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CAMPO NUESTRO

1946
Este campo fue mar de sal y espuma. Hoy oleaje de ovejas, voz de avena.

Má s que tierra eres cielo, campo nuestro.


Puro cielo sereno... Puro cielo.

¿De tu origen marino no conservas má s caracol que el nido del hornero?

No olvides que el azar hinchó sus velas y a travé s de otra mar dio en tus
riberas.

Ante el sobrio semblante de tus llanos se arrancó la golilla el castellano.

Tienes, campo, los huesos que mereces: grandes vé rtebras simples e
inocentes, tibias rudimentarias,
informes maxilares que atestiguan

tu vida milenaria;
y sin embargo, campo, no se advierte ni una arruga en tu frente.

Ya só lo es un silencio emocionado tu herbosa voz de mar desagotado.

¡Qué cordial es la mano de este campo!

Sobre tu tersa palma distendida ¡quié n pudiese rastrear alguna huella que
revelara el rumbo de su vida!

Tus mismos cardos, campo, se estremecen al presentir la aurora que mereces.

Une al don de tu pan y de tu mano el de darle candor a nuestro canto.

¿Oyes, campo, ese ritmo?


¡Si fuera el mío!...
sin vocablos ni voz te expresaría al galope tendido.

Estas pobres palabras ¡qué mal te quedan!


Pero qué quieres, campo, no soy caballo

y jamá s las diría si tú me oyeras.

Por algo ante el apremio de nombrarte he preferido siempre galoparte.

Ritmo, calma, silencio, lejanía... hasta volverte, campo, melodía.

Só lo el viento merece acompañ arte.

¿No podrá ni mentarse tu presencia sin que te duela, campo, la modestia?

Eres tan claro y limpio y sin dobleces que el vuelo de una nube te ensombrece.

¡Hasta las sombras, campo, no dan nunca ni el má s leve traspié s en tu llanura!

¿Có mo lograste, campo tan benigno, asistir a los cruentos cataclismos que
describen tus nubes
y ver morir flameantes continentes, inaugurarse mares,

donde jó venes islas recalaban


en bahías de fuego,
con el vivo y remoto dramatismo que recuerdan tus cielos?

Al galoparte, campo, te he sentido cada vez menos campo y má s latido.

Tenso y redondo y manso, como un grá vido vientre

virgen campo yacente.

Sin rubores, ni gestos excesivos,


—acaso un poco triste y resignada—
con el mismo candor que usan tus chinas y reprimiendo, campo, su ternura,
—má s allá del bañ ado, entre las parvas— se te entrega la tarde ensimismada.

Pasan las nubes, pasan —¿Quié n las arrea?— tobianas, malacaras, overas,
bayas;
pero toditas llevan, campo, tu marca.

Dime, campo tendido cara al cielo, ¿esas nubes son hijas de tu sueñ o?...

¡Có mo no han de llorarte las tropillas de tus nubes tordillas


al otear, desde el cielo, esas praderas y sentir la nostalgia de sus yerbas!

Lo que prefiero, campo, es tu llaneza.

Ya sé que tierra adentro eres de piedra,


como tambié n de piedra son tus cielos,
y hasta esas pobres sombras que se hospedan en tus valles de piedra;
pero al pensarte, campo, só lo veo,
en vez de esas quebradas minerales
donde espectros de muías se alimentan
con las má s tiernas piedras,
una inmensa llanura de silencio,
que abanican, con calma, tus haciendas.

En lo alto de esas cumbres agobiantes hallaremos laderas y peñ ascos,


donde yacen metales, momias de alga, peces cristalizados;

peto jamá s la extensa certidumbre

de que antes de humillarnos para siempre, has preferido, campo, el ascetismo


de negarte a ti mismo.

Fuiste viva presencia o fiel memoria desde mi má s remota prehistoria.

Mucho antes de intimar con los palotes mi amistad te abrazaba en cada poste.

Chapaleando en el cielo de tus charcos me rocé con tus ranas y tus astros.

Junto con tu recuerdo se aproxima


el relente a distancia y pasto herido
con que impregnas las botas... la fatiga.

Galopar. Galopar. ¿Ritmo perdido? hasta encontrarlo dentro de uno mismo.


Siempre volvemos, campo,
de tus tardes con un lucero humeante... entre los labios.

Una tarde, en el mar, tú me llamaste, pero en vez de tu escueta reciedumbre


pasaba ante la borda un campo equívoco de andares voluptuosos y evasivos.

Me llamaste, otra vez, con voz de madre y en tu silencio só lo hallé una vaca
junto a un charco de luna arrodillada; arrodillada, campo, ante tu nada.

Cuando me acerco, pampa, a tu recuerdo, te me vas, despacito, para adentro...


al trote corto, campo, al trotecito.

Aunque me ignores, campo, soy tu amigo.

Entra y descansa, campo. Desensilla. Deja de ser eterna lejanía.

Cuanto má s te repito y te repito quisiera repetirte al infinito.

Nunca permitas, campo, que se agote nuestra sed de horizonte y de galope.

Templa mis nervios, campo ilimitado, al recio diapasó n del alambrado.

Aquí mi soledad. Esta mi mano. Dondequiera que vayas te acompañ o.

Si no hubieras andado siempre solo ¿todavía tendrías voz de toro?

Tu soledad, tu soledad... ¡la mía! Un sorbo tras el otro, noche y día, como si
fuera, campo, mate amargo.

A veces soledad, otras silencio,


pero ante todo, campo: padre-nuestro.

“No eres má s que una vaca —dije un día— con un milló n de ubres
maternales”...
sin recordar —¡perdona!— que enarbolas entre el lírico arranque de tus
cuernos

un gran nido de hornero.

“Si no tiene relieve, ni contornos. Nada que lo limite, que lo encuadre; allí... a
las cansadas, un arroyo, quizá s una lomada...”
seguirá n —¡perdonadlos!— murmurando, aunque tu inmensa nada lo sea
todo.

Comprendo, campo adusto, que sonrías cuando só lo te habitan las espigas.

Aunque no sueñ en má s que en esquilmarte e ignoren el sabor de tus raíces,


el rumbo de tus pá jaros,
nunca te niegues, pampa, a abrir los brazos.

Has de ser para todos campo santo.

Al verte cada vez má s cultivado olvidan que tenías piel de puma
y fuiste, hasta hace poco, campo bravo.

No te me quejes, campo desollado. Cubierto de rasguñ os y de espinas —


despué s de costalar entre tus cardos— anduve yo tambié n desamparado,

con un dolor caballo en las costillas.

Recuerda que tus nubes se desangran sin decir, campo macho, ni palabra.

Son tan grandes tus noches, que avergü enzan.

Si los grillos dejasen de apretarle una sola clavija a tu silencio, ¿alcanzarías,


campo, el delirante y agudo diapasó n de las estrellas?

Hasta la oscura voz de tus pantanos da fervor a tu sacro canto llano.

¡Qué buenos confesores son tus sapos!

Nada logra expresar, campo nocturno, tu inmensa soledad desamparada


como el presentimiento que ensombrece el insomne mugir de tus manadas.

Vierte, campo, sin tregua, en nuestras venas la destilada luz de tus estrellas.

Tu santa luna, campo solitario, convierte nuestro pecho en un hostiario.

Dé janos comulgar con tu llanura... Danos, campo eucarístico, tu luna.

¿A qué sabrá n tus pastos


cuando logren, por fin, domesticarte
y en vez de campo potro desbocado
te transformes en campo endomingado?

Có mo ríen tus sapos, tus maizales, con dientes de potrillo,


del candor con que todas tus ciudades, no bien salen del horno,
ya ostentan capiteles, frontispicios,
y arquitrabes postizos.

Só lo soportas, campo, los aleros


que aconsejan vivir como el hornero.

Te llevé de la mano
hacia aldeas y rutas patinadas por leyendas doradas;
pero tú sonreías, campo niñ o, y yo junto contigo... siempre, siempre contigo
campo recié n nacido.

Tantos viejos modales resobados


y tanta historia
con tantas mezquindades,
desde la ausencia, campo, musitaban tus ingenuos yuyales.

—¡Qué tierras sin aliento! —balbuceabas—. Só lo produce muertos...


grandes muertos insomnes y locuaces
que en vez de reposar y ser olvido

desertan de sus tumbas, vociferan,


en cada encrucijada,
en cada piedra.
Los míos, por lo menos, son modestos. No incomodan a nadie.

Y el eco de tu voz, entre las ruinas: «Dadle muerte a esos muertos», repetía.

¿Dó nde apoyarnos, campo? ¡Ni una piedra!

Nada que indique el rumbo de tus huellas. Persiste, campo nada, en


acercarnos
la ocasió n de perdernos... o encontrarnos.

Gracias, campo, por ser tan despoblado y limpito de muertos,


que admites arriesgar cualquier postura sin pedirle permiso a los espectros.
Muchas gracias por crearnos una muerte de tu mismo tamañ o y tan perfecta
que no deja ni el rastro de una huella.

Y mil gracias por darnos la certeza de poder galopar toda una vida
sin hallar otra muerte que la nuestra.

Con só lo descansar sobre tu suelo


ya nos sentimos, campo, en pleno cielo.

—«¿Y si en vez de ser campo fuera ausencia?» —«En mí perduraría tu


presencia.»

Espera, campo, espera.


No me llames.
¿Por qué esa voz tan negra, campo madre?

—«¿Es tu silencio mar quien me reclama?» —«Ven a dormir a orillas de mi


calma.»

Tú que está s en los cielos, campo nuestro. Ante ti se arrodilla mi silencio.

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