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ANTONIO ENJUTO C.P.
EDITORIAL CIENCIA 3
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Título: Lenguaje, Ciencia y Filosofía
© Antonio Enjuto C. P.
© EDITORIAL CIENCIA 3
C/ Comercio, 4. 28007 Madrid. Teléf.: 552 76 80
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro
puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico
o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier al-
macenamiento de información y sistema de recuperación, sin permiso es-
crito del autor y de CDN - Ciencias de la Dirección, S. A.
Diseño de cubierta:
Orienta las ilustraciones: M.ª Ana Sáenz Nuño
8
INTRODUCCION
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10
PRÓLOGO
11
capricho, sino de la necesidad. Las cosas son porque tienen que ser. Es
evidente que esto supondrá despojo de elementos poéticos, imaginativos y
sentimientales, pero si se hace, no será sino por su amor a la verdad racio-
nal. Es la razón la que priva, y a cuya autoridad deben supeditarse, no sólo
la poesía y la leyenda, sino los misterios órficos y la religión. Por encima
de todo está la búsqueda del principio último del que todo procede y del
que todo se compone, el principio (αρχη) de la naturaleza.
Pues bien, al abrigo de este pensar riguroso y universal, comienzan a
condensarse las ciencias en un intento de proporcionar unos conocimien-
tos precisos y necesarios como lo pudiera hacer la filosofía. Por eso, aun
ocupando parcelas del Ser, en el inicio, las ciencias particulares no toman
otro modelo que no sea el prototipo ejemplar del saber filosófico. Bastaría
decir que la seriedad y el rigor de la ciencia de Euclides no era otro que la
disciplina que se imponía en las escuelas socráticas, de modo especial en la
Academia de Platón.
Sin embargo, al confrontar esta primera etapa con la época ya mo-
derna, el cambio sufrido es radical, particularmente a partir del siglo
XVI y los dos primeros tercios del XVII con Copérnico, Brahe, Kepler y
Galileo. De tal modo que, junto a la ampliación en la temática, se suma
también la depuración en el método, operando con gran independencia
de la filosofía, cuando no en contra de sus formulaciones. Tal vez, en
virtud de su universalidad, la filosofía pretenda cierta primacía, pero su
forma de pensar no ha evolucionado, ganándole la partida, por ejem-
plo, el rigor ejemplar de la matemática; de tal modo, que la que había
sido maestra del saber científico, emula ahora a las ciencias exactas. I n-
cluso el mismo Kant llegó a decir en «Investigación sobre la claridad de los
principios en teología natural y moral», que el método de la Metafísica era,
en el fondo, similar al que Newton propuso para la ciencia de la natur a-
leza.
Pero lo que se suponía evidente (la realidad como algo mensurable a
la observación), va a tomar otra perspectiva a partir de las primeras
décadas del siglo XX. En realidad, desafiando a la física de Newton y
los principios considerados «clásicos», se empieza a hablar de fenóme-
nos «inconmensurables», es decir, rebeldes a su constatación y real des-
cubrimiento. Imagínese que alguien intentara medir la posición y la ve-
locidad de un electrón en un momento preciso; para poderle ver, habría
que iluminarlo. Ahora bien, ocurrirá entonces que la luz -una ráfaga de
fotones-, influirá sobre lo observado, impidiendo determinar lo que
primeramente se pretendía. Por eso, la física, más que hablarnos del
«Ser real», prefiere hoy tratar del «Ser probable» en cuanto que nos
permite «predecir» ciertos hechos ineludibles como son los experimen-
tos; con lo cual, la filosofía, que tanta confianza había depositado en la
exactitud del saber científico, caerá en la cuenta de su error pretérito
12
para tornar a su verdadera vocación y destino; una misión cuyo propó-
sito es ofrecer (o intentar brindar), auténticos saberes al pensamiento.
Tampoco significa, como ya se ha dicho, que se vaya a prescindir de la
técnica o de la ciencia; al contrario, deben tenerse en cuenta como algo tan
necesario como distinto. La filosofía tiene que conocer y admirar la ciencia;
incluso estar dispuesta a fecundarse de sus aportaciones; de ahí que
hayamos intentado ensayar una teoría a partir, precisamente, de su consi-
deración y examen, aunque sin dejar de marcar las diferencias.
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14
LA COMUNICACIÓN HUMANA
FUNCIÓN INFORMATIVA
15
EXPRESIONES LINGÜÍSTICAS
1
VOSSLER, K.: Filosofía del lenguaje. Trad. de Amado Alonso. 5.° ed. Losada. Buenos Aires, 1968,
págs. 124-25.
16
jergas, los dialectos, afirmando cada familia la propia personalidad. No
se puede entrar en un grupo sin aprender su lenguaje.
En virtud de la propia dinámica, cada colectividad ha puesto sonidos,
significados, relaciones, etc., en sus unidades, permitiendo así transmitir
sus mensajes. Es claro, entonces, que la comunicación de las vivencias dis-
curre po moldes prefabricados y, en gran medida, impuestos. Por consi-
guiente, el lenguaje tampoco puede agotar todo el contenido que guarda la
comunicación, pues, como muy bien apuntaba Bergson, la realidad des-
borda infinitamente los esquemas intelectuales forjados para expresarla;
existen detalles y matices inabarcables. Cierto que por las acciones «exte-
riores» y el modo de expresarlas podemos conocer su estado interior, pero
siempre de forma parcial y por analogía con el nuestro. Aún más, lo que se
hizo vida en la palabra del otro, cobra su originaria actualidad en nuestro
modo de decir. Por eso, a la vez que las expresiones cambian, nos ofrecen
nueva vida y nueva originalidad. Conforme se tomen, siempre represen-
tarán la desdicha o la grandeza de la palabra, o, si se quiere, ambas cosas a
la vez. Nos lo recordaba ya Edward Sapir cuando escribía: «La lengua se
mueve a lo largo del tiempo en una corriente de su propia hechura. Tiene un
curso... Nada es perfectamente estático. Toda palabra, todo elemento gramati-
cal, toda locución, todo sonido y acento es una configuración lentamente cam-
biante, moldeada por el curso invisible e impersonal que es la vida de la le n-
gua... El lenguaje va avanzando a lo largo del tiempo, a través de una corriente
que él mismo se crea» 2.
Pero si esto es verdad, no lo es menos saber que todo presente es, en
parte, una objetivación del pasado. Por eso, antes de ensayar lo que puede
ser una «teoría racional del lenguaje», intentaremos ofrecer una somera
antología de textos representativos que, entre otros innumerables, han ido
plasmando lo que constituye nuestra tradición en cuestiones lingüísticas.
Claro que toda antología y sus posibles análisis comporta en sí un princi-
pio de fracaso, una inherente limitación desde el momento que se inicia
con criterios personales y atendiendo a orientaciones previas (lo que es in-
evitable evidentemente), pero, en cualquier caso, ello constituye también
la verdadera apertura a soluciones de futuro. Por eso, en medio de las in-
eludibles limitaciones, me ha parecido conveniente iniciar este compromi-
so a partir de lo que ya consideraron los redactores de nuestros primeros
documentos escritos.
2
SAPIR, E.: El lenguaje. Trad. de Margit y Antonio Alatorre. 3.ª ed. Fondo de Cultura Eco-
nómica. México, 1971, págs. 169-95.
17
LA PALABRA EN LA FILOSOFÍA ORIENTAL
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Con todo, y a pesar de que sean los conceptos intuitivos los que abun-
dan en Oriente, y venga supeditada la cultura por lo intelectual en Occi-
dente, sería un error no admitir también aquí su gran dosis de interiori-
dad, así como su gran amor por lo práctico en Oriente. En el fondo, tanto
en una como en otra forma de interpretar, se dan cita intenciones y bases
comunes; por más que, debido a ambientes climáticos, históricos y cultura-
les, el curso de la historia haya ido mostrándonos sus peculiares inciden-
cias según los distintos puntos adoptados. Paul Masson-Oursel llega a
pensar que se trata de dos-corrientes que fluyen de un único manantial;
imagen, que si bien puede parecer exagerada, encubre, no obstante, el
hecho de impulsarnos a buscar análogos horizontes. Por lo tanto, nada
impide que en un futuro las corrientes puedan confluir y complementarse.
En realidad, ciertos factores internos admitidos hoy día en la percepción,
como más adelante analizaremos, hace unos años los ignoraba la filosofía
occidental del lenguaje. Cierto que en las primeras recopilaciones de una y
otra cultura no hallamos propiamente un estudio pormenorizado del pro-
blema lingüístico, lo que es explicable, evidentemente; aunque sí podemos
afirmar que los documentos que poseemos son ya reveladores en una u
otra dirección. Por ello, y no por otro motivo, hemos creído oportuno ini-
ciar el presente trabajo con tales referencias lingüísticas.
Sumer
En realidad, los orígenes del pueblo sumerio están velados por acon-
teceres prehistóricos. Se sabe que los sumerios llegan a Mesopotamia, pero
se ignora su procedencia. Sin embargo, nada avala mejor su importancia
y recuerdo como el ser la «cuna de la Historia». Se cree, igualmente, que
las primeras noticias sobre ciertas entidades e ideas religiosas están ya
en las tumbas y las ruinas de los templos mesopotámicos del tercer mi-
lenio. Pero, ¿cómo se inició dicha cultura y cuál fue, sobre todo, la im-
pronta marcada para que cundiese en casi todas las civilizaciones anti-
guas.
Diremos, en principio, que la palabra «Sumer» es el término primiti-
vo de una región situada al sur de Irak, formando parte de la llanura
aluvial que integran los ríos Tigris y Eufrates. Cabe decir también que
los primeros núcleos habitados de Sumer tuvieron lugar en los límites
19
de sus marismas, en una edad aproximada a los 4500 años a.C., aunque
es posible que existieran más al sur otros asentamientos anteriores,
cuando el nivel del mar era más bajo que el actual porque los hielos de
la Era Glaciar no habían iniciado su fusión. Pero, sea como fuere, y
atendiendo a la cultura primigenia y material de los primeros núcleos
habitados, ésta recibe el nombre de «Obeid», en atención a los yaci-
mientos que allí fueron descubriéndose. Suelen distinguirse tres sub-
períodos: Obeid I, llamado también período Eridu; Obeid II, o Haji Mo-
hammed; y Obeid III u Obeid tardío, cuyas diferencias vienen funda-
mentalmente caracterizadas por el estilo y la pintura en la cerámica.
La historia de la humanidad, sin embargo, llega más tarde: alrededor
del año 3000 a.C., constatándose por la gran cantidad de excavaciones
que se han venido realizando a partir, sobre todo, de las primeras déca-
das del siglo XX. Asombraron, por ejemplo, las tumbas reales de «Ur»
del tercer milenio por su riqueza en objetos de oro, plata y lapislázuli.
Particular desarrollo cobró también el relieve y la escultura, como se re-
fleja en el famoso vaso de Uruk, en el que se describe el matrimonio sa-
grado entre la diosa Inanna y su consorte AmaUshumgalanna, o el bul-
to redondo de una mujer tallado en alabastro, y que los especialistas
creen que respresenta a la diosa Inanna. Todo ello hace suponer que en
el sur se debieron ir abandonando los asentamientos más pequeños del
período Obeid en beneficio de Ur, Eridu y Uruk principalmente.
Pero si los logros artísticos fueron en verdad importantes, nunca se
pueden comparar con el alcance y trascendencia que supuso la inven-
ción de la escritura. Fue precisamente entre las ruinas de los templos
sumerios, erigidos sobre grandes plataformas en torno al 3.000 antes de
nuestra era, donde se hallaron cientos de tabletas de arcilla inscritas con
signos pictográficos, cuyas referencias dan a entender que fueron los
verdaderos precursores de la escritura cuneiforme; constituida por la
combinación de un mismo signo en forma de clavo o cuña, que, al dis-
ponerse en forma horizontal, vertical, de duplicado o en forma de llave,
era suficiente para la comunicación que pretendían. Aunque, según pa-
rece, ésta era ya la simplificación de una más primitiva escritura pic-
tográfica cuyos signos se grababan en tablillas de arcilla húmeda que se
secaba o cocía más tarde. Se supone que el objetivo primero de la escr i-
tura estuvo en función de la contabilidad, es decir, de un sistema ne-
motécnico que ayudaba al escriba a recordar las cuentas consignadas.
Es de suponer que con el tiempo, el carácter pictográfico original de los
signos se fuera simplificando hasta convertirse en las incisiones cunei-
formes. Ofrecemos, en las Fig. 1 y 2, ejemplos de lo que fue la primitiva
exprexión pictográfica y la subsiguiente configuración cuneiforme.
20
Fig. 1. Tablillas grabadas en piedra en torno al 3500 a. C., con pictogramas repre-
sentando números, manos, pies y cabezas.
21
lengua semita, muy diferente a la de los moradores sumerios. Claro
que, de aquellos primeros inicios, apenas si ha quedado nombre alguno
de ciudades, de templos o de dioses urbanos; podríamos sí hacer refe-
rencia a «Isnunak» (colina del príncipe), «Esikil» (la casa pura) o a
«Nin-a-sú» (un dios de la lluvia).
3
MIRCEA ELIADE: Historia de las creencias y de las ideas religiosas. Tomo IV. Trad. de J. Valien-
te Malla. Ediciones Cristiandad. Madrid, 1980, pág. 34. Texto, a su vez, tomado de S.N. Kramer:
«The Sumerians, Their History, Culture and Character». Chicago, 1963.
En versión castellana, el profesor F. Lara Peinado ha publicado: Mitos sumerios y acadios. Código
de Hammurabi. Poema de Gilgamesh. Himnos sumerios. Himnos babilónicos. Ed. Tecnos, Madrid.
22
Babilonia
23
A la palabra de su boca desapareció el paño.
Persia
4
MIRCEA ELIADE: Ob. cit. págs. 110-15.
5
Ibid. Ibid. pág. 345.
24
«Gathas» significan «Señor» (Ahura), y Sabiduría (Mazda), es decir, la
doble expresión que definía el alcance que se daba a la Suprema Div i-
nidad; una concepción abstracta si se quiere, pero que con el tiempo se
la fue personificando con la denominación concreta del dios «Ohr-
mazd», en griego «Oromazes», y en castellano «Ormuzd».
Por otra parte, aunque se haya identificado al mazdeísmo con el z o-
roastrismo, es de tener en cuenta que Zaratustra, conocido entre los
griegos por el nombre de Zoroastro, no es que sea propiamente el fun-
dador del mazdeísmo, sino un reformador de las tradiciones religiosas
iránicas. Nace probablemente en el siglo VI a.C., predicando la santi-
dad del dios Ahura Mazda, pero incidiendo, más que en los principios
teológicos, en las normas éticas y morales. Conocemos su doctrina por
medio de los Gathas (himnos, canciones), que integran el núcleo más
arcaico del «Avesta». Hoy este libro es una reducción de lo que supuso
una serie de colecciones de textos que se han perdido por causa de las
múltiples redacciones y el paso del tiempo. El primero que trajo a Eu-
ropa el manuscrito del Avesta fue el francés Anquetil Duperron en
1771, y que anteriormente se sabía de él por las referencias de escritos
griegos, latinos y orientales. Existe una tradición persa según la cual,
el rey Vishtaspa, protector de Zaratustra, le recomendó escribir el
Avesta, así como sus comentarios sobre 12.000 pieles de buey, si bien,
parece ser que se trata de composiciones pertenecientes a épocas dis-
tintas y sometidas a no pocas vicisitudes. La antigüedad de los Gathas
queda demostrada por la propia lengua, más primitiva y arcaica que
las del resto; aunque también cabe pensar que fuese posterior al mi s-
mo Zaratustra. Se cree que sus enseñanzas fueron transmitidas oral-
mente por sus seguidores durante largo período de tiempo, incluso
que pasaron varias generaciones hasta su redacción definitiva. El fo n-
do de los Gathas lo componen principalmente una serie de preguntas
de Zaratustra dirigidas a su dios y las respuestas de éste, en la creen-
cia de llevar a término una misión purficadora. Sin embargo, este ideal
se difumina en textos posteriores, tal y como puede apreciarse en el
Vendidad-Sade. Por eso, la creatividad expresiva y el alto concepto
sobre la fuerza de la palabra en ninguna otra parte se revelan mejor
como en los Gathas; sirvan de ejemplo las siguientes referencias:
6
El Avesta. Trad. de Juan B. Bergua. Imprenta Fareso. Madrid, 1974, pág. 83.
25
«Muéstrame, ¡Oh Mazda!, ese camino y su recompensa por seguir-
le... Revélame las palabras mejores y la oración de alabanza que debo dirigir-
te, todo por medio de tu Poderosa Inteligencia... hasta alcanzar la perfec-
ción»7.
7
Ibid. pág. 105.
26
sas las inscripciones grabadas en las tumbas y muros de los templos, esto
es sólo parte de su literatura, puesto que habitualmente se escribía sobre la
hoja del papiro, cuya consistencia, al ser más frágil al paso del tiempo que
los gráficos de las paredes, explicaría su fragmentariedad y esa falta de
ordenamiento sistemático.
En realidad, la documentación que poseemos hasta la dinastía VIII se
reduce a textos esencialmente religiosos. El más antiguo es una colección
de himnos esculpidos en los muros de las cámaras mortuorias de las
pirámides de Saqqara. Se los designa con el nombre de «Libro de las Pirá-
mides», aunque su contenido supone un tiempo mucho más antiguo, de-
duciéndose que fueron copiados en múltiples ocasiones. Más adelante, en
torno al 2.000, aparecen los «Textos de los Sarcófagos», y en el Imperio Nue-
vo, hacia el 1.500, la famosa colección de redacciones que los primeros
egiptólogos denominaron, no muy acertadamente, «Libro de los Muertos».
Propiamente se trata de una serie de capítulos inconexos, escritos sobre
papiros que se colocaban entre el vendaje de las momias, proporcionando
al difunto fórmulas y palabras adecuadas frente a los peligros que podían
presentarse en el camino hacia el más allá. No faltan tampoco las re-
flexiones morales con sus correspondientes preceptos y normas de vida
atribuidos a personajes ilustres, como el «Libro de la Sabiduría» de Ptah-
Hotep, o incluso aquéllos cuya principal intención era resaltar los prin-
cipios éticos y de trasfondo filosófico, como «El diálogo del desesperado».
27
flexiones que nos han dejado respecto a la mente y la palabra. Tomemos
como ejemplo las siguientes expresiones:
«Pero he aquí que el corazón y la lengua tienen poder sobre los de-
más miembros, por el hecho de que el uno está en el cuerpo, el otro en la
boca de todos los animales, de todos los reptiles, de todo lo que tiene vida,
el uno concibiendo, el otro decretando lo que quiere (el primero)... La En-
éada es, de hecho, los dientes y los labios de esta boca que pronunció el
nombre de toda cosa... Los ojos ven, los oídos oyen, la nariz respira. Ellos
informan al corazón. El es quien da todo conocimiento, y la lengua quien
repite lo que el corazón ha pensado... Así se crea todo trabajo y todo arte, la
actividad de las manos, el andar de las piernas, el funcionamiento de todos
los miembros, según el orden concebido por el corazón y expresado por la
lengua y que se ejecuta en todas las cosas».
«Yo soy tu hijo, ¡Oh Osiris!, que te ama... Heme aquí, vuelto
Espíritu puro y santificado. Estoy acorazado mediante Palabras de Po-
tencia... ¡Dioses del vasto Cielo! ¡Espíritus divinos! Vosotros todos,
¡Miradme! Pues en verdad, habiendo terminado mi viaje, aquí llego an-
te vosotros»9.
28
«Yo soy Horus que recorre los millones de años. La Palabra y el Silencio
equilibrados están en mi boca» 11.
29
sen en Europa. Fue el estudioso indianista Colebrooke el que, además de
dárnoslos a conocer, precisó que se trataba de unos textos conservados
oralmente hasta que un brahmán, además de ponerlos por escrito, los di-
vidió en cuatro libros con los nombres de «Rig-Veda», «Yajur-Veda», «Sa-
ma-Veda» y «AtharvaVeda».
Propiamente, la palabra «Veda», que en sánscrito significa «conoci-
miento divino», es, en la religión hindú, la tradición sagrada, es decir, el
compendio de los cuatro libros mencionados. Ahora bien, lingüística-
mente, lo que marca su carácter y peculiaridad es el uso de la metáfora;
una figura y estilo literario que nace y se inspira aquí en la mitología y en
la representación del mundo como fenómeno anímico y misterioso. Sig-
nificativo, a este respecto, es el himno de la creación en el Rig-Veda X,
129. Parte de la narración dice así:
«Entonces no había ni la nada ni la existencia.
No había aire entonces ni los cielos por encima.
¿Qué lo cubría? ¿Dónde estaba? ¿Quién lo guardaba?
¿Había acaso agua cósmica, informe en lo profundo?
Entonces no había ni muerte ni inmortalidad,
ni había entonces una antorcha ni de día ni de noche.
Alentaba el Uno sin aire, de sí mismo sustentado.
Este Uno existía entonces y ninguno otro.
Al principio sólo había tinieblas envueltas en tinieblas.
Todo era tan sólo agua no iluminada.
El uno que empezó a existir, envuelto en nada,
surgió al fin, nacido del poder del calor.
En el principio sobre él descendió el deseo,
semilla primordial, nacida de la mente.
Los sabios que han escrutado sus intimidades con
prudencia saben que lo que es, es afín a lo que no es»12.
12
MIRCEA ELIADE: Ob. cit. págs. 121-22.
30
De sus piernas salió el vaishya, de sus pies se produjo el shudra. De su
mente fue engendrada la luna, y de su ojo nació el sol.
Indra y Agni de su boca nacieron, y Vayu de su aliento.
De su ombligo surgió el aire intermedio;
el cielo fue formado de su cabeza.
La tierra de sus pies, y de su oreja las regiones. Así modelaron los
mundos»13.
13
Ibid. pág. 242.
31
se le rinde, pueda, sí, ser llamada a nuestras ceremonias por las ofrendas
que le son presentadas»14.
«Nosotros aplacamos tu espíritu, Varuna, por nuestras alabanzas,
lo mismo que el conductor de un carro alivia, dirigiéndole la palabra, al ca-
ballo fatigado»15.
Tras las fases últimas del neolítico chino, que dio lugar a la «cultura
de Lung-Shan», empezó, por los años 1700 a.C., la Edad del Bronce,
contemporánea al nacimiento de la historia escrita y la entronización de
la dinastía «Chang»; una aristocracia militar procedente de la provincia
de Chantung y que se extendió hasta el río Yang-Tse-Kiang.
Sin embargo, la importancia y realce de esta cultura se debe princi-
palmente a las excavaciones llevadas a cabo en la ciudad de Anyang,
donde los arqueólogos hallaron gran cantidad de restos óseos de anima-
les con evidentes signos de primitivas escrituras, una escritura oracular
empleada presuntamente para la adivinación. Pertenecen también a este
período las famosas vasijas de bronce llamadas «chia», «kuang» y «
chueh». La ornamentación es muy variada, sucediéndose, desde los mo-
tivos geométricos a los animalísticos, entre los que destacan las aves, los
gusanos de seda y los dragones. En realidad, una simbología cosmoló-
gica que, aun cuando no esté suficientemente clarificada, anticipa las
principales corrientes culturales de la China clásica.
En torno al 1027, acontece, según los analistas chinos, que el último
monarca Chang es vencido por el duque de Chou, dando origen a la más
larga dinastía de la historia de China, la llamada «dinastía Chou», que
había de durar hasta finales de la tercera centuria antes de nuestra era. En
líneas generales podría decirse que fue una larga etapa feudal cuya sobe-
ranía sólo nominalmente era reconocida por la capital Tchung Chou. No
procedería, por tanto, hacer un resumen de sus momentos de gloria, de
guerras o de crisis; baste recordar que durante los siglos VIII y III a.C., el
pensamiento moral y filosófico alcanza el período de su máximo es-
plendor.
No obstante, desde los tiempos más remotos, el espíritu chino parece
haber estado siempre influido por una íntima relación entre las mani-
festaciones humanas y el orden natural de las cosas; de tal modo que la
«naturaleza» y el «hombre», más que ser observados como fenómenos
individuales, se concebían formando parte de un conjunto orgánico y
14
Los Vedas. Trad. de Juan B. Bergua.
15
Ibid. pág. 76.
32
de acciones recíprocas; en realidad, una conjunción de intercambios que
conjugaban la armonía del universo. Para los ojos de los antiguos chi-
nos, en la naturaleza todo era significativo de algo; de tal modo que la
imagen, no sólo alcanzaba a la representación del dato objetivo, sino
que asumía toda la realidad y toda la fuerza de los objetos. «Diez mil
signos» es una expresión clásica china para indicar, tanto el mundo de
la naturaleza, como el conjunto de los fenómenos cósmicos con sus in-
herentes y recíprocas interrelaciones. Los «siang» son símbolos activos,
y al que lograba interpretarlos se le consideraba omnipotente en el pen-
sar y en el hacer; por lo tanto, el que debería guiar a los pueblos.
Se trataba, en el fondo, de una estructura simbólica cuyos significa-
dos debieron partir de ancestrales creencias. De ahí que el investigador
Marcel Granet, consciente de esa estrecha solidaridad entre el orden
humano y el orden natural, creyó ver la raíz de todo en la vida rural y
campesina, donde la sucesión y contrastes de las estaciones debieron
prefigurar los aconteceres múltiples en la vida del hombre. Un texto del
«Libro de los ritos» relaciona la emoción que se apodera de los seres
humanos, con los fenómenos que daban vida y crecimiento a las cose-
chas. En sí, una simbología que nos puede orientar en la interpretación
de los términos hechos ya clásicos como son, por ejemplo, el «yin» y el
«yang».
Así pues, atendiendo a la mencionada correlación, diríamos que se
trata de dos aspectos alternativos de todos los contrastes posibles del
universo, es decir, dos símbolos que apuntan al plural ordenamiento de
las cosas. Mediante el «yin» y el «yang» entran en juego, no sólo las es-
taciones y movimientos cósmicos, sino todo cuanto esté relacionado con
la vida sentimental y reflexiva del hombre.
En el habla coloquial, el «yin» (la vertiente sombreada de las monta-
ñas), es la humedad, la sombra, la ignorancia, la oscuridad, la pasividad
femenina. El «yang» (la vertiente soleada de las montañas) es la luz, la
ascendencia, el conocimiento, la actividad masculina. Sin embargo, el
«yin» no puede existir sin el «yang»; no hay sombra sin luz, actividad
sin pasividad, encuentro sin un previo perderse, o lo que es lo mismo,
una alternancia inexorable y obligada, aunque suficiente como para es-
tablecer el orden universal de las cosas. Como principio, la antítesis
conducía al ritmo y la armonía, un combinado que, según Carl Hentze,
lo atestiguaban ya los más antiguos objetos rituales; antes, evidente-
mente, de cualquier documento escrito.
También, y muy unido al binomio «yin-yang», la reflexión china ela-
bora otro concepto no menos interesante: es el «tao», cuyo alcance evo-
ca el ordenamiento ideal de cuanto existe, esto es, la eficacia suprema.
Correspondería a la totalidad de los dos aspectos anteriores: «una (vez)
"yin", una (vez) "yang", eso es "tao" ». Claro que, si nos atenemos al con-
33
texto o la disposición interna de la obra, su referencia puede ser muy
variada. Mientras, por ejemplo, en los escritos de mística se hace rela-
ción a la «puerta que da acceso a las sutiles esencias», en la tradición
confuciana el alcance es prioritariamente práctico y moral.
Por otro lado, ante la exigencia de tener que hacer mención de las
primeras formas literarias, diremos que éstas se debieron elaborar hacia
el final del reinado de los Chou occidentales; quedando prioritariamen-
te agrupadas en dos libros: el «Che-king» (libro de los versos), y el «Chu-
king» (libro de historia). De entre ellos, parece ser que el aporte más an-
tiguo son los himnos destinados a servir de canto en los ritos que se ce-
lebraban en memoria de los soberanos muertos y en fechas muy próxi-
mas al siglo IX a.C. Pero, tanto el «Che-king» como el «Chuking» forman
parte de un grupo de seis obras clásicas a las que la tradición china de-
nomina «king». Y junto a estas dos, están el «I king» (libro de los cam-
bios o mutaciones), el «Yi-king» (libro de los ritos), el «Yo-king» (libro de
la música) y el «Tch'e ts'ien» (Anales de primaveras y otoños).
En realidad, la formación que se daba en tiempos del feudalismo no
era otra que la que se contenía en estos «seis clásicos», particularmente
en el «I-kin» (libro de las mutaciones). De ahí que todas las tendencias
filosóficas de la antigua China tengan en común un cierto número de
ideas fundamentales como eran, por ejemplo, la noción de «tao» o las
alternancias rítmicas del «yin» y del «yang». Claro que, mientras algu-
nos, como los «taoístas», concebían la existencia en armonía con los rit-
mos cósmicos contemplados a la luz de los «primeros tiempos» o en
etapas anteriores a la organización social; otros, como Confucio, creían
en la posibilidad de que dichos ritmos se pudiesen llegar a conseguir en
una sociedad moralmente justa y civilizada. Intención ciertamente en-
comiable, y tanto más si se tiene en cuenta el período de crisis, injust i-
cias y luchas en que a Confucio le tocó vivir. Por eso, en consideración a
la incidencia que tuvo en la moral china, haremos sobre él y su pensa-
miento unas breves reflexiones.
Según la tradición, Confucio nace en el Estado de Lu, al sur de la ac-
tual provincia de Shantung, en el año 551, y muere en el 479 a.C.; aun-
que estas fechas tampoco es que sean totalmente fiables, y podrían osci-
lar hasta en un cuarto de siglo. Su biografía la recoge el historiador chi-
no Sse-ma Ts'ien en el «Che-ki» (Memorias históricas), hacia el 86 antes
de nuestra era.
Merece señalar también que, a pesar de la fama e influencia de Con-
fucio, propiamente no poseemos ninguna obra suya. Y aunque durante
largo tiempo se le atribuyeran los «seis clásicos», o al menos el «Tch'e -
ts'ien», parece ser que únicamente se limitó a comentarlos. Llegó a en-
tender que la reforma social sólo se podía llevar a cabo mediante la
vuelta al pasado modélico. Por lo tanto, más que acusar a las institucio-
34
nes feudales, su crítica se dirigía al olvido de las virtudes que mejor re-
presentaron el vigor de la antigua realeza. Confucio solía hacer men-
ción en sus enseñanzas a los gobernantes cuya benevolencia (jen) y de-
coro (li) habían llevado al pueblo a una vida armoniosa y feliz. Pero
ningún modelo de sabiduría para él como el duque de Chou, «Tan».
Prácticamente, Confucio, llevado por su gran amor a las tradiciones,
buscó e hizo de ellas el objeto único que podría poner a salvo los con-
flictos y rivalidades de su tiempo. Es claro que no lo consiguió, pero sus
enseñanzas debieron impactar profundamente en numerosos discípu-
los, ya que después de la muerte del Maestro, sus principios se empeza-
ron a difundir rápidamente; tanto es así que, después de unos doscien-
tos cincuenta años, los soberanos de la dinastía Han (206 a.C.-220 d.C.)
optaron por encargar a los confucianos la administración del Imperio.
Desde entonces, hasta la instalación de la República en que empezaron
a ser agriamente criticados dichos principios, bien puede decirse que
fueron ellos los que orientaron al pueblo durante más de dos mil años.
Y es que Confucio nunca pudo comprender el desarrollo de la civiliza-
ción desatendiendo los orígenes del pasado. Buscó, por ello, en dicha
tradición sus más profundas raíces, con el deseo de exponerlas de for-
ma clara y comprensible para cualquiera. De ahí que, si en algo incide
es en la precisión lingüística de sus máximas, evitando ambigüedades y
sofismas. He aquí algunas de las principales «Analecta» -fragmentos-:
35
«En segundo lugar, los cinco actos. El primero se refiere a
la actitud exterior. El segundo, a la palabra, el tercero a la mira-
da, el cuarto al oído, el quinto a la reflexión. La actitud exterior
debe ser reservada, la palabra conforme a la razón, la mirada
perspicaz, el oído muy atento, el espíritu meditativo y penetran-
te. Una actitud seria es respetuosa, una palabra conforme a la
razón es agradable; una mirada perspicaz conduce a la pruden-
cia: la aplicación a escuchar es madre de los buenos consejos, un
espíritu reflexivo y penetrante conduce a la más alta sabi-
duría»16.
16
CONFUNCIO Y MENCIO: Trad. de Juan B. Bergua. Madrid, 1969, pág. 121.
36
EL LENGUAJE EN OCCIDENTE
(Primeras reflexiones)
LOS PRESOCRÁTICOS
37
se por las palabras como realidades insinuadoras de las cosas mismas.
No creemos que sus «fragmentos» sean sólo «intuiciones parciales», co-
mo frecuentemente suelen ser considerados. Jenofonte refiere cómo en
un banquete en Atenas, los comensales se entretenían discutiendo sobre
los usos auténticos de las palabras 17. Por eso, en atención a aquellos pri-
meros pasos que iniciaban nuestra cultura, nos ha parecido justo entresa-
car algunos de los pensamientos relacionados con el lenguaje y la pala-
bra.
Cleóbulo, el líndico:
«Sé buen oidor y no gran hablador»18. «Hazte
con lengua bien hablada»19.
Solón, el ateniense:
«Pon a tus palabras el sello del silencio, y al silencio el de la
oportunidad»20.
«No hables de lo que veas con los ojos»21.
Quillón, el lacedemonio:
«No corra tu lengua más que tu entendimiento»22.
Tales, el milesio:
«No te traicionen tus propias palabras ante los que en ellas confían»23.
Pitaco, el lesbio:
«No hables mal del amigo ni bien del enemigo, que ambas
cosas van fuera de razón»24.
Bías, el prienio:
«Habla de los dioses como son»25.
Periandro, el corintio:
«No digas en público lo que se dijo en secreto»26.
17
JENOFONTE: M e m o r a b i l i a I I I , 1 4 , 2 .
18
I.4. Cito a estos filósofos griegos teniendo principalmente en cuenta la obra: « Fragmentos fi-
losóficos de los Presocráticos». Ediciones del Ministerio de Educación. Caracas, 1963, del profesor
Juan D. García Bacca, quien, sirviéndose principalmente de la clásica edición: «Fragmente der
Vorsokratiker» de Diels-Krantz. Edic. 1936, y la de Mullach (Didot), llegó a elaborar una síntesis
encomiable.
19
Ibid. I. 6.
20
Ibid.II.
21
Ibid.II.
22
Ibid III. 14.
23
Ibid. IV. 5.
24
Ibid. V. 8.
25
Ibid. VI. 8.
26
Ibid. VII. 14.
38
Heráclito:
«Educar en retórica: principio de carnicería»27.
Anaxágoras:
Demócrito:
«Cuantas cosas escriba el poeta con entusiasmo y con inspiración
son poderosamente bellas...» 33.
27
Ibid. Fragm. 81.
28
Ibid. Fragm. 112.
29
Ibid. 1.1. Fragm. 23-24.
30
Ibid. 1. 3. Fragm. 2,3,5,
31
Ibid. Fragm. 21.
32
Ibid. Fragm. 21.a.
33
Ibd. Fragm. 18.
39
DIALÉCTICA DE PLATÓN
40
mero que se dé cuenta de los puntos débiles que tiene su postura. A Crati-
lo le va a decir que los nombres, como la pintura, son sólo una imitación
del objeto; y del mismo modo que aquélla puede falsear la realidad, tam-
bién los nombres es posible que sean inexactos. Por consiguiente, nada
tiene de particular que las palabras, a la hora de ser referidas a las cosas,
hubieran sido ya deformadas por ideas preconcebidas y erróneas; ello ser-
ía posible aun cuando después se llegase a una comprensión adecuada y
legítima del mundo de la experiencia. Sería, en este caso, el uso quien sus-
tituyera a la semejanza.
A tenor de esa perspectiva, tampoco resultaría incoherente reconocer
en Sócrates una cierta parte de convencionalidad a la hora de imponer
los nombres. En su conversación con Cratilo, manifiesta: «¿Y qué diremos
respecto de aquél que se sirve de las sílabas y las letras para reproducir la esen-
cia de las cosas? ¿No será verdad, según el mismo principio, que si atribuye a
los objetos todo lo que les conviene y acomoda, la imagen será bella (es decir el
nombre), mientras que si olvida pequeños detalles o añade otros, habrá cierta-
mente una imagen, pero no será bella? Brevemente: ¿no resultarán unos nom-
bres bien hechos y otros mal hechos?» 35.
Una tercera parte del diálogo podría tener lugar cuando Sócrates
afirma que los nombres referidos al «movimiento» es fácil que nos lleven a
error. Cree que cualquiera que sea su alcance y significado, no puede éste
por menos de ser impreciso y confuso. Surge la vaguedad desde el mo-
mento en que se parte de una hipótesis dudosa, como es pensar que todos
los seres poseen movimiento. «Guardémonos aún de que todos esos nombres de
una misma tendencia no consigan inducirnos a error, si verdaderamente sus auto-
res los han establecido con la idea de que todo es presa del movimiento y de un flu-
jo perpetuo (pues según mi opinión, también ellos "161 " tenían esta idea), y si,
por casualidad, en lugar de que las cosas sean así, son ellos mismos quienes han
caído en una especie de torbellino, donde se enredan y se confunden, y adonde, en
consecuencia, nos precipitan a nosotros»36.
Apuesta Platón por la realidad de un Bien y una Belleza que no puede
cambiar. Nunca llegarán a alterarse porque, de lo contrario, sería imposi-
ble que los designásemos de forma adecuada y justa. De ahí que el pro-
blema, según él, debería ser nuevamente replanteado. Sócrates aconseja a
Cratilo -como joven que todavía es-, a un examen más ponderado y dete-
nido; Cratilo responde que no dejará de hacerlo, aunque, a su vez, insta a
Sócrates para que él haga lo mismo; circunstacia que le sirve a Platón para
poner fin al diálogo.
3535
PLATÓN: Ob. cit. 431 b.
36
Ibid. 439 a.
41
Puede que a la hora de hacer un análisis crítico nos sintamos un tanto
decepcionados al no hallar la claridad que nosotros quisiéramos; sin em-
bargo, esto no excluye la fecundidad de su obra. Platón expone dos opi-
niones contrapuestas: la de Hermógenes y la de Cratilo. Sócrates, por su
parte, al pedírsele que intervenga en la conversación, analiza los puntos de
uno y de otro para optar por una postura --diríamos- intermedia. Y es que,
en el fondo, el verdadero problema que subsiste es el alcance de nuestro
conocimiento, por lo que, el estudio de los nombres no es sino la cobertura
del auténtico problema del conocimiento en el hombre.
Al conceder cierto margen a la convencionalidad, y deducir que el
legislador podía equivocarse, Platón modifica la crítica que había hecho
a Hermógenes para instalarse en una especie de término medio donde,
a la vez que se admite que la palabra puede cambiar, se sostiene que lo
Bello y lo Bueno son algo estable y definido. Por lo tanto, pienso que es
justa para él la hipótesis que defiende ya en el «Cratilo», esto es, la pro-
yección de la teoría de las ideas; un mundo donde cada realidad tiene
su propia naturaleza, su esencia definitiva y permanente. Pero como
esbozo que es, habría que esperar a que se constituyera en tema decisi-
vo de su pensamiento. Marginando, en cierto modo, el estudio de los
nombres, Platón volverá la mirada a las auténticas realidades; esto es, a
las Ideas como eje central de su genuina orientación filosófica.
También en la carta VII leemos: «En todos los seres hay que distinguir tres
elementos, que son los que permiten adquirir la ciencia de estos mismos seres: ella
misma, la ciencia es un cuarto elemento; en quinto lugar hay que poner el objeto,
verdaderamente conocido y real. El primer elemento es el nombre; el segundo es la
definición; el tercero es la imagen; el cuarto la ciencia»38). Y más adelante: «El
nombre, decimos, no tiene en ninguna parte fijeza. ¿Quién nos impide llamar rec-
to a lo que llamamos circular o circular a lo que llamamos recto? El valor signifi-
37
PLATÓN: Fedro. 275a.
38
Ibid. Carta VII. 342d.
42
cativo no será menos fijo cuando se haya hecho esta transformación y se haya mo-
dificado el nombre»39.
Por estas referencias deducimos que Platón debió de tomar el (νόμω)
como elemento de una realidad más profunda: la (επιστημη). Es el «logos»
quien se presenta en función y dirigido hacia el (ειδος ), aunque sintiendo
la honda insatisfacción de no ver todavía claro el problema. Por eso, la
despedida de Sócrates es simplemtente un «hasta luego», hasta un «des-
pués» más esperanzado y positivo en espera de la solución que, por el
momento, nadie tenía.
39
Ibid.
40
ARIST6TELES: De la Interpretaci6n. I. 16a.
41
I bid.
43
Cabría decir que Aristóteles, como padre de la lógica, llegó a interpre-
tar el logos, no sólo como estructura, sino como función de un todo lógi-
co. El logos -dirá después-, es un sonido con significado propio, pero es-
tablecido de forma convencional y sin referencia al tiempo. Ninguna par-
te de él tiene significado si se le considera separado del todo42. En su
concepción, las nociones o palabras aisladas no expresan ni verdad ni
falsedad. Para que exista error o verdad es preciso que las nociones o
ideas se unan en proposiciones o juicios. La verdad está en el juicio. Por
lo tanto, la diferencia entre Platón y Aristóteles la podríamos encontrar
en la definición que ambos hacen del (ονoμα). Mientras el primero lo re-
fiere, o nos orienta al menos, hacia la substancia, en Aristóteles el
(ονoμα) es un sonido significativo merced a un acuerdo. La convenciona-
lidad es imprescindible para él.
Sin embargo, a pesar del predominio formal y lógico de su análisis
lingüístico, sería injusto eliminar en Aristóteles la orientación hacia el
«Sustrato» real. Existe un verdadero fundamento ontológico en el sentido
de que los elementos (στοχεια) son verdaderos momentos constitutivos
del ser. Por consiguiente, es la estructura ontológica de la realidad la
que repercute, de alguna forma, en la estructura lógica del lenguaje.
Cierto que las leyes silogísticas estudiadas y expuestas por Aristóteles
separaron el problema de la lógica de la matriz del logos. Pero, en cual-
quier caso, siempre a condición de quedar libre y purificado el concepto
de sus posibles contenidos. Era un ganar en lógica a costa de perder en
ontología. Por eso, llegar a conseguir ese sentido de totalidad que en un
principio se perdió, será siempre uno de los primeros propósitos, sino
el principal, de toda la filosofía del lenguaje.
PROYECCIÓN ESTOICA
42
I bid. II . 16a.
44
correctamente en oraciones gramaticales. Pero los estoicos se retrotraen a
puntos de vista «naturales» desde el momento en que suponen que las pa-
labras exigen una referencia al objeto. Así, lo que era imagen en Aristóte-
les, ellos ahora lo identifican con su más profundo contenido conceptual.
Con todo, su principal aportación se relaciona con el estudio y desa-
rrollo de la gramática; y se menciona a Antistio Labeo como gran conoce-
dor de la misma. «Latinarumque vocum origines rationesque percalluerat, eaque
praecipue scientia ad enodandos plerosque iuris laqueos utebatur» (y conocía a
fondo el origen y estructura del vocabulario latino, y utilizaba principal-
mente esa ciencia para desentrañar muchas cuestiones jurídicas comple-
jas)43.
Pero, acaso fuesen los estudios etimológicos los que más particularmen-
te influyeron para que se optara por el sentido natural y primitivo de las
palabras. Si damos crédito a la tradición ofrecida por Diógenes Laercio,
una de sus referencias es la siguiente: «Dicen los estoicos que la palabra o dic-
ción es la que subsiste según la fantasía o imaginación racional. Que de estas dic-
ciones o palabras, algunas son perfectas en sí mismas; otras, defectuosas. Son de-
fectuosas las que tienen enunciación imperfecta, verbigracia, "escribe"; pues pre-
guntamos quién escribe. Perfectas en sí mismas son las que tienen entera y cabal
enunciación. Verbigracia, "escribe Sócrates". Así en las locuciones defectuosas se
ponen los predicamentos; y en las perfectas en sí mismas, los axiomas, los silogis-
mos, las interrogaciones y las cuestiones»45
Con Epicuro la ciencia del lenguaje comienza una nueva etapa; hasta
tal punto que alguno de sus pensamientos podrían subscribirse en páginas
de reciente publicación. Es de lamentar, por ello, que todavía no se haya
elaborado sobre el tema un estudio completo del epicureísmo como tal.
Por la repetida impresión de un objeto -se afirma-, la sensación queda
grabada en la memoria. Después, y en virtud del signo que la representa,
hace que evoquemos su recuerdo. Así, la palabra árbol, nos recordará (si
anteriormente vimos otros árboles), la imagen a que dieron lugar las im-
presiones anteriores, es decir, que la palabra provoca la imagen sensible
sin necesidad alguna de volver a repetir la sensación. «La reminiscencia de
43
LETSCH: Die Sprachphilosophie der Alten. Vol. III, págs. 184-186.
44
BARTH, P.: Los estoicos. Ed. Rev. de Occidente. Madrid, 1930, págs. 133-142.
45
LAERCIO, D.: L. VII, 40-9.
45
lo que hemos visto muchas veces, verbigracia, "tal como es el hombre"; pues luego
que pronunciamos hombre, al punto por anticipación conocemos su forma, guián-
donos los sentidos. Así, que cualquier cosa, luego que se sabe su nombre, ya queda
manifiesta; y ciertamente no inquiriríamos lo que inquirimos si antes no lo cono-
ciésemos, verbigracia cuando decimos "lo que allá lejos se divisa, ¿es caballo o
buey?" Para esto es menester tener anticipadamente conocimiento de la forma del
caballo y del buey, pues no nombraríamos una cosa no habiendo aprendido con an-
ticipación su figura. Luego las anticipaciones son evidentes»46.
Podemos darnos cuenta cómo ya Epicuro intuye la influencia del
pasado en la formación del lenguaje. En virtud del pretérito, o a par-
tir de impresiones previas, es cómo debemos organizar el futuro.
«Primeramente pues, oh Herodoto, conviene entender el significado de las
voces, para que con relación a él podamos juzgar de las cosas, ya opinemos,
ya inquiramos, o ya dudemos, a fin de que no resulte un proceso en infinito
andando las cosas vagas e irresolutas, y no estemos sólo con lo vano de las
voces. Es, pues, necesario lo primero atender a la noción de cada palabra, y
ya nada necesita de demostración, pues tendremos lo inquirido, lo dudado y
lo opinado que nos servirá de provecho» 47.
Al referirse Epicuro al origen del lenguaje, comienza diciéndonos
que los hombres son los únicos favorecidos por la naturaleza para
emitir sonidos articulados. El sonido no se produce mediante la vibra-
ción del aire, sino por una emisión de partículas salidas del que emite
la voz. Para él, la causa del habla es doble:
46
comunidad hablante un valor distintivo y original. «Las mismas natura-
lezas de los hombres, teniendo en cada nación sus pasiones propias e imagin a-
ciones, despiden de su modo en cada una el aire según sus pasiones e imágenes
concebidas, y a tenor de la variedad de gentes y lugares. Después cada nación
fue poniendo nombres propios, para que los significados fuesen entre ellos me-
nos ambiguos y se explicasen con más brevedad. Luego añadiendo cosas antes
no advertidas, fueron introduciendo ciertas y determinadas voces, algunas de
las cuales las pronunciaron por necesidad, otras las admitieron con suficiente
causa, interpretándolas por medio del raciocinio» 49.
Para él, tan imprescindibles eran los elementos físicos como los
psíquicos, ambos se precisaban para la formación del lenguaje. Y esto,
no sólo con respecto a las lenguas que se hablaban entonces -ya de for-
ma estructurada-, sino cuando la emisión de sonidos eran puramente
espontáneos y naturales. Sin embargo, conviene tener en cuenta que en
Epicuro, hablar de lenguaje regulado y formalista es hacer referencia a
un común acuerdo, merced al cual, iría progresivamente formándose.
La lengua, tal y como se halla, es un hecho al que le dio vida la utilidad
común de los grupos sociales. En el supuesto de encontrarse un objeto
sin nombre, podía suceder: o bien el que se lo ponía era dictado por la
naturaleza misma de la cosa, o lo era por la convención general. Por
eso, tanto el acuerdo unánime como el valor referencial del objeto, es
algo que siempre se deberá tener en cuenta si de verdad queremos acer-
carnos a las direcciones del epicureísmo.
La teoría de Enesidemo tiene también su originalidad. Se trata de un
estudio donde los signos juegan un papel importante, hasta tal punto
que Ogden y Richards consideran a Enesidemo como el analista más
importante hasta el siglo XIX; aunque, como ya apuntan estos dos auto-
res, todo lo que ha llegado a nosotros de la doctrina de Enesidemo deriva
de parciales referencias encontradas en los escritos de Sexto Empírico,
médico griego que escribe entre los años 100 y 250 después de nuestra era.
La postura de Enesidemo se encuentra resumida en Sexto, en los
párrafos 97-134 de sus «Liniamientos»; siendo, por otra parte, difícil de des-
lindar lo original de Enesidemo de lo que pudieron ser añadidos del pro-
pio Sexto Empírico. Presentamos a continuación el pasaje donde queda
expuesta su doctrina.
"Si los fenómenos aparecen de la misma manera a todos los observadores que
estén constituidos en forma similar, y si, además, los signos son fenómenos, en-
tonces los signos deben aparecer de la misma manera a todos los observadores si-
milarmente constituidos. Esta proposición hipotética es evidente por sí misma, si
se da por sentado el antecedente, se sigue el consecuente». Ahora continúa Sexto
(1) «Los fenómenos aparecen de la misma manera a todos los observadores simi-
49
Ibid. L. X, 50.
47
larmente constituidos» Pero (2) «Los signos no aparecen de la misma manera a
todos los observadores similarmente constituidos. La verdad de la proposición (1)
reposa sobre la observación, porque aunque al ojo ictérico o inyectado de sangre los
objetos blancos no le parezcan blancos, sin embargo, al ojo normal, esto es, a todos
los observadores similarmente constituidos, los objetos blancos aparecen invaria-
blemente blancos. Para la verdad de la proposición (2) el arte de la medicina pro-
porciona ejemplos decisivos. Los síntomas de la fiebre, la afluencia de sangre, la
humedad de la piel, la alta temperatura, el pulso rápido, cuando los observan
médicos de la misma constitución mental, no los interpretan de la misma manera.
Aquí cita Sexto algunas de las teorías contrastantes sostenidas por las autoridades
de su época. En estos síntomas Herófilo ve la señal de la buena calidad de la san-
gre; para Erasístrato son un signo del paso de la sangre desde las venas a las arte-
rias; para Asclepiades prueban una tensión excesiva de los corpúsculos en los in-
terespacios, al ser infinitamente pequeños, no pueden ser percibidos por los senti-
dos sino sólo aprenhendidos por el intelecto. Sexto, que tomó este argumento de
Enesidemo, lo desarrolló a su manera, y quizá sea él mismo el que ha elegido los
ejemplos médicos»50.
La idea está suficientemente clara por lo que respecta a Enesidemo: los
signos carecen de valor cuando pretenden referirnos algo de lo que, en sí,
permanece velado a la experiencia. «Las cosas invisibles no pueden ser reve-
ladas por signos visibles, y que la creencia en tales signos es una ilusión» 51.
Ahora bien, que el decidido apoyo a lo real le condujese a estas con-
clusiones, nos parece normal en cierto modo; al fin y al cabo es la conse-
cuencia de toda subordinación del pensamiento a la praxis, de la filosofía a
la vida. Como objetivo, sólo se acepta aquí lo inmediato, la impresión,
lo que afecta directamente a la conciencia, aunque sea ello a costa de
descuidar todo ese mundo de valores creativos del sujeto que tan posi-
tivamente tuvieron a bien juzgar otros autores. Por eso, decir que En e-
sidemo fue el mayor analista del lenguaje hasta el siglo XIX es ir, a mi
modo de entender, demasiado lejos, y tanto más si lo comparamos con
las originales intuiciones que surgieron principalmente en el siglo
XVIII, como más adelante analizaremos.
50
La cita la tomo de la obra de OGDEN Y RICHARDS: «El significado del significado». Trad. de E.
Prieto. Paidós. Buenos Aires, 1949, págs. 277-78.
51
Ibid., pág. 277.
48
cuando estos Padres de la Iglesia ven en la filosofía el modelo que les
podía servir para exponer la fe que anunciaban. Pues bien, ninguno
como S. Agustín representa mejor ese esfuerzo por conciliar la filosofía
griega con la religión cristiana.
En virtud, precisamente, de esa doble conjunción: influencia bíblica
por una parte, y cultura griega por otra, es lógico que apareciesen
cuestiones nuevas que, como en el caso que nos ocupa, hicieron nece-
sarias otras tantas soluciones. Se comprueba esto de modo singular en
la obra de S. Agustín.
En principio, él ve dos realidades en el hecho de pronucniar una pala-
bra: el sonido por un lado, y la significación por otro. Pero eso sí, con la
particularidad de que, tanto el sonido como el significado no se perciben
por medio del signo. El sonido -dice- llega a nosotros a través del oído, en
tanto que la significación queda constituida después de darnos cuenta de
la realidad significada. Al menos éste parece ser el alcance de ciertas ex-
presiones en el «De Magistro». «Es por el conocimiento de las cosas por el que
se perfecciona el conocimiento de la palabra, y oyendo las palabras, ni palabras se
aprenden»52.
La prioridad y el énfasis está en el conocimiento, y sólo después
tendría su puesto la palabra. Ante el hecho concreto de que alguien
sepa mejor que nosotros la respuesta, sucede entonces, según S.
Agustín, que las supuestas palabras no poseen la fuerza suficiente pa-
ra manifestar la verdad. «Así pues, las palabras no tienen ya ni el valor de
manifestar el pensamiento del que habla, pues es incierto si él sabe lo que d i-
ce. Añade los que mienten y engañan, los cuales - es fácil que lo entiendas -
no sólo no abren su alma con palabras, sino que hasta la encubren. Pues de
ninguna manera dudo que los hombres veraces se esfuerzan cada día y de
algún modo hacen profesión de descubrir sus sentimientos por medio de la p a-
labra; lo que conseguirán con aplauso de todos si no fuera permitido a los
mentirosos el hablar» 53.
A partir de estas expresiones podríamos, si no definir correctamen-
te la idea agustiniana sobre la comunicación, sí, al menos, conocer sus
puntos de partida. Como podemos apreciar, partiendo él de la expe-
riencia concreta, donde la inexactitud, los errores y equívocos son a to-
das luces evidentes, cree conceder bastante a las palabras otorgándoles,
por lo que a la realidad sensible se refiere, la función de recordar su
verdad en el caso de que ya la conociésemos.
Respecto a las realidades misteriosas o del espíritu, el valor de la
palabra vendrá constituido por servir de estímulo para que el que
52
S. AGUSTÍN: De Magistro. 11.36.
53
Ibid. 13.42.
49
escucha, vuelva a su interior y consulte allí al Maestro único que ins-
truye.
«Lo enseñará aquél que por medio de los hombres y de sus
signos advierte exteriormente, a fin de que, vueltos a El inte-
riormente, seamos instruidos»54.
Consecuente con su teoría de la «iluminación», parece como si sin-
tiera repulsa por la dialéctica exagerada de los retóricos. Gilson piensa
que S. Agustín llegó a retractarse del concepto de «reminiscencia» para
pasar a la teoría del innatismo de las ideas. Tengamos presente la difi-
cultad que suponía para la Patrística el origen del lenguaje. Así, inter-
pretando algunos autores literalmente el pasaje del Génesis, donde
Adán puso nombre a todas las especies de animales, concluyen que el
lenguaje tiene un origen divino. Sin embargo, no es menos cierto que,
paralela a esta literal interpretación, se desarrolla otra más indepen-
diente y racional. Se exponía que esta procedencia divina del lenguaje le
venía al hombre en virtud de su propia naturaleza y desarrollo. En
razón de lo cual, argüían diciendo que la palabra era propia del espír i-
tu, o mejor, de un alma unida a su componente corporal. Por lo tanto, si
bien aquélla se constituía en principal agente, también los sentidos y
órganos externos participaban en la formación de la misma.
Pienso que en esta última dirección podría colocarse el pensamiento
agustiniano, al menos ésta es la idea que parece desprenderse de sus
«Confesiones» «Recuerdo esto; mas cómo aprendía hablar, advertílo después.
Ciertamente no me enseñaron esto los mayores, presentándome las palabras
con cierto orden de método, como luego después me enseñaron las letras; sino
yo mismo con el entendimiento que tú me diste, Dios mío, al querer manifestar
mis sentimientos con gemidos y voces varias y diversos movimientos de los
miembros, a fin de que satisfaciesen mis deseos, y ver que no podía todo lo que
yo quería ni a todos los que yo quería» 55.
Es la propia capacidad, limitada ciertamente, pero, en cualquier ca-
so, apta para decidirse en pro de una u otra expresión. Para él la fuente
de la certeza, como de la comunicación en palabras, más que a la expe-
riencia externa, corresponde a la interna: lo que creemos recibir de fuera
es concebido en la intimidad. De ahí que S. Agustín, aunque inmerso en
el platonismo, modifica en cierto modo a Platón para acercarse al
prólogo del evangelio de S. Juan: «Era la luz verdadera -el "Verbo"- que,
viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre» 56.
54
S. AGUSTÍN: De Magistro. 14.46.
55
Ibid. Confesiones. I. 8.13.
56
Jn. : 1,9
50
LO UNIVERSAL EN EL MEDIEVO
57
«Mox de generibus et speciebus, illud quidem sive subsistant, sive in nudis intellectibus posita sint,
sive, subsistentia, corporalia sint an incorporalia; et utrum separata sensibilibus an insensibilibus
posita, et circa haec consistentia; dicere recusabo». La traducción y comentario es de Boecio: «In
Porphyrium Comentaria» I. 1; PI. LXIV Col. 82.
51
Sin embargo, quizá sea Heirico de Auxerre el más preciso en resu-
mir esta postura inicial. Sólo existen las substancias individuales -llega
a decir-, la especie es una simple agrupación de los distintos sujetos que
elabora el espíritu; en sí, y como tal realidad, no existe. El género tam-
poco, ya que éste se constituye por la agrupación de varias especies bajo
una misma denominación.
Postura muy semejante fue la adoptada por Roscelino, aunque ya
Abelardo, por más que esté dentro del antirrealismo, apunta en otra di-
rección. Proyecta el nombre común con presupuestos más bien lógicos.
Parte de que el universal, aún no identificándose con lo realmente exis-
tente y concreto, tampoco es puro nombre (flatus vocis); le corresponder-
ía, de alguna forma, cierta realidad natural. De este modo, el universal
sería una «opinión» (nomina), es decir, predicaciones en sentido lógico,
algo como una difuminada representación, pero que, al referirla a los
seres, serviría para darles significado. Por decirlo de otra forma, se tra-
taría de un contenido subjetivo, pero con significación real. Así, pues,
oponiéndose al realismo exagerado, nos revela que los universales no
son cosas (res), pero tampoco nombres (nomina); dos términos que de-
ben ser mantenidos para no hacer de Aberlardo, ni realista contra Ros-
celino, ni nominalista contra Guillermo de Champeaux.
Con todo, acaso lo más característico y original de su pensamiento
esté en la forma de tratar el proceso de la abstracción. En resumen, dir-
íamos que distingue entre conocimiento sensitivo, imaginativo e inte-
lectivo. Por el primero llegamos a percibir los objetos materiales; des-
pués, la imaginación, en virtud de su misma capacidad inventiva, forma
la imagen de cada objeto para que, una vez así elaborada, pueda per-
manecer en cada uno, aún cuando el objeto particular del que se tomó
se halle lejos de nuestro alcance; sería ésta la forma mejor de poder
hablar, por ejemplo, del amigo que se halla ausente. Como consecuen-
cia, o mejor, a partir de aquí, es cuando el entendimiento realiza pro-
piamente la abstracción. ¿Cómo? Prescindiendo de la particularidad de
los objetos y quedándose con los rasgos comunes y colectivos. De este
modo, nuestras palabras no encubrirán para él la realidad, más bien lo
contrario: es el entendimiento el que percibe las cosas bajo un prisma
diferente de los sentidos y la imaginación.
Después de Abelardo, puede decirse que las personalidades que se
fueron sucediendo a lo largo de todo el Medievo adoptaron, con menor
o mayor matización, las posturas de sus mayores: claro que todo ello
conducirá en el siglo XIII a una más acorde y definida solución. El pun-
to de partida es el siguiente: se cree, en principio, en una doble poten-
cialidad intelectiva a la hora de proceder a la formación del universal.
Guillermo Fraile, en su «Historia de la filosofía», así nos lo resume: «Para
la abstracción se requieren dos condiciones: a) por parte del objeto es necesaria
52
la composición de partes, pues solamente son sujetos de abstracción las cosas
compuestas, no las simples. De la estructura del ser concreto depende su abs-
traibilidad, es decir, la posibilidad que ofrece el entendimiento para poder des-
pojarlo de todo cuanto le impide ser objeto de conocimiento intelectivo y de
ciencia, elevando su representación al orden del concepto universal. b) Por par-
te del sujeto es necesaria una potencia o capacidad abstractiva, la cual no es ex-
clusiva del entendimiento, sino que comienza ya en los sentidos, prosigue en la
imaginación y termina en la doble actividad de los dos entendimientos, agente
y posible»58.
La función del entendimiento agente es la de preparar el material al
entendimiento posible, aunque, no es que construya el contenido inte-
legible de la idea, sino que, a modo de luz intelectual siempre en acto,
ilumina la realidad del objeto para que, de este modo, sea capaz de fe-
cundar, de determinar al entendimiento pasivo. De ahí que se considere
a la verdad del entendimiento en perfecta adecuación con la realidad
objetiva; «adaequatio intellectus ad rem».
Según esta concepción tomista, el entendimiento pasivo es el que co-
noce, aunque, bien es cierto que él se halla en pura potencia en el orden in-
teligible hasta que no viene la información propia de la especie impresa
que le suministra el entendimiento agente. Pero, realizada tal información,
es entonces cuando se produce la propia actividad para conseguir la espe-
cie expresa o concepto generalizado y universal. Tras la fase pasiva de fe-
cundación, le sigue la vitalmente activa, es decir, una vez elaborado el
concepto, se le podrá usar en consecuencia, principalmente en vista a un
posterior desarrollo intelectual.
Claro que, si se llegó a estos sutiles análisis fue por algo más profundo
de lo que aparentemente uno hubiera podido imaginar; en la base estaba
el pensamiento griego. Propiamente la distinción de los dos entendimien-
tos no es idea que surja en el Medievo; el creador fue Aristóteles. Y si él los
deduce no es por otra cosa sino por fundados motivos metafísicos. En
efecto, pura potencia en el orden del conocer, nuestro entendimiento nun-
ca por sí mismo hubiera podido pasar a acto de no ser determnado por un
objeto inteligible que hiciese pasar dicha potencialidad a su actuación. Por
eso, dado que lo material (el mundo extra), no puede obrar directamente
sobre lo espiritual de nuestra intelección, nos hará falta una actividad inte-
lectiva capaz de hacer pasar lo inteligible material en potencia a acto, lo
que para Aristóteles constituyó la razón profunda para distinguir los dos
entendimientos en el hombre.
58
FRAILE, G.: Historia de la, filosofia. 2.1 ed. 2. Vol. Madrid, 1966, pág. 914.
53
EL TOMISMO Y EL LENGUAJE
59
SANTo TOMÁS: In I Sent., dist. 27, q. 2, a. 1 ad 1; De veritate, q, 4, a. 1. Obj. 8; Ibíd. ad 8; In It de
anima, lect. 8, n.°- 477.
60
Ibid. De varitate. q. 4, a. 1. Obj. 8; también ad 8.
61
Ibid. Summa theologiae. 1, 34, 1.
54
bra significa lo que previamente concibe el entendimiento. Se trata del
enlace exigitivo de lo fonético con la indicación referencial, que de no
ser así, nuestros sonidos serían vibraciones, pero en modo alguno pala-
bras. Existe un término interior, una idea, un verbo mental elaborado
por el entendimiento en su función de entender, un signo natural y
formal abstraído en nuestra mente donde, al exteriorizarse en palabras,
manifiesta el contenido inteligible. La palabra es, por tanto, un signo
convencional y sensible, apto, sobre todo, para representar la idea y,
con su contenido, el mundo de los objetos.
Este nexo referencial relacionando la actividad interna con la realidad
exterior es, sin lugar a duda, uno de los puntos claves en el pensamiento
de Santo Tomás. «A la acción que permanece en el mismo agente corresponde
alguna procesión interna, y esto, mejor que en parte alguna, se observa en el en-
tendimiento, cuya acción, el entender, permanece en el mismo que entiende. En
quienquiera que entiende, por el solo hecho de entender, procede dentro de él algo,
que es la concepción de la cosa entendida, que proviene del poder intelectual y pro-
cede del conocimiento o noticia de la cosa. Esta concepción es la que enuncia la pa-
labra y se llama verbo o palabra del corazón»62.
Distingue también entre voz y palabra. Los sonidos de los animales,
como los gritos o gemidos de los hombres, serian voces, al tiempo que las
palabras, a pesar de dárseles también este calificativo, sirven, ante todo,
para la mutua comunicación entre los humanos. Para el pensamiento to-
mista, la voz expresa únicamente sentimientos y afectos de orden sensiti-
vo, dirigiéndose específicamente a los datos singulares y concretos. Las
palabras, sin embargo, apuntan también al conocimiento intelectivo, es
decir, abstrayéndose de los datos particulares, se instalan en un plano dis-
tinto, en el plano de lo universal. Se diría que el sistema lingüístico aquí
tiene su origen en imperativos profundamente comunitarios y sociales: se
pronuncia la palabra para decir a otro lo que previamente uno ha sentido
y vivido. De ahí que la función principal del diálogo no pueda ser otra que
la comunicación misma.
Respecto a los caracteres escritos, Santo Tomás tiene de ellos un concep-
to elevado. Así, oponiéndose a la concepción platónica, llega a pensar que
el lenguaje hablado, aun gozando de universalidad significativa, carece,
no obstante, del valor temporal y espacial que sí posee la escritura. Me-
diante su uso, cualquiera que lo desee, no sólo puede comunicarse a dis-
tancia, sino que su estructura siempre representará una forma más exten-
siva y duradera.
Por otra parte, al pretender probar la convención o arbitrariedad de
las palabras, ya sean éstas orales o escritas, tiene como base las distintas
interpretaciones que el hombre siempre ha hecho de ellas. Si fuesen natu-
rales -llega a decir-, tendrían igual sentido para todos. «Ni las voces "artifi-
ciales", ni las voces significan naturalmente. Pues las cosas que significan algo
62
SANTo TOMÁS: Summa theologiae. 1, q. 27, a.I.
55
naturalmente son iguales entre todos, mientras que la significación de las letras y
de las voces, de que aquí tratamos, no son iguales para todos los hombres...»63.
La influencia aristotélica, como podemos apreciar, es evidente. An-
tepone la convencionalidad a cualquier otra consideración lingüística
que tuviera que ver con el desarrollo de la lengua; bien es cierto que
existen referencias que pueden también hacernos pensar en intuiciones
propias y originales. Al hablar, por ejemplo, del signo de la palabra co-
mo representación de una idea que nos traslada al mundo de los obje-
tos, no lo hace tan sólo pensando que tal contenido sea únicamente la
referida realidad abstracta, sino que a los nombres debe unírseles tam-
bién todo ese bagaje sentimental que la persona ha ido poniendo en su
específico modo de decir. «La palabra manifiesta, no solamente lo que está
en el entendimiento, mas también lo que está en la voluntad, porque la misma
voluntad es también entendida» 64.
63
Ibid. In 1 Pariherm. Lect. 2, n.°- 8.
64
Ibid. De Veritate, 4, 3 ad 4.
65
SANTO TOMÁS: De veritate. 9, 4 ad 10.
66
Ibid. Summa theologiae. In I Sent., q. 2, a.3.
67
Ibid. I Contra Gentiles. Cap. 30.
56
minarse la intención significativa, al lenguaje le faltaría el fundamento y,
consecuentemente, como tal forma de expresión, carecería de sentido. Por
lo tanto, nuestra voluntad es, en última instancia, el principio y el origen
de la pluralidad de las lenguas; y del mismo modo que usamos un doble
significado para determinadas palabras, de igual forma las distintas co-
munidades lingüísticas emplean sistemas diferentes según su cultura y
convenciones.
A partir de este examen sobre el significado, Santo Tomás pasa lógi-
camente a estudiar las consecuencias, es decir, se va a detener en el uso y
empleo de las palabras. En principio, llega a creer que la lengua que nos
transmitieron enriquece, por sí misma, todo nuestro conocer, indicando la
trascendencia que para nosotros tiene la enseñanza.
Al hablar acerca del maestro que instruye a los demás, nos dice que
éste, usando imágnes a su propia capacidad, lo que pretende transmitir es
lo que él previamente aprendió. «El enseñante propone signos de las cosas in-
teligibles, de las cuales el entendimiento agente toma las formas (intentiones) inte-
ligibles, y las graba en el entendimiento posible. Por lo cual las palabras oídas al
enseñante, o vistas en la escritura, sirven para causar la ciencia en el intelecto,
como las cosas que están fuera del alma, pues de ambas toma el intelecto las for-
mas (intentiones) inteligibles, e incluso se puede afirmar que las palabras del que
enseña causan más próximamente la ciencia que los objetos sensibles extra-
anímicos, en cuanto que aquéllas son signos de las formas (intentiones) inteligi-
bles». Y en otro lugar: «Dentro de las palabras existe la alegría, la tristeza o la in-
diferencia del que habla. La multiplicidad de los deseos es la razón del hablar»68.
Sin embargo, en base a poder ofrecer un verdadero fundamento a las
ideas, las palabras para él, con ser, en cualquier caso, imprescindibles, las
valora como medios limitados y pobres cuando tienen que expresar su
contenido; dice de ellas que son incapaces de mostrar la riqueza que in-
cluye y encierra nuestro mundo interior. La idea siempre es más perfecta
que su expresión por medio de vocablos. Y no solamente eso, sino que,
por más que lo intentásemos, nunca podríamos conseguir una perfecta y
adecuada representación de toda la realidad objetiva. Se topa aquí, no sólo
con la pobreza del lenguaje para representar la idea, sino también con el
mundo-exterior que la limita.
«La causa siempre excede a lo causado. En algunos "hombres" la locución cau-
sa la intelección. Tal sucede en los que aprenden mediante la enseñanza, los cua-
les a veces no penetran en el valor de las palabras. Estos pueden hablar de casos
que se saben por "invención" "o descubrimiento propio"; y en estos casos la in-
telección excede a la locución, de modo que se entiende muchas cosas que no
pueden expresarse externamente» 69.
Claramente distingue Santo Tomás entre la realidad exterior, el en-
tender y el hablar. Uno es el mundo de los objetos donde la mente abs-
68
SANTO TOMÁS: De veritate. 11, 1 ad 11.
69
Ibid. In I Sent., dist. 37, exposit. Textus, I parte.
57
trae, y otro el que forma la realidad lingüística. Es connatural al hombre
que hable y se comunique; pero mostrar su mundo interior se debe, en-
tre otras razones, a su capacidad de comunicación.
Una vez más la dirección, como podemos fácilmente apreciar, es direc-
ción aristotélica: las palabras son siempre instrumentos pobres para expre-
sar el contenido que pretenden. De ahí la exigencia por nuestra parte de
depurar, en lo posible, los términos empleados, particularmente si se trata
de vocablos específicamente originales. En ese sentido, Santo Tomás justi-
fica la clásica división de los términos según su definición nominal y real.
«De dos maneras podemos nombrar una cosa: o según el primer sentido del nom-
bre o según el uso corriente. Así el nombre de visión significa ante todo el acto del
sentido de la vista; pero, por la nobleza y certidumbre de este sentido, se extiende
en lenguaje corriente al conocimiento de todos los otros sentidos»70.
En realidad, lo que aquí se intenta es hacer del lenguaje el sistema or-
denado para definir, lo más adecuadamente posible, el significado de las
cosas, porque, aún siendo medios deficientes las palabras para referir los
contenidos, no obsta, sin embargo, para que ellas sean lo suficientemente
indicativas para expresar el ser y las propiedades de los objetos. De ahí
que nos diga: «Según la manera cómo alcanzamos a conocer la naturaleza de
algunas cosas por sus propiedades y efectos, así podemos darle nombre, y por
esto, debido a que podemos conocer la substancia de la piedra por medio de sus
propiedades, el término piedra significa su naturaleza, cuál es en sí misma, ya
que significa su definición, y por la definición sabemos qué cosa es, pues el
concepto significado por el nombre es la definición, como dice Aristóteles» 71.
Precisamente, siguiendo esa línea aristotélica, Santo Tomás llega a creer
que en nuestro proceso cognoscitivo, primero captamos lo genérico, des-
pués lo individual, lo que no impide tampoco que nombres referidos a
realidades concretas se apliquen posteriormente a objetos inteligibles y
abstractos. A este propósito, comenta S. Ramírez: «Siendo pues, el uso el
que da a los vocablos su sentido vulgar y actual, que ordinariamente es mucho
más rico y matizado que el puramente originario y etimológico, se comprende
que Santo Tomás lo prefiera no sólo porque es más cierto y seguro en la may or-
ía de los casos -cuando la verdadera etimología es desconocida o dudosa-, sino
también porque es más pleno, por ser fruto de un mayor concocimiento de la
realidad. A ser posible se deben conjugar los dos, comenzando por el sentido
etimológico e integrándolo en el usual... 72.
Ignoramos lo que el segundo Wittgenstein, el de las «Investigaciones fi-
losóficas», hubiese podido pensar de haber tenido delante estos comenta-
rios, pero lo que sí podríamos asegurar es que no le hubieran pasado des-
apercibidos, ya que, si es verdad que las referencias y contenidos apunta-
70
Ibid. I, 13, a. 8.
71
SANTO TOMÁS: Ob. cit. I, 13, a.8.
72
RAMÍREZ, S.: Filosofa y Filología. Arbor, 32. 1955, págs. 222-24.
58
ban a direcciones distintas, no es menos cierto el valor y la incidencia que
para ambos constituía el uso de la palabra.
73
LEÓN, FRAY LUIS DE: Los nombres de Cristo, en Obras completas. Bibli. Aut. Crist. Ed. del P.
Féliz García. Madrid, 1944, pág. 393.
59
Fray Luis es platónico. Piensa que la misión y el cometido del hombre
es parecerse al original. Lo importante es el sonido; por él se llega, como
en un espejo, a la realidad misma de las cosas. Será mediante lo fonético
por lo que el hombre capte la casi total relación entre el signo y lo signifi-
cado, entre la palabra y su contenido y, en consecuencia, que perciba y lle-
gue a dar con el nombre adecuado. De ahí que Alain Guy, al estudiar la
obra de Fray Luis, no tenga reparo en afirmar que la búsqueda etimológica
de la palabra, el cuidado de la forma vocal y gráfica, con la profundización
en el sentido literal, son las orientaciones más relevantes en su pensamien-
to.
Con todo, y a pesar de caracterizarse este período por una tendencia
fundamentalmente platónica, no quiere ello decir que todos fuesen parti-
darios de la misma. Sabemos de autores para quienes la convencionalidad
seguía teniendo la primacía; así, dentro del siglo XVI, podemos hablar de
Fernando de Herrera, cuya obra literaria, aún reflejando el mundo plato-
nizante del momento, en su valoración lingüística se siente muy en conso-
nancia con el pensamiento de Aristóteles. Estas son sus palabras: «Cada
una de las cosas casi tienen su nombre, porque, de otra suerte, no podrí amos
hablar propiamente, aunque son más las cosas que se han de significar que las
palabras y propios que las significan. Las palabras que, como dice Aristóteles,
son notas y señales de aquellas cosas que concebimos en el ánimo... las "pal a-
bras" propias se hallaron por necesidad i son las que sinifican aquello, en que
primero tuvieron nombre, las agenas por ornato, i son las que se mudan de
propia sinificación en otra» 74.
Pero a esta su primera actitud, le sigue otra de signo contrario; tor-
na a un poder inventivo del nombre respecto al desarrollo propiamente
del lenguaje: «I de todas las cosas que vienen al sentido, ninguna al meneste-
rosa i necessitada voz que la declare i señale. Porque luego se imprime i estam-
pa una señal manifiesta del nombre de aquella cosa entendida. I muchas veces
da i pone muchas vozes a una sola cosa, que cada una dellas proferida haze un
entendimiento casi tan cierto como el nombre verdadero. I assi tienen los om-
bres gran potestad i fuerza en las palabras, para demostrar las cosas qu e son,
sin que aya alguna que les dexe de reconocer esta sugeción» 75.
En realidad, y como ya apuntábamos, no era infrecuente que, en medio
de un clima platónico, existieran también autores que se sentían atraídos
por el pensamiento de Aristóteles. A ejemplo de Fernando de Herrera, o
más radical aún, citaríamos a Francisco Sánchez el Escéptico. Este nos dice:
«Cada cual fuerza las palabras a su antojo, las desencaja aquí y allí, las acomoda a
su placer».
De tal forma apoyó la convencionalidad de los términos que, a su jui-
cio, ni la etimología ni cualquier otra supuesta deducción, suponían in-
74
Tomo esta nota de FERNANDO LÁZARO CARRETER: «Las ideas lingüísticas en España du-
rante el siglo XVIII. Madrid, 1949, pág. 28.
75
LÁZARO CARRETER, F.: Ibid.
60
conveniente alguno que pudiera descalificarla. De ahí que, al referirse a
los sonidos que más semejanza guardan con los fenómenos reales, como
son las palabras onomatopéyicas, escriba: «Tampoco en esto hay alguna de-
mostración de la naturaleza de aquellas cosas que significan, sino semejanza de
sonido»76.
Hubo también quienes optaron por una vía alternativa. Llegaron éstos
a admitir la significación natural únicamente respecto al primer lenguaje,
considerando convencionales todos los demás. En cierto modo, era la reve-
lación misma de la dificultad que entrañaba el problema. Pero, mientras
en la Península Ibérica existía esa inquietud por revalorizar las tradiciones
medievales, Europa aspiraba a un cambio más radical. Cambio, por otra
parte, que no todos han interpretado de la misma manera. Hegel, por
ejemplo, presenta al Renacimiento como una vuelta al ideal pagano ante-
rior al cristianismo. La persona adquire conciencia de sí al margen de
cualquier metafísica o forma transcedente; mientras que J. Burckhardt, re-
firiéndose a Italia, lo juzga como un salto brusco, una ruptura con toda la
Edad Media. El naturalismo se renueva y triunfa sobre la mística o lo so-
brenatural de los medievales; y el mismo Lázaro Carreter, en su estudio
sobre «Las ideas lingüísticas en España durante el siglo XVIII», refleja, más o
menos, este mismo sentir, cuando escribe: «Nuevas y desconocidas tenden-
cias, acaloradas discusiones en torno a las verdades universales, censuras, sátiras,
burlas, radicales posiciones, obligan a cambiar el rumbo a Europa. El hombre trata
de liberarse de la disciplina que asegura la autoridad y los dogmas. Una intensa
revolución se produce en todos los órdenes de la vida»77.
Cabe pensar, no obstante, que estos cambios no son sino la normal y
hasta lógica culminación de un proceso iniciado ya en la Baja Edad Media.
De hecho, tanto el inicio como el final, son vagos e imprecisos, y aunque lo
cultural, lo económico y social modifiquen el rumbo de la historia, la raíz
es más profunda de lo que pudiera indicar una superficial consideración.
En ciertos casos es preciso retrotraerse, mirar al pretérito donde, sobre to-
do en las últimas etapas medievales, existía ya una verdadera inquietud
de reforma.
Respecto al problema lingüístico, cabría decir también que nos encon-
tramos ya en el umbral donde surgirían los pensamientos más originales
para el desarrollo de los problemas de la lengua. Con Locke, por ejemplo,
ya no se intenta justificar lo lingüístico desde la lógica u ontología, sino,
más bien, dentro del campo psicológico. Parte Locke de esta suposición: el
hombre permanece mudo durante un determinado período e inventa pos-
teriormente el lenguaje guiado por la necesidad que siente de comunicar y
compartir. Cree, sobre todo, en la conexión que existe entre pensamiento y
expresión: se dice lo que se piensa y nunca sería posible un lenguaje donde
falte una mente capaz de elaborar un sistema de signos. De ahí que, supues-
76
SÁNCHEZ, F.: Que nada sabe. Madrid, Renacimiento, s.a., págs. 77-78.
77
LÁZARO CARRETER, F.: Ob. cit.
61
to este vínculo entre lenguaje y pensamiento, se hace imprescindible un
análisis profundo de la palabra para llegar a la raíz del conocimiento78.
Locke nos señala cómo Dios ha puesto en el hombre las cualidades sufi-
cientes para formar la articulación de los sonidos, y cómo son éstos los sig-
nos de nuestro pensar; de ahí que insista tanto en ese lazo de unión; lo cual
no quiere decir tampoco que él propugne un platonismo a ultranza; no cree,
por ejemplo, que la unión sea de tipo natural entre los sonidos y las ideas,
puesto que, en ese caso, debería admitirse una única lengua. Es partidario
más bien de la convención. El signo, expresando la idea, corresponde a un
acto libre del hombre. Y en cuanto a su objetividad, cree que las palabras in-
tervienen de una forma decisiva en la orientación del pensamiento. Por la
experiencia externa -dice-, se graban en el alma las ideas de los objetos sen-
sibles, y por la experiencia interna se imprimen las ideas de las operaciones
del alma ejercidas sobre tales objetos. He aquí sus palabras: «El entendimien-
to no dispone de ninguna idea que venga de alguna de estas dos fuentes: los obje-
tos exteriores proporcionan al espíritu las ideas de las cualidades sensibles...; y el
espíritu, proporciona al entendimiento las ideas de sus propias operaciones»79.
Pero acaso lo más singular en Locke sea la forma cómo hace renacer
el problema medieval de los universales. Partiendo del supuesto de que
lo individual es lo verdaderamente existente, llega a decir de los nom-
bres comunes que son auténticos «artificior» que sustituyen a cada uno
de los objetos individuales. El nominalismo de los conceptos comunes
vuelve a hacerse patente en la filosofía de Locke. Por eso, la física aquí
se convierte en psicología: la naturaleza de la palabra es su capacidad
de estar en el entendimiento.
Sin embargo, casi paralelamente al empirismo inglés, se desarrolla el
racionalismo. Las directrices eran completamente distintas. Mientras el
empirismo pretendía, en cierta manera, ser psicológico, el racionalismo era
metafísico. Respecto al método, el modelo para el racionalismo lo constitu-
ían las matemáticas. De ahí que Descartes, teniendo presente la ilógica e
imprecisiones que existen en todo componente lingüístico, concluya por
tener un concepto pobre sobre la palabra. Con frecuencia nos confunden,
llega a decir. Por eso, si aboga en la carta a Mersenne por un lenguaje uni-
versal es en razón de que éste sea estructurado conforme a las leyes esen-
ciales de la razón y la lógica humana80.
Leibniz, por el contrario, en su afán de concebir un «Alphabetum cogi-
tationum humanarum», vuelve a ser partidario de la arbitrariedad en el
78
LOCKE, J.: And essay concerning Human Understanding. L. 111, cap. 9. Sec. 21.
79
LOCKS, J.: Ob. cit. O. II, cap. 1. Sec. 5.
80
DESCARTES: Oeuvres et lettres. Ed. André Bridoux. París, 1953. Págs. 911-15.
62
lenguaje. En sus «Nouveaux essais sur l'entendement humain», expone esta
idea, por más que no la haga extensible a todo concepto.
«Yo sé que se acostumbra a decir en las escuelas... que las signi-
ficaciones de las palabras son arbitrarias (ex instituto), y es verdad que
no están determinadas por una necesidad natural, pero no dejan de exis-
tir por razones, bien naturales, en las que toma parte la casualidad, bien
morales, en las que interviene la elección»81.
En medio de la convencionalidad, es evidente que se deja también
entrever un fondo platónico. Existen elementos naturales, pero, ¿hasta
qué punto intervienen? Leibniz creía en el origen común de las lenguas;
sin embargo, nada nos dice acerca de si fue en la primera o en las subsi-
guientes donde, en realidad, abundaron los elementos naturales. Supo-
nemos que en la primera, pero sólo como hipótesis, no tenemos pruebas
que lo acrediten.
Más importancia tuvieron las ideas de Condillac. En contra de Des-
cartes, su pensamiento viene supeditado, no sólo por su «Tratado de las
Sensaciones», sino fundamentalmente por la lógica; una lógica converti-
da en análisis del lenguaje. Así, más que el propio Locke, que parecía
mostrarse infiel al principio del empirismo: «nada existe en nuestro en-
tendimiento que primeramente no pase por el sentido»; Condillac lo lleva a
sus últimas consecuencias para negar a la facultad reflexiva el ser fuen-
te autónoma del saber. Cualquier operación del alma procede o tiene su
origen en la sensación. «Tanto como nuestras sensaciones se extiendan, otro
tanto puede extenderse la esfera de nuestros conocimientos: más allá nos es im-
posible todo descubrimiento. En el orden que nuestra naturaleza, o constitu-
ción, pone entre nuestras necesidades y las cosas, nos indica aquél en que de-
bemos estudiar las relaciones que nos es preciso conocer» 82.
81
LEIBNIZ: Oeuvres philosophiques. Ed. por P Janet. Paris, Alcan, 1900, pág. 14.
82
CONDILLAC: La lógica o los primeros elementos del arte de pensar. Trad. de Bernardo María de Cal-
zada. 2.á ed. Madrid, 1788, cap. I, pág. 91.
63
las palabras, y esto basta para hacer comprender que el arte de raciocinar ha
principiado con las lenguas» 83.
La visión que nos muestra Condillac trasciende, en gran medida,
todas las reflexiones precedentes. En efecto, no sólo se examina aquí la
palabra como signo de expresión -si es arbitraria o participa de exigen-
cias naturales-, sino que también se vislumbra ya un estudio propio y
peculiar de la misma por cuanto que es el primer elemento del que de-
bemos partir si queremos comprender otras posibles realidades; lo con-
firma, al menos, la expresión siguiente: «Hemos notado que el desenvolvi-
miento de nuestras ideas y facultades, no se hace sino por medio de los signos,
y que sin ellos no se haría: que por consiguiente nuestro modo de raciocinar no
puede corregirse sino corrigiendo el lenguaje, y que todo el arte se reduce a
formar bien la lengua de cada ciencia» 84.
Esta primacía que se da al lenguaje va a ser, precisamente, la ocasión
para que se impulse y profundicen los estudios relativos a la comunica-
ción. Por eso, antes de finalizar este apartado, expondremos el pensa-
miento de Rousseau, para iniciar después lo que personalmente consi-
dero má intuitivo respecto al origen y desarrollo de la actual investiga-
ción lingüística.
Al preguntarse Rousseau si es natural al hombre organizarse en so-
ciedad, la respuesta es negativa. En el estado de naturaleza, el hombre
no lucha consigo mismo ni con los demás, la vida no le plantea proble-
mas. Consecuentemente, el primitivo lenguaje serían los gritos provo-
cados por la misma naturaleza, y sólo después de unas relaciones cada
vez más frecuentes con sus semejantes, daría lugar a la invención de las
palabras, para pasar, más tarde, a las estructuras en la forma que pre-
sentan las distintas lenguas.
83
Ibid., págs.
84
Ibid., pág. 169.
85
ROUSSEAU, J.: Oeuvres Completes. De P. R. Auguis, T.1, Discous. París Dalibon, 1825, pág. 245.
64
VIDA Y PALABRA
65
no, tiene su propio desarrollo y evolución; de ahí que insista en los problemas
que, no tardando, darían no poco que hablar. ¿En qué medida -se pregunta-,
puede entenderse el influjo de la lengua en el propio pensamiento? ¿Es la
lengua materna la causa de una determinada forma de pensar? Cuestiones
comprometidas sin duda, pero que, por su transcendencia y compromiso, en
modo alguno se las podría marginar. Herder, en efecto, intuye el error lin-
güístico encubierto a lo largo de la historia. Cae, sobre todo, en la cuenta de la
importancia que pueden tener las palabras que nos enseñaron en la forma-
ción de las propias opiniones. Al lenguaje se le ha de estudiar por sí mismo,
por sus implicaciones, por tener una sintaxis, por la influencia, sobre todo, en
las propias direcciones y pensamientos. Esta fue la intuición más original de
Herder -admirable, sin duda-, aunque puede que, por la novedad en los
planteamientos, nunca gozó de la popularidad que tuviera más tarde Wil-
helm von Humboldt, a pesar de que su pensamiento depende, de hecho, de
las orientaciones previamente diseñadas por Herder.
En principio, lo que Humboldt va a hacer no es otra cosa sino acentuar el
papel del lenguaje en nuestros procesos intelectivos. La lengua es el resultado
de una necesidad interna del hombre; por lo tanto, no hay nada de casual ni
voluntarista. «Un pueblo habla como piensa -nos dice-, piensa así, porque así
habla y el hecho de que piense y hable así se fundamenta en su situación
corporal y espiritual y se ha identificado con éstas. Sin embargo, el concepto
general del espíritu humano y del pensamiento humano no es la base de las
lenguas, sino que éstas vienen dadas por toda la individualidad viva y co m-
pleta de los pueblos, que se pueden estudiar en sus manifestaciones re-
ales» 88.
88
WILHELM VON HUMBOLDT: Von dem gramatischen Baue der Sprachen, en Gesammelten
Schriften. Tomo 6. 2." parte, 1907, pág. 343.
89
WILHELM VON HuMBOLDT: Von dem gramatischen Baue der Sprachen, en Gesammelten
Schriften. Tomo 6. 2.á parte, 1907, pág. 296.
66
lo largo de la historia se han producido por ignorar precisamente el v a-
lor mediatriz de la palabra.
Pero si el lenguaje es medio, y todo lo que conocemos nos viene por
este concurso, es lógico insistir en el papel creador del propio sistema
lingüístico, máxime en nuestros pensamientos. «Puesto que toda percep-
ción objetiva está mezclada inevitablemente con cierto subjetivismo, se puede
considerar, independientemente del lenguaje, cada individualidad humana co-
mo un punto de vista particular de la visión del mundo. Sin embargo, viene
más condicionada por el lenguaje... puesto que también en el lenguaje de una
misma nación actúa el subjetivismo, en cada lengua existe una visión del
mundo que les es propia... El hombre también vive principalmente con los obje-
tos tal como se los presenta el lenguaje… Con el mismo acto por el cual el
hombre emite el lenguaje, se introduce en él mismo, y cada lenguaje lleva con-
sigo la noción a la que pertenece, un círculo del que sólo puede salir si se entra
al mismo tiempo en el círculo de otra lengua» 90.
Quizá en un primer momento pase desapercibido el alcance de es-
tas palabras; sin embargo, las exigencias incluídas en tales expresiones
muestran que los contenidos significativos en cualquiera de los sistemas
lingüísticos dependen de la idea del papel del lenguaje como factor
modificante del mundo. El hombre no puede servirse de otro medio si-
no del lenguaje, incluso para su propia manifestación y su popio estu-
dio. Representa la palabra un papel tan esencial que Humboldt la sim-
boliza, no como «ergon», sino como energía. Erich Heintel llegó a decir
que el lenguaje como «ergon» pertenece a la lingüística, como «dyna-
mis» a la psicología del lenguaje, y como «energía» a la filosofía.
Atendiendo a la problemática percibida por Herder respecto a la
gran influencia que ejerce el lenguaje en la conducta y forma de pensar
de una nación, Humboldt confirma que las actuaciones de cada pueblo,
junto con todas sus vicisitudes históricas, se deben, en gran medida, a
su sistema lingüístico. «El hombre no habla porque quiera hablar así, sino
porque tiene que hablar así; en efecto, es libre porque esta naturaleza es la suya
propia, originaria, pero, ningún puente la une a través de una conciencia unifi-
cadora del fenómeno en cada momento concreto a esta esencia desconocida. "La
convicción de que el patrimonio lingüístico... sólo es la fuerza misma que deter-
mina el carácter de la nación y que se manifiesta como lenguaje", constituye la
última y más poderosa diferencia entre la idea antes mencionada de las lenguas
que sólo considera su diversidad externa como diversidad de signos surgidos por
convenio»91.
Puede que el problema más agudo en Humboldt esté supeditado a
las relaciones objetivas y subjetivas del lenguaje. Se deja notar, sobre
90
Ibid.: Uber die Verschiedenbeit desmenschlichen Sprachbaues, en Wilhelm von Humboldt. Werke. 1907,
tomo 6.°-, págs. 179-80.
91
HUMBOLDT, W.: Uber die Verschiedenbeit desmenschlichen Sprachbaues, en Wilhelm von
Humboldt. Werke. 1907, tomo 6.°-, pág. 127.
67
todo, por la incidencia en remarcar la parte subjetiva como elemento in-
tegral de las palabras. Pero, ¿cuál es entonces la determinación exacta
de lo objetivo?
Queriendo unificar el análisis, Humboldt concibe al mundo, y de-
ntro de él a nuestro conocimiento, condicionado por la influencia y el
impacto que, tras de sí, vienen ejerciendo las distintas manifestaciones
lingüísticas. Más aún, cualquier realidad mundana es para Humboldt
patrimonio intelectual de cada persona; hecho, por otro lado, que le lle-
va ya a instalarse, como podemos apreciar, en un obligado idealismo
subjetivista. El mundo así es una parcela diseñada a la propia medida.
Por eso, la fuerza para crear la imagen del mundo a través del lenguaje
se debe, según su pensamiento, a la sociedad misma que hizo efectiva
tal concepción de la lengua. «El lenguaje debe su origen a esta fuerza, o lo
que sería más claro, la fuerza nacional determinada sólo puede corresponder a
una lengua nacional determinada... sólo puede desarrollarse íntimamente en ella,
y expresarse a través de ella».
Ahora bien, que el lenguaje participe en las distintas representacio-
nes e imágenes del mundo, no quiere decir que por sí mismo las cree.
En realidad, Humboldt va más lejos del componente lingüístico. La pa-
labra influye, es creativa, pero siempre dentro de la plural actuación de
cada persona, es decir, coexistiendo con los múltiples componentes de
que consta y nos ofrece la vida misma.
68
NUEVAS CORRIENTES SUBJETIVISTAS
69
"langage") y conocido del que habla y su auditor... La palabra sólo nos viene dada
en relación con este conjunto»92.
Cabría decir que la «teoría de los campos» se convierte así en teoría
neo-humboldtiana. De ahí que la crítica pronto llegara a convencerse
que Humboldt vacilaba en el intento de precisar lo subjetivo y objetivo
del lenguaje; por lo que se optó por unas soluciones más comprometi-
das y categóricas: la palabra, tomada individualmente, no poseía por sí
sola significación lingüística, únicamente cobraría acepción dentro del
grupo o el «bloque» del que formaba parte; por lo cual, a la hora de re-
ferir lo objetivo, hizo que la solución estuviese en consonancia con lo
arriesgado de los presupuestos. «El lenguaje -dice Trier- no refleja al ser re-
al, sino que crea símbolos intelectuales, y el ser mismo, es decir, el ser que nos vie-
ne dado no es independiente de la forma y articulación del sistema simbólico lin-
güístico»93.
«El lenguaje crea símbolos y el ser...; algo atrevido sin duda. Parece como
si la energía y fuerza individual se bastara por sí sola para hacer un
mundo de referencias donde el protagonista, además de representar al
personaje, lo creara al tiempo. La originalidad, por tanto, podríamos
concretarla en los puntos siguientes:
92
TRIER, J.: Der deutsche Wortschatz im Sinnbezirk des Verstandes. Heidelberg, 1931, tomo 1, pág.
3.
93
TRIER, J.: Ob. cit., pág. 2.
94
JERSPERSEN: Languaje. Pág. 157.
70
cipantes. Cabría tal posibilidad en sistemas claramente definidos. Por
ejemplo, la agrupación militar o jerárquica, de signos especializados,
etc. Pero si se tiene en cuenta la sinonimia, la metáfora, la vagüedad u
otros factores similares, se comprenderá la inconsistencia y debilidad
de tales afirmaciones. Y es que, aparte de los estudios realizados en
«campos» como en los procesos mentales, relaciones de familia, colores,
conceptos éticos y estéticos, graduaciones y experiencias religiosas y
místicas, cabría discutir si podrían clasificarse muchos más. De ahí que
la «teoría de los campos», aún incluyendo insoslayables puntos positi-
vos, nunca, sin embargo, podría tomarse como regla general de com-
prensión lingüística. Merece sí un respeto el haberse propuesto por vez
primera un método estructural cuya orientación, más que ir dirigido a
la individualidad de la palabra, se proyectase sobre ese halo misterioso
que rodea al signo.
Lo importante, en ese aspecto, fue mirar al conjunto, en contra o a
expensas de los componentes, lo que nos puede parecer atrevido, sin
duda, pero que de prescindir de esa mutua influencia entre las distintas
palabras, nunca hubieran tenido lugar los análisis que, merced a esta
teoría, pudieron llevarse a cabo.
En efecto, la «teoría de los campos» aporta resultados ciertamente
favorables para ver a la palabra influyendo en nuestros procesos inte-
lectivos. «Un campo semántico -dice Ullmann-, no refleja meramente las ide-
as, los valores y perspectivas de la sociedad contemporánea, sino que los crista-
liza y perpetúa: transmite a las generaciones venideras un análisis ya hecho de
la experiencia, a través del cual se verá el mundo hasta que el análisis resulte
tan palpablemente inadecuado y anticuado que el campo entero tenga que ser
refundido»95.
Con relación al segundo punto, esto es, el lenguaje crea símbolos y el
ser de las cosas, la «teoría de los campos» nos ofrece los presupuestos
más radicales y atrevidos. Con ellos, bien pudiera decirse que las vaci-
laciones de Humboldt quedaban eliminadas. Sabemos las dificultades
que para éste suponía optar por un juicio objtivo o subjetivo respecto a
los seres; sin embargo aquí todo parecía resultar evidente: el lenguaje
no reflejaba la objetividad sino que creaba símbolos y, con ellos, el ser de
las cosas.
Atribuida esta idea a Trier, progresivamente fue tomando forma hasta
convertirse en la solución más adecuada a la hora de resolver el problema
de nuestro conocimiento. Así, Weisgerber claramente afirmaba: «Ningún
medio lingüístico es simple imagen del ser, sino que en todos ellos vive un ser in-
95
ÜLLMANN, S.: Semántica. Trad. de Juan Martín Ruiz-Wemer. 2.1 ed. Aguilar. Madrid,
1967, pág. 283.
71
telectualmente creado. La precisión de los medios lingüísticos no debe buscarse
simplemente en las "cosas" y los "objetos", sino más bien en la elaboración de las
"cosas" por el hombre».
Lógicamente, con estos presupuestos nos encontramos bastante más
allá de la actitud kantiana. En medio de todo, aunque Kant declarase que
«la cosa en sí», el «noumeno», no era accesible por medio del conocimiento
porque no entraba en el campo de la «Razón Pura», sí se podía acceder a él
por la «Razón Práctica». Aquí, sin embargo, se suprime o, más exactamen-
te, se considera creación del propio entendimiento; en este sentido, se trata
de la línea más diametralmente opuesta a la teoría del reflejo. Mientras allí
la objetividad la daba el ser, independientemente del sujeto, aquí, lejos de
inquietar el problema de lo subjetivo u objetivo, más bien parece lo contra-
rio. El lenguaje representa o hace el papel de creador: el espíritu crea la
realidad, es decir, el mundo sobre el cual nosotros hablamos y hacemos re-
ferencias.
A cualquier nivel, el lenguaje -dicen-, es creativo, es el « demiurgo» que
hace posible el mundo que cada uno ha ido conformando. En cierto modo,
y con las salvedades que ya apuntábamos, se trata de una concepción kan-
tiana donde el marco de las categoías apriorísticas se traslada a las formas
propias del lenguaje. Por eso que, llevada esta teoría a sus últimas conse-
cuencias, nos conduce, no sólo a la imposibilidad de conocer el mundo de
nuestra experiencia, sino que el valor de lo externo no podrá tener sentido
al margen de las propias leyes y las propias formas del espíritu.
Lejos de negar lo real, el interés va dirigido principalmente a funda-
mentarlo mediante la sola actuación espiritual. Se instalan estos autores
dentro de un punto de vista cognoscitivo donde la propia actividad es au-
tosuficiente para ofrecer solución a nuestras representaciones. Si el objeto
tiene significado es precisamente por su relación al conocimiento; de ahí
que Weisgerber insista: «La suma de lo cognoscible como campo de elaboración
del espíritu humano se encuentra, entre todas las lenguas e independientemente
de ellas, en el centro. El hombre no puede aproximarse a este ámbito meramente
objetivo más que según su modo de conocimiento y de percepción»96.
El modo de acercarse a lo objetivo está en relación -nos dice-, con el
particular modo de conocer. Se trata, en realidad, de una actitud cla-
ramente idealista, porque, si es cierto que existen valores innegables
como sería la integración de elementos subjetivos en nuestro proceso
intelectual, no es menos cierto que, en sí misma, la «teoría de los ca m-
pos» raya con el misticismo, al supeditar cualquier objetivación de las
cosas a la propia energía del espíritu.
FORMAS SIMBÓLICAS
96
WEISGERBER, L.: Das Gesetz der Sprache. Heidelberg. 1951, pág. 171.
72
«formas simbólicas», va a dar un paso adelante en la reflexión lingüí s-
tica. Como estudioso que ha captado la influencia de lo verbal en
nuestro modo de conocer, su esfuerzo va ir dirigido en esa dirección.
Para él las palabras, lejos de reflejarnos un mundo de cosas indepe n-
diente de la propia percepción, contribuyen, más bien, a la creación de
su imagen.
Inicia ese proyecto asegurando que el lenguaje es antiguo como lo
puede ser el alma de las cosas, ya que, en la raíz del ser está la lengua,
o más exactamente, la palabra como anticipación de lo que se revela.
Suya es la expresión: «El problema filosófico planteado en torno al origen y
esencia del lenguaje es tan antiguo como el de la esencia y origen del ser» 97.
Influenciado Cassirer por el kantismo, reaccionará, en conseñcuen-
cia, contra todos aquellos que juzgan los objetos como si fuesen verda-
deros entes extramentales e independientes de nuestra valoración inte-
lectual. Piensa, sobre todo, que el contenido de nuestro conocimiento,
más que supeditarse a lo mundano, depende, en última instancia, del
individuo, del sujeto que aporta su modo de ser al objeto. Por eso, a la
hora de dar solución al acto de conocer, su postura es firme: «No se re-
produce un modelo que ya venga dado en el objeto, sino que éste está contenido
en el hecho originario que crea el modelo. Por tanto, nunca es mera copia. Es
una expresión de una fuerza creadora original» 98.
La postura de Cassirer es doblemente explícita: por una parte, el re-
chazo a cualquier intención donde se pretenda apoyar la tesis del refle-
jo; por otra, seguimiento incondicional en defensa de la creación de la
imagen del mundo por parte de la lengua; aunque propiamente su ori-
ginalidad viene constituida por la preferencia de lo que él considera
«formas simbólicas». Ahora bien, ¿cuál es el alcance que propone para
dicha «formas»? ¿Cuál es, sobre todo, su contenido y realidad?
El punto de partida, como ya dijimos, fue la reflexión kantiana, si
bien, con un radicalismo tal, que la crítica de la «Razón Pura» y la crít i-
ca de la «Razón Práctica» quedan minimizadas al lado de su verdadera
propuesta. El racionalismo de Kant -llega a expresar Cassirer-, radica
fundamentalmente en la distinción de la materia y la forma del conoci-
miento; tanto un elemento como otro son imprescindibles para formar
cualquier elaboración mental, es decir, que mientras la forma se consti-
tuye por un número determinado de leyes, dependiendo de la naturale-
za del sujeto, la materia nos es dada por la experiencia sensible; de tal
modo que sin ésta el pensamiento sería vacío y nada podría representar.
97
CASSIRER, E.: Philosophie der simbolischen Formen. 1, Darmstadt. 1956, pág. 55.
98
CASSIRER, E.: Le lengage et la construction du monde des objets, en Psychologie du lengage. Paris,
1933, pág. 19.
73
Pues bien, frente a este dualismo, Cassirer aboga por una eliminación
radical de todo aquello que pudiera constituirse fuera del propio conoci-
miento. Su dirección, por tanto, va dirigida contra la cosa en sí o cualquier
otra supuesta realidad con existencia objetiva independiente de la propia
elaboración. Para él, toda objetividad forzosamente tendrá que venir re-
presentada por determinadas formas. Inventa las «formas sibólicas» como
condicionantes imprescindibles para que el espíritu pueda crear el mundo
de las realidades.
Únicamente en las formas se puede contemplar e imaginar el objeto:
sólo a través de ellas, y como al trasluz, es posible hablar de las cosas.
Cualquier intento que se hiciera de mantenerlas al margen, frustraría toda
posible aspiración de alcanzar el mundo de nuestro entorno. Por consi-
guiente, estamos atados a esa dinámica de las «formas simbólicas» como
lo estamos a la tierra o a la atmósfera que respiramos, y donde el mundo
de las realidades nada significaría sin aquéllas. Las formas crean y limitan
nuestro ámbito existencial. «Sólo podemos considerar, experimentar, imaginar,
pensar en estas formas; estamos atados a su significado y rendimiento inmanen-
te»99.
La supuesta influencia de Kant, donde el sujeto toma parte activa en el
propio conocer, le va a permitir a Cassirer ir bastante más lejos a la hora
de interpretar los datos de la experiencia. En efecto, Kant aplica los con-
ceptos puros o categorías a los fenómenos provenientes de la sensibilidad,
en último término, del mundo exterior. Sin embargo, Cassirer llega a decir
que sin esa fuerza de nuestro espíritu que se da en las formas, el mundo de
las realidades carecería de significado y de valor. Serían formas, por ejem-
plo, el arte o el mito. Pero, como todas se sirven de la palabra para expresar
lo que a cada una compete, el lenguaje queda convertido en la «forma
simbólica» prioritaria en donde se crea la imagen de toda posible realidad;
bien es cierto que esta peculiar creación la considera Cassirer en progresivo
desarrollo y evolución. Jamás es algo acabado. En palabras de Cassirer, es
un hacerse, algo así como si se tratara de un factor en la estructura misma
de la conciencia donde, meced a su misma dinámica, el mundo de las sen-
saciones se convitiesen en el mundo de las representaciones, y el lenguaje,
en una «determianción» de la energía del espíritu100.
Tomado el lenguaje en esa progresiva evolución, quiere decirse también
que la lengua materna posee una semejanza y una diferencia respecto a un
sistema concreto de signos: semejanza, desde el momento que fueron otros
los que nos legaron un determinado número de reglas y de conceptos; dife-
rencia, por cuanto hizo posible la evolución de los mismos. Y de preguntar
el porqué de tal evolución, la respuesta en Cas§irer siempre será la misma:
por las «formas simbólicas». El cometido, por tanto, consistirá en exponer lo
más adecuadamente posible el alcance y sentido de tales formas.
99
CASSIRER, E.: Zur Logik des symbolbegriffs. Pág. 209.
100
Ibid.: Philosophie der symbolischen Formen. I, Darmstadt. 1956, p6g. 97.
74
En realidad, las definiciones son abundantes a lo largo de su obra. Entre
ellas, podría ser representativa la siguiente: «Bajo "forma simbólica" debe
entenderse toda energía del espíritu a través de la cual se una un conte-
nido significativo intelectual a un signo significativo concreto y se rela-
ciona íntimamente con este signo. En este aspecto, el lenguaje, el mundo
místico-religioso y el arte aparecen provistos de una forma simbólica
determinada. En todos ellos destaca el fenómeno fundamental de que
nuestra conciencia no se ocupa de percibir la impresión de lo externo,
sino que relaciona cada impresión con la actividad libre de la expre-
sión»101.
Es sintomática la incidencia que se da a la parte creativa de nuestro espí-
ritu. Se trata de un mundo de signos e imágenes propias y autocreadas; tan
personales, que la intención principal es la de eliminar, de una vez por
todas, la concepción de que nuestras ideas fuesen un reflejo de la reali-
dad exterior; propósito que se consigue merced a las «formas simbólicas»
como autosuficientes para crear la imagen de nuestro mundo. Por lo tan-
to, una vez más se comprueba la radicalización de las ideas de Kant; éste,
a pesar de la primacía que daba a la razón, reacciona contra el puro idea-
lismo. Cassirer no, más lógico si cabe que aquél, rechaza el mundo de la
realidad foránea y exterior para instalarse en el más radical de los idealis-
mos: un mundo de imágenes autocreadas.
101
Ibid.: Der Begriff der symbolischen Formen. Págs. 175-76.
75
interés principalmente se dirige a dar prueba de que el conocimiento sen-
sible en modo alguno puede ser intuición de lo real».
Pero, como para cualquier idealista, es absurdo pretender que lo sen-
sible preexista a la sensación; en tal caso sería necesaria una intuición ab-
soluta, una presentación sin conciencia referencial. De ahí que el objeto de
la filosofía venga a ser lo inmediatamente dado; y lo dado aquí es eso: las
ideas, el propio pensamiento, la elaboración individual y subjetiva. No
existe, a mi modo de entender, otra alternativa u opción posible.
CONVENCIONALISMO
76
datos de la experiencia. Lo exterior es imprescindible desde el momento
que es el inicio de cualquier toma de conciencia. Y si es verdad que nun-
ca podremos consguir la certeza absoluta porque lo empírico es siempre
objeto de revisión, nada impide que, en determinados casos, y realizadas
las comprobaciones, se alcance un alto grado de probabilidad.
En atención a los hechos, Poincaré cree que la ciencia tiene como co-
metido llegar a la verdad de todo cuando nos rodea. Presupone para ello
que, tras las fuerzas y leyes que rigen el mundo, hay una coordinación
muy similar a las que existen en el organismo viviente. Pero, ¿qué posibi-
lidad nos da la ciencia? ¿Cuál es el alcance u horizonte de nuestro cono-
cer? Y una vez más, Poincaré, fiel y consecuente con sus principios, res-
ponde con un alcance y conocimiento, no de las esencias o de realidades
últimas, sino de aquello que se percibe. De las relaciones (a su entender)
entre los fenómenos. La ciencia únicamente alcanza la relación que existe
entre las cosas, es decir, entre lo palpable y medible; todo lo demás que-
daría al margen de la misma. «La única realidad objetiva son las relaciones
entre las cosas, de las que se deriva la armonía universal. Es indudable que estas
relaciones, esta armonía, no podrían ser concebidas si no hubiese ninguna mente
que las concibiera o percibiera. Pero no por eso son menos objetivas, en cuanto
que son, serán y seguirán siendo comunes a todos los seres pensantes»103.
Una postura muy similar fue la adoptada por Duhem, historiador
y crítico de la ciencia como lo hayan sido pocos. Llega a decir, por
ejemplo, que sería imposible entender bien una teoría científica sin el
previo examen de su origen y de sus fundamentos.
En principio, separaba, como ya lo había hecho Poincaré, la física
de la metafísica. Si el metafísico -dice-, explica el ser de las cosas, a la
física le concierne el estudio de los fenómenos; aquello que aparece, lo
sensible. Por lo tanto, más que definir o explicar lo que son las leyes, a
la ciencia le corresponde estructurarlas y exponerlas sistemáticamente.
Por eso que la comprobación y el análisis será siempre lo decisivo en
la investigación científica. «El acuerdo con el experimento es el único crite-
rio de la verdad de una teoría física»104. Pero si el inicio es el examen del
fenómeno, la ley deberá tender a estructurarlo y clasificarlo. Tanto pa-
ra Poincaré como para Duhem, lo fundamental y lo que constituye
propiamente la ciencia no es sino el conociemiento de las relaciones de
los fenómenos sensibles. Por consiguiente, una hipótesis sería falsa si
las consecuencias que se derivaran de la misma no se dieran de hecho.
En este sentido, Duhem, más firme aquí que Poincaré, se resiste a a d-
mitir supuesto alguno que pudiera estar fuera del alcance de la refuta-
ción experimental. «La verdad de una teoría física no se decide echando a
cara o cruz».
103
Ibid.:
La valeur de la science, pág. 271.
104
DUHEM, P. M. M.: La théorie physique, son objet et sa structure, pág. 60.
77
En realidad, Poincaré como Duhem pertenecen a la línea moderada
del «convencionalismo»; tanto uno como otro toman el dato experi-
mental como fundamento y guía de toda posible «convención». Radi-
calizan, sin embargo, esta postura los presupuestos que adopta Le
Roy. En efecto, para él la ciencia es una «regla de acción», y el examen,
incluso la observación más simple, debe estar condicionado por la
existencia de leyes ya reconocidas. Por lo tanto, y como fácilmente po-
demos apreciar, la postura defendida por Poincaré se radicaliza aquí
al condicionar cualquiera de los hechos a la propia carga espiritual, o
lo que es lo mismo: que nuestro mundo de imágenes será siempre rel a-
tivo a las directrices impuestas por la decisión personal.
La relación con los problemas lingüísticos era evidente. Para Poincaré,
por ejemplo, el científico creaba unos términos, pero nunca el hecho que se
describía por el lenguaje; por eso que en «La valeur de la science» llegue a
expresar: «El hecho científico es sólo el hecho bruto traducido a un lenguaje
cómodo»105.
Sin embargo, para Le Roy, la persona es capaz de elegir las propias le-
yes según la utilidad a conseguir. En cualquier caso, el significado de los
hechos sigue a la elección lingüística; y las convenciones adoptadas son las
que, en definitiva, justifican nuestra postura frente a lo real. Por eso, no es
extraño que haya sido considerada esta tendencia de Le Roy dentro ya del
marco del neopositivismo. Acaso sea el primero en proponer la depen-
dencia de la teoría respecto a la elección del lenguaje. Y es que, de un con-
vencionalismo, limitado a desmentir la universalidad de las leyes cientí-
ficas, se pasó a las formas extremas del relativismo. La norma de la verdad
no es, según su referencia, el objeto acerca del cual se emite el juicio, sino
la estructura personal y la condición comprensiva de cada individuo. La
experiencia nunca puede ofrecernos lo que es el objeto. Para él, nuestro
particular mundo de imágenes siempre será relativo a las directrices im-
puestas por cada uno.
En opinión de Ajdukiewicz -quizá el más convencionalista de todos-,
cualquier representación que se haga de los fenómenos, ha de estar nece-
sariamente condicionada por las leyes que rigen la utilidad, y nunca me-
diatizada de forma directa por los datos externos. Llega a decir: «Quere-
mos establecer y justificar la afirmación de que no sólo algunos, sino todos los
resultados que obtenemos y que constituyen toda nuestra imagen del mundo,
no están directamente determinados por los datos de la experiencia, sino que
dependen de la elección del aparato conceptual a través del cual representamos
los datos de la experiencia. Pero este aparato conceptual podemos escogerlo de
uno u otro modo, con lo cual varía toda nuestra imagen del mundo. Es decir,
105
POINCARE, J. H.: La valeur de la science. Parte 111, cap. 10, 3.
78
que mientras que alguien emplea un aparato conceptual determinado, se le im-
pone el reconocimiento de determinados resultados de los datos de la experien-
cia. Pero los mismos datos de la experiencia no le obligan en absoluto al rec o-
nocimiento de estos resultados, pues puede valerse de otro aparato conceptual
de acuerdo con el cual los mismos datos de la experiencia ya no le obligan al re-
conocimiento de aquellos resultados, pues éstos ya no aparecen en el nuevo
aparato conceptual»106.
Podemos apreciar cómo, de un primer convencionalismo donde se re-
ducía a desmentir la generalidad de las leyes científicas, se pasa aquí a
una postura extrema de relativismo. Sin embargo, reconoceremos tam-
bién que no todo es negativo en este último planteamiento. Pensamos
que existe una parte positiva cuyo olvido limitaría el análisis lingüístico;
nos referimos a esa influencia efectiva y real de la lengua respecto a
nuestro proceso cognoscitivo. El haberlo radicalizado fue, a nuestro jui-
cio, su mayor defecto.
En realidad, presuponer que en toda ley debe admitirse la dependencia
de la teoría respecto a la elección lingüística, es caer ya en un dogmatismo
no menos radical que aquel donde se juzga al mundo sin el previo examen
o análisis del mismo; porque, si tomáramos esta especulación filosófica al
pie de la letra, aproximadamente podríamos llegar a la siguiente conclu-
sión: que los resultados de una prueba científica y los de un error estarían
a un mismo nivel, lo que es incoherente a todas luces, y nunca podrían ex-
plicarse, sobre todo, ni la evolución ni el progreso de la ciencia misma. Por
lo tanto, concluimos diciendo que el convencionalismo, aún sin formular
una teoría del lenguaje, sí contribuyó para que surgiera el neopositivismo.
Obviamente, y con el empeño de llegar a un adecuado análisis de las dis-
tintas direcciones del «movimiento analítico», iniciamos una reflexión y un
examen en el apartado siguiente.
106
AJDUKIEWICZ, K.: Das Weltbild and Begriffsapparatur. Leipzig, 1934, en Erkennmis, tomo IV.
Págs. 259-260.
79
80
MOVIMIENTO ANALÍTICO
ATOMISMO LÓGICO
81
nuestro mundo de percepciones viene enmarcado por una forma con-
creta de expresión, esto hizo que elaborara sus originales teorías sobre
el lenguaje y la realidad.
Llega a creer Russell que toda la metafísica precedente está llena de
errores porque se hizo uso de una vulgar e incorrecta gramática. Se pre-
cisa, por tanto, depurar los términos porque la incidencia del lenguaje
en el desarrollo de la filosofía ha sido considerable y profunda. Se nece-
sitará, sobre todo, estar en guardia respecto al vocabulario y la sintaxis.
Consecuentemente, esta imperfección la quiere contrarrestar con un
lenguaje lógicamente perfecto donde no puedan ya existir los equívo-
cos. Por ello, se hace indispensable que cada palabra tenga su propio
componente, desechando todos aquellos términos que no conecten con
los aconteceres reales, y de ahí que el lenguaje lógicamente perfecto
comportará, como condición indispensable, que cada palabra se adapte
a su objeto, al dato mínimo, al hecho «simple» pero real. Y como ésta es
la estructura de las matemáticas -tan sólo le faltaría el vocabulario-,
Russell las toma como modelo para poder presentar lo que sería un len-
guaje lógicamente perfecto.
La intención modélica quedaba, por tanto, suficientemente clara: lo-
grar, como se hace con los signos lógicos en las matemáticas, un núme-
ro de palabras del lenguaje natural cuyas reglas de estructuración fue-
sen similares al cálculo matemático. Cierto que esto choca con el len-
guaje natural de cada uno; ese lenguaje que se ha ido asumiendo, y
donde los intereses personales, los propios puntos de vista, las incon-
gruencias y demás irregularidades han contribuido a que las palabras o
los términos que ordinariamente usamos, sean equívocos y ambiguos.
En consecuencia, tampoco el significado podrá ser algo concreto y defi-
nido, no lo será desde el momento que nuestras percepciones cambian y
se modifican según la situación y circunstancias del sujeto, y más aún si
esto lo referimos a la comunicación entre el hablante y el oyente; la per-
cepción aquí, por tratarse de sujetos diferentes, jamás podrá ser correla-
tiva o idéntica. Russell, por ello, llega a la conclusión de que la única
realidad que se conoce directamente son los datos sensibles que ellos
producen y, por lo tanto, los objetos son construcciones lógicas que no-
sotros hacemos sobre la base de nuestros datos sensibles; él lo llama co-
nocimiento por familiaridad.
Respecto a los conceptos universales, nos llega a decir que, al modo
de los fenómenos sensibles, también a éstos se les conoce por familiar i-
dad. Y es que para Russell, la base de todo conocimiento reside preci-
samente en este modo de conocer. Cualquier otra forma, como podía ser
el conocimiento por descripción, excede, va más allá de los límites de la
propia experiencia; pero quedándonos claro lo siguiente: que un len-
guaje perfecto deberá excluir, en principio, cualquier ambigüedad en
los términos. Serán proposiciones indicativas, esto es, que sean vehícu-
los de verdad o falsedad, y no que expresen, por ejemplo, admiración,
deseos, que interrogen u obliguen. Al mismo tiempo, las oraciones com-
82
plejas se compondrán de oraciones simples, conectadas, de tal modo
que formen la unidad que requiere una expresión correcta.
A las oraciones simples, Russell las llama «proposiciones atómicas»,
porque denotan el hecho mínimo, simple, atómico que se infiere del
mundo exterior y que le servirá para construir desde ahí su concepción
filosófica que denomina con el calificativo de teoría del «atomismo lóg i-
co».
Hablando de estos hechos afirma que son unidades simples, no físi-
cas; más correctamente, unidades lógicas. «La razón para que llame a mi
doctrina "atomismo lógico" es que los átomos a que trato de llegar, como últi-
mo residuo en el análisis, son átomos lógicos, .no físicos. Algunos de ellos
serán los que yo llamo "particulares" -cosas tales como pequeñas manchas de
color o sonidos, cosas fugaces y momentáneas-, otros serán predicados o rela-
ciones y entidades por el estilo. Lo importante es que el átomo en cuestión ten-
ga que ser el átomo del análisis lógico, no el del análisis físico»108. Habría que
decir, según esto, que la teoría de Russell va, del análisis lógico, a una
metafísica radical cuyo camino y vehículo es el lenguaje, un lenguaje
perfecto que se construye según los datos simples de la propia sensib i-
lidad.
Ahora bien, en todo hecho atómico existe, según Russell, una pro-
piedad, o si se prefiere, una relación que es sujeto de «ese», «este» o
«aquel» dato; entidades que él llama con el nombre de «particulares»,
algo así como las «substancias» en la filosofía artistotélica; o acaso me-
jor, como las mónadas de Leibniz, esto es, de naturaleza psíquica, en
las cuales tiene su fundamento lo corpóreo; y como ellas, simples y e n-
cerradas en sí misma. Russell lo expresa de este modo: una metafísica
donde se cumplen dos finalidades. Primera, la de llegar de forma teó-
rica a las entidades simples de que está compuesto el mundo. Segun-
da, la de seguir la máxima atribuida a Guillermo de Occam de no mul-
tiplicar los entes sin necesidad.
Sin embargo, no hay que olvidar tampoco que este compromiso de
Russell sería difícil de entender de no tener presente su oposición al
idealismo absoluto de Hegel. Así, mientras en una lógica monística «la
aparente multiplicidad del mundo consiste meramente en fases y divisiones
irreales de una sola Realidad indivisible»109, en el atomismo lógico el mun-
do aparece como una multiplicidad infinita de elementos separados.
También se debe tener en cuenta que los términos de las propieda-
des atómicas poseen significado en cuanto que designan objetos de
conocimiento directo. Al predicado, por ejemplo, le pertenece la pro-
piedad, al verbo suele corresponderle la relación, mientras que se dice
«particular» al sujeto que posee un determinado nombre. ¿Por qué así?
108
RUSSELL, B.: Lógica y conocimiento. Trad. de Javier Mugueza, pág. 252.
109
Ibid. Logic and Knowledge: Essays 1901-1950, ed. Robert Charles Marsh, 1956, pág,
83
Muy sencillo: porque lo único que podemos hacer de un «particular»,
según Russell, es nombrarle. Ahora bien, como los términos adquieren
significado de los objetos gracias a la familiaridad o relación directa,
concluye que sólo podemos nombrar lo que es objeto de conocimiento
inmediato y que posea, a su vez, realidad auténtica; todo lo demás,
aquello donde sea imposible esa relación, como pudiera ser el descri-
bir o hablar de una ciudad donde nunca se ha estado, correspondería a
lo que él llama «descripciones encubiertas». En este sentido, los únicos
términos que usamos para cumplir esta referencia son los demostra-
tivos como «esto», «eso» o «aquello», etc., por su relación directa con
lo sensible.
84
L. WITTGENSTEIN Y EL «TRACTATUS LOGICO-
PHILOSOPHICUS»
85
Russell. Tanto en uno como en otro, la lógica se hace imprescindible; es
la que, mediante el análisis lingüístico, conectará con la realidad.
Pero al centrarse Wittgenstein más particularmente en la proposi-
ción, algunos autores quieren ver en este empeño una actitud similar a
la de Kant. En efecto, lo que éste plantea como relación a la ciencia:
¿Qué podemos conocer?, Wittgenstein lo centra en la expresión: ¿Cómo es
posible el lenguaje? Ahora bien, en el supuesto de que la equiparación sea
correcta, ¿qué puede Wittgenstein hallar en el lenguaje que no encuen-
tre en el pensamiento para poner en aquél sus límites? Aún más, puesto
que el análisis lingüístico es lo único que nos permite conectar con la es-
tructura del mundo, ¿cuál es propiamente el componente de lo real?
En la proposición 2.1. (2) Wittgenstein afirma: «Nos hacemos repre-
sentaciones de los hechos». Pues bien, aunque expuesto de modo breve y
conciso, se trata, acaso, de la parte más original de la obra, y cuyo plan-
temamiento le conduce a la teoría de la representación. El término que
usa es «Bilder», y que traducimos por «representaciones». Se trata de re-
presentaciones isomórficas, esto es, que las formas tienen su correspon-
diente referencia con el elemento representado.
En realidad, el término «bild» (en singular), no es propiamente una pa-
labra muy precisa filosóficamente; abarca, en su uso ordinario, todo tipo
de representaciones, como pueden ser las pinturas, fotografías e incluso
las imágenes ópticas. Debemos reconocer que no existe propiamente una
adecuada equivalencia en castellano. Se ha recurrrido a los términos de
«figura», «modelo» e, incluso, el de «pintura», aunque pensamos que el
uso y la comprensión de los mismos limita un tanto el enfoque y el campo
que Wittgenstein quería dar al término «Bilder». Por eso, aun aceptando
sus limitaciones, la traducción que nos parece más correcta es la de «repre-
sentación isomórfica», o simplemente «representación».
Ahora bien, lo importante aquí es la realidad que hace posible dicha re-
presentación, y que no es otra sino aquélla que, constando de elementos,
los refiere a los objetos representados; comprendiendo, a su vez, que di-
chos elementos se relacionan entre sí del mismo modo a como lo están los
objetos de la representación. Bien es cierto que para que esto se dé, se ne-
cesita que posea lo que Wittgenstein denomina «forma de representación»,
similar, si cabe, a lo que en filosofía clásica se designa como «aquello por
lo que un ser es lo que es y no es otra cosa», o relacionándolo, como prefie-
ren otros, con la «forma» de Aristóteles: algo capaz de determinar a la ma-
teria; de tal modo que ésta pase a ser nueva realidad. Por lo tanto, el móvil
para que haya una «representación» isomórfica es, en principio, porque se
trata de una estructura de elementos a los que pueden corresponder es-
tructuras de cosas en el mundo. Se dice que «pueden» porque la corres-
pondencia no es que sea de suyo vinculante o exigitiva por naturaleza, ya
que es posible que sea verdadera o falsa, correcta o incorrecta, según se
ajuste o no a los hechos (2.21-2.22).
La importancia de este punto es transcendental en el pensamiento de
Wittgenstein; tanto es así, que únicamente a través de esta concepción es
como podremos entender, no sólo el sentido de las proposiciones, sino
también su ontología. En el «Tractatus», cualquier representación, para
constituirse como tal, debería por lo menos tener una forma mínima, a la
86
que Wittgenstein llama «forma lógica» (2.18). La realidad es representable
en cuanto tiene una estructura; en este caso, una forma lógica, porque en
ésta coinciden, además de nuestras representaciones de los hechos, la rea-
lidad misma en cuanto representada. Claro que sólo podrá representarse
lo posible, que, en el supuesto de que exista, entonces será verdadera, y,
en caso contrario, la representación forzosamente será falsa. Las repre-
sentaciones «a priori» no existen para Wittgenstein. En todo se precisa
de la experiencia (2.223-2.225).
110
WITTGENSTEIN, L.: Tractatus Logico-Philosophicus (texto bilingüe), Madrid, Rv. de Occidente.
1957. También en: Madrid, Ed. Alianza. 8.1 ed. Col. Alianza Universidad, 50.
87
Llega a creer que esos últimos elementos de la proposición han de estar
constituidos por signos simples que correspondan a lo último que se ana-
liza, o si se prefiere, a lo más radical y hondo de los hechos, que para Witt-
genstein son los nombres. Porque son ellos, y no otros, los que verdade-
ramente nos llevan a los objetos como realidades significativas. «El nombre
significa el objeto, y éste es su significado» (3.203). Así pues, la unica forma
adecuada de referirse a los objetos es nombrándoles, ya que el significa-
do de un nombre es eso: su objeto, cuya función, más que la de descri-
bir, será la de nombrar, por eso es simple. Por el contrario, las proposi-
ciones sí tienen sentido, pero no referencia; no son más que representa-
ciones figurativas de la realidad, es decir, prototipos de esa realidad tal y
como nosotros la concebimos. «Para comprender la esencia de la proposición
pensemos en la escritura jeroglífica, representa figurativamente los hechos que
describe» (4.016).
Pero si la proposición no tiene referencia y los nombres sí, ¿qué alcan-
ce es el suyo? ¿Cuál el contenido de dicha referencia? Anteriormente vi-
mos cómo Russell, al verse obligado a afrontar esta misma cuestión, hace
uso del «conocimiento por familiaridad». Sin embargo, en el «Tractatus»,
Wittgenstein parece como si quisiera eludir el problema; se limita a decir
que los nombres, por ser simples, no pueden descomponerse en ulteriores
definiciones, únicamente en el uso de la proposición podrá entenderse el
significado de los mismos, sólo en el uso del lenguaje es donde podremos
mostrar la dependencia o conexión entre los signos simples y los objetos
de la experiencia; de tal modo que la proposición vendrá a ser el prototipo
figurado de la realidad, esto es, la descripción de un «estado de cosas» que
podría compararse al «hecho atómico» de Russell. Aunque, al evitar Witt-
genstein el empleo de las mismas palabras, nos da también ocasión para
pensar que el «estado de cosas» no sea idéntico al concepto de Russell, y
que sólo a las proposiciones elementales se las pueda aplicar el principio
de isomorfia.
Por otra parte, las proposiciones complejas deberán tener, además de
nombres, otros elementos que las diferencien como, por ejemplo, las co-
nectivas, aun cuando dichas conjunciones nada tengan que ver con la rea-
lidad. De ahí que la proposición simple no sea sino una estructura de
nombres, por más que a la hora de ofrecer modelos a señalar, tan sólo se
pueda decir eso: que es en las posibles proposiciones donde únicamente
aparecen los nombres. Susceptibles, evidentemente, de reducirse a otros
análisis, pero sin que podamos agotar nunca toda la reducción. Su posibi-
lidad nos lo revela la lógica, la lógica que nos ofrece el lenguaje. Ahora
bien, si lo importante son los nombres de las proposiciones elementales, y
nombres sólo se dan si existen referencias, lo decisivo deberá corresponder
al conocimiento que tengamos de las mismas. Wittgenstein es consciente
de ello y de ahí que lo afronte como algo esencial en la estructura del len-
88
guaje. ¿Por qué hablamos de las cosas? ¿Cuál es su realidad y su mundo?
¿Qué alcance damos a la referencia?
Cierto que las propiedades que se atribuyen a los objetos nos mues-
tran, al menos, la función que cumplen, pero esto no basta; se dice que son
simples, que es aquello que permanece, lo fijo, lo inmutable, algo interno;
sin embargo, tales atributos no son suficientes para facilitar una represen-
tación de los mismos. Además, Wittgenstein llega a creer que cualquier
mundo que imaginásemos ha de tener necesariamente algo en común con
este nuestro, puesto que si previamente imaginamos es porque partimos
de lo preexistente y factual. Ahora bien, pero, ¿qué realidad es esa? Nos
dirá que es la «forma», aquello que se constituye en imprescindible y ne-
cesario, lo que se necesita para que algo sea mundo; en sus propias pala-
bras: «La posibilidad de la estructura» (2.033). En resumen: la realidad es to-
do aquello que está en el ámbito de lo posible; y los referidos objetos: enti-
dades únicas e individuales, algo como «los particulares» en Russell, sólo que, si
en el «Tractatus» se les llama «formas» o «sustancias», probablemente sea
por el respeto a la tradición, o, como alguien se ha atrevido a decir, por el
acercamiento a las raíces de nuestra cultura occidental.
89
forma lógica, la «muestran», y si se muestra es porque de ello nadie puede
hablar. De ahí que se afirme: «Lo que se puede mostrar no se puede decir»
(4.1212). La representación isomórfica se aplicaría tan sólo al «decir».
En el «Tractatus», a las verdades lógicas se las llama «tautologías», y a
las falsas, «contradiciones»; por no representar ninguna de ellas situacio-
nes posibles; unas y otras no nos dicen nada, no representan a la realidad.
Por lo tanto, al carecer del principio de isomorfia, se deduce y revela que
las leyes de la ciencia y de la metafísica, en cuanto normas constantes y
necesarias, también carecerán de sentido. En consecuencia, cualquier prin-
cipio, sea éste el de causalidad o el de razón suficiente, es, en la perspecti-
va del «Tractatus», intuición «a priori». La proposición lógica para Witt-
genstein no dice nada, no representa situación real alguna. De ahí que
afronte la filosofía con criterios bien definidos: piensa que al no represen-
tar sus enunciados isomórficamente la realidad, la filosofía se elabora a
base de pseudoproposiciones.
En base a lo indicado, la ciencia se contrapone a la filosofía. Significa-
tiva es la expresión: «La totalidad de las proposiciones verdaderas es, la totalidad
de las ciencias de la naturaleza» (4.11). Se constituyen éstas en un plano -
diríamos-, radical y esencialmente distinto a la filosofía, también respecto
a las ciencias formales como la lógica y la matemática. De la lógica ya
hicimos referencia viendo cómo sus proposiciones no decían nada por ca-
recer de sentido. De las matemáticas también, son únicamente ecuaciones
sin referencia, sin realidad isomorfica o figurativa, con valores exclusiva-
mente formales. La filosofía, sin embargo, a pesar de no pertenecer su
verdad al mundo de la naturaleza e instalarse por encima de lo experi-
mental con proposiciones vacías de contenido, tienen, no obstante, una
función específica, esto es, la de ser clarificadora. Pero, ¿clarificadora de
qué? En cuanto que pone límite a lo que se puede o no se puede pensar, en
cuanto pone límite al mundo de lo posible. De ahí que para Wingenstein la
filosofía quede convertida en eso: en crítica del lenguaje.
Por último, en el «Tractatus» se abordan las cuestiones propiamente
sociales y humanas, es decir, los enunciados sobre la ética, la estética y el
mundo de la religión. Su postura respecto a la primera es clara: no puede
haber proposiciones éticas porque no describen hechos, relacionan única-
mente facetas necesarias de la voluntad. Pero, ¿quiere esto decir que el as-
pecto moral es nulo para la convivencia? Ni mucho menos. Para Wingens-
tein la ética es una condición necesaria para que el mundo exista, no hay
mundo sin valores y principios morales, como tampoco podría haber
mundo sin la lógica o sin el sujeto que se relacione y que viva. Nos
dirá que la ética es «transcendental». Sin ser parte del mundo, tam-
poco le es extraño; está, más bien, en el límite del mundo.
Esta doctrina la hace también extensiva a la estética. «Ética y estética
son lo mismo» (6.421). La única diferencia es que la estética juzga y es-
tima a los objetos de forma aislada, mientras la ética los considera en
90
su conjunto, esto es, dentro del marco plural y complejo como es el
componente del mundo. Pero eso sí, ya se realice una u otra, dando
valor a la obra de arte u ofreciendo sentido ético a la vida con princi-
pios morales, a las dos las coloca en un mundo transcendente, en un
mundo con cierto cariz de eternidad. «La obra de arte es el objeto visto
"sub specie aeternitatis", y la vida virtuosa es el mundo visto "sub specie ae-
ternitatis". Esta es la conexión entre el arte y la ética. La manera usual de con-
siderar los objetos es verlos desde en medio de ellos, la consideración "sub spe-
cie aeternitatis", desde fuera. De tal modo que tienen como trasfondo el mundo
entero». (Notebooks, pág. 83).
Pero esta «ética transcendental» que da valor a la vida, no puede, en
justicia, tratarla el lenguaje desde el momento en que no es posible repre-
sentarla. Lo mismo se diga de las proposiciones religiosas, o más exacta-
mente, «lo místico», como prefiere calificarlo Wingenstein. «Dios no se reve-
la en el mundo» (6.432). Sin embargo, ese valor que relaciona con la mística
y que no puede expresarse, se muestra a sí mismo. ¿Dónde? En el senti-
miento del mundo como totalidad limitada. Para él, «lo místico» se desve-
la en un sentimiento de finitud, aunque, como tal sentir, su representación
sea imposible. Llega a concluir diciendo que ni los que encontraron senti-
do a la vida pudieron jamás expresarlo; su intento, al menos, siempre fue
fallido. Consecuentemente, de lo único que se puede hablar es de aquello
que compete a las proposiciones de la ciencia natural. A1 margen de éstas,
cualquier otra representación es imposible, no existen referencias para las
mismas. Por lo tanto, concluimos diciendo que el método seguido por
Wingenstein en el «Tractatus» consiste particularmente en eso: en mostrar,
por medio del lenguaje, cuáles son sus propios límites. Y así como de lo
que se puede hablar, se puede hablar claramente (4.116), «sobre lo que no se
puede hablar, se debe guardar silencio»111.
91
que le produjeron las primeras críticas a su obra, sobre todo la crítica de
Russell, a quien le había enviado una copia del «Tractatus». Bien es cierto
que tampoco permanece largos años en esta profesión. En 1927 trabaja
como jardinero en un convento donde, al parecer, piensa hacerse monje.
Inicia también -dada su peculiar personalidad y sus estudios de ingenier-
ía-, una serie de obras de arquitectura, construyendo, entre otras obras,
una mansión en Viena para su hermana Hermine que le ocupará dos años
de trabajo.
Con todo, va a ser en este tiempo, en estos diez años de reclusión y ca-
si abandono de la filosofía, cuando su obra tendrá una influencia insospe-
chada. El «Tractatus» se convierte en uno de los textos a analizar por los
círculos más intelectuales de entonces. Particularmente en Austria, pero
también en Alemania e Inglaterra. En distintas ocasiones se le insinuó que
retornase a la Universidad, sobre todo por parte de catedráticos ingleses y
por miembros del Círculo de Viena. Que llegará a aceptar -según alguno
de sus biógrafos-, fue por el presentimiento de poder ofrecer otra obra ori-
ginal, dadas las dudas que le sugerían determinados puntos del «Tracta-
tus». Así pues, en 1929 regresa a Cambridge, se doctora con esta misma
obra y es nombrado profesor.
Su nueva actitud queda reflejada en pasajes como éste: «Desde que em-
pecé de nuevo a ocuparme de la filosofía. . . me he visto obligado a reconocer graves
errores de lo que escribí en aquel primer libro» (5). Evidentemente, la referencia
que hace no puede ser a otro libro que al «Tractatus». Pero, ¿cuáles son
esos graves errores? No, por supuesto, la idea de filosofía como actividad
clarificadora de los hechos, y menos aún que el lenguaje no sea el centro
donde convergen los problemas filosóficos. Los graves errores aluden
principalmente al método utilizado en el «Tractatus», esto es, dado que
el lenguaje es un instrumento que el hombre usa en y para su vida or-
dinaria, la perspectiva teórica de antes la reemplaza ahora con un
método naturalista. La sintaxis y la semántica dependerán de la
pragmática. Por lo tanto, las ideas que guiaban el «Tractatus», y que
Wingenstein había tomado principalmente de Russell, como era, por
ejemplo, que la lógica proporcionaba la estructura del lenguaje y de la
realidad, van a ser sustituidas por otras de signo totalmente opuesto; se
trata del lenguaje ordinario que, al ser más expresivo y rico que el de la
lógica, ocupará el puesto que previamente había escogido para éste.
92
Hay también quien ha supuesto cierta evolución en el «segundo Witt-
genstein», creyendo encontrar estadios intermedios entre el «Tractatus» y
las «Investigaciones Filosóficas». Se trataría del período que va de los años
1933 al 35, y que corresponde a los llamados «Cuadernos Azul y Marrón».
Pero, teniendo en cuenta que, aparte del «Tractatus », Wittgenstein única-
mente publicó un artículo de revista, y que tanto los «Cuadernos» como las
«Investigaciones» fueron obras elaboradas póstumamente y en base a una
serie de apuntes y notas del autor, nos urge examinar, más que los supues-
tos «estadios intermedios», los análisis mejor elaborados y completos de
esta etapa final; lo que tampoco impide que, a la hora de aclarar ciertos
puntos, se usen imágenes de un período anterior. Propiamente, el estudio
de las «Investigaciones» lo componen dos partes distintas, concluida esta
última en 1949, dos años antes de morir de cáncer en Cambridge.
Acaso nada mejor, al iniciar este estudio, que secundar las palabras
que el mismo Wingenstein nos ofrece en el prólogo de las «Investigaciones».
Dice así: «Entonces me pareció de repente que debía publicar juntos esos viejos
pensamientos y los nuevos: que éstos sólo podían recibir su correcta iluminación
con el contraste y el trasfondo de mi viejo modo de pensar»112.
En efecto, la forma más correcta para precisar su nueva dirección
será siempre contraponiéndola a la postura adoptada en el «Tractatus»,
si bien, y como ya hemos reseñado, las «Investigaciones» es una obra que
se halla dividida en dos partes. La primera es la mejor elaborada y r e-
coge el contenido de unos manuscritos que inicia en 1936 y termina en
el 1945. Está compuesta por párrafos más bien cortos y concisos, ocu-
pando algunos un par de líneas tan sólo. La segunda sección, que la es-
cribe entre el 1947 y el 49, consta de catorce meditaciones, siendo, en
realidad, la parte menos elaborada al no existir en alguno de sus puntos
la línea argumental y sistemática que se deseara. No obstante, el plan-
temaiento y las ideas que rigen esta nueva postura son claras en su con-
junto. Wingenstein ha captado que el lenguaje ordinario posee una serie
de proposiciones que, aún siendo vagas e imprecisas, nos sirven para la
comunicación y el diálogo. La gramática del lenguaje ordinario --dice-,
es más amplia y plena de sentido que la gramática del lenguaje lógico,
como se afirmaba en el «Tractatus».
112
WITTGENSTEIN, L.: Investigaciones Filosóficas. Trad. de Alfonso García Suárez y Ulises Mouli-
nes. Barcelona, ed. Crítica. 1988, pág. 13.
93
Veíamos allí cómo el lenguaje era contemplado al trasluz o mediante
la relación que la palabra tenía con la cosa referida. Las palabras nombra-
ban los objetos, los representaban adquiriendo así su propio y peculiar
significado. Pero ahora no, en las «Investigaciones», al reflexionar que exis-
ten muchas palabras a las que no corresponde objeto alguno, como es el
caso de los términos que únicamente sirven para relacionar a la gente, por
ejemplo: ¡hola!, hasta mañana, estupendamente, así como los distintos
grupos de conjunciones: y, o, si, etc.; Wingenstein concluye que todos los
términos, todas las palabras necesitan para su comprensión de su propio
contexto, es decir, que el uso que se hace de ellas comporta un ensayo, un
previo y regular aprendizaje; de tal modo, que si llegamos a conocer el
significado de las mismas es por la acción o el uso que hacemos de ellas.
Por lo tanto, el significado de las palabras no se va a constituir por su ver-
dad o falsedad lógica, sino por el uso en el lenguaje. Es ahora el lenguaje
ordinario quien prevalece sobre los demás, también sobre el lenguaje lógi-
co. Por lo tanto, su función tampoco es única, pretendiendo un vocabula-
rio casi perfecto, como se abogaba en el «Tractatus». El lenguaje aquí tiene
múltiples usos que muy bien pueden entenderse como auténticos «juegos
del lenguaje». En efecto, para Wittgenstein la tesis del pluralismo lingüís-
tico dentro de esa perspectiva de juegos múltiples es una de las fundamen-
tales en esta su segunda etapa, la etapa, sobre todo, de las «Investigaciones
Filosóficas». Pero nos podemos preguntar: ¿Qué es un juego? ¿Qué valor
tienen las jugadas? ¿Cuál el sentido de las normas que los regulan? ¿Qué
tienen en común?
Él piensa que lo primero que se advierte en dichos juegos, bien sea de
cartas, ya de alta competición, o aquellos más reflexivos, como el de da-
mas o el de ajedrez, es que en todos hay un algo similar que les relaciona
como juegos; semejanzas o desemejanzas que aparecen y desaparecen con-
forme se contemple a unos o a otros. La expresión que le parece más ade-
cuada es la de «parecidos de familia". Por eso, aunque todas las Acade-
mias de la Lengua den su definición de juego, cree que nunca se puede
hablar de una rigurosamente exacta; hay parecidos como los puede haber
entre los distintos rasgos familiares. Nos recuerda: «Y podemos reconocer así
muchos grupos de juegos, podemos ver cómo los parecidos surgen y desaparecen...
No puedo caracterizar mejor esos parecidos que con la expresión "parecidos de fa-
milia"; pues es así como se superponen y entrecruzan los diversos parecidos que se
dan entre los miembros de una familia: estatura, facciones, color de los ojos, modo
de andar, temperamento, etc., etc. -Y diré: los juegos componen una familia»113.
Pero si Wittgenstein nos propone esta imagen es, sobre todo, para
darnos a entender que el lenguaje no es la totalidad de las proposicio-
nes, ni tampoco que el pensamiento lo sea de la representación lógica
de los hechos posibles, como se afirmaba en el «Tractatus», sino, más
bien, porque el lenguaje funciona como una multiplicidad de usos y ac-
tividades que forman una familia, y de ahí que «uso», «juego» y «con-
texto» vengan a convertirse en las palabras claves de su nueva direc-
ción. No existe ahora para él un único lenguaje: el descriptivo y formal,
113
WITTGENSTEIN, L.: Ob. cit. 66-67.
94
como tampoco un único juego: el de la lógica. Los lenguajes son múlti-
ples, aunque, como en los juegos, existen unas normas y unas leyes que
se imponen como condición de un correcto modo de jugar, de ahí que
se necesite de la práctica, de un uso y de un tiempo si en verdad se
quiere conseguir la destreza y la habilidad necesarias. La repetición en
el lenguaje responde a las necesidades de la vida.
Junto a esta concepción de juego, él emplea también otras imágenes
para esclarecer aún mejor sus nuevas ideas. Así, refiriéndose a las pala-
bras, llega a decir que éstas funcionan de modo similar a las herramien-
tas de trabajo o como las manivelas de las locomotoras; porque del
mismo modo que puede uno servirse de ellas para múltiples usos, a pe-
sar de que cada una tenga un fin específico, de forma similar se hace
con los términos; el uso se hace imprescindible. Por eso considera un
grave error de la filosofía tradicional el haber jugado unos juegos del
lenguaje con las reglas de otros: el naturalista, por ejemplo, con las del
metafísico, el científico con las del lógico, etc. Sin embargo, en su plura-
lidad, los lenguajes como los juegos, poseen, aparte de características
comunes, sus propias peculiaridades específicas. Y de ahí la frase que
solía repetir a sus alumnos: «No preguntéis nunca por el significado de las
palabras. Preguntad por el uso que de las mismas se hace». Y es que la filo-
sofía no modifica el uso, sino que lo describe. Por lo tanto, si surgen los
problemas es porque el lenguaje desaparece, porque, en palabras de
Wittgenstein, «está de fiesta» o de vacaciones 114, esto es, cuando, en lu-
gar de funcionar como debiera, se pierde en lo que no lo es propio y es-
pecífico. La filosofía así se convierte en una verdadera terapia. «El filóso-
fo -nos dice- trata una pregunta como una enfermedad»115. En suma; las difi-
cultades se producen por confusiones o malentendidos de los usos, lle-
gando a creer, por ejemplo, que el problema psicológico o metafísico es-
taba al mismo nivel que el social o propiamente ético, es decir, por no
conocer el juego o ignorar la jugada precisa y más correcta; porque la fi-
losofía, más que resolver, ha de disolver los problemas; más que interfe-
rirse en el uso efectivo del lenguaje, deberá describirlo tan sólo; y es que
su función específica o su cometido no es otro que el de ser clarificadora,
conocer el uso, el contexto de las palabras como el mecánico sabe para
qué sirve cada una de las llaves de su caja de herramientas.
114
Ibid. 38.
115
Ibid. 255.
95
LEGADO DE WITTGENSTEIN
96
existir; tiene como intención prioritaria, como ya se dijo, ofrecer soluciones
para cualquier manifestación del lenguaje ordinario.
Una de las personalidades destacadas de este grupo es Gilbert Ryle. Pro-
fesor de metafísica de esta Universidad, no se le puede considerar propia-
mente fiel seguidor del «segundo Wittgenstein», pero sí es correcto decir
que su dirección filosófica coincide en muchos puntos con él, sobre todo a la
hora de poner de relieve el uso ordinario de las palabras. Llega a reconocer,
por ejemplo, que su examen ni es lógico-formal, ni sociológico, ni exclusi-
vamente léxico, sino más bien «conceptual». Piensa también que el lenguaje
corriente no plantea problemas de por sí, surgen éstos cuando las palabras
se emplean para fines teóricos; es entonces cuando se provocan los malen-
tendidos, las incorrecciones, los engaños, etc.; realidades todas que es me-
nester averiguar, no de otra forma sino mediante el análisis de los usos lin-
güísticos.
El cometido de la filosofía -nos dice-, es similar al empleado por el car-
tógrafo. Como éste, el filósofo debe examinar los planos o mapas concep-
tuales en un análisis y método que le llevará inevitablemente a la crítica de
todo racionalismo, particularmente del cartesiano. En efecto, Descartes co-
mienza con una operación psíquica: «Je suis une chose qui pense»: «Existo
pensando», o la menos correcta, pero más clásica: «Pienso, luego existo». Intui-
ción que le conduce a suponer, según Ryle, un espíritu inmaterial dentro de
él, es decir, dentro de su propio cuerpo. Sin embargo, esto para Ryle es in-
coherente y arbitrario; irreal desde el momento que los actos psíquicos en
cuanto tales, son únicamente modos que disponen a actuar en una u otra si-
tuación o circunstancia. Por eso, los inevitables conflictos que surgirán en
los distintos campos de la ciencia sólo podrán atenuarse o desaparecer
cuando se llegue a aclarar que dichos problemas no son tales, sino «formas
distintas de pensar», «puntos de vista», «modos de ver las cosas».
Destacado lugar en la «escuela de Oxford» lo ocupa también Peter Fre-
derik Strawson. Seguidor de la filosofía analítica del lenguaje común,
Strawson va a establecer, principalmente en el estudio que hace sobre la te-
oría lógica, las diferencias entre el lenguaje formalizado y las del corriente o
común con su lógica informal. Expone, sobre todo, cómo la consideración
puramente formal de las proposiciones excluye determinados detalles que
sí muestra la lógica del lenguaje ordinario. Critica, sobre todo, a Russell
por defender éste una teoría referencia) del significado sin haber distin-
guido antes entre «referirse a» y «mencionar». En el fondo, no soluciona,
no aclara la diferencia entre las expresiones y el uso que se puede hacer de
las mismas; porque uno de los usos de las expresiones es precisamente el
referencia). Strawson llega a creer que la verdad y la falsedad de una pro-
posición no se supedita a la frase en sí, sino al uso que se haga de ella. En
caso de que el sujeto de la oración no estuviese relacionado con algo o con
alguien, careciendo de referencias concretas, habría que decir entonces que
la frase no posee el valor de verdad. Lo justifica con el análisis del ejemplo
hecho ya clásico, y que es el que sigue: «El rey de Francia es prudente».
97
Comenta que tal enunciado, por haberse repetido en períodos diferen-
tes, donde en ocasiones hubo rey y otras no, al tiempo que no todos los re-
yes pudieron poseer una virtud tal, le lleva a reafirmarse en que el signifi-
cado de una expresión no debe de identificarse necesariamente con el obje-
to referido. La verdad y la falsedad no son propiedades de las oraciones,
sino, de los usos. En el ejemplo referido habría que concretar el nombre, la
fecha y demás circunstancias para que pudiera hablarse de auténtica ver-
dad. Por eso que llegara a concluir: «Ni las reglas aristotélicas, ni las de Rus-
sell proporcionan la lógica exacta de ninguna de las expresiones del lenguaje ordi-
nario, pues este lenguaje carece de la pretendida exactitud».
98
tos como, digamos, diecisiete, pero incluso si hubiese unos diez mil usos del len-
guaje, seguro que podríamos enumerarlos todos con tiempo. Esto, después de todo,
no es mayor que el número de especies de escarabajos que los entomólogos se han
tomado la molestia de enumerar»116.
Consciente de las dificultades en llevar a término este trabajo, Austin
invitaba a una conjunta colaboración de lingüístas, psicólogos, sociólogos
e interesados por los problemas de la filosofía, a fin de poder elaborar una
«ciencia general del lenguaje». Cree, sobre todo, que el lenguaje coloquial
u ordinario puede ser sustituido o mejorado, lo cual le permite ir bastante
más lejos, como podemos apreciar, de la perspectiva del «segundo Witt-
genstein».
Pero lo más original en Austin corresponde, sin duda, al análisis sobre
los actos del habla. Llega a creer que un número considerable de nuestras
expresiones las solemos utilizar para hacer algo por medio de ellas, esto
es, para efectuar ciertas realidades distintas del acto de decir. Por ejemplo,
si afirmamos: «prometo», es para hacer una determinada promesa; tal su-
cede cuando en el matrimonio se dice: «Sí, quiero», etc. Interesa aquí resal-
tar, no tanto la frase o expresión, cuando la referencia, es decir, el acto que
se desea realizar.
Pues bien, a este tipo de expresiones las llama «proferencias realizati-
vas», pensando que con esa distinción aporta ciertas peculiaridades a los
usos lingüísticos. Al mismo tiempo, esas «proferencias realizativas» las
contrapone a las «constativas», o lo que es lo mismo, a las expresiones que
pueden ser verdaderas o falsas. Así, mientras el «acepto» no concretiza
realidad alguna, no sucede lo mismo con la frase: «él acepta un ramo de
flores», donde la referencia puede ser constatable; es posible comprobar la
verdad o falsedad de la misma.
Por otra parte, al acto de decir algo, Austin lo llama «acto locuciona-
rio», distinguiendo, a su vez, tres aspectos del mismo: el acto fónico, el ac-
to fático y el acto rético. Al primero correspondería el sonido; al acto fáti-
co, también el sonido, pero en cuanto se concretiza en una lengua y en una
particular gramática; mientras que el tercero (el acto rético) es el sonido
apuntando a una referencia u objeto más o menos definido o explícito. De
este modo, en el supuesto de que se prescinda del significado referencial,
nos quedarían los sonidos gramaticales, como sucede cuando formulamos
un juicio sin lograr entenderlo.
Pero, además del acto de decir algo, «acto locucionario», Austin habla
también de lo que se hace al decir algo, o «acto ilocucionario», que corres-
pondería a aquellas expresiones que insinúan u obligan a la práctica, es
116
AUSTIN; J. L.: Ensayos filosóficos. Trad. de A. G. Suárez. Revista de Occidente, 1975, pág.
218.
99
decir, a comprometerse cuando se habla de algo, o lo que es lo mismo,
cuando se debe responder frente a un interrogante, ante una información,
etc. No es que se trate, en realidad, de dos actos distintos, sino de formas
diferentes de usar el lenguaje. Aún más, todavía encuentra Austin una ter-
cera clase de actos que es posible realizar por medio de las palabras; se tra-
ta del «acto perlocucionario», que correspondería a los efectos producidos
por la expresión verbal, ya sea en el que habla como también en el que es-
cucha; así, por ejemplo, el acto de impresionar, sugerir, convencer, etc.,
serían actos propiamente perlocucionarios.
Al mismo tiempo, deseando esclarecer la comprensión y el alcance del
concepto de libertad, el campo que examina es aquel que se refiere a las
excusas. ¿Por qué nos excusamos? Él nos dice que es por la incorreción
principalmente del acto por más que sea fácil encontrar atenuantes como,
«fue por descuido», «sin que me diera cuenta», «sin mala intención», etc.,
circunstancias todas que nos ayudan a entender que nuestras acciones,
además de ser plurales en sus formas, nos afectan éticamente. Y no sólo
eso, sino que la forma correcta de una excusa, lejos de limitarse al uso
obligado de un verbo exclusivo, lo amplía al ámbito de la praxis cotidiana;
de ahí que abogase por una estrecha colaboración de estudiosos y peritos
para esclarecer los contextos; sería el único modo de poder clarificar más
correctamente los usos.
100
sobre todo, el problema de la referencia, del significado, de la relación y
el contexto en las expresiones, sin olvidar los principios éticos que deri-
van del ser y del deber ser. Y todo ello con la intención de superar los
puntos de vista de quien tan particularmente él había estudiado. Piensa,
por ejemplo, que la distinción que hace Austin entre «actos locuciona-
rios» e «ilocucionarios» no es correcta. Para él todo acto en el hablar
puede quedar reducido al «acto ilocucionario», porque la acción de
hablar es un acto único a pesar de que comporte elementos distintos, a
pesar de que se emitan palabras polivalentes o la proposición sea dir e-
cta e interrogativa. Toda locución para Searle es una ilocución, ya que
ambas incluyen, no sólo la parte material de la emisión, sino también
los significados. En consecuencia, para determinar los distintos actos
ilocucionarios, propone doce criterios de identificación, aunque muy
bien pueden quedar representados por los tres siguientes:
101
d) Expresivos. Se relacionan con la situación o estado psicológico del
hablante. Son propios de los actos de disculpa, felicitación, de sentirse
agradecido, etc.
102
ANÁLISIS FORMAL DEL LENGUAJE
EL NEOPOSITIVISMO
103
CÍRCULO DE VIENA
104
te, y esto aun a expensas de reconocer sus limitaciones, como era el caso
de la insuficiente atención que se prestaba a la lógica y a la matemática.
Diríamos que se trataba de un trabajo intelectual llevado de forma con-
junta, que sólo comenzó a destacar alguien cuando Hahn presenta, co-
mo obra significativa y original, el «Tractatus lógico-philosophicus» de
Wittgenstein, aun cuando éste siempre procuró mantenerse al margen
de dicho movimiento.
Ateniéndonos a las distintas referencias, el impacto que causó su lec-
tura debió ser verdaderamente sorprendente; llamó su atención sobre
todo a Carnap, Schlick, Feigl y Waismann. El primero de ellos nos dice
que las sentencias del «Tractatus» eran leídas en voz alta entre los
miembros del Círculo donde se examinaban y discutían punto por pun-
to cada una de las proposiciones. Sin embargo, consecuentes con su
ideario positivista, marginaron aquellas tesis donde la sensibilidad me-
tafísico-religiosa de Wittgenstein había incidido como ámbito de lo que
se muestra, e insistieron en el principio de verificabilidad que acom-
paña a toda concepción isomórfica del lenguaje.
105
preparado por Rougier, Reichenbach, Carnap, Frank y Neurath entre
otros.
Por su carácter positivista, se advirtió ya de la amenaza del dogma-
tismo, así como de la incongruencia de aplicar la denominación «me-
tafísica» a cualquier posible realidad. También, y a instancia, sobre to-
do, de Camap, se nombró una comisión para unificar internacionalmen-
te el simbolismo lógico, al tiempo que se pedía la colaboración en la En-
ciclopedia Internacional de la Ciencia Unificada. Como consecuencia, los es-
fuerzos de unos y de otros se vieron pronto recompensados; así, al año
siguiente se celebró el segundo Congreso Internacional en Copenhague.
En 1937 nuevamente en París. El cuarto, en julio de 1938, en Cambridge,
donde particularmente se trató del lenguaje científico. Y el último con-
greso, en septiembre de 1939, en América, en Cambridge, Massachu-
setts.
Fue la Segunda Guerra Mundial la que truncó todas las aspiracio-
nes del Círculo. A partir de los incidentes bélicos, como grupo, se vio
amenazado a la extinción, aunque ya antes de la misma sufrió la ausen-
cia de las personalidades más representativas: en 1930 Carnap fue lla-
mado a Praga y, posteriormente, en 1936, marcha a América, a la Uni-
versidad de Chicago. Feigl, en 1930, va también a los Estados Unidos, y
Hans Hahn muere prematuramente en 1934. Pero es dos años más tarde
cuando el Círculo pierde una de las personas más queridas; se trata de
Schlick, quien termina sus días a manos de un antiguo discípulo suyo.
A partir de entonces, no solamente se va a echar de menos a quien re-
presentaba el alma del Círculo, sino que con su ausencia, prácticamente
desaparecía como reunión local. Serán, eso sí, los integrantes del mismo
quienes llevarán a otras partes el espíritu de búsqueda que él les infundie-
ra.
Claro que, desde aquellos años difíciles, sobre todo desde 1940, en que
se deja de publicar el «Erkenntnis» con el volumen 8.°-. En 1975, se decide
continuar la publicación con el título: «Erkenntnis: An international Journal
of Analytic Philosophy»; pero han mediado 35 años; muchos, sin duda, co-
mo para continuar con los mismos planteamientos. Hubo quien pensó que
el Círculo como tal había pasado a la historia, derivando hacia posturas
más funcionales y representativas, como podía ser el análisis del lenguaje
común practicado por la «escuela de Oxford». otros, como Víctor Kraft,
todavía seguían creyendo en una verdadera continuación de las orienta-
ciones clásicas. Sin embargo, la mayor parte de la crítica reconocían que el
neopositivismo, o los «neo-neopositivistas» se apartan ya en muchos pun-
tos de aquellos que plantearon sus fundadores; de ahí que uno de los
propósitos de la revista «Erkenntnis» era la de no hacer historia de cuestio-
nes pasadas. La dirección se encaminaba, más bien, hacia estudios lógicos,
106
metodológicos y metacientíficos, dentro ya de la llamada «filosofía analíti-
ca». Pero, para llegar hasta aquí, el movimiento primero mantuvo siempre
unos presupuestos que le definían como tal. Veámos algunas de sus prin-
cipales orientaciones.
HERENCIA FILOSÓFICA
107
La consideración, precisamente, de estos resultados, hará que se origi-
ne una nueva toma de conciencia sobre nuestra capacidad y funciona-
miento intelectivo. Se podría comprender, sobre todo, que las relaciones
lógicas son únicamente relaciones mentales; valen «a priori», puesto que,
tanto la lógica como la matemática, no revelan los principios del ser, no
anuncian nada sobre la realidad, sino las reglas y la función que rigen
nuestros pensamientos; de ahí el nuevo «empirismo lógico» o «neopositi-
vismo», porque lógica y matemática no guardan relación, como en Comte,
con las ciencias cosmológicas. Sus proposiciones no son sintéticas, sino
analíticas. El valor de verdad y falsedad reside en la definición de los con-
ceptos de que están formados, son meras tautologías, que diría Wittgens-
tein; la verdad sólo se alcanza mediante su forma lógica.
108
estudio psicológico o social del lenguaje, su cometido es analizar cada
sistema de representación en sus variantes lingüísticas. Por lo tanto,
como sistema de signos, dos son las facetas que centran el análisis: una,
en cuanto representación, esto es, mirando a la referencia, al significado
en cuanto tal; y otra, fijándose en el cómo se representa, atendiendo a
las reglas y estructura propiamente gramaticales, a lo formal del len-
guaje. Wingenstein ya nos adelantaba diciendo que, en sí, no podía
haber enunciados, simplemente se mostraban. Ahora bien, que las pro-
posiciones se contengan unas en otras, que puedan deducirse o se con-
tradigan, es únicamente algo indicativo, nada más. Por su misma es-
tructura lógica son medios prácticos para conseguir claridad y precisión
sobre el significado de las mismas.
Con todo, definir correctamente la estructura del lenguaje supuso una
evolución y un cambio en algunos autores del Círculo. Carnap, por ejem-
plo, en su «Logische Syntax der Sprache», llegaba a decir que la construcción
de un lenguaje podía ser representada por medio de este mismo lenguaje;
lo que suponía formular, de un modo científico, una estructura lógica ge-
neral del mismo. De ahí que, en razón precesisamente de esta misma ori-
ginalidad, será positivo que lo volvamos a tratar más adelante.
C) Actitud antimetafísica
109
posiciones no tendrán valor desde el momento que, ni se las puede i n-
cluir dentro de las leyes naturales, ni entran tampoco en las coordena-
das de las leyes lógicas. Así que optaron por el método más fácil: eli-
minarlas. Para ellos el «ser-en-sí», lo absoluto, el noumeno, lo incondi-
cional, tienen únicamente apariencias de proposiciones verdaderas;
aparentes desde el momento que no pueden indicarse circunstancia
alguna con la que pudieran ser proposiciones verdaderas; tampoco
poseen contenidos teóricos, son -decían-, pseudoproposiciones, puesto
que, si es verdad que no violan las reglas gramaticales en sentido f i-
lológico, dándolas una apariencia de verdaderas, su auténtica realidad
es eso: ficciones o apariencias; a lo más, refieren un sentimiento vital,
una actitud volitiva del hombre frente a los intereses y aspiraciones
humanas; y de ahí la trascendencia e importancia que han tenido -
según ellos-, a lo largo de toda la historia. Se apoyaban en el principio
siguiente: «El significado de una proposición se determina por el método de
su verificación», cuyo origen creyeron encontrarlo ya en el «Tractatus»
de Wittgenstein.
El significado lo condicionaba únicamente la constatación de los
hechos; y como verificables eran sólo los datos de la experiencia, la
metafísica como tal dejaba de tener sentido. En la misma línea estaban
las matemáticas y la lógica, ya que al no referir nada de lo exterior, se
convertían en puros cálculos para el uso de los signos sin referencia
alguna al mundo de los objetos.
Pero, esta primera y casi unánime conformidad al «principio de
verificación», no tardó en ponerse en tela de juicio, tanto por autores
de fuera como también por los que pertenecían al mismo Círculo.
Petzáll, por ejemplo, advirtió sobre las consecuencias inadmisibles a
que conducía el pretendido concepto de significado, al tiempo que
Lewis, en 1934, mostraba esa misma preocupación por la estrechez a la
que llevaba el unilateral significado empírico. Incluso el mismo Neu-
rath reaccionó también negativamente ante el alcance que se daba a las
proposiciones carentes de significado. Se llegó a pensar que la forma
de eliminarlas había sido demasiado fácil, un método cómodo para
evitar problemas y complicaciones. Pasemos a analizar algunas de las
principales propuestas.
110
avalan, no solamente sus numerosos escritos, sino también su labor
docente. Profesor en Viena, Praga, Chicago y Los Angeles, Carnap re-
fleja las inquietudes científicas que se infundieron en el grupo de los
fundadores.
Reconoce, a su vez, la gran influencia que tuvo el primer Wingenstein
en su pensamiento, acaso ningún otro autor -nos dice-, incidió tanto sobre
él117. Al mismo tiempo menciona cómo gran parte del «Tractatus» fue obje-
to de estudio por los distintos miembros del grupo, donde se discutía in-
cluso sentencia por sentencia118.
Pues bien, en 1928, tan sólo después de siete años de aparecer dicho
«Tractatus», Carnap publica una de sus obras principales: «Der logische
Aufbau der Welt». Tratado donde se definían las directrices más representa-
tivas del Círculo. Su objetivo era reducir todos nuestros conocimientos a
algo básicamente dado en al experiencia; una perspectiva unitaria del
mundo conocido donde los componentes no fueran otros que esa corriente
de vivencias elementales como son las percepciones, los motivos, los sen-
timientos, etc.
Sin embargo, la tesis de Carnap en «La construcción lógica del mundo»
no es propiamente ontológica. Más que detenerse a examinar la realidad
de los componentes, le interesa el estudio de las relaciones; debido, en
gran parte, a la influencia que en él tuvieron los «Principia Mathematica»
donde las relaciones lógicas ocupaban un lugar señalado.
No obstante, por más que la afinidad con Russell parece manifiesta, la
posición de Carnap es distinta a la de aquél. Para Carnap los componentes
últimos no son simples datos de los sentidos, sino conjuntos más comple-
jos y estructurados. Se debe esto a la influencia que en él tuvo la psicología
de la «Gestalt», ausente en los planteamientos de Russell. La teoría misma
del conocimiento, valorada por algunos como una mezcla de investigación
lógica y psicológica, encuentra en Carnap una solución fácil al reducir los
fenómenos psicológicos al campo estrictamente físico. Hay que tener pre-
sente que por aquel entonces la ciencia amenazaba caer en el subjetivismo,
esto es, en el dato singular y privado de la propia conciencia.
Por eso, conseguir resaltar lo más adecuadamente posible lo objetivo de
lo real, constituía uno de los puntos claves de su pensamiento. Propósito
que Carnap cree conseguir al proponer una forma de lenguaje que, pres-
cindiendo de la singularidad del experimentante, ofrezca únicamente el
constitutivo real del dato de la experiencia, o lo que es lo mismo: reducir
las diversas formas en que se nos presenta la realidad a un solo concepto,
con lo cual, ya formalizado, le hagamos objetivo. De este modo, prescin-
diendo del dato singular, nos libraremos de caer en el subjetivismo; y por
ser concepto de todos, lograría ser concepto objetivo.
Ahora bien, esta intuición primera que intentaba librar a la ciencia de la
pura subjetividad, evoluciona más tarde hacia una mayor formalización
en los presupuestos. Se revela en el artículo, «La superación de la metafísica
117
CARNAP, R.: Intellectual Autobiography, en la recopilación de P A. Schilpp. The Philosophy of
Rudolf Carnap, Open Court, La Salle, 1963, pág. 25.
118
Ibid. pág. 24.
111
por medio del análisis lógico del lenguaje», que escribe en 1932, apenas cuatro
años después de la obra que venimos comentando. Las proposiciones me-
tafísicas -nos dice-, carecen totalmente de sentido. Aún más, piensa que el
desarrollo de la lógica ha hecho posible una respuesta nueva y más precisa
para negar cualquiera de sus postulados. Por eso, haciendo uso de la lógica
aplicada, cuyo propósito es poner de relieve el contenido de las proposicio-
nes de la ciencia, llega a esta conclusión: «Un lenguaje consta de un vocabu-
lario y de una sintaxis, es decir, de un conjunto de palabras que poseen signifi-
cado y de reglas para la formación de las proposiciones. Estas reglas indican
cómo se pueden constituir proposiciones a partir de diversas especies de pala-
bras. De acuerdo con esto hay dos géneros de pseudoproposiciones: aquéllas que
contienen una palabra a la que erróneamente se supuso un significado o aqu é-
llas cuyas palabras constitutivas poseen significado, pero que por haber sido
reunidas de un modo antisintáctico no constituyeron una proposición con sen-
tido... En la metafísica aparecen pseudoproposiciones de ambos géneros..., la
metafísica en su conjunto no consta sino de tales pseudoproposiciones» 119.
La orientación de Carnap queda definida claramente: el significado de
la palabra o la frase reside en el método de su verificación. Así, todo aquel
enunciado que pretenda ofrecer algo de la realidad, será significativo en la
medida que posea un método para comprobar su verdad o falsedad. Y co-
mo esto alcanza únicamente a los enunciados científicos, la consecuencia es
lógica: sólo las proposiciones de la ciencia poseen auténtico significado. Por
consiguiente, el análisis lógico pone de manifiesto, en principio, la carencia
de significado para cualquier posible conocimiento que pretenda ir más allá
de la experiencia, como las deducciones o principios metafísicos, las esen-
cias, los valores morales, etc.
Ahora bien, si esta es la consecuencia, ¿cuál es entonces la función y
contenido de la filosofía? A lo que responde diciendo que ella tan sólo es un
método o estilo de análisis lógico para descubrir las pseudoproposiciones.
La filosofía para él no es un sistema ni una teoría, su función es más bien
clarificadora, sirve para esclarecer los conceptos y fijar las bases de las cien-
cias, en todo caso, ciencias empíricas y formales, naturalmente.
Concede, no obstante, una función propia a las pseudoproposiciones
metafísicas; nos dice que expresan una actitud general ante la vida; res-
pondiendo originariamente a las fuerzas e impulsos de las distintas moti-
vaciones. No es que aporten conocimiento alguno, puesto que la referencia
y el alcance propiamente es sentimental, sucede con ellas lo que al artista
le brinda su propia creación. Por eso dirá del metafísico que es semejante a
un músico falto de habilidad musical, un artista inhábil, porque el medio
es el que crea la ilusión y el supuesto real de la obra. Bien es cierto que
aquí Carnap restringe en exceso las posibilidades intelectivas al limitar los
fundamentos metafísicos a esa única función sentimental. Nada quita
tampoco para que una obra científica, al tiempo de expresar su carácter
significativo, pueda, de igual modo, sugerir una peculiar actitud frente a la
vida. Más que un artista inhábil, sería mejor decir que es un teórico que no
se conforma con las limitaciones de la experiencia. Por el contrario, lo más
positivo hasta ahora quizá sea el análisis riguroso de la naturaleza del co-
119
C A R N AP , R.: Uberwindung der Metaphysik durch Logische Analyse der Sprache.
Er kenn t nis, vol . 11, 1932 , pág. 2.
112
nocimiento científico, apoyándose, evidentemente, en el rigor de la expre-
sión.
Lo que Carnap pretendía, no era otra cosa sino construir un sistema
donde se pudiese dar solución a cualquier interrogante sobre el mundo y
su entorno, intención que le obligaba a reducir el campo del conocimien-
to a proposiciones relacionadas con los hechos inmediatos de la expe-
riencia; sólo así podría advertirse la derivación y el origen de las mismas.
Ahora bien, Carnap se da cuenta de que para seguir esos pasos urge la
elaboración de un método donde, a partir de unos conceptos fundamen-
tados en la experiencia, sea posible cualquier otra derivación cognosciti-
va, o lo que es más exacto: un sistema donde, de unos pocos conceptos
fundamentales, se derive todo el campo del saber. Se trata de lo que él
denomina método de «constitución» y «derivación»; y así nos dice: «En
el caso de muchas palabras, específicamente en el de la mayoría de las pala-
bras de la ciencia, es posible precisar su significado retrotrayéndolas a otras
palabras ("constitución", "definición"). Por ejemplo: "artrópodos" son
animales que poseen un cuerpo segmentado con extremidades articuladas y
una cubierta de quitina. De esta manera ha quedado resuelto el problema
antes mencionado en relación a la forma proposicional elemental de la pala-
bra "artrópodo", esto es, para la forma proposicional "la cosa X es un artró-
podo". Se ha estipulado que una proposición así debe ser derivable de pre-
misas de la forma "X es un animal", "X posee un cuerpo segmentado" , "X
posee extremidades articuladas", "X tiene una cubierta de quitina", e inver -
samente, cada una de estas proposiciones debe de ser deriv able de aquella
proposición» 120.
En realidad, un concepto u objeto -en Carnap viene a ser lo mismo-, es
reducible a otro cuando el primero nos deja un margen de transformación
en el segundo. Por lo tanto, si «p» se puede reducir a «q» y «q» se reduce a
«k», también «p» podrá reducirse a «k». Más aún, es posible que, a través
de este retrotraimiento, las palabras alcancen su significado.
Por otra parte, Carnap reconoce tres diferentes clases de objetos: físi-
cos, psicológicos y espirituales; aunque al intentar ofrecer una definición
exacta de los mismos, nos damos cuenta de que, en lugar de ofrecer la
precisión que deseáramos, usa una terminología un tanto vaga e incier-
ta. Con todo, las características de los objetos físicos las deriva de pose-
er un tiempo y ocupar un espacio. Por eso, la forma, el lugar y la posi-
ción son los que particularmente más los definen; no así los fenómenos
psíquicos que responden al mundo de la conciencia: sentimientos, de-
seos, representaciones e, incluso, los procesos inconscientes; mientras
que los espirituales serían todos aquellos que fuesen capaz de superar
120
CARNAP, R.: Ob. cit., pág. 113.
113
lo propiamente individual, como los fenómenos culturales, hechos
históricos, políticos, etc.; un tanto inciertos a la hora de la «reducción»,
pero que de conseguirse, es evidente que se hubiera logrado la forma
modélica del análisis.
REDUCCIÓN FISICALISTA
114
no puede encontrarse el punto de unión en la relación entre hechos subjetivos y
objetivos, ni se puede aclarar la forma en que recíprocamente se influyen»121.
Evidentemente, nadie pone en tela de juicio que existan condiciones
orgánicas con una clara incidencia sobre los estados psíquicos, como
también se subraya la influencia de ciertas situaciones psicológicas en
lo propiamente somático; pero se traspasan los límites queriendo siem-
pre ver una correlación rigurosa y precisa; se admite, por ejemplo, que
algunas úlceras son psicosomaticas, así como la bronquitis repetitiva o
el asma; pero no es menos cierto que lo puedan ser también por deter-
minadas alergias. El mismo W. Penfield se adelantaba ya a estos resul-
tados cuando escribía: «Es imposible aventurarse a decir que de un estado
psicológico se descifre el físico»122.
Pero los inconvenientes se agudizan al tratar sobre los conceptos es-
pirituales; porque, de reducir la cultura del pasado a los únicos docu-
mentos que de ella poseemos, se estaría en contra de cualquier otra po s-
terior investigación. Los hallazgos históricos y arqueológicos no serían
tales porque acaso pudieran chocar con los legados anteriormente. ¿Por
quién optaríamos? ¿A qué atenerse, sobre todo, a la hora de la «reduc-
ción»?
Objeciones como éstas ya le habían sido dirigidas por los propios
miembros del Círculo; tanto es así que, en vista de los inconvenientes,
se ve obligado a declarar sobre los objetos de la ciencia como si se trata-
se de formas de semiobjetos; conclusión que le permitía dar autonomía
propia a cada uno de los tres grados, si bien el fondo era otro. La razón
más profunda no era sino el poder liberarse de un sistema metafísico
que de alguna forma podría afectarle.
En cualquier caso, respecto al modelo de «constitución», él pr i-
meramente creía que todos los conceptos estaban formados por obje-
tos fundamentales dirigidos desde el inicio por una constitución gra-
duada y uniforme. Por lo tanto, hablar de sistema en el lenguaje de
Carnap era referirse al método, a ese modelo ideal donde un objeto
«X» era susceptible de ser traducido a otro objeto «Z» que hacía de
base. El esfuerzo por conseguirlo no presentaba mayor novedad: r e-
duciendo las formas de objetos superiores a formas de condición in-
ferior.
Sin embargo, planteada la cuestión en estos términos, cabe la pregun-
ta: ¿es Carnap materialista? Por una parte, la idea fundamental del análisis
presentado hasta ahora da la impresión de ir dirigido hacia una única rea-
lidad: la existente y comprobable. Por otra, hemos visto también cómo
termina inclinándose por la independencia de lo psíquico de lo espiritual.
121
GEMELLI, A. y ZUNINI, G.: Introducción a la Psicologia. Trad. de Fernando Gutiérrez. 5 ed. Mira-
cle. Barcelona, 1964, pág. 117.
122
PENFIELD, W.: Epilepsy and the Functional Anatomy of the Human Brain. Brain. Boston, 1954.
115
¿Cuál es entonces su valoración? Por de pronto, y ateniéndose a su propio
juicio, él manifiesta no ser un materialista en el sentido estricto de la pala-
bra. Su sistema -llega a decir-, excluye una identificación con esa postura;
cree, por el contrario, que su obra es una superación del materialismo: o
mejor, una síntesis del viejo empirismo y el racionalismo123.
Ahora bien, haciendo uso de su propia lógica, creemos que sería difícil
desligar su pensamiento de las consecuencias materialistas. Como hemos
podido ver, la base en esa elaboración suya es principalmente lo físico; y
como tal, cualquier otra dinámica debe girar en torno a esa orientación ra-
dical y primaria. Por eso la ciencia para él tendrá ese compromiso: descu-
brir nuevas leyes que ordenen y dirijan las diversas formas de los objetos.
Diríamos que se trata de un materialismo científico donde se regulan, o
pretenden regular, los datos sometidos al análisis de la comprobación; o
como él dice: una síntesis del empirismo y el kantismo mediante la cons-
trucción lógica de los hechos, para que así, sobre esta base sólida, se fun-
damente el sistema de conceptos. Pero de tal modo ha de ser el entramado,
que cualquiera que sea la clase, cualquiera que sea la abstracción, exista la
posibilidad de reducirlos siempre a los primeros, a los inmediatamente
dados a la conciencia. Por eso resulta tan difícil ponerle un calificativo
apropiado, nos lo impide esa oscilación entre el materialismo e idealismo,
por más que él insista en creer que ha elaborado una síntesis. A lo sumo se
trataría de un idealismo objetivista donde lo ideal y lo real pudieran tener
un punto de confluencia e integración.
Precisamente, atendiendo a ese compromiso, el problema importante
a dilucidar lo constituye la naturaleza y la descripción de lo real; aunque él
aquí, en lugar de ofrecernos una solución directa, nos responde poniendo
en tela de juicio los dos sistemas que pretende superar. Rechaza el realis-
mo por cuanto asume incondicionalmente los datos a expensas de la con-
ciencia. Y no admite el idealismo en razón de que, fijándose en lo abstracto
de la idea, olvida lo objetivo de la realidad.
En sentido «constitucional», el mundo de la experiencia está formado,
según él, por los tres órdenes de objetos, aunque en base, evidentemente, a
un mismo principio: el empírico. Sin embargo, más allá de esta constitu-
ción fenomenológica, se plantea también la cuestión de si a estos objetos
experimentales se les debe atribuir alguna otra realidad distinta a la de la
propia conciencia. Carnap parece admitirla, por lo que su postura incluir-
ía, no sólo al realismo y al idealismo, sino también al fenomenismo. Al rea-
lismo, desde el momento en que, además de rechazar los objetos irreales,
parte de la experiencia individual. Pero concuerda también con el idealis-
mo desde el instante en que admite los objetos de la conciencia, es decir,
ese mundo elaborado por la propia psiquis y que conjuga las operaciones
internas; sin descartar tampoco al fenomenismo; porque admitir el fenó-
123
CARNAP, R.: La construzione logica del mondo. Trad. de Severino Fratelli Fabbri. Milán, 1966,
pág. 3.
116
meno como hecho fundamental en el conocer es dejar la puerta abierta a lo
inexperimentable de Kant.
ANÁLISIS Y SÍNTESIS
117
de los símbolos (por ejemplo, de las palabras), sino simplemente a los tipos,
al orden de los símbolos de los cuales están formadas las expresiones» 124.
Más que al aspecto significativo, el análisis se orienta y dirige a lo pu-
ramente formal. Se trata, no de una sintaxis descriptiva, sino lógico-
matemática, algo que constitutivamente tiene como fin el análisis de for-
mación, composición y derivación de las proposiciones. Lo que no quie-
re decir tampoco que sea ésta la sintaxis de un lenguaje empíricamente
dado, sino que la coordinación es formal; corresponde más bien a la co-
rrecta disposición de los elementos estructurales, es decir, que la sin-
taxis lógica, por lo que tiene de examen de las reglas de formación y
transformación, queda convertida en un sistema de puro cálculo.
Así pues, convencido de que la sintaxis lógica coincide con el desa-
rrollo que se rige en el cálculo, Carnap pasa a examinar las reglas que lo
gobiernan, es decir, las reglas de transformación de las proposiciones.
Pero como éstas no pueden concebirse si no es en virtud de unos símbo-
los, es lógico que esto suceda también con la sintaxis; lo cual no quiere
decir tampoco que la palabra, por más que prescinda del contenido real,
quede reducida al puro cálculo. En el pensamiento de Camap, junto a
su contenido sintáctico, todos los lenguajes particulares revelan otros
aspectos que en modo alguno se deben marginar. Sería improcedente
que se relegasen, por ejemplo, los mutuos intercambios y relaciones en-
tre el signo y el objeto, entre el sujeto y el signo, los problemas del sig -
nificado, del contexto, etc. Y es que la misma expresión, mirada bajo el
aspecto psicológico, guarda afinidad y relación con las percepciones y,
mediante ellas, lógicamente con el sujeto que contempla.
Haciendo un paralelo, se diría que la formalización de la sintaxis
lógica se realiza para Carnap algo así como la abstracción de los nom-
bres propios: olvidando el contenido concreto e individual, pasamos a
servirnos de la simbología exponente del contenido formal 125. En razón
de cómo estén colocados, se elaborarán las definiciones.
Concretamente, y a diferencia de lo que pudiera ocurrir con la sintaxis
descriptiva, donde las expresiones poyectarían la observación de lo inme-
diatamente dado; la sintaxis pura se ve libre de estas apreciaciones para
quedarse únicamente con el contenido formal; aunque lo extraño es que,
por encima de este rígido entramado que impone al sistema, hallemos
también una clara evolución en su pensamiento; se percibe principalmente
al ver cómo fundamenta las matemáticas.
En realidad, dos posiciones disputaban la construcción del campo
propiamente matemático: el «logicismo» impulsado por Frege; y el
124
CARNAP, R.: Sintassi logica del linguagio. Trad. de A. Pasquinelli. Silvia Editore. Milán,
1961, pág. 23.
125
CARNAP, R.: Ob. cit., pág. 30.
118
«formalismo», entre cuyos representantes, Hilbert podía ir en cabeza.
Para el «formalismo», los números eran simplemente eso: meros símbo-
los sin definición ni sentido específico. Consecuentemente, hablar del
fundamento de las matemáticas era referirse, más bien, a un sistema de
axiomas, aunque sin poder concretar ni las referencias ni los significa-
dos. En sí mismas, tanto la matemática como la lógica, excluyen, según
el «formalismo», cualquier referencia a la realidad objetiva.
Sin embargo, frente a esta rígida actitud por lo formal, se halla el
«logicismo». Las matemáticas aquí, aún siendo también un sistema de
axiomas, dan, no obstante, razón del significado simbólico mediante la
reducción de esos símbolos matemáticos a los lógicos; lo que conduce a
pensar que es la lógica quien verdaderamente presta sentido a los pos-
tulados de la matemática. Al fin y al cabo, la intención y compromiso de
Carnap no fueron otros que los de poder conjugar ambas actitudes. Se
trataba, en el fondo, de hacer una síntesis que incluyera las intenciones
y comprensión de unos y de otros. El «formalismo» -nos dice-, tiene
razón en su tentativa de construir un sistema formal donde no haya po-
sibilidad de hacer mención a la semántica; lo que no significa que tenga
la suficiente solidez como para dar razón de todos los símbolos de la
matemática, tales como aquellos que presentan proposiciones des-
criptivas sintéticas126.
En efecto, no solamente ha de construirse un sistema donde se dé
una solución a las reglas de formación y construcción del lenguaje, sino
también para los símbolos matemáticos que forman las proposiciones
descriptivas sintéticas, esto es, cuando el significado de los símbolos
guarde relación con los objetos. Entonces sí, la matemática habría co-
brado el nuevo valor que precisaba: podría aplicarse también a la cien-
cia real. Se trataría de una síntesis donde el fundamento quedaría cons-
tituido, no sólo por presupuestos lógicos, sino también por los sintét i-
cos, es decir, por aquellos que derivan de la ciencia experimental. Por
eso, dando un paso adelante en la sintaxis lógica, Camap vuelve la vista
a la experiencia para expresar una tesis afín a un convencionalismo
lógico, aunque con una orientación francamente peculiar. No duda, por
ejemplo, en considerar el lenguaje como un «producto arbitrario del hom-
bre»127. Un principio, por otro lado, que mantiene firme en lo que es
fundamental en todo su sistema: la lógica.
Conviene tener presente que los significados y las proposiciones
sintéticas pueden diferenciarse aún siendo partícipes del mismo campo;
y es que para Carnap el concepto significativo, más que venir o estar
supeditado por la referencia de tal o cual objeto, lo constituye la rela-
ción de las palabras una vez escogida la propia forma lingüística. Como
podemos apreciar, se trataría de un típico convencionalismo lógico, es-
pecial y extraño si se quiere, pero necesario para conseguir la síntesis
deseada; una síntesis que incluía, no sólo al «formalismo» de Hilbert,
Ajdukiewicz o Tarski, sino también el «logicismo» de Frege. Po lo tanto,
así como con aquéllos era posible hacer uso de la lógica, con éstos se
126
CARNAP, R.: Ob.
127
Ibid., pág. 88.
119
daba paso a la solución de las proposiciones sintácticas. Al fin y al cabo,
esa era la solución que pretendía Carnap.
120
Los axiomas nos ofrecen las reglas para el cálculo de las proposicio-
nes, mientras el concepto de lo «inmediatamente deducible» se concre-
tiza mediante las reglas de deducción. Bien es cierto que si nos pregun-
tamos el porqué de esta forma simplificada en el lenguaje, o cuál fue el
motivo que impulsó a Carnap a construir este modelo, la respuesta
podríamos hallarla al comprobar que por este camino se facilita la defi-
nición de lo inmediatamente deducible. Una proposición se deduce in-
mediatamente de la otra si lo inferido resulta mediante substitución. He
aquí, entonces, el modelo a seguir: la deducción inmediata será siempre
la forma más idónea y acorde de cuentas pudiésemos usar. En defini-
tiva; construyendo un sistema en base al primer modelo, obtendríamos
un lenguaje determinado y particular, no así mediante el segundo cuya
proyección necesariamente tendrá un alcance más indefinido.
Acaso, para ver el lugar que ocupan en la sintaxis lógica, sea conve-
niente que expongamos algunos ejemplos. Veámos:
a) Todos los relojes de esta vitrina son blancos.
b) Todos los relojes marcan el tiempo.
c) Todos los relojes son inmaleables.
121
zaban de valores característicos y propios. Aún más, en cierto modo
no era al primero, sino al segundo de los lenguajes al que se le daba
una mayor preferencia. De hecho, éste es más extensivo, y a juzgar
por el modo de caracterizarse, el plano también es superior al del
primer lenguaje. En realidad, dando cabida a los predicados indef i-
nidos, justificaba, sobre todo, la no contradicción en las proposici o-
nes. Por encima de los conceptos referidos a lo inmediato de la exp e-
riencia, se imponía la lógica que justificase la mutua relación prop o-
sicional; de ahí la insistencia de estar siempre abiertos a otro lenguaje
superior. Por sí solos, ninguno de los lenguajes podría solucionar las
limitaciones del propio modelo. Todo sistema lingüístico -llegaba a
decir-, se encuentra limitado e incompleto; cada uno tiene necesidad
de abrirse a un sistema superior y más rico para superar las propias
contradicciones o antinomias 128. Por eso, otro de los empeños reali-
zados por Carnap es el que se refiere a las reglas de formación y
transformación de las proposiciones. Ya vimos cómo en «Logische
Aufbau der Welt» intentó reducir cualquier modalidad lingüística al
único aspecto fundamental: el físico. Ahora en la sintaxis, las conse-
cuencias son las mismas: toda forma de lenguaje presenta también
una síntesis única: la lógico-formal. Por lo tanto, al hacer uso de las
reglas de formación y transformación, conviene tener presente el a l-
cance de algunos conceptos, en particular el de «deducción» y el de
«consecuencia».
128
CARNAP, R.: Ob. cit., pág. 307.
122
aquélla que, según las leyes lógicas, no es válida; en el ejemplo anterior,
si se dijese: el punto X es y no es visible.
Proposición «probable» es la que puede ser derivada de cualquier
otra. «Refutable», cuando alguno de los miembros la puede contradecir.
«Sintética», cuando no es ni analítica ni contradictoria. «Indecible», la
que se presenta con las características de no ser ni probable ni refutable.
«Incompatible», si viene constituida en una clase contradictoria, que in-
versamente sería «compatible»129.
Según el propio Carnap, el motivo de proponer con más rigor el al-
cance de estos conceptos no fue otro que la imprecisión con que eran
usados en los tratados de lógica simbólica. Tanto la lógica antigua como
la medieval --decía-, se preocuparon por las relaciones entre las proposi-
ciones y los silogismos, aunque dejando, casi siempre, amplio margen
para la intuición. El juicio en el cual se afirmaba o negaba una propiedad
de un sujeto era lo más singular del acto intelectivo. Posteriormente, con
la distinción entre «lógica formal» y «lógica real», se dio un paso adelan-
te al considerar a la primera, no tanto dependiendo del campo signifi-
cativo, cuanto poseyendo formas estrictamente sintácticas.
Con la «logística» todavía se avanza en formalización. Por eso, cons-
ciente Carnap de lo que él considera un indiscutible progreso, esto le va a
permitir dar otro paso adelante en ese campo sintáctico mediante la trans-
formación de las «proposiciones intensionales» en «proposiciones exten-
sionales», lo que concretiza en la posibilidad de traducir las relaciones
semánticas (campo intensional o contenido de conceptos), en proposicio-
nes sintácticas (campo extensional). En cierto modo, lo que verdaderamen-
te se desea es la aritmetización del lenguaje; y es que en la sintaxis lógica
vienen a confluir las dos ideas centrales del pensamiento de Carnap; así,
mientras por una parte se urge la formalización sintáctica, superando las
diferencias del lenguaje en una expresión común; la síntesis general les
concede su estructura y características comunes, porque, a pesar de que
las ciencias particulares tienen también una síntesis peculiar, ésta se carac-
teriza por la concretización de la síntesis general.
Acaso éste hubiese sido el corolario a su obra de no ser por otro estudio
que le obligó a revisar toda la lógica del sistema. Nos referimos a «Intro-
duction to Semantics», o más exactamente, a los tres libros que aparecieron
en la década de los cuarenta: el citado anteriormente, que se edita en 1942.
« Formalization of Logic», publicado en 1943, y «Meaning and Necessity», en
1947.
Fue sintomático que previamente a esta toma de conciencia, él mismo
declarase: ―Llamó mi atención cómo Tarski intuyó que el método formal de la
129
CARNAP, R.: Ob. cit, pág. 61.
123
sintaxis debería ser completado por conceptos semánticos”130. En efecto, fueron
las orientaciones de Tarski las que más particularmente le motivaron para
que matizase ciertos puntos inadvertidos hasta entonces. Así, en «Introduc-
tion to Semantics» se acentúa ya la distinción entre semántica y sintaxis.
Mientras a la sintaxis la define como «un sitema de cálculos no interpreta-
dos», la semántica comprende «el sistema de interpretación de las reglas
sintácticas»131. Aún más, en la semántica distingue entre «verdad de
hecho» (lo puramente contingente), y «verdad lógica» (que depende de las
reglas semánticas).
Charles W. Morris (de quien hablaremos más adelante), llegó también a
decir que la sintaxis no abarcaba la totalidad del problema lingüístico.
Carnap lo reconoce; por eso, mientras anteriormente miraba sólo el lado
sintáctico, ahora da un amplio margen a los análisis de la semántica.
Apartándose de la unilateralidad del primer empeño, se detiene y
examina lo segundo, da paso a la función significativa.
Bajo el influjo precisamente de Morris, distingue las tres ya clási-
cas dimensiones del signo: pragmática, semántica y sintáctica 132; lo
que, referido al problema lingüístico, nos dará una idea del cambio
exigido en la sintaxis. Porque, sin rechazar incondicionalmente lo a n-
terior, sí se obligaba a una toma de conciencia distinta; había que
analizar las dos nuevas facetas que presentaba el lenguaje. Él lo
afronta, pero teniendo presente la perspectiva general de las leyes
lingüísticas y en función, claro está, de los conceptos lógicos, es d e-
cir, en función de la sintaxis. Considerada ésta insuficiente por sí so-
la, lograría perfeccionarla, no obstante, a la luz de las leyes semánti-
cas, o mejor aún, era la semántica la que de alguna manera, era in-
cluida en función de la sintaxis.
130
CARNAP, R.: Introduction to Semantics. (Studies in Semantics. Vol. I). Harvard University Press.
Cambridge, 1942, pág. 6.
131
Ibid., pág. 7.
132
Ibid., pág. 4.
124
intentarlos probar. La demostración mediante premisas empíricas, tan
añoradas por el movimiento neopositivista, no era tan fácil, en ciertos
casos, como para poderlo acreditar. Quizá por ello, vislumbrando lo
difícil del problema, se limitara únicamente a afirmar: esto es así, suce-
de. Lo que no quita tampoco para reconocer que el desarrollo en la fun-
ción semántica del signo fuese ciertamente considerable. Llega a decir,
por ejemplo, que cuando un autor formula un sistema sintáctico, ha ex-
presado ya su interpretación; condicionando, aunque sea implícitamen-
te, la sintaxis. Construir un sistema sintáctico es escoger anticipadamen-
te la propia interpretación, aunque después se prescinda de hacerla pa-
tente en una particular semántica de la lengua. Por lo tanto, la tesis que
reducía la filosofía a la lógica del lenguaje en general, y del lenguaje
científico en particular, se amplía ahora con la semántica como parte de
la lógica de la ciencia.
ONTOLOGÍA Y SEMÁNTICA
125
cia y sentido; se descartaba, sobre todo, que significar era básicamen-
te nombrar. Sin embargo, a la hora de hacer uso de este método en
los lenguajes naturales, pronto se vio que las dificultades que estos
análisis entrañaban no eran tan fáciles de solventar. Con todo, Ca r-
nap los afronta particularmente en «Significado y sinonimia en los len-
guajes naturales», donde presenta la siguiente cuestión: supongamos
un lingüista frente a una lengua que desconoce. ¿Podría disponer de
algún medio para determinar la intensión y la extensión de las pr o-
posiciones de ese lenguaje? En principio parace normal que, obse r-
vando la forma expresiva de los hablantes, comenzara a distinguir y
relacionar los objetos a los que se irían refiriéndo las palabras, con lo
cual, y de forma paulatina, lógicamente iría también fijando la exte n-
sión de sus experiencias.
Pero, ¿y la intensión? ¿De qué forma conseguirla? ¿Cómo podrían
analizarse los conceptos semánticamente? Carnap nos dice que del
mismo modo que se fija la extensión: recurriendo al comportamiento
lingüístico de los hablantes, sólo que aquí, además de los hechos de
la experiencia, quedarían incluidos todos los casos lógicamente pos i-
bles. Y la razón es la siguiente: para determinar la intensión de un
predicado se hace imprescindible conocer en qué podría modificarse
un objeto sin dejar de asignarle el predicado que se le señala con a n-
terioridad; lo que obliga a que tengamos en cuenta, no sólo los obje-
tos de la observación, sino también a todos aquellos a quienes es p o-
sible atribuir el predicado en cuestión; incluso aunque ese objeto no
exista realmente o carezca de verdadera extensión; por ejemplo, la
palabra «unicornio», «centauro», etc., que teniendo su propio signifi-
cado, nunca podrá comprobarse su verdadera objetividad. Por lo ta n-
to, según la tesis de Carnap, la intensión de las expresiones no incluye
necesariamente la existencia de los objetos. Distingue, por lo mismo, la
cuestión semántica de la ontología, y así, el campo lingüístico, com-
prometiéndonos a aceptar ciertas entidades (cuestión propiamente
semántica), no quiere ello decir que su existencia corresponda a la rea-
lidad de los hechos (cuestión ontológica).
Sin embargo, a la hora de someter a crítica el pensamiento de Car-
nap, pensamos que éste es uno de los puntos más débiles, ya que la
razón de aceptar o negar un determinado marco lingüístico será siem-
pre respecto al tipo de entidades con las que uno se comprometa. No
vale imaginar que una sea la dimensión semántica porque así se diga o
se designe, y otra la dimensión ontológica porque haga relación a los
objetos de la existencia. Alguna realidad distintiva deberán tener los
conceptos imaginarios para que se les admita y se hable de ellos; enti-
dades, quizá, únicamente estéticas o de necesidad psicológica; puede
ser, pero recursos, al fin y al cabo, que se conjugan de algún modo con
el mundo de la realidad. Por eso, sería más adecuada y justa la actitud
que pretendiera resaltar los plurales modos de existencia. Los números,
por ejemplo, existen, pero solamente en cuanto construcciones matemá-
ticas que nos permiten realizar una serie de operaciones con las reali-
126
dades físicas, aunque la existencia de lo observable poco tenga que ver
con la existencia puramente conceptual.
Es el roce con las realidades lo que, en definitiva, nos enseñará qué
es lo físico, lo imaginario, o lo que puede ser únicamente resultado de la
deducción. Claro que, de aceptar rigurosamente las tesis filosófica de
que los problemas, o son lingüísticos o no son problemas, como sostenía
Camap, conduce a reducir el amplio abanico de la multiforme manifes-
tación expresiva. La razón y los motivos de los predicados y de las pro-
posiciones pueden tener su raíz en la psicología, en la ética, la estética,
etc., cuyos valores lógicamente se ve obligado a marginar. Con Charles
W. Morris, sin embargo, esta postura se supera al concebir al hombre
como el ser que vive en un mundo de signos sugerentes y evocadores.
Por lo tanto, a Morris le urge también ocuparse de los problemas éticos,
sociológicos y políticos como problemas peculiares del comportamien-
to, y donde el papel y la incidencia de lenguaje es, en cualquier caso,
decisiva. Examinaremos seguidamente los rasgos más característicos de
su obra.
127
Unified Science», en 1930, con el título: «Foundations of the Theory of
Signs», y que sería el primer ensayo de su gran obra «Signs, Language
and Behaviour», publicada en 1946, siguiéndola otros trabajos cuyas ma-
tizaciones anunciaban ya la crisis para las principales tesis del Círculo
de Viena.
Lo característico en él fue la toma de conciencia por considerar el
lenguaje en sus aspectos más variados y plurales. Toda cultura, cual-
quier forma de vida, el lenguaje más sorprendente, significan en la me-
dida de los propios arquetipos o moldes empleados. El hombre -llega a
decir-, es el animal que más uso hace de los signos. Los otros animales
responden a determinados estímulos como si se tratase de verdaderos
signos, pero sin llegar a alcanzar la complejidad y elaboración que se
consigue en el discurso humano, en la escritura, en el arte o, simple-
mente, en una diagnosis médica. Para él, nuestro pensamiento es inse-
parable de su función significativa, pero sin identificar la mente huma-
na con dicho funcionamiento133.
Como podemos ver, la perspectiva de Morris es algo más que un
simple proyecto; apunta, de una u otra forma, a establecer una ciencia
nueva mediante el estudio y el análisis de los signos; se trata de la «se-
miótica». Pero con la particularidad de que, siendo ella una ciencia, se
constituye, a su vez, en medio o instrumento para sí misma. Sólo últi-
mamente -llega a decir-, ha habido un serio interés por la teoría de los
signos, aunque todavía hace falta que se estudien y reúnan, en un todo
coherente, las conclusiones obtenidas en los diversos campos científi-
cos. Precisamente, hacia este fin proyecta él todo su empeño; de ahí sus
palabras: «La semiótica es de una gran importancia en el programa de la unifica-
ción de la ciencia»134.
La semiótica es para Morris la única ciencia que siempre, y de for-
ma directa, está haciendo relación al objeto y sujeto. Nunca podría
prescindirse de esta referencia; de lo contrario, quedaría eliminada co-
mo tal, desaparecería como ciencia. El signo apunta siempre a algo y
hacia alguien, nunca es indiferente. En el proceso de la semiótica se en-
cuentran -según él-, tres factores decisivos:
128
El primero de los factores apenas ofrece dificultad alguna: hace refe-
rencia a lo que funciona como signo. El segundo valora lo referido por él,
es decir, lo que se designa, el contenido; mientras que el tercero se consti-
tuye por la acción del signo sobre el intérprete.
Así pues, dos direcciones dan plena forma constitucional al signo, el
objeto, por una parte, y el sujeto por otra. Relacionado el signo con el obje-
to, muestra la dimensión semántica que, en todo caso, es imposible de
comprender de no estar referida a alguien, de no estar relacionada con un
sujeto. Pero, por ser ello así, por este intercambio de referencias, se deduce
otra dimensión: la pragmájica. Al mismo tiempo, cada uno de los signos
tiene que ver con los demás; son oscilantes de un mínimo y un máximo, de
un ascender o descender, de un más o un menos según el valor de los res-
tantes. Pero, por tender la semiótica a hacerlos fijos, a que pertenezcan a
una u otra clase, da lugar a la tercera dimensión: la sintáctica.
Asumida así esta clasificación, es fácil que apreciemos la diferencia con
aquella otra que nos ofrecía Carnap. Presentaba éste las tres funciones del
signo como tres niveles o planos sucesivos de abstracción. Hablaba, por
ejemplo, de la semántica como de un estudio de los signos en el que se
hacía abstracción de los sujetos; e igualmente de la sintaxis en cuanto se
abstraía también de la referencia de los objetos denotados. Para Morris, sin
embargo, los tres niveles no son sino tres enfoques distintos e indepen-
dientes que proporcionan, de forma conjunta, la visión completa de un sis-
tema de signos. Así, la semántica para él estudiará la significación de los
signos en todas las formas posibles de significación. La sintaxis, por el con-
trario, tendrá como objetivo sus combinaciones e intercambios; mientras
que la pragmática se ocuparía del origen, usos y efectos de los signos de-
ntro del marco y el comportamiento en que se hacen presentes.
Con respecto a la postura neopositivista, donde el signo era inte r-
pretado únicamente bajo su aspecto lógico y abstracto, pasa a ser
ahora objeto de una triple e independiente dimensión; aspectos di s-
tintos si se quiere; pero, gracias a los cuales era posible, no sólo que
se hablase de la realidad objetiva, sino también del valor significativo
del lenguaje. Un significado constituido, no tanto por las relaciones
lógicas, cuanto por el mundo existencial y concreto del que forma-
mos parte. Además, cada una de estas tres dimensiones, aún tenie n-
do su estructura y su particular contenido, forman, al tiempo, un t o-
do unitario. Existe una estrecha y peculiar relación entre cada uno de
los términos que la componen. De ahí que Morris, en fuerza de poder
dar valor objetivo al lenguaje, intente conciliar, en una unidad co n-
junta, el formalismo y el empirismo pragmático; así, al menos, parece
desprenderse de las siguientes palabras: «Los formalistas se inclinan a
considerar como lenguaje cualquier sistema axiomático, sin una investig a-
ción por si son "cosas" las que con ello se denota, o si el sistema está ac-
tualmente formulado por un grupo de intérpretes; por el contrario, los em-
piristas se inclinan a acentuar la necesidad de la relación de los signos a los
129
objetos o a las propiedades de éstos; el progmatista, inclinado a mirar al
lenguaje como si se tratara de un tipo de actividad social, mediante el cual
los miembros de un grupo están en un grado de comunicar más fácilmente
sus necesidades individuales y colectivas» 136.
Pues bien, frente a la unilateral postura del formalismo y el empi-
rismo, Morris aboga por una conjunción lo más homogénea posible. No
importa que las dimensiones sean diferentes, lo importante es que estos
tres niveles puedan proyectar, en mutua cohesión, las plurales manifes-
taciones del único campo semántico.
SIGNOS Y RELACIONES
Hemos podido ver cómo la idea de Morris sobre las funciones del signo
era la de suponer el formalismo y el empirismo en una síntesis conjunta y
unitaria de los elementos. Consecuentemente, si preguntásemos el motivo,
la respuesta no se dejaría esperar: por las correlaciones inherentes a los
mismos signos. De este modo, organizadas la lógica y la matemática en
sistemas deductivos o axiomáticos, permitió que se pudiera determinar la
dependencia mutua de los componentes. Aunque, en verdad, no es que
fuese él quien extrajera estas consecuencias. El primer estudio –afirma-, se
debió a Leibniz, quien, al examinar la lingüística, la lógica y la matemática,
le condujeron a deducir un «arte formal y general»; es decir, un arte de
plasmar y disponer los signos; y una vez configurados, las ideas corres-
pondientes podían ya ser valoradas en razón de las anteriores y primeras.
Morris escogió también ciertas categorías al respecto con el fin de
identificar, lo más correctamente posible, el valor y el alcance de los dis-
tintos signos, aunque ninguna de las clasificaciones supuso una preci-
sión como la siguiente:
1) «Indexical signs». Son los signos que apuntan a los objetos in-
dividuales.
2) «Characterizing signs». Corresponde a todos aquellos que de-
signan una multiplicidad de individuos con ciertas determina-
ciones concretas, como, por ejemplo, sombrilla, paloma, animal,
hombre, etc.
3) «Universal signs». Cuya referencia se dirige a todos aquellos
términos que se constituyen en realidades totalizadoras y
completas, como podría ser la denominación de «cualquier co-
sa», «todo individuo», etc. De lo cual se deduce que el valor de
136
MORRIS, CH. W.: ob. cit., pág. 88
130
los signos se halla en relación directa con los objetos de la o b-
servación y la propia experiencia. Posición evidentemente con-
traria a la de los formalistas, quienes, estableciendo primero
las reglas, las referían después de forma arbitraria a los signos.
En realidad, olvidaban la dimensión semántica y pragmática
del lenguaje para poner su interés en una proyección de estru c-
tura lógico-sintáctica; hecho que no ocurría en Morris, donde el
lenguaje quedaba estructurado por la diferente combinación de
las tres clases de signos. Distingue también en las proposicio-
nes los «dominant signs», o términos donde se suele poner más
atención. Y los «specifiers», o los específicamente significat i-
vos. Aunque convendría adelantar que la terminología no es
que fuese propiamente suya, él la toma de M. J. Andrade, en
quien ve unos términos adecuados para expresar su propio pen-
samiento.
137
Será más tarde, en «Signs, Language and Behaviour» (1946), donde hablará de 16 tipos de len-
guaje.
131
Creían sus defensores -según el propio Morris-, que la capacidad
intelectiva era suficiente para reflejar las propiedades de los objetos,
o lo que es lo mismo: que el lenguaje reflejaba los modos y las rel a-
ciones de los fenómenos mentales como si se tratara de la propia
imagen proyectada sobre el espejo. Sin embargo, él consideraba que
esta creencia se debía al hecho de ignorar la doble dimensión sintá c-
tica y pragmática. La teoría del «espejo» no daba solución a toda la
actividad humana. El lenguaje -escribía-, es fecundo en la expresión,
pródigo, sobre todo, en formas y modulaciones, y sus matices jamás
podrán verse reflejados en el dato real. ¿De qué modo podrían locali-
zarse los términos de «mundo infinito», el adverbio «no» o la inter-
jección «¡ay!»? 138. Queda claro, entonces, que en toda conversación
existe un número de elementos, una serie de signos que, en lugar de
referirse a los datos objetivos, proyectan una relación hacia el sujeto.
Relación subjetiva que es, en última instancia, la que fundamenta las
relaciones. Por tanto, lo que deja de explicar la teoría del «espejo» no
es otra cosa sino la múltiple y compleja actividad humana con todo lo
que conlleva de original y de propia creación.
Al mismo tiempo, tomado el lenguaje en su totalidad, vemos que la
estructura sintáctica tiene un valor específico, está contribuyendo a ser
función, no solamente de la semántica, sino también de lo pragmático
como tal. Precisamente, esta función ha sido, según Morris, la más des-
cuidada de todas. Podríamos encontrar relaciones entre la sintaxis y la
semántica; acaso también cierta independencia en las mismas, pero lo
que se olvidaba -según él-, era que ambas dimensiones estaban hacien-
do referencia a un sujeto que era, en definitiva, quien fundaba las rela-
ciones. Y es que, en su aspecto pragmático, la estructura lingüística no
es otra cosa que un sistema de comportamiento; tanto es así, que el
error y la verdad podrían ser interpretados en este sentido. La verdad
se obtendría cuando el suceso respondiese a la estructura del signo;
mientras que el error se mostraría al faltar dicha correspondencia.
Tampoco quiere esto decir que él aceptase la pragmática bajo una de-
terminación puramente humanística. la define como «la ciencia que trata
los aspectos biológicos de la semiótica», esto es, todos aquellos fenómenos
relacionados con la psicología, la biología y la sociología; y verificados,
como es lógico, en el funcionamiento de los signos 139. En este aspecto, se
diría que los términos que Morris diseña son más bien naturalistas,
puesto que, al considerar al lenguaje en su pleno significado semiótico,
lo valora como una serie de signos-vehículos intersubjetivos cuyo uso
138
Algunos de estos análisis se encuentran ya en la obra de Heidegger: «Was ist Metaphysik» (1929).
139
Todavía es lo fenoménico lo único que cuenta. La semiótica abrió caminos, pero dejó sin solu-
cionar la ontología del ser.
132
es determinado por las reglas de la sintaxis, la semántica y la pragmát i-
ca. Por eso que la conclusión resulte forzada e incompleta. Insuficiente,
al considerar a la persona y sus experiencias bajo el prisma del puro
fenómeno. Acaso lo decisivo hubiese estado en problematizar al mismo
hombre y su mundo; que se hubiese preguntado por sus principios y
sus leyes; en una palabra, que hubieran llegado a ser también ellos «on-
tologizados»; entonces quizá sí, el lenguaje hubiese podido encontrar la
respuesta adecuada. Pero este paso no lo da. Más aún, nos chocan cier-
tas expresiones como éstas: «El lenguaje no es un hecho individual sino so-
cial. Un signo lingüístico se usa en combinación con otros signos a través de
un grupo social»140.
140
MORRIS, CH. W.: Ob. cit., pág. 114.
141
MORRIS, CH. W.: Ob. cit., págs. 127-128.
133
muy similar a la suya. Se trataba de los términos de «segunda inten-
ción», no de «primera» que correspondería al contenido de la experien-
cia inmediata142.
Pues bien, partiendo de esta concepción lingüística, nada ha de ex-
trañarnos que presentase la universalidad como un «hábito social» en el
sentido de que estas elaboraciones corresponden también a una canti-
dad ilimitada de intérpretes, lo que le conduciría a creer que, en lugar
de hablar de conceptos universales, sería más correcto y apropiado el
uso del término «generalidad» con sus cinco modalidades diferentes.
a) Generalidad del signo vehículo.
b) Generalidad de la forma.
c) Generalidad de la notación.
d) Generalidad del interpretante.
e) Generalidad social.
142
Ibid. pág. 129-130.
134
la psicopatología, la lingüística, la sociología, etc., haciendo de eslabón,
principalmente entre las ciencias «formales» y las «empíricas». Tiene el
convencimiento de que disciplinas enteras, y otras en parte, pueden
perfectamente ser absorbidas por esta nueva ciencia. Para él, llegar a
conseguir una «gramática universal» no es en modo alguno imposible
de apoyarnos en el conocimiento y función de los signos.
Por lo que toca al segundo punto, esto es, que la semiótica, por sí
misma, se constituye como órgano de la ciencia, tampoco parece
ofrecer mayor dificultad. En efecto, si en cualquier rama del saber,
sea cual fuere el motivo o fin propuesto, debe existir en una forma de
expresión, obviamente será porque, de alguna manera, se habrán
hecho presentes ciertos signos-vehículos gracias a los cuales es posi-
ble la comunicación. Los signos tienen siempre algo que ver con la
expresividad; su función es apuntar a algo, referir. Por eso, la semi-
ótica es instrumento, medio imprescindible para cualquier elabor a-
ción de la ciencia. El nos lo expresa con estas palabras; «La lógica
clásica pensó ser el órgano de la ciencia, pero, en realidad, era insuficiente
para tal fin; la semiótica contemporánea, recogiendo los adelantos en la
lógica y la variedad de experiencias acerca de los fenómenos, puede intentar
asumir el papel fallado por aquéllas» 143.
Teniendo esto presente, a Morris podría tachársele de cualquier cosa
menos de reduccionista. Para él la semiótica estaba llena de posibilidades.
Más aún, cree que mediante ella se puede conseguir el modelo ideal de in-
tercambio y comunicación, aunque bien es cierto que, hoy por hoy, todav-
ía se está lejos de alcanzar tales objetivos. Pero eso sí, en el desarrollo,
además del esfuerzo en los análisis, se hace imprescindible la colaboración
entre las distintas ramas del saber.
En consecuencia, al referirse a las implicaciones humanísticas de la
semiótica, torna a poner de manifiesto que esta ciencia es la única posible
para llegar a comprender las diferentes formas de actividad humana. De
este modo, analizando las múltiples formas lingüísticas, subraya que,
además de sus peculiaridades, se manifiestan también las limitaciones.
Así, el lenguaje matemático, por ejemplo, es suficiente para precisar algu-
nas relaciones entre los términos, pero dista mucho para aclarar lo objetivo
y lo real de la experiencia.
SIGNO Y COMPORTAMIENTO
143
MORRIS, CH. W.: Ob. cit., pág. 135.
135
En el tratado que venimos exponiendo, «Foundations of the Theory of
Signs», existe una clara aspiración: la de ofrecer una «gramática universal»
como modelo ideal de comunicación. De ahí que Morris, aunque difiera de
la temática neopositivista, no sería justo desvincularle totalmente de ella.
Su evolución, sin embargo, se hará palpable a partir de «Signs, Language
and Behaviour», su obra más significativa y una de las más importantes de
toda la filosofía analítica.
En medio de sus aspiraciones, la intención se centra ahora en lo que
considera más propio y específico del signo, esto es, en el estudio de su na-
turaleza, cuyo soporte y apoyo viene constituido por el «comportamien-
to». Así, teniendo en cuenta que la semiótica es la ciencia de los signos, el
análisis de éstos será lo primero y más determinante para cualquier poste-
rior compromiso. El punto de partida lo especifica de la siguiente manera:
«Si una realidad "A" dirige el comportamiento hacia el fin de un modo seme-
jante (no necesariamente idéntico) a aquél cuya realidad "B" lo conduciría
hacia e lfin, de observarse tal realidad "B", entonces "A" ciertamente es un
signo»144.
El análisis no es que fuese plenamente original, está tomado de los ex-
perimentos que llevó a cabo Iván Pávlov y de las ideas de Tolman y de
Hull. Lo justificarían los dos ejemplos siguientes: «Si a un perro que se diri-
ge a un determinado lugar a por comida, al ver y oler lo que busca, se le educa-
se de algún modo al sonido de una campanilla, por ejemplo, resulta que apre n-
dería a ir a aquel lugar conforme hubiese sido educado. En tal caso, el perro
prestaría atención a la campanilla; pero no iría tras de ella. Y en el caso de no
encontrar la comida hasta después de un determinado período de tiempo, el pe-
rro se acomodaría a este tiempo transcurrido. El sonido de la campanilla cons-
tituye el signo de la comida en un lugar determinado. Es, pues, un signo no
lingüístico».
144
MORRIS, CH. Vh.: Signs, Language and Behaviour. New York, Prentice-Hall. 1946, pág. 21.
145
MORRIS, CH. W.: Ob. cit., pág. 19.
136
1) En las dos situaciones existe un comportamiento común: satis
facer la inmediata y más urgente necesidad, esto es, el hambre en
el ejemplo primero, y llegar a la ciudad en el segundo.
2) En ambos casos, el organismo de uno y de otro expresan mo
dalidades distintas para conseguir sus fines: al ver el perro la
comida reacciona de distinto modo que cuando oye el sonido de
la campanilla; lo mismo que el automovilista, cuando se encuen
tra efectivamente con el obstáculo, su reacción no puede ser la
misma que cuando le percatan de él verbalmente.
3) La forma de actuar también tiene sus peculiaridades. No se
responde a la campanilla como a la comida, ni tampoco a las pa
labras como al obstáculo; puede que el perro, antes de dirigirse
hacia la comida, espere algunos minutos, así como también el
hombre, antes de desviarse, continúe cierto tiempo por la misma
carretera.
4) La campanilla como las palabras son, en realidad, las controla
doras del comportamiento, aunque sin identificarse con la in
fluencia que pudieran ejercer, tanto la comida como el obstáculo,
si éstos estuviesen presentes en calidad de estímulos.
5) También la respuesta al signo es distinta de aquélla que se pro
vocaría con el objeto de la significación. El signo no es simple es
tímulo; diríamos que realiza una acción mediatriz, es el camino
que nos conduce y dirige hacia el objeto significado, propiamente
hace de medio para conseguir el fin.
En realidad, lo que Morris pretende con estas reflexiones no es otra
cosa que justificar la definición comportamentística del signo. Para él,
cualquier supuesto que ejerza influencia para conseguir ciertos fines,
cumple con lo específico de ser mediador y, por ello, de convertirse en
auténtico signo.
1) Estímulo preparatorio.
2) Disposición a responder.
3) Secuencia de respuestas.
137
4) Familia de comportamientos.
138
distingue el símbolo del signo, en cuanto que, mientras éste requiere un
acto sucesivo de experiencias para que resulte ventajoso y útil, el símbolo
no implica tal sucesión: por sí mismo tiene su propio valor y no es prepa-
ratorio de una secuencia de respuestas como lo fuera el signo.
146
MORRIS, CH. W.: Ob. cit., págs. t71-208.
139
En realidad, su alcance y comprensión, no es que ofrezcan tampoco
grandes dificultades. Veámos: al discurso, por ejemplo, científico, se le
califica: designativo-informativo. Al poético: apreciativo-valorativo. Al
metafísico: formativo-sistemático, etc., aunque, como ya señalábamos,
todas estas designaciones son, más bien, relativas, puesto que ninguno
de los tipos de lenguaje podrían ser consignados con una única y exacta
clasificación. Por más que al discurso poético se le dé el calificativo: apre-
ciativo-valorativo, puede también implicar el mítico, el científico, etc. In-
tentaremos examinar alguno de ellos a fin de poder captar, al menos, la
diferencia respecto a la linea y tradición neopositivista.
Discurso científico
Discurso poético
140
racterísticas similares o análogas. Por consiguiente, un fin valorativo,
junto a intuiciones estéticas originales, serán siempre los resortes más
significativos y propios de este discurso. Por eso, como figura retóri-
ca, su grandeza reside en el modo vivo y directo de acentuar los v a-
lores ya alcanzados y el modo original de explorar otros nuevos. El
arte es dinámico; no sólo se complace el artista en los logros del p a-
sado, sino que busca otras vías de acceso, va más allá. Intuye que la
belleza es posible encontrarla a través de otras rutas todavía no transi-
tadas. Significativas, a este especto, son las siguientes palabras: «La po-
esía no se refiere solamente a aquello que el hombre ha encontrado de significa-
tivo, sino que ella misma desarrolla una actividad dinámica... La poesía es una
antena simbólica del comportamiento inmediatamente unida al valor creati-
vo»147.
Discurso filosófico
141
mismas. Llega a creer que en todo estudioso se esconde un dogmatismo
inicial e inconsciente; lo que no significa que su examen carezca de valor.
Da por supuesto que en cada teoría o sistema filosófico hay siempre una
parte de verdad; que pertenece a todos, por más que ella sea relativa e in-
completa.
Ante una tal conclusión, nada tiene de extraño que algunos dedu-
jesen lo que para ellos era una clara duda escéptica: un innegable e s-
cepticismo al poner en paréntesis el concepto de verdad. Sin emba r-
go, pienso que a esta crítica se la deberían anteponer ciertas matiza-
ciones. Es evidente que él nunca creyó en los dogmatismos elabor a-
dos hasta entonces; pero sí aboga por una filosofía que pudiera co n-
tener toda la verdad, al menos en línea de principio. Más aún, abriga
la sospecha de que algún día esto se pueda conseguir. Vivimos en un
tiempo -dice-, donde las grandes culturas se dejan influir profunda-
mente, donde los adelantos científicos se propagan con rapidez, un
tiempo donde los valores fundamentales también sufren mutaciones
y cambios. Ante lo cual, nuestro esfuerzo deberá ir dirigido priorita-
riamente a conformar una síntesis de todas y cada una de las civiliza-
ciones; sólo así los distintos pueblos de la tierra, cooperando conjun-
tamente, respetarían también su propia tradición e historia. Por lo
tanto, a pesar del peculiar relativismo que refleja su obra, sería injus-
to que marginásemos sus indiscutibles valores, que olvidásemos, so-
bre todo, su inquietud de búsqueda, su deseo por encontrar la visión
unitaria de lo real que todavía, al menos para él, permanecía encu-
bierta.
142
EL ESTRUCTURALISMO
CONCEPTO DE ESTRUCTURA
143
La segunda define la estructura como un conjunto o grupo de sistemas.
Pero eso sí, en el sentido de que su función venga condicionada por la
misma estructura que posee; de tal modo que, pudiendo haber aquí sis-
temas con elementos materiales distintos, por pertenecer a la misma es-
tructura, los significados serán también correlativos. Una vasija, por
ejemplo, puede contener líquidos diferentes, pero en razón de la forma
o tamaño, necesariamente tendrá ciertas significaciones comparables.
Con todo, cabe decir que los dos modelos han servido para definir el
concepto de estructura, si bien es éste último el más general y común-
mente aceptado.
Por otra parte, supuestas las estructuras concretas y abstractas, como
pueden ser aquéllas que se relacionan con la matemática o la física, ade-
lantamos que nuestra intención es detenernos prioritariamente en las
lingüísticas cuyo examen se centra en los principios que rigen el entr a-
mado de las estructuras de la lengua, aunque siempre, claro está, en la
perspectiva y resonancia que ellas puedan tener respecto a la filosofía.
ANÁLISIS ESTRUCTURAL
144
FERDINAND DE SAUSSURE Y EL ESTRUCTURALISMO
EUROPEO
145
A) Lengua y Habla
148
SAUSSURF, F.: Curso de lingüística general. Trad. de Amado Alonso. Buenos Aires. Ed. Lo-
sada. 1967, pág. 64.
146
algo como si se tratara de un «diccionario» individual y, a su vez, colec-
tivo; un código presto a ser utilizado por cualquiera. En el «Curso» lee-
mos: «La lengua existe en la colectividad en la forma de una suma de acuñacio-
nes depositadas en cada cerebro, más o menos como un diccionario cuyos ejem-
plares, idénticos, fueran repartidos entre los individuos. Es, pues, algo que está
en cada uno de ellos, aunque común a todos y situado fuera de la voluntad de los
depositarios»149.
Afirma también Saussure que en el habla confluyen dos realidades
diferentes: una física y otra psicológica. Así, mientras que los sonidos co-
rresponden a fenómenos medibles y, por lo tanto, físicos; su relación sig-
nificativa es psicológica, como psicológica es también la lengua en cuanto
que se constituye por las impresiones de los sonidos que conserva la
memoria.
Pero, ¿cuál ha sido la respuesta a esta distinción de Saussure? ¿Cómo
la ha acogido, sobre todo, la crítica histórica? En principio diremos que
de igual modo a como fue aceptado todo el «Curso de lingüística general».
Frente a los que incidían en las incoherencias y contradiciones, como
Schuchardt o Rogger, se encontraban, además de sus discípulos, los que
defendían a ultranza sus intuiciones. Hoy, sin embargo, más desarrollada
la lingüística, y acaso sin tanta pasión, se opta por un camino intermedio,
una actitud en la que, aun reconociendo la fecundidad de su obra, se cree
que tal aporte venía condicionado, en gran medida, por la mentalidad de
la época; sumándose a esto el que fueran «notas de clase», con los incon-
venientes que suelen comportar tales exposiciones. Así pues, entre las
limitaciones que se apuntan respecto a la dicotomía «lengua y habla»,
podríamos resaltar las siguientes:
147
te concepto el «acto verbal», puesto que éste no es otra cosa que la
formalización de la «acción verbal» concreta que sería la palabra; de
lo cual se deduce que el grado y el alcance de tal división no es tan
precisa ni contiene la totalidad de elementos que encierra el lengu a-
je. Saussure abrió caminos, pero la dirección y las metas quedaban
ocultas, veladas por la misma insuficiencia del análisis.
B) El signo lingüístico
150
SAUSSURE, F. DE: Ob. cit., pág. 55.
148
representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos, esa ima-
gen es sensorial, y si llegamos a llamarla "material" es solamente en este
sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, gene-
ralmente más abstracto» 151. Claro que, ni a él mismo le debía satisfacer
plenamente el análisis, tanto es así que llegó a reemplazar el «conce p-
to» y la «imagen acústica» por el de «significado» y «significante», al
creer que estos términos expresaban mejor las distintas oposiciones.
Ahora bien, a los signos lingüísticos les caracteriza el hecho de ser,
ante todo, arbitrarios. Las palabras para Saussure son convenciona-
les, y dominan, según él, toda la lingüística de la lengua; expres a-
mente llega a decir: «El principio de lo arbitrario del signo no está con-
tradicho por nadie; pero suele ser más fácil descubrir una verdad que asi g-
narle el puesto que le toca. El principio arriba enunciado domina toda la
lingüística de la lengua; sus consecuencias son innumerables» 152.
Asumidas estas afirmaciones, da la impresión de que se olvidasen
las controversias históricas sobre la arbitrariedad y la motivación de la
palabra; como si los análisis sobre la onomatopeya careciesen de valor;
lo justificarían también estas otras expresiones: «La idea de "sur" no está
ligada por relación alguna interior con la secuencia de sonidos s-u-r que le sir-
ve de significante; podría estar representada tan perfectamente por cualquiera
otra secuencia de sonidos. Sirvan de prueba las diferencias entre las lenguas y
la existencia misma de lenguas diferentes. el significado "buey" tiene por sig-
nificante "bwéi" a un lado de la frontera franco-española, y "bóf ' (boeuf) al
otro, y al otro lado de la frontera Franco-germana es "oks" (Ochs)»153.
Sin embargo, esta aparente justificación no prueba, ni mucho me-
nos, las buenas intenciones de Saussure. Análisis más recientes acredi-
tan más bien lo contrario, hasta poder asegurar que hoy día apenas si
existen autores que desmientan la semejanza intrínseca entre el nombre
y el sentido en ciertos términos; sería excesivo admitir reglas de paren-
tesco e influencias históricas en palabras como la castellana «cuchillo»,
donde el término italiano es «coltello»; el francés, «couteau»; el latino,
«culter»; el griego, «όs»; el alemán «kuckuck»; el rumano, «cucu»;
o el ruso, «kukushkas».
Quizá alguno pudiera pensar, que siendo los efectos sonoros en
todas partes los mismos, como el ladrar, el relinchar o el mugir,
según los diferentes animales, idénticas deberían ser las formas ex-
presivas. Sin embargo, esas modulaciones, con su original traducción
según las distintas lenguas, no es que contradiga el valor de la ono-
matopeya, sino que la imitación del sonido siempre será parcial. Por
151
Ibid., pág. 128.
152
SAUSSURE, F. DE: Ob. cit., pág. 120.
153
Ibid.
149
eso, aunque exista la relación inmediata, siempre hay un margen pr i-
vativo del sujeto que interpreta; se explicaría así por qué la versión
castellana del «quiquiriqui» del gallo, es traducida en alemán por
«kekeriki», en francés por «cocorico» y en inglés por «cock-a-doodle-
doo». En lugar de existir un radical convencionalismo al modo de
Entwistle, Smithers, Pei y, en cierto modo, Saussure 154, lo que sucede,
como ya se ha indicado, es que la onomatopeya se convencionaliza a
tenor del propio lenguaje.
Cierto que Saussure, con el propósito de justificar su punto de vista,
hace mención de los descubrimientos del cirujano Broca, de quien afir-
ma: «Broca ha descubierto que la facultad de hablar está localizada en la terc e-
ra circunvolución frontal izquierda: también sobre esto se han apoyado algunos
para atribuir carácter natural al lenguaje. Pero esa localización se ha compro-
bado para todo lo que se refiere al lenguaje, incluso la escritura... Todo nos lle-
va a creer que por debajo del funcionamiento de los diversos órganos existe una
facultad más general, la que gobierna los signos: ésta sería la facultad por exce-
lencia»155.
En fe de estos hallazgos, Saussure creía disponer de un material a
su favor. Un material científico que confirmaba sus deduciones lingüís-
ticas: «La lengua es una convención y la naturaleza del signo es indiferen-
te»156. Pero, sin pretender juzgar ahora si nuestros órganos bucales sean
específicamente los más apropiados o no -cierto que la solución al ori-
gen del lenguaje está todavía por resolver—. Se supone que fue el hom-
bre del Neandertal el que, en atención a su primitiva vida de sociedad,
iniciase un incipiente uso de la palabra. De cualquier forma, debieron
pasar decenas de miles de años antes de que apareciese la escritura, cu-
yos primeros documentos se remontan -como ya mencionamos-, a los
inicios del tercer milenio antes de nuestra era, en Sumer.
Pero, si es difícil saber cómo surgió el lenguaje en la forma fonética
actual, no menos comprometido era pretender el apoyo a unos experi-
mentos cuyo valor todavía dejaban bastante que desear. El supuesto de
Broca era el siguiente: existía para el lenguaje un centro que se encon-
traba situado en el lado izquierdo del cerebro, exactamente en la parte
inferior de la tercera circunvolución frontal. Cualquier lesión que afec-
tase a este centro, determinaba la pérdida de la palabra (él le dio el
154
ENTWISTLE: Aspects of Language. Londres, 1953, pág. 15. SMITHERS: Some English Ideophones.
Archivum Linguisticum. VI, 1954. PEI, A.: La maravillosa historia del lenguaje. Trad. de David Ro-
mano. 2.' ed. Espasa-Calpe. Madrid, 1965, pág. 104. SAUSSURE, F. DE: Ob. cit., pág. 132.
155
SAUSSURE, F. DE: Ob. cit., pág. 53.
156
BUHLER, K.: Teoría del lenguaje. Trad. de Julián Marías. 3.' ed. Revista de Occidente. Madrid,
1967, págs. 39-40.
150
nombre de «afemia»). Su originalidad lo constituía el haber hecho efec-
tivos los intentos de localizar las funciones sensitivas y motoras en re-
giones delimitadas de la corteza cerebral; creyendo, después de haber
realizado autopsias a dos paralíticos mudos, que la tercera circunvolu-
ción frontal izquierda contenía el centro del lenguaje o del habla. Claro
que las reacciones no se hicieron esperar. Trouseau, por ejemplo, dedu-
jo que en las enfermedades de la palabra lo que existía era una especie
de dolencia de la inteligencia, junto a una alteración del recuerdo de ta-
les signos lingüísticos. Por el contrario, otros, siguiendo el mismo
método funcional de Broca, lograron matizar mejor. Es el caso del
médico londinense Charlston Bastian, quien, en tales enfermedades de
la palabra, descubría cuatro diferentes emplazamientos clínicos. Uno de
ellos localizado en el centro que reconocía Broca; y como éste había su-
puesto, era el que daba lugar a la «afemia»; otro afectaba a una zona si-
tuada algo más arriba, concretamente en la tercera circunvolución fron-
tal, y que imposibilitaba escribir («agrafia»); un tercero respondía a una
dolencia de los «relais», que dan lugar al funcionamiento de la memor i-
zación verbal-auditiva, ocasionando la «afasia»; y finalmente un cuarto
emplazamiento que afectaba al centro auditivo-verbal, donde se alma-
cenan o retienen las memorizaciones acústicas, caracterizando propia-
mente a la «amnesia».
151
Por otra parte, se ha comprobado que una lesión en el área de Broca
o en la de Wernicke, se traduce en una peculiar atrofia según el área
afectada. En la de Broca, por ejemplo, la articulación es débil e incorre c-
ta. A menudo las respuestas a las distintas preguntas tienen sentido,
pero difícilmente se expresan con frases coordinadas y completas. Por
el contrario, en la afasia de Wernicke, el hablar es correcto, pero semán-
ticamente el paciente desconcierta. Las palabras escogidas suelen ser
inadecuadas e incluso se interfieren con sílabas u otras palabras sin
apenas conexión y sentido coherente.
Tal vez, de haber conocido estos resultados, quizá alguna de las
perspectivas de Saussure hubiera sido diferente. Pero, en cualquier ca-
so, hoy las actitudes respecto a los significados lingüísticos suelen ser
más acordes y universales. Concretamente, respecto a la palabra,
además de relacionarla con algo, como signo que es, mira también a al-
guien. No todo es convención, como tampoco es una fiel y exacta refe-
rencia natural. Junto a signos evidentemente convencionales (la gran
mayoría), los hay también motivados, es decir, que los sonidos prove-
nientes de los objetos tienen que ver con sus determidas referencias.
Sin embargo, el hecho de discrepar en estos u otros puntos de Saus-
sure, no significa que marginemos su obra, al contrario; universalmente
se reconoce que las ideas que en ella se incluyen fueron el embrión de
gran parte de la lingüística actual. Guiado por esta comprensión, Karl
Bühler hace una acertada crítica al «Curso de lingüística general». Llega a
decir que el libro, por hallarse a mitad de camino, oculta la enorme so r-
presa de poder siempre encontrar algo nuevo a la hora de retornar a
consultarle.
Atendiendo, precisamente, a esta perspectiva, y por ser considerado
Saussure el padre del estructuralismo analítico europeo, pasaremos a
hacer un breve resumen de las distintas escuelas estructuralistas.
ESCUELA DE GINEBRA
152
historia de la lengua, obedeciendo ésta de modo singular a los hechos
de la misma civilización. Llega a decir que las lenguas no existen fuera
de los hablantes157; entendiendo por ello que son los individuos quienes
realmente hacen uso de ellas. Por consiguiente, tomar como principio el
aspecto «social» en las lenguas no significa que puedan existir fuera de
los sujetos, pues la sociedad no es algo que pueda existir fuera o inde-
pendeinte de los individuos.
Ahora bien, el hecho de que existan sólo las lenguas en la cotidiani-
dad del habla, no impide que se les conceda una «objetividad ideal»,
que no es «existencia autónoma» sino concordancia, más bien, con el
concepto de «sistema». De ahí su famosa tesis: «Un systéme oú tout se
tient»158.
Por su parte, Charles Bally, profesor de lingüística comparada en
Ginebra, estudiará también, y acaso como ninguno de la escuela, la
esencia del lenguaje; llegando a concluir que éste ni es algo racional,
ni lógico, ni consciente, ni, por supuesto, voluntario. Habiendo en el
lenguaje inteligencia y organización, no se deja rendir a ninguna de
estas facultades, incluso las lenguas más desarrolladas apenas han
alcanzado los puntos y detalles más significativos. De inmediato ap a-
recerán las divisiones, los despropósitos, las arbitrariedades, lo irra-
cional, es decir, que a cada análisis se antepone su correspondiente
síntesis.
159
BALLY, CH.: Le lengage et la vie. París, 1926, pág. 18.
160
VOSSLER, K.: Filosofía del lenguaje. Losada. Bunos Aires, 1968, pág. 122.
153
mino y, a la vez, el más simple, es el que nos lleva «de lo concreto a lo
abstracto, del lenguaje como creación genial al lenguaje como sistema, del
lenguaje como valor autónomo y como fin propio al lenguaje como instru-
mento, de su ser uno con la vida a su funcionar para la vida» 161.
ESCUELA DE PRAGA
161
Ibid. págs. 124-125.
154
como B. Trrika, podrían ser considerados seguidores de reconocidas figu-
ras, tales como Nikolai Sergeievich Trubetzkoy, Roman Jakobson y André
Martinet.
Adelantaríamos, en primer lugar, que el estructuralismo de la Escuela
de Praga es, por encima de todo, una actitud teleológica del lenguaje, es-
to es, dirigida por finalidades, como sería la razón misma del diálogo, del
comunicarse, de decir cosas, etc. Claramente es reseñado en el primer
punto de su primera tesis: «La lengua, producto de la actividad humana,
comparte con tal actividad su carácter teleológico o de finalidad».
Tomada así la lengua, como «sistema funcional», en cierto modo se la
convierte en desafío a los métodos tradicionales, en un reto a las formas
clásicas de la gramática histórica y comparada; hasta tanto que, en una
concepción como ésta, las oposiciones entre los métodos sincrónico y
diacrónico, tal como lo hacía la Escuela de Ginebra, desaparecen; aún
más, el cambio lingüístico, por ejemplo, tampoco es un corte radical ni
algo que se consigne incidentalmente o de forma fortuita. Los cambios no
se suceden apresuradamente. Toda palabra, todo sonido y acento, como
cualquier elemento gramatical, se van configurando lentamente, mol-
deados de forma prioritaria por el transcurso del tiempo. No es sólo una
la causa de las mutaciones, sino múltiples y variadas: pueden existir mo-
tivos históricos, sociales, lingüísticos, psicológicos, etc., que, analizados
en su conjunto y en su función externa, hagan posible la aparición y de-
sarrollo de una nueva ciencia: la fonología.
En efecto, para los lingüistas de la Escuela de Praga, la finalidad que
comportan los hechos fonológicos hace que su análisis se convierta en
objetivo principal de su investigación. Estudiarán, sobre todo, los soni-
dos más simples en que puede descomponerse el lenguaje, se detendrán
en el «fonema», del que concluirán afirmando que, si bien carece por sí
mismo de significado, insisten, no obstante, en su capacidad para distin-
guir «morfemas» y «palabras», o como diría Roman Jakobson: «El fonema
participa en la significación, pero sin tener ningún significado propio»162.
162
«Actos du VI Congrés International des Linguiestes ». París, 1949, pág. 8
155
Otro de los puntos que estudia la Escuela de Praga, siguiendo esta
idea funcionalista, es el referido a la concepción estructural del desa-
rrollo histórico de la lengua. Concretamente, y en una línea opuesta a
la teoría de Saussure, se cree que en ningún estadio de su desarrollo
deja la lengua de constituirse como sistema. Tanto lo sincrónico como
lo diacrónico la afectan constantemente, sea cual fuere el nivel de la
misma. Más aún, la dicotomía «langue-parole» tampoco representará
una base realista de investigación para ellos. Lo que Saussure definía
por «parole» corresponde aquí a la expresión en la que se detectaría
un código de reglas inherentes y singulares. Y es que, para los lin-
güistas de Praga, el léxico y la estructura de la lengua era fundame n-
tal, tan importante que constituía propiamente el objeto de su consi-
deración y estudio; hasta tal extremo, que en virtud de su conexión
con la morfología y la sintaxis, es hoy la principal causa para que la
investgación de los rasgos estructurales del significado esté en el
primer plano de la lingüística moderna. Su futuro y desarrollo la
condicionan a la libertad que ha de darse a los datos, es decir, a que
no se excluyan las posibles correlaciones entre el material lingüístico
y las realidades culturales o extralingüísticas.
Muy afines a estas orientaciones, podríamos citar a F. Vodicka y J.
Mukarovsky, quienes, en esa línea de la Escuela de Praga, inciden de
modo especial en la semiótica que se refleja en el arte. Nombraríamos
también a Emil Petrovich, Bertil Malmberg, Giuliano Bonfante y, parti-
cularmente, a Emilio Alarcos Llorach por su reconocido tratado de «Fo-
nología española».
ESCUELA DE KAZÁN
156
Pero acaso lo más característico de esta Escuela sea su difusión e in-
discutible influencia; así, gracias a otro de los alumnos de J. B. de Cour-
tenay, como fue L. V Scerba, se formará en San Petersburgo, entonces
Petrogrado, otro nuevo «Círculo» con planteamientos, en principio,
muy similares. Cabría mencionar también el Círculo Lingüístico de
Moscú, aunque más independiente y sin gozar del prestigio de la Escue-
la de Kazán.
Hoy los esfuerzos parecen dirigise hacia el campo formal y matemá-
tico. En sí, un estudio analítico que permite ciertas aplicaciones concre-
tas como puede ser la traducción automática. Objeto peculiar de estudio
lo constituye también el afán por descubrir las reglas de afinidad y co-
rrespondencia entre lo que podía ser una construcción abstracta y la
realidad concreta, tal y como nos lo ofrecen los distintos sistemas lin-
güísticos. Y todo ello porque se es consciente de que la lingüística es, en
primer término, una ciencia empírica. Por lo tanto, de igual modo que
las ciencias positivas se elaboran en base a la observación y las relacio-
nes entre los elementos obtenidos; la lingüística, al menos en cuanto al
método, tampoco deberá ajustarse a otros cánones: los datos y modelos
que se ofrecen exigirán, por razones similares e inherentes al sistema,
no sólo el estudio y evolución de los fenómenos, sino también, y de
modo especial, el análisis de las posibles conexiones.
ESCUELA DE COPENHAGUE
163
BRONDAL, V.: Essais de linguistique générale. Munskgaar. Copenhague, 1943, pág. 10.
157
glosemática, o ciencia del glosema. Se trata de delimitar las invariantes
mínimas, es decir, clarificar las unidades irreductibles de la lengua, para
que así, y en virtud de sus mutuas relaciones, sea posible formular cual-
quier supuesto o teoría sobre el lenguaje; claro que, en esa elaboración,
Hjelmslev se vio comprometido a subscribir un variado número de con-
ceptos nuevos con el fin de evitar confusiones con la terminología clásica,
aunque, bien es verdad que esto no siempre se logró, sumándose además
la prevención o recelos de la mayor parte de los lingüistas a la profusión
de innovaciones terminológicas.
Pero quizá la crítica que ha tenido una mayor incidencia sobre la glo-
semática sea la relacionada con el estructuralismo en general. Se piensa
que con esta metodología, cualquier estudio o teoría del lenguaje quedaría
marginada de la ciencia humanística como tal, se convertiría en una de
tantas ciencias exactas al desvincular los valores más inherentes y propios
de la persona. Así, M. Leroy llega a creer que por ese camino la lingüística
queda relegada de su esencial componente humano, corriendo el riesgo de
convertirse en un conceptualismo abstracto y formalista recluido al campo
de la pura especulación intelectual. No en vano -continúa diciendo-, se ha
reprochado al estructuralismo de planear en la estratosfera, olvidando las
realidades o hechos concretos del hombre, que son, en definitiva, lo real-
mente importante en esta ciencia164.
Se trata, evidentemente, de una crítica donde los valores humanos -al
verse supeditados a la pura concepción mental-, impedían el completo de-
sarrollo de los mismos. Es, al fin y al cabo, el inconveniente que lleva con-
sigo cualquier absolutización de los métodos inductivos o deductivos en la
búsqueda de nuestros conocimientos. Sin embargo, la reacción deductiva
de la Escuela Danesa tenía de positivo el haber mostrado que, mediante
conceptos generales, también se puede ir descubriendo la estructura de la
lengua y no sólo a partir de la inducción, como se había hecho principal-
mete hasta entonces.
164
LEROY, M.: Les grands courants de la lingüistique mordene. Bruselas-París, Press Universitaire.
1963, págs. 95-96.
158
presenta ya las líneas orientadoras de la lingüística propiamente de s-
criptiva. Llega a pensar que la cultura de un pueblo condiciona, de
uno u otro modo, la forma de su lenguaje. Claramente nos dice: «Pa-
rece poco probable que exista alguna relación directa entre la cultura de una
tribu y su lengua, excepto en cuanto la forma del lenguaje viene condicionada
por su estadio cultural y no en cuanto un estadio cultural determinado está
condicionado por las características morfológicas de la lengua» 165.
165
Boas, F.: Handbook American Indian Languages. Smithsonian Institution, Bureau of American
Ethnology, boletín 40. Washington, 1911, pág. 67.
159
cibe el mundo como configuración y como hecho real. Así, en el famoso
artículo «Language» que escribió para la «Encyclopedia of the Social Scien-
ces», plantea y resuelve, gracias precisamente al lenguaje, cómo un
hombre que sólo ha visto a un elefante en su vida, pueda describir
grandes manadas e incluso hablar de su reproducción y crecimiento. En
ese sentido, el lenguaje es dinámico y creativo, heurístico según él, es
decir, más amplio de lo que sus formas nos proponen. Por eso, en otro
de sus ensayos: en «Conceptual Categories in Primitive Languages», vuelve
a ser más categórico si cabe: el lenguaje, como sistema, no sólo influye,
sino que, en cierto modo, determina también la experiencia.
Pues bien, estas son las ideas que van a influir de forma decisiva
en la personalidad -digamos, un tanto extraña- de Benjamín Lee
Whorf. Trabajaba éste en una agencia de seguros; y lo que podía pa-
recer una profesión poco común para las aspiraciones de un lingüi s-
ta, no lo fue así en Whorf, por una serie de factores y coincidencias.
En primer lugar, porque su mismo puesto de trabajo le obligaba a
realizar frecuentes viajes allí donde las poblaciones de tribus de indi-
os americanos eran numerosas, y donde se hacía necesario conocer
sus costumbres, sus tradiciones, sus hábitos y sus lenguas. Partic u-
larmente Whorf conocía la de los «hopi»; lo que sumado al encuentro
y las relaciones que mantuvo con Sapir, hizo que surgiese en él su
verdadera vocación como lingüista. En realidad, su pretensión no era
otra sino la de poder verificar las tesis de Sapir con material positivo
y concreto, por más que dichas conclusiones no se dieran a conocer
hasta después de su fallecimiento; él muere relativamente joven,
cuando aún no había cumplido los cuarenta y cuatro años y tan sólo
con unos 10 trabajando con Sapir.
Pero Whorf, en su deseo de acentuar y poner de relieve el infl u-
jo de la lengua materna, radicaliza, como ya dijimos, el relativismo
moderado de su maestro. Se deduciría, al menos, de las siguientes
palabras: «Las categorías y tipos que sacamos del mundo de los fenómenos
no los encontramos simplemente en él, porque, por ejemplo, son obvios p a-
ra cualquier observador; por el contrario, el mundo se presenta en una co-
rriente calidoscópica de impresiones que debe ser organizada por nuestro
espíritu, es decir, en sentido amplio, por el sistema lin güístico de nuestro
espíritu. La forma en que articulamos la naturaleza, la organizamos en
conceptos y les atribuimos un significado que viene determinada, en gran
parte, por el hecho de que participamos en un convenio de organizarlos de
este modo, un convenio que es válido para toda nuestra comunidad li n-
güística y que se halla codificado en las estructuras de nuestro lengua-
je» 166.
La diferencia con Sapir está en que, mientras éste nunca dudó de la
existencia real y objetiva que reflejaba el lenguaje, sí se pone en e n-
166
WHORF, B. L.: Science and Linguistics en B. L. Whorf, Language, Trought, Reality, pág. 213.
160
tredicho en la tesis de Whorf al afirmar que el mundo se reduce a u na
«corriente calidoscópica» de impresiones que organiza nuestro espíritu.
Por lo tanto, aquello que en Sapir era postura moderada, se convierte
en Whorf en actitud claramente idealista y, en consecuencia, distinta
de la de aquél, aún cuando a los dos se les incluya en la ya clásica
«hipótesis de Sapir-Whorf».
Por otra parte, la tendencia a fundamentar el estudio de los seres
humanos en la observación de la conducta, va a dar lugar a una nueva co-
rriente: el «conductismo», que en su forma americana se la conocerá
por «behaviorismo», y coyo representante más cualifica es Leonard
Bloomfield.
Tomando como referencia la teoría del comportamiento, Bloom-
field explica el acto del habla, esto es, la comunicación en sí, como una
secuencia de «estímulos» y «respuestas»167. Supongamos -nos dice-, que
sentado en el escritorio de mi estudio, de pronto, siento sed; iré al grifo
más próximo, tomaré un vaso y beberé. En su terminología, lo primero
que se experimenta es un estímulo (E) «práctico», es decir, no lingüístico,
como es el hecho de sentir la sed. Sensación, por otro lado, que provoca
una respuesta (R) «práctica»: la reacción en la serie de movimientos que
nos conduce a buscar el vaso y beber. Podría simbolizarse de la sigueinte
forma:
En la representación, las letras mayúsculas significan que el estímulo, como la respuesta, son
161
labras como «cerradura», «puerta», «manzana», etc., además de referir-
se a determnados objetos, su connotación le trasladaría también a sin-
gulares acciones.
169
BL OO MF IEL D, L.: O b. c it ., pá g. 141.
162
ton. Y no mucho después, en 1947, regresa a Francia donde llega a ser, en
1947, director de estudios en la «Ecole des Hautes Études de París», con-
fiándosele, en 1959, la cátedra de antropología social en el «Collége de
France».
Lévi-Strauss considera también predecesores suyos a Freud y a
Marx. Como ellos, que tras las manifestaciones «superestructurales»
y los hechos «superficiales» de la experiencia, indagaron «estructuras
más profundas e inconscientes, él cree hacer lo mismo en la antrop o-
logía. Convencido de que esta ciencia vendría mal encauzada si se la
restringía únicamente al funcionalismo americano, opta por lo que
cree que es más fundamental en el estudio del hombre. Así, frente a
aquella actitud donde se incidía de modo peculiar en la relación de
los hechos observables para después sacar inductivamente sus con-
clusiones, él, por el contrario, buscará, ante todo, lo común a todas
las sociedades. Por lo tanto, más que la observación introspectiva e
individual, el verdadero conocimiento del hombre estará condiciona-
do por lo que es común a la naturaleza, por lo «constante» y funda-
mental de la persona. Claro que esta perspectiva venía supe ditada al
impacto de las tribus indígenas durante su estancia en Brasil. Sie m-
pre fue consciente de ello, llegando a reconocer que toda su obra co-
mo antropólogo venía supeditada, en gran medida, por aquellas ex-
periencias; aunque no deja de reconocer que los inicios de su produc-
ción literaria y científica, especialmente en «Tristes Trópicos», el géne-
ro se acercaba a la novela. Es curioso, por ejemplo, cómo cree ver en
un grupo de aquellos indios los orígenes del «Contrato Social» imagi-
nado por Rousseau, o que afirmara que el misionero jesuita no era
superior al salvaje Bororó. Sin embargo, reconoce también que, a pe-
sar de la falta de rigor científico, el «Tristes Trópicos» supuso ya un
impacto fuerte en el examen de la conciencia occidental, un fuerte
choque en el sentido de que en aquellas comunidades de indios se
revelaba una sociedad pacífica y en armonía con la naturaleza, tan
contraria a la que nosotros formamos.
163
tropólogo se ocupa de conductas y actitudes humanas en general, el lin-
güista lo restringe únicamente a las expresiones del lenguaje. Con todo,
reconoce su dependencia e insiste, además, en su positiva y necesaria cola-
boración.
Como fenómeno social, la lingüística despierta en Lévi-Strauss el siste-
ma de relaciones, e incluso se sirve de él como prototipo para formular el
método en la antropología. Recordemos sino el aprecio que sentía hacia la
obra de Jakobson. Llegaba éste a decir, por ejemplo, que de la infinidad de
sonidos que la voz humana puede emitir, cada lengua selecciona un pe-
queño número de ellos, formando un sistema en el cual, por la forma de
oposición de los mismos, se conocen y diferencian los significados. Cada
lengua es, pues, como una variación a partir de una estructura común y
susceptible de ser aplicada a todas.
Por eso, en el «Finale» con el que cierra el cuarto volumen de la serie
«Mitológicas», titulado: «L'home nu», y que constituye su testamento in-
telectual, Lévi-Strauss llega a decir que los filósofos, lo único que han
pretendido en sus elucubraciones es procurarse un refugio donde la
identidad personal quede a salvo. Pero, siendo imposible mantener tal
identidad personal y, lógicamente, su objetividad científica, han prefe-
rido un sujeto sin racionalidad a una racionalidad sin sujeto. Sin em-
bargo, estas actitudes ignoran lo que se llama «progreso de la concien-
cia», que responde a un proceso de interiorización de una racionalidad
preexistente bajo dos modalidades: una, inmanente al universo, hacien-
do posible el pensar científico; la otra, objetivada, esto es, que funciona
de manera autónoma y racional. En resumen: el estructuralismo reinte-
gra al hombre en la naturaleza, permitiendo sustituir el sujeto -niño
mimado y molesto que ha ocupado inmoderadamente la escena filosófi-
ca-, por la recuperación de la teleología, es decir, por esa finalidad que
permite al estructuralismo restablecer los puentes entre lo sensible y lo
inteligible, entre lo físico y lo biológico, etc., y recuperar la unidad del
cosmos170.
En una concepción del hombre y su mundo como la que se refleja en
estas expresiones, cabría decir que la gráfica imagen del calidoscopio
que tanto gusta a Lévi-Strauss, se vuelve más significativa. En efecto,
así como en este instrumento un número limitado de objetos coloreados
permite, por simple rotación, componer una serie de figuras; de forma
similar esto mismo sucede con las distintas civilizaciones; se trataría
simplemente de combinar los elementos básicos y constantes que son
comunes a todos los humanos. Para él, la raíz y fundamento de las dis-
tintas culturas no es otra que las reglas adoptadas. No hay civilización
«primitiva» ni civilización «evolucionada», no hay nada más que nor-
170
LÉVI-STRAUSS, C.: L'homme nu. Plon, París, 1971, págs. 614-618.
164
mas y reglas diferentes para problemas fundamentales e idénticos. Cla-
ro que, con una conclusión así, por más que se presente con visos de ser
objetiva y científica, lo cierto es que supera cualquier método experi-
mental y positivo. Se opta por una especie de superracionalismo donde,
si es fácil instalarse, no lo es tanto a la hora de dar razón de los princi-
pios que sirven de base. Además, tal y como nos ofrece lo que él llama
lo «constante» de los primitivos, difícil sería también demostrar el po r-
qué de las distintas culturas. Podría incluso justificarse el infanticidio y
la antropofagia. Por todo esto, acaso sea el antihumanismo el rasgo más
peculiar de esta actitud estructuralista, sobre todo al suprimir los
hechos más culturales de la persona como son sus propios actos de li-
bertad.
Un rígido o extremo relativismo ético creo que es su más lógica
consecuencia. Ya en «La pensée sauvage» nos dice: «El fin último de las
ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo»171. De ahí que,
Paul Ricoeur, analizando esta dirección estructural, nos diga que se tra-
ta de un «kantismo sin sujeto trascendental», a la que Lévi-Straus asiente
como crítica aguda y precisa. La acepta en el sentido de que para él, ni
la psicología, ni la metafísica, ni el arte pueden servirle de refugio.
Sólo una solidaridad cósmica -según sus palabras-, le invita a «retener
el impulso», a «desprenderse» del esfuerzo civilizador de la humani-
dad. Por lo que concluimos con otra de las bastante atinadas expresio-
nes de P. Ricoeur: «El estructuralismo es una forma extrema del agnos-
ticismo moderno, que no admite más mensaje que el cibernético. Por eso, al fi-
nal, se encuentra en la desesperación del sentido. El único sentido que conoce
es el admirable ordenamiento sintáctico de un discruso que no dice nada. Por
eso resulta, a la vez, fascinante e inquietante».
171
RICOEUR, P.: «Réponses á quelques questions», en Esprit, 11 (noviembre, 1963), págs. 652-653.
165
inculcarle la importancia que tenía el estudio del lenguaje. Así, tras
haber estudiado en la Universidad de Pennsylvania con el lingüista
Zellig S. Harris, Chomsky se doctora en 1955 con la tesis « Transfor-
mational analysis», y en este mismo año se le nombra profesor agrega-
do en el «Massachussetts Institute of Technology» (MIT), de Boston,
en el que ocupa, a partir de 1966, la cátedra «Ferrari P. Ward» de
Lenguas Modernas y de Lingüística. Pero fue la publicación en 1957
de «Estructuras sintácticas» la que constituyó propiamente el mani-
fiesto de la gramática transformacional. Al fin y al cabo, sus posterio-
res estudios no harán otra cosa que potenciar el desarrollo de los pre-
supuestos que aquí se apuntaban.
También se le conocerá por otra faceta: Chomsky es uno de los
símbolos de los intelectuales norteamericanos de izquierdas; su acti-
tud es decididamente antinuclear y antiimperialista, hace campaña ac-
tiva contra la guerra del Vietnam y colabora en revistas de izquierdas
como «Ramparts, The New York Review Books, Liberation, The New Left
Review, etc».
En realidad, por más que Chomsky se inicie dentro de la tradición
de la lingüística estructural de los «bloomfieldianos», lo cierto es que
pronto se separa de sus planteamientos inductivos y conductistas. Se
opone a ellos porque, según él, su método limitaba la posibilidad de
llegar a una teoría general y coherente de la lengua. No puede limitar-
se única y exclusivamente la lingüística a describir un lenguaje tal y
como lo analiza el conductismo, sino que, prioritariamente, ha de pro-
curar establecer las reglas gramaticales que nos permitan deducir (gene-
rar), todas las oraciones posibles de la gramática.
En ese sentido, su actitud se acerca al estructuralismo que Lévi-Strauss
aplicó a las civilizaciones. Así como éste dedujo que, tras la variable mani-
festación de cada una de ellas, existía un número limitado de estructuras
básicas, del mismo modo sucede, según Chomsky, respecto a las distintas
lenguas. Comparándolas, se constata que hay elmentos aprendidos y otros
que no lo son; y porque no han sido adquiridos, deberán ser innatos, con-
naturales, pertenecientes al código genético de cada uno. Es lógico enton-
ces que nosotros, más que ir aprendiendo la propia lengua, la vayamos
desvelando conforme somos y a tenor de nuestra estructura biológica.
Al mismo tiempo, y contrariamente a lo que se venía pensando,
Chomsky declara que las lenguas en sí, por más que sean numerosas
y plurales en su expresividad, nunca podrán ser infinitas en número.
Sería imposible porque todas descansan sobre una gramática común,
y las estructuras que el hombre puede ofrecer siempre serán parciales
y limitadas.
Consecuencia también de ello es que la humanidad, por más que
nos parezca lo contrario, es homogénea en su expresión lingüística;
se constata por el hecho de que todas, e indistintamente, pueden ser
166
estudiadas y traducidas. Sólo lo imposibilitaría si el ser con el que in-
tentásemos comunicarnos fuese biológicamente distinto a nosotros
como, por ejemplo, si dicho ser fuera un «extraterrestre».
Así pues, la revolución chomskyana de la lingüística es real, dir-
íamos que traslada los parámetros tradicionales de la psicología con-
ductista, basados en el binomio estímulo-respuesta, por una investi-
gación de signo inverso. En medio de la diversidad de las lenguas,
Chomsky investiga, sobre todo, la unidad profunda que las une, uni-
dad que es dinámica, creadora, es actividad espiritual entre cuyos re-
sultados estaría el lenguaje y la misma ciencia. Ahora bien, ese le n-
guaje, por ser estructurado conforme a unas pautas y modelos, es
«forma», se enmarca dentro de unas leyes gramaticales. Podría r ela-
cionarse, en cierto modo, con las «formas simbólicas» de Cassirer. Y
por su «creatividad», con la «energía» de Humboldt, aunque el e n-
cuadre histórico aún podría ocupar un espacio mayor. Su pensamie n-
to conectaría con la línea cartesiana, y más adecuadamente, con la
«Gramática de Port-Royal». Tengamos en cuenta que uno de los puntos
importantes en esta Gramática lo constituye el modo de descubrir lo
que es común a todas las lenguas. Chomsky era consciente de ello y,
por eso, escribía: «En varios aspectos me parece justo ver que, en líneas
esenciales, la teoría de la gramática generativa transformacional, tal como
se ha desarrollado en los trabajos actuales, es una versión moderna y más
explícita de la teoría de Port-Royal» 172
172
) CHOMSKY, N.: La lingüística cartesiana. Gredos. Madrid, 1969, pág. 88.
167
co, el fin de la lingüística estará en el conocimiento profundo de la
naturaleza humana.
La preocupación, por tanto, de Chomsky, es científica. Pero, dado
que el lenguaje se halla profundamente implicado en dimensiones
psicológicas, sociales y antropológicas, por eso mismo deberá ser es-
tudiado bajo esa trascendental función que desempeña en el conoc i-
miento del hombre. Se logrará así una lingüística for malizada de tipo
lógico-matemático, una gramática transformacional cuyos objetivos
conducirían a construir un modelo teórico donde se generasen, mediante
procesos de deducción, todos los enunciados posibles. En realidad, lo
que Chomsky postula son unos «universales lingüísticos», es decir, que
de una serie de operaciones formales, similares en todas las lenguas, die-
sen opción para una gramática universal, cuyo contenido incluyera, a su
vez, las condiciones en que deberían fundamentarse las gramáticas parti-
culares. Defiende con firmeza que la gramática universal es «el esquema al
que debe conformarse cualquier gramática particular»173.
Guiado por este propósito, Chomsky, en «Syntactic Structures», some-
te a crítica tres modelos de gramática, donde, después de un minucioso
análisis, nos expone cuál sería el ideal. Son los siguientes:
173
CHOMSKY, N.: Languaje and Mind. Nueva York, Harcourt, 1968, pág. 76.
168
cha. Además, una vez escogido el símbolo, que por ser el primero es selec-
cionado libremente, los restantes deberán ya ser elegidos en razón de los
que preceden. He aquí una representación del mismo.
169
Lo que con este modelo contextual se pretendía era dar una ex-
plicación al porqué de las frases gramaticales. Por qué unas eran co-
rrectas y otras no; por qué, siendo correctas otras, no lo eran gramati-
calmente; y por qué, finalmente, las había que no eran ni correctas ni
gramaticales. Pongamos tres ejemplos:
170
su obra, «Aspects of the theory of sintax», por ser la que mejor represen-
ta este tercer modelo.
Él parte de las limitaciones de la gramática sintagmática. Había que
dar solución, por ejemplo, a las oraciones que, siendo gramaticalmente
distintas, poseen idéntico significado. Además, por tratarse de auténti-
cas intuiciones, deberán también poseer sus reglas que justifiquen la re-
lación de la que dependen; lo que supone, a su vez, que la forma apa-
rente de las oraciones puede que no corresponda, en el fondo, a la es-
tructura gramatical que se creía. Se impone, por tanto, una distinción
entre lo dado y lo que se esconde tras la apariencia que, en terminología
chomskyana, se traduce por «estructura superficial» y «estructura pro-
funda».
Había que dilucidar también cómo, en medio de las diferencias gra-
maticales, era posible que las oraciones estuviesen mutuamente relacio-
nadas. Bien es cierto que la solución parecía no tener alternativa en vir-
tud de los resultados. Lo «superficial» sería la consecuencia de haber
sometido a una o varias transformaciones la estructura profunda; aten-
diendo, claro está, a las reglas inherentes a la misma. Lo que no quiere
decir tampoco que necesariamente vaya a existir dicha transformación
en todas las oraciones. Por eso, salvando estos obstáculos, pasemos a
examinar unos enunciados donde, tras distintas estructuras superfi-
ciales, se revela una más íntima y profunda. Dos ejemplos:
El análisis nos puede llevar a una raíz más honda que representaría-
mos del modo siguiente:
171
Como podemos ver, en ambas oraciones existe una transformación
que antecede al verbo principal; sustituyendo el «a mí» por «me». Al
mismo tiempo, los dos enunciados, como estructuras superficiales
que son, también se distinguen desde el momento en que, tanto el
«su» de la 2ª como el «que» de la 1ª derivan de una transformación
distinta.
Por otra parte, los datos significativos, aquellos que nos trasladan al
contenido semántico, se encontrarían en la estructura profunda; mien-
tras los que permiten establecer la forma fonética corresponderían a la
estructura superficial. Así pues, de la estructura profunda que reseña-
mos: «el aterrizaje gustaría a mí», que revela propiamente el mensaje de
la oración, derivarían, mediante transformaciones sucesivas, las distin-
tas estructuras superficiales. Claro que la mayor dificultad se encuentra
en saber con precisión cuál pueda ser la auténtica estructura profunda;
difícil de saber, dada la ambigüedad a que se presta la, de por sí, volu-
ble estructura superficial. Cabe la opción de que dependa de varias es-
tructuras profundas.
Concretaríamos diciendo que es un modelo de gramática con tres
funciones o componentes distintos: el semático, el sintáctico y el fo-
nológico, aunque, como dejamos ya entrever, su campo de acción ha ido
derivando hacia análisis -diríamos- específicos y más individualizados,
como pueden ser los rasgos distintivos del nombre o del verbo. Pero,
como subcomponentes lingüísticos, su examen nos alejaría de nuestra
principal intención. Nos limitaremos, más bien, a hacer una breve valo-
ración de lo que sí comporta una importante incidencia en el clásico
problema del conocimiento, como es su retorno al «innatismo de las
ideas».
Con todo, hablar del problema clásico no quiere decir que el «inna-
tismo» de Chomsky se identifique con el platónico o el que defendiera
Descartes, Malebranche o el mismo Leibniz, sino que, al partir de pre-
supuestos e intuiciones similares, la conclusión nunca podría quedar
disociada de tales principios. Por lo tanto, en cierto modo nos debe pa-
recer hasta lógica la frecuente referencia que hace Chomsky a la tradi-
ción racionalista e innatista de Descartes y partidarios de la Gramática
de Port-Royal.
Sin embargo, también debemos reconocer, que la verdadera inten-
ción de Chomsky es otra; él no expone una doctrina especulativa de
carácter ontológico, metafísico o epistemológico. Lo que pretende es
presentar una «teoría del aprendizaje», o, acaso mejor, una hipótesis
que pudiera ser comprobada y contradicha por datos positivos. En ese
aspecto, la lingüística vendría a ser una rama de la psicología del cono-
cimiento; y su innatismo, una peculiar teoría empírica que quiere dar
respuesta a los «universales lingüísticos».
172
No obstante, al pretender dar una respuesta válida a los problemas
del lenguaje, y en línea opuesta al conductismo norteamericano, la
crítica, no solamente le ha venido de parte de los defensores de la tra-
dición bloomfieldiana, sino también de filósofos tan representativos
como Quine, Goodman o Hilary Putnam entre otros. En realidad,
Chomsky justifica su innatismo y, consiguientemente la gramática ge-
nerativa transformacional, por el estudio y el análisis de la psicología
del niño, por la rapidez, sobre todo, cómo éste aprende su idioma y
cómo se van generando infinidad de oraciones que no nos fueron pre-
viamente enseñadas. Pero, se objeta, sin embargo, que la capacidad
para generar expresiones nuevas puede muy bien explicarse por ana-
logía o atendiendo a las relaciones que se formaron respecto a las
aprendidas con anterioridad, es decir, que la necesidad de su innatis-
mo puede conjugarse con la misma capacidad humana de relacionar
las propias experiencias.
Particularmente Putnam es de los que se muestra más en desacuer-
do con Chomsky al declarar que no es cierto que sea «fácil» aprender
una lengua; porque, si es verdad que el niño a los cinco años puede
dominar ciertas estructuras simples, habrá que reconocer también que
es mucho más el tiempo que necesita para usar correctamente las que
encierran una mayor complejidad de estructura. Además, a las personas
con un coeficiente intelectual más bajo, les cuesta mucho más que aqué-
llas que dan un coeficiente mayor; comprobándose que las primeras
nunca llegan, ni a la fluidez ni a la riqueza de vocabulario de las últ i-
mas. De ahí que la insistencia de Chomsky por reafirmar que no existe
otra teoría mejor para explicar el lenguaje que la del «innatismo», no di-
ce nada, según Putnam, a favor de la misma. Es cierto que E. H. Lenne-
berg ha intentado ofrecer argumentos biológicos que podrían reforzar
la tesis del innatismo, pero la verdad es que sus hipótesis son en exceso
atrevidas como para poderlas tomar como válidas, y aún más, si tene-
mos en cuenta que los mecanismos neurofisiológicos que subyacen en
cualquier disposición innata la hacen, hoy por hoy, difícil y misteriosa.
Considero, no obstante, que debería distinguirse entre capacidad de
«crear» oraciones en un lenguaje (que se identificaría con la aptitud pa-
ra la creación de una obra de arte o el descubrimiento de una nueva ley
física), y otra donde, a partir de unas ideas innatas, se dirige una dispo-
sición que determina el componente creativo.
Si este segundo caso se toma radicalmente, entonces su innatismo nos co-
locaría en una línea paralela a la de Platón, línea destinada a despertar el
«Mundo inteligible», el de las «Ideas reales» o «Realidades ideales». Por el
contrario, si se prescinde de tal radicalidad, como ocurriría en la primera
acepción, la perspectiva cambiaría. Aquí, aún reconociendo la propia es-
tructura mental, condicionada ciertamente por causas biológicas y de su-
puesta evolución, nada impide, sin embargo, que ella filtre, de forma ori-
ginal y creativa, las experiencias y datos que se dan en el mundo exterior.
Lo que se ofrece y enseña no es algo irreal, tiene también su sentido: un
inherente valor, por más que se le tiña con la propia subjetividad.
173
MATERIALISMO DIALÉCTICO Y LENGUAJE
INICIO DE UN PROCESO
174
Todas las lenguas tienen un origen común, que derivan de primitivos
gestos de las manos. De ahí fue evolucionando al lenguaje sonoro, que
utilizarían, sobre todo, los brujos en sus ceremonias rituales. Pero, como
invocaciones primitivas de tales jefes y hechiceros, el lenguaje se inicia
en razón de la clase dominante. Por lo tanto, las lenguas, en su estruct u-
ra y formación, tienen evidentes connotaciones de clase.
Ni que decir tiene que una exposición así, por más que se echasen de
menos las pruebas objetivas que podrían justificarla, gozó, no obstante, de
un primitivo fervor por la presumible lógica en pro de los principios
dialécticos del marxismo. Tanto es así que llegó a formar escuela, una es-
cuela que progresivamente se iba radicalizando. Se llegó a creer, por
ejemplo, que cada sociedad poseía su propio lenguaje. Pese a todo, y por
conveniencias evidentemente políticas, lo cierto es que las tesis de Marr
fueron tomando rango de oficialidad, incluso las aceptó el propio órgano
de propaganda del Comité Central del Partido Comunista.
Cabe señalar, no obstante, que anterior a la teoría reseñada, existía
otro grupo cuya precisión lingüística era bastante mejor que la lograda
por la escuela de Marr, aun cuando no llegase a gozar del reconoci-
miento oficial de ésta. Se trata de las directrices que encontramos en la
obra «Marxismo y filosofía del lenguaje», publicada en 1929 por Valentín
Voloshinov, y que, al parecer, era obra, al menos en su mayor parte, de
Michael Bakhtin, maestro de Voloshinov y verdadero alentador del
grupo. Con todo, él acepta que el libro salga a nombre del discípulo,
quien se permite, eso sí, hacer ciertas salvedades y añadidos. Bien es
cierto que con las purgas de Stalin, de los años treinta, Voloshinov mue-
re prematuramente, mientras que Bachtin, sobreviviendo a las mismas,
fallece en 1975.
Como elaboración conjunta, el contenido de «Marxismo y filosofía del
lenguaje»174 se estructura en tres partes diferentes. En la primera y la se-
gunda el estudio se centra en el lenguaje y su relación con las ideolog-
ías, proponiendo que todo lo ideológico es signo, y sin éstos, las ideo-
logías resultarían imposibles; tal era su dinámica. Se analizan también
los planteamientos de F. de Saussure y de B. Croce, examinando, sobre
todo, el alcance de conceptos como los de «Lengua», «Habla», «Signifi-
cado», etc., para pasar, en la tercera parte, al estudio de los problemas
sintácticos, particularmente a las relaciones y coordinación de las dis-
tintas frases de la gramática.
Pero como síntesis general de las ideas que más pueden inter e-
sarnos, diremos que la palabra, entre la pluralidad de signos que
174
La versión castellana que aparece en Buenos Aires en 1976, viene traducida con el título, «El
signo ideológico y la filosofía del lenguaje», evitando, evidentemente, cualquier implicación política.
175
existen o puedan existir, es, para Bakhtin y Voloshinov, el signo por
excelencia; un signo puro y neutral frente a cualquier posible ideo-
logía; lo que contrasta, evidentemente, con las directrices de la escu e-
la de Marr, en cuanto que pueden servir indistintamente para cua l-
quier función, hipótesis o sistema ideológico representativo. Además,
en la palabra, como medio o instrumento semiótico de la vida psíqu i-
ca, es donde más significamente se revela la conciencia de los hablan-
tes. Por eso, aunque sólo sea como elemento interior, ella siempre e s-
tará presente en los actos reflexivos de la persona. Claro que, como
signo lingüístico, la palabra posee también su propia carga específica,
acumulada a lo largo de toda su tradición histórica.
Cabe distinguir también entre «clase social» y «colectivo semiótico»,
ya que cada una de las clases utiliza el signo como expresión de la pro-
pia ideología. El colectivo lingüístico es más amplio e incluye distintas
clases; y al poseer cada una de éstas su peculiar carga valorativa, lo que
hacen, en realidad, es mostrarnos que en el lenguaje también se revelan
las distintas luchas de clase; era, al fin y al cabo, otro modo de conectar
con la dialéctica marxista; aunque, como ya dijimos, apenas si tuvieron
incidencia alguna dichos análisis dada la aceptación de las tesis de Marr
en el aparato del Partido; justificando, al tiempo, el porqué de la tardía
versión de la obra de Bakhtin y Voloshinov en Occidente.
Sin embargo, ese apoyo hacia Marr y su escuela por parte de la cla-
se dirigente se va a romper en 1950 a raiz de un artículo que publica
Arnold Cikobava en el «Pravda», con el título: «Algunos problemas de la
lingüística soviética», donde, ante posibles equívocos, se resaltaba que la
lingüística sólo podría desarrollarse si se atenía a los principios dialécti-
cos e históricos del materialismo de Marx, Engels, Lenin y Stalin. Claro
que, al matizar detalles, lo que provocó fue el choque que ya se había
dejado sentir entre los partidarios de Marr y los que disentían de sus
planteamientos.
Con todo, el hecho más sorprendente le protagonizará el mismo
Stalin cuando, ante tales polémicas, interviene personalmente con
una serie de artículos que se publicarían más tarde recogidos en una
obra con el título: «El marxismo y los problemas de la lingüística». De
hecho, más que por la originalidad de los ensayos, la influencia estu-
vo en la decidida desautorización de la doctrina de Marr. Las princi-
pales ideas eran las siguientes:
En principio, él comienza distinguiendo el lenguaje de la superes-
tructura. Y lo hace por una razón sencilla: cree que si se ha pasado de la
infraestructura capitalista a la socialista, permaneciendo la misma len-
gua, es claro que ideología y lenguaje son cosas distintas. Habiéndose
conseguido en Rusia la «Revolución», no quiere decir por ello que la
lengua rusa sea diferente a la de entonces. A pesar de haber desapare-
cido la base económica burguesa con su división de clases, el vocabula-
176
rio y la gramática fundamentalmente son los mismos; y si ha habido
mutaciones, éstas han sido parciales y limitadas únicamente a determi-
nados conceptos. Son novedades que Stalin las refiere a la repercusión
del esfuerzo del hombre, que altera, con su trabajo, las experiencias que
conforman las realidades de la vida; en este caso, el léxico y el cambio
significativo de ciertas palabras y expresiones. Por ello, tomado el len-
guaje globalmente, ni es producto de peculiares estructuras, ni mucho
menos función de una clase interesada. El lenguaje era para él simple-
mente medio de comunicación. La lengua que sirvió a la cultura bur-
guesa es apta ahora para el nuevo orden social. Lo que no quiere decir
tampoco que las estructuras, como las clases, sean únicamente pasivas y
no influyan de alguna manera; unas y otras dejan también su huella e im-
pronta en el colectivo de elementos que los conforman. Ateniéndonos a la
peculiaridad de cada lengua, todas matizan según lo que poseen y con-
forme a los propios intereses. Stalin habla de «dialectos» o «argots» carac-
terísticos de una determinada clase; aunque, en su función específica, la
influencia es siempre más limitada si la comparamos con el campo que
ocupan las lenguas.
Pero lo que más chocó fue su actitud antimarrista. La lengua, a pesar
de los cambios sociales, continuaba siendo la misma. Podía utilizarse a fa-
vor o en contra, para uno u otro fin; y en cuanto a la proposición que había
defendido Marr y su escuela, esto es, que el lenguaje había sido originado
por una determinada clase, Stalin lo desmiente creyendo que fue por la
misma marcha de la historia. No existiendo en la primitiva sociedad divi-
sión de clases, sino que éstas fueron surgiendo en virtud de los propios in-
tereses, sería inadecuado deducir que tuvieran aquel origen; lo cual resul-
taba incongruente en el sentido de que, siendo el lenguaje un fenómeno
social e indistintamente utilizado por todos, descartaba, por sí mismo, to-
da supuesta exclusividad y procedencia al respecto.
En ese sentido, bien pudiera decirse que la postura de Stalin se coloca
al otro extremo del punto de partida que había iniciado Marr. Si éste ne-
gaba la neutralidad al lenguaje con referencias fundamentalmente clasis-
tas, para Stalin el punto de vista era otro. Ideología y lenguaje eran para él
realidades distintas y, de algún modo, interdependientes. Cierto que era
extraña una tal actitud, y más tratándose de un dirigente marxista; pero el
hecho estaba reafirmando la no articulación entre el uso lingüístico y la
división de clases.
Sin embargo, pese a esta pretensión reivindicativa para el lenguaje, to-
davía faltaba mucho para que se pudiese hablar de una sistemática y ra-
cional teoría lingüística dentro del marxismo. Lo va a pretender, no obs-
tante, un profesor fuera de las fronteras rusas: nos referimos al polaco
Adam Schaff, de quien sí puede afirmarse que es el mejor, por no decir el
único representante teórico dentro del pensamiento marxista. Por ello, es
nuestra intención analizar, aunque sea a grandes rasgos, el contenido que
nos ofrecen sus principales obras.
177
LENGUAJE Y MARXISMO EN LA TEORÍA DE ADAM SCHAFF
175
SCHAFF, A.: Ensayos sobre filosofía del lenguaje. Ariel. Barcelona, 1973.
178
de investigación. Lo expresa claramente en una de sus obras importan-
tes: «Introducción a la semántica». Dice así: «El descubrimiento de que el
lenguaje no sólo es un instrumento sino también un objeto de investigación fue
un gran logro en el desarrollo de la ciencia, en particular de la lógica y de la
matemática»176.
Claro que esta postura, para él racional, y en cualquier caso positi-
va, se ve amenazada por otra, en apariencia similar, pero radicalmente
distinta; es la que considera al lenguaje como «único» objeto de investi-
gación. Aceptarla -nos dice-, es caer en la «filosofía semántica», cuyo re-
sultado conduce al solipsismo semántico, que no es otra cosa que puro
idealismo. El, sin embargo, va a partir también del lenguaje, pero no
como realidad única e indivisa, sino dialéctica, esto es, dinámica y crea-
tiva. Comprendamos que una actitud como la que defendía la «filosofía
semántica» no hacía sino echar por tierra la oposición entre materialis-
mo e idealismo, algo detestable para cualquier marxista. Más aún, ana-
lizando la obra de Marx, en concreto la «Ideología alemana» y las «Tesis
sobre Feuerbach», se da uno cuenta de que en el clásico marxismo ya se
reconocía que cualquier análisis en el conocimiento llevaba aparejado el
consiguiente y paralelo examen del lenguaje. De ahí su queja porque no
se encaminase en esa dirección, habida cuenta, sobre todo, de la fecun-
didad que hubieran aportado tales presupuestos. Lo que no ocurrió -
según él- en el desarrollo de la filosofía «burguesa».
Por eso, el compromiso que ofrece la obra de Adam Schaff es bastan-
te claro: se inicia con un planteamiento del lenguaje en cuanto hecho r e-
al e instrumento de comunicación. Le sigue después el estudio a dos
problemas decisivos: la relación del lenguaje con el pensamiento, y el
lenguaje con la realidad; para completarlo con una tercera parte acerca
de la praxis, esto es, la influencia que ejerce el lenguaje en la persona
que vive en sociedad. Por tanto, creyendo que su problemática se centra
principalmente en estos puntos, optaremos por dicha división para
nuestro análisis y comentario.
1. Lenguaje y comunicación
176
Ibid.: Introducción a la semántica. Fondo de cultura económica. México, 1969, pág. 63.
177
SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 128.
179
Partiendo de esta constatación, no ignora tampoco que los animales
también se comunican. «La abeja con su "danza" y sus movimientos de ante-
nas induce a sus compañeras de colmena a volar en busca de ricos hallazgos, y
en consecuencia les "comunica algo" »178. Pero, dicha comunicación -se pre-
gunta-, ¿es igual a la que realiza el hombre? ¿Usamos idénticos meca-
nismos?; porque la emoción, la tristeza, el miedo, etc., se dan cita tanto
en ellos como en nosotros y, a juzgar por el cariz de los hechos, nadie
dudaría que las respuestas parecen delatar orígenes similares.
178
Ibid., págs. 128-129.
179
SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 133.
180
Ibid., pág. 135.
180
sentando la concepción trascendental, y a Dewey como defensor de la
naturalista.
Históricamente -dice-, la postura trascendental se remonta a Platón,
quien, con su teoría de «Las Ideas» colocaba el conocimiento por enci-
ma de lo empírico, considerando que el alma descubre y profundiza de
forma directa en la esencia de las cosas. Esta noción la continúa el mis-
ticismo neoplatónico, pasando después -según su criterio-, por el intui-
cionismo de Bergson y la fenomenología de Husserl; aunque propia-
mente la raíz más profunda debería buscarse en el mismo Kant, o mejor
aún, en el neokantismo, quien, con su división del mundo en fenóme-
nos y noumenos, preparaba el terreno para esta postura trascendentalis-
ta como se puede apreciar principalmente en Jaspers, al proponer nada
menos que un «yo trascendental» en la teoría de la comunicación.
181
apuntábamos, en la «Ideología alemana» y en las «Tesis sobre Feuerbach». Jus-
tificándose por qué en su obra sean relativamente frecuentes frases como
éstas: «Marx dijo que "la esencia humana no es una abstracción inherente a
cada individuo". En su realidad es el conjunto de las relaciones sociales» 181.
Debido, precisamente, a este concepto, la definición asumida por A.
Schaff sobre el hombre, vendrá siempre condicionada por el entorno de
sus relaciones sociales. De este modo, la persona, desde su origen hasta el
más alto desarrollo espiritual, sólo puede comprenderse en razón de ese
contexto social e histórico donde el lenguaje contiene y juega un papel de-
cisivo. En realidad, se trata del verdadero aporte marxista al problema. El
lenguaje humano es un producto que se origina y desarrolla en sociedad; y
debido, sobre todo, a la exigencia que el hombre tiene de comunicarse y de
dialogar. Claramente nos lo expresa con estas palabras: «Resulta totalmente
superfluo recurrir a factores místicos, trascendentales, para explicar el proceso
de la comunicación. La explicación es bien natural, pero no naturalista. Es social.
Esto es lo que el marxismo aporta al problema de la comunicación. El enfoque
marxista hace posible resolver ese problema de una manera coherentemente cientí-
fica, disociando al marxismo tanto de las especulaciones metafísicas del trascen-
dentalismo como del materialismo vulgar de la interpretación naturalista»182.
Ahora bien, si el carácter social del hombre explica el fenómeno de la co-
municación, para resolver la forma o el cómo de llevarlo a efecto será menester
delimitar primero el alcance y uso de los instrumentos a emplear, es decir, será
preciso un estudio previo del «signo y del significado» como medios impres-
cindibles para la mutua comunicación. Porque si hasta el presente, el interés se
había centrado casi en exclusiva en la universalidad de este proceso; a partir de
ahora se ve la conveniencia de prescindir de los «estados emocionales» para
detenerse en el estudio de la comunicación propiamente intelectual.
Pero, ¿cuál es el alcance que da al signo? En primer lugar nos dice que, pa-
ra hacer frente a este problema, urge previamente analizar el concepto de sig-
nificado. Por eso, la definición que él nos ofrece es tan general que bien pudiera
decirse que se centra en el atributo común de los signos en cuanto que nos co-
munica e informa de algo. Aunque tratándose de la función y la propiedad
más significativa, piensa que puede ser suficiente para fundamentarlo. Nos lo
expresa del siguiente modo: «La principal función del signo es comunicar algo a
alguien, informar a alquien acerca de algo. Esa función es común, indudablemen-
te, a todas las categorías de signos, y en consecuencia sirve de fundamento para la
definición del signo: "Todo objeto material, o la propiedad de ese objeto, o un acon-
tecimiento material, se convierte en signo cuando en el proceso de la comunicación
sirve, dentro de la estructura de un lenguaje adoptado por las personas que se co-
munican, al propósito de trasmitir ciertos pensamientos concernientes a la reali-
181
S C H AF F, A.: O b. c i t., pá9. 150.
182
SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 152.
182
dad, esto es, concernientes al mundo exterior, o concernientes a experiencias in-
ternas (emocionales, estéticas, volitivas, etc.) de cualquiera de los copartícipes del
proceso de la comunicación"»183.
Es claro que la incidencia está en la comunicación. Pero no es sólo eso, sino
que, por tratarse de una propiedad universal y común de todos los signos,
además de ser apta para su definición, nos puede servir también para clasifi-
carlos. En razón de lo cual, y con el deseo, sobre todo, de justificar dicha pro-
puesta, él nos sugiere, a vista de var ias divisiones al respecto, la siguiente tipo-
logía:
183
Con todo, lo que a él más le interesa es señalar lo específico, pero
no de cualquier componente, sino del signo lingüístico, cuya natur a-
leza reside en su «transparencia al significado». Ahora bien, ¿qué a l-
cance tiene en A. Schaff esta expresión? Diremos, en principio, que se
trata de una metáfora, pero intentando subrayar la diferencia entre el
signo específicamente verbal y cualquier otro de naturaleza distinta.
Porque si todos coinciden en ser guías y orientadores de referencias
singulares, esto es, distintas a la propia realidad; no lo hacen, sin
embargo, de la misma forma. Se distinguen en el sentido de que, si se
trata de signos no verbales, entre éstos y los objetos refe ridos se da lo
que él llama una «autonomía» o discrepancia que impide la transparen-
cia significativa. Por eso, llega a decir: «Cuando hablamos de los signos pro-
piamente dichos con excepción de los signos verbales, siempre es un hecho
que la relación entre el aspecto semántico del signo admite cierta "autonomía" de
significado»184.
Por el contrario, en los signos verbales cree que se transparenta la
realidad significada. Es como si el material fónico se diluyera para
mejor contemplar la realidad a la que se apunta. Aunque también es
verdad que, si todo esto es posible, no lo es por otra razón sino por
esa unidad que forma el pensamiento con el lenguaje. Para A. Schaff,
pensamiento y lenguaje constituyen una unidad indisoluble, un todo
orgánico singular e indivisible. No existe pensamiento al margen del
lenguaje, como tampoco lenguaje independientemente del pensa-
miento. «Es precisamente esta unidad específica de pensamiento y lenguaje
lo que origina la "transparencia al significado" de los signos verbales. Son
significativos, aunque no sólo significativos» 185. De lo cual se deduce que
el signo verbal no es sólo significado, sino también fenómeno mat e-
rial, es decir, sonido, indicación, etc., cuyas realidades también se
hacen imprescindibles a la hora de la comunicación y el diálogo. Pero
no es únicamente eso, sino que dicha unidad, que sólo la abstracción
permite percibir por separado, además de ser síntoma y señal de re a-
lidades múltiples, tiene un carácter arbitrario. Para él no existe vín -
culo natural alguno entre sonido y significado. De ahí que, siguiendo
esta lógica, el punto siguiente a dilucidar corresponde al modo o tipo
de relación que existe entre el aspecto fónico (sonido) y el significado
(concepto).
A. Schaff es consciente de que en la comunicación humana, en
concreto, entre el que habla y el que escucha, entre la p alabra y el
significado, debe existir necesariamente una unidad de acción y co n-
vivencia, de lo contrario sería imposible que nos comunicásemos.
Bien es cierto que esta unidad tampoco puede ser completa, puesto
que de ser así, comprenderíamos siempre todo aquello que se nos di-
ce; entenderíamos, por ejemplo, todas las lenguas; lo que es absurdo
pensarlo. ¿Cómo se realiza, entonces, esa unidad relativa? A su modo
de entender, existen dos tipos de respuestas que compiten entre sí.
La primera es la que proponen los «asociacionistas», para quienes el
sonido y el significado es algo independiente, aunque se combinan
184
SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 201.
185
Ibid., pdgs. 202-203.
184
en el signo verbal. Se trataría de una postura un tanto acrítica, donde
a la palabra se la asigna el mismo nivel que a acualquier otro signo
lingüístico. Sonido y significado pueden existir independientemente
uno del otro, y la aparente unidad sería sólo problema mnemónico
(de memoria) para asociar las dos realidades; lo cual es inadmisible,
evidentemente, en un planteamiento como el suyo.
La segunda solución, y con la que se siente identificado, es la que
propone una unidad relativa entre sonido y significado en el signo
verbal, es decir, que el significado no es autónomo respecto al son i-
do, sino que existe siempre una conexión «sui generis» entre ambos
conceptos. Ahora bien, ¿qué alcance da él a ese «sui generis»? No nos
lo clarifica suficientemente. Incide, sí, en que el significado no es
autónomo y, en consecuencia, por sí solo nunca podría constituirse
fuera de esa unidad que forman el lenguaje y el pensamiento.
Nos dice también que la palabra, como signo lingüístico, tampoco
puede identificarse, ni con el símbolo ni con la señal, aun cuando ella
pueda hacer las veces de ambos. «El signo verbal no puede identificarse
con ningún otro signo, puede asumir las funciones de algunos -por lo me-
nos-, de esos signos. El signo verbal no es una señal, ya que tiene caracterí s-
ticas y propiedades diferentes de las de ésta, pero puede funcionar como s e-
ñal. El signo verbal, en el mismo sentido, no es idéntico a un símbolo, pero
puede desempeñar su papel» 186. Considera, sin embargo que, en su as-
pecto genético, tanto los signos verbales como los que no lo son, se
constituyen como fruto del proceso de generalización, lo cual, unido
a la propiedad específica del signo verbal (la «transparencia al signi-
ficado») hacen que éste ascienda a los niveles más altos de la abstra c-
ción.
Otro de los puntos que subraya es el referido al carácter arbitrario y
convencional del nexo entre sonido y significado. Carácter arbitrario
del signo que podría concebirse como anulación del vínculo natural en-
tre la estructura fónica y el significado; aunque con ciertas salvedades
también. En efecto, al partir de la unidad orgánica pensamiento-
lenguaje, la consecuencia es evidente: nunca podría aceptarse una abso-
luta y radical conexión arbitraria; pertenecería esto, más bien, a la liter a-
tura neopositivista; sino que su arbitrariedad está condicionada tam-
bién por la genética, por el carácter histórico y social del lenguaje, lo
cual no significa tampoco que se asuma la tesis del vínculo natural en-
tre sonido y significado tal y como lo entendió la tradición platónica.
Pero volviendo al proceso de comunicación, existe otro problema que
es obligado afrontar; se trata del problema de la significación. Prev ia-
mente ya quedó reflejado que el diálogo entre las personas se establecía
por la mutua comprensión de los signos, de unas palabras que apunta-
ban a algo, que eran refereciales de experiencias del mundo y de la v i-
da. Pues bien, esto sucede, entre otras razones, porque signo y signifi-
cado constituyen una única unidad que sólo la abstracción puede divi-
dir o separar. No hay signo sin significado, ni significado sin signo.
186
) SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 212.
185
«Significados "por sí mismos" sin un signo-vehículo, no existen más que en
mentes de metafísicos incurables»187. Por consiguiente, lo primero que hay
que tener en cuenta es la ambigüedad que conlleva la palabra «signifi-
cado»; Así pues, desde la perspectiva marxista, él hace dos salvedades:
La primera es que no existe propiamente eso que se llama «signi-
ficado», ya que, de su referencia, ni puede decirse que sea material,
ni mucho menos ideal o imaginativa; alude, más bien, a las personas
que se comunican después de haber visto o experimentado la carga o
el lastre que tras de sí llevan los objetos. A las ideas, como a los signi-
ficados, les corresponde una existencia indierecta, porque, de admitir
la real y propiamente directa, caeríamos en el más puro ide alismo ob-
jetivista; lo que es inadmisible en el materialismo dialéctico; impo-
sible y absurdo desde el momento que se desautoriza toda posible
objetivación que vaya referida a entidades de tipo ideal.
La segunda cuestión está relacionada con el objeto que se refleja en la
mente de los que hablan y dialogan. ¿En qué consiste? ¿Cuál puede ser
su auténtica realidad? Y, como en otras ocasiones, A. Schaff, vuelve a
ser consecuente con los principios marxistas para confirmar que, una
vez descartados los objetos ideales, sólo puede quedar el mundo exte-
rior, que será el verdadero, el de la materia como auténtica realidad que
se refleja en los objetos. Claramente nos dice: «Desde el punto de vista ma-
terialista, sólo una solución es posible: el objeto que en la relación del conoci-
miento es el correlato común a diferentes sujetos es el mundo material, que se
manifiesta concretamente en forma de cosas»188.
186
materialidad de las mismas, sino el trabajo de quien las producía, es
decir, que en las mercancías se encarnaba el trabajo social, con -
virtiéndose éste en la verdadera medida de las relaciones de cambio,
y, por consiguiente, del valor.
Algo semejante -dice-, ocurre con el significado y la situación-
signo. También aquí existe una especie de «fetichismo del signo» que
encubre la solución del problema. «En conjunto, al declararse uno soli-
dario con Gardiner puede decir que la situación-signo se presenta cuando
dos individuos por lo menos se comunican entre sí por medio de signos para
trasmitirse sus pensamientos, expresiones de sentimientos, voliciones, etc.,
relacionados con algún objeto (universo de discurso) al qu e se refiere su co-
municación» 190.
Una vez aclarado esto, su compromiso es retornar al estudio del
problema del significado, problema que deriva, evidentemente, del re-
sultado de la situación-signo. Para él, un signo sin significado es una
contradicción, y un significado sin signo, el fruto específico de la espe-
culación idealista. ¿Cuál es, entonces, su verdadero alcance? Recono-
ciendo la dificultad del compromiso, examina primero una lista de in-
terpretaciones posibles con el fin de hacer resaltar mejor su postura al
respecto. Son las siguientes:
190
SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 229. (18) Ibid., pág. 230.
191
Ibid., pág. 230.
187
quier acción humana. El significado es, por encima de todo, una rela-
ción social de comunicación entre los hombres, es decir, una relación
definida entre personas que se comunican e intercambian experie n-
cias.
Pero se pregunta: ¿qué se quiere decir al afirmar que el significado
es una relación social? Y responde: «Sobre poco más o menos, que alguien
quiere incitar a algún otro a la acción, informarlo de sus ideas, sentimientos,
etc., y que con ese fn recurre a un signo -un gesto, una palabra, una imagen-,
etc.»192. Es como si el significado conjuntase el doble papel del pensa-
miento y la acción humana, pues de hecho las dos caras están insepa-
rablemente unidas entre sí.
Pero esta exposición deberá partir de un punto de vista evidente co-
mo es el origen del mismo significado, es decir, el origen de esa peculiar
propiedad cuya virtud es transformar los objetos y experiencias huma-
nas en signos. Es, en realidad, una cuestión psicológica y epistemológi-
ca en cuanto que está relacionada con los procesos del pensamiento. Y
es que la génesis del significado y el de dichos procesos coinciden; sin-
cronizan en el sentido de que, tanto los signos como los significados se
originan en la práctica social, sirviendo, a su vez, para transformar las
realidades de las que se parte.
Es de notar que una postura así siempre irá de la mano con las tesis
de la epistemología marxista; coincide, sobre todo, con uno de los prin-
cipales principios de su dialéctica, como es el conocido axioma: «El
hombre adquiere conocimiento de la realidad influyendo en ella y transformán-
dola». Y es que en todo proceso intelectual, por ser privativo de cada
persona, si es cierto que comienza siendo subjetivo, por referirse a obje-
tos materiales hace que sea también objetivo. Se explica así cómo los
cambios históricos, en su práctica social, hayan influido tanto en el
campo de las relaciones semánticas.
Pero el problema lingüístico no se agota en su función comunica-
tiva. Según su criterio, toda filosofía del lenguaje, si se precia de se r-
lo, deberá abordar dos cuestiones de capital importancia: la relación
del lenguaje con el pensamiento, y la relación del lenguaje con la rea-
lidad. Y hasta tal punto lo asume, que llega a decir: «La cuestión cen-
tral es para nosotros la de la relación entre el lenguaje, por un lado, y el
proceso de pensamiento y la realidad a que se refiere el len guaje, por
otro» 193. Por lo cual, y en atención a este compromiso suyo, des-
lindaremos ambos problemas según esa estimación y su particular
modo de afrontarlo.
192
Ibid., pág. 269.
193
SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 327.
188
Parece evidente que el lenguaje expresa el pensamiento y, en conse-
cuencia, la realidad que el pensamiento incluye o adjunta dentro de sí.
Se trata, en realidad, de un marco de relaciones que nosotros, dentro de
su estudio, podríamos formular: ¿influye el lenguaje en el pensamiento?
¿Influye en la visión que tenemos de la realidad? La problemática, por
lo tanto, es doble: relación «pensamiento-lenguaje» y relación «pensa-
miento-realidad».
a) Lenguaje y pensamiento.
194
SCHAFF, A.: Lenguaje y conocimiento. Trad. de Mireia Bofill. Ed. Grijalbo. México, 1967.
195
Ibid., pág. 156.
196
Ibid., pág. 154.
189
estructura de su cerebro y demás órganos al caso. Pero el lenguaje en sí,
en la efectividad de su aparición y desarrollo, es un producto social. Se
comunica al individuo -según expresión suya-, «en la ontogénesis del ser
humano individual a través de la educación»197.
Ahora bien, esta unidad orgánica entre lenguaje y pensamiento pue-
de ser erróneamente interpretada pensando que se trata de verdadera
identidad; sin embargo, el monismo del lenguaje y el pensamiento no
quiere decir que se confundan e igualen los términos, sencillamente lo
que se pretende afirmar es su antidualismo, es decir, un presupuesto
que elimina cualquier actitud que pretenda optar por la separación de
uno y otro. Al hablar de no identificación es porque, en el proceso del
pensamiento, además de las operaciones lingüísticas, existen otros
pormenores que convendría matizar. Lo primero -dice-, es definir el al-
cance del verbo pensar; cosa que no ha sido tan fácil. De ahí las dis -
tintas definiciones al respecto: capacidad de orientarse en el mundo,
capacidad de solucionar problemas, reflejo subjetivo de la realidad o b-
jetiva, etc.; pero que él considera insuficientes por no separar lo e s-
pecífico del pensamiento humano de lo propio del mundo animal.
197
Ibid., pág. 159.
198
SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 186.
190
alabe y considere genial la antropología de Carlos Marx en «La ideolog-
ía alemana», así como también a Federico Engels en su artículo, «El pa-
pel del trabajo en la hominización del mono».
Para A. Schaff, genéticamente, el lenguaje hablado es el desarrollo
de los sonidos animales en cuanto que expresan las distintas impre-
siones suscitadas por el mundo exterior, mientras que el pensamiento
sería la prolongación y desrrollo de la orientación animal en el mundo,
aun cuando ambas operaciones no sean sino dos aspectos inseparables
del único proceso cognosicitivo que realiza el hombre. Sin identificar
los términos: pensamiento-lenguaje, propugna, sin embargo, una indi-
soluble unidad en el sentido de que, de otro modo, el pensamiento
humano nunca podría realizarse; precisa, por naturaleza, el uso de ta-
les signos lingüísticos. Recordando a Saussure en el símil de la hoja de
papel para explicar la unidad de sonido y significado, él lo refiere aquí
al pensamiento y al lenguaje: nunca podría sacarse una de las caras sin
perjudicar a la otra. Se trata -nos dice- de una indisoluble unidad don-
de, sólo haciendo uso de la abstracción podrían distinguirse las partes
del único proceso existente: el proceso conceptual hablado.
b) Lenguaje y realidad
191
le corresponde una particular influencia en el proceso del conocimiento
de la realidad. La otra, de carácter idealista, concibe la incidencia del
lenguaje de un modo más radical, su influjo no se reduce a un papel
meramente activo, sino que incluso es el «creador» de la imagen de la
realidad mediante el propio sistema lingüístico.
Cabría, además, otra actitud más extremista todavía: la de aqué-
llos cuya postura les lleva a afirmar la «creación» de la realidad mis-
ma. Pero esto -dice Schaff-, es ya misticismo y pura fantasía que no
merece tenerse en consideración. Aunque, a su modo de ver, tanto
unos como otros tenían de positivo el hecho de criticar la concepción
mecanicista donde los conceptos reflejaban, no una de las vertientes,
sino la totalidad de la realidad objetiva. Por lo tanto, la cuestión a d i-
lucidar, en palabras suyas, aunque deducidas de los planteamientos
de Humboldt y Cassirer, es la siguiente: ¿La forma en que el hombre
aprehende el mundo es independiente del sistema.del lenguaje en que pien-
sa? ¿Existe, en consecuencia, «faits bruts» de la experiencia que, como im-
presiones sensoriales, son independientes de los demás factores de la vida
espiritual, particularmente del lenguaje? 199 Y A. Schaff, en fuerza de ser
lo más objetivo posible, opta por la etnolingüística, no como única a l-
ternativa para solucionar una cuestión que él dice no está todavía s u-
ficientemente madura, sino para hallar los posibles argumentos que
favorezcan la tesis más racional y objetiva.
Pues bien, aunque en principio nos dice que las investigaciones no
tenían un programa estrictamente filosófico, no por ello la ciencia et-
nológica dejaba de incidir en los problemas de la filosofía del lenguaje;
él considera pioneros en este campo los estudios de Lévy-Bruhl y de
Bronislaw Malinowski, observando el primero que el carácter concreto
de las lenguas de los llamados pueblos primitivos influía en el nivel re-
presentativo de sus formulaciones generales; mientras que Malinowski,
tras el examen de las lenguas de los habitantes de las islas Trobriand,
insistía en que únicamente situándose en la cultura de un pueblo, podr-
ía uno comprender de forma adecuada su lenguaje, resultando, por ello,
prácticamente imposible traducir literalmente esas lengua a las europe-
as. Pero la problemática quedó definida, sobre todo, en la hipótesis de
Sapir-Whorf. Hablamos ya de ella; pero en atención a la importancia
que tiene en el estudio de A. Schaff, precisaremos lo siguiente:
Teniendo en cuenta que Whorf radicaliza el relativismo moderado de
su maestro Sapir, al proponer que el mundo sólo es una corriente cali-
doscópica de impresiones que deberán ser organizadas por nuestro
espíritu200, y que A. Schaff lo considera como actitud idealista, se detie-
ne en la postura de Sapir por creerla más racional y objetiva, y cuya
199
SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 64.
200
Ibid., pág. 112.
192
idea básica, según su criterio, es la siguiente: «El lenguaje de una comuni-
dad humana dada, que habla y piensa en esa lengua, es el organizador de su ex-
periencia y configura su "mundo" y su "realidad social" gracias a esa función.
Formulado de modo distinto y más breve, este pensamiento dice que en cada len-
guaje se halla contenida una concepción particular del mundo»201.
A su entender, la propuesta de Sapir es doble: además de referirse al
lenguaje como guía que orienta la observación e interpretación de la
realidad -lo que le hace ser crítico con el idealismo-, admite también la
influencia del entorno y lo social en la formación del lenguaje, lo cual
para A. Schaff es correcto desde el momento en que se salvan, tanto el
carácter dialéctico de la teoría marxista, como su concepción sobre la
realidad. Es una teoría que, sin prescindir de la realidad, descarta que
sea un reflejo de la misma. No es un captar y presentar los objetos al
modo de una cámara fotográfica, lo que sería -dice-, un «realismo inge-
nuo» y contrario, no sólo a los resultados de la etnología, sino también
al mismo pensamiento de Marx cuando éste se oponía a cualquier posible
mecanicismo de la realidad. Es una concepción que ofrece al lenguaje el
papel de organizar su mundo de experiencias. Lo que tampoco quiere de-
cir que él aceptase todos los presupuestos de Sapir. Llega a decir, por
ejemplo, que de no mirar contextualmente toda su obra, no es infrecuente
encontrar ciertas formulaciones afines al idealismo; y es que, en su conjun-
to, la hipótesis de Sapir-Whorf adolece de la claridad y comprensión que
sería preciso para ciertas proposiciones; así como su «relativismo lingüísti-
co» que, en su forma extrema, conduce a la afirmación absurda de que no
se pueden traducir las lenguas.
Pero, aún sin esa plena aceptación, por el hecho de ocuparse del papel
activo del lenguaje dentro del proceso del conocimiento de un modo
científico, siempre se la tendrá como guía o, al menos, como punto de refe-
rencia. Se podría retener, a su juicio, lo siguiente: que la lengua en que
pensamos y nos sirve de comunicación influye sobre la forma en que per-
cibimos la realidad y, por ello, también sobre nuestro propio comporta-
miento. «Como hipótesis de trabajo que se basa, primero, en la observación del
material lingüístico y, en segundo lugar, en una interpretación determinada de
la unidad de lenguaje y pensamiento, y de la relación del lenguaje-pensamiento
con la realidad objetiva, se acepta la tesis moderada de que el sistema lingüísti-
co es parte integrante del conocimiento humano, no sólo como instrumento p a-
ra la comunicación, sino también como factor que constituye el conocimiento,
gracias a su relación con el pensamiento»202.
Se parte, efectivamente, de un hecho real: la observación del fenómeno
lingüístico; reconociendo, mediante su análisis comparado, que dicho
201
Ibid., pág. 98.
202
SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 132.
193
fenómeno, no sólo es medio, sino también parte integrante del conoci-
miento del hombre. A modo de resumen, he aquí sus palabras: «Es distinto
afirmar que el lenguaje "crea" la imagen de la realidad de forma arbitraria y,
en consecuencia, modificable, según mi elección arbitraria del lenguaje, a pro-
poner la tesis de que el lenguaje "crea" la imagen de la realidad en el sentido de
que impone una percepción del mundo dentro del desarrollo ontogenético del
modelo del individuo y de las estructuras típicas, que se forman en la experien-
cias filogenética de la humanidad y que se transmiten a través de la educación
siempre lingüísticamente condicionada de sujeto a sujeto. En el segundo caso,
la "creación" no es arbitraria ni -en consecuencia-, modificable a voluntad. Las
tesis de un papel del lenguaje así entendido, tal vez no sean tan impresionan-
tes, pero tienen un carácter racional y, por ello, pueden ser aceptadas por l as
ciencias positivas que se ocupan de los problemas de la cultura» 203... «La pre-
gunta sobre si el lenguaje crea la imagen del mundo, encuentra una respuesta
claramente negativa dentro del marco del sistema adoptado por nosotros. El se-
gundo problema sobre si existe la alternativa de que el lenguaje crea la imagen
de la realidad o es el reflejo de la realidad objetiva, también recibe una respues-
ta negativa. De todo nuestro proceso del pensamiento se desprende que el len-
guaje no crea la realidad -en sentido literal-, ni es un reflejo de esta realidad en
sentido literal del témrino "reflejo". Se trata de un reflejo que siempre posee un
cierto elemento de subjetividad, o sea, que, en un sentido limitado de esta pala-
bra, "crea" la imagen de la realidad. El reflejo de la realidad objetiva y la "crea-
ción" subjetiva de su imagen en el proceso del conocimiento no se excluyen, s i-
no que se complementan mutuamente, al constituir un conjunto» 204.
203
Ibid., pág. 217
204
SCHAFF, A.: Ob. cit., pág. 242.
194
medio de él, sobre la posible transformación de la realidad misma.
Con tal propósito, de nuevo pretende partir de datos controlables y
científicos como productos que son de los pensamientos y actuaciones
del hombre. Es consciente que el lenguaje, además de tener su inci-
dencia en el pensamiento, influye también en las disciplinas científicas
y científico-técnicas, sin olvidar tampoco las artísticas, naturalmente.
De ahí que escriba: «La psicología social, así como la sociología y otras cien-
cias que tienen por objeto el comportamiento social del hombre, destacaron el
papel de los estereotipos en el comportamiento y modo de actuar de los hom-
bres. La educación, que siempre es una educación concreta de un medio deter-
minado y un grupo social determinado, transmite al individuo el saber social
acumulado no sólo en forma de lenguaje, que también es pensamiento, sino
también por medio de sistemas de valores aceptados y los estereotipos del modo
de comportamiento humano relacionados con éstos, que se califican de valiosos,
importantes o perjudiciales. Desgraciadamente, aún sabemos demasiado poco
sobre este aspecto, con toda seguridad sumamente importante desde el punto de
vista social»205.
La cuestión de fondo era ésta: que la sociedad, mediante un de-
terminado sistema lingüístico, transmite a los hombres, además de
una peculiar visión del mundo, unos modos también de comport a-
miento. Por lo tanto, la persona, inmersa y educada en una sociedad,
inconscientemente irá asumiendo los valores que le son transmitidos,
entre otros medios, por el lenguaje, ya que es éste, no sólo el indica-
dor y el guía en el conocimiento, sino también en la actua ción y en la
praxis humana. Ahora bien, como la ideología es la que determina el
sistema de valores que admiten las distintas comunidades, se preci-
sará un estudio serio de la relación que guarda el lenguje con dichas
ideologías. Por eso, y antes que nada, será conveniente precisar el a l-
cance que él da al concepto de ideología, y que es la siguiente: «La
ideología es un sistema de opiniones que fúndándose en un sistema de val o-
res admitidos, determina las actitudes y los comportamientos de los hombres
en relación con los objetivos deseados del desarrollo de la sociedad, del gru-
po social o del individuo» 206.
La característica se centra en que, para hablar de ideologías, es im-
prescindible que se ofrezcan primero unos valores, unas cualidades cu-
yo cometido es impulsar a la persona a comportarse de uno u otro mo-
do; aunque atendiendo, claro está, al desarrollo del grupo social en el
que se encentra cada uno. No es infrecuente que el comportamiento del
hombre venga condicionado por impulsos mentales o a instancias de un
determinado sistema lingüístico. En realidad, el lenguaje también tiene
que ver en el comportamiento por una sencilla razón: si la palabra in-
205
Ibid. pág. 261.
206
SCHAFF, A.: Sociología e ideología. Barcelona 1971, pág. 22.
195
fluye en el pensamiento, y éste, a su vez, en la forma de comportarnos,
es lógico que el lenguaje dirija también la actuación del hombre.
Sin embargo, esta deducción, por más que parezca trivial e ingenua -
dice Schaff-, lo cierto es que, tanto en la exposición como en las conse-
cuencias, siempre estuvo marginada. De ahí que, lo primero que se de-
bería hacer sería preguntarse cómo y por qué se actualiza la influencia
del lenguaje en el comportamiento. A lo que él responde: «El signo lin-
güístico no viene íntimamente vinculado al concepto tan sólo, sino asimismo al
"estereotipo"»207. En efecto, la palabra, como signo lingüístico, no sólo
está ligada al concepto, sino también a lo que él llama «estereotipo». Pe-
ro, ¿cuál es su alcance exacto? ¿Cómo nos lo define? En este caso, sir-
viéndose del «Dictionary of the Social Sciences», que dice: «El estereotipo
designa convicciones prefabricadas acerca de clases de individuos, grupos u ob-
jetos, es decir, convicciones que no parten del análisis o enjuiciamiento de los
diferentes fenómenos de que pueda tratarse, sino de opiniones hechas, usos es-
tablecidos o expectativas. No cabe formular ningún principio general acerca de
la clase o grado de deformación, exageración o simplificación que viene a po-
nerse de manifiesto en dichas opiniones» 208.
Afirma también que el estereotipo conlleva una opinión preconce-
bida de la realidad, cuya función consiste en cooperar a la economía
del pensamiento y, por tanto, así estructurar los datos de la experien-
cia. Pero el estereotipo, como el concepto, aun reflejando, en cierto
modo, la realidad percibida, se diferencian el uno del otro. Así, mien-
tras el concepto simboliza y encarna una tendencia objetivo-
descriptiva, el estereotipo posee también una vertiente valorativa; lo
que no significa tampoco que vayan separados, ambos necesitan del
signo lingüístico para existir en cuanto que los dos forman una unidad
orgánica en el lenguaje. Además, tanto uno como otro los vamos asu-
miendo en el velado proceso de nuestra educación en sociedad. Mu-
chas de nuestras simpatías, aversiones o acomodos son, dentro del
mundo social en que vivimos, verdaderos estereotipos que acompañan
a los conceptos transmitidos en una comunidad. Pero se distingen
también porque, sin conceptos, jamás sería posible un verdadero pen-
sar, mientras sí puede haber pensamiento sin estereotipos; es posible
desde el momento que éstos últimos, más que pertenecer al nivel lógi-
co, se inscriben dentro de la vertiente pragmática. Por eso, la praxis
humana, que ya se encuentra de alguna forma mediatizada por el co-
nocimiento, en atención al propio sistema lingüístico, se incrementa
207
Ibid. Lenguaje y acción humana, en Ensayos sobre filosofía del lenguaje, pág. 138.
208
(35) Ibid. Lenguaje y acción humana, págs. 138-139.
196
ahora por esa carga emocional propia del «estereotipo». Por lo tanto,
la palabra, como signo lingüístico, no sólo transmite conceptos, sino
también valoraciones pragmáticas en los estereotipos, aunque, en vir-
tud de su radical e intrínsica unión, tal diferencia pasa inadvertida. De
ahí que afirme: «El soporte de esta relación emocional con el mundo es, pre-
cisamente, el estereotipo, que por lo general no se hace consciente al hombre
como tal estereotipo y ejerce su acción con fuerza tanto mayor cuanto más se
identifica en un todo unitario con el concepto dentro de la conciencia huma-
na. Y éste es precisamente el secreto de la famosa "tiranía de las palabras »209.
Ni que decir tiene, entonces, que la acción de la persona venga con-
dicionada, no sólo por la parte cognoscitiva que transmite el concepto,
sino también por la carga emocional característica del estereotipo. Se
explicaría así ese miedo escénico que puede velar el nombre de un tea-
tro, una cancha o un estadio deportivo, así como determinadas palabras
como sería el caso del concepto «negro», cuya connotación no es la
misma en una sociedad abiertamente racista, que en otra donde nunca
hubo problemas de este tipo.
Pero volviendo a la cuestión de las ideologías, cabría decir que si
éstas determinan los valores de una sociedad, no pueden, sin embargo,
constituirse fuera de los estereotipos. Unas y otros, sin que se identifi-
quen o confundan, forman, tras su específica conexión, un estrecho lazo
de influencias y una agresión a los estereotipos, lo es también a las
ideologías que se fundan en ellos. Por lo tanto, a cualquier nivel y desde
cualquier faceta que se les mire, el estudio del lenguaje -llega a decir-,
es fundamental, importante sobre todo por el decisivo papel que des-
empeñan en toda clase de convicción humana, incluida la praxis.
Ahora bien, finalizada esta breve síntesis, acaso sería conveniente,
antes de concluir, ofrecer, al menos, una somera crítica de los puntos
más significativos de su pensamiento, que, entre otros, podrían ser los
siguientes:
En primer lugar, y como aportación ciertamente positiva, encar e-
cer el esfuerzo por conectar la lingüística de las Antiguas Repúblicas
Soviéticas -después del revisionismo y liberalismo de los años sesen-
ta-, con la problemática lingüística y filosófica del occidente europeo
y americano. El profundo conocimiento que se revela en su obra, tan-
to del neopositivismo como de la etnolingüística americana, le hacen
ser, por lo menos, más cercano a Occidente.
Su punto de partida también nos parece correcto; sobre todo al po-
ner en primera línea el dato real y objetivo; lo que no significa -como
él bien nos dice-, que se vaya a caer en un «realismo ingenuo», sino
209
HAFF, A.: Lenguaje y acción humana , pág. 143.
197
que, al admitir en el pensamiento la influencia del lenguaje, se está so-
breentendiendo la presencia de un factor subjetivo en nuestro conocer,
tal es su dinámica. Por lo tanto, es racional y positivo el apoyo que él
presta a la influencia social e histórica de la lengua sobre el modo de
pensar de una comunidad determinada, así como su rechazo a cual-
quier forma de idealismo.
Sin embargo, no ocurre lo mismo si nos atenemos a los resultados de
la dialéctica. De ser lógico con el materialismo, debería identificar el méto-
do dialéctico con el ser mismo de la realidad, definir la tesis, la antítesis y
el marco ideal lingüístico si de verdad se quiere poner de modelo el méto-
do aceptado por Marx, afrontar, si es posible, la forma y el cómo de la
nueva síntesis. Todo esto se echa de menos; por lo que, en sana lógica, sí
diríamos que se margina uno de los aspectos fundamentales de cualquier
teoría lingüística, como es la relación que guarda el lenguaje con su fun-
ción social y colectiva. Hoy se incide en el decisivo papel que tiene el len-
guaje, no sólo en la creación de las distintas sociedades, sino también en el
mantenimiento de la propia identidad entre grupos culturales indepen-
dientes y de clase. Por todo ello, una correcta filosofía del lenguaje tendrá
que estudiar necesariamente las estructuras profundas del sistema lingüís-
tico si de verdad se desea conectarlas con las correspondientes manifesta-
ciones sociales. Pero tal perspectiva, como modelo a seguir, no la encon-
tramos en una propuesta como la de A. Schaff, que pretende ser, en prin-
cipio, proyección-marxista
198
199
HERMENÉUTICA Y FILOSOFÍA
200
En Platón, como inicialmente se dijo, el problema del lenguaje tenía
ya implicaciones ónticas y epistemológicas: ¿Pueden llevarnos las palabras
al perfecto conocimiento de las cosas?, se preguntaba en el Cratilo. Es una
interrogante donde, tras su formulación, se oculta el verdadero pr o-
blema del ser. Por eso, algunos autores, entre ellos Hans Georg Ga-
damer, creen percibir ya en este planteamiento la red secreta del le n-
guaje conteniendo todo el ingente y plural mundo de objetos que dan
forma a nuestro comprender. Idea, por otra parte, que se acentúa en
el (περί ερμηνηίας), (De interpretatione) de Aristóteles, donde, en la
simple articulación de la palabra se deja ya entrever todo aquel
mundo de referencias múltiples. Aún más, la presunta convicción
que guarda Platón en el «Parménides» hace que, en opinión de Gada-
mer, se refleje ya la propuesta de que no existe verdad de una idea
singular, sino que el «Logos», como una misteriosa red, es principa l-
mente relación de las cosas entre sí; y que aislar una idea, una cosa o
una palabra del conjunto es desconocer la auténtica verdad de las
mismas 210.
Pero no siempre -según el estructuralismo-, se puso de relieve esta
perspectiva, por más que el lenguaje, y concretamente la forma de in-
terpretar los textos, tenga también su larga tradición como nos lo hacen
saber, sobre todo, los numerosos estudios que hoy día ya tenemos sobre
el origen y desarrollo de la hermenéutica. Así, por ejemplo, H. E. Hasso
Jaeger, que ha intentado examinarla desde su prehistoria hasta las más
inverosímiles implicaciones jurídicas y «sacras», concluye afirmando
que su uso ha sido muy variado y complejo; va, desde el sentido que se
daba a la palabra hasta la crítica que venía haciéndose a las tradiciones;
desde la explicación de los cambios de sentido, a la observación de ana-
logías en los textos; algo realmente difícil si pretendiésemos abarcar to-
do su amplio mundo de tradiciones.
Nuestra intención aquí es afrontarlo a partir de la hermenéutica
moderna, que, según creemos, comienza con los planteamientos de
Friedrich Schleiermacher al preguntarse por la posibilidad de un
proceso de la «comprensión». Proceso comprometido y problemático,
sin duda, pero auténticamente hermenéutico en el más estricto senti-
do de la palabra.
En efecto, ante las implicaciones subjetivas del intérprete y las p o-
sibles facetas que podían presentar los objetos, se hacía cada vez más
urgente una teoría general de la interpretación como guía y método
para llegar a una más justa comprensión de las ciencias humanas. Es-
ta urgencia la provoca principalmente F. Scheleiermacher, secundado
por Dilthey y, más recientemente, por Betti, al proponer una hermen-
éutica que podría ser calificada como «metódica» por apuntar a mo-
210
GADAMER, H. G.: La dialéctica de Hegel. Madrid, Cátedra. 1980, pág. 82.
201
dos concretos de hacerla válida y universal. Le sigue la «her -
menéutica filosófica», cuyo objetivo no es otro que la revelación del
ser, es decir, con un fin principalmente ontológico. Sin embargo, aun
reconociendo su positiva contribución, se va a optar después por una
«hermenéutica más crítica», a expensas, sin duda, de marginar otros
importantes valores. Y ya, con un afán más integrador, aparecerá lo
que podría calificarse de «hermenéutica semiológica», con la que
concluiremos este apartado.
HERMENÉUTICA METÓDICA
Desvelar los hechos del pasado, y con ellos, sus más radicales inten-
ciones, ha sido una constante emulación a lo largo de toda la historia;
podriamos recordar, si no, el vehemente y casi idolátrico amor de los
humanistas por los textos clásicos de griegos y latinos.
Pues bien, salvando distancias, F. Schleiermacher (1768-1834) que
en sus años como profesor de teología y filosofía en Halle había tradu-
cido a Platón, realizando, además, estudios exegéticos del Nuevo Tes-
tamento, se da cuenta que, junto a las dificultades y problemática ante-
rior, también estas disciplinas tenían necesidad de superar inherentes
diferencias por causa de sus métodos restrictivos y particulares; lo cual
hace que abogue por una «hermenéutica general», es decir, por un
método que pudiese poner de relieve los principios para una correcta
interpretación, o más exactamente, de un arte hermenéutico de com-
prender, de De sus palabras: «La comprensión correcta de un discurso o un
escrito es el resultado de un arte, y exige consiguientemente una "teoría del a r-
te" o técnica, que nosotros expresamos con el nombre de hermenéutica. Una tal
teoría del arte se da solamente en la medida en que las prescripciones forman
un sistema fundamentado en principios claros derivados de la naturaleza del
pensamiento y del lenguaje» 211.
El propósito es claro: se trata de una hermenéutica cuyo objetivo se
centraliza en el «acto de comprender». Acto, por otra parte, que siendo
indiviso y único, comporta elementos objetivos y subjetivos que son,
precisamente, los que se tendrán que examinar. Pero, dada la poca sis-
tematización que ofrece su obra, resumiremos aquellas orientaciones
metodológicas que podrían definir mejor ese «arte de comprender».
Y la primera salvedad que debería hacerse sería ésta: el camino que
conduce a la comprensión se guía, más que aplicando unas reglas diri-
211
SCHLEIERMACHER, F.: Kurze Darstellung des theologischen Studiums, Hg. H. Scholz,
Darmstadt, 1961, págs. 132-133.
202
gidas al examen de los textos, al empeño por reconstruir el proceso
mental que siguió el autor en el análisis y composición de los mismos.
Significaría, en este aspecto, una nueva «re-construcción» de lo que ya
estaba construido y en la que el intérprete se adentra en el interpretado
como si de una misma vida espiritual se tratara. El compromiso, por
tanto, es doble desde el momento que vienen implicados elementos tan-
to objetivos como subjetivos. Por eso, ante las dificultades epistemo-
lógicas que esto supone, Schleiermacher no duda en afirmar que la ta-
rea al respecto es infinita212.
Para salvar del mejor modo la distancia posicional que separa al
intérprete del objeto -en este caso del texto a comprender-, él no cree
ver otra forma más adecuada que la «equiparación» con el autor. Previo
al arte propiamente de comprender, es preciso -dice-, que uno se equi-
pare al autor, tanto objetiva como subjetivamente. En el aspecto objeti-
vo, por el conocimiento del lenguaje, y subjetivamente por el conoci-
miento de su vida interior y exterior 213. Llegaremos a la «reconstrucción»
y el sentido del texto, más que por el análisis de las causas, por un ele-
mento intuitivo, merced al cual, el intérprete se transforma en la indivi-
dualidad que transparenta el autor. Cuanto más prescindamos de noso-
tros mismos y más intentemos identificarnos con el otro, tanto más acer-
tados estaremos en la interpretación.
212
Ibid.: Hermeneutik. Edita por H. Kimmerle, Abhandlungen der Heildelberger Akademier
der Wissenschafter philosophisch-historische Masse, 2.á ed., Heildelber. 1974, pág. 31
213
SCHLEIERMACHER, F.: Hermeneutik, pág. 84.
214
Ibid., pág. 50.
203
considerar sus textos como puros fenómenos de expresión al margen de sus
pretensiones de verdad» 215.
Por último, convendría decir que el pensamiento de Schleier ma-
cher también sufre modificaciones. Se dedujo esta evolución a partir
de la publicación de los manuscritos inéditos de su primera etapa por
H. Kimmerle en 1959. En el conjunto de su obra se vio, desde ento n-
ces, el paso de una hermenéutica centrada fundamentalmente en la
comprensión del lenguaje (característica de su primera época), a una
postura eminentemente psicologista, donde se desea comprender
cómo el pensamiento de un autor está sujeto a modificaciones por
causa, precisamente, del lenguaje; conclusión ésta que exigía, sobre
todo, esclarecer dos trascendentales presupuestos: uno objetivo, co-
mo era la situación concreta del lenguaje previa al propio autor; y
otro, procurando interpretar las condiciones subjetivas según el pro-
pio pensamiento, es decir, atendiendo al ambiente o estado psicológi-
co que pudo condicionarle al escribir. No en vano esta dirección psi-
cológica, propia de su segunda etapa, fue la que más directamente
incidió en sus discípulos y seguidores, particularmente en Dilthey,
como máximo exponente de la hermenéutica metódica.
Conviene sin ambargo reseñar que a Wilhelm Dilthey (1833-1911),
como a Schleiermacher, les caracteriza el hecho de ser asistemáticos
por más que en sus obras -particularmente en Dilthey-, coexistan in-
terrogantes y respuestas sobre la historia, el hombre y la vida. Así,
ante la pregunta, ¿qué es la filosofía?, Dilthey llega a decir que sólo
puede contestar la historia. Pero, como los objetos y su temática han
ido cambiando a lo largo de la misma, lo adecuado es que se hable,
no de una, sino de múltiples filosofías .
No obstante, y a pesar de esa variedad, la filosofía como función
siempre ha estado presente en cualquier colectivo humano; es, por ello,
algo común y permanente, algo tan connatural a la persona que nos
permite determinar las características del espíritu filosófico; y que son
para Dilthey las siguientes: «el percatarse», «la conexión de los conoci-
mientos» y el «afán de validez universal»; peculiaridades que se descu-
bren y revelan en el ser que se hace, que evoluciona y, sobre todo, que
vive. Por eso, la filosofía en el pensamiento de Dilthey es, por encima
de cualquier otra consideración, un acontecer, un hecho histórico, o si
se quiere, una determinada forma cultural que, al analizarla, se convier-
te en hermenéutica, es decir, en interpretación de esa historia en la que
se hace patente la vida.
215
GADAMER, H. G.: Wahrheit and Methode. J. C. B. Mohr, 4.4 ed. Tübingen. 1975, pág. 184 (251).
Traducción española de Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito: Verdad y Método. Ed. Sígueme.
Salamanca, 1977.
204
Dadas estas orientaciones de Schleiermacher, Dilthey plantea la
cuestión metodológica en términos -diríamos-, similares a las de aquél.
Se pregunta por «la posibilidad de una interpretación universalmente
válida» que pruebe, como lo hacen las otras ciencias, el conocimiento de
los contenidos formales de las ciencias del espíritu. Y es que para él, la
separación entre ciencias de la Naturaleza y ciencias del espíritu, más
que por su método u objeto, que a veces las hace coincidir, lo es princi-
palmente por su contenido. Los hechos espirituales no se nos dan por
una elaboración conceptual, como sucede con los procesos naturales,
sino de un modo inmediato, completo y real, o como él dice, por una
aprehensión que llama autognosis (Selbsbesinnung), y que explica del
siguiente modo: «Autognosis es conocimiento de las condiciones de la con-
ciencia en las cuales se efectúa la elevación del espíritu a su autonomía m e-
diante determinaciones de validez universal, es decir, mediante un conoci-
miento de validez universal, determinaciones axiológicas de validez univesal y
normas del obrar según fines de validez universal»216.
Cabría decir, entonces, que las ciencias del espíritu preceden gnose-
ológicamente a las de la Naturaleza en cuanto que es un conocimiento
de las condiciones de la propia conciencia. Para él, las ciencias de la Na-
turaleza explican (erklären), mientras que las ciencias del espíritu com-
prenden (verstehen). Claro que, a partir de la publicación de «Aufbau
der gesichtlichen Welt in den Geisteswissenschaften», en 1918, el pensa-
miento de Dilthey experimenta un cambio importante; tanto es así, que
su postura, fundamentalmente psicológica, va a derivar hacia una des-
cripción del mundo cuyos elementos darán fe de un valor objetivo y
universal que antes no tenían.
205
hermenéutica podría tener otro fundamento que no fuesen las viven-
cias. Se hace esto patente, sobre todo, cuando Dilthey examina el alcan-
ce del «comprender», cuando estudia su naturaleza, la naturaleza del
«Verstehen».
En efecto, al interrogarse nuevamente por la realidad y la constitu-
ción de las ciencias del espíritu, le permite deducir, además de los ele-
mentos que integran la nueva concepción, el proceso hermenéutico que
se debe seguir, concretizado principalmente en los siguientes conceptos:
«la conexión de vivencias», la «expresión» y la «comprensión». Nos lo
resume con las siguientes palabras: «Las ciencias del espíritu se funda-
mentan en esta conexión de vida, expresión y comprensión» 217. Por lo tan-
to, la vivencia y la comprensión deberán correlacionarse mutuame n-
te; aún más, esa referencia de lo externo con lo interno posibilita
también la apertura a los otros, es decir, hace posible la comprensión
de los demás.
Así pues, la importancia de esta nueva perspectiva es evidente; lo
es porque, gracias a la propia experiencia, va a ser posible acceder a
la vida de los demás. ¿Cómo? No por otro motivo que por aquél que
mejor nos define, esto es, por el que nos hace estar a los humanos en
un mismo horizonte de vida y de acción. Así, la persona que co m-
prende, lejos de hacerlo de forma aséptica o neutral; en virtud de su
condición humana, lo irá necesariamente realizando como un ser o
una conciencia afectada por la experiencia vital y común que subyace
en el texto histórico que se examina; sólo así, al menos, podríamos i n-
terpretar las siguientes expresiones: «Toda manifestación de vida repre-
senta en el reino del espíritu objetivo un elemento "común" que une lo que
en ellos se manifiesta o exterioriza con el que lo comprende; el individuo v i-
ve, piensa y obra en una "esfera de comunidad" y sólo en tal esfera com-
prende» 218.
A tenor de la propia experiencia y de lo «común que en ella su b-
yace, podemos imaginar similares vivencias que han sido experime n-
tadas por otros y comprenderlas». En tal caso, bien pudiera decirse
que en el «comprender» transferimos nuestro propio yo a algo que
sin ser nuestro, lo actualizamos como realidad que nos perteneciese
de alguna manera, es decir, haríamos de ello una «revivencia».
En esta línea, el italiano Emilio Betti ha desarrollado una hermenéu-
tica que, con Hirsch, representan la postura metodológica más consoli-
dada del momento. Condiciona esta posición, o al menos en parte, el in-
terés que presta Betti a la historia del Derecho como ciencia equiparable
y extensiva a todas disciplinas sociales y humanas. Se diría que, frente a
la concepción «heideggeriana» y del propio Gadamer, donde se presta -
217
DILTHEY, W.: Die Enstehung der Hermeneutik (Philosophische Abhandlungen fiir Ch.
Sigwart), 1900, en G. S., VII, 86 (VII, 107).
218
Ibid.: Gesammelte Schriften, VII, 146 (VII. 170).
206
según Betti-, una excesiva atención al aspecto ontológico y, por supues-
to, en claro detrimento del metodológico. Aboga él por una hermenéu-
tica donde el intérprete, más que «otorgar sentido» al objeto, desvela y
encuentra el sentido que ya tiene. Evidente que la operación de «confe-
rir sentido» nunca puede descartarse de forma radical, pero Betti con-
sidera que su función viene siempre condicionada por las objetivacio-
nes ya conferidas por el hombre a lo largo de su historia. Por ello insiste
en la necesidad de que el intérprete halle sentido en lo interpretado, es
decir, que el sujeto, sin ser completamente pasivo, dirija su actividad, a
entender en estructuras objetivas distintas, aunque no necesariamente
incompatibles ni contrarias a las del sujeto.
Con esta actitud, dos son los desafíos que se le presentan a la hora de
afrontar su teoría hermenéutica: uno «epistemológico», correspondien-
do al análisis que posibilite la comprensión, y otro «metodológico», es-
tableciendo las condiciones, los cánones o técnicas que hagan factible la
correcta interpretación.
Ni que decir tiene que este proceso, tanto en su inicio como en el po s-
terior desarrollo, se integra dentro de la mejor tradición metodológica
de Schleiermacher y Dilthey, aunque, buscando raíces más profundas,
éstas podrían encontrarse en las intuiciones de Humboldt. El mimo Bet-
ti nos dice que, adelantándose a la distinción de «le langage» y «la paro-
le» de Saussure, ya Humboldt comprendía el lenguaje como «ergon»
que se objetivaba como energía en la realidad consciente y viva de la
palabra. Por lo tanto, la comprensión nunca podría quedar reducida al
mero conocimiento del significado de las expresiones, sino que, tras de
ellas, existe una vida a la que no es imposible de acceder si uno se atie-
ne al método correcto de la hermenéutica. Pero, ¿cómo abordarlo? ¿Qué
proceso a seguir? Betti, ateniéndose, como ya hemos dicho, a la metodo-
logía que le precede, vincula su hermenéutica a la función de «re-
conocer», de «re-construir» el mensaje que viene dado en las «formas
significativas» previas a cualquier intérprete. En realidad, se trata de
una operación inversa a la que supuso la creación del texto, es decir,
que el intérprete, en su condición actual, y desde su propia subjetiva-
ción, debe recorrer, retrospectivamente, el camino que hizo posible la
creación de la obra. Inversión en la que otra subjetividad distinta a la
propia, jugó el papel decisivo de crear lo que en sí es ahora objeto de
examen.
El problema está en la conjugación de los dos extremos, es decir,
cómo, a partir del ser individual y subjetivo del intérprete, se pueda
hablar también, y con toda propiedad, de «significado objetivo». Es, en
realidad, el verdadero compromiso de Betti, lo que propiamente consti-
tuye su apuesta metodológica en busca de la comprensión.
En ese afán, él nos ofrece cuatro pautas a seguir que denomina
«cánones hermenéuticos» y que se ajustan a este orden:
207
A. Relativos a la objetividad:
1. Canon referido a la autonomía del objeto.
2. Canon de totalidad o coherencia.
B. Relativos a la subjetividad:
3. Canon de la comprensión actual.
4. Canon de la correspondencia de sentido.
208
por la inquietud de superar las deficiencias inherentes todavía a la
hermenéutica de Schleiermacher y Dilthey. Las dificultades aparecen,
no obstante, en el análisis epistemológico. A nuestro juicio se acentúa
en exceso la distancia entre el sujeto y el objeto; se apela, sin previo
examen, a la «afinidad congenial», e incluso se asume el significado
de los textos como si fueran a favor de una supuesta objetividad. Por
eso, sólo en base a una integración del sujeto y el objeto como rela -
ción dialogante y dialéctica de la persona, podrían abrirse nuevas
perspectivas para la comprensión. Al fin y al cabo, ése y no otro es el
objetivo que llevará a término la «Hermenéutica Filosófica», inspir a-
da, principalmente, en la orientación ontológica de Has-Georg Ga-
damer.
HERMENÉUTICA FILOSÓFICA
209
propia capacidad y posibilidades, sugiriéndole una investigación
personal, dialogante y creativa, similar al método que ya usaba
Platón en sus «Diálogos». De ahí que el estudio, más que científico,
es hermenéutico en el más riguroso sentido de la palabra, es decir, un
quehacer interpretativo que subyace en el transfondo de todas las
ciencias. Por eso que se haya calificado de «neohermenéutica» esta
dirección nos parece bastante correcto, habida cuenta de que en la in-
terpretación se incluye, no sólo la explicación de una situación co n-
creta, sino toda nuestra «comprensión histórica», incluso nuestros
propios prejuicios. En el fondo, ésa es, a fin de cuentas, nuestra co n-
dición, la identidad que nos define si queremos acceder a la verdad
que, por otra parte, nos urge e interpela. Y porque el mejor modo de
atender a este compromiso, acaso sea teniendo en cuenta sus condi-
ciones personales, expondremos a continuación algunos datos de su
biografía .
Descendiente de un afamado químico, dedicado al estudio de alcaloi-
des, Hans-Georg Gadamer nace en Marburgo en 1900. Pero ya desde joven
reacciona contra el método científico utilizado por su padre (con lo que se
entenderá su inclinación y apasionamiento al mundo de las letras; en par-
ticular, a la filosofía y la filología).
Influyen en esta forma de conciencia los estudios llevados a cabo por
Thomas Mann en torno al pensamiento apolítico y su peculiar modo de in-
terpretar la historia. En 1922, y en la propia ciudad natal, recibe el docto-
rado, al tiempo que inicia una estrecha relación con Rudolf Otto. Conoce
también a R. Bultmann, quien va a ser precisamente el que le ponga al tan-
to sobre las nuevas doctrinas de la desmitologización. No menos significa-
tiva es su relación con M. Heidegger; aunque, después de haber sido su
discípulo, rompe con él en vista de los compromisos que el filósofo de Fri-
burgo adquiere con los nazis, no volviendo a la amistad primera hasta que
el maestro reconoce sus errores políticos. Precisamente a Gadamer, que
fue propuesto como profesor extraordinario por la Universidad de Mar-
burgo, se le priva de las clases, no por otro motivo sino por causa de la
oposición a la liga nazi de enseñanza. Sin embargo, ya en 1939 consigue
ejercer en la Universidad de Leipzig donde, en 1946, llega a ser primer rec-
tor de la posguerra con el consentiemiento y anuencia de las tropas rusas
de ocupación. Un año después enseña en Francfort, para pasar, en 1949, a
Heidelberg donde sucede a K. Jaspers en la Cátedra de Filosofía. Llega a
ser presidente de la Sociedad General alemana de Filosofía y, más tarde,
presidente también de la Academia alemana de la Ciencia. Hoy, sus discí-
pulos, además de formar un núcleo numeroso, ocupan algunas importan-
tes cátedras de filosofía; podríamos citar a Henrich en Heidelberg, Wiehl
en Hamburgo, Wieland en Marburgo y Schulz en Tubinga, aun cuando,
por su dirección netamente metafísica, ésta haya sido puesta en tela de jui-
cio, tanto por la corriente de izquierdas (neomarxismo o teoría critica so-
210
cial de Habermas), como por la conservadora de Coreth, incluido el racio-
nalismo positivista o cientificista de Popper o Albert.
Por lo que respecta a su obra, adelantaríamos que, pese a ser un in-
cansable publicista, su reconocido prestigio va vinculado al libro fun-
damental de su producción filosófica, «Wahrheit and Methode» (Verdad y
Método), publicado en 1960. Tanto es así que, para la crítica de no pocos
círculos alemanes, esta obra es considerada como la publicación filosó-
fica más significativa e importante de los últimos cuarenta años; razón
para que, en nuestro análisis, nos centremos, casi en exclusiva, en las
orientaciones que allí se reflejan; si bien, pensamos que sería oportuno
hacer primero ciertas salvedades. En efecto, Gadamer, al contrario del
autor que camina hacia un núcleo doctrinal en cuya exposición el
monólogo se hace imprescindible, él, queriendo recuperar la estructura
dialogal allí donde estaba oculta, invierte los términos.
Como si partiera de cero y se olvidara de sí mismo, Gadamer deja a
los interlocutores (principalmente a Platón, Aristóteles, Humboldt,
Hegel, Heidegger, etc.), que hablen para poderlos interpretar creativ a-
mente: es el motivo por el que en «Verdad y Método» la redacción no
viene expresada en primera persona, sino en diálogo con los pensadores
que preguntan y contestan a las cuestiones que son objeto de su exa-
men. Esto, evidentemente aporta las ventajas de insertar al lector dentro
del tema, tal y como lo hacía Sócratres con sus interlocutores, aunque
no deja de tener también sus inconvenientes. Así, como técnica a usar,
dificulta, en primer término, la fácil comprensión y lectura, puesto que
situarse en diálogo con los escritos de los filósofos que supone, requiere
un conocimiento nada común sobre los mismos; conocimiento que es
posible no poseamos los lectores. Por eso, ante estos inconvenientes, he
intentado hacer lo que acaso el mismo Gadamer no hubiese aceptado,
esto es, seguir, desde sus orígenes, el proceso de ese diálogo. Conse-
cuentemente la división es triple. En primer término me detendré en la
historia de la hermenéutica. Seguimos con el análisis de los conceptos
más significativos de la palabra, para concluir con la experiencia her-
menéutica y el lenguaje. Quizá la tarea sea un tanto arriesgada y, en
cualquier caso, reiterativa por seguir la conceción del propio texto. Sin
embargo, la intención no es otra que ganar, en la medida de lo posible,
claridad y precisión.
1. Historia de la hermenéutica
211
Consciente Gadamer de ser el diálogo la estructura originaria
del pensar, y, por lo mismo, el modelo que hace posible la «compre n-
sión», era lógico que buscase antecedentes históricos, por más que
fuesen aquellos autores reinterpretados a su forma y medida. Pues
bien, desde el inicio de su hermenéutica, ese modelo o patrón a se-
guir no es otro que la «mayéutica» socrática de los diálogos de
Platón. Para Gadamer todo conocimiento humano queda reducido a
eso: al resultado dialéctico de la pregunta y la respuesta. «Es claro que
en toda experiencia está presupuesta la estructura de la pregunta. No se
hacen experiencias sin la actividad del preguntar. El conocimiento de que
algo es así y no como uno creía implica evidentemente que se ha pasado por
la pregunta de si es o no es así. . . El sentido de la pregunta es simultánea-
mente la única dirección que puede adoptar la respuesta si quiere ser ade-
cuada, con sentido» 219. Idea que se hace ya presente en Platón cuando revela
en «El Sofista»: «El pensamiento es un diálogo que tiene el alma consigo
misma» 220.
Se deduce por estas palabras que, a la hora de comprender un texto
o un discurso, la lógica que deberá seguirse será la misma: se tendrá
que recuperar, sobre todo, su forma dialogal. Por eso, la labor del her-
meneuta consistirá en descubrir precisamente la estructura de diálogo
allí donde estaba oculta. Recordemos que cuando el intelocutor de
Sócrates intenta suspender o dar un giro a la situación en que le habían
colocado las preguntas, creyendo que era el mejor modo de actuar, es
cuando más absurdamente fracasa. Se debe esto a que la pregunta va
siempre por delante. De ahí que una vez más Gadamer nos corrobore:
«Preguntar quiere decir abrir. La apertura de lo preguntado consiste en que no
está fijada la respuesta. Lo preguntado queda en el aire respecto a cualquier
sentencia decisoria y confirmatoria. El sentido del preguntar consiste precisa -
mente en dejar al descubierto la cuestionabilidad de lo que se pregunta»221.
Su dialéctica, como la de Platón, tiene el sentido de destruir la pro-
pia opinión (doxa), para hacer surgir la pregunta; o lo que es lo mismo:
al reconocer que no se sabe lo que se investiga, surge la pregunta. Pero
esto, más que hacerse, «se revela»; llega a nosotros para poder encon-
trar aclaración, para ir tras el conocimiento adecuado del problema y de
la verdad. En el fondo es una crítica al «historicismo» y a cualquier tipo
exclusivo de subjetivación; porque la pregunta, más que surgir del suje-
219
GADAMER, H. G.: Verdad y Método. Trad. de Ana Agud Aparicio y Rafael Agapito. Eds.
Sígueme. Salamnca, 1977, pág. 439.
220
PLATÓN; El Sofista, 263 e.
221
GADAMER, H. G: Ob. cit., pág. 440.
212
to, emerge de la realidad. Sin ella, la comunicación sería imposible, par-
tiría de cero. En este sentido, Gadamer se solidariza con el pensamiento
de Hegel, en particular con la «Fenomenología del Espíritu». El método
auténtico no es la realización de las acciones extrañas a las cosas, sino el
hacer de las cosas mismas. En la línea de Platón y Aristóteles, Hegel ha
captado que el pensamiento no es un iniciar arbitrariamente tal o cual
cuestión, sino la toma de conciencia sobre algo que le viene y que, a su
vez, tendrá que desarrollarlo en consecuencia.
Del mismo modo, Gadamer cree que esta dirección está también en
consonancia con el pensamiento aristotélico. Llega a decir que al pro-
poner la ética como disciplina autónoma frente a la metafísica, Aristóte-
les habla del bien, no como entidad abstracta y vacía, sino como lo
humanamente bueno, lo que se muestra como bien y nos hace ser más
humanos. «Todo conocimiento -escribe-, y toda decisión libre miran a cierto
bien... Si éste se nos mostrase con suficiente evidencia, no tendríamos ninguna
necesidad del porqué»222. Se trata de una ética donde Aristóteles, más que
apuntar un saber puramente teórico, dirige la mirada al ser en cuanto
despliegue y distensión que va descubriendo la persona. Por lo tanto,
esta ética que Gadamer analiza en pro de una más lógica y correcta
comprensión en el análisis hermenéutico, en modo alguno podría de-
cirse que implicara una ruptura con la tradición, más bien lo contrario.
Por eso comenta: El problema del método está enteramente determinado por el
objeto-lo que constituye un postulado aristotélico general y fundamental-, y en
relación con nuestro interés mecerecerá la pena considerar con algún deteni-
miento la relación entre ser moral y conciencia moral tal como Aristóteles la de-
sarrolla en su Etica. Aristóteles se mantiene socrático en cuanto que retiene el
conocimiento como momento esencial del ser moral, y lo que a nosotros nos in-
teresa aquí es el equilibiro entre la herencia socrático-platónica y este momento
del «ethos» que él mismo pone en primer plano. Pues también el problema her-
menéutico se aparta evidentemente de un saber puro, separado del ser»223.
222
ARISTÓTELES: Etica a Nicómaco, Lib. 1. 4.
223
GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 385.
213
Bien es cierto que si éste no posee la autoridad dogmática como el
juez, sin embargo, aporta como aquél la comprensión de un determi-
nado texto; mostrando que la interpretación se ilustra en la explicación
y, explicando, se hace uso de la mejor pedagogía para indicar las dis -
tintas aplicaciones.
Con todo, al considerar a Humboldt el padre de la moderna filo-
sofía del lenguaje, era lógico también que intentara analizar su obra
en relación con la propia hermenéutica. Se detiene, por tanto, en lo
que él considera de capital importancia respecto a la propia teoría, es
decir, en la trascendencia que tiene el hecho de que Humboldt mir e a
las lenguas como productos de la «fuerza del espíritu» 224; lo cual no
excluye tampoco que exista un fundamento peculiar para cada una
de las lenguas, más bien lo contrario; todas poseen su propia perso-
nalidad por más que, en su desarrollo, no hayan alcanzado la misma
perfección estructural. Cada una es relativa a las otras, aunque sin
dejar de tener, al tiempo, su propia visión del mundo. Cabría decir
que el lenguaje resulta de una necesidad interna donde nada es ca-
sual o fortuito, sino que todas y cada una de las lenguas vienen da-
das por la individualidad vivida de los pueblos, y donde incluso el
pasado más lejano continúa vinculándose con el sentimiento de nues-
tro presente.
224
Ibid., pág. 527.
GADEMER, H. G.: Ob. cit., pág. 531 .
225
214
Droysen, Dilthey- tenía como objetivo lograr para las «Ciencias del
Hombre o del Espíritu» una metodología científica similar a la de las
«Ciencias Naturales», era lógico también que toda su apuesta viniese
condicionada por la credibilidad que éstas le ofrecían. Sin embargo,
para Gadamer, tal aceptación era demasiado simple y conducía, so-
bre todo, a la ambigüedad de la ciencia misma. Ambigüedad, porque
sujeto y objeto formarían dos mundos disociados e inconexos. De ahí
que Gadamer, tornando la vista a Hegel y al propio Heidegger, i n-
vierta los términos y haga un planteamiento al revés: en lugar de
concebir un método para comprender correctamente, parte de la des-
cripción fenomenológica para reseñar cómo ocurre nuestra compre n-
sión de los hechos, es decir, cómo se produce nuestra comprensión
del arte, de la historia y el lenguaje.
Esta hermenéutica la descubre principalmente a la luz de la « Fe-
nomenología del Espíritu». Capta de Hegel el principio de que la len-
gua, como contenido y vida que ella posee, no es algo estático, sino
realidad que fluye, o más correctamente, como vida histórica y
dinámica del espíritu. De este modo, el que nos habla, no sólo es
nuestro interlocutor, sino también el propio lenguaje tal y como ya lo
intuyera Wilhelm von Humboldt. Diríamos que se recobra con toda
propiedad la unidad de la «lengua» y el «habla», para expresar, como
«lenguaje», las experiencias y la vida de generaciones pasadas. Así,
lo pretérito y lo presente formarán en Gadamer esa peculiar ligazón
que es, sin duda, lo que mejor define a toda su hermenéutica.
Atendiendo precisamente a esa orientación hegeliana, Gadamer
también llega a creer que el pensamiento, más que referirse a algo e x-
terior para aplicarlo después a uno u otro principio, lo concibe como
una progresión inmanente y, en todo caso, lejos de cualquier posible
proposición fijada con anterioridad. Se trataría de una dialéctica pr o-
gresiva y ascendente, esto es, similar a la de Platón, donde, a través
de la pregunta y la respuesta, la persona se va purificando en un i m-
perioso avance de saber espiritual. «Para Hegel -nos dice-, el camino de
la experiencia de la conciencia tiene que conducir necesariamente a un s a-
berse a sí mismo que ya no tenga nada distinto ni extraño fuera de sí. Para
él la consumación de la experiencia es la «ciencia», la certeza de sí mismo
en el saber» 226.
En realidad, tanto en Hegel como en Platón, y mayormente en toda la
filosofía griega, el conocimiento humano, lejos de realizarse de forma arbi-
traria o a instancias de la pura subjetividad, su raíz e influencia viene de
parte del objeto. Por consiguiente, atender al origen y a su progresiva ma-
nifestación será el primero de los cometidos, ya que ese estar a la escucha,
abiertos a la realidad que se presenta, no es otra cosa que atender a la
dialéctica del ser, a su dinámica, tal y como él nos la revela. Por lo tanto,
nuestras ideas e imágenes (ocurrencias las llamaría Hegel), deben mante-
nerse a distancia para dejar fluir, en el pensamiento, las cosas mismas. En
226
GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 431.
215
ese sentido, la fenomenología que aquí se propone refleja la necesidad in-
manente de un caminar histórico donde un pensamiento da cabida a otro
buscando esa simbiosis entre lo que nuestra conciencia opina y lo que a
ella se le muestra.
Cabría decir que Hegel recupera para sí, de la metafísica clásica,
el concepto de «pertenencia» tan fundamental y decisivo en el desa-
rrollo de toda su concepción filosófica. Y si tenemos en cuenta que
Gadamer se confiesa hegeliano en todo a excepción del Espíritu A b-
soluto, comprenderemos el porqué de considerarse como un conser-
vador de las tradiciones espirituales y, a su vez, como revolucionario
de esa misma tradición en cuanto que nos obliga a interpretarla en
uno y otro momento del presente. Significativas, en este sentido, son
las imágenes que nos refiere del estanque y el espejo. Nos dice: «Re-
flejarse a sí mismo es una especie de suplantación continua. Algo se refleja
en otra cosa, el castillo en el estanque, por ejemplo, y esto quiere decir que el
estanque devuelve la imagen del castillo. La imagen reflejada está unida
esencialmente al aspecto del original a través del centro que es el observa-
dor. No tiene un ser para sí, es como una "aparición" que no es ella misma
y que sin embargo permite que aparezca espejada la imagen ori ginal misma.
Es como una duplicación que sin embargo no es más que la exis tencia de
uno solo. El verdadero misterio del reflejo es justamente el carácter ina sible
de la imagen, el carácter etéreo de la pura reproducción» 227.
Tener en cuenta esta perspectiva nos permite deducir que la ex-
periencia implica siempre una novedad inesperada, una verdadera
sorpresa desde el momento en que, en todo nuevo contacto con la reali-
dad, hay algo que se desvela y que rompe, en cierto modo, el punto de vis-
ta del que partíamos. Unicamente bajo ese aspecto podríamos llamar «ne-
gatividad» al hecho de la propia experiencia, pero nunca como si se tratara
de fraude o de engaño. Quizá la expresión correcta sería la de «negación
productiva»; más justa y acorde, al menos, que la ya famosa tríada: tesis-
antítesis-síntesis, que tan frecuentemente se atribuye a la dialéctica de
Hegel, y que él, sin embargo, rechazó de forma contundente en el prólogo
de la Fenomenología. En realidad, y al contrario de Fichte y Schelling,
Hegel nunca utilizó los tres términos seguidos.
Por otro lado, y en opinión del propio Gadamer, ese mismo concepto
de experiencia lo toma también Heidegger para subrayar el proceso de la
formación de la conciencia. Así, ante la pregunta ¿qué es el ser?, Heideg-
ger llega a pensar que, como tal interrogante, sólo se puede hacer en una
situación determinada y sabiendo, sobre todo, que dicha situación es la
que condiciona la respuesta. De ahí que proponga, como estructura origi-
naria de su pensamiento y la más profunda radicalidad del ser del hom-
bre, el «Dasein», no como sujeto único e indiviso, sino como la unidad de
objeto y sujeto que denomina «ser-en-elmundo». «Ser-en» como relación
227
Ibid., págs. 557-558.
216
esencial a lo otro, es decir, a una exterioridad en cuanto trascendencia
constitutiva del «Dasein».
Quede claro, entonces, que Heidegger como Gadamer, son hegelianos
respecto a las ideas básicas, esto es, respecto a las ideas fundamentales de
formación, experiencia y mediación, aun cuando discrepen en lo relativo a
las consecuencias. Les separa, sin embargo, el hecho de que, mientras
Hegel atribuye todo el proceso al Espíritu Absoluto, que es desde donde
se revela la lógica del acontecer; Heidegger y Gadamer lo fundamentan en
la «finitud del ser del hombre» que va haciendo historia sin que él mismo
pueda controlarla y, menos aún, llegar a conocerla de forma plena. En la
medida en que nuestra experiencia comporta una reflexión o conocimiento
de nosotros mismos, será siempre experiencia de la finitud del hombre; y
como tal, de su limitada capacidad de saber.
a) La formación y la experiencia
217
cional. Por eso, abandonarse a la particularidad es ser «inculto»; «for-
mación» significa ascender sobre la generalidad, elevarse, no sólo en el
ámbito de la razón teórica, sino también en el de la práctica. Compren-
deremos así que la esencia de la «formación» es llegar a convertirse en
un ser que generaliza, que abstrae, para que, desde la abstracción, po-
damos establecer la particularidad. Esto, evidentemente, requiere sacri-
ficio, abnegación; cosa que no debe extrañar tampoco, sabiendo lo que
significa, en principio, ascender, elevarse de lo particular a lo general.
Pero lo importante en el curso de este proceso es que todo se realiza
desde la libertad del sujeto y, mediante ella, se consigue la verdadera
objetividad, esto es, que el sujeto tenga que salir de sí para retornar so-
bre sí mismo; desde el otro, torna la mirada sobre sí. Precisamente,
atendiendo Gadamer a estas reflexiones, nos dice: «En la consistencia
autónoma que el trabajo da a la cosa, la conciencia que trabaja se reencuentra a
sí misma como una conciencia autónoma. El trabajo es deseo inhibido. For-
mando al objeto, y en la medida en que actúa ignorándose y dando lugar a una
generalidad, la conciencia que trabaja se eleva por encima de la inmediatez de
su estar ahí hacia la generalidad» 228.
«Ascenso sobre la generalidad...» Ni que decir tiene que, partiendo
de esa perspectiva, el resultado proporcional del proceso sería el si-
guiente: al adquirir la persona un nuevo saber, la técnica de un arte, por
ejemplo, lo que en realidad efectúa es un avance en la dinámica propia
del ser y del hombre. Pero, al mismo tiempo, en esa progresión eviden-
te, más que ir perdiendo cosas, se conservan, se guardan y mantienen
porque, en el fondo, lo que se va realizando es una transformación a
partir de la perplejidad causada por el descubrimiento de las nuevas
realidades. La conciencia, así, comenzará de nuevo, pero siempre desde
un eslabón superior, al poseer un punto de vista que previamente no
poseía e ignoraba. Es un reconocerse habiendo salido antes, ya que la
«formación» es eso: retorno desde la nueva experiencia, es decir, reco-
nocer, en lo extraño, lo propio.
218
agua que corre por el río, que es y no es la misma, que fluye, pero con el
componente del origen, así ocurre con aquéllos, y por lo mismo, con el
sujeto que va sumando saberes y experiencias. Por eso, únicamente
desde el aquí y el ahora, desde la realidad concreta y palpable de nues-
tro presente, podremos afrontar y comprender el pasado.
De hecho, ésta y no otra es la base que toma Hegel en su crítica al
planteamiento kantiano. Para él las categorías de Kant, lejos de ser unos
contenidos anteriores a la experiencia y, por lo tanto, inalterables y fi-
jos, son históricos como cualquier otra realidad; el cambio, el progreso y
la transformación también los alcanzará de alguna manera; y es que el
objeto y sujeto, más que ser dos realidades disociadas y extrañas, se
configuran en la conciencia. Cabría decir que, mientras la mediación
nos traslada al objeto, el modelado y el configurarse tienen que ver con
la aportación subjetiva. Recordemos que el mismo Hegel pensó para su
Fenomenología el título de «Ciencia de la experiencia de la conciencia»229. La
denominación, en verdad, no hubiese sido incorrecta, no lo hubiera sido
desde el momento en que, en el proceso ascendente de la comprensión,
la experiencia siempre será determinante.
Pues bien, Gadamer va a seguir esta misma línea, aunque con mati-
zaciones, y algunas importantes. Así, no duda en reconocer, por ejem-
plo, que el «dato experimental» es el elemento clave en el proceso de la
formación de la conciencia; tan decisivo, que es en torno a él donde
propiamente funda su dialéctica; bien es verdad que esto ya lo descubre
en la tradición estoica, cuya postura se caracterizaba por considerar a la
experiencia en sí misma y no en función de cualquier realidad. De ahí
que Hegel, según la interpretación de Gadamer, sea taxativo al respec-
to: «La experiencia tiene la estructura de una inversión y es por eso movimien-
to dialéctico»230.
Atendiendo, precisamente, a dicha orientación, el pensamiento
hegeliano concluiría reafirmando que la verdadera esencia de la expe-
riencia es su obligada inversión, es decir, que ese dato experiemental es,
en principio, una toma de conciencia de algo que más tarde va a des-
aparecer; algo que va a quedar reducido a la nada. ¿Por qué? Muy sen-
cillo, porque adquirir experiencia en la vida es ir cayendo en la cuenta
de algo nuevo y extraño que no se acomoda a lo que previamente cre-
íamos. Se sabe otra cosa, se sabe más y mejor; pero se nos revela, al
mismo tiempo, la poca estabilidad y fijeza de lo aprendido, es decir,
que el objeto, lejos de sostenerse en sí mismo, necesita de la realidad an-
terior. Y no es sólo eso, sino que, además, con el nuevo saber del objeto
229
Nicoutv, F.: Zum Titelproblem der Phünomenologie des Geistes. «Hegel Studien» IV, 1967, págs.
112-113.
230
GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 430.
219
ampliamos también el propio conocimiento personal. Nos percatamos
que hasta el presente no habíamos captado las cosas tal y como eran; de
ahí nuestro desengaño y sorpresa; lo que no significa que sea erróneo o
se identifique con la falsedad; se trataría, más bien, de una negación
productiva; similar a los diálogos de Platón. En ese sentido, la dialéc-
tica de la experiencia en Hegel tendrá que acabar con la superación
de todo lo experimentado, es decir, en el saber absoluto, donde haya
identidad de conciencia y objeto; lo que para Heidegger y Gadamer
era ya incongruente. En la comprensión del hombre como ser-en-el-
mundo que va haciendo historia, pero sin que la haya logrado ple-
namente dominar ni comprender, nos revela que es un manifestarse
en la experiencia radical de su finitud.
b) Juego y diálogo
231
GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 433.
220
guirle de su única referencia subjetiva como se ha pretendido tan fr e-
cuentemente demostrar.
221
que esa libertad nos acarree inseguridades y peligrosos riesgos. A fin
de cuentas, el mismo juego es un riesgo en sí.
Pero además, teniendo en cuenta que la finalidad de los jugado-
res, y del juego también, es jugar a algo; ello nos conduce a concluir
que, en su revelación, el juego se limita a representarse. Su modo de
ser es, pues, autorrepresentación, lo cual es tanto como revelar el ser,
mostrarle en el actuar. Para Gadamer la autorepresentación constit u-
ye el aspecto óntico universal de la naturaleza. Por eso, jugando es
como mejor conoceremos, no sólo los cánones y reglas inhe rentes al
juego, sino también la destreza y habilidad del jugador. Nos lo e x-
presa del siguiente modo: «La autorrepresentación del juego hace que el
jugador logre al mismo tiempo la suya propia jugando a algo, esto es, repr e-
sentándolo. El juego humano sólo puede hallar su tarea en la representa-
ción, porque jugar es siempre ya un representar» 233.
Cabría decir que esto mismo es lo que sucede con la estructura fe-
nomenológica del «diálogo». En el fondo, comunicarse y dialogar es
un particular modo de jugar con las palabras que uno dice y otro in-
terpreta, deseando, en ambos casos, buscar solución. Como en el jue-
go, existe en la conversación un particular modo de comenzar y de
seguir; de iniciar las jugadas y de contestar. Un coloquio, por ejem-
plo, donde ya se supiesen de antemano las soluciones, podría ser
cualquier otra cosa menos diálogo directo y personal; éste, si se hace
interesante y fecundo, es por lo que aporta de novedad. Y es que,
como el juego, también el lenguaje posee un espíritu que, en su forma
dialogal, va revelando lo que es y el contenido de su propia verdad;
su dinámica, en todo caso, siempre es creativa. Por lo tanto, en el s u-
puesto de que alguno de los interlocutores intentara dirigirlo co n-
forme a un programa previsto, lo destruiría.
Por otra parte, atendiendo a la persona que dialoga, la estructura
viene a ser similar. Como en el desarrollo del juego, tampoco puede
ser comprendido el diálogo desde el comportamiento de cada inte r-
locutor; el diálogo como tal posee una dinámica interna que escapa al
control de los interlocutores. «Lo que "saldrá" de una conversación no lo
puede saber nadie por anticipado. El acuerdo o su fracaso es como un suceso
que tiene lugar en nosotros. Por eso podemos decir que algo ha sido una buena
conversación, o que los astros no le fueron favorables. Son formas de expresar
que la conversación tiene su propio espíritu y que el lenguaje que discurre en
ella lleva consigo su propia verdad, esto es, "desvela" y deja aparecer alg o que
desde ese momento es» 234. Pero, como en el jugar, también dialogando nos
sentimos libres. Por más que se atienda a las demandas de las leyes grama-
ticales, en las preguntas y las respuestas cabe siempre un margen de liber-
tad; se trata de esa lógica que planteaba e iba desarrollando Platón en sus
diálogos, una lógica que revela la estructura originaria del pensar, donde la
presgunta va siempre por delante, anticipándose y desvelando su ser y su
233
Gadamer, H. G.: Ob. cit., pág. 151.
234
Ibid., pág. 461.
222
más profunda realidad. «Con la pregunta lo preguntado es colocado bajo una
determinada perspectiva. El que surja una pregunta supone siempre introducir
una cierta ruptura en el ser de lo preguntado. El logos que desarrolla este ser
quebrantado es en esta medida siempre ya respuesta, y sólo tiene sentido en el
sentido de la pregunta» 235.
223
pre-juicios los que, al tiempo que nos limitan, posibilitan la compren-
sión. Su renovada presencia reviste en cada momento una dificultad
nueva, y por mucho que se pretendiese, nunca podríamos dar un cum-
plimiento definitivo a esa tarea; no podríamos porque nuestro compo-
nente humano es así, o como él dice: «esta inacababilidad no es defecto de la
reflexión sino que está en la esencia misma del ser histórico que somos. Ser
histórico quiere decir no agotarse nunca en el saberse» 237.
Atendiendo, precisamente, a esta dinámica, nos reiterará que la per-
sona se va desplazando progresivamente hacia nuevos horizontes.
Desde su particular punto de vista, las perspectivas se abren, se de s-
pliegan vinculando la conciencia hacia ampliaciones del propio ámbito
visual. Para Gadamer, el que no tiene horizontes es porque no ve sufi-
cientemente, porque se queda anclado en el entorno, como si la verdad
fuese algo exclusivo y único, aportando siempre una valoración secto-
rial y, en cualquier caso, excesiva. Sin embargo, abrirse a la verdadera
comprensión histórica es tomar conciencia de la propia «situación»
hermenéutica y permancecer abiertos al despliegue que, desde su or i-
gen, ha tenido el fenómeno, es decir, ver los momentos del pasado con
fisonomía propia. Por eso, atendiendo a esa demanda que le otorga el
análisis, Gadamer se pregunta: «¿Existen realmente dos horizontes distin-
tos, aquél en el que vive el que comprende y el horizonte histórico al que éste
predente desplazarse? ¿Es una descripción correcta y suficiente del arte de la
comprensión histórica la de que hay que aprender a desplazarse a horizontes
cerrados?238 Y, una vez más, fiel a la dialéctica inherente a toda com-
prensión, Gadamer patentiza la incongruencia que supondría recluir a
la persona a parcelas cerradas o de mínimo alcance.
Para él, los horizontes se desplazan al paso de quien se mueve. Y
como en la vida que va poniendo cotas a nuestro diario quehacer, así
sucederá con la propia concienia histórica. Aunque sería un error, por
otra parte, limitar este punto de vista únicamente al presente y al fut u-
ro, también tiene que ver con nuestro pasado. El horizonte histórico, el
que decimos que nos precede, vive ahí en forma de tradición y, por
supuesto, con una existencia cambiante y transformadora. Y cuando
de algún modo nuestra conciencia nos hace que recordemos aconteci-
mientos pasados, no significa que nos tengamos que desplazar a mun-
dos insólitos o extraños que nada tienen que ver con el nuestro, sino
que los hechos históricos, como los eslabones de una cadena, forman,
de algún modo, ese gran horizonte donde el presente, haciendo una
lazada con el pretérito, anticipa el futuro. Nos lo expresa con las si-
guientes palabras: «En realidad es un único horizonte el que rodea cuanto
contiene en sí misma la conciencia histórica. El pasado propio y extraño al que
237
GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 372.
238
Ibid., pág. 374.
224
se vuelve la conciencia histórica forma parte del horizonte móvil desde el que
vive la vida humana y que determina a ésta como su origen y como su tradi-
ción.
En este sentido, comprender una tradición requiere sin duda un horizonte
histórico. Pero lo que no es verdad es que este horizonte se gane desplazándose
a una situación histórica. Por el contrario, uno tiene que tener siempre su hori -
zonte para poder desplazarse a una situación cualquiera»239.
239
GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 375.
240
Ibid., págs. 376-377.
225
afecta al sujeto, es -diríamos- como lo que realiza el juez en la hermen-
éutica jurídica. Lo que él decide es que se aplique la ley de un texto al
contencioso que le ofrece un presente. Por lo tanto, la relación del pasa-
do con el hecho actual es directa y, en cualquier caso, sorprendente y
enriquecedora.
241
PLATÓN.: Filebo, 50 d.
226
Pero, a su vez, la patencia (), que se da en lo bello y que pa-
rece circunstribirse al ámbito de lo visible, no es que sea así, más bien
alcanza al modo de aparecer lo bueno y armonioso en general, llega al
mundo de lo inteligible; aunque aquí, la luz que ilumina y que hace que
las cosas aparezcan luminosas y comprensible -según Gadamer-, es la
luz de la palabra242, o lo que es lo mismo, es el espíritu que se despliega
en la multiplicidad de las realidades pensadas. Se trataría de la metafí-
sica de la luz, que ya había desarrollado la filosofía clásica merced a la
«nous» o el «intellectus agens», y que a Gadamer le va a servir de fun-
damento para proponer la estrecha relación entre la presencia de lo be-
llo en lo sensible y la evidencia de la comprensión en la luz de la pala-
bra; tanto es así que, a partir de esta metafísica, él saca dos conclusiones
fundamentales, derivadas, precisamente, de la relación entre la patencia
de lo bello y la evidencia de lo comprensible. Veamos:
242
GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 577.
243
GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 579.
227
tud, por cuanto que el espíritu nunca se encuentra pleno, ni de realidad,
ni de saber, ni, por supuesto, de ventura; incluso cuando se descubre
por ejemplo, una nueva ley física, lo que en realidad acontece es que la
evidencia, como la luz, ilumina únicamente los datos que se imponen
según ese determinado punto de vista. Por consiguiente, la nueva expe-
riencia no es que aporte algo absolutamente cierto, sino que, como hori-
zonte que amplía nuestra comprensión, es lo más patente y claro que en
ese momento nos podía acaecer.
Teniendo esto presente, nada tiene de extraño que Gadamer se opon-
ga a toda clase de dogmatismos, también al dogmatismo empírico. No
en vano, en una encuesta que se le hizo en 1974, respondía taxativo a la
pregunta sobre el puesto de la hermenéutica en el mundo cultural del
momento. Decía: «La hermenéutica es una teoría filosófica confrontada con
nuestro mundo cultural actual en el que se realiza una peculiar idolatría de la
ciencia. Evidentemente que los auténticos investigadores no dan lugar a ello,
pues saben con toda exactitud lo parciales y llenos de presupuestos que son
tanto los modos de plantearse un problema, como los conocimientos de la cien-
cia. Experimentamos hoy día cómo nuestra civilización técnica basada en la
ciencia arriba a un límite crítico» 244. Y es que, en el pensamiento gadame-
riano no existen propiamente datos puros. Cualquier referencia que
hagamos a los hechos es proyectarlos a la luz de una teoría, es decir,
irradiados desde un determinado punto de vista; con lo cual, el valor
científico, por su carácter fundamentalmente histórico, estará siempre
condicionado por la propia situación. Al fin y al cabo, ésa es su dinámi-
ca, la dialéctica del saber.
2.ª En segundo lugar, si Platón había mostrado que en la patencia
estaba el ser de lo bello, y Gadamer, a su vez, lo había hecho extensivo a
la comprensión, quiere decir que el modo de ser de lo bello era configu-
ración y prototipo de la constitución óntica del ser en general. Pero no
era solamente eso, sino que en la experiencia misma de lo bello, como
en la evidencia de la verdad, además de poseer carácter de evento, se
caracteriza también por su «inmediatez», es decir, que el evento aparece
y se muestra a nosotros sin más; sucede como en el juego donde la ver-
dad no va más lejos del acontecer lúdico. En la medida en que repre-
senta algo, se representa a sí mismo.
244
ORTIZ-OSES, A.: Mundo, hombre y lenguaje crítico . Sígueme. Salamanca, 1976, pág. 9.
228
del ser que se revela en una estructura lingüística. Es en el lenguaje, por
así decir, donde convergen tanto el yo como el mundo, manifestados en
su ser original; de aquí que la hermenéutica, aunque se oriente a desve-
lar el arte, la historia, el juego o los textos transmitidos, se ocupará
siempre del ser que se desvela en el lenguaje. Recordemos lo que pre-
viamente señalábamos: «La luz que hace que las cosas aparezcan de manera
que sean en sí mismas luminosas y comprensibles, es la luz de la palabra». Así,
tener lenguaje equivale a estar en posesión de un mundo y conocer su
sentido; lo cual no significa que el mundo no pueda existir sin nuestra
presencia, sino que, atendiendo al sentido profundo del análisis herme-
néutico, lo que en verdad se propone es la imposibilidad de alcanzar el
ser de las cosas del mundo desde posiciones ajenas y exteriores al pro-
pio lenguaje humano que las define y configura.
Una simple mirada a la historia nos advierte que la interpretación de
los hechos no siempre ha sido la misma; aunque, eso sí, en medio de las
distintas acepciones, lo que todas ellas siempre representan es un mun-
do humano y, por supuesto, constituido de forma lingüística; lo que
significa, que cualquiera que sea la configuración, su estructura entraña
siempre la libertad de abrirse a otras posibles percepciones. Gadamer
ratifica: «El baremo para la ampliación progresiva de la propia imagen del
mundo no está dado por un "mundo en sí" externo a toda lingüisticidad. Al
contrario, la perfectividad infinita de la experiencia humana del mundo signifi-
ca que, nos movamos en el lenguaje que nos movamos, nunca llegaremos a otra
cosa que a un aspecto cada vez más amplio, a una "acepción" del mundo»245.
Por eso, volviendo a la «historia efectual», indicaríamos nuevamente
que los textos, como cualquier otro acontecer del pasado, de alguna
manera permanecen en sus efectos. Y el lenguaje, al recogerlos históri-
camente en toda su productividad, se convierte en una verdadera
«anámnesis», es decir, en una rememoración del hecho histórico como
actualidad productiva. La consecuencia es obvia: que el hombre, en la
cotidianidad de su experiencia, siempre se verá impulsado hacia pers-
pectivas más amplias y evocadoras, es su dinámica.
245
GADAMER, H. G.: Ob. cit., pág. 536.
229
verdad, podría acaso ser tachada de actitud relativista; pero Gadamer lo
desmiente al decirnos que las distintas acepciones del mundo no signi-
fican en ninguna forma relativización de éste, al contrario, el mundo no
es algo distinto a las acepciones en las que se ofrece. Por tanto, acce-
diendo a la tesis en la que Gadamer basa su hermenéutica, resumiría-
mos:
230
presupuestos del psicoanálisis de Freud concernientes a la conciencia, en
modo alguno pueden desatenderse; al contrario, por su peculiaridad, es
preciso incluirles como formadores necesarios de la misma. Por consi-
guiente, la conciencia, más que aparecer como maestra y juez de los
hechos, se configura como síntoma e indicación de «un sentido».
Este aspecto psicológico por un lado, y la lingüística anónima que in-
cluye el estructuralismo por otro, son, a mi modo de entender, los aportes
que podrían complementar la dirección gadameriana; completar, sobre
todo, ese afán de búsqueda que se transparenta a lo largo de toda su obra.
Se ha tachado también a Gadamer de ser ambiguo en la exposición;
aunque, por su parte, él ha contestado siempre que la hermenéutica de las
ciencias del espíritu llevará siempre consigo cierta ambigüedad; es su
dinámica y la razón de no poder basarse en conceptos absolutos. Asumir
éstos significaría volver al racionalismo cartesiano. Con todo, sí es de rigor
no descuidar, en aras de la metafísica del ser, el mundo lógico e ilógico en
que habitamos. Junto a la realidad que nos trasciende, creemos que se pre-
cisan también «criterios» concretos para desarrollar una teoría eficiente y
positiva; solamente así podría hablarse de auténtica conciencia hermenéu-
tica.
HERMENÉUTICA CRÍTICA
231
del mutuo acuerdo entre los distintos grupos humanos. Para ellos, sin
ese compromiso personal de unos para con otros, no es posible que
exista ni conocimiento ni, por supuesto, verdadera comprensión; más
aún, se constituirá uno con personalidad propia en la medida que parti-
cipe y tenga relación con los demás. El consenso comunitario es impres-
cindible y, sin él, todo se reduciría a utopía o pura ficción. Por eso, a la
vez que la conciencia se revela fundamentalmente dialógica, mostrando
que el fenómeno lingüístico se constituye como realidad indispensable
para el estudio racional y filosófico, nos enmarca, al mismo tiempo, pa-
ra ofrecer su justo valor a la ética y a la moral.
Claro que todo esto se comprende mejor si tenemos en cuenta sus
posturas izquierdistas. Porque si es verdad que no podríamos adscribir-
les ya al «marxismo» ni, incluso, al «neomarxismo», no sería menos jus-
ta la incongruencia de considerar a dichos autores desligados de la pro-
blemática iniciada por Marx, particularmente del Marx crítico, y que se
traduce en una teoría social donde lo práctico y lo teórico juegan el pa-
pel complementario que -a decir de ellos-, conjugan la legítima exposi-
ción racional, o lo que es lo mismo: una teoría donde se aportan doble-
mente explicaciones y justificaciones.
Hechas estas salvedades, podemos darnos cuenta de que la intención
general es suficientemente clara: se quiere proponer una superación del
individualismo o solipsismo metódico en aras de una comprensión in-
terhumana, participativa y propia de personas que viven socialmente
en comunidad. Aunque, siendo también inherente a todo intercambio la
existencia de relaciones e intereses, es de todo punto necesario que se
hable asimismo de comunicación participativa; lo que viene a significar
que el diálogo es lo único correcto y legítimo si se pretende optar por
decisiones moralmente correctas. En realidad, tanto Apel como Haber-
mas, consideran que la «Hermenéutica Filosófica» olvida el carácter
normativo y, por consiguiente, crítico que posee cualquier acto racional
de la persona. Más aún, al reconstruir los fenómenos con los que se po-
sibilita la comprensión, caen en la cuenta de que este compromiso en
modo alguno es sólo una acción mental, sino que, por tratarse de ele-
mentos imprescindibles para cualquier correcta valoración de los
hechos, es normal que se busque también un método que distinga el
cómo y el porqué de una acción conveniente y adecuada a aquella otra
cuyo carácter presupone incorrección o abuso. No se puede decir que la
hermenéutica investigue la verdad y luego margine toda metodología
para encontrarla.
No obstante, y a pesar de las coincidencias, también entre Apel y
Habermas se dan las discrepancias en el seno mismo de la «Hermenéu-
tica Crítica». Así, mientras Habermas supedita a la praxis las cuestiones
teóricas, optando por un «reconstructivismo hermenéutico» que acerque
232
los problemas filosóficos al campo de la ciencia positiva; Apel, por el con-
trario, se mantiene dentro de una peculiar hermenéutica trascendentalista
kantiana. Aunque bien es cierto que si estas diferencias han sido resalta-
das, ello es debido principalmente a la incidencia en el ámbito que más in-
teresa últimamente a ambos autores, como es el campo de la ética y de la
política.
233
bién lo puede ser de la incorrección o la mentira. Por eso, la hermenéutica
deberá transformarse en crítica, en una crítica aclaratoria e ilustrada.
Ahora bien, para fundamentar metodológicamente dicha teoría,
Habermas considera dos posiciones que podrían servir para este come-
tido: el «Psicoanálisis» y la «Lingüística Generativa»; él se inclina por
esta última, lo que le conducirá, lógicamente, al reconstructivismo her-
menéutico.
Sin embargo, y aparte de las discrepancias, ambos autores conjugan
sus principios en un solidario compromiso: el de la ética y la política. A
ese respecto, fueron significativas las palabras de Habermas en una co n-
ferencia pronunciada en Madrid en 1984, decía: «Karl-Otto Apel y yo
hemos intentado en los últimos años reformular la teoría moral kantiana en rela-
ción con la cuestión de la fundamentación de normas, valiéndonos de medios
propios de la teoría de la comunicación». Y diez años más tarde, en una de
las intervenciones que tuvo en El Escorial en el verano de 1994, confir-
maba similares ideas, por más que los conceptos analizados ahora fue-
ran diferentes. Llegaba a decir que el concepto de «democracia» es lo
único que ha sobrevivido a las crisis ideológicas; bien es cierto que se
ha convertido en un concepto demasiado amplio, sirviendo ya única-
mente para justificar diversos tipos de conductas y decisiones. Piensa
que hace falta redefinir la «democracia» como sistema, esto es, lograr
verdaderos consensos.
Cabe reseñar también que el retorno a los planteamientos kantia-
nos, haciendo uso de la «Hermenéutica Crítica» en su vertiente ética, tie-
ne una novedad importante: la de centrar los problemas en el campo de
la comunicación; lo cual supone que, junto a principios generales acep-
tados por la mayoría, existan otros en los que se discrepe. Ahora bien,
¿cómo superar dicha constatación? No de otra manera -dicen-, sino bus-
cando en las reglas pragmáticouniversales un núcleo trascendental
normativo donde resalte el siguiente: «Sólo pueden pretender validez las
normas que encuentren aceptación por parte de todos los afectados». De ahí
que, en razón de la misma practicidad, piensan ellos haber superado la
clásica distinción entre el mundo inteligible y sensible, entre el fenóme-
no y el nóumeno kantiano.
Pero, en medio de esa recta intención -admirable, sin duda-, por de-
sear proponer un método en base al acuerdo con el número de los afec-
tados; existen, no obstante, ineludibles deficiencias. Así, por más que se
tenga a Kant como punto de partida en el deseo de encontrar un núcleo
trascendente y normativo; en el fondo, marginan el fundamento y el va-
lor de la «acción buena»; apuntando, más bien, hacia una meta utópica.
Quizá la «Hermenéutica Crítica» esté legitimada para refutar el escepti-
cismo por lo que tiene de consenso comunitario, pero es insuficiente pa-
ra consolidar con base firme a la moral. En el fondo, ni Apel ni Haber-
mas dan razón de la vida correcta y buena, simplemente se atienen a la
234
norma, que es, en definitiva, donde encuentran su principal fundamen-
to.
HERMENÉUTICA SEMIOLÓGICA
235
mo. Consecuentemente, Ricoeur intentará un maridaje con la ciencia
positiva del que estaba privado y que, a su juicio, era posible mediante
el análisis hermenéutico, es decir, que la intuición básica de Huseerl
podía muy bien ser completada con la «interpretación»; consiguiéndose
recobrar, de ese modo, el mundo de los hechos de que estaba privado.
La fenomenología así quedaba abierta hacia el «sentido», un sentido
que la hermenéutica conquista merced a los análisis de la «pertenen-
cia».
Pero, ¿por qué este paso del método fenomenológico a la hermenéu-
tica? Ricoeur declara que por el valor simbólico que tiene el «mal»; en
definitiva, una semántica simbólica que llega a nosotros a través de r e-
ferencias insinuantes a la injusticia, al abuso, a la esclavitud, etc., inse r-
tadas a menudo en contextos narrativos y, en cualquier caso, míticos.
De ahí que, en razón de su misma intransparencia, necesite interpreta-
ción y exégesis, o lo que es lo mismo, que incluya, por coherencia, el
análisis hermenéutico. Nos dice claramente: «Yo identfico hermenéutica
con el arte de descifrar significados indirectos»246. Y como la fenomenología
prioritarimente se cuidaba del lenguaje ordinario o directo, podremos
fácilmente deducir el porqué de considerarla insuficiente.
Sin embargo, lo más importante es que esta entrada en la hermen-
éutica le va a permitir una nueva ampliación de la misma que le condu-
cirá a la semiología, y de ésta a la semántica. Así, en contacto con las co-
rrientes culturales de mediados de siglo, Ricoeur no duda en incorporar
todo aquello que pudiese favorecer el campo de la propia hermenéuti-
ca. En su reflexión, por ejemplo, sobre el psicoanálisis de Freud, se da
cuenta de que éste coloca a los sueños y a los síntomas de la persona
como lenguajes indirectos, lo cual incidía, lógicamente, en los actos de
la conciencia. Llega a entender entonces que, tras el análisis de los mis-
mos, existe otra realidad más profunda que los condiciona y les sirve de
fundamento. «Lo que fui, eso seré», que en el lenguaje freudiano corres-
ponde a un «Ello» antes del «Yo», es decir, que la conciencia, lejos de
fundar el «sentido», es evocadora de otra realidad que la precede y la
funda, esto es, de un «inconsciente» como primer estrato y base origina-
ria de la personalidad. Cabría decir que el «sum» es anterior al «cogito»
y, por lo tanto, para llegar al auténtico «Yo», el recorrido tendría que
ser, además de largo, nada común; habría que salir fuera de sí y mirar
al horizonte de todos esos lenguajes indirectos creados por él, como son
las peculiares «referencias del mal», así como las metáforas, los sueños,
246
RICOEUR, P.: From Existentialism to Philosophy of Langage, en «Philosophy Today», 17. 1973,
p6g. 91.
236
los mitos, etc., que, en modo alguno deberá echar en olvido la hermen-
éutica.
Al mismo tiempo, y como ya apuntábamos, el estructuralismo es otra
de las corrientes que inciden en el pensamiento de Ricoeur. Tras sus di-
ferentes modalidades, la intención de los estructuralistas se dirige fun-
damentalmente a encontrar y formular leyes en los distintos campos de
las ciencias humanas. Pero, por ser relaciones de intercambio, su objeto
es de naturaleza simbólica y, en consecuencia, centrado prioritariamen-
te sobre fenómenos que se elaboran fuera del pensamiento consciente.
Se trataría, como en el psicoanálisis, de una especie de «inconsciente»,
no como el de Freud, sino más bien en la línea de un «inconsciente kan-
tiano categorial», y al que debe alcanzar también la hermenéutica. Claro
que un lenguaje así es un lenguaje latente, insinuador si se quiere, pero
anónimo, supeditado a frías e impasibles reglas clasificatorias; un len-
guaje donde el sujeto ha desaparecido y cuyos mensajes, más que ir de
persona a persona, o de uno que habla a otro que escucha, su contenido
se circunscribe y valora en asociaciones entre emisor-receptor.
Una tal concepción, centrada en ser estructura de elementos y rela-
ciones, y cuyo sistema sólo mira a su propio orden, es insuficiente para
un fenomenólogo como Ricoeur. Partiendo éste de la intencionalidad
del lenguaje, su mirada y análisis le confirman que, no sólo se dicen co-
sas con las palabras, sino que al hablar se designa algo con ellas; apun-
tan a una realidad que, de eliminarse, la comunicación sería imposible.
Por lo tanto, como función esencial del mismo, nos abre al mundo de
los seres y de las cosas. Más aún, junto al desplazamiento hacia el or i-
gen como lo realiza el psicoanalista o la propuesta estructural mediante
las relaciones entre los términos, la hermenéutica debe sumar también
el giro efectuado por Hegel al fijarse éste en el punto final y superior,
confiriendo sentido al precedente, esto es, yendo de lo último al origen,
del «eschaton» a la base, como así apuntan y señalan las distintas for-
mas del espíritu.
También, aunque ello sea bajo aspectos diferentes, Ricoeur no duda
en admitir la influencia recibida del «movimiento analítico». A través
de sus distintos pasos y evolución («atomismo lógico», «neopositivis-
mo» y «filosofía analítica») se han ido perfilando conceptos bastante
alejados de su rigidez primera, como podría ser el circunscribirse, por
ejemplo, a las significaciones de verificación o falsación, o a términos
como los de extensión e intensión. Se concluye, sobre todo en las últi-
mas etapas, que los silencios, las tonalidades emotivas, la sinonimia, el
estilo, la metáfora o las intersecciones, etc., también pueden ser vehícu-
los de significación y de cambios; en realidad, toda una simbología
apuntando a experiencias y realidades de marcada significación refe-
237
rencial. Simbología llena de luces y de sombras, y que obliga, eviden-
temente a efectuar sutiles análisis semiológicos. De ahí que la hermen-
éutica de Ricoeur, ante todo, sea eso: «Hermenéutica Semiológica».
2. °- Perspectiva semántica
238
que hablan lenguas diferentes. Claro que, en esta nueva ampliación, Ri-
coeur es también tributario del gran lingüista É. Benveniste. En efecto,
este autor, con profundo sentido crítico, articula el lengaje en torno a
dos entidades complementarias y, en cualquier caso, integradoras: los
«signos», en cuanto unidades (fonemas, morfemas y lexemas) que cons-
tituyen relaciones de supeditación dentro del mismo sistema, aunque
sin apuntar a eventos y objetos definidos; y la «frase» como entidad
nueva y no como agregación simplemente de palabras. En el fondo, una
novedad que se caracteriza, no tanto por sus relaciones al modo de los
signos, sino por establecer síntesis, es decir, por ser fundamentalmente
predicado.
Pero, al mismo tiempo, esta temporalidad o suceso eventual de la
frase, que alcanza al texto y que realizamos con la palabra, cae, según
Ricoeur, bajo la categoría del «discurso». Por lo tanto, frente a la atem-
poralidad de la «langue», sin sujeto y sin existencia real, y cuyo comet i-
do es ser instrumento virtual de comunicación, está la semántica del
discurso con su temporalidad y apertura al mundo en la triple referen-
cia que hacen efectiva los que dialogan: referencia al objeto, al locutor y
al destinatario.
239
Por eso, la pluralidad de elementos será una de las cosas que más se deba
tener en cuenta a la hora de hacer el análisis.
Pero, en cualquier caso, la obra se constituye por sus peculiares referen-
cias, por ese mundo de objetos que, de uno u otro modo, han configurado
su panorama y su particular proyección sobre la misma. Evidentemente,
esto se distingue del discurso hablado en cuanto que aquí las referencias
son ostensivas y eventuales, o de primer orden, como acostumbran a decir
otros; mientras que en el texto, al quedar fijadas las alusiones, es lógico
que se precise de un nuevo modelo por parte del intérprete, de un nuevo
tipo de explicación que no se circunscriba, ni al psicologismo por sus cla-
ras implicaciones románticas, ni tampoco con la oculta y anónima forma
estructural. Ricoeur llega a creer que el modelo adecuado para este come-
tido no es otro sino el propuesto por Heidegger. Así, considerando al
intérprete como un ser-en-el-mundo, y, por lo tanto, con su relación esen-
cial al otro; necesariamente deberá éste proyectar sus más profundas posi-
bilidades ante cualquier realidad que sea objeto de su referencia; con lo
cual, en la distancia que va de la obra al intérprete, o mejor aún, en la com-
prensión del texto, siempre tendrán que ver las distintas e inherentes pro-
yecciones de la persona.
Consecuentemante, una vez que ha salvado la condición de posibili-
dad de la hermenéutica respecto al sujeto y el mundo proyectado en la
obra, piensa también que esto mismo podrá hacerse en relación de uno
mismo; propósito que lleva a cabo mediante lo que él califica de «apropia-
ción».
Propone que nosotros nos apropiamos meramente de un horizon-
te del texto y en la medida en que actuamos como personas, es decir,
como seres que somos en-el-mundo; y que esto se traduciría en un
apropiarse de un «sentido» y no de todo el legado del autor. La her-
menéutica así, lejos de circunscribirse a cualquiera de los moldes del
subjetivismo, alcanza a la ontología; su proyección, por tanto, es o n-
tológica, puesto que es el texto quien presta al intérprete las nuevas
perspectivas de cambio y de ordenación, esto es, las nuevas formas
de comprender y de vivir. Un hecho, por otra parte, que de referirlo a
Gadamer y a Habermas, nos abren también la posibilidad a la inte -
gración de ambos. Los intereses emancipatorios que proclamara
Habermas, quedarían vacíos al privarles de los contenidos del pasa-
do que propugnara Gadamer. La utilidad y el deseo de comunicación
precisa también de la herencia cultural del pasado; y es que la inte n-
ción de Ricoeur no es otra que la siguiente: completar los elementos
de distancia con la originalidad de la propia participación . De ahí
que finalmente declare: «Por más vueltas que se dé a la cuestión, acaba-
240
remos siempre dentro de una circularidad en la que la función epistemológ i-
ca explícita parece derivar implícitamente de la función axiológica» 247.
247
RECOEUR, P.: Ethics and Culture, Habermas and Gadamer in Dialogue, en « Philosphy Today» ,
17, 1973, pág. 163.
241
ENSAYANDO UNA TEORÍA
ESPACIO Y TIEMPO
Una vez expuestas las opiniones que hemos creído más relevantes
en el campo de la investigación lingüística y filosófica; intentaremos,
seguidamente, adelantar lo que podría ser, a nuestro juicio, una postura
especulativa y racional respecto a la panorámica y planteamientos que
ha suscitado el fenómeno del lenguaje. Para ello, creemos que es forzo-
so, e ineludible a su vez, analizar primero nuestros condicionantes físi-
cos y psíquicos para poder acceder mejor a la verdad que se pretende.
En efecto, unos y otros estamos condicionados por el pretérito que,
de alguna manera, nos marca y nos dirige. Como actividad que un día
supuso cambio y evolución, el pasado también se hace hoy, al menos de
alguna forma, ralidad y existencia; nos compromete como, en su tiem-
po, los datos del pasado lo fueron respecto a sus anteriores hechos
históricos; nadie es totalmente autónomo e independiente, incluso nues-
tros más ocultos anhelos esconden subordinaciones que ignoramos; to-
dos dependemos de un punto de vista, de una situación, es decir, de
una perspectiva singular e inherente que nos tipifica y define. Sirvan
sino las siguientes reflexiones como orientación y como ejemplo.
Ante la realidad cotidiana de ver pasar los seres y las cosas, un
examen superficial nos dice que el tiempo es algo que corre en atención
a un antes y a un después; y el espacio, una extensión que podemos
medir o mensurar. En ese sentido, nadie duda que el Archipiélago Ca-
nario está dentro de un paralelo y un meridiano, sin necesitar del tiem-
po para conocer su distancia con las costas de la Península. Sin embar-
go, el motivo de todo esto es porque nuestro mundo terrestre lo conce-
bimos por la concepción euclidiana del espacio tridimensional y porque
la posición de dichas realidades no se ven alteradas por el tiempo. Pero
en el Universo las cosas no ocurren así. El hecho de que existan galaxias
cuya luz tarda en llegarnos 3.000 millones de años terrestres, nos hace
242
pensar que su situación en modo alguno puede corresponder al lugar
en que estaban cuando empezaron a enviarnos sus destellos.
Cabría decir que el Universo está en continua expansión. Las ga-
laxias, no sólo se alejan de nosotros, sino que forman otros grupos de
galaxias y cada grupo se mueve separándose de los demás. Las veloci-
dades tampoco son las mismas, ellas guardan proporción con la distan-
cia a que se encuentran de nosotros. Así, de aceptar la «constante de
Hubble» VK = Hd248, una galaxia que se encuentre a 2.000 millones de
años luz, se alejará de nosotros a una velocidad de 61.000 km. por se-
gundo, lo que quiere decir que el Universo es un todo espacio-temporal
donde el tiempo se constituye en una dimensión nueva e imprescindi-
ble: la llamada cuarta dimensión. Bien es cierto que para determinar
con exactitud la «constante de Hubble» se requiere calibrar cuidadosa-
mente otros indicadores secundarios de distancia.
Es sabido que, de atenernos, de momento, a la teoría de la relativi-
dad de Einstein, ni el espacio es un receptor fijo y absoluto en el cual se
encuentran todas las cosas, ni existe tampoco un movimiento absoluto;
uno y otro, como el tiempo, están sometidos a las mismas leyes de la r e-
latividad. Me explicaré: es fácil que nosotros, circunscritos por la geo-
metría euclidiana, utilizada para lo contiguo y próximo, lo apliquemos
también al Universo, ignorando, o confundiendo quizá, el mundo de
nuestra inmediatez con las geometrías de largo alcance como son las
que conforman la totalidad del cosmos.
Sin embargo, diferenciar la perspectiva de uno y otro campo no es
caer o reincidir en otra interpretación subjetivista de la realidad, como
ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia. No lo es porque la físi-
ca de Einstein no es relativa, sino relativista, es decir, que su verdad
sólo es verdad para un determinado sujeto, dando a entender que, un
suceso acaecido en un punto «A», y que desde nuestra situación terres-
tre «precede» en el tiempo al punto «B», puede que desde otro lugar del
Universo parezca «sucediendo» a ese punto «B». Evidentemente, la in-
versión del hecho acaecido es completa según la situación del que la
contemple. Ahora bien, ¿puede decirse que alguno de los observadores
deberá estar de alguna forma alucinado? En modo alguno. Es justo de-
cir que, ni el sujeto humano, ni el supuesto observador instalado en otra
parte del Universo deforman lo real. Lo que sucede es que una de las
cualidades de la realidad es la de ser representada de forma diferente,
esto es, la de organizarse de tal modo que puede ser contemplada desde
248
Donde: VK = velocidad a que se alejan en km. por segundo. H =
constante de Hubble, igual a 30,6 km. por segundo.
d = distancia actual de la Tierra en años luz.
243
uno u otro punto de vista. Por consiguiente, espacio y tiempo son dos
fracciones, dos elementos objetivos de la perspectiva física, permitiendo
que la realidad sea contemplada según el lugar y la situación que cir-
cunda a cada uno.
A partir de aquí, pretender confirmar, por ejemplo, la filosofía kantiana,
como tantos lo han hecho, desde la mecánica de Einstein, creyendo justifi-
car el subjetivismo del espacio y el tiempo, nos parece la más incorrecta in-
terpretación del sentido que nos ofrece la teoría de la relatividad; porque
si algo se resalta o quiere ponerse en claro es precisamente la maravillosa
armonía de todos los puntos de vista. De ahí que hayamos creído necesa-
rio exponer, previo a nuestra reflexión sobre el lenguaje, lo que será, sin
duda, punto de orientación y de guía en la intención de dicho propósito.
244
de «fluctuaciones cuánticas», y debieron tener suma importancia en la
formación del Universo ya que si comenzó con una explosión, hubo un
instante en el que su dimensión era mucho más pequeña que la de un
átomo, un núcleo o una partícula elemental, y con una temperatura de un
trillón de veces más caliente que el coEn estas condiciones tan sumamente
extremas, pero que son las que cosntituyen el soporte del Universo, la ma-
teria sufre minúsculas fluctuaciones cuánticas; y en virtud de las ecuacio-
nes de Einstein que describen el comportamiento del Universo, todo con-
duce a suponer que allí donde la densidad de la materia ha tenido una
fluctuación en niveles más altos, será más palpable la fuerza de la gravita-
ción, pudiéndose explicar así el porqué de las dimensiones en galaxias,
quásares 249, estrellas o satélites planetarios.
Por otra parte, supuesta ya dicha explosión, se empezó a conjet u-
rar, sobre todo a mediados de siglo y, particularmente por el famoso
astrofísico George
Gamow, sobre las
huellas que nece-
sariamente deber-
ían todavía per-
manecer de aquel
impar aconteci-
miento; se pensó
que debía quedar
un eco en forma
de radiación uni-
versal. Más aún,
partiendo de que
la radiación, al
igual que la luz,
tiene una veloci-
dad establecida, se
podría calcular, no
sólo el tiempo
transcurrido desde
que se emitió, sino
también la distan-
cia recorrida.
Pues bien, en
1964, los radio-
astrónomos Amo
Penzias y Robert
Wilson, ajustando
Fig. 3 una antena en los
laboratorios Bell de
USA, escuchaban
un zumbido de fondo que, por ajustarse a la temperatura de la te oría
249
Quásar: El núcleo brillante de una galaxia. Puede tener un gran agujero negro en su centro.
Considerados cuasiestelares, propiamente constituyen los objetos más lejanos del Universo.
245
del Big Bang, era de una radiación en microondas y, por lo tanto, se
debía tratar del eco de tal explosión. Era, en realidad, el primer paso,
la primera prueba experimental de dicha teoría. Su labor, al menos,
así se reconoció, al otorgárseles el Premio Nobel en 1978.
Pero la confirmación más fehaciente hasta ahora son los result a-
dos facilitados por el satélite COBE (Cosmic Backgroun Explorer)
lanzado al espacio por la NASA en 1989. Puesto en una órbita de 900
kilómetros de altura, envió datos a la Tierra que co nfirmaban la natu-
raleza de la radiación de fondo de microondas, pruebas éstas que r a-
tificaban una de las predicciones fundamentales de la teoría del Big
Bang. La radiación de fondo es lo que queda de la luz emitida por el
gas existente no muy posterior -unos 100.000 años de la explosión
inicial-. Esta luz viajó por el espacio cósmico en todas direcciones,
pudiéndose detectar ahora como radiación en microondas con una
temperatura de 2,7 grados Kelvin (menos 270,3 grados centígr ados).
Por eso, cuando el astrofísico de la Universidad de California en
Berkeley y coordinador del COBE, George Smoot, se decidió a rev e-
lar, en abril de 1992, lo que ya conocían con un año de antelación, p e-
ro que antes no publicaron, prefiriendo esperar a comprobar una y
otra vez los datos en el que se basaba el descubrimiento de la natura-
leza de la radiación de fondo de microondas; lo que, en realidad pr o-
vocó fue la sorpresa más inimaginable, y es que, por ser correctas las
comprobaciones y adaptarse, sobre todo, a los cálculos previ stos, se
ponía fin a más de 25 años de búsqueda, y la mejor noticia que se
podía ofrecer a los estudios de la cosmología; tanto es así que el físico
Stephen Hawking llegó a decir que se trataba del descubrimiento del
siglo, si no de todos los tiempos. Se llegaba con él a desentrañar lo
que pasó después del Big Bang, y de cómo estas ondulaciones, ahora
detectadas, fueron formando, en su crecimiento, el conjunto del co m-
ponente cósmico.
Sin embargo, no todo es tan sencillo. Estudios recientes, como los
llevados a cabo por la astrofísica Wendy Freedman y el equipo de
astrónomos que ella preside, llegan a la conclusión que el Universo
es más joven de lo que se creía, tan joven que su edad es aparente-
mente inferior a las estrellas más viejas. Así, en contra de lo s 15.000
millones de años que se suponía respecto a la primera explo sión, es-
tos científicos, al calcular con más exactitud la «constante de Hu b-
ble», creen que en el origen del Universo, al expandirse a una veloc i-
dad mayor de la que se esperaba, se originaría entre los 7.000 y
12.000 millones de años.
Otro de los problemas que aún espera también solución es el que se re-
fiere a la «materia oscura», es decir, que todavía parece desconocerse el
90% de la materia que vaga por el cosmos; convirtiéndose su búsqueda en
uno de los temas más apasionantes de la astrofísica de hoy. Con todo, pa-
rece haber indicios de su presencia, principalmente a partir del descubri-
miento de un enorme halo, apenas perceptible, que un equipo de estudio-
246
sos captó en el verano de 1994 envolviendo a una galaxia espiral
(NGC5907), y cuyas características podrían ofrecer soluciones al misterio
de dicha materia.
Pendiente queda también la cuestión del final del recorrido, esto es, si el
Universo se expandirá hasta convertirse en un cementerio de materia fría e
impasible, o, por el contrario, si la expansión se detendrá un día y empezará a
encogerse como ocurre con una goma a la que se ha estirado al máximo.
Precisamente, en una conferencia dada en Sevilla en marzo de
1991, el profesor Stephen Hawking, habló sobre el futuro del Univer-
so, y, entre otras cosas, dijo: «Hay ciertas situaciones en las que creemos
poder emitir previsiones fiables, y el futuro del universo, a escala muy
grande, es una de éstas. Durante los últimos trescientos años hemos descu-
bierto las leyes científicas que gobiernan la materia, en todas las situaciones
normales. Estas leyes son importantes para la comprensión de cómo c o-
menzó el Universo; pero no afectan a la futura evolución en tanto y cuanto
éste no se vuelva a colapasar y se convierta en un estado de alta densidad».
Destacó también lo siguiente: «Debido a que la expansión del Universo es
tan uniforme, se puede describir ésta en términos de una única cifra que es la
distancia entre galaxias. Esta va en aumento actualmente, pero sería de esperar
que la atracción de la gravedad entre diferentes galaxias redujese la tasa de ex-
pansión. Si la densiad del Universo es mayor que cierto valor crítico, la atra c-
ción gravitatoria terminará frenando la expansión haciendo que el Universo se
contraiga de nuevo. El Universo se colapsaría hacia el "Big Crunch", la impl o-
sión. Esto sería una cosa algo así como el "Big Bang" que dio pie al Universo.
El "Big Crunch" es lo que se llama una singularidad, un estado de infinita
densidad en el cual las leyes de la física se descomponen». Por eso Hawking,
con un fino sentido del humor, concluía: «Yo empero, disfruto de ciertas venta-
jas en contraste con otros profetas del fin del mundo. Aunque el Universo haya
de colapsarse, puedo predecir con seguridad que no cesará su expansión por lo
menos durante 10.000 millones de años. No espero estar por aquí todavía para
comprobar si me he equivocado».
247
principio, las fuerzas que las pudiesen unir. De hecho, las partículas se
dividen en dos grupos: seis «leptones» y seis «quarks», siguiendo unas
reglas precisas, semejantes al alfabeto convencional en el sistema mor-
se, donde con tres únicos signos: el punto, la raya y el espacio, se pu e-
de escribir cualquier cosa. Pero a esta teoría le faltaba el hecho expe-
rimental de la existencia de una de las partículas: el dato comprobable
del «quark top». Sin embargo, el esfuerzo de largos años de estudio y
de pruebas se ha visto con creces compensado con el experimento feliz
de haber conseguido detectar esta última partícula que faltaba. El
acontecimiento fue confirmado por 379 cieníficos internacionales a
últimos del mes de abril de 1994, gracias a las comprobaciones llev a-
das a cabo por el CDF «Collider Detector at Fermilab» (Tevatron) de
Chicago. La Fig. 4 representa la gráfica del experimento.
Fig. 4
248
primeros instantes que siguieron al Big Bang, desapareciendo por la
rápida pérdida de calor que conllevaba el hecho de la expansión del
Universo. Los cinco «quarks» restantes, todos previamente detectados,
se les designa con nombres diferentes. Así, el primero y el segundo
son conocidos como «up» (arriba) y «down» (abajo); los dos siguien-
tes: «charm» (encanto) y «strange» (extraño); el quinto: «bottom» o
«beauty» (belleza); y el último: «top» y también «truth» (verdad).
Los dos primeros se combinan para crear protones y neutrones que,
junto a los electrones, componen toda la materia ordinaria. Los tres
restantes, junto con el «top», existieron sólo momentos después del
Big Bang. Aunque no son únicamente los seis «quarks» quienes consti-
tuyen todos los componentes de la materia, sino también las otras seis
partículas de distinta familia: los «leptones», que ya mencionamos, y a
la que pertenecen el electrón y su neutrino, así como sus más pesadas
asociaciones.
Claro que aún quedan desafíos pendientes; entre ellos, el que se
pregunta por el origen de la masa. ¿Por qué unas partículas son muy
pesadas, y otras, como los fotones, carecen propiamnte de masa? De-
bido a la alta tecnología de hoy, la investigación ha dado sus frutos;
podemos recordar el más que probable ―Bosón de Higgs o la populariza-
da ―partícula de Dios‖‖250. Claro que su propuesta no es más que una eta-
249
pa de un nuevo camino. Se desea saber más sobre esa partícula, cuál es so-
bre todo su comportamiento para averiguar lo que verdaderamente existe
más allá de ese modelo cuya naturaleza aún se desconoce, como es, por
ejemplo, la de la materia oscura. Por eso, al recibir Higgs el Premio Nobel
de Física junto al belga François Englert, en octubre del 2013, no faltaron
críticas, como las del también físico estadounidense Carl Hagen, quien, en
declaraciones a la agencia sueca TT, instaba a que se cambiaran las reglas
del Nobel por considerarlas discriminatorias para todos aquellos – in-
cluyéndose él mismo, que habían divulgado esas mismas conclusiones.
De otra parte, si pasamos de la reflexión de estos elementos subatómi-
cos al Univeso en expansión, no menos fascinante es saber que la Tierra -
este lugar en que nos ha tocado nacer y en el cual convivimos -, no es sino
una insignificante partícula de polvo situada en uno de los innumerables
sitemas de galaxias. Sirva como ejemplo la ilustración de la Fig. 5.
Pues bien, entre abril y junio del año 2012 se incrementaron las posibilidades de
verosimilitud de un bosón compatible con el teorizado por Higgs y otros investigadores.
El descubrimiento lo publicó la prensa mundial el 4 de julio de ese mismo año. Pero,
¿qué explica esta partícula?: lo que se estaba esperando, es decir, los orígenes de la diver-
sidad de la masa de las partículas, o si se quiere, el primer producto del Big Bang. En pa-
labras de Rolf Heuer, director del Centro Europeo de Física de Partículas (CERN), ―un
hallazgo que permite, con factible probabilidad, acercarnos a la formación del universo‖.
Ir más allá, o meter a Dios en ecuaciones puramente físicas o humanas, es profanar su
nombre, tomarlo en vano. A la ciencia le corresponde explicar y describir formaciones:
orígenes de la vida, de las especies, del hombre, de las estrellas, de la masa…, pero es
competencia de la filosofía preguntarse por el porqué de la vida, el porqué de la especie
humana, de sus leyes morales, el porqué de la masa. El mundo de los principios teológi-
cos es otro: requieren un laboratorio donde las experiencias religiosas, la mente y el co-
razón humano tengan el puesto que les corresponde.
250
Fig. 5. De izquierda a derecha, vemos que la Tierra es sólo uno de los 9 planetas que
giran alrededor del Sol. El propio Sol es sólo una de los 200.000 millones de estrellas
de la la galaxia de la Vía Láctea. La Vía Láctea es, a su vez, solo una de las muchas ga-
laxias que hay en un grupo de galaxias, y sólo una de los miles de millones de galaxias
del Universo.
LA MATERIA Y LA VIDA
251
El segundo paso sería investigar cuáles eran las condiciones físicas y
químicas que había en la Tierra hace 4.000 millones de años, en el sentido
de que aquélla fue la auténtica cuna de la vida. Pero, ¿en qué condiciones
se produjo? ¿Había mucho metano o hidrógeno en la atmósfera? ¿Pre-
dominaba el óxido de carbono? ¿Existía o no azufre? Precisarlo con exac-
titud es prematuro todavía. A cien-
cia cierta, aún se ignora si había
agua o no. Por eso que, cuanto me-
jor se conozcan en profundidad los
seres vivos, remontándonos a sus
verdaderas fuentes, y se pueda pre-
cisar con más acierto la composición
ambiental de la Tierra de aquellos
tiempos remotos, entronces sí
podrán llevarse a cabo experimentos
con el suficiente rigor, y los quími-
cos podrían crear las mismas condi-
ciones en el laboratorio.
En realidad, la prueba modelo
fue la que realizó en 1953 Stanley
Miller, simulando una atmósfera
primitiva. Su profesor entonces,
Harold Urey -un planetólogo y
Premio Nobel en 1934-, le dijo que,
según sus estudios, la Tierra estaba
rodeada de un ambiente que conten-
ía amoniaco, metano, hidrógeno y
Fig. 6. Aparato ideado por Stanley Miller vapor de agua. En atención a ello, el
para reconstruir las condiciones primitivas
joven Miller ideó un aparato en el
de la tierra.
que introdujo dichos elementos, le
aplicó corrientes eléctricas simulan-
do los relámpagos y, ¿qué sucedió? Pues que se produjo una condensa-
ción con las sustancias que se iban formando. Al analizarlas después de
unos días, pudo comprobar que se trataba de una mezcla de aminoácidos
y ácido succínico; es decir, de moléculas que se encuentran en los seres
vivos. ¡Admirable el resultado! Era, de hecho, el soporte experimental de
las teorías esbozadas y mayoritariamente admitidas de Oparin y Halda-
ne, quienes nos hablaban ya de una «primordial soup», de una «sopa
prebiótica», De ahí que el impacto del experiemnto fuera enorme, y que
los periódicos pronosticaran que muy próximamente los científicos fabri-
carían seres vivos en el laboratorio. En atención a lo original y la pos-
terior trascendencia del ensayo, reproducimos gráficamente el aparato
que Miller ideó. Fig. 6.
252
Sin embargo, el optimismo inicial de aquella década de los 50, dio
paso a una visión más ponderada y realista. Hoy se sabe que la atmós-
fera primitiva no era tan reductora como en un principio se creyó, in-
cluso tenía que haber más oxígeno y menos hidrógeno que la atmósfe-
ra supuesta por Miller. Además, la vida apareció en unas circusn-
tancias y en un ambiente nada acogedores. La naciente Tierra surcaba
un espacio interplanetario atestado de cometas y asteroides rocosos,
un planeta amenazado, sobre todo, por descomunales erupciones
volcánicas. El inmenso bombardeo se produjo principalmente entre los
4.500 y 3.800 millones de años, pudiendo haber aparecido y desa-
parecido la vida varias veces. Pero, ¿de dónde vino y cómo se produ-
jo? ¿Acaso de cuerpos extraterrestres? En 1969 se pudo analizar rápi-
damente un meteorito que cayó en Munchinson (Australia), revelando
un gran número de aminoácidos y componentes del ARN y del ADN .
Hoy se llega a creer que hubo una forma de vida anterior a la a c-
tual basada en el ácido ribonucleico (ARN), es decir, un «mundo» en
que había moléculas de (ARN) capaces de replicarse, dando origen a
una verdadera evolución, un continuo progreso que dio paso al meca-
nismo que fabrica proteínas, que tiene código genético, etc., deducién-
dose que, entre el mundo abiótico y el mundo del (ARN), existió una
larga sucesión de acontecimientos químicos que, por definición, se
produjeron sin la información codificada y transmitida por el (ARN).
En un esfuerzo por presentar ese camino que da paso la no vida a la
vida, el investigador norteamericano, Jack Szostak, de la Universidad e
Harvard, presentó al Congreso sus trabajos en pro de una vida primitiva
basada en el (ARN). Entre otras cosas, dijo que en la evolución de la Tierra
hubo un período en el que la información biológica y las capacidades ca-
talíticas (formas de acelerar las reacciones químicas), residían en las
moléculas de ácido ribonucleico. Supone, al mismo tiempo, que dichas
moléculas tenían una estructura muy sencilla, pero con un gran potencial
catalítico para efectuar reacciones químicas y reproducirse. Szostak habló
de unas moléculas de (ARN) llamadas « Tetrahymena» y «SunY» con una
capacidad catalítica enormemente mayor que la de otras moléculas; son
«robozimas», y fueron descubiertas en 1981 por los bioquímicos Thomas
Cech y Sidney Altman, lo que les valió el Premio Nobel de Medicina. En
realidad, dieron a conocer que un tipo de (ARN ) funcionaba como un
encima, provocando su propia réplica. Hasta entonces sólo esto era
posible con la colaboración del (ADN ), el almacén de la información
genética.
Consecuentemente, las moléculas de ácido desoxirribunucleico
(ADN) son las portadoras de los códigos que, con la ayuda del (ARN ) y
otros factores celulares, se traducen en proteínas. Lo que ocurre es
253
que algunas de esas proteínas, las enzimas, son absolutamente im-
prescindibles para que se pueda realizar dicha traducción. El (ADN)
por sí mismo no puede traducirse, pero las enzimas tampoco existen
sin el (ADN), lo que hace inevitable la presencia de ambas forma-
ciones.
Ahora bien, como los dos tipos de moléculas son extremadamente
complejas, no es posible atribuir el origen de la vida a la aparición
espontánea de un sistema tan complicado. Por eso que el descubr i-
meinto de las «ribozimas» lo vean con ojos esperanzadores la mayor-
ía de los expertos, aunque matizando, como así lo hizo el español Jo-
an Oró, profesor de la Universidad de Houston y actual presidente
de (ISSOL), al decir que el descubrimiento no es que fuese el eslabón
entre la vida y la no vida, sino que se trataba de un paso adelante
hacia la vida molecular. Más aún, es el propio Joan Oró a quien se
debe una de las primeras hipótesis, defendiendo que, tanto el agua
como los compuestos necesarios para la vida, fueron traídos a la Ti e-
rra por alguno o algunos de los numerosos cometas que chocaron con
ella. Y si es verdad que la tesis no es aceptada por todos los científ i-
cos, sí va tomando cuerpo a partir, sobre todo, de los estudios real i-
zados por distintas misiones, que fueron efectuándose al paso del
cometa Halley por las proximidades de la Tierra en 1986. Así, cuando
las sondas «Giotto» y «Vega» se acercaron al cometa, los científicos
pudieron detectar en su brillante núcleo compuestos tan impor tantes
como ácido cianhídrico, formol y polímeros de estos compuestos; lo
que hace pensar que un tercio de toda su masa es orgánica. Y si, co-
mo sostienen otros, que la mitad de la masa de los cometas está con s-
tituida por agua helada, se comprenderá la fuerza de la hipótesis en
defensa de que alguno o algunos de los cometas tuvieron algo que ver
en el actual estado de cosas de nuestros mares.
Por otro lado, y siguiendo orientaciones no muy distintas, un
grupo japonés de la Universidad de Yokohama, al frente de Kensei
Kobayashi, aportó al Congreso una serie de investigaciones genera-
das mediante un acelerador de partículas similares a los de los rayos
cósmicos, incidiendo, tanto sobre mezclas de gases análogos a los de
la supuesta atmósfera terrestre primitiva, como en mezclas que se
dan en las colas de los cometas. El resultado ha sido que en ambas si-
tuaciones se generan aminoácidos. Faltaría investigar qué compue s-
tos pudieron generarse por la atmósfera terrestre y cuáles fueron
aportados por los presumibles cuerpos extraterrestres.
Sin embargo, en esa inquietud de búsqueda por saber dónde y
cómo apareció la vida, además de la hipótesis que arranca de Miller
(una reacción química en la atmósfera), y ésta última que supone que
haya venido del espacio; existen principalmente otras dos que han co-
brado particular incidencia.
Comenzó a elaborarse esta tercera cuando en 1976 se descubrie-
ron formas de vida desconocidas hasta entonces en las profundida-
254
des de los océanos. Se trata de la hipótesis del «mundo caliente», en
concreto, de ese particular mundo que se encuentra próximo a los
volcanes submarinos. Estas fuentes hidrotérmicas, situadas general-
mente junto a las fallas submarinas, por extraño que parezca, reúnen
ya cerca de ellas las condiciones necesarias para la química pre -
biótica: nitrógeno, carbono, y sólidos en solución; al menos así lo
acredita un tipo de bacterias que los microbiólogos han bautizado
con el nombre genérico de «arqueobacterias», preparadas para sopo r-
tar una presión de 300 atmósferas y temperaturas de hasta 300 grados
centígrados. Está el hecho también de que se hayan encontrado colo-
nias de seres vivos poco comunes, como gusanos tubulares fijados al
fondo marino, extraños cangrejos, etc.; todo un mundo indepen diente
de la energía solar y de la fotosíntesis. Claro que aún queda por con-
testar la cuestión: ¿se originó la vida en las cercanías de las fuentes
hidrotérmicas o, por el contrario, llegó hasta allí huyendo de las
amenazas cósmicas?
Y por último, mencionaremos una cuarta hipótesis atribuida al
profesor Graham Cairns-Smith, químico de la Universidad de Glas-
gow, para quien, antes de que apareciesen las primeras formas de vi-
da, pudo haber existido un mundode «organismos de barro». En efe c-
to, por ser las arcillas los minerales más frecuentes de la corteza te-
rrestre, y poseer, gracias a su misma imperfección, la propiedad de
replicarse, pudieron catalizar reacciones químicas, almacenar info r-
mación y duplicarse por crecimiento cristalino (semejante a la repl i-
cación orgánica).
En algún momento, estos sistemas sencillos, pudieron también alcanzar
la capacidad de reducir el dióxido de carbono atmosférico por fotosíntesis,
tal y como lo hacen hoy las plantas. De ese modo, las moléculas así forma-
das, servirían de ayuda al metabolismo de las arcillas, reemplazando, de
forma paulatina, a todos sus componentes inorgánicos, comenzando, de
esa forma, la vida en al Tierra.
Pero, como podemos apreciar, aun teniendo su lógica los arg u-
mentos, no dejan de ser más que elucubraciones posibles. Es proba-
ble, como dicen algunos científicos, que nunca podamos asegurar ca-
tegóricamente que los hechos ocurrieron de una determinada mane-
ra; lo cual no quita tampoco para que las investigaciones nos hagan
suponer, como ya subrayó Ricard Guerrero, profesor de microbiolo g-
ía de la Universidad de Barcelona y presidente del Congreso, que la
vida es algo que comenzó no mucho después de la formación de la
Tierra. Podrían avalarlo, al menos, los yacimientos más antiguos que
se conocen: el de «Isua» (Groenlandia), con una antigüe dad de 3.900
millones de años, donde ya parecen apreciarse indicios de posible
agua y de formas orgánicas mínimas, no así de restos celulares. Y el
255
de Australia del Oeste, de 3.450 millones de años, cubierto de múlt i-
ples microfósiles de células muy parecidas a las cianobacterias actua-
les; aunque, en razón de sus formas bastante evolucionadas, se puede
pensar que las precederían otras más simples de las que, por el mo-
mento, no sabemos nada.
Al mismo tiempo, y en vista, precisamente, de esa misma inquietud de
poder descifrar la primitiva composición de los organismos vivientes, es
lógico también que se hayan hecho presumibles conjeturas; entre ellas, la
que supone que, más pronto o más tarde, el hombre consiguirá crear vida
en el laboratorio. Otra, no menos importante, es que, atendiendo a los
últimos programas de investigación, nada impide tampoco que se pueda
dar vida extraterrestre. Por citar algunas autoridades, además de Christian
de Duve, del que ya hablamos, el propio Stanley Miller, aquel que en 1953
sintetizó por vez primera aminoácidos; sólo que este investigador, tras
hacer un repaso de los trabajos de laboratorio en síntesis de compuestos
orgánicos, puso de relieve en su intervención una pauta -diríamos que
simple-, para admitir o rechazar las reacciones obtenidas. Llegó a decir:
«Lo que no es fácil, probablemente no es prebiótico».
Pero el que más se aventuró en la hipótesis de la existencia de esa
vida extraterrestre fue el astrónomo norteamericano Frank Drake,
presidente del Instituto SETI (Búsqueda de la Inteligencia Extraterres-
tre). Debido al programa que la NASA ha iniciado últimamente, se
atrevió a pronosticar que antes del año 2000 se habrán detectado se-
ñales de vida en algún punto de nuestra galaxia.
Sin embargo, pese a los avances y los logros esperanzadores que la
ciencia un día nos pueda deparar, lo cierto es que aún nos queda mu-
cho por saber; todavía, por ejemplo, no se han logrado descifrar los
procesos que median entrela materia inerte y esa hipotética era de
predominio del (ARN ) y de su posterior transformación. Haciendo re-
ferencia, precisamente, a estas limitaciones, el biólogo mexicano A n-
tonio Lazcano, que trabajó en la década de los setenta con el bioqu í-
mico Alexandr Oparin, el gran precursor de las actuales pautas sobre
el origen de la vida, confirmó también que aún existen ciertos pro-
blemas que, por ahora, impiden determinar el proceso de reacciones
químicas que dio lugar a los primeros organismos vivientes. Entre
otros, que todavía no se llegue a saber con exactitud la composición
de la atmósfera de la Tierra primitiva. No se conocen tampoco sínte-
sis sencillas de polinucleótidos -precursores del (ARN ), el tipo de
moléculas sobre el que probablemente se sostuvo la primera forma
de vida-; siendo también un misterio, no sólo el origen del metabo -
lismo, sino también el de las membranas celulares, imprescindibles
para conocer cómo los primeros organismos obtenían energía y eran
distintos a su medio. Además, sin una membrana aislante es imposi-
256
ble -según ´wl- referirse a un ser individual con capacidad de evolu-
ción.
Pues bien, con estas bases, favorecidas y limitadas por las luces y
las sombras, nada tiene de particular que la filosofía se pregunte e in-
terrogue: ¿es la vida, en su origen, hija del azar o de la necesidad? Se
lo preguntó también, y muy especialmente, el biólogo molecular y an-
tiguo comunista francés, Jacques Monod, quien, en su libro: «Azar y
necesidad»251, polemiza, tanto sobre la síntesis que formuló Teilhard de
Chardin -fundamentando la evolución en una energía que explicaba
los distintos ascensos de la materia y de vida-, como también con la
actitud y postura comunista al considerar la existencia guiada por in-
eludibles saltos dialécticos. Monod, por su parte, piensa que, tanto el
primero como los segundos revelan, aunque en distinta forma, «pro-
yecciones animistas». Llega a creer que el origen y primacía lo consti-
tuye el azar, es decir, una indeterminada y ciega libertad que, incide n-
talmente ha sido la base del multiforme y variado mundo a que ha
conducido la evolución.
Pese a ello, el biofísico alemán Manfred Eigen, que participó tam-
bién en el Congreso de Barcelona, había formulado, en colaboración
con Ruthild Winkler, una tesis contraria en la obra «El juego»; tesis que
comparten, por su racionalidad, la gran mayoría de los biólogos de
hoy. En realidad, lo que Eigen y Winkler pretenden exponer es que,
del mismo modo que el paso del hecho individual debe su origen al
azar, no es menos cierta la necesidad que de ello se sigue como proc e-
so de selección y de evolución. ¿Qué es lo que se quiere decir? Pues
sencillamente que la ley, como la estructura o la armonía, también tie-
ne su sentido y su valor; aún más, únicamente pensando y analizando
los distintos sistemas, se nos permite vislumbrar la génesis del origen.
Siguiendo, precisamente, a Manfred Eigen, el biólogo vienés Rupert
Riedl nos llega a decir: «Sólo el reflexionar en sistemas nos permite descu-
brir la estrategia de la génesis. Enormes sistemas de causas internas y exter-
nas, organizadas jerárquicamente, actúan unas sobre otras. Y la génesis opera
aquí con ese antagonismo, sumamente ambivalente, entre el azar necesario y la
necesidadfortuita. A través de todas sus capas se conserva en ella lo que c o-
mienza como azar, como indeterminación, pero termina como algo creativo,
como libertad. Y crece constantemente lo que surge como necesidad, como de-
terminación, pero acaba como ley y orden, como sentido orientador, como sen-
tido de una posible evolución. Hasta que al fin un sentido sin libertad nos r e-
sulta absurdo en la misma medida en que una libertad sin sentido no sería li-
251
MONOD, J.: Le hasard et la nécessité. París, 1970; trad. es.: El azar y la necesidad. Barcelona,
1977.
257
bertad... Ahora bien, un mundo surgido de esta estrategia, ni es mero producto
del azar ni está planeado de antemano; el hombre, ni es absurdo, como sostiene
Jacques Monod con los existencialistas, ni era buscado, como piensa Teilhard
con los vitalistas. Ni la libertad de la evolución lo ha privado de sentido, ni el
crecimiento de las leyes lo ha dejado sin libertad. Y la armonía del universo, ni
es una ficción ni está preestablecida. Su armonía es postestablecida, es conse-
cuencia de los estratos de sus condiciones formales.
252
RIEDL, R.: Die Strategie der Genesis. Naturgeschichte der reaten Welt. Munich, 1976, pág. 10 s.
258
LA EVOLUCIÓN
Como dato significativo, queda claro que hasta el siglo XIX el con-
cepto de evolución nunca fue asumido como un hecho real. Cierto que
ya habían existido algunas ideas al respecto; pero, en razón de la falta
de pruebas verificables y objetivas, fueron siempre cuestionadas y ma-
yoritariamente tomadas omo anticientíficas. Incidían en ello las ideas
teológicas, sobre todo aquellas que se basaban en una interpretación li-
teral de los textos bíblicos. Por eso, en atención al cambio que suponía
una interpretación distinta a la clásica «creación especial» y la «inmuta-
bilidad de las especies», daremos paso a las distintas etapas por las que
ha ido avazando esta idea sobre la evolución.
La primera gran teoría se debe al biólogo francés Lamarck, expuesta
en su «Filosofía zoológica» que se publica en 1809. Se basaba en que el
uso y desuso de las partes contribuirían al desarrollo o no desarrollo
del organismo y, por consiguiente, a su paulatina evolución. Por lo tan-
to, mediante el uso y desuso en los aportes, un organismo cambiaría;
pero eso sí, con la particularidad de que lo conseguido sería heredable.
Un animal ancestral, por ejemplo, que en un principio podría haber te-
nido el cuello como el de los otros animales, pudo muy bien haberse
visto obligado a estirar cada vez más sus músculos para obtener las
hojas de los árboles como alimento. Tras múltiples generaciones, y por
haber heredado la estructura anterior, el animal habría conseguido la
imagen de lo que hoy llamamos una jirafa.
En principio, la idea fue acogida con gran entusiasmo, pero muy
pronto se vio que algunos de los puntos eran insostenibles. Cierto que
el uso y desuso de las partes daba lugar a cambios y diferencias: con el
ejercicio y la práctica se consiguen cualidades que no se tenían; pero
pensar que dichas variaciones adquiridas (no genéticas) se heredaban,
era evidentemente incorrecto.
No va a pasar lo mismo con la teoría de Charles Darwin; con él nos
encontramos en la fase decisiva y capital de la historia del evolucionis-
mo moderno. Ya su misma vida tiene algo de extraño y apasionante:
hijo de un médico, nace en Shrewsbury (Inglaterra), en 1809. Estudia él
también medicina en Edimburgo y en Cambridge, aunque la experien-
cia de dos operaciones quirúrgicas le hace pasar al estudio de la teolog-
ía; apasionándose después por las ciencias naturales. Por ello, joven
aún, Darwin se suma a un viaje alrededor del mundo de cinco años de
duración (1831-36), como biólogo de la expedición naval del H. M. S.
Beagle. En el curso del viaje, el caudal de datos geológicos, botánicos y
zoológicos fue incalculable; tanto es así que su ordenación y sistemat i-
zación le va a ocupar bastantes años de su vida; y no publica sus traba-
jos hasta después de veinte años de continua revisión empírica.
259
Se pensó durante cierto tiempo que Darwin, si se decidió a fo r-
mular su teoría, fue debido a la lectura del «Essay on the Principle of
Population» de Thomas Robert Malthus, obra en la que se advierte
que la población humana tiende a crecer más deprisa que los recur-
sos necesarios para la subsistencia y, consecuentemente, hace que en
el organismo exista esa lucha por la propia vida. Sin embargo, pa rece
improbable que las ideas de Malthus fuesen las únicas determinantes
para su evolucionismo. Lo que él ciertamente dedujo de Malthus es
que el proceso de selección es una fuerza tal, cuya presión, al tiempo
que obliga a algunos a «abandonar la partida», a otros les impulsa a
«adaptarse y sobreponerse».
Pero lo curioso es que, por ese mismo tiempo, y de forma inde-
pendiente, el biólogo Alfredo Russel Wallace llega a conclusiones si-
milares a las de Darwin; tanto es así que éste, al leer el manuscrito de
una comunicación de Wallace, se decide dar a conocer sus propias
experiencias, subscribiéndolas en un sumario que, junto con la co-
municación de Wallace, fue presentado a los miembros de la «Li n-
neaean Society» en 1858; y no mucho después, en 1859, aparece su
gran obra: «On the Origins of Species by Means of Natural Selection or
the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life», conocida
como «El origen de las especies», y cuyo éxito divulgativo fue tan
grande que se convirtió en el texto fundamental del evolucionismo
biológico.
En líneas generales, la teoría de Darwin-Wallace podría resumirse
en las siguientes observaciones:
a) En condiciones normales, cada especie tiende a multiplicarse en
progresión geométrica, es decir, que una población que dobla su número
en una primera ocasión, poseerá un potencial reproductor suficiente como
para cuadruplicar su número en la siguiente; aunque, como no todos los
óvulos y espermatozoos se convierten en cigotos u óvulos fertilizados, ni
todos los cigotos llegarán a adultos, se deduce que debe haber lógicamente
una «lucha por la existencia».
b) Tampoco todos los miembros de una especie, por más que lo
parezcan, guardan la misma identidad. Entre ellos existen variaciones
considerables. Consecuentemente, en quienes se manifieste o sea más
propicia la transición, tendrá, como es lógico, ventajas competitivas so-
bre los demás
260
c) La causa decisiva de la «selección natural» es el ambiente. Con el pa-
so del tiempo, y tras sucesivas generaciones, un organismo podría acumu-
lar tal número de variaciones que bien podría dar lugar a una nueva espe-
cie entroncada con un grupo ancestral.
Con todo, puede que se crea que esta teoría de Darwin y Valla-
ce sea la teoría moderna de la evolución. Lo que no es del todo co-
rrecto si nos atenemos a los más recientes estudios. En realidad, ya a
Darwin le propusieron ciertas interrogantes que él nunca pudo sol-
ventar; le fue siempre difícil, por ejemplo, dar solución al origen de
las variaciones individuales, a menos de caer en la misma so lución
que había ofrecido Lamarck sobre la herencia. Claro que, en la crítica
que se hizo a la «selección natural» hubo también sus manifiestas
desviaciones. Pensaron algunos que la esencia de la referida «selec-
ción» era exclusivamente la «lucha por la existencia»; lo que conducía
a supervalorar al idóneo y mejor dotado y eliminar al incompetente. Se
trataba, por así decir, de una concepción negativa y destructora y no del
papel creador que propiamente comportaba la «selección natural».
Hoy, acercándonos al siglo y medio de la propuesta de Darwin-
Wallace, se reconoce que fue, acaso, la explicación más idónea en aquel
entonces. Actualmente, sin embargo, el estudio evolutivo ha ganado en
precisión, debido, principalmente, a los trabajos de equipo y orientados
por los experimentos y las leyes del que se le considera, sino el funda-
dor, sí el precursor de la Genética: Gregor Johann Mendel. En efecto,
hay que reconocer que antes de Mendel (1822-1884) no existía ninguna
teoría básica de la herencia que pudiese desafiar cualquier posible ex-
perimentación al respecto. Incluso el trabajo que presentó a la Sociedad
para el Estudio de las Ciencias Naturales en Brünn, publicado en las ac-
tas de la misma Sociedad al año siguiente (1886) con el título: «Investiga-
ciones sobre híbridos vegetales», permaneció durante 35 años sin repercu-
sión alguna. Fue en el 1900 cuando un grupo de especialistas lo redes-
cubrió, mostrando la trascendencia de los experimentos e ideas que allí
se reflejaban. En realidad, lo que Mendel intentaba dar a entender, sin
que aún se conociera la existencia de los cromosomas ni el mecanismo
de los gametos o células sexuales; es que, según sus resultados, los ca-
racteres están determinados por unidades hereditarias (más tarde se
llamarían «genes»), que se transmiten de generación en generación.
261
Actualmente no sería incorrecto adelantar que el medio en que se
desarrolla y se expone el planteamiento evolutivo es el de la población
mendeliana, cuyos procesos vienen a corresponder con las «variaciones
heredables» que aparecen en los distintos individuos de las poblacio-
nes. Por lo tanto, el mecanismo de la evolución se podría definir como
«la selección natural actuando sobre las variaciones heredables de una pobla-
ción». Es posible que en cada generación aparezcan en ciertos indivi-
duos nuevos caracteres como consecuencia de las combinanciones y los
procesos mutacionales; entonces, si estos organismos sobreviven, te-
niendo, a su vez, descendencia, las innovaciones genéticas particulares
persistirán en la reserva de genes de la población.
En ese sentido, la «selección natural» es una fuerza creadora cuyos
efectos se concretizarían por difundir las novedades genéticas realizadas,
más bien, de forma pacífica y en las que priva la «reproducción» más que
la lucha por la supervivencia del más idóneo. Por consiguiente, la selec-
ción natural no elimina al débil o al inepto; puede que siendo uno el más
grande y poderoso de los organismos de la población, sea, al mismo tiem-
po, impotente y estéril. Cabría decir, entonces, que sólo indirectamente la
condición somática, la fuerza física o la salud ayudan al éxito reproductor
de los organismos. Así, lo que en tiempo de Darwin se consideró como
«selección natural completa», en la actualidad se reconoce que sólo tiene
Fig. 7 262
un efecto limitado e indirecto en todo el proceso de la evolución.
263
Fig. 8
264
orillas de las corrientes de aguas dulces, puesto que se da la circunstancia
de que es precisamente aquí donde aparecen las condiciones más fovora-
bles (desecación-encharcamiento) para que surgiera la vida terrestre.
Pero, en razón de que un estudio detallado de los distintos períodos
no procede para la reflexión filosófica que aquí se pretende, nos limita-
remos a presentar el siguiente cuadro orientativo. Fig. 9.
Fig. 9
EL HOMBRE
El hecho de tener que abandonar los simios las ramas de los árboles
es, para la gran mayoría de los antropólogos, uno de los motivos más
determinantes para la aparición del hombre. Les obligaría a ello el cam-
bio climático, sobre todo. Sabido es que el progresivo enfriamiento du-
rante el Terciario trajo consigo la continua disminución de los bosques;
se reduce drásticamente el extenso cinturón de selva tropical para am-
pliarse el ecosistema de la sabana. Los primates sufren un golpe eco-
lógico y se reducen sus efectivos. No es que se vaya a establecer una re-
265
lación de causa-efecto, pero sí es obligado decir que por aquel entonces
es cuando aparecen los homínidos viviendo en tierra fume. Las obliga-
das excursiones traerían también sus peligros por el acecho de otros
animales, todo lo cual tuvo un gran valor selectivo, orientando la evo-
lución de los pies para la carrera y derivando hacia una más favorable
locomoción bípeda. Ni que decir tiene que, una vez llegado a este nivel,
la misma posición vertical condicionaría, no sólo a las extremidades su-
periores, sino incluso al sentido externo de la vista y demás órganos en-
cefálicos.
Por eso, una vez que la sección del grupo homínido se hubo separa-
do de la rama antropoide, esto debió dar lugar a una nueva irradiación;
y tras ella, a otras sublíneas con irradiaciones diferentes. En realidad, el
modelo nos es desconocido y, a excepción de la línea que conduce a
nuestra propia especie, todas las demás se han ido extinguiendo en el
transcurso de los distintos períodos a lo largo de los últimos 30 millones
de años; bien es cierto que precisar las fechas de extinción de las distin-
tas líneas es poco menos que imposible, puesto que un fósil puede mos-
trarnos cuándo un homínido pudo vivir, pero no su origen, y menos
aún cuándo desapareció como grupo. Por el contrario, no es que sea ne-
cesario hallar esqueletos completos para reconstruir su presumible figu-
ra y facciones. Un cráneo, una mandíbula, e incluso una tibia, pueden
muy bien proporcionar pistas e indicaciones suficientes para determi-
nar si dicho fósil pertenece a un homínido primitivo o se trata, más
bien, de una irradiación más avanzada.
Pero, aparte de las distinciones propiamente biológicas, interesa co-
nocer su entorno y actividades; es necesario precisar si éstas son fruto
de simples tendencias e impulsos innatos o corresponden ya a intencio-
nes conscientes; tanto es así, que es en base a las realizaciones artísticas
y culturales por lo que a los fósiles se les considera instrumentos de
prehumanos o de humanos auténticos. Así, por ejemplo, al homínido
que sólo usaba piedras o cualquier otro objeto que podría encontrar a
su alrededor, se le considera todavía prehumano; mientras que si, de
forma consciente, usaba y adaptaba dichos objetos naturales formando
herramientas, por muy toscas que ellas fuesen, se les considera huma-
nos. Lo cual, en modo alguno quiere decir que se pueda precisar el co-
mienzo de la historia de los homínidos. Cualquier suposición tendrá
siempre un mucho de riesgo y de conjetura. Con todo, se deducen indi-
cios de antecesores comunes de los fósiles antropoides pertenecientes al
género «Proconsul», de unos 25 millones de años, encontrados en Africa
Oriental.
266
te antropoide, que data de finales del Mioceno, con una edad aproxi-
mada de unos 10 millones de años, es que, mientras los dientes y la
mandíbula son propias de los homínidos, otras manifestaciones que
presenta parecen emparentarle más con los simios.
En realidad, desde el «Oreopithecus» hasta el «Homo habilis», de
unos 2 millones de años, tenemos un vacío que viene ocupado por el
«Australopithecus», cuyos grupos solían ser clasificados según la con-
veniencia de los distintos paleontólogos. Bien es cierto que hasta hace
muy poco se creía que el «Australopithecus» más antiguo era el «Aus-
tralopithecus afarensis», de unos 3,5 a 4 millones aproximadamente, al
que pertenecería «Lucy», una hembra adulta de 1,20 m. de estatura, que
caminaba erguida y con una dentadura parecida a la de los hombres.
Fue descubierta en 1974 por Donald Johanson en el río Awash, en el
triángulo etíope de Afar, con unos 3.5 millones de años de antigüedad.
Sin embargo, a partir de los fósiles encontrados en 1992, 1993 y
1994 en ese mismo desierto etíope de Afar, un grupo de investigad o-
res como el profesor Tim White de la Universidad de California, el
antropólogo Gen Suwa, de la Universidad de Tokio, y Berhane As-
faw, un paleoantropólogo de Addis Abeba, dieron a conocer un tipo
de «Australopithecus» más antiguos, pudiendo representar, según
ellos, «el eslabón más antiguo conocido de la cadena evolutiva, que conecta
a nuestro antecesor común con los actuales monos africanos». Se trata del
«Australopithecus ramidus», de «Ramid», que significa «raíz» en la
lengua de los «afars» que viven en aquellos lugares, y cuya cronolo g-
ía se sitúa en torno a los 4,5 millones de años, retrasándose respecto a
«Lucy» en un millón de años.
Respecto a Europa, sorprendentemente los descubrimientos de
Atapuerca (Burgos), han venido a cambiar el panorama que se tenía res-
pecto a sus poblaciones de homínidos. En efecto. Hasta la aparición de
los Neandertales, en torno a los 90.000 años, pocos eran los restos fósiles
que habían aparecido en el Continente. Se decía por ello que los primeros
humanos no habrían aparecido antes del medio millón de años, es decir,
casi un millón más tarde que en Asia. Atapuerca, sin embargo, ha venido a
cambiar esta visión. Gracias a los restos allí recuperados, ahora se puede
afirmar que los primeros europeos hicieron su presencia alrededor de un
millón de años. Las excavaciones en el ―Estrato Aurora‖ de la ―Gran Doli-
na‖, en la sierra de Atapuerca, proporcionaban ya abundantes herramien-
tas líticas, con un total de 86 fósiles humanos, incluyendo más de 40 restos
postcraneales, 30 dientes y 16 restos fósiles del neurocraneo, así como bas-
tantes muestras de fauna de unos 800.000 años. Fueron, por lo tanto, los
auténticos pioneros del Pleistoceno, llegando, desde su cuna en África,
hasta el extremo occidental de Europa. Según el equipo investigador de
267
los yacimientos, habrían evolucionado a partir de poblaciones de la espe-
cie Homo ergaster, ancestro también del Homo erectus que se extendió por
Asia. En conformidad precisamente con ese largo origen africano y la
evolución que presentaban algunos rasgos de su anatomía, llevó a los es-
tudiosos de Atapuerca a proponer una nueva especie humana: el Homo an-
tecessor. Aunque lo más sorprendente para la paleontología europea fue el
hallazgo - en la mañana del 27 de Junio del año 2007 -, de un diente de
homínido en la ―Sima del Elefante‖, con una edad aproximada al
1.200.000 años, lo que, de quedar confirmado, retrasaría, según el equipo
de profesores Bermúdez de Castro, Eudald
Juan Luis Arsuaga, en más de 400 años respecto a los restos más antiguos
hallados en la misma Atapuerca. De todos modos, ciento de miles de
años más tarde, estos pioneros del Pleistoceno se cree que evolucionaron
hacia el Homo heidelbergensis, descubierto en la ―Sima de los Huesos‖, an-
tepasado directo del Homo sapiens en África; solo que las poblciones en el
Continente Africano de origen Homo antecessor siguieron otra trayectoria,
llegando a convertirse en nuestra propia especie: la del Homo sapiens. En
cualquier caso, los restos humanos que se descubrieron en la ―Gran Doli-
na‖ vienen a ocupar una posición intermedia en el camino de la evolución
humana. Son los últimos antepasados comunes entre los Neandertales y no-
sotros. De forma gráfica, la Fig. 10 puede esclarecernos lo que la investiga-
ción del grupo científico de Atapuerca cree que fue el origen y el largo
camino de la evolución del hombre. Otro problema es la vía que utilizaron
en su difusión. Pues, mientras los datos que nos ofrece hoy día la investi-
gación manifiestan que en Asía la colonización de los homínidos fue te-
268
rrestre, no es tan claro respecto al continente europeo. Creen algunos que
aquí pudo haber existido también otra alternativa, como es la marítima,
aprovechando los descensos del nivel freático a consecuencia de la bajada
brusca de las temperaturas que favorecerían cruzar los estrechos maríti-
mos antes infranqueables. En dicha hipótesis, hubiera sido posible hacerlo
por el Estrecho de Gibraltar, apoyado por la antigüedad de alguno de sus
yacimientos, e incluso la vía que uniría Túnez con Sicilia y con la Penínsu-
la Itálica. Lo ampararía el hallazgo del cráneo de Ceprano o la antigüedad
de los conjuntos líticos como el del monte Poggiolo (Italia). De atenernos a
las últimas investigaciones, la Fg. 11 puede ilustrarnos sobre las factibles
rutas migratorias de aquellos homínidos que, partiendo de África, fueron
ocupando gran parte del mundo.
LA COMUNICACIÓN NO VERBAL
269
Por otro lado, experiencias realizadas en una clínica de París han re-
sultado verdaderamente sorprendentes. Por ejemplo, el experimento lle-
vado a cabo con niños que durante tres o cuatro años nunca habían sido
capaces de emitir un sonido inteligible, al colocarlos en pequeñas y silen-
ciosas habitaciones donde se escuchaba la voz de la madre, grabada con
anterioridad mediante un micrófono de contacto sobre su abdomen, tuvo
Fig. 11. Probable ruta migratoria de los homínidos a partir del Continente Africano.
como resultado que esa voz, aunque para los adultos confusa, no lo era
así para los niños por simular el útero de la madre; hasta tanto que fue el
comienzo en algunos para dar señales de un lenguaje comprensible. El
mismo doctor Truby, que personalmnte fue a visitar dicha clínica, llegó
también a compartir la idea del director de la misma, el doctor Alfred
Tomatis que juzgaba dichas experiencias como si a los niños se les hiciese
recorrer el camino que, por cualquier causa, no recorrieron cuando deb-
ían.
De igual modo, experiencias realizadas con jóvenes esquizofrénicos,
simulando un retorno a una vida prenatal e infantil, han ofrecido con
frecuencia similares resultados; lo que nos hace ser, por lo menos, preca-
vidos con determinadas normas pedagógicas que nos suele imponer la so-
ciedad, particularmente tratándose de bebés. Se ha comprobado que en
etapas preverbales, los pequeños movimientos, el cambio de voz, o el sim-
ple contacto epidérmico, son inmensamente más importantes que lo que
se pueda derivar de la clase de alimentos o de una temperatura adecuada.
De ahí que, al referirse el doctor Bentley Glass a la gestación de seres
270
humanos en probetas de laboratorio, no tenga reparo en decir que esto
siempre constituirá un verdadero problema. Aún concediendo que se lo-
grara reproducir con total exactitud el compuesto químico del útero -dice-,
nunca podrá atenderse a todo el campo sensorial que necesita la persona.
COMUNICACIÓN LINGÜÍSTICA
271
Pero, ¿cómo ha ido desarrollándose? Porque es obvio que el niño, sin
un particular apoyo u orientación, es incapaz de hablar el lenguaje de los
padres. Bebés que han crecido aislados de la sociedad, nunca adquirieron
la comunicación lingüística. Y una vez que se pretendió integrarles, los re-
sultados positivos de adaptación siempre han sido mínimos. Como prue-
ba, reseñaremos dos de los casos más conocidos.
El primero se remonta a finales del siglo XVIII, y se trata de un niño de
unos once años, denominado el «salvaje de Aveyron», cuya custodia fue
confiada a una institución de sordomudos. Todos los esfuerzos que se
hicieron resultaron inútiles. Permitió tan sólo al profesor Itard que ensaya-
ra ciertas técnicas propias de los débiles mentales, consiguiendo única-
mente de él que aprendiera unas cuantas palabras.
El otro caso es el de dos niñas que fueron halladas en Midnapore (In-
dostán) en 1920 por unos misioneros. Una tenía dos años y la otra ocho.
Habían vivido, lo más probable, entre lobos; se alimentaban, aullaban y
corrían a cuatro patas al igual que ellos. Pero, entre las pocas cosas que lo-
graron aprender, consiguieron andar y pronunciar ciertas palabras. Des-
graciadamente murieron pronto; la más pequeña, al cabo de un año; y la
mayor, después de ocho de aprendizaje. Con todo, no logró adaptarse a
nuestro modo de vida; lo que demuestra que, sin el entorno y el bagaje
prestado por la sociedad, es decir, sin una incipiente y paulatina educa-
ción, nuestro potencial hereditario se verá limitado a una mínima evolu-
ción.
Para Kaplan existen cuatro etapas en el desarrollo del lenguaje. La
primera, que va desde el nacimiento hasta las tres primeras semanas, co-
rresponde a la fase donde el niño se limita a simples demostraciones de
llanto, toses y gorgoteos. La segunda, que aproximadamente ocupa desde
las tres semanas a los cuatro o cinco meses, supone ya variaciones en el
llanto y los sollozos, implicando peculiaridades distintivas en la duración,
tonos y forma de articularlos. La tercera suele durar desde los cinco meses
hasta el año, y corresponde a la etapa del balbuceo, en la que el bebé emite
sonidos muy semejantes a vocablos; pudiendo, en su última fase, articular
alguna palabra. La cuarta etapa va desde el año cumplido en adelante; es
el período propiamente lingüístico, pero con la particularidad de que si en
los lactantes prelinguales los sonidos eran afines; a partir del año, el bebé
comienza a emitir más frecuentemente los sonidos propios de la comuni-
dad lingüística donde nació.
De tomar este estudio como hipótesis de trabajo, dos hechos parecen
quedar suficientemente delimitados, esto es, que mientras para la comuni-
cación verbal el aprendizaje se hace imprescindible; en el desarrollo pre-
lingual, por la semejanza que guardan los lactantes en el «balbuceo», hace
pensar que la maduración del bebé sea el elemento de mayor importancia;
una maduración que comenzaría ya con las percepciones rítmicas en el
útero materno y que, a su vez, darían razón de por qué los niños sordos
producen los mismos sonidos de balbuceo que aquellos otros que tienen
una audición normal.
272
En virtud de esa conjunción, el niño, a partir del año de edad, y en con-
diciones normales, comienza con la llamada «plabra-frase», ya que para él
tiene el valor de una frase completa; por ejemplo, con el vocablo «cheche»
pretende significar «quiero leche». Hacia el año y medio suele iniciar la
frase incompleta, superando el estado de la «palabra-frase», así, «nena pu-
pa», significa que la nena se ha hecho daño; y sólo después de los viente o
veinticuatro meses comienza a construir frases breves de modo correcto
con un vocabulario aproximado de unas cincuenta palabras. Sólo un año
después las ha multiplicado por veinte, poseyendo una cantidad aproxi-
mada de mil palabras.
273
oposiciones, con lo cual un fonema es marcadamente distinto de los
otros. La primera y fundamental oposición en castellano es la que per-
mite diferenciar las vocales y las consonantes, con la particularidad de
que, mientras los fonemas vocálicos pueden por sí mismos formar síla-
bas sin que el aire encuentre obstáculos en la boca, como por ejemplo,
«o-i-a»; no sucede lo mismo con los consonánticos, que necesitan de al-
guna vocal para formar la sílaba.
Existen también estudios respecto a ciertas características de los fo-
nemas, como son aquellos que les dividen en abiertos y cerrados, latera-
les y vibrantes, bilabiales y dentales, etc. Pero por no formar parte di-
chas consideraciones del empeño que aquí nos ocupa, nos preguntare-
mos sólo por aquello que para nosotros es más importante, como la re-
ferencia a su posible significado. ¿Qué decir? No otra cosa que lo que es
común hoy día en los estudios semánticos, esto es, que el fonema como
tal, y tomado de forma independiente, es asignificativo, salvo en las ra-
ras excepciones de palabras que constan de un solo sonido, como la
francesa «eau» /o/ (agua), o la latina «i», del imperativo «ire» (ir). Lo
que tampoco quiere decir que carezca de influjo en la significación, al
contario; pongamos sino dos ejemplos: «pala» y «bala». Nos daremos
cuenta que una ligera modificación articulatoria ha bastado para cam-
biar substancialmente el significado. Además, y como ya reseñamos, el
mismo fonema puede tener distintas variantes según la persona que lo
pronuncie. De ahí que el profesor Jakobson, uno de los constructores de
la teoría del fonema, nos llegara a decir: «El fonema participa en la signifi-
cación, pero sin que él posea significado propio»253.
Quede claro, entonces, que los fonemas, y su realización en el habla
como sonidos, son los segmentos mínimos con los que construimos
otras unidades mayores; aunque no son los únicos elementos fónicos
que intervienen. Así, la palabra «túnel», no sólo consta de la secuencia
de segmentos fónicos t-ú-n-e-1, sino que la «ú» se pronuncia con una in-
tensidad mayor que los otros fonemas. Se dice de ella que lleva acento o
que está acentuada. Del mismo modo, la oración ¿cuántos años tienes?,
aparte de los acentos, debe poseer una cierta entonación para poder dis-
tinguir, del mejor modo, su alcance e intención frente a ¡cuántos años
tienes!, tan distintamente entendido. En resumen, diremos que las cua-
lidades físicas fundamentalmente son: el «timbre» en que resuenan las
ondas sonoras, la «cantidad» e «intensidad» en que se emiten, y el «to-
no» que recibe el sonido en función del número de vibraciones.
253
JAKOBSON, R.: Actes du VI Congrés international des Linguistes. París, 1949, págs. 8.
274
Ahora bien, los fonemas, como sonidos básicos, asignificativos y rela-
tivamente limitados, pueden combinarse y formar unidades más pe-
queñas con significación propia. Así, una palabra como «gris», cuyos
segmentos g-r-i-s nada significan, sí sabemos lo que denotan cuando
están agrupdos correctamente. Dígase lo mismo si seccionamos ciertos
términos con un mayor número de sílabas: chocolate, mercurio, etc.
275
Hechas estas puntualizaciones, es posible afrontar, al menos con
una mayor coherencia, el siempre delicado problema de la palabra, in-
cluso si las preguntas se dirigen al constitutivo o naturaleza de las
mismas. Veamos.
LA PALABRA
276
la palabra como algo singular y distinto de otras unidades lingüísticas
parece ser algo connatural en el hombre. De forma casi inconsciente ten-
demos a suponer objetos encubiertos tras los rótulos o anuncios publici-
tarios, incluso en las mismas ideas abstractas nos parece ver realidades
implícitas. De ahí que, por evitar estados puramente psicológicos y men-
tales, hoy se tiende a buscar criterios puramente lingüísticos que configu-
ren y delimiten esa independencia de la palabra. Aunque debemos reco-
nocer que todavía no poseemos una definición que satisfaga totalmente.
Acaso la que mejor delimite su configuración con criterios formales más
bien que semánticos, sea la que ya propusiera Leonar Bloomfield en las
primeras décadas del siglo.
Era para él la palabra «una forma libre mínima»255, es decir, que mien-
tras hay, por ejemplo, morfemas asociados a un lexema para constituirla:
«inimit-able», «cant-áis», etc., donde «in» y «able», por no ser formas
libres necesitan de una raíz básica para constituirse como tales, hay
otras que subsisten por sí mismas como, «gris», «bien» «mercurio» etc.
Así pues, lo característico es eso: que sean «formas libres» actuando
como expresión completa; claro que se da un caso donde se violentaría
esta definición; es en los compuestos constituidos por dos palabras in-
dependientes como «astronauta», «sacacorchos», «aguardiente», que
podrían considerarse a caballo entre la palabra y la frase.
En cuanto a la formación de las mismas, explicamos ya cómo el uso
simbólico por el que los humanos creamos cultura, comienza pre-
parándose en la comunicación no verbal. Después, a partir del llanto,
el balbuceo, la palabra-frase y demás, se irá evolucionando hasta con-
seguir, en el caso concreto de la lengua castellana, las ochenta mil p a-
labras que incluye el Diccionario de la Real Academia. Evidentemente,
en ese quehacer, las causas han sido múltiples; van, desde los descu-
brimientos científicos y el progreso industrial y económico, a la cons-
tante modificación de los usos sociales que han buscado nuevas pala-
bras para hacer comprensible las ideas más en boga, identificar los
nuevos objetos o dar fe de las diferentes costumbres.
Con todo, para la creación de nuevas palabras a partir de otras ya
existentes, hay un procedimiento fundamental que es el de la «deriva-
ción» y, guardando analogías con ésta, la composición, la parasíntesis,
la habilitación y la onomatopeya que, por su vinculación a la dinámica
de la lengua, no estará demás que hagamos algunas breves indicacio-
nes sobre las mismas.
BLOOMFIELD, L.: Language, Nueva York, 1933, pág. 177. También en su artículo, «A Set of
255
Postulates for the Science of Language», Language, 11, 1926, págs. 153-164.
277
a) Derivación. Es el procedimiento que se sigue para formar nuevas
palabras por medio de «afijos», bien sean éstos morfemas antepuestos
(prefijos), o pospuestos (sufijos) que se unen al lexema o raíz de la pa-
labra ya existente en la lengua. La derivación prefijada en castellano
suele ser mediante sus preposiciones (separables), latinas y griegas;
por ejemplo, «sobresalir» (sobre), «abjurar» (ab), «hipertensión» (h i-
per). La derivación por medio de sufijos, que también suelen tener dis-
tintas procedencia, añaden a la raíz una idea determinada, es el caso
de «zapatería» (ía), «hombrón» (ón), «leonés» (és), etc.
b) La composición de palabras, como ya se dijo anteriormente, se
constituye mediante la unión de dos o más simples; y en cuanto a su
función gramatical es variadísima. Pueden formarse mediante la unión
de dos adjetivos, como «claroscuro», «sacrosanto», de adjetivo y sus-
tantivo: «mediodía»; sustantivo y adjetivo: «barbilampiño», verbo y
sustantivo: «guardapolvos», adverbio y sustantivo, etc.
c) Parasíntesis. Aquí se forman las palabras por composición y d e-
rivación a la vez, por ejemplo, «misacantano», «picapedrero», etc.
d) Habilitación. Se trata de aquellas palabras que, aún sin experi-
mentar cambio alguno en su forma, pasan a ejercer una función ora-
cional distinta a la propiamente suya. Acaece esto cuando hablamos de
una persona propensa a lo ideal o utópico como sería al hablar de un
«quijote», un «tenorio», o también cuando nos referimos a adjetivos pro-
cedentes de otras palabras, como en el caso de la siguiente oración: un
vestido «rosa».
e) Onomatopeya. La problemática suscitada por la onomatopeya tiene
una larga historia, particularmente por su referencia a la motivación co-
mo ya se expuso al tratar sobre el estructuralismo. Lo que aquí cabe re-
señar es que la onomatopeya es otro de los modo de crear palabras; se
trata de imitar el sonido de algo o de alguien por la palabra que expresa,
como por ejemplo, «chasquido», «ris-ras», etc. Términos onomatopéyicos
se consideran también las formas verbales que hacen relación a los soni-
dos más característicos de ciertos animales, como el «croar» de la rana o
el «mugir» del toro.
Pero lo verdaderamente importante en esta formación de las palabras
es la referencia que se hace al significado. En efecto, con las palabras
transmitimos noticias, órdenes, deseos, sentimientos, es decir, nos refie-
ren e indican algo. Y por más que veamos lógico que la lingüística mo-
derna intente definir la palabra con criterios formales, no quita para que
siempre nos veamos obligados a analizar también ese componente
semántico que portan las palabras.
278
EL SIGNIFICADO
1. Tendencia referencial
279
Su formulación es la siguiente: el símbolo (la palabra) evoca un
pensamiento que se refiere al objeto (referente). Sin embargo, la
relación entre el símbolo y el referente es indirecta, es decir, que
la palabra, con lo que directamente hace relación es con el pens a-
miento, no con la cosa. Nos lo describen de la siguiente manera:
«Entre un pensamiento y un símbolo existen relaciones causales. Cua n-
do hablamos, el simbolismo empleado obedece en parte a la referencia que
estamos haciendo y en parte a factores sociales y psiclógicos -la finalidad
que perseguimos al hacer la referencia, el efecto que nos proponemos
causar con nuestros símbolos en otras personas, y nuestra propia act i-
tud-. Cuando oímos lo que se dice, los símbolos nos llevan a la vez a
cumplir un acto de referencia y a asumir una actitud que será, de acuer-
do con las circunstancias, más o menos similar al acto y a la actitud del
hablante.
Entre el Pensamiento y el Referente existe también una relación; más o
menos directa -como cuando pensamos en una superficie coloreada o le pres -
tamos atención-, o indirecta -como cuando pensamos o nos referimos a Na-
poleón—, en cuyo caso puede haber una cadena muy larga de situaciones
signo que se interponen entre el acto y su referencia».
Fig. 12
280
mente de una relación atribuida, por oposición a una relación real- sino tan
sólo en forma indirecta, recorriendo los dos lados del triángulo»256.
Por lo que pudiera parecer, el diagrama no es que sea tan original.
Que la palabra simbolice un pensamiento, teniendo como referente a la
cosa, no dice más, de lo exspresado en el «Medievo» cuando apuntaban:
«vox significat mediantibus conceptibus» (la voz/palabra/significa me-
diante los conceptos). Diríamos, por tanto, que su exposición dice mu-
cho y dice poco. Mucho porque el objeto (el referente), en cuanto fenó-
meno no lingüístico, es causa, sin embargo, de justificar la referencia.
Ahora bien, pensemos que una persona, una ley o un acontecimiento,
permaneciendo en su misma realidad, puede que cambie de significado
para nosotros. El átomo, por ejemplo, es el mismo que era hace setenta
años, pero después de conocerse que está constituido por un núcleo
formado de neutrones y protones, y rodeando dicho núcleo, los electro-
nes, y ambos, a su vez, por otras partículas más elementales, es más que
suficiente como para desmentir lo que su etimología sugiere. Dígase lo
mismo en medicina con los términos «lepra», «varicela», «cólera», etc.
Pero, al mismo tiempo, si consideramos el símbolo respecto a la
referencia o pensamiento, el análisis de Ogden y Richards es más
bien limitado; la palabra, según el triángulo, da cuenta de cómo pr o-
cede en el que la oye, pero no se presta atención al proceso del que la
pronuncia. Para el que escucha, la coordinación es la siguiente: al oír
una palabra (por ejemplo: codorniz), pensará en dicho animal, ente n-
diendo, en su contexto, el alcance que ha dado el que la pronuncia.
Sin embargo, para éste la secuencia será radicalmente distinta: por un
motivo o por otro, pensará en dicha ave y, en razón de ello, o por
motivos obvios, pronunciará la palabra. Por lo tanto, la coordinación,
si se quiere que sea acorde y congruente, deberá ser recíproca.
2) Tendencia operacional
256
OGDEN Y RICHARDS: Ob. cit., págs. 29-30.
281
operaciones efectivas»257. Pero, donde recibe su formulación más expresiva
es en las «Investigaciones Filosóficas» de Wittgenstein.
257
BRIDGMAN, P. W.: The Logic of Modern Physics. Nueva York, 1927, pág. 6.
258
WITTGENSTEIN, L.: Investigaciones Filosóficas, págs. 137-139.
259
Ibid., pág. 27.
282
puramente empíricos y constatables. Y en segundo lugar, por eludir to-
do aquello que pudiera suponer procesos mentales y subjetivos.
283
«Significado» (Imagen acústica Concepto), o los de «Símbolo», «Refe-
rencia» y «Referente» de Ogden y Richards, llego a creer que emplean-
do palabras más sencillas y comprensibles, podrían éstas, ajustadas del
mejor modo al alcance de su uso ordinario, favorecer la comprensión
del nada fácil problema que aquí se plantea.
Y puesto que el interés se centra principalmente en el significado de la
palabra, los términos que hemos creído más apropiados son los siguientes:
el NOMBRE, esto es, la configuración fonética de la palabra con sus peculia-
ridades comunes, como pueden ser la entonación, el acento o el timbre de
voz. El SENTIDO, cuyo alcance no es otro que la información que repor-
ta o da cuenta el nombre; aparte, claro está, de cualquier intención o
teoría psicológica al respecto. El OBJETO , que sería el fenómeno no
lingüístico sobre el que se habla, y que se identificaría con el «ref e-
rente» de Ogden y Richards. Expondremos a continuación el corre s-
pondiente diagrama en espera de hacer más accesible la explicación
de los elementos que en él se conjugan. Fig. 13.
Fig. 13
284
EL OBJETO
Ya desde los presocráticos era decisivo afrontar, para cualquier pos-
terior examen, el problema de la realidad. Su análisis inquietaba, no
sólo a la filosofía, sino a toda ciencia particular. En ese sentido, cual-
quiera que sea el ensayo o la forma peculiar de interpretación, de uno u
otro modo, siempre será un intento por adecuar una conducta a las cir-
cunstancias objetivas de lo real; el mismo Freud nos dice que la vida
plena y auténtica del hombre, más que basarse en el acomodo con el
«principio del placer» (la evasión de lo real), consiste en el vivir según
el «principio de realidad»260.
Pero, ¿qué es lo que sabemos de la misma? ¿Existirán, acaso, crite-
rios suficientemente válidos como para poder hablar de auténticos con-
tenidos? ¿Será realmente cierto lo que creemos conocer? ¿Cuáles son las
reglas que nos lo definen? Porque, en la medida que demos respuesta a
estas interrogantes, así será nuestra postura frente a lo real.
En este empeño por hacer accesible, del mejor modo, el análisis,
tomamos como punto referential y orientativo el hecho de que cono-
cer es siempre conocer algo, lo cual nos obliga a poner al «objeto», ya
desde el inicio, en el telón de fondo de cualquier paso a seguir en la
posterior investigación o examen, y motivo para que ocupe también,
por consistencia propia, uno de los ángulos del diagrama. Al fin y al
cabo, todo conocimiento no es sino un modo original de presencia,
un tipo original de manifestarse que, de alguna forma, nos traslada a
lo real por lo que tiene de objetividad y de experiencia.
Ahora bien, nunca podríamos deducir nada de dicha experiencia si
el acto del conocimiento no fuese intencional a la misma. El primer mo-
vimiento de la actividad cognitiva ha de ser, por tanto, un encaminarse
intencional «hacia» el objeto, un ir «hacia» lo real como presencia. ¿En
razón de qué? En prueba de la misma vida. Así pues, lo que nos permi-
te dar significado a los seres y a las cosas estará siempre condicionado
con la función vital de cada uno.
En virtud de ese subsistir en el medio, la conciencia humana, en
cuanto acto evolutivo del ser, tiende a lo real como algo inherente a la
propia constitución. En ese sentido, cabría decir que la vida es la reali-
dad radical que, conviviendo con las cosas, forma parte de las mismas;
es lo que se ha dado en llamar «epistemología evolutiva», donde, si los
sentidos externos e internos proporcionaran una imagen de la realidad
que no correspondiese, «de alguna manera», con sus cualidades pro-
260
Freud, S.: Los dos principios del suceder psíquico, En Obras Completas, vol. 1, Madrid, 1948,
Págs. 403-406.
285
fundas, los seres no estarían en condiciones de poder relacionarse ni v i-
vir; lo que no significa tampoco que tal conocimiento alcance a toda la
realidad; nunca podrá satisfacer plenamente su contenido porque,
mostrándose ella en todo momento como realidad estructurada, siem-
pre quedarán elementos al margen que escapen a la experiencia inme-
diata, es decir, que por ser realidad percibida, la percepción irá ligada
necesariamente a una peculiar representatividad, a un concepto o a una
determinada significación. Por ejemplo, si escuchamos un gran ruido y
nos asomamos a la ventana al tiempo que pasa un avión, afirmaríamos
que estamos viendo un avión. Pero, ¿diría lo mismo, ante un hecho se-
mejante, aquel que nunca hubiese oído hablar de aeroplanos? Eviden-
temente que no; y es que, cualquiera que sea la sensación, siempre exis-
tirá un modo peculiar de percibirla.
Por propia experiencia y la información que está a nuesto alcance,
podemos también afirmar que todo organismo existe en un medio, en
un ambiente, rodeado de las circunstancias, que diría Ortega. En ese
medio, por lo que constata la psico-física, se están produciendo conti-
nuos cambios de energía, es decir, mutaciones que pueden dar lugar a
lo que llamamos un estímulo como algo real existente que nos afecta y,
de «alguna forma», captamos. Decimos de «alguna forma», porque la
sensación es un proceso receptivo, y es lógico que, al percibirla, la mol-
deemos conforme a una estructura y a un punto de vista.
Pero, a su vez, como estructura o sector desvelado, en la realidad se
apunta y esconde un hecho importantísimo, y es el siguiente: que aque-
llo que nos afecta y percibimos, nos permite adivinar que existe un co n-
tenido mayor de cuanto llega a nosotros de forma inmediata, es decir,
que el conocimiento humano, al funcionar estructuralmente, nos advier-
te que, tras las estructuras de nuestras experiencias, se ocultan otros
contenidos reales que escapan a la propia capacidad de percibir; se tra-
ta, pues, de una manifestación parcial, perspectivista y fenoménica, en-
tendiendo por «fenómeno» lo «real percibido» que, al tiempo que nos
habla de limite, desborda esa limitación, proyectándose hacia la tota-
lidad de sus contenidos. En el diagrama (Fig. 13), lo expresamos por la
forma de rodear y enmarcar al estímulo, dando a entender cómo, al
tiempo que se le asume e intencionalmente nos conduce al objeto, la
propia capacidad cognoscitiva se ve limitada a quedarse en un punto,
en una situación, con una perspectiva del mismo.
286
ra, a la globalidad integradora de todos los elementos, lo que no
significa que el cotenido de la conciencia sea ficticio o ilusorio, al
contrario, nuestra inserción en la realidad mundana es tan grande
que, al margen de ella, cualquier otro conocimiento, además de i m-
posible, sería absurdo imaginarlo. Incluso los entes de razón, como
los números de las matemáticas, tienen un fundamento en la real i-
dad.
Creemos, por tanto, que nuestro proceso cognoscitivo es más
amplio de lo que unas posturas «a priori» o «a posteriori» nos p u-
dieran individualmente aportar. Abogamos por una teoría integr a-
dora, esto es, por una teoría donde la realidad del mundo no esté ni
fuera ni dentro de mi pensamiento, sino con mi pensamiento. Evi-
dentemente que la conciencia no puede saber de las cosas más que
en cuanto son pensadas, pero tampoco podría afirmar la indepen-
dencia del sujeto que conoce respecto a las cosas; y es que la activ i-
dad de nuestra conciencia, física y biológicamente constituida en
nuestro cuerpo, tiende por naturaleza a comprender la realidad tal
y como se manifiesta; en ese sentido es «a posteriori». Pero, al mi s-
mo tiempo, nunca podrá llegar a conocerla sin conceptuarla, sin in-
terpretarla, es decir, que el acto incluye un ejercicio de «creati-
vidad» interpretativa que, en cualquier caso, dependerá de la nat u-
raleza de nuestra capacidad cognoscitiva; lo que tampoco significa
que, como tal creatividad, dependa de una estructura absolutamen-
te «a priori»; nunca podría, puesto que la dirección de la intenciona-
lidad es una dirección «hacia» lo objetivo de la experiencia. Se tr a-
taría, en el fondo, de un trascender el idealismo y el realismo: ni las
cosas solas, ni el yo solo. La verdad está en el yo con las cosas.
Consecuentemente, aún derivando nuestro conocimiento de la
experiencia, no todo él depende del dato externo y particular. En
cada individuo se encuentran, de alguna forma, los resultados de
las experiencias habidas de cada especie, heredando, por ello, unas
pautas genéticas que le serán inherentes a la hora de percibir e in-
terpretar. Matizando en esta misma línea, el doctor Rodrí guez
Delgado llega a decir: «La inteligencia combina dos sistemas cognosci-
tivos: la experiencia y las regulaciones endógenas, siendo estas últimas
una de las fuentes de las operaciones intelectuales. Al ampliar el alcance
de la retroacción y corregir los errores, el sistema interno trasforma esas
funciones en instrumentos de preconocimiento» 261.
261
RODRíGUEz DELGADO, J. M.: Control físico de la mente. Ed. Espasa-Calpe Madrid, 1980,
pág. 54.
287
Actualmente, las investigaciones biológicas de la epistemología evo-
lutiva han mostrado que ese proceso continuo se fundamenta, no en al-
go ilusiorio o imaginario, sino en la actuación real del organismo que va
adaptándose y creciendo progresivamente en «información» sobre el
medio. De ahí que la teoría del conocimiento se vea extraordinariamen-
te esclarecida con la comprobación de los mecanismos biológicos que le
sirven de soporte. Por ello, y con la esperanza, sobre todo, de que favo-
rezcan la comprensión de lo que venimos exponeindo, intentaremos
presentar seguidamente los más aceptados modelos de la psicología fi-
siológica pertinentes a los estados de conciencia, si bien, aunque inter e-
saría hacerse cargo del funcionamiento de todas las partes del cuerpo,
nos detendremos en aquellos órganos y procesos fisiológicos que parti-
cipan más directamnte en la conducta. Y puesto que ésta particularmen-
te se relaciona con el funcionamiento del sistema nervioso, es legítimo y
razonable que consideremos su actuación en los distintos procesos
orgánicos.
Funcionamiento neuronal
288
de Ramón y Cajal con su «teoría neurónica», según la cual todas las
partes del sistema nervioso están constituidas por neuronas, comu-
nicándose entre ellas por sinapsis.
Cabe decir que las investigaciones realizadas últimamente sobre el
sistema nervioso, más que sorprendentes, resultan fascinantes; tanto
es así, que la neurobiología, de diez años para acá, se ha convertido
en una de las ramas más activas de toda la ciencia; a pesar de recono-
cerse que todavía estamos en los inicios. Se podría comparar a una
gran red telefónica que une diversos puntos distantes unos de otros y
que convergen en un centro común donde se establecen las conexio-
nes como en un conmutador.
En cada organismo puede que haya millones de estas invenciones
moleculares, con la particularidad de que cada una de ellas posee
una estructura diferente. Se cree, por ejemplo, que el número de cél u-
las nerviosas, o neuronas, que integran los aproximadamente 1.350
gramos del cerebro del hombre, es del orden de cien mil millones,
enviando impulsos electroquímicos capaces de comunicar miles de
mensajes; aunque lo sorprendente es haber descubierto que estas co-
nexiones, no sólo radican en el cerebro, sino que la espina do rsal es
también parte integrante en la comunicación. El neurofisiólogo au s-
traliano y Premio Nobel de Medicina en 1963, John Eccles, en una
conferencia-coloquio que dio en abril de 1992, llegó a decir que la
aparición de la conciencia en la evolución biológica se produjo len-
tamente con la llegada de los primeros mamíferos (insectívoros seme-
jantes al erizo), y que los resptiles carecen de ella al no poseer corteza
cerebral, zona en la que John Eccles localiza la autopercepción.
Diremos brevemente que una neurona «típica» consta de un cuerpo
celular que posee de cinco a cien micrometros (milésimas de milímetro)
de diámetro del que emanan una fibra principal, el axón, y varias ramas
fibrosas, las dendritas. El axón, por otro lado, puede producir ramifica-
ciones en torno a su punto de arranque, y más extensamente cerca de su
extremo. Se diría que las dendritas y el cuerpo celular reciben señales
de entrada; el cuerpo las combina e integra, lo que da paso a que emita
la señal de salida. Fig. 14.
La información pasa de una célula a otra por puntos de contacto es-
pecializados: la sinapsis y el tipo de sistema nervioso que tiene tales
funciones se conoce como sistema nervioso sináptico. Una neurona típi-
ca puede tener de 1.000 a 10.000 sinapsis, siendo capaz, al tiempo, de
recibir información de otras 1.000 neuronas.
En su función, la neurona es principalmente de naturaleza electro-
química. Cada una puede generar y mantener una pequeña carga elec-
troquímica que, al ser activada, la libera para estimular las neuronas
289
adyacentes de la sinapsis. Los impulsos fluyen a través de ésta (de las
terminales axónicas de una célula a las dendritas de otra), aunque sin
olvidar que las neuronas, en cuanto células nerviosas que son, propia-
mente no están en contacto físico con la sinapsis. Existe un vacío entre
el axón terminal de la célula y las dendritas que la siguen. Transmisores
químicos, como la acetilcolina, se liberan en la hendidura sináptica
cuando un impulso nervioso llega al extremo del axón. En realidad, es-
tos transmisores son los que facilitan el movimiento de los impulsos
nerviosos a lo largo de la sinapsis, permitiendo que el individuo se r e-
lacione con el mundo exterior que le rodea y consigo mismo, ya que, en
última instancia, éste es el proceso que sigue la vinculación anatómica
del sistema nervioso. Reseñaremos brevemente las partes principales de
que está constituido.
A) Sistema cerebroespinal
Sistema nervioso
B) Sistema vegetativo
290
de cordones, y cuyo cometido, entre otras cosas, es el de relacionarnos
con el mundo exterior; se distinguen, no sólo por la propia constitución
anatómica, sino también por la función que desempeñan; así, los que
emergen del encéfalo saliendo de la cavidad craneal por las aberturas
de la base del cráneo son conocidos como nervios craneales, a diferencia
de los que nacen en la médula, dejando el conducto vertebral, que se les
llama nervios raquídeos.
2) El sistema nervioso vegetativo (autónomo), tiene como acti-
vidad fundamental el perfecto ajuste interno del organismo, regulan-
do las grandes funciones vitales como la respiración, digestión, circu-
lación, metabolismo, etc.; claro que dicho sistema también está div i-
dido en dos tipos de canales de efusión, mediante los cuales se reali-
za su actividad nerviosa: el simpático y el parasimpático. Y por más
que ambas actividades, simpática y parasimpática, tengan su origen
en el sistema nervioso central, sus funciones son opuestas: mientras
el simpático estimula para poner en movimiento el organismo, acti-
vando los recursos corporales en el trabajo y en situaciones de eme r-
gencia, el parasimpático tiene una función más bien conservadora,
reserva energías; lo que no quiere decir tampoco que actúen de forma
independiente, al contrario, uno y otro realizan una labor conjunta y
coordenada.
Pero concretándonos, por lo que aquí respecta, a los estudios más
recientes sobre las células nerviosas del cerebro relacionadas con el
lenguaje, podemos adelantar que no es una zona sola la que se locali-
za como en un principio se creyó, sino varias.
Al tratar sobre el estructuralismo, vimos ya cómo Saussure hizo re-
ferencia al descubrimiento de Broca como dato experimental y posi-
tivo que podría otorgar consistencia a su concepción ling üística. Sin
embargo, la idea de Saussure,
creyendo que el área de Broca
comprendía todo el campo del
lenguaje, ha quedado desmen-
tida por ulteriores descubri-
mientos. En realidad, la zona
de Broca incluía el control mo-
tor del lenguaje, esto es, el mo-
vimiento de la lengua y el
maxilar inferior, pero la di-
mensión lingüística es mucho
más compleja; tanto es así, que
para ciertos fenómenos lingüís-
ticos, la ciencia todavía no ha
avanzado lo suficiente como
para poderlos localizar de for-
Fig. 15 ma precisa. Con todo, las zonas
más claramente relacionadas
con el lenguaje, tal como po-
291
demos ver en la ilustración de la Fig. 15.
EL SENTIDO
292
peculiar modo de percibirla y expresarla; diríamos que se trata de un pro-
ceso que media entre una sensación y una conducta, un modo de actuar
que, aún cuando se inicie con la afección de un estímulo, en modo alguno
podrá concluirse que sea plenamente determinado por él.
¿Cuál es, entonces, su mecanismo?, o, ¿en razón de qué podremos jus-
tificar que las cosas no son exactamente como aparecen? Porque a nadie le
hace sospechar que la realidad física que tenemos delate sea algo distin-
to a la forma, al tamaño o al color que nos ofrece la experiencia. Tan
acostumbrados estamos a creer que las cosas son como se presentan,
que hasta nos puede parecer improcedente preguntar por los motivos.
Si observamos las dimensiones de tal objeto es porque él es así; si le
vemos más o menos cerca es porque se halla a una distancia convenida,
si se aleja es porque efectivamente se mueve. Por lo tanto, la correspon-
dencia entre las propiedades de la realidad física y las de la realidad fe-
noménica (perceptiva) aparecen, a primera vista, como algo indiscuti-
ble, seguro. Por eso, la percepción es vivida por el sujeto como un dato,
no como un problema.
La dificultad surge cuando en ciertas ocasiones nos damos cuenta
que no existe tal correspondencia entre el hecho que aparece y el fondo
real velado tras la apariencia. Viendo una película, por ejemplo, todos
contemplamos la superposición de imágénes como algo normal, e
igualmente su lejanía o acercamiento, por más que sepamos que se
hallan en el único plano de la pantalla; lo que quiere decir que, además
de la física y los datos que comporta la sensación, se hacen presentes
también otras condiciones del sujeto que conforman lo que podría ser
una percepción. El problema, por lo tanto, no es tan sencillo, incluso
podría decirse que en toda la psicología no existe acaso otro proceso
psíquico más debatido como el de la percepción; justificado, no sólo
pon los cambios e interpretaciones a que ha dado lugar a lo largo de la
historia, sino también por los enfoques que hoy día proyectan las distin-
tas escuelas. Para una más exacta comprensión, expondremos dos de las
direcciones que mejor puede representar esta problemática.
I. Teoría asociacionista
293
por un lado, y Hartley, Priestley y Stuart Mill por otro, quienes, de for-
ma más definitiva, desarrollarán los presupuestos de la teoría asocia-
cionista.
Resumiendo, podríamos decir que el asociacionismo es la teoría que
considera la percepción como un «mosaico de sensaciones»; de tal for-
ma que éstas vienen a ser una especie de «átomos cognoscitivos» ante-
riores a a percepción, la cual, por otra parte, surge cuando el sujeto aso-
cia posteriormente las sensaciones entre sí. Por lo tanto, se explicaría la
percepción por la suma de sus componentes, es decir, por la yuxtaposi-
ción de los elemenos sensoriales, marginando cualquier proceso activo
que pudiera atribuirse al sujeto.
Más recientemente el «conductismo» (behaviorismo), rechazando
también cualquier clase de introspección, va a tener como modelo y
prototipo de examen lo que es objeto de observación directa. Cualquier
designación que dé nombre a estados internos o de conciencia se consi-
dera, al menos, sospechoso en principio. La psicología, por ello, debe
atender únicamente al comportamiento externo, a la observación de la
conducta y, a partir de ahí, intentar formular sus propias leyes.
El behaviorismo es una escuela desarrollada principalmente en
USA, y como representantes, además del zoólogo J. B. Watson (1878-
1958), considerado como el verdadero fundador de dicha corriente, po-
demos también citar a E. L. Thorndike y Warren, en América; y a Piéron
y Guillaume, en Francia.
El estímulo y la respuesta son las nociones fundamentales en el be-
haviorismo. Se trata de determinar cuál es la «respuesta» dada a un
«estímulo» cuando el sujeto ha sido colocado en una situación determi-
nada. Pero, como tampoco resulta fácil saber en qué consiste una obser-
vación directa, y no siempre un organismo responde de forma similar a
unos mismos estímulos; se objeta que de reducir la psicología a ese bi-
nomio, no se haría otra cosa sino convertirla en un capítulo de la fisio-
logía.
294
Destacados representantes de esta teoría han sido Werheimer, Ko-
ehler y Coffka, aunque el más apasionado defensor de la misma es,
sin duda, Koehler, quien insistiendo en el carácter de «totalidad», i n-
terpreta la percepción desde la teoría física del «campo de fuerzas»
(él era también físico). Así, de la misma manera que dos sustancias
distintas pueden cristalizar bajo la misma forma, de igual modo los
fenómenos psíquicos y físicos están gobernados por equilibrios
dinámicos equivalentes. El campo perceptivo se organiza por sí mi s-
mo, según leyes propias y en atención a un peculiar dinamismo in-
terno. El todo que se percibe es una «Gestalt», una forma, o, más cla-
ramente, una «figura estructurada». En este sentido, la teoría gestá l-
tica, en contra del asociacionismo, lo que realmente defiende es que
lo inmediatamente percibido es un todo organizado y no sus elemen-
tos constitutivos. Un todo que es más que la suma de las partes (las
sensaciones), y que es anterior a ellas. Así, por ejemplo, si en una
hoja de papel en blanco dibujamos un punto, y en otra hacemos una
línea recta con puntos similares, y en una tercera formamos un cu a-
drado; al observar el punto, experimentaremos una sensación; pero al
observar la línea o el cuadrado, ¿será una o varias las sensaciones
que experimentamos? Para la teoría de la forma no ofrece duda: ve-
remos una línea o un cuadrado, una línea o un cuadrado de puntos si
sequiere, pero nunca como pluralidad ni como síntesis siquiera, sino
que la unidad aparece por el hecho mismo de que existe, y en ningún
caso como una construcción posterior. Cabría decir que las sensacio-
nes únicamente son condiciones de la percepción y que ésta es algo
más que la suma de las partes, como una melodía es algo más que la
suma de las notas que la componen.
Sin embargo, esta teoría, por más que proponga que la percepción es
un fenómeno estructurado y primario de la vida psíquica, toma del aso-
ciacionismo el hecho ineludible de la necesidad de la experiencia, por
más que el influjo se haga presente cuando ya se ha formado la organi-
zación sensorial originaria. Lo que aquí se rechaza son sus fundamentos
atomistas, es decir, que pueda explicar la percepción por medio de pu-
ras combinaciones mecánicas. Por eso, en su afán de mantenerse al
margen de situaciones previas e internas, lo que la teoría de la forma
propugna es prescindir, por encima de todo, de cualquier contenido de
experiencias precedentes.
Con todo, hoy la moderna psicología, lejos de disociar ambas
posturas, las considera en un proceso integrador donde una y otra se
hacen presentes junto a las características peculiares de cada percep-
tor. De este modo, a la pluralidad de estímulos sensoriales que act-
úan sobre nosotros en una situación determinada, corresponden, en
295
el mundo psíquico, estructuras, agrupaciones, unidades con una si g-
nificación más o menos determinada. Así, si escuchamos una confe-
rencia y decimos que es interesante o aburrida, o llamamos fuerte o
débil a la voz de una persona, es porque tales juicios son relativos a
una escala de valores que hemos ido adquiriendo a lo largo de la vi-
da; y que dan a entender, sobre todo, que nuestras «experiencias pa-
sadas» tienen una incidencia ineludible. Por lo tanto, en nuestras per -
cepciones no vemos únicamente formas o tocamos sólo superficies,
sino que tenemos que habérnoslas con objetos cuyo marco de ref e-
rencia alcanza también a otras direcciones previas a los datos de la
sensación; direcciones donde lo genérico y el aprendizaje tienen su
parte específica y singular. Pero, ¿cuál es su proceso? En este estudio,
por lo que tiene de dificultad y compromiso, nos atendremos en los
más reconocidos análisis que hoy nos ofrece la psicología.
DESARROLLO DE LA PERCEPCIÓN
296
por lo menos a los seis o siete meses para que puedan sus ojos conver-
ger sobre las cosas más cercanas.
d) El desarrollo del enfoque también tiene su curso. Para ver con
claridad, los ojos precisan, no sólo la fijación en
el objeto, sino que el cristalino debe modificar
su forma para hacer que la imagen caiga exac-
tamente sobre la retina. Tras detallados análi-
sis, Gesell llegó a comprobar que cuanto más
pequeños eran los niños, más dificultades en-
contraban para enfocar los objetos, deduciendo
de aquí la importancia del aprendizaje y la
práctica para la mejoría en el enfoque.
Sin embargo, esta relación entre las distin- Fig. 17
tas partes del organismo y «su medio» no lo es
todo. Si es verdad que el aprendizaje desem-
peña un papel decisivo en la percepción, no es
menos cierto que existen algunas característi-
cas apenas modificadas por el desarrollo y la
maduración de la persona que percibe. Particu-
larmente fueron estudiadas por la teoría de la
forma. Nos detendremos en alguna de ellas.
1. La percepción «figura-fondo»
297
- Tiene una forma delineada y precisa.
- Se percibe más próxima al sujeto que el fondo.
- Posee una estructura claramente percibida.
- Sus dimensiones son menores que el fondo en el que queda encuadra-
da.
Como es natural, las propiedades del fondo son las opuestas a las de
la figura. Pero, al mismo tiempo, tanto la percepción de la figura como
la del fondo, están regidas por unos principios que, en cualquier caso,
siempre tienen que ver con nuestra forma peculiar de captarlos.
Puede suceder que el fondo modifique, en ocasiones, la propia es-
tructura de la figura. Los cuadros que se aprecian en la Fig. 19 son exac-
tamente iguales; sin embargo, el primero, que tiene como fondo el papel
blanco, lo percibimos como un cuadrado, mientras que el segundo, por
causa de las líneas divergentes que hacen de fondo, venimos a percibir-
lo como un trapecio.
Por otra parte, siendo la figura la que realmente se destaca como
factor primordial en un fondo que sirve de acompañante, su estructura
no se realiza al azar, sino que viene regulada por una serie de leyes a las
que, generalmente, se atiene todo sujeto perceptor. Reseñaremos las
más importantes
298
Fig.
Fig. 20
2020 Fig. 21
Fig. Fig. 21
Fig.
Fig. 22
22 Fig.23 Fig. 24 Fig. 25
Fig.23
Dígase lo mismo del tiempo, del que nadie podrá decir que trans-
curre a la misma velocidad en una conversación agradable que en
una dura jornada laboral. También respecto al volumen y la situación
espacial, pues como muy bien supuso Poincaré, si todos los objetos
del universo duplicaran su volumen, la percepción del cambio pasar-
299
ía inadvertida. Por todo ello, es claro que las sensaciones en estado
puro no existen, no se dan, puesto que siempre se incorporan a un
proceso perceptivo donde las propias leyes de la percepción hacen
que se presenten dentro de una integración estructurada. De ahí que
la clásica distinción entre percepciones normales y anormales, engl o-
bando dentro de éstas las llamadas ilusiones óptico -geométricas, co-
mo la de Ehrenstein (Fig. 19) o la de Titchener (Fig. 25), no es correc-
ta. Unas y otras pueden muy bien ser explicadas por las referidas l e-
yes de la percepción; lo que no quita tampoco que se produzcan ver-
daderas percepciones anormales. Sucede esto cuando se cree captar
objetos inexistentes, como es el caso de las alucinaciones, ya sea de
tipo patológico o producidas en condiciones fisiológicas anómalas,
como sucedería estando con fiebre alta, en caso de alco holismo o
drogadicción, etc.
Pero, aparte de estas leyes comunes que rigen el acto perceptivo,
también las experiencias pasadas y el bagaje acumulado tienen que ver
en nuestras percepciones; incide, sobre todo, el lenguaje como hecho
singular y particularmente humano.
3. Lenguaje y percepción
300
go. Aprende las palabras «bueno», «malo», «guapo», «feo», etc., cuya
referencia está ya dentro de los conceptos abstractos. Diríamos que se
trata de una verdadera conjunción donde el desarrollo de las percep-
ciones y el lenguaje van paralelamente al unísono.
Pero lo importante en esta evolución son las consecuencias. En efec-
to, con el lenguaje cambia radicalmente la percepción del animal de la
que puede tener el hombre. Aún más, es también diferente si nos ate-
nemos a los distintos grupos humanos, e incluso en nosotros mismos
estará sujeta al punto de vista y circunstancias en que nos encontremos.
Así, una vez que el niño va asimilando los conceptos, se irá producien-
do un mundo de experiencias que incidirán, de un modo u otro, en toda
su posterior vida perceptiva. Juzgará, por ejemplo, las conductas como
buenas o malas según el entorno y el alcance que dichos términos han
ido dejando en él. Por consiguiente, su mundo, lejos de quedar reduci-
do al medio circundante del objeto, se amplía con otros ámbitos donde,
además de las experiencias pasadas, se hacen también presentes configu-
raciones simbólicas. El animal, por el contrario, aún siendo capaz de una
extraordinaria percepción, merced, acaso, a órganos nada comunes, se ve
condicionado por su entorno y el medio en que debe desarrollar su vida.
Uexküll llegaba a creer que el simple examen de su anatomía es sufi-
ciente para reconstruir el tipo de experiencias y percepciones de cada ani-
mal. Es significativo uno de sus ejemplos descrito por la antropóloga A.
Gehlen. Escribe: «La garrapata espera en las ramas de cualquier arbusto para
caer sobre cualquier animal de sangre caliente. Careciendo de ojos, posee en la
piel un sentido general lumínico, al parecer, para orientarse en el camino hacia
arriba cuando trepa hacia su punto de espera. La proximidad de la presa se la
indica a ese animal ciego y mudo el sentido del olfato, que está determinado
sólo al único olor que exhalan todos los mamíferos: el ácido butírico. Ante esa
señal se deja caer, y cuando cae sobre algo caliente y ha alcanzado su presa,
prosigue por su sentido del tacto y de la temperatura hasta encontrar el lugar
más caliente, es decir, el que no tiene pelos, donde perfora el tejido de la piel y
chupa la sangre.
Así pues, el mundo de la garrapata consta solamente de percepciones de
luz y de calor y de una sola cualidad odorífera. Está probado que no tiene se n-
tido del gusto. Una vez que ha llegado a su fin su primera y única comida, se
deja caer al suelo, pone sus huevos y muere.
Naturalmente, sus posibilidades son escasas. Para asegurar la conserva-
ción de la especie, un gran número de esos animales espera sobre los arbustos,
y además cada uno de ellos puede esperar largo tiempo sin alimento. En el Ins -
301
tituto Zoológico de Rostock se han conservado con vida garrapatas que estu -
vieron dieciocho años sin tomar alimento...» 262.
Pues bien, además de este caso extraño de supervivencia, no es decir
nada nuevo al afirmar que la mayoría de los animales poseen órganos re-
ceptivos más adaptados y capaces que el hombre. El murciélago oye lo
que el ser humano no puede oír. El olfato del perro es mucho más fino que
el de cualquier persona, y la vista del águila alcanza a distinguir lo que
ninguno de nosotros podríamos ver. Sin embargo es esa adaptación cir-
cunscrita con el medio lo que les encierra y condiciona; sólo el hombre está
abierto a realidades distintas más allá del mundo concreto que le rodea.
Por más que permanezcamos en la ciudad, en la villa o la aldea, nadie
ignora que lo que vemos es tan sólo una parte, un ámbito circunstancial de
un conjunto más amplio. Pero además, cada colectivo y cada persona es-
tamos también, e indistintamente, condicionados por unas peculiares for-
mas de percibir. Hablamos ya de las tonalidades que el esquimal capta
de la nieve y de los distintos nombres que da a la misma, e igualmente
de su variado vocabulario respecto a las pieles y sus distintas matiza-
ciones, que a otro grupo humano le pasarían desapercibidas. Y es que,
aparte de las características propias de los estímulos que activan los
órganos sensoriales, se hace también presente la actividad del sujeto
perceptor, una actividad donde, si las expectativas, actitudes y motiva-
ciones son importantes, lo es mucho más por la influencia que ejerce y
comporta el lenguaje. Merced a él, nada impide que la persona se tras-
lade a tiempos y espacios más allá de lo circunstancial e inmediato que
ofrece el presente. Además de sentir emoción o pesar por hechos pasa-
dos, el hombre puede también proyectar su futuro. Claro que, en esos
actos mentales surge un difícil problema que ha hecho reflexionar a
pensadores y psicólogos, especialmente en las últimas décadas: es la
cuestión relativa al pensamiento y el lenguaje. ¿Se trata de dos fenóme-
nos superpuestos o son por naturalza distintos?, es decir, ¿correspon-
den a dos procesos: el del pensamiento «puro» y la expresión posterior
en palabras, o se tratará, en principio, de un solo y singular proceso del
pensamiento en un lenguaje? Veamos.
4. Pensamiento y lenguaje
262
GEHLEN, A.: El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo. Sígueme. Salamaca, 1980,
págs. 84-85.
302
to, o es éste, más bien, el que imprime su sello a la palabra? El pro-
blema es irreductible: o se opta por un proceso único de pensamien-
to-lenguaje, o se defiende su doble y separable realidad, es decir, la
del pensamiento «puro» y la expresión «secundaria» en la palabra.
Conviene precisar también que, de invertir los términos, llevando a
examen la relación lenguaje-pensamiento, nadie pone en duda que el
fenómeno lingüístico conlleva siempre un determinado pensamiento,
y los casos considerados como «automatismos», donde la persona re-
pite palabras sin referencia ni sentido, por derivarse de fenómenos
patológicos, nunca podrá considerarse como verdadero lenguaje. A
un papagayo también se le puede adiestrar, y nadie consideraría un
monólogo las palabras que de él pudiésemos escuchar. El ver dadero
problema surge cuando nos preguntamos: ¿es posible un pensamie n-
to sin lenguaje, un pensamiento averbal?
Ni que decir tiene que cualquiera que sea la suposición, estará
siempre condicionada por el alcance y referencia que demos a la pa-
labra «pensar». De este modo, si la perspectiva que atribuimos al
término es la de «resolver problemas», «orientarse en el mundo», o
un «reflejo subjetivo de la realidad objetiva», habría que decir que,
siendo esto en parte verdad, no resuelve nuestro problema, y no lo
hace porque, de alguna forma, esto también lo realiza el animal.
Observando su comportamiento, sobre todo el de los mamíferos supe-
riores, no se puede negar que, de alguna forma, ya existe en ellos un tipo
de orientación en el mundo, un reflejo subjetivo de la realidad objetiva, y
un resolver problemas. Sirva de ejemplo la experiencia de Kóhler realiza-
da en Tenerife durante la Primera Guerra Mundial. Habiendo puesto a di-
eta durante cierto tiempo a un chimpancé, le encerró en una jaula, colo-
cando unos plátanos fuera y lejos de su alcance. Cualquier animal de un
nivel inferior hubiese perdido el tiempo reaccionando de una forma u otra
sin lograr alcanzar el alimento. El chimpancé, sin embargo, solucionó el
problema de forma adecuada. Como anteriormente se había colocado una
rama y un trozo de alambre dentro de la jaula, el animal construyó con los
dos objetos una especie de bastón, consiguiendo así alcanzar la fruta que
apetecía. Lo cual nos da a entender que lo específico del pensamiento
humano, más que consistir en lo que caracteriza a aquellas cualidades del
animal, debe apoyarse en algo propio y específico, como es su carácter
conceptual de percibir; que por ser simbólico, de alguna forma precisará
del lenguaje. Por lo tanto, el pensamiento del hombre, al contener imáge-
nes, merced a un mecanismo específico de reflejo del mundo (salvando
siempre la relatividad individual), será siempre acción mental con signos
(no necesariamente vocablos), en un único proceso formado por el pensa-
miento y el lenguaje.
303
Pese a ello, esa actividad mental, por más que corresponda a un estadio
superior al de lo puramente vegetativo y sensitivo, nunca podrá separarse
de lo que es su evolución y desarrollo; y tanto más cuanto que los órganos
y entradas de que dispone nuestro cerebro son tan afines a las del animal.
Ahora bien, quizá para una mejor comprensión del problema, interese
exponer las dificultades que creen encontrar los dualistas para resistirse a
optar por el monismo. Y entre ellas, ninguna como la que presenta el aná-
lisis sobre la creación artística. Así pues, teniendo como ejemplos la pro-
ducción musical y pictórica, llegan a creer que el compositor piensa en no-
tas, como el pintor en colores, sin referencia alguna a los hechos reales.
Evidentemente, se trataría de un pensamiento alingüístico, sin imágenes
asociativas y sin representaciones concretas; y tanto más cuanto que a los
amantes de la música se les aconseja que vayan acostumbrándose a expe-
rimentar las composiciones como «sonidos puros». Con lo cual, si al audi-
304
torio se le pide, quiere decir que el compositor no pudo experimentarlo de
otra manera, deduciéndose de aquí que el creador de las composiciones
debe expresar sus estados emocionales sin imágenes asociativas y sin pen-
samientos expresados en palabras. Realidad, por otra parte, que muy bien
puede hacerse extensible a la creación pictórica.
305
Ahora bien, si somos objetivos, comprenderemos que tanto la prime-
ra como la segunda suposición olvidan algo esencial, se echa de menos
que fundamentalmente el pensamiento es direccional, es decir, que se
trata de un proceso que incluye, además del acto de conocer, el de po-
derse expresar en cualquiera de los lenguajes. De igual modo, respecto
a las modificaciones que afectan a la palabra, decir también que dichos
cambios, más que atribuirlos a las alteraciones del pensamiento, como
si de una forma averbal se tratara, son las peculiaridades de la expe-
riencia las que principalmente demandan la nueva configuración con-
ceptual. Al fin y al cabo, esto es lo que vino a suceder con palabras co-
mo «láser», «radar», «helicóptero», etc.
Haciendo ciertas salvedades, de forma similar acontece con los pro-
blemas que plantean los trastornos del lenguaje, como pueden ser las
distintas clases de afasias. En efecto, si advertimos que en determinadas
ocasiones la actividad mental en los afásicos revela un coeficiente inte-
lectual bastante sorprendente, habrá que decir que lo que falta es el
complemento a esa serie de fases que conlleva todo proceso. Teniendo
en cuenta que las afasias son el resultado de las lesiones en las áreas de
asociación del lenguaje en el cerebro, se deducirá que lo que se echa de
menos es la conclusión del contexto verbal demorado en la con-
figuración simbólica. Falta en el afásico la síntesis superior entre uno y
otro elemento, esto es, el coronamiento de la simbología, o lenguaje in-
terior, en la palabra. Lo que la expresión verbal realiza no es otra cosa
que eso: cristalizar el pensamiento; lo cual no significa tampoco que el
lenguaje y el pensamiento sean conceptos intercambiables. No se trata
de una identificación, sino de una unidad de distinto origen, fundidos
en el desarrollo evolutivo de la persona. Podría decirse, salvando dis-
tancias, que mientras el lenguaje hablado hace referencia a los sonidos
de los animales, el pensamiento tiene que ver más con su orientación en
el mundo. Por eso, aunque sólo sea por esta observación, defender la
unidad en el proceso no significa que vayamos a propugnar la identifi-
cación de ambos elementos; tanto más, cuanto que las imágenes sensiti-
vas concretas se distinguen, como es sabido, de los conceptos abstrac-
tos.
Precisamente por atenernos a esa perspectiva, hemos puesto en el
vértice del diagrama de la Fig. 13 dos círculos análogos que conforman
el valor de la unidad; una interdependencia donde, de forma conjunta,
dichos círculos ofrecen el «sentido» que se realiza y desarrolla en el
proceso propiamente humano. Haciendo mención del ejemplo hecho ya
clásico, vendría a suceder algo así como si se tratara de las dos caras de
una misma moneda. Su valor se supeditará, no sólo a uno de los lados,
sino al reconocimiento de ambas figuras. La expresión verbal cristaliza
el pensamiento, confiriéndole la posibilidad de seguir una dirección y
306
de escoger entre la pluralidad de datos que llegan a nosotros y que de
alguna forma nos afectan; porque es en esa altemancia de ordenaciones
globales y ordenaciones parciales donde más profundamente se expresa
el dinamismo del pensamiento y el lenguaje.
EL NOMBRE
307
para esclarecer el alcance que proponemos para el concepto de «sig-
nificado».
Entre el «nombre» y el «objeto» la relación es indirecta, en el se n-
tido de que la realidad foránea, la «cosa» o el «referente» de Ogden y
Richards, es el factor no lingüístico del que se habla y, en consecue n-
cia, siempre estará mediatizado por el particular punto de vista y la
subjetividad de cada persona. Es una presencia asumida donde tie-
nen que ver, además de las experiencias pasadas y los motivos inme-
diatos, la propia intuición y el mundo misterioso y oculto de nuestro
inconsciente. Lo representamos por medio de las líneas onduladas
que moldean las distintas manifestaciones de lo objetivo, y que si m-
bolizamos, a su vez, por los puntos que emergen de la realidad. Co n-
jugando dichos elementos, la persona va dando «sentido» y acepción
a ese mundo de cosas que conformarán nuestras experiencias más
personales. Conocimientos significativos, con propias connotaciones
y, en cualquier caso, reconocidos por los «nombres» que se les ha ido
asignando.
Merced a la palabra, el hombre se ha distanciado radicalmente de lo
vegetativo y lo sensible. Es sobrecogedor el mutismo de la planta y del
animal, si lo comparamos con la apertura dialogante a la que ha llegado
la capacidad creativa de la persona. Sobrada razón tenía Sapir cuando
consideraba al lenguaje como la más colosal obra realizada por el espíritu
humano. Gracias al lenguaje, el hombre ha creado simbologías, cultura,
vida comunitaria y social. Valiéndose de originales sistemas de represen-
tación, ha intentado comunicar y comunicarse, representar, sobre todo, el
mundo de sus experiencias.
Pero, como ya se dijo, comunicarse no es sólo privativo del hombre,
también, y de forma sorprendente, lo hace el animal. Guiados por su natu-
raleza biológica, todas las especies buscan un medio apropiado y reaccio-
nan en pro de lo que les puede favorecer. Sin embargo, se ven impotentes
para usar la distinta y plural gama de signos y sistemas de comunicación
que emplea el hombre; singularmente el lenguaje simbólico. Bien es cierto
que al atender a la clasificación de esos mismos signos, no siempre se han
propuesto las mismas divisiones; sucede que los mismos autores, aten-
diendo a la propia idea de comunicación y de intercambio, han sido quie-
nes han elaborado la que mejor justificaba su propuesta. Con todo, por
mencionar algunas de las más conocidas, recordaremos las que clasifican
los signos en «naturales» y «artificiales», «intencionales» y «no inten-
cionales», «icónicos» (apuntan al original) y «convencionales», etc.
La dificultad surge cuando nos detenemos en el sistema lin-
güístico. ¿Participa el lenguaje solamente de la convención o existen
también en su estructura elementos «icónicos»? Nuestra posición,
como hemos dado ya a entender, es complementaria, en cuanto que
308
creemos que se constituye, no sólo por uno, sino por ambos compo-
nentes. Existen términos -la gran mayoría- que son indiscutiblemente
convencionales; pero esto no quita para que, en ciertos casos (en p a-
labras onomatopéyicas), vengan provocados por la fuerza que han
ejercido los objetos. No todo es convención, también el medio puede
determinar, al menos en parte, el ser y el alcance de ciertas palabras.
Otro problema es el relacionado con el «símbolo». Cabe decir que
el inconveniente que se suscita a la hora de especificar su contenido
y, sobre todo, al relacionarlo con el objeto que representa, ha induci-
do a que se le confunda con frecuencia con el concepto de signo. Con
todo, aún reconociendo que todavía no se ha conseguido una defin i-
ción que satisfaga, es justo considerarle como una clase especial de
signos, de tal modo que, si bien todos los símbolos son signos, no t o-
do signo es símbolo. Un signo puede ser meramente indicativo, por
ejemplo, un reloj indica las horas, o el color rojo del semáforo es si g-
no indicativo de prohibición; pero, además, puede muy bien ser re-
presentativo como serían las llaves de una ciudad que se entregan a
una persona como signo de reconocimiento y amistad. Sin embargo,
los símbolos, por lo general, son representativos y no meramente in-
dicativos. Morris, en su afán de precisar mejor, considera a los
símbolos como elementos de cualquier sistema de signos, aunque,
eso sí, con tal de que sean signos patentes de una realidad suprase n-
sible; por ejemplo, el cetro como símbolo de soberanía, la balanza
como símbolo de la justicia, símbolos de la logística, etc. 263.
Es, por tanto, el lenguaje un sistema de signos y símbolos cuyo alcance
nos remite al acontecimiento de ese algo que se nos presenta como ausente
y foráneo; aunque bien es verdad que esta dimensión no es que tampoco
sintetice o acote todo el campo que abarca la comunicación; a lo sumo lo
podemos tomar como síntesis, pero nada más. Así, cuando un niño llora,
su gemido constituye una expresión de malestar, y en tal caso, como signo
que es, puede considerarse como «síntoma» del incomodo del niño. Pero,
al mismo tiempo, funciona también como «señal» para los que le rodean;
insinuando que se le ofrezca algo que pueda hacer desaparecer su desazón
o molestias.
Precisamente, Karl Bühler, en su conocida obra, «Sprachteorie»,
propone un modelo de las funciones del lenguaje que, en parte, aún
siguen hoy teniendo su interés. Son las siguinetes: expresión, apel a-
ción y representación. La palabra, para él, no sólo es un símbolo (sig-
no) que hace referencia a..., es decir, significa y expresa los objetos y
las relaciones de intercambio como sucede en una conferencia
académica o en un escrito de carácter científico, sino que también es
un «síntoma» de la subjetividad del que habla, y una «señal» que
263
(15) MoRRis, CH. W.: Ob. cit., págs. 34-35.
309
apela al oyente para que atienda a su llamada e influir, de alguna
forma, sobre el interlocutor.
Jakobson, por su parte, distingue las siguientes funciones: referencial,
expresiva, apelativa (las tres de inspiración bühlerianas); fática (orientada
a corroborar la comunicación), por ejemplo: ¿me entiendes?; poética (diri-
gida hacia la creación de formas nuevas del lenguaje); y metalingüística
(con orientación hacia el mismo lenguaje), como correspondería a la si-
guiente expresión: ¿qué significaría para ti la palabra libertad?
También Austin, como ya expusimos, llegó a distinguir tres distintos
actos del habla: 1) el acto de decir algo (acto locucionario), que correspon-
dería al acto de producir una «locución» con un significado descriptivo,
por ejemplo: anoche no estuve en casa; 2) el acto que insinúa u obliga
(acto ilocucionario): prometo que vendré; 3) y aquél otro que corres-
ponde a los efectos producidos por la expresión verbal (acto perlocu-
cionario): prométeme que vendrás, donde el emisor efectúa un poder
psíquico sobre el receptor.
Incidiríamos en que el verdadero interés de las teorías de Bühler,
Jakobson y Austin lo constituyen la revelación de un hecho ciertamente
importante: que cuando hablamos, no sólo «decimos cosas», sino que
estamos también «haciendo algo». Al tiempo de actuar sobre nuestro in-
terlocutor, revelamos quiénes somos y de qué puntos partimos. Hablar
es también una «acción» que puede tener un «poder» en el otro. Aún
más, se trata de una dimensión donde se da a entender que no somos,
bajo ningún aspecto, interlocutores abstractos, sino que nos es de todo
punto imprescindible usar elementos concretos en nuestra comunica-
ción lingüística. Elementos de comunicación que vienen a coincidir, de
una u otra forma, con los siguientes: el emisor, el receptor, el mensaje,
el canal, el código y el objeto.
No creemos que sea necesaria una explicación de los mismos para el
problema que nos ocupa, sí diremos que toda nuestra comunicación
está determinada por un propósito: hacernos comprender. Para lo cual,
si algo se precisa es que el mensaje sea correctamente transmitido, apto
para los medios que están a nuestro alcance. Esto implicará, lógicamen-
te, todo aquello que pueda afectarnos de alguna manera, es decir, cual-
quiera que sean los condicionantes y las disposiciones inherentes de ca-
da uno. Por eso, como demanda propia y como direccionalidad de un
proceso, tendrán que ver, además de la tradición a nivel social e indiv i-
dual, el influjo del inconsciente, la intuición y todas aquellas motiva-
ciones que puedan tener parte en el móvil de la persona que percibe el
estímulo. De ahí que, recordando a Saussure (para quien el signo lin-
güístico unía «un concepto y una imagen acústica, y no una cosa y un
nombre»), dicha teoría nos parece en exceso excluyente y, de cualquier
forma, rayando con el idealismo estructural; esto es así desde el mo-
310
mento que la realidad extralingüística queda marginada por una enti-
dad puramente psíquica como es el concepto y la imagen acústica que,
según él, constituyen el signo lingüístico.
Por el contrario, la tesis que propugnamos viene integrada, no
sólo por la recíproca relación entre el nombre y el sentido, dando
significado a la palabra, sino que en la base del proceso y de la co-
municación significativa como tal, se halla el objeto, aun cuando la
relación entre el nombre y la realidad extralingüística sea meramente
indirecta o mediata.
No hay que olvidar que todo conocimiento es conocimiento de un
objeto, como toda conciencia es siempre conciencia de algo; lo cual
no significa tampoco que exista únicamente una sola forma de cono-
cer. No es lo mismo el conocimiento que se circunscribe a lo particu-
lar o al dato concreto de la sensación, que el saber abstracto, como es
la idea que pudiésemos haber elaborado del concepto de «justicia» o
de «libertad». Tampoco es igual el conocimiento que supone un tipo
de visión o intuición (sensorial o intelectual) de su objeto, que aquel
que requiere una visión histórica del mismo. Pero, en todo caso, es
lógico también que analicemos el acto de conocer mediante los
términos de sujeto (cognoscente) y objeto (conocido), siempre y
cuando se incluya la «representación»; porque es merced a ella cómo
podremos entender la «intencionalidad» en todo proceso cognoscit i-
vo. Se entiende así porque la conciencia, al constituirse en acto, de
alguna forma ha sido lanzada y promovida al mundo de los objetos
que asume según las determinadas condicionantes y perspectivas de
cada uno.
En principio, conocer es un acto «intencional» hacia el objeto;
aunque, eso sí, evitando caer en una interpretación solipsista a la
manera de la «reducción» y uso «eidético» de Husserl; ya que, al
prescindir de la realidad objetiva, inevitablemente la conciencia que-
dará instalada en un campo idealista por más que se le quiera dar un
carácter fenomenológico.
Precisamente por estar orientados al mundo de los seres, llegar a
conocer es un acto y una actividad; de tal modo que el sujeto, más
que recibir pasivamente la impronta del objeto como el lacre recibe la
configuración del sello, de alguna forma, y por su misma dinámica,
construye también al objeto. Elaboración más o menos efectiva y ade-
cuada, según se trate de creaciones ideales o más enraizadas en la
experiencia; pero, en cualquier caso, construcciones que tienen que
ver con la persona.
Ya vimos cómo la percepción suponía una actividad estructurado-
ra del sujeto que percibe, y cómo la actual psicología da por sentado
el carácter constructivista y direccional que acompaña a todo proce-
so. Por lo tanto, el sujeto, más que circunscribirse a ser elemento ex-
pectante que asume pasivamente los aconteceres de la vida, tiene que
ver, en virtud de su dirección y dinamismo, con los propios conoci-
mientos. Ya Hegel concebía el conocer como una progresión inma-
311
nente y, en todo caso, fuera de cualquier dimensión que pudiera ser
prefijada con anterioridad. Análisis que nos parece correcto, sólo
que, en lugar de atribuir todo el proceso al «Espíritu Absoluto», que
es lo que él más particularmente subrayó y desde donde se revela la
lógica del acontecer, habrá que fundarlo, más bien, en la misma «fini-
tud del ser del hombre», tal como propone Heidegger; es decir, en el
«Dasein» en cuanto unidad (objeto-sujeto) caracterizada como «ser-
en-el-mundo». Ser-en..., como relación esencial a lo otro, a la exterio-
ridad en cuanto trascendencia integradora y constitutiva del «Da-
sein».
Esta perspectiva la refleja particularmente Gadamer, sobre todo a
la hora de analizar algunos de sus principales conceptos como pue-
den ser los de «formación», «mediación» y «horizonte». Por la «for-
mación», el hombre va asumiendo todo aquello que le enriquece y le
cultiva; o lo que es lo mismo, se apropia de las experiencias, siempre
extrañas y siempre nuevas, pero que son, en realidad, las que co n-
forman nuestra tarea y nuestro saber. Por la «mediación», la con -
ciencia, lejos de interponerse a los objetos, los subordina y los hace
interdependientes; incluso el pasado, a semejanza de los monumen-
tos históricos, también es una realidad que nos interroga. Cabría de-
cir que, mientras la «mediación» nos traslada al objeto, la configur a-
ción y el modelado dependerán de la subjetividad de la propia per-
sona.
Atendiendo a esta dinámica, Gadamer reitera que la conciencia,
como acontecer consciente, se va revelando de forma progresiva con las
nuevas experiencias y siguiendo otros horizontes. De tal modo que,
partiendo de una peculiar situación, y vinculada la persona a las posi-
bles ampliaciones del propio ámbito visual, despliega y asume lo que
verdaderamente constituyen sus posibilidades. Sería, por tanto, un ver-
dadero error limitarse únicamente al presente y al futuro; también tiene
que ver nuestro pasado. El horizonte histórico al que nos referimos co-
mo acontecer de unos hechos que nos precedieron, viven, de alguna
manera, en forma de tradición y de historia. Por eso, más que constituir
parcelas perfectamente delimitadas e intransferibles, el pasado, el pre-
sente y el futuro representan los momentos peculiares de la temporali-
dad del ser del hombre en esa dimensión significativa y única, aunque
plural también si nos atenemos a los elementos originarios. Elementos,
por otra parte, que se configuran en un sistema lingüístico; porque, ya
sea que se intente analizar el arte, la historia, el sentido contextual o las
mismas referencias implícitas insinuadas en cualquier sistema de co-
municación, siempre será un modo de manifestarse en el lenguaje. De
ahí que la hermenéutica gadameriana sea precisamente eso: ontología
del ser revelada en una estructura lingüística.
312
Pero esta dialéctica del saber, cuya dinámica nace de la novedad de
la experiencia, margina todavía ciertos enfoques que, de algún modo,
darían luz a ese camino que se abre a la verdad. Así pues, la conciencia,
lejos de constituirse en soberana y autónoma de todos sus actos, se re-
conocerá que el inconsciente, como el mundo subliminal de imágenes y
la lingüística anónima, tienen también que ver, aunque veladamente, en
nuestro proceso cognoscitivo.
Por eso, además de los factores biológicos, como el sistema glandu-
lar, produciendo los elementos químicos necesarios para la buena mar-
cha del organismo, o el sistema nervioso con su funcionamiento neuro-
nal, controlando los procesos orgánicos vitales, se hace preciso atender,
de modo similar, a la biografía, educación y ambiente que conforman la
«circunstancia» y el «perspectivismo» de Ortega. Junto a lo orgánico y
fisiológico está la realidad humana que, desde la propia constitución y
el particular punto de vista, es y hace historia. Una historia y un que-
hacer que mira al futuro, que es misión e innovación, y donde los esta-
dos inconscientes, como lenguajes indirectos, también forman parte del
cometido.
Como indicación, sirva de ejemplo alguno de los análisis llevados a
cabo últimamente en laboratorios de psicología experimental, en rela-
ción con los efectos producidos por causa de las imágenes subliminales.
Se ha llegado a comprobar que los mensajes sonoros y visuales, trans-
mitidos por debajo del umbral de la percepción, pueden llegar al cere-
bro sin que sean advertidos de forma consciente. Lo avalarían, sobre to-
do, los experimentos de Dixon, quien, proyectando en la persona, a través
de un taquistoscopio de visión binocular (una especie de prismáticos que
pueden transmitir a cada uno de los ojos imágenes subliminales o supra-
liminales indistintamente), una imagen neutra como, por ejemplo, un
árbol, para que sea percibido conscientemente, y, al mismo tiempo, lan-
zando flashes subliminales sobre uno de sus ojos con palabras de alto con-
tenido emotivo, como las relacionadas con el «cáncer» o el «sexo»; sucede
que la pupila del individuo se contrae al recibir dichas palabras, signifi-
cando, por su relación con los estados emocionales, que las imágenes su-
bliminales transmitidas deben alcanzar al cerebro de la persona, aun
cuando ésta tenga la sensación de haber percibido únicamente la imagen
del árbol. Evidentemente, lo más grave en estos hechos es la manipulación
que se pueda hacer del individuo. De ahí que hasta las mismas Organiza-
ciones Internacionales, como la ONU o el Consejo de Europa se hayan
puesto en alerta al apercibirse de las consecuencias que tales experiencias
pudieran tener en los medios informativos como en la televisión, la radio,
el teléfono, etc.
313
sidera a ese mundo inconsciente como la capa más profunda de nues-
tros procesos psíquicos; tanto es así que, en ocasiones, se le ha com-
parado con la parte sumergida de un iceberg cuyo escaso volumen
emergido representaría lo psíquico de la conciencia.
Sin embargo, por más que el ejemplo intente mostrar la gran incidencia
de lo inconsciente en las operaciones humanas, creemos que la imagen va
mucho más lejos de lo que nos muestra la realidad; más lejos, en el sentido
de que, así las cosas, al acto voluntario, si no se le anula, sí se le restringe
enormemente, e iría, sobre todo, en contra de toda evolución y de toda po-
sible creatividad y cultura. El influjo es real, esto acaso nadie lo dudaría,
pero sin que por ello quede descartada la dirección que señalan los pro-
pios actos opcionales y voluntarios. Ricoeur cae en la cuenta de ello al re-
conocer que tal perspectiva, más que interponerse a una adecuada her-
menéutica, la favorece y la amplía. Así, desde la propia libertad, llega a en-
tender que hay otras realidades más profundas que condicionan, de algún
modo, lo consciente. «Lo que fui, eso seré», nos dice; dando a entender que
la conciencia, más que fundar un «sentido», evoca otra realidad que la
precede y la funda. Análisis que nos parece correcto, habida cuenta de las
potencialidades que persistentemente proyectan al hombre al desarrollo y
al progreso.
De la misma manera, tampoco debe olvidarse la actividad estructura-
dora del propio sujeto. Se trataría, como en el pscioanálisis, de una especie
de «inconsciente», no en la forma y con el alcance que le daba Freud, sino
en la línea del «a priori» kantiano de carácter constructivista y categorial;
aunque tampoco como conceptos puros y estáticos, sino dentro de esa
dinámica del hombre que radicalmente es proyecto y, a su vez, es historia;
una historia que incluye los más variados intereses y utilidades, como son
las ventajas económicas, sociales, de carácter político, etc., ya que, al estar
el conocimiento vinculado a la acción, es lógico que tengan que ver en to-
das las necesidades humanas.
Habermas ha insistido reciéntemente en la existencia de intereses
cognitivos inherentes y propios de la especie humana; y por más que
no compartamos la meta utópica a la que conduce su teoría, esto no
impide que reconozcamos tales orientaciones básicas adscritas a la
constitución misma del hombre. Incluso los factores irracionales son
reguladores -acaso bastante más de lo que racionalmente se supone-,
de todo ese mundo que nos circunda y nos afecta. El clásico pensamiento
de Pascal: «El corazón tiene razones que la razón no conoce», nos introdu-
ce en esa otra modalidad del saber que raya con la conciencia inme-
diata, que es «intuición», «inspiración poética», «éxtasis místico»,
«subconsciente», «instinto», etc.
314
Merecen particular atención las aportaciones de Martín Buber en pro
de la dialogicidad como punto de partida para una auténtica filosofía del
hombre. Frente a la aversión que le produce toda estructuración sistemáti-
ca, él aboga por un método correlativo y dialogante donde la persona, no
sólo depende en su quehacer de la propia actuación, sino también de la
obra y actuación de los demás. Para Buber, lo auténtico del hombre reside
en la relación «yo-tú» como encuentro personal y comunicativo. El pro-
blema existe cuando, por causa de la misma inserción en el mundo, tene-
mos que habérnoslas con un «ello» que puede desvirtuar lo más genuino y
radical de la persona. Por lo tanto, nuestro compromiso no es otro que el
de evitar que la relación «yo-ello» pueda absorber la relación «yo-tú», que
es, según su concepción, lo que más profundamente nos define. En reali-
dad, la vida auténtica se halla en el encuentro de los sujetos; encuentro di-
recto y dialogante, es decir, sin que se pueda interponer entre el «yo» y el
«tú» ningún tipo de ideas ni de sistemas.
Con todo, el cuidado ha de estar en no convertir estas dimensiones en
unidades exclusivas de contenido, como propugnan las distintas corrien-
tes extremas de irracionalismo; formas extremas por las que, no sólo se
considera a la razón y su función discursiva como algo inadecuado para
comprender la realidad, sino que se la desvirtúa, por su carácter perjudi-
cial y nocivo, para llegar a la misma; lo que nos parece, salvando distan-
cias, una forma más de dogmatismo, al supeditar las distintas potenciali-
dades del hombre a un único sector, y caer así en fáciles artificios que, en
cualquier caso, siempre serán difíciles de justificar. Pensamos, por ello,
que toda pretensión de conocer por medios irracionales, conlleva, en el
fondo, algún tipo de control racional.
Diríamos, en resumen, que no es sólo el cerebro quien conoce, sino
el conjunto humano, el hombre con mente y corazón. Bien es verdad
que si esto se lleva a su fin es, fundamentalmente, por aquello que
mejor nos define como personas: por las formas lingüísticas que nos
sirven de comunicación. De algún modo, el mundo entero de nuestra
experiencia se configura en el lenguaje, es nuestro ámbito de sentido.
Ya sea que el hombre se oriente a descubrir las leyes del Universo, a
buscar nuevas formas de vida o se interrogue por las «cuestiones
últimas» como las más radicales y propias de la filosofía, siempre
será un desvelarse en el lenguaje; porque es éste, no sólo el instru-
mento, sino también, como ya adelantara Herder, la «tesorería» y la
forma del pensamiento. El lenguaje tiene parte activa en nuestro pro-
ceso cognoscitivo. Convergen en él, tanto el yo como el mundo. Por
eso, de la misma forma que no puede haber vida social sin convive n-
cia humana, tampoco vida humana sin comunicación lingüística.
El hecho de haber comparado el proceso evolutivo de lo biológico
hacia la comunicación simbólica con el paso del mundo inorgánico a
la vida, tiene un fundamento en modo alguno superficial o aparente;
la base está en que, al reunir y mantener conocimientos en el lengu a-
315
je, es posible que éstos incidan hasta en la misma evolución genética,
es decir, que puedan trascender el propio campo de la biología. La
cultura es capaz de superar, en ocasiones, al instinto. De ahí que, aun
habiendo asumido que el lenguaje solamente nos puede aportar un
horizonte de la verdad, sostenemos, como principio, que sólo hay
verdad a la altura de la palabra. Somos proyecto y vivimos en un e s-
pacio de palabras.
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328
ÍNDICE
INTRODUCCION .......................................................................................................................... 9
PRÓLOGO .................................................................................................................................... 11
LA COMUNICACIÓN HUMANA ............................................................................................. 15
FUNCIÓN INFORMATIVA ................................................................................................... 15
EXPRESIONES LINGÜÍSTICAS .............................................................................................. 16
LA PALABRA EN LA FILOSOFÍA ORIENTAL ...................................................................... 18
PRIMEROS DOCUMENTOS ESCRITOS ................................................................................ 19
Sumer ...................................................................................................................................... 19
Babilonia ................................................................................................................................. 23
Persia ...................................................................................................................................... 24
LA INVOCACIÓN EN EL ANTIGUO EGIPTO ....................................................................... 26
HIMNO Y METÁFORA EN LA CULTURA INDIA ................................................................. 29
SIMBOLISMO EN LAS TRADICIONES CHINAS .................................................................. 32
EL LENGUAJE EN OCCIDENTE ............................................................................................. 37
(PRIMERAS REFLEXIONES) ................................................................................................... 37
LOS PRESOCRÁTICOS ............................................................................................................ 37
SENTENCIA DE LOS SIETE SABIOS ..................................................................................... 38
DIALÉCTICA DE PLATÓN ...................................................................................................... 40
ARISTÓTELES Y LAS RELACIONES LÓGICAS................................................................... 43
PROYECCIÓN ESTOICA ......................................................................................................... 44
DEL EPICUREÍSMO AL «SIGNO» DE ENESIDEMO ............................................................ 45
LA FILOSOFÍA GRIEGA ORIENTA A LA «PATRÍSTICA» .................................................. 48
LO UNIVERSAL EN EL MEDIEVO ......................................................................................... 51
EL TOMISMO Y EL LENGUAJE ............................................................................................. 54
PREFERENCIA POR LO PLATÓNICO .................................................................................... 59
VIDA Y PALABRA ................................................................................................................... 65
NUEVAS CORRIENTES SUBJETIVISTAS ............................................................................. 69
TEORÍA DE LOS CAMPOS ...................................................................................................... 69
FORMAS SIMBÓLICAS ........................................................................................................... 72
CONVENCIONALISMO ........................................................................................................... 76
MOVIMIENTO ANALÍTICO .................................................................................................... 81
ATOMISMO LÓGICO ............................................................................................................... 81
L. WITTGENSTEIN Y EL «TRACTATUS LOGICO-PHILOSOPHICUS» ............................. 85
PROPOSICIONES CON SENTIDO........................................................................................... 87
EL MUNDO DE LOS HECHOS ................................................................................................ 89
SOBRE LO QUE NO SE PUEDE HABLAR .............................................................................. 89
«LENGUAJE ORDINARIO» EN EL SEGUNDO WITTGENSTEIN ....................................... 91
SENTIDO DE LAS «INVESTIGACIONES FIIOSÓFICAS» .................................................... 93
LEGADO DE WITTGENSTEIN ................................................................................................ 96
JOHN L. AUSTIN Y EL «CAMBIO LINGÜÍSTICO»............................................................... 98
EL «ACTO DEL HABLA» DE JOHN SEARLE ...................................................................... 100
ANÁLISIS FORMAL DEL LENGUAJE ................................................................................. 103
EL NEOPOSITIVISMO ........................................................................................................... 103
329
CÍRCULO DE VIENA.............................................................................................................. 104
HERENCIA FILOSÓFICA ...................................................................................................... 107
A) Inclinación por el estudio de la lógica y la matemática .................................................. 107
B) Análisis lógico del lenguaje ............................................................................................. 108
C) Actitud antimetafísica ...................................................................................................... 109
CONSTRUCCIONES LÓGICAS EN CARNAP ...................................................................... 110
REDUCCIÓN FISICALISTA .................................................................................................. 114
ANÁLISIS Y SÍNTESIS ........................................................................................................... 117
DOS MODELOS LINGÜÍSTICOS .......................................................................................... 120
ONTOLOGÍA Y SEMÁNTICA ............................................................................................... 125
CHARLES W. MORRIS Y LA «SEMIÓTICA» ...................................................................... 127
SIGNOS Y RELACIONES ....................................................................................................... 130
CONCEPTO UNIVERSAL Y SEMIÓTICA ............................................................................ 133
SIGNO Y COMPORTAMIENTO ............................................................................................ 135
DIVERSOS TIPOS DE LENGUAJE ........................................................................................ 139
Discurso científico ................................................................................................................ 140
Discurso poético ................................................................................................................... 140
Discurso filosófico ................................................................................................................ 141
EL ESTRUCTURALISMO ....................................................................................................... 143
CONCEPTO DE ESTRUCTURA ............................................................................................ 143
ANÁLISIS ESTRUCTURAL ................................................................................................... 144
FERDINAND DE SAUSSURE Y EL ESTRUCTURALISMO EUROPEO............................. 145
A) Lengua y Habla ................................................................................................................ 146
B) El signo lingüístico ........................................................................................................... 148
ESCUELA DE GINEBRA ........................................................................................................ 152
ESCUELA DE PRAGA ............................................................................................................ 154
ESCUELA DE KAZÁN............................................................................................................ 156
ESCUELA DE COPENHAGUE............................................................................................... 157
ESCUELA ANTROPOLÓGICA AMERICANA ..................................................................... 158
LÉVI-STRAUSS Y LO «CONSTANTE» DE LA NATURALEZA ......................................... 162
NOAM CHOMSKY Y LA GRAMÁTICA GENERATIVA TRANSFORMACIONAL.......... 165
MATERIALISMO DIALÉCTICO Y LENGUAJE ................................................................. 174
INICIO DE UN PROCESO....................................................................................................... 174
LENGUAJE Y MARXISMO EN LA TEORÍA DE ADAM SCHAFF ..................................... 178
1. Lenguaje y comunicación ................................................................................................. 179
II. Lenguaje, conocimiento y realidad .................................................................................. 188
a) Lenguaje y pensamiento. .............................................................................................................. 189
b) Lenguaje y realidad ...................................................................................................................... 191
III. Lenguaje y «praxis social» ............................................................................................. 194
HERMENÉUTICA Y FILOSOFÍA .......................................................................................... 200
UN TÉRMINO CON AMPLIA TRADICIÓN HISTÓRICA .................................................... 200
HERMENÉUTICA METÓDICA ............................................................................................. 202
HERMENÉUTICA FILOSÓFICA ........................................................................................... 209
1. Historia de la hermenéutica.............................................................................................. 211
II. Conceptos fundamentales de hermenéutica ..................................................................... 217
a) La formación y la experiencia ...................................................................................................... 217
b) Juego y diálogo............................................................................................................................. 220
c) Historia efectual y fusión de horizontes........................................................................................ 223
III. Experiencia hermenéutica y lenguaje ............................................................................. 226
HERMENÉUTICA CRÍTICA .................................................................................................. 231
HERMENÉUTICA SEMIOLÓGICA ....................................................................................... 235
1. °- Fenomenología y saber positivo ................................................................................... 235
2. °- Perspectiva semántica................................................................................................... 238
330
3. °- Hacia una hermenéutica textual ................................................................................... 239
ENSAYANDO UNA TEORÍA ................................................................................................... 242
ESPACIO Y TIEMPO .............................................................................................................. 242
DE LA EXPANSIÓN CÓSMICA, A LA EVOLUCIÓN TERRESTRE ................................... 244
LA MATERIA Y LA VIDA...................................................................................................... 251
LA EVOLUCIÓN ..................................................................................................................... 259
EL HOMBRE ............................................................................................................................ 265
LA COMUNICACIÓN NO VERBAL ...................................................................................... 269
COMUNICACIÓN LINGÜÍSTICA ......................................................................................... 271
PRIMEROS ELEMENTOS DE COMUNICACIÓN ................................................................ 273
LA PALABRA.......................................................................................................................... 276
EL SIGNIFICADO ................................................................................................................... 279
1. Tendencia referencial ....................................................................................................... 279
2) Tendencia operacional ..................................................................................................... 281
3) Tendencia crítica y concordante ...................................................................................... 283
EL OBJETO .............................................................................................................................. 285
Funcionamiento neuronal ..................................................................................................... 288
Sistema nervioso ................................................................................................................... 290
EL SENTIDO............................................................................................................................ 292
I. Teoría asociacionista ........................................................................................................ 293
II. Teoria de la forma (Gestalt) ............................................................................................. 294
DESARROLLO DE LA PERCEPCIÓN ................................................................................... 296
1. La percepción «figura-fondo» .......................................................................................... 297
2. La percepción del especio, del movimiento y del tiempo. ................................................. 299
3. Lenguaje y percepción ...................................................................................................... 300
4. Pensamiento y lenguaje .................................................................................................... 302
EL NOMBRE ............................................................................................................................ 307
BIBLIOGRAFÍA ...................................................................................................................... 317
ÍNDICE ..................................................................................................................................... 329
331
332