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ESCATOLOGÍA

NURYA MARTÍNEZ-GAYOL FERNÁNDEZ, en Cordovilla Pérez, A. (eds.), La


lógica de la fe. Manual de Teología Dogmática, Madrid, Universidad Pontificia
Comillas, 2013, 631-646

Ni la patrística, ni la escolástica dispusieron de un término único para


referirse a las realidades vinculadas a la consumación del mundo, y sólo poco a poco
se va organizando un núcleo de contenidos con una temática común que la teología
católica (también la luterana) denominó De novissimis, y la reformada De
glorificatione. Pero fue necesario aguardar hasta los siglos XIX y XX, para que en
la dogmática cristiana se normalizara —no sin algunos rechazos y reticencias— el
uso del término escatología para designar el discurso acerca de la consumación y de
las realidades que la constituyen. La introducción de esta expresión en el vocabulario
teológico arrastró tras de sí una importante ampliación en lo concerniente a los
contenidos. La palabra escatología, proviene del griego: έσχατος. Aunque este
vocablo fuera utilizado en el NT con el sentido general de algo último en el tiempo,
incorporó apoyándose tanto en los LXX como en los textos proféticos
veterotestamentarios un nuevo sentido y contenido: la aparición de Dios en el mundo
constituye el acontecimiento decisivo que imprime a la historia su orientación
definitiva. Con Cristo ha irrumpido en el mundo «lo último» (cfr. Heb 1,2; 1Pe 1,20).
Un significado que es aplicado tanto a realidades temporales (cfr. Jn 11,24; 12,48;
Hech 2,17; 2Tim 3,1) como al fin de los tiempos (1Cor 15, 45-52; Hech 1,8; 13, 47;
Ap 1,17). (cfr. Kittel II, έσχατος, 697-698). El texto bíblico al que se suele
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hacer referencia para fundamentar el uso del término escatología es Eclo


7,36 que la Vulgata tradujo: «in omnibus operibus tuis memorare novissima tua et
in aeternum non peccabis» [En todas tus acciones acuérdate del fin y nunca
pecarás], y que condujo a que durante mucho tiempo se designara a esta parte de la
teología: Tratado de los novísimos o de las postrimerías. El novissima tua se
corresponde con las τα έσχατα del griego, que significa «cosas últimas», aunque el
sentido original del texto fuera más bien el de un consejo de sabiduría humana para
el tiempo presente, que invitaba a actuar anticipando las consecuencias últimas de
nuestro obrar. No obstante la opción de traducción de la Vulgata: novissima —
significando lo más nuevo, las cosas más recientes— se aplicará a los tratados
teológicos que se ocupaban del fin de la existencia del ser humano y del mundo, así
como a los problemas concretos en relación a dicho fin (muerte, juicio, infierno,
gloria), que terminan convergiendo en la designación De Novissimis y también De
Extremiss. Este uso afectará al contenido del tratado. Puesto que lo nuevo siempre
es lo más reciente, lo último en aparecer, el sentido de lo último será identificado con
lo que está en el extremo, produciéndose una sustantivación (novísimos,
postrimerías) de los adjetivos (último, novísimo, postrero) que contribuirá a una
intelección de los mismos como realidades estáticas más que como acontecimientos
y, a la postre, a la cosificación de la escatología, que tomará la forma de tratado
sobre las realidades últimas, cual si la fe hiciese accesible y observable en
inmediatez y objetividad, aquello que nos aguarda al otro lado de la muerte. A este
tipo de escatología se refirió Congar con la célebre expresión: «física de las
ultimidades», y ha recibido otras muchas denominaciones que reflejan, con acierto,
el problema latente que se esconde bajo lo que aparentemente podría parecer un mero
juego de palabras. Así Gabino Uríbarri habla de una «topografía de la trasvida», y
Luis Armendáriz de un «retablo de postrimerías». Curiosamente, la mayor objeción
ante este tipo de reflexión es que provoca que los novísimos dejen de ser lo que son:
novísimos, es decir, «últimas formas de ser de algo que tuvo comienzo y ahora es
historia», quedando desenganchados de la historia y consolidados en sí mismos
como unos «entes» creados por Dios, aparte de nuestro devenir. De esta manera era
imposible pensarlos como «la configuración última que tomará lo que ya hoy
estamos viviendo como relación entre Dios, el cosmos y nosotros» (L. Armendáriz,
El nuevo rostro, 37). Una tal comprensión arrastra como corolario un determinado
concepto de revelación. Ésta es pensada como desvelamiento del porvenir, en lugar
de verla como «la profundidad que encierra el presente y vislumbra el futuro que
lleva en las entrañas» (Ibid., 38). No para quedarse en una pre-visión del futuro, sino
para regresar desde el futuro al presente retándolo e interpelándolo para que dé lo
mejor de sí. La segunda gran objeción, es que esta visión de lo último, no sólo aísla
las ultimidades de aquello que ultiman, sino de la esperanza con la que han de ser
conocidas y
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anheladas (con la consabida pérdida de fe y amor). Se cercena el deseo y con


él la esperanza. Se rebajan a un mero objeto de curiosidad o de espera, sin que se
requiera esa apuesta total de la persona en aras al horizonte abierto del más allá (cfr.
Ibid., 38). Paralizan esa inclinación propia de la existencia cristiana hacia el fin,
confiando que será lo que la fe y el amor auguran de él. Frente a esta escatología
pensada como un «retablo de ultimidades» habrá que decir, más bien, que la
escatología es algo cambiante, «in fieri», que implica un dinamismo. Esto no quiere
decir que el eschaton que Dios nos reserva, sea cambiante o esté sujeto a variación.
Más bien significa que la escatología no es sólo el eschaton, sino nuestro
conocimiento y acercamiento a él: «el logos del eschaton, el modo de pensarlo y de
explicarlo» (Ibid., 35) y, por ello, lo escatológico no se refiere a los sucesos del fin
de los tiempos sino expresa una relación, una expectación referida a ellos.
Nos introducimos así en otra de las consecuencias de la introducción de este
vocablo -escatología-, con el que se desencadena una verdadera revolución en los
contenidos de lo escatológico causada, en cierta medida, por su uso en otros campos
del saber diversos a la teología: el histórico, el histórico-crítico, las ciencias de las
religiones, la filosofía existencial, etc. Este uso permitirá al nuevo término ser
utilizado como «concepto marco», lo que reforzará el paso de una orientación
centrada en un objeto (estático) a una reflexión que mira fundamentalmente al
proceso, y que por lo tanto tendrá que incorporar un lenguaje más histórico. En
definitiva, se puede afirmar que «la creación de los términos «escatología» y
«escatológico» ha permitido utilizarlos como categorías teológicas generales» (Ch.
Schütz, MySal V, 536-537). De ahí que la escatología no pueda ser pensada ya sólo
como un tratado particular más dentro de una dogmática, sino como una dimensión
constitutiva de la fe y de la teología, y un principio estructurante de la revelación y
de la existencia cristiana. Esta extensión de lo escatológico a todo el ámbito de la
teología y a todo su contenido necesariamente imprime una transformación en la
comprensión de la escatología, que clama —si es que quiere acomodarse al mensaje
del NT— por constituirse en una dimensión imprescindible de la dogmática, y no
sólo en su capítulo final, quedando circunscrita a un dominio temático restringido
(Ibid., 587) como, por otra parte, hemos podido comprobar a lo largo de todo el
recorrido de nuestra dogmática. En palabras de W. Pannenberg, la escatología
«determina la perspectiva de la doctrina cristiana como un todo» (Teología
Sistemática 3, § 573).
En realidad, el uso del término escatología, en la teología cristiana, es el
resultado de una reelaboración de la teología de la esperanza, con la que la fe nos
invita a mirar el destino final propio y de la humanidad. Este destino no es un final
estático, cerrado y absolutamente delimitado, sino una consumación, ya incoada en
el mundo y en la historia por Cristo, que alcanzará la plenitud como renovación de
todo lo creado en la Nueva Creación. La
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escatología nos habla de esa espera tejida de esfuerzo intramundano y


anclada en la salvación aguardada. Esto no obsta para seguir afirmando que la
escatología tiene que ver siempre con el fin, como última acción y palabra de Dios
y desvelamiento definitivo del sentido de la historia. De ahí que autores como Tornos
o Ruíz de la Peña hayan apuntado hacia la cuestión del sentido al proponer el objeto
de la escatología: sentido de la historia y sentido de lo que está detrás de la historia;
sentido para nuestro presente, pero también para nuestro destino. Es decir, la
esperanza cristiana mira hacia la plenitud última de la historia individual, social y
universal, pero sin olvidar que el presente y futuro intramundano de nuestra tierra y
de la comunidad humana es un momento decisivo de dicha esperanza en una
consumación definitiva. Y puede serlo porque, «en Cristo», la tierra está ya habitada
e impregnada de gloria (cfr. Jn 1,14), es decir, del «ofrecimiento de salvación que la
conduce a ella misma y a su cumplimiento» (A. Gesché, El destino, 54). Nuestro
futuro no está en manos del azar, o de un destino extraño y ajeno, ante el que nos
encontramos sin orientación ni referencia. El Espíritu Santo nos guiará hasta la
verdad plena, e introducirá en Dios nuestra vida y gloria.
La revolución de contenidos escatológicos que tuvo lugar en la teología, en
las décadas cercanas al Concilio Vaticano II, provocada en gran parte por los
resultados de los avances en el campo de la exégesis bíblica y el redescubrimiento
de la importancia de la apocalíptica para la escatología cristiana, fueron forjando el
convencimiento cada vez más extendido de la necesidad de establecer unos
principios hermenéuticos que ayudasen a la interpretación de unos contenidos
«especialmente» difíciles por remitir a un ámbito de realidad altamente
problemático: el eschaton. El estudio de Rahner, Principios teológicos de la
hermenéutica de las declaraciones escatológicas, será a partir de este momento y
hasta la actualidad un punto de referencia para todo acercamiento a la cuestión de lo
escatológico (en los párrafos siguientes las páginas indicadas entre paréntesis sin otra
indicación se refieren a este artículo de Rahner).
Rahner acuñará la expresión «hombre entero» para tratar de clarificar cuál
sería el ámbito propio de las afirmaciones escatológicas. Con dicha expresión Rahner
se refiere en primer lugar, al ser humano en su unidad: espíritu personal - ser corporal
(432); pero también al ser humano considerado simultáneamente en su
individualidad y en su dimensión colectiva, en tanto miembro de la humanidad (433).
El «hombre entero» es también ese ser histórico capaz de anamnesis (mirada
regresiva a un pasado temporal) y de prognosis (mirada anticipadora del futuro)
(420).
Clarificado este ámbito, se hace preciso acotar el tipo de lenguaje propio del
discurso escatológico. Éste será, siempre y necesariamente, analógico en razón de su
objeto. De ahí lo irrenunciable de un imaginario escatológico para aproximarnos
conceptualmente a la realidad futura, y la
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importancia de delimitar claramente la expresión de los contenidos. De ahí


también que, cuando nos aproximamos a las afirmaciones escatológicas de la
Escritura y de la Tradición, sea menester discernir cuidadosamente cuales son los
contenidos sobre los que habrá que apoyarse y cuales las formas externas expresivas
elegidas en un momento y un contexto particulares para comunicarlos (436). Rahner
alerta de la intención desmitologizadora como una tentación que acaba des-
escatologizando la fe. La verdadera tarea —como apuntará Tornos— consistirá en ir
buscando las imágenes más apropiadas y adaptadas a cada momento histórico: la
trasn-mitologización (A. Tornos, Escatología I, 82).
Si era preciso un lenguaje específico, lo era en razón del objeto de la
escatología. Lo cual nos devuelve a las consideraciones sobre otro de los elementos
«del ámbito propio de lo escatológico»: el futuro. Rahner pondrá de relieve que la fe
cristiana tiene una dimensión de futuro que le es propia e irrenunciable, hasta el
punto de que una fe des-escatologizada no podría llamarse cristiana. Ahora bien, ese
futuro nos es accesible sólo en tanto que Dios quiera revelarlo, pero su conocimiento
siempre será limitado, tanto a causa de la propia finitud del sujeto que lo recibe,
como por el carácter oculto y mistérico que caracteriza lo escatológico: «a la
plenitud le corresponde un carácter esencial de ocultación» (419). Por tanto las
afirmaciones escatológicas no podrán ser certezas absolutas —que no dejarían
espacio a la fe ni a la esperanza—, ni descripciones detalladas de un futuro que
siempre nos será indisponible, y habrá que diferenciarlas cuidadosamente de los
detallados reportajes anticipadores de signo apocalíptico. Sin embargo, por la
revelación sabemos que el futuro es para nosotros «inmanencia y promesa » al
mismo tiempo. La indisponibilidad del futuro se traduce en la idea de un «futuro
abierto», pues la consumación plenificadora que se nos promete no puede ser sino
don gratuito del Dios indisponible; y en razón de su estar abierto a la libertad creada,
implicando necesariamente una cierta dosis de riesgo (423). «El hombre ha de saber
sobre su futuro porque es devenir hacia lo futuro» (422). Ahora bien, el único modo
de acceso a dicho futuro, propio de la escatología, será «desde el presente». El ser
humano sabe del futuro por realizar «lo que de él puede experimentarse
prospectivamente en su presente “desde y en”» su experiencia histórico-salvífica»
(424). Criterio que también resultará válido para distinguir las afirmaciones
escatológicas —que van desde el presente al interior del futuro—, de las
apocalípticas —que proceden desde el futuro hacia el interior del presente (428).
La escatología es así contemplada como una mirada anticipadora del futuro
desde la experiencia presente de salvación. Pero, como dicha experiencia la tenemos
en Cristo —«Cristo mismo es el principio hermenéutico de todas las afirmaciones
escatológicas» (435)–, habrá que decir que las afirmaciones escatológicas no son
más que enunciados de la cristología y
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de la antropología (cristología depotenciada) llevados al modo de plenitud.


En otras palabras, hacer escatología no es sino traducir en clave de futuro lo que se
vive en clave de gracia crística en el presente.
El Credo de la Iglesia, que estructura esta Dogmática, se abre con la
confesión de la fe en Dios Padre, Creador de todo, y se cierra con la proclamación
de la esperanza en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. No se trata
simplemente del primero y el último de los artículos de nuestra fe, entre ambos se da
una estrecha implicación y correspondencia. Se necesitan y se exigen mutuamente.
El primero contiene implícitamente al último, que explicita la novedad radical que
en aquel, de alguna forma, se sugiere. El Dios creador es el Viviente por excelencia,
que crea por puro amor, pues él mismo es Amor (cfr. 1Jn 4,8b). Y puesto que el amor
es biógeno, Dios crea para la vida; y porque sólo su Amor puede realizar el deseo y
la promesa de perennidad que todo amor porta cabe sí, la vida surgida de este amor
creador es vida eterna. El Credo concluye solemnemente con esta proclamación de
esperanza, tan unida a la fe en Dios (cfr. CEE 1995, n.8), esa fe que «es garantía de
lo que se espera, la prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11,1).
La fe cristiana nos promete la Vida, no «otra vida» que nos permita huir y
refugiarnos en la expectación de lo futuro y diverso a lo que el presente nos oferta,
sino esta vida transformada, renovada, consumada, llevada a su plenitud. Esta vida
alcanzando su identidad más profunda y el fin para el que fue creada. Lo que la fe
afirma es que esta vida, a la que la muerte pertenece como suceso penúltimo, es
eterna. Pero para que la vida eterna pueda ser acogida como salvación ha de ser
divinización, es decir, participación en el ser de Dios, comunión en su vida. La
anticipación de esta salvación escatológica es obra del Espíritu, factor vitalizante de
la vida eterna en el cristiano (Jn 6,63; 7,38s.). Y el fundamento de posibilidad de
todo ello descansa en Cristo. De ahí que el artículo cristológico del credo sostenga
las afirmaciones sobre la esperanza escatológica. Cristo es nuestra esperanza, pero
si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida -como advertía Pablo-,somos los
más desgraciados de los hombres. Pero no. Cristo resucitó de entre los muertos como
primicia y nosotros resucitaremos con él (1Cor 15,12-13.17.19-20). Lo que en él ha
acontecido ya, de modo aún velado, lo que desde su resurrección es realidad en él,
que es la cabeza, espera la manifestación plena en todo su cuerpo. Cristo es la
totalidad de la promesa cumplida, es nuestro reino, nuestro éschaton. La Vida eterna
es «ser con Cristo». Sólo en él, Dios consustancial a nosotros, nos es posible entrar
en la comunión de la vida divina, por el vínculo sustancial que es el Espíritu. Se
entiende entonces que la vida eterna pueda ser recibida ya ahora por la fe, adhesión
personal y conformación con Cristo, y consumada en la «visión de Dios», que es el
«ser con Cristo-escatológico».
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De este modo es posible percibir cómo la esperanza cristiana confesada en


el credo, no sólo mira a la vida trinitaria como meta de nuestra existencia, sino
camina hacia ella; dicha esperanza está fundada y posibilitada por el propio
acercamiento de Dios al mundo desde la creación, y será consumada por la misión
del Hijo y del Espíritu, alcanzando la meta del proyecto que la voluntad divina había
preestablecido desde el principio: «recapitular en Cristo todas las cosas» (cfr. Ef
1,10) para que «Dios sea todo en todos» (1Cor 15,28).
La esperanza del creyente en la comunión sin fin con Dios, participando de
su vida eterna, requerirá un esclarecimiento, tanto en lo que respecta a la dimensión
social de su destino, como a la relación con el mundo en que está inmerso. Habrá
que explicar qué significa que la existencia finita y temporal del hombre participe de
la misma vida eterna de Dios, y aclarar cómo esto ocurre únicamente en Jesucristo,
en la participación en su relación filial con el Padre. Con esto aludimos ya a los temas
tradicionales de la escatología cristiana: resurrección de los muertos, Reino de Dios,
juicio final y retorno de Cristo (cfr. W. Pannenberg, La tarea de la escatología, 265-
274).
En este capítulo, tras haber situado sucintamente el tratado de escatología en
el conjunto de la dogmática, trataremos de dar razón de las afirmaciones
escatológicas que confesamos en el símbolo de fe, poniendo de manifiesto cómo la
propia fórmula del Credo nos ofrece los principios creacional y cristológico como
estructurantes de la escatología cristiana. La confesión de fe reserva para el tercer
artículo la explicitación de las afirmaciones escatológicas, tras haber expuesto su
fundamentación cristológica en el artículo segundo y su necesaria referencia al
proyecto creador en el primero. No obstante, para estructurar estas tesis vamos a
seguir el orden expositivo del Credo, discurriendo desde la fundamentación hacia la
promesa de futuro. Nuestro punto de partida será el proyecto divino que suscita una
creación destinada a ser consumada y apunta así a la plenitud de la salvación.

§ 44. La esperanza cristiana confesada en el Credo no sólo mira a la meta


de nuestra existencia sino camina hacia ella. Dicha esperanza está fundada y
posibilitada por el acercamiento de Dios al mundo que comienza en la Creación, y
será consumada a través de la misión del Hijo y del Espíritu. Fin y principio están
internamente articulados, de modo que escatología y protología se exigen
mutuamente, siendo Cristo el principio hermenéutico que los hace definitivamente
inteligibles.
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I. «CREO EN DIOS PADRE TODO PODEROSO CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA»


1. Escatología: principio cristológico y creacional
Todo ha sido creado para ser salvado y consumado. Si podemos hablar de
una creación continua y una santificación continua, es porque el fiat de Dios al
suscitar una creación libre, como la nuestra, camina hacia el amén definitivo y final.
Fin y principio, están internamente articulados, de modo que escatología y protología
se exigen mutuamente. No porque el final sea simplemente el retorno al comienzo,
o porque puesto el comienzo éste avance irremediablemente hacia el fin, sino porque
ninguno de los dos polos podría comprenderse en ausencia del otro. Y el eje central,
el principio hermenéutico que los hace definitivamente inteligibles, es Cristo.
a) La articulación entre escatología y protología
No pocos teólogos han elaborado su reflexión escatológica a partir del
principio creacional. W. Pannenberg, al titular el capítulo de su Teología Sistemática
dedicado a la escatología: La consumación de la creación en el reino de Dios, está
haciendo de la creación el principio formal de su escatología. L. Armendáriz,
propone también «una lectura del éschaton en clave de creación» (El nuevo rostro,
65) como la más apropiada para nuestro momento actual, pues no sólo permite
identificar al Dios del origen con el del fin, sino logra explicitar con más claridad la
unicidad del proceso que desde el origen discurre hacia el final, como una creación
incesante en la que van emergiendo nuevas realidades. De hecho presenta la
categoría «novedad» como la más adecuada para explicar, partiendo de la fe en el
creador, la historia del universo desde el proton hasta el éschaton (Id., La
resurrección, 41). Por su parte, J. Moltmann señala que el salto cualitativo más
profundo de la historia hacia el futuro proviene de la visión escatológica cristiana en
la medida en que es capaz de poner en evidencia todo el alcance de la doctrina de la
creación. El relato del Génesis «no caracteriza la existencia del mundo como sacada
del no-ser todavía, del anhelo de la materia y del ser posible, sino, como sacada de
las tinieblas de la profundidad. En lo yermo... en lo únicamente negativo aparece de
repente la creatio» (Teología de la esperanza, 458, nota 48). El futuro irrumpe de
forma imprevista en la historia superando todo tipo de expectativas y premisas,
manifestando su rostro escatológico nuevo, saliéndonos al encuentro como «lo
indisponible» (K. Rahner).
b) Articulación de los principios cristológico y protológico
Insiste también en este aspecto protológico Ruiz de la Peña en sus diversas
obras, pero muestra de un modo especialmente plástico la necesaria
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articulación de la protología con la escatología a través de la cristología, en


el título de su último manual: «La Pascua de la Creación». Si la escatología es
Pascua, entonces estamos ante una consumación cristológica. Pero si esa Pascua es
la Pascua de la Creación, es decir, la plenitud de la creación, entonces, el éschaton
es la plenitud del proton. Ahora bien, sólo comprendiendo la creación como acción
de Dios y resultado de ella, puede ser considerada «clave hermenéutica de la
escatología». Desde ahí, afirmar que el éschaton es la Pascua de la Creación
significa, en primer lugar, que es la palabra última y la acción definitiva del Creador;
y, en segundo lugar, que el éschaton es la forma de ser última y consumada de todo
aquello que creó. Lo cual supone admitir que la palabra creadora tiene una historia,
entabla un diálogo creciente con el mundo y, por esta razón, la realidad que resulta
de esta palabra será una realidad abierta, que está aún por hacerse del todo. Con ello
no se pone en cuestión el sí inicial de Dios al mundo, que fue definitivo en el sentido
de no revocable (cfr. 2Cor 1,20), pero se invita a contemplarlo como «un sí germinal
en camino hacia el sí mayúsculo», puesto que el mundo creado es una realidad
inconclusa, llamada constantemente a la plenitud (cfr. L. Armendáriz, El nuevo
rostro, 64).
Ahora bien, el problema que se plantea es el de la articulación de estos dos
principios, de tal modo que el principio creacional no anule el cristológico, ni nos
veamos abocados a mantener dos principios simultáneos. Para ello, es necesario que
la creación pueda abarcar a Cristo al mismo tiempo que Cristo abarca a la creación
(Ibíd.) o, en otros términos, afirmar que Cristo es el proton y a la vez éschaton de lo
creado. En cuanto a la precedencia temporal, ciertamente, Adán es anterior a Cristo
y, en este sentido, su condición de posibilidad. Pero teológicamente todo ha sido
creado «en Cristo » (Col 1,16), no sólo finalizado a Cristo. Como explica H. U. von
Balthasar, Adán es un ser creado, por lo tanto, no posee una continuidad inmediata
de vida con su origen. El hecho de no poder fundar su propio origen, ni encontrar en
sí su subsistencia última, es razón suficiente para sospechar de su provisionalidad.
Si Cristo es el «principio del principio-Adán», resulta contraria a la naturaleza la
pretensión de Adán de fundamentarse en sí mismo, pues desde siempre ha sido
pensado y creado como algo transitorio, que no puede encontrar su plenitud más que
en el otro que es su meta y fundamento. Sin embargo, el segundo principio, «Cristo»,
no puede postularse como culminación necesaria del principio Adán, aunque no
pueda preverse al margen del primero. Más bien debe ser pensado como una
participación en la naturaleza divina que se ofrece a toda naturaleza creada y que no
puede ser sino gracia libremente otorgada, que debe ser, a su vez, libremente
aceptada. De modo que la creación en Cristo es en realidad la condición de
posibilidad de la creatio ex nihilo. El auténtico proton no es Adán sino Cristo, como
proton del proton. (cfr. H. U. von Balthasar, El componente
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dramático de la inclusión en Cristo, TD III, 39-45). En definitiva, estamos


de nuevo en una comprensión de la creación y de la consumación, a la luz del
misterio de la Pascua, e implícitamente desde el misterio trinitario, que es en último
término el fundamento de posibilidad de una creación llamada a una plenitud que
sólo puede ser consumada en Dios. De la misma manera que la creación apuntaba a
la salvación, ambas apuntan al éschaton y viven de él, porque la promesa no es un
añadido a la acción creadora, sino un elemento interior a ella, aunque su realización
no pueda alcanzarse sino es como don. La escatología reenvía a la protología. Los
mismos científicos reconocen hoy que el estado actual de este universo en expansión
depende decisivamente de lo que fueron sus primeros instantes. La visión
escatológica ha de estar armonizada con una referencia protológica y cristológica.
Porque si Cristo no está en la raíz misma de la realidad, no podrá ser sentido y
plenitud de toda ella. La llamada a la comunión con Dios y a la vida eterna está
inscrita en el género humano desde la creación. Y la obra de Cristo consiste en
conducirnos a la consumación de aquello que en el fondo somos más
constitutivamente. El arché apunta hacia el télos. La protología cristiana está abierta
y reclamando la escatología.
Si retornamos ahora a la profesión de fe en el Dios Creador, nos encontramos
con la creencia bíblica en un Dios que crea por amor y para que todo subsista (Sab
11,14; Sab 1,14), un Dios de vivos y no de muertos (Mc 12,27 y par. y Lc 20,38).
Ambas realidades son asociadas por Pablo al hablar de la fe de Abraham: «ante Dios,
a quien creyó como el que da la vida a los muertos y llama a la existencia lo que no
existe» (Rom 4,17). Creación y resurrección son puestas en continuidad como parte
del mismo proyecto de un Dios que suscita y mantiene la vida que ha hecho surgir.
Pero más allá de la relación creadora con el mundo, Dios interviene en él de forma
innovadora a través de acciones especiales, densas de sentido (kairoi) que van
configurando la historia salutis. Resurrección, venida en gloria, juicio, nueva
creación, serán esas acciones radicalmente innovadoras de Dios que, aconteciendo
sin mediación humana (Kessler), constituyen la parusía, como el último kairós, que
da forma de eternidad a lo creado. Y es que Dios crea una humanidad y un cosmos,
con un sentido, con un proyecto. La Creación es un proceso abierto hacia el futuro,
pero no a cualquier futuro (azar, o destino inexorable...), sino al que trazan la
encarnación, muerte y resurrección de Cristo, que constituyen el acontecimiento
decisivo que imprime a la historia su orientación definitiva. Eso permite que la
esperanza sea espera, y no sólo expectativa, y le impide convertirse en ideología o
mera ilusión. También por esta razón la escatología adquiere una resonancia
profundamente nueva a partir de la llegada de Cristo y, de un modo particular, en su
paso y victoria sobre la muerte posibilitando que ésta no se perciba ya como un
obstáculo a superar sino como un paso obligado para acceder a un futuro que, más
que acontecer
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después de la muerte, surge precisamente de la muerte. Así, el


acontecimiento Cristo es presencia anticipadora del acontecimiento escatológico
final en el tiempo (con Cristo ha irrumpido en el mundo «lo último», pues él es «el
último»); pero también, y en razón del paso escatológico del acontecimiento pascual,
se convierte en el centro del movimiento de la historia hacia un futuro nuevo, hacia
el cumplimiento escatológico que abarca a la nueva humanidad en la nueva creación.
2. Principio cristológico y pneumatológico
De hecho, el principio cristocéntrico atraviesa hoy toda reflexión teológica.
Cristo es el eschatos frente al cual se define el destino de cada hombre y de la entera
humanidad. Desde esta perspectiva, la escatología será vista como la cristología
realizada, cumplida o proyectada hacia el futuro (J. Daniélou, K. Rahner, G.
Martelet, G. Moioli, etc.), y Cristo como el principio hermenéutico más decisivo para
la reflexión escatológica (Rahner, Schillebeeckx). Pero a nivel sistemático-
especulativo, conviene complementar el principio cristológico o cristocéntrico de la
escatología con un pneumatomorfismo o principio pneumatológico, pues la obra de
Cristo no se realiza sin la obra del Espíritu que la universaliza haciéndola llegar a
todo lugar y tiempo, y la interioriza de forma personal en cada sujeto. Esto exigiría
un cierto viraje en el giro antropológico que la teología vivió en la modernidad, que
permita mirar al ser humano en esa necesaria unión con el Espíritu, fuente de vida y
de plenitud humana. (J. Alviar, Escatología, 26.33-34). «El Espíritu Santo ha sido
dado a la Iglesia para que [...] persevere en la esperanza... Es la esperanza
escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del
Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida intratrinitaria» (Juan Pablo
II, Dominum et Vivificantem, n.66). A pesar de ello y de las grandes posibilidades
que un planteamiento de este tipo aportaría en el contexto contemporáneo —como
hacía notar S. del Cura—, son escasos los trabajos en los que la escatología se haya
elaborado explícitamente en esta perspectiva pneumatológica (cfr. Escatología
contemporánea, 314). M. Bordoni y N. Ciola, en su escatología: Jesús nuestra
esperanza, hablan de una «laguna» pneumatológica en la escatología (69). Pero, será
Pannenberg quien ponga mayor énfasis en esta dimensión. Apoyándose en su
reflexión sobre Rom 8, sostiene que es a partir del Espíritu de Dios que el mundo
espera un cumplimiento escatológico, que consistirá en el cambio de nuestra vida
mortal a la nueva vida de la resurrección de los muertos (Rom 8,11). La espera por
parte de la creación de la manifestación de los hijos de Dios (v. 19) sugiere que su
propia corruptibilidad será conquistada por el poder de la vida creadora del Espíritu,
que transformará el mundo en una nueva creación, tal como la primera creación fue
642

creada por el poder del Espíritu (Gen 1.2b) (cfr. Teología y Reino de Dios,
551). Junto a Pannenberg, el inicio del s. XXI en el ámbito italiano ha visto nacer
algunas escatologías en las que la presencia del Espíritu ha tomado un importante
relieve. Así V. Croce, vincula la acción de la Tercera persona al éschaton donde
consuma la dimensión esponsal de cada creyente en relación a Cristo y la filial
respecto al Padre, así como la dimensión fraterna respecto al resto de la humanidad
(Allora Dio sarà tutto in tutti: escatología cristiana, 199). Por su parte G. Ancona,
afirma que es la presencia del Espíritu lo característico de los «nuevos/últimos
tiempos» llevando a plenitud el itinerario del hombre en Cristo hacia el Padre, e
incorporándolo en cuanto ser-para-la-koinonia a la comunión de la Trinidad y de la
humanidad en Cristo (Escatología cristiana, 279. 347-355). Otros autores han
abordado esta relación tratado, más bien, de incluir la cuestión escatológica dentro
del tratado de Pneumatología. Un buen representante de este intento es F. Lambasi.
En su obra: Lo Spiritio Santo: mistero e presenza, contempla la entera historia de
salvación como un movimiento teleológico que afecta a todo lo creado, un exitus-
reditus, de la Trinidad a la Trinidad, que acontece bajo la acción del Paráclito que
encamina al mundo hacia su culminación, y donde la etapa final, el «éschaton» es
presentado como una «última epíclesis» (Bologna 1991, 332). Y en el ámbito
germano B.J. Hilberath sugiere volver a la intuición fundamental del Símbolo que
entiende la «nueva creación» como obra específica del Espíritu. Un Espíritu «que
obra la liberación, la renovación y la consumación de la creación», transformando al
individuo en «hombre nuevo», a la sociedad humana en koinonia y al universo «en
los nuevos cielos y tierra» (Pneumatología, Barcelona 1996, 236).
Todas estas aproximaciones apuntan a una relevancia escatológica del
Espíritu Santo que ya era manifiesta en la Biblia. El Espíritu, presente desde la
creación y activo a lo largo de toda la historia de la salvación, vivificará a la
humanidad y transformará el cosmos (Ez 37, 1-14; Rom 8,11) recreando cielos y
tierra (cfr. Ap 21,1; Gen 1,1). Su acción escatológica está íntimamente relacionada
con su actividad en la historia. Además, el Espíritu de Dios ejerce un papel decisivo
en la resurrección y la vida eterna. Esta fuerte presencia pneumatológica es
explicitada por las primeras generaciones cristianas que basan en la fe en el Paráclito
su esperanza de inmortalidad (L.F. Ladaria, Fin del hombre y fin de los tiempos, 310-
332). Y de ella se hacen eco los símbolos al culminar la sección pneumatológica con
la confesión de fe en la resurrección y en la vida eterna, y al profesar la fe y la
esperanza en el Espíritu Santo como Señor y dador de vida.
En la medida que la escatología ha ido incorporando perspectivas más
personalistas y de carácter relacional, el éschaton se comienza a pensar con
categorías tales como «participación», «encuentro» o «comunión», que
inevitablemente conducen la atención hacia el Espíritu Santo, artífice de
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dicha comunión, tanto en la vida intratrinitaria como en la construcción del


pueblo de Dios. Ya en el NT el Espíritu aparece como el principio de la conciencia
escatológica de la comunidad apostólica, que en Pentecostés comprende la llegada
de los tiempos últimos en el don sobreabundante del Espíritu (cfr. Hech 2,33-36; 2,5-
11). El mismo Concilio Vaticano II en LG 48 presenta la existencia cristiana como
una existencia escatológica marcada por el Espíritu, que nos hace ya ahora hijos,
aunque esta filiación la vivamos como en «exilio» (2Cor 5,6), porque «aunque
poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cfr. Rom 8,23) y
ansiamos estar con Cristo (cfr. Flp 1,23)». Subraya además que la llegada del fin de
los tiempos -anticipada por la muerte y resurrección de Cristo- se hace operante por
la obra del Espíritu Santo vivificador que Cristo resucitado envió a los discípulos
(cfr. LG 48). El Espíritu es, por tanto, Espíritu de consumación, pero sin dejar de ser
el Espíritu del Dios Trino. En otros términos, su papel vivificador y consumador del
hombre y del mundo no debe separarse de su actividad unificadora en el interior de
la vida divina. El Espíritu, que es siempre vínculo sustancial entre las Personas,
hipóstasis de esa corriente de entrega mutua entre el Padre y el Hijo, elabora con su
acción una profunda koinonia entre lo divino y lo humano. «En realidad no hace sino
actualizar en las criaturas su propio misterio como reflujo eterno de amor entre el
Padre y el Hijo. Es decir, configura un mundo escatológico que no es más que un
reflejo de la estructura interior de la Trinidad. La gloria de Dios se manifestará
plenamente así en el último día: en la gloria de las criaturas, transfiguradas a su
imagen» (M. Bayo, Dimensión peumatológica en los manuales de escatología, 348).
Por esta razón, el misterio de la salvación puede ser entendido como la incorporación
del ser humano en la vida divina. El Padre adopta al hombre como hijo en el Hijo,
injertado en Cristo por la acción del Espíritu Santo. Este trabajo transfigurador del
Espíritu Santo se realiza no sólo en los hombres, sino también en el cosmos. De este
modo, el Espíritu desempeña un papel de progresiva inserción histórica de las
criaturas en la Trinidad, al mismo tiempo que como agente del desbordamiento y la
apertura de Dios hacia la creación. Esta integración pneumatológica en el misterio
de la koinonia divina comienza en la historia y llega a su consumación en el éschaton,
donde nuestra configuración con Cristo será plena.

§ 45. La esperanza cristiana en la resurrección y en la vida eterna se sustenta


desde el kerigma cristológico y desde la salvación escatológica ya acaecida en
Cristo, a pesar de que su obra no haya alcanzado aún la culminación en nosotros.
Él es nuestro éschaton y el Símbolo lo proclama al anunciar su venida en gloria.
Quien confiesa su fe en la parusía ha de ser un operante en la dirección de lo que
espera, comprometiéndose históricamente con su realización «esperando y
acelerando la venida del Reino» (2Pe 3,12).
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II. [CREO EN JESUCRISTO]… QUE VENDRÁ CON GLORIA A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS
1. Fundamentación cristológica de la escatología
a) La escatología hunde sus raíces en lo acontecido en Cristo
Será el artículo cristológico del Símbolo, el que nos permita percibir con
claridad la fundamentación cristológica del tratado de escatología. Como destaca
G. Uríbarri (sigo aquí Habitar en el tiempo escatológico, 254-260), este artículo, en
su estructura interna, nos presenta un entramado verbal donde se combinan
afirmaciones en pasado referidas a Cristo -«...bajó del cielo, y por obra del Espíritu
Santo y María Virgen, se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos
de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las
Escrituras, y subió al cielo»-; otras en presente -«Y está sentado a la derecha del
Padre»-; y otras en futuro -«Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y
muertos y su reino no tendrá fin». El kerigma cristológico fundamental se formula
en afirmaciones en pasado y presente. Desde ellas, nos abre en esperanza hacia otras
realidades futuras. Éste es -como ya se ha dicho- uno de los principios hermenéuticos
que regulan toda reflexión escatológica cristiana: el acceso al futuro se realiza desde
la experiencia histórico-salvífica presente. Por lo que parece lógico que desde la
realidad cristológica (pretérita y presente) el Símbolo de fe nos invite a propender
hacia el futuro de lo que vendrá.
De hecho, lo que se dice en este artículo es que la obra de Cristo no está
clausurada. Todavía ha de venir a juzgar a vivos y muertos; quedan pendientes la
parusía, el juicio final y la consumación de la historia en Cristo. Sin embargo hay
que afirmar, sin ambages, que su Reino ya ha comenzado y que no tendrá fin, es
decir, será eterno. La realidad del Reino es escatológica, no caduca con la
consumación final. El componente futuro aparece como intrínseco y fundamental a
la esperanza cristiana. De hecho, el tema del Reino de Dios, se convertirá en un eje
fundamental del pensamiento escatológico contemporáneo. Y tras no pocos intentos
de realizar este reino en su plenitud dentro de la historia, arropados por la ilusión de
que pudiera ser definitivamente cumplida por los hombres una sociedad
verdaderamente humana y justa, las escatologías actuales han asumido con
convicción, si bien con diversas acentuaciones, que la esperanza cristiana ama la
tierra (cfr. K. Rahner, Glaube, der die Erde liebt, Freiburg 1966) y ha de
comprometerse activamente con ella, pero ansía con igual fuerza y ardor, la
realización de una promesa que desborda sus posibilidades intrahistóricas.
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Dentro del mundo católico es preciso destacar el intento de M. Kehl de


fundamentar nuestra esperanza actual en el Reino de Dios, haciendo de ésta la
categoría central alrededor de la cual sistematiza los aspectos bíblicos, teológicos,
filosóficos y dogmáticos, permitiéndole, al mismo tiempo, mantener viva la
esperanza de Jesús y testificar en ella el elemento específico de la esperanza cristiana
en el Reino de Dios. Una esperanza que no puede olvidar el destino de aquel que fue
crucificado por proclamarla, ni que con su muerte y resurrección la promesa del
Reino no quedó anulada sino fue superada en una nueva figura que combina la
historia y la meta que la trasciende (cfr. Escatología, 28). En el ámbito protestante,
Pannenberg afirmará que el futuro del Reino de Dios es el epítome de la esperanza
cristiana Teología Sistemática 3, § 569), pues Dios y su señorío forman el contenido
central de la salvación escatológica. Por otra parte, este futuro lo entiende ya
presente, por la obra de Dios, entre quienes creen en él y su mensaje, así como lo
está «su fuerza de transformación de esta vida terrena». Esto se ha manifestado en el
evento de la resurrección de Jesús» (Ibid. § 573), que constituye para Pannenberg el
aspecto proléptico de la acción de Dios. El futuro se anticipa en el acto de la
resurrección de Jesús, al mismo tiempo que en lo acontecido y lo presente referido a
Cristo, encuentra su fundamento la dimensión futura.
b) Diástasis cristológica y modo de apropiación de las realidades salvíficas
Pero aún quedan pendientes algunas preguntas a las que la escatología
debería tratar de dar respuesta. En primer lugar la cuestión de cómo articular, y de
un modo coherente, ambas series de afirmaciones. En segundo lugar, dar razón de
cómo se sustenta nuestra esperanza en la resurrección y en la vida eterna desde el
kerigma cristológico y desde la salvación escatológica ya acaecida en Cristo, a pesar
de que su obra no haya alcanzado aún la culminación en nosotros.
Nuestro punto de partida es un desfase fundamental: Cristo ha resucitado
(pasado), está sentado a la derecha del Padre (presente) después de haber ascendido
a los cielos (pasado). Entre tanto nosotros esperamos aún la resurrección como algo
a acontecer (futuro). Este desfase nos compete a nosotros —que esperamos la
resurrección— respecto a Cristo, que ya ha resucitado. Pero su fundamento es
cristológico, y descansa en el hecho de que Cristo no ha finalizado su obra salvífica,
a pesar de que todo haya sido consumado.
Lo que el Símbolo afirma es un cumplimiento cristológico ya realizado:
encarnación, muerte, resurrección, ascensión, sesión a la diestra de Dios; y una
apertura escatológica aún por consumarse que afecta también a Cristo: venida en
gloria y juicio final. La distancia entre lo cumplido y la consumación
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escatológica del lado cristológico se refleja en el modo de apropiación de las


realidades escatológicas por el cristiano (cfr. G. Uríbarri, Habitar en el tiempo
escatológico, 258). En el cristiano también se da una distancia entre un cumplimiento
ya dado y la consumación a la que está abierto. Ya participa de la salvación de Cristo
y, en este sentido, ya ha ingresado en el tiempo escatológico que marca la irrupción
del Reino. La entrada en él es posible, aquí y ahora, por la incorporación a Cristo. Si
toda la existencia cristiana es un proceso de conformación con Cristo (ser en Cristo),
éste recorrido comenzará con el bautismo culminando con la resurrección. La entera
existencia cristiana no se puede comprender sino como un proceso de asimilación en
nosotros de la muerte y resurrección de Cristo (Rom 6,3-5), que iniciado en el
bautismo es actualizado en cada eucaristía. Todo ello posibilitado por la inhabitación
del Espíritu de Cristo que media nuestro acceso a estas realidades. De ahí que se
pueda afirmar que el cumplimiento cristológico repercute de cara al ingreso del
cristiano en una novedad escatológica fundamental que es, a la vez que cristológica,
también pneumática. Pero mientras que Cristo ya ha resucitado y tiene un cuerpo
glorioso, el cristiano aguarda aún la resurrección de su cuerpo, y vive en un cuerpo
carnal, no plenamente pneumatizado. Como decía San Agustín: «Cristo ha realizado
lo que nosotros esperamos todavía. Lo que esperamos no lo vemos. Pero somos el
cuerpo de la Cabeza en la que ya es realidad lo que esperamos» (Enarr. in Psalm.
85). Así pues, tenemos que convenir que existe una fuerte vinculación entre lo
cristológico y lo antropológico en cuanto a las realidades escatológicas. Tanto en
Cristo como en el cristiano, hay que hablar de un cumplimiento escatológico fuerte
y sustantivo y, también, en ambos, de una apertura escatológica hacia un futuro
consumador de lo que aún está por realizarse (cfr. G. Uríbarri, Habitar, 258). Se hace
patente, de nuevo, el centramiento cristológico de la escatología cristiana. Como
afirmaba Rahner: «La escatología cristiana es, en el fondo, cristología extrapolada
hacia la reflexión escatológica» (Principios, 426).

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