Está en la página 1de 4

MARIO LIVERANI

PARA QUÉ SIRVE LA HISTORIA


Quizás en una primera fase se ha insistido mucho en la inmediata funcionalidad
o “utilidad", como se suele decir, de las competencias adquiridas. Ahora, creo,
se razona en términos de una contextualización más amplia de las
competencias adquiridas en un cuadro general de carácter social y cultural
completo.

Es sabido que en los últimos años (diría en los últimos veinte años) el rol y la
función de la historia ha sido sometidos a un examen crítico ¿Sirve realmente
para algo la historia? Años atrás, un sociólogo estadounidense de origen
japonés, Francis Fukuyama, se volvió famoso por haber escrito un libro en el
cual proclamaba el fin de la historia1. El triunfo del capitalismo y la democracia
no dejaba espacio para ulteriores desarrollos, sino su propia difusión en todo el
mundo. Ya no podía ocurrir nada innovador e importante, y como efecto
colateral, entonces, resultaba inútil estudiar la historia; un depósito de
curiosidades ya obsoletas. Esta sensación -de haber llegado al punto final del
desarrollo- no era nueva. Imagino que en tiempos de la revolución neolítica
(digamos hace 10.000 años), con el pasaje de la economía de caza y
recolección a la economía de producción de alimentos; todos hayan pensado
que ya -luego de aquella extraordinaria invención- no había nada más para
inventar (grande o significativo), la humanidad había llegado a su punto cúlmine
y la historia había terminado ya antes de comenzar.

Para nosotros -profesores y estudiantes- la “crisis de la historia” trae a la mente


más bien el hecho mucho más banal de que el espacio dedicado a la misma en
los programas escolares en todos los niveles se redujo notablemente, en favor
de materias más prácticas, más profesionalizantes; que hacen relampaguear a
los ojos de los jóvenes una rápida y adecuada inmersión en el “mercado de
trabajo” (no directamente en el trabajo, sino en el mercado de trabajo). Por lo
tanto, no por los motivos que planteaba Fukuyama sino por motivos muchos
más prácticos, se difunde la idea de que la historia, el conocimiento del pasado,
sirve poco o nada.

Los dos conceptos (pasado y presente) expresan las dos caras de la misma
moneda: no se entiende el pasado si no es a luz del presente, y no se entiende
el presente si no es a la luz del pasado. Por un lado el historiador profesional
debe, para entender el pasado, escuchar las lecciones que le llegan del
presente, y por lo tanto debe ser un activo partícipe de los acontecimientos de
ese presente. Por otro lado, el político, para administrar el presente debe
escuchar las lecciones que le llegan de las experiencias pasadas, y por lo tanto
debe (digamos: debería) tener una buena cultura y sensibilidad histórica.
Pero sobre la relación entre pasado y presente ya hay (las ha habido siempre)
dos opiniones opuestas. La primera opinión es que el conocimiento histórico es
útil porque el presente, el mundo en el cual vivimos, es igual al mundo del
pasado, y entonces nos puede proveer de modelos de comportamiento válidos
y ayudarnos en nuestras elecciones. La otra opinión, opuesta, es que la historia
es útil precisamente porque los mundos del pasado eran distintos del nuestro, y
por lo tanto resulta iluminador por medio de la contraposición y no de la
repetición; la historia sirve para ampliar nuestro bagaje conceptual, para
hacernos ver la pluralidad de las soluciones posibles, para subrayar la
subjetividad (o mejor el condicionamiento cultural) de las interpretaciones.

Las dos concepciones (el pasado como igual o como distinto) están de tal
manera simplificadas que inevitablemente contienen partes verdaderas y partes
falsas. Existen estructuras de base en el comportamiento de las comunidades
humanas que permanecen por tiempos larguísimos, y existen también
innovaciones tecnológicas y culturales que dividen el tiempo con discontinuidad
(que en general llamamos progreso).

Acá interviene el concepto de “raíces” de las que tanto se habla en estos


últimos años -a propósito de la identidad europea y de su contraposición con
otras culturas. No es que sea su fin último o único, pero de todos modos la
historia es también la búsqueda de las raíces.

Hace años, cuando me convencieron para escribir un manual de historia


antigua para las escuelas secundarias (que luego no fue adoptado por nadie),
armé tres ejemplos de esta estratificación histórica de nuestra cultura: Los dos
primeros ejemplos se daban por descontado, “clásicos” por decirlo de algún
modo: uno era la imagen de la ciudad, con su estratificación de tejido
urbanístico, de estilos arquitectónicos, de disponibilidad tecnológica, de
estructuras administrativas -imágenes de un organismo constituido por partes
bastantes antiguas y otras más o menos más recientes pero todas
entrecruzadas para conformar algo único y reconocible. Por su parte, el campo
está tan estratificado como la ciudad. El segundo ejemplo era la lengua que
hablamos. El tercer ejemplo se señalaba apenas pero creo que también es
válido, y es el de la habitación, el de la mirada circular de la habitación en la
cual estamos, en la búsqueda de los objetos de la vida cotidiana, cada uno con
su historia.

Para enseñar y aprender qué cosa es la historia, mirar alrededor de una


habitación o el paseo por la ciudad o el campo, son el modelo que lo que
debería ser una ejercitación de historia, mientras que el manual de historia
debería ser el obvio y automático derrame de esa experiencia, que asigna a
cada época y a cada contexto el origen de algunos elementos de nuestra
cultura. Para modelar eficazmente un manual de historia es necesario saber
para qué sirve la historia y actuar en consecuencia.
Casi todos los libros fueron escritos para un fin del todo distinto, que es
entretener, distraer, curiosear: en otras palabras fueron escritos para ocupar el
tiempo libre y no para formar actividades profesionales.

Que se refiera al pasado, la coloca a gusto también, junto a productos


(literarios y artísticos, urbanísticos y paisajísticos) de las culturas del pasado
que han llegado hasta nosotros para formar parte de nuestro contexto cultural,
para marcar nuestro territorio, para evidenciar nuestra individualidad. Y aquí
aparece, según mi parecer, el punto doliente de los libros de historia corrientes:
el hecho que cuenten o analicen fenómenos o eventos del pasado sin
preguntarse, o incluso sin explicitar, cuál puede ser para nosotros el interés
cultural de ello, como si la cuestión fuera obvia y auto-referencial, como en
definitiva si el interés estuviera automáticamente garantizado por ser historia
antigua.

Mi propuesta es que un buen manual de historia, paralelamente a la narración


de un episodio o al análisis de un fenómeno del pasado, debería explicitar por
un lado cuáles son las palabras y los conceptos que se engarzan a aquel
episodio o a aquel fenómeno, y por otro lado cuáles son las obras culturales
(de arte, literatura, cine, música, etc.) que los ilustran o en algún modo se
refieren.

Para explicarme mejor presento un ejemplo, escogiéndolo (me perdonarán) de


mi campo de estudio, que es el antiguo oriente: elegiré por lo tanto la torre de
Babel. Todos saben que en el libro bíblico del Génesis, en el capítulo 11, se
narra el proyecto ambicioso, concebido por nuestros antecesores hace tanto
tiempo, de construir una torre que llegase hasta el cielo, y el castigo divino
consistente en la confusión de las lenguas. Muchos de ustedes sabrán también
(o lo entenderán fácilmente) que dicho texto se ubica en la época en la cual los
judíos, deportados de Babilonia, estaban implicados (o veían a otros
deportados implicados) en trabajos de construcción y de restauración de los
edificios babilónicos, entre ellos la famosa torre templar o ziqqurat. Pocos
sabrán en cambio que la confusión de las lenguas es un derrame de la
ideología imperial asirio-babilónica, que veía en los trabajos de los deportados
el instrumento para la unificación lingüística y técnico-cultural (el imperio
impuso su lengua a los esclavos, que hablaban diversas lenguas por ser de
diferentes lugares).

Hasta aquí se trata del trabajo habitual del historiador, y este segmento de
historia yo lo colocaría en la parte central de la página, en una columna entre
otras dos. En la columna de la izquierda colocaría las palabras (o expresiones)
y los conceptos que derivan de aquella página de historia, y que han llegado a
formar parte de nuestra cultura. En definitiva, en la columna de la izquierda
pondría todo lo que a nivel lingüístico y conceptual encuentra sus raíces en el
episodio o fenómeno histórico expuesto en la columna central. A la derecha,
colocaría en cambio todas las obras de arte y de literatura que derivan de aquel
episodio o fenómeno.

Una vez hecho el trabajo, las dos columnas de derecha y de izquierda pueden
resultar más o menos completas. Si están completas, quiere decir que aquel
episodio histórico narrado en la columna central tuvo y tiene aún un fuerte
impacto sobre nuestra actualidad, nos dice algo, forma parte -como se suele
decir- de las raíces de nuestra cultura. Si en cambio las columnas laterales
aparecen vacías, significa que el episodio no pasó a formar parte de nuestra
cultura, y fue inútil o ajeno. Podemos abandonar este último episodio, dejarlo
en manos solo de los especialistas, historiadores profesionales.

¿Por qué los manuales de historia no están hechos como lo imaginé yo?
¿Quizás se piensa que el lector (el estudiante) está en condiciones de
establecer por sí mismo todas aquellas relaciones? Sería una gran ilusión. La
explicación más simple es que los historiadores nunca se han tomado en serio
la cuestión de las “raíces”; normalmente concibieron su campo de actividad
como sustancialmente autorreferencial, asignándole las funciones, sin explicitar
las relaciones con el mundo en cual vivimos. Por esto, no resultaría fácil
escribir un manual pensado de ese modo, sin todo el trabajo preparatorio.

Pero intentemos expandir el horizonte e imaginar que libros de historia de este


tipo se producen en varios países del mundo. ¡Cuánto se aprendería al
compararlos entre ellos, al ver lo que cada uno de ellos selecciona como
relevante, para buscar las propias raíces!

Cultivar la historia o abandonarla?, ¿ampliarla a nuevos horizontes o


marginarla?, ¿reelaborarla o fosilizarla? Son decisiones estratégicas, las líneas
directrices tomadas por la clase política, pero que luego dejan a la sociedad
civil, e incluso al simple individuo, la posibilidad de introducir correcciones. La
elección del más reciente pasado, en el sentido de la marginación de la historia
era una decisión minimalista: deliberadamente o no, se trataba de formar una
generación de técnicos de bajo nivel cultural, y quizás un pueblo de fácil
sujeción socio-política, que pedía a un Gran Hermano las directrices
ideológicas válidas para todos. Se advierten ahora las señales de un replanteo,
de una reevaluación del conocimiento histórico como factor irrenunciable para
adquirir una conciencia cultural digna de personas completas y libres.

También podría gustarte