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Cuando tenemos pasión por lo trivial y apatía por lo vital

Un llamado elevado

Jonathan Edwards, el predicador y teólogo del siglo XVIII, era joven


cuando escribió setenta resoluciones personales para ayudar a
mantener su vida espiritual enfocada, enérgica y centrada en Dios.
Su tercera resolución dice: «Resuelvo que si alguna vez caigo o me
vuelvo perezoso de tal manera que falle para no mantener estas
resoluciones, me arrepentiré de todo lo que pueda recordar, cuando
recupere mi sensatez». Una resolución posterior hace eco de ese
sentimiento: «Resuelvo vivir con todas mis fuerzas, mientras viva».
Como pastor que enseñaba regularmente la Palabra de Dios, escalando
las alturas de doctrinas como la soberanía de Dios, el cielo y el infierno,
la justificación por la fe, y otras más, era muy consciente de que el
corazón —incluso más que el intelecto— es siempre el factor decisivo.
Sabía que quienes se exponen a las verdades cristianas más profundas
y ricas a menudo no responden a esas mismas verdades. Por eso
resolvió que haría todo lo posible por liberarse cada vez que fuera presa
de esa insensibilidad e indiferencia.

No solo Edwards, sino todos los cristianos están llamados a vivir con
celo. Pablo escribe: «No sean perezosos en lo que requiere
diligencia. Sean fervientes en espíritu, sirviendo al Señor» (Ro
12:11). Instruye a los cristianos a mantener una intensidad espiritual en
sus vidas. Debemos ocuparnos con energía de las cosas de Dios. Esto
es un llamado elevado, aunque sea uno realmente difícil.

La paradoja de la apatía

La mayoría de los cristianos, si no todos, pasan por períodos en los que


su pasión por Dios disminuye. Pero hay algunos de nosotros que
experimentamos largos períodos de tiempo en los que simplemente no
nos interesa comprometernos con nuestra fe. Nada nos motiva a orar;
nada nos entusiasma sobre Cristo. Nos sentimos aburridos y atascados.
Nos sentimos apáticos.

Sin embargo, lo interesante de nuestra apatía es que solo parece


apuntar a las cosas significativas, a las espirituales, a las que
están destinadas a darnos vida. La apatía es muy selectiva. De
hecho, un experto clínico en apatía define las formas típicas de apatía
como «apatía selectiva». Este término describe cómo las personas
relativamente sanas pueden perder dramáticamente el interés por
algunas cosas, pero no por todas. Aquí radica la inquietante paradoja
de la apatía para los cristianos. Los que luchamos contra la apatía
podemos encontrarnos a menudo capaces de entusiasmarnos con
cosas triviales o menos significativas. Los deportes, las noticias o la
última serie «imperdible» de Netflix, estas cosas son capaces de
ponernos en movimiento.

La paradoja de la apatía es que, para los apáticos espirituales, existe


una relación inversa entre la grandeza de una verdad y nuestra
respuesta emocional y práctica hacia ella. Cuanto más grande es la
verdad, menos nos importa dicha verdad. Me imagino que hay una serie
de razones para esto, incluyendo la ley básica de que la familiaridad
genera desprecio. Es cierto que muchos cristianos están (con razón)
muy, muy familiarizados con verdades astronómicamente importantes.
Sin embargo, sea cual sea la razón, nos aburren las cosas grandes:
cuanto más grandes, más aburridas. Irónicamente, nos adormece la
grandeza.

Adormecidos por la trivialidad

El crítico cultural Neil Postman escribió una vez: «El público se ha


adaptado a la incoherencia y se ha divertido hasta la indiferencia». Él
señala que nuestra apatía a veces puede no solo derivar de que las
cosas significativas se vuelvan demasiado familiares, sino de estar
inundados de cosas triviales. Durante todo el día, los medios de
comunicación o las redes sociales compiten por nuestra atención. Nos
presentan cosas triviales una tras otra —rupturas de estrellas
de realities, un expresidente que dice esto o aquello, desaires en los
premios y atletas que tuitean lo que sea— y nos piden que las tratemos
como si fueran acontecimientos monumentales. Aunque sabemos que
estas cosas no son tan importantes, una dieta constante de trivialidades
nos desgasta. Poco a poco nos insensibilizamos y cada vez es más
difícil sentir la grandeza de algo que es realmente importante. Si todo es
importante, nada lo es realmente.

La paradoja de la gracia

¿Qué tiene que decir Dios a los adormecidos por lo magnífico y lo sin
sentido? Su primera palabra para nosotros no es de condenación. Al
igual que con otras enfermedades del alma, Dios entra en nuestra
apatía para liberarnos, sanarnos y perdonarnos. De hecho, lo primero
que necesitamos es armarnos con la verdad de que no somos nuestra
apatía. La indiferencia no nos define, aunque en el momento presente
pueda parecerlo. Lo que nos define principalmente es lo que Dios ha
hecho por nosotros a través de Cristo. Ya hemos sido liberados de la
esclavitud a la apatía, sanados de la inclinación a la indiferencia,
perdonados por nuestra insensibilidad. Los apáticos no están excluidos
de la gracia de Dios.

No nos equivoquemos, no se trata de un amor sensiblero y de una


autoafirmación. No hay duda de que debemos admitir que estamos en
un mal lugar. Sin embargo, aquí es donde encontramos la paradoja de
la gracia. Hay una oración maravillosa que capta esta paradoja:

Permíteme aprender por medio de la paradoja


Que el camino hacia abajo lleva hacia arriba,
Que rebajarse es enaltecerse,
Que el corazón quebrantado es el sanado,
Que el espíritu contrito es el de regocijo,
Que el alma pesarosa es la victoriosa.

Cuando estamos en lo más bajo y nos sentimos con menos fuerza;


cuando estamos atascados en el fango de nuestra apatía, pero nos
acercamos a Dios, entonces conoceremos Su gracia más plenamente.
La apatía puede ser una de las cosas más difíciles de superar. Puede
ser desconcertante y se siente imposible de vencer. La paradoja de la
apatía —que estamos insensibilizados ante las cosas más grandiosas—
puede ser conquistada por la paradoja de la gracia, cuando confesamos
nuestra impotencia y abrazamos realmente la buena noticia del corazón
bondadoso y misericordioso de Dios.

La práctica hace la pasión

Sin embargo, la gracia de Dios no es una invitación a simplemente


«dejar todo en manos de Dios». No es una justificación para la
pasividad a la hora de librarnos de nuestra apatía. Esta es otra
dimensión de la paradoja de la gracia y el apóstol Pablo la capta
cuando escribe: «Su gracia para conmigo no resultó vana. Antes
bien he trabajado mucho más que todos ellos, aunque no yo, sino la
gracia de Dios en mí» (1 Co 15:10). La gracia capacita. La gracia
motiva. La gracia hace que nos esforcemos realmente en nuestra lucha
por la piedad.

Cuando se trata de vencer la apatía, realmente estamos en una batalla.


Pero el camino hacia la victoria en esta lucha pasa por cultivar un
corazón menos propenso a la apatía y pronto a responder a ella cuando
surge.

Quisiera sugerir dos prácticas que pueden ayudar a cultivar lo


significativo en tu vida y deshacer los efectos paralizantes de lo trivial.
[1]
Este sentido renovado de propósito es un antídoto contra la apatía.

Practica el silencio. En medio de la avalancha de noticias, opiniones y


ruido, tenemos que hacer del silencio y la soledad una prioridad. ¿De
qué otra manera podemos tener el espacio para procesar nuestros
pensamientos, nuestros sentimientos, nuestro sentido de llamado,
nuestros valores, nuestra misión? Sabemos que nuestro Señor se
apartaba regularmente para pasar momentos de soledad y oración (Mt
14:13, 23; Lc 4:1-2; 5:16; 6:12). Estos tiempos de silencio
probablemente le ayudaban a prepararse para los tiempos difíciles que
se avecinaban, a llorar y a orar profundamente. No creo que podamos
orar profundamente a menos que tengamos claridad sobre lo que
sucede en nuestro corazón. Tal vez queramos planificar tiempos de
soledad prolongada (tal vez veinticuatro horas), en los que nos
escapemos a algún lugar y nos desconectemos. Otra opción es intentar
inyectar momentos de soledad en nuestra vida cotidiana. Tal vez
elijamos no escuchar nada durante los quince minutos de camino al
trabajo o los treinta minutos de ejercicio matutino. Pequeñas decisiones
como estas pueden ayudar a despejar nuestra mente, liberándonos
para pensar en lo que realmente importa.

Practica la gratitud. La gratitud es una parte central de la vida cristiana.


Pero mientras pensamos en la apatía y la trivialidad, quiero destacar la
naturaleza subversiva de la gratitud. Pablo escribe: «Tampoco haya
obscenidades, ni necedades, ni groserías, que no son apropiadas, sino
más bien acciones de gracias» (Ef 5:4). Observa cómo la acción de
gracias neutraliza la palabrería sucia, vacía, trivial y burlona.
Sustituimos la trivialidad por la gratitud a Dios. El hecho de mencionar
todas las cosas buenas que tenemos de parte de Dios da
inmediatamente una perspectiva a nuestra vida diaria. Pablo incluso
sugiere que el agradecimiento infunde significado a cada buen regalo
que Dios ha dado: «Nada se debe rechazar si se recibe con acción de
gracias» (1 Ti 4:4). Empieza por agradecer a Dios todas las mañanas
por las cosas cotidianas, como una ducha caliente, el desayuno, la
familia, un trabajo a donde ir. Durante las temporadas difíciles, haz una
pausa y escribe las cosas por las que estás agradecido. Los expertos
han demostrado que los que escriben aquello por lo que están
agradecidos muestran una mayor salud mental que quienes no lo
hacen.

Que Dios nos ayude en nuestra lucha por apasionarnos por las cosas
que importan.

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