El contexto del Concilio de Nicea es el de la escuela alejandrina y de
la negación por parte de Arrio, sacerdote de Alejandría (+ 336), de la igualdad en la divinidad del Hijo de Dios con el Padre. La cristología neotestamentaria y los símbolos de fe posteriores afirmaban la condición divina de Jesús, muerto y resucitado y de su pre-existencia como Hijo de Dios. Pero ¿cómo comprender esta filiación divina preexistente?
Arrio sostenía -que el Hijo de Dios había sido "engendrado"
(gennètos) pero que aplicaba en el sentido de "creado". El Hijo era, por tanto, inferior al Padre, pues había sido creado por Dios en el tiempo y se había convertido en el instrumento del que Dios se había servido para crear el mundo. En efecto, era un "intermediario" entre Dios y el mundo. Para Arrio, el Hijo de Dios no es ni verdadero Dios, ni verdadero hombre, ya que la carne (sarx) que el Verbo (Logos) asumió no constituía una verdadera y completa humanidad.
En respuesta a la crisis arriana, el Concilio de Nicea (325) afirma en
el segundo artículo de su profesión de fe la filiación divina de Jesucristo. A la categoría bíblica del "unigénito" (monogenès) del Padre sigue a modo de explicación (toutestin) la de ser "de la sustancia” (ousía) del Padre, la de ser "engendrado" (gennètos), no creado (poiètheis) y "de la misma naturaleza que el Padre" (homoousios).
Por lo que respecta a la condición humana de Jesús, el símbolo de
Nicea afirma que Jesucristo no sólo "se hizo carne" (cristología del Logos- sarx), sino que "se hizo hombre" (enanthròpèsas). Esta humanización del Hijo de Dios se ve en una perspectiva soteriológica: si Jesucristo no es ni verdadero Dios ni verdadero hombre no sería capaz de salvar al hombre.
Nicea señala así la unidad entre soteriología y cristología, es decir,
entre lo que Jesucristo es para nosotros y lo que es en sí mismo. Aquí se desarrolla la unidad necesaria entre la Trinidad "económica" y la Trinidad "inmanente". La economía de la salvación realizada por Dios mediante la misión del Hijo y del Espíritu conduce a la afirmación de la comunicación divina intratrinitaria. Así, la profesión de fe cristológica de Nicea se inserta en un símbolo trinitario.
Nicea realiza una auténtica "inculturación" presentando el misterio de
la persona de Jesucristo a través de categorías filosóficas helénicas pero que recibían un nuevo significado. Finalmente, la cristología de Nicea subraya que Dios se autocomunica personalmente en el hombre Jesús y esta autocomunicación divina a la humanidad nos revela lo que Dios es en sí mismo: autocomunicación eterna entre el Padre y el Hijo ("La Trinidad económica es la Trinidad inmanente y viceversa", Karl Rahner).
1.2 El Concilio de Efeso
Nestorio, sacerdote de Antioquía y patriarca de Constantinopla,
planteó el problema de la verdadera unidad divino-humana en Jesucristo partiendo, como la tradición antioquena, del hombre Jesús (cristología del homo assumptus). Su adversario, Cirilo, obispo de Alejandría, mantenía una perspectiva opuesta (cristología del Logos-sarx). En este punto de la disputa entre Nestorio y Cirilo, podemos observar una confusión en lo que respecta a la terminología. Cuando Cirilo habla de "una sola naturaleza" (phusis) en Jesucristo, entendía la unidad de la persona ( hupostasis); por el contrario, cuando Nestorio habla de "dos naturalezas" parece referirse a dos personas.
El momento decisivo en el debate fue la negativa de Nestorio de
atribuir a la persona del Verbo de Dios los acontecimientos de la vida humana de Jesús. La generación humana del hombre Jesús no podía referirse al Hijo de Dios; por eso, María no sería la "Madre de Dios" (theotokos), sino la "Madre de Cristo" (kristotokos). En consecuencia, Nestorio concibe la unidad divino-humana en Jesucristo en términos de "conjunción" (sunapheia), suponiendo así dos personas. Lo que Nestorio rechaza es el realismo de la encarnación ya que el Verbo de Dios estaría presente y operante en el hombre Jesús como en un templo. En respuesta a Nestorio, Cirilo de Alejandría, subraya que el símbolo de Nicea atribuye a la persona del Verbo de Dios los acontecimientos de la vida humana de Jesús.
La frase clave usada por Cirilo en su Segunda Carta a Nestorio para
explicar el verdadero significado de la encarnación del Hijo de Dios (Jn 1, 14) consiste en afirmar que el Hijo de Dios unió a sí la humanidad de Jesús "según la hipóstasis" (henòsis kath'hupostasin). Esto significaba, en contraste con la unión por "conjunción" (sunapheia) de Nestorio, la verdadera identidad entre el Verbo y Jesús, es decir, que el Verbo de Dios asumió personalmente la carne humana. Entre el Verbo de Dios y el hombre Jesús hay un solo sujeto concreto y subsistente, en el sentido de que, en Jesucristo, el Verbo eterno unió a sí en el tiempo una humanidad que no hubiera existido independiente y anteriormente a esta unión.
El Concilio de Efeso (431) no elaboró una definición dogmática. El
dogma de Efeso ha de encontrarse en la Segunda Carta de Cirilo a Nestorio, oficialmente aprobada por el Concilio y no en los "Doce Anatemas" de Cirilo contra Nestorio, que hace uso de formulaciones que fueron causa de polémica con la escuela antioquena.
Después de Efeso se buscó un acercamiento entre la escuela
alejandrina y la escuela antioquena en la "Fórmula de Unión" (433). Una profesión de fe cristológica escrita por Juan de Antioquía en clave antioquena y aceptada por Cirilo de Alejandría. La fórmula tiene en cuenta los elementos esenciales tanto de la cristología alejandrina (unidad del sujeto; uso del término henòsis y no sunapheia para indicar la unidad de las dos naturalezas; atribución de la encarnación al Logos; afirmación de María como Theotokos) como de la cristología antioquena (afirmación de las dos naturalezas; su unión en un solo prosopòn). Emplea el término homoousios para indicar la consustancialidad de Cristo, no sólo con Dios Padre, sino también con nosotros.
En el dogma cristológico, "persona" se refiere a un sujeto existente,
concreto e individual; su significado es ontológico. La filosofía moderna, por el contrario, adopta un concepto psicológico de la persona, en referencia a un centro subjetivo de conciencia y voluntad que más bien podría designarse con el término de "personalidad".
En el caso del misterio de la unión hipostática en Jesucristo es claro
que existe una sola persona ontológica, la del Hijo de Dios. Esto, sin embargo, deja intacta la "personalidad humana" del hombre Jesús, entendida en sentido psicológico como centro humano de conciencia y voluntad. La asunción de la humanidad de Jesús por la persona del Verbo no es una "despersonalización" sino una "impersonalización", desde el momento que la persona del Hijo de Dios queda comunicada a la humanidad de Jesús y así el Hijo se hace verdaderamente hombre. La auténtica humanización de Dios en Jesucristo es, al mismo tiempo, el fundamento de su autocomunicación a la humanidad y la revelación a la misma del misterio de Dios. El realismo de la encarnación nos lleva a reconsiderar el concepto filosófico de la "inmutabilidad" de Dios. Por la Encarnación Dios queda sujeto personalmente al "devenir" humano. Esto nos lleva a la libertad absoluta mediante la cual Dios, permaneciendo el mismo, puede unir a sí de forma personal una existencia humana. Por eso, K. Rahner afirma que Dios puede llegar a ser aquello que no es en sí y de por sí ''y tal posibilidad no se ha de entender como signo de su indigencia, sino más bien como cumbre de su perfección, que sería menor si El no pudiera llegar a ser menos de lo que es permanentemente" (Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona, 1989, pág. 263).
1.3 El Concilio de Calcedonia
El Concilio de Efeso explicitó el significado de la encarnación en
términos de "unión hipostática", subrayando así la unidad, pero dejando la distinción entre divinidad y humanidad. Y es en este punto donde Calcedonia completa a Efeso.
La "Fórmula de Unión" (433) afirmaba que el Hijo de Dios es
"consustancial (homoousios) a nosotros por razón de la humanidad". Por el contrario, Eutiques, monje de Constantinopla, afirmaba que en Cristo, después de la encarnación, hay una sola naturaleza (monofisismo), ya que su humanidad queda absorbida en la divinidad del Verbo. En relación con esto está la carta dogmática del Papa León, el Grande a Flaviano, patriarca de Constantinopla, conocida como el "Tomus Flaviani" (449) en la que el Papa afirma la unidad en Cristo: "Nació con la íntegra y perfecta naturaleza de verdadero hombre y de verdadero Dios" y habla también explícitamente de dos naturalezas que se unen en una sola persona.
La primera parte de la definición de Calcedonia (451) toma como
punto de partida la unidad en Jesucristo de la divinidad y de la humanidad, siguiendo así de cerca las anteriores definiciones conciliares. Dentro de esa unidad, se afirma la distinción de las dos naturalezas: "uno y el mismo" es "consustancial con el Padre, según la divinidad y consustancial con nosotros, según la humanidad; en todo semejante a nosotros, menos en el pecado (Heb 4, 15)".
La segunda parte de la definición contiene declaraciones formuladas
con conceptos filosóficos helénicos y tiende a demostrar cómo en el misterio de Jesucristo coexisten la unidad y la distinción: los conceptos de persona (hupostasis, prosòpon) y naturaleza (phusis) aparecen claramente distintos. "Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en (y no "de" como afirmaba Eutiques) dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, (contra Eutiques) sin división, sin separación (contra Nestorio)". Lo que pertenece a cada una de las dos naturalezas queda salvaguardado y ambas confluyen en un solo sujeto ( prosòpon), en una sola persona (hupostasis).
La actualidad de Calcedonia reside en ayudamos a mantener, contra
el peligro siempre actual del monofisismo, la verdad y la realidad de la humanidad de Jesús que queda reforzada por estar unida a la persona del Verbo, pues la propia autonomía y cercanía a Dios crecen en proporción directa. En efecto, Karl Rahner escribe: "Cristo es hombre de la manera más radical y su humanidad es la más autónoma y la más libre no a pesar de, sino porque es una humanidad aceptada y puesta como automanifestación de Dios" (Cf. "Teología de la encarnación", en Escritos de Teología, I, Taurus, Madrid, 1963).
El misterio de la "unión hipostática" afirmado en Efeso, no priva a la
humanidad de Jesús de un centro subjetivo de conciencia y voluntad. Una vez que el Hijo de Dios se hace hombre, se convierte de modo personal en el único sujeto de las experiencias humanas. Es Hijo de Dios de manera humana y vive su propia filiación con el Padre de una manera humana. Este es el motivo por el que el diálogo entre Jesús y su Padre, nos revela su verdadera identidad y nos abre la mirada al misterio de su persona. La filiación divina de Jesús, experimentada como hombre, prolonga y traslada a la conciencia humana el ser eterno del Hijo del Padre. Por el contrario, el Padre extiende su relación paterna al hombre Jesús, en el que reconoce a su propio Hijo eterno. El misterio de la "unión hipostática" supone la prolongación en el plano humano de la relación interpersonal entre el Padre y el Hijo en la divinidad. El misterio de la Trinidad nos ayuda a profundizar el misterio de la encarnación.
1.4 Hacia el Concilio de Constantinopla III
El Concilio de Constantinopla II (553) volvió una vez más sobre el
argumento de la unidad, en dirección a Efeso, mientras que Constantinopla III (681) lo hará sobre el argumento de la distinción, en dirección a Calcedonia. El contexto de Constantinopla II es el de la corriente "no calcedonense", que seguía fiel a las fórmulas ambiguas de Cirilo de Alejandría. Se necesitaba una interpretación de Calcedonia que mostrase el acuerdo entre el Concilio y la doctrina de Cirilo. Los cánones cristológicos del Concilio rechazan la interpretación nestoriana (cánones 5- 7) y eutiquiana (canon 8), explicando que la unidad de la hupostasis se refiere a un único sujeto subsistente, mientras que la dualidad de las naturalezas (phusis) expresa la diferencia que permanece en la encarnación del Hijo de Dios. Entre la "una naturaleza" de Cirilo y las "dos naturalezas" de Calcedonia, a pesar de la diversidad de expresión, hay paridad de intención y de doctrina (canon 8). El canon 4 explica la unión hipostática como "unión según la composición" (katha sunthesin), que quiere decir que el Verbo de Dios se hizo un único sujeto concreto existente con su humanidad, si bien permanece en él la alteridad Dios-hombre. En otras palabras, la naturaleza humana subsiste en la hupostasis del Verbo y no constituye un sujeto diferente; o avanzando un poco más, esto significa que el Verbo comunica su propia existencia personal a la humanidad de Jesús, en la que "se humanizó" verdaderamente. Pero Constantinopla II no fue suficiente para prevenir la posibilidad de una interpretación monofisista de la voluntad y de la acción humana de Jesús. En efecto, Sergio, patriarca de Constantinopla, se negó a hablar de dos voluntades en Jesucristo, la divina y la humana, correspondientes respectivamente a las dos naturalezas. Para el patriarca Sergio, en Jesús sólo había "una voluntad" (monotelismo). El Papa Honorio, en su respuesta a Sergio (634), se mostró de acuerdo con la expresión “una sola voluntad”. Esto equivalía a revivir la crisis monofisista.
El Papa Martín I convocó en el Laterano (649) un Concilio para
condenar el monotelismo. Las principales formulaciones de sus cánones fueron tomadas de San Máximo, el Confesor, protagonista de las "dos voluntades" en Jesucristo. Si Cristo, dice el Concilio, tiene dos naturalezas, tiene también dos voluntades y dos modos de obrar, pertenecientes respectivamente a cada naturaleza; además, las dos naturalezas están íntimamente unidas en el solo y mismo Cristo Dios.
1.5 El Concilio de Constantinopla III
El Concilio de Constantinopla III (681) reasume la afirmación
calcedonense de las dos naturalezas, añade la de las dos voluntades y de los dos modos de obrar unidos en una sola y misma persona, Jesucristo, “sin separación, sin cambio, sin división, sin confusión” como lo hacía Calcedonia. En respuesta a la presunta contradicción entre las dos voluntades, el Concilio explica que entre éstas no hay oposición alguna ya que la voluntad humana está en plena conformidad con la divina.
La confirmación por Constantinopla III de la autenticidad de la
humanidad de Jesús, de su libre voluntad humana y de su acción, sigue siendo de actualidad en un tiempo en el que se elabora un gran pensamiento cristológico para redescubrir plenamente la verdadera humanidad de Jesús.
La voluntad humana de Jesucristo es su voluntad propia y personal,
mientras que la voluntad divina es común al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. El diálogo entre las dos voluntades, iniciado desde el misterio de la encarnación, no se realizó entre el Hijo de Dios y el hombre Jesús, sino entre la voluntad del Padre y la voluntad humana de su Hijo hecho hombre. Este diálogo de voluntades entre el Padre y el Hijo prolonga a nivel humano la relación de origen mediante la cual en el misterio de Dios el Hijo se dona al Padre, extendiéndola en clave humana en entrega y obediencia. Jesús vivió esta relación como hombre a través de toda su vida humana. En este sentido, es justo afirmar que, como hombre, Jesús creció en la filiación con el Padre viviendo su historia y su destino humanos, hasta que en su pasión y muerte se somete a la voluntad del Padre con un acto de total abandono.
Donde las consideraciones ontológicas de Calcedonia corrían el
peligro de hacerse abstractas, Constantinopla III se inspira en un retorno al Jesús de la historia, testimoniado por la tradición evangélica (la Palabra de Dios es la norma normans de la interpretación dogmática de la Iglesia). Además, la entrada personal del Hijo de Dios en la historia a través de la encarnación se ha de presentar en su pleno significado: haciéndose hombre el Hijo de Dios, la humanidad quedó integrada en el misterio mismo de Dios. Y puesto que el Hijo encarnado experimentó verdaderamente la historia humana y el sufrimiento, existe también realmente una historia humana de Dios. Es correcto hablar, entonces, del "Dios crucificado" (J. Möltmann) o decir que "Dios ha muerto" (F. Nietzsche). 2. Valoración y perspectivas del dogma cristológico
2. 1 El valor permanente del dogma
La cristología del Nuevo Testamento es una interpretación de la
persona y del acontecimiento Jesucristo realizada por la Iglesia apostólica a la luz de la experiencia pascual. Esta cristología funda la revelación y como tal es para siempre la norma última ( norma normans) para la fe de la Iglesia en el misterio. El dogma cristológico, en cambio, es una interpretación posterior y progresiva del mismo misterio, de la que se hace garante el Magisterio de la Iglesia.
Las formulaciones cristológicas están sujetas a una hermenéutica. Su
valor normativo está relacionado con el testimonio fundante de las Escrituras. Por eso, toda formulación dogmática no es un punto de partida absoluto ni la última palabra en la reflexión de la fe de la Iglesia sobre el misterio de Jesucristo; es más, dependen siempre de un ambiente cultural.
La Iglesia proclama el Evangelio desde un contexto y una cultura
determinada. Por eso, lo que necesita conservar es el "sentido" o "significado", es decir, el contenido de la fe; pero no necesariamente el lenguaje en que quedó acuñado tal significado. El valor dogmático de las definiciones cristológicas no es absoluto, sino relativo y relacional. En efecto, por el contenido se relaciona con la cristología neotestamentaria; es relativo en la expresión porque no representa la única vía posible para expresar el misterio.
Los principales límites y peligros del dogma cristológico son: el
motivo soteriológico tiende a caer en la sombra, dando prioridad a la constitución ontológica de la persona de Jesucristo; la dimensión personal y trinitaria del Hijo encarnado deja puesto a favor de una consideración impersonal del Dios-hombre; la dimensión histórica del acontecimiento Cristo y de la vida humana de Jesús queda eclipsada por la consideración abstracta de la integridad de su naturaleza humana; el compromiso personal de Dios en la historia a través de la encarnación da pie a concepciones filosóficas. Por todo esto, es necesario una vuelta a la cristología como "acontecimiento" (así lo hizo el Nuevo Testamento) y, en particular, a la cristología funcional del kerigma primitivo.
La cristología posterior a Calcedonia absolutizó el modelo
calcedonense; es más, la cristología tradicional está caracterizada por una tendencia hacia una ontología de Cristo, separada de la soteriología y hacia un acercamiento "descendente", separado del complemento necesario de una perspectiva "ascendente". 2.2 Para una renovación de la cristología
a) El aspecto histórico
Este es el primer aspecto que debemos recuperar y combinar con el
ontológico. La entrada personal de Dios en la historia y de su designio salvífico en Jesucristo. La historia de Jesús de Nazaret ha de ser descubierta como la autocomunicación de Dios al hombre. La verdadera transformación realizada en la humanidad de Jesús al pasar del estado kenótico al estado glorioso en su resurrección nos lleva a considerar su "psicología humana", su conciencia y voluntad, sus acciones y actitudes. No se puede amenazar la realidad de la verdadera humanidad de Jesús invocando el principio de las "perfecciones absolutas" o la noción abstracta de una naturaleza humana completa e integral.
b) El aspecto personal y trinitario
Jesucristo no es un Dios-hombre, sino el Hijo de Dios hecho
hombre. Esto significa evidenciar más la dimensión trinitaria del misterio. El carácter único de la relación interpersonal del Hijo con el Padre, experimentada por el hombre Jesús, expresa la realidad concreta del misterio de la "unión hipostática". La relación personal intratrinitaria del Hijo con el Padre se "humaniza" en Jesús y fue experimentada por él como hombre. La cristología es inseparable del misterio trinitario.
c) El aspecto soteriológico
Tampoco la cristología puede estar separada de la soteriología. El
motivo soteriológico necesita reintegrarse en la cristología en su forma personal, a modo de "intercambio maravilloso" gracias al cual el Hijo de Dios compartió nuestra humanidad "pecadora" para hacemos partícipes de su misma filiación con el Padre.
d) El dinamismo de la fe
La cristología del Nuevo Testamento se desarrolló, bajo el impulso de la
fe, desde la cristología funcional del kerigma primitivo hacia la ontológica de los escritos posteriores. Esto testifica la necesaria complementariedad e interacción entre una cristología “desde abajo” y una cristología “desde arriba”. Solo así es posible tener en un "acercamiento integral", los distintos aspectos del misterio de Jesucristo, que seguirá estando siempre más allá de la plena comprensión humana.