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I
Durante los últimos años, la cuentística davileana ha ganado todavía más
presencia gracias al lugar que la crítica le ha otorgado dentro de lo fantástico.
Desde finales del siglo XX, algunos estudiosos, sin embargo, han intentado leerla
desde otros puntos de vista. Por ejemplo, para Irenne García, el discurso de lo
fantástico podría considerarse como una
Agustín Cadena ha notado que no existe un código único para leer toda la obra de
Amparo Dávila, pues estamos ante una escritura “enormemente compleja”, no solo
Y Luis Mario Schneider señaló que las narraciones davileanas surgen “de lo
cotidiano”,
de lo modesto, de lo sin nombre, pero que poco a poco [van] recorriendo un lento
camino hacia lo insólito [descubriéndonos] que un hecho, que un instante, también
un proceso, puede desatar en nosotros los sentimientos y las acciones más
insospechadas, más crueles. De ahí que […] los cuentos de Amparo Dávila no son
sólo literatura, sino una profunda investigación en el campo de la ética, del
comportamiento humano (Schneider, 2010: 4).
A comienzos del siglo XXI, Paula Kitzia Bravo Alatriste apuntó: “Ya sea en
escenarios citadinos o provincianos Amparo Dávila se recrea a través de la
cotidianidad, de la familiaridad de las acciones y espacios para encaminarnos
lentamente a la irrupción de lo fantástico” (2008: 143), de una existencia padecida.
Por ello, sus personajes se crean a través de constantes –vidas reprimidas a
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causa de las buenas costumbres y recatos instaurados por el discurso de la
modernidad; legados que esclavizan–, de una soledad tanto física como
psicológica, “de incomprensión y vacío. De un miedo dentro del fracaso, a algo, a
lo no presente pero que acecha su cotidianidad y logra reacciones de angustia y
paranoia [...] miedo y soledad son constante en los personajes de su narrativa [...]
a partir de la soledad se produce el miedo y a partir del miedo, la irrupción de lo
fantástico” (2008: 145).
América Luna Martínez observó, además, que ningún personaje davileano se
salva
Para Alberto Chimal, lo fantástico “no es una categoría problemática sólo por los
prejuicios que existen en su contra […] si se entiende lo fantástico tan sólo como
la descripción de ‘cosas imposibles’ o ‘sobrenaturales’, no se podrá comprender ni
el sentido profundo de los textos de Dávila, ni siquiera su origen” (2012: 32).
Victoria Irene González (2014) se ha preguntado si, aparte de lo fantástico, hay
otra explicación para la narrativa de la zacatecana.
Como bien ha apuntado Claudia Gutiérrez Piña:
Muchos de los universos narrativos de Amparo Dávila han sido leídos como
fantásticos porque están poblados de presencias de identidad irreductible,
irruptoras en el universo cotidiano, pero lo cierto es que estos agentes no
resquebrajan el sentido de realidad, ya que advienen a través de matices
intensamente oníricos, de visiones melancólicas, de temores, en resumen, de
realidades interiores o subjetivas que se desbordan y se convierten en la rejilla por
la que se filtra la mirada total de una realidad que termina siendo consistente
consigo misma (Gutiérrez, 2018: 136).
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Por su parte, José Miguel Sardiñas, en el libro de estudios más reciente sobre la
obra de Amparo Dávila, Un mundo de sombras camina a mi lado (2019),
puntualiza una serie de factores comunes a lo largo de la narrativa davileana,
como la psicología anómala de sus personajes (87) y la presencia del miedo (88),
a través de los cuales el lector va decodificando las etapas del deterioro mental de
los protagonistas más que “los avances de una figura terrorífica” (92).
Finalmente, como bien han señalado Marisol Luna Chávez y Víctor Díaz Arciniega,
dentro del abanico de opciones narrativas en la obra de Amparo Dávila podemos
ver una constante: la conformación de una estética del sufrimiento (2018: 207). Es
decir, una poética del malestar. Un malestar que comienza en un nivel interior –
psicológico y moral–, se expande a un nivel físico exterior y culmina en la locura.
Siguiendo estas reflexiones, propongo un acercamiento a la cuentística davileana
desde el malestar, el dolor y la locura de sus protagonistas, femeninos y
masculinos, quienes se encuentran “dentro de una ideología patriarcal dominante,
en un período de rupturas epistémicas y de carácter ontológico” (García y Araoz,
2020). Dicho periodo es la modernidad, la cual incluye, entre otros discursos, el
del androcentrismo y el del homo natura: “un hombre normal dado anteriormente a
toda experiencia de la enfermedad […] ese hombre normal es una creación; y si
hay que situarlo, no es en un espacio natural, sino en un sistema que identifica el
socius al sujeto de derecho; y como consecuencia, el loco no es reconocido como
tal porque una enfermedad lo ha arrojado hacia las márgenes de la normalidad”
(Foucault, 1998: 207).
II
Hasta el punto donde varios de los cuentos davileanos inician –“La señorita Julia”,
“Muerte en el bosque”, “Tina Reyes” y “Un boleto para cualquier parte”, por
ejemplo– los protagonistas aparentan llevar una existencia “bien ordenada, a toda
vista serena y bajo el supuesto dominio luminoso de la razón” (Bianchini, 2009:
267). Después, el narrador relata cómo algo inesperado detona la desintegración
total de esos supuestos autocontrol y lógica. Los eventos, al eludir por completo el
dominio de los personajes, se despliegan en una progresión tan inexorable que
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trastorna radicalmente su vida. La falta de causalidad y de vínculo lógico en la
secuencia de los acontecimientos termina, entonces, por situar a aquéllos y a los
lectores en un mundo de lo absurdo y la arbitrariedad, cancelando cualquier
posibilidad de catarsis –la cual, por cierto, la narración no busca– y dejando a
unos y a otros desasosegados y con las manos vacías. Los relatos davileanos
sitúan “la trágica vicisitud de la vida humana no en algo excepcional sino en lo
constituyente de la vida humana, privándola del elemento de grandeza y prodigio,
y dejando sólo el horror de un sufrimiento que no acaba ni siquiera de enaltecer al
personaje” (Bianchini, 2009: 268). En efecto, la razón no es la característica
natural del ser humano, éste no es el centro del mundo, sino un ser nada
excepcional cuyos miedos en realidad lo gobiernan. Aquello a lo que se ha
denominado realidad no tiene sustancia racional: el discurso moderno es el que,
continuamente, en su afán de progreso, intenta enmarcarla y someterla.
Los modernos son individuos, pero –como ya puntualizaba Jameson– la
individualidad también es “una representación ilegítima de la conciencia como tal”
(Jameson, 2004: 53). La insistencia de la narrativa de Amparo Dávila en la
experiencia personal –el erlebnis traducido por Ortega y Gassset como vivencia–
los vincula con el existencialismo francés. La figura de mundo racionalizado de la
clase media citadina y heteropatriarcal sirve a las narraciones davileanas para
representar los desarreglos internos que la modernidad heteronormativa, en su
intento de estandarizar las vidas de las personas en favor de una organización
productiva, genera: “la inútil obra de los esfuerzos racionalizadores de los seres
humanos; de un mundo, en fin, que se ha organizado según preceptos racionales,
cualesquiera que sean, y que luego sucumbe acosado por fuerzas o elementos
que quedan misteriosos, o por la locura que, a su vez, es asimismo una ruptura
con el mundo de la racionalidad” (Bianchini, 2009: 271). En este sentido, los
relatos de Amparo Dávila cuentan situaciones de la modernidad: la asfixia
existencial sufrida por sus protagonistas, femeninos y masculinos, quienes se ven
violentados cuando su “individualidad” no puede mantenerse más en pie ante esa
violenta racionalidad moderna heteronormativa: “el personaje se encuentra en un
universo arbitrario y por lo tanto absurdo, turbio, incomprensible, inasible,
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despiadado, y de ninguna manera sujeto a nuestro arbitrio. Es el mundo del
individuo, solo y aislado con su terrorífico e inestable yo interior, sin lo confortable
de un soporte social. Aquí la comunidad no existe sino como fuente de vacías e
impersonales convenciones y prescripciones”. (Bianchini, 2009: 269) Víctimas del
hastío de una vida rutinaria, de la trampa siempre más estrecha de los áridos
deberes sociales, el desplome psicológico de sus protagonistas deja al
descubierto la fuerza opresora del “orden y progreso” modernos.
La poética del malestar en los cuentos de Amparo Dávila registra el derrumbe
psicológico de una conciencia en un espacio enajenado, lleno de densidades
simbólicas, de la metrópoli, donde los signos son equívocos y el lenguaje no
representa, sino oculta, convirtiéndose en un elemento aislante y violento, donde
“el terror de la conciencia enfrentada a cuanto la sobrepasa no desaparece con las
promesas del entendimiento” (Chimal, 2009), sino, al contrario, lo alimenta.
III
Siguiendo las reflexiones anteriores y si conjuntamos la teoría de género con los
conceptos de modernidad y locura resulta posible comprender una poética del
malestar en la narrativa de Amparo Dávila a lo largo de sus cuatro cuentarios –
Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1961), Árboles petrificados (1977) y
Con los ojos abiertos (2008)–, donde sus protagonistas, mujeres y hombres,
experimentan un sufrimiento subjetivo y físico a causa de la vida monótona –sea
laboral, doméstica o familiar, o sea una suma de estas–; de la presencia de una
ambigüedad y una violencia psicológica. Esta poética, más que “devastar la
realidad conjurando lo sobrenatural –como se propuso el género fantástico en el
siglo XIX– [busca] intuirla y conocerla más allá de esa fachada racionalmente
construida” (Alazraki, 1990: 28), al poner en jaque las fronteras entre el sujeto y la
razón, los dos pilares principales de la figura de mundo moderno. A través de los
varios relatos de Tiempo destrozado, Música concreta, Árboles petrificados y Con
los ojos abiertos, el lector atestigua cómo el sueño de la razón genera monstruos:
historias de vidas contenidas por una modernidad sólida heteronormativa,
bitácoras íntimas donde la inconformidad existencial se enmascara tras una
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aparente estabilidad cotidiana; donde las constantes contradicciones binarias
entre la experiencia subjetiva frente al mundo externo terminan por generar un
conflicto en el personaje. El desencanto por la forma de vida, la represión de todo
tipo que la sociedad moderna citadina heteropatriarcal impone, son aspectos –
situaciones de la modernidad– que se desarrollan en sus libros. Las presiones
consuetudinarias –como el matrimonio, el éxito económico y la buena reputación–,
“inseguridades en la familia y el trabajo, por abandonos, pérdidas, quebrantos de
cara a patrones de vida y conducta propios de la existencia urbana o en general
exigidos por las convenciones sociales, y que resultan difíciles de cumplir en su
entereza para cierta clase de temperamentos sensibles” (Beltrán Félix, 2012) se
incrustan en la psique de sus protagonistas al punto de que lo repentino “surge sin
previo aviso y se instala en esa cotidianidad abriendo el caos que creará la
ruptura. Después ya nada será fácil” (Figueroa Buenrostro, 1995: 105). El narrador
contrapone, entonces, el mundo rutinario y estático de una realidad moderna –
aparentemente en orden y bajo control racional– frente a la subjetividad del
personaje.
Uno de los puntos nodales donde la modernidad, la locura y los estudios de
género se entrecruzan en los cuentos de Amparo Dávila es la conducta humana.
Para entender el “horror davileano”, su poética del malestar, se debe conocer la
situación de sus protagonistas en una sociedad moderna heteronormativa; pues a
través de esta opera una vivisección de estereotipos femeninos y masculinos. Los
cuentos de Dávila, cuyo mundo representado es el México de los 50 y 60, suelen
partir de hechos de la vida cotidiana moderna y detenerse en estos “con
morosidad intencionada, a la manera que las novelas policiales preparan el
escenario de un crimen donde todos los detalles pueden ser importantes” (Millán,
1976: 27), para luego desarticular esa “normalidad” en la cual sus personajes
deambulan tan infelices como temerosos y culpables entre los demás. Inseguros,
acosados por el miedo y la culpabilidad, víctimas de una obsesión que inicia el
proceso de su dolor, desenmascaran lo ominoso de una vida monótona –laboral y
doméstica–, las carencias y contradicciones de una modernidad heteropatriarcal.
La verdadera amenaza de lo real, “lo real recrudecido”, “lo real obsesionante”
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capaz de dislocarlo todo, se origina en su entorno cotidiano, en su círculo más
cercano: la familia, los amigos, el trabajo y ellos mismos: mujeres y hombres
insertos en un sistema ideológico represor. Esa fuerza discursiva es el vector de la
ruina que los condena; no pueden trasgredir las fronteras de esa “normalidad”
moderna y heteronormativa sin salir indemnes psicológica, física y
emocionalmente. Los corroen pulsiones ambivalentes e inconfesables –deseo y
culpa ante el ejercicio de su voluntad y libertad fuera de aquellos límites sociales–
que rompen las pautas ideológicas y valores sociales modernos. “Sus problemas
son demasiado concretos, cotidianos y reales, por más que en último caso se
remonten a un plano subjetivo distorsionado por las prácticas ideológicas
dominantes” (Pita, 1988: 204). Lo siniestro no altera un orden anterior feliz sino, al
contrario, su “repentina” presencia agrava una situación negativa que ya estaba
ahí: Julia, el hombre de familia, Tina y el novio de Carmela, por poner un par de
ejemplos, viven frustrados a causa de su resistencia e incapacidad de alinearse al
rol “natural” relativo a su género, según el discurso heteronormativo de la
modernidad.
La poética del malestar davileana “ilustra el proceso de inmersión de una
conciencia de por sí lábil en un espacio enajenado, emocionalmente inerte y lleno
de densidades simbólicas” (Cadena, 1998-1999: 44), resultado de una serie de
restricciones socioculturales cotidianas, mediante las cuales la modernidad
encubre hasta el hastío una condición impuesta más que heredada: el imaginario
social, la temática de las conversaciones, el vestuario, la vivienda, la rutina laboral,
el trabajo en las oficinas y fábricas, el transporte público, elementos de la realidad
sociocultural en que se encuentran organizados las protagonistas. La
perturbación, el horror, el malestar surgen no del miedo a una fuerza desconocida
o transgresora, sino de la confirmación de ese supuesto “orden natural” ajustado
por una ideología moderna patriarcal. Tanto los personajes femeninos como
masculinos están definidos y restringidos física y subjetivamente por estructuras
heteronormativas modernas; oprimidos, viven una vida aparentemente normal,
hasta que su condición adquiere dimensiones insoportablemente dolorosas y los
hunde en la desesperación, el caos y, finalmente, la locura. Una locura que el
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discurso moderno heteropatriarcal entiende como un conjunto de dificultades para
cumplir con las expectativas del género correspondiente. El malestar adviene,
entonces, del entorno familiar, social, moderno y patriarcal. Ante esto que perciben
intolerable e irremediable, se presenta una solución igual de violenta: la locura.
“Muerte en el bosque”, por ejemplo, exhibe el lado perturbador de una sociedad
heteronormativa para el caso de un hombre de familia. “La señorita Julia”, “Un
boleto para cualquier parte” y “Tina Reyes” exhiben el miedo al “qué dirán”, la
opresión consiste en esa dependencia de un discurso moderno patriarcal que los
protagonistas, tanto femeninos –dos mujeres solteras– como masculino –un joven
comprometido en matrimonio–, no eligieron, pero que, paradójicamente, inicia y
sustenta su yo. La amenaza no es entonces de un orden sobrenatural, sino
cotidiano y moderno: lo ominoso se presenta por el choque de cada protagonista
con el arquetipo que “deben” cumplir. Dicho de otro modo, la insistente presencia
de un orden impersonal, impuesto por una modernidad heteronormativa que los
confina es lo que engendra el horror. La “repentina” psicosis del hombre de familia,
Julia, el novio de Carmela y Tina es producto de una inconformidad subjetiva y
culposa, elemento perturbador que amenaza el orden impuesto por el discurso
moderno patriarcal. No se trata, pues, de una introyección pasiva, sino de un
enfrentamiento entre ese discurso “objetivo” opresor y la subjetividad de los
personajes. Lo horrible no son criaturas, sino algo más tenebroso, complejo y
enraizado en el mundo real: aquello que “sucede en la vida real, pero se suprime,
y al suprimirse no se nombra” (Castro, 2014), pero daña tanto psicológica como
físicamente. Es decir, el malestar ante la vida cotidiana, el peso de los tabús, de lo
que Freud denominó unheimlich –cuando el entorno familiar, consuetudinario, se
vuelve ominoso; cuando todo lo que debía permanecer secreto, oculto, se ha
manifestado–; el temor que oculta el deseo; la atracción y el espanto; la extrañeza
y la familiaridad; la razón y lo irracional. Lo que los trastorna es la culpa, aterrados
en la conciencia de su falta, de su “infracción del orden natural”, surgida a causa
del distanciamiento entre el hombre de familia, Julia, el novio de Carmela y Tina
con el mundo que les era “familiar”, el cual se torna siniestro y cuyas categorías de
orientación se vuelven ajenas, propagándose así “no tanto el miedo a la muerte,
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como la angustia ante la vida” (Kayser, 1964: 218), ante la realidad moderna
heteronormativa. Por eso los cuentos están narrados con minuciosidad extrema,
obsesiva, como un “cuadro típico” en la vida de sus protagonistas. Mujeres y
hombres atrapados en el laberinto moderno de un destino funesto del cual no
pueden liberarse. Esa fatalidad es una gotera implacable que cae sobre ellos,
desquiciándolos y orillándolos al abismo (Esquinca, 2010). Imágenes
distorsionadas de un deseo que anuncian las carencias y necesidades de
personajes femeninos y masculinos en un entorno hostil, la psicosis es entonces
producto directo de la realidad moderna heteronormativa que viven los
protagonistas; surge del hecho de que su ‘yo’, ante los otros, es su circunstancia.
Para no continuar experimentando la angustia que la circunstancia de sostén de
familia, solterona o novio genera en ellos, que asfixia sus cuerpos, sujeta su
voluntad y los invalida, desesperados y reducidos, solo les queda la locura como
un acto de autonomía personal para encontrar un medio de autoexpresión frente a
las opresivas instituciones modernas del siglo XX; como un accionar psicológico
propio ante la dialéctica del ser-deber ser heteronormativo en que Julia, Tina, el
hombre de familia y el novio de Carmela se debaten.
IV
Los cuentos de Amparo Dávila desenredan el entramado sociocultural que sujeta
a sus personajes femeninos y masculinos a los roles de género. Gracias a su
poética del malestar, desenmascara esquemas patriarcales que rigen la
cotidianidad, la “normalidad” moderna, donde la trasgresión no encaja en patrones
convencionales; y para desvelar categorías predeterminadas por el discurso de
una modernidad heteronormativa, invisibles, pero que pesan y están tan presentes
que dañan y hasta matan a quienes los padecen. La locura es la vía que permite
cancelar obligaciones según las normas dictadas por una sociedad moderna
heteronormativa. Si bien la tortura mental de sus personajes parece ser
autogenerada, es producto de la interiorización de las exigencias impuestas por la
ideología heteropatriarcal en la que viven. Se debaten entre el ser y el deber ser,
ante el modelo social de mujer y de hombre con el cual el discurso moderno y
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patriarcal, vigente en México a mediados del siglo XX, los determina. Presas de un
aparato social regulado, no tienen otra alternativa que “evanecerse” dentro de la
heteronormatividad, de ahí que la locura se presente como un medio para
desaparecer de ese dominio patriarcal.
“El relato de la modernidad no puede organizarse en torno de las categorías de la
subjetividad; la conciencia y la subjetividad son irrepresentables; solo pueden
contarse las situaciones de la modernidad” (Jameson, 2004: 86). Tanto los
personajes masculinos como femeninos de “Muerte en el bosque”, “La señorita
Julia”, “Un boleto para cualquier parte” y “Tina Reyes” experimentan la
organización racional de un mundo moderno heteronormativo contra el caos
subjetivo de su yo; están atrapados y sujetados por deberes y convenciones
sociales típicos de un hombre de familia, solteronas decentes y un novio. Estos
cuatro cuentos, además de otros, desfamiliarizan lo más íntimo y consuetudinario
de una vida citadina, donde “no se puede ser lo que se desea pues resulta
perjudicial para la sociedad y rompe con los núcleos sociales (la familia, la religión,
el trabajo); y [...] si se es lo que se desea se acaba uno sometiendo a la realidad
que impone lo homogéneo como punto de estabilidad: uno debe casarse, se debe
contener la ira, se deben aceptar las responsabilidades, ser sumiso, acatar las
órdenes, seguir la vía recta [...]” (Eudave, 2006: 14). La constante conciencia del
ser social/ser privado desfigura irremediablemente la experiencia del yo interno/yo
externo para sus protagonistas, pues al estar integrados a estructuras colectivas e
institucionales más grandes, en realidad ya no pueden disfrutar de su
individualidad. “‘Usar una máscara pública’ es un acto de compromiso y
participación y no de ‘descompromiso’, una retirada del ‘verdadero yo’, que opta
por salirse de las relaciones y el involucramiento mutuos, una manifestación del
deseo de quedarse solo y de dejar solos a los demás” (Bauman, 2004: 104). En
este sentido, la poética del malestar davileana pone en tela de juicio la idea de
sociedad en su conjunto, cuyas instituciones –propiedad, dominio, división del
trabajo, tradición, etcétera– alienan a la mujer y al hombre modernos de su
verdadera naturaleza, es decir, la experiencia del sujeto escindido en homme
civil/homme naturel. El discurso ideológico oculto de la modernidad sintoniza “el
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micro y el macrocosmos hasta hacer de ambos –con ambos– una unidad sin
fisuras donde los idola tribus o falacias de la percepción se dan la mano con los
idola fori, con los prejuicios inherentes a la sociedad en que se vive y al lenguaje
que se emplea” (Ventós, 1998: 63). Los cuatro cuentos que ofrezco como ejemplo,
“Muerte en el bosque”, “La señorita Julia”, “Un boleto para cualquier parte” y “Tina
Reyes”, justamente exponen una fisura en ese aparente continuum: mediante las
situaciones de la modernidad experimentadas como unheimlich por un hombre de
familia, una secretaria, una mujer soltera y un novio, los relatos nos muestran a
“quienes se sienten extraños o incómodos en su tiempo: individuos a quienes la
realidad o el progreso promulgados no les sientan, y que por lo mismo tienden a
experimentar la diferencia entre los signos y las cosas” (Ventós, 1998: 63). En
efecto, el ocultamiento “decente” de lo inclasificable, como el deseo, convoca una
suerte de retorno de lo reprimido en aquellos personajes infelices, “mal
preparados” para vivir en un moderno paraíso citadino heteropatriarcal.
Desplazados en el tiempo y el espacio, los protagonistas davileanos dejan de
flotar sobre la corriente del progreso, sintiendo en carne propia la dirección y
violencia de su flujo; al tener su deseo en otro lugar que el socialmente autorizado,
choca “con el Gran Deseo que preside el ‘progreso objetivo’ de la Especie y de la
Historia” (Ventós, 1998: 65).
Los cuentos de Amparo Dávila indagan más allá del idealismo moderno y sus
evidencias decretadas, más allá “de un mundo adaptado a nosotros de antemano,
un ámbito de cosas singulares aún no procesadas ni dotadas de comentario, [más
allá] de estos significantes con que se bautiza a la realidad [y] que acaban
inhibiendo la emergencia de sus múltiples sentidos” (Ventós, 1998: 68). De ahí la
marcada ambigüedad, más que fantástica, en la poética davileana, donde los
personajes experimentan una sensación similar a la de Walter Benjamin con el
Angelus Novus de Klee: “Insertos, pues, en un mundo del que se saben pero del
que no se sienten, frente al que no se rebelan sin tampoco resignarse y que, faute
d’autre, pueden a veces ver con la extraña distancia y precisión que da sólo la
nostalgia” (Ventós, 1998: 69). Por ello, los cuentos de Dávila no ofrecen una
verdad última, antes bien, apelan a la ambigüedad, al sinsentido de aquellas cosas
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a las cuales el conocimiento no alcanza a explicar o de aquellas condiciones
insoportables de la vida que la razón moderna intenta sitiar. “La señorita Julia”,
“Muerte en el bosque”, “Tina Reyes” y “Un boleto para cualquier parte”, por
ejemplo, resisten al imperativo social del sentido que asegura la “civilidad” y el
“bienestar social” de una ciudadanía. Son recordatorio de que los sentidos
suministrados por el Estado moderno forman parte de un repertorio de signos
predispuestos según las finalidades de los sistemas simbólicos –lenguaje, religión,
política, filosofía, etcétera– de nuestro tiempo y lugar. La secretaria, el hombre de
familia, la soltera y el novio de estos relatos viven una libertad acotada en su
cotidianeidad –paradójicamente más segura cuanto menos libre–. Se ven
definidos por la rutinización de su tiempo y su espacialidad, del “lugar íntegro,
compacto y sometido a una lógica homogénea” (Bauman, 2004: 124) que ocupan
en la sociedad, de los límites más que por los contenidos. En otras palabras, por
su aparente civilidad: “Usar una máscara es la esencia de la civilidad. Las
máscaras permiten una sociabilidad pura, ajena a las circunstancias del poder, el
malestar y los sentimientos privados de todos los que las llevan. El propósito de la
civilidad es proteger a los demás de la carga de uno mismo” (Sennett, 2004: 39).
Cuentos del desengaño, no hay posibilidad de justificación o esperanza para sus
protagonistas. Seres como los que vemos a diario y a quienes no parece ocurrirles
nada, cuyo aspecto exterior denota cierta impasibilidad, como si su resistencia a
las hostilidades de la realidad forjara en ellos un sentido del ser en su relación con
el mundo. Sin embargo, al reconocerse en una situación opresiva, en el orden de
lo cultural como “real”, no por elección voluntaria sino por construcción social, se
vuelven testigos del sinsentido de las jornadas idénticas, las demandas
monótonas, las necesidades accesorias “cuyas satisfacciones son indivisibles del
lento apagamiento” individual (Robles, 1986: 111). Lejos de una introyección
pasiva de la experiencia, los personajes davileanos padecen las circunstancias
contradictorias de una modernidad heteronormativa, enajenadas sus voluntades,
atrapados entre la prefiguración y la determinación sociocultural. Seres comunes y
corrientes, quienes cotidianamente llevan a cabo las mismas actividades, siempre
de la misma forma, repitiendo acciones, repitiéndose en sus ideas y su lenguaje,
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enclaustrados en sus casas, sus trabajos, sus convenciones. Por esto parece que
la locura surge abruptamente, porque ese continuo repetirse, controlarse,
limitarse, no es totalmente desarrollado por el narrador, pero sí sugerido como una
constante en la vida de aquéllos. Lo decisivo es el instante donde se quiebra
justamente esa quietud rutinaria y “lo otro”, “Una carcoma que devora desde el
fondo de la conciencia” (Robles, 1986: 111), se manifiesta. Crónicas del deterioro
de una supuesta normalidad, lo perturbador en los relatos davileanos radica en el
desenmascaramiento de los hábitos pacientemente conquistados, de
satisfacciones sociales y familiares que devienen en deberes ingratos y repulsivos.
La normalización del deseo en los protagonistas desvela la incomunicación con el
otro y la obsesión moderna por “traducir y organizar el caos heterogéneo de las
experiencias únicas y de los acontecimientos singulares en una escala
homogénea de intensidades y en una jerarquía uniforme de valores” (Ventós,
1998: 72), la cual pretende regular el mundo interno del individuo así como su
relación con su ser y con otras personas. El filo mortal que se asoma tras su
inofensiva apariencia se vuelve tan intolerable e irremediable para los
protagonistas davileanos que la locura resulta la única solución posible.
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