración que necesitaba la
relación de George y Alice requería la capacidad natural de aceptar el compromiso y, por
consiguiente, los diferentes matices y tonalidades de su matrimonio.
A medida que se van acumulando las frustraciones, otro tanto ocurre con los signos
externos de una situación cargada de tensiones irresueltas. Las peleas y las discusiones se
multiplican. Aumentan la pasividad y el retraimiento, al igual que el negativismo y el
ensimismamiento. Ambos miembros de la pareja pueden aturdirse o volverse temerosos, o
incluso experimentar ciertas dolencias físicas, como irritación de garganta o abdominalgias.
Cada parte hace todo lo posible para avanzar su propia posición, y prácticamente nada para
que la pareja pueda avanzar hacia la reconciliación.
George y Alice no pudieron sobrevivir como pareja, a pesar de lo in-tenso de su primer
amor, a pesar de todas las satisfacciones que les comportó su relación y a pesar de todas las
buenas intenciones que ambos trajeron al matrimonio, por encontrarse atascados en un nivel
del desarrollo emocional que imposibilita un tratamiento maduro del conflicto. Ninguno podía
expresar o tolerar sus sentimientos de dolor, pérdida o decepción, de tal manera que ambos
actuaban ante sí mismos sin pararse a reflexionar. Ninguno era capaz de ver las virtudes y los
defectos del otro simultáneamente. A medida que las imágenes que tenían uno del otro se
fueron polarizando, comenzaron a acusarse mutuamente de malicia y de traición. Ni el uno ni
el otro se dieron cuenta de que los motivos de queja del compañero tenían cierto punto de
razón y herían tanto como los propios. Aun siendo adultos, desde el punto de vista emocional
ambos funcionaban de forma más parecida a los niños.

EL MATRIMONIO ENTRE MENTES PARECIDAS

Los problemas que tuvieron George y Alice, tan frecuentes entre las parejas hoy en día,
tienen su origen en otra circunstancia interesan-te: las personas tienden a elegir compañeros
sentimentales de su mismo nivel evolutivo. Una vez han comenzado las dificultades mar itales,
a me-nudo se sienten superiores al cónyuge, quejándose de su patanería e in-sensibilidad, o
de que ella es insoportablemente emotiva y entrometida. La experiencia clínica sugiere, sin
embargo, que las parejas interactúan, habitualmente, en un nivel evolutivo compartido por
ambos.
Imaginemos una escena familiar en la que el marido que llega del trabajo a casa se
encuentra con que la cena no está preparada y su esposa está colgada del teléfono. El la
insta a darse prisa; ella cuelga y estalla en lágrimas. Cansado y en espera de alguna
justificación, se retira a la sala de estar, pone en marcha el televisor y se instala ante el
mismo, ignorando las peticiones de ella respecto a que la escuche. Ella vuelve a la cocina y,
finalmente, llama a la familia para la cena. El comienza a comer y, a mitad del plato, intenta
romper el asfixiante silencio. «Muy buenas estas albóndigas», comenta.
Alentada por ello, su esposa contesta «Gracias» y comienza a contarle que se había
retrasado por la llamada de una amiga íntima, desesperada, que se acababa de enterar de
que podía tener cáncer de mama.
«Eso es horrible», dice él.
«Lo sé», contesta ella. «Lo siento por ella. ¿Y si me pasara a mí?»
A continuación eluden este tema tan inquietante y hablan sobre asuntos más cotidianos.
En la puerta contigua, el marido también vuelve a casa y se encuentra a su esposa
telefoneando y con la cena por hacer. Ella detecta su mirada de fastidio cuando entra en la
cocina y le dice, mientras tapa el micrófono del auricular con la mano: «Lo siento, las cosas
van un poco desorganiza-das esta noche. Sé que tienes hambre, pero esto es importante.
¿Por qué no coges algo de queso, unos cuantos crackers y te vas a ver las noticias?».
Dándose cuenta del tono serio de su voz, su esposo asiente y se dirige a la cocina.
Posteriormente, durante la cena, explica: «A Betty le acaban de decir que puede tener cáncer
de mama. Está desesperada. Estuve con ella al teléfono durante casi una hora. Es realmente
espantoso. Tiene aproximadamente mi edad y, al parecer, ¡le ocurre a tantas personas! Sin
darme cuenta, me olvidé de la cena».
«No es de extrañar que estés preocupada. A mí también me aterroriza escuchar estas
cosas. Betty es muy joven para algo así. Puedo fregarlos platos si quieres ir a verla.» El
marido se da cuenta de que el tema central no es únicamente su preocupación por la amiga,
sino su ansiedad al tomar conciencia de que también ella podría padecer la enfermedad.
La primera pareja comparte su vida, evidentemente, en un nivel en el que impe ra la
acción concreta; la segunda, en un nivel donde predomina el razonamiento emocional
reflexivo. Cuesta imaginar la convivencia duradera de un miembro de una de estas parejas
con otro de la otra: sus estilos comunicacionales, tan extremadamente difere ntes, esta-
blecerían un margen muy escaso sobre el que construir su mutuo entendimiento emocional.
Las respuestas reflexivas, razonadas y sensibles de uno, desconcertarían a alguien
acostumbrado a las respuestas comportamentales, mientras que las acciones concretas,
impulsivas, de este último, pondrían furiosa a una persona acostumbrada a razonar las si -
tuaciones emocionales.
Las personas tienden a escogerse unas a las otras según los respectivos niveles de su
desarrollo emocional, por muchos motivos que van más allá del matrimonio, dado que las
personas que operan en diferentes niveles es como si hablaran idiomas extraños. Mucho se
ha escrito a lo largo de los últimos años sobre las diferencias emocionales y comu nicacionales
entre los dos sexos, pero los efectos debidos a las diferencias en los niveles evolutivos son
considerablemente mayores. Las personas que se encuentran muy alejadas desde el punto de
vista evolutivo tienen, de hecho, muy poco que decirse. Una persona que se encuentra en el
nivel de la conducta concreta no piensa en términos de cómo se siente, sino de qué hace.
Una esposa preocupada, o una cena retrasada, no le llevan a expresar sentimientos de
decepción, desaprobación o en-fado; en su lugar, pone mala cara, contraataca o niega las
muestras de afecto. Una persona con ideas emocionales, por su parte, puede captar las
señales no verbales e imaginarse lo que la esposa angustiada puede estar sintiendo.
Múltiples razones explican por qué las personas se sienten atraídas por las de su mismo
nivel de desarrollo emocional, Conocer a alguien que opera en nuestro mismo nivel despierta,
a menudo, un sentido de complicidad y de entendimiento profundo que contribuye a
fomentar la amistad o la relación amorosa. La otra persona comprende intuitivamente sus
señales y referencias. Su compañero considera su tendencia a pasar a la acción, o a buscar
significados y relaciones entre los diferentes motivos e ideas, como la cosa más natural del
mundo. Muy al principio de su relación, tanto George como Atice se sintieron muy a gusto
con la pre-dilección del otro por la acción y el pensamiento polarizado: irónicamente, justo las
mismas cualidades que, finalmente, echaron a perder su matrimonio.
La tendencia de los cónyuges a compartir similares niveles emocionales no significa que
tengan personalidades parecidas. De hecho, ocurre más bien todo lo contrario. La inmensa
mayoría de nosotros elegimos parejas cuyas personalidades complementen las nuestras.
Tanto la cariñosa y atenta Alice como el reservado y competente George tenían rasgos
emocionales de los que carecía el otro. Dos personas tímidas, o dos personas
extremadamente sociables, dos personas pasivas o dos acusada-mente competitivas, a
menudo acaban interrumpiendo su relación afectiva antes de llegar a pensar en el
matrimonio. Una pareja de parlanchines alegres y extrovertidos competirían sin cesar por el
mismo escenario y cada uno de ellos echaría de menos un público entregado que convir tiera
el arte de hablar en una diversión. En el caso de dos personas silenciosas y competitivas,
ninguna dará los pasos sociales y emocionales necesarios para confirmar su relación. Dos
compañeros exageradamente pulidos y meticulosos pueden iniciar una carrera frenética hacia
el perfeccionamismo extremo. Una pareja en la que ambos tienden al desorden y a la
desorganización descubrirán que las pequeñas cosas de su vida se acabarán desvaneciendo
en el caos.
Realmente, la felicidad de encontrar a alguien que complemente la propia forma de ser,
que aporte esa pieza que le falta a la vida y a la personalidad propia y que confiera, así,
renovado placer y seguridad, forma parte de la «química» de la pasión amorosa. La relación
nueva re-memora, por lo general, una relación mantenida anteriormente con un padre o una
madre que también aportaba aquellos rasgos emocionales de los que carecía el individuo,
recreando, así, un estilo interactivo familiar.
Una relación amorosa perdura raras veces cuando ambos miembros de la pareja se
parecen mucho; no pueden darse uno al otro ese sentido fascinante de la plenitud emocional.
La emotividad de Atice permitía a George sentirse vivo; la impasibilidad de George hacía que
Alice se sintiera protegida. Pero el hecho de que las personalidades de dos indivi duos tengan
una estructura diferente no implica que funcionen, también, en diferentes niveles
emocionales. Como vimos anteriormente, la organización mental de George y Alice estaba
centrada, básicamente, en los aspectos conductuales y en una forma de pensar polarizada,
más que en ideas abstractas o en la costumbre de reflexionar sobre sus sentimientos.

PARA AMAR, HONRAR Y REFLEXIONAR

En el pasado, la sociedad contribuía en mayor medida a estabilizar los matrimonios entre


dos personas que actuaban de forma reactiva o de modo extremo y polarizado. Las
comunidades eran más pequeñas y existían más rituales y costumbres que unían a sus
miembros. Unas normas de convivencia definidas de forma más clara contribuían a que las
personas supieran qué era una conducta aceptable y que cabía esperar de los demás.
El contrato entre los esposos dependía menos de las concordancias emocionales no
verbalizadas que de los criterios de la propia conducta externa, normalmente explícitos. Las
enseñanzas religiosas ofrecían directrices precisas sobre lo que supone el matrimonio. Las
parejas no se veían en la obligación, individualmente, de negociar quién cuidaba y quién
protegía, quién tenía qué derechos y qué responsabilidades, o cuándo se podían separar.
En su entorno, los vecinos y amigos compartían, más o menos, los mismos acuerdos que
ellos, como lo habían hecho tantas generaciones de antepasados. Esta tradición facilitaba que
las familias fueran más estables y los conflictos menos evidentes, salvaguardando la unidad
básica de la sociedad, el medio que permite educar a la siguiente generación, de los fracasos
de la gente corriente.
En los últimos años, sin embargo, tanto los hombres como las muje res han tenido que
hacer frente a exigencias cada vez mayores a medida que la sociedad se ha ido alejando de
los tradicionales roles sexuales y de los valores morales generalmente compartidos. Los
papeles cambiantes obligan a las personas a considerar más estrechamente sus propios
deseos y sus aspiraciones. Al dar más opciones a la elección individual, nuestra sociedad
dificulta considerablemente que las personas puedan seguir un determinado código de
conducta para estructurar sus vidas.
Esta nueva incertidumbre y esta libertad comprenden la necesidad de las parejas de ser
capaces de pensar reflexivamente sobre sus sentimientos, en lugar de reaccionar sin más
ante las experiencias emocionalmente intensas. Los cónyuges deben tener siempre presentes
los puntos de vista propios y los de la pareja y renegociar continuamente sus contratos
personales con un espíritu de compromiso. Las personas que disponen de estas aptitudes
reflexivas las pueden poner en práctica para establecer unos acuerdos nuevos que satisfagan
a ambos. En los matrimonios parecidos al de George y Alice, sin embargo, ninguno de los dos
es capaz de razonar con suficiente profundidad sobre sus premias necesidades para poder ir
más allá y considerar las del otro. Tampoco se dan cuenta de que los sentimientos heridos y
la conducta hostil de una parte tienen su origen en las expectativas, igualmente frustradas,
de la otra parte. Tampoco comprenden que, para permanecer juntos, ambos tienen que
renunciar a algunos de sus privilegios y expectativas.
Si bien el sistema antiguo, caracterizado por unas reglas muy estrictas, podría haber
ayudado a muchas parejas, como la de George y Alice, a seguir juntos, exigía un precio muy
elevado por ello. Nuestra sociedad es mucho menos rígida y permite una libertad individual
mucho más extensa, pero las oportunidades superan, a veces, a la capacidad de la pareja
para tomar decisiones. En el caso ideal, por supuesto, las personas encuentran un equilibrio
entre la libertad y la responsabilidad que no sacrifica ni la expresión individual ni la
estabilidad social. Crear una sociedad que combine orden y flexibilidad, matrimonios en los
que tengan cabida la individualidad y la armonía, y familias que educan, a la vez que aportan
seguridad, constituye una meta ambiciosa. Requiere que la mayoría de hombres y mujeres
sean capaces de desarrollar los niveles superiores de la organización mental, que permiten
razonar y reflexionar sobre las emociones.
Aunque algunos críticos sociales desearían volver a los tiempos de los roles prescritos, de
las normas inamovibles y de los contratos matrimoniales indisolubles, muchos de nosotros
nos sentiríamos muy limitados. Para poder prescindir de todo ello, tenemos que encontrar
una manera de educar á nuestros hijos que les permita comprender sus propios sentimientos
y apreciar la validez de los sentimientos ajenos, para que puedan ver los intereses que ti enen
en común dos partes enfrentadas y sopesar las consecuencias de las acciones para los demás
y para ellos mismos. Personas de todas las edades necesitan experiencias continuadas que
estimulen estas capacidades. Los efectos de no considerar suficientemente estos aspectos
fundamentales de la inteligencia madura van mucho más allá de las rupturas matrimoniales.
Capítulo 13

Violencia y privación

De todos los temas que nos preocupan actualmente, no hay ninguno que constituya una
amenaza mayor para nuestra tranquilidad doméstica que el ingente sufrimiento que afecta a
las familias más pobres de nuestras principales ciudades. Los norteamericanos conocen este
problema lamentable por diferentes nombres, todos ellos familiares desde hace años por las
diferentes portadas de los periódicos, las noticias emitidas por la radio y el miedo que
experimentan las personas que habitan en ciudad en sus vidas cotidianas. Lo vemos en las
estadísticas sobre violencia, crímenes, adicción a las drogas, índices de abandono es colar,
desempleo crónico, el desmoronamiento del centro de las ciudades, la crisis c la asistencia
social, los embarazos entre adolescentes, la desintegración familiar. Fundamentalmente,
todos estos problemas proceden de un único mal: el amplio número de familias
absolutamente incapaces de forro, a sus hijos emocional e intelectualmente para que lleguen
a ser miembros productivos de la sociedad.
En cualquier nivel socioeconómico, se observan disfunciones grave No obstante, en una
pequeña proporción de las familias más pobre de los Estados Unidos las desventajas
inherentes a la pobreza se puede unir a otras dificultades para crear un entorno en el que los
niños tienen escasas posibilidades de adquirir las habilidades emocionales e intelec tuales
necesarias para tener éxito en la vida. Los resultados son sorprendentemente
desproporcionados: la mayoría de los jóvenes que abandonan el colegio y son incapaces de
obtener un empleo estable proceden de tal vez sólo un cinco por ciento de familias pobres. Y
así también los hombres despiadados que siembran el terror en nuestras calles; los toxi -
cómanos enganchados que alimentan, a menudo a través del crimen o la prostitución, una
amplia y sangrienta industria; las adolescentes solteras que traen al mundo bebés a los q ue
no pueden atender en absoluto; los niños maltratados y abandonados que repiten su
recorrido entre familias caóticas, instituciones públicas y hogares de acogida; los padres que
atormentan a estos desgraciados jóvenes; los residentes de nuestras prisiones y de nuestros
hospitales mentales.
La gran mayoría de las familias que luchan contra la pobreza, sea con o sin ayuda social,
consiguen transmitir valores positivos a través de una educación llena de afecto. Pero un
pequeño porcentaje continúa, gene-ración tras generación, llenando la vida de sus hijos de
privaciones y de dolor y vertiendo sobre la sociedad otra oleada de jóvenes amorales, de -
sarraigados, condenados a seguir poblando una clase social que se autoperpetúa.
La finalización de este ciclo de desolación y desesperación, y las terribles consecuencias
que acarrea, es uno de los asuntos políticos más importantes de nuestra época. El miedo a la
delincuencia condiciona la vida de muchas comunidades, convirtiendo a ciudadanos honrados,
especialmente los de mayor edad, en prisioneros recluidos detrás de puertas blindadas y
ventanas reforzadas Cada vez más ciudadanos normales reclaman el derecho a llevar armas
reglamentarias. Un número relativa-mente pequeño de hombres jóvenes y asociales,
responsables de desmanes pandilleros, homicidios por atropello, navajazos mortales por una
cazadora o unas zapatillas deportivas, robo de coches y vagabundeo, ha privado realmente a
los demás conciudadanos de la libertad y del sentido de la seguridad que hacen posible la
vida urbana.
Dado que esto no siempre ha sido así en nuestras poblaciones y ciudades, y dado que en
la mayoría de ciudades europeas, incluso canadienses, no existe un nivel parecido de
violencia, debemos suponer que las soluciones existen. De hecho, desde todos los puntos del
espectro político llueven propuestas que garantizan el éxito: leyes más estrictas, demandas
de puestos de trabajo, orfanatos, formación laboral, campamentos de trabajo, asistencia
social, limitación de horarios, custodia subvencionada... Es bastante improbable, no obstante,
que cualquier pro-grama de gobierno pueda curar una patología tan hondamente arraigada e
intratable como ésta. El individuo violentamente antisocial no surge del vacío, sino que
representa únicamente el síntoma más notorio de la gravísima penuria social responsable de
otros muchos problemas: gente joven que no puede estudiar ni trabajar, deprimida, pasiva,
potencial-mente suicida o con alguna otra enfermedad mental, o que se destruye a sí misma
y a su futuro a base de alcohol o drogas. Sólo la comprensión profunda de las raíces de una
patología tan grave nos puede llevar hacia las soluciones. Existe, por supuesto, una extensa
bibliografía sobre los factores evolutivos, familiares y comunitarios, asociados a la violencia y
al crimen. La perspectiva evolutiva aporta su visión esclarecedora.
Se solía pensar que era el nivel educativo de los padres, más que sus aptitudes
emocionales, lo que mejor predecía la inteligencia de un niño. Las pruebas no podían
desgranar si las puntuaciones del Cl reflejaban la predisposición genética, los hábitos de
lectura y de conversación en casa, el grado de tensión económica entre los miembros de una
familia, el acceso a las fuentes educacionales o culturales, la capacidad de satisfacer ne-
cesidades emocionales o una combinación de todo ello. No obstante, en una investigación en
la que participamos Arnold Sameroff, de la Universidad de Michigan, y yo, junto a otros
colaboradores, se llegó a la conclusión de que los factores de riesgo emocionales,
independientemente de la clase social o de la educación de los padres, se correlacionan con
los resultados cognitivos a lo largo de la infancia: Además, cuando los facto-res de riesgo
emocionales se añaden a otros de tipo económico o social, detectamos que niños
procedentes de familias con cuatro o más factores adversos, como padres deprimidos o
drogodependientes, un clima emocional tenso, nivel cultural bajo, escasos medios económicos
y un bajo nivel social u ocupacional, tienen veinticuatro veces más probabilidades de obtener
unas puntuaciones inferiores a 85 en su CI que los niños provenientes de familias con sólo un
factor desfavorable. Hijos de familias más favorecidas puntuaron, de forma casi generalizada,
en los niveles normales y superiores. Tal como cabía esperar, los niños procedentes de
familias plagadas de dificultades mostraron, asimismo, un mayor núme ro de problemas
comportamentales. Los estudios de seguimiento de es-tos niños a la edad de trece años
confirmaron estos hallazgos.
En un estudio destinado a diferenciar aquellos aspectos de las acciones y actitudes de
educadores o familias que marcan la diferencia, la manera en que los adultos responden a las
señales emocionales y sociales del niño resultó ser decisiva.' Los adultos que participan en
exploraciones conjuntas y que interpretan bien las intenciones y los deseos del niño tie nen
mayor capacidad para estimular la inteligencia que aquellos que se muestran pasivos o
excesivamente directivos. Dejar que el niño lleve la iniciativa, interpretar y responder a sus
expresiones emocionales, más que ignorarlas o responder de forma negativa, también son
cosas que se correlacionaron con la inteligencia.
Déjenme resaltar, una vez más, que la pobreza por sí misma no explica las ruinas
humanas de las clases más bajas; innumerables personas que han crecido en condiciones de
pobreza llevan unas vidas satisfactorias y responsables. Tampoco lo explica la
monoparentalidad, una conmoción social, el racismo o cualquiera de los muchos fact ores
comúnmente responsabilizados de ello. Las víctimas de estas desgracias han conseguido, casi
siempre, actuar como ciudadanos honrados y productivos.
Los niños gravemente dañados que están causando actualmente tan-tos problemas
proceden de familias atrapadas en una tupida red de complicaciones. En estas familias
multiproblemáticas, los padres no con-siguen llevar a cabo sus más elementales obligaciones.
Las realidades cotidianas con las que se encuentran los niños de estas familias incluyen unas
madres muy jóvenes e incompetentes, adictas muchas veces al alcohol o a las drogas,
gravemente deprimidas, o todo ala vez; un trato vio-lento, abusivo e inconstante; carencias
materiales y privación emocional; padres ausentes o parejas conflictivas y opresivas;
inestabilidad social y peligro físico.
La combinación de estas condiciones multiplica, en gran medida, la posibilidad de que el
niño crezca sin que pueda abarcar las complejidades de nuestra sociedad, cada vez más
tecnificada, encontrar y mantener un empleo o educar a sus propios hijos de forma
responsable. En esta fracción problemática de la población, que acabamos de describir, mu -
chas familias padecen más de una de estas carencias. La mitad de todas las mujeres
encarceladas, por ejemplo, no son los únicos miembros de su familia que están entre rejas.
Una tercera parte tiene unos padres con problemas de abuso de alcohol o drogas. Un estudio
longitudinal sobre madres de alto riesgo y sus hijos puso al descubierto que dos terceras
partes de las mujeres habían sufrido maltrato físico o sexual o abandono manifiesto durante
su propia infancia; para la mitad, el abuso por parte de los miembros de la familia o de los
compañeros sexuales tuvo continuidad en la vida adulta.
Es lógico que niños con estos antecedentes muestren déficit en cualquier etapa y en todos
los aspectos de su desarrollo, lo que crea seres in-competentes para aprovechar las
oportunidades que ofrece la sociedad. Como vimos en el capítulo 10, estos jóvenes fracasan
precozmente en el aprendizaje académico, basado en la lectoescritura, y abandonan la es-
cuela. No aprenden las habilidades más elementales —puntualidad, gratificación no
inmediata, modales convencionales— necesarias para obtener trabajo. A medida que avanzan
hacia la edad adulta, les van faltando los títulos y los documentos necesarios para poder
seguir los cauces correspondientes que permiten una progresión ascendente, como son el
servicio militar o una formación profesional. Dado que los caminos que permiten alcanzar
normalmente el estatus de adulto independiente que-dan excluidos, tienen que volver a echar
mano de los recursos insuficientes de sus vecindarios: actividades delictivas, tráfico de
drogas, prostitución, dependencia de la asistencia social.
Todas las derrotas posteriores surgen de estas carencias tempranas, que, a su vez,
derivan de la privación y desolación emocional de sus primeros años. Dado que no tuvieron
un adulto competente que les aten-diera o que estuviera en disposición de educarles, estos
niños no pudieron superar los niveles evolutivos de la organización mental. Muy frecuente -
mente, no son capaces de regular su atención. No tienen confianza en sí mismos y
únicamente se relacionan superficialmente con las demás personas. Comunican sus
sentimientos y sus deseos de forma muy precaria, tanto verbal como no verbalmente, y
actúan de forma impulsiva. Sus vidas interiores son pobres, desprovistas de imaginación. No
saben cómo interpretar las señales emocionales de los demás, ni tienen capacidad para
soportar pérdidas o frustraciones.
En resumen, estos niños han sido privados de los aprendizajes que resultan de las
relaciones emocionalmente intensas de la infancia. Sus familias caóticas no han sabido
cumplir con sus obligaciones más elementales: aportar protección física, estabilidad
emocional, un afecto y unos cuidados persistentes. Sin una intervención drástica, el tipo de
educación que podría satisfacer sus crecientes necesidades evolutivas constituye un lujo
inasequible, incluso inimaginable.

ENGENDRANDO VIOLENCIA

Como ejemplo de una infancia de estas características, vamos a considerar el caso de un


joven delincuente llamado Frank. Para sus escasos diecinueve años, Frank ha vivido una vida
que, aun siendo el resultado de unas circunstancias terribles, apenas podría haber sido mejor
diseña-da para producir un joven violento y asocial. En cualquier etapa de su desarrollo, los
adultos de su entorno fracasaron, en primer lugar, al no darle la educación que necesitaba
para progresar a lo largo de los diferentes niveles evolutivos y, posteriormente, a través de
unas relaciones afectivas y atentas, al no reparar el daño ya hecho. El entorno en el que
creció este joven desafortunado prácticamente garantizaba la transformación de un nivel de
actividad ya de por sí alto, una escasa sensibilidad al tacto y al sonido, una elevada tolerancia
al sufrimiento y su poca resistencia a la frustración, en odio, agresividad y brutalidad
insensible.
La constitución innata de Frank se ajusta al perfil de personalidad activo y agresivo
esbozado en el capítulo 6. Fue un niño alto, fuerte, con gran vitalidad, que dormía poco y, de
forma constante, alzaba los brazos, se movía y se agitaba nerviosamente en busca de
estimulación. Cuando, finalmente, caía dormido, únicamente sonidos m uy fuertes lo
conseguían despertar. Su madre, Trina, era una adolescente soltera con otro niño de
dieciocho meses de edad cuando nació Frank y un tercer bebé, una niña, nacida diecisiete
meses después, justo antes de su decimonoveno cumpleaños. Trina abandonó la enseñanza
secundaria cuando nació su primer hijo y, desde entonces, había dependido de la asistencia
social para mantenerse a sí misma y a su familia en un piso sórdido de un miserable bloque
de viviendas.
El cuidado de un único niño tan exigente como Frank ya superaba sus posibilidades, y las
demandas de tres bebés menores de tres años la derrotaron completamente. Una vida
desorganizada y un estado depresivo crónico la fueron encerrando en sí misma; se mostraba
pasiva, de-pendía de las drogas y, por lo tanto, a medida que la familia fue creciendo, fue
cada vez menos accesible emocionalmente a sus hijos. Frank era, de todos sus bebés, el que
más problemas le causaba. Su hiporreactividad sensitiva no le permitía responder a las
ocasionales muestras de afecto de Trina, mientras que su fortaleza física y su hiperactividad
le convirtieron en un niño sumamente inquieto, cada vez que lo dejaba fuera de la cuna o del
parque.
La solución que Trina encontró fue instalarlo ante el televisor con el volumen bi en alto
para que captara su atención. Durante largos períodos de tiempo se esforzaba poco en
estimularlo yen fomentar el contacto físico, ni siquiera en cambiarlo y bañado. De hecho, a
menudo ni siquiera satisfacía sus necesidades de ser alimentado y de vestir ropa limpia.
La mayor parte de su energía emocional la dedicó a complacer a la retahíla de amigos que
le seguían suministrando drogas y algún dinero extra, y que, ocasionalmente, asumían alguna
función parental de sus tres hijos. Estos hombres, desempleados, metidos a su vez en
asuntos de droga y bebedores consumados, también tendían a presentar arrebate violentos y,
a menudo, maltrataban a los niños. Ninguno de ellos permaneció allí durante mucho tiempo.
Durante los meses en los que Fran debía haber estado desarrollando su sentido de la
seguridad y la confianza, la capacidad de tranquilizarse a sí mismo, regular su atención y
relacionarse estrechamente con un adulto comprometido, únicamente cono ció el miedo, el
odio y la privación. Poco antes de que Trina tuviera s. cuarto bebé, su madre, Delilah,
consiguió que el servicio social de s comunidad tomara cartas en el asunto. Recién cumplidos
los dos años Frank se fue a vivir, con su hermano y su hermana, a casa de la abuela mientras
que su madre inició el primero de diversos programas de desintoxicación, todos ellos
infructuosos. Delilah, una mujer viuda, buena, religiosa, estaba horrorizada por la vida que
llevaba su hija y luchó todo lo que pudo para dar a sus tres nietos desatendidos un hogar
verdadero La pensión exigua que recibía de sus años como trabajadora en el secta
alimentario de un hospital le permitía entregarse íntegramente a los niños. Gracias a la
experiencia adquirida en la crianza de sus propios ser vástagos —los restantes cinco eran más
responsables y exitosos que Trina— había acumulado un bagaje que le permitía darle el
afecto, la implicación emocional y los límites firmes y justos que Frank necesitaba tan
urgentemente. La salud, ya entonces precaria, de Delilah, se deterioré gravemente bajo el
estrés de sus nuevas responsabilidades.
Después de haber pasado ocho meses al cuidado de Delilah, Frank se encontraba camino
de una evolución positiva. De no haber confiado en nadie durante su corta existencia,
comenzó a establecer un vínculo estrechamente afectivo con Delilah y fue acumulando un
repertorio de gestos que utilizaba en su relación con ella. Repentinamente, sin embargo, su
elevada presión sanguínea, que había sido su punto débil durante los úl timos años y que
había empeorado bajo la responsabilidad de cuidar de los niños, le causó un derrame cerebral
que la dejó hemiplejía, incapacitada para cuidarse a sí misma, y no digamos ya a tres niños
pequeños.
Las tres hermanas de Trina se distribuyeron los niños entre ellas. Frank se fue a v ivir con
Marie, que incorporó a aquel movido niño de tres años a una casa en la que ya vivían sus tres
hijos, uno de ellos afecto de una ligera parálisis cerebral. Al contrario que Delilah, una mujer
afectuosa y sensible, Marie tenía un estilo no tan marcadamente emotivo y más autoritario, si
bien mostraba una sincera preocupación por su sobrino. El lenguaje gestual que Frank había
utilizado satisfactoriamente con Delilah ya no tenía sentido y el pequeño, desconcertado, se
vio apremia-do a comprender las señales y los registros emocionales, más apagados, de
Marie. Marie, por su parte, sufría tanto estrés por los cuidados de su hija Natasha, de siete
años de edad y discapacitada, así como por su trabajo en un hospital de día, que le faltaba la
concienciación y la energía in-dispensables para satisfacer la necesidad imperiosa de Frank de
sentirse partícipe de una relación estrecha y amorosa. En sus esfuerzos por integrar a Frank
en su casa, Marie se encontró cada vez más atrapada en estériles luchas de poder con un
niño hostil y agresivo que se negaba a aceptar las reglas y no respondía a los castigos que,
rápidamente, fueron tomando un cariz marcadamente violento. Entretanto, Frank exteriori zó
su ira por medio de rabietas cada vez más virulentas y, al cabo de poco tiempo, agresiones a
los niños de Marie. Finalmente, en pleno ataque de furia, echó a la indefensa Natasha de su
cama y la tiró al suelo. Esto fue la gota que colmó el vaso para Marie. Convencida de que no
podía albergar a Frank y proteger a Natasha, recabó la ayuda de una agencia de servicios
sociales. Frank accedió entonces a lo que resultaría ser el primero de toda una serie de
hogares de acogida. En el momento de su vida en el que debía estar consolidando su
habilidad para experimentar y sentir el amor y la protección, interpretar y responder a los
gestos emocionales, crear imágenes internas de afecto y emplear su capacidad ideativa para
hacer planes y resolver problemas, Frank se trasladó a vivir con su cuarta familia, una pareja
casada que había acogido a casi una docena de niños a lo largo de veinte años.
La señora Porter, la nueva madre adoptiva de Frank, era una mujer amable, competente,
alegre, responsable y respetuosa con los sentimientos de los niños que estaban a su cargo,
pero que había aprendido, tras amargas experiencias, a no permitirse a sí misma establecer
una relación demasiado estrecha con ninguno de ellos. Unos pocos años antes, y de forma
inesperada, una madre había reclamado aun niño que los Porter habían decidido adoptar . Aun
ofreciendo un hogar afectivo, organizado y estimulante, la señora Porter siempre mantenía
una cierta distancia emocional para protegerse de un posible desencanto.
Intentó estimular y disciplinar a Frank con mucho cuidado, pero ni ella ni su esposo se
pudieron relacionar con él en un nivel lo suficiente-mente profundo como para convencer al
chico, cada vez más agresivo y perturbado, de que alguien cuidaba seriamente de él. En
cuanto a los fundamentos emocionales de su proceso de desarrollo, Frank había vuelto a los
problemas que había tenido en las primeras etapas. Al igual que Marie, los Poner no
consiguieron incorporar a Frank a la comunidad humana. Si bien veían que recibía clases de
apoyo en la escuela pública donde ya de por sí se estaba retrasando, no consiguieron su
traslado a una clase más pequeña, más personalizada, que podría haber satisfecho algunas
de sus necesidades, como el deseo de intimidad y la fijación de límites a su conducta.
Concibiendo su casa más como un cómodo dormitorio que como un auténtico hogar para
niños, se dieron cuenta de que la conducta agresiva de Frank resultaba cada vez más difícil
de contener.
Justo en el momento en el que pensaban hablar con el trabajador social responsable de
Frank para encontrarle una ubicación diferente, Trina reapareció en su vida. Se estaba
recuperando de sus adicciones, había obtenido un diploma de convalidación de la enseñanza
secundaria y es-taba decidida a reconstruir su maltrecha familia, para lo que había pedido y
obtenido la custodia de sus cuatro hijos, a los que llevó a vivir con ella a un piso, lejos de su
familia. Su actual compañero, sin embargo, se adaptó mal a las necesidades de los niños. Al
cabo de poco tiempo, abandonó a la familia dejando a Trina sola al frente de los niños, que
eran básicamente unos extraños para ella, y también unos desconocidos entre ellos. Aunque
luchó varios meses para mantener un puesto de trabajo en una empresa, su determinación
fue menguando poco a poco y recayó en el abuso de sustancias tóxicas.
Frank ya era ahora lo suficientemente mayor como para defenderse sólo en los aspectos
que atañen a la supervivencia cotidiana, como coger comida y ponerse la ropa, pero se fue
retrasando cada vez más tanto en su evolución escolar como en su desarrollo social ,
respondiendo a las humillaciones consecuentes con una agresividad creciente. Al cabo de
poco tiempo, empujó a un compañero escaleras abajo por haberle rozado en un pasillo, le fue
arrebatado a Trina y se le ubicó en sucesivos hogares de acogida. Cuando dejó de acudir a la
escuela secundaria, a los quince años, acababa de trasladarse ya a su cuarta familia de
acogida.
La estrecha relación personal que había echado de menos desde que perdió a Delilah, la
obtuvo, en gran medida, por parte del líder de una pandilla local de drogadictos que reclutaba
a los chicos marginales del vecindario con la promesa de conseguir riqueza, prestigio y, lo
más importante, atención. Con el tiempo, Frank se fue convirtiendo en uno de sus más
efectivos «colaboradores», asumiendo un papel de mayor responsabilidad a medida que fue
ascendiendo peldaños en la organización.
Un niño cuyo vigor, dinamismo y energía le podían haber llevado a ser piloto, cirujano o
empresario, se convirtió en un delincuente brutal y despiadado. La diferencia entre Frank y el
tipo de joven que podría optar por estas carreras no radica en el temperamento o en una
habilidad innata, sino en el hecho de que alguien que aspira a realizarse de este modo ponga
a disposición de la comunidad humana su entusiasmo y coraje y decida aprovecharlos para
una buena causa. Frank, privado de la oportunidad de una relación humana estrecha y
duradera, nunca estable-ció las necesarias conexiones emocionales que le hubieran permitido
re-conocer los valores humanos compartidos con los demás. Nunca había experimentado la
relación íntima con otros seres humanos, tan necesaria para abrirle las puertas a las vivencias
humanas. Por ello no sabía interpretar las señales no verbales que transmiten el afecto y el
apoyo incondicional y, en su lugar, percibía erróneamente como amenazadoras muchas de las
interacciones sociales. No desarrolló ni la capacidad de sintonizar con los demás ni la de
representar o reprimir sus propios sentimientos, cualidades necesarias para evolucionar desde
un modo de ser primario, básicamente emocional y reactivo, a la capacidad autorreflexiva.
Frank no estaba destinado, desde el punto de vista genético, a padecer un destino tan
lastimoso. Sus características constitucionales se expresaban en forma de una baja
sensibilidad sensorial y un elevado nivel de actividad, pero no en determinados rasgos
comportamentales. Los niños como Frank evolucionan de manera especialmente favorable
cuando se les permite vivir unas relaciones estables y formativas, se pone especial énfasis en
moderar su conducta, se les favorece la expresión verbal, se estimula su imaginación y se les
marcan unos límites justos c inflexibles, dándoles la oportunidad de aprender a reflexionar
sobre sí mismos.
No todos los niños de alto riesgo son como Frank. Algunos muestran los efectos de las
oportunidades perdidas de un modo más tranquilo, más encubierto. Uno de estos niños,
Tony, nació con una salud física y mental envidiable. Ningún déficit, ni físico ni cognitivo,
turbaba las posibilidades innatas de este niño alegre, sociable y bien coordinado. Al poco
tiempo, ya miraba a las personas a la cara, seguía los sonidos con unos ojos luminosos e
inquietos, y parecía querer coger objetos e incluso emitir sonidos, todo ello indicativo de unos
rasgos cognitivos y motores precoces. Al poco de haber cumplido el primer año, ya estaba co-
rriendo, emitiendo los más diversos sonidos, expresando unas cuantas palabras y frases
cortas y yendo a la búsqueda de objetos escondidos. Al contrario que Frank, era acomodaticio
y de movimientos lentos; cuando estaba frustrado, destacaban su independencia y su
confianza en sí mismo, y se distraía mirando libros de imágenes o jugando solo.
No obstante, Tony fue deteniéndose, poco a poco, en el progreso que cabía esper ar para
un niño sano y bien desarrollado de su edad. Al cumplir los dos años, se esforzaba cada vez
menos en relacionarse con las personas de su entorno y hacía escaso uso de las pocas
palabras que había aprendido a pronunciar. Cada vez se encerraba más en sí mismo. Parecía
malinterpretar las intenciones de los demás, alejándose a menudo de ellos, como si la
relación con las personas le resultara poco reconfortante.
Cuando comenzó su etapa preescolar, a la edad de cuatro años, aun habiendo comenzado
a hablar con mayor fluidez, le resultó difícil prestar atención a las clases que impartían sus
profesores. Se aburría con facilidad, soñaba despierto o miraba los objetos que le rodeaban.
Utilizaba los juguetes más como una barrera protectora ante los demás que como un vehículo
que permitiera compartir su imaginación con otros niños y jugar en grupo. Desconocía el
lenguaje no verbal y las necesidades de los demás e intentaba tranquilizarse a sí mismo
mediante largos monólogos. A menudo asentía con la cabeza ante cualquier demanda, pero
parecía olvidar o ignorar rápidamente lo que se le había pedido. El aprendizaje de las letras y
los números fue costoso en un principio y, en general, se fue quedando atrás en sus
conocimientos previos de lectura y matemáticas.
Desde los inicios, el colegio y las relaciones con los compañeros constituyeron para Tony
una lucha constante y desmoralizadora. Humillado por su incapacidad de estar a la altura de
otros alumnos o de las expectativas de sus profesores, comenzó a evitar cada vez más a los
demás niños. Mientras que, de pequeño, en las pruebas que evaluaban las habilidades
lingüísticas y cognitivas, había obtenido unas puntuaciones elevadas, sus resultados se fueron
deslizando hacia la parte más baja de la escala de evaluación. Ala edad de diez años, fue
cayendo en el fracaso y en la desesperación. Leía en un nivel muy elemental, mostraba una
creciente tendencia hacia la depresión y, antes de haber cumplido los trece, comenzó a
utilizar diferentes tipos de drogas.
La familia de Tony era una típica familia multiproblemática incapaz de impulsar un
desarrollo intelectual y emocional sano. A pesar de la buena formación de los padres, la grave
adicción de la madre a sustancias tóxicas, que comenzó cuando Tony tenía dos años de edad,
y el abandono inesperado de la familia por parte de su padre, le llevaron a diversos y
cambiantes hogares de acogida. Sus rasgos poco exigentes e independientes favorecieron
que sus extenuados educadores dejaran que se defendiera por sí mismo. Los niños como
Tony son, sin embargo, especialmente sensibles a las pérdidas y requieren un tipo de
educación especialmente estimulante y afectiva para atraerlos hacia el mundo relacional y
ayudarles a aprender a emplear sus considerables habilidades de forma auto-afirmativa y
aseguradora.
En cualquier momento de las tristes historias de Frank y Tony, un adulto sensible podría
haber intervenido para ayudarles a establecer las conexiones emocionales que les hubieran
permitido sentirse miembros de la comunidad humana. Una relación estrecha con un familiar,
un padre adoptivo, profesor, sacerdote, monitor o tutor, podrían haber tenido un efecto muy
positivo para ayudar a cada uno de estos niños. Pero debido a los múltiples fracasos de las
personas e instituciones responsables de su educación, nunca se desarrolló una relación
íntima de estas características.
La influencia reparadora de un solo adulto entregado en cuerpo y alma está perfectamente
comprobada, incluso cuando un niño ya está avanzado en su desarrollo. Así, por ejemplo, un
estudio a largo plazo realizado por Milton Shore y Joseph Massimo en Massachusetts, reunió a
un grupo de chicos que habían abandonado la escuela secundaria para participar en unas
relaciones intensas de tutoría con educadores masculinos. Un grupo de control no tuvo esta
oportunidad. El educador estaba a disposición del chico al que tutelaba para enseñarle
matemáticas en su puesto de trabajo, en la gasolinera, argumentar a favor suyo con la po licía
local, ayudarle a decidir qué decirle a su amiga: en resumen, poner-se en el nivel evolutivo de
un adolescente, meterse en su terreno. A través de esta relación educativa atípica, el tutor
ayudó al joven a comenzar a aprender a relacionarse y a establecer vínculos de confianza —a
ver ayuda, y no sólo hostilidad, en los ofrecimientos de los demás— y a crear imágenes de
afecto y apoyo para conducir su vida interna y sus esfuerzos por resolver problemas.
Más de veinte años después, un 80% de aquellos chicos que habían disfrutado de esta
tutoría se desenvolvían bien en su trabajo, en sus familias y en el mundo en general,
mientras que el 80% de los chicos del grupo de control estaban involucrados con el sistema
judicial o de salud mental. Y, lo que es más importante, los tests psicológicos revel aron dife-
rencias sustanciales en la vida interior de aquellos jóvenes que habían sido atendidos. Tenían
posibilidades significativamente mayores de sentirse a gusto en compañía de otras personas,
y eran capaces de anticipar sucesos, planificarlos y reflexionar sobre ellos.' Si bien una tutoría
de similares características respecto a un chico tan gravemente perturbado como Frank
puede requerir, probablemente, años de trabajo, éste no estaba condicio nado genéticamente
o de otra forma. Al margen de la edad, los jóvenes pueden empezar a trabajar en los niveles
mentales que no han podido alcanzar siempre que ello tenga lugar en el contexto de una
relación personal y estrecha con un adulto entregado a su labor.
En el caso ideal, la intervención debería comenzar a edades muy tempranas. Se ha
constatado ampliamente que diversas intervenciones precoces pueden ser efectivas. Sally
Provence y Audrey Naylor detectaron que el trabajo realizado con familias ayudaba a los
niños a desenvolver-se mejor en el colegio y a presentar menos dificultades ya a edades pos-
teriores.' Alice Honig y Ronald Lally demostraron que el apoyo familiar y la ocasión de tener
oportunidades precoces para socializarse y enriquecerse cognitivamente mejoraron su
rendimiento académico y su nivel de socialización.' David Olds demostró la existencia de una
correlación entre un apoyo precoz de la familia y un menor índice de embarazos de
adolescentes y de conducta delictiva.
Dos estudios longitudinales que seguían la evolución de los niños hasta la edad adulta, el
Perry Preschool Project y el Carolina Abecedarian Program, han demostrado mejoras
persistentes tanto en el nivel social como intelectual.1' Además, el Infant Health and
Development Program, planeado según el Abecedarian Project, ha demostrado avances
positivos, al igual que el análisis de los efectos de los Head Start Programs." Otras iniciativas,
actualmente en marcha, son el conocido Pareas as Teachers Program, que se lleva a cabo en
diversos estados, la Chicago's Ounce of Prevention Fund y el trabajo del South End
Coomunity Health Center, en Boston. También conocemos los resultados de experiencias
llevadas a cabo en el pasado, como el modelo desarrolla-do por el Peckham Project, de
trascendencia histórica y que se inició en Londres en 1935. La construcción de un centro de
salud destinado a aportar recursos sociales, recreativos y psicológicos, a la vez que médi cos,
para familias que se encuentran en situaciones de desventaja, ilustró la utilidad de un
enfoque integral para fomentar el desarrollo humano." Lisbeth Schorr aporta, en su libro
Within our reach, una magnífica revisión de los programas que han tenido éxito, junto con
determinadas su-gerencias para aumentar su nivel de eficacia al abarcar todos los aspectos
del problema." Los estudios de las iniciativas que se han puesto en mar-cha, tanto las que
tuvieron éxito como las que no, confirman la eficacia de las medidas preventivas precoces
para una gran variedad de problemas emocionales y del proceso de desarrollo. También
señalan que la mayoría de intervenciones no engloban suficientemente todas las ver-tientes
del problema, sobre todo en su manera de implicar a los padres y a las familias."
Mucho más complicada resulta la intervención en familias con dificultades múltiples. Estas
familias suelen desconfiar tanto de los servicios asistenciales que no piden ayuda ni participan
en programas de apoyo.
Hemos tendido a tirar la toalla justamente en estas familias de máximo riesgo. A pesar de
tener, pues, una amplia experiencia sobre la importancia de la interacción emocional para el
desarrollo saludable de las habilidades intelectuales y sociales, como sociedad todavía no nos
hemos puesto de acuerdo sobre las necesidades fundamentales de los niños y la mejor forma
de garantizar su satisfacción.

LAS SIETE NECESIDADES INELUDIBLES DE LA INFANCIA

Los requisitos para un desarrollo sano no son nada misterioso ni complicado. En 1993,
tuve el privilegio de presidir un debate entre un grupo de destacados clínicos c investigadores
para ver si, a pesar de nuestros diferentes intereses y nuestras orientaciones teóricas
discrepantes, podíamos consensuar un conjunto de principios básicos con el fin de orientar
las iniciativas que aportan ayuda a los niños de alto riesgo, para la década de los noventa y
posteriores. Tomaron parte en la reunión Kathryn Barnard, T. Berry Brazclton, Urie
Bronfenbrenner, Eugene Garcia, Irving Harris, Asa Hilliard, Sheila Walker y Barry Zuckerman.
Para nuestra agradable sorpresa, convinimos, de forma bastante rápida, en sie te principios
que reflejan los requisitos necesarios para una adquisición bien fundada de las etapas
evolutivas descritas en la primera parte del libro.
En primer lugar, los niños necesitan un entorno seguro y digno de confianza que incluya,
al menos, una relación estable, predecible, tranquilizadora y protectora con un adulto, no
necesariamente un padre biológico, que haya asumido un compromiso personal, a largo
plazo, de cara al bienestar del niño en la vida cotidiana, y que tenga medios, tiem po y
cualidades personales para llevarlo a cabo. La riqueza y una buena formación académica no
se encuentran entre estas cualidades; los facto-res esenciales son madurez, responsabilidad,
capacidad de reacción, una actitud comprensiva y dedicación.
En segundo lugar, unas relaciones formativas y coherentes con los mismos educadores,
incluyendo al primero de ellos, en las primeras etapas de la vida y a lo largo de toda la
infancia, constituyen las piedras angulares de la capacidad tanto intelectual como emocional,
permitiendo al niño establecer unos vínculos profundos que le llevarán a sentirse parte de la
humanidad y desarrollar, finalmente, un sentido de la comprensión v la consideración del
prójimo. Las relaciones con ambos padres y con el equipo asistencial deben ser estables y
consecuentes. Si estos lazos son interrumpidos en momentos arbitrarios, como al finalizar el
año o semestre fiscal o cuando un niño ha alcanzado determinada edad, se confronta a los
pequeños con nuevas pérdidas, cuando ya están escarmentados por estas y otras
adversidades. Los programas de visitas domiciliarias, por ejemplo, cesan, a menudo, al
cumplir el primer año de vida; las ayudas para madres adolescentes se interrumpen cuando
su hijo cumple dos años, justo cuando el pequeño está construyendo y cimentando las
relaciones que mantiene con los adultos. Los servicios de día se caracterizan,
frecuentemente, por una gran rotación del personal asistencial debido, en parte, a la escasa
remuneración y a las malas condiciones laborales. Por razones burocráticas, muchas veces
empeora el problema al asignársele al niño unos educadores nuevos cada año,
interrumpiendo los lazos afectivos del niño, por un lado, y, por el otro, desanimando a los
educadores a implicarse más a fondo con cualquier joven. Los padres adoptivos, casi siempre,
reciben demasiada poca ayuda y escasos incentivos para convertir a los niños que están a su
cargo en miembros permanentes de sus familias, y no únicamente en unos invitados que
están de paso. Sin la garantía de que el vínculo con determinado niño será duradero, los
educa-dores, comprensiblemente, intentan protegerse a sí mismos del dolor que implica
«enamorarse» sucesivamente de niños a los que dejarán de ver al cabo de cierto tiempo.
Pero sin esa chispa de adoración espontánea que convierte, con el tiempo, a casi todos los
bebés en adultos voluntariosos, el niño no puede disfrutar de un desarrollo pleno y saludable.
En tercer lugar, la necesidad de una interacción rica en matices y duradera. El amor y la
educación, aun siendo esenciales, no lo son todo. Durante los primeros cinco años de vida,
los niños aprenden lo que es el mundo a través de sus propias acciones y las reacciones de
sus padres. No pueden desarrollar un sentido de su propia intencionalidad o de los laz os
entre sus mundos internos y externos si no es a través de los prolongados intercambios
relacionales que establecen con personas a las que conocen bien y en las que confían
plenamente. A medida que avanza su desarrollo, las relaciones con las demás pers onas
también deberían ser cada vez más complejas y sutiles. Esto supone la capacidad del padre,
o de la persona responsable de la educación del niño, para interpretar las señales particulares
del pequeño y responder a las mismas de forma flexible y apropiada. Este tipo de relación es,
por supuesto, especialmente decisiva en la infancia, cuando las iniciativas del niño son de lo
más rudimentarias. Un estudio llevado a cabo recientemente critica a los centros de día en la
medida en que ofrecen, habitualmente, unos niveles relacionales mediocres, a la vez que
destaca las deficiencias generalizadas de las guarderías. Muchos programas que pretenden
ayudar a niños de alto riesgo, comprenden un exceso considerable de actividades de grupo y
unos programas de estudio exageradamente estáticos y formales.
En cuarto lugar, cada niño y cada familia requiere un entorno que le permita progresar a
lo largo de las diferentes etapas evolutivas, a su propio ritmo y con su propio estilo. Sólo de
esta forma los niños pueden desarrollar un sentido de sí mismos como individuos diferentes
que son y corno miembros de determinados grupos. Los programas que pretendan realizar
unas intervenciones eficaces deben tolerar y aprovechar las diferencias individuales.
Demasiados hacen hincapié, sin embargo, en los rasgos comunes de muchas o de la mayoría
de las familias, más que en los particulares rasgos de personalidad que lo diferencian de los
demás. Sin hablar el «lenguaje» específico que tiene cada familia, los profesiona les
implicados pueden, con demasiada facilidad, errar el diagnóstico de las habilidades del niño,
creando profecías autocumplidoras de dificultades y fracasos. Posteriormente, el respeto de la
individualidad constituirá una oportunidad, para los niños mayores y adoles centes, de
desarrollar unas identidades fuertes mientras exploran o profundizan en las mismas.
En quinto lugar, los niños deben tener ocasión de experimentar, encontrar soluciones,
asumir riesgos e incluso de fracasar en el intento de con-sumar determinadas tareas.
Intentándolo de diferentes maneras, buscándose aliados y evaluando todas las opciones,
desarrollan la perseverancia y la confianza en sí mismos necesarias para tener éxito en
cualquier tarea mínimamente seria. La valoración de sí mismo y una buena autoestima tienen
su origen en un contexto relaciona) que apoya su iniciativa y su capacidad de resolver
problemas. La experiencia vivida de implicarse y superar las dificultades confirma la confianza
en sus propias posibilidades. Muchos programas se adhieren a estos valores en un nivel
teórico, mientras que siguen, en la práctica, unos procedimientos que fomentan la pasividad y
la impotencia, al retirar al niño la capacidad de tomar decisiones.
En sexto lugar, los niños necesitan una estructura y unos límites muy claros. Resulta
beneficioso para ellos saber qué pueden esperar y qué esperan los demás de ellos. Aprenden
a construir puentes entre sus pensamientos y sus sentimientos cuando su mundo es
predecible y responde a sus necesidades. Límites firmes y justos, impuestos en un clima de
afecto y consideración, constituyen un elemento crucial de cualquier relación que fomente
realmente el desarrollo de un niño, aparte de permitirle adquirir autodisciplina y sentido de la
responsabilidad. Muchas personas perciben, erróneamente, un conflicto entre estructura y
espontaneidad, entre amor y límites. Si bien todo niño necesita afecto y unas expectati vas
generosas ala vez que coherentes y claras —y el niño que procede de un entorno caótico las
necesita más que ninguno—, pocos programas las integran en un enfoque consecuente y
constructivo.
Y, en séptimo lugar, las familias necesitan unos vecindarios y unas comunidades estables.
La atención apropiada, consecuente y profunda-mente comprometida que necesita un niño
para superar los diferentes ni-veles evolutivos, requiere unos adultos, a su vez, maduros,
sensibles y emocionalmente accesibles. Incluso en ausencia de factores de estrés im -
portantes, muy pocos padres tienen los recursos personales y materiales nece sarios para
educar a sus hijos exclusivamente ellos. Los programas que pretendan ayudar, de forma
efectiva, a los jóvenes de alto riesgo, deben contribuir a que se mantengan todos aquellos
lazos con amigos, familia extensa, hermandades religiosas y con las propias tradiciones cul-
turales que la familia pueda poseer. Los miembros de la familia necesitan encontrar el tiempo
y el grado de compromiso necesarios para cumplir con las labores educativas. Los vecinos se
deben conocer unos a otros, socializarse conjuntamente y estar disponibles para ayudarse
mutuamente en caso de apuro. Los vecindarios necesitan unos residentes que compartan
áreas de interés en la comunidad, en las parroquias, en los colegios, en los negocios yen
organizaciones dispuestas a colaborar por el bien de todos. Las comunidades requieren
ciudadanos e instituciones que fomenten su progreso y garanticen su supervivencia.
Dicho con toda claridad, aquellas áreas en las que se hacinan nuestras familias más
pobres y los programas de apoyo con los que cuentan rara vez satisfacen alguno de estos
parámetros. Sus vecindarios carecen a me-nudo de los servicios más elementales, como un
sistema adecuado de seguridad ciudadana, protección en caso de incendios y servicios
médicos, por no hablar ya de lugares de recreo, como bibliotecas, parques, zonas de juego
para los niños, centros comunitarios y tiendas al por menor. Instancias administrativas
lejanas e impersonales, en lugar de grupos e instituciones locales, toman decisiones clave de
cara al bienestar de la población infantil. Muchos programas ignoran o socavan las redes
familiares, comunitarias y culturales básicas.

COSTUMBRES QUE GENERAN CONFLICTO EN Los SERVICIOS SOCIALES

A pesar de que diferentes generaciones de profesionales de los servicios sociales y


funcionarios de todos los niveles de la administración han luchado por ayudar a las familias
necesitadas, muchos estarán de acuerdo en que el sistema que hemos desarrollado a
menudo ha empeorado las circunstancias, más que mejorarlas. A pesar de nuestros
conocimientos sobre las raíces de la violencia, la delincuencia, el desamparo y el agota -
miento de los recursos propios, nuestros esfuerzos para atender a los niños abandonados y
privados de todas las necesidades básicas rara vez han tenido éxito, aparte de algunos
proyectos piloto excepcionales. Enormes aparatos burocráticos escogen, investigan y dan
cuenta de nuestros jóvenes más desfavorecidos y de los medios económicos asigna -dos para
los servicios destinados a ellos. Tal como está configurada actualmente la caótica trama de
oficinas de bienestar social, organizaciones de justicia juvenil y agencias de protección a la
infancia, ésta avanza de forma más rápida en su propio programa político que en los
programas dedicados a los niños de alto riesgo. Una vez que las condiciones difíciles de un
niño han salido ala luz pública, a menudo tras determinados roces con la justicia, fracasos
escolares o maltratos manifiestos por parte de los adultos —cuando, dicho en otras palabras,
años de privaciones y de mi-seria son convertidos en un «caso»—, diversas instancias
administrativas comienzan a imponer sus procedimientos, con finalidades contradicto rias,
muchas veces.
La historia de los servicios sociales para las familias y los niños de los Estados Unid os
refleja una confrontación crónica entre dos tradiciones profundamente divergentes. Los casos
de privación, maltrato o abandono han sido abordados por partidarios de dos ideas muy
diferentes sobre la naturaleza humana, los vínculos familiares y el interés social. Cada teoría
ha disfrutado de sus períodos de dominio político y cultural, dejando su legado en nuestras
leyes, en los programas políticos y en las administraciones e instituciones. Pero no ha habido
defensores de proyecto alguno que hayan abarcado en toda su complejidad las dificultades
que afrontan las familias gravemente perturbadas o todos los diferentes pasos necesarios
para poderlas ayudar. Debido a sus propios valores y presunciones, no han tenido en cuenta
algunos elementos fundamentales del problema.
Una corriente de pensamiento se centraba más en el niño que en la familia, resaltando la
necesidad de proteger a los pequeños de la influencia de unos padres desadaptados e
incompetentes, que eran considerados los responsables de las dificultades del niño, a los ojos
de sus partidarios. A pesar de carecer, durante muchos años, de influencia en el poder eje -
cutivo, a raíz del dominio conservador en el Congreso volvió a tener cierta relevancia. Hasta
tal extremo, que sus promotores defienden que los niños deberían apartarse de los hogares
inadecuados y ser ubicados en unos entornos más «saludables»: campamentos de trabajo,
hogares compartidos en grupo e incluso orfanatos. Defienden unos criterios exi gentes en lo
que consideran un hogar adecuado para un niño, y postulan unos criterios relativamente
indulgentes a la hora de separar a los niños de sus familias de origen.
No obstante, al situar el bienestar del niño por encima de los derechos de los padres o la
integridad de las familias, los defensores de esta teoría infravaloran habitualmente los lazos
emocionales que unen al niño con sus padres, incluso con aquellos que les maltratan o
abandonan, y el daño que se le puede infligir si se rompen estos vínculos. También
sobrevaloran la capacidad de una institución, como un orfanato, para satisfacer las
necesidades de los niños dañados emocionalmente. Si bien las mejores instituciones
proporcionan unos cuidados fiables y saludables que superan, de largo, los de un hogar
gravemente disfuncional, muy pocas pueden ofrecer las relaciones emocionales, persistentes
e íntimas, que necesitan los niños. Mantener el mismo personal cualificado durante un
período largo de tiempo, por ejemplo, es sumamente difícil, requiere unos sueldos elevados,
oportunidades para una buena formación y un escalafón profesional. La proporción idónea
entre adultos y niños constituye un lujo que casi nadie puede costear. Mucho más frecuentes
son aquellas instalaciones de medios limitados, que no pueden reemplazar el amor, el car iño,
la seguridad y la atención individual tan indispensable para un desarrollo sano. Algunos de los
peores establecimientos ejercen su propia influencia abusiva y negligente. Muchos de los
centros de día, por ejemplo, no fomentan la proximidad emocional ni el interés por los
asuntos personales de cada niño?
Los hogares de acogida tampoco proporcionan ese respiro tan ansia-do, debido, en parte,
a que los padres adoptivos pocas veces reciben la ayuda que requieren para asumir el reto
que significa hacerse cargo de un niño desarraigado. Incluso cuando un hogar de acogida
supera al hogar de procedencia del niño en todo tipo de parámetros objetivos, el cambio le
priva del único baluarte emocional que conoce. Los jóvenes que plantean dificultades en sus
propias familias únicamente acentúan su conflictividad en los hogares adoptivos, donde unos
adultos escasamente pre-parados tienen que hacer frente a los déficit originarios del niño y a
su creciente angustia y desorientación.
Una segunda corriente de opinión, que ha impuesto sus criterios, de forma mayoritaria, en
las dos últimas generaciones, se centra más en la familia. Sus defensores atribuyen la
responsabilidad última de los niños perturbados a las injusticias sociales, y tienden a ver a las
familias como esencialmente cariñosas, preocupadas y solidarias, si bien, a menudo,
«bloqueadas» por unas fuerzas que se escapan a su control. Según su cri terio, las familias
constituyen el único marco aceptable para educar a los hijos. Con el conveniente apoyo
económico, terapéutico y social, pueden conseguir educar a sus hijos de forma adecuada. En
los programas basados en esta teoría figuran, a veces, todo un conjunto de servicios so ciales
destinados a apuntalar las estructuras tambaleantes de la familia, como los hog ares de
acogida temporal, para que las familias rotas dispongan de tiempo para volverse a reunir.
Mientras que el primer enfoque se equivoca al idealizar los cuidados institucionales, este
segundo modelo a menudo hace lo mismo al idealizar a las familias, incluso aquellas cuyos
problemas perduran a lo largo de varias generaciones. En las familias multiproblemáticas que
mis colegas y yo hemos estudiado, muchos padres, abuelos e incluso bisabuelos de las
personas que atienden a sus hijos en la actualidad, dieron una educación muy deficiente a
sus propios descendientes. El abandono y el maltrato, las drogodependencias y los trastornos
psiquiátricos crean unos patrones relacionales que pasan de padres a hijos. Tal herencia
constituye una dificultad extrema para cualquier persona a la hora de ejercer una
parentalidad exitosa sin ningún tipo de ayuda. Si nunca se ha experimentado una educación
adecuada, aquellos que crecieron en esas familias frecuentemente no saben cómo
proporcionarla. Al no haber participado nunca en una relación mutuamente satisfactoria, no
saben cómo entablarla con sus hijos.
Si bien constituye habitualmente un principio loable, la preservación de los lazos familiares
ha sido aplicada errónea e irresponsablemente, sin embargo, hasta el punt o de devolver,
incluso a unos jóvenes malheridos, a la custodia de unos padres drogodependientes o
violentos no rehabilitados. En lugar de dar rápidamente los pasos necesarios para romper los
vínculos legales con unos padres manifiestamente nocivos y encontrar para el niño un hogar
permanente y seguro, las prácticas que se basan rígidamente en este principio alientan las
iniciativas de devolver a los niños a sus familias de origen o de aparcarlos» provisionalmente,
pero a menudo y durante años, en diferentes y provisionales hogares de acogida, que ofrecen
escasa oportunidad para establecer unos vínculos duraderos.
Los que no defienden ninguno de estos proyectos tienen que hacer-se cargo, por lo tanto,
de las respuestas que demandan los niños y las familias de alto riesgo. Para tener alguna
oportunidad de éxito, los programas de intervención deben combinar los conceptos de ambas
teorías, construir sobre sus puntos fuertes y minimizar sus puntos débiles. Deben prestar la
atención debida al vínculo decisivo entre padres e hijos, preservándolo siempre que parezca
lo más aconsejable. Igualmente, deben proteger al niño del daño que un ambiente familiar
desfavorable le puede infligir, sustituyéndolo lo antes posible por otra relación estable. Deben
evitar, así, los puntos débiles, tanto de los hogares de acogida como de las instituciones que
se hacen cargo de los chicos, ofreciendo unas relaciones estrechas y duraderas, a la vez que
la oportunidad para recibir unos cuidados ajustados a sus necesidades: en res umen, ayudan-
do tanto a la familia como al niño.

LO MÁS CONVENIENTE PARA EL NIÑO Y SU FAMILIA

Para proteger a los niños de aquellas situaciones de riesgo que engendran violencia, un
programa que quiera tener éxito debe constituirse en sí mismo como una constante infalible
en la vida de una familia. Debe comprometer a los miembros de las familias con personas
dispuestas a permanecer con ellos de forma ininterrumpida —durante años, no sólo meses o
semanas— y debe garantizar que las relaciones personales que se vayan estableciendo entre
el personal y los clientes, sean duraderas y profundas.
La influencia que ejerce un programa no debe limitarse a la familia del niño, sino también
ir más allá, hacia la comunidad de la que forma parte. Siempre que las circunst ancias no sean
calamitosas y con una buena preparación, no desarraigará a los niños de sus vecindarios ni
de sus ámbitos culturales. La meta debe consistir en espolear el propio potencial evolutivo del
niño, interrumpiendo la cadena disfuncional a través de la formación de un miembro
competente y responsable de una sociedad más amplia. Muchos de estos elementos han sido
incorporados a los programas ya existentes, pero ha sido difícil combinarlos de tal manera
que satisfagan las necesidades de las familias más disfuncionales.
Un intento de llevar a cabo un programa realmente integrador partirá de la población
tradicional o del vecindario con el fin de que los vecinos estén al corriente de los hijos de los
demás y cada vecino se interese, con una actitud comprensiva, por los hijos de las otras
familias. Sin vecinos, amigos y parientes que sirvan como sustitutos oculares y auditivos de
los padres y para ayudar en momentos de dificultad, sin un entorno seguro en el que el niño
sea conocido y apreciado, sin un conjunto de adultos que albergue unas cualidades
excelentes y que respalde los valores vigentes en la sociedad, incluso los mejores y más
entregados padres se encontrarán muy presionados para educar a sus hijos de forma ade -
cuada.
Por supuesto, es fácil idealizar un estilo de vida romántico y provinciano al estilo de
Norman Rockwell, pero las características de esta vida ideal satisfacen, sin embargo, las
necesidades básicas de cualquier niño. ¿Qué forma podría adoptar, hoy en día, una población
ideal de estas características? Mi experiencia en el trabajo con familias de alto riesgo y sus
hijos, me induce a pensar que la realización de tal paradigma es factible con los recursos de
los que ya disponemos.
Una población tradicional es un distrito residencial independiente, formado por familias
unidas por intereses comunes que se conocen des-de hace tiempo. La nueva comunidad
también debería tener una unidad geográfica dentro del contexto más amplio de una gran
metrópolis urbana. Más que un conjunto de casas a lo largo de caminos campestres, un
edificio de apartamentos lo suficientemente grandes podría servir, por ejemplo, como marco
físico. Al igual que el pueblo tradicional —pero a diferencia de muchos de los barrios bajos
degradados donde viven nuestras familias más pobres— esta «población» vertical albergaría
una amplia gama de residentes: algunas familias muy disfuncionales; algunas otras, tanto
trabajadoras como dependientes de los servicios de bienestar social, que mostrarían una
mayor competencia en sus vidas; algunas personas mayores, quizá jubiladas, que vivieran
solas o con sus familiares; algunos adultos sin hijos.
Aparte de la ayuda que un complejo como éste podría ofrecer a los padres en apuros,
éstos tendrían a su disposición, dentro del propio edificio, unos servicios destinados a los
niños y a sus padres. Un centro para niños de todas las edades, bien equipado y con personal
cualificado, por ejemplo, atendería a los pequeños prácticamente desde el nacimiento. Tanto
los niños como los adultos acudirían diariamente al centro, los más pequeños ocupando su
tiempo en actividades lúdicas y de aprendizaje, los padres adquiriendo la formación y
orientación ajustadas a sus necesidades.
Miembros expertos del equipo asistencial trabajarían en la formación de unos vínculos
personales y duraderos con cada miembro de la comunidad, ayudando a los adultos a
desarrollar habilidades parentales, mientras que proporcionarían a los niños cuidados
familiares y fiables para descargar a unos padres frecuentemente abrumados por el estrés.
Para cada una de las familias de alto riesgo, un miembro del equipo asumiría el papel de
«pariente» sustituto, en la línea de una tía o de una abuela comprensiva y experimentada.
Este educador experto establecería una relación permanente con la familia, facilitando que los
padres puedan resolver los problemas personales que interfieren en los cuidados que deben
dispensar a sus bebés y que los niños reciban la educación que necesitan en cada una de las
etapas evolutivas, al margen de la capacidad de los padres para proporcionarla.
Acudiendo al centro de forma regular, trabajando con un mismo asistente de su entera
confianza, durante un período de cuatro o cinco años, el niño dispondría de un punto de
estabilidad que perduraría al margen de los altibajos que se puedan presentar en su casa.
Una madre excesivamente deprimida para responder de forma adecuada a su bebé no le
privaría, así, totalmente, de la ayuda y de la interacción necesarias para establecer relaciones
o aprender a comunicarse. Un episodio de borrachera o un tratamiento de desintoxicación
hospitalario no desorganizaría la vida del niño ni dejaría a éste a merced de la incertidumbre
de un hogar de acogida. Un niño podría dormir en su propio apartamento o en el mismo
centro, en función de las circunstancias de cada día. Estaría atendido las veinticuatro horas
del día y el centro sería un refugio seguro a cualquier hora y durante el tiempo que hiciera
falta, evitando drásticamente el caos en la vida de estos jóvenes.
Un recurso tan fiable y próximo también aportaría orden y responsabilidad a la vida de los
padres, ofreciendo, además de la instrucción en habilidades parentales, oportunidades para
obtener consejo personaliza-do, tratamiento farmacológico, educación sanitaria y de
planificación familiar, cursos para poder convalidar los estudios secundarios, formación
laboral o asistencia para la búsqueda de trabajo... Los padres podrían decidir si participar o
no, siempre que cumplieran unas normativas razonables y claramente establecidas —no estar
consumiendo drogas, por ejemplo— y desearan adquirir formación y buscar trabajo. Muchas
madres y muchos padres podrían alcanzar, así, la estabilidad y orientación necesarias para
permitirles influir, de manera más positiva, en la vida de sus hijos. Con el apoyo del centro,
podrían profundizar en su propio desarrollo sin comprometer la evolución de sus hijos.
Un niño puede pasar todo el tiempo en el centro infantil o puede volver, por la noche, al
piso de sus padres. El equipo nocturno estaría formado por personas igualmente conocidas y
fiables, librando a los padres de la presión de ocuparse de los niños cuando no pueden. Un
padre que pasa por una crisis dispone siempre de un lugar al que puede volver para obtener
ayuda y, como contrapartida, el equipo del centro pediría que el padre alcanzara un nivel
mínimo de madurez antes de poder reanudar completamente la vida familiar, haciendo
cumplir, de esta forma, los parámetros de una educación responsable.
Para hacer funcionar este sistema, cada familia perturbada formaría parte de una
comunidad cohesionada, la mayoría de cuyos miembros se desenvolverían de forma bastante
satisfactoria. Las demás familias que vivieran en el edificio, algunas dependientes de los
servicios sociales y otras no, también tendrían acceso al centro, los niños yendo a la guarde -
ría y los adultos participando en las clases, en grupos y en actividades que se ajustaran a sus
circunstancias. Los adultos que buscaran una oportunidad laboral, por ejemplo, podrí an
formarse como monitores de niños y prepararse, así, para optar a puestos remunerados en el
propio centro. Otros adultos, especialmente personas mayores o jubiladas, con experiencia
previa en el campo de la educación y la asistencia infantil, podrían tra bajar en el centro como
voluntarios o como miembros remunerados del equipo. Diversos incentivos económicos —
alquileres bajos, una cuota infantil baja, oportunidades educacionales— atraerían residentes
hacia este «vecindario» variopinto pero equilibrado.
Una población urbana de estas características recibiría respaldo y ayuda por parte de los
estamentos culturales y las instituciones de la comunidad. Iglesias, centros comunitarios,
grupos cívicos y movimientos locales de beneficencia, asociados preferentemente con los
legados culturales o étnicos de los residentes, aportarían recursos sociales, espirituales,
recreativos y educacionales. En lugar de ser un gueto para las personas más desfavorecidas,
al modo de los actuales alojamientos públicos, la comunidad ofrecería unas ventajas no sólo
para los más pobres, sino también para las familias con un estilo de vida alternativo. Como
han de-mostrado los kibbutzim israelitas después de más de un siglo de existencia, familias
no relacionadas entre ellas y fieles al ideal de trabajar con-juntamente para mejorar sus
vidas, pueden crear comunidades sólidas y formar una juventud competente. Incluso sin la
ideología de los kibbutznik y la falta de tradición respecto de la propiedad comunitaria, los
residentes podrían comprometerse, de modo parecido, a crear una institución.
En el mejor de los casos, un niño de alto riesgo formaría parte de la comunidad incluso
antes de nacer. En lugar de no intervenir hasta que el niño haya comenzado a presentar
problemas, el equipo pondría a su disposición toda su ayuda, ya desde un principio, para
aprovechar al máximo las posibilidades evolutivas de cualquier bebé. Una adolescente sin
recursos embarazada por primera vez; una mujer depresiva que espera, sin embargo, otro
hijo; una madre cuyos hijos ya mayores han sido asiduos de los servicios de asistencia
familiar o de los hogares de acogida, serían tuteladas por un ayudante, un trabajador social
titulado o un voluntario formado y experimentado. En caso de que fuera necesario, la futura
madre y su familia se trasladarían al edificio antes del nacimiento del niño.
Desde el momento del nacimiento, el bebé pertenecería, por lo tanto, a su problemática
familia biológica y a una amplia familia comunitaria que aportaría apoyo y cuida dos como
segunda opción. La llave del éxito sería, sin embargo, que el programa intentara ayudar a los
padres y al niño de forma equitativa. Una de esas madres que es también como una niña
necesitada con un cuerpo de adulta podría, de otra manera, arruinar toda la empresa.
A pesar de su elevada rentabilidad a largo plazo, un programa de estas características es
de todo menos barato. La falta de personal para cubrir las veinticuatro horas del día ha
llevado al fracaso a proyectos similares en el pasado. Cuando las familias entran en crisis, se
debe disponer de suficiente personal cualificado para intervenir y apoyar el desarrollo del
niño.
Un programa como éste excede las medidas de intervención más corrientes en beneficio
de todos los implicados. Respeta la necesidad de continuidad que cualquier niño tiene, así
como la necesidad de ayuda y de desarrollo personal de unos padres angustiados por los
problemas. También satisface el interés de la sociedad por garantizar que cada niño tenga
una educación adecuada. Tampoco desarraiga al niño de la única familia a la que conoce, ni
lo abandona dejándolo a merced de una padre que no puede cumplir su papel de forma
responsable. Tampoco segrega a las familias caóticas de la comunidad más amplia, ni tolera
su conducta disfuncional. A través de las estructuras de la comunidad crea, de hecho, la
ayuda que muchas familias obtienen, de forma espontánea, de sus familiares.
Una familia disfuncional carece habitualmente de una familia extensa que pueda aportar
una ayuda eficaz. Requiere varias generaciones de parentalidad incompetente, de
necesidades no satisfechas, de abandono v de maltrato, para producir patologías sociales tan
profundas que aflijan a estas familias y que echen a perder muchos programas que pudieran
serles de ayuda. El pasado doloroso de un padre puede alentar un comprensible
resentimiento, rabia y recelo en las motivaciones de los de-más, así como haberle enseñado
unas estrategias de supervivencia destructivas. Cuando unos adultos tan perturbados acaban
estableciendo unos vínculos de confianza, surgen enormes necesidades de dependencia que
pueden desbordar los recursos del equipo asistencial. Para manejar estos problemas, el
equipo de la comunidad necesitaría consultar con profesionales externos experime ntados y
requeriría formación, supervisión y ayuda interna.
Si bien diversos aspectos del programa tipo esbozado aquí son utó picos, se ha demostrado
que una intervención integral, a largo plazo, es completamente viable. Al final de los años
setenta y al principio de los ochenta, tuve la oportunidad de desarrollar, junto con mis
colegas Serena Wider, el ya fallecido Reginald Lourie, Robert Nover, Alicia Lieberman, Mary
Robinson y un prestigioso grupo de clínicos y de investiga-dores, el Clinical Infant
Development Program (CIDP), un proyecto conjunto del National Institute of Mental Health y
Family Service de Prince Georges County (Maryland). Nos comprometimos a atender a
cuarenta y ocho familias multiproblemáticas. Las mujeres y sus hijos llevaban a sus e spaldas
una larga historia de una vida desorganizada y salpicada de acontecimientos traumáticos,
factor que caracterizaba a todas estas familias. La mitad de las madres habían padecido
nueve o más problemas, como el abandono infantil o el maltrato físico o sexual, la
contemplación de los malos tratos de otros miembros de la familia, tras-tornos psiquiátricos
familiares, hospitalización psiquiátrica, fracaso o expulsión escolar, incapacidad para
mantener un puesto de trabajo, delincuencia juvenil y rechazo por parte de los pares. Incluso
las más afortunadas de estas mujeres llevaban unas vidas caóticas y desesperadas.
Mediante su intervención, el Clinical Infant Development Program tuvo éxito al conseguir
que ciertas madres, algunas gravemente perturbadas, se hicieran cargo eficazmente de sus
hijos. Los bebés que se encontraban en situación de grave riesgo de abandono o maltrato,
con los correspondientes problemas emocionales e intelectuales, fueron rescata -dos, así, de
un destino en principio amenazador. Los padres y sus hijos acudían, a diario, al Project's
Infant Center, provisto de un personal experimentado en la atención a los niños y de
trabajadores familiares. El servicio asistencial excluía, sin embargo, la atención nocturna que,
según mi criterio, es fundamental para garantizar un éxito duradero. Al ser un proyecto de
investigación sometido a un límite temporal, más que una agencia que ofreciera sus servicios
de forma continuada, el programa finalizó tras un período de unos cuantos años. El
seguimiento a largo plazo reveló, sin embargo, que incluso ofreciendo un servicio discontinuo,
el programa había mejorado sustancialmente los resultados tanto de los padres como de sus
hijos de alto riesgo.
Tres ejemplos de casos del CIDP dan una idea de cómo puede funcionar un programa de
estas características. Louise, una mujer soltera, camino de los treinta y que había
experimentado un rechazo continuado en su infancia, carecía de todo recurso o del poder de
adaptación necesario para criar a un bebé, por «fácil» que éste fuera. Las dificultades inhe-
rentes de su hijo Robbie para calmarse y centrar su atención habrían constituido un desafío
incluso para una madre experta. Louise, sin embargo, ya había fracasado anteriormente como
madre; años atrás, había mandado a su hija Terry, de seis años de edad, a vivir con un
familiar. Profundamente deprimida e incapaz de afrontar sus propios problemas, Louise se
sentía desbordada por su segundo hijo hiperactivo.
Louise, fruto no deseado de una relación adúltera, había pasado casi toda su infancia
viviendo lejos de su madre, de los restantes hijos de ésta —a los que había considerado,
durante mucho tiempo, hermanos de pleno derecho— y del marido de su madre. Fue de
adulta cuando se enteró de sus verdaderos orígenes. Pasó sus primeros años al cuidado de
una tía poco cariñosa y punitiva, que falleció cuando Louise tenía ocho años. El compañero de
la tía, si bien nunca se había propasado realmente con Louise, sí transmitía a la niña un cierto
sentido de amenaza sexual. Una tía afectuosa y sensible fue la siguiente en hacerse cargo de
Louise, sien-do su «única madre verdadera». Cuando esta mujer bondadosa falleció, también
prematuramente, Louise quedó desprotegida emocionalmente. Padecía intensos miedos y
pesadillas. Su sentido del rechazo era tan acusado que un estudio psiquiátrico diagnosticó
una personalidad esquizoide. Posteriormente, relaciones abusivas condujeron a los dos
embarazos de Louise.
Las primeras semanas de vida de Robbie mostraron al equipo de intervención el panorama
descorazonador de una madre y su hijo cuyos problemas individuales se potenciaban
mutuamente. Louise había vivido como un rechazo la incapacidad de Robbie para conectar
con las demás personas, incrementando su propia y acuciante necesidad de ser atendida y
alejándose de su hijo, que no la podía satisfacer. A medida que fracasaban sus intentos de
comunicarse con el niño, su estado depresivo se fue agudizando. La afectividad plana,
inexpresiva, de Louise, producto de su desesperación, había llevado a Robbie a
desentenderse aún más del mundo de los seres humanos y de cualquier oportunidad de
relacionarse con su madre. A lo largo de las siguientes semanas y meses, se fue deteriorando
progresivamente, perdiendo esa mínima capacidad de respuesta, de buscar afecto y de
centrar la atención que había mostrado en un inicio. La posibi lidad de que superara, al
menos, el primer nivel evolutivo, parecía dismifluir rápidamente. Louise, entretanto, se volvía
cada vez más perturbada y encerrada en sí misma, a medida que el niño se iba alejando de
ella.
Un equipo relacionado con el CIDP estuvo trabajando con la madre y con su hijo para
recuperarlos el uno para el otro, y para que pudieran hacer frente ala vida. La terapia ayudó
a Louise a enfrentarse con sus demonios largamente reprimidos. Mientras ella luchaba por
alcanzar un mayor equilibrio, el equipo del centro intervino para sacar a Robbie de su
aislamiento. Este enfoque a dos bandas únicamente funcionó porque los miembros del equipo
conocían muy bien, individualmente, tanto a la madre como a su hijo. Una clínica se dio
cuenta, por ejemplo, de que Robbie se fijaba mucho más en los objetos inanimados que en
las caras humanas. Intentando mili-zar sus propios puntos fuertes para atraerlo hacia ella, la
madre se agenció diversas máscaras, que se ponía cada vez que trataba con el niño, escon-
diéndose detrás de uno de los «objetos» inanimados con los que Robbie parecía disfrutar
mientras los seguía con la mirada. Poco a poco, consiguió establecer contacto ocular con el
niño a través de unas pequeñas rendijas realizadas en aquella cara ficticia y después, con el
paso del tiempo, atraer-lo para tomar contacto con su propia cara y la de otras personas.
Cuando Robbie ya había cumplido los ocho meses, estaba ansioso por encontrarse con su
madre, pero Louise necesitaba más tiempo para superar su depresión y su estado de
ansiedad. Durante este tiempo, la relación «maternal» que los miembros del equipo
mantenían con el bebé conservó ese estado evolutivo. Cuando Robbie celebró su primer
cumpleaños, Louise comenzó a ver una salida a sus problemas, a adquirir los conocimientos
básicos de los cuidados de su hijo y a relacionarse con él. A la edad de dieciocho meses, si
bien ambos denotaban todavía una cierta vulnerabilidad, madre e hijo eran capaces de
relacionarse afectuosa y espontáneamente, en actividades gratificantes cada vez más
complejas.
A Louise le gustaba muy especialmente un divertido juego del escondite por medio del
cual parecía elaborar, en su mundo imaginario, los temas de disponibilidad y pérdida tan
reales cieno tiempo atrás. Había aprendido la forma de estimular y relacionarse con Robbie,
que había cumplimentado cada uno de los hitos evolutivos correspondientes a su edad.
Louise ya estaba camino, pues, de poderse hacer cargo de él, de tal forma que su ritmo
evolutivo se mantuviera intacto. Sus progresos incrementaron su entusiasmo para seguir
adelante.

Pero este modelo de intervención abordó casos incluso mucho más complejos que éste.
Cuando el equipo entró en contacto por primera vez con Mary y su hija Amy, de tres meses
de edad, la madre era una toxicómana con tendencia a presentar conductas autodestructivas
y a la fantasía exacerbada, y el bebé era frágil y con escasa capacidad de respuesta, por lo
que estaba perdiendo terreno a marchas forzadas al no poder prosperar. Amy y su hermano
Harold, de dos años de edad, se encontraban en un estado de abandono tal que el equipo
consideró seriamente encontrarles unos hogares de acogida. Mary veía a sus hijos,
básicamente, como un cebo para reclamar la atención de su padre, que la había abandonado.
Ella también había ido en busca de otros hombres y acababa, muchas veces, bebiendo o
drogándose con ellos. Su embriaguez y sus relaciones inestables precipitaron muc has crisis, e
incluso llegó a «perder» a Harold en diversas ocasiones. A través de una labor intensa, los
miembros del equipo asistencial fueron entablando lentamente una relación con Amy y,
durante varios años, ayudaron a Mary a enfrentarse a sus sentimientos sobre el abuso y el
abandono, que constituían la raíz de su conducta impulsiva y autodestructiva. Al congraciarse
con sus complejas emociones hacia un padre al que nunca conoció, pudo hacer frente a su
propia y acusada ambigüedad frente a la sexualidad y la parentalidad. Consiguió, finalmente,
entablar una relación más duradera con otro hombre y ser emocionalmente mucho más
asequible para sus hijos. Al cabo de tres años, cuando Mary dio a luz a un niño vigoroso, Amy
se relacionaba de forma cariñosa y confiada, si bien algo tímida. Mientras que, desde el punto
de vista intelectual, rendía casi de acuerdo con su edad, su desarrollo mostraba un ligero
retraso. Con el soporte emocional del equipo realizó, sin embargo, un considerable avance,
tanto en el nivel relacional, como en su capacidad de reconocer sus sentimientos. Mary había
dado, entretanto, unos pasos importantes de cara a entender mejor su propia vida y
reconstruirla. El nuevo bebé era menos problemático de lo que había sido Amy, más
introvertida e indiferente, y ofrecía recompensas mucho más notorias a sus padres.
Encontrándose ahora a cargo de un bebé vital y reactivo, fortalecida por las orientaciones y la
estrecha implicación del centro, Mary se demostró a sí misma que era capaz de aten derle y
responder a sus demandas de forma responsable.
Un tercer ejemplo, que muestra la necesidad de un modelo flexible, es el de Madeline,
cuya vida caótica casi llegó a desesperar, en un principio, al equipo del CIDP. Madeline, una
mujer de veinte años de edad y madre de cuatro hijos de menos de cuatro años, todos ellos
encaminados a padecer serios problemas emocionales, era el resultado de una infancia llena
de carencias, la única chica de doce hermanos, llena de miedo y de rabia e incapaz de
mantener ningún tipo de relación duradera. Una larga y compleja intervención incluía diversas
crisis acentuadas por una grave depresión y su frecuente incapacidad de funcionar de un
modo que no fuera extremadamente reactivo, sin tener conciencia ni del pasado ni de l futuro.
Desesperada y con grandes necesidades emocionales, apenas podía relacionar sus
conductas con los continuos infortunios que padecían ella y sus hijos. Cuando quedaba
atrapada en un problema, o estallaba en conductas impulsivas o se encerraba en sí misma,
presa de la desesperación.
El equipo ayudó a Madeline a colocar a sus hijos en hogares de acogida, de forma
organizada y bien pensada, y no en las infames condiciones que prevalecen en demasiadas
ocasiones. No obstante, cuando se le ofrecía la posibilidad de visitarlos, Madeline rehuía el
tema, hasta que renunció a ellos, finalmente, para darlos en adopción. Este desenlace
permitía a los niños obtener la educación estable que requerían para poder avan zar en su
problemático proceso evolutivo. El centro prosiguió su trabajo con Madeline durante unos
cuantos años. Pudo, finalmente, aliviarse algo de su estado depresivo y desarrollar cierto
grado de insight respecto de su pasado y su forma de comportarse, lo que le permitió tener
mejor control sobre su vida. Cuando dio a luz a otra hija, ya llevaba varios años en el
programa y había adquirido la madurez necesaria para cuidar de ella de forma responsable.

Estas tres madres, al igual que el 80 % de las que forman parte del estudio CIDP,
incrementaron sus recursos para superar el terrible lastre de su pasado. Aprendieron nuevas
pautas relacionales que mejoraron los _ cuidados que dispensaban a sus hijos. Con un apoyo
solidario, aquellas madres cuyas historias personales y situaciones actuales limitab an en gran
medida su capacidad para hacerse cargo de sus hijos, desarrollaron su potencial y los
pudieron educar de forma sensible y responsable. Incluso niños que presentaban grandes
dificultades, con padres problemáticos, fueron capaces de superar las etapas críticas de su
desarrollo. En cada uno de los puntos clave del desarrollo de un niño, cuando las nece sidades
cambian y las demandas son cada vez más complejas, el equipo del centro estaba al corriente
para orientar a la madre y para ayudar y atender al niño. Después de unos cuantos años, los
niños inicialmente abocados hacia unas vidas llenas de dificultades, de fracaso y dolor, se
encontraban perfectamente encarrilados hacia un futuro esperanzador con el que ningún
miembro de sus familias hubiera soñado jamás a lo largo de las generaciones anteriores.
Todo niño merece la oportunidad que tuvieron éstos, la de crecer en familias capaces de
educarlos satisfactoriamente. No obstante, hasta que no ofrezcamos unos servicios tan
ambiciosos a todos los niños de alto riesgo, el número de familias disfuncionales y de jóvenes
perturbados o violentos únicamente seguirá creciendo. Un segmento pequeño pero te -
rriblemente desestructurado de nuestra sociedad ha crecido sin ser capaz de colaborar, ni
siquiera de arreglárselas mínimamente con ella. Sin ser culpables de ello, estas personas
jóvenes no han adquirido ninguna de las habilidades necesarias para tener éxito en la vida o,
más importante todavía, para formar nuevas familias que puedan disfrutar de algo que se
parezca a la igualdad de oportunidades.
Los niños nacidos en familias disfuncionales seguirán costando miles de millones de
dólares en hogares de acogida, educación especializada, control de la criminalidad, cárceles y
hospitales psiquiátricos. No puede ser más caro dar a los niños de alto riesgo y a sus familias
la ayuda que necesitan. Los problemas de estas familias son conocidos desde hace tiempo.
En 1957, D. W. Winnicott señaló el riesgo y la responsabilidad de la sociedad.

Cuanto más pensamos en estas cosas, tanto mejor comprendernos por qué los niños de todas las
edades necesitan, imprescindiblemente, el respaldo de su propia familia y, a ser posible, también
una estabilidad de su entorno físico; y, a partir de estas consideraciones, vemos que lo s niños
privados de un hogar, por un lado, deben ser provistos de algo personal y estable cuando son
todavía lo suficientemente jóvenes como para aprovecharse de ello en cierta medida, o bien, por
otro, nos deben obligar, posteriormente, a aportar estabilidad en forma de correccional o, como
último recurso, a través de las cuatro paredes de una celda de la prisión.

En este capítulo hemos intentado definir ese «algo personal y estable» y mostrar que
disponemos, dentro de nuestras posibilidades, de soluciones nuevas para los problemas que
presentan estas familias atormentadas.
Capítulo 14

Hacia una sociedad reflexiva

Los peligros de unos niveles de desarrollo inmaduros o bloqueados se extienden más allá
del daño que causan a las mentes de las personas y a los pequeños grupos que moldean
nuestra personalidad, como son la familia o los compañeros del colegio. También se pueden
observar en los comportamientos de los grandes grupos, desde los partidos políticos a los
grupos étnicos o los estados-nación.
La preocupación sobre los conflictos internacionales ha pasado del equilibrio bidireccional
que dominó la esfera mundial durante al menos dos generaciones después de la segunda
guerra mundial, a unos conflictos étnicos más pequeños pero virulentos, como los que tienen
lugar en Somalia, Ruanda, Chechenia y, especialmente, la antigua Yugoslavia. Las dos
grandes potencias enfrentadas de antaño colaboran, actualmente, alguna vez. Pero las
principales causas de la guerra, como son la ambición territorial y el odio racial, no parecen
más sensibles que antes al esfuerzo diplomático y a la razón, ni tampoco menos capaces de
atraer a otros a la lucha armada.
Explicar el comportamiento de los grandes grupos es muy diferente de la interpretación
que hacemos de las acciones individuales. Hace aproximadamente un siglo, por ejemplo, los
sociólogos observaron que las grandes agrupaciones de personas actuaban, a menudo, de
forma mucho más primaria e irreflexiva de lo que harían los hombres y las mujeres que
componen la masa por su propia cuenta. Una amplia bibliografía documenta la aparente
irracionalidad y la pérdida de los límites personales de los miembros de un colectivo
importante.' En estos contextos, los individuos a menudo atribuyen sus propios sentimientos
a los demás, a la vez que adoptan los sentimientos ajenos. Los partidos de fútbol se con -
vierten en un tumulto; sociedades enteras se derrumban en el caos y en la brutalidad, como
ocurre entre las diferentes tribus de Somalia. La comprensión de los niveles evolut ivos de la
mente proporciona una comprensión de cómo o por qué las sociedades se cohesionan o se
desmoronan. También ayuda a explicar cómo cada sociedad en particular impregna con su
experiencia común a los diferentes individuos que la componen.
Estas consideraciones parecen muy lejanas del bebé que intenta alcanzar su sonajero, o
del niño pequeño que muestra a través de su conducta sentimientos de alegría o de envidia.
El estudio del comporta-miento de los grandes grupos ha interesado durante mucho tiempo a
disciplinas tales como las ciencias políticas, la sociología y la antropología, aportando cada
una sus propios métodos y conceptos, a la vez que una amplia documentación propia acerca
de los resultados. Estas observaciones pretenden complementar, más que reemplazar, las
perspectivas de otros campos. Aportan otra forma de pensar sobre la conducta, mu chas
veces sorprendente, de los grandes grupos.
LA EVOLUCIÓN DE LOS GRUPOS

Tanto a título individual como en sus familias, el comportamiento de los sere s humanos
refleja el nivel evolutivo que han alcanzado y las tareas emocionales que han tenido que
afrontar. De forma similar, también el comportamiento grupa) refleja etapas evolutivas. Una
multitud de aficionados al deporte que, enfurecida por una decisión arbitral, in-vade
violentamente el terreno de juego, está actuando, claramente, en el nivel de la descarga
comportamental inmediata. Los manifestantes por una causa política que denuncian a un líder
y, acto seguido, queman su efigie, están simbolizando ideas más que llevarlas directamente a
la práctica, pero lo están haciendo de forma marcadamente polarizada. A pesar del impacto y
del estremecimiento de un crimen tan monstruoso como fue el bombardeo de la ciudad de
Oklahoma, el hecho de que los norteamericanos, aun así, reconocieran que los acusados
tenían derecho a una legítima defensa y a un juicio justo, demuestra la muy difundida
capacidad de reflexionar sobre valores abstractos y la conformidad para hacer uso de ellos a
la hora de tomar decisiones que atañen al bien común.
Las instituciones sociales que intervienen en los conflictos y en la toma de decisiones
también tienen un aspecto evolutivo. Aquellas sociedades, por ejemplo, que cuentan con
instituciones que fomentan el de-bate y la reflexión, como las que diferencian el poder
judicial, el ejecutivo y el legislativo, entre otros, de tal manera que se protegen ante el abuso
de poder, están organizadas en un nivel evolutivo diferente de aquellas cuyas instituciones
permiten las decisiones unilaterales sin tener que rendir cuentas a nadie. Por mucho que los
ciudadanos se sientan frustrados por las ineficacias y los disparates de las democracias
modernas, éstas requieren, básicamente, que todas las decisiones importantes y
controvertidas del ámbito nacional —desplazar tropas del ejército para llevar a cabo una
operación militar, cómo reducir la deuda pública, la autorización del aborto— se sometan
finalmente al criterio de la opinión pública y se proceda a su revisión legal. El complicado
sistema estadounidense, caracterizado por los diferentes departamentos gubernamentales
que pueden ponerse trabas entre sí, el de las campañas electorales excesivamente largas y
confusas a la presidencia y las dos cámaras del congreso, está específicamente diseñado para
garantizar que los asuntos realmente trascendentales sean aprobados, únicamente, tras un
amplio debate y una profunda reflexión. Con todas sus imperfecciones, un aparato
gubernamental tan reflexivo parece más evolucionado que uno que permite que un dictador
tome decisiones y recurra a imágenes y a estereotipos polarizados para defenderlas, o a la
violencia y al terror para ponerlas en práctica. Las instituciones que requieren un
pensamiento y una conducta reflexiva ayudan, así, a refrenar las conductas primitivas que
surgen en la sociedad, y a organizar la toma de decisiones en unos niveles más simbólicos:
debate, negociación y compromiso. Incluso las estructuras que, aparentemente, fomentan la
reflexión pueden, sin embargo, emplearse mal ocasionalmente, al servicio de ideas altamente
polarizadas. Durante el siglo XIX, por ejemplo, la Corte Suprema justificó la segregación racial
en el caso Plessy versus Ferguson. En época de guerra, el proceso reflexivo puede verse
comprometido por decisiones gubernamentales tan irracionales como el internamiento de
norteamericanos japoneses en California.
Aparte de los diferentes niveles de madurez de las instituciones, las sociedades también
son diferentes en función de cómo manejan los te-mas emocionales. Hemos visto que los
individuos difieren en su capacidad de reflexionar y de responder a una amplia gama de
emociones: cómo una persona, por ejemplo, puede tener representaciones y senti mientos
internos sutilmente matizados en lo referente al amor y a la de-pendencia, pero únicamente
unas pocas y toscas reacciones ante la rabia, mientras que otra puede distinguir diferentes
grados de descontento, irritación y rabia, y manejarse en el área afectiva según el criterio del
sí o del no. De forma similar, los miembros de una sociedad pueden reprimir las
manifestaciones de ira, digamos, considerándolas groseras o amenazadoras, mientras otros
aprueban y glorifican, de forma indiscriminada, la agresividad y la ira, o rechazan los criterios
que defienden poner límites a las conductas. En ambos casos, cuando una expresión de rabia
es completamente censurada o completamente aceptada, resulta difícil hacer distinciones,
incluso diferenciar las declaraciones justificadas de dignidad personal de la brutalidad
gratuita.
Las sociedades que piensan que cualquier desaire o afrenta justifica la revancha
considerarán que la confrontación violenta es el método más adecuado para resolver muchos
asuntos. Una sociedad que discrimina sutilmente entre una amplia gama de posibles
respuestas ofrece, a diferencia de aquélla, algo más que una elección entre una rendición
pasiva y la destrucción y la ruina. Tiene, a su vez, mayor capacidad para manejar, de forma
reflexiva y matizada, temas subordinados como el derecho a la autodefensa o a l levar armas.
En los Estados Unidos, donde la confianza en uno mismo es un valor central, el tema del
deber está mucho menos desarrollado que en una sociedad como la japonesa, donde hay
más expectativas referentes a la lealtad y a la conformidad del grupo, sea la familia, los
compañeros del colegio o la empresa. Estas presunciones bastante generalizadas acrecientan,
a su vez, las expectativas de que las organizaciones tienen el deber de cuidar de aquellos que
interpretan los papeles asignados. Junto con el orden institucional, los símbolos visuales y
verbales de una sociedad también dejan entrever cómo hacen frente a determinados temas.
¿Qué grado de riqueza y variedad tiene su vocabulario y, por lo tanto, sus ideas para
expresar sentimientos como amor, rabia, competitividad o deber? ¿Cómo tratan estos temas
la literatura, el arte, la música, el cine, el teatro, los espectáculos televisivos y la cobertura
informativa? Cuando un grupo dispone de gran número de palabras o de imágenes simbólicas
para representar y de-batir un área experiencial, es obvio que puede afrontar ese bagaje de
sentimientos de manera más precisa y probablemente más reflexiva que una sociedad que
únicamente se vale de unos pocos símbolos mal diferencia-dos. En un grupo, por ejemplo,
que conceptualiza la «masculinidad» como un valor que engloba la fortaleza física, la
competitividad feroz y la osadía, las relaciones entre los sexos serán estereotipadas y rígidas,
mientras que un grupo que represente esta idea de forma más flexible, me dian-te palabras y
símbolos, permitirá que tanto hombres como mujeres dispongan de una más amplia gama de
intereses, de personalidades y de formas de relacionarse unos con otros.
La capacidad que tiene un grupo para manejar y simbolizar los temas emociona les es
especialmente importante en su forma de criar y educar a los niños. He observado diferencias
entre varias subculturas americanas a la hora de motivar o no a los niños a expresar
determinados temas' Cuando un niño pequeño juega con muñecos, por ejemp lo, la madre
participará gustosa del juego cuando éstos se abrazan o disfrutan de la merienda con los
amigos. La madre adopta la identidad de uno de los muñecos, habla con «voz de muñeco» y
participa en el desarrollo de la historia. Pero cuando los muñecos se comienzan a pelear, la
madre re-prime, inmediatamente, su imaginación y, en su propia voz adulta —y con su
carácter adulto— critica la forma en que su hijo está sujetando al muñeco o se queja de que
lo va a romper. De forma parecida, si su muñeco critica al suyo, la madre también abandona
la escena imaginaria y discute con su hijo como si el reproche tuviera que ver con ella y no
con el muñeco. En la relación imaginaria, el niño está intentando incorporar la agresión al
mundo de los significados sutiles. En su lugar, su madre insiste, sin querer, en mantener ese
tema en un nivel concreto, literal. Cuan-do éste es el patrón interactivo entre padres e hijos,
el niño tiende a permanecer concreto en aquellas áreas en las que su padre es incapaz de
soportar el empleo de ideas.
Algunas personas pueden relacionarse con sus hijos a través del juego, las discusiones e
incluso debates alrededor de diferentes temas emocionales, como el amor, la dependencia, la
separación, la pérdida, la rabia, la autoafirmación, la curiosidad y diferentes miedos, por
ejemplo, mientras que otros sólo son capaces de manejar uno o dos temas. Los niños que no
aprenden, pues, a conceptualizar sentimientos, los expresan, por lo tanto, a través de la
conducta. A menudo, son niños pasivos, negativistas o impulsivos. Su pensamiento no
evoluciona hacia los niveles abstractos. Estas dificultades pueden atribuirse, erróneamente, a
los factores genéticos, más que a las diferentes formas en las que padres o educado -res se
comunican con sus hijos. Los colegios pueden reforzar estas tendencias según la forma en la
que se aborden los diferentes temas emocionales en clase. ¿Se fomenta el debate, o se pone
énfasis en las reglas estrictas yen el aprendizaje mecanizado?
DIFERENTES NIVELES DE MADUREZ SOCIAL

La idea de que los grandes grupos funcionan de acuerdo con los ni-veles de organización
mental observados en el desarrollo del ser humano tiene un carácter claramente provocativo.
No se trata de decir, por su-puesto, que las sociedades evolucionan realmente a lo largo de
un camino que remeda el curso vital del ser humano, o que cualquier miembro de una
sociedad haya alcanzado más o menos el mismo nivel. Pero el paralelismo sí ofrece una
nueva manera de analizar la conducta de los gran-des colectivos v la actividad mental
subyacente.
Es indiscutible que el acto de pensar y de sentir se desarrolla en el nivel individual. Resulta
igualmente indiscutible que, para fomentar una conducta que sea compatible con una
determinada etapa evolutiva, una sociedad debe contener un número importante de personas
que hayan alcanzado esa misma etapa. Cada sociedad contiene, por supuesto, personas de
cada uno de los niveles de la organización mental, del más elemental al más reflexivo;
nuestra propia sociedad está configurada de esta forma. Los miembros individuales de una
sociedad están más diferenciados respecto de algunos temas emocionales que respecto de
otros.
Aun así, cada sociedad parece organizarse así misma de forma característica. Las
estructuras que utiliza una sociedad para vertebrarse a-sí misma, incluyendo su sistema
político, educacional y económico, determinan en gran medida la forma en que los individuos,
dentro de esta sociedad, hacen uso de sus recursos, y la energía y el ingenio que puedan
proyectar en su arte, literatura, ciencia y tecnología. Algunas estructuras son más propensas
que otras para fomentar los logros que hacen progresar a la civilización.
El nivel evolutivo de una sociedad puede tener, sin embargo, unas consecuencias
antitéticas. La sociedad organizada alrededor de la actitud reflexiva puede aportar un ámbito
humano, refinado, en el que muchas personas, con diferentes formas de pensar, puedan
expresar, libremente, sus pensamientos y sus valores, pero, al mismo tiempo, pueden te ner
serias dificultades si tienen que responder con prontitud ante cualquier emergencia. La
sociedad orientada hacia la acción, por el contrario, puede actuar y reaccionar de forma
dinámica y unitaria. En A History of Western Philosophy, Bertrand Russell planteó esta
realidad como un di-lema histórico. Sostenía que las sociedades que se mantenían unidas por
unas verdades sencillas y absolutas, fueran doctrinas religiosas como las que llevaron a las
cruzadas, o supersticiones y creencias primitivas como la noción de la supremacía aria, que
alentó a la maquinaria guerrera nazi, pueden mantener un nivel de cohesión y de moral
colectiva que les otorga una ventaja decisiva sobre otros grupos competidores. A medida que
las sociedades van madurando se vuelven, sin embargo, más relativistas, más abiertas hacia
las percepciones individuales de la verdad y las expresiones de la experiencia. En esta
atmósfera, cualquier iniciativa que re-quiera cierta agudeza y sutileza mental puede tener
éxito. Esto ocurrió, ciertamente, en los reinos musulmanes, desde Marruecos hasta la India, y
después de sus triunfos militares en los siglos VII y VIII. La poesía, las matemáticas, la
filosofía, la astronomía, la pintura, la medicina, todas las artes de la civilización brotaron en
las ciudades y en las cortes ricas y cosmopolitas del mundo islámico. Estas sociedades
relativistas son, sin embargo, más difíciles de organizar de cara a la acción que aquellas que
defienden una comprensión más simple de la realidad.
El contraste entre estos dos modelos sociales constituyó, para Russell, una paradoja
inquietante: una sociedad crecientemente relativista y tolerante puede hacer grandes cosas
en el ámbito cultural, pero perder, en las largas distancias, su capacidad para reafirmarse
ante la agresión de las sociedades menos deliberativas y vacilantes. No veía cómo la sociedad
podía permanecer culta y segura al mismo tiempo. En el nivel teórico, propuso, el liberalismo
—lo que conocemos como democracia— podría ser la solución. Una sociedad en la que los
individuos configuran las instituciones que les gobiernan debería ser capaz de lograr cohesión
y protección, a la vez que consentir un considerable grado de libertad. En la práctica, sin
embargo, se mostraba escéptico de que hubiera alguna solución.
Quizá podríamos argumentar que algunas sociedades se cohesionan en un nivel evolutivo
relativamente bajo, que se caracteriza por la acción directa y el pensamiento polarizado. En
estas sociedades, las ideas con-cretas gobiernan y dirigen acciones bastante irreflexivas.
Otras se cohesionan en niveles evolutivos superiores y comprenden los matices y la capacidad
reflexiva. En este caso, los procesos más complejos son los que orientan la toma de
decisiones, procesos que pueden abarcar diversos puntos de vista, a la vez que manejar los
conflictos y el cambio. La mayoría de las sociedades ocupan, evidentemente, una situación
intermedia entre estos dos extremos.
Las disciplinas que tradicionalmente estudian las sociedades consideran el comportamiento
de los grandes grupos a la luz de la cultura, la clase social, la estructura, su modo de
funcionar, los sistemas económicos, etcétera. La teoría evolutiva alumbra, sin embargo, otro
aspecto de la organización social que nos permite evaluar el grado en que una de -terminada
sociedad respalda un progreso en las habilidades emocionales e intelectuales. La observación
aproximada respecto a dónde se ubican las instituciones y las costumbres de una sociedad a
lo largo de una escala evolutiva se traduce en una medida algo impresionista de sus rasgos
mentales colectivos. A pesar de que los miembros que conforman los grupos humanos no
están uniformizados, como ya dije con anterioridad, este tipo de análisis ofrece un indicio de
los niveles mentales según los que el grupo más extenso puede estar funcionando.

La seguridad del grupo


Quizá la más elemental de todas las funciones sociales consista en facilitar protección
física ante una agresión violenta. Sin esta garantía de seguridad, otras formas de desarrollo
social y cultural resultan difíciles de alcanzar, si no imposibles, al igual que un bebé que no
adquiere un sentido de la seguridad a través de su capacidad reguladora de la atención en el
primer nivel evolutivo no está capacitado para afrontar los siguientes niveles.
A lo largo de esta escala, las sociedades oscilan desde el caos de Somalia, arruinada por
una guerra civil total, hasta estados tan perfeccionistas y ordenados como son Suiza y
Singapur. En algún lugar del medio, encontramos diversas naciones del Tercer Mundo
gobernadas de forma muy precaria, junto con estados policiales monocráticos en los que los
ciudadanos desaparecen, sin dejar ni rastro, por razones indeterminadas; los Estados Unidos,
con unos índices de criminalidad y de muertes vio-lentas excepcionalmente altos para los
países industrializados de Occidente; Canadá, en muchos aspectos muy parecido a este
último país, pero mucho más seguro; y Japón, con una incidencia mínima de homicidios, a
pesar de lo que podría parecer una sociedad agobiada por su gran densidad de población. En
resumidas cuentas, algunas sociedades tienen mayor éxito que otras a la hora de proveer un
sentido de seguridad y una regulación interna que permita que sus miembros atiendan las
tareas y las oportunidades que les ofrece su mundo.

Lealtad compartida
En el segundo nivel evolutivo, el objetivo consiste en contactar y relacionarse con los
demás, formando unos vínculos en los que se comparte la misma condición humana. En
algunas naciones, los ciudadanos tienen muy arraigado el sentido del compromiso mutuo;
concibiéndose a sí mismos como un pueblo, reconocen un destino compartido y la obligación
de cada individuo de contribuir al mismo y, en caso de necesidad, sacrificarse por él. En otros
países, sin embargo, las personas no desarrollan este sentido de unidad nacional y de
compromiso mutuo. O bien muestran su lealtad a alguna región o subcultura que puede, a su
vez, estar reñida con otras regiones o con toda la nación, o bien funcionan como individuos
atomizados que se preocupan por sí mismos y, quizá, por un pequeño grupo de familiares
cercanos o amigos.
Un sentimiento arraigado de pertenecer a la misma comunidad social no requiere la
uniformidad de la identidad étnica, ni siquiera de la lengua. Suiza es la democracia más
antigua de la tierra y ha mantenido, durante 750 años, un estado pacífico, multilingüe,
defendido por un ejército popular basado en un servicio militar obligatorio. Los ciudadanos
que hablan francés, alemán, italiano y romanche se consideran todos ellos igualmente suizos,
y sus compañeros de lengua, más allá de sus fronteras, no son paisanos, sino miembros de
otras naciones extranjeras que hablan la misma lengua sin más, como los norteamericanos
consideran a los canadienses de habla inglesa, o los suecos consideran a los finlandeses de
habla sueca. Por contraste, personas con unos orígenes étnicos muy similares y que hablan la
misma lengua pueden considerarse enemigos acérrimos durante generaciones, como es el
caso de los irlandeses del norte y del sur y los norcoreanos y surcoreanos.
En aquellos países que se ven sacudidos periódicamente por oleadas de inmigrantes, como
ocurre en tantos del llamado Nuevo Mundo, el concepto de lealtad o apego al grupo más
extenso se debe ampliar continuamente. Hasta el siglo XX, la mayoría de los colonizadores de
América del Norte provenían de los países de Europa Occidental y de los países nórdicos del
mismo continente, incluyendo las Islas Británicas, los reinos escandinavos, los Países Bajos,
diversos estados germánicos y Francia. Con el paso del tiempo, los inmigrantes llegaron a
incluir a los europeos del sur y del este, ciudadanos ibéricos, asiáticos e hispanoamericanos.
Otros grupos, intencionadamente excluidos de su plena participación en gran parte de
nuestra historia, como los afroamericanos y la población nativa de América, no desarrollaron
esta condición hasta hace bien poco. Esta expansión enorme del concepto de nacionalidad —
palabra altisonante que procede de la raíz latina nado, que significa nacimiento o raza, a la
vez que nación— claramente alude a formas de conexión que nada tienen que ver con un
sentido hereditario de la identidad, los vínculos de sangre o la etnicidad. Para que los lazos
de unión perduren entre los cada vez más numerosos norteamericanos nacidos fuera de
Norteamérica, nuestro pueblo debe experimentar y mantener un sentido de la colectividad
más generoso que nunca en la historia de la humanidad.

Presunciones compartidas
La siguiente dimensión para evaluar las entidades nacionales corresponde a dos niveles
evolutivos, la comunicación simple y, posteriormente, la comunicación intencional
presimbólica, y hace referencia a los mensajes afectivos, transmitidos dentro de la sociedad
por medio de las interacciones no verbales. Como vimos, el niño capta las expresione s
faciales, las posturas corporales y los tonos de voz en estas fases evolutivas y, a través de
ellos, toma conciencia de las actitudes no verbales, los valores, las creencias y los
sentimientos de las personas que le rodean, crean-do los fundamentos de un «supersentido»
social que utilizará, entonces, para juzgar sus propias intenciones, afectos y acciones, y para
orientarse entre sus semejantes.
En todo el mundo, la conducta de los padres transmite a los niños, una y otra vez, los
mensajes culturales tácitos. Un padre norteamericano celebra que su hijo se vista solo con
una sonrisa efusiva y estimulante: «Somos norteamericanos, y confiamos en nosotros
mismos». Una madre inglesa mueve su cabeza reprochándole a su hijo sus quejas sobre el
retraso del autobús o lo incómodo del asiento: «Los ingleses no nos quejamos». Un padre
español, que presencia cómo su hijo hace caso omiso a un insulto, le dice con desdén y
mirada seria: «Nosotros, los españoles, defendemos nuestro honor y el de nuestras familias».
Una madre japonesa ignora aun pequeño que se jacta de haber superado a un compañero de
clase: «En Japón, no llamamos la atención hacia nosotros mismos».
Cada sociedad considera muchos de los importantes temas emocionales que son propios
de la vida —amor, añoranza, deber, rabia, pasividad, sexualidad y todos los restantes— de
forma muy diferente. En esta etapa de la comunicación preverbal, intencional, la sociedad
transmite a las nuevas generaciones un sentido firme y duradero de las actitudes
«correctas», traspasando, así, a sus miembros más jóvenes, los rasgos más fundamentales
de su cultura v de sus creencias. El aprendizaje es, real-mente, tan profundo en esta etapa
que resulta ser algo muy parecido a lo que consideramos los «valores». También estructura
en gran parte el sentido del sí mismo del individuo. Somos o no somos, por ejemplo,
personas que mostramos nuestras emociones abiertamente, o que mantenemos una actitud
impasible o una conducta decorosa en aras de la corrección. Somos o no somos personas que
preguntamos por qué las cosas son como son, o quién da lugar a una insinuación de tipo
sexual, o quién antepone las obligaciones filiales a la realización personal. Las personas que
hacen estas cosas de manera diferente son, pues, diferentes de nosotras.
Cuando un niño mete sus dedos en la comida o corre por la habitación o interrumpe una
conversación o llora o patalea o ríe o intenta abrazar a alguien, un padre puede responder
con una sonrisa afectuosa, un levantamiento de cejas, una mirada fría, un guiño, u n
movimiento de cabeza, una señalización con el dedo índice, una palmadita en el trasero, un
cachete en la muñeca... Cada una de estas respuestas comprende, por supuesto, un cariz
emocional. A través de miles de interrelaciones como éstas, el niño aprende lo que es y no es
aceptable, lo que es correcto y lo que no es correcto, lo que es y no es realizado, sentido y
dicho. Los adultos no proyectan estas interacciones gestuales al azar. Más bien basan su
conducta en sus propios valores yen su sentido de la justicia y de la urbanidad, y en lo que
las sonrisas, las miradas ceñudas, los abrazos, los asentimientos con la cabeza y los
encogimientos de hombros como gesto de enfado han significado para ellos en su propia
experiencia.
La comunicación gestual otorga información básica sobre el funcionamiento de una
sociedad. ¿Juzgamos, por ejemplo, nuestras acciones en función de unos criterios fijos e
inamovibles, o las evaluamos con arreglo al contexto? En un grupo, cualquier conducta auto
afirmativa o desobediente por parte de un niño es castigada con una mirada seria y un
movimiento de desaprobación con la cabeza, mientras que en otro grupo los padres que
habitualmente están acostumbrados a ser obedecidos, incluso gratificarán con una sonrisa al
niño que ha inventado una manera ingeniosa para eludir una orden, al igual que al niño
pequeño que echa mano de un taburete para alcanzar la caja de las galletas. En la primera
sociedad, el niño puede aprender la lección de que el derecho de reafirmación en la propia
personalidad pertenece exclusivamente a los adultos y que las personas jóvenes deben
obedecer a sus padres y profesores en las respuestas que dan en los exámenes, en las
carreras profesionales que eligen, c incluso en la elección de la persona con la que se van a
casar. En otra sociedad, el joven puede aprender que los criterios tienen cierta flexibilidad y
que las valoraciones dependen, en gran medida, del contexto.
Las sociedades transmiten a sus miembros rasgos particulares que acaban formando parte
de la personalidad. Un padre norteamericano suele responder de forma diferente al
desamparo de un bebé que un padre japonés. Un apego excesivo, la conducta tímida y la
obediencia inmediata hacen sentirse incómodo a cualquier padre norteamericano; a través del
desarrollo de su comprensión afectiva, el niño se dará cuenta de que dicha conducta resulta
poco satisfactoria. Los despliegues de iniciativa, curiosidad y conductas auto afirmativas, por
el contrario —actitudes de las que cualquier madre y, especialmente, padre norteamericano
se sentiría orgulloso—, crean considerable malestar al padre japonés típico, que considera el
individualismo como una amenaza. En los Estados Unidos, las diferentes facetas en las que
una persona afirma su propia personalidad y su conducta independiente no se fomentan
única y minuciosamente duran-te los primeros meses de vida, con sus padres y en su casa,
sino en el colegio, en el parque infantil, cuando están sentados alrededor de la mesa y en el
puesto de trabajo. En el Japón, los aspectos más relevantes de la dependencia mutua y del
deber se desarrollan en los mismos contextos.
La comunicación gestual también refleja qué temas culturales son lícitos para explorar en
el futuro con mayor detenimiento y cuáles no. Cuando un niño norteamericano se interesa,
por ejemplo, por los pájaros que anidan en los árboles del jardín, o qué pasa en una colmena
que vio en una casa de campo, o quiénes fueron los mejores bateadores loca-les, o cómo
conectarse a Internet, los gestos de asentimiento y sus sonrisas estimulan su interés por la
naturaleza, los depones o la tecnología, lo que, a su vez, genera más sonrisas y más gestos
afirmativos. Si, por ejemplo, ese mismo niño realiza unas preguntas puntuales sobre «los
pájaros y las abejas», un cuerpo tenso, una risa nerviosa o una expresión de disgusto, incluso
un deje de fastidio, pueden indicar que la sexualidad no es un campo apropiado para el afán
explorador del niño, y que cualquier pregunta posterior sólo conllevará más expresiones y
gestos de desaprobación.
A lo largo de la vida, los gestos y las expresiones de los demás en respuesta a nuestra
conducta tienen un poder de comunicación superior al de cualquier palabra acerca de qué
áreas pueden debatirse y cuáles no.
Las sociedades y las subculturas realzan generosamente determinados temas, mientras
que prestan una mínima atención a otros. Las comunidades de habla yiddish, en la Europa
del Este, desarrollaron un amplio vocabulario verbal y gestual para expresar sus quejas y su
repulsa, lo cual permitió que un pueblo oprimido pudiera dar rienda suelta a su rabia,
angustia y desesperación a través del humor, más que a través de la conducta. Las naciones
isleñas de Gran Bretaña y Japón, densamente pobladas, estratificadas en diferentes clases
sociales y relativamente homogéneas, han desarrollado, en cambio, un sistema de protocolo y
de modales sutilmente refinado para suavizar la vida social. La población afroamericana
puede expresar una amplia gama de emociones, desde una tristeza profunda hasta la má xima
exaltación espiritual, por medio de una tradición musical, vocal e instrumental rica y llena de
matices.
Expresión simbólica
Los temas que determinada sociedad elabora en el plano de la expresión no verbal
también predominan en el siguiente nivel verbal. Los símbolos verbales expresan un concepto
o un sentimiento que ya existe, un propósito, una pauta o un afecto que ya se observaba en
su manifestación presimbólica. Para el niño que acaba de iniciar su fase simbólica, «mamá»
hace referencia, así, a una persona conocida y querida; «bibe», en lugar de «biberón», al
ritual familiar de la comida; «fuera», a las experiencias asociadas a los juegos en el jardín. En
el plano social, los símbolos representan conceptos conocidos que la población maneja en el
nivel más elemental de la comprensión gestual.
El nivel evolutivo de una sociedad se refleja en la relación que existe entre sus símbolos y
sus valores más profundos. ¿Existen determinados objetos simbólicos a los que se les
atribuyen unos poderes intrínsecos o que representan unos importantes valores abstractos?
¿Es la bandera de la nación, por ejemplo, sagrada en sí misma o como símbolo de «la
república a la que representa»? La diferencia se ve claramente en el contraste entre el
régimen nazi, que quemaba libros para suprimir aquellas ideas que consideraba ofensivas, y
la decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos acerca de que la quema de la bandera
norteamericana constituye un acto de expresión simbólica consentido. Aunque la profanación
de un emblema tan querido ofende, profundamente, a muchos norteamericanos, el Tribunal
insistió, sin embargo, en separar el objeto físico propiamente dicho de las ideas que
representa. Al honrar la bandera, no honramos un trozo de tela, sino los principios que
simboliza. Permitir un acto que muchos consideran un ultraje detestable proclama el principio
abstracto de la libre expresión.
Los símbolos se utilizan en muchos niveles evolutivos. Pueden ser extremadamente
concretos, apenas diferenciados de una reacción directa, física, ante la situación o el estímulo
desencadenante. Un individuo puede murmurar «Cuando dijo esto, le podría haber pegado»,
en lugar de sacudirle realmente, o «Siento tensión en mi estómago», en lugar de huir.
Vociferar insultos contra un médico abortista puede sustituir al deseo de pegarle un tiro. Este
uso de lo simbólico está, sin embargo, tan próximo a la descarga conductual y resulta tan
polarizado, que no puede expresar sutileza alguna.
Los símbolos fragmentados, inconsistentes, idiosincrásicos y discordantes con la realidad,
a la que representan intencionadamente, sólo contribuyen un poco más al pensamiento
abstracto. Estos símbolos no se ajustan a ningún sistema significativo coherente, pero existen
como islotes de significado, al margen de la comprensión que la gente tiene del mundo. Los
regímenes comunistas, al igual que otros, refundieron literalmente la historia —incluyendo las
referencias en los discursos oficiales, en los documentos y en los libros de texto empleados
en las escuelas—para adaptarla a la ideología imperante en detrimento de la memoria
colectiva de aquellas personas que vivieron esos acontecimientos, vulneran-do así claramente
el sentido de la realidad compartido por los ciudadanos. Estas sociedades a menudo actúan
con extremada dureza con aquellos que no consienten la tergiversación de la verdad. Dado
que las familias siguen transmitiendo a sus hijos una «verdad emocional presimbólica», más
elemental y no verbal, estas construcciones simbólicas se desvanecen inmediatamente con el
hundimiento de las dictaduras que las imponen.
Después de tres generaciones de orden soviético, los elementos tradicionales de la cultura
rusa, supuestamente extirpados décadas atrás —la iglesia, por ejemplo, y el nacionalismo—
resurgieron como por arte de magia. Las verdades emocionales más antiguas y más
fundamentales sobrevivieron debajo de toda la manipulación simbólica y resurgieron in-
mediatamente en cuanto ésta hubo desaparecido. Como me explicó hace poco un antiguo
ciudadano ruso: «El derrumbamiento del comunismo no debería haber constituido una
sorpresa en Occidente. Mi padre, que dirigía una fábrica (como todos aquellos que se
encontraban en una posición de dirección intermedia) producía un 50 % de sus productos
para el mercado negro. En los últimos diez a quince años, quizá menos del 2 % de mis
compañeros de estudios creían en la filosofía económica comunista. El sistema se derrumbó
porque no se correspondía con nuestra naturaleza como pueblo. Somos competitivos,
individualistas y ambiciosos».
Este tipo de fragmentación y de cisma contrasta con un sistema de símbolos mucho más
integrado que puede corresponderse tanto con un sistema de valores temprano como con
cualquier otro. En las sociedades en las que los símbolos se imbrican de esta ma nera es
posible enfocar racionalmente los incidentes más controvertidos. El gobierno israelita, por
ejemplo, inició una investigación de las masacres de palestinos en los campos de refugiados
de Sabra y Shatila dentro de un enfoque básica-mente militar del tema. Aunque los atentados
los llevaron a cabo soldados libaneses, el ejército israelí tenía el control efectivo de las
extensas colonias de refugiados. Los investigadores israelitas llegaron a la conclusión,
incómoda desde el punto de vista político, de que Israel era responsable, si no directamente
culpable, de la matanza, debido a que los oficiales responsables no tuvieron la precaución ni
la disciplina necesarias para garantizar la seguridad de los civiles que se encontraban bajo sus
órdenes.
La madurez del sistema de símbolos de una sociedad, al igual que la de un individuo,
también se puede evaluar en función de su grado de polarización y de rigidez, por un lado, y
de flexibilidad y de integración, por el otro. La sociedad sureña, en la que la esclavitud era
una práctica habitual, consideraba a las personas que tuvieran cualquier grado de rasgo
africano como genéticamente inferiores a aquellos de origen cien por cien europeo. Este
pensamiento tan polarizado disocia al propio grupo de determinadas características
indeseables y proyecta estos rasgos en el otro, cuyos miembros los interpretan como
amenazantes, repugnantes, o ambas cosas. Los diferentes prejuicios contra grupos de
personas percibidos como masas indiferenciadas por una única característica ejemplifican
este tipo de pensamiento. Una sociedad más evolucionada percibe a los seres humanos como
individuos a los que debemos juzgar y valorar en su singularidad, con sus puntos fuertes y
sus debilidades. La inclusión formal de dichos grupos, como son las mujeres y los
afroamericanos, en el conjunto de ciudadanos protegidos por la Declaración de Derechos,
representa un distanciamiento considerable de las actitudes polarizadas. Sin embargo, hasta
que la realidad actual no alcance el nivel de la retórica oficial, la polarización continuará
ejerciendo su influencia.
Algo más evolucionados que los sistemas simbólicos polarizados son aquellos que toleran
unas cuantas categorías de pensamiento y de conducta estrictamente definidas. Las
marcadas oscilaciones de los electores norteamericanos respecto de su candidato preferido
reflejan una forma de pensamiento restrictiva. Éstos son percibidos por sus votantes como
modelos idealizados que encarnan determinadas ideas, ideologías y rasgos caracteriales, más
que como seres humanos en un sentido más amplio. No obstante, muy pocos altos cargos —y
ninguno de la historia reciente— pueden satisfacer las expectativas creadas durante sus
campañas.
Los votantes tienden, entonces, a reaccionar de forma extremada-mente sensible a los
errores cometidos por el presidente y eligen a su oponente como sucesor, predisponiéndose a
sí mismos a sufrir otra decepción. Después del astuto y sagaz, pero no siempre honrado,
Nixon (y un breve período del práctico Ford), los votantes dieron su confianza al
escrupulosamente ético pero ocasionalmente indeciso Carter. El liderazgo firme y confiado de
Reagan, junto con una capacidad resolutoria poco crítica y en exceso polarizada, contrastaba,
a su vez, con la indecisión de Carter, pero carecía de su capacidad de juicio y su apreciación
de la complejidad. Bush adoptó la actitud paternalista de su predecesor, pero, aun habiendo
prometido en 1992 una continuidad del estilo Reagan, fue derrotado por la supuesta habilidad
de Clinton para la complejidad política, junto con su toque de cordialidad pseudomaternal. La
insatisfacción de la gente con sus líderes a menudo se debe menos ala imperfección de los
individuos que a la insistencia de la opinión pública en idealizarlos, como cuando un niño
pequeño idealiza a su padre. En lugar de sopesar racionalmente las características positivas y
negativas de los seres humanos que nos dirigen, tendemos a pasar de un líder desgastado y
posteriormente desacreditado a su aparente polo opuesto.
Los medios de comunicación de masas refuerzan estos criterios polarizados al tratar los
asuntos políticos y gubernamentales como sise tratara de una contienda entre rivales, más
que de un conjunto de problemas que requieren una solución.' El debate nacional sobre algún
asunto decisivo es contemplado, a menudo, en términos de quién gana o pierde votos
cruciales. En la cultura de la conquista competitiva de la información, en la que las
organizaciones rivalizan por «arruinar» una historia y los divulgadores se disputan los í ndices
de audiencia, los problemas enfocados en términos de blanco o negro llenan las hojas de los
periódicos, por encima de los estudios detallados sobre las dificultades que atraviesa la
nación y las mejores soluciones para hacerles frente.
Instituciones que alientan la reflexión
Al igual que ocurre con las personas, la expresión simbólica permite a los grupos
reflexionar sobre los problemas y las soluciones. Algunas sociedades desaprueban las
evaluaciones autocríticas, tachándolas, según el contexto, de poco patrióticas, traidoras,
heréticas o contrarrevolucionarias. Tal como hemos visto, otras sociedades han elaborado
procedimientos para abordar temas trascendentales para toda la sociedad: consideremos, por
ejemplo, el informe de la Comisión Koerner, que estudió las causas de los desórdenes raciales
que tuvieron lugar en Norteamérica en los años setenta, o la investigación y el autoexamen
por medio del cual el estado alemán ha intentado limpiar su imagen de los remanentes del
nazismo.
De hecho, el aparato legislativo existe en los estados democráticos justamente para que
las decisiones se tomen por deliberación más que por imposición. El proceso prescrito por
determinados parlamentos europeos o por la constitución de los Estados Unidos está
diseñado explícitamente para obligar a la reflexión, para imposibilitar en la práctica que una
nación pueda tomar una decisión importante sin debate ni compromiso entre los diferentes
centros de poder de la sociedad.
Un funcionamiento consistente en ese nivel resulta complicado en los grandes grupos,
dado que requiere una considerable madurez social. Pero unas estructuras permanentemente
reflexivas conducen a un tratamiento mucho más equilibrado y justo de los problemas, como
se hace patente en el hecho de que las democracias, que requieren un voto mayoritario antes
de poder entrar en acción, casi nunca se declaran la guerra entre ellas. Los votantes
únicamente aceptan con gran renuencia mandar a su juventud hacia zonas de peligro,
haciendo todo lo posible para que sus líderes agoten todas las demás posibilidades antes de
obligar a las Fuerzas Armadas a combatir. Las naciones agresoras suelen ser dictaduras, por
la sencilla razón de que carecen de los mecanismos necesarios para que aquellos que pagan
el coste más alto de la guerra enjuicien las decisiones del grupo dirigente. Nuestro futuro, sin
embargo, depende de la capacidad de las naciones que disponen de estructuras reflexivas
estables para movilizar su voluntad colectiva.
Incluso las tendencias económicas pueden verse influidas por estos modelos políticos.
Expertos innovadores crean nuevas oportunidades económicas por medio de la reflexión y
sopesan cuidadosamente los pormenores de la inversión. No obstante, si los expertos más
conserva-dores actúan de forma más concreta y menos reflexiva pueden tomar de-cisiones
menos «inteligentes» sobre las inversiones a realizar, guiados por un impulso o unas
expectativas mal calculadas. Es posible que los ciclos económicos reflejen la entrada
progresiva de este segundo grupo en los foros de decisión, al ser cada uno de los miembros
menos eficiente que el anterior. Un clima de éxito económico animará a este grupo a entrar
en el mercado conduciendo, finalmente, a un proceso descendente en el ciclo. Cuando una
sociedad se caracteriza en exceso por su falta de capacidad reflexiva, es bastante probable
que la inestabilidad económica vaya en aumento.

Estabilidad a través del cambio


La dimensión final es, en cierto sentido, un factor que mide la madurez social en su más
alto nivel, la contrapartida social a la capacidad del individuo de conservar un sentido del sí
mismo y una identidad sólida a lo largo de los cambios propios de la edad adulta. Una
sociedad que funciona en este nivel equivale a un adulto sano, flexible, que emplea la re -
flexión para trazar el camino deseado a través del paso del tiempo, las pérdidas, los logros y
los cambios.
Las sociedades que perduran, disponen de mecanismos que les permiten cambiar mientras
conservan sus valores intrínsecos. Los Estados Unidos y muchas naciones europeas han
avanzado repetidas veces de la paz a la guerra mientras preservaban las instituciones y
prácticas democráticas: por ejemplo, al convocar elecciones en época de guerra y, en caso
extremo, en pleno desarrollo de una guerra civil. En un país que carece de estos valores
centrales, sin embargo, el liderazgo únicamente cambia por un acto de fuerza del clan
dominante. Los nuevos programas políticos no surgen a partir de los triunfos electorales, sino
por actos de fuerza que conllevan una nueva constitución, una nueva bandera y a veces,
incluso, un nuevo nombre. Al menos un oficial sudamericano expresó su asombro por el
hecho de que el gobierno de los Estados Unidos siguiera cumpliendo con sus funciones e
hiciera un llamamiento de lealtad tras la muerte del presidente Kennedy, un acontecimiento
que, en muchos países del mundo, hubiera traído consigo un levantamiento armado y una
contienda civil. También en otros países, como en la Rusia zarista, los valores centrales
estaban preservados, pero a expensas de cualquier posibilidad de cambio.

EL CONSENTIMIENTO EMOCIONAL DE LOS CIUDADANOS

La visión evolutiva de las organizaciones sociales realza la enorme importancia del tipo de
argamasa que se usa para mantener a un grupo unido. Una sociedad construida sobre la
capacidad de las personas para manejar símbolos complejos logra la cohesión en un nivel
evolutivo muy superior a una sociedad construida sobre necesidades primitivas, como son el
miedo y el odio, o conceptos salvajemente polarizados del tipo «nosotros» contra «ellos». En
el primer tipo de sociedad, se insta a las personas a invertir su energía en las estructuras y en
los procesos por los que son gobernados, en lugar de hacerlo en postulados personales o
totalitarios.
Determinadas instituciones generan, a su vez, ciudadanos capaces de considerar
alternativas y acordar un plan de acción. Una vez que los niños de primaria han aprendido a
comportarse según el Robert's Rules of Order —el protocolo de mociones, defensas,
proposiciones y refutaciones que estructuran la actividad del congreso estadounidense—, un
en-foque similar, aplicado a las decisiones de grupo, es sólo una consecuencia de lo anterior.
Las personas que toda su vida han organizado grupos, desde los juegos en la playa hasta los
consejos escolares, por el rito familiar de elegir un líder y votar sobre los diferentes temas de
interés, son perfectamente capaces de colaborar en jurados, en los consejos de
administración de las sociedades anónimas o en los ayuntamientos. Una vez que las perso nas
han adquirido la costumbre de velar por la existencia de un fórum en el que se pueden
expresar los diferentes puntos de vista, votar y, lo que es más importante, aceptar el
resultado de la votación como vinculante, la toma de decisiones que se basa en la reflexión
constituye la única alternativa para la regulación de los grupos.
Es así como las democracias fuertes responden al dilema de Russell: imponen la suficiente
disciplina como para organizar unos ejércitos poderosos, a la vez que mantienen un sent ido
de la libertad y de respeto a la individualidad en su interior. En la segunda guerra mundial,
los miembros de las naciones aliadas surgieron en defensa de sus instituciones subordinando,
libre e incluso entusiásticamente, sus deseos personales a los varios años que se tardó en
poder derrotar al Eje.
A primera hora de la mañana del día D, por ejemplo, las tropas norte-americanas fueron
víctimas de una catástrofe en Omaha Beach. Los planes de invasión habían fracasado
estrepitosamente y las pérdidas de soldados y de material eran tan importantes que los
comandantes consideraron retirar las fuerzas supervivientes de la playa y abandonar la
tentativa, lo que habría comprometido seriamente toda la estrategia de Normandía y,
presumiblemente, la posibilidad de abrir el frente occidental contra los alemanes. El
historiador y experto en asuntos militares Stephen Ambrose ha descrito en diversos
documentales cómo los restos de las unidades destrozadas avanzaron, con extrema dificultad
y bajo un fuego mortal, hasta la base de los riscos, en cuya cima se había aposentado la
primera línea de la defensa nazi. Allí, bajo el liderazgo de oficiales y combatientes que
tuvieron la suerte de sobrevivir, grupos de hombres pequeños pero resueltos determinaron
que, antes que morir desamparados en la arena, preferían morir intentando abrir una brecha
tierra adentro y, quizá, arrastrar con ellos a gran parte de los enemigos. Estos grupos de sol -
dados juntados al azar, equipados con cualquier cosa que habían podido salvar o recoger d e
los escombros, comenzaron a alejarse de la playa, dirigiéndose hacia los objetivos asignados
en un principio. Al actuar de esta manera, consiguieron labrarse un camino entre las líneas
enemigas y establecer la cabeza de playa que había sido prevista por los planificadores de la
estrategia. Entretanto, los oficiales alemanes, entrenados para responder sólo a las órdenes,
perdieron el tiempo a la espera de instrucciones mientras los norteamericanos improvisaban.
Lo que explica la habilidad de estos hombres para reunir sus fuerzas en unidades de
combate improvisadas pero efectivas fue su capacidad de reflexión sobre la precariedad de la
situación en la playa, la capacidad individual de cada soldado respecto a utilizar su sentido del
deber y su confianza en sí mismo —realmente, el sentido máximo del sí mismo—para hacer
frente al problema real que tenía que afrontar el grupo, y la capacidad individual de cada
hombre para encontrar un significado personal a la necesidad compartida de alejarse de la
playa de la manera que fuera posible.
El reto estratégico que tuvieron que afrontar las fuerzas norteamericanas en Omaha Beach
constituye un ejemplo de otras tantas situaciones que se presentan en nuestras vidas. Todas
nuestras instituciones sociales y los símbolos culturales que las rodean —el IRS, la infield fly
role en el cricket, los aniversarios de boda, la iglesia católica, el Memorial Day y otros
muchos— son creaciones de la mente humana. También adquieren, sin embargo, una
existencia objetiva. Son algo parecido a una entelequia jurídica, al igual que una sociedad
anónima, que tiene poder y presencia en los tribunales pero no existe más allá de los
conceptos legales que la definen. Lo que otorga un carácter real a estas abstracciones es su
significado, su contenido emocional, venido en ellas por las personas a las que conmueven.
De forma parecida a la Campanilla de Peter Pan, existen porque creemos en ellas. Si nos
pusiéramos de acuerdo en mostrar nuestra indiferencia, dejarían de tener cualquier poder
sobre nosotros. Ello es cierto para una entidad aparentemente tan venerable y poderosa
como el IRS. Las leyes que no se ponen en vigor rápidamente, acaban siendo papel mojado,
sin significado alguno.
Paradójicamente son, por lo tanto, nuestros afectos interiores los que revisten de
significado nuestra realidad externa. Nuestro apego emocional a las costumbres y a las
instituciones de nuestro mundo social les otorga su auténtica identidad. Las emociones
construyen el puente entre la subjetividad del individuo y la objetividad del mundo externo. Al
en-lazar, precisamente, la fisiología individual con la realidad física exhortan a la realidad
simbólica. Únicamente aquellas personas que han evolucionado a través de las etapas
descritas en la primera parte del libro pueden canalizar sus emociones para dar vida a los
ideales abstractos de su sociedad y a las estructuras que las encarnan.
Si una sociedad consiste, en gran medida, en personas capaces de funcionar en un nivel
autorreflexivo y posee instituciones en las que el pueblo deposita su confianza, entonces esa
misma confianza —dicho de otra forma, su respuesta emocional colectiva— da un sentido real
a estas instituciones. La cohesión social resulta de lo que Thomas Jefferson de -nominó «el
consentimiento de los gobernados». Es la resultante de los afectos ampliamente sostenidos
en el interior de un grupo, más que una compulsión o reglamentación.
A diferencia de las sociedades cohesionadas por lealtad a la estirpe, la xenofobia o actos
de fuerza, aquellas cuya unión interna surge del con-sentimiento emocional libremente
otorgado corren dos riesgos de cara a una posible fragmentación. Cuando una institución
traiciona la confianza del pueblo, sólo existen dos opciones: reconstruirla de tal forma que la
gente la apoye, o retirarle la confianza. Las reformas requieren, no obstante, la existencia de
un amplio número de ciudadanos lo suficiente-mente reflexivos como para ver la necesidad
de un cambio, lo suficientemente flexibles como para aceptar esa realidad cuando se
presenta y lo suficientemente comprometidos como para realizar el gran esfuerzo que
requiere el proceso. Si las personas carecen de este grado de madurez, los cambios
requeridos pueden no tener nunca lugar o ser impuestos por un acto de violencia.
Para mantener la estabilidad y la creatividad, la cohesión y la flexibilidad de una sociedad,
se requieren unas estructuras y unos procesos institucionales lo suficientemente sólidos como
para sostenerse a sí mismos en momentos de cambio, así como una población que disponga
de un número sustancial de personas capaces de pensar de forma reflexiva.
Estos procesos mentales de nivel superior apoyan otro aspecto esencial del mundo
moderno. A lo largo de este siglo, la ciencia se ha convertido en nuestro modelo cultural de lo
que constituye la verdad. Aunque parezca un tema independiente de lo emocional, el método
científico y la realidad que describe también dependen de un consentimiento libre -mente
otorgado. La realidad científica, como todo conocimiento humano, evoluciona. Los
instrumentos técnicos y los paradigmas imponen límites a lo que percibimos, medimos y
sabemos. Así, por ejemplo, la física de Einstein sustituyó ala de Newton al dar cuenta de un
conjunto de observaciones que no concordaban con la mecánica newtoniana. El concepto de
Kuhn sobre el paradigma del cambio —la sustitución de una concepción sobredimensionada
de la realidad por otra— es comúnmente aceptado hoy en día.
Sin embargo, dentro de los límites de las formulaciones científicas validadas, los resultados
pueden ser reproducibles y notablemente fiables.
Los cálculos de Newton siguen siendo válidos para las circunstancias en las que fueron
realizados; la contribución de Einstein consistió en expandir los límites de la física y los
fenómenos que describe. Es la aparente «solidez» de los resultados y de los datos científicos,
su carácter aparentemente absoluto y totalmente objetivo, lo que inspira la confianza
subjetiva que los inviste de autoridad. Los sorprendentes logros tecnológicos que los
científicos han sido capaces de alcanzar desempeñan, por supuesto, un papel importante en
la confianza que, como sociedad, otorgamos a las tareas científicas, incluyendo sus símbolos
y su parafernalia. Aun así, multitud de personas que nunca han visto un virus o un gen, no
digamos ya un electrón, creen ciegamente en los poderes atribuidos a estas entidades
misteriosas por parte de reconocidos expertos, con la misma convicción con la que sus
antepasados creían en entidades tan invisibles como los espíritus malignos o los hu mores
corporales.
Realmente, el hecho de que determinados segmentos de nuestra población todavía se
acojan a paradigmas más antiguos que están en conflicto con los descubrimientos de la
ciencia —la interpretación literal de la Biblia, por ejemplo, la astrología o la numerología—
subraya el papel que el asentimiento compartido desempeña en la autoridad que se concede
a la visión científica, aparentemente objetiva, del mundo. Los partidarios de estas creencias,
algunos de los cuales son sumamente inteligentes, tienen una gran facilidad para comunicar
sus creencias y, dentro de su propios marcos de referencia, tienen una buena formación y
capacidad de razonamiento, creen tan firmemente en sus ideas como los científicos que
investigan los agujeros negros y el ADN. Nuestra capacidad de coexistir no depende tanto de
las ideas a las que nos adherimos como de la capacidad que tengamos para reflexionar,
negociar y aprobar. Si, algún día, segmentos cada vez más amplios de la población se
polarizaran del todo y creyeran en una verdad absoluta, se podría perder la estabilidad del
proceso reflexivo.

CÓMO LAS NACIONES ALCANZAN LA MAYORÍA DE EDAD

Las relaciones a menudo problemáticas entre los diferentes países también se pueden
analizar en correspondencia con la conducta de los individuos en los sucesivos niveles
evolutivos. Al utilizar esta metáfora, no quisiera dar a entender que las decisiones políticas de
un gobierno tengan su origen en las mismas motivaciones que las acciones individua -les. Sin
embargo, el nivel en el que las naciones se entienden entre ellas muestra unos interesantes
paralelismos con las etapas del desarrollo humano. ¿Se parecen los conflictos que surgen
entre diferentes países por territorios considerados propios a las riñas de niños de tres años
que quieren jugar con un mismo camión de juguete? ¿O tienen en cuenta las necesidades del
otro al negociar los temas, como dos adultos reflexivos que intentan resolver un
malentendido mutuo? ¿Responden el uno al otro con acciones inmediatas o con respuestas
bien meditadas? ¿Actúan según sentimientos elementales y conceptos polarizados, o debaten
las ventajas de las diferentes opciones?
La mayoría de los niños avanzan, a través de las diferentes etapas, hacia unos niveles de
comunicación realmente racionales y constructivos, si bien probablemente no alcancen los
niveles máximos de capacidad reflexiva.
El grado de madurez, sin embargo, no se evidencia a veces de forma tan clara en los
conflictos internacionales, donde los rivales pueden estar atrapados en conductas circulares
autodestructivas. Ello puede tener unos resultados potencialmente catastróficos en un mundo
en el que se puede disponer, con creciente facilidad, de armas de destrucción masiva,
mientras que la capacidad de la humanidad para comprender y regular su conducta
permanece paralizada.
A lo largo de las últimas décadas diversos estudios, entre ellos un in-forme sobre etnicidad
y nacionalismo realizado por el Group for the Advancement of Psychiatry, han descrito cómo
las naciones tienden a distorsionar las intenciones de los demás y a atribuirles erróneamente
sus propias razones y creencias.' En ocasiones, su conducta se asemeja a la de un niño que
se encuentra en la fase del apego emocional precoz: los contendientes, por ejemplo, pueden
sencillamente retirar el reconocimiento de sus contrincantes. Tras el estallido del avión de la
Pan Am sobre Lockerbie, Escocia, en 1988, los Estados Unidos decidieron romper relaciones
con Libia y alentaron a sus aliados a hacer lo mismo. Los Estados Unidos siguen intentando
sancionar a los países que negocian con Cuba. En la compleja maraña de atracción, envidia,
respeto y resentimiento que une a los Estados Unidos y al Japón, los primeros han mostrado
una tendencia recurrente hacia la caracterización polarizada. Si bien su economía se ha
beneficiado de las inyecciones de capital japonés, también han objetado a las empresas
japonesas haber «acaparado algunos de los activos de nuestro país de mayor peso
simbólico».
Los diplomáticos ven estas acciones como simples jugadas en un tablero de ajedrez. El
embargo americano a Libia, Serbia o Sudáfrica, forma parte de un intento de modificar las
conductas de los adversarios, a ser posible, a través de una destitución interna del gobierno
transgresor. En la realidad, no obstante, el efecto más importante del ostracismo es el
bloqueo de la comunicación y la imposibilidad de un acuerdo. Un período corto de aislamiento
y la consecuente penuria económica pueden debilitar a los líderes enfrentados con los
intereses de los Estados Unidos, pero décadas ampliando las listas negras también podrían
tener el efecto contrario: fortalecer a los enemigos de los Estados Unidos, tanto en su osadía
por desafiarlos, como en su prestigio entre sus propios allegados por tener el valor de
hacerlo. En los años cincuenta, en lugar de hacer frente a los problemas reales que
mermaban el país, la élite política norteamericana se enzarzó en un debate áspero, perjudicial
y, en última instancia, absurdo, sobre quién había sido exactamente el responsa ble de
«abandonar» China al comunismo. Tuvo que pasar una generación para que el presidente
Nixon, que, en una fase anterior de su carrera política había liderado el ataque contra la
pretendida «deslealtad» de los cuerpos del Departamento de Estado expertos en asuntos
chinos, tuviera éxito en el restablecimiento de una comunicación fluida. En el ínterin, claro
está, los errores de cálculo tanto norteamericanos como chinos sobre las intenciones mutuas
condujeron a las guerras de Corea y Vietnam.
La percepción precisa de lo que un adversario necesita, puede aceptar y hará si no se
satisfacen sus deseos, es vital para negociar cualquier tipo de acuerdo. El reconocimiento de
los gestos, que transmiten intenciones y valores, tiene una importancia decisiva en est e caso.
Este reconocimiento se puede ver perjudicado de cinco maneras diferentes. En primer lugar,
las personas, a menudo, sustituyen prematuramente las palabras por la experiencia, como
cuando los Estados Unidos intentaron repetidamente forzar a Israel y a la OLP a negociar
asuntos trascendentales antes de que hubieran desarrollado cada uno la suficiente
experiencia común como para comprender las intenciones auténticas de cada parte o confiar
en la palabra del otro.
En segundo lugar, los líderes pueden fiarse en exceso de meras declaraciones verbales y
prestar excesivamente pica atención a la conducta efectiva, como a finales de los años
treinta, cuando el primer ministro británico, Neville Chamberlain, malinterpretó
esperanzadamente la anexión de Austria por parte de Hitler y los designios en el Sudetenland
como una mera reacción a la situación que atravesaba la población étnicamente germana de
aquel lugar, en lugar de considerarlo como una prueba de sus ambiciones expansivas.
En tercer lugar, si las personas intentan forzar o elaborar un acuerdo cuando éste no
existe, evitan, en sus interacciones con los demás, que las señales no verbales delaten sus
auténticos sentimientos. Los criados siguen sonriendo, al margen de la conducta atroz de sus
patrones; los niños a los que, tácitamente, se les ha prohibido expresar rabia y hostilidad
contra sus padres, muestran una fachada engañosamente halagadora. La Unión Soviética
supervisó y orquestó cada uno de los aspectos de la vi-sita norteamericana de forma tan
precisa que los visitantes únicamente pudieron detectar unas pocas señales internas del
colapso político y económico que precedió a la caída del sistema comunista.
En cuarto lugar, a medida que se incrementan las tensiones, tanto los individuos como las
naciones tienden a minimizar el contacto y, por lo tanto, la posibilidad de una comunicación
no verbal. Kennedy y Kruchev, por ejemplo, calcularon mal las reacciones mutuas durante su
difícil encuentro en Viena, en el año 1962. La crisis de los misiles cubanos no surgió a partir
del contacto directo entre ambos líderes, sino por maniobras militares con buques de guerra y
cabezas atómicas. Cuando el peligro fue en aumento lo fue, también, la mutua y peligrosa
desorientación sobre lo que haría la otra parte.
Finalmente, los individuos y las naciones intentan a menudo, y habitualmente sin éxito,
poner límites a la conducta del otro sin el beneficio de una relación más profunda en la que
mediar los conflictos y calibrar cuidadosamente los resultados de las diversas opciones.
Los Estados Unidos han intentado infructuosamente presionar a la aislada Libia, por
ejemplo, y lucharon durante décadas para llegar a algún tipo de acuerdo con Vietnam del
Norte.
Una relación continuada y una comprensión de los símbolos y de las expresiones
emocionales ayudan a los países a resolver los conflictos, pero todavía dejan espacio para los
malentendidos. La falta de una identidad estructurada y del complejo pensamiento emocional
que permite analizar la realidad puede introducir importantes distorsiones en los intentos de
comunicación. Yasser Arafat exhibió una habilidosa gimnasia verbal cuando hizo su primer
intento de reconocer el derecho de Israel a existir, dado que simultáneamente debía
garantizar a sus colegas palestinos que no era un renegado.
Estas formulaciones únicamente acrecentaron las sospechas de los israelíes de que Arafat,
al igual que otros que habían traicionado al pueblo judío en el pasado, fuera capaz de poner
una trampa asesina. Las reitera-das invasiones masivas por parte de Rusia obligaron a los
líderes soviéticos a aparentar una invulnerabilidad continua, lo que incrementó con -
siderablemente su intransigencia en la mesa de negociaciones, muy desproporcionada
respecto al alcance de la situación.
La colaboración y el reconocimiento sensible de las necesidades del otro son lo que
permiten a las naciones, al igual que a los individuos, resolver los problemas que los separan.
Únicamente evaluando los matices y las sutilezas, a la vez que los costes y beneficios
relativos, los países pueden determinar el camino que, con mayor probabilidad, permitirá
alcanzar los objetivos marcados sin desencadenar un conflicto. El pensamiento polarizado —
calificando a los contrincantes como «comunistas descreídos» o «capitalistas imperialistas»—
obviamente imposibilita esta comprensión diferenciada. También impide que los adversarios
perciban las intenciones sinceras de unos y otros, sus puntos fuertes y sus debilidades, y las
áreas en las que es posible alcanzar algún acuerdo. En algunas ocasiones, la comprensión
pro-funda conduce a la compasión y al apoyo. Dicho en otras palabras, permite poner los
límites a tiempo, antes de que sea demasiado tarde.
Analizar los conflictos internacionales desde la perspectiva de los ni-veles de desarrollo
ofrece unas directrices útiles para evaluar los diferentes enfoques. Comunicación constructiva
significa a) mantener una relación no amenazadora a través de las organizaciones
internacionales, b) relaciones más fluidas entre ambos líderes y los ciudadanos por medio de
la diplomacia y programas de intercambio, c) establecer sanciones e intervenciones
únicamente para poner límites y no para aislar al rival de la sociedad humana, d) ofrecer
respeto y autonomía a las demás naciones, e) tolerar las distorsiones que realizan los demás
de determinados hechos o situaciones y analizarlas de cara a la comprensión de los objetivos
aje-nos, y f) negociar diferencias utilizando información precisa y una valoración realista de la
otra parte.
La tendencia histórica de los Estados Unidos de retirarse de países enemigos como Libia,
China y Cuba, no ha conseguido obligarles a que acepten su voluntad. En su lugar, les ha
permitido obtener escasa información sobre sus motivaciones e intenciones, conduciendo a
desastres tales como la catástrofe de Lockerbie, la guerra de Corea o el fiasco de Bahía
Cochinos. Mantener abierta la relación les hubiera permitido, en el peor de los casos, obtener
una información más precisa y, a lo mejor, poder influir sobre sus acciones, en ci erta medida.
Claudicar ante la tentación de considerar los puntos de vista de los demás como del todo
buenos o del todo malos nos ha impedido, posteriormente, recabar información realista o
plantear estrategias provechosas. Durante más de cinco décadas, ambos bandos de la guerra
fría se vieron arrastrados hacia unos gastos militares ruinosos y hacia dos guerras reales. Las
relaciones de las superpotencias con los demás países de todo el mundo se vieron
distorsionadas al categorizarlos como aliados o enemigos. Ello impidió el necesario esfuerzo
para comprender las motivaciones de cada bando y poder actuar según esta comprensión.
Así, podríamos haber entendido la objeción soviética a los misiles norteamericanos en Turquía
en vista de los amargos recuerdos rusos de la invasión extranjera. Si hubiéramos reconocido
y, en cierta manera, intentado apaciguar este pánico justificado, es posible que la crisis de los
misiles cubanos se hubiera podido arreglar sin llegar al borde de la guerra nuclear.
Al igual que otras muchas naciones, los Estados Unidos han proyectado reiteradamente
unos criterios demasiado simplistas sobre los demás y han descubierto, reiteradamente
también —en Vietnam, en el Líbano, en Irak y en la antigua Yugoslavia—, que los
planteamientos y las aspiraciones extranjeras eran más complejas de lo que pensaban. La
simplificación excesiva tiene el efecto funesto de debilitar las instituciones internas. Si los
líderes responden a la opinión pública de forma condescendiente y con opciones polarizadas,
que no representan los problemas en toda su complejidad, van minando la confianza de la
gente y su capacidad para pensar de forma reflexiva sobre los asuntos internacionales.
Cuando los líderes políticos utilizan los medios de comunicación de masas para alime ntar
la información polarizada e inexacta, un peligro cuyo ejemplo característico es el período de
McCarthy en los años cincuenta, se pierde la capacidad para efectuar matizaciones sutiles en
el diálogo nacional. La pregunta que se plantea es «¿Quién dejó a China en manos del
comunismo?», en lugar de «¿Cómo podemos establecer unas relaciones más efectivas con las
naciones del bloque comunista?». La meta consiste en buscar supuestos traidores en el
gobierno, en lugar de examinar los puntos de vista de los expertos que están en desacuerdo
con la política que se está llevando a cabo. La distorsión informativa puede favorecer las
aspiraciones políticas a corto plazo de algunos individuos pero, a largo plazo, limita nuestra
capacidad para gobernarnos a nosotros mismos.
Las técnicas actuales para realizar encuestas acentúan esta situación. Una vez que los
políticos han enfocado los temas de una forma polariza-da, los encuestadores realizan
sondeos para determinar qué opiniones son las más populares. Los líderes jus tifican sus
políticas y acciones responsabilizando a la opinión pública de encuestas que en realidad han
provocado ellos mismos con su desinformación. Esta última, así como la polarización, acaban
sustituyendo así al debate bien informado.
La Constitución de los Estados Unidos, como muchos de los documentos en los que se
basan las distintas democracias, asume un cuerpo político capaz de pensar reflexivamente.
Originariamente, los redactores intentaron garantizar las necesarias cualidades de moderación
y reflexión, limitando el derecho de voto a los hombres de prestigio y de bue na posición
económica. A lo largo de los últimos dos siglos, sin embargo, yen consonancia con la genuina
intencionalidad de la Constitución, los Estados Unidos han ampliado el ele ctorado para incluir
diversas clases sociales anteriormente excluidas. La supervivencia de esta democracia
depende, pues, de la capacidad que tengan todos los ciudadanos para demostrar las
cualidades del pensamiento reflexivo, que tanto valoraron los fundadores.
En el contexto de la política exterior actual, la tecnología del presente y la del futuro dejan
pocas opciones. Los sistemas y dispositivos que permiten, actualmente, una comunicación
instantánea y un espionaje sorprendentemente preciso, por no mencionar la destrucción
masiva a escala mundial, han creado normas impregnadas de emociones y contra -
producentes, como el no reconocimiento, la adopción de actitudes poco sinceras y la
representación distorsionada y desleal. Quizá cumplieron su cometido cuando las naciones no
estaban todavía entrelazadas por el poder de una economía y una tecnología globalizadas.
Pero hoy en día, cuando todo el mundo puede presenciar, simultáneamente yen directo,
cualquier acontecimiento en la televisión, cuando las comunicaciones instantáneas pueden
producir subidas o caídas espectaculares en los mercados de valores de todos los
continentes, cuando las economías son cada vez más estrechamente interdependientes; y
cuando las armas nucleares, biológicas y ecológicas amenazan a todo el planeta, únicamente
un planteamiento mucho más reflexivo sobre las relaciones internacionales puede constituir
un punto de referencia para evaluar la seguridad nacional.
Las sociedades organizadas en un nivel evolutivo medianamente alto, por supuesto,
ofrecen a sus ciudadanos una oportunidad de vivir una vida en libertad y de alcanzar un
elevado nivel de conciencia considerablemente mayores que las que están organizadas en un
nivel más primario. Las sociedades reflexivas suelen ser, por mayoría abrumadora,
democracias, con o sin una monarquía residual y representativa. Las autocracias pueden
ofrecer un tipo de seguridad basada en la fuerza y una cohesión interna basada en la
uniformidad, pero la libertad individual y el sentido del significado de cada una de estas vidas
individuales aparecen inhibidos. El pensamiento o la expresión reflexiva en un nivel superior,
que podría desenmascarar las crueldades, ostentaciones e inconsistencias de la sociedad, son
desaconsejados o prohibidos. Al quemar libros, interceptar aviones, prohibir a los ciudadanos
el acceso a los faxes individuales, copiadoras u ordenadores, intervenir teléfonos, censurar
los periódicos, monopolizar los medios de comunicación, dirigir los planes de estudios,
escuchar conversaciones privadas, vigilar las reuniones públicas y castigar la disidencia, estas
sociedades aniquilan todos los esfuerzos para fomentar un libre intercambio de ideas.
Las democracias no sólo fomentan, sino que también requieren unas capacidades
mentales de nivel superior. No pueden sobrevivir sin ciudadanos capaces de reflexionar sobre
diferentes opciones y sacar sus propias conclusiones. En los Estados Unidos, se espera que
todos los ciudadanos adultos sean capaces de formular y expresar opiniones sobre los méritos
de los candidatos que aspiran a un puesto de responsabilidad y sobre los pormenores de los
diferentes temas de interés público. El sistema jurídico de los Estados Unidos asume que doce
ciudadanos elegidos al azar conseguirán comprender los hechos y los principios legales
implica-dos en el más enrevesado de los procesos criminales. No hace falta que los miembros
de un jurado tengan determinadas calificaciones académicas o que los votantes rellenen
cualquier test intelectual. Simplemente se da por supuesto que el norteamericano medio
puede comprender los matices, contrastar las alternativas y llegar a unas sentencias justas y
razonables. Mientras una masa considerable de personas mantenga estas capacidades, las
instituciones estadounidenses perdurarán.
Capítulo 15

Nuestro imperativo humano

La suposición de que habrá suficientes adultos reflexivos para conservar una sociedad en
libertad no se debe dar por sentada. Si la conjetura que he expuesto en este libro es cierta —
si la experiencia emocional es, realmente, la base del desarrollo mental— entonces el carácter
profunda-mente impersonal y el estrés familiar que impregnan nuestra sociedad pueden muy
bien constituir una amenaza para el desarrollo mental en un número significativo de
individuos.
Cabe esperar que personas que, en su infancia, carecieron de oportunidades para
desarrollar unas cualidades mentales superiores y más reflexivas, actúen de forma impulsiva,
piensen de forma inflexible y polarizada, no sean capaces de captar los matices y las
sutilezas, e ignoren los derechos, las necesidades y la dignidad de los demás. Si este tipo de
personas fuera cada vez más numeroso, cabría esperar una sociedad más impredecible y
peligrosa, con crecientes estallidos violentos y conductas antisociales, y una menor tendencia
a la moderación individual y la capacidad de negociación. Personas cada vez más extremistas
y centradas en sí mismas. A largo plazo, disminuiría el pensamiento constructivo y creativo.
Unas pautas cognitivas estandarizadas reemplazarían a la genuina capacidad innovadora.
Estas tendencias ya están, de hecho, tan presentes en nuestra sociedad que han
comenzado a preocupar a muchos ciudadanos reflexivos. Violencia y criminalidad,
aparentemente gratuitas, se han incrementa-do, espectacularmente, en la última generación.
Actos delictivos que hubieran acaparado titulares sensacionalistas hace no más de dos o tres
décadas ocupan, ahora, las páginas interiores de la sección local) Incluso los niños cometen
ya asesinatos, matan despiadadamente, a me-nudo por antecedentes nimios o por la
posesión de determinados bienes que, una o dos generaciones atrás, no hubieran
desencadenado más que una pelea callejera. Todo aquel espíritu, referente a que todos los
miembros de una sociedad asumen una responsabilidad solidaria por el bienestar de los
ciudadanos más desfavorecidos, se ha quebrantado gravemente a medida que los más
favorecidos se van retirando, progresiva-mente, en enclaves residenciales vallados, lujosas
áreas comerciales y colegios privados.
Un número considerable de ciudadanos presenta indicios de estar funcionando muy por
debajo de los niveles evolutivos superiores, bien por-que no han alcanzado importantes
etapas del desarrollo mental, o porque determinados aspectos de su vida les h an hecho
regresar a etapas más ele-mentales. Un número pavorosamente alto de jóvenes actúan como
si su desarrollo emocional llevara un retraso de años, de una década o más, incluso, respecto
de su edad cronológica.
Los ciudadanos responsables y preocupados se dan cuenta, en todas partes, de que se
requieren iniciativas innovadoras para frenar las fuerzas que van minando la capacidad de
nuestra sociedad para fomentar los valores que más apreciamos. Los pasos que se deben dar
no están, sin embargo, definidos con claridad. En este libro, he sugerido unos caminos para
el cambio basados en la perspectiva evolutiva. Algunos de estos pasos pueden suponer un
sacrificio profesional y material. La competitividad, motor del rendimiento, y la expansión de
la burocracia contribuyen a una creciente despersonalización y se han erigido en unas fuerzas
con gran poder. Dar una importancia primordial a la educación de los niños, a las relaciones y
a la calidad de la experiencia emocional, tanto en las familias como en los centros de
enseñanza, a la psicoterapia, el matrimonio y las instituciones de bienestar social, es, a mi
modo de ver, nuestra principal obligación como seres humanos.
Esto no significa la vuelta hacia la familia jerarquizada del pasado. Los genuinos «valor es
familiares», que resaltan la importancia de las relaciones afectivas, no exigen estar adscritos
a unos roles rígidos, sino que presuponen, más bien, la convicción de que el mundo
emocional constituye la base del intelecto, de la capacidad de razonamiento y de la sensi-
bilidad moral requerida en una sociedad democrática.
Los padres que luchan por sacar adelante a sus hijos en un mundo frenético y lleno de
estrés, donde ambos miembros de una pareja trabajan, en familias monoparentales, con
turnos laborales en jornadas de veinticuatro horas, con la ausencia de familias extensas e
inseguridad económica, a menudo se encuentran demasiado cansados o preocupados corno
para dar a sus hijos el tiempo y la atención que requieren las relaciones afectivas más
estrechas. Una cultura que no considerara la parentalidad como un asunto privado y una
distracción al margen del trabajo, sino como la tarea más trascendente, estimulante y de
interés social que un adulto puede llevar a cabo, impulsaría y favorecería una impl icación
parental mucho mayor de la que muchos niños experimentan hoy en día. Para el bienestar a
largo plazo, de cada niño y de toda la sociedad, el provecto exigente de formar a un miembro
de la siguiente generación de adultos requiere el reconocimiento, no sólo de una
responsabilidad asumida en la intimidad de la familia, sino de una labor realizada en beneficio
de todos nosotros.
Los ciudadanos creativos, participativos y solidarios han sido siempre el recurso más
importante de una nación como los Estados Unidos. Aquellas personas que se esfuerzan por
crearlos, necesitan sentirse valoradas y respaldadas.
Las reformas propuestas hace tiempo, como horarios de trabajo más flexibles, mayor
disponibilidad de guarderías o permisos familiares más liberales, aún siendo beneficiosas, sólo
constituyen avances mínimos de cara a la construcción de una sociedad sinceramente
comprometida con el aspecto central del intercambio afectivo durante las etapas de creci -
miento. La reforma auténtica se debe producir en los valores que determinan nuestras
decisiones, es decir, en la concepción de la naturaleza humana a la que nos referimos cuando
centrarnos el debate. La falsa dicotomía entre emoción e intelecto, entre educación e
interacción, subyace a nuestra falta de apoyo social v económico a las familias.
Si la escisión entre una forma de entender la naturaleza humana subjetiva, espiritual y
emocional, por un lado, y objetiva, racional y materialista, por el otro, sigue dividiéndonos
como ha ocurrido desde hace tiempo en la forma de pensar occidental, probablemente
continuemos por el mismo camino. Haremos hincapié en las soluciones mecánicas v
materiales, como son una política social más inflexible y la construcción de más prisiones, en
lugar de aspirar a satisfacer las necesidades emocionales en un marco estructural v
disciplinario adecuado.
Partiendo de la proposición de que la experiencia afectiva constituye la base de la mente
humana, y que de su aportación depende la esencia de la tarea, exigente pero infinitamente
valiosa, de educar a los niños, se deduce que la crianza de los hijos y la vida familiar merecen
un lugar prioritario entre las muchas exigencias, a veces contradictorias, a las que se so -mete
a las personas. Nuestra cultura, altamente competitiva, define a la persona exitosa como
aquella que destaca en el trabajo (a poder ser, en una posición de prestigio y generosamente
remunerada), en el nivel privado (con una esposa igualmente exitosa y unos niños con un
rendimiento brillante) yen el nivel personal (a través de programas de perfeccionamiento y de
mantenimiento físico). De hecho fomenta, a veces, un deseo de realización y gratificación
personales bastante voraz en su intensidad e insaciabilidad.
Cuando resulta imposible aplacar todos los aspectos de esta ansia, como inevitablemente
sucede, las personas ambiciosas, bienpensantes y concienzudas a menudo se sienten
engañadas y decepcionadas. El deseo de quererlo tener todo puede impedir que una persona
disfrute de todo aquello que realmente posee. Ambicionar la satisfacción y el éxito en todos
los ámbitos —trabajo, vida familiar, vida social, ocio, actividades comunitarias, relaciones con
colegas— irónicamente, nos roba el tiempo que necesitamos para las relaciones emocionales
significativas que constituyen la verdadera felicidad. En una sociedad obsesionada por el
trabajo, la expresión individual del adulto y el estatus social, reservar tiempo para una vida
emocional plena y unas relaciones estrechas que la respalden significa, a menudo, tener que
luchar contra los valores imperantes. Puede significar tener que defender ciertos conjuntos de
valores ante las creencias dominantes. Las circunstancias de muchas personas pueden hacer
que ello no sea nada fácil.
En el momento presente, la sociedad no está concienciada de hasta qué punto un niño
necesita relaciones afectivas estrechas, ni fomenta en los futuros padres un sentido realista
de que la educación de los hijos debe ser prioritaria a la hora de tomar decisiones respecto
de los horarios de trabajo y las aspiraciones profesionales. Una visión dualista del desarrollo
mental ensombrece el hecho de que el mejor regalo que los padres pueden dar a sus hijos no
es una buena formación, sofisticados juguetes educativos o colonias de verano, sino tiempo,
considerables espacios de tiempo compartidos, haciendo cosas que, claro está, resulten
atractivas para el niño.
Esta circunstancia no sólo entra en conflicto con muchas creencias intelectuales de los
padres. Pone en entredicho los muchos años de formación que recibieron en el colegio y en el
ejercicio de su profesión. Gran parte de la experiencia inicial de una persona —pasar por las
sucesivas etapas escolares y labrarse un futuro profesional— enseña que ambicionar un
sobresaliente comporta importantes beneficios, sea en el colegio, en el campo de juego o en
la carrera profesional. El profesor, el entrenador, el comité que decide las admisiones en la
universidad o el jefe, pocas veces señalan que destacar en un área de la vida —especial-
mente aquellas que implican un prestigio social, como el buen rendimiento académico y los
títulos universitarios, las medallas en atletismo o un sueldo elevado— puede significar un
nivel mediocre o incluso insuficiente en otras esferas. En última instancia, esta educación
puede no tener en cuenta que un sobresaliente en el trabajo puede comprender un suspenso
en la vida familiar y en la crianza de los hijos. Además, hasta que alguna autoridad otorgue
una calificación tan baja en el que es el compromiso más importante de la vid a, muchos
padres ni siquiera sabrán que la han recibido.
La ilusión de que el intelecto se desarrolla de forma independiente de los afectos permite
a las personas ignorar la importancia de las relaciones afectivas estrechas. Únicamente a
través de esta interacción, los padres pueden percibir las características fisiológicas y
temperamentales de cada niño, empatizar con sus sentimientos a través de los sucesos
cotidianos, establecer responsabilidades y objetivos para alcanzar un equilibrio personal entre
sus puntos fuertes y los menos fuertes, fijar y hacer cumplir los límites y los incentivos
basados en el afecto, la firmeza, la coherencia y el amor, y aportar, por decirlo brevemente,
aquellas experiencias emocionales imprescindibles para desarrollar las capacidades mentales
superiores.
Esto no significa que los niños necesiten unos padres «sobresalientes» para poder
desarrollarse satisfactoriamente, ni que las familias re-quieran un nivel económico
«sobresaliente» para poder llevar un nivel de vida razonable. Unos padres muy ambiciosos
pueden tener que hacer frente a una elección difícil y desacostumbrada: decidir ponerse el
listón algo por debajo de sus posibilidades reales en algún área, con el fin de cumplimentar
las necesidades de otra. Aquellas personas que logran alcanzar una media de «notable» en
ambas áreas —que combinan su compromiso sincero con las relaciones familiares íntimas con
una visión que relativiza la importancia del éxito profesional— pueden aportar habitualmente
todo aquello que requieren sus hijos para desarrollarse de forma saludable.
En el momento presente, los jóvenes aprenden a ser padres en los centros de enseñanza
imperfectos de sus propias familias de origen. Este aprendizaje puede perpetuar la
infravaloración de la experiencia emocional precoz y su separación del desarrollo intelectual.
En la escuela, en los medios de comunicación y, por supuesto, en las familias, se requiere un
nuevo concepto de desarrollo mental. Enseñar la asignatura del desarrollo humano desde la
guardería hasta la universidad como parte integran-te del plan de estudios, como las
matemáticas o la lengua, y proporcionar a los estudiantes una experiencia práctica con niños
pequeños —los de sexto grado ayudando a los de primer grado con los deberes, por ej emplo,
o estudiantes de secundaria o universitarios trabajando en centros de día o debatiendo las
dificultades inherentes al matrimonio v la vida familiar— constituiría una labor muy positiva
para otorgara los futuros padres una mayor comprensión de las necesidades de los niños.
Dado que muchas asignaturas centrales, como son la literatura v la historia, tratan de la
conducta humana, esta comprensión del desarrollo humano también revalorizaría, sin duda
alguna, estas materias a los ojos del niño. La reflexión sobre las emociones y las familias se
podría llevar de casa al colegio. Cuando la vida emocional e intelectual son parte de lo
mismo, el conflicto no existe. Si mantenemos estas esferas separadas, limitamos tanto la
educación como el desarrollo cognitivo.
Ya no nos podemos permitir considerar la formación global de la siguiente generación
como un asunto particular de los padres. La labor de unos padres responsables que se
esfuerzan por dar afecto c dedicación y transmitir unos valores merece reconocers e como una
contribución al bien común. Se requieren nuevos incentivos en el nivel fiscal, en el ámbi to
laboral y en el comunitario, con el fin de equiparar la importancia de la vida familiar a la vida
laboral o la consecución de una carrera. Estos incentivos podrían ayudar a muchos padres a
organizarse la vida de una forma que satisfaga mejor las necesidades afectivas de sus hijos y
las suyas propias.
Este cambio de prioridades no significa obligar a un padre a permanecer en casa durante
los años de crecimiento de sus hijos. La clave está, más bien, en que las necesidades de los
hijos ocupen el lugar central en las decisiones profesionales y económicas de ambos padres.
Un compromiso al que denomino «solución del 75%», y que satisface tanto sus necesidade s
parentales corno las aspiraciones laborales. Si ambos padres estuvieran dispuestos a trabajar
dos terceras partes en lugar de full-time, un niño podría recibir atenciones de sus padres
equivalentes a dos terceras partes de su trabajo semanal. Este plan re-quiere sacrificios en
los principios de la carrera profesional, v no digamos ya en la reeducación de los empresarios,
pero puede aportar unos dividendos enormemente beneficiosos para la vida familiar y el
desarrollo del niño.
En aquellas familias monoparentales en las que un padre, o una madre, deben trabajar la
jornada completa para poder cubrir las necesidades básicas, la solución del 75% no es viable,
por supuesto. Si tampoco existe la posibilidad de una relación satisfactoria, duradera y
afectuosa con una abuela comprometida u otra persona del entorno del niño, entonces es
sumamente importante que la familia torne conciencia de que las atenciones que recibe el
niño en su vida familiar no son las adecuadas para satisfacer las necesidades evolutivas del
mismo. Los cuidados y el afecto que un niño puede recibir en una institución, incluso en los
mejores centros de día, se ven constreñidos por las propias limitaciones del mismo, y el niño
requerirá, así, unas interacciones afectivas y calurosas adicionales. Un padre que viva solo
podría considerar apagar el televisor o el ordenador y compartir con su hijo, o con sus hijos,
de forma interactiva, las tareas domésticas cotidianas, como limpiar, cocinar e ir de compras.
Durante la comida, en el baño o mientras lo arropa en la cama, un padre también puede
dedicarle ese tiempo fundamental, siguiendo las directrices del niño y ayudándole a
desarrollar sus propias inclinaciones naturales:
Para los niños menores de tres años, los cuidados institucionales requieren cambios
sustanciosos para poder dar cumplida respuesta a sus necesidades emocionales. Una
formación dentro del mismo servicio para que los educadores aprendan a fomentar la
interacción en cada uno de los niveles evolutivos, una mayor implicación de los padres
creando algo parecido a una familia extensa, y unas medidas administrativas que per mitan a
los educadores permanecer con el mismo grupo de niños desde el primer hasta el cuarto año,
para que la continuidad emocional se mantenga y fortalezca, tanto para los niños como para
los educadores, son cambios que pueden contribuir a aumentar la calidad de la relación que
se establece entre unos y otros. Aparte de esta consideración primordial, los educadores
también requieren mejores posibilidades de promoción profesional v unos salarios más justos.
Nuestro sistema educativo también debe cambiar. El caduco modelo industrial tiene que
dejar paso a un modelo basado en el desarrollo mental. Los planes de estudio, la
organización del colegio y los métodos de enseñanza deberían reconocer la diversidad de los
perfiles evolutivos de los niños y adecuar la enseñanza a sus particulares puntos fuertes.
Aquellos que tienen dificultades para aprender en grupo necesitan, al menos, una o dos horas
al día de trabajo individualizado con un profesor. Aquellos que necesitan una dosis extra de
estabilidad emocional deberían permanecer con el mismo profesor o tutor al menos durante
la enseñanza primaria, a veces incluso más. Implicarse no sólo con las asignaturas, sino
también con los profesores y los demás estudiantes, permite que los niños asimilen la materia
y adquieran igualmente la experiencia del estudio. A excepción de los niños muy seriamente
dañados, todos pueden aprender las materias que se imparten en primaria y e n el
bachillerato elemental. Si un niño asiste al colegio y no aprende las necesidades bási cas para
una vida productiva, incluyendo el pensamiento lógico y creativo, el fracaso no radica en la
capacidad o en la actitud de ese niño, sino en las limitaciones de los adultos responsables de
su formación.
Otra área en la que la teoría evolutiva nos obliga a replantear nuestras creencias
fundamentales es la relacionada con la asistencia en la salud mental. Nuestra concepción
debe ir más allá de los síntomas y de los síndromes para obtener una visión más amplia de la
enfermedad mental considerándola un fracaso del desarrollo. Las medicaciones para los di -
ferentes trastornos no deberían considerarse curativas en sí mismas, sino como medios que
permitan tener experiencias que fomenten y posibiliten el desarrollo. Enfoques parciales, no
globales, sean arengas de conocidos gurús o las últimas y más poderosas pastillas, no deben
considerar-se terapias legítimas. En su lugar, fomentar el proceso evolutivo, y no
simplemente normalizar la conducta de una persona perturbada, debería constituir el objetivo
de un tratamiento genuinamente efectivo. No se puede consentir que los planes de reducción
de costes, como los que se aplican actualmente en la asistencia en salud men tal, establezcan
las directrices terapéuticas. Junto con los consumidores, los profesionales de la salud mental,
organizados en el ámbito nacional y local, deben idear directrices para un diagnóstico y
tratamiento adecuados que permitan a los pacientes negociar con los estamentos oficiales
que rigen ese plan y, si fuera necesario, tomar medidas legales.
Volviendo al problema del desmoronamiento de la familia, vemos que la mitad de los
matrimonios fracasan, no especialmente porque ambos miembros de la pareja sean egoístas
o irresponsables, sino porque nunca nadie les ha comentado las presiones que surgen en las
relaciones de pareja, ni tampoco les ha ayudado a desarrollar la capacidad de refle xionar
sobre ellos mismos, lo que les llevaría a responder a estas dificultades de forma flexible y
constructiva. Los futuros esposos aprenden lo que es la relación da pareja en sus propias
familias de origen, a menudo poco dispuestas a fomentar la reflexión sobre sus relaciones
afectivas. Si la mitad de todos los médicos, conductores de autobús o controladores aéreos
no fueran capaces, en última instancia, de llevar a cabo sus tareas, la sociedad sería un caos
y exigiría nuevos métodos de formación y de aprendizaje. La situación que expone a un gran
número de jóvenes a las tensiones de un divorcio y a las dificultades de unas familias
monoparentales agobiadas por la falta de tiempo y de recursos económicos constituye una
emergencia muchísimo mayor.
Ninguna sociedad que se tome en serio el origen afectivo de las facultades mentales
puede tolerar el tratamiento que aplican, a los niños más necesitados y más vulnerables de
nuestra sociedad, las instituciones responsables de su bienestar. Las agencias de adopción y
de acogida y el sistema judicial juvenil toman decisiones que no garantizan la estabilidad
emocional que pueda enmendar las privaciones padecidas durante la primera infancia. La
necesidad que cualquier niño tiene de una relación afectiva estrecha se podría saldar de
forma más efectiva acelerando los trámites de adopción, con unos hogares de acogida bien
seleccionados y supervisados y dando incentivos y formación adecuada a todos aquellos
padres adoptivos o de acogida dispuestos a comprometerse, por un largo espacio de tiempo,
con niños con dificultades. Un grupo de trabaja-dores sociales v comunitarios bien preparado
y bien remunerado, tutores v similares, ayudarían a garantizar que cada niño estableciera
relaciones continuadas con personas a las que conoce y que le han esta-do cuidando
personalmente.
Dado que la preservación familiar no constituye el único objetivo posible, quienes se
pudieran beneficiar recibirían servicios exhaustivos y ayuda antes de ser considerados
incapaces de llevar a cabo su tarea. Ignorar las necesidades de las familias
multiproblemáticas constituye, quizá, la forma de rechazo más terrible de la sociedad.
Debemos considerar a cada niño, ya sea rico o pobre, perteneciente a una raza mayoritaria o
minoritaria, nacido en las zonas residenciales más prósperas de la gran ciudad o en los
barrios marginales donde impera la anarquía, como un ser que encarna nuestro futuro
común.
Nuestra forma de abordar el consumo de sustancias tóxicas y otras conductas de alto
riesgo pone al descubierto, de forma harto elocuente, nuestra falta de un concepto global de
lo que es la inteligencia humana. Tendemos a proporcionar una cierta orientación en el nivel
sanitario y educacional pero, en gran medida, dejamos que la familia asuma los aspectos
emocionales de sus miembros. El hecho de no saber hacer frente a las dificultades de la vida
lleva a las toxicomanías y a las conductas de alto riesgo y éstas, a su vez, empeoran la
capacidad de razonamiento y entorpecen el funcionamiento mental, formándose un círculo
vicioso del que no conseguimos salir. ¿Qué costaría situar la prevención de estas conductas,
que socavan a los individuos, a las familias y a sociedades enteras, entre las máximas
prioridades nacionales? Únicamente un concepto del funcionamiento humano que englobe
estos aspectos personales con los objetivos familiares, comunitarios y nacionales, tiene
alguna probabilidad de elevar estos retos al lugar que deben ocupar en el futuro.
Y finalmente, nuestro tratamiento de las relaciones internacionales debe hacer
nuevamente hincapié en querer comprender las intenciones y los valores de nuestros aliados
y de nuestros adversarios. Existe una tendencia, por parte de muchos, a considerarse
expertos en la naturaleza humana cuando simplemente están proyectando su propio marco
referencial en los demás. Roben McNamara, secretario de Estado de la administración
Kennedy, reconoció, hace poco, que él y sus colegas habían malinterpretado gravemente las
intenciones de los norvietnamitas y advirtió que, actualmente, también estamos mal
informados sobre la base emocional de los conflictos que están teniendo lugar en Europa y en
el Oriente Medio.' Comprender las intenciones de los grandes grupos cons tituye una tarea de
suficiente peso y trascendencia como para justificar la existencia de un departamento o una
agencia gubernamental específica, responsable de alcanzar una comprensión minuciosa de las
demás culturas desde su visión de las cosas. En lugar de la práctica habitual, de ir a la
búsqueda de expertos en una zona cuando irrumpe la noticia de que ha estallado una cr isis
en algún lugar lejano y poco conocido, las personas que elaboran y ejecutan nuestra política
exterior deberían desarrollar un criterio fidedigno del estado de cada país en términos
evolutivos, y de los temas c intereses que les mueven. El conocimiento de los demás pueblos
constituye una fuente de poder internacional.
Tanto en los Estados Unidos como en los demás países del mundo, de bemos compaginar
los programas económicos tradicionales, que dan oportunidades y esperanza a gran parte de
la población, con la comprensión y el apoyo de aquellos factores que posibilitan a los
individuos, a las familias y a las sociedades desarrollar plenamente todo su capital humano.
Bajo estas propuestas subyace un cambio filosófico en la esencia de los seres humanos.
Las naciones llevan a cabo unos programas de gobierno que concuerdan con la imagen que
tienen de sí mismas. Si la sociedad sigue considerando el intelecto y las emociones —los
aspectos objetivos y subjetivos de la organización mental— como entidades diferentes e
incluso confrontadas, no tomaremos plenamente en serio el papel central que las relaciones
afectivas profundas desempeñan en el desarrollo mental. Si no reconocemos, finalmente, que
la subjetividad constituye un factor decisivo, tanto en nuestra vertiente intelectual como
creativa y, por lo tanto, para poder competir y colaborar con otras naciones, en el plano
económico y en los conflictos internacionales, no sólo obstaculizaremos nuestro progreso y
nos arriesgaremos a seguir posibles conflictos en el futuro, sino que también podemos acabar
siendo víctimas de una paradoja más peligrosa. A medida que intentamos progresar como
sociedad podemos, involuntariamente, erosionar los fundamentos de nuestras habilidades
mentales superiores.
Si la experiencia emocional precoz es la base de nuestras habilidades intelectuales, de
nuestro sentido de la moralidad y de la creatividad, deberemos tenerla más presente en
nuestra planificación personal, comunitaria y nacional. Los retos que tendremos que afrontar
—ecológicos, económicos y militares— requieren una acción colectiva. Estos desafíos nos
exigen el desarrollo de nuestras mentes individuales y la oportunidad, para todos y cada uno
de nosotros, de alcanzar la plena sensibilidad humana. El interés por la ex periencia subjetiva
ya no constituye, pues, una actividad exclusivamente humanitaria o estética, sino algo
absoluta-mente crucial para la supervivencia humana.

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