Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Resumen
Para el pensamiento acerca de Auschwitz, éste tiene el sentido del acontecimiento que nos hace
sospechar que la historia acaso no es humana, aunque al hombre le ocurre. Fracaso de una historia
representada como realización de los proyectos humanos. Que la cultura posterior a Auschwitz sea
“basura” significa que es parte de los escombros del espíritu sin futuro de una tradición que se
hundió sobre sí misma en la historia. Entonces, el pensamiento que vendrá no nacerá de la
tradición como espíritu, sino del acontecimiento mismo de la discontinuidad, nacerá, pues, de la
catástrofe. Un pensamiento que “sabe” que en el origen no está el espíritu, que no existe de
antemano una plenitud de sentido o de significación para las obras de los hombres. Este es
precisamente el pensamiento de la negatividad, que nace volviéndose contra sí mismo.
Abstract
For the thought about Auschwitz, it has the sense of the event that makes us suspect that perhaps
the history is not human, although it happens to the man. Failure of a history represented like
realization of the human projects. That the culture subsequent to Auschwitz is “crap” means that it
is part of the rubbish of the spirit without future of a tradition that sank on itself in the history.
Then, the thought that will come will not be born of the tradition like spirit, but of the same event
of the discontinuity, it will be born, then, of the catastrophe. A thought that “knows” that in the
origin there is not the spirit, who beforehand doesn’t exist a fullness of sense or a meaning for the
works of the man. This is indeed the thought of the negativity that born becoming against itself [1].
Volver
respuesta a la pregunta por el sentido. De lo contrario, nos enfrentamos sólo al devenir, y acaso lo
más angustiante de éste no consiste en la posibilidad de lo inédito, en el carácter absolutamente
impredecible de los acontecimientos (como si fuese posible sentirse amenazados por lo
inanticipable mismo de un contenido indeterminado y no precisamente por éste), sino por el
presentimiento de su repetición, la sospecha angustiante de que no hay un mañana, de que el
“presente” es todo lo que hay. En suma, el presentimiento de que el después ya ha llegado (efecto
déjà vu).
Pues bien, aquella manera de considerar la historia –una manera diríamos esencialmente
moderna, determinada por el sentimiento de futuro- resulta radicalmente alterada por la
conciencia de aquello que en la historia no debe volver a ocurrir. Es decir, los hechos de horror
penetran de negatividad la experiencia de la temporalidad: “Hitler ha impuesto a los hombres en
estado de no-libertad un nuevo imperativo categórico: orientar su pensamiento y su acción de tal
modo que Auschwitz no se repita, que no ocurra nada parecido" [2]. En Chile, después de la
dictadura de Pinochet, se decía “Para que nunca más”, y en Argentina Nunca Más se titulaba el
Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, presidida por el escritor
Ernesto Sábato. De esta manera, puede considerarse que el nombre “Auschwitz” refiere una
experiencia contemporánea del horror, un acontecimiento cuya inscripción histórica consiste en
que inaugura una temporalidad que se define por tener que evitar la repetición de un pasado. Pero
no se trata sólo de la experiencia de un acontecimiento, esto es, de la memoria histórica del horror,
sino también de una experiencia de la “historicidad” misma, una experiencia de la pura posibilidad
del acontecimiento histórico como negatividad. Miedo, pues, aun cierto retorno de la historia cuya
expansiva realidad hizo trizas lo cotidiano. Una secreta posibilidad alojada en la gravedad heredada
3
por el presente, desde un pasado que se creía resuelto y en el que descansaba su fe en el futuro (el
suelo del presente es el pasado en el que por ahora se reconoce). La historia disponible resulta
puesta en cuestión desde su misma posibilidad, y entonces la historicidad de la existencia humana
–su conciencia histórica- comienza a identificarse con una dimensión de negatividad. ¿Cómo
pueden los hombres proponerse hacer la historia a partir del imperativo de evitar que algo ocurra,
especialmente de algo que “ya ocurrió”? Es como si se tratara de evitar un futuro de “alta
probabilidad”, como si el porvenir fuese sólo el lugar de lo que no debería ocurrir; en suma, como
si se tratara de evitar el futuro sin más. Todo esto en la medida en que existe un pasado que de
ninguna manera puede ser negado, lo cual implica en los acontecimientos pasados una dimensión
moral que es anterior a toda interpretación. Evitar que el acontecimiento se repita es evitar la
catástrofe que impone a los hombres la paradójica tarea de dar sentido a la catástrofe del sentido,
como si el lugar de éste en la historia no fuese otro que el lugar vacante del sentido. La moral de
los hombres enfrentando la historia en el presente tiene el sentido de una reserva de pensamiento
(el pensar retrotraído a su indeterminación constitutiva), expuesto a la catástrofe de la irrupción de
la pura posibilidad fáctica de que algo ocurra, como actualidad pura (realidad total, sin reserva) en
la que nada se actualiza, y por lo tanto su rendimiento más poderoso es la negación del relato
mismo [3].
Los campos fueron ante todo lugares de muerte, pero no sólo como campos de ejecución, sino de
sufrimiento sistemáticamente aplicado. La muerte transformada en un procedimiento técnico que
se administra lentamente. Por eso Adorno escribe: “La muerte ha alcanzado un nuevo horror en
los campos: desde Auschwitz, temer a la muerte significa temer algo peor que la muerte” [7].
Aniquilación del sujeto en el cuerpo, experiencia brutal de la finitud, esto es, experiencia animal de
la muerte, o mejor dicho: experiencia de la muerte animal. Si el horror –esa inimaginable demasía
de la muerte en los campos- puede ser pensado en estos términos, entonces ¿cómo entender el
hecho de que las condiciones de esa “experiencia” sean condiciones técnicas, es decir, la
aniquilación como procedimiento?
En sentido estricto, el animal no muere, porque no tiene conciencia de “su” finitud. Sólo el hombre
muere, solo el hombre es un ser-para-la-muerte, y organiza su mundo –el mundo- a partir de este
hecho irreductible. El mundo es, pues, una forma de apropiarse de la muerte, de incorporarla a la
existencia, y en este mismo sentido la muerte es la condición de lo que denominamos la cultura.
En efecto, la articulación de la dimensión sensible y la dimensión suprasensible de la existencia –de
la cual resulta esa totalidad inabarcable de sentido que es el mundo-, corresponde precisamente al
hecho de la finitud. Kant, desde el concepto de razón finita, y Hegel, desde el concepto de espíritu,
hicieron en cada caso de este problema un tema fundamental de su pensamiento. Ahora bien, la
historia técnica de la sociedad moderna conduce hacia la alteración y supresión de esa
articulación, conduce, pues, hacia el fin del mundo. Auschwitz se inscribe en esta historia.
cadáver. A esto se refieren las expresiones “hedor” y “restos”, el cuerpo muerto: el cuerpo –
todavía insepulto- del muerto, el cuerpo que no ha desaparecido con “su” muerte. Pero al mismo
tiempo se trata de la muerte que consiste precisamente en la reducción de la muerte a restos que
hieden, esto es, a un hecho físico.
El exterminio técnico nos impone considerar el cuerpo como el fin; nos impone, pues, el dato
mudo del cadáver como si en eso radicara la muerte, como si el hecho de morir consistiese en
devenir cadáver. Pero la absoluta intrascendencia del fin no se puede pensar: “el pensamiento de
que la muerte es lo absolutamente último es impensable. Los intentos del lenguaje por expresar la
muerte son vanos hasta en la lógica: ¿quién sería el sujeto del que ahí se predique que aquí y
ahora está muerto?” [11]. La muerte se ha “identificado” con el muerto en su cadáver, en la misma
medida en que se ha expulsado a la muerte de la sociedad y se la ha querido pensar como algo
que le ocurre al muerto, como un acontecimiento de la vida animal del hombre. En ese mismo
sentido, han sido posibles las denominadas “ideologías de la muerte”, que creen poder concebir
procesos de construcción social que implican la persecución, la tortura y el asesinato, como si la
“construcción” misma, edificada sobre la muerte, tuviese con ésta una relación de discontinuidad
(por ejemplo, bajo la noción de “costo”), expresada en la conocida frase de Stalin: “no se puede
hacer una tortilla sin romper huevos”. Pero según Adorno, esto estaría reñido con el pensamiento,
en la medida en que atendamos a la posibilidad de la metafísica que radica en el pensamiento. La
deshumanización que se expresa radicalmente en la destrucción sistemática en los campos, había
comenzado en la manera en que la razón se dejó conducir hacia su realización conforme a la
oposición moderna entre sujeto y objeto.
Auschwitz vuelve a plantear la pregunta kantiana, pero en otros términos: “La pregunta
epistemológica de Kant, cómo es posible la metafísica, es sustituida por la de la filosofía de la
historia, si en general es aún posible una experiencia metafísica” [12]. El problema de si acaso
después de Auschwitz sólo hay el después, trata precisamente de esa cuestión. Auschwitz sería
algo así como el fin de la historia, pero en sentido estricto no como cumplimiento, sino como
cadáver, como resto, como cuerpo insepulto. Auschwitz como una opacidad intrascendente en
donde lo humano no podría reconocerse porque el hombre no podría pensarlo (trascenderlo)
porque no podría ver en ello ningún futuro. Lo que extraña al pensamiento en Auschwitz –como
ocurre también con el fenómeno Gulag, los archivos de la STASI, etc.- no es el no poder reconocer
en ello una lógica de terror que ha tenido su origen e implementación en el hombre, sino el hecho
de que allí el “proyecto” se agota por entero en la facticidad de la obra. Si a pesar de los éxitos
técnicos, deportivos y económicos de un sistema, el miedo producido por la acción de los servicios
de Inteligencia y Seguridad permanece como una impronta irreductible de tales gobiernos, ello se
debe no sólo a la magnitud de los crímenes, sino también a que éstos constituyen la verdadera
estatura de la obra. El más allá intrascendente de las conquistas está en los archivos y en los
calabozos, hasta donde nunca llegó el contenido retórico de los discursos; está en las muertes en
7
las que se agota la necesidad sin sentido del proceso. Es decir, no hay aquí un más allá. “Para ser
espíritu éste tiene que saber que no se agota en aquello que alcanza; no en la finitud a la que se
asemeja. Por eso piensa lo que le estaría sustraído. Tal experiencia inspira a la filosofía de Kant,
una vez que se ha extraído a ésta de su coraza del método. La ponderación de si la metafísica en
general es aún posible tiene que reflejar la negación de lo finito exigida por la finitud” [13]. En
efecto, la finitud exige la trascendencia de lo finito, porque éste no es la negación del sentido, sino
su condición.
Escribe Adorno: “Después de Auschwitz, ninguna palabra pronunciada desde las alturas, ni siquiera
desde la teológica, tiene ningún derecho sin transformarse” [15]. Es decir, el lenguaje no tiene
derecho si no ha sido afectado por la catástrofe, si no ha sido, pues, alterado por la inhumanidad
de la historia en cuyo después nos encontramos. En cierto modo, esta es precisamente la tarea del
arte: afectar al lenguaje, exponerlo al acontecimiento de tal manera que su diferencia interna (por
ejemplo, la diferencia entre significante y significado y su potencial metafísico de significabilidad),
en la que yace la posibilidad misma de sentido, es conducida hacia su agotamiento. Se trata, por
cierto, de un trabajo de máxima lucidez con los recursos representacionales del lenguaje. Porque la
puesta en cuestión estética de la distancia entre lo sensible y lo suprasensible, la puesta en obra
del agotamiento del potencial metafísico del lenguaje, supone el ejercicio de un sujeto llevando al
límite su lucidez como artista. El artista puede elaborar en la obra un cuerpo aniquilado porque su
conciencia no ha sido tocada por el cuerpo [16]. O, en todo caso, dispone de la posibilidad de la
distancia, que es siempre una distancia con respecto al cuerpo. En esa distancia se juega la
posibilidad de la obra. “Hombres de reflexión y artistas han dejado en no pocas ocasiones
8
constancia de una sensación de no estar del todo presentes, de no participar en el juego; como si
no fueran en absoluto ellos mismos sino una especie de espectadores” [17]. Consideramos que un
aspecto fundamental aquí consiste en que a la catástrofe no se le vio venir. El arte se enfrenta
entonces a ese cierre del futuro que significa el desmantelamiento del mundo, pero es necesario
hacer el trabajo de abrirse a la catástrofe, poner las condiciones para su experiencia, porque sólo
en la carencia de palabras, en la imposibilidad de limitarse simplemente a “señalar” (porque lo
acontecido carece de nombre), en el agotamiento de las formas y fórmulas existentes y disponibles
del sentido, es posible hacer ingresar la catástrofe en la historia. Por eso el arte se detendrá mucho
tiempo en el “pasado”, incluso cuando se lo considere a éste como ya olvidado o consagrado.
En este sentido, el arte es lo contrario del pensamiento intempestivo de la filosofía que, al decir de
Nietzsche, “llega siempre demasiado temprano” [La Ciencia Jovial]. El arte llega después, porque
trata con el lenguaje de las apariencias, y su negatividad consiste en despejar el lenguaje, exhibirlo
inhabitable, agotándolo. Ha llegado después, cuando ya sólo quedan los nombres que sirven
todavía para engañarse, cuando ya no hay mundo [18]. Sin embargo, el arte por haber llegado
después debe todavía lidiar con los hábitos como el soporte inerte del pensamiento, la
materialidad sígnica sedimentada de un mundo que ya no existe, que ha caído en la
intrascendencia. En este sentido podría interpretarse el trabajo crítico del arte, cuando Adorno
señala que: “Entre crítica cultural y barbarie hay una cierta connivencia” [19]. Pues se trataría en el
arte de exponer la no verdad de la cultura todavía instituida, de hacer ingresar la barbarie allí en
donde el lenguaje todavía puede traducir los acontecimientos a formas pre dadas de sentido y
significación. He aquí la figura de la dialéctica como trabajo del pensamiento, pero como dialéctica
negativa, porque no se dirige hacia la superación de las formas heredadas, sino hacia su
destrucción, hacia su total agotamiento, para recuperar el momento de la intemperie en que el
futuro nace de la aniquilación de lo que se esperaba como futuro (del futuro como temporalidad
vaciada de contenido, como sólo el sitio de una realización). El arte trabaja contra la cultura, y de
aquí su relación con la filosofía crítica: “Si la dialéctica negativa exige autorreflexión del
pensamiento, esto implica palpablemente que, para ser verdadero, el pensamiento debería
también pensar contra sí mismo” [20]. Volverse el pensamiento contra sí mismo, en esto radica lo
medular de la dialéctica negativa, y habría que interrogar por el sentido de ese “volverse”, como si
estuviésemos ante un retorno en que el pensamiento es obstruido por sus propias obras, las que
constituyen la densidad de su pasado-presente. ¿Hacia dónde se dirige el pensamiento cuando se
vuelve sobre sí mismo? ¿Cómo podría el pensamiento orientar el trabajo reflexivo hacia su propia
negación? Esto sólo es posible en la medida en que el pensamiento conserva una relación con su
ausencia, en lo cual consistiría a la vez la relación originaria del pensamiento consigo mismo.
resulta vacío y con él la religión. Ésa es la antinomia de la consciencia teológica hoy día” [21]. Es
decir, la religión depende internamente del lenguaje, pues en éste da cuerpo al vacío y con ello
produce un simulacro (representación) en la ausencia. Pero esta remisión sin solución de
continuidad de la significación -que caracterizaría el proceso de simbolización en la religión-,
describe la generación de significación en el lenguaje en general. Por lo tanto, la tesis de Adorno en
este punto señalaría implícitamente el núcleo de religiosidad del lenguaje como falsa conciencia
[22]. La antinomia de la conciencia religiosa correspondería, pues, a una antinomia contenida en el
lenguaje mismo, y por lo tanto la negatividad de la cual sería portadora el arte consistiría en que
lleva al límite la imposibilidad del lenguaje. Éste alberga en su núcleo su propia ausencia, una
trascendencia innombrada que sólo adquiere el estatuto de la “presencia” en la existencia finita
por el cuerpo vicario del lenguaje, de manera que éste sería siempre una promesa. Ese núcleo
requiere que el lenguaje sea esencialmente mediación, y sólo puede permanecer en esta condición
y a la vez remitir a un significado en la medida en que la mediación es infinita. El lenguaje, como el
entendimiento kantiano, nunca tiene relación empírica con las cosas mismas significadas;
estéticamente considerada esa no-relación es el cuerpo significante. El contenido “divino” del
lenguaje como su núcleo de inteligibilidad sólo se puede dar como ese vacío, y de esa manera
puede corresponder a la voluntad de contenido de la razón finita. Pero no hay contenido, sólo
“continente”.
Ahora bien, cuando el objeto a significar es la catástrofe, entonces el lenguaje disponible entra en
relación con su propia finitud, que es el fin de la promesa, la destrucción de la mediación infinita
[23]. La subjetividad se orienta hacia el lenguaje como a su propia finitud, y entonces recién el
lenguaje entra en relación con las cosas, o mejor dicho: entra en relación con su no-relación, con
su condición de mediación. Este es el lugar del arte, el momento de la reflexión del lenguaje sobre
sí mismo, como una figura de la razón en pos de su finitud. El arte es lenguaje que se elabora a
partir de un saber de sus límites, lo que significa que lo que en éste “aparece” no aparece, es decir,
que “aparece” sin ingresar en la apariencia, como la pura intensidad de un mundo que se deja
sentir con la crisis de la representación: “El arte es apariencia aún en sus más altas cimas; pero la
apariencia, lo que en él hay de irresistible, lo recibe de algo carente de apariencia” [24]. En este
sentido, el arte es un momento del saber filosófico respecto de la relación entre el pensar y el ser.
En efecto, el lenguaje –y en eso los nombres y las representaciones de las cuales éste es portador-
permanece “exterior” al ser cuya nota esencial es la trascendencia. Pero esto no significa postular
una onto-teología, sino exponer la condición del lenguaje que con su intrascendencia cotidiana
parece bordear aquello que no alcanza a nombrar propiamente. El vacío acotado permanecerá en
el secreto mientras el lenguaje permanezca en el “exterior”, pero cuando el lenguaje accede a su
impotencia constitutiva, entonces penetra en el vacío. La obra de arte expone los recursos mismos
de representación y significación, dejando ver el vacío alojado en el signo y entonces,
precisamente por haber penetrado en la concreta devastación del sentido, la obra parece
distanciarse de la vida cotidiana en su inmediatez. Pero lo que ocurre es que en la catástrofe del
sentido es la mediación lo que emerge, no “la cosa misma”. En ello consisten las ruinas, como
10
El acontecimiento hace que el pasado desborde el “presente”, como basura: “Auschwitz demostró
irrefutablemente el fracaso de la cultura. Que pudiera ocurrir en medio de toda una tradición de
filosofía, de arte y de ciencias ilustradoras, dice más que sólo que ella, el espíritu, no llegara a
prender en los hombres y cambiarlos. (…) Toda la cultura posterior a Auschwitz, junto con su
apremiante crítica, es basura” [26]. La catástrofe tiene lugar como una discontinuidad del pasado
(del espíritu como pasado) respecto del presente, pero la frase de Adorno no significa sólo que el
presente no se pueda reconocer en el pasado, sino más bien en un futuro posible, y que por lo
tanto el presente “se reconoce” más bien como parte de ese pasado sin futuro. Que la cultura
posterior a Auschwitz sea “basura” podemos interpretarlo en el sentido de que es parte de los
escombros del espíritu sin futuro de una tradición que se recortó sobre sí misma desde la historia.
Entonces, el pensamiento que vendrá no nace de la tradición como espíritu, sino del
acontecimiento mismo de la discontinuidad, nacerá, pues, de la catástrofe. Un pensamiento que
“sabe” que en el origen no está el espíritu, que no existe de antemano una plenitud de sentido o
de significación a la que deban los hombres sus obras. Este es precisamente el pensamiento que
nace volviéndose contra sí mismo.
____________________
NOTAS
1. Este texto es parte de la investigación La “muerte de Dios” en el orden significante, que el año
2007 contó para su escritura con el apoyo de la Beca de Creación Literaria del Fondo nacional del
Libro y la Lectura.
3. El relato histórico ha tenido siempre, como su condición de verdad, la tarea de quitar a los
hombres del presente la ilusión de haber protagonizado la historia en el sentido de haber sido ellos
11
sus autores. La historiografía expone en cada caso las fuerzas y lógicas ocultas que tramaron el
presente desde un pasado que como un caudal torrentoso atravesaba el “presente” rumbo a un
futuro lleno de lápidas y monumentos recordatorios. Del presente sólo “quedarán” –en las
transacciones del futuro- las ficciones de la memoria. Cada cierto tiempo acontece con gran
magnitud en la historia la intemperie del “individuo” cuya existencia desnuda, despojada del
abrigo de los relatos, carece por definición de inscripción. Inscripción es precisamente lo que no
puede tener. Como tampoco puede haber inscripción de la experiencia del lugar vacante de Dios.
5. “La educación después de Auschwitz”, en Consignas, Amorrortu, Buenos Aires, 1973, p. 83.
6. Víctor Klemperer elabora la expresión irónica de Lingua Tertii Imperi (LTI) para referirse al uso del
lenguaje en el Tercer Reich: la LTI “considera histórico cualquier discurso pronunciado por el
Führer, aunque diga cien veces lo mismo; es histórica cualquier reunión del Führer con el Duce,
aunque no altere la situación; es histórica la inauguración de una autovía, y se inaugura cada
carretera y cada tramo de carretera; es histórica cada fiesta de acción de gracias por la cosecha; es
histórico cada congreso del Partido, es histórico cualquier día de fiesta de cualquier tipo. Y como el
Tercer Reich sólo consiste en días de fiesta –podría decirse que estaba enfermo de ausencia de días
normales, mortalmente enfermo, así como un cuerpo puede estar enfermo por falta de sal-
12
considera históricos todos sus días.” LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un Filólogo,
Minúscula, Barcelona, 2002, p. 72.
8. Ibíd., p. 339. “Ni siquiera la experiencia de la muerte basta como lo último e indudable, como
metafísica a la manera de la que del frágil ego cogitans otrora dedujo Descartes.” Ibíd., p. 337.
Lejos de haber comenzado la muerte a significar “otra cosa”, los procedimientos del horror afirman
su insignificancia.
9. Ibíd., p. 332.
13. Ibíd., p. 359. “Las categorías metafísicas perviven, secularizadas, en lo que el vulgar impulso
superior llama la pregunta por el sentido.” Ibíd., p. 344.
14. “Lo que el espíritu antaño se jactaba de determinar o construir a semejanza suya se mueve
hacia lo que no se semeja al espíritu; hacia lo que se sustrae a su dominación y en lo que ésta sin
embargo se manifiesta como mal absoluto. El estrato somático, alejado del sentido, en el vivo es
escenario del sufrimiento que en los campos abrasó sin consuelo todo lo que de apaciguador hay
en el espíritu y en la objetivación de éste, la cultura. El proceso por el cual la metafísica se desvió
inconteniblemente hacia aquello contra lo cual fue otrora concebida, ha alcanzado su punto de
fuga.” Ibíd., p. 335.
16. “[Después de Auschwitz] Beckett, y cualquiera de los que siguieron siendo dueños de sí, allí se
habría venido abajo y se habría probablemente visto forzado a abrazar esa religión de trinchera
que el superviviente revestía diciendo que él quería dar ánimo a los hombres; como si eso
dependiera de alguna configuración espiritual; (…) A eso se ha llegado con la metafísica.” Ibíd., p.
337.
18. Como señala con precisión Vicente Gómez: “Sólo es capaz [el arte] de procurar un refugio a la
utopía si se identifica con la catástrofe social y, convirtiéndose en ‘absurdo’, es lo suficientemente
‘realista’ como para renunciar en su configuración interna a la ‘síntesis artística’, cuando el
principio que articula la sociedad es el desgarramiento.” El pensamiento estético de Theodor W.
Adorno, Cátedra, Madrid, 1998, pp. 167-168.
22. Podría leerse en esta dirección el interés de Adorno por la relación de la filosofía con la música,
y su afirmación de que la música no es lenguaje. Véase al respecto nuestro artículo Música y
autoconciencia en Adorno.
23. “La pura experiencia metafísica se va haciendo inequívocamente más pálida y lábil en el curso
del proceso de secularización, y eso ablanda la sustancialidad de la antigua. Se mantiene negativa
en ese ‘¿Eso es todo?’ que con toda probabilidad se actualiza en la espera en balde. El arte lo ha
registrado (…).” Ibíd., p. 343.
14
25. “El proceso cognitivo que debe aproximarse asintóticamente a la cosa trascendente desplaza a
ésta, por así decir, delante de sí y la aleja de la consciencia.” Ibíd., p. 372.
____________________
Referencias Bibliográficas
Adorno, Theodor (1973): “La educación después de Auschwitz”, en Consignas, Amorrortu, Buenos
Aires, 1973.
Huberman- G. Didi (2004): Imágenes pese a todo. Memoria visual del holocausto, Paidós,
Barecelona.
Klemperer, Victor (2002): La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un Filólogo, Minúscula, Barcelona.