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Los

textos inéditos que componen este volumen, constituyen una verdadera


revelación. La novedad que los caracteriza no está ni en la expresión ni en los temas;
desde las primeras páginas, en efecto, Saint-Exupèry demuestra la plena posesión de
su estilo y en todos sus escritos la inquietud por los mismos problemas humanos, que
reside en los géneros literarios que representan, y a los que no nos tiene habituados.
El mérito de Saint-Exupèry, tan grande como justificado, ha hecho descuidar las
páginas agrupadas en este volumen, a pesar de lo cual, tienen la calidad de obras
maestras. Todos estos textos, del más vivo interés e importancia, han sido compilados
por el esfuerzo de Claude Reynal: El aviador, primeras líneas escritas por Saint-
Exupèry; las crónicas sobre Rusia y sobre la guerra civil de España; ¿La paz o la
guerra?, conmovedores editoriales escritos el día después de Munich, en octubre de
1938, a pedido especial de «París-Soir», en donde expresa su ansiedad por el porvenir
y busca desesperadamente testimonios de fraternidad a través de luchas en las cuales
adivina el preludio del caos general. El piloto y las fuerzas naturales es el relato de la
lucha que Saint-Exupèry ha debido enfrentar contra los elementos desencadenados,
en el transcurso de un vuelo de reconocimiento sobre la Patagonia. En esta obra se
halla asimismo el prefacio al libro de Anne Morrow-Lindbergh: Se levanta el viento;
Saint-Exupèry en sus prefacios, nos lleva como siempre a lo esencial. «¿Lo esencial?
No se trata quizá ni de sus miserias; ni del peligro; sino de la finalidad a la que se
dirigen».

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Antoine de Saint-Exupéry

Un sentido de la vida
ePub r1.0
Titivillus 29-08-2021

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Título original: Un sens à la vie
Antoine de Saint-Exupéry, 1956

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Es necesario dar un sentido a la vida del hombre
SAINT-EXUPÉRY ¿Paz o guerra?

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INTRODUCCIÓN

Los textos inéditos de este volumen han sido clasificados por orden cronológico y
reproducidos íntegramente. Serán una auténtica revelación, ya que nos descubren
facetas ignoradas de Saint-Exupéry: la de articulista, autor de editoriales y prefacios,
periodista.
La obra se inicia con las primeras líneas que escribiera Saint-Exupéry. Son
extractos de una narración, L’Evasion de Jacques Bernis, cuyo texto original se ha
perdido. Jean Prévost, secretario de redacción del Navire d’Argent, revista dirigida
por Adrienne Monnier publicó importantes fragmentos en el número de abril de 1926,
bajo el título El aviador. Había quedado impresionado por el arte directo y el don de
la verdad del debutante. Algunos pasajes son auténticas obras maestras. Saint-
Exupéry se encuentra ya en plena posesión de su estilo.
Saint-Exupéry trabó conocimiento con Jean Prévost en casa de Yvonne de
Lestrange, en diciembre de 1925. Ambos jóvenes eran de la misma edad. Jean
Prévost fue muerto en el maquis de Vercors Justo al día siguiente de la desaparición
de Saint-Exupéry.

Las páginas que siguen a dicha narración están consagradas a la relación de sus
viajes a Rusia, publicados por Paris-Soir.
La partida de Saint-Exupcry hacia Moscú tuvo lugar después de una serie de
conferencias que diera alrededor del Mediterráneo en compañía de los aviadores
Jean-Marie Conty y André Prévost, a finales de abril de 1955.

Las páginas tituladas Paz o guerra fueron escritas al día siguiente del Pacto de
Munich, en octubre de 1938, a petición de Paris-Soir. En ellas descubrimos la
ansiedad de Saint-Exupéry por el futuro, su búsqueda desesperada de testimonios de
fraternidad a través de las luchas que adivinaba serían el preludio de una conmoción
general. André Malraux, en L’Espoir, expresa la misma angustia.

El capítulo Es necesario dar un sentido a la vida del hombre, tiene una profunda
emotividad. Volvemos a encontrar el tema en la Carta al general X, el horror de
Saint-Exupéry ante la guerra y su tristeza de vivir en una época que transforma al
hombre en robot, robándole incluso el tiempo de pensar. Algunas de sus ideas
aparecerán de nuevo en Citadelle.

Al ser nombrado Saint-Exupéry, en octubre de 1929, director de la «Aeroposta


Argentina», filial de la «Compagnie genérale aéropostale», hubo de desbrozar
determinadas rutas de líneas aéreas. Al igual que Guillaumet o Mermoz, él mismo
realizó los vuelos de reconocimiento. Precisamente, en el curso de uno de ellos,

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mientras sobrevolaba la Patagonia, tuvo que afrontar un ciclón. En agosto de 1939, el
semanario Marianne dedicó una página entera a esa lucha, bajo el título El piloto y
las fuerzas naturales. Se ha comparado a menudo dicha narración con Tifón, de
Contad (al que, por otra parte, alude Sain-Exupéry) en su intento de explicar la
incapacidad del hombre para comunicar un drama cuyo exacto alcance le ha sido
imposible captar en el momento preciso por razón misma de la acción, pero cuyo
recuerdo hace revivir con absoluta precisión. Este libro contiene también la Carta a
los franceses y la Carta al general X. La primera fue escrita, apresuradamente, el día
que siguió al desembarco anglo-americano en África del Norte, cuando los alemanes
penetraron por la zona Sur. Se trata de una exhortación a la unión, tan necesaria, de
todos los franceses. Esa llamada, publicada en el Canadá de Montreal, traducida al
inglés por el New York Times Magazine y reproducida por los periódicos de África
del Norte, fue difundida por todas las emisoras americanas de lengua francesa. Sirvió
de inspiración al último capítulo de la Lettre à un otage[1] y trae a la memoria el final
de Piloto de guerra: «Los vencidos deben callar. Al igual que las larvas».
La Carta al general X es más conocida. La escribió en Julio de 1943 en La
Marsa, cerca de Túnez. En ella Saint-Exupéry, como en ¿Paz o guerra? cavila sobre
el sentido de la vida de los hombres.
Al final de este volumen se han reunido los prefacios a dos libros y a un número
de Document, consagrado a los pilotos de pruebas. En este genera Saint-Exupéry nos
conduce, como siempre, a lo esencial:
«¿Lo esencial? Tal vez no consista en las profundas satisfacciones del oficio, ni
en sus vicisitudes, como tampoco en el peligro, sino en el punto de vista al cual ellos
mismos conducen».

En esta obra reconfortante, en la que Saint-Exupéry aborda, de forma ocasional,


pero con maestría, géneros literarios a los que no está acostumbrado, alcanzamos de
golpe el punto de vista del pensador activo que quiere dar un sentido a la vida del
hombre.

CLAUDE REYNAL

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EL AVIADOR
(Véase «Le Navire d’Argent». Abril de 1926).

Estas páginas han sido extractadas de una narración de Saint-Exupéry.


«L'Évasión de Jacques Bernis», que Jean Prévost se vio obligado a abreviar por
falta de espacio. El texto íntegro manuscrito se ha perdido.
Jean Prévost, que fue muerto en el Vercors, al día siguiente de que muriera
Saint-Exupéry, había redactado esta nota a continuación de «El Aviador».
«Saint-Exupéry es un especialista de la aviación y de la construcción
mecánica. Le conocí en casa de unos amigos y admiraba profundamente la
fuerza e ingeniosidad con que describía sus impresiones. Entonces supe que las
había anotado y deseé vivamente leerlas. Creo que había perdido su narración y
luego la reconstituyó de memoria (antes de escribir nada lo compone todo en su
cerebro) incorporándola al escrito del que acaban de leer algunos fragmentos.
Este arte directo y cite don de la verdad me parecen sorprendentes en un
debutante. Creo que Saint-Exupéry prepara otras narraciones».

LAS pesadas ruedas aplastan los calzos.


La hierba, batida por el viento de la hélice, parece deslizarse hacia atrás, hasta
unos veinte metros. El piloto, con un movimiento del puño, desencadena o domina la
tempestad.
Ahora el ruido se expande en compases repetidos hasta convertirse en un
conjunto denso, casi sólido, en el que el cuerpo se encuentra como prisionero.
Cuando el piloto se siente colmado de todo cuanto en él hay de insatisfecho,
piensa: «Está bien». Luego, con el dorso de los dedos roza la carlinga. No se percibe
una sola vibración. Pero a él le quita esa energía tan condensada.
Se asoma: «Adiós, amigos…». Se perfilan sombras inmensas para esa despedida
al amanecer. Pero, en el umbral de ese salto de más de tres mil kilómetros, el piloto
ya se encuentra lejos de ellos… Contempla el capó negro apoyado contra el cielo, a
contraluz, semejante a un mortero. Tras la hélice tiembla un paisaje envuelto en
gasas.
El motor aún gira sin violencia. Se deshacen los apretones de manos como si
fuesen amarras, las últimas. Reina un extraño silencio mientras se ajusta el cinturón y
las dos correas del paracaídas, y también al adaptar la carlinga a su cuerpo con un
movimiento de los hombros y del busto. Es el momento exacto de la partida: ya se
encuentra en otro mundo. Una última ojeada al tablero, horizonte de esferas, estrecho
pero expresivo (se sitúa cuidadosamente el altímetro a cero), una mirada final a las
alas, macizas y cortas, un moví miento de cabeza; «Todo en orden…». Ya está libre.

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Después de rodar lentamente contra el viento, tira de la manija de los gases: el
motor embraga, semejante a una descarga de pólvora. El avión se lanza, impulsado
por la hélice. Los primeros saltos quedan amortiguados en el aire elástico y el piloto,
que mide su velocidad por las reacciones de los mandos, se propaga en ellas, se siente
crecer.
El suelo parece que se distiende al deslizarse bajo las ruedas, como una correa.
Habiendo logrado, al fin calibrar el aire, al principio impalpable, luego fluido,
después sólido, el piloto se eleva apoyándose en él.
Los hangares qué bordean la pista, los árboles y luego las colinas, descubren el
horizonte y se ocultan. Todavía a doscientos metros se divisa una majada de
apariencia infantil con árboles tiesos y casitas pintadas, bosques que se ofrecen
todavía espesos, como un manto. Poco después el suelo queda desnudo.
La atmósfera está encrespada. La forman oleadas cortas y duras contra las que se
obstina el avión, encabritándose. Los remolinos golpean en las alas y todo el aparato
retumba. Pero el piloto lo domina como quien sostiene una balanza por el eje.
A tres mil metros sobreviene la calma. El sol se refleja en la arboladura, libre ya
de remolinos. La tierra; tan lejana, parece inmóvil. El piloto regula las aletas, el
corrector de aire y, con rumbo a París, calcula su deriva. Luego se sume en una
especie de sopor durante diez horas. Tan sólo se mueve en el tiempo.

Las olas despliegan, inmóviles, un inmenso abanico sobre el mar.


El sol ha doblado, al fin, el árbol de la nave.
Un malestar físico asalta al piloto. Mira. La aguja del contador de revoluciones
oscila. Debajo el mar. De repente, un ronquido sordo del motor perfora violentamente
su conciencia. Manipula sin reflexionar la manija de los gases. Nada… simplemente
una gota de agua. Sitúa de nuevo el motor en el estado que le satisfacía. A no ser por
un sudor frío creería no haber sentido miedo.
Poco a poco vuelve a encontrar la inclinación de la espalda, el punto de apoyo
exacto del codo que era necesario para su tranquilidad.
Ahora el sol se desploma sobre él. La fatiga es buena en absoluta quietud, cuando
uno despierta el entumecimiento de los músculos, cuando los mandos tan sólo exigen
gestos suaves.
La presión del aceite desciende y vuelve a subir. ¿Qué pasara ahí dentro?
El motor vibra. El muy sinvergüenza… El sol ha girado hacia la izquierda y
empieza ya a enrojecer.
El ruido del motor es metálico. No… no se trata de una biela, ¿Tal vez de la
distribución?…
El tornillo de la palanca de los gases se ha distendido. Es necesario sujetarla con
la mano. ¡Que fastidio!
Después de todo, tal vez sea una biela.

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En el ahogo, en el castañeteo de los dientes, en el color gris de los cabellos, se
percibe que todo el cuerpo ha envejecido al unísono.
Con tal de que resista hasta tomar tierra…
La tierra es tranquilizadora, con sus campos bien recortados, sus bosques
geométricos y sus pueblos. El piloto bucea para saborearla mejor. Desde arriba la
tierra parecía desnuda y muerta… El avión desciende y de pronto se reviste. De
nuevo la cubren los bosques. Los valles, los ribazos, imprimen en ella un oleaje. Se la
nota respirar. Sobrevuela una montaña, semejante a un tórax de gigante tumbado, que
se dilata hasta casi alcanzarle. Un jardín, hacia el que enfila su capó, extiende sus
macizos, se abre a escala del hombre.
«¡Mi motor eclipsa al trueno!». ¿Que oía algunos ruidos? Ya no se acuerda. Tan
cerca del suelo se siente el palpitar de la vida.
Abraza las curvas de las llanuras. Se aproxima como a un laminador, afilándose.
Atrae hacia sí los campos como si fueran sabanas, dejándolos luego a su espalda.
Roza los álamos para escapar en seguida con un bandazo y, a veces, se aparta de la
tierra semejante al luchador que quiere recobrar el aliento.
Ahora enfila hacia el puerto, en vuelo rasante sobre las vidrieras de los talleres, ya
alumbrados; en vuelo rasante sobre los parques, ya envueltos en sombras. El suelo
despliega allá abajo, como un torrente, tejados, muros y árboles surgidos del
inextinguible horizonte.
El aterrizaje decepciona. La torrentera del viento, el rugido del motor y la
violencia del ultimo viraje se han trocado por un país silencioso y asfixiante, de un
paisaje turístico con hangares muy blancos, cubierto de césped muy verde y álamos
bien recortados, en donde descienden jóvenes inglesas, una raqueta bajo el brazo, de
los aviones azules París-Londres.
Se desliza a lo largo de la pegajosa carlinga. Se precipitan hacia él. «¡Espléndido!
¡Realmente espléndido!». Los oficiales, los amigos, los papanatas. De repente, la
fatiga le oprime los hombros. «¡Te secuestramos…!». Baja la frente, contempla sus
manos relucientes de aceite y se siente desilusionado, mortalmente triste.
Ya es tan sólo Jacques Bernis, enfundado en un chaquetón que huele a alcanfor.
Se mueve dentro de un cuerpo entumecido, desmañado. Sus maletines, en exceso
bien ordenados en un rincón del cuarto, revelan su carácter inestable, provisional. A
esta habitación todavía no han llegado la ropa blanca, los libros.
«¡Hola! ¿Eres tú?». Hace de nuevo el censo de sus amistades. Hay
exclamaciones, le felicitan. «¿Un superviviente? ¡Bravo! Bueno… sí. ¿Cuándo nos
vemos?». Hoy precisamente no estoy libre. ¿Mañana, quizá? Mañana voy a jugar al
golf, pero puedes venir también, ¿No quieres? Entonces, pasado mañana cenaremos
juntos. A las ocho en punto.
Bernis va de nuevo por los bulevares. Le parece que lucha contra la multitud,
como si ésta fuera una corriente. Le parece afrontar todos los rostros. Algunos le
hacen daño, como si se tratara de la Imagen viva del reposo. Con la conquista de esa

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mujer, la vida recobrarla su calma… su calma… Ciertos rostros masculinos indican
cobardía y entonces uno se siente fuerte.
Entra, reacio, en un dancing, conservando entre los gigolos su grueso abrigo,
semejante a la vestimenta de un explorador. Ellos viven su noche en ese recinto como
prisioneros de un acuario: dicen un madrigal, bailan, vuelven a beber. En este
ambiente desvaído donde tan sólo él conserva la razón, Bernis se siente pesado como
un zafio, nota sus piernas envaradas. Sus pensamientos carecen de halo. Avanza entre
las mesas hacia una plaza libre. Los ojos de las mujeres, cuyas miradas rozan con la
suya, se desvían, se apagan quizá. Los jóvenes se apartan, flexibles, para dejarle paso.
Como en las rondas nocturnas: a medida que él avanza caen los cigarrillos da los
dedos de los centinelas.
Destinado para la formación de alumnos pilotos desayuna esa mañana en la única
venta que está cerca del campo. Algunos suboficiales beben café y charlan. Bernis los
escucha.
«Desempeñan un oficio. Me son simpáticos estos hombres».
Hablan de la pista que parece ser demasiado fangosa, de las indemnizaciones por
escalas. Luego, de la última aventura de cada uno. «A cien metros una biela en el
cárter… ¡Vaya celada! Ni el menor vestigio de campo. Por detrás el corralón de una
granja. Me preparo para un deslizamiento, me enderezo y entro como una bola en el
estercolero». Ríen. «Como aquella vez —cuenta un suboficial— que embestí un
montón de heno. Busco a mi pasajero, nada menos que un teniente. Ni rastro. Por fin,
lo encontré sentado detrás, encima del heno».
Bernis piensa: «Otros perdieron el pellejo, pero para ellos son tan sólo gajes del
oficio. Me gustan sus, relatos, escuetos como informes. Siento simpatía por estos
hombres. No es que tenga espíritu de familia, pero entre ellos resulta fácil ser
sencillo».
—Cuéntanos tus impresiones —dicen las mujeres.

«¿Usted es el alumno Pichon?». «Sí». «¿Todavía no ha volado?». «No».


Estupendo. Así no tendrá ideas preconcebidas. Los antiguos observadores creen
saberlo todo, son prisioneros de las fórmulas: «Mano izquierda, pie contrario…». Son
alumnos sin flexibilidad.
«Le llevo conmigo. Durante la primera vuelta se limitará a observar».
El mecánico de turno en la sección de aviones-escuela bracea la hélice con
parsimonia. Todavía tiene que aguantar seis meses y ocho días. Incluso esta misma
mañana lo ha garrapateado en la pared del water. Según sus cálculos eso representa
alrededor da diez mil vueltas de hélice. Nada podrá evitarlo. Así que…
El alumno contempla el cielo azul, los árboles sin alma, un rebaño de vacas que
ramonean junio a la pista. Su instructor frota con la manga la manija de los gases. Da
gusto verla brillar. El mecánico cuenta las vueltas. ¡Cuánta energía perdida! Ya ha

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llegado a veintidós. «Podías limpiar las bujías». La sugerencia dará ocasión al
mecánico para reflexionar.
Un motor arranca si quiere. Vale más dejarlo libre. Treinta, treinta y una… el
motor arranca.
Al alumno ya no le dicen nada las palabras heroísmo, peligro, embriaguez del
aire.
El avión vuela. El alumno cree que todavía se encuentra en el suelo cuando
vislumbra debajo los hangares. Un viento duro le azota las mejillas. Fija la mirada en
la espalda del instructor.
¡Santo Dios! ¿Qué pasa? Están bajando. La tierra gira a derecha, a izquierda. El
alumno se agarra. ¿Dónde está el campo? Tan sólo ve bosques que giran, que se
acercan. Una vía de ferrocarril suspendida verticalmente, el cielo… y, de repente, el
campo ante ellos, horizontal, apacible, a ras de ruedas. El alumno siente el contacto
de la hierba. El viento disminuye, ya está… el instructor se vuelve hacia él y ríe. El
alumno trata de comprender. Bernis le instruye; «Si ocurre algo anormal, hay tres
principios elementales. Primero, corta. Segundo, quítate las gafas. Tercero, agárrate.
Únicamente en caso de incendio debes lanzarte. ¿Comprendido?». «Comprendido».
Estas eran, al fin, las palabras que esperaba al alumno, aquellas que materializan
el peligro y lo hacen digno. A un civil se le diría: «No hay nada que temer». Pichon,
depositario de semejante secreto, se siente orgulloso. «Además —termina el
instructor—, la aviación no ofrece peligro».
Esperan a Mortier. Bernis llena su pipa. Un mecánico, sentado sobre un bidón,
con la cabeza entre las manos, contempla sorprendido cómo su pie izquierdo lleva el
compás.
—Oiga, Bernis, el tiempo se está cerrando.
El mecánico levanta la vista y observa el horizonte ya borroso. Se perfilan dos o
tres árboles, pero la bruma comienza a coronarlos. Bernis, sin alzar la mirada,
continúa llenando su pipa.
—Ya lo sé. Y me preocupa.
Mortier va a obtener su diploma y ya debía haber aterrizado.
—Bernis debería telefonear a allá abajo.
—Ya se ha hecho. Ha despegado a las cuatro veinte.
—Y desde entonces, ¿ninguna noticia?
—Sin noticias.
El coronel se aleja.
Bernis, apoyando los puños en las caderas, contempla con desafío la bruma que se
filtra suavemente cómo una red que acosa al alumno. Dios sabe dónde, contra la
tierra. «Y Mortier que no tiene sangre fría, que pilota como un asno… ¡Es mala
suerte!». «Oye…». Nada, es un coche
«Mortier, si logras salir de ésta te prometo…, que yo… que te daré un abrazo».
«¡Bernis…! al teléfono».

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«Hola… ¿Quién es el imbécil que afeita los tejados de Donazelle? Es un imbécil
que está a punto de matarse. Déjalo en paz y si quieres hacer algo, trágate la niebla.
Pero oye… Id a buscarlo con una escala». Bernis cuelga. Mortier, que se ha perdido,
intenta encontrar un punto de referencia.
La niebla cede como una bóveda blanca. Ya no se distingue nada a diez metros.
«Ve a decir a los enfermeros que preparen la furgoneta. Si no están aquí en cinco
minutos les echo quince días de arresto».
«¡Aquí está!». Todo el mundo se ha levantado. Se abalanza sobre ellos, invisible
y ciego. El coronel se les ha unido. «¡Santo Dios, una y mil veces!». Bernis murmura
infatigable entre dientes: «Corta, pero corta ya el contacto…, corta, pero corta ya…
¡no puedes evitar el golpe!».
No debió ver el obstáculo hasta encontrarse a diez metros de él, pero nadie lo
supo jamás a ciencia cierta.
Corren hacia el avión destrozado. Han acudido soldados atraídos por ese
accidente imprevisto, suboficiales que muestran un celo excesivo, oficiales a quienes,
de repente, molesta su autoridad. Allí está el oficial de guardia que, aun sin haber
visto nada, lo explica todo. Allí está el coronel que se preocupa demasiado, porque le
corresponde el papel ingrato de padre.
Por fin se ha logrado sacar al piloto. Tiene el rostro verdoso, el ojo izquierdo
enorme, los dientes rotos. Le tienden sobre la hierba y se forma un círculo alrededor.
«Tal vez se podría…», dice el coronel. «Tal vez se podría…» repite un teniente. Y un
suboficial desabrocha el cuello del herido, gesto que no puede hacerle daño y que
calma las conciencias. «¿Y la ambulancia? ¿Y la ambulancia?», sigue preguntando el
coronel que, por rutina, trata de tomar una decisión. Le responden «Ye llega», aunque
en realidad no lo sepan, pero sirve para calmarle. Después exclama: «A propósito…»,
y se aleja con paso rápido, aunque sin rumbo fijo.
Sin embargo, la situación molesta a Bernis. Ese círculo alrededor del herido le
perece incluso indecente; «Veamos, muchachos… despejad… despejad…». Y se
alejan en grupos, en la bruma, a través de los huertos y vergeles donde el avión,
prosaico, ha capotado.
El alumno piloto ha comprendido algo, Se muere y eso no produce demasiado
ruido. Se siente casi orgulloso de esa intimidad con la muerte. Vuelve a su mente el
primer vuelo con Bernis, su decepción ante un paisaje tan monótono, ante esa calma.
No descubría su presencia. Ella estaba allí, pero con sencillez, sin énfasis alguno,
detrás de la sonrisa de Bernis y de la inercia del mecánico, detrás del primer plano de
ese sol, de ese cielo azul. Ha cogido a Bernis por el brazo: «Sabe… mañana volaré.
No tengo miedo». Pero Bernis se resiste a expresar admiración, «Naturalmente.
Mañana hará sus espirales». Pichon comprende algo más: «No parecían muy
impresionados, pero para no hacer frases… Es un accidente de trabajo», contestaba
Bernis.

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Bernis se embriaga.
Ese monoplaza de caza es más rápido que el trueno.
El suelo bajo él es feo. Una tierra tan vista, tan usada; remendaba hasta el infinito.
Es como un conjunto de lotes.
Cuatro mil trescientos metros, Bernis está solo. Contempla ese mundo acanalado
semejante a una Europa de atlas. Las tierras amarillas por el trigo o rojas por el
trébol, que son el orgullo y la preocupación de los hombres, se yuxtaponen hostiles.
Diez siglos de luchas, de envidias, de procesos, han estabilizado cada contorno. ¡La
felicidad del hombre está perfectamente delimitada!
Bernis piensa que no deben obtener su embriaguez de los sueños que arrullan y
animan, sino que es necesario lograrla con su esfuerzo: lo mide.
Toma velocidad, reserva energía, da toda la fuerza. Después, tira de la palanca
lentamente hacia sí. El horizonte oscila, la tierra se retira como si fuera una marea, el
avión se funde rectamente con el cielo. Luego, en el vértice de la parábola, gira sobre
sí mismo y, con el vientre hacia arriba, semejante a un pez muerto, vacila…
El piloto, sofocado en el cielo, contempla sobre su cabeza cómo la tierra se
extiende semejante a una playa, pero después, frente a él, como se desploma…
vertiginosa. Corta, La tierra se inmoviliza recta como un muro. El avión cae en
picado. Bernis lo sirga suavemente hasta volver a encontrar el lago tranquilo del
horizonte.
Unos virajes le aplastan contra el asiento. Se siente ligero, ligero como un balón a
punto de estallar. Un flujo hace desaparecer el horizonte y lo trae de nuevo, el motor
flexible gruñe, se apacigua, vuelve a gruñir…
Un crujido seco. ¡El ala izquierda! El piloto, cogido de sorpresa, cree tropezar con
una zancadilla. El aire se ha escapado bajo sus alas. El avión se dispara, entra en
barrena.
El horizonte pasa de un golpe sobre su cabeza, como una sábana. La tierra le
envuelve y gira enloquecida arrastrando consigo sus bosques, sus campanarios, sus
llanuras… El piloto todavía descubre, como lanzada por una honda, una vida blanca.
La tierra se presenta como el mar al nadador para el piloto asesinado.

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REPORTAJES

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MOSCÚ

El viaje de Saint-Exupéry a Rusia tuvo lugar en abril y mayo de 1935,


después de su gira por el Mediterráneo con Conty y Prévost y antes de su
partida para el trágico raid París-Saigon sobre Simoun.
Saint-Exupéry llegó a Moscú el 29 de abril. En las últimas páginas de
«Tierra de hombres» figuran los recuerdos de ese viaje: Mozart asesinado.

Véase «Paris-Soir» de 3, 14, 16, 19, 20 y 22 de mayo de 1935.

BAJO EL RUGIDO DE MIL AVIONES TODO MOSCÚ HA


CELEBRADO LA FIESTA DE LA REVOLUCIÓN

Anteayer por la tarde, víspera del 1 de mayo, asistí en las calles, durante ciertas
horas de la noche, a la preparación de la enorme fiesta.
Toda la ciudad se había convertido en un taller. Unos equipos adornaban los
monumentos con luces, banderines y colgaduras de color escarlata. Otros situaban los
proyectores. Y aún otros, en la Plaza Roja, alrededor de volquetes de asfalto
preparaban, en la noche, sectores completos de calzadas. Toda la calle estaba animada
por ese fervor especial del trabajo nocturno que parece un juego, una danza densa y
silenciosa alrededor de las fogatas. Y las colgaduras rojas, sobre las casas, ciñéndolas
desde el tejado a la base, estaban tan ampliamente desplegadas que el viento jugaba
con ellas como si fueran velas, hinchándolas y mezclando a estos preparativos de
fiesta una especie de sabor a regatas, dando a esta ciudad como un calor de partida,
de viaje y de horizonte libre.
Hombres y mujeres se detenían a contemplar los trabajos. Esos mismos hombres
y mujeres al día siguiente irían a desfilar ante Stalin en nombre de cuatro millones de
personas, y la ciudad entera le rendiría homenaje.
Y mientras izaban sobre un muro unos carteles altos como monumentos donde se
recortaba, pintado a golpes de hacha sobre un fondo de fábricas, un rastro de capataz
vigoroso, me fui lentamente a dar una vuelta por el Kremlin, que, tal vez, estaba
dormido o, posiblemente, se hacían otros preparativos.
—¡Circulen…!
Un servicio de orden vela, noche y día, en el lugar donde reposa el maestro. Está
prohibido pasearse a lo largo de esas murallas. ¡Qué protección alrededor de ese
hombre!
No solamente esas murallas y esos centinelas protegen un lugar amurallado en
una ciudad semejante a cualquier otra, sino que también, en el corazón del Kremlin,
entre las construcciones en negro y oro y las murallas que lo circundan, se extienden

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zonas de césped inclinadas como trampas: Alrededor de Stalin existe un terreno
desértico y silencioso donde ningún hombre podría deslizarse sin que su paso
resultara de una evidencia avasalladora.
Podría incluso pensarse que no existe, hasta tal punto es invisible su presencia.
Sin embargo, el hombre que reposo ahí, protegido por su guardia, por esos
céspedes y esas murallas anima a Rusia con su presencia invisible, actúa sobre ella
como un fermento, como una levadura. Ya que, aunque no se vea al hombre, su
imagen se multiplica en el exterior, por las calles de Moscú, en más de cien mil
ejemplares. No existe un escaparate, un restaurante, un teatro donde no esté expuesta.
Reina también en todos los muros. Y creo adivinar algo de la historia de esta
prodigiosa popularidad.
A mí me parece que, en primer lugar, surgió para el pueblo ruso cómo una especie
de opresor con métodos despiadados. En aquel entonces Stalin pesaba sobre Rusia y
los hombres trataban de huir al extranjero. O robaban. O hacían comercio ilícito, Pero
Stalin encerró a los hombres en su hambre bajo la consigna: «Quedaos aquí y
construir… El hambre y la miseria son enemigos a los que se vence sin ceder terreno,
transportando piedras, cavando el suelo…». Así condujo a ese pueblo hacia una tierra
prometida y esa tierra prometida la hacía él surgir en lugar de la antigua tierra
devastada, en sustitución de un éxodo hacia tierras fértiles o de espejismos de
aventuras. Curioso poder. Stalin decretó un buen día que el hombre digno de tal
nombre no debía abandonarse y que los rostros sin afeitar eran signo de relajación. Al
día siguiente del decreto, los capataces en las fábricas, los jefes de sección en los
almacenes, los profesores en las facultades negaban el trabajo a todo aquel que se
presentara con barba incipiente. —No he tenido tiempo— decía el alumno.
—Un buen alumno —respondía el profesor— siempre encuentra tiempo para
honrar a su maestro.
Así Stalin, de la noche a la mañana, hacía el regalo a Rusia de unos rostros
frescos y rejuvenecidos y sacaba de golpe a ese país de su mugre.
Y ésa fue la consigna, pero en qué extremo sugestiva. En las calles de Moscú no
he visto a un solo sargento, un soldado, un camarero, un transeúnte que no apareciera
meticulosamente afeitado.
Y se tiene la impresión de que el anillo mágico del plan, cuando roce la
vestimenta de la ciudad, iluminará de golpe las calles de Moscú, donde los cascos y
las indumentarias de trabajo ponen todavía una nota gris y triste. Y casi no resulta
paradójico imaginar el día en que Stalin, desde el fondo de su Kremlin, decrete que
un buen proletario que se respete debe vestirse de etiqueta por la noche. Cuando
llegue ese día Rusia cenará con smoking.
Así era el hombre invisible que dormía en el Kremlin y que, al día siguiente,
aparecería ante la multitud.
Llegué a aprender en mí mismo que no se puede sacar impunemente a un dios de
su tabernáculo, porque no había podido conseguir sitio como espectador en la Plaza

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Roja. Hubiese debido llegar antes a Moscú, ya que cada solicitud daba lugar a una
larga investigación individual, a una selección estricta. No tenía tiempo de poner en
marcha a toda la maquinaria administrativa. Nada se logró a través de le Embajada,
de mis amigos o de mis esfuerzos. En el radio de un kilómetro alrededor de Stalin, no
podía circular nadie cuyos antecedentes y situación civil no hubiesen sido
comprobados, vueltos a comprobar y, para mayor seguridad, comprobados por tercera
vez.
Cuando al amanecer del 1 de mayo quise salir para airearme, encontré la puerta
herméticamente cerrada, y se limitaron a anunciarme que no se abriría hasta las cinco
de la tarde. Aquellos que no poseían la correspondiente tarjeta estaban prisioneros.
Erraba pues, melancólico, por el hotel, cuando llegó hasta mí un ruido de
tormenta. Eran los aviones. Mil aviones en marcha sobre Moscú es algo que hace
retemblar el suelo. Sentía sin verla el peso de esa mano de hierro que pesaba sobre la
ciudad. Me decidí a intentar de nuevo la salida y lo logré por procedimientos
fraudulentos.
Primero desemboqué en una calle desierta, ya que todas las calles de Moscú se
encontraban vacías de su sustancia. Únicamente los niños jugaban en la calzada.
Alzando la vista contemplé el triángulo de acero de las escuadrillas que penetraban
dentro de mi estrecho sector visual, dirigiéndose de un punto a otro. El orden rígido
de los grupos de aviones, daba a cada formación la coherencia de una herramienta. La
lenta progresión de esas masas negras, ese rugido sordo, solemne, inextinguible de
mil aviones, todo ello constituía un espectáculo tan opresivo que nadie hubiera
logrado sustraerse a esa impresión de dominio. Y como no cejaban de pasar me apoyé
contra el muro, levanté la cabeza y los contemplé durante algunos minutos,
descubriendo que si una escuadrilla vuela, en cambio mil aviones pasan como una
apisonadora.
Después de recorrer algunas calles desiertas, de no poder pasar a través de
algunos cordones de policías, alcancé una calle rebosante de vida, una de las que
habían elegido los manifestantes para dirigirse a la Plaza Roja. En varios kilómetros
estaba llena. La multitud avanzaba lenta e inexorablemente, como lava negra. El
desfile de un pueblo entero, o el de mil aviones, tiene algo de inhumano, como lo es
la unanimidad en un jurado. Y ese deslizamiento de vestimentas negras y oscuras
pese al colorido de los banderines rojos, esa marcha lenta y casi ciega de su fuerza,
resultaba tal vez más imponente que el desfile de soldados, pues éstos desempeñan un
oficio y una vez terminado vuelven a individualizarse. Sin embargo, esos otros
estaban dominados hasta la raíz, en sus trajes de trabajo, en su carne, en su
pensamiento. Y yo los veía avanzar cuando el tropel se quedó inmóvil.
La pausa duró largo tiempo. Algunas otras calles habían de abrirse sobre la Plaza
Roja como una esclusa y aquí esperaban, esperaban sin descanso bajo el frío glacial,
pues la víspera había vuelto a nevar.

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Y de repente se produjo una especie de milagro. Ese milagro fue la vuelta a lo
humano, la división de esa unidad en individuos vivientes.
Se elevaron compases de acordeón. Los orfeones, confundidos con la multitud
para desfilar con todos sus instrumentos formaron círculos y tocaron también. Y toda
esa multitud, poco a poco, en parte para calentarse y en parte para distraerse o para
celebrar el día de fiesta, iban entrando en la danza. Y esas decenas de millares de
hombres y mujeres, en el umbral de la Plaza Roja, con el rostro repentinamente
deshelado danzaban en corro con una amplia sonrisa en los labios. Y la calle, en toda
su longitud, adquirió de golpe una apariencia bonachona, familiar, como se celebra
una noche de 14 de julio en un arrabal de París.
Un desconocido se acercó a mí, me ofreció un cigarrillo; otro me dio fuego… La
multitud era feliz. De súbito se produjo una sacudida, los orfeones recogieron sus
instrumentos, se irguieron las oriflamas, volvieron a formarse las filas. El jefe de un
grupo rozó ligeramente con su bastón la cabeza de una manifestante para que se
colocase en su sitio. Ese fue el último gesto individual; el último ademán familiar.
Volvía a imponerse la gravedad, se iniciaba de nuevo la marcha hacia la Plaza Roja.
La multitud volvía a deshumanizarse. Iba a comparecer ante Stalin.
* * *

HACIA LA URSS

POR LA NOCHE, EN UN TREN DONDE, ENTRE MINEROS


POLACOS REPARTRIADOS, MOZART DORMÍA… LOS PEQUEÑOS
PRÍNCIPES DE LEYENDA NO ERAN DIFERENTES A ÉL

El otro día relaté el desarrollo del 1 de mayo en las calles de Moscú, adonde había
llegado la víspera. De esa forma cedí a la actualidad. Pero hubiera debido contar
antes mi viaje. El viaje es una especie de prefacio que nos permite comprender un
país. La propia atmósfera del rápido internacional ya nos enseña tal vez algo. No se
trata únicamente de un convoy en marcha, durante la noche, a través del campo, sino
de un instrumento de penetración. Traía su camino rectilíneo en una Europa
desgarrada por las inquietudes y la cólera. Y aunque en apariencia esa penetración no
ofrezca dificultad, tal vez alguna señal secreta mostrará los desgarrones.
Es medianoche y, tumbado en mi cabina, bajo la luz pálida de la lámpara, me dejo
al principio simplemente llevar. Repican los ejes de las ruedas. A través de los
metales y de las maderas percibo el mensaje de esos batidos arteriales. Afuera, algo
pasa. La calidad del sonido varía. Un puente o un muro nos rozan ruidosamente. Pero

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una estación, con sus amplias calzadas, restablece el silencio como un lecho de arena.
Hasta entonces no sé nada más.
Centenares de viajeros duermen en los coches, arrastrados conmigo con la misma
facilidad. ¿Sienten la inquietud, que yo siento? Tal vez no logre alcanzar lo que
busco. No creo en el pintoresquismo. He viajado demasiado para no saber hasta qué
punto puede engañarnos. Siempre que un espectáculo nos divierte y nos intriga es
porque aún lo contemplamos desde el punto de vista del extranjero. Porque todavía
no hemos llegado a comprender su esencia. Ya que lo esencial de una costumbre, de
un rito, de una regla de juego, es el gusto que dan a la vida, crean el sentido de la
vida. Pero si ya poseen ese poder dejan de ser pintorescos, para devenir naturales y
sencillos. Sin embargo cada uno de ellos adivina confusamente la naturaleza
profunda del viaje. A todos se nos aparece, un poco, como una mujer que avanza
hacia nosotros. Una mujer, perdida entre la multitud y que hay que descubrir. Una
mujer que, al principio, no se diferencia en absoluto de las otras. Pero si abordásemos
a mil mujeres, hubiéramos perdido nuestro tiempo tanteando, al no poder reconocer a
la única vulnerable. Lo mismo ocurre con el viaje.
He querido conocer la pequeña patria que me ha servido de encierro durante tres
días (prisionero en esos días del ruido de los guijarros que hace rodar la mar), y me
he levantado.
Hacia la una de la madrugada he recorrido el tren en toda su longitud. Los
coches-cama estaban vacíos. Los de primera se encontraban desiertos. Ello me hizo
recordar esos hoteles de lujo de la Riviera que permanecieron abiertos, todo un
invierno para un cliente único, último representante de una fauna desaparecida. Signo
de una época amarga.
Pero los coches de tercera acogían a centenares de obreros polacos despedidos
que volvían a su Polonia. Y seguí avanzando por los pasillos sorteando cuerpos. Me
detenía para mirar. Percibía bajo las lámparas, de pie, en esos vagones unidos que se
parecían todos a un barracón, invadido por un olor de cuartel, de comisaría, de toda
una multitud confusa y agitada por las sacudidas del rápido. Todos ellos sumidos en
pesadillas, de retomo a su miseria. Enormes cabezas rasuradas se agitaban sobre la
madera de las banquetas. Hombres, mujeres, niños, todos se movían de izquierda a
derecha como atacados por todos esos ruidos, por todo ese traqueteo que les
amenazaba en su olvido. Ni siquiera encontraban la hospitalidad de un sueño
tranquilo. Y me pareció que, de algún modo, hablan perdido la calidad humana,
zarandeados de un extremo al otro de Europa por las corrientes económicas,
arrancados o la pequeña casa del Norte, al minúsculo jardín, a las tres macetas de
geranios que una vez contemplara en la ventana de los mineros polacos. Tan sólo
habían recogido los utensilios de cocina, las colchas y las cortinas en paquetes mal
envueltos y llenos de agujeros. Pero todo aquello que habían acariciado o que un día
les encantara, todo lo que habían logrado reunir durante cuatro o cinco años de

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estancia en Francia, el gato, el perro, el geranio, todo eso se vieron obligados a
abandonarlo, llevando tan sólo consigo sus baterías de cocina.
Un niño mamaba del seno de una madre que de puro fatigada parecía dormida. La
vida se transmitía en el absurdo y en el desorden de ese viaje. Miré al padre. Un
cráneo sólido y desnudo como una piedra. Un cuerpo doblado en incómodo sueño,
aprisionado en la vestimenta de trabajo, llena de remiendos y de agujeros. El hombre
semejaba un montón de arcilla. Como esos despojos, humanos que, desposeídos de
toda forma humana, se derrumban por la noche en los bancos de los mercados. Y
pensé:
El problema no reside en absoluto en esa miseria, esa suciedad ni siquiera en la
fealdad. Pero este mismo hombre y esta misma mujer se conocieron un día. Y el
hombre indudablemente ha sonreído a la mujer. Con toda seguridad le ha llevado
flores después del trabajo. Tímido y desmañado tal vez temblara ante el pensamiento
de que pudiese desdeñarle. Pero la mujer, por coquetería natural, segura de su
encanto, gozaba en mantener la inquietud de su amante. Y él, que hoy ya no es otra
cosa que una máquina que suda, sentía entonces en su corazón una deliciosa angustia.
El misterio consiste en cómo puede haber llegado a convertirse en esa masa de
arcilla. ¿Qué terrible molde ha dejado en él esa impresión semejante a una máquina
de emplomar? Un ciervo, una gacela, cualquier animal envejecido conserva su gracia.
¿Por qué esta hermosa arcilla humana ha degenerado?
Y proseguí mi viaje entre esta gente cuyo sueño era inquieto como un lugar
maldito. Flotaba un nudo vago formado por ronquidos sordos, quejas opacas y el
restregar de las botas de quienes, doloridos de un costado, trataban de acomodarse
sobre el otro… Y siempre, en sordina, ese inextinguible acompañamiento de los
guijeros impulsados por la mar.
Me senté delante de una pareja. Entre el hombre y la mujer, el niño había logrado
acomodarse a duras penas y dormía. Se dio la vuelta en sueños y su rostro se me
apareció iluminado por la lámpara ¡Qué rostro más adorable! De esa pareja había
nacido una especie de fruto dorado. ¡De esos cuerpos deformes había nacido ese
conjunto de gracia y armonía! Inclinándose hacia esa frente tersa, hacia ese dulce
gesto de los labios, me dije: «¡He aquí un rostro de músico, el de Mozart niño. He
aquí una bella promesa de vida!». Los pequeños príncipes de las leyendas eran
iguales a él. Protegido, rodeado, cultivado ¿qué hubiese podido llegar a ser? Cuando
por mutación brota en los jardines una rosa nueva, todos los jardineros se exaltan. Se
aísla a la rosa, se la cultiva, se la mima… Pero los hombres no tienen jardinero. A
Mozart niño le marcará la máquina de emplomar al igual que a los otros. Mozart
obtendrá las mayores alegrías de una música decadente en el ambiente fétido de los
cafés-conciertos. Mozart está condenado.
Volví a mi vagón reflexionando:
«Esas gentes no sufren en absoluto por su suerte No es la caridad lo que me
atormenta en este caso. Tampoco se trata de enternecerse ante una llaga que

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continuamente se abre. Los que la tienen ni siquiera la sienten. Es como si la herida
no lo sufriese el individuo, sino la especie humana. Es ella la perjudicada No creo en
lo piedad. Lo que me atormenta esta noche es el punto de visto del jardinero. Lo que
me atormenta no es esa miseria en la cual, después de todo, se atrincheran como en la
pereza. Generaciones de orientales viven envueltos en mugre y están contentos. Lo
que me atormenta no se cura con panaceas populares. Lo que me atormenta no son
esos agujeros, ni las jorobas, ni la fealdad. Contemplo un poco en cada uno de esos
hombres, a Mozart asesinado». He llegado a mi departamento. El mozo de tren me
aborda. Vacila con los bandazos secos bajo la lámpara. Me habla. Por la noche, en el
tren, todas las voces parecen confiar secretos. Me pregunta a qué hora deseo que me
despierte. No existe misterio aparente. Sin embargo, entre ese hombre helado y yo,
siento todos los espacios vacíos que separan a los hombres. En las ciudades se olvida
lo que es un hombre. Queda reducido meramente a su función: cartero, vendedor,
vecino molesto. Es en el fondo del desierto donde se descubre mejor lo que es un
hombre. En la época que sufrimos la avería del avión marchamos durante largo
tiempo hacia el fortín de Noutchott. Se espera al hombre cuando empiezan a surgir
los espejismos de la sed, Y tan sólo se encuentra a un viejo sargento, perdido en la
arena durante meses y tan conmovido que se echa a llorar. Se llora también. Y se abre
ante sí una noche inmensa durante la que cada uno cuenta toda su vida, hace
donación al otro de todo ese peso de recuerdos en el que se descubren lazos humanos
de parentesco. Dos hombres se han encontrado y se saludan con una dignidad de
embajadores. El vagón-restaurante. He atravesado de nuevo para llegar hasta él todos
los coches de los polacos. Con la llegada del día han sacudido el entumecimiento. Y
ya ha quedado totalmente apagada la verdad de la noche. Han recuperado sus
miembros, han limpiado las narices a sus vástagos y han reunido sus harapos.
Contemplan el paisaje y bromean. Alguien canta. La tragedia se ha desvanecido.
Comprendo que se pueda vivir en paz si se les considera tal como son. Sus pesadas
manazas sólo servirían para cavar. No plantean problemas ya que, moldeados por su
suerte sólo existen gracias a ella.
Podría alegrarme al verlos sacar apaciblemente su comida, envuelta en papeles
grasientos y gozar de un placer nada complicado mientras contemplan el desfile de
los campos. Me tranquilizaría pensando que no existen problemas sociales. Son
rostros compactos como bloques de piedra, Pero la magia nocturna me ha mostrado
bajo la roca estéril a Mozart niño durmiendo.
El coche-restaurante atraviesa llanuras y bosques. Ya empiezan a aparecer las
tierras pobres cuyas escuálidas florestas semejan pieles usadas. El vagón restaurante
penetra en el corazón de Alemania. Hoy le pertenece. Los camareros circulan con la
cortesía gélida de los grandes señores. ¿Por qué, bien sean alemanes, polacos o rusos,
conservan hasta el fin ese aspecto señorial? ¿Por qué se descubre, cada vez que se
sale de Francia, que en ella existe cierta relajación? ¿Por qué siempre reina en Francia
esa atmósfera un poco vulgar de complacencia electoral? ¿Por qué los hombres se

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desinteresan de sus funciones y de todo lo social? ¿Por qué ese amodorramiento?
Resultan simbólicas esas inauguraciones de provincias en las que algún ministro, a lo
largo de un discurso que ni siquiera ha escrito, frente a la estatua de un oportunista
oscuro a quien no ha conocido, lo colma de alabanzas, de las que ni la multitud ni él
mismo creen una sola palabra. Se hace un juego que no compromete a nadie, una
especie de juego bonachón, Y entretanto todos los pensamientos se concentran en el
banquete.
Una vez atravesadas las fronteras se siente de súbito a los hombres integrarse en
sus funciones. El camarero del coche-restaurante, impecablemente vestido, sirve
también impecablemente. El ministro, en las inauguraciones, expone los puntos que
pueden impresionar al hombre. Sus palabras van directamente al corazón y la pesada
armadura de la policía cubre el levantamiento de la más insignificante estatua a causa
del fuego subterráneo. El juego tiene un significado.
Sí, pero… y la dulzura de vivir, esa sensación de parentesco universal… Ese
chófer de taxi que, por efecto mismo de su familiaridad, os permite introducir en su
vida íntima; esa amabilidad del camarero de los cafés de la rue Royale que conocen
medio París y todos sus secretos, que os logran los teléfonos más particulares y que,
incluso, si llega el caso, os prestan cien francos. Que cuando se abren los primeros
brotes de la primavera se dirigen a sus viejos clientes para que gocen con la buena
cueva y les anuncian:
«¡Ahora sí que ha llegado la primavera!».
Todo es contradictorio. Lo trágico es tener que elegir o descubrir a dónde va la
vida. Pienso en ello mientras escucho al alemán que tengo enfrente y que me está
diciendo: «Francia y Alemania unidas serían las dueñas del mundo. ¿Por qué los
franceses temen a Hitler, que es una barrera contra Rusia? Lo único que ha hecho ha
sido devolver al pueblo sus cualidades libertarias. Se trata de uno de esos gobernantes
que construyen y cubren las ciudades de avenidas rectilíneas que llevan su nombre.
Representa el orden».
Pero en la mesa de al lado unos españoles que como yo van a Rusia empiezan ya
a entusiasmarse. Les oigo hablar de Stalin, Y del plan quinquenal. Y de la pujanza
que está tomando ese país… ¡Cómo ha cambiado el paisaje! Una vez franqueada la
frontera de Francia a nadie interesa ya la primavera. Pero tal vez se preocupen del
destino del hombre.
* * *

¡MOSCÚ!
PERO ¿DONDE ESTÁ LA REVOLUCÍÓN?

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A una media hora de la frontera rusa, nuestro rápido empieza a aminorar la
marcha. Su impulso muere por sí mismo. He recogido mis maletas, pues vamos a
cambiar de tren, y sueño con la frente apoyada contra la ventana del pasillo. No he
llegado a conocer de Polonia más que su aire arenoso y los abetos negros. Siempre la
recordaré como una gran playa un tanto amarga.
Cuanto más subimos hacia el Norte adquiere la luz más tonalidades. En los
trópicos es clara, pero no da pinceladas. Hay luz y, bajo ella, objetos negros. El
propio cielo es negro. Aquí, los objetos ya se animan y relucen. Esta noche, entre los
abetos, tiene lugar una fiesta silenciosa y helada, ya que ese árbol triste es el que
mejor toma la luz, como también al que los incendios se dirigen como el viento.
Recuerdo mis bosques de las Landas que no urdían, pero volaban.
Y el tren se detiene con calma en un andén…
Aquí está ya Rusia: Niegoreloy.
Busco, impulsado por no sé qué idea preconcebida, las huellas de las ruinas. Este
recinto de Aduanas hubiese podido ser una sala de fiestas. Amplia, aireada dorada. El
buffet de la estación ofrece un aspecto todavía más inesperado, Una orquesta zíngara
toca en sordina, entre plantas verdes, para los comensales que almuerzan en pequeñas
mesas, La realidad se ajusta dificultosamente a mis expectaciones y comienzo a sentir
desconfianza. Esto lo han construido para los extranjeros. Sí, tal vez. Pero también lo
ha sido la aduana de Bellegarde, y presenta una gran semejanza con el patio de la
prisión.
Sí, es posible que me hayan engañado, pero como por el momento no soy un juez
sino un sencillo extranjero cuyo equipaje ha de ser examinado, me es imposible
lamentar que lo hagan con limpieza. Sin embargo, mi vecino muestra cierto
malhumor:
«Es evidente, están ustedes en su casa y no puedo impedirles que ensucien mi
ropa…».
El aduanero le mira, pero en seguida reanuda su examen con indiferencia. Con
una indiferencia tal que ni siquiera lo hace más severo. No se molesta en alardear de
su poder. Y por esa misma razón, de repente, lo siento respaldado por ciento sesenta
millones de hombres. Y con la fuerza de la solidez de Rusia. Mi vecino no puede
luchar contra esa indiferencia. Su cólera se apaga rápidamente, como la de un ejército
que es recibido por el silencio y la nieve. Entonces se calla.
Ahora, instalado ya en el tren de Moscú, trato de leer el paisaje en la noche. Heme
aquí en el país del que no se puede hablar sin que se exciten las pasiones. Y del que, a
causa de esas mismas pasiones y pese al hecho de que la URSS se encuentre tan
próxima a nosotros, no se sabe nada. Se conoce mejor a China y bajo qué punto de
vista hay que juzgarla. Sobre China no existen contradicciones. Pero si se quiere
emitir un juicio sobre la URSS, se pasa, según el punto de vista, de la admiración a la
hostilidad. Depende de quien coloca en primer lugar la creación del hombre o de
quien prefiere el respeto al individuo.

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Y sin embargo, todavía no se me ha planteado ningún problema. Y ese país me lo
ha franqueado un aduanero amable. Y esa orquesta de zíngaros.
Y ese coche-restaurante con el maître d’hotel de más estilo y más auténtico del
mundo.
Hace rato que ha amanecido y en el vagón reina ya la fiebre ligera de la llegada.
El paisaje que desfila está ya cubierto de casas, Y esas casas se multiplican y se
aprietan. Se organiza, centrándose, un sistema de carreteras. Algo se anuda en el
paisaje, Es Moscú, instalada en el corazón de sus aledaños.
El tren vira y de repente se nos aparece la ciudad, toda entera, como un bloque. Y
por encima de Moscú, ciento setenta y un aviones que se entrenan.
De esa forma, la primera imagen que recibo es la de una enorme colmena con su
enjambre de abejas en plena actividad.
Georges Kessel está en la estación. Llamo a un mozo y ese mundo continúa
despojándose de sus fantasmas. Ese mozo es semejante s todos los mozos. Coloca
mis maletas en un taxi y yo lanzo una mirada mi alrededor antes de subir a él. No veo
otra cosa que una gran plaza con un fantástico pavimento por donde ruedan camiones
ruidosos. Veo tranvías con remolque, como en Marsella y distingo la imagen
inesperada y provincial, de una vendedora de helados ambulante rodeada de soldados
y de niños.
Así poco a poco voy descubriendo lo ingenuo que he sido al creer en todos esos
cuentos. He seguido una pista falsa. He oído señales misteriosas que no podían
dárseme. Y he buscado, como un niño, las huellas de una revolución en la actitud de
un portero o en la colocación de un escaparate. Durante dos horas de paseo se
desvanecen todas esas ideas. No es aquí donde debe buscarse. Nada podrá
asombrarme ya en el terreno de la vida cotidiana. Ni esas muchachas que nos dirán:
«No está bien que una joven de Moscú vaya sola a un bar». O también: «En Moscú se
besa la mano, pero no lo hacen bien en todos los medios sociales». No me extrañaré
tampoco cuando unos amigos rusos cancelen un almuerzo porque su cocinera les ha
pedido autorización para visitar a su madre enferma. Por mis propios errores
descubro cuanto se ha tratado de desfigurar la experiencia rusa. Debe buscarse o la
URSS de otro modo.
Sólo así se descubre cuan profundamente la Revolución ha labrado y cambiado
ese suelo. Aun cuando el empedrador siga siendo el que empiedra las calles y el
director de la fábrica quien manda en ella y no el pañolero.
Y no puede extrañarme que todavía necesite un día o dos para descubrir Moscú,
No podía revelarte en el andén de una estación. Una ciudad no envía embajadores a
los viajeros que le llegan. Tan sólo los presidentes de la República descubren el alma
de la ciudad besando a una niña alsaciana y nunca se olvidan de mostrarse satisfechos
en un discurso inesperado, mientras aprietan a la pequeña contra su corazón.
* * *

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CRÍMENES Y CASTIGOS
ANTE LA JUSTICIA SOVIÉTICA

En su despacho, me parecía que ese juez abordaba un punto de vista esencial. Lo


aclaró, recogiendo una palabra que yo acababa de pronunciar:
—No se trata de castigar, sino de corregir —dijo. Hablaba en voz tan baja que me
incliné para oírle, y sus manos modelaban con precaución una arcilla invisible.
Fijando la mirada en la lejanía, me repitió:
—Es preciso corregir.
Y yo pensé, por fin un hombre que desconoce la cólera. No rinde a sus semejantes
el homenaje de considerar que existen. Para él constituyen una maravillosa masa para
modelar y ese juez desconoce lo mismo la ternura que la ira. Puede vislumbrarse la
obra a través de la arcilla y sentir por ella un gran amor, pero la ternura sólo puede
nacer del respeto hacia el individuo. La ternura hace su nido con todas las cosas
pequeñas, con los gestos ridículos del rostro, con las manías particulares. Al perder
un amigo, son sus defectos los que echamos de menos.
Ese juez no se permite juzgar. Es semejante al médico, a quien nada escandaliza.
Si puede cura, pero como él está ante todo al servicio de la sociedad, si no puede
curar fusila, Y ni el tartamudeo del condenado o la mueca de sus labios, ni siquiera el
reumatismo que lo acerca tan humildemente a nosotros logran obtener su amnistía.
Y adivino ya que en esa actitud no existe el menor respeto hacia el individuo,
pero sí enorme hacia el hombre, para aquel que se perpetúa a través de los individuos
y cuya grandeza se trata de edificar.
«Aquí no significa nada la palabra culpable», pensé.
Ahora comprendo la razón de que el código ruso, si bien admite ampliamente la
pena de muerte, no concibe castigo alguno cuya duración exceda de los diez años y
autoriza todas las reducciones posibles a esta última pena. El disidente, si ha de llegar
a aliarse, lo hará antes de diez años. Entonces ¿para qué sirve prolongar un castigo
que ya no tiene objeto? Si un jefe árabe cambia de ley, se le trata como a «un igual».
Es el propio concepto del castigo el que ya no tiene sentido en la URSS.
En nuestro mundo se dice que un condenado paga su deuda y que cada año de
expiación salda una cuenta invisible. Esa cuenta puede conducir, incluso, hasta la
insolvencia. Se niega a ese condenado el derecho a convertirse de nuevo en hombre.
Y el presidiario de cincuenta años sigue pagando por el muchacho de veinte que mató
en un instante de cólera. El juez prosigue hablando como ensimismado:
—Si se trata de asustar, si se multiplican los delitos comunes, si el fin es cortar
una epidemia, entonces los castigos son más severos. Cuando un ejército se disgrega,
se hace un escarmiento y se fusila. Aquel a quien quince días antes hubiese sido
condenado a tres años de trabajos forzados, paga con su vida el escuálido botín de un
robo, Pero hemos detenido la epidemia y hemos salvado a los hombres. Lo que nos
parece inmoral, no es precisamente el castigo vigoroso y severísimo en caso de

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peligro social, sino el de encerrar en una palabra al prisionero que hayamos hecho. Es
como si se considerase que un asesino lo es en esencia y para toda la vida, al igual
que un negro jamás cambiará de color. El asesino es tan sólo un hombre asesinado.
Las manos del juez seguían modelando su masa invisible.
—Corregir, siempre corregir. Hemos obtenido grandes éxitos —afirmó.
Voy a tratar de expresar su punto de vista. Me imagino a un gánster, y su
ambiente, con sus leyes, su moral, sus abnegaciones, sus crueldades. Admito que un
hombre formado en semejante escuela no pueda trocarse en pastor. Echará de menos
la aventura, la emboscada y la nocturnidad. Le faltara incluso el propio ejercicio de
las facultades que la existencia ha desarrollado en él. La decisión, el valor, tal vez el
espíritu de dominio. Se sentirá empequeñecido pese a todos los discursos que le
hagan sobre las ventajas de la virtud. La vida deja su huella. Las propias rameras
quedan marcadas por su oficio, ya que muy pocas entre ellas sufren por la espera
enervante y amarga, por el gusto triste y helado del alba, por el temor mismo y el
croissant amistoso que se toma a las cinco de la madrugada, esa hora en que se hace
la paz con los agentes, con la dudad rebelde, ese momento en que toda la red de
amenazas de la noche se deshace. ¿Quién podrá expresar el sabor de la miseria? Ni
los unos ni los otros se sentirán tentados por la paz, ya que fueron formados por la
guerra. Como tampoco por la paz de conciencia. Pero ése es el milagro. A esos
ladrones, a esos rufianes, a esos asesinos se les saca de la prisión como de un
depósito y se les envía, bajo la autoridad de algunos fusiles, a cavar en el canal que
unirá los mares Blanco y Báltico, Allí vuelven a encontrar la aventura ¡y qué
aventura!
Helos ahí, trabajadores gigantes, encargados de trazar, de una mar a la otra, un
surco profundo como un barranco, a escala de navío, de oponer a los terrenos que se
desploman cimientos de catedral y de erigir a lo largo de los flancos de la hondonada
bosques enteros de vigas que crujen como paja ante las expansiones subterráneas. Al
llegar la noche vuelven al campamento bajo el punto de mira de las carabinas. Y la
fatiga densa extiende un silencio de muerte sobre esa gente que acampa en la proa de
su obra, frente a las tierras todavía vírgenes, Y poco a poco se sienten atraídos por el
juego. Viven en equipos, dirigidos por sus ingenieros, sus capataces, ya que en una
prisión hay de todo. Gobernados por aquellos que mejor saben imponer su dominio
natural.
«Le concedo los fundamentos de la justicia, señor juez, Pero la conquista
perpetua, la vigilancia, el pasaporte interior, el esclavizar a la colectividad, todo eso,
señor juez, nos parece intolerable».
Y sin embargo, creo poder comprenderlo también. Han fundado una sociedad y
ahora ya exigen que los hombres, no sólo respeten sus leyes sino que vivan en ella.
Exigen que los hombres se constituyan como un organismo social, no sólo en
apariencia, sino también en el fondo de su corazón. Sólo entonces se aflojará la

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disciplina. He aquí una historia muy bella que me contó un amigo, y que servirá para
hacer un poco de luz sobre el problema.
Habiendo perdido el tren se instaló, para pasar la tarde, en la sala de espera de
algún pueblecito lejano. Observó unos paquetes de ropa viejo y otros cien objetos
inesperados, tales como samovares y los consideró propiedad de los viajeros. Pero al
llegar la noche vio entrar en la sala de espera, uno a uno, a los propietarios de esos
paquetes. Volvían con pequeños pasos tranquilos de sus ocupaciones familiares.
Habían realizado sus compras al pasar por delante de las tiendas y empezaban a
ocuparse de cocer sus legumbres. Su atmósfera era la confiada de una vieja pensión
de familia. Cantaban, limpiaban las narices a los niños. Mi amigo preguntó al jefe de
estación:
—¿Qué hacen aquí?
—Esperan —contestó el jefe de estación.
—Pero ¿qué es lo que esperan?
—Que les autoricen a partir,
—¿A partir para dónde?
—A partir, a coger el tren.
El jefe de estación no se mostraba sorprendido, simplemente querían partir. Para
cualquier sitio. Para cumplir con su destino. Para descubrir nuevas estrellas, las de
allí les parecían ya demasiado usadas. Mi amigo admiró primeramente su paciencia;
dos horas de sala de espera le parecían ya intolerables, tres días le hubiesen vuelto
loco. Pero en la sala de espera se cantaba en voz baja y se inclinaban en paz sobre el
samovar. Entonces volvió a dirigirse al jefe de estación y preguntó:
—¿Y desde cuándo esperan?
El jefe de estación se quitó la gorra y rascándose la frente le dio a conocer el
resultado de sus cálculos.
—Creo que va para cinco o seis años.
Ya sé que una parte del pueblo ruso tiene alma de nómada. No se encariña con sus
viviendas y se siente atormentado por ese ancestral deseo asiático de ponerse en
marcha, en caravana, bajo las estrellas. Estas gentes han partido siempre en busca de
algo, de Dios, de la verdad, del porvenir, Y las casas de los hombres les sujetan con
demasiada fuerza al suelo; ellos se desarraigan más a gusto que en otros sitios.
Ese desprendimiento es inconcebible cuando se llega de Francia, donde la
pequeña casa, que deja escapar en un rincón del campo su humo blando como lana, se
convierte en un polo de atracción en extremo imperioso. Donde el alguacil, si tiene
que desahuciar, hiere la carne misma y arranca mil lazos tiernos e invisibles. Nadie
puede imaginarse en Francia a las gentes del Norte acampadas en las estaciones y
embriagadas por la llamada de Provenza. Los del Norte aman su bruma familiar. Pero
aquí… Aquí se aman los vastos horizontes. Tal vez primero vivan en su sueño. Es
necesario hacerles conocer la tierra, es preciso que se familiaricen con el cemento. Y
el régimen lucha contra esos eternos peregrinos, contra la llamada interior de quienes

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han visto una estrella, Es urgente impedirles que se pongan en marcha hacia el Norte,
hacia el Sur, a merced de mareas invisibles. Y una vez lograda la Revolución es
necesario impedirles que vuelvan a ponerse en marcha hacia otro nuevo régimen
social. ¿No es en realidad el país donde las estrellas alumbran los incendios?
Para alcanzar esa meta se construyen casas con que tentar a los andariegos. Los
apartamentos no se alquilan sino que se venden. Se ha implantado el pasaporte
interior. Y a quienes alzan con demasiada frecuencia los ojos hacia los peligrosos
signos del cielo, se les envía a Siberia donde los inviernos, con sus sesenta grados de
frío, transcurren como laminadoras.
Y tal vez hayan creado así un hombre nuevo, estable, enamorado de su fábrica y
de su grupo humano, como sabe estarlo de su vergel un jardinero en Francia.
* * *

EL TRÁGICO FIN DEL Máximo Gorki

Se ha estrellado el Máximo Gorki, el avión más grande del mundo. Se preparaba


para aterrizar sobre la pista que le estaba destinada, cuando un caza chocó contra él a
más de cuatrocientos kilómetros por hora.
Unos dicen que le atravesó el ala, otros que el motor central y todos lo han visto
abatirse fulminado. Luego, alas, motores y fuselaje se dividieron, con una especie de
lentitud, en un florecimiento negro. La propia rapidez de la caída pareció
acompasada. Los espectadores tuvieron la impresión de asistir a un deslizamiento
vertiginoso o al naufragio, casi solemne, de un navío torpedeado.
El aparato, que pesaba cuarenta y dos toneladas, se abatió sobre una casa de
madera, que quedó aplastada, incendiándose y cuyos ocupantes perecieron. También
murieron los once hombres de la tripulación, entre los que se encontraba el gran
piloto Jourov y treinta y dos pasajeros.
Esta catástrofe aérea ha producido cuarenta y ocho víctimas. El Máximo Gorki,
orgullo de la flota aérea rusa, tenía sesenta y tres metros de envergadura y treinta y
dos de longitud. Sus ocho motores, de los cuales seis estaban situados en las alas,
tenían una potencia de siete mil caballos. Su velocidad era de doscientos sesenta
kilómetros. Levantaba hasta el cielo un gigantesco altavoz cuya palabra,
descendiendo de las nubes para quienes la escuchaban desde el suelo, cubría el rugido
de sus ocho motores.
La misma víspera del accidente, yo volé a bordo del Máximo Gorki. Era el primer
extranjero a quien se concedía ese honor. Y había de ser el último… Durante mucho
tiempo me hicieron esperar la autorización necesaria y me llegó por la tarde, cuando
ya había perdido toda esperanza. Me instalé en el salón situado en el extremo
delantero del aparato y desde allí asistí al despegue. La máquina se puso

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poderosamente en movimiento y sentí como ese monumento asentaba rápidamente en
el aire sus cuarenta y dos toneladas. La facilidad del despegue me dejó sorprendido.
Mientras virábamos de bordo en dirección a Moscú, me fui a pasear. Puedo hablar
de paseo ya que visité, durante el vuelo, once compartimientos principales cuyo
enlace estaba asegurado mediante una red de teléfonos automáticos. Un sistema de
tubos neumáticos reforzaba al teléfono para garantizar la transmisión de las órdenes
escritas. Las dimensiones del aparato parecían tanto más gigantescas cuanto las
cabinas estaban distribuidas no sólo a lo largo del fuselaje, sino también en el grueso
de las alas. Me aventuré pues por el pasillo central del ala izquierda y fui abriendo,
una a una las puertas que daban sobre él. Se trataban, bien de cabinas o de auténticas
salas de máquinas donde cada motor estaba situado de manera aislada. Un ingeniero
se juntó conmigo llevándome a visitar la central eléctrica. Aparte de la T.S.H., del
altavoz y de los dispositivos de desamarre, alimentaba con su corriente los ochenta
puntos de luz del avión con una potencia total de doce mil vatios.
Durante un cuarto de hora de visita por esta máquina, donde me encontraba tan
hundido como en el vientre de un torpedero, no había vuelto a ver la luz del día.
Estaba envuelto en la inagotable y densa vibración de los motores. Me cruzaba con
telefonistas, divisaba los lechos en las cabinas, tropezaba con mecánicos enfundados
en monos azules. Mi sorpresa fue completa al descubrir a una joven
taquimecanógrafa que trabajaba, sola, en su despacho.
Volví a la luz. Moscú giraba lentamente bajo el avión. El comandante de a bordo,
instalado en un rincón del salón, telefoneaba no sé qué órdenes a sus pilotos. El
aparato de radio le transmitía mensajes por tubos neumáticos y todo ello daba una
impresión de sociedad compleja, de vida organizada que jamás había yo
experimentado en vuelo.
Me acomodé entonces en mi butaca y cerré los ojos. A través del respaldo recibía
el mensaje de los ocho motores. Sentí vibrar en mí, de los pies a la cabeza, esa vida
ardiente. Volvía a ver el suministro de luz de esa central eléctrica y me acordaba de
las cámaras-motores, auténticas calderas de calefacción. Abrí de nuevo los ojos.
Por un gran ventanal del salón se derramaba una claridad azulada y contemplé,
como desde el balcón de un lujoso hotel, el lejano panorama de la tierra. Aquí
quedaba rota esa unidad del avión medio, donde la plaza del piloto, los instrumentos
de a bordo y la cabina de los pasajeros forman un sólo conjunto. Se pasaba del
ambiente del aparato al del descanso, del ensueño.
Al día siguiente el Máximo Gorki ya no existía. Y su pérdida parece considerarse
aquí como una especie de luto nacional, Aparte de la muerte del piloto Jourov y de
los diez miembros de la tripulación, los mejores entre los mejores, aparte de la de los
treinta y cinco pasajeros, todos obreros de la fábrica «Tfagi» y que fueron
seleccionados para participar en dicho vuelo como recompensa a su trabajo, la URSS
pierde la mejor prueba que posee de la vitalidad de su joven industria.

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Pero algo parece haber calmado en cierto modo a los profesionales con los que he
hablado. Tan sólo una fatalidad absurda ha logrado abatir a ese gigante. El drama no
se debía ni a errores de cálculo de los ingenieros, ni a la inexperiencia del trabajo de
los obreros, ni a equivocaciones de la tripulación. En la encrucijada sangrienta de su
apacible ruta, el Máximo Gorki ha sucumbido por haberse encontrado en la
trayectoria, tensa como una trayectoria de tiro, de un avión de caza ciego.
* * *

UNA EXTRAÑA VELADA CON LA SEÑORITA XAVIER Y DIEZ


VIEJECITAS ALGO EMBRIAGADAS QUE SIENTEN LA
NOSTALGIA DE SUS VEINTE AÑOS…

Compruebo que se trata del número treinta y me detengo frente a una casa
inmensa y triste. Tras el pórtico distingo una serie de patios y edificios La entrada a la
Salpêtrière no es menos lóbrega De hecho se trata de un nido de termitas que forma
parte de un Moscú moribundo. Un día lo derribarán y sobre sus cimientos construirán
altas casas blancas. Pero Moscú, en unos años, ha sufrido un aumento de población
que se aproxima a los tres millones. A falta de algo mejor se han amontonado en
inmuebles cuyos apartamentos se encuentran divididos y allí esperan el final de la
construcción de los inmuebles nuevos en los que habrán de alojarse.
El mecanismo es sencillo. Por ejemplo, el grupo de profesores de historia, o el
grupo de ebanistas, fundan su cooperativa. El gobierno anticipa el capital que será
rembolsado por mensualidades. La cooperativa encarga la construcción de su
inmueble a las empresas de construcción del Estado. Cada uno ha reservado su
apartamento, elegido sus pinturas y discutido los detalles de la distribución. Y desde
ese momento todos se arman de paciencia en la triste casa amueblada, en esa
antecámara de la vida, porque tan sólo es provisional.
El inmueble nuevo empieza a emerger de la tierra.
Y esperan a los constructores con tanta frecuencia como se las ha esperado,
alojados en barracas, en las comarcas nuevas.
Yo ya conocía los apartamentos de hoy, en donde la vida íntima adquiere de
nuevo sus matices. Pero deseaba formar un juicio propio acerca de los vestigios,
todavía numerosos, de los días sombríos. Por ello me deslizaba como una sombra,
oteando el número treinta. Todavía creía vagamente en esos policías que siguen los
pasos de los extranjeros, Temía verlos erguirse entre sí y los secretos inescrutables de
la URSS. Pero llegué a franquear el umbral sin recibir ninguna misteriosa
advertencia. Mi excursión no interesaba a nadie. Una vez en el hormiguero abordé al
primer vecino para saber dónde se alojaba el personaje cuyo nombre había anotado

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cuidadosamente y a quien deseaba sorprender, pese a que él mismo ignorara mi
existencia:
—¿Dónde habita la señorita Xavier?
El primero vecino que encontré era una oronda comadre que inmediatamente
mostró su simpatía hacia mí. Siguió una oleada de palabras de las que no entendí ni
una sola, Desconozco el ruso.
A una simple pregunta mía me dio toda una serie de explicaciones
suplementarias. No me atrevía a herir sus amables sentimientos con la huida, pero le
indiqué, señalando mi oído con el dedo, que no comprendía nada. Entonces, creyendo
que era sordo, reanudó sus explicaciones en un tono de voz dos veces más alto.
Me vi obligado a tentar la suerte y encaminándome por la primera escalera llamé
a la puerta más cercana. Se me franqueó la entrada en el apartamento. El hombre que
me había recibido me hizo unas preguntas en ruso. Le contesté en francés. Después
de examinarme detenidamente dio media vuelta y desapareció. Me quedé solo, A mi
alrededor percibía miles de objetos: un perchero lleno de abrigos y de gorras, un par
de zapatos sobre una alacena y una tetera encima de una maleta. Oí los gritos de un
niño, luego risas, seguidamente un gramófono, por último, el abrir y el cerrar de unas
puertas en el fondo de la casa. Y yo seguía solo, como si fuera un ladrón, en un
apartamento donde no conocía a nadie. Finalmente el hombre reapareció. Le
acompañaba un ama de casa, cubierta con un delantal, en el que se secaba las manos
llenas de jabón. Me preguntó en inglés y hube de responderla en francés. Uno y otra
adoptaron un gesto triste y volvieron a desaparecer. Oí el rumor de un conciliábulo
que aumentaba de manera paulatina.
De vez en cuando la puerta se entreabría y unos desconocidos me contemplaban
con aire perplejo. Indudablemente adoptaron una decisión y de este modo la casa se
animó. Oí llamadas, pasos rápidos y la puerta, al fin, que se abre de par en par. Un
tercer personaje hizo su entrada y el coro, reunido al fondo, concentraba en él todas
sus esperanzas. Avanzando, se presentó y me interpeló en danés. Todos nos sentimos
descorazonados.
Pero, en medio del abatimiento general, pensaba sobre todo en los esfuerzos que
había hecho para pasar inadvertido. La multitud de inquilinos y yo nos
contemplábamos melancólicamente, cuando trajeron hasta mí, como especialista de
una cuarta lengua, a la propia señorita Xavier. Era un hada vieja, flaca, encorvada,
llena de arrugas, de mirada brillante, quien, al no comprender en absoluto el motivo
de mi visita, me rogó que la acompañara a su casa.
Y todas esas buenas gentes, satisfechas de haberme salvado, se dispersaron.
Ahora me encuentro ya en casa de la señorita Xavier y me siento algo conmovido.
En su mismo caso se encuentran trescientas francesas cuyas edades oscilan entre los
sesenta y los setenta años, perdidas como ratones grises en una ciudad de cuatro
millones de habitantes. Son antiguas institutrices o acompañantes de jóvenes del
antiguo régimen y han sufrido la Revolución. Épocas extrañas. El antiguo mundo se

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desmorona sobre ellas como un templo. La Revolución aplastaba a los fuertes y
dispersaba a los débiles a todos los rincones del mundo, semejantes a juguetes de una
tempestad; pero no llegó a tocar a las trescientas institutrices francesas. ¡Eran tan
menudas, tan reservadas, tan correctas! Mientras seguían a sus bellas alumnas
aprendieron durante largo tiempo a hacerse invisibles. Les enseñaban la dulzura de la
lengua francesa; luego esas alumnas capturaban con las palabras más dulces a los
gallardos novios de la Guardia, Las viejas institutrices no se explicaban el poder
escondido en el estilo y la ortografía, ya que ellas mismas jamás las utilizaron en el
amor. También enseñaban la forma de comportarse, la música y la danza. Esos
secretos que en ellas sólo servían para fomentar la corrección más afectada se
convertían en esas jóvenes en algo vivaz y ligero. Y las institutrices envejecían,
vestidas de negro, severas y discretas, presentes pero invisibles como la virtud, la
consigna y la buena educación. Y la Revolución, que tronchó las flores deslumbrantes
ni siquiera rozó, al menos en Moscú, a esos ratoncillos grises.
La señorita Xavier tiene setenta y dos años y llora. Soy el primer francés, desde
hace treinta años, que se sienta en su casa. La señorita Xavier repite por vigésima
vez: «Si lo hubiese sabido… si lo hubiese sabido… habría preparado una habitación».
Observo la puerta abierta y pienso en los extranjeros que habitan también en el
apartamento y que denunciarán doce veces nuestro conciliábulo. Todavía tengo
mucha fantasía. La señorita Xavier pone fin a la leyenda.
—He abierto la puerta adrede, me confía con orgullo. ¡Es tan hermosa esta visita!
Todos las vecinos estarán celosos.
Abre su alacena con gran estruendo, mueve ruidosamente los vasos. Saca la
botella de madeira y unos bizcochos secos. Hace chocar los vasos y deja con vigor la
botella sobre la mesa. Quiere que se oiga el estrépito de la orgía.
Después escucho lo que me cuenta. Le he preguntado cosas acerca de la
Revolución, pues sentía curiosidad por conocer su punto de vista. ¿Qué significa una
revolución para un ratoncillo gris? ¿Y cómo es posible subsistir cuando todo se
desmorona alrededor de uno?
Mi anfitriona me confía:
—Una revolución es de lo más fastidioso.
La señorita Xavier sobrevivió con las lecciones de francés que daba a la hija de
un cocinero a cambio de una comida… Cada día atravesaba de parte a parte Moscú.
Para obtener algún dinero para sus gastos, vendía durante el viaje unas chucherías
que algunos ancianos le pedían que liquidara por unos centavos: Lápices de labios,
guantes, gemelos.
—No era legal —me confiesa la señorita Xavier—, se trataba de una
especulación.
Y me cuenta el día más sombrío de la guerra civil. Esa mañana le habían confiado
unas corbatas. ¡Corbatas en un día semejante! Pero la señorita Xavier no vio a los

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soldados, ni las ametralladoras ni los muertos. Estaba demasiado ocupada en ganarse
unos centavos con las corbatas que entonces, me dice, hacían furor.
¡Pobre institutriz envejecida! Se le negaba la aventura social como antes la
amorosa. La aventura no quería nada con ella. Tal vez en los barcos piratas se
encontraron también algunas dulces viejecitas que nunca se daban cuenta de nada,
ocupadas en remendar las camisas de los corsarios.
Sin embargo, un día la detuvieron durante una redada y la encerraron en una
galería sombría entre doscientos o trescientos sospechosos. Unos soldados armados,
hacían desfilar uno a uno a los prisioneros hacia el interrogatorio, en donde se
seleccionaba a los vivos de los muertos.
—Después del interrogatorio enviaron al sótano a la mitad de los prisioneros —
me dice.
Pues bien, una vez más la aventura adquirió esa noche para ella el aspecto más
bonachón. Tumbada sobre un estrecho banco, sobre las cisternas negras donde uno
podía hundirse hasta la eternidad, la señorita Xavier recibió de cena una rebanada de
pan y tres almendras garrapiñadas. Las tres almendras demuestran tal vez, de manera
sobrecogedora, la miseria de un pueblo. Me recuerdan el plano de caoba que una
amiga de la señorita Xavier vendió en aquel entonces por tres francos. Pero esas
almendras evocan, a pesar de todo, la época de los juegos y la infancia.
La aventura trató a la señorita Xavier como a una niña muy pequeña. Sin embargo
una grave preocupación la atormentaba. ¿A quién confiar el edredón que acababa de
comprar en el momento de la detención? Dormía sobre él y cuando la llamaron para
interrogarla, no quiso abandonarlo. Y compareció ante los jueces apretando el
inmenso edredón contra su minúscula persona. Tampoco los jueces la tomaron
demasiado en serio. La señorita Xavier conserva de aquel interrogatorio unos
recuerdos que todavía despiertan su indignación. Unos hombres rodeados de
soldados, estaban sentados alrededor de una gran mesa de cocina. El presidente
examinó sus documentos con la dejadez de quien está pasando una noche de vigilia.
Y ese hombre cuya decisión les conducía de manera inexorable a la vida o a la
muerte, ese hombre le había preguntado con timidez, rascándose la oreja:
—Señorita, tengo una hija de veinte años. ¿Querría darle lecciones?
Y la señorita Xavier apretando el edredón contra su pecho, le respondió con una
dignidad aplastante:
—Usted me ha detenido. Júzgueme. Mañana, si todavía estoy viva, hablaremos de
su hija.
Y ahora añade con mirada maliciosa:
—Ya no se atrevieron siquiera a mirarme. ¡Eran todos tan desmañados!
Respeto esas adorables ilusiones y me digo: «El hombre sólo ve en el mundo lo
que lleva dentro de sí mismo. Se necesita cierta fortaleza para afrontar lo patético y
recibir su mensaje».

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Recuerdo lo que me contó la mujer de un amigo. Pudo refugiarse a bordo del
último barco blanco que zarpó antes de la entrada de los rojos en Sebastopol, o tal vez
fuera en Odesa.
El pequeño navío estaba atestado hasta los bordes.
Toda sobrecarga le hubiese hecho naufragar y aún se le veía desaparecer
lentamente desde el muelle. Ya estaba abierta la brecha, todavía pequeña pero
irreparable, entre dos mundos. La joven lo observaba todo, confundida entre la
multitud en la popa del barco. Al muelle llegaban vencidos los cosacos, después de
dos días de viaje desde la montaña hasta el mar y descendían sin descanso. Pero ya no
quedaban barcos. Al llegar a la orilla saltaban a tierra, mataban a sus caballos y
despojándose de su dolman y de sus armas, se lanzaban al mar para alcanzar a nado el
pequeño navío tan cercano todavía. Pero, en la popa, unos hombres armados con
carabinas se encargaban de impedirles subir haciendo estallar, cada disparo, una
estrella roja en el mar. Pronto en el puerto florecieron miles de estrellas. Pero los
cosacos, de manera incesante, con una testarudez de pesadilla, desembocaban en el
muelle, saltaban del caballo, lo degollaban y nadaban hasta que una nueva estrella
roja se extendía en el mar.
La señorita Xavier ha reunido esta tarde a diez ancianas francesas, parecidas a
ella, en la más hermosa de las diez viviendas. En un pequeño apartamento
encantador, pintado completamente por su dueño. Yo he llevado el oporto, los vinos y
los licores. Todos estamos algo embriagados y cantamos viejas canciones. Su infancia
se les sube a los ojos y lloran, y su corazón vuelve a tener veinte años, pues ya todas
me llaman «querido». ¡Soy oigo así como un príncipe encantador, ebrio de gloria y de
vodka, entre todas estas viejecitas que recuerdan su Francia y me besan!
Hace su entrada un personaje infinitamente grave. Es un rival. Viene aquí todas
las tardes a tomar el té, a hablar francés y a comer pastelillos. Pero esta tarde se sienta
en un extremo de la mesa, austero y acrimonioso.
Y las ancianas quieren mostrármelo en todo su esplendor.
—Es un ruso —me dicen—, y ¿sabe lo que ha hecho?
No lo sé Trato de adivinar. El personaje adopta una actitud cada vez más modesta.
Modesta e indulgente. Una actitud modesta de gran señor. Pero ellas le rodean,
apremiándole:
—Cuente a nuestro francés lo que hizo en 1906.
Mi personaje juguetea con la cadena de su reloj. Hace sufrir a las pobres
señoritas. Al fin cede y volviéndose hacia mí, deja caer con negligencia, pero
recalcando cada una de las palabras:
—En 1906 jugué a la ruleta en Mónaco.
Son dignas de ver esas ancianas que baten palmas porque ha vencido sobre el
tiempo.
Hacia la una de la madrugada me despido, al fin. Me acompañan con gran pompa
hasta un taxi. De cada brazo se me cuelga una viejecita, una viejecita que anda de

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lado. Hoy soy yo el dueño.
La señorita Xavier murmura a mi oído:
—El próximo año tendré también mi apartamento y nos reuniremos todos en mi
casa. Verá qué bonito será todo. Ya empiezo a bordar todos los adornos.
La señorita Xavier se inclina aún más hacia mi oído:
—Venga a verme antes que a las otras. Seré la primera, ¿verdad?
El año próximo la señorita Xavier tendrá tan sólo setenta y tres años. Recibirá su
apartamento. Ya podrá empezar a vivir…
* * *

ES NECESARIO DAR
UN SENTIDO A LA VIDA DEL HOMBRE

Todos, bajo diversas y aun contradictorias opiniones, expresamos los mismos


anhelos. La dignidad del hombre, el pan de nuestro prójimo. Estamos divididos en
cuanto a los métodos, que son fruto de nuestro razonamiento, pero no en cuanto a los
fines. Y luchamos unos contra otros para alcanzar la misma tierra de promisión.
Para comprobarlo basta con que nos examinemos con la suficiente perspectiva.
Entonces se descubre que estamos luchando contra nosotros mismos. Nuestras
divisiones, nuestras luchas, nuestra injuria son las de un cuerpo que se contrae contra
sí mismo y se desgarra en medio de la sangre del alumbramiento. Algo nacerá que
llegue a superar esas imágenes diversas; pero apresurémonos a forjar la síntesis. Es
necesario ayudar al alumbramiento so pena de engendrar la muerte. No olvidemos
que hoy la guerra se hace con el torpedo y la iperita. La guerra ya no se confía a unos
delegados de la nación que recogen laureles en las fronteras y que, mediante un
precio más o, menos oneroso enriquece, he de admitirlo, el patrimonio espiritual de
un pueblo. La guerra hoy en día no es otra cosa que una cirugía de insecto que dirige
sus aguijones contra los ganglios del adversario. Tan pronto como se declare una
guerra volarán nuestras estaciones, nuestros puentes, nuestras fábricas. Nuestras
ciudades, asfixiadas, evacuarán su población en el campo. Y desde el primer
momento, Europa, un organismo de doscientos millones de hombres, habrá perdido
su sistema nervioso, como si un ácido hubiese quemado sus centros de control, sus
glándulas reguladoras, sus canales sanguíneos, y ya sólo será un enorme cáncer que
empezará a pudrirse, ¿Cómo podrá alimentarse a esos doscientos millones de
hombres? Jamás se podrá arrancar bastantes raíces.
Cuando la contradicción se hace tan urgente, es preciso que nos apresuremos a
superarla, ya que no existe nada más apremiante que una necesidad que busca la
forma de expresarse. Si a falta de algo mejor, encuentra esa expresión en la ideología
que conduce a la guerra, no hay la menor duda, haremos la guerra. Existen medios

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mejores que la guerra para satisfacer las necesidades que atormentan al hombre, pero
es inútil negarlas. Podéis gritar las razones por las que odiáis la guerra a ese oficial
del sur de Marruecos que un día conocí, pero cuyo nombre no me atrevo a revelar por
temor a violentarle. Pero si no os convencen no le califiquéis de bárbaro. Oíd primero
este recuerdo que voy a contaros.
Con ocasión de la guerra del Rif estaba al mando de un pequeño puesto que se
alzaba en un rincón entre dos montañas disidentes. Una noche recibía a los
parlamentarios que habían descendido del macizo occidental. Bebían té, como es
costumbre, cuando empezó el tiroteo. Las tribus del macizo oriental atacaban el
puesto. Y los parlamentarios enemigos respondieron al capitán que les expulsaba para
poder combatir: «Hoy somos tus huéspedes, Dios no permite que te
abandonemos…». Así, pues, uniéndose a los hombres del capitán, salvaron el puesto,
y luego volvieron a sus disidencias.
Pero la víspera del día en que, a su vez, se preparaban, a atacar al capitán, helos
aquí que vuelven
—La otra noche te hemos ayudado…
—Es verdad.
—Hemos disparado por ti trescientos cartuchos…
—Es verdad.
—Sería justo que nos los devolvieses.
Y el capitán, gran señor, no puede aprovecharse de una ventaja obtenida por la
nobleza de los otros. Les devuelve sus cartuchos, bajo los que tal vez habrá de morir.
La verdad, para un hombre, es lo que hace de él un hombre. Quien ha conocido
esa elevación de relaciones, esa lealtad en el juego, ese don mutuo de una estimación
que pone en juego la vida y compara esa expansión que le fue permitida con la
cualidad mediocre del demagogo que hubiese expresado su fraternidad a esos mismos
árabes con grandes palmadas en la espalda, que tal vez hubiese adulado al individuo,
pero humillando a través de él al hombre, sólo sentirá hacia vosotros, si le censuráis,
una piedad algo despreciativa. Y tendrá razón.
No tratéis de explicar a un Mermoz que se lanza hacia la vertiente chilena de los
Andes, con la victoria en el corazón, que se ha equivocado, que por una carta, tal vez
de mercader, no merece la pena arriesgar la vida. Mermoz se reirá de vosotros. La
verdad es el hombre que ha nacido en él mientras atravesaba los Andes.
Y si hoy día el alemán está dispuesto a verter su sangre por Hitler convenceos de
que es inútil discutir con Hitler. Para ese alemán todo en él es grande porque ha
encontrado en ese personaje una razón para expresar su entusiasmo y ofrendar su
vida. ¿No comprendéis que la potencia de un movimiento depende del hombre que lo
genera?
¿No comprendéis que el don de sí mismo, el riesgo, la fidelidad hasta la muerte,
son ejercicios que han contribuido ampliamente a crear la nobleza del hombre?
Cuando tratáis de presentar un modelo, lo descubrís en el piloto que se sacrificó por

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su correo, en el médico que sucumbe en la batalla contra las epidemias, en el
meharista que, al frente de su pelotón moro, avanza hacia la escasez y la soledad.
Cada año mueren algunos. Incluso si su sacrificio es en apariencia inútil ¿creéis
que no han servido de algo? Han moldeado una bella imagen en arcilla virgen que
todos somos en un principio, han sembrado hasta la conciencia del niño, acunado por
los cuentos nacidos de sus gestos, Nada se pierde y el monasterio, encerrado en sus
muros, resplandece.
¿No comprendéis que nos hemos equivocado de ruta en algún punto? El
hormiguero humano es más rico que antes, disponemos de más bienes y placeres, y
sin embargo nos falta algo esencial que nos resulta difícil definir. Nos sentimos
menos hombres; porque hemos perdido misteriosas prerrogativas.
En Juby he criado gacelas. Allí todos lo hemos hecho. Las encerrábamos en un
cercado enrejado, al aire libre, ya que las gacelas necesitan el agua corriente de los
vientos y no hay nada más frágil que ellas. No obstante, si se las captura jóvenes,
sobreviven y comen en vuestra mano. Se dejan acariciar y hunden su húmedo hocico
en el hueco de la palma. Y se las considera domesticadas. Se cree que están
resguardadas de la pena ignorada que las extingue imperceptiblemente y que así la
muerte se les hace más suave… Pero llega el día y las encontráis, apoyando sus
cuernecillos contra el cercado, mirando el desierto. Como atraídas por un imán. Ellas
no saben que huyen de vosotros. Acaban de beber la leche que les habéis llevado, se
siguen dejando acariciar y hunden con mayor ternura el hocico en vuestra palma…
Pero apenas la habéis soltado y descubrís que después de un galope feliz vuelven a
apretarse contra la reja. Y si no hacéis nada por ellas, permanecerán allí, sin tratar
tampoco de luchar contra la barrera, en la que apoyan sus cuernecillos, la nuca baja, y
así hasta morir. ¿Es la época del amor o sencillamente el ansia de un gran galope que
les haga perder el aliento? Lo ignoran. Todavía no se habían abierto sus ojos cuando
las capturasteis. Lo ignoran todo, la libertad en las arenas o el olor del macho. Pero
vosotros sois más inteligentes que ellas. Lo que buscan, y vosotros lo sabéis, es la
gran extensión que las colmará. Quieren convertirse en gacelas y bailar la danza.
Quieren conocer también, a ciento treinta kilómetros por hora, la fuga rectilínea,
cortada por bruscos brotes, como si de pronto y por sorpresa surgieran llamas en la
arena. ¡Poco importan los chacales si la verdad de las gacelas consiste en ese regusto
del miedo que las impulsa a superarse y obtiene de ellas los más arriesgados
volatines! ¡Qué importa el león si la verdad de las gacelas es la de quedar desgarradas
de un zarpazo bajo el sol! Las contempláis y pensáis; ya se sienten nostálgicas… La
nostalgia es el deseo de algo desconocido. El objeto del deseo existe pero no se
encuentran palabras para expresarlo.
Y a nosotros ¿qué es lo que nos falta?
¿Cuáles son los espacios que pedimos que se nos abran? Tratamos de libramos de
los muros de una prisión que se cierra a nuestro alrededor. Se ha creído que para
hacernos grandes bastaba con vestirnos y alimentamos, con satisfacer todas nuestras

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necesidades. Y poco a poco han hecho de nosotros el pequeño burgués de Courteline,
el político de pueblo, el técnico cerrado a toda vida interior. Tal vez me respondáis:
«Se nos instruye, se nos ilustra, se nos enriquece mejor que antiguamente con las
conquistas de nuestra razón». Pero menguada idea tiene de la cultura del espíritu
quien cree que ésta se basa en el conocimiento de fórmulas, en el recuerdo de los
resultados obtenidos. El alumno más mediocre, que haya terminado en último lugar
en la Escuela Politécnica, sabe más sobre la naturaleza y las leyes que Descartes,
Pascal y Newton. Sin embargo sigue mostrándose incapaz de concebir una sola
actividad del espíritu de las generadas por Descartes, Pascal y Newton. A ellos se les
cultivó primero. Pascal es, ante todo, un estilo. Newton, un hombre. En él se refleja el
universo. La manzana madura que cae en un prado, las estrellas en las noches de
julio, hablaban, y él lo ha oído, el mismo lenguaje. Para ese alumno la ciencia era la
vida.
De pronto descubrimos con sorpresa la existencia de unas condiciones misteriosas
que nos fertilizan. Tan sólo nos es posible respirar al unísono de otros si perseguimos
un bien común existente fuera de nosotros. Nosotros, hijos de la era de la comodidad
sentimos un bienestar inexplicable compartiendo nuestros últimos víveres en el
desierto. Quienes entre nosotros han conocido la inmensa alegría de los rescates
saharianos, cualquier otro placer les parece fútil.
Así, pues, no os asombréis. Aquel que no sospechaba nada del desconocido que
dormía en su interior, pero que lo ha sentido despertarse una vez en una cueva de
anarquistas, en Barcelona, a causa del sacrificio de la vida, de la ayuda mutua, de una
imagen rígida de la justicia, ése tan sólo conocerá una verdad, la de los anarquistas. Y
quien en cierta ocasión haya montado guardia para proteger a toda una congregación
de monjitas arrodilladas, aterrorizadas, en los monasterios de España, ése morirá por
la Iglesia de España.
Queremos sentirnos libres. El que da un golpe de azada quiere dar un sentido a
ese gesto. El golpe de azada del presidiario no es igual al del prospector, que
engrandece a quien lo da. La prisión no existe en todos aquellos lugares donde se dan
golpes de azada. No se trata de un horror material. La prisión está allí donde se dan
golpes de azada sin sentido, que no sirve para unir al que los da con la comunidad
humana.
Y queremos evadirnos de la prisión.
En Europa existen doscientos millones de hombres cuya vida no tiene sentido y
que querrían nacer. La industria los ha arrancado del lenguaje de los surcos
campesinos, encerrándolos en ghettos enormes que se parecen a esas estaciones de
tría, donde los vagones negros se acumulan uno tras otro. En el fondo de las ciudades
obreras quisieran que se les despertara.
Hay también otros que, aprisionados en el engranaje de todos los oficios, les están
prohibidos los gozos de un Mermoz, las alegrías religiosas, las satisfacciones del
sabio. Ellos también querrían nacer.

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Es cierto que se les puede animar vistiéndolos de uniforme. Entonces entonarán
sus cánticos de guerra y partirán su pan entre camaradas. Habrán encontrado lo que
buscan, el sentido de lo universal, Pero morirán del pan que se les ofrece.
Pueden desterrarse los ídolos de madera y resucitar las viejas lenguas que, bien o
mal, han pasado su prueba. Puede resucitarse la mística del pangermanismo o del
imperio romano. Puede embriagarse a los alemanes con la embriaguez de ser
alemanes y compatriotas de Beethoven. Puede cultivarse hasta el ego del grumete. Lo
que ya no es tan fácil es lograr que ese mismo grumete se convierta en un Beethoven.
Pero esos ídolos demagógicos son carnívoros. El que muere por el progreso de la
ciencia o por la curación de enfermedades, al morir sirve a la vida. Es hermoso morir
por la expansión de Alemania, de Italia o del Japón, pero el adversario ya no es
entonces esa ecuación que se resiste a integrarse, ni el cáncer que no se rinde ante el
suero: el enemigo es el hombre que vive a nuestro lado. Es necesario afrontarlo, pero
hoy ya no se trata de vencerlo. Cada uno se instala al abrigo de un muro de cemento.
A falta de algo mejor, cada uno lanza, noche tras noche, escuadrillas que torpedean al
otro en sus entrañas, La victoria es del que se pudra el último. ¿Qué se necesita para
nacer a la vida? Entregamos. Hemos sentido de forma oscura que los hombres no
pueden comulgar entre si más que a través de una misma imagen. Los pilotos se
encuentran si luchan por el mismo correo. Los hitlerianos sí se sacrifican por el
mismo Hitler. El equipo de escaladores si se dirige hacia la misma cumbre. Los
hombres no se unen abordándose directamente unos a otros, sólo únicamente si se
confunden ante el mismo dios, En un mundo que se ha hecho desértico, tenemos sed
de volvernos a encontrar con enmaradas. El gusto del pan compartido entre
camaradas nos ha hecho aceptar los valores de la guerra, Pero no necesitamos la
guerra para sentir el calor de los hombros próximos en una carrera hacia el mismo
fin. La guerra nos engaña. El odio no aporta nada a la exaltación de la carrera.
Ya que para liberarnos basta con que nos ayudemos a adquirir conciencia de un
objetivo que nos una entre sí, más vale buscarlo en lo universal. El cirujano, cuando
visita, no oye las quejas de aquel a quien ausculta: o través de él, es al hombre a
quien trata de curar. El cirujano habla un lenguaje universal. Con su puño musculoso
el piloto de línea domina los remolinos y realiza un trabajo de forzado. Pero
luchando, sirve a las relaciones humanas. La potencia de ese puño acerca entre sí a
quienes se amaban y trataban de unirse: ese piloto pertenece también a lo universal. Y
el sencillo pastor que vigila a sus ovejas bajo las estrellas, sí adquiere conciencia del
papel que desempeña descubre que es algo más que un pastor. Es un centinela, Y
cada centinela es responsable de todo el imperio.
¿De qué sirve engañar al grumete impulsándole bajo la advocación de Beethoven,
contra el hombre que tiene a su lado? ¡Qué farsa cuando en un mismo territorio
envían a Beethoven a un campo de concentración si no piensa como el grumete! El
fin de éste debe ser el de crecer y hablar un día, como Beethoven, una lengua
universal.

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Si tendemos hacia esa conciencia del Universo, volvemos a incorporamos al
destino mismo del hombre. Tan sólo lo ignoran los tenderos que se han instalado
tranquilamente en la orilla, pero que no ven que el río discurre. Pero el mundo
evoluciona… La vida nace de la lava en ebullición, de una punta de estrella. Poco a
poco nos hemos ido elevando hasta escribir cantatas y pesar nebulosas. Y el
comisario, bajo el obús, sabe que la génesis no está todavía terminada y que debe
continuar su elevación. La vida busca la conciencia, Y la masa de estrellas alimenta y
compone lentamente su más alta flor.
Pero ya es grande ese pastor que se descubre centinela.
Tan sólo seremos felices cuando marchemos en la dirección correcta, la que
tomamos desde el principio, despertándonos del barro, Sólo entonces podremos vivir
en paz, pues lo que da sentido a la vida lo da también a la muerte.
Se está tan bien a la sombro del cementerio provenzal, cuando el viejo campesino,
al fin de su reinado ha dejado en depósito a sus hijos su rebaño de cabras y su lote de
olivares para que ellos, a su vez, los transmitan a los hijos de sus hijos. En la raza
campesina tan sólo se muere en parte. Cada existencia se abre a su vez como una
vaina y desparrama sus granos.
En una ocasión me encontré con tres campesinos junto al lecho de muerte de la
madre. Verdaderamente fue muy doloroso. Por segunda vez se cortaba el cordón
umbilical. Por segunda vez se deshacía un nudo, el que une a una generación con la
otra. Esos tres hijos se encontraban solos, teniendo que aprenderlo todo, privados de
una mesa familiar donde reunirse los días de fiesta, privados del polo alrededor del
que todos se concentraban. Pero en esa ruptura descubrí también que por segunda vez
se les daba la vida. También esos hijos a su vez se convertirían en cabezas de familia,
en puntos de conjunción y en patriarcas, hasta el momento en que ellos, a su vez,
transferirían el mando a esa pollada de pequeños que jugaban en el patio.
Contemplé a la madre, esa vieja campesina de rostro apacible y duro, de labios
comprimidos, ese rostro semejante a una máscara de piedra. Y en él reconocía el de
sus hijos. Ese molde había servido para imprimir los suyos. Ese cuerpo había servido
para moldear el de ellos, esos hermosos ejemplares de hombre, erguidos como
árboles. Y ahora ella yacía rota, como una generosa corteza de la que se hubiera
sacado el fruto. A su vez, hijos e hijas de su carne, serían el molde para la creación de
cachitos de hombres. En la granja no se muere. ¡La madre ha muerto! ¡Viva la madre!
Dolorosa, sí, pero tan sublimemente sencilla esa imagen de la raza, abandonando
uno a uno, de manera sucesiva, en su camino, esos hermosos despojos de cabellos
blancos que marchan hacia no sé qué verdad a través de sus metamorfosis.

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EL PILOTO Y LAS FUERZAS NATURALES

Se había encomendado a Saint-Exupéry el desbrozar la última etapa da la


línea de Commodoro-Rivadavia a Punta Arenas. Él mismo realizó los vuelos de
reconocimiento y creó las bases de Commodoro-Rivadavia-San Julián, de Punta
Arenas y organizó las de Trelew y Bahía-Blanca. Saint-Exupéry, pilotando un
«Laté 26», y después de inspeccionar las instalaciones del aeródromo de
Pacheco, emprendió su primer viaje de estudio por el extremo sur.
Esta narración, en la cual Saint-Exupéry relata su combate con el ciclón de
la Patagonia, que soplaba desde el cabo Horn hasta el estrecho de Magallanes,
ha sido comparada a «Tifón», de Conrad.

Véase «Marianne»: núm. 356, del 16 de agosto de 1939.

CONRAD, al narrar un tifón, casi no describe las olas monumentales, las tinieblas
y el huracán. Renuncia a tratar esa materia, Pero en la bodega atestada de emigrantes
chinos, el balanceo ha desperdigado sus equipajes, ha roto sus cajas y ha mezclado
sus pobres tesoros. Ese oro que, centavo a centavo han ido amasando durante toda su
vida, esos recuerdos, tan parecidos todos, pero al propio tiempo tan personales, todo
se mezcla en desorden, todo entra ya en el anonimato, todo se confunde en un
maremágnum inextricable. Conrad sólo nos muestra el drama social del tifón.
Todos hemos conocido esa impotencia que nos impide transmitir nuestras
experiencias cuando, después de una tempestad, una vez reunidos como en un redil
en el pequeño restaurante de Toulouse bajo la protección de la camarera, hemos
renunciado a describir el infierno. Nuestra narración, nuestros gestos, nuestras
altisonantes palabras hubiesen hecho sonreír a nuestros amigos como si les
contáramos baladronadas de niños. El ciclón que voy a describir es la experiencia
más sobrecogedora, en su brutalidad, que jamás haya tenido que soportar. Y sin
embargo, una vez superada cierta medida, ya sólo sé describir la violencia de los
remolinos multiplicando los superlativos que no parecen significar otra cosa que una
afición embarazosa a exagerarlo todo.
Lentamente he llegado a comprender la profunda razón de esa impotencia: se
quiere describir un drama que no ha existido. Si se fracasa al evocar el horror, es que
éste ha sido inventado en ese preciso momento, al revivir los recuerdos. El horror no
existe en la realidad.
Por el mismo motivo, al abordar el relato de la sublevación de los elementos por
la que he pasado, no siento la impresión de narrar un drama capaz de ser transmitido.

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Acababa de abandonar la escala de Trelew, en dirección a Commodoro-
Rivadavia, en Patagonia. Por aquella parte se sobrevuela una tierra agrietada como un
viejo caldero. Ningún suelo, en parte alguna, muestra tan claramente su usura. Los
vientos que persiguen, a través de un entrante en la Cordillera de los Andes, las altas
presiones del Pacífico, se estrangulan y aceleran por un estrecho pasillo de cien
kilómetros de frente en dirección al Atlántico azotándolo todo a su paso. Vegetación
única en un suelo agotado hasta la médula, tan sólo la revisten los pozos de petróleo,
lo que le asemeja a un bosque incendiado. De vez en cuando, dominando las colinas
redondeadas en las que los vientos tan sólo han dejado un residuo de grava dura, se
alzan montañas en forma de rodas, agudas, escarpadas, despojadas de su carne hasta
el hueso.
Durante tres meses de verano la velocidad de esos vientos, medida en el suelo,
alcanza hasta ciento sesenta kilómetros por hora. Los conocíamos bien. Mis
camaradas y yo, una vez franqueado el páramo de Trelew, cuando íbamos a abordar
el límite de la zona que ellos barrían, reconocimos su presencia en una especie de
azul grisáceo, difícil de describir. Entonces apretamos todavía un poco más el
cinturón y los tirantes en previsión de grandes remolinos. Desde ese momento
iniciábamos un vuelo penoso, salvando a cada paso invisibles barrancos.
Realizábamos un trabajo manual. Durante una hora, con los hombros hundidos por
esas variaciones brutales, trabajábamos como cargadores de muelle. Algo más lejos,
una hora después, volvíamos a encontrar la calma.
Nuestros aparatos resistían. Teníamos confianza en los ligamentos de las alas. En
general, la visibilidad se mantenía buena y no planteaba problemas. Abordábamos
esos viajes como una tarea pesada, pero no como un drama.
Pero aquel día no me gustó el color del cielo.

El cielo estaba azul, de un azul puro. Demasiado Puro. Un sol duro brillaba sobre
esa tierra pelada y hacía resplandecer, de vez en cuando, sus equinos, limpios hasta el
hueso. Ni una sola nube Pero a ese azul puro se mezclaba, como nunca, esa
luminosidad de cuchillo afilado.
De antemano sentía la repugnancia vaga que precede a las pruebas físicas. Esa
misma pureza del cielo me turbaba.
Delante de esas tormentas de tonos tan sombríos el enemigo deberá dar la cara. Se
puede calcular su profundidad y estar preparado paro su asalto. En esas tormentas
profundamente sombrías se estrecha al adversario. Pero a una altitud elevada, con
tiempo claro, esos remolinos de tempestad azul sorprenden al piloto como si fueran
hundimientos y siente el vacío debajo de él.
También observé algo más. Al nivel de las montañas se producía, no la niebla, ni
los vapores, como tampoco las cortinas de arena, sino una especie de arrastre de
cenizas. No me gustaron nada esas escorias de tierra estéril que el viento arrastraba a

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mares. Puse lo más tensas posible mis correas de cuero y pilotando con una mano me
agarré con la otra a un travesaño del avión. Y no obstante seguía navegando todavía
por un cielo excepcionalmente tranquilo.
Al fin se estremeció. Todos conocíamos esos choques secretos que anuncian las
tempestades auténticas. Ni un solo cabeceo, ni siquiera sacudidas. No se produce
movimiento alguno de gran amplitud. El vuelo continúa rectilíneo y horizontal. Pero
se ha recibido en las alas la señal de aviso: golpes espaciados, apenas perceptibles,
extraordinariamente secos y que estallan de vez en cuando como si en el aire hubiese
restos de pólvora.
De repente todo explotó a mi alrededor.
Nada puedo decir acerca de los dos minutos que siguieron. En mi recuerdo sólo
emergen pensamientos rudimentarios, esbozos de razonamientos, simples
observaciones. No puedo hacer un drama, porque no lo hubo en absoluto. Tan sólo
puedo ordenarlos en una especie de orden cronológico.
En primer lugar, ya no avanzaba un solo paso. Al oblicuar hacia la derecha para
corregir una repentina deriva, vi que el paisaje se inmovilizaba poco a poco hasta
detenerse totalmente. Ya no ganaba terreno. Mis alas habían dejado de morder el
relieve del suelo. Veía oscilar esa tierra, girar sobre su eje, pero siempre en el mismo
sitio. El avión patinaba constantemente como un engranaje gastado.
Al propio tiempo tenía la absurda impresión de encontrarme a descubierto. Todas
esas crestas, todas esas aristas, todos esos picos que cavaban sus surcos en el viento y
me disparaban sus remolinos, me parecían otros tantos cañones que se habían
enfilado contra mí, Así empecé a concebir lentamente la idea de sacrificar mi altitud
y buscar, en el fondo de un valle la protección de un flanco de montaña. Además,
quisiéralo o no, me sentía aspirado hacia el suelo.
Así, capturado por las primeras oleadas del ciclón, que la experiencia me mostró,
veinte minutos más tarde, que a nivel de tierra había alcanzado la fantástica velocidad
de doscientos cuarenta kilómetros por hora, no tenía sensación alguna de tragedia. Si
cierro los ojos, si me olvido del avión y del vuelo para tratar de expresar mi
experiencia en su íntima sencillez, me encuentro en la situación molesta de un
mensajero cargado de paquetes, en equilibrio, que se debate por evitar que se le
escurra su carga, pesca uno de los objetos con un movimiento brusco que provoca la
caída de otro y que, de repente, cuando se encuentra sumergido de manera total en el
absurdo, se siente tentado de abrir los brazos y dejar caer toda su carga. Mi espíritu
no estaba atormentado por imagen alguna de peligro. Hay una especie de ley que
sirve del mejor modo para expresar una imagen: encerrar esa experiencia en el
símbolo que la resume. Yo era ese personaje cargado de vajilla, que ha resbalado
sobre el pavimento dejando caer toda su carga de porcelana.
Quedé, pues, prisionero de un valle. Lejos de atenuarse, mi incomodidad había
aumentado. Bien es verdad que los remolinos jamás han matado a nadie. Todos
sabemos que la frase: «lanzado contra el suelo por los remolinos» es sólo una

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expresión periodística. ¿Cómo podría el viento descender bajo tierra? Pero hoy, en el
fondo de mi valle, he perdido en tres cuartas partes el control de mi aparato. Y allí,
delante mismo, se encuentra ese pedazo de roca balanceándose de derecha a
izquierda, escalando bruscamente el cielo y que, por un segundo, me domina, antes
de caer de nuevo bajo el horizonte.
El horizonte… ya no existe el horizonte, Me encuentro como encerrado entre los
bastidores de un teatro, donde se acumulan los decorados. Verticales, oblicuos,
horizontales… todas las líneas se mezclan. Cien valles transversales me confunden
con sus perspectivas. No tengo tiempo de situarme cuando una erupción me hace
virar un cuarto de vuelta y girar. Y de nuevo he de liberarme de ese enredo. Entonces
surgen en mí dos ideas. La primera se trata de un descubrimiento.
Hasta hoy no he llegado a comprender la causa de determinados accidentes de
avión ocurridos en la montaña y que resultan inexplicables por la ausencia de niebla.
En este vals del paisaje los pilotos han confundido por un momento las vertientes
oblicuas y los planos horizontales. La otra es una idea fija; es necesario que alcance
la mar. La mar es lisa. No puedo tropezar en la mar.
Y viró, si viraje puede llamarse a esta danza vagamente dirigida hacia los valles
del Este. Tampoco ahora nada es demasiado patético. Lucho contra el desorden, me
agoto contra el desorden, me extenúo tratando de poner en pie un gigantesco castillo
de cartas que se desmorona continuamente. Apenas siento un miedo elemental
cuando una de las paredes de mi prisión se alza contra mí semejante a una ola
gigantesca. Apenas me estremezco con las zancadillas que me lanzan las aristas vivas
cuando paso por sus remolinos. Cuando saltan esos polvorines invisibles. El único
sentimiento claro que advierto en esa mezcla de sentimientos confusos es el del
respeto. Siento desorden, me agoto contra el desorden, me extiendo tratando de poner
en pie un gigantesco castillo de cartas que se desmorona continuamente. Apenas
siento un miedo elemental cuando una de las paredes de mi prisión se alza contra mí
semejante o una ola gigantesca. Apenas me estremezco con las zancadillas que me
lanzan las aristas vivas cuando paso por sus remolinos. Cuando saltan esos polvorines
invisibles. El único sentimiento claro que advierto en esa mezcla de sentimientos
confusos es el del respeto. Siento respeto por ese pico. Por esa aguda arista. Por esa
cúpula. Por ese valle transversal que desemboca en el mío y va a provocar Dios sabe
qué nuevos remolinos, al mezclar su torrentera de viento con la que ya me zarandea.
Y de esta forma descubro que no lucho contra el viento, sino contra la propia
arista, contra esa cresta, contra la roca. Pese a la distancia estoy luchando contra esa
roca. Es ella la que se enfrenta conmigo mediante el juego de prolongación invisible,
por el juego de músculos secretos. Delante, a mi derecha, reconozco el pico de
Salamanca, un cono perfecto que sé que domina la mar. ¡Así, pues, voy a salir a la
mar! Pero antes necesito pasar bajo el viento de ese pico. Bajo su «plegadura», como
nosotros decimos. El pico de Salamanca es un gigante y yo siento respeto por el pico
de Salamanca.

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Tengo un segundo de descanso… quizá dos segundos. Algo se anuda, se ata, se
aprieta. Simplemente me siento asombrado. Abro mucho los ojos. Me parece que
todo mi avión vibra, se extiende, se amplifica. En su sitio, horizontal, se ha elevado
quinientos metros, en una especie de florecimiento. De repente domino a mis
enemigos, yo, que durante cuarenta minutos no había podido elevarme a más de
sesenta metros. El avión tiembla como en una caldera. El océano se me ofrece en toda
su amplitud. El valle se abre frente a ese océano, frente a la salvación…
Y hete aquí que, sin transición, recibo en el vientre, a mil metros de él, el golpe
del pico de Salamanca. Todo se pone fuera de mi alcance. Y me siento volteado hacia
la mar.

Ya me encuentro frente a la costa, a todo motor. Perpendicular a la costa. En un


minuto han pasado infinidad de cosas. En primer lugar no he desembocado en la mar.
He sido escupido hacia la mar como a impulso de una tos monstruosa, vomitado de
mi valle como por la boca de un cañón. Cuando, a mi juicio, he virado tres cuartos
para controlar mi distancia de la costa, la diviso a diez kilómetros, azul como una
orilla extranjera. Y el dentado de esos montes bien recortados en el puro cielo, me
hacen el efecto de una fortaleza almenada. La fuerza de los vientos contrarios me
lanza a ras de las aguas e instantáneamente sé la velocidad de la perturbación que
trato de superar, comprendiendo demasiado tarde mi error. A todo motor, a doscientos
cuarenta kilómetros por hora (velocidad máxima en aquella época) y a veinte metros
de la espuma, no avanzaba en absoluto.
Un viento semejante, cuando se desata en una selva tropical, ataca las ramas
como una llama, las retuerce en espiral y arranca de raíz los árboles gigantes como si
se tratase de rábanos… Aquí, atacando desde lo alto de las montañas, vencía a la mar.
Aferrado a mi motor, frente a la costa, contra ese viento que se deslizaba por cada
accidente del suelo como un reptil por su surco, parecía que me aferraba al extremo
de un látigo monstruoso que restallase sobre la mar.
A esa latitud América se estrecha ya algo y la cordillera de los Andes queda un
poco lejos del Atlántico. No me debatía tan sólo en los pliegues de los montes
costeros, sino también contra todo el cielo que oscilaba sobre mí desde lo alto de la
cordillera de los Andes. Por primera vez después de cuatro años sirviendo para los
aviones de línea, llegué a dudar de la resistencia de mis alas. Temía también enfilar la
mar, no sólo a causa de los remolinos descendentes que forzosamente formaban a
nivel suyo un somier horizontal, sino también por las posiciones acrobáticas en que
me sorprendían. A cada vuelo en picado más dudaba de poder enderezarme sin que
hubiese chocado. Pero lo que sobre todo temía era, simplemente, zozobrar, una vez
agotada la gasolina, lo que hubiese sido fatal. Y, en efecto, eran tales las sacudidas,
que la inercia de la gasolina en los depósitos medio llenos o en las tubuladuras
provocaba paradas continuas del motor, que emitía un extraño lenguaje morse,
compuesto de puntos y rayas en vez de un ronquido homogéneo.

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Sin embargo, aferrado a los mandos de mi pesado avión de transporte, absorto en
la lucha física, no albergaba otros sentimientos que los rudimentarios y observaba, sin
sentir nada, las huellas del viento sobre el mar. Veía grandes charcos blancos, de
ochocientos metros de envergadura, correr sobre mí a doscientos cuarenta kilómetros
por hora, allí donde las trombas descendentes se dividían contra los aguas en
explosiones horizontales.
La mar se divisaba, a la vez, verde y blanca. De un blanco azúcar machacado y
salpicado de manchas de un verde esmeralda. En ese tumulto desordenado no podía
distinguir las olas unas de otras. Auténticos torrentes se desgranaban sobre el mar.
Los vientos imprimían huellas descomunales, como cuando, en otoño, en las
recolecciones, un remolino gigantesco se propagaba a través del trigo. A veces, entre
las playas, una absurda transparencia ofrecía la visión de un fondo verde y negro.
Luego, la gran vidriera del mar se partía en mil destellos blancos.
La verdad es que me consideraba perdido. Después de veinte minutos de lucha no
había logrado avanzar cien metros. Además, el vuelo se hacía tan difícil a diez
kilómetros de los acantilados, que me preguntaba cómo podría resistir los remolinos
si llegaba a acercarme. Avanzaba hacia unas baterías que disparaban contra mí. Pero
¿cómo hubiese podido sentir miedo? Me encontraba absolutamente vacío de
cualquier otro pensamiento que no fuese la imagen de un sencillo acto. Elevarme. Y
seguir elevándome. Remontar.

No obstante gocé de unos instantes de descanso. Sin duda ese respiro tenía
bastante similitud con las tormentas más violentas con que hasta entonces me
enfrentara pero, en comparación, disfrutaba de un gran descanso. La rapidez de los
ataques disminuía algo. Y podía prever esos descansos. No ero yo quien me dirigía
hacia esas zonas de relativa calma, sino que eran esos oasis casi verdes, bien
destacados sobre el mar, los que se deslizaban hacia mí. Leía claramente sobre las
aguas la proximidad de un lugar habitable. Y cada vez, durante ese descanso
temporal, recuperaba el don de pensar y de sentir. Entonces me consideraba perdido.
Entonces la angustia me invadía poco a poco. Y cuando veía acercárseme una nueva
ofensiva blanca, me sentía dominado por un pánico pasajero, hasta el momento
preciso en que chocaba, en el confín del hervidero, contra mi invisible mar. A partir
de entonces no volvía a sentir nada.

¡Ascender! Era un deseo obsesivo. La zona de calma se me aparecía infinitamente


profunda. Entonces volvía nacer en mí esa esperanza sorda: «Voy a tomar altura…
más arriba encontraré otras corrientes que me permitirán avanzar… allá voy…».
Aprovechaba entonces la tregua para intentar apresuradamente la escalada. Resultaba
dura, ya que los vientos contrarios seguían siendo adversarios sólidos. Cien metros…,
doscientos metros…, y pensaba: «Si alcanzo los mil metros estoy salvado». Pero
distinguía en el horizonte la jauría blanca desatada contra mí. Y cedía el sitio para no

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recibir el golpe en pleno pecho, para no ser sorprendido en posición peligrosa.
Demasiado tarde, La primera zancadilla me hizo vacilar. Y el cielo se me apareció
como una especie de domo resbaladizo en el que no lograba sostenerme.

¿Cómo se dan órdenes a las propias manos? Acabo de hacer un descubrimiento


que me espanta. Mis manos están inertes. Mis manos están muertas. No me envían
ninguna reacción. Sin duda hace mucho tiempo que sucede eso, pero no lo había
observado. Lo realmente grave es notarlo, plantearse esa cuestión…
Efectivamente, las torsiones de las alas arrastraban los cables de mando e
imprimían a mi volante sacudidas desordenadas. Durante cuarenta minutos me he
aferrado a él, con todas mis fuerzas, para amortiguar algo esos choques por temor a
que hiciesen saltar los cables. He apretado demasiado y ya no tengo sensación alguna
en las manos.
¡Qué descubrimiento! Mis manos son unas manos extrañas. Las contemplo,
separo un dedo: me obedece. Vuelvo a mirar. Adopto la misma decisión. No sé si el
dedo me obedece. No he recibido ninguna reacción. Pienso: «Si mis manos se
abriesen, ¿cómo lo sabría?». Y bruscamente las miro. Siguen cerradas, pero he tenido
miedo, ¿Cómo distinguir la imagen de una mano que se abre de la decisión de abrirla,
cuando ya no existe intercambio de sensaciones entre esa mano y el cerebro? ¿Cómo
reconocer la imagen y el acto de voluntad? Es preciso ahuyentar la imagen de las
manos que se abren. Viven una vida propia. Es necesario evitarles esa monstruosa
tentación. Y heme aquí lanzado a una absurda letanía que ya no volveré a interrumpir
ni una sola vez hasta el final del vuelo. Un solo pensamiento. Una sola imagen. Una
sola frase que recito incansablemente: «Aprieto las manos… Aprieto las manos…
Aprieto las manos…». Me he condenado totalmente en esa frase y ya no existen ni la
mar blanca, ni los remolinos, ni los montañas almenadas. Lo único real es que aprieto
las manos. Ya no hay ni peligro, ni ciclón, ni tierra perdida. Hay en alguna parte unas
manos de caucho que si, tan sólo una vez, dejan escapar el volante, no tendrán tiempo
de recobrarse y de dominar la caída antes de llegar a la mar.

No sé nada. No siento más que me vacío. Me vacío de toda mi fuerza así como de
mi deseo de luchar. Mi motor prosigue su lenguaje morse, punto, raya, crujidos
bruscos de una sábana que se desgarra. Cuando el silencio se prolonga por más de un
segundo tengo la impresión de que se me para el corazón. Las bombas se han
desconectado… ¡Todo ha terminado! No, vuelven a funcionar…
En el termómetro de ala leo treinta y dos grados centígrados bajo cero. Pero yo
me encuentro bañado en sudor de los pies a la cabeza. El sudor me corre por el rostro.
¡Vaya baile! Inmediatamente comprobaré que mi batería de acumuladores ha
arrancado sus bridas de acero y se ha estrellado contra el techo perforándolo.
También observaré que los nervios de las alas se han desprendido y que algunos
cables de mando están limados casi totalmente.

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Sigo vaciándome. Ignoro cuándo me abatirá la indiferencia de las grandes fatigas
y el gusto fúnebre del reposo.
¿Qué puedo ya contar? Nada. Me dueles los hombros. Me duelen mucho. Como
si hubiese acarreado sacos muy pesados. Me inclino. En un charco verde diviso, a
través de su transparencia, un fondo tan próximo que distingo todos los detalles. Pero
la rodilla del viento pulveriza la imagen.
Después de una lucha que ha durado una hora y veinte minutos he logrado una
ascensión de trescientos metros. Un poco hacia el Sur he divisado sobre la mar un
largo reguero, una especie de río azul. Decido dirigirme hacia ese río, Aquí no
avanzo, pero tampoco retrocedo. Si alcanzo esa ruta resguardada por no sé qué
interferencias, tal vez pueda remontar lentamente hacia la costa. Derivo pues hacia mi
izquierda. También me parece que ha cedido la violencia del viento.

He necesitado una hora para cubrir diez kilómetros. Después, resguardado por los
acantilados, he descendido hacia el Sur. Ahora intento remontarme para enfilar, sobre
las tierras, en dirección al campo de escala. Logro mantenerme a trescientos metros
de altura. El tiempo aunque sigue siendo atroz, no tiene ni punto de comparación. Por
fin ha terminado…
En el campo percibo ciento veinte soldados. Los han llamado por mí, a causa del
ciclón. Aterrizo, en medio de ellos. Después de una hora de maniobras, se ha logrado
meter el avión en el hangar. Desciendo de mi puesto. No cuento nada o los
camaradas. Tengo sueño. Agito lentamente los dedos que no logro desentumecer.
Casi no puedo creer que hace un momento he tenido miedo. ¿Lo he tenido? He
asistido a un espectáculo extraño. ¿Qué espectáculo? No lo sé, Debería contar mi
aventura ¡pues llego de tan lejos! Pero no puedo explicar bien los acontecimientos
que han tenido lugar. «Imaginaos una mar blanca… muy blanca… siempre
blanca…». Nada puede comunicarse multiplicando los epítetos. Nada se logra
transmitir con esos balbuceos.
No se comunica nada porque nada hay que comunicar. Esos pensamientos que
han atravesado vuestras entrañas, ese dolor de hombros no contienen ningún
auténtico drama. Tampoco lo hay en ese cono del pico de Salamanca. Estaba cargado
como un polvorín, pero si lo cuento se van a reír. Yo mismo… He sentido respeto por
el pico de Salamanca. Eso es todo. Y verdaderamente no es un drama.
Tan sólo en las cuestiones humanas existe el drama y el patetismo. Tal vez
mañana, excitado, embelleceré mi aventura imaginándome a mí mismo un ser
viviente que marcha por la tierra de los hombres, perdido en el ciclón. Haré trampa,
ya que el que luchaba con los brazos y los muslos contra ese ciclón, no puede
compararse a ese hombre feliz de mañana. Estaba demasiado absorto.
Tan sólo he obtenido un ligero botín, sólo he logrado un descubrimiento
insignificante. He aquí mi testimonio: ¿cómo se distingue el acto de voluntad de una
simple imagen cuando no se transmiten las sensaciones?

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Posiblemente hubiese logrado conmoveros contándoos la leyenda de algún niño
injustamente castigado. Pero os he mezclado en un ciclón sin llegar tal vez a
atormentaros. De la misma manera ¿no asistimos cada semana, apoltronados en
nuestras butacas, en el cine, al bombardeo de Shangai? Podemos admirar, sin horror,
los cordones de hollín y cenizas que esas tierras volcánicas lanzan lentamente hacia el
cielo. Y sin embargo, al propio tiempo que el grano de los graneros, la herencia de
generaciones, los tesoros familiares, es la carne de esos niños abrasados, la que
transformada en humo abona lentamente ese cúmulo negro.
Pero el propio drama físico sólo nos conmueve cuando nos muestra el sentido
espiritual que posee.

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CARTA A LOS FRANCESES

Al día siguiente del desembarco anglo-americano en África del Norte y de la


ocupación de la zona sur por los alemanes. Saint-Exupéry publicó, el 30 de
noviembre de 1942, en el «Canadá», de Montreal, un gran artículo sobre la
necesidad de unión de todos los franceses. Ese artículo, traducido al inglés,
apareció la víspera en el «New York Times Magazine», ilustrado por «la
Marseillaise» de Rude, Se trata de un llamamiento, escrito apresuradamente,
radiodifundido por todas las emisoras americanas que emitían en lengua
francesa y reproducido en parte por los periódicos de África del Norte.

Véase «New York Times Magazine» de 29 de noviembre de 1942 y «Pour la


Victoire» del 19 de diciembre de 1942

¡Ante todo, Francia!


La noche alemana ha terminado de sepultar el territorio. Todavía podemos saber
algo de los que amamos. Todavía podemos expresarles nuestra ternura, ya que no
compartir el mal pan de su mesa. Les oímos respirar desde lejos. Todo ha terminado.
Francia es tan sólo silencio. Se encuentra perdida en la noche, en alguna parte, con
las luces apagadas, como un navío. Su conciencia y su vida espiritual se han
amontonado en su densidad. Ignoraremos hasta el nombre de los rehenes que
Alemania fusilará mañana.
En las cuevas de la opresión siempre se preparan las nuevas verdades. No nos
sintamos matamoros. Son cuarenta millones los que habrán de dirigir su esclavitud.
No llevaremos la llama espiritual a quienes ya la alimentan con su propia sustancia,
como de un cirio. Ellos resolverán mejor que nosotros los problemas franceses. Harán
uso de todos los derechos. Nada de nuestra verborrea en materia de sociología, de
política, incluso de arte, tendrá influencia alguna sobre su pensamiento. No leerán
nuestros libros. No escucharán nuestros discursos. Nuestras ideas tal vez les hagan
vomitar. Seamos infinitamente modestos. Nuestras discusiones políticas son
discusiones de fantasmas y nuestras ambiciones resultan cómicas. Nosotros no
representamos a Francia. Lo único que podemos hacer es servirla. Hagamos lo que
hagamos no tendremos derecho a ningún reconocimiento. No existe medida común
entre el combate libre y el aplastamiento en la noche. No existe medida común entre
el oficio de soldado y el de rehén. Sólo los que están allí son santos auténticos. Aun
cuando a nosotros se nos conceda el inmediato honor de participar en el combate,
todavía estaremos en deuda. No somos más que un montón de deudas. Esa es, ante
todo, la verdad fundamental.
Franceses, reconciliémonos para prestar servicio.

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Diré primero unas palabras, para tratar de purgarlos, sobre los pleitos que han
atormentado a los franceses. Pues existe un malestar francés. Un malestar grave.
Muchos de nosotros, que han sufrido desgarros en su conciencia, necesitan ser
calmados. Que se calmen. Gracias al milagro de la acción americana los caminos más
diversos desembocan todos en la misma plaza. ¿Por qué atascarse con antiguos
pleitos? Es necesario unir en vez de dividir, abrazar y no rechazar.
¿Es que nuestros pleitos valen la pena de nuestro odio? ¿Quién podrá nunca
pretender que tiene absolutamente razón? El campo visual del hombre es diminuto, el
lenguaje un instrumento imperfecto. Los problemas de la vida anulan todas las
fórmulas. Todos anhelamos salvar a Francia, pero resulta que para lograrlo es
necesario salvar su espíritu y su carne.
¿Qué valor tiene la herencia espiritual si ya no quedan herederos? ¿Y de qué sirve
el heredero si el espíritu ha muerto?
Tanto unos como otros condenábamos cualquier espíritu de colaboración entre
Francia y Alemania. Pero, en tanto que unos acusaban a Francia de traición, otros
sólo leían en su comportamiento el resultado de un chantaje total. Era absolutamente
necesario que un síndico de quiebra negociase con el vencedor la cesión a Francia de
un poco de grasa para nuestros vagones de ferrocarril (Francia ya no dispone de
gasolina, ni siquiera de caballos para alimentar a sus ciudades). Los oficiales de las
Comisiones de Armisticio os informarán más tarde sobre ese chantaje permanente y
atroz. Ni siquiera media vuelta en la llave de los suministros de víveres y morían cien
mil niños más durante los próximos seis meses. Cuando un rehén muere bajo los
fúsiles, su sacrificio resplandece, su muerte sirve de cimiento a la unidad francesa.
Pero cuando los alemanes ejecutan, por la mera demora en un acuerdo sobre la grasa,
a cien mil rehenes de cinco años, nada puede compensar esa lenta y silenciosa
hemorragia
¿Qué porcentaje se puede aceptar de niños muertos? ¿Hasta qué grado son
tolerables las concesiones para salvarlos? ¿Quién puede hacerse responsable?
Tampoco ignoráis que una denuncia por parte de Francia de los convenios del
armisticio, equivaldría jurídicamente al retomo al estado de guerra, y ello permitiría
al ocupante a hacer prisioneros de guerra a todos los hombres en edad de
movilización. Ese chantaje pesaba sobre Francia. La amenaza ha sido formulada. El
chantaje alemán no bromea. Ahora bien, el pudridero de los campos alemanes sólo
devuelve cadáveres. Así, pues, nuestro país estaba amenazado con el exterminio puro
y simple de seis millones de hombres adultos bajo apariencias legales y
administrativas. Para oponerse a esa caza de esclavos, Francia disponía de palos.
¿Quién podría realmente juzgar lo que hubiese debido ser su resistencia?
He aquí, por último, que el establecimiento aliado en setenta y seis horas en
África del Norte, demuestra tal vez que Alemania, pese a la crueldad de sus
chantajes, no había logrado bloquear totalmente a África del Norte. Así, pues, es
verdad que ha habido, en alguna parte de Francia, hechos de resistencia. Tal vez la

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victoria en África del Norte se deba en parte a nuestros quinientos mil niños muertos,
¿Quién se atrevería a decirnos que esa cifra es insuficiente? ¡Ah, franceses! Para
hacer la paz entre nosotros bastaría con reducir nuestras disensiones a sus
proporciones reales. Tan sólo disentimos sobre el valor que ha de atribuirse al
chantaje nazi.
Unos pensaban: «Si los alemanes quieren aniquilar al pueblo francés, lo harán
pese a todo. El chantaje sólo merece desprecio. Nada impone a Vichy una decisión o
una palabra dada».
Otros pensaban: «No sólo se trata de un chantaje cualquiera, sino de diez cuya
crueldad es única en la historia del mundo. Francia, que se niega a las concesiones
esenciales, sólo dispone de astucias retóricas para diferir, un día tras otro, su
aniquilamiento. Cuando Ulises o Talleyrand quedan desarmados, tan sólo pueden
engañar a su adversario con palabras».
¿Creéis, franceses, que esas opiniones diversas sobre las intenciones reales de un
Gobierno ya extinto merecen que continuemos odiándonos? (Cuando los ingleses y
los rusos combaten hombro con hombro, dejan para más adelante unas divergencias
mucho más graves). Nuestras divergencias de opinión mantienen intacto nuestro odio
común contra el invasor. Todos nos indignamos junto al pueblo de Francia por la
entrega de refugiados extranjeros que violaba el derecho de asilo. Ahora bien, los
pleitos que todavía subsistían, ya no tienen, siquiera razón de ser: Vichy ha muerto,
Vichy se ha llevado a la tumba sus inextricables problemas, su personal
contradictorio, sus sinceridades y sus engaños, sus cobardías y su valor. Dejemos de
manera provisional el papel de juez a los historiadores y a las cortes marciales de la
posguerra. Es más importante servir a Francia en el momento presente que discutir
sobre su Historia.
La ocupación alemana ha resuelto todo los pleitos y colmado nuestros dramas de
conciencia. Franceses ¿queréis reconciliaros? Entre nosotros ya no existe ni la
sombra de un motivo real de discusión. Abandonemos todo espíritu partidista. ¿En
nombre de qué habríamos de odiamos…? ¿Qué motivo tendríamos de sentir envidia?
No se trata de ocupar puestos, no se trata de quién llegará más pronto a ellos. Los
únicos puestos disponibles son los de soldados, y tal vez algún lecho tranquilo en un
pequeño cementerio de África del Norte.
En la ley militar francesa la edad reglamentaria alcanza los cuarenta y ocho años.
Ya no se trata de saber si deseamos o no consagramos. Nos pedirán, para conseguir
que se incline la balanza, que nos sentemos sencillamente, todos juntos, sobre su
platillo.
No obstante, aunque nuestros antiguos pleitos hayan pasado a la historia, existe
otro peligro de desunión. Tengamos, franceses, el valor de superarlo. Algunos de
nosotros se oponen a un jefe en nombre de tal otro. Ven surgir en el horizonte el
espectro de la injusticia, ¿Por qué complicarse la vida? No hay que temer ninguna
injusticia, De ahora en adelante ninguno de nuestros intereses personales puede ser

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lesionado. Cuando un albañil se consagra a la construcción de una catedral, ésta no
podría perjudicar al albañil. El único papel que se espera que desempeñemos es un
papel bélico. Me siento maravillosamente asegurado contra toda injusticia. ¿Quién
puede mostrarse injusto conmigo ya que el único sueño que acaricio es el de reunirme
en Túnez con los camaradas del grupo 2-33, en compañía de los cuales he vivido
nueve meses de campaña, seguido de la dura ofensiva alemana que dio como
resultado el sacrificio de los dos tercios de nuestras tripulaciones, y más tarde la
evasión a África del Norte, la antevíspera del armisticio? No disputemos entre
franceses en nombre de puestos, homenajes concedidos, justicia, prioridad. Nada de
eso se nos ofrece. Se nos ofrecen fusiles. Habrá para todos.
Si me siento tan absolutamente tranquilo es porque, una vez más, reconozco que
no tengo vocación para hacer de juez. El conjunto al que me incorporo no es un
partido ni una secta: es mi país. Poco importa a las órdenes de quien estemos. La
estructura provisional francesa es un asunto de Estado. Que Inglaterra y los Estados
Unidos lo hagan lo mejor que puedan. Si nuestra ambición estriba en apretar el gatillo
de una ametralladora, nos preocuparemos poco de las decisiones que consideremos
secundarias. El jefe auténtico es esta Francia condenada al silencio. Odiemos los
partidos, los clanes y las divisiones.
Si el único voto que formulamos (tenemos derecho a hacerlo porque nos une a
todos), es el de obedecer hoy a jefes militares en lugar de jefes políticos, es porque el
saludo de un soldado a otro, no honra al que saluda ni a un partido, sino a la nación.
Sabemos lo que el general De Gaulle y el general Giraud piensan de la autoridad:
sirven. Son los primeros servidores. Eso nos basta, ya que todos los pleitos que ayer
hubiesen podido frenamos hoy están suspendidos o absorbidos por el presente.
Ese es, a mi entender, el punto en que nos encontramos. Ha de evitarse que
nuestros amigos de los Estados Unidos se formen una imagen falsa de Francia. Se
considera en cierto modo a los franceses como un canasto de cangrejos. Es injusto.
Los polemistas hablan solos. Aquellos que se callan hacen poco ruido.
Propongo a todos los franceses que hasta ahora han callado, que tranquilicen a
Monsieur Cordell Hull acerca de nuestro estado de espíritu auténtico, saliendo una
vez, sólo una, de su silencio y enviándole cada uno, individualmente, un telegrama de
este tipo:
«Solicitamos el honor de servir en la forma que sea. Deseamos la movilización
militar de todos los franceses que se encuentren en Estados Unidos. Aceptamos de
antemano aquella estructura que sea considerada la más conveniente. Pero,
condenando todo espíritu de división entre franceses, la deseamos ajena,
simplemente, a la política».
El State Department se llevará una gran sorpresa ante el número de franceses que
se declararán favorables a la unión. Y sin embargo, pese a nuestra reputación, la
mayoría de nosotros sólo alientan, en el fondo de su alma, el amor hacia su
civilización y hacia su país.

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Franceses, ¡reconciliémonos! Cuando nos encontremos enfrentados, a bordo de
un bombardero, a cinco o seis «Messerschmitt», nuestros antiguos pleitos nos harán
sonreír. Al regresar en 1940, de una misión, a bordo de un avión agujereado de balas
como un colador, bebí con júbilo un excelente «Pernod» en el bar de mi escuadrilla.
Y ganó mi «Pernod» al póquer de ases, unas veces a un camarada monárquico, otras a
uno socialista y algunas al teniente Israel, el más valiente de todos nosotros y que era
judío. Y hacíamos trampas con profunda ternura.

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«CARTA AL GENERAL X»

Escrita en La Marsa, cerca de Túnez, en Julio de 1943.

Véase «Le Fígaro littéraire», núm. 103, de 10 de abril de 1948.

Acabo de realizar algunos vuelos con el «P-38». Es una hermosa máquina, Me


hubiese sentido feliz de recibir semejante regalo al cumplir los veinte años. Y
compruebo con melancolía que hoy, a mis cuarenta y tres, después de unas seis mil
quinientas horas de vuelo por todos los cielos del hemisferio, ese juego ya no me
produce demasiado placer. Es tan sólo un instrumento de transporte, en este caso, de
guerra. Si en una edad ya patriarcal para este oficio, me someto a la velocidad y a la
altura, es más bien por no evitar ninguna de las pejigueras de mi generación que no
por la esperanza de volver a encontrar las satisfacciones de antaño.
Esto tal vez parezca melancólico, pero acaso no. Pienso que es a los veinte años
cuando me equivocaba. En octubre de 1940, de regreso de África del Norte, donde
emigrara el grupo 2-33, encontrándose mi coche olvidado, exangüe en algún garaje
polvoriento, descubrí el valor de una carretela y un caballo. Y con ellos la hierba de
los caminos. Los corderos y los olivares. Esos olivares tenían otra función que la de
llevar un ritmo en su desfile tras los cristales a ciento treinta kilómetros por hora. Se
mostraban en su compás real, que es el de producir lentamente las aceitunas. Los
corderos no tenían como fin exclusivo servir de alimento al hombre. Revivían.
Soltaban auténticas cagadas y fabricaban lana verdadera. Y la hierba también tenía
sentido porque en ella ramoneaban.
Y empecé a revivir en este rincón del mundo en que el polvo es perfumado (soy
injusto, pues en Grecia ocurre igual que en Provenza), Me ha parecido que durante
toda mi vida he sido un imbécil…
Todo ello para explicar que esta existencia gregaria en el corazón de una base
americana, esas comidas trasegadas de pie en diez minutos, ese vaivén entre los
monoplazas de 2600 CV en una especie de construcción abstracta en la que nos
amontonamos tres en cada cámara, en una palabra ese terrible desierto humano, no
tiene nada que acaricie mi corazón. Esto también, al igual que las misiones sin
provecho o sin esperanza de retomo, en junio de 1940, es una enfermedad transitoria.
Estoy «enfermo» durante no sé cuánto tiempo. Pero no me arguyo el derecho de
evitar esa enfermedad. Eso es todo. Hoy estoy profundamente triste, y hasta el fondo.
Me siento triste por mi generación, que carece de toda sustancia humana. Que no
habiendo conocido otra forma de vida espiritual que el bar, las Matemáticas y los
«Bugatti», se encuentra hoy en una acción estrictamente gregaria sin tonalidad
alguna. Nada tiene que la distinga. Veamos el fenómeno militar de hace cien años.

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Consideremos los enormes esfuerzos que hacían falta para responder a la vida
espiritual, poética o simplemente humana del hombre. Hoy, que nos encontramos más
secos que ladrillos, sonreímos ante esas simplezas. Las costumbres, las banderas, los
cánticos, la música, las victorias (hoy en día no existe ni una victoria que posea la
densidad poética de un Austerlitz. Sólo existen fenómenos de digestión lenta o
rápida), todo lirismo parece ridículo y el hombre se niega a que despierten en él
cualquier clase de vida espiritual. Realizaron con toda honradez una especie de
trabajo en cadena, Como dice la juventud americana: «Aceptamos honradamente este
job ingrato» y la propaganda, en el mundo entero, se bate los flancos con
desesperación. Su enfermedad no consiste en la ausencia de talentos particulares, sino
en la prohibición que se le ha hecho de apoyarse, sin parecer vulgar, en los grandes
mitos refrescantes. La Humanidad, en su decadencia, ha caído desde la tragedia
griega al teatro de Monsieur Louis Verneuil (no se puede ir más lejos). Es el siglo de
la publicidad, del sistema Bedeaux, de los regímenes totalitarios y de los ejércitos sin
clarines ni banderas, sin misa para los muertos. Odio mi época con todas mis fuerzas.
El hombre se muere de sed.
¡Ah, general! En el mundo no hay más que un problema y sólo uno. Dar al
hombre un significado espiritual, inquietudes espirituales. Derramar sobre él algo
parecido a un canto gregoriano. Si yo tuviese fe es bien seguro que una vez
transcurrida esta época de «job neceario e ingrato», no soportaría otra cosa que
Solesmes. Ya es imposible vivir de frigidaires, de política, de balances y de
crucigramas. Ya no se puede. No se puede seguir viviendo sin poesía, sin color, sin
amor. Tan sólo escuchando una canción campesina del siglo XV se comprende hasta
dónde hemos descendido. Ya no queda otra cosa que la voz del robot de la
propaganda. (Perdónenme). Dos mil millones de hombres no oyen otra cosa que el
robot, sólo comprenden el robot, se hacen robots. Todos los desastres de los treinta
años últimos tienen únicamente dos orígenes: los atolladeros del sistema económico
del siglo XIX y la desesperación espiritual. ¿Por qué Mermoz ha seguido al gran
papanatas de su coronel, sino por sed? ¿Por qué Rusia? ¿Por qué España? Los
hombres han ensayado los valores cartesianos; no han tenido éxito excepto en las
ciencias naturales. No hay más que un problema, uno solo: volver a descubrir que
existe una vida del espíritu más elevada todavía que la vida de la inteligencia y que es
la única que satisface al hombre. Ello desborda el problema de la vida religiosa de la
que tan sólo es una forma (aunque tal vez la vida del espíritu conduzca
necesariamente hasta esa otra). Y la vida del espíritu comienza cuando se concibe un
ser absoluto, por encima de los materiales que lo componen. El amor a la familia (ese
amor desconocido en los Estados Unidos) forma ya parte de la vida del espíritu.
Y la fiesta campesina y el culto a los muertos (cito esto porque después de haber
llegado aquí se han matado dos o tres paracaidistas, pero se ha silenciado el hecho:
habían terminado su servicio). Todo ello pertenece a la época, aunque no sólo de
América: el hombre ya no tiene sentido.

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Es absolutamente necesario hablar a los hombres.
¿De qué servirá ganar la guerra si durante cien años hemos de tener crisis de
epilepsia revolucionaria? Cuando se haya solucionado la cuestión alemana,
empezarán a plantearse los problemas auténticos. Es poco probable que esta vez,
como ocurriera en 1919, al terminar la guerra, baste para distraer a la Humanidad, la
especulación sobre los stocks americanos. A falta de una corriente espiritual vigorosa,
surgirán como champiñones, treinta y seis sectas que se subdividirán. El propio
marxismo, demasiado anticuado, se descompondrá en una multitud de neomarxismos
contradictorios. Se ha visto claramente en España. A menos que un César francés nos
instale en un campo de concentración neosocialista por toda la eternidad.
¡Oh! ¡Qué extraño este atardecer, qué extraño clima! Observo desde mi
habitación cómo van encendiéndose las ventanas de esos edificios sin rostro. Oigo
varios aparatos de radio que lanzan su música condensada a esa multitud ociosa,
llegada del otro lado de los mares y que ni siquiera conoce la nostalgia.
Se puede confundir esa aceptación resignada con el espíritu de sacrificio o con la
grandeza moral. Ello sería un magnifico error. Los lazos afectivos que hoy unen al
hombre con los seres y las cosas son tan poco densos, tienen tan poca profundidad,
que el hombre ya no siente la ausencia como antaño. Es la expresión terrible de esa
historia judía: «¿Entonces te vas a allí? ¡Qué lejos estarás! Lejos… ¿de dónde?». El
«dónde» que han abandonado ya no era más que un enorme manojo de costumbres,
En esta época de divorcio, existe la misma facilidad para divorciarse de las cosas. Se
cambian los frigoríficos. Y la casa también, si no es más que un alzado. Y la mujer. Y
la religión. Y el partido. No se puede, ni siquiera ser infiel: ¿a quién podría ser infiel?
¿Lejos de donde e tonel a quién? Desierto del hombre.
¡Qué prudentes y tranquilos son estos hombres en grupo! Pero yo pienso en los
marinos bretones de antaño que desembarcaban en Magallanes, en la Legión
Extranjera, abandonados en una ciudad en esas ansias complejas de apetitos violentos
y de nostalgia intolerable que alimentan los machos apriscados con demasiada
severidad. Para contenerlos se necesitaba siempre gendarmes fuertes, principios
arraigados o tal vez una fe profunda. Pero ninguno de ellos hubiese faltado el respeto
a una guardadora de gansos. Al hombre de hoy se le mantiene tranquilo, según el
estrato social, con la belote o el bridge. Estamos fantásticamente bien castrados. Así,
somos al fin libres. Nos han cortado los brazos y las piernas y luego nos han dejado
libres para andar. Pero odio esta época en la que el hombre se convierte, bajo un
totalitarismo que impone. Se define al hombre como productor o como consumidor.
El problema esencial es el de la distribución. De ahí las granjas modelos. Lo que odio
en el nazismo es el totalitarismo al que pretende por su misma esencia. Se hace
desfilar a los obreros del Ruhr ante un Van Gogh, un Cézanne y un cromo.
Naturalmente votan por el cromo. ¡He ahí la verdad del pueblo! Se aísla sólidamente
en un campo de concentración a los candidatos de Cézanne, a los candidatos de Van
Gogh, a todos los grandes inconformistas y se alimenta con cromos a un ganado

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sumiso. Pero ¿adónde van los Estados Unidos, adonde también nosotros mismos en
esta época de mecanización universal? El hombre robot, el hombre termita, el hombre
oscilando del trabajo a la cadena del sistema Bedeaux, a la belote. El hombre castrado
de todo su poder creador y que ni siquiera sabe, en las profundidades de su pueblo,
crear una danza o una canción. El hombre a quien se alimenta con la cultura de
confección, con la cultura standard, como se alimenta a los bueyes con heno. Eso es
el hombre de hoy en día.
Y yo pienso que no hace todavía trescientos años se pudo escribir La princesa de
Clèves. O encerrarse en un convento para toda la vida a causa de un amor perdido:
tan ardiente era el amor. Hoy, desde luego, la gente se suicida. Pero su sufrimiento es
del orden de un dolor de muelas. Intolerable. Eso nada tiene que ver con el amor.
Es cierto que existe una primera etapa. No puedo soportar la idea de verter
generaciones de niños franceses en el vientre del Moloch alemán. La propia sustancia
está amenazada. Pero cuando la hayamos salvado, entonces se planteara el problema
fundamental de nuestro tiempo. El problema del sentido del hombre, para el que
nadie ha ofrecido una respuesta. Tengo la impresión de que se avecinan los tiempos
más negros de la Humanidad.
Poco me importa morir en la guerra. De lo que he amado ¿qué es lo que quedará?
Me refiero tanto a los seres como a las costumbres, a las inflexiones irremplazables
como a cierta luz espiritual. Al almuerzo en la granja provenzal bajo los olivos; A
Haendel. Las cosas que subsistirán me importan un bledo. Lo que vale es una
determinada ordenación de las cosas. La civilización es un bien invisible, ya que
influencia no en las cosas, sino en los invisibles lazos que unen unas a otras, pero no
al contrario. Tendremos instrumentos perfectos de música distribuidos en serie, pero
¿dónde estará el músico? Nada me importa si muero en la guerra. O si sufro una de
esas crisis de rabia de ese tipo de torpedos volantes que nada tienen que ver con el
vuelo y que convierten al piloto, entre sus pulsadores y entre sus esferas, en una
especie de jefe de contabilidad (también el vuelo representa un cierto orden de lazos).
Pero si salgo vivo de «este job necesario e ingrato», sólo se me plantearé un
problema: ¿qué se puede, qué se debe decir a los hombres?
Cada vez comprendo menos por qué le cuento todo esto. Sin duda por decírselo a
alguien, ya que no es lo que tengo derecho a contar. Es necesario proteger la paz de
los demás y no enredar los problemas. Por el momento está bien que nos convirtamos
en jefes de contabilidad a bordo de nuestros aviones de guerra.
Mientras estoy escribiendo dos camaradas se han dormido ante mí, en mi
habitación. Será preciso que me acueste también, pues supongo que la luz les molesta
(¡eso sí que lo echo de menos, un rincón para mí solo!). A su manera, estos dos
camaradas son maravillosos. Presenta algo recto, noble, limpio, fiel. Y no sé por qué
siento, mientras les veo dormir, una especie de piedad impotente, ya que aunque ellos
ignoren su propia inquietud, yo la siento con toda claridad. Rectos, nobles, limpios,
fieles, sí, pero también terriblemente pobres. Tendrán tanta necesidad de un dios…

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Perdónenme si esta desastrosa lámpara eléctrica que voy a apagar, les ha impedido
también dormir, y crean siempre en mi amistad.

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DEFENSA DE LA PAZ

«Defensa de la paz».

Véase «New York Times» del 22 de abril de 1945.

Llamamiento de Saint-Exupéry a los americanos, expresando su esperanza de una


paz perdurable.

Charles Boyer, actor de cine y patriota francés, lanzó ayer un llamamiento, a


través de la red de «Columbia Broadcasting System», a la amistad franco americana.
Leyó parte de un ensayo que su compatriota, Antoine de Saint-Exupéry, aviador y
novelista francés, había escrito poco antes de iniciar un vuelo, en esta guerra, del
que no regresaría jamás.
La parte que el señor Boyer leyó dice:
«Amigas americanos: Desearía haceros absoluta justicia. Tal vez un día surjan
diferencias más o menos graves entre nosotros. Todas las naciones son egoístas y
todas consideran que su egoísmo es sagrado. Tal vez la conciencia de vuestro poder
material os induzca un día a obtener ventajas de él, lo que a nosotros habrá de
parecemos injusto. Puede que un día se alcen entre nosotros argumentos más o
menos graves. Si la guerra la ganan siempre los creyentes, los tratados de paz los
dictan a veces los hombres de negocios.
»Pero aún si un día en el fondo de mi corazón nacen reprochas contra las
decisiones de esos hombres esos reproches nunca me harán olvidar la nobleza de los
fines que animan a vuestro pueblo en esta guerra. Siempre rendiré el mismo tributo a
la calidad de vuestros más profundos sentimientos.
»Oíd, amigos míos americanos, me parece que algo nuevo está formándose en
nuestro planeta, indudablemente el progreso material de los tiempos modernos ha
unido a la Humanidad por una especie de sistema nervioso. Los contactos son
incontables, las comunicaciones instantáneas. Estamos unidos materialmente como
las células de un mismo cuerpo. Pero este cuerpo todavía no posee alma. Este
organismo todavía no tiene conciencia de sí mismo. La mano todavía no se considera
parte de él, como los ojos.
»Vuestros jóvenes están muriendo en una guerra que por primera vez en la
Historia, es para ellos, a despecho de todos sus honores, una experiencia confusa de
amor. ¡No tos traicionéis! ¡Dejad que, cuando llegue el día, sean ellos los que dicten
su paz! ¡Y ojalá que esa paz sea fiel reflejo de ellos mismos! Esta guerra es noble.
Dejad que su fe progresiva ennoblezca también la paz».

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PREFACIOS

«Prefacios»:
— a «Grandeur et Servitude de l’aviation», de Maurice Bourdet (Corrêa.
1933).
— a «Vent se lève» (Listen! The Wind), de Anne Morrow-Lindbergh
(Corrêa, 1939).
— a «Document», del 1 de agosto de 1939, dedicado a los pilotos de
pruebas.

* * *

GRANDEUR ET SERVITUDE DE L’AVIATION

Hacia las dos de la madrugada, en avión, cuando el correo de Dakar sobrevuela


Casablanca, el capó sombrío del motor se sitúa entre estrellas cuyo nombre ignoro, un
poco a la derecha del cuerno de la Osa Mayor, A medida que ascienden se cambia de
estrellas para no tener que levantar la vista. Se cambia de ideas. Y poco a poco, la
noche, al igual que hace una gran limpieza del mundo visible y no deja subsistir más
que estrellas que dominan una arena negra, hace también una gran limpieza en el
corazón. Desaparecen todas las preocupaciones sin importancia que se creían
primordiales, las cóleras, los deseos turbios, las envidias y tan sólo emergen las
preocupaciones graves. Entonces, descendiendo hora tras hora por esta escalera de
estrellas hacia el alba, se siente uno puro.
Grandeza y servidumbre del oficio de piloto… Maurice Bourdet trata, con todo su
talento y todo su corazón, de darlas a conocer en este libro. Yo quisiera,
sencillamente, decir unas palabras sobre lo que considero esencial.
Sí, es verdad, existe la grandeza del oficio: la inmensa alegría de la llegada una
vez superada la tempestad, el dirigirse a Santiago o a Alicante, resplandecientes de
sol, la salida de las tinieblas y de la tormenta, ese sentimiento poderoso de quien sabe
que ha recuperado su puesto en la vida, en el jardín milagroso donde se encuentran
los árboles. Las mujeres y los pequeños cafés de puerto. Reduciendo la velocidad,
inclinado hacia el punto de la escala, dejando tras él los macizos sombríos de los que
ya se libra ¿qué piloto de línea no habrá cantado de gozo?
Sí, es verdad, existen las penalidades del oficio, pero tal vez hagan amarlo
también. Esos madrugones imprevistos, esa partida inmediata para el Senegal, esas

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renunciaciones… Y los accidentes en los pantanos y las marchas forzadas a través de
la arena o de la nieve. Varado por la suerte en un planeta desconocido, el hombre
necesita salir adelante, evadirse hacia el mundo viviente, fuera de ese círculo de
montañas, de esa arena, de ese silencio. Sí, sobre todo del silencio. Si un correo no
aterriza a la hora prevista, se le espera una hora, un día, dos días, pero el silencio que
separa a un hombre de los que esperan, se ha hecho ya demasiado denso. Muchos
camaradas, de los que nunca ha vuelto a saberse nada, se han hundido en la muerte
como en las nieves.
¡Sí, miseria y grandeza… pero todavía hay algo más! Ese piloto instalado en la
noche y que sobrevuela Casa, cuyo capó sombrío se balancea suavemente entre las
estrellas, semejante a una batayola de navío, se encuentra sumergido en lo esencial.
Ese acontecimiento esencial, el paso de la noche al día, vuelve a adquirir toda su
intimidad. Sorprende al día en su origen. Él ya sabía que hacia el Este el cielo
empieza a blanquear mucho antes de que surja el sol, pero sólo en vuelo descubre esa
fuente de luz. Aunque hubiese presenciado mil veces el alba, sabría que el cielo se
ilumina, pero no que la luz surge como de una fuente, extendiéndose. Él no conocía
ese pozo artesiano del día. El día, la noche, la montaña, el mar, la tempestad… En
medio de divinidades elementales, guiado por una moral sencilla, el piloto de línea
vuelve a adquirir la prudencia campesina.
El viejo médico de campaña que va al atardecer de granja en granja para avivar la
luz de unos ojos, el jardinero que apresura en su jardín el nacimiento de las rosas,
todos aquellos cuyo oficio une la vida y la muerte, sacan en claro la misma sabiduría.
Ahí está también la nobleza del peligro. Existe gran diferencia con el riesgo de
exhibición, con el gusto literario del peligro, de aquella divisa que en cierta época se
pintaba sobre el avión y que, con doble sentido, alababa a la Cortesana y a la Muerte.
¿Quién entre nosotros, camaradas, no ha sentido en esas actitudes fáciles que ha sido
insultado de algún modo el valor auténtico y que se ha menospreciado a aquellos que
hacen del peligro su pan de cada día y que luchan denodadamente por regresar?
¿Lo esencial? Tal vez no lo constituyan las profundas satisfacciones del oficio ni
sus vicisitudes, como tampoco el peligro, sino el punto de vista que todos ellos
profesan. Cuando como ahora, reducida la velocidad, amodorrado el motor, el piloto
se desliza hacia su punto de destino y contempla la ciudad recipiente de las miserias
del hombre, sus preocupaciones pecuniarias, sus bajezas, sus envidias, sus rencores,
se siente puro y fuera de su alcance. Si la noche ha sido mala goza sencillamente de
la alegría de vivir. No es el forzado que después de tu trabajo va a encerrarse en su
barrio, sino el príncipe que regresa a paso lento a sus jardines. Florestas verdes, ríos
azules, tejados de color rosa, esos son los tesoros que se le devuelven, y esa mujer
todavía sumergida entre esas piedras, que va a nacer, que va a crecer para él, que va a
ser amada por él…
* * *

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PREFACIO AL LIBRO DE ANNE MORROW-LINDBERG LE VENT SE
LEVE

Este libro me ha recordado las reflexiones de un amigo acerca del admirable


reportaje de un periodista americano. «Ese periodista —me decía—, ha tenido el
buen gusto de anotar, sin comentarios ni novelerías, las anécdotas de guerra recogidas
de boca de comandantes de submarino. Incluso se ha limitado con frecuencia a
reproducir las notas lacónicas de los diarios de navegación. ¡Qué acertado ha estado
al atrincherarse tras esa materia dejando dormir en él al escritor, ya que esos
testimonios lacónicos, esos documentos escuetos, desprenden una poesía y un
patetismo extraordinarios! ¿Por qué el hombre es tan estúpido que desea siempre
embellecer la realidad, cuando ella es en sí tan hermosa? Si un día esos mismos
marinos escriben, tal vez se esforzarán en obtener novelas malas o poemas estériles,
ignorando los tesoros que tenían en sus manos…».
Pero yo no estoy de acuerdo con él. Esos marinos escribirán tal vez poemas
estériles, pero era porque esos mismos hombres habrán escrito diarios de navegación
sin interés. No existen testimonios, sino hombres que testimonian. No existe la
aventura, sino los aventureros. No existe la lectura directa de la realidad. La realidad
es un ladrón de ladrillos que puede adquirir infinidad de formas. Nada importa si ese
periodista ha redactado su libro en un estilo telegráfico y sólo ha presentado hechos
concretos; ha intervenido necesariamente entre la realidad y su expresión. Ha elegido
los materiales (ya que no lo ha contado todo) y les ha impuesto un orden. Su propio
orden. Y al imponer su orden a esas materias primas ha construido su edificio.
Lo que en los hechos concretos es una realidad también lo es con las palabras. Os
entrego en desorden las palabras patio, baldosa, madera y resonar. Hacedme algo con
ellas… Pero vosotros os negáis. Esas palabras no tienen la virtud de conmover. Pero
Baudelaire, manejando ese material verbal, os demostrará que sabe construir una
imagen grandiosa:
«La madera resonaba sobre las baldosas de los patios…».
Con las palabras patio, madura o baldosa es posible conmover un corazón al igual
que con otoños y claros de luna. Y, por tanto, tampoco veo el motivo por que el autor
no nos pueda interesar con presiones de inmersión, giroscopios y líneas de mira, al
igual que con rememoranzas de amor. Pero en lo que me distingo de mi amigo es en
que no veo porque no habría de enternecernos con rememoranzas de amor como con
giroscopios, líneas de mira y presiones de inmersión. Es verdad que he ojeado
muchas bobadas sentimentales. Pero también he leído infinidad de narraciones con
las que se pretendía en vano conmoverme, contándome el descenso de una aguja.
Aun cuando a la vida del héroe estuviese evidentemente ligada la suerte de una
esposa, no despertaba en mí la menor vibración emocional si el autor no tenía genio
Los hechos concretos no contienen nada en sí. La muerte del héroe es muy triste si

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deja una viuda desolada, pero no es suficiente para conmovemos todavía más con
inventar un héroe bígamo.
Es evidente que el gran problema reside en las relaciones entre lo real y lo escrito,
o mejor aún, entre lo real y el pensamiento. ¿Cómo transcribir la emoción? ¿Qué
transmitimos al expresamos? ¿Qué es lo esencial? A mí me parece que lo esencial es
tan distinto de los materiales utilizados como la nave de una catedral difiere del
montón de piedras base de su construcción. Lo que se puede captar, traducir y
transmitir del mundo exterior o del interior, son las relaciones. Las «estructuras»
como dirían los físicos. Consideremos la imagen poética. Su valor está situado en
otro plano que el de las palabras empleadas. No reside en ninguno de los dos
elementos que se asocian o comparan, sino en el tipo de enlace especificado por ella,
en la actitud interna particular que una estructura determinada nos impone. La lectura
es un acto que, de manera inconsciente, ata al lector. No se trata de interesar al lector,
sino de hechizarle.
Esa es la razón por la que el libro de Anne Lindbergh me ha parecido muy
distinto de la honesta reseña de una aventura aérea. Ésa es la razón de que sea un
libro hermoso. Sin duda tan sólo recurre a observaciones concretas, a reflexiones
técnicas, a una materia prima de origen profesional. Sin embargo no se trata
únicamente sólo de eso. ¿Qué me hubiese importado saber si aquel despegue fue
difícil, si esa espera fue larga, si Anne Lindbergh se aburrió o gozó durante su viaje?
Todo eso es arcilla, pero ¿qué ha obtenido de ella? ¿Es que una obra de arte puede
construirse como un cepo? La captura es algo esencialmente distinto del cepo. Ved al
constructor de catedrales: ha utilizado piedras y ha hecho el silencio.
Un libro de verdad es semejante a una red cuyas mallas están formadas de
palabras. Poco importa la naturaleza de las mallas de la red. Lo que importa es la
presa viva que el pescador ha izado desde el fondo de los mares, esos destellos de
plata brillante que se ven relucir catre las mallas. ¿Qué ha sacado Anne Lindbergh de
su universo interior? ¿Qué sabor tiene ese libro?
Es difícil definirlo pues, para que así ocurra, es necesario escribir un libro y
hablar de muchas cosas. Y, sin embargo, siento, esparcida o través de esas páginas,
una angustia muy suave que adoptara diversas formas, pero que circulará incansable
cual sangre silenciosa.
He creído observar que siempre que una obra presentaba una coherencia
profunda, podía reducirle por lo general a una medida elemental común. Recuerdo un
film cuyo heroísmo era ante todo su pesadez, aun cuando su mismo director lo
ignorase. Todo pesaba en él. El atavismo pesaba sobre un emperador degenerado, las
densas pieles invernales pesaban sobre los hombros, abrumadoras responsabilidades
pesaban sobre el primer ministro. Las mismas puertas, que se abrían y cerraban a lo
largo del film, eran pesadas. Y en la última imagen se veía al vencedor, agobiado por
una pesada victoria, subir lentamente una escalinata sombría en busca de la luz. Es
evidente que esta medida común no había sido adoptada de manera consciente. El

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autor ni siquiera había pensado en ella. Pero el hecho de poderla vislumbrar era la
marca de una continuidad subterránea.
Recuerdo también el sentido, aunque no el texto de una extraña observación de
Flaubert sobre su propia Madame Bovary; «¿Ese libro? He tratado ante todo de
expresar el color amarillo especial de esos rincones de los muros donde a veces
anidan las cucarachas».
Lo que Anne Lindbergh ha expresado, reduciéndolo a una fórmula elemental, es
la mala conciencia que produce el placer de la demora. ¡Cuán difícil resulta avanzar
siguiendo el ritmo interior, cuando se ha de luchar contra la inercia del mundo
material! Todo parece estar dispuesto a detenerse en cualquier momento. Es preciso
mantenerse constantemente en vigilia para salvar la vida y el movimiento en un
universo que casi siempre está al pairo…
Lindbergh pilota una pequeña barca en la bahía de Porto-Praia para examinar las
condiciones del agua. Desde lo alto de una colina Ana observa como su marido se
agota tal cual un insecto minúsculo preso en una materia viscosa. Cada vez que
durante su paseo vuelve la mirada hacia el mar, le parecerá que su marido no ha
avanzado ni un ápice. El insecto agita en vano sus élitros. ¡Qué difícil resulta
atravesar una bahía! Bastaría con disminuir apenas la marcha para no poder
desprenderse jamás…
Desde hace días se encuentran ambos prisioneros de una isla, allí donde el tiempo
ya no tiene significado, donde el tiempo no avanza. Allí donde los hombres viven o
mueren en el mismo lugar, no habiendo alimentado jamás en su cerebro sino una
pequeña idea, siempre la misma, que un buen día se detuvo.
(«Aquí, el jefe soy yo…» les farfullará cien veces su anfitrión con la indiferencia
de un eco lejano). Es necesario poner de nuevo en marcha al tiempo. Es preciso
volver al continente, entrar de nuevo en la corriente, donde uno se gasta, donde uno
cambia, donde uno vive. Anne Lindbergb tiene miedo, no de la muerte sino de la
eternidad.
¡Y está tan cerca de la eternidad! Hace falta tan poco para no llegar jamás a
atravesar una bahía, para no evadirse jamás de una isla, para no despegar jamás de
Bathurst. Están los dos, Lindberg y ella, un poco retrasados… Tan poco… Apenas…
Pero bastaría con demorarse una pizca, y nadie en el mundo les esperaría más.
Hemos conocido a esa niña que corre menos de prisa que las demás. Las otras
juegas más lejos. «¡Esperadme! ¡Esperadme!». Pero está algo retrasada, se van a
cansar de esperarla, la dejarán atrás, la olvidarán sola en el mundo. ¿Cómo
tranquilizarla? Esa forma de angustia es incurable. Ya que si ahora toma parte en el
juego y tienen que partir y se retrasa en la partida ¡sus amigos se van a cansar de ella!
Ya empiezan a murmurar entre sí, ya la miran de reojo… ¡Van a volver a dejarla sola
en el mundo!
Y esa inquietud íntima es una revelación extraordinaria por parte de esa pareja a
quien todas las multitudes han aplaudido: un telegrama de Bathurst les informa que

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desean verlos y allí aparecen infinitamente reconocidos. Más tarde no pueden
despegar de Bathurst y están avergonzados de imponer su presencia. No se trata de
una falsa modestia, sino del sentimiento de un peligro mortal: un pequeño retraso y
todo se ha perdido. Angustia fértil. Es ese remordimiento interior, que jamás llegará a
curarse, el que les obliga a ponerse en marcha dos horas antes de amanecer, a
adelantarse a los propios precursores y a franquear los océanos que todavía detienen a
otros hombres.
¡Qué lejos de esas narraciones que encadenan los acontecimientos con la
arbitrariedad de historias cinegéticas! Anne Lindbergh, en su libro, se apoya en
secreto en algo tan intangible, tan elemental y tan universal como un mito. A través
de las reflexiones técnicas y de las observaciones concretas hace sentir de manera
perfecta el propio problema de la condición del hombre. No escribe sobre el avión
sino por el avión. Ese material de imágenes profesionales le sirve de vehículo para
hacer llegar hasta nosotros, algo discreto pero esencial.
Lindbergh no ha despegado de Bathurst. El avión lleva un exceso de sobrecarga.
Sin embargo, a este piloto le bastaría, para elevar su aparato, un golpe de viento del
mar, pero ese viento no llega. Y los viajeros una vez más luchan en vano contra
aquella masa viscosa. Entonces se deciden a realizar sacrificios. Sacan del avión los
víveres, los accesorios, los recambios menos esenciales. Intentan nuevos despegues
que vuelven a fracasar y cada vez deciden nuevos sacrificios. Y poco a poco en el
suelo de su habitación van amontonándose objetos preciosos que le han sido
quitados, uno a uno, añadiendo los gramos a los gramos, con inmensa nostalgia…
Anne Lindbergh ha revelado, con autenticidad sobrecogedora, ese pequeño
desgarramiento profesional. Y, ciertamente, no se ha equivocado respecto al
patetismo del avión, que no se encuentra en las nubes doradas del atardecer. Todo eso
de las nubes doradas es pura pacotilla. Pero puede residir en el uso del destornillador,
cuando se prepara sobre la tabla de bordo, entre la bella disposición de las esferas, un
hueco negro de diente roto. Aun así no hay que equivocarse. Si el autor ha sabido
hacernos sentir esa melancolía, tanto al profano como al piloto de oficio, es porque a
través de ese patetismo profesional ha alcanzado un patetismo más general. Ha
encontrado el viejo mito del sacrificio que libera. Ya conocemos esos árboles que es
necesario podar para que den frutos, ya conocemos a esos hombres que, en la prisión
de su monasterio, descubren la amplitud espiritual y, de renunciación en
renunciación, alcanzan la plenitud.
Pero también es necesaria la ayuda de los dioses. Arme Lindbergh encuentra de
nuevo la fatalidad. No basta la poda del corazón del hombre para salvarlo; es preciso
que sea tocado por la gracia. No basta con podar un árbol para que florezca, es
necesaria la influencia de la primavera. No basta con aligerar de su carga a un avión
para que despegue, se necesita que el viento marino sea favorable.
Anne Lindbergh, sin esforzarse, ha dado nueva vida a Ifigenia. Escribe a un nivel
suficientemente elevado para que su lucha contra el tiempo adquiera el significado de

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una lucha contra la muerte, para que la ausencia de vientos propicios en Bathurst, nos
plantee, en sordina, el problema del destino; y para que ella haga sentir que el
hidroavión, una máquina aparatosa y pesada en el agua, cambia de sustancia y se
convierte en un pura sangre nervioso, al ser tocado por la gracia del viento marino.
* * *

PREFACIO AL NÚMERO DE LA REVISTA DOCUMENT


DEDICADO A LOS PILOTOS DE PRUEBAS

Jean-Marie Conty es va a hablar de los pilotos de pruebas. Conty es politécnico y


cree en las ecuaciones. Tiene razón. Las ecuaciones envasan la experiencia en
botellas. Pero a fin de cuentas, en la práctica, no suele ocurrir que la máquina nazca
del análisis matemático como el polluelo sale del huevo. El análisis matemático
precede a veces a la experiencia, pero a menudo se limita a registrarla, lo que por otra
parte ya es, en sí, una función esencial. Medidas rudimentarias demuestran que las
variaciones de un fenómeno determinado están perfectamente calculadas por una
serie de hipérbolas. A sí, pues, el teórico codifica esas medidas experimentales
mediante la ecuación de la hipérbola. Pero demuestra también, con los esfuerzos
piadosos de los análisis, que no podía ser de otra manera. Cuando medidas más
exactas le hayan permitido afinar su cuna, que ahora ya se parece mucho más a una
curva de cualquier otra fórmula, registrará el fenómeno con mayor exactitud
mediante esa nueva ecuación. Pero seguirá demostrando, con esfuerzos no menos
piadosos, que era previsible por toda la eternidad.
El teórico cree en la lógica. Cree también sentir desprecio hacia el ensueño, la
intuición y la poesía. Y no ve que esas tres hadas se han disfrazado para seducirle
como a un enamorado de quince años. No sabe que les debe sus hallazgos más bellos.
Se presentaron bajo el nombre de «hipótesis de trabajo», de «condiciones arbitrarias»,
de «analogías», ¿Cómo podía suponer él, el teórico, que estaba engañando a la lógica
austera y que al escucharlas oía cantar a las musas?
Jean-Marie Conty os contará la hermosa existencia de los pilotos de pruebas. Pero
ha sido alumno de la Escuela Politécnica. Y os afirmará que pronto, el piloto de
pruebas no será otra cosa para el ingeniero, que un instrumento de mediación. Y,
ciertamente, yo lo considero igual que él. Y creo también que día vendrá en que
sufriremos sin saber por qué, nos confiaremos a físicos que, sin interrogamos
siquiera, nos sacarán una jeringa de sangre y obtendrán algunas constantes que se
multiplicará unas por otras. Y después, habiendo consultado una tabla de logaritmos,
nos curarán con una píldora. Y sin embargo, cuando yo sufra, me dirigiré en un
primer momento a cierto viejo médico rural que me observará por el rabillo del ojo,
me dará golpecitos en el vientre, colocará entre mis hombros un viejo pañuelo a

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través del cual escuchará… después toserá un poco y encendiendo su pipa se frotará
la barbilla y me sonreirá para curarme mejor.
Creo todavía en Coupet, Lasne o Détroyat, para quienes el avión no es tan sólo
una colección de parámetros, sino un organismo que debe auscultarse. Aterrizan. Dan
una vuelta discreta alrededor del aparato. Con la punta de los dedos rozan el fuselaje,
dan golpecitos en el ala. No calculan, meditan. Después se vuelven hacia el ingeniero
y con toda sencillez dicen:
—Me parece que es necesario acortar el plano fijo. Desde luego, admiro la
Ciencia. Pero también admiro la Sabiduría.

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ANTOINE MARIE JEAN-BAPTISTE ROGER DE SAINT-EXUPÉRY (Lyon, 29 de
junio de 1900 – Mar Mediterráneo, cerca de la costa de Marsella, 31 de julio de 1944)
novelista y aviador francés; sus experiencias como piloto fueron a menudo su fuente
de inspiración. Tercero de los cinco hijos de una familia de la aristocracia su padre
tenía el título de vizconde, vivió una infancia feliz en las propiedades familiares,
aunque perdió a su progenitor a la edad de cuatro años. Estuvo muy ligado a su
madre, cuya sensibilidad y cultura lo marcaron profundamente, y con la que mantuvo
una voluminosa correspondencia durante toda su vida.
Su interés por la mecánica y la aviación se remonta a la infancia: recibió el bautismo
del aire en 1912 y esta pasión no lo abandonó nunca. Después de seguir estudios
clásicos en establecimientos católicos, preparó en París el concurso de entrada en la
Escuela naval, pero no logró su objetivo y se inscribió en Bellas Artes. Pudo aprender
el oficio de piloto durante su servicio militar en la aviación, pero la familia de su
novia se opuso a que se incorporara al ejército del aire, por lo que se resignó a ejercer
diversos oficios, al tiempo que frecuentaba los medios literarios.
El año 1926 marcó un giro decisivo en su vida, con la publicación de la novela breve
El aviador, en Le Navire d’argent de J. Prévost, y con un contrato como piloto de
línea para una sociedad de aviación. A partir de entonces, a cada escala del piloto
correspondió una etapa de su producción literaria, alimentada con la experiencia.
Mientras se desempeñaba como jefe de estación aérea en el Sahara español, escribió
su primera novela, Correo del Sur (1928).

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La escala siguiente fue Buenos Aires, al ser nombrado director de la Aeroposta
Argentina, filial de la Aéropostale, donde tuvo la misión de organizar la red de
América Latina. Tal es el marco de su segunda novela, Vuelo nocturno. En 1931, la
bancarrota de la Aéropostale puso término a la era de los pioneros, pero Saint-
Exupéry no dejó de volar como piloto de prueba y efectuó varios intentos de récords,
muchos de los cuales se saldaron con graves accidentes: en el desierto egipcio en
1935, y en Guatemala en 1938.
En los años treinta multiplicó sus actividades: cuadernos de invención, adaptaciones
cinematográficas de Correo del Sur en 1937 y de Vuelo nocturno en 1939, numerosos
viajes (a Moscú, a la España en guerra), reportajes y artículos para diversas revistas.
Durante su convalecencia en Nueva York, después del accidente de Guatemala,
reunió por consejo de A. Gide los textos en su mayor parte artículos ya publicados
que se convirtieron en Tierra de hombres (1939).
Durante la Segunda Guerra Mundial luchó con la aviación francesa en misiones
peligrosas, en especial sobre Arras, en mayo de 1940. Con la caída de Francia marchó
a Nueva York, donde contó esta experiencia en Piloto de guerra (1942). En Estados
Unidos se mantuvo al margen de los compromisos partidistas, lo que le atrajo la
hostilidad de los gaullistas. Su meditación se elevaba por encima de la historia
inmediata: sin desconocer las amenazas que la época hacía pesar sobre el «respeto del
hombre», como lo relata en Carta a un rehén (1943), optó por la parábola con El
principito (1943), una fábula infantil de contenido lirismo e ilustrada por él mismo,
que le dio fama mundial.
A partir de 1943, pidió incorporarse a las fuerzas francesas en África del Norte y
retomó las misiones desde Cerdeña y Córcega. En el transcurso de una de ellas, el 31
de julio de 1944, su avión desapareció en el Mediterráneo. Los cientos de páginas de
La ciudadela, suma alegórica que permaneció inacabada, fueron publicadas
póstumamente en 1948. La prosa de Saint-Éxupery impresiona por un rigor en el que
la desnudez retórica asegura la eficacia del relato de acción. Cercano a A. Malraux
por su conciencia de la aventura humana, a J. Giono por su lirismo cósmico, a
G. Bernanos por su búsqueda del absoluto, Saint-Exupéry mostró siempre que el
hombre no es más que lo que hace.

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Notas

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[1] Carta a un rehén. <<

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