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Adorno y el después de Auschwitz Sergio Rojas - Universidad de Chile

http://alcances.cl/ver-articulo.php?id=84 recuperado el 07 de marzo de 2012

(Recepción: Junio 2009 - Aceptación: Marzo 2010)

Resumen

Para el pensamiento acerca de Auschwitz, éste tiene el sentido del acontecimiento que nos hace
sospechar que la historia acaso no es humana, aunque al hombre le ocurre. Fracaso de una historia
representada como realización de los proyectos humanos. Que la cultura posterior a Auschwitz sea
“basura” significa que es parte de los escombros del espíritu sin futuro de una tradición que se
hundió sobre sí misma en la historia. Entonces, el pensamiento que vendrá no nacerá de la
tradición como espíritu, sino del acontecimiento mismo de la discontinuidad, nacerá, pues, de la
catástrofe. Un pensamiento que “sabe” que en el origen no está el espíritu, que no existe de
antemano una plenitud de sentido o de significación para las obras de los hombres. Este es
precisamente el pensamiento de la negatividad, que nace volviéndose contra sí mismo.

Abstract

For the thought about Auschwitz, it has the sense of the event that makes us suspect that perhaps
the history is not human, although it happens to the man. Failure of a history represented like
realization of the human projects. That the culture subsequent to Auschwitz is “crap” means that it
is part of the rubbish of the spirit without future of a tradition that sank on itself in the history.
Then, the thought that will come will not be born of the tradition like spirit, but of the same event
of the discontinuity, it will be born, then, of the catastrophe. A thought that “knows” that in the
origin there is not the spirit, who beforehand doesn’t exist a fullness of sense or a meaning for the
works of the man. This is indeed the thought of the negativity that born becoming against itself [1].

Palabras claves: Auschwitz, Acontecimiento, Historia, Catástrofe, Negatividad.

Keywords: Auschwitz, Event, History, Catastrophe, Negativity.

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La historia humana es en cierto modo la solución “narrativa” al problema de la temporalidad. Es


decir, no preguntamos si acaso la historia tiene un sentido, sino que la historia misma es una
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respuesta a la pregunta por el sentido. De lo contrario, nos enfrentamos sólo al devenir, y acaso lo
más angustiante de éste no consiste en la posibilidad de lo inédito, en el carácter absolutamente
impredecible de los acontecimientos (como si fuese posible sentirse amenazados por lo
inanticipable mismo de un contenido indeterminado y no precisamente por éste), sino por el
presentimiento de su repetición, la sospecha angustiante de que no hay un mañana, de que el
“presente” es todo lo que hay. En suma, el presentimiento de que el después ya ha llegado (efecto
déjà vu).

Considerando lo recién señalado, la comprensión histórica de la temporalidad exhibe como un


motivo privilegiado la idea de una positividad a la que el devenir nos conduce como hacia un
desenlace. La libertad, la justicia, la igualdad, etc., son valores que permiten orientar el propio
pensamiento en medio de los acontecimientos actuales con una perspectiva de porvenir. Aquellas
ideas le dan un objeto al pensamiento histórico, relacionado en este sentido con una “voluntad
práctica” que se pregunta qué es lo que el hombre debe ser, o mejor dicho: qué obra deberá
corresponder a su realización como hombre. Esta idea de realización supone una potencia que se
actualiza (lo cual es radicalmente diferente a la sola posibilidad de que algo ocurra), y en este
sentido implica un proceso teleológico de agotamiento de la historia. Así, al concepto de una
temporalidad histórica le sería esencial la idea de una trascendencia, pues de lo contrario el
presente no podría pensar el sentido de su propia superación (sin esa trascendencia el presente
sería sólo un límite figurado, en el que la existencia se encontrará permanentemente como
asediada por la nada).

Pues bien, aquella manera de considerar la historia –una manera diríamos esencialmente
moderna, determinada por el sentimiento de futuro- resulta radicalmente alterada por la
conciencia de aquello que en la historia no debe volver a ocurrir. Es decir, los hechos de horror
penetran de negatividad la experiencia de la temporalidad: “Hitler ha impuesto a los hombres en
estado de no-libertad un nuevo imperativo categórico: orientar su pensamiento y su acción de tal
modo que Auschwitz no se repita, que no ocurra nada parecido" [2]. En Chile, después de la
dictadura de Pinochet, se decía “Para que nunca más”, y en Argentina Nunca Más se titulaba el
Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, presidida por el escritor
Ernesto Sábato. De esta manera, puede considerarse que el nombre “Auschwitz” refiere una
experiencia contemporánea del horror, un acontecimiento cuya inscripción histórica consiste en
que inaugura una temporalidad que se define por tener que evitar la repetición de un pasado. Pero
no se trata sólo de la experiencia de un acontecimiento, esto es, de la memoria histórica del horror,
sino también de una experiencia de la “historicidad” misma, una experiencia de la pura posibilidad
del acontecimiento histórico como negatividad. Miedo, pues, aun cierto retorno de la historia cuya
expansiva realidad hizo trizas lo cotidiano. Una secreta posibilidad alojada en la gravedad heredada
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por el presente, desde un pasado que se creía resuelto y en el que descansaba su fe en el futuro (el
suelo del presente es el pasado en el que por ahora se reconoce). La historia disponible resulta
puesta en cuestión desde su misma posibilidad, y entonces la historicidad de la existencia humana
–su conciencia histórica- comienza a identificarse con una dimensión de negatividad. ¿Cómo
pueden los hombres proponerse hacer la historia a partir del imperativo de evitar que algo ocurra,
especialmente de algo que “ya ocurrió”? Es como si se tratara de evitar un futuro de “alta
probabilidad”, como si el porvenir fuese sólo el lugar de lo que no debería ocurrir; en suma, como
si se tratara de evitar el futuro sin más. Todo esto en la medida en que existe un pasado que de
ninguna manera puede ser negado, lo cual implica en los acontecimientos pasados una dimensión
moral que es anterior a toda interpretación. Evitar que el acontecimiento se repita es evitar la
catástrofe que impone a los hombres la paradójica tarea de dar sentido a la catástrofe del sentido,
como si el lugar de éste en la historia no fuese otro que el lugar vacante del sentido. La moral de
los hombres enfrentando la historia en el presente tiene el sentido de una reserva de pensamiento
(el pensar retrotraído a su indeterminación constitutiva), expuesto a la catástrofe de la irrupción de
la pura posibilidad fáctica de que algo ocurra, como actualidad pura (realidad total, sin reserva) en
la que nada se actualiza, y por lo tanto su rendimiento más poderoso es la negación del relato
mismo [3].

Lo anterior nos encarga pensar el núcleo de negatividad contenido en el fenómeno “Auschwitz”,


considerado como una clave de comprensión histórica del siglo XX. En efecto, si en la historia se
inaugura un después a partir de “lo que no debió ocurrir nunca”, entonces la historia misma se
muestra como un fracaso, lo cual resultaría ser una contradicción en sí misma (el pleno de la
historia no admitiría el concepto de “fracaso”), siempre y cuando se considere que la historia tiene
como sujeto al ser humano. Pero cabe aquí señalar dos elementos fundamentales. Primero: el
horror del que hablamos es un hecho irreversible (lo irreversible horroroso como el estricto
reverso del entusiasmo kantiano), comprende por lo tanto, lo esencial del acontecimiento
histórico. Segundo: el horror arrebata el devenir a los hombres, porque lo priva de sentido.
Estamos, pues, ante una paradoja. El acontecimiento en el que la historia parece alcanzar inédita
gravedad es precisamente el que ahora nos hace sospechar que la historia acaso no es humana,
que no es del hombre, aunque a éste le ocurre, el acontecimiento ante el cual “uno” ya no sabe
qué pensar. El horror contradice el “por qué”. Y esto se debe a que no se trata sólo del dolor, que
en la teleología cristiana, por ejemplo, siempre ha estado en correspondencia con un reclamo y
una expectativa de sentido, pues el dolor cristiano abre la existencia hacia el futuro. Pero el horror
con estatura histórica de Auschwitz (en el sentido de que hace de la historia una interrogante) es
de otra índole, constituye una experiencia de la inmanencia intrascendente de la existencia, de allí
que ahora el “futuro” pareciera ser sólo “después”. Un después que se constituye y se inscribe
como una especie de memoria sin imaginación, memoria de lo irrepresentable: una memoria de lo
inhumano [4].
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En cierto sentido, el terror es un paréntesis en la historia, un desfondamiento en cualquier curso


de sentido imaginable. Sin embargo, en otro sentido, sólo en ello ha podido consistir el
acontecimiento histórico; esto es, en una especie de ceguera producida por un “exceso de historia”
y un consecuente vaciamiento de sentido al destruirse las instituciones que soportan la existencia
cotidiana. “La presión de lo general dominante –escribe Adorno- sobre todo lo particular, sobre los
hombres individuales y las instituciones singulares, tiende a desintegrar lo particular e individual,
así como su capacidad de resistencia” [5]. Por ejemplo, el exceso nazi de historia, en que el
lenguaje es usurpado por la retórica grandilocuente de lo excepcional [6]. Todo es grave, es decir,
todo será parte del pasado como inscripción, en un futuro que se construye ahora, en cada
instante (en cada gesto, acción, palabra). Los individuos en el presente existen aplastados por el
futuro que será sólo pasado, un futuro que ya goza, pues, de la gravedad del pasado. El lugar
vacante de Dios (el lugar vacío de lo suprasensible) es el futuro.

Los campos fueron ante todo lugares de muerte, pero no sólo como campos de ejecución, sino de
sufrimiento sistemáticamente aplicado. La muerte transformada en un procedimiento técnico que
se administra lentamente. Por eso Adorno escribe: “La muerte ha alcanzado un nuevo horror en
los campos: desde Auschwitz, temer a la muerte significa temer algo peor que la muerte” [7].
Aniquilación del sujeto en el cuerpo, experiencia brutal de la finitud, esto es, experiencia animal de
la muerte, o mejor dicho: experiencia de la muerte animal. Si el horror –esa inimaginable demasía
de la muerte en los campos- puede ser pensado en estos términos, entonces ¿cómo entender el
hecho de que las condiciones de esa “experiencia” sean condiciones técnicas, es decir, la
aniquilación como procedimiento?

En sentido estricto, el animal no muere, porque no tiene conciencia de “su” finitud. Sólo el hombre
muere, solo el hombre es un ser-para-la-muerte, y organiza su mundo –el mundo- a partir de este
hecho irreductible. El mundo es, pues, una forma de apropiarse de la muerte, de incorporarla a la
existencia, y en este mismo sentido la muerte es la condición de lo que denominamos la cultura.
En efecto, la articulación de la dimensión sensible y la dimensión suprasensible de la existencia –de
la cual resulta esa totalidad inabarcable de sentido que es el mundo-, corresponde precisamente al
hecho de la finitud. Kant, desde el concepto de razón finita, y Hegel, desde el concepto de espíritu,
hicieron en cada caso de este problema un tema fundamental de su pensamiento. Ahora bien, la
historia técnica de la sociedad moderna conduce hacia la alteración y supresión de esa
articulación, conduce, pues, hacia el fin del mundo. Auschwitz se inscribe en esta historia.

El “fin del mundo” es el extrañamiento de la muerte, en que el despliegue de la técnica deja el


cuerpo en la intemperie. La muerte deviene lo absolutamente otro. “Tras la hace mucho tiempo
ratificada decadencia en secreto de las religiones objetivas, que habían prometido quitarle a la
muerte su aguijón, ésta hoy en día se convierte por completo en lo totalmente extraño por efecto
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de la decadencia socialmente determinada de la experiencia continua en general” [*8]. La muerte,


y con ello la finitud misma, deviene algo extraño, el sentido de la muerte se hunde en el sin sentido
del hecho de morirse, el sufrimiento en la era de la técnica expone los cuerpos en un no-mundo.
“Hier ist keine Warum”.

Pero la realidad de los campos de exterminio corresponde también a un tipo de racionalidad


instrumental -de racionalidad procedimental-, en que se trata de aniquilar a una parte de los seres
humanos para realizar un concepto de la humanidad. Además se trata de un acontecimiento él
mismo extraño, esto es, que en cierto modo no se le había visto venir. Esto no implica
necesariamente pensar que la historia tenía, después de todo, un sentido diferente al que se creía,
sino más bien el pensamiento de que acaso no tiene sentido alguno, cuando la muerte -y en
general la finitud- ha devenido sólo un recurso para hacer bajar el cielo a la tierra, y suprimir así la
distancia en la que tiene lugar el sentido (la brecha cuya “reparación” es la cultura). La obra total es
la realización de la inmanencia intrascendente. Aquí el concepto de realización no significa la
construcción en la tierra de lo que está en la dimensión suprasensible, sino la aniquilación de ésta,
la trituración de lo que relacionaba en su distancia la facticidad material de la existencia con los
ideales de la razón: la cultura.

Lo extraño de aquel acontecimiento de devastación no consiste simplemente en que no se lo haya


podido “anticipar”, acaso por provenir su sentido desde lo radicalmente otro (porque en cierto
modo, la cultura –como “obra del espíritu”- siempre había resuelto que el sentido provenía desde
lo absolutamente otro, y que precisamente en ese carácter absoluto no terminaba nunca por
ingresar del todo en el reino de lo sensible, y en esa distancia de lo aún-no se afirmaba el sentido y
la articulación metafísica de la existencia), sino que tal imposibilidad se debe a que el horror
proviene de la mismidad intrascendente del proceso. Aquél no viene desde el futuro que
comparece, sino desde la inmanencia sin futuro, la cual es propia de la ciega, opaca y silenciosa
inhumanidad alojada en las obras técnicas de los hombres. La técnica les arrebata la muerte a los
hombres, porque el miedo a ésta se transformó en el miedo a los hombres, a los otros hombres. Se
trata de la deshumanización de la muerte: “Con el asesinato administrativo de millones, la muerte
se convirtió en algo que nunca había sido todavía de temer así. Ya no había ninguna posibilidad de
que entrara en la vida experimentada de los individuos como algo concordante con el curso de
ésta” [9]. La muerte realizada de esta manera no puede pertenecer a la vida humana, es decir, no
hay forma de pensar que la vida misma pudiera ser conducida hacia ese exterminio, en que la
muerte adquiere una dimensión exclusivamente física (no digamos “animal” o “natural”). “La
integración de la muerte física en la cultura –escribe Adorno- habría que refutarla teóricamente,
pero no a favor de la esencia puramente ontológica muerte, sino por mor de lo que el hedor del
cadáver expresa y sobre lo que su transfiguración en restos mortales engaña” [10]. Este pasaje
señala con asombrosa precisión lo medular del problema. No se habla de una disputa entorno al
concepto o a la idea de la muerte, porque estamos ante el hecho desnudo de la muerte: el
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cadáver. A esto se refieren las expresiones “hedor” y “restos”, el cuerpo muerto: el cuerpo –
todavía insepulto- del muerto, el cuerpo que no ha desaparecido con “su” muerte. Pero al mismo
tiempo se trata de la muerte que consiste precisamente en la reducción de la muerte a restos que
hieden, esto es, a un hecho físico.

El exterminio técnico nos impone considerar el cuerpo como el fin; nos impone, pues, el dato
mudo del cadáver como si en eso radicara la muerte, como si el hecho de morir consistiese en
devenir cadáver. Pero la absoluta intrascendencia del fin no se puede pensar: “el pensamiento de
que la muerte es lo absolutamente último es impensable. Los intentos del lenguaje por expresar la
muerte son vanos hasta en la lógica: ¿quién sería el sujeto del que ahí se predique que aquí y
ahora está muerto?” [11]. La muerte se ha “identificado” con el muerto en su cadáver, en la misma
medida en que se ha expulsado a la muerte de la sociedad y se la ha querido pensar como algo
que le ocurre al muerto, como un acontecimiento de la vida animal del hombre. En ese mismo
sentido, han sido posibles las denominadas “ideologías de la muerte”, que creen poder concebir
procesos de construcción social que implican la persecución, la tortura y el asesinato, como si la
“construcción” misma, edificada sobre la muerte, tuviese con ésta una relación de discontinuidad
(por ejemplo, bajo la noción de “costo”), expresada en la conocida frase de Stalin: “no se puede
hacer una tortilla sin romper huevos”. Pero según Adorno, esto estaría reñido con el pensamiento,
en la medida en que atendamos a la posibilidad de la metafísica que radica en el pensamiento. La
deshumanización que se expresa radicalmente en la destrucción sistemática en los campos, había
comenzado en la manera en que la razón se dejó conducir hacia su realización conforme a la
oposición moderna entre sujeto y objeto.

Auschwitz vuelve a plantear la pregunta kantiana, pero en otros términos: “La pregunta
epistemológica de Kant, cómo es posible la metafísica, es sustituida por la de la filosofía de la
historia, si en general es aún posible una experiencia metafísica” [12]. El problema de si acaso
después de Auschwitz sólo hay el después, trata precisamente de esa cuestión. Auschwitz sería
algo así como el fin de la historia, pero en sentido estricto no como cumplimiento, sino como
cadáver, como resto, como cuerpo insepulto. Auschwitz como una opacidad intrascendente en
donde lo humano no podría reconocerse porque el hombre no podría pensarlo (trascenderlo)
porque no podría ver en ello ningún futuro. Lo que extraña al pensamiento en Auschwitz –como
ocurre también con el fenómeno Gulag, los archivos de la STASI, etc.- no es el no poder reconocer
en ello una lógica de terror que ha tenido su origen e implementación en el hombre, sino el hecho
de que allí el “proyecto” se agota por entero en la facticidad de la obra. Si a pesar de los éxitos
técnicos, deportivos y económicos de un sistema, el miedo producido por la acción de los servicios
de Inteligencia y Seguridad permanece como una impronta irreductible de tales gobiernos, ello se
debe no sólo a la magnitud de los crímenes, sino también a que éstos constituyen la verdadera
estatura de la obra. El más allá intrascendente de las conquistas está en los archivos y en los
calabozos, hasta donde nunca llegó el contenido retórico de los discursos; está en las muertes en
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las que se agota la necesidad sin sentido del proceso. Es decir, no hay aquí un más allá. “Para ser
espíritu éste tiene que saber que no se agota en aquello que alcanza; no en la finitud a la que se
asemeja. Por eso piensa lo que le estaría sustraído. Tal experiencia inspira a la filosofía de Kant,
una vez que se ha extraído a ésta de su coraza del método. La ponderación de si la metafísica en
general es aún posible tiene que reflejar la negación de lo finito exigida por la finitud” [13]. En
efecto, la finitud exige la trascendencia de lo finito, porque éste no es la negación del sentido, sino
su condición.

El pensamiento de Adorno se desarrolla en la línea de un cierto pesimismo, por cuanto lo que se


propone como pensamiento crítico nace aquí de la resistencia de lo humano a las formas de
racionalidad que –como formas de reconciliación alienada- resultan del imperio de la técnica. Es
decir, se trataría en lo esencial de un pensamiento de la negatividad. Esto implica una visión de la
historia como “desmoronamiento” [Zerfalls], lo cual podría interpretarse como la historia del mero
sucederse de los acontecimientos, sin solución de continuidad, esto es, sin positividad, sin que
haya, pues, un momento de síntesis o de desenlace narrativo. Es lo que se denomina
coloquialmente con la expresión: “el desencadenarse de los hechos”. Consideramos que resulta
verosímil pensar que la negatividad en Adorno corresponde precisamente a esta concepción de la
historia en el siglo XX, en que más allá de una posible interpretación respecto del asunto que en
algún momento determinado pudiera decirnos “de qué” se trata la historia, es en el
desencadenarse mismo de los hechos –en su “desmoronamiento”- que la historia se le escapa a los
hombres. En los términos de Adorno, diríamos que la historia ha alcanzado su “punto de fuga”
[14]. Auschwitz es la aterradora figura en la que se ha plasmado ese desencadenarse de los
acontecimientos. ¿Cuál es el lugar del arte aquí? ¿Por qué el arte –Kafka, Brecht, Beckett- ha
encontrado en la catástrofe sus posibilidades “formales” más exigentes?

Escribe Adorno: “Después de Auschwitz, ninguna palabra pronunciada desde las alturas, ni siquiera
desde la teológica, tiene ningún derecho sin transformarse” [15]. Es decir, el lenguaje no tiene
derecho si no ha sido afectado por la catástrofe, si no ha sido, pues, alterado por la inhumanidad
de la historia en cuyo después nos encontramos. En cierto modo, esta es precisamente la tarea del
arte: afectar al lenguaje, exponerlo al acontecimiento de tal manera que su diferencia interna (por
ejemplo, la diferencia entre significante y significado y su potencial metafísico de significabilidad),
en la que yace la posibilidad misma de sentido, es conducida hacia su agotamiento. Se trata, por
cierto, de un trabajo de máxima lucidez con los recursos representacionales del lenguaje. Porque la
puesta en cuestión estética de la distancia entre lo sensible y lo suprasensible, la puesta en obra
del agotamiento del potencial metafísico del lenguaje, supone el ejercicio de un sujeto llevando al
límite su lucidez como artista. El artista puede elaborar en la obra un cuerpo aniquilado porque su
conciencia no ha sido tocada por el cuerpo [16]. O, en todo caso, dispone de la posibilidad de la
distancia, que es siempre una distancia con respecto al cuerpo. En esa distancia se juega la
posibilidad de la obra. “Hombres de reflexión y artistas han dejado en no pocas ocasiones
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constancia de una sensación de no estar del todo presentes, de no participar en el juego; como si
no fueran en absoluto ellos mismos sino una especie de espectadores” [17]. Consideramos que un
aspecto fundamental aquí consiste en que a la catástrofe no se le vio venir. El arte se enfrenta
entonces a ese cierre del futuro que significa el desmantelamiento del mundo, pero es necesario
hacer el trabajo de abrirse a la catástrofe, poner las condiciones para su experiencia, porque sólo
en la carencia de palabras, en la imposibilidad de limitarse simplemente a “señalar” (porque lo
acontecido carece de nombre), en el agotamiento de las formas y fórmulas existentes y disponibles
del sentido, es posible hacer ingresar la catástrofe en la historia. Por eso el arte se detendrá mucho
tiempo en el “pasado”, incluso cuando se lo considere a éste como ya olvidado o consagrado.

En este sentido, el arte es lo contrario del pensamiento intempestivo de la filosofía que, al decir de
Nietzsche, “llega siempre demasiado temprano” [La Ciencia Jovial]. El arte llega después, porque
trata con el lenguaje de las apariencias, y su negatividad consiste en despejar el lenguaje, exhibirlo
inhabitable, agotándolo. Ha llegado después, cuando ya sólo quedan los nombres que sirven
todavía para engañarse, cuando ya no hay mundo [18]. Sin embargo, el arte por haber llegado
después debe todavía lidiar con los hábitos como el soporte inerte del pensamiento, la
materialidad sígnica sedimentada de un mundo que ya no existe, que ha caído en la
intrascendencia. En este sentido podría interpretarse el trabajo crítico del arte, cuando Adorno
señala que: “Entre crítica cultural y barbarie hay una cierta connivencia” [19]. Pues se trataría en el
arte de exponer la no verdad de la cultura todavía instituida, de hacer ingresar la barbarie allí en
donde el lenguaje todavía puede traducir los acontecimientos a formas pre dadas de sentido y
significación. He aquí la figura de la dialéctica como trabajo del pensamiento, pero como dialéctica
negativa, porque no se dirige hacia la superación de las formas heredadas, sino hacia su
destrucción, hacia su total agotamiento, para recuperar el momento de la intemperie en que el
futuro nace de la aniquilación de lo que se esperaba como futuro (del futuro como temporalidad
vaciada de contenido, como sólo el sitio de una realización). El arte trabaja contra la cultura, y de
aquí su relación con la filosofía crítica: “Si la dialéctica negativa exige autorreflexión del
pensamiento, esto implica palpablemente que, para ser verdadero, el pensamiento debería
también pensar contra sí mismo” [20]. Volverse el pensamiento contra sí mismo, en esto radica lo
medular de la dialéctica negativa, y habría que interrogar por el sentido de ese “volverse”, como si
estuviésemos ante un retorno en que el pensamiento es obstruido por sus propias obras, las que
constituyen la densidad de su pasado-presente. ¿Hacia dónde se dirige el pensamiento cuando se
vuelve sobre sí mismo? ¿Cómo podría el pensamiento orientar el trabajo reflexivo hacia su propia
negación? Esto sólo es posible en la medida en que el pensamiento conserva una relación con su
ausencia, en lo cual consistiría a la vez la relación originaria del pensamiento consigo mismo.

En el concepto de dialéctica negativa el pensamiento mismo exhibe un carácter esencialmente no-


religioso, pero al mismo tiempo diferenciado del lenguaje que sería el cuerpo vicario de una pura
negatividad. “Si cada símbolo no simboliza más que a otro, algo de nuevo conceptual, su núcleo
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resulta vacío y con él la religión. Ésa es la antinomia de la consciencia teológica hoy día” [21]. Es
decir, la religión depende internamente del lenguaje, pues en éste da cuerpo al vacío y con ello
produce un simulacro (representación) en la ausencia. Pero esta remisión sin solución de
continuidad de la significación -que caracterizaría el proceso de simbolización en la religión-,
describe la generación de significación en el lenguaje en general. Por lo tanto, la tesis de Adorno en
este punto señalaría implícitamente el núcleo de religiosidad del lenguaje como falsa conciencia
[22]. La antinomia de la conciencia religiosa correspondería, pues, a una antinomia contenida en el
lenguaje mismo, y por lo tanto la negatividad de la cual sería portadora el arte consistiría en que
lleva al límite la imposibilidad del lenguaje. Éste alberga en su núcleo su propia ausencia, una
trascendencia innombrada que sólo adquiere el estatuto de la “presencia” en la existencia finita
por el cuerpo vicario del lenguaje, de manera que éste sería siempre una promesa. Ese núcleo
requiere que el lenguaje sea esencialmente mediación, y sólo puede permanecer en esta condición
y a la vez remitir a un significado en la medida en que la mediación es infinita. El lenguaje, como el
entendimiento kantiano, nunca tiene relación empírica con las cosas mismas significadas;
estéticamente considerada esa no-relación es el cuerpo significante. El contenido “divino” del
lenguaje como su núcleo de inteligibilidad sólo se puede dar como ese vacío, y de esa manera
puede corresponder a la voluntad de contenido de la razón finita. Pero no hay contenido, sólo
“continente”.

Ahora bien, cuando el objeto a significar es la catástrofe, entonces el lenguaje disponible entra en
relación con su propia finitud, que es el fin de la promesa, la destrucción de la mediación infinita
[23]. La subjetividad se orienta hacia el lenguaje como a su propia finitud, y entonces recién el
lenguaje entra en relación con las cosas, o mejor dicho: entra en relación con su no-relación, con
su condición de mediación. Este es el lugar del arte, el momento de la reflexión del lenguaje sobre
sí mismo, como una figura de la razón en pos de su finitud. El arte es lenguaje que se elabora a
partir de un saber de sus límites, lo que significa que lo que en éste “aparece” no aparece, es decir,
que “aparece” sin ingresar en la apariencia, como la pura intensidad de un mundo que se deja
sentir con la crisis de la representación: “El arte es apariencia aún en sus más altas cimas; pero la
apariencia, lo que en él hay de irresistible, lo recibe de algo carente de apariencia” [24]. En este
sentido, el arte es un momento del saber filosófico respecto de la relación entre el pensar y el ser.
En efecto, el lenguaje –y en eso los nombres y las representaciones de las cuales éste es portador-
permanece “exterior” al ser cuya nota esencial es la trascendencia. Pero esto no significa postular
una onto-teología, sino exponer la condición del lenguaje que con su intrascendencia cotidiana
parece bordear aquello que no alcanza a nombrar propiamente. El vacío acotado permanecerá en
el secreto mientras el lenguaje permanezca en el “exterior”, pero cuando el lenguaje accede a su
impotencia constitutiva, entonces penetra en el vacío. La obra de arte expone los recursos mismos
de representación y significación, dejando ver el vacío alojado en el signo y entonces,
precisamente por haber penetrado en la concreta devastación del sentido, la obra parece
distanciarse de la vida cotidiana en su inmediatez. Pero lo que ocurre es que en la catástrofe del
sentido es la mediación lo que emerge, no “la cosa misma”. En ello consisten las ruinas, como
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cuerpos significantes que posibilitan una paradójica presencia (como intensidad) en la


representación, en que la experiencia y el conocimiento se disocian entre sí. En efecto, en la teoría
del sujeto el conocimiento es posible en una constante mediación que difiere la presencia de la
cosa misma [25], y en catástrofe de sentido que aquí describimos es el régimen de la mediación lo
resulta alterado.

El acontecimiento hace que el pasado desborde el “presente”, como basura: “Auschwitz demostró
irrefutablemente el fracaso de la cultura. Que pudiera ocurrir en medio de toda una tradición de
filosofía, de arte y de ciencias ilustradoras, dice más que sólo que ella, el espíritu, no llegara a
prender en los hombres y cambiarlos. (…) Toda la cultura posterior a Auschwitz, junto con su
apremiante crítica, es basura” [26]. La catástrofe tiene lugar como una discontinuidad del pasado
(del espíritu como pasado) respecto del presente, pero la frase de Adorno no significa sólo que el
presente no se pueda reconocer en el pasado, sino más bien en un futuro posible, y que por lo
tanto el presente “se reconoce” más bien como parte de ese pasado sin futuro. Que la cultura
posterior a Auschwitz sea “basura” podemos interpretarlo en el sentido de que es parte de los
escombros del espíritu sin futuro de una tradición que se recortó sobre sí misma desde la historia.
Entonces, el pensamiento que vendrá no nace de la tradición como espíritu, sino del
acontecimiento mismo de la discontinuidad, nacerá, pues, de la catástrofe. Un pensamiento que
“sabe” que en el origen no está el espíritu, que no existe de antemano una plenitud de sentido o
de significación a la que deban los hombres sus obras. Este es precisamente el pensamiento que
nace volviéndose contra sí mismo.

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NOTAS

1. Este texto es parte de la investigación La “muerte de Dios” en el orden significante, que el año
2007 contó para su escritura con el apoyo de la Beca de Creación Literaria del Fondo nacional del
Libro y la Lectura.

2. Theodor Adorno: Dialéctica Negativa, Akal, Madrid, 2005, p. 334.

3. El relato histórico ha tenido siempre, como su condición de verdad, la tarea de quitar a los
hombres del presente la ilusión de haber protagonizado la historia en el sentido de haber sido ellos
11

sus autores. La historiografía expone en cada caso las fuerzas y lógicas ocultas que tramaron el
presente desde un pasado que como un caudal torrentoso atravesaba el “presente” rumbo a un
futuro lleno de lápidas y monumentos recordatorios. Del presente sólo “quedarán” –en las
transacciones del futuro- las ficciones de la memoria. Cada cierto tiempo acontece con gran
magnitud en la historia la intemperie del “individuo” cuya existencia desnuda, despojada del
abrigo de los relatos, carece por definición de inscripción. Inscripción es precisamente lo que no
puede tener. Como tampoco puede haber inscripción de la experiencia del lugar vacante de Dios.

4. En este caso cabe entender lo inhumano como intrascendencia. Al respecto, un interesante


debate en torno a las imágenes fotográficas de Auschwitz protagonizaron George Didi-Huberman y
Gérard Wajcman. “Si miramos las cuatro fotografías de Birkenau como imágenes-jirones y no como
imágenes-velo, como excepción y no como la regla, estamos en situación de percibir en ellas un
horror descarnado, un horror que nos deja tanto más desconsolados cuanto que no lleva las
marcas hiperbólicas de lo ‘inimaginable’, de lo sublime o de lo inhumano, sino las de la humana
banalidad al servicio del más radical de los males: por ejemplo, en los gestos de algunos de estos
hombres, obligados a manipular tantos cadáveres de sus correligionarios asesinados ante ellos.
Son gestos de trabajo, y ahí radica el horror.” G. Didi-Huberman: Imágenes pese a todo. Memoria
visual del holocausto, Paidós, Barecelona, 2004, p. 125-126. Entonces, detenerse en la distancia
que es inherente al régimen de lo visible permite acontecer la supresión de toda distancia al
reconocer los rasgos de lo cotidiano en el horror del crimen. La banalidad de los procedimientos.
En cierto modo, podría decirse que Wajcman tiene razón al pensar que la visibilidad de la
fotografía suprime el acceso al horror absoluto al enfrentarnos al así de los acontecimientos, al
darle al horror la apariencia del procedimiento. Pero en esto consiste precisamente el estallido de
la realidad, en cuanto que ésta no radica en la manifestación de una trascendencia absoluta (como
podría ser el mal absoluto, el mal en sí mismo), sino en la intrascendencia de sus actores y
procedimientos.

5. “La educación después de Auschwitz”, en Consignas, Amorrortu, Buenos Aires, 1973, p. 83.

6. Víctor Klemperer elabora la expresión irónica de Lingua Tertii Imperi (LTI) para referirse al uso del
lenguaje en el Tercer Reich: la LTI “considera histórico cualquier discurso pronunciado por el
Führer, aunque diga cien veces lo mismo; es histórica cualquier reunión del Führer con el Duce,
aunque no altere la situación; es histórica la inauguración de una autovía, y se inaugura cada
carretera y cada tramo de carretera; es histórica cada fiesta de acción de gracias por la cosecha; es
histórico cada congreso del Partido, es histórico cualquier día de fiesta de cualquier tipo. Y como el
Tercer Reich sólo consiste en días de fiesta –podría decirse que estaba enfermo de ausencia de días
normales, mortalmente enfermo, así como un cuerpo puede estar enfermo por falta de sal-
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considera históricos todos sus días.” LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un Filólogo,
Minúscula, Barcelona, 2002, p. 72.

7. Dialéctica Negativa, p. 340.

8. Ibíd., p. 339. “Ni siquiera la experiencia de la muerte basta como lo último e indudable, como
metafísica a la manera de la que del frágil ego cogitans otrora dedujo Descartes.” Ibíd., p. 337.
Lejos de haber comenzado la muerte a significar “otra cosa”, los procedimientos del horror afirman
su insignificancia.

9. Ibíd., p. 332.

10. Ibíd., p. 335.

11. Ibíd., p. 340.

12. Ibíd., p. 340.

13. Ibíd., p. 359. “Las categorías metafísicas perviven, secularizadas, en lo que el vulgar impulso
superior llama la pregunta por el sentido.” Ibíd., p. 344.

14. “Lo que el espíritu antaño se jactaba de determinar o construir a semejanza suya se mueve
hacia lo que no se semeja al espíritu; hacia lo que se sustrae a su dominación y en lo que ésta sin
embargo se manifiesta como mal absoluto. El estrato somático, alejado del sentido, en el vivo es
escenario del sufrimiento que en los campos abrasó sin consuelo todo lo que de apaciguador hay
en el espíritu y en la objetivación de éste, la cultura. El proceso por el cual la metafísica se desvió
inconteniblemente hacia aquello contra lo cual fue otrora concebida, ha alcanzado su punto de
fuga.” Ibíd., p. 335.

15. Ibíd., p. 336.


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16. “[Después de Auschwitz] Beckett, y cualquiera de los que siguieron siendo dueños de sí, allí se
habría venido abajo y se habría probablemente visto forzado a abrazar esa religión de trinchera
que el superviviente revestía diciendo que él quería dar ánimo a los hombres; como si eso
dependiera de alguna configuración espiritual; (…) A eso se ha llegado con la metafísica.” Ibíd., p.
337.

17. Ibíd., p. 333.

18. Como señala con precisión Vicente Gómez: “Sólo es capaz [el arte] de procurar un refugio a la
utopía si se identifica con la catástrofe social y, convirtiéndose en ‘absurdo’, es lo suficientemente
‘realista’ como para renunciar en su configuración interna a la ‘síntesis artística’, cuando el
principio que articula la sociedad es el desgarramiento.” El pensamiento estético de Theodor W.
Adorno, Cátedra, Madrid, 1998, pp. 167-168.

19. Dialéctica Negativa, p. 337.

20. Ibíd., p. 334.

21. Ibíd., p. 365.

22. Podría leerse en esta dirección el interés de Adorno por la relación de la filosofía con la música,
y su afirmación de que la música no es lenguaje. Véase al respecto nuestro artículo Música y
autoconciencia en Adorno.

23. “La pura experiencia metafísica se va haciendo inequívocamente más pálida y lábil en el curso
del proceso de secularización, y eso ablanda la sustancialidad de la antigua. Se mantiene negativa
en ese ‘¿Eso es todo?’ que con toda probabilidad se actualiza en la espera en balde. El arte lo ha
registrado (…).” Ibíd., p. 343.
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24. Ibíd., p. 370.

25. “El proceso cognitivo que debe aproximarse asintóticamente a la cosa trascendente desplaza a
ésta, por así decir, delante de sí y la aleja de la consciencia.” Ibíd., p. 372.

26. Ibíd., p. 336.

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Referencias Bibliográficas

Adorno, Theodor (1973): “La educación después de Auschwitz”, en Consignas, Amorrortu, Buenos
Aires, 1973.

Adorno, Theodor (2005): Dialéctica Negativa, Akal, Madrid.

Gomez, Vicente (1998):El pensamiento estético de Theodor W. Adorno, Cátedra, Madrid.

Huberman- G. Didi (2004): Imágenes pese a todo. Memoria visual del holocausto, Paidós,
Barecelona.

Klemperer, Victor (2002): La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un Filólogo, Minúscula, Barcelona.

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