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CLASE 1
Este módulo primero de la Especialización Análisis y
enseñanza del mundo contemporáneo nos servirá, muy
clásicamente, para introducir la materia a la que nos abocaremos
durante todo un año, año que, por supuesto, esperamos que sea
muy provechoso para todas y todos. Tentados estamos de llamarla
“gran materia” o “gran asunto”, porque, en efecto, de esta forma
nos convoca y entusiasma, pero mejor dejar a un lado las
grandilocuencias. Será este módulo una introducción que, a su vez,
le dará entidad a una cuestión particular, que hará de guía y que
nos interesa, en primera instancia, dejar que se exprese a través de
algunas preguntas encadenadas: ¿desde cuándo, a propósito de
qué acontecimientos, se ha instalado y extendido la impresión de
que vivimos en un mundo cuyas coordenadas se han trastocado?
Decimos esto, claro, en relación con las coordenadas sobre las que
se movían los libros de nuestras bibliotecas, los surcos que ellos
mismos producían; pero, incluso, con las que habían reglado la
experiencia de nuestros mayores. Entonces: ¿desde cuándo la
impresión de que esas coordenadas se han desquiciado? A la par,
¿cuál es la hondura y cuáles son las implicancias de este corte o
ruptura, y de la transformación o las transformaciones que
conlleva? ¿Por qué vivimos desde hace un tiempo con la idea del
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“fin” sobrevolándonos, mucho menos cargado de promesas que
acechante, en son de amenaza? Del “fin” y, por lo tanto, de lo que
sobrevino –o sobrevendrá– a él. También, puesto que somos
docentes y tenemos un pacto fundamental con los libros: ¿qué
pasa con esas bibliotecas heredadas –cosa que vale, aunque las
hayamos construido nosotras y nosotros mismos–, qué hacemos con
ellas si ya no guardan toda la potencia que nos habíamos
acostumbrado a suponer y esperar? Así, mientras que, en los
módulos subsiguientes y tal como pudieron verlo en el programa,
nos abocaremos a distintas cuestiones en su conjugación con el
“mundo contemporáneo”, a distintos anaqueles de esa biblioteca,
en este pondremos el acento en la idea y en la experiencia que
subtiende a esta vasta transformación. Por tal motivo, nos
interrogaremos por el “corte” y el “fin”, así como por el “umbral” en
el que nos encontraríamos.
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enlazar el breve corpus seleccionado con las preguntas e
inquietudes que señalábamos, otorgándole a todo esto el sello del
aquí y ahora. Porque nada nos interesaría menos que disimular que
enfocamos al mundo contemporáneo –con la discusión sobre sus
“cortes”, “fines”, “umbrales”, etc.– desde Argentina y América
Latina, a la vez que desde nuestra condición que es la de
docentes de la provincia de Buenos Aires. Puesto que no sería lo
mismo, ni qué decirlo, formularse estas preguntas desde Nueva
York, Australia o China. Tampoco si nuestro oficio o profesión,
nuestra participación en el mundo, fuera otra. Nos veríamos
conminados a poner otros acentos, quizás no menos acuciantes
que los que son particularmente nuestros.
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módulo, no amortiguamos lo que tiene de novedad, pero también
apreciamos que se monta sobre otras transformaciones mayores
que ya estaban constituyendo nuestro suelo. O, mejor dicho,
nuestras arenas movedizas. Solo enfocada desde lo actual, desde
la información de los diarios y las redes, constituiría una pura y
aislada novedad. Por eso la entendimos de una manera y por eso
también la sobrellevamos tal como lo estamos haciendo.
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del pasado, o más bien, de los mecanismos sociales que vinculan
la experiencia contemporánea del individuo con la de las
generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más
característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX”. Las
bibliotecas se encontrarían a un tris de volverse anticuadísimas,
obsoletas, inútiles. Quienes ya éramos profesores cuando leímos,
cerca de su publicación en 1994, estas páginas que avivarán
próximas discusiones en las aulas virtuales estábamos
prácticamente seguros de ver a nuestros alumnos y alumnas en
esta descripción: “En su mayor parte, los jóvenes, hombres y
mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente
permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del
tiempo en el que viven”. Aunque es probable que en algún sentido
nos reconociéramos a nosotros mismos, a disgusto a veces, con
pesadumbre… Si el pasado, guiado por la narración de la historia,
había alcanzado la consistencia de un mapa que, a pesar de no
ser del todo certero, brindaba orientaciones y también alimentaba
las ansias de afrontar el futuro, en el final del siglo XX para este
historiador el mapa se había vuelto bastante ilegible, demasiado
borroneado. En medio de este flamante desconcierto, a Eric
Hobsbawm le preocupaba en especial que careciéramos de
certezas que indicaran hacia dónde nos dirigíamos, incluso hacia
dónde sería bueno y beneficioso hacerlo, a dónde deberíamos
llegar. Sin la historia y su socorro, el presente de nuestras
sociedades se le presentaba como una nave a la deriva. O en una
deriva obtusa, trazada por poderes que excedían por mucho a la
política y a los esfuerzos humanos.
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modernidad, invita a amplios acuerdos, son una señal segura. Y es
altamente significativo que en ese anticipado final de siglo XX se
presenten casi desfondados. En ese mismo año 89 ‒que, además,
fue el de la celebración del bicentenario de la revolución francesa,
capturada por un clima conservador con el que Hobsbawm
discutió en un seminario que dictó poco antes de la caída del
muro y pasó a ser un libro, Los ecos de la Marsellesa‒, un asesor del
Departamento de Estado norteamericano, Francis Fukuyama,
recogió la vieja expresión “fin de la historia”, que hasta el momento
había tenido una vida casi académica, o de reducidos círculos
intelectuales, y la convirtió en un tema de conversación incluso
para los diarios y los programas de televisión. Tenía asidero, parecía
ser no solo una manía ideológica, pensar que, en efecto, la historia
había terminado, que el capitalismo y la democracia liberal, sino el
pináculo de la experiencia humana, eran puntos imposibles de
sobrepasar. Se habló del fin de las ideologías, del fin del trabajo e,
incluso, del fin de la infancia, lo que por supuesto era una bala que
pegaba cerca de la escuela. Entre nosotros, y demos una puntada
más con historiadores, Tulio Halperin Donghi no apeló a esa figura,
pero sí a la de “intemperie”. Su hipótesis, enunciada en 1993 en
una conferencia e impresa en libro un año después, La larga
agonía de la Argentina peronista, una vez desmantelado el Estado
de bienestar, en la versión que en la Argentina le dio el peronismo,
nos encontramos en la “intemperie”. Con ella se alude a la
ausencia de protecciones materiales bien ciertas y concretas, así
como, en paralelo, al vacío de protección simbólica, a la orfandad
de sentidos que permitan la vida colectiva.
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Adorno tan atrás como en 1969. Y en esa misma coyuntura
también se habían proclamado el “fin de la filosofía” y de las
“ideologías”. (El artículo está incluido en la bibliografía no
obligatoria; en especial recomendamos su lectura para aquellas y
aquellos colegas particularmente interesados en cuestiones que
hacen a la estética contemporánea). Por lo tanto, había voces
que, más o menos alarmadas, ya advertían sobre los “finales” que
entonces nos estaban rondando mucho tiempo antes del Muro de
Berlín y su caída estruendosa. Pero es otra cosa lo que aporta este
artículo que parece conmovido por los atentados en EE.UU. del 11
de septiembre de 2001, por lo tanto, por el resquebrajamiento de la
sociedad global, multicultural y posthistórica, ya sin grandes
conflictos que la atraviesen, cuya imagen dominó a la década de
los noventa. No niega Hal Foster que el arte ocupe en el mundo un
lugar muy distinto del que le supuso Hegel a comienzos del siglo XIX
–ya no es “la realización del Espíritu en la Historia” ni tampoco
“índice esencial de la cultura, la época”–, pero sostiene que fue
por lo menos apresurado el “funeral” que se le celebró. Tomando
esta idea y pivoteando sobre ella: ni la historia ni las ideologías ni el
trabajo ni la infancia, etc., etc., tienen la potencia que las definió
en algún otro momento, pero nada de eso había muerto lisa y
llanamente. Incluso vale afirmar, con ganas de incentivar la
conversación entre nosotros y nosotras, nada en la historia y en la
cultura muere “lisa y llanamente”. La crisis que se desata en el
orden global en 2001 y, en nuestras pampas, la que se visibiliza sin
atenuantes en diciembre de ese mismo año, avisa que no podrá
dejar de hablarse de historia, de trabajo, de ideologías, de
infancia, etc. Por lo tanto, propone Foster, agreguemos un nuevo
fin, el de todos los fines que se habían declarado antes.
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Frenemos unos minutos, no más que un párrafo, el argumento
que venimos llevando. Y digamos que si alrededor de 1989, así
como de 2001 y quizás también de la “pandemia COVID-19”,
conviene ver anudadas líneas de crisis, que anticipaban “fines” y
“umbrales”, y venían de bastante más atrás, la escuela es otra de
las viejas piezas que sobreviven, por supuesto, no sin
desplazamientos y averías. Poco antes de 2020, una joven
estudiante del profesorado de Educación Primaria en el que
trabajo comentaba con afán discutidor, del muy bueno por cierto,
que a ella no le interesaba remitirse a la escuela que había sido,
que no conocía la sensación que le habíamos transmitido sus
profesores de que luego de 1989, o más aún de 2001, los “papeles
–o los libros, algunas páginas– se nos habían quemado”, porque
ella, que había crecido durante los primeros años del siglo XXI, que
había estudiado en una escuela y en un colegio ya vueltos otra
cosa, no tenía ni idea de esos “papeles”, desconocía, para volver
al comienzo de esta intervención, esas coordenadas. Su
desenfado, además, era convincente, pero, en la conversación
que se disparó, quedó claro que, como pronto iba a ser maestra,
se inscribiría –su trabajo, su vida, parte de ella– en una institución
que tiene una larga historia, que incluso chirrea y no poco con el
presente. Y, nos atrevemos a decir, no está mal que sea así. Esto le
da un tono muy especial, incluso tenso, a nuestra relación con una
época que no cesa de definirse en relación con los “fines” y con lo
nuevo, abandonando toda crítica, en un tono que por momentos
es de celebración y en otros es apocalíptico, pero todo igualmente
liviano. El crítico cultural Mark Fisher que, además de provenir del
mundo trabajador, daba clases en un terciario en Londres,
propone lo siguiente en uno de los ensayos que componen su libro
Realismo capitalista: “Hoy en día los profesores soportan una
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presión intolerable: la de mediar entre la subjetividad posliteraria
del capitalismo tardío y las demandas propias del régimen
disciplinario (como los exámenes) (…) Los profesores debemos ser
facilitadores del entretenimiento y, al mismo tiempo, disciplinadores
autoritarios. Deseamos ayudar a los alumnos a pasar los exámenes,
y ellos desean tenernos como figuras de autoridad, capaces de
decirles qué hacer”.
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acontecimental, que la antecede. “Son las sociedades de control
las que están reemplazando a las sociedades disciplinarias”. Por
“sociedades disciplinarias” entiende a las que andaban en las
viejas y conocidas –a veces por la experiencia, a veces ya por los
libros, otras por lo que sobrevivió de ellas– coordenadas. Se
constituyeron a partir de la centralidad de la escuela, de la fábrica,
de la prisión, del cuartel. También de la familia. Siempre, unas y
otras instituciones, definiéndose por el “encierro”. Similares
morfológicamente, de ahí la relevancia de la forma “panóptico”,
pero deslindándose, buscando que no haya contaminación entre
ellas. Aunque a Deleuze no le interesaba esta palabra, acotemos
que todo ello cabía en el proyecto de “civilización” que Sarmiento,
entre nosotros, hizo insignia y bandera. Cantidad de atributos,
cantidad incluso de detalles propone Deleuze para caracterizar a
las “sociedades de control”, pero digamos tan solo que desplaza
de la primera línea a la producción –no porque se deje de
producir, sino porque se articula con un “capitalismo de
superproducción”–, y todo lo dispone para la “venta y el
mercado”. “Lo que quiere vender son servicios, y lo que quiere
comprar son acciones”. Lo que vale una marca. La crisis de los
espacios de encierro es resuelta por las “sociedades de control” a
favor y/o en concordancia con un nuevo momento del
capitalismo. ¿Desde cuándo se estaría produciendo esta
mutación? Este escrito permitiría decir que la ficha, la última ficha,
a Deleuze le terminó de caer en esa coyuntura precisa, pero si nos
guiamos por sus citas, desde principios de siglo, con la literatura y
las visiones de Kafka, hay señales de esto. Luego, para marcar los
indicios fuertes, con William Bourroughs –literatura y visiones– en los
años 60 y 70, que fue quien acuña la expresión “sociedades de
control”.
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Ahora bien, en la lógica de esta clase sobre los “fines” nos
interesa referir a una salvedad crucial que hace Deleuze y que en
buena medida si no jaquea relativiza la utilidad de su planteo para
Argentina, para América Latina y para la provincia de Buenos Aires.
Luego de plantear que “el hombre ya no es el hombre encerrado,
sino el hombre endeudado” –porque la deuda, sostenida,
incentivada, con el pago a crédito es la cadena que reemplaza al
encierro–, acota: “Es cierto que el capitalismo ha guardado como
constante la extrema miseria de tres cuartas partes de la
humanidad: demasiado pobres para la deuda, demasiado
numerosos para el encierro”. Relativización genial, que vale mucho
porque no nos atora en la búsqueda pura de modelos, incluso
porque muestra que nada de esto va a ser muy claro. Tres cuartas
partes de la humanidad, que nos implican, para las que fallaría
tanto un modelo como otro. Que no son ajenas a ellos, pero que
no están ante su plena vigencia. En estado barroso.
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narrativo. Como zombis, esos conceptos están hoy vivos y muertos
al mismo tiempo”.
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LICENCIA CREATIVE COMMONS
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