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Es sabido que en los últimos años (diría en los últimos veinte años) el rol y la
función de la historia ha sido sometidos a un examen crítico ¿Sirve realmente
para algo la historia? Años atrás, un sociólogo estadounidense de origen
japonés, Francis Fukuyama, se volvió famoso por haber escrito un libro en el
cual proclamaba el fin de la historia1. El triunfo del capitalismo y la democracia
no dejaba espacio para ulteriores desarrollos, sino su propia difusión en todo el
mundo. Ya no podía ocurrir nada innovador e importante, y como efecto
colateral, entonces, resultaba inútil estudiar la historia; un depósito de
curiosidades ya obsoletas. Esta sensación -de haber llegado al punto final del
desarrollo- no era nueva. Imagino que en tiempos de la revolución neolítica
(digamos hace 10.000 años), con el pasaje de la economía de caza y
recolección a la economía de producción de alimentos; todos hayan pensado
que ya -luego de aquella extraordinaria invención- no había nada más para
inventar (grande o significativo), la humanidad había llegado a su punto cúlmine
y la historia había terminado ya antes de comenzar.
Los dos conceptos (pasado y presente) expresan las dos caras de la misma
moneda: no se entiende el pasado si no es a luz del presente, y no se entiende
el presente si no es a la luz del pasado. Por un lado el historiador profesional
debe, para entender el pasado, escuchar las lecciones que le llegan del
presente, y por lo tanto debe ser un activo partícipe de los acontecimientos de
ese presente. Por otro lado, el político, para administrar el presente debe
escuchar las lecciones que le llegan de las experiencias pasadas, y por lo tanto
debe (digamos: debería) tener una buena cultura y sensibilidad histórica.
Pero sobre la relación entre pasado y presente ya hay (las ha habido siempre)
dos opiniones opuestas. La primera opinión es que el conocimiento histórico es
útil porque el presente, el mundo en el cual vivimos, es igual al mundo del
pasado, y entonces nos puede proveer de modelos de comportamiento válidos
y ayudarnos en nuestras elecciones. La otra opinión, opuesta, es que la historia
es útil precisamente porque los mundos del pasado eran distintos del nuestro, y
por lo tanto resulta iluminador por medio de la contraposición y no de la
repetición; la historia sirve para ampliar nuestro bagaje conceptual, para
hacernos ver la pluralidad de las soluciones posibles, para subrayar la
subjetividad (o mejor el condicionamiento cultural) de las interpretaciones.
Las dos concepciones (el pasado como igual o como distinto) están de tal
manera simplificadas que inevitablemente contienen partes verdaderas y partes
falsas. Existen estructuras de base en el comportamiento de las comunidades
humanas que permanecen por tiempos larguísimos, y existen también
innovaciones tecnológicas y culturales que dividen el tiempo con discontinuidad
(que en general llamamos progreso).
Hasta aquí se trata del trabajo habitual del historiador, y este segmento de
historia yo lo colocaría en la parte central de la página, en una columna entre
otras dos. En la columna de la izquierda colocaría las palabras (o expresiones)
y los conceptos que derivan de aquella página de historia, y que han llegado a
formar parte de nuestra cultura. En definitiva, en la columna de la izquierda
pondría todo lo que a nivel lingüístico y conceptual encuentra sus raíces en el
episodio o fenómeno histórico expuesto en la columna central. A la derecha,
colocaría en cambio todas las obras de arte y de literatura que derivan de aquel
episodio o fenómeno.
Una vez hecho el trabajo, las dos columnas de derecha y de izquierda pueden
resultar más o menos completas. Si están completas, quiere decir que aquel
episodio histórico narrado en la columna central tuvo y tiene aún un fuerte
impacto sobre nuestra actualidad, nos dice algo, forma parte -como se suele
decir- de las raíces de nuestra cultura. Si en cambio las columnas laterales
aparecen vacías, significa que el episodio no pasó a formar parte de nuestra
cultura, y fue inútil o ajeno. Podemos abandonar este último episodio, dejarlo
en manos solo de los especialistas, historiadores profesionales.
¿Por qué los manuales de historia no están hechos como lo imaginé yo?
¿Quizás se piensa que el lector (el estudiante) está en condiciones de
establecer por sí mismo todas aquellas relaciones? Sería una gran ilusión. La
explicación más simple es que los historiadores nunca se han tomado en serio
la cuestión de las “raíces”; normalmente concibieron su campo de actividad
como sustancialmente autorreferencial, asignándole las funciones, sin explicitar
las relaciones con el mundo en cual vivimos. Por esto, no resultaría fácil
escribir un manual pensado de ese modo, sin todo el trabajo preparatorio.