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ROBERT GRAVES

La vara

Estas lágrimas que inundan mis ojos, ¿son de dolor


o de consuelo?, ¿para acabar con otros amores,
para abstenerse de la insensatez pueril?

Nos ha tocado ser ejemplares


de un amor tan alejado de la galantería
que ahora rara vez nos encontramos en un cuarto apartado
o nos damos el beso de las buenas noches o cenamos juntos,
a menos que sea en compañía casual.

Pues mientras caminamos por el mismo paraíso verde


y confianzudamente empuñamos la misma vara verde
—que aún restaura las esperanzas marchitas de gente
mucho más afligida que nosotros—,
¿cómo podemos temer al lago inmenso y sin fondo
de pura infamia, hundido bajo nosotros,
ahí donde eclosionan los huevos del odio?
Testamento

Pura melodía, amor sin alteración,


flama sin humo, yerbas de un arroyo limpio,
el sol y la luna como si estuviera lanzando dados
con amplias caídas de lluvia,
entonces viene el pacífico instante de apreciación,
las primeras y las últimas líneas de nuestro testamento,
tú enclaustrada alto, en la albarrana del castillo,
peinando tu pelo oscuro frente a un espejo de plata,
y yo abajo, afilando mi cálamo otra vez.

Este cuerpo es ahora tuyo; por eso lo poseo.


Tu cuerpo es ahora mío; por eso lo posees.
Lo mismo pasa con nuestro corazón; deja que permanezca nuestro,
pues ninguno dejará de ser su dueño
mientras florezca en el mismo sueño de flores.
La mañana anterior a la batalla

La lucha hoy, mi fin está muy cerca,


y firme es la sentencia de mis horas:
lo supe ayer, andando al mediodía
por un jardín desierto y con mil flores.

Cantando, prendí rosas en mi pecho


y, asiendo unas cerezas, ya la Muerte
sopló sobre el jardín desde el nordeste
y heló toda belleza con su aliento.

Miré ante mí y, horror, vi mi fantasma,


con furia golpeada la cabeza:
la fruta de mi boca en sangre espesa

se había transformado, y ya la rosa


marchita olía, hasta que en raudas lágrimas
pareció que los muertos florecían.
El beso

Estás golpeado, estás agitado


Por un susurro de amor,
Hechizado en una palabra
¿El tiempo deja de avanzar,
Hasta que la calma de sus ojos grises
Se expanda al cielo
Y las nubes de su pelo
Al igual que tormentas pasen? Luego, los labios que has besado
Se tornan helados y enardecen,
Y una niebla blanca humeante
Oscurece el deseo:
Así que de vuelta a su nacimiento
Se desvanece, el agua, el aire, la tierra,
Y se mueve el primer poder
Sobre el vacío y la escasez. ¿Es eso amor? No, sino la Muerte,
Una pasión, un grito,
La profundidad en la inhalación,
La respiración rugiendo,
Y una vez que ha volado,
Debes permanecer solo,
Sin esperanza, sin vida,
Pobre carne, tristes huesos.

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Traducciones de Antonio Rivero Taravillo y Rodrigo Círigo.
DESPOJOS

Cuando todo ha terminado y vuelves al hogar,


es fácil disponer de los despojos de guerra:
los estandartes, las armas de combate, los cascos, los tambores
pueden decorar una escalera o un estudio,
mientras otras minucias del campo de batalla
—monedas, relojes, anillos de compromiso, dientes de oro—
se cambian en secreto por dinero contante.
Los despojos del amor son un caso distinto,
cuando todo ha terminado y vuelves al hogar:
ese bucle, esas cartas y el retrato
no pueden exhibirse ni venderse;
ni ser quemados; ni devueltos (es obstinado el corazón)
pero tampoco se atreve uno a confiarlos a la caja fuerte
por miedo a que fundan medio metro de acero.
EL ROSTRO EN EL ESPEJO

Ojos grises absortos, clavando distraídos lo mirada


desde anchas órbitas dispares; una ceja colgando
un poco sobre el ojo
por una esquirla alojada aún
bajo la piel, como un recuerdo de guerra.
Nariz torcida y rota—un recuerdo del rugby—
mejillas surcadas, pelo áspero y gris flotando frenético,
frente arrugada y alta,
prominente quijada, orejas grandes, maxilar de púgil,
pocos dientes, labios llenos y rojos, boca ascética.
Me detengo con la navaja en alto, rechazando con burla
al hombre reflejado cuya barba exige mi atención,
y una vez más le pregunte por qué
aún está dispuesto, con la soberbia de un joven,
a cortejar a la reina en su alto pabellón de seda.
ALLIE

¡Allie, llama a los pájaros,


a los pájaros del cielo!
Allie llama, Allie canta
y ellos bajan.
Primero llegaron
dos palomas blancas,
luego un gorrión desde su nido,
después una gallinita enana y cloqueadora
y por último el petirrojo.
¡Allie, llama a las bestias,
a todas sin excepción!
Allie llama, Allie canta
y ellas acuden corriendo.
Primero llegaron
dos corderos negros,
luego una gruñona cerdade Berksire,
después un perro sin rabo
y por último una vaca blanca y colorada.
¡Allie, llama a los peces,
a los peces del río!
Allie llama, Allie canta
y ellos se acercan nadando.
Primero llegaron
dos peces dorados,
un pececito de río y un gobio,
luego una multitud de pequeñas truchas
y las anguilas por último .
¡Allie, llama a los niños,
llámalos del campo!
Allie llama, Allie canta
y ellos acuden deprisa.
Primero llegaron
Tomás y Margarita
luego Kate y yo
y nunca olvidaré
cómo jugamos a la orilla del agua
hasta esa puesta de sol en abril.
EL ESPEJO CANDELABRO

Perdida casa solariega donde camino siempre


como un fantasma, aunque en carne y sangre de mujer.
Subiendo tus anchas escaleras, subiendo con abiertos dedos
y deslizándome resuelto por tus corredores
llego por costumbre nocturna a este cuarto,
aun es sofocantes mediodías llego
tirado por el hilo del recuerdo en tiempo hundido.
Vacío, salvo la gran cama ceremonial
cubierta por mohosas cortinas que sesgadas cuelgan
(un teatro de títeres donde un maligno capricho
puebla de miedo los bastidores). A mi derecha
pende un cordón deshilachado, pronto
a reclamar de los sombríos áticos
los servicios de fantasmas más viejos; aquí, a mi izquierda,
un adusto espejo-candelabro, rajado de lado a lado
se niega a mostrar el rostro (como los espejos nuevos)
con un falso sonrojo, lo muestra melancólico
y pálido, como se vuelven los rostros que se miran en espejos.
¿No hay vida, nada salvo la delgada sombra
y el mudo presentimiento? ¿Nunca una rata entre los muros
royendo un mendrugo? ¿O en la ventana
una mosca, un moscardón, una araña famélica?
Las ventanas enmarcan un panorama de cielos fríos
a medias fundidos con el mar, como en el albor de la creación
abstracto, confuso oleaje. Vuélvete,
mejor escudriña en el espejo una vez más, toma nota
de ti, los labios grises y el pelo largo en desorden,
ojos fijos, con sueño. Ah, espejo, por amor de Dios
dame una señal de que aún permanece allí
remota—más allá de este misterio isleño,
mientras sea de este lado de la Esperanza, en alguna parte,
en riachuelos, en pastos montañosos y soleados—
la verdadera vida, el natural respiro y no esta fantasma.

EL TOQUE DE QUEDA
El trompetero lanzó una llamada de alto romance
“¡Apaguen las luces! ¡Apaguen las luces!” a la plaza desierta:
en las finas notas de bronce arrojó una oración,
“Dios, si es esto para mí la próxima vez en Francia…
protege a la trompeta fantasma mientras yazgo
muerto en gas y humo y estruendo de rifles,
muerto en una fila con los otros heridos,
reposando muy rígido y quieto bajo el cielo,
alegres jóvenes fusileros, demasiado buenos para morir”.
La música cesó y el resplandor rojo del ocaso
fue sangre en su cabeza mientras continuaba ahí.

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