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1.

PARADOJAS DIVINAS
Luis María Martínez

Hay en la vida espiritual divinas paradojas que desconciertan no solamente a los mundanos, sino hasta a
las almas piadosas cuando no están bien instruidas, sobre todo con esa instrucción del Espíritu Santo que
nunca falta a las almas de buena voluntad, y que dice la Escritura: “Bienaventurado aquel a quien tú mismo
instruyes y enseñas acerca de tu ley”.

Que la vida espiritual sea una ascensión constante es indudable, porque la perfección consiste en la unión
con Dios, y Dios está por encima de todo lo creado. Para llegar a Dios, hay que subir, pero la paradoja que
señalo consiste en que el secreto para subir es bajar.

San Agustín, con su estilo peculiar, expone así esta paradoja: “Considerad hermanos, este grande prodigio.
Excelso es Dios: te elevas y huye de ti; te humillas y desciende a ti”.

Todo esto y mucho más que pudiera citarse no es sino el comentario de aquellas palabras de Jesús: “Todo
el que se exalta será humillado, y el que se humilla será exaltado”. Lc 14, 11.

En la vida espiritual, las almas bajan con menor o mayor trabajo, pero convencidas de que deben bajar;
mas al llegar a cierto límite se desconciertan y se cansan de bajar; les parece que andan engañadas y que ya
debía llegar el tiempo de subir, porque ignoran que en este camino espiritual se sube siempre bajando, y
que para llegar a la cumbre el alma no debe nunca cansarse de bajar. Entiéndase bien, NUNCA, porque de
la misma manera que en los principios de la vía purgativa, en las cumbres de la unitiva el secreto único
para subir es bajar.

Pero queda siempre en el fondo de nuestro espíritu la tendencia a medir las cosas divinas con nuestro
criterio humano, y nos desconcertamos en cada nueva revelación de nuestra miseria, y quisiéramos cerrar
nuestros ojos para no verla; como esos enfermos que no quieren conocer su mal, como si no conocerlo
fuera no tenerlo, como si el conocimiento de la enfermedad no fuera el principio de una seria curación.

Por eso las almas se desconciertan con las tentaciones, con las desolaciones y arideces, con las faltas y con
todo aquello que les produce la impresión de que bajan. ¡Ah!, ellas quisieran subir, porque quieren llegar a
la cumbre, porque quieren unirse a Dios, y al sentir que bajan por el impulso de las tentaciones, por el peso
de sus faltas, por el vacío de sus desolaciones, se desconciertan y angustian, porque olvidan las divinas
paradojas de la vida espiritual. Afortunadamente, Dios no hace caso de nuestras protestas y nuestros gritos
de angustia, y vierte sobre nosotros esas gracias siempre preciosas y a la vez terribles que llevan consigo
las tentaciones, las desolaciones y aun las faltas; como una madre, a pesar del llanto y de los esfuerzos de
su niño, le aplica resueltamente la penosa medicina que le dará la salud.

Me parece que Dios siente a su manera el vértigo del abismo; nuestra miseria, conocida y aceptada por
nosotros, le atrae irresistiblemente. ¿Qué cosa puede atraer la misericordia sino la miseria? ¿Qué puede
llamar a la plenitud sino el vacío? ¿Adónde habrá de precipitarse el océano infinito de bondad, sino en el
cauce inmenso de nuestra nada?

Cuando sedientos de Dios anhelamos poseerle, no le presentemos para obligarle a venir a nuestro corazón
ni nuestra pureza ni nuestras virtudes ni nuestros méritos –o no tenemos esas cosas o las recibimos de Él–;
mostrémosle lo nuestro, la increíble miseria de nuestro ser; hundámonos más en el abismo de nuestra nada,
y el Señor sentirá el vértigo del abismo, y se precipitará en el inmenso cauce con la fuerza impetuosa de su
misericordia y bondad.

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