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Un nuevo ciclo de la literatura de

frontera

Daniel Pellegrino
Jorge Warley

TEXTOS UNIVERSITARIOS
Daniel Pellegrino
Jorge Warley

Un nuevo ciclo de la literatura de


frontera

TEXTOS UNIVERSITARIOS
Universidad Nacional de La Pampa
Facultad de Ciencias Humanas – Carrera de Letras
Teoría y Análisis Literario I
2012
Índice

La “frontera” como concepto e inquietud……………………

Discursos y representaciones………………………………….

La frontera y la historia……………………………………….

La frontera y la historia argentina…………………………...

Frontera y vida intelectual……………………………………

Nuevo ciclo de la literatura de frontera

Frontera y región…………………………………………

Baigorria, Baigorrita, Pincén, Salinas Grandes……………

(Sobre) Textos

Clave de sal: institución, literatura regional e historia………

Bibliografía……………………………………………………..
La “frontera” como concepto e inquietud

En su acepción más pobre puede decirse que el término frontera proviene del
latín fronte y da cuenta de “aquello que está puesto en frente”; acepta, pues, a
la palabra límite como sinónimo posible: línea real o imaginaria que separa
dos países o territorios; aunque lo más importante es resaltar que desde
siempre ha nutrido un rico uso metafórico. Es claro que las ciencias sociales
en su conjunto, la historia y la antropología principalmente, hace ya décadas
que han advertido que detrás del supuesto fenómeno que el vocablo designa
se esconde esa particular riqueza semántica y axiológica, y la han explotado
en direcciones diferentes.
Con el tiempo en lugar de una utilización figurada que refiere a lo sólido e
impenetrable, la noción de “frontera” se ha vuelto porosa, zona de mezcla,
franja atravesada por infinidad de vasos comunicantes y mixturas que
generan híbridos innumerables e imprevisibles; lo hasta ayer nomás finito y
cerrado se ha vuelto infinitud. La frontera, entonces, es geográfica, legal y
política, pero también cultural. Como formulación retórica extendida la
“frontera” entre naciones, sociedades, etnias, sexos, edades, lenguas,
sistemas ideológicos, discursos, artes, géneros literarios, se ha visto empujada
con fuerza por tal corrimiento conceptual. Se puede aceptar el
establecimiento de “límites” tales en un sentido amplio y general,
pedagógico, como primer acercamiento analítico a un determinado fenómeno
social, pero en la medida que el trazo grueso confronta con la “realidad”, la
historia y la contrastación empírica, de inmediato debe ser abandonado para
evitar que la investigación se hunda en el prejuicio y la circularidad
confirmatoria de lo “ya sabido”.
A la luz del impacto que las escuelas teóricas más serias y renovadoras
tuvieron sobre el paradigma de las ciencias sociales del último medio siglo,
podría decirse que la afirmación anterior ya constituye un sentido común que
no tiene necesidad de demostración, y que reconoce incluso el profesor de
Lengua que, puesto que no le queda más remedio, dicta una definición de
pocos renglones acerca de qué es una novela, que después irá “corrigiendo” a
partir de la lectura de, por ejemplo, El juguete rabioso. O el docente de
Historia que sintetiza en el pizarrón mediante un cuadro sinóptico aquellas
cuatro o cinco características que distinguen a la Edad Media europea de
otros grandes períodos históricos, y a continuación resalta el carácter
excesivamente arbitrario y “anti-histórico” de las líneas que ordenan las
clasificaciones de ese tipo.
En este sentido también el punto puede ser abordado en cuanto a las
peculiaridades que la cuestión del método tiene en el campo de los estudios
sociales. Algo que han subrayado diversos filósofos y epistemólogos cuando
afirman que la variabilidad de los “objetos” sociales impide que los términos
método y ley puedan ser comprendidos para su estudio en los mismos
términos de la obligada síntesis de inteligibilidad propia de las ciencias
exactas; de modo contrario, en el universo social lo metodológicamente
acertado parece orientarse por el camino que lleva a cargar y volver
productiva, al menos hasta cierto punto, la heterogeneidad antes que
pretender conjurarla.

Dada la amplitud teórica indicada es evidente que sería imposible y


pretencioso intentar abarcarla en toda su extensión en estas páginas; puede
decirse pues que en cuanto a la resonancia estrictamente “espacial” refiere, la
cuestión de las fronteras parece ser visible de manera particular en realidades
actuales como lo son las múltiples “zonas de contacto” que, fogoneadas por
diversos procesos de disgregación nacional y creación de nuevas identidades
locales o regionales, o por movimientos de masas inmigratorias, como
ocurre por ejemplo en la franja que separa a México de los Estados Unidos,
en los Balcanes o en la llamada “triple frontera” entre Paraguay, Brasil y la
Argentina, que difícilmente puedan ser analizadas en los términos de una
raya que se traza sobre un mapa. Algo similar ocurre cuando la problemática
se despliega sobre el devenir histórico, quizás con particular énfasis en
naciones como las americanas las cuales, por tener una “historia corta”, se
ven permanentemente conducidas a una querella intelectual y política sobre
los orígenes cuyos diversos balances y estimaciones se proyectan
inevitablemente sobre el hoy.
Los historiadores, los sociólogos y los antropólogos se han mostrado cada
vez más conscientes de esta realidad, y desarrollado las herramientas teóricas
y metodológicas que posibilitaran un mejor acercamiento para su análisis y
comprensión. Corrientes completas, como la englobada bajo el rótulo general
de Estudios culturales, se han destacado en las últimas décadas por promover
una labor original sobre tales aspectos. En relación a los pueblos americanos
originarios es bastante sencillo tentar ya una causa de esta permanente
actualización, la permanencia de un cierto “pecado original” aunque no con
la significación con que lo entendió Héctor Murena, e incluso percibir que las
acepciones de frontera asociadas a lo espacial y temporal no rechazan sino
más bien se cruzan con su consideración en términos de representaciones y
vida cultural.
Fuera del marco nacional las teorías del poscolonialismo y los subaltern
studies, más sus múltiples derivaciones, en las últimas dos décadas han
vuelto a revisar pacientemente los esquemas y estereotipos con que los
naciones y culturas imperialistas “tradujeron”, borraron y deformaron los
siglos de “cultura ajena” de la mayor parte del planeta (Asia, África,
América) con obvios fines de imposición económica y político-ideológica. La
reconsideración crítica del fenómeno de aculturación ha llevado a algunos
investigadores a indicar (más que desarrollar) una dirección contraria para
reflexionar y entender la cultura y la vida, que subvierta el cuadro de
oposiciones tradicionales impuestos por el pensamiento occidental, una teoría
de los bordes, según el término de Walter Mignolo ( 2002: 57-96).

En la dirección señalada anteriormente, el ruso Yuri Lotman (1922-1993) ha


hecho una particular apropiación del concepto de frontera para dar cuenta de,
por sobre otras cuestiones, la esencia compleja de la vida cultural que
envuelve a los hombres como una semiosfera. En la síntesis del pensamiento
de este semiótico de la cultura que ofrece Jorge Lozano (Prólogo; 1999)
puede leerse:

La valoración de los espacios interior y exterior no es


significativa. Significativo para Lotman es el hecho mismo de la
presencia de un confín o frontera. Para definir la frontera recurre
otra vez al vocabulario de las matemáticas: la frontera en
matemáticas es un conjunto de puntos que pertenecen
simultáneamente al espacio interior y al espacio exterior.
La función de toda frontera -desde la membrana de la célula viva
hasta la biosfera de Vernadski, la semiosfera- se reduce a limitar
la penetración de lo exterior, a filtrarlo y a elaborarlo para su
posterior adaptación.
Característico de la semiosfera es la separación de lo propio
respecto a lo ajeno, el filtro de los textos externos y la traducción
de estos al propio lenguaje. Un procedimiento que consiste en la
semiotización de lo que entra de afuera y su conversión en
información. A la estructura de la frontera de la semiosfera -
movible y penetrable- pertenecen todos los mecanismos de
traducción que están al servicio de los contactos externos.

En torno a este “juego” o movimiento de oscilación entre calificaciones como


lo cerrado y lo abierto, interior y exterior, duro versus blando y poroso, lo
propio y lo ajeno, Lozano resume así el punto de vista lotmaniano:

El mundo de la semiosis no está fatalmente cerrado en sí, sino


que forma una estructura compleja y heterogénea que
continuamente «juega» con el espacio que le es externo. De ahí la
importancia del diálogo no sólo en el sentido de Bajtin («el
diálogo precede al lenguaje y lo genera»), de la definición del
lugar que ocupa la cultura en el espacio extracultural (la cultura
no sólo construye su organización interna, sino que construye al
mismo tiempo su desorganización externa), sino en el de la
relación del sistema con el mundo que se extiende más allá de sus
límites a la relación entre lo dinámico y lo estático, entre lo
homogéneo y lo heterogéneo.

La cultura pensada como semiosfera por Lotman, las menciones a la


concepción “coral”, polifónica, de la experiencia social de Mijail Bajtin, son
el perfecto ejemplo de algunas de las ricas perspectivas de estudio que, dentro
del campo de las ciencias sociales, encierran los términos como frontera y
límite. El hecho de que Lotman, según comenta Lozano, se haya nutrido del
uso que las matemáticas hacen de tales nociones, no hacen sino reforzar en su
mostración la rica, compleja e inquietante sustancia que esconden.

Discursos y representaciones

Vayamos ahora por otro lado, los caminos de la ciencia no deben permitir la
pérdida del mundo social inmediato. Hace poco menos de un siglo el peruano
José Carlos Mariátegui (1895-1930) formuló una sentencia que jamás perdió
actualidad; el autor de los Siete ensayos de interpretación de la realidad
peruana (1928) sostuvo categórico que “el problema del indio es, en último
análisis, el problema de la tierra”; su aseveración se potencia de cara a un
contexto, argentino y de la América latina, donde la expansión de los cultivos
de la soja y la ganadería, y la urgente necesidad de beneficios de las empresas
de minería, gas y petróleo, han confirmado aquella sentencia de manera
evidente.
La referencia a Mariátegui busca, para ir acercándose al territorio de las
representaciones y la literatura, subrayar el diferente contexto discursivo
entre aquella época y la actual. La situación de la tenencia concentrada de la
tierra sigue siendo la misma, pero no las formas que toma el discurso
predominante en los aparatos ideológicos estatales, incluidos el conjunto de
los medios de la comunicación masiva comerciales, que dan cuenta de esa
realidad y de los “personajes” involucrados. Es decir que nos encontramos en
un presente en el cual, por un lado, se ha multiplicado un enfático discurso de
la tolerancia, del respeto y la pluralidad multiétnica y pluricultural. Ya no
existe el “Día de la Raza” ni el “Descubrimiento de América” en los
calendarios oficiales ni en los planes de estudio escolares (textos como el de
Tzvetan Todorov La conquista de América: el problema del otro son clásicos
en el ciclo de formación docente y del quehacer en las aulas), los gobiernos,
los manuales, la academia y los media reproducen la norma de lo
“políticamente correcto”, mientras que, por el otro, los pueblos originarios,
junto a otros sectores de trabajadores y campesinos que habitan fuera de las
grandes ciudades, ven “corridas” las fronteras de sus asentamientos debido a
los movimientos de la especulación en tierras, alimentos, materias primas en
general, y son encarcelados, reprimidos y muertos cuando se organizan para
resistir el atropello y defender un derecho que les llega desde siempre.
Esta “realidad doble” impuesta por los gobiernos y los sectores del poder, el
contraste entre el dicho y el hecho que, extensivamente, se convierte en
enfrentamiento con otros dichos y hechos, nutre el universo simbólico que
aquí interesa analizar. A diferencia de lo que ocurría más de un siglo atrás,
cuando se necesitaba consolidar el “proceso de fundación” de la Argentina
moderna en los términos, el ritmo y las proporciones de los problemas que
enfrentaba su clase dominante, hoy, como en la publicidad comercial, más
bien el racismo toma la forma del silenciamiento antes que la
estigmatización. Valga la paradoja, se trata de un discurso que “no dice”.
La palabra hegemónica, en síntesis, es la de la convivencia democrática, la
tolerancia, el pluralismo, el respeto de la diversidad cultural, la no violencia,
la paz y la ley. Esta matriz ideológica supone, por lo tanto, un cambio en la
valoración de las representaciones que los diferentes discursos sociales ponen
en juego. Se trata de un cambio que se ha producido no sólo en la Argentina
sino a escala internacional; de hecho las series y películas hollywoodenses
mínimamente serias y profesionales escapan en su mayoría a los estereotipos
más evidentes para la caracterización de los “bárbaros”. Las criaturas de Walt
Disney han cobrado otra fisionomía; Para leer al Pato Donald (1972) de
Armand Mattelart y Ariel Dorfman debe ser reescrito; los bombardeos y la
invasión a Irak, Afganistán y Libia se valen hoy de otros dibujos y ficciones
propagandísticas.

Si bien los antecedentes de esta “actualización” discursiva contabilizan ya


décadas, la letra que testimonia un cambio “legal” definitivo con respecto a
los derechos de las poblaciones indígenas puede establecerse en la Argentina
a partir de 1994. La Reforma Constitucional llevada adelante ese año los
contempla de manera englobadora y pone la legislación argentina a tono con
las normas más avanzadas sobre este punto en el nivel internacional. Desde
entonces en el siempre citado artículo 75, inciso 17, de la Constitución
Nacional de la República Argentina, puede leerse:

Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos


indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el
derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la
personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad
comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular
la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano;
ninguna de ellas será enajenable, transmisible, ni susceptible de
gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión
referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los
afectan. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas
atribuciones.

Tal el “discurso madre” y así se lo enseña en las escuelas. Como se sabe, la


realidad es muy otra, al igual que la voluntad política demostrada por los
gobiernos nacional y provinciales para hacer que la letra sea de efectivo
cumplimiento; eso sin mencionar que frases del tipo “reconocer la personería
jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las
tierras que tradicionalmente ocupan” se abren a una maliciosa interpretación
legal práctica a través de la cual los estudios jurídicos de primer nivel y los
jueces siempre terminan beneficiando las apetencias de los grandes grupos
económicos de la minería y el petróleo y los sectores terratenientes
vinculados a la agricultura (soja) y la ganadería intensiva.
Un caso. A mediados del mes de noviembre de 2011 se produjo el asesinato
en la provincia de Santiago del Estero del militante Cristian Ferreyra,
miembro del MOCASE (Movimiento Campesino de Santiago del Estero) Vía
Campesina. La “cobertura” que los medios de prensa de inmediato dieron de
los hechos es por demás sintomática para determinar hasta qué punto el
discurso hegemónico mayor (la letra constitucional) se aparta de la versión
que ilustra la coyuntura.
Ha quedado en el archivo de la historia y en la memoria de los argentinos,
además de modelo a diseccionar en las clases de Ciencias de la comunicación
y Periodismo, aquel titular con que el diario Clarín presentó los asesinatos de
los jóvenes piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en el Puente
Pueyrredón el 26 de junio de 2002, “La crisis causó dos nuevas muertes”, que
buscaba licuar cualquier responsabilidad gubernamental por la masacre
ocurrida. El tratamiento de la muerte de Ferreyra replica aquel escándalo,
puesto que igual sitio ocupa el cable difundido por la agencia de noticias
oficial Télam que adjudica el homicidio de Ferreyra a un “enfrentamiento
entre vecinos” (“La muerte de un campesino en Santiago del Estero fue por
una disputa entre vecinos”, enfatizó Télam; mientras que los diarios
santiagueños titulaban “Un muerto y un herido tras una trágica discusión en
Copo” -El Liberal-; “Monte Quemado: mató de un escopetazo a un joven tras
una discusión” -Panorama-; “Encargado de campo mató a un poblador” -
Nuevo Diario-).
Por supuesto que el asesinato de Ferreyra es el símbolo más actual, en 2011,
de un atropello ancestral, pero aquí se cita el caso a manera de ejemplo,
tratando de ilustrar cómo los medios oficiales provinciales y nacionales tejen
un discurso que, mientras en un nivel, abstracto, general, reivindicativo,
busca sopesar los “errores” u “olvidos” del pasado, acepta que Julio Roca
puede haber cometido algún “exceso” en su cometido fundacional; en otro
nivel, el vinculado a la actualidad y las situaciones concretas del más estricto
presente, apela a la tergiversación, el ocultamiento y la mentira. Este segundo
nivel discursivo es mucho más plástico y dinámico, más “oportunista”, y
sufre los cambios lógicos que le imprimen el humor popular y la fuerza de los
hechos (tanto Clarín como Télam “mejoraron” sus versiones cuando
advirtieron que los asesinatos mencionados tomaban una dimensión pública
no calculada inicialmente).
Vale subrayar que la constitución y la fuerza de un discurso hegemónico, de
poder, no significa que no existan otros que lo interpelen en su verdad y en
sus valores. Los discursos son, también y quizás esencialmente, un campo de
lucha, y si se ha tomado como ejemplo un titular de la agencia oficial de
noticias Télam es porque de inmediato fue denunciado por los comunicados y
la prensa de diferentes partidos de izquierda, centros de estudiantes
universitarios, organizaciones sociales y medios de comunicación
alternativos, que no lo dejaron “pasar”.
De cualquier manera, lo que aquí se intenta subrayar es que el discurso del
poder en torno a la frontera y las representaciones que sobre ella se imponen -
fundamentalmente a partir del sistema escolar y los medios de la
comunicación de masas oficiales y comerciales- dista mucho de aquel de la
“campaña civilizatoria al desierto”, la doma y el exterminio de los “bárbaros”
por parte de “militares próceres”, los “gauchos malvivientes y cuatreros”, los
“inmigrantes conspiradores”… Hace ya mucho tiempo que en los noticieros
de la televisión y las páginas de las revistas escolares los “indios” ya no son
“indios” sino “pueblos originarios”; es decir que, de conjunto, se ha impuesto
como hegemónico un discurso de “revisionismo histórico”, que ha sabido
acompañar la multiplicación de los estudios de género, multiculturales y
“poscoloniales” en las universidades de todo el mundo, además de, por
supuesto, los procesos políticos y sociales que atraviesan el planeta y, al
menos en lo que respecta a pueblos originarios, América latina en particular:
Chile, Argentina, Bolivia, Brasil, Perú, Venezuela, Ecuador, México,
Centroamérica de conjunto, han visto surgir en el último período
movilizaciones y protestas capitaneadas por las organizaciones que nuclean y
representan a los diversos pueblos originarios, desde el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional hasta la alianza que llevó a la presidencia a Evo
Morales, o los miles de huelguistas y activistas que en Atacama enfrentan los
planes de radicación de grandes emprendimientos mineros impulsados por el
primer mandatario peruano Ollanta Humala, entre otros hechos.
La observación sobre este aggiornamiento del discurso del poder es
importante para que no se siga peleando y debatiendo con fantasmas -el
discurso de la “historia oligárquico-liberal clásico”- que ya no existen, o que
sabiamente han sabido adoptar otras formas. Este nuevo ciclo de literatura de
la frontera debe ser considerado y evaluado dentro de ese contexto discursivo
diferente, aun cuando, con cierta propensión anacrónica, por momentos
pareciera estar dialogando y discutiendo con aquél.

La frontera y la historia

Las nociones de espacio y frontera han sido elaboradas en complejidad y


matices por la historiografía contemporánea. En realidad se trata de una
problemática que puede encontrar en su tratamiento antecedentes bien
lejanos, y algún hito central para la cosmovisión contemporánea a partir del
Romanticismo y teorías como las de Johann Gottfried von Herder (Alemania,
1744-1803) y su particular “filosofía de la naturaleza”, que tanta influencia
tuvo en la primera generación de intelectuales americanos, como Esteban
Echeverría y Domingo Sarmiento.
Dentro de la extensa lista de investigadores más recientes sin duda se debe
destacar la figura de Fernand Braudel (1902-1985), ligado a la escuela
historiográfica de los Anales. Este destacadísimo historiador social francés
buscó integrar geografía, economía y sociedad en una suerte de “historia
total”. Su afamado libro El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la
época de Felipe II, de 1949, despliega su teoría de los “tiempos
diferenciados” o “grandes procesos”. En lo que a este trabajo respecta,
conviene subrayar el énfasis con que Braudel estudió los lazos que funden el
tiempo y el espacio humanos. “La historia de las relaciones del hombre con el
medio que lo rodea: historia lenta en fluir y en transformarse”, escribió y dejó
sentados una obra y una metodología que todavía deja sentir su influencia.
En América resalta la figura de Frederick Jackson Turner (1861-1932), un
académico que trató de “darle un sentido” a la historia de su país, los Estados
Unidos. Sus artículos más importantes (principalmente “The Significance of
the Frontier in American History”) se encuentran en el libro The Frontier in
American History, publicado originalmente en 1920. La tesis de Turner es
bien sencilla, sostiene que los Estados Unidos se conformaron en nación
marchando sobre el Oeste. En el desarrollo de su argumentación, Turner
confronta con la idea europea que veía a la frontera en tanto boundary, es
decir como una línea divisora entre densas poblaciones. Por el contrario
Turner sostiene que el caso histórico que él analiza obliga a entender a la
frontera como un proceso, un desarrollo que se nutre del contacto social y
cultural; incluso afirma que dada la complejidad de esa expansión,
convendría entender el concepto en término de un plural, fronteras, antes que
de manera única. Turner concibió a la frontera como una suerte de "válvula
de escape" que posibilitó que la sociedad europea, ya antigua y decadente,
renaciera joven y fuerte en el nuevo continente; las olas migratorias que iban
poblando el suelo norteamericano desplazándose del Este hacia el Oeste,
adquirían la nueva nacionalidad (“norteamericanos”): "La frontera es la línea
de americanización más rápida y efectiva", sentenció el historiador.

Más allá de las estimaciones ideológicas con que pueden caracterizarse, es


claro que las afirmaciones de Turner bien pueden trasladarse a una América
latina que sufrió un proceso similar; territorios en la que convivieron y
conviven distintos tipos de fronteras, habitadas por indios, gauchos,
bandeirantes, cimarrones, inmigrantes de diferente origen, etc., que adaptan
su vida cotidiana y las formas del trabajo (el comercio, la ganadería, la
minería y la agricultura) a escenarios diversos como las llanuras, los ríos, la
selva, la montaña o el desierto.
Alimentado por historiadores y filósofos como los que se ha nombrado de
manera indicativa, el estudio de la frontera en el territorio de la Argentina y
su historia sigue siendo hasta la actualidad renovado y enriquecido
conceptualmente, al mismo tiempo que ha alentado la búsqueda y el análisis
detenido de materiales (desde actas de cabildos hasta las listas de compras de
las pulperías y almacenes de ramos generales y la recuperación de fuentes
orales) que con anterioridad no habían sido tenidos en cuenta. Esta expansión
de lo “historiable” en el revés de la trama ha abierto también nuevas
posibilidades para el discurso de la ficción. De igual modo, queda planteado
la problemática de su organización y formas; punto de fuga, acercamiento y
diferenciación que ya acerca, ya distancia literatura e historia en el cruce
entre la estructura de la ficción y la verdad de la ciencia. Como escribió
Hayden White (1992: 41-74):

La narración es una forma de hablar tan universal como el propio


lenguaje, y la narrativa es una modalidad de representación verbal
aparentemente tan natural a la conciencia humana que sugerir su
carácter problemático puede fácilmente aparecer algo pedante
pero precisamente porque el modo de representación narrativo es
tan natural a la conciencia humana, es tan claramente un aspecto
del discurso hablado y común de cada día, que su uso en
cualquier campo de estudio que aspire a la categoría de ciencia
debe ser sospechoso.

La frontera y la historia argentina

En su artículo “El reformismo en la frontera” Manuel Lucena Giraldo (1996)


sostiene que “La regionalidad americana del siglo XIX se edificó sobre el
proceso de ocupación de los espacios marginales de la segunda mitad del
siglo XVIII”. En ese camino describe el proceso que ha bautizado
“occidentalización del espacio americano”, que consiste también, y
sobremanera, subraya el autor, en una “práctica cultural”. Lucena Giraldo
describe una realidad de: “Indios en proceso de aculturación, mestizos,
mulatos y blancos configuran en la segunda mitad del siglo ilustrado la
frontera del futuro”, y agrega que “junto a esta producción social de espacio
hay una creación de imágenes culturales, la de un mundo bárbaro en el cual la
civilización podía lograr extraordinarios frutos”.
De tal modo:

El concepto de frontera representa durante la colonia, más que


una línea divisoria concreta y bien definida, una franja de terreno
de anchura y ubicación mal delimitada, una especie de tierra de
nadie, entre los territorios ocupados en forma permanente por los
cristianos y aquellos sobre los cuales el control efectivo es
ejercido por los indígenas. En éste existían numerosas
manifestaciones de intercambio entre las culturas en contacto, en
un flujo y reflujo frecuente facilitado por la falta de obstáculos
naturales y la impotencia de ambos adversarios por ejercer un
dominio estricto dentro de su respectivo sector.

(Ob. cit., referida en Mayo, Carlos A. (comp.), Vivir en la


frontera. La casa, la dieta, la pulpería, la escuela (1770-1870),
Buenos Aires, Biblos, “Historias americanas”, 2000)

En lo que respecta al área bonaerense debe destacarse que se vio beneficiada


por la creación del Virreinato del Río de la Plata, que expresaba una
necesidad del imperio español en el siglo XVIII, y llevó a la expansión de la
ganadería y la implementación del “comercio libre”.
El proceso fue acompañado por un sistema defensivo en la frontera, que se
intensificó con el correr de los años. El ganado cimarrón, que pastaba en
abundancia entre 1580 y fines del siglo XVII por la campaña bonaerense,
comienza a agotarse en los primeros lustros del siglo XVIII. En 1718 el
Cabildo prohíbe la vaquería, y se efecto casi inmediato son los primeros
malones. A partir de entonces se van a intercalar negociaciones y
enfrentamientos entre las autoridades coloniales y los aborígenes. El medio
siglo que transcurre entre 1735 y 1785, está signado por las peleas; pero a
partir de entonces y hasta la declaración de la independencia nacional en
Tucumán, se privilegian las negociaciones y la necesidad de pacificación. El
impulso de una u otra política parecen depender de, por un lado, cuestiones
económicas y, por el otro, la resolución de conflictos políticos internos.
En 1776 se creó el Virreinato del Río de la Plata y tres años más tarde el
virrey Juan José de Vértiz y Salcedo “militariza” la frontera; primero
convocando a una suerte de milicias voluntarias reclutadas entre los vecinos
afectados, que sólo de vez en cuando recibían alguna paga o beneficio, luego
creando el cuerpo de blandengues. Con posterioridad a los fragores de la
declaración de la independencia, hacia 1820, comienza a expandirse la
frontera ganadera y se extiende en igual proporción la línea de fortines.
Vértiz fue quien más llevó adelante la estrategia de defensa para proteger el
comercio, mediante la creación, por ejemplo, de las “ciudades fortificadas”.
Frente a tales iniciativas de los “ocupadores”, no todos los aborígenes
reaccionaron de igual modo: los ranqueles y pehuenches siempre fueron los
más hostiles, y quienes se lanzaban a la captura del ganado vacuno y equino;
los aucas y tehuelches, en cambio, privilegiaban los intercambios de tabaco,
yerba, aguardiente.
El primer ciclo de guerra intermitente llegó a su fin hacia 1784, cuando
nuevos virreyes intentaron llevar cierta paz a la frontera que posibilitara
acompañar una estrategia de poblar. Entre 1788 y 1800 la población en la
campaña bonaerense pasó de 12.364 a 32.168, parcelas de tierra en propiedad
para la agricultura y la ganadería. (C. Mayo, Vivir en la frontera, ob. cit.).
Con la expansión de la frontera hacia el sur del río Salado, cuenta Mayo, se
fue conformando una fuerza militar que pagaban los hacendados (en un
escrito, por ejemplo, Juan Manuel de Rosas dice que él se hace cargo de la
paga de dos hombres), y que básicamente congregó a retirados de los
blandengues (cfr. Fernando E. Barba, 1997).
En la década del veinte la hostilidad de los indios crece y así también el
temor de las poblaciones y la presión para que se cambie la estrategia hacia el
trato con los indígenas. De cualquier modo, durante el período rosista hay
una vía de negociación, que incluso, como se sabe, llega en un momento a la
incorporación a las fuerzas militares rosistas de las “tribus amigas”. Con
posterioridad a la batalla de Caseros, hacia mediados y fines de los cincuenta,
se aceleran una vez más los enfrentamientos con los indios; una problemática
a la que a poco andar, los diversos gobiernos y figuras como Sarmiento,
Adolfo Alsina, Nicolás Avellaneda y Julio Roca intentarán dar una solución
definitiva mientras se acerca el siglo veinte.
Como lo hacen notar investigadores como Raúl Mandrini, es importante
hacer notar que la expansión del comercio no sólo dinamizaba la vida en
Europa sino que también estaba transformando la vida de los indígenas que
de a poco se fue integrando a ese circuito de intercambios. Mandrini detalla
esas transformaciones, como la introducción del ganado equino, mular, ovino
y vacuno, herramientas de hierro, prendas de vestir, harinas, azúcar, etc., y la
compleja red de intercambios con los españoles y criollos que, por supuesto,
fueron alterando usos y costumbres: Mandrini señala que las comunidades
indígenas se transformaron en la organización económica (comercio
fronterizo, nuevas prácticas artesanales: textiles y platería), en las estructuras
sociales y políticas (grandes jefaturas indias) y en el desarrollo de nuevos
patrones culturales, es decir cambia su sociedad en la medida en que
cambiaban también las relaciones en la frontera. (Mandrini, 1997).

Frontera y vida intelectual

Las ficciones que denomina “populistas fundacionales” buscaron la


civilización de los terrenos fronterizos como una forma de hegemonizar la
idea de nación, sostiene Doris Sommer (2004).
Dentro de la tradición de la vida intelectual y la literatura argentinas el
término “frontera” tiene la misma vida que la nación. El discurso sobre la
frontera, la literatura de frontera, acompaña la “creación de la patria”. De
acuerdo con Marisa Moyano (2008):

A lo largo del siglo XIX los procesos de territorialización y


apropiación discursiva del espacio en Argentina fueron
configurados desde procesos escriturarios y desde interacciones
discursivas que instituyeron performativamente un proyecto de
país, de Estado y de Nación, definiendo el «cuerpo de la patria y
sus límites, su territorio y su identidad, lo que debía formar parte
de ese cuerpo y lo que no, su política de inclusiones y de
exclusiones bajo el conjuro de una idea de lo que debía ser «la
Nación».

Y agrega un poco después:

Cuando relacionamos performatividad y prácticas literarias


fundacionales aparecen convocados dos aspectos relacionados :
por un lado el papel jugado por las élites criollas en su esfuerzo
por articular discursos nacionales con intenciones de constituir
imaginarios culturales de identidad, y, por otro, el hecho de que
esos discursos aparecen impuestos a través de las relaciones que
se instauran entre el poder que inviste a los productores de esos
discursos y la legitimidad que emerge del conocimiento que
ostentan gracias a ese poder. En este marco, el objetivo de
nuestro trabajo lo constituye el análisis de la performatividad que
opera en los «discursos fundacionales» de la «literatura
nacional», en la Argentina del siglo XIX.

En la literatura de frontera, entonces, la frontera es tema, objeto que, el acto


se constituye en el acto mismo de su narración y descripciones.
Para Margarita Serje (2005) son tres los elementos que caracterizan la visión
de la frontera como un espacio físico. En primer lugar, las fronteras son
metaforizadas como tierras de nadie, incógnitas, zonas rojas en donde la ley
no hace presencia; en segundo lugar, se romantiza y se erotiza la idea del
salvajismo, se convierten así en lugares de ensueño donde se puede hallar el
deseo, o el objeto de este; y en tercer lugar, se convierten en elementos
estratégicos que deben ser conquistados y puestos al servicio del orden.
Estos tres elementos ya pueden superponerse, ya trazar duras
esquematizaciones. Por otra parte, es evidente que estas características
remiten a un cierto momento muy característico del nacimiento de las
literaturas nacionales en América, y que con los años otros tipos de ficciones
se fueron sumando, aquellas que problematizan tales nociones por el simple
hecho de que los mismos o similares consideraciones pueden ser situadas en
el centro de la “civilización”, la ciudad, donde se establecen otras -o las
mismas- fronteras.
Pero el vocablo remite a cuestiones formales y materiales. Como se inscribe
dentro en una época en que el quehacer literario está fundido con otras
prácticas, como el parte militar, la filosofía, la sociología, la geografía, el
periodismo y la política, en aquel tiempo la literatura de frontera es tal porque
se desliza y se alimenta, en diversa proporción, de discursos que hoy se
conciben como autónomos y separados. En cuanto a sus materiales
lingüísticos la literatura de frontera oscila y mezcla el español europeo y el
español criollo, la lengua culta y la popular, la lengua de los “indios” y la de
los “blancos”.
Hace ya décadas que la teoría de la literatura ha acompañado el movimiento
de estratificación de las sociedades modernas que ha convertido en esferas o
campos autónomos quehaceres, funciones y discursos sociales que antes
aparecían fundidos. Del mismo modo que es difícil definir a Domingo
Sarmiento como político, militar, educador o escritor, ya que fue todo eso a la
vez, algo similar ocurre con su obra Facundo. Civilización y barbarie. Que
hoy la crítica diga que se trata de “la primera novela argentina” no supone
otra cosa que la proyección deliberada y salvaje de las categorías actuales
sobre la obra.
Hoy, la “literatura de frontera” -que aquí se trata- es obligada descendiente de
aquélla, con la que se mezcla y distancia a partir de dos gestos. Dado que
entre aquélla y ésta hay una multiplicidad de discursos, valoraciones e
interpretaciones, un ademán es el de desoír el mandato de la especificidad y
las diferencias, seguir concibiendo al escritor como “hombre de letras”,
intelectual que interviene de manera directa en la discusión social y política;
el otro, simétrico, es el del aprovechamiento, de una manera u otra, de la
autoconciencia de los discursos, las formas de su codificación y protocolos de
interpretación ya sedimentados.
Vale entonces la reflexión que se permite el periodista europeo Timothy
Garton Ash,

¿Cómo podemos decir que un texto es real y otro imaginario?


¿En dónde trazamos la frontera que divide los hechos de la
ficción? Aún más: ¿sabemos defender esa frontera?
(…)Y al hablar de ‘literatura testimonial’, quisiera explorar la
frontera entre la literatura de hechos y la literatura de ficción.
Utilizo el término “literatura de hechos” deliberadamente, en
lugar de usar ese otro término peyorativo que figura en los
catálogos de las editoriales: no ficción. ‘Literatura de hechos’: la
expresión es hermosa, y contiene la palabra clave ‘hechos’. Pero
primero ocupémonos de la otra mitad de la expresión: ¿qué es
‘literatura’, esa palabra altisonante?
(“La verdad es otro país”,
http://www.elmalpensante.com/print_contenido.php?id=2014)

Parte importante del quehacer de la escritura es desde hace tiempo el saber


jugar y desembarazarse de las fronteras que las poéticas y las definiciones de
la teoría literaria quieren, consciente o inconscientemente, imponer. O como
Ash agrega desafiante: “El límite de la literatura existe, pero no está ahí
donde nos parece más lógico buscarlo”.
El autor alemán Veit Heinichen, que suele situar las tramas de sus libros en la
frontera física entre Italia y Eslovenia escribió: “Las fronteras son zonas de
contraste que dan pie al nacimiento de la literatura”; por eso sus narraciones
se sitúan en la ciudad de Trieste, espacio donde se mezclan pueblos, culturas
e idiomas y, de acuerdo con Heinichen, hacen que la literatura tenga su razón
de ser. Quizás, entonces, se pueda afirmar que la literatura es una cuestión de
fronteras.

Nuevo ciclo sobre literatura de frontera


Lo que sigue es la introducción a un tema mayor de larga data en el campo
literario argentino y específicamente, aunque en etapas más recientes, en la
literatura regional pampeana.
Se trata de la “narrativa del desierto”, que en su momento histórico produjo
una inmensa literatura heterodoxa de viajeros, diarios, partes militares,
recuerdos, crónicas, descripciones geográficas, autobiografías. Claudia Torre
(2010) estudia tales textos y evalúa que los indios representaban la
“exterioridad” de la patria, mientras que a la acción expedicionaria militar se
la escribió y se la leyó como una gesta civilizadora.
Desde los románticos de la generación del ’37 con Esteban Echeverría a la
cabeza, nunca se imaginó la frontera con el indio como integrante de un
proyecto de nación sino que lo que existía del otro lado era un no-país, un
“desierto” que debería ser llenado por la civilización occidental y cristiana.
Los asedios contemporáneos sobre el siglo 19 sacaron de los márgenes de las
bibliotecas y archivos documentos y textos “no canonizados”, una de cuyas
consecuencias fue la aparición de escrituras de ficción, ya no subordinadas a
los imperativos de la literatura militar ni a las visiones de una tierra salvaje y
virgen con grandes escenarios edénicos, donde está “todo por hacer”.

Este “cambio de perspectiva” sobre los hechos del pasado, se advierte desde
hace tiempo –como ya se ha dicho- en los planes de estudio de las escuelas
primarias y secundarias. Incluso los artículos que desde hace décadas se
publican en la prensa de circulación nacional y regional, así como en
cuadernillos, fascículos (también del área infantil), materiales del Ministerio
de Educación, se cuidan mucho en glorificar, por ejemplo, la conquista del
desierto de Roca. Este oleada general parece “oficializarse” ahora con la
creación, por parte del gobierno central, del “Instituto nacional de
revisionismo histórico argentino e iberoamericano Manuel Dorrego”.
Dentro de la renovación de la historiografía argentina, ya se ha producido la
idea de un frontera de mezcla y “negociaciones” (que toman las infinitas
formas de la vida cotidiana, y este aspecto parece que es decisivo para su
explotación ficcional en general y literario en particular) y no una “muralla
china” divisoria según la representación tradicional entre civilización y
barbarie.
También habría que remarcar el boom de las “crónicas históricas”, a medias
entre el periodismo, la historia y la ficción, que desde el regreso de la
institucionalización democrática se han convertido en uno de los géneros o
subgéneros más estables y vendidos en el país.

Frontera y región

Si nos ceñimos a lo que se llama “la frontera sur” del país (incluido el
territorio de la provincia de La Pampa), también hacia aquí llegaron los aires
revisionistas. La frontera se ha vuelto porosa, móvil, mestiza. Ella se ha
movido desde la colonización española hasta la expedición final de Roca en
1879. En todo este lapso, con vaivenes, paréntesis, o algunos soplos distintos
como fueron los años posteriores a mayo de 1810 dominado por ideas
revolucionarias, la escena literaria no mostraba a ese “otro” nativo. Este en
verdad sufría el papel de antagonista, el del oculto, rechazado, el eliminado
de la historia a la par que crecía el proceso de reivindicación de la conquista
del desierto. Tal reivindicación, y para dar una fecha y un hito local, llegaría
hasta el año 1979 cuando se bautizó al nuevo edificio de la Universidad
Nacional de La Pampa, de Gil 353 frente a la plaza central de Santa Rosa,
con el nombre de “Centenario de la Campaña del Desierto”, nada menos.
Con el nuevo ciclo de la frontera, (que reconoce todos los antecedentes y
trabajos mencionados) se suman nuevos textos en el panorama de la literatura
regional.
En esta tarea se hallan varias novelas de tema histórico que tocan personajes
y escenarios fronterizos y “pampeanos”. Seguidamente, nos referiremos a
cuatro de ellas, publicadas en pleno siglo 21.

Baigorria, Baigorrita, Pincén, Salinas Grandes

Daila Prado escribe La cicatriz (2008). Ampliamente documentada, trata de


la historia de Manuel Baigorria (San Luis, 1809-1875), quien por diversos
avatares políticos de las guerras civiles del siglo 19, desatada entre unitarios
y federales (Baigorria era militar del bando unitario), vivó en ambos lados de
la frontera sur. La historia se desarrolla con agilidad mediante un narrador
que hila los acontecimientos como aventuras, sin juzgar ni contradecir las
fuentes documentales de la historia.
El título más que indicar una sutura entre dos mundos (el del blanco y el del
indio) trata la división, el desgarramiento que vive el protagonista en ambos
lados de la frontera. El relato explora la desconfianza que despierta entre los
indios el personaje del coronel Baigorria, y también el deseo de venganza que
despierta su figura en los que viven en la frontera de Mercedes-Río Cuarto.
Se recrea de un modo pretendidamente realista la vida sobre todo en las
tolderías, y tal vez el episodio más logrado sea esa especie de toldería blanca,
de enclave que durante algún tiempo lideró Baigorria en las inmediaciones de
una laguna en la zona de Trenel, donde vivieron cautivos, refugiados y
algunos indios. Esta “fundación” de Trenel se vuelve significativa si se la
piensa como una amalgama entre los dos mundos.
En el capítulo 10 (“Trenel”), cuando Baigorria “funda” su pueblo cerca de la
Laguna del Basto o del Recado “en tierras habitadas desde hacía siglos por
aborígenes, Lautramán [“Cóndor petiso”, nombre indio del coronel] injertó
una comunidad winca”; y luego el narrador agrega:

… él mismo comandaba los trabajos, hacha en mano. Cuando el


terreno estuvo despejado, Lautramán se dispuso a planificar: aquí
mi casa, la plaza, las calles… caven un pozo allá, y otro allá… es
preciso emparejar este sitio pues aquí haremos las formaciones…
ese día fue uno de los más plenos en la vida aventurera de
Baigorria: ¡todo estaba por hacer, todo! Sintió la alegría de
comenzar. Se sintió un conquistador. (2008: 247)
Horacio Beascochea (La tierra plana, 2007) toma desde una perspectiva
diferente el tema de la conquista del desierto y del indio. En su novela asoma
el heroísmo de Pincén. Uno de los narradores, un cabo del ejército, no lucha
contra “ellos”, sino que intenta percibir la pampa desde el lado aborigen.
La novela corta La tierra plana suma a la literatura pampeana una nueva
experiencia referida al tema del indio, a la utilización de las voces narrativas
y la estrategia de utilizar fuentes históricas. Sobre estas fuentes se asientan
los tres narradores del texto (el cabo Robledo, protagonista; Pincén; la
palabra de un “trovador” de la pampa india).
En el contexto histórico de la novela (abarca desde el año 1876 –comienzo de
la ejecución de la zanja de Alsina-, hasta 1879) el tiempo se demora.
Confluyen los puntos de vista de los narradores mencionados y la experiencia
conjunta postula un paisaje que parece verse del mismo modo de ambos lados
de la frontera. El cabo Robledo la atraviesa o establece el puente casi desde el
mismo momento en que llega al fuerte que comanda el coronel Villegas.
Mata a unos indios primero, pero luego los contempla. Finalmente pide al
lenguaraz del fuerte que le enseñe la lengua del otro. Robledo emprende así
un camino de no retorno, es decir, decide pensar su vida desde el otro bando
sin haber abandonado físicamente el primero.
En el capítulo 11, el cabo Robledo comienza a aprender la lengua del
indio con el lenguaraz:

Para mis camaradas me convertí en “el amigo de los indios”, un


chiflado sin remedio por culpa del desierto y la chatura infinita de
la llanura. Nos juntábamos en las siestas y compartíamos palabras
y tabaco. (...)
“No sea iluso Robledo, en unos años nadie se acordará de esta
campaña, todo se olvida en este país”, ironizaba Villegas y yo
escribía para no olvidar. El encantamiento de la tierra plana cedía
ante las enseñanzas del lenguaraz y mis impresiones de frontera.
Una nueva rastrillada se descubría ante mis ojos (2007: 56)

Así Robledo cometerá el último acto que lo llevará a enajenarse de su propia


familia, de su sociedad y de su historia personal.
En el capítulo 6 (“Lelvún mapu”) se expresa la voz de la tribu y se nombra a
Pincén. Ésta será el punto de vista (la “ideología”) que lentamente irá
adoptando Robledo:

En la tierra del llano vivimos los indios. Primero solos, ahora con
los huincas. Y la tierra buena no alcanza para los dos, por eso
quieren corrernos. De antes nos reunimos alrededor del fuego y
recordamos nuestro pasado. Las voces hablan de nuestros
guerreros, de sus hazañas, de costumbres viejas y de la guerra, de
soles agitados y soles tranquilos pisoteados por la guerra.
En la tierra del llano –aquí- nació el hijo del desierto, el hombre
jamás vencido, el de los ojos negros, los que bajan la vista de
cualquiera. Su habilidad con la lengua lo hace ser el dueño de la
palabra, el dueño del decir. Y un día se convirtió en nuestro
cacique. Plantó a Piedra Azul y se quedó en el Malal (2007: 29)

Cuando un superior le propone entrevistarse con el prisionero Pincén y


rescatar sus memorias con el fin de resaltar aún más las hazañas militares de
la conquista del desierto, Robledo se deja llevar por el relato de Pincén, lo
cual significa que “cambia de bando”. Esa memoria escrita que entrega a su
superior es su propio certificado de defunción ya que lo que exalta es la épica
de los aborígenes y su ideología.
Desde esta perspectiva, Beascochea cubre con la polifonía de su novela un
enfoque novedoso sobre los vencidos, aunque no vencidos del todo porque
Robledo -en el plano de la justicia literaria- rescata la voz de Pincén y lo
ayuda a que escape de la prisión y se pierda en la pampa aún misteriosa para
la civilización que se impone con la superioridad de las armas.
En la novela hallamos transcripciones de partes militares, la voz del trovador,
del propio Pincén y de Robledo. Todos ellos también significan relatividad ya
que no todas las voces juntas alcanzan para componer un cuadro total y
definitivo de lo que acontece. Queda un registro abierto, una oscuridad, una
indeterminación sobre la identidad de la pampa que el narrador principal de
La tierra plana no consigue mostrar.
Robledo, al aprender la lengua del otro, alienta una esperanza y una condena.
La condena es la suya propia por parte de la sociedad de la cual el proviene, y
la esperanza es que con su trasgresión está proponiendo –al menos- un
porvenir sin exclusiones.

Omar Lobos (La veranada del chachai Calfucurá, 2011) pone énfasis en que,
más allá del tema y del tiempo histórico, lo importante se halla en la
construcción ficcional del entorno de Calfucurá: las relaciones familiares, el
tratamiento político-diplomático entre la nación india y los gobernantes de la
provincia de Buenos Aires y del país, el borramiento fronterizo y la igualdad
paisana entre criollos y mapuches.
Hay una escena que muestra la significación del cacicazgo de Salinas
Grandes como centro de convergencia “política” y –si se quiere- “fronteriza”.
Está presente el maestro Larguía quien ha venido desde Buenos Aires al
aduar con sus dos hijos y el “alumno” Manuel Pastor, hijo de Calfucurá;
también se hallan el “lenguaraz” Santiago Avendaño y un cacique trasandino.
El narrador acompaña las palabras de Calfucurá:
…había churrasqueado con este cacique amigo -lo señaló y el otro
mostró al maestro su ufana sonrisa desdentada-, que había venido
comisionado por un gran amigo suyo de Chile para comprarle
hacienda: el ex presidente Manuel Bulnes (2011: VII, 90)

Esto señala además el lado patriótico-chileno de Calfucurá, es decir su


afinidad con los revolucionarios de la independencia. En la misma página,
para completar el cuadro “político” leemos:

El señor Larguía renovó las protesta de paz que traía de parte del
gobernador Obligado, que entre los señores jefes no existía más
deseo que el de apaciguar la campaña porteña, y para eso se
necesitaba la cooperación y voluntad de las partes.
- Yo estoy quieto- se atajó Calfucurá, y después matizó- …estoy
bastante quieto…

En La veranada... se destaca el uso del lenguaje coloquial, afectivo y


humorístico que atraviesa varios episodios de la novela; es otra forma de
revelar el lado cotidiano, de convivencia, pese a las jerarquías establecidas,
de la vida en el cacicazgo:

Guinnard por su parte era testigo todo estos eventos [catán


caguiñes, matrimonios, nguillatunes], coordinados sin excepción
por la autoridad patriarcal de Calfucurá. Aunque no dejaba de
asombrarlo e incluso de entristecerlo, el contraste: ese soberano
terrible, espanto del huinca, rey de su comarca y a cuyo grito
salían ejércitos de guerreros a matar y morir, esa voluntad
tremenda capaz de mantener a la pampa en vilo, era sorprendido
algunas noches por su secretario merodeando los toldos con sigilo
de abuelo medio chocho y tratando de localizar a algunas de sus
esposas. Tenía treinta y dos por esa época, y muchas andaban en
amores con otros y a sus espaldas se reían un poco de él. (2011:
IX, 121)

En la novela, las costumbres parecen ser las mismas de un lado y de otro. Es


un ambiente paisano y aún sugiere otros momentos de la literatura argentina:
aquel ambiente de los inmigrantes con su habla de adaptación, como lo ha
sido el “crisol de razas” europeas que terminan integrándose a un nuevo
territorio de pertenencia. Sin embargo esta integración no se ha logrado en la
trama novelística. Quizá por esta razón el narrador editorial del primer y del
último capítulo indica que todo se vuelve desierto, que no se ha prolongado
ni existe la convivencia del cacicazgo de Salinas Grandes.

En cambio, la novela de Norman Cruz (Baigorrita. Responso para un


etnocidio, 2006) se desenvuelve en el ámbito de la épica. El relato sigue los
últimos meses de “Diez Aguadas” (tal la traducción del nombre indio de
Baigorrita, Maricó, hijo de Pichún Gualá y de la cautiva Rita Castro), desde
octubre de 1878 hasta su persecución, captura y muerte en julio de 1879. El
personaje se envuelve en la aureola del que no se rendirá jamás.
Mientras tanto, en la retirada hacia la Cordillera, se van perdiendo jirones de
tribu con las batidas, entradas, incursiones de las partidas militares. El pueblo
indio se extingue.
El libro consta de un vocabulario de nombres y parajes mapuches, un
“cartograma del escenario de los acontecimientos”, y una bibliografía
documental relacionada con la conquista del desierto.
La curiosidad es que los nombres de personas, parajes y otros términos
mapuches están traducidos y escritos en castellano en el relato. Los mismos
diálogos de la tribu tienen la extraña particularidad de eludir el uso del voseo
para manifestarse en un solemne, prístino ‘tú’.
Quizá el gran mérito de la novela esté en la descripción panorámica del
abandono del “hogar” (las tierras pampeanas):

No todos los grupos dispersos por el país del monte logran


moverse con igual velocidad, y quienes cierran la marcha son los
más vulnerables. Varios jefes acatan las instrucciones de marchar
separados del resto, pero otros, como Batallón de Pumas o Ciprés
en el Deslinde, no pueden evitar que su gente, pese a todas las
exhortaciones, sea absorbida por el mayor y más lento de los
contingentes, al mando de Pluma Pequeña. La interminable
caravana de varios centenares de personas termina por convertirse
en una presa casi ofrecida a la voracidad de las tropas en
campaña, cuyas partidas volantes reticulan el desierto a través de
médanos y montes buscando rastros recientes (2006: 81)

Otro de los logros del relato es la ágil alternancia de la aventura de la derrota


con los partes militares (históricos) que van siguiendo ese itinerario.
El autor señala en el Prefacio que su “narración apoya un pie en la narrativa y
otro en lo documental, combinación infrecuente pero que, a mi juicio,
enriquece mutuamente ambas vertientes”.
Como síntesis del espíritu que anima la novela, proponemos las palabras de
Baigorrita, a orillas del Salado, en plena retirada:
-Yo, Diez Aguadas, he creído que este era el tiempo de
convocarlos a esta reunión por las enormes calamidades que nos
afligen. Todos sabemos que en las últimas lunas los güinca nos
han deshecho. En mis recuerdos no encuentro otra época en que
nos hayan causado tanto daño. Y creo que ni los más viejos entre
nosotros han llegado a ver masacres como esta. Muchos de
nuestros jefes y más de la mitad de nuestra gente han muerto o
están prisioneros, nos han dejado casi sin caballos, vacas y ovejas,
han arrasado nuestros sembrados y quemado nuestros granos, nos
han echado de nuestra tierra. Tal vez encontremos, muy lejos, una
nueva morada, pero ya no será nuestra morada, donde hemos
dejado los huesos de nuestros mayores. (2006: 101-102)

Será el final de la historia del personaje. La novela rescata su resistencia y su


conciencia de la “región” en que ha vivido. Así la frontera queda trazada con
el fin de indicar que pasarse del lado del “blanco” significaría la más grande
de las derrotas.

Las novelas comentadas, a su manera, y dentro de un largo proceso de


revisión del pasado en Argentina, agregan una pincelada al cuadro de lo que
llamaríamos un nuevo ciclo de la literatura de frontera. Vuelven al
compromiso de revisar los márgenes, los huecos y los olvidos de esa otra
gente que no figuró en los planes políticos de quienes pensaron y ejecutaron
la Argentina moderna en el siglo 19. Este tratamiento ficcional levanta el velo
para seguir observando la marginación y la exclusión, casi el exterminio, y
pareciera que el mensaje simple de los relatos es que se trataba de grupos
humanos que han vivido las mismas circunstancias y han compartido
procesos culturales, lenguas, tramos de vida, sobre un mismo suelo, sin que el
trazo de fronteras (más allá de los avatares políticos de turno) signifique una
barrera inmóvil.
(Sobre) Textos

Clave de sal: institución, literatura regional e historia

-¡Salvo, Salvo!
-¡Eh!
-¡Vamos hombre, se ha quedado dormido! ¿Ésa es la bolilla que me da?
-Disculpe, es que he tenido una semana bastante agitada. Y usted… ¿nunca duerme?
-La historia es una disciplina que quita el sueño.

(J. C. Pumilla, ¡Ay Masallé!, 1996: 84)

1.
Escritores e historiadores: la tarea de los intelectuales

La consideración del fenómeno literario desde una perspectiva autónoma


forma parte de los presupuestos básicos de la teoría y la crítica literaria
contemporáneas. Desde ya que no se trata de una simple cuestión conceptual
o metodológica, una estrategia para desarrollar un análisis estético específico,
centrado sobre la obra en sí, y que no se derrame permanentemente hacia
otras campos disciplinarios, los de la sociología o la psicología, por ejemplo.
Una estimación tal del fenómeno literario involucra de manera principal un
devenir histórico que se remonta hacia los orígenes mismos de la
Modernidad, a la Europa de los siglos XVII y XVIII aproximadamente, y que
describe un proceso que se termina de consolidar en el siglo pasado. Se trata
del ciclo en que las sociedades industrializadas se vuelven más complejas y
estratificadas, y donde las funciones y los campos de la política, la economía,
etc., se constituyen en entidades relativamente distinguibles y autosuficientes.
El arte en general y la literatura en particular recorren ese mismo camino, que
es el de la paulatina constitución de una esfera de producción y valoración
social específica, habitada por sujetos que la caracterizan especialmente,
como los escritores, los críticos y los editores, por ejemplo.
Ahora bien, que tal apreciación se acepte de conjunto no supone su
“cumplimiento” sin fisuras ni matices, mecánico; asimilación tal sería
confundir la aceptación del carácter esférico de la Tierra con la idea de que la
realidad del planeta semeja la bola perfecta del globo terráqueo que se tiene
sobre el escritorio. Algunos de los más reconocidos estudiosos del arte y de la
literatura, por otra parte, han insistido en señalar también que la frontera que
limita la esfera estética es por demás porosa e inestable, y que todo el tiempo
se redefine en disputa con los territorios vecinos.
Es más, basta husmear los suplementos culturales de los diarios, los
reportajes a novelistas y poetas, los múltiples comentarios que reproducen las
revistas especializadas y los medios de la comunicación masiva para advertir
hasta qué punto es posible recoger cientos de aseveraciones que contradicen,
aunque sea de manera parcial, aquella que se ha promulgado y aceptado
como ley general.
En todos los casos lo más interesante y significativo es advertir los porqués
de que se afirme lo que se afirma; es decir la aceptación o la resistencia, más
o menos fuerte, más o menos explícita, frente a la estimación de la literatura
en sí y la necesidad de empujarla hacia. Se trata, en definitiva, de causas que
remiten a definiciones ideológicas acerca de qué se entiende por literatura, las
cuales, extensivamente, ciegan o abren relaciones diversas con otros campos.
En fin: sus usos.
En el contexto delineado, esta comunicación versa sobre un caso singular de
la vida intelectual pampeana. Se trata del libro Clave de sal (1996) , que tiene
la particularidad de fundir a la vez que mantiene separados un ensayo
histórico que se nutre de una fuerte base documental y un relato de ficción
novelesca que lo continúa. Cada uno muestra su individualidad en tanto se
asumen como ejemplos genéricos diferentes; uno se confunde con el otro a
través del título único que los engloba y una trama ficcional que se apoya en
el discurso histórico que la precedió y en él encuentra la clave para el
desarrollo y completamiento del enigma.
En primer lugar esa singularidad tiene que ver con una inscripción
institucional. Se trata de un volumen que fue publicado por el Instituto de
Historia Regional de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad
Nacional de La Pampa, para su serie “La Pampa en la época colonial”, y
coordinado de conjunto por el historiador, Julio Colombato, quien, se puede
presumir, es responsable del título conjunto.

La contratapa -un hecho no demasiado habitual en los paratextos que


acompañan las publicaciones en forma de libro- está firmada por la
Asociación Pampeana de Escritores. Allí se dice expresamente

Clave de sal es el resultado de la colaboración entre un


historiador y un narrador que tomaron la decisión de trabajar
juntos sumándose así a la legión de hombres de letras que, como
es tradición en La Pampa, suelen transitar un mismo camino a
través del tiempo intercambiando descubrimientos y
reflexiones…

Como puede juzgarse se hace aquí una utilización antigua de la fórmula


hombre de letras como un modo de referirse al escritor en tanto intelectual.
De cualquier modo lo más destacable es que estima al historiador y al
novelista como pares, compañeros de ruta, pero lo son en el trabajo de
intercambiar “descubrimientos y reflexiones”, no de trocar cuestiones de
estilo o el delineamiento de estrategias discursivas y retóricas; es decir, que el
novelista se subsume en la tarea de reconstrucción y análisis propia del
discurso histórico. La aseveración es doblemente significativa si se tiene en
cuenta que proviene de la APE, una asociación de escritores, y se intenta
proyectar como tradición regional: queda plasmada, en consecuencia, una
definición de aquello que la literatura es, su “utilidad” como herramienta de
conocimiento. Según sintetiza el epígrafe, tomado de la obra de Pumilla, aquí
el sueño está más del lado de la historia que de la literatura, aun cuando
quedan muchos hilos por desenredar.

Los historiadores -escribió Aristóteles en la Poética- hablan de


aquello que ha sido (lo verdadero); los poetas, de aquello que
podría haber sido (lo posible). Pero, desde luego, lo verdadero es
un punto de llegada, no un punto de partida. Los historiadores (y,
de un modo distinto, los poetas) hacen por oficio algo propio:
desenredar el entramado de lo verdadero, lo falso y lo ficticio que
es la urdimbre de nuestro estar en el mundo,

recuerda Carlo Guinzburg.


El italiano indica también que el célebre historiador Marc Bloch escribió que
“lo que hay en la historia de más profundo podría ser también lo que hay de
más seguro”, en tanto y en cuanto lo que se pretenda es corregir la
‘interpretación subjetiva’ que de los hechos brindan los testigos y los
testimonios, antes o más allá de su ‘puesta en discurso’. O, dicho en otros
términos, la tarea del historiador está más del lado de la reflexión y la
interpretación que en la mera reproducción de la presunta objetividad
“científica” que otorgarían los datos.
Guinzburg enfrenta al historiador, al poeta y a los hombres en general a la
fatalidad de “…la conciencia de que nuestro conocimiento del pasado es
inevitablemente incierto, discontinuo, lagunoso: basado sobre una masa de
fragmentos y ruinas” (ob. cit., pág. 54). Lo que pretende el investigador es,
más que borrar la frontera entre la ficción narrativa y el discurso de la
historia, impulsar a que la relación entre ambos se juzgue en los términos de
una disputa por los modos de la representación de la realidad. Por ese camino
describe una lucha que, claro, no excluye los acercamientos y préstamos.

El ataque escéptico a la cientificidad de los relatos históricos


insistió en el carácter subjetivo de estos últimos, que los
asimilaría a las narraciones de ficción. Las narraciones históricas
no nos hablarían de la realidad tanto como, antes bien, de quien
los construyó. Inútil objetar que un elemento constructivo está
presente en cierta medida también en las ciencias ‘duras’: ellas
fueron igualmente objeto de una crítica análoga a la ya acordada,

sentencia Guinzburg, de donde queda claro que su intento no es producir una


indiferenciación entre historia y literatura en tanto y en cuanto se identifican
como discursos, sino, por el contrario, pensar la cercanía entre una y otra
como modos de capturar la realidad pasada organizándola en la memoria.
Más allá de lo imperfecto del intento, Clave de sal puede ser considerada
como una empresa que se orienta en ese sentido.
Que el novelista, Juan Carlos Pumilla, haya reeditado unos años más tarde
¡Ay Masallé!, con mínimos cambios, como libro “independiente”, es una
muestra evidente de la tensión existente entre literatura e historia; también
que, aunque reducida en su importancia, la nueva edición incluya bibliografía
y reproduzca tres actas del cabildo (2000: 151-156). Algo similar se podría
observar con relación a que, a la hora de pensar el título del volumen
compartido, el historiador Colombato haya seleccionado un poético Clave de
sal.

Integran el volumen un primer texto que pertenece a Julio A. Colombato, se


titula El tesoro de Salinas Grandes: documento sobre la implantación de la
ganadería en la pampa. Siglos XVII y XVIII, y ocupa las páginas 7 a 94; lo
sigue la novela de Juan Carlos Pumilla llamada ¡Ay Masallé!, que se extiende
de la página 97 a la 268. El cierre del tomo esta a cargo de una bibliografía.
El tesoro de Salinas Grandes reúne: 1) una serie de páginas autobiográficas
en primera persona, donde Colombato describe su “iniciación” académica
(que se convertirá en la génesis de su investigación original y del libro todo),
entre las páginas 15 y 21; 2) la “Transcripción parcial de los acuerdos del
extinguido Cabildo de Buenos Aires (1668-1744)”, de página 24 a 91, que es
anticipada por una breve introducción.
¡Ay Masallé! presenta como personaje principal al periodista forastero Juan
Salvo, de El Cronista Nacional, y su deambular por el territorio pampeano
junto a una serie de lugareños que lo “inicia” en la historia, las costumbres y
los secretos de la región, como el Maestro, Juan Linyera, el mozo del bar de
la terminal, la empleada que gusta de Charlie Parker y Julio Cortázar.
También Felisa Paillajné, esa suerte de fantasma que pronuncia el “¡Ay
Masallé!” que servirá de título al texto cuando Salvo es empujado a la
Biblioteca “Bartolomé Mitre” de Victorica en busca de unas misteriosas pero
fundamentales actas que en parte posibilitarán recuperar la información
perdida por la quema del Departamento de Catastro y explicar la muerte de
Juan Velachichi además de precipitar la del propio Salvo.
2.
Forasteros y lugareños: la región como conflicto

En principio, la tarea de Colombato se enmarca dentro del campo de la


heurística según como lo refiere Norberto Galasso en cuanto al ordenamiento
de los materiales, ya que selecciona, ordena y transcribe las actas del Cabildo
de Buenos Aires, como un modo de no teñirlas con el sesgo ideológico de un
intérprete. Pero veremos que no es así.
El capítulo 21 de la novela es muy interesante al respecto porque retoma el
acta del cabildo del 23 de febrero de 1668 en que se da cuenta del
descubrimiento de las “Salinas Grandes”. El protagonista, Salvo, lee el acta a
pedido del personaje “el maestro”, un profesor de Historia (transparente
representación del historiador Colombato). Luego los personajes comentan la
importancia estratégica de Salinas Grandes, que le permitiría a Buenos Aires
“aliviar su dependencia de Cádiz”:

(Salvo) -Y además pondría en una situación de relativa mejora a


Buenos Aires con respecto al papel que le asignaba la corona
española.
(El maestro) -Con el agregado de que fortalecería el propio poder
interno.
-Claro, seguro que esto marcaría una nueva situación en la región.
-Para pesar de Chile que vería resentido su dominio.
-A partir de un nuevo centro de poder.
-Es seguro, ya que el valor de la sal es superior al valor del oro de
Potosí…, pero ¡qué estamos haciendo!
-Imaginando.
-Exacto, todo esto es pura especulación, por tanto son burbujas de
nada. Todo esto hay que confirmarlo (1996: 223)

Esa lectura e intercambio entre los personajes implica hacer más solvente y
didáctico el contenido de las actas del cabildo y también colocarlas en
perspectiva histórica respecto al tiempo referido de la novela. Y además
sostener el interés, la intriga, con un asunto central que articule el relato, que
corre el peligro de dispersarse en variadas motivaciones de escritura.

Es significativo que “el maestro” haga leer en voz alta al periodista Salvo,
convertido ya en una especie de alumno que entra en el juego dialéctico de
aprender “conversando”.
En la primera parte de Clave de sal, Colombato señala que las actas entregan
una información parcializada y agrega:
la manera más legítima de acercarse a la verdad es que el lector
no se conforme con leer la interpretación creada por el historiador
sino que leyera directamente el documento tal como fue escrito,
con sus propias palabras, expresiones, modismos, ortografía,
tratando de compenetrarse profundamente con el momento.
Hubiéramos deseado que el lector pudiese haber gozado con la
rebuscada caligrafía, la sonoridad de las rudas palabras de la
época, el permanente ceceo demostrativo de la españolidad-
(1996: 21)

Desde esta concepción debe entenderse la “lectura oral” del acta en el


capítulo 21, es decir, como una ilustración del enfoque historiográfico de
Colombato.

- (…) me fatiga mucho descifrar el español antiguo y además


leerlo en voz alta. Suena artificial.
-¡Con que esas tenemos!- arquea las cejas y lo mira directamente-
¿Hay algún prócer al que le tenga estima?
- Por supuesto ¿Y eso que tiene que ver?
-Dígamelo.
-Castelli- decide, desafiante.
-Eso está bien. Eso está muy bien ¿Cómo cornos se le antoja que
hablaría Castelli?
-Bueno…- balbucea-, calculo que lo haría con acento español –
reconoce en voz baja-. (1996: 226)

Los capítulos 18 a 21 se desarrollan sobre tres aspectos del enfoque


historiográfico: la base económica-ganadera del conflicto social entre vecinos
del Virreinato del Río de La Plata (y la importancia estratégica de las Salinas
Grandes) y los indios “aucaes”, es decir el problema de la tenencia de la tierra
y el derecho de los aborígenes sobre el territorio. Además la novela ancla el
tema en la actualidad política de la provincia de La Pampa. Entretanto, Juan
Salvo va completando su investigación mediante las lecturas, las
informaciones que recibe de distintos personajes, y las orientaciones y
“lecciones” que recibe del maestro.
Dejemos en claro: a partir de los aportes del historiador, la ficción literaria
actúa como un dispositivo de conocimiento que ayuda a revelar una verdad
cuyos antecedentes se hallan en actas del Cabildo de Buenos Aires. En todo
caso el intento del novelista es actualizar un tema histórico sobre una región,
lo cual, quizás a sabiendas, disminuye la pretensión estética para enfatizar el
carácter testimonial (de denuncia) de un estado de dominación y
sometimiento de los pobladores originarios de la región que no cambia aun
cuando sí lo hagan los nombres de sus actores.

El protagonista Juan Salvo viaja desde la Capital Federal hacia La Pampa.


Viene a hacer una investigación periodística sobre un secreto que guardan las
Salinas Grandes.
Según el narrador, el personaje se dispone desde el arribo mismo a Santa
Rosa a “comparar su visión con el relato de los amigos que lo han precedido
en estos territorios del sur, estas fronteras interiores tan, tan lejanas para la
consideración de los habitantes de la metrópoli” (1996: 100)
Aquí se abre una segunda lectura de la novela en torno al viaje desde un
centro hacia una periferia. La novela trata una asignación particular dentro de
la categoría de “literatura regional”. Se puede entender este viaje como una
lectura de la región según la clásica dicotomía metrópoli-interior, pero al
revés, en el sentido de que alguien de la metrópoli viaja consciente de
enjuiciar la conformación discursiva dominante con el fin de descubrir un
“interior” distinto.
En pleno viaje el protagonista se deslumbra, en clave de cuadro costumbrista,
con la ciudad de Santa Rosa y luego con el relevamiento de otros lugares de
la provincia.
La novela de Pumilla se asocia a la idea de Raymond Williams (cuando
observa el contexto de Inglaterra y Londres) en cuanto a que el paso del
tiempo y de la historia sobre un territorio se configura y enaltece el ámbito
regional (provincial en el caso de La Pampa), sus costumbres y culturas.
Según Williams “conlleva implicaciones de un modo de vida valiosamente
distintivo”, se transforma en “un sentido positivo alternativo” de la ciudad.
En contraposición, en el mundo contemporáneo, la ciudad se convierte en
metrópoli y en sinónimo de lo “megalomaníaco o en un sentido más general
de distorsión debido a un tamaño excesivo” (2008: 281).
Por otro lado, y en dirección complementaria a lo expuesta, Pedro L. Barcia
(2004) hace un recorrido sobre la conformación diacrónica, histórica, de las
regiones argentinas, al que lo sigue una sedimentación cultural. Barcia revisa
aspectos tradicionales del concepto de región y se detiene en la idea de
“regionalismo” y la inflamación tanto positiva como negativa del término. De
la exaltación positiva de la región (de la provincia) no hay que dudar de la
novela de Pumilla.
También para Barcia el regionalismo positivo significa una “manifestación
indirecta de derrota” porque lo que se rescata “corre el riesgo de perderse
para siempre”. Algo así denota la novela de Pumilla desde el primer
capítulo, cuando el narrador observa junto con el protagonista una Santa Rosa
aldeana que va dando paso a una ciudad más difusa.
Además la figura de Juan Salvo se conecta con personajes en un escenario
amable, de recorrido iniciático. Y esto vale también por sus deseos de
conocer lugares emblemáticos de la provincia, incluidas las Salinas Grandes
y la historia de los pobladores “originarios”. Se trata de la educación de un
forastero que se muestra extraordinariamente dispuesto a dejarse enseñar y a
transformarse en otro más del mismo “paisaje”. Así, la aventura se
transforma en toma de conciencia: el narrador se da cuenta de que es el único
modo de acceder a esa realidad otra.
Curiosamente, el nativismo o las primeras miradas sobre el interior del país
consistirían -y así lo afirma Barcia con citas sobre Esteban Echeverría y Juan
Alberdi (2004)-, en alejarse para ver en perspectiva el lugar de origen (un
consejo parecido solía ofrecer Ernest Hemingway, es decir, tomar distancia
del escenario para tener una perspectiva con la cual abordar la escritura).
Salvo, el forastero, penetra en la provincia-región, la conoce y la disfruta de a
poco, desde “adentro”. Mediante ese viaje puede organizar una trama que -
inversamente- le permite una visión histórica de conjunto y también una
prospección.
Finalmente podemos agregar, en el marco de la región, que la exhumación de
materiales (las actas) incluidos en el tiempo del relato novelístico, presume
otra proyección que lleva la idea de ‘regionalismo’ hacia una escala mayor y
de configuración menos positiva. Lo que a su vez permite un develamiento
del interrogante sobre el viaje del periodista Juan Salvo a la provincia.
Otro periodista, Álvarez, lo lleva a Salinas Grandes y en tal escenario le
ofrece una visión complementaria sobre la importancia estratégica, histórica
y cultural del lugar. Aquí aparece la concepción de un regionalismo
proyectado hacia otra escala: las salinas representan la codicia de nuevos
actores, de nuevos propietarios que sobrepasan meros intereses locales.
El periodista retoma la figura de Velachichi (apellido de los primitivos
“dueños” del lugar) en la plena laguna de Salinas, como una voz que continúa
el lenguaje de la historia y que complementa la lectura de las actas del
cabildo que el historiador Colombato y luego el personaje de “el maestro”
han entregado a la comprensión e interpretación de un Juan Salvo ya
adiestrado.
En el espacio de las Salinas se juntan todos los saberes que forman un
conocimiento integral de los acontecimientos históricos (y eso mismo
precipita la suerte del protagonista). Tal es el secreto a resolver de la “clave
de sal”. La novela propone y actualiza el valor y la escala del espacio
regional: desde las actas del cabildo de Buenos Aires en el siglo XVII a la
nueva riqueza oculta de las Salinas, pasando por esos poderes extraños que
ahora quieren (en complicidad con la autoridad política de la provincia)
cooptar un espacio que serviría para el desarrollo de intereses nacionales y
aún supranacionales, contrarios –por supuesto- a los valores ‘positivos’ de la
región.
Estas disposiciones del plan novelístico indican el cumplimiento de la línea
investigativa enunciada por el historiador en la primera parte del libro, es
decir, intentar acercarse a una verdad sobre los hechos de tal modo de dejar la
menor cantidad posible de preguntas sin resolver.
No hay disputa, entonces, entre el historiador y el novelista.
La historia cumpliría la función que recordó Miguel de Cervantes cuando
sintetizó que el “autor” del Quijote, Cide Hamete Benengeli, debería referir la
vida del caballero sin apartarse “del camino de la verdad, cuya madre es la
historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo del pasado,
ejemplo y aviso de lo porvenir” (Quijote, primera parte, capítulo nueve).
Luego la ficción terminaría de proyectar lo que no se puede decir solamente
con la exégesis documental, pero sí con el apoyo de otras voces que aparecen
en el texto. En este sentido ¡Ay Masallé! ilumina, comenta, “completa” lo
que la documentación histórica no puede confirmar. Es la novela quien puede
especular añadiendo esas voces (del periodismo, la poesía, la política, la ley,
la cultura del pueblo originario) y en el mismo movimiento advertir sobre
venideros y ominosos tiempos de nuestra historia, no solo regional.

Clave de sal en su conjunto organiza una construcción de la región mediante


una cuidada selección documental y en la parte novelesca agrega
decididamente un modo de “mirar” el paisaje al elegir sus voces pasadas y
presentes. Todo ello modulado por el sesgo ideológico que la atraviesa: la
región permanece y cuando cambia las transformaciones no son buenas (por
ejemplo el avance de la ciudad le hace perder a Santa Rosa su carácter de
aldea). El conflicto latente desde siempre entre fuerzas dominantes y
resistencias locales es el que se encarga de manera permanente de trastornar
los límites de aquello que se ha convenido en llamar región.
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