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ANTONIO PINTOR-RAMOS
Historia de la filosofía contemporánea
BAC, Madrid, 2002 (pp. XIII-XV)
No hay acuerdo entre los especialistas sobre los límites y los contenidos de la
“filosofía contemporánea”; incluso se ha dicho que una supuesta “filosofía
contemporánea” resulta indefinible. Pero quizá se juega con un equívoco, pues, si
“contemporánea” se entiende como adjetivo calificativo, es evidente que a la
filosofía le basta con ser filosofía sin más. Sin embargo, la expresión quiere decir
que se trata de la historia de la filosofía en lo que los historiadores llaman
comúnmente “edad contemporánea”, denominación ni más ni menos afortunada
que las que se utilizan para otras épocas y, como ellas, convencionalmente útil,
pues no tiene alternativa con ganancias apreciables.
Cada edad en filosofía presenta al estudioso problemas propios. Entiendo
que el relieve histórico de un filósofo viene dado conjuntamente por dos factores
principales: su valor intrínseco y su eficacia histórica. Si el primer factor presenta
problemas similares en cualquier caso, el segundo depende decisivamente del
paso del tiempo que actúa como criba implacable. Como es lógico, en filosofías
que nos son más cercanas en el tiempo, este segundo factor es inseguro o falta
completamente, lo cual nos conduce de modo directo a la dificultad más
importante de este período: no existe un canon sólidamente fijado para la filosofía
contemporánea, lo que comporta insuperables riesgos. La trabazón histórica con
la que estructuramos la filosofía contemporánea es la que vemos hoy, nosotros,
hombres de los albores del siglo XXI, agitados por tal cantidad de cambios de todo
tipo que difícilmente podemos asumirlos y menos aún valorarlos; basta un estudio
sistemático de la literatura referente a esta edad para percatarnos de que nuestra
concepción es muy distinta de la de los filósofos de hace un siglo e incluso de
hace medio siglo; a su vez, con toda probabilidad debemos esperar que la nuestra
será revisada en el futuro, pero no sabemos cómo ni en qué dirección.
Con estos supuestos, el comienzo de esta edad está sometido a todo tipo
de controversias sin solución definitiva. Otras ramas de la historia, sin embargo,
suelen colocar ese comienzo en la franja cronológica que va entre la Revolución
francesa y la Santa Alianza, según los intereses de cada rama de la historia o
según las peculiaridades de cada país. Parece que en filosofía no es una
convención puramente arbitraria tomar como referencia la obra de Hegel; cada vez
es más claro que con Hegel termina algo y comienza también algo con matices
nuevos; la filosofía contemporánea, en gran parte, es un diálogo directo o indirecto
con Hegel porque lo que está en entredicho no es este o aquel problema, sino la
justificación y el concepto de la filosofía misma. Si eso que comienza o que
termina significa el inicio de una nueva “edad” o incluso de una nueva “era” en
filosofía, es cuestión que hoy por hoy resulta inabordable e insoluble.
Que aquel “diálogo” ofrezca una primera apariencia de ensordecedora torra
de Babel, es otro problema más que habrá de afrontar; es muy tentador buscar un
hilo conductor unitario que enhebre el aparente caos de hechos que tenemos que
estudiar; mas se debe ahora renunciar a eso porque sería arrojarse
temerariamente en los más procelosos abismos de una especulativa filosofía de la
historia, caer en la tentación del “gran relato”, algo que hoy está con razón
rodeado de todo tipo de sospechas. Otra dificultad no pequeña es el actual
fraccionamiento de la investigación filosófica en regiones muy concretas y
especializadas, no ya porque no alcanza la cumbre de totalidad que
tradicionalmente siempre ambicionó la filosofía, sino porque positivamente
desdeñan como obsoleto cualquier remedo de sistema; de este modo nos
encontramos con obras que han resultado muy influyentes en una determinada
área, pero que no parecen interesar mucho fuera de esa área concreta, y en este
punto los criterios de selección que se adopten siempre serán contestables. Al
final, en una obra como la presente ha terminado por decidir casi siempre la
extensión total que razonablemente debía tener.
En teoría, el término de esta edad son los filósofos de hoy mismo; pero en
la práctica historiográfica esto resulta mucho más problemático. Después de las
guerras mundiales nuestra civilización se ha vuelto planetaria y, dentro de nuestro
mundo, la filosofía es una parte de nuestra cultura, sometida a todas las leyes y
veleidades del mercado de la cultura. Es imposible discernir todavía lo que en
ciertas filosofías hay de rigor y aportación y lo que es tan sólo un efímero producto
mercantil, engrandecido o vapuleado por los intereses de poderosos grupos de
comunicación; por ello es comprensible que, en la práctica, historiadores
eminentes hayan decidido que es imposible hacer ciencia histórica de
acontecimientos que no tengan una antigüedad superior al medio siglo. En gran
parte es verdad y nuestra historia quedará básicamente concluida con la crisis del
existencialismo; a partir de entonces, cabe una crónica de episodios reseñables en
filosofía –que puede ser tan extensa e intensa como se quiera-; pero una “crónica”
puede ser material para la historia en el futuro, mas ella misma no puede
pretender pasar por “ciencia” histórica; cuando ha parecido necesario superar
esas fechas, nos hemos limitado a esbozos programáticos remitiendo en su lugar
al interesado a otro tipo de obras que tienen otros objetivos.
Dentro de estos límites, el material es susceptible de distintas
ordenaciones. Se ha evitado siempre una mera serie cronológica por el
convencimiento de que los tempi de la filosofía no se adaptan al calendario
astronómico; en todo caso, didácticamente es más útil seguir cada línea de ideas
a lo largo de toda su duración histórica, sin interrumpirla constantemente por
razones de cronología externa. A pesar de la gran dispersión que presenta la
filosofía de esta edad, hemos dividido la obra en dos grandes bloques, que
tópicamente corresponden a los dos siglos de nuestro recorrido; claro está, esto
debe tomarse con suficiente flexibilidad, pues, sólo en torno a los años de la
primera guerra mundial, distintas filosofías toman conciencia explícita de su
originalidad respecto al pasado inmediato, lo cual coincide, no por azar, con
profundas sacudidas en las bases de nuestra cultura reciente; en suma, se trata
del derrumbamiento imparable de los ideales que habían movido a la filosofía en
los años anteriores, derrumbamiento con muchas variantes: crisis de valores,
crisis de fundamentos de las ciencias, bancarrota del ideal de progreso,
tecnificación de la vida, etc. Otros factores, con antecedentes identificables, harán
que estas filosofías en su diversidad ofrezcan un tono distinto y perfectamente
diferenciable del vigente en el período anterior. Gadamer, por ejemplo, lo expone
con claridad: “El siglo XX, considerado históricamente, no es por cierto una
magnitud determinada cronológicamente. Así como el siglo XIX, en realidad,
comenzó con la muerte de Goethe y la de Hegel y finalizó al estallar la primera
guerra mundial, el siguiente se inició justamente con esa guerra, y comenzó
precisamente como la época de la guerra mundial y de las guerras mundiales”.
Una vez establecidos estos dos grandes bloques, las divisiones internas no
pueden pretender la claridad que presentan en otras edades de la filosofía y,
aunque eviten la mera yuxtaposición, tampoco pueden pretender otra cosa que
una utilidad didáctica. La ordenación que presentamos resulta así discutible, ni
más ni menos que cualquier otra que se intentase; en este punto, las distintas
tradiciones nacionales presentan divisiones muy diversas y lo más que se puede
desear es no caer en unilateralismos sectarios.
Índice
Schopenhauer. La escuela de Hegel. Marx, el positivismo, el conocimiento
histórico y sus problemas filosóficos, Nietzsche; la filosofía del siglo XX, Husserl y
la fenomenología, primeros fenomenólogos. Scheler, Heidegger, el
existencialismo, fenomenología existencial francesa, la teoría crítica de la
sociedad, el pragmatismo, Wittgenstein, neopositivismo y filosofía analítica; y, la
filosofía en España.
MANUEL CRUZ
Filosofía contemporánea.
Taurus, Madrid, 2002 (pp.9-17)
Por descontado que en cualquier estructuración del ingente material que configura
la filosofía contemporánea hay un componente de artificio, dicho sea sin el menor
desdén hacia la función de los esquemas generales. Porque hay esquemas y
esquemas, formas y formas de proponer la travesía de nuestro presente filosófico,
y no se puede decir que todas sean equivalentes o, menos aún irrelevante. (...) El
test final para dirimir la mayor o menor bondad de cada uno de ellos, además de
su eficacia instrumental para vehicular la información necesaria, habrá de ser su
capacidad, no sólo para aportar elementos de inteligibilidad sobre la dinámica de
lo que se pensó, sino también –y acaso fundamentalmente- sobre el entramado de
representaciones teóricas en las que vivimos instalados. No debe sobrentenderse
que cualquier esquema satisfaga tales exigencias o que todos las satisfagan poco
más o menos de la misma manera.
Que la filosofía contemporánea es un episodio de la historia de la
filosofía se planteó como una premisa. Pero con un matiz no trivial: es un episodio
aún por reflexionar, todavía no tematizado, de dicha historia.
Y para percibir toda su riqueza hay que dejar ante todo que ésta se
muestre. A la pregunta ¿cómo encarar la comprensión del pensamiento de nuestra
época, de ese pensamiento que convive con nosotros?, le corresponde como
respuesta una actitud, una disposición. Benjamín nos proporcionó una buena
figura para describirla. Tal vez haya que perderse, que deambular por el interior de
ese pensamiento como el <vagabundo> (flaneur) benjaminiano haraganea por la
ciudad. No hay contradicción entre dicho consejo y la propuesta de un esquema
para transitar por este periodo, de la misma manera que no es contradictorio
callejear sin rumbo con un plano en el bolsillo. Más aún, es probable que la
función que cumpla este último sea precisamente la de garantizar una deriva
gozosamente errática, sin interferencia de temor ni inquietud alguna.
Wittgenstein solía utilizar una imagen muy próxima –y sólo opuesta en
apariencia- para describir su propia tarea, como sabemos por el testimonio de sus
alumnos: “Cuando te enseño filosofía soy como un guía que te muestra cómo
tienes que orientarte en Londres; te acompaño por toda la ciudad, desde el norte
al sur, del este al oeste, de Easton a Embarkment, desde Picadilly hasta Marble
Arch; después de haber hecho contigo muchos viajes por la ciudad, en todas
direcciones, habremos pasado varias veces por alguna calle, atravesando esa
calle como parte de un viaje diferente a la vez: al final conocerás Londres, serás
capaz de orientarte igual que lo hace alguien que haya nacido en la ciudad”. Pero
la orientación no es un fin en sí misma: es, simplemente, la condición de
posibilidad del auténtico conocimiento. Por eso, incurren en el más grave de los
errores –el de dar por cumplida una tarea que ni tan siquiera ha iniciado- quienes
confunden esta extremada familiaridad con el conocimiento mismo. Orientarse en
el pensamiento no es todavía pensar –aunque sin orientación el filósofo nunca
rompe a hacerlo. Conoce de veras la ciudad aquél que un día, de pronto, repara
en que esa calle, que recorría siempre en la misma dirección, es otra cuando la
recorre en dirección contraria.
Sería presuntuoso –ridículamente presuntuoso, para ser más exactos-
calificar de metodológicas estas sencillas y modestas indicaciones. Lo expuesto
hasta aquí contiene más u un conjunto de sugerencias que un repertorio de
soluciones o recetas. Apenas otra cosa que una modesta invitación a tomar una
determinada actitud ante lo que se ha pensado en nuestro tiempo. Aquella que
nos permite escuchar a la realidad cuando ésta por fin se decide a hablar, se
dispone a revelarnos sus secretos, a hacernos saber de sus más profundas
preocupaciones. La expresión historia de la filosofía contemporánea tiene mucho
de paradójica, cuando no de autocontrarictoria. Pero no todo. Tal vez lo que no es
paradoja ni autocontradicción se sustancie en una simple idea. La filosofía
constituye, nunca debiéramos olvidarlo, una forma de conocimiento que no fue
concebida como una coartada para desentenderse del mundo, sino como un
catálogo de razones para aprehenderlo mejor, para enriquecer nuestra relación
con él. A este propósito se debe cualquier historia de la filosofía, sea cual sea el
fragmento del que se ocupe (o la distancia que nos separe del mismo), y con él
debe medirse cualquier interpretación del pasado, especialmente del más próximo.