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FILOSOFÍA SOCIAL
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© Margarita Boladeras y Neus Campillo
© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
2 8015 Madrid
Tel 91 593 20 98
http://www.sintesis.com
ISBN: 978-84-995822-3-8
Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil
previsto en las leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente por
cualquier sistema de recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético,
electroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial
Síntesis, S. A.
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Índice
Introducción
Filosofía social y ciencias sociales
Filosofía y sociedad
Desarrollo temático
3 Sociedad y comunicación
Margarita Boladeras
3.1. La sociedad de la comunicación: el poder de los medios
3.2. Comunidad y privacidad: el ámbito público y el ámbito privado
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3.2.1. La “esfera pública” en las distintas sociedades
3.3. Información, opinión y propaganda
3.4. Medios de comunicación y derechos individuales. Veracidad y virtualidad
3.5. Deontologia de los medios
4 La acción social
Neus Campillo
4.1. Actores y roles sociales: acción y sistema
4.2. Acción y narración
4.3. El concepto de trabajo
4.3.1. El trabajo alienado
4.3.2. División del trabajo: solidaridad mecánica y solidaridad orgánica
4.3.3. División del trabajo: Anomia social, clases sociales y lucha de
clases
4.3.4. Labor-trabajo
4.4. Sociedades modernas y posmodernas
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7 La pluralidad cultural humana
Neus Campillo
7.1. Universalismo, multiculturalismo y comunitarismo
7.2. Génesis del problema
7.2.1. Cultura y civilización
7.2.2. Universalidad y “eticidad”. El bien y lo justo
7.2.3. Particularidad y validez universal
7.3. Significado de los términos
7.3.1. Diferentes significados de universalismo
7.3.2. Relativismo, pluralismo, multiculturalismo
7.4. Delimitación de problemas
7.4.1. Inconmensurabilidad, otredad, diálogo intercultural
7.4.2. Reconocimiento, identidad, autonomía
7.5. Estado actual de la cuestión: respuestas a la crisis de la democracia y de la
ciudadanía
7.5.1. Liberalismo y pluralismo
7.5.2. La crítica comunitarista al liberalismo
7.5.3. Ciudadanía multicultural
7.5.4. Democracia deliberativa y diálogo cultural complejo
8 Metodología
Margarita Doladeras
8.1. Métodos de la filosofía social y de las ciencias sociales
8.2. Ciencias “explicativas” y ciencias “comprensivas”
8.3. Acción social y sentido según Max Weber
8.4. El Racionalismo crítico
8.5. La teoría crítica
Bibliografía
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Introducción
Se suele decir que la sociología, entendida como ciencia social empírica, tiene sus
orígenes en el siglo XIX y que el francés Augusto Comte fue el primero en establecer su
perfil de saber positivo, fundamental para el estudio del desarrollo de la vida social. En
efecto, Comte, junto con Durkheim y Max Weber se consideran los “padres” de la
sociología moderna por sus propuestas metodológicas específicas y sus innovaciones
conceptuales en la manera de pensar y tratar la dinámica de los grupos humanos.
Desde sus inicios la sociología ha sido objeto de fuertes controversias. En primer
lugar, no se veía nada claro que las nuevas metodologías permitieran alcanzar un
conocimiento riguroso de lo social, semejante al de la economía, la demografía o la
geografía humana; las pretensiones teóricas y descriptivas de un positivista como Comte
podían compararse a los análisis filosóficos de la sociedad precedentes, con clara ventaja
a favor de éstos por lo que se refiere a la comprensión de la conexión necesaria entre los
factores institucionales, grupales e individuales. En segundo lugar, aunque pudieran
perfeccionarse y ampliarse los procedimientos empíricos aplicados al estudio social ¿no
es un empeño reduccionista basado en dogmas empiricistas y mecanicistas? ¿Es posible
prescindir de las perspectivas histórica y hermenéutica en las investigaciones sociales?
¿Es posible operar con “datos neutros” exentos de “carga conceptual preconcebida”
(ideológica, interpretativa)?
Los debates de esta índole, con distintos matices y acentos, se han ido sucediendo
hasta nuestros días, siendo también el germen de nuevos enfoques y procedimientos
sociológicos.
Se puede afirmar que el progreso del conocimiento social en los dos últimos siglos
surge de la tensión entre un conocimiento manifiestamente insuficiente (tanto filosófico
como empírico), la complejidad fenoménica que se intenta sistematizar (repleta de
contradicciones sociopolíticas y problemas humanos, a pesar del desarrollo económico y
tecnológico) y la necesidad de encontrar orientaciones que den alguna salida a dichos
problemas.
Este libro ofrece una sistematización de los conceptos fundamentales del
pensamiento social moderno, atendiendo a la dimensión crítica de la que ha surgido y que
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sigue siendo imprescindible para profundizar en la importancia crucial que tienen los
aspectos institucionales y grupales en la vida de los individuos y en sus posibilidades de
proyección vital.
Filosofía y sociedad
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aprendizaje del lenguaje y la interiorización de conceptos culturales), a la vez que la
socialización característica de la cultura occidental implica un cierto tipo de
individuación.
La racionalización y la sistematización de los factores sociales que intervienen en la
construcción de los individuos y que delinean las pautas de sus posibilidades de acción
personal y colectiva deberían ser el objetivo primordial del conocimiento, puesto que es
necesario para la mejor comprensión y realización de la vida del individuo y de la
especie. La dificultad estriba en la gran diversidad de elementos que han de tenerse en
cuenta, en la actividad promotora de cambio y en las diversas hipótesis teóricas que se
han elaborado para explicar la multiplicidad de los vínculos, la fuerza más o menos
determinante de los mismos, así como la magnitud de sus interferencias.
En el espacio de esta obra es imposible hacer un tratado de toda la filosofía social
relevante en nuestra época. Se centrará en las cuestiones básicas, desde la perspectiva ya
aludida del pensamiento social enraizado en la perspectiva crítica.
Existen dos corrientes contemporáneas de filosofía social que han apelado al
concepto de racionalidad crítica: el racionalismo crítico (Karl Popper, Hans Albert, G.
Radnitzky, G. Andersson, H. Agassi, etc.) y la teoría crítica de la Escuela de Fráncfort
(Horkheimer, Adorno, W. Benjamin, H. Marcuse, etc.), de la que han derivado autores
como J. Habermas, Wellmer, Honneth, T. McCarthy, S. Benhabib y otros. Ambas no
son sólo diversas, sino incluso contrarias en algunos aspectos relevantes (se exponen sus
principales diferencias en el capítulo octavo, dedicado a la metodología de la filosofía
social). Las autoras no han concebido el presente trabajo como una explicación de dichas
teorías, sino como una aportación personal para la comprensión de las características
sociales de la vida humana; con este propósito articulan algunos hallazgos de la teoría
crítica con otras aportaciones de origen muy amplio y heterogéneo, como ponen de
manifiesto las referencias del próximo apartado de esta introducción.
Los capítulos primero, segundo, tercero y octavo se deben a Margarita Boladeras y
el cuarto, quinto, sexto y séptimo a Neus Campillo.
Desarrollo temático
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capacidad de articular la experiencia en una trama de sentidos intersubjetivos
(compartidos), más o menos asumidos conscientemente por cada individuo. Lenguaje,
simbolización e interacción son las piedras angulares de la sociedad, la cultura y de todo
aprendizaje y realización humanos, comprometiendo la vida entera. La posibilidad de
proyección representativa y simbólica ha creado las culturas históricas, asociadas a una
multiplicidad de fenómenos, entre los que destacan las religiones; éstas, a su vez, han
sido y continúan siendo una fuente de símbolos y de significados altamente influyentes.
También las distintas concepciones de legitimación del poder político muestran la
interconexión entre la dominación y la interiorización del autocontrol por parte de los
sujetos, a través de la asimilación de significados simbólicos que configuran la identidad y
estabilidad (emocional y social) de los sujetos. De Max Weber a Michel Foucault,
pasando por Cassirer, Bidder, Popper, Jakobson, Eco, Adorno y Habermas, nos ayudan
a analizar la complejidad de la dinámica simbólica y a explicar por qué se dice que es
condición de posibilidad de la existencia del mundo humano.
El capítulo tercero se ocupa de una fuerza social de primer orden en las sociedades
contemporáneas: la institucionalización y la comercialización de la información. Como ya
se ha señalado antes, la comunicación, la interacción simbólica, es un elemento
fundamental de la vida humana. En la actualidad, contrariamente a lo que ocurría en
otras épocas, los procesos de intercambio de comunicación son abiertos, están al alcance
de todos; pero su instrumentalización y manipulación es asimismo posible por aquellos
que tienen los recursos económicos necesarios para su control o gestión. Por otra parte,
aunque no se pretenda de manera consciente distorsionar la información, ocurre con
frecuencia que ni la visión económico financiera de los dueños de los medios de
comunicación, ni los intereses individuales de los profesionales que trabajan para ellos
coinciden con las necesidades sociales; de forma que la “mera” selección de noticias o de
programación supone ya una tarea de inclusión/exclusión, exposición/opacidad que puede
agravar los conflictos y las carencias sociales. Hoy no se puede pensar en una
democracia efectiva, si no existen medios de comunicación plurales, críticos y atentos a
las verdaderas necesidades sociales; las distorsiones en este ámbito representan un grave
peligro para el desarrollo humano.
Las rápidas innovaciones que impulsan fenómenos como la red (Internet) y la
globalización del intercambio comunicativo, ofrecen nuevas posibilidades que pueden
favorecer tanto las actividades individuales como la comunicación social. Los límites
cambiantes de los espacios de lo público y de lo privado, modificados a lo largo de la
historia por culturas y órdenes sociopolíticos diversos, se ven de nuevo zarandeados por
múltiples factores y, especialmente, por los efectos de las aplicaciones tecnológicas a los
procesos de la vida cotidiana.
El capítulo cuarto se centra en el análisis de la “acción social”, tanto desde los
intentos de explicarla en función del “sistema”, como desde las concepciones que la
interpretan basándose en el modelo de la narración.
Partiendo de la tesis de Talcott Parsons de que “action is system”, se expone la
controversia teorica y metodologica en la sociología contemporánea sobre si tenía que
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haber o no dos paradigmas diferenciados: una teoría de la acción y una teoría de
sistemas. La controversia encierra un problema de interpretación de la acción que va más
allá de las cuestiones estrictamente metodológicas y que se refiere al problema del
determinismo y la libertad. Los escollos que desde la teoría de sistemas se ven en las
concepciones de la acción social, por parte de N. Luhmann, se deben a su intento de
definir lo específicamente “social”.
Pero el estudio de la “acción social” no es privativo de la sociología y ha sido objeto
de análisis tanto desde la filosofia corno desde la ética. La “acción corno narración”
permite diferenciar entre “labor”, “trabajo” y “acción” propiamente dicha. La perspectiva
de Hannah Arendt de introducir la libertad en la acción proporciona la posibilidad de
delimitar entre “lo social” y “lo político” mientras que la concepción de la acción como
sistema dejaría fuera —en su entorno– lo psíquico (según Luhmann), y, podríamos
añadir, lo político.
Esta diferencia entre “acción” y “trabajo” nos permite introducir el concepto de
“trabajo” como uno de los más relevantes en la filosofía social aunque distinto de la
“acción”. Se. verán las concepciones clásicas de K. Marx y E. Durkheim. El concepto de
“trabajo alienado” de Marx es un concepto complejo que puede explicar la alienación de
las relaciones sociales en una sociedad en la que la base es la propiedad privada. El
trabajo es también la “forma de autoconstitución de la especie humana” desde el
desarrollo de las fuerzas productivas.
Si los conflictos sociales y la lucha de clases eran centrales en el análisis de Marx, en
Durkheim la división social del trabajo era fuente de solidaridad. Su distinción entre
“solidaridad mecánica” y “solidaridad orgánica” es una de las formas de explicar el
desarrollo social y la integración de los individuos en la sociedad.
Las referencias a que la modernidad social ha sido posible gracias al desarrollo de las
sociedades desde una “solidaridad mecánica”, propia de las sociedades premodernas, a
una “solidaridad orgánica”, propia de sociedades altamente diferenciadas, da pie a
analizar la modernidad y posteriormente, la posmodernidad. La caracterización de la
modernidad como “auge de lo social” y de la posmodernidad como “la disolución de lo
social” es una entre muchas de las formas en que se abordará el problema del diagnóstico
de nuestro tiempo.
El capítulo quinto tratará el tema de la racionalidad y la libertad. Partiendo de las
distinciones de Max Weber entre “racionalismo”, “racionalización” y “racionalidad”, se
expondrán las paradojas de la racionalización. Es un tema ya clásico en la filosofía social
el caracterizar la sociedad moderna como una sociedad altamente racionalizada que da
lugar a una lógica del dominio. Es desde la Teoría Crítica de la Sociedad de la Escuela de
Fráncfort desde donde se han mostrado estas interrelaciones entre razón y dominio. Se
describirán estas relaciones y las posibles alternativas que se dan a estas paradojas de la
racionalización desde una concepción de la racionalidad como racionalidad comunicativa
de J. Habermas.
Pero el problema del dominio está relacionado con el de la legitimidad. Tras analizar
las clases de dominación distinguidas por M. Weber, según sus pretensiones típicas de
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legitimidad, se expondrá la crisis de legitimación como una de las crisis características del
capitalismo tardío.
La contraposición entre racionalidad social y libertad individual será el tema del que
se ocupará la última parte del capítulo. Es central aquí la distinción entre un concepto de
“libertad negativa” y otro de “libertad positiva”. El significado de estos dos conceptos no
es unitario. Hay autores que, como A. Wellmer, consideran que la distinción implica una
diferenciación entre individualismo y comunitarismo y conciben que lo comunitario es la
condición de posibilidad de la libertad individual. Esta es analizada como un punto de
partida antropológico, que es la condición para los pactos que llevan al contrato social.
Ese punto de partida antropológico es criticado por Wellmer como un supuesto que
debería explicarse.
El caso de I. Berlin es muy distinto porque, aunque supone la intersubjetividad social
considera la “libertad negativa” como un logro y un valor de las sociedades modernas y
la distingue de la igualdad, la justicia y la misma libertad positiva. Esas dos formas de
entender los significados de libertad negativa y libertad positiva lleva a dos formas de
entender la libertad pública: en el caso de Wellmer sería introducida desde un concepto
de razón normativo que definiría el sentido de la libertad positiva. Mientras que en Berlin
se trataría de llegar a un compromiso práctico para dilucidar las cuestiones conflictivas
entre la libertad de unos y la de otros.
La última parte del capítulo analizará la búsqueda de una cultura política
democrática que responda a la idea de encontrar un sentido de “libertad positiva” como
“libertad pública” que aúne el comunalismo con la idea universal de los derechos. La
“libertad comunicativa” sería una concepción que intenta esta síntesis desde la ética del
discurso y la concepción de la acción comunicativa de Habermas.
Si la problemática de las relaciones entre individuo-sociedad es el tema del capítulo
quinto, el sexto se va a centrar en el de las relaciones entre los sexos. Mediante una
aproximación histórica al problema, se dará cuenta de cómo ha sido un tema central en la
filosofía social moderna y contemporánea, aunque sólo en los últimos años se ha
evidenciado como tal. Sin duda ha sido la institucionalización de los estudios de género y
de teoría feminista en muchas universidades americanas y europeas lo que ha contribuido
a hacer visible los estudios sobre esta problemática.
Como quiera que desde las diferentes disciplinas: sociología, psicología,
antropología, historia, etc. las relaciones de género han sido objeto de estudio, es difícil
delimitar el tratamiento del problema desde la filosofía social de forma exclusiva. Se
puede apreciar que se trata de un tema interdisciplinar y que, por lo tanto, habrá que
utilizar conceptos definidos en cada una de estas disciplinas.
Una aproximación histórica ayudará a poner las bases para investigar el problema de
las relaciones de dominio que los hombres han ejercido sobre las mujeres. Los conceptos
de sexo-género (gender), su origen y aplicación, así como las críticas que ha recibido esa
distinción desde el postestructuralismo, se irán sistematizando desde las concepciones
psicológicas y antropológicas. Otros temas objeto de exposición serán: la relación
identidad-diferencia, que está en la base de la conceptualización de la mujer como lo
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Otro; la necesidad de reivindicar la igualdad como forma de eliminar la desigualdad que
implica dominio de un sexo sobre el otro; el desarrollo del feminismo como movimiento
reivindicativo y como una concepción filosófica “crítica” y, finalmente, la relevancia para
la filosofía social y política de calibrar el auge social y político de las mujeres en los
últimos tiempos.
Las controversias teóricas más importantes dentro del feminismo también son objeto
de análisis. Una de ellas es la que se conoce como el debate entre igualdad-diferencia. Se
da cuenta del mismo pero no se expone como una contraposición ideológica irreductible.
Al contrario, se ha intentado en este capítulo dar cuenta de cuáles son los términos de la
polémica y los problemas de fondo que subyacen a la misma. Ello pondrá de manifiesto
que no hay un único feminismo sino que hay que hablar de “feminismos”.
Pero, contrariamente a lo que pudiera parecer, ese pluralismo evidencia la
complejidad del problema y la riqueza de las respuestas. Es, por otra parte, lo que
aparece en la mayoría de los problemas que este libro trata. En el caso de las teorías
feministas, lo que se puede observar es un objetivo cada vez más acusado de clarificar
las apuestas teóricas porque las prácticas políticas están presentando nuevos retos.
Se ha intentado que en el tratamiento de los problemas se tuvieran en cuenta las
concepciones clásicas y las actuales. Al mismo tiempo, también se ha puesto especial
cuidado en dar cuenta de concepciones que han explicado el problema de las relaciones
entre hombres y mujeres sin tener una perspectiva feminista. Sin embargo, los distintos
feminismos son las aportaciones que más han contribuido al desarrollo de esta
problemática y, por lo tanto, la mayor parte de las teorías expuestas se pueden reputar
como feministas.
El problema de las relaciones entre los sexos ha ido introduciendo cuestiones tales
como las del universalismo y las del particularismo de las identidades. En el capítulo
séptimo se abordará la problemática en torno a esta cuesdon a parar de la constatación de
la multiculturalidad como hecho relevante en nuestras sociedades. De todas maneras, y
aun considerando la especificidad de los debates actuales en torno al universalismo, el
comunitarismo y el multiculturalismo, se hace hincapié en que se trata de un debate
histórico, que podría remontarse hasta el siglo XVIII e incluso anterior. Es por ello que se
indaga en el significado sociohistórico de conceptos que son claves para entender el
debate actual, como son los conceptos de cultura y de civilización.
La historia de estos conceptos evidencia ya las problemáticas que intentaban
dilucidar y en las que aún nos encontramos, como son: la construcción de un “nosotros”
y un “ellos” o los “otros”, la autenticidad de una cultura propia, la apelación a la
universalidad como forma de arbitrar los conflictos entre diferentes grupos, comunidades
y etnias.
Se intenta en este capítulo exponer la génesis histórica de los conceptos y los
problemas en torno a esta cuestión desde el pensamiento de Rousseau, Kant, Hegel y
Weber. Se verán las controversias actuales a la luz de los conceptos acuñados por ellos y
de la forma de delimitar los problemas que ellos apuntaron. Pero se ha querido indagar,
sobre todo, la problemática actual y la de los últimos cuarenta años. Para lo cual se han
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expuesto los problemas que como el de la inconmensurabilidad, la otredad y el diálogo
intercultural han estado dominando la filosofía social, la antropología y la sociología. Se
ponen especialmente de relieve las cuestiones epistemológicas así como la relevancia de
la hermenéutica para abordarlos.
Pero los problemas epistemológico-filosóficos no son los únicos que aparecen
cuando se trata de dilucidar sobre el “nosotros” y “los otros”. Hay otros problemas que
apelan a cuestiones fenomenológicas, como es el del reconocimiento, o las cuestiones de
autenticidad y de libertad, o como son los problemas de la identidad y de la autonomía.
Como quiera que las respuestas dadas en la actualidad, además de enlazar con los
debates clásicos analizan esos temas a la luz de las nuevas situaciones, se ha creído
conveniente exponer, en la última parte del capítulo, diferentes alternativas.
Hay que tener en cuenta que esas alternativas buscan dar respuesta a la crisis de la
democracia y de la ciudadanía que significa el hecho del multiculturalismo y la compleja
sociedad de intercambio, globalidad y mezcla en la que nos encontramos. Se exponen,
pues, el liberalismo de J. Rawls, la crítica comunitarista por parte del neoaristotelismo de
A. MacIntyre y la que representa el multiculturalismo de Ch. Taylor. Esta última,
centrada en las políticas del reconocimiento y de la identidad, se completa con la peculiar
forma de liberalismo defendida por M. Walzer.
El capítulo acaba con el análisis del concepto de “ciudadanía multicultural” de W.
Kymlicka y la alternativa de la democracia deliberativa y el diálogo cultural complejo de
J. Habermas y Seyla Benhabib como otras de las concepciones que buscan, aunque de
diferente forma, que la tradición crítica y liberal no deje de tener en cuenta el punto de
vista del Otro que no ha formado parte de la tradición. Se evidencia así que los sujetos
excluidos por esa tradición también son “sujetos” aunque hubieran sido calificados por la
misma como “los Otros”.
Finalmente, el capítulo octavo contrasta diversas líneas teóricas, expone los métodos
de trabajo más importantes para las ciencias sociales y presenta las principales
discusiones metodológicas que han tenido lugar durante el último siglo.
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1
La existencia humana: individuos, estructuras y
sistemas
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por el lenguaje y las interrelaciones que establecemos con otras personas gracias a él.
Durante los primeros años de vida de los individuos la experiencia del mundo depende
por completo de los intercambios lingüísticos de su entorno; los actos de habla implican
determinadas formas de aprehensión de la realidad. Más adelante, constituyen un
instrumento privilegiado para la diversificación de experiencias y la singularización del
mundo interior.
El uso del lenguaje, que se adquiere tan sólo a través de la interrelación con otros
seres humanos, hace posible una variedad de experiencias extraordinaria, que se
interioriza y asimila de manera compleja por cada sujeto. Es un elemento fundamental
para llevar a cabo esta exploración de la realidad externa (percepciones que el sujeto
siente como referidas a algo ajeno y que éste encuentra siempre frente a sí,
independientemente de su voluntad y de su memoria) e interna (conjunto de sensaciones
contiguas en el espacio y continuas en el tiempo que el sujeto siente como referidas a
algo propio, que dan lugar a la construcción del yo, experimentado como unitario por un
ejercicio sintético de percepción, memoria y voluntad).
La distinción entre mundo externo y mundo interno permite diferenciar la realidad
circundante (objetiva) de la que experimenta cada persona como propia (subjetiva) y que
le induce a considerarse una identidad separada y diversa respecto de los seres entre los
que se encuentra y con los que se relaciona. La subjetividad es en parte objetivable,
aunque habitualmente el individuo precisa la ayuda de otros para llegar a un adecuado
conocimiento de sí mismo. Como han indicado Berger y Luckmann (1968: 170): “El
individuo se aprehende a sí mismo como estando fuera y dentro de la sociedad. Esto
implica que la simetría que existe entre la realidad objetiva y la subjetiva nunca
constituye un estado de cosas estático y definitivo: siempre tiene que producirse y
reproducirse in actu. En otras palabras, la relación entre el individuo y el mundo social
objetivo es como un acto de equilibrio continuo.”
En el entorno familiar se establecen las primeras vivencias y aprendizajes, que
marcan profundamente las líneas de desenvolvimiento posterior del sujeto (deseos,
inhibiciones, facilidad o torpeza de expresión verbal, observación y reflexión, etcétera).
Pero, además de este entorno, otros factores sociales inciden también de manera muy
directa en el desarrollo de las personas. La familia es un núcleo de vida grupal definido y
estructurado por el sistema y los modelos de organización social, como ocurre con las
demás instituciones necesarias para la supervivencia del grupo y el desempeño del
conjunto de funciones requeridas por la comunidad. Las formas de agrupación y
población, la disponibilidad o no de bienes, de instituciones educativas, de tiempo libre, el
tipo de juegos y diversiones, etcétera, influyen decisivamente en la constitución de los
individuos. No siempre se alcanza con plenitud la situación de individuo autónomo, es
decir, aquel sujeto que se reconoce a sí mismo en su singularidad, que orienta sus
acciones desde sí mismo, sus intereses y sus deseos, trascendiendo los impulsos
miméticos o la mera repetición uniforme de ciertas reglas aprendidas.
La existencia del yo, de una personalidad conscientemente singularizada, está
vinculada a procesos de aprendizaje de carácter social. El yo es un ente que se delimita
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con relación a un tú, un nosotros, un vosotros, él y ellos personales, y los objetos y
fenómenos del entorno vital; éstas y otras categorías son definidas por los lenguajes. El
uso de cada lenguaje crea delimitaciones y matices ontológicos, característicos (el
capítulo segundo ampliará esta temática).
Autores como Berger y Luckmann, influidos por G. H. Mead, W. James y Cooley,
entre otros, distinguen entre socialización primaria y secundaria.
La socialización primaria es la primera por la que el individuo atraviesa en la niñez; por medio de
ella se convierte en miembro de la sociedad. La socialización secundaria es cualquier proceso
posterior que induce al individuo ya socializado a nuevos sectores del mundo objetivo de su sociedad.
[...] Resulta innecesario agregar que la socialización primaria comporta algo más que un aprendizaje
puramente cognoscitivo. Se efectúa en circunstancias de enorme carga emocional. Existen
ciertamente buenos motivos para creer que, sin esa adhesión emocional a los otros significantes, el
proceso de aprendizaje sería difícil, cuando no imposible. El niño se identifica con los otros
significantes en una variedad de formas emocionales; pero sean éstas cuales fueren, la internalización
se produce sólo cuando se produce la identificación. El niño acepta los “roles” y actitudes de los otros
significantes, o sea que los internaliza y se apropia de ellos. Y por esta identificación con los otros
significantes el niño se vuelve capaz de identificarse él mismo, de adquirir una identidad
subjetivamente coherente y plausible. En otras palabras, el yo es una entidad reflejada, porque refleja
las actitudes que primeramente adoptaron para él los otros significantes; el individuo llega a ser lo que
los otros significantes lo consideran. Este no es un proceso mecánico y unilateral: entraña una
dialéctica entre la auto-identificación y la identificación que hacen los otros, entre la identidad
objetivamente atribuida y la que es subjetivamente asumida (Berger y Luckmann, 1968: 166-168).
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proceso dialéctico entre el individuo y su entorno social, entre sus interiorizaciones
subjetivas y su sustrato biológico, entre sus impulsos primarios y los anhelos surgidos de
sus idealizaciones.
La complejidad de esta construcción identitaria ha propiciado la formulación de
diversas teorías explicativas, que difieren sustancialmente en la consideración de la
importancia de los diversos elementos que intervienen en el proceso, así como en la
determinación de los factores nucleares de la estructura de la personalidad. Sociólogos,
psicólogos, antropólogos y biólogos discuten sobre la preponderancia de lo social, lo
psíquico o lo biológico en la vida y los comportamientos de los individuos.
Desde la perspectiva filosófica, todos los grandes autores clásicos han llamado la
atención sobre el carácter decisivo que tienen para todo ser humano las experiencias y los
aprendizajes de su niñez y adolescencia. Las máximas discrepancias provienen de la
distinta evaluación del poder de la inteligencia, la voluntad, la emotividad, la sustantividad
individual, la naturaleza y sus leyes generales, etc. En nuestro siglo, se mantienen varios
focos de discusión: por una parte, sobre la tensión entre lo individual y su entorno social
(se habla de identidad personal, pero la identidad es un constructo social); por otra parte,
la relación entre la naturaleza heredada y la proyección intencional de la persona a partir
de sus aspiraciones e ideales (la materialidad biológica es determinante de la vida del
individuo en muchos sentidos, pero la fuerza para vivir según una orientación concreta,
en una dirección determinada, incluye elementos ideales de carácter cultural, asumidos
por el sujeto de forma activa).
En el primer tercio del siglo veinte destacan los estudios del interaccionismo
simbólico de la Escuela de Chicago, que han tenido una gran repercusión. En especial la
obra de G. H. Mead sigue vigente y ha influido en filósofos tan relevantes como
Habermas. El libro de Mead, Espíritu, persona y sociedad, proporcionó ya una
comprensión certera de la ineludible vinculación entre la mente, la personalidad y el
entorno del organismo, que le estimula y procura interacciones vitales. Su posición queda
bien explícita en el siguiente texto:
Nosotros afirmamos que el espíritu jamás puede encontrar expresión, y jamás habría podido
tener existencia, sino en términos de un medio social; que una serie o pauta organizada de relaciones e
interacciones sociales (especialmente las de la comunicación por medio de gestos que funcionan
como símbolos significantes y que, de tal modo, crean un universo de raciocinio) es necesariamente
presupuesta por él e involucrada en su naturaleza. Y esta teoría o interpretación completamente social
del espíritu -esta afirmación de que el espíritu se desarrolla y tiene su ser sólo en el proceso social de
la experiencia y la actividad (y en virtud de él), al cual, por lo tanto, presupone, y de que en ninguna
otra forma puede desarrollarse y tener su ser– debe ser claramente distinguida del punto de vista
parcialmente (pero sólo parcialmente) social del espíritu. Según tal punto de vista, aunque el espíritu
puede obtener expresión sólo dentro del medio de un grupo social organizado, o en términos de tal
medio, se trata sin embargo, en cierto sentido, de un atributo nativo -un atributo biológico congénito o
hereditario– del organismo individual y no podría existir ni manifestarse de otro modo en el proceso
social; de modo que no es él mismo esencialmente un fenómeno social, sino que es más bien
biológico, tanto en su naturaleza como en su origen, y social sólo en sus manifestaciones o
expresiones características. Más aún: según este último punto de vista, el proceso social presupone al
espíritu y en cierto sentido es producto de él; nuestro punto de vista opuesto, de que el espíritu
presupone el proceso social y es producto de él, ofrece un contraste directo. La ventaja de nuestro
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punto de vista consiste en que nos permite presentar un análisis detallado y en realidad explicar la
génesis y el desarrollo del espíritu; en tanto que el punto de vista de que el espíritu es un atributo
biológico congénito del organismo individual no nos permite explicar verdaderamente su naturaleza y
origen, ni de qué clase de atributo biológico se trata, ni de cómo llegan a poseerlo los organismos en
cierto nivel del progreso evolutivo (1982: 245-246).
Como indica el mismo autor, la capacidad fisiológica del ser humano para desarrollar
el espíritu “es un producto del proceso de evolución biológica”. Pero la proyección de la
inteligencia y la constitución de las formas comprehensivas del espíritu se articulan “en
términos de las situaciones sociales dentro de las cuales reciben su expresión y
significación”; “de ahí que él mismo sea un producto del proceso de evolución social, del
proceso de la experiencia y la conducta sociales” (1982: 247).
Habermas, adoptando conceptos de las teorías evolutivas de autores como Piaget,
Kohlberg, Nunner-Winckler, así como algunos conceptos hegelianos, explica la formación
de la identidad en los siguientes términos: “A medida que va aprendiendo a delimitar su
cuerpo frente al entorno, no diferenciable todavía en objetos físicos y sociales, el niño
adquiere una identidad, digamos ‘natural’, que se debe al carácter superador del factor
tiempo propio del organismo que mantiene sus límites. [...] Pero el niño sólo deviene
persona en la medida en que aprende a localizarse en su mundo de vida social. Cuando el
niño hace suyas las generalidades simbólicas de unos pocos roles fundamentales de su
entorno familiar y, después las normas de acción de grupos de mayores dimensiones, su
identidad natural, de base orgánica, queda sustituida por una identidad de roles de
apoyatura simbólica. A todo ello, el carácter unificante que posee la identidad de roles
descansa en la estabilidad de las expectativas de comportamiento, que se fijan, a través
de los ideales de yo, también en la persona misma. En la construcción hegeliana, éste es
el nivel de la autoconciencia en el cual el individuo puede referirse reflexivamente a sí
mismo al conocerse y reconocerse recíprocamente como yo [...]. A ambas partes les es
común el saberse recíprocamente reconocidas en el otro; y esta autoconciencia
generalizada es lo que Hegel denomina espíritu. Frente a la conciencia subjetiva, este
espíritu posee la peculiar objetividad de los hábitos de vida y las normas. El espíritu es el
medio en el que la reflexividad del yo se forma simultáneamente con la intersubjetividad
del reconocimiento recíproco” (Habermas, 1981: 87). Como se ve, la teoría
habermasiana considera el aprendizaje de roles sociales como la base de la identidad
personal; los roles implican la asimilación de reglas de conducta que definen los
movimientos, las jerarquías y el lugar social de las personas institucionalmente vinculadas
por el rol; por ello, la conciencia de sí y el papel personal a desempeñar es inseparable de
la conciencia del otro, de su acción y del reconocimiento recíproco. La identidad propia
no sólo es “consciencia individual subjetiva”, sino una experiencia del yo en relación con
los otros y con la interiorización más o menos consciente de las normas y símbolos que
hacen posible la existencia humana en pequeñas o grandes colectividades.
Cuadro 1.1.
20
Comportamiento que se espera de un individuo que actúa en
una determinada situación (expectativa de comportamiento en
una situación dada). La idea de rol social proviene
originariamente del teatro y se refiere a los papeles que los
Roí social
actores desempeñan en una obra. En toda sociedad, los
individuos desempeñan una cierta cantidad de diferentes roles
de acuerdo con los distintos contextos de sus actividades
("Modelo dramatúrgico" de Goffman).
21
Algunos filósofos posmodernos critican la idea de una identidad personal y creen
que hay evidencias suficientes para rechazarla por inadecuada. La vida de las personas se
caracteriza por el cambio, por las secuencias de vaivén y de movimiento respecto del
entorno, respecto de las experiencias de uno mismo; distintas etapas de desarrollo físico y
mental, maneras diversas de reaccionar y asimilar, formas de relación personal muy
diferentes... Resulta más adecuado hablar de “identidades” en plural; cada persona
despliega a lo largo de su existencia una pluralidad de identidades.
La discusión sobre la posibilidad de definir el concepto de “yo” y si,
verdaderamente, tiene consistencia unitaria, hunde sus raíces en el siglo pasado. La
crítica más radical la hizo Ernst Mach en su libro hiperempirista Análisis de la
sensaciones (Praga, 1885; edición castellana de Daniel Jorro Ed., Madrid, 1925). Aún
hoy, las investigaciones analítico-atomistas de este tipo siguen sin poder abordar
satisfactoriamente los fenómenos relativos a la identidad psicológica individual, la
identidad social o comunitaria y la identidad moral, así como sus interrelaciones.
Un clásico de la sociología, Durkheim, propuso los conceptos de conciencia
colectiva y conciencia individual para, explicar que existe:
La conciencia colectiva es, según escribe en La división del trabajo social, “el
conjunto de creencias y sentimientos comunes al término medio de los miembros de una
sociedad”; “sin duda, su sustrato no es un órgano único; por definición, está difundida en
toda la extensión de la sociedad, pero no por ello tiene ciertos caracteres específicos que
la convierten en una realidad particular. En efecto, es independiente de las condiciones
particulares en que los individuos se encuentran; los individuos desaparecen y ella queda.
Es la misma en el Norte y el Mediodía, en las grandes o en las pequeñas ciudades, en las
diferentes profesiones. No cambia con cada generación y, por el contrario, vincula entre
sí a las sucesivas generaciones. Por consiguiente, es cosa muy distinta de las conciencias
particulares, aunque sólo se realice en los individuos. Es el tipo psíquico de la sociedad,
tipo que tiene sus propiedades, sus condiciones de existencia, su modo de desarrollo,
exactamente como los tipos individuales, aunque de otro modo” (Durkheim, 1960: 46).
Debe hacerse hincapié en la importancia de estos referentes significativos comunes a
los miembros de un grupo social para su cohesión y consolidación como tal. Por otra
parte, desde la perspectiva del individuo, la asimilación de sentidos socialmente
compartidos es la base de la cooperación y de la integración.
A lo largo de la historia de las comunidades humanas ha sido muy diversa la relación
existente entre la conciencia colectiva y la individual; en algunos pueblos esta última ha
sido prácticamente nula, incluso se rechaza con distintas fórmulas como el mal que debe
22
ser evitado, mientras que en algunas civilizaciones como la de los países occidentales
actuales el grado de individualización posible es muy profundo (en principio, se considera
negativo el uniformismo, aunque de facto la sociedad de masas provoque fenómenos de
gregarismo completo).
Desde la perspectiva analítica, los americanos Derek Parfit, David K. Lewis y John
Perry han aportado trabajos interesantes sobre los distintos sentidos y la extensión del
concepto de conciencia individual (traducidos al castellano por la Universidad Autónoma
de México: “Identidad personal”, “Un argumento en favor de la teoría de la identidad” y
“Diálogo sobre la identidad personal y la inmortalidad”, respectivamente, véase la
bibliografía).
Sin embargo, la aportación más destacada en este terreno es la de Ernst Tugendhat.
Este autor ha llevado a cabo una defensa sistemática de la includibilidad de la identidad
personal, en su libro Autoconciencia y autodeterminación (1979, traducción castellana
de 1993). El mismo texto ofrece una caracterización de su posición: “El problema de la
identidad me parece que sólo tiene que ver con dos cosas. Primero, que yo sólo puedo
comportarme conmigo entendiéndome como esto o lo otro, de esta o la otra manera, o
sea, obteniendo una identidad; aquí la palabra se usa en forma completamente natural,
que es la cualitativa. Segundo, cuando se dice que el concepto de identidad es un
‘equivalente del concepto de yo’, se trata de que yo no me dejo quitar la elección de esa
identidad, que yo mismo elijo y esto significa que obtengo una identidad en el modo de la
autonomía. La pregunta por la verdad no la puedo delegar, sólo puedo evitarla o
plantearla yo mismo y esto vale también para el deliberar y el elegir. Al deliberar y elegir,
cada uno está abandonado a sí mismo incluso cuando delibera con otros; en esto consiste
la peculiar individualización de la existencia autónoma. Pero esa individualización no
significa unicidad, y ese estar abandonado a sí mismo tampoco significa estar
abandonado a un yo o a un sí mismo, sino, como hemos visto, una manera de ser. Es
decir, un modo de comportarse consigo mismo” (Tugendhat, 1993: 228).
1. La relación sexual.
2. La procreación y protección de la prole; establecimiento de una línea de
filiación.
3. La conservación, creación o aumento de patrimonio.
23
De la distinta manera de comprender y articular estos elementos dentro de la
organización social de cada pueblo y su conexión con determinadas relaciones de
dominio, surge la variedad de fórmulas institucionalizadas a lo largo de los siglos de
existencia humana sobre el planeta. Esto dificulta hallar una caracterización universal
pertinente para tal diversidad.
Anthony Giddens (1995: 794 y 425) define los conceptos básicos de familia,
parentesco y matrimonio de la siguiente manera:
Cuadro 1.3.
Ya Max Weber indicó que, como institución social, el matrimonio “nace en todas
partes, en primer lugar, en virtud de la contraposición a otras relaciones sexuales que no
se consideran como matrimoniales. Pues su existencia significa 1) que no se tolera, y si
se puede se venga, el nacimiento de una relación contra la voluntad del clan (Sippe) de la
mujer o del hombre que la tenía en su poder, por lo tanto de una asociación —en los
tiempos primitivos el clan de la mujer o del hombre o de ambos—; y, sobre todo, 2) que
sólo los descendientes de una cierta comunidad sexual estable son acogidos en el círculo
más amplio de una asociación política, económica, religiosa o de otra clase, a la cual
pertenece uno de los padres o ambos en virtud de su procedencia, y reciben trato igual de
miembros por nacimiento (“compañeros” de familia, de la marca, del clan, camaradas de
partido, pares de un estamento, cofrades de un culto); no ocurre lo mismo con los
descendientes de uno de los padres, procedentes de otras relaciones sexuales” (Economía
y sociedad, 1969: 290).
Kathleen Gough ha propuesto la siguiente definición de matrimonio:
El matrimonio es la relación establecida entre una mujer y una o más personas, que asegura que
24
el hijo nacido de la mujer, en circunstancias que no estén prohibidas por las reglas de la relación,
obtenga los plenos derechos del estatus por nacimiento que sean comunes a los miembros normales
de su sociedad o de su estrato social (1968: 68).
25
dominadas por el hermano de su madre y nunca conocían a su padre (Harris, 1995: 227-
228). “Entre los pueblos africanos se dan varios casos —el mejor conocido es el de los
dahorney– en que las mujeres se ‘casan’ con maridos femeninos’. Esto es posible porque
una mujer, que por lo general ya está casada con un hombre, paga el precio de la novia.
La mujer que paga el precio de la novia, se convierte así en un marido femenino’. Funda
una familia propia permitiendo que sus ‘esposas’ queden embarazadas mediante
relaciones con varones designados. La prole de estas uniones está bajo el control del
padre femenino’ en lugar del de los genitores biológicos” (Harris, 1995: 238). “Entre los
dahorney, Herskovits (1938) constató la existencia de 13 tipos diferentes de matrimonio,
determinados en gran parte mediante pagos del precio de la novia. Los hijos gozaban de
diferentes derechos de nacimiento según el tipo de matrimonio. En algunas modalidades,
el hijo estaba bajo el control del grupo doméstico del padre y, en otros, bajo el control de
un grupo doméstico encabezado por un padre femenino’. La cuestión no estriba en que
el hijo sea legítimo o ilegítimo, sino más bien en que hay tipos específicos de derechos,
obligaciones y agrupamientos que emanan de diferentes modos de relaciones sexuales y
reproductoras. A la mayor parte de los pueblos del mundo no les preocupa tanto la
cuestión de la legitimidad del hijo como la cuestión de quién tendrá el derecho de
controlar su destino” (Harris, 1995: 241).
Frente a las prácticas matrimoniales de concertación familiar y económica, la
sensibilidad occidental contemporánea está forjada en el ideal del matrimonio por amor o
matrimonio romántico, una concepción relativamente reciente y que Ralph Linton
presenta de manera crítica como “una justificación de las relaciones extramatrimoniales
en una época y en lugares en que la regla eran los matrimonios de conveniencia” (1978:
26). “Es innegable que en nuestra propia sociedad existe una fuerte tendencia en esta
dirección. [...] Si insistimos en que el matrimonio ha de ser una condición preliminar a
toda relación sexual y dejamos que la selección de los cónyuges se haga por vía
romántica y accidental, hemos de esperar una creciente fragilidad de los matrimonios
jóvenes a medida que pierdan fuerza las antiguas sanciones religiosas y sociales, y
especialmente, las económicas” (1978: 28). Este autor no parece tener en cuenta la
aspiración humana, que viene de antiguo, de eliminar las contradicciones entre las
actividades institucionalizadas y las vivencias personales; Horkheimer recuerda que, ya
en el Renacimiento, dos leyendas (Romeo y Julieta y Don Juan) “glorifican la rebelión
del elemento erótico contra la autoridad de la familia”; “el abismo entre la pretensión de
felicidad, propia del individuo, y la pretensión de dominio, propia de la familia, se expresa
en tales figuras de leyenda” (Horkheimer, 1974: 148). Más adelante se tratará la situación
y tendencias del matrimonio en las sociedades contemporáneas.
Claude Lévi-Strauss ha sido uno de los grandes estudiosos de las relaciones de
parentesco (la primera versión francesa de su libro Las estructuras elementales del
parentesco es de 1949, si bien inició sus trabajos de campo como antropólogo en los
años treinta y sus aportaciones han sido constantes hasta nuestros días). Intervino en los
debates sobre el origen y la universalidad de la familia, presentando el siguiente panorama
de la situación (1974: 9 y ss.):
26
1. La tendencia general entre los antropólogos es que la vida familiar está presente
en prácticamente todas las sociedades humanas, incluso en aquellas cuyas
costumbres sexuales y educativas difieren en gran medida de las nuestras.
2. Las consideraciones sexuales no son de importancia fundamental para el
matrimonio, las necesidades económicas sí y se hallan presentes en lugar
primordial en todas las sociedades.
3. Como las formas familiares, la división del trabajo se establece más por
consideraciones sociales y culturales que por consideraciones naturales.
4. La prohibición universal del incesto especifica, como regla general, que las
personas consideradas como padres e hijos (as), o hermano y hermana,
incluso nominalmente, no pueden tener relaciones sexuales y mucho menos
pueden casarse uno con otro. Existen algunas instancias, como los antiguos
egipcios, el Perú precolombino y algunos reinos de Africa, del sudeste asiático
y de Polinesia, en las que el incesto era definido de una forma menos estricta
que en otras partes. Aun en estos casos la regla existía, pues el incesto se
limitaba a un grupo minoritario, la clase dirigente (con excepción de Egipto,
donde al parecer la costumbre estaba más extendida); por otra parte, no todos
los parientes cercanos podían convertirse en cónyuges. Por ejemplo, en
ocasiones era sólo la hermanastra, pero no la hermana, o la hermana mayor
pero no la menor. La prohibición del incesto establece una mutua dependencia
entre familias, obligándolas, con el fin de perpetuarse a sí mismas, a la
creación de nuevas familias.
5. La sociedad pertenece al reino de la cultura, mientras que la familia es la
emanación, al nivel social, de aquellos requisitos naturales sin los cuales no
podría existir la sociedad y, en consecuencia, tampoco la humanidad. Como
dijo un filósofo del siglo XVI, el hombre sólo puede superar a la naturaleza
obedeciendo sus leyes. Consiguientemente, la sociedad ha de dar a la familia
algún tipo de reconocimiento.
27
Cuadro 1.4.
28
29
Con relación al tipo de residencia posmarital, es decir, al lugar donde reside la pareja
casada, se distinguen las siguientes modalidades (Harris, 1995: 272):
Cuadro 1.5.
30
familias.
Todo lo dicho pone bien a las claras que la institución matrimonial se concreta en
determinadas formas por consideraciones de orden sexual, económico, de dominio
individual y político, cultural y ritual-religioso. El derecho sanciona prácticas estabilizadas
por los usos y costumbres, ritualizadas y consagradas por los oficiantes religiosos, en
función de determinadas situaciones e intereses y de la necesidad de evitar conflictos y
pendencias.
31
ocasiones enormes dimensiones, incluyendo a millones de personas, aunque la
mayoría solían ser pequeños comparados con las grandes sociedades actuales.
Los Estados tradicionales constan de un aparato de gobierno propio (de ahí su
nombre), liderado por un rey o un emperador. Existen importantes
desigualdades entre las clases.
Desde el año 6000 a. de C. hasta el siglo XIX. Todos los Estados
tradicionales han desaparecido en la actualidad.
— Del Primer Mundo: Sociedades basadas en la producción industrial, en las que
desempeña un importante papel la libre empresa. Unicamente una mínima
proporción de la población trabaja en la agricultura, y la mayoría de la gente
vive en pueblos y ciudades. Existen grandes desigualdades de clase, aunque
son menos pronunciadas que en los Estados tradicionales. Estas sociedades
constituyen comunidades políticas o Estados nacionales independientes.
Desde el siglo XVIII hasta la actualidad.
— Del Segundo Mundo: Sociedades con una base industrial, pero cuyo sistema
económico es de planificación central. Sólo una reducida proporción de la
población trabaja en la agricultura, y la mayoría de la gente vive en pueblos y
ciudades. Existen marcadas desigualdades de clase [...]. Al igual que los países
del Primer Mundo los del Segundo Mundo constituyen comunidades políticas
o Estados nacionales independientes.
Desde principios del siglo XIX (tras la Revolución rusa de 1917) hasta
1991, cuando la Unión Soviética abandonó el comunismo.
— Del Tercer Mundo: Sociedades en las cuales la mayoría de la población trabaja
en la agricultura y vive en áreas rurales, empleando básicamente métodos de
producción tradicionales. Sin embargo, parte de la producción agrícola se
vende en los mercados mundiales. Algunos países del Tercer Mundo poseen
sistemas de libre empresa, mientras que otros se rigen por la planificación
central. Las sociedades del Tercer mundo, como las del Primer Mundo y las
del Segundo constituyen entidades políticas o Estados nacionales
independientes.
Desde el siglo XVIII (como áreas colonizadas) hasta la actualidad.
32
— La división del trabajo social: por edad, por sexo, por estamentos (artesanos,
militares, magistrados, políticos), por clases, por gremios, por profesiones, etc.
— Sistemas de producción y organización económica: producción para las
necesidades propias (autarquía), creación de excedentes, multiplicación de los
intercambios, mecanismos complejos de comercialización, capitalización e
inversión (creación de bancos, mercado de valores, bolsa); explotación
intensiva del campo, industrialización, automatización y robotización del
aparato productivo, mundialización del sistema monetario e intercambio de
capitales, etc.
— Estatus/clases sociales: los individuos son miembros de familias o de grupos
sociales que ocupan un rango o posición (estatus) y tienen un potencial
económico y de disfrute de bienes determinado; de ello dependen sus
posibilidades de reconocimiento de dignidad, de herencia, de acceso a cargos o
privilegios, o, por el contrario, su supeditación a otros como siervos (los
esclavos, por ejemplo). Las clases sociales son delimitadas de manera más o
menos cerrada por la estructura de cada sociedad: pueden estar separadas por
barreras infranqueables o admitir un grado variable de permeabilidad.
— Instituciones políticas: establecen un orden social que, por una parte asegura
el desarrollo de unos tipos de actividades y protege a determinados grupos de
la comunidad, mientras, por otra, prohíbe o inhibe ciertas prácticas y margina
o desatiende o explota a determinados colectivos sociales. Los sistemas de
gobierno han sido muy variados a lo largo de la historia: monarquía, tiranía,
república, consulado, etc., que en cada pueblo y tiempo histórico adoptan
fórmulas muy variadas para sobreponerse a las fuerzas disgregadoras del
entramado social.
— Instituciones jurídicas y administrativas: además de las instituciones
directamente implicadas en el ejercicio del poder, otras instituciones de
carácter burocrático o vinculadas al ejercicio de la justicia realizan funciones
de gran importancia para la organización social. Las leyes coaccionan de
manera explícita y castigan o promueven determinados tipos de conductas,
auspiciando determinadas tendencias, que pueden llegar a tener gran
trascendencia histórica; sin embargo, la tensión entre lo legalmente aceptado y
la realidad social es permanente.
— Cultura: todo lo anterior requiere conocimiento, aprendizajes y lenguajes
específicos, desarrollo de la inteligencia y formas de entender la naturaleza, las
necesidades, las relaciones y organizaciones humanas, el mundo en general.
Nunca ha sido fácil idear e introducir innovaciones y mantener procesos de
transformación; cuando se logra, es preciso conservar y perfeccionar los
cambios; para ello surge la enseñanza, el aprendiz al lado de quien sabe hacer,
decir, escribir, organizar o impartir justicia; con el paso del tiempo surgen los
maestros, las escuelas, las universidades y, a partir del siglo pasado, en
algunos países, los sistemas de enseñanza obligatoria. Los lenguajes y su
33
control racional por parte de los hablantes tienen una incidencia fundamental
en todo este despliegue de posibilidades humanas. Los distintos lenguajes
enlazan con aspectos simbólicos que involucran creencias de carácter
cosmológico y trascendente de especial significación para el sentido de la vida
y las necesidades humanas de orientación, esperanza, “salvación” de la
mortalidad, de la finitud, del dolor, etc.
34
Como advierte el propio autor, esta racionalidad de la organización capitalista del
trabajo es “específica y peculiar”; tiene que ver con la adecuación entre los medios y los
fines de la esfera de la producción de bienes materiales y beneficios económicos. Cada
ámbito o esfera de la vida “puede ser racionalízada desde distintos puntos de vista, y lo
que desde uno se considera racional parece irracional desde otro. Procesos de
racionalización, pues, se han realizado en todas partes y en todas las esferas de la vida.
Lo característico de su diferenciación histórica y cultural es precisamente cuáles de estas
esferas, y de qué punto de vista, fueron racionalizadas en cada momento” (1979: 17).
Esta visión plural y abierta de la racionalidad merece una atención especial; anticipándose
a las simplificaciones posteriores, la formulación weberiana evita las deformaciones y el
dogmatismo del racionalismo instrumental.
En Economía y sociedad (1969: 20) el autor distingue los siguientes tipos de
racionalidad de la acción social:
35
racional. Trabajo formalmente libre, valorado según su eficiencia. Aplicación
de la ciencia a los procesos de explotación, producción y organización interna.
— Estado centralizado y estable, basado en el derecho positivo. Monopoliza la
creación del derecho y el empleo legítimo de la fuerza. La administración
estatal es una organización de funcionarios especializados que cumplen
funciones legalmente definidas. La burocracia tiende a crecer y adquirir cierto
predominio (“Estado burocrático”).
— Sistematización del derecho y funcionalismo sistémico del mismo. Judicatura
ejercida por funcionarios especializados, con importantes atribuciones. (Ahora
se puede añadir en este punto que el desarrollo del funcionamiento separado
de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial ha incrementado las
posibilidades del arbitraje de los jueces, por lo menos en aquellos países en
que la independencia jurídica es amplia.)
36
tienden a estar asociados con matrimonios arreglados. Las obligaciones hacia
el grupo familiar tienen una importancia primordial para establecer los vínculos
de matrimonio. En parte a causa de la influencia de las ideas occidentales, que
enfatizan el individualismo y el amor romántico, y en parte por otros factores
que debilitan los sistemas de familia extensa, al matrimonio arreglado se le
pone en una situación difícil. Los miembros de la generación más joven (en
particular aquellos que viven y trabajan en áreas urbanas) a menudo
demandan el derecho a elegir sus propios compañeros maritales.
3. Se han introducido niveles más elevados de libertad sexual en sociedades que
eran muy restrictivas. Es un fenómeno fluctuante, condicionado por las
vicisitudes políticas de los distintos pueblos. Por otra parte, “muchas
sociedades tradicionales tenían mayor libertad sexual de la que nunca ha
existido en Occidente hasta nuestros días”.
4. Los derechos de las mujeres se van reconociendo cada vez más, tanto con
respecto a la elección de marido como a la toma de decisiones dentro de la
propia familia. La mayor proporción de empleo para las mujeres fuera de
casa, junto con el establecimiento del divorcio, refuerzan esta dinámica.
5. Existe una tendencia general hacia la extensión de los derechos del niño. Aun
cuando haya muchos ejemplos de lo contrario, se han establecido marcos
legales de protección de los menores que deberían evitar el comercio y el
abuso sexual, así como su dependencia absoluta de las decisiones de sus
mayores.
37
compartidas por hombres y mujeres (en la familia burguesa del siglo pasado era
impensable la actividad laboral de la madre), a la separación de bienes de los esposos, a
las exigencias de una educación de los hijos prolongada, a la vida de las grandes
ciudades, a los intercambios personales de todo tipo (que amplían las posibilidades de
ruptura de la pareja y facilitan relaciones de las que nacen hijos sin llegar a constituir
parejas estables), etcétera.
Marvin Harris ha trazado un buen retrato de este cambio profundo, más acentuado
en el país de economía capitalista por excelencia e individualismo exacerbado, los
Estados Unidos:
A principio de siglo se iba al matrimonio de por vida, y las familias estaban encabezadas por los
varones que las mantenían económicamente. Cada pareja casada tenía por término medio tres o más
hijos, y éstos eran criados por sus padres naturales, a menos que el matrimonio se acabase por
muerte.
Actualmente, los grupos domésticos matrifocales constituyen la forma familiar de crecimiento
más rápido, han aumentado un 80 por ciento desde 1960. En los Estados Unidos existen más de 8
millones de tales grupos domésticos. En la actualidad, el 20,5 por ciento de jóvenes de menos de 18
años viven en hogares encabezados por mujeres que o nunca se han casado, o están divorciadas,
separadas o viudas. [...] Debido en gran parte a los divorcios, separaciones y al aumento de familias
encabezadas por mujeres, el 60 por ciento de todos los niños que nacen actualmente en los Estados
Unidos, tienen grandes probabilidades de vivir con uno solo de los padres durante un cierto período
antes de alcanzar los 18 años. O mirándolo de otra forma, el 33 por ciento de todos los niños están ya
viviendo bien con uno solo de sus padres naturales o bien con uno natural y el otro no. Aún se sabe
muy poco sobre el tipo de relaciones que tienen los padres, padrastros, hermanastros, hijos e
hijastros, qué tipo de lazos forman, qué tipo de responsabilidades aceptan y qué tipo de conflictos
experimentan. Sin embargo, parece bastante probable que las tasas cada vez más altas de divorcio
para los segundos y terceros matrimonios estén relacionadas con las tensiones derivadas de los seis
millones y medio de hijastros que existen en todo el país, y que tienen menos de 18 años (1995: 631-
632).
38
no logran el dominio de la situación que pretenden, sintiéndose frustrados y reaccionando
de forma agresiva o depresiva.
La frustración no es una característica de las parejas de nuestra época. Los distintos
tipos de relación familiar que ha producido la historia de la humanidad son formas
adaptativas con predominio y control de la situación por parte de alguno de los actores,
dentro de las cuales los individuos experimentan la coacción social con más o menos
fuerza y logran cumplir sus aspiraciones de manera más o menos satisfactoria.
Han sido abundantes los estudios críticos sobre la familia tradicional y la burguesa.
Los autores de la Escuela de Fráncfort pusieron de manifiesto, ya en los años treinta, las
contradicciones y la distorsión de la personalidad que suponía la vida familiar
estereotipada de las sociedades occidentales. Ese sentido crítico tiene su origen en el
reconocimiento de la necesidad vital de las personas de crecer en un entorno humano
enriquecedor, positivo en sentido afectivo, estimulador de la inteligencia por el desarrollo
de formas de expresión y lenguajes diversos, educador de pulsiones y necesidades
sexuales, impulsor de sentido crítico y conductas autónomas, etcétera. La plenitud de los
individuos depende de su capacidad de establecer relaciones personales satisfactorias. La
familia desempeña un papel decisivo en el aprendizaje de las conductas y actitudes
necesarias para comunicarse y asociarse con otras personas; una influencia negativa
dificulta el desarrollo personal y social de los individuos.
Tanto Max Horkheimer como T. W. Adorno investigaron los problemas del ámbito
familiar y denunciaron la relación existente entre la configuración de la personalidad
autoritaria y ciertas experiencias familiares. Horkheimer, en sus trabajos “Autoridad y
familia”, “El porvenir del matrimonio”, “Autoridad y familia en la época actual” y “La
familia y el autoritarismo” (véase bibliografía) afirma que las vivencias que tienen lugar
en la familia son fundamentales para la adopción de roles sociales, el aprendizaje de
ciertas habilidades y la constitución de la personalidad. Los mecanismos psicológicos de
asimilación de los distintos factores son en gran parte inconscientes, por lo que pueden
escapar al control del pensamiento explícito y de su capacidad de reelaboración.
Entre las relaciones que influyen decididamente en el moldeamiento psíquico de la mayor parte
de los individuos, tanto por medios de mecanismos conscientes como inconscientes, la familia posee
una significación de primera magnitud. Los sucesos que ocurren en ella forman al niño desde su más
tierna edad y cumplen un papel decisivo en el desarrollo de sus aptitudes. Tal como se refleja la
realidad en el ambiente de este círculo, el niño que crece en él experimenta su influencia. La familia se
ocupa en especial, como uno de los más importantes agentes educativos, de la reproducción de los
caracteres humanos tal como los reclama la vida social y les da, en gran parte, la indispensable
capacidad para la conducta específicamente autoritaria, de la que en gran medida depende la existencia
del orden burgués (Horkheimer, 1974: 123-124).
Como consecuencia del aparente carácter natural del poder paterno, que procede de la doble raíz
de su posición económica y de su fuerza física, jurídicamente legalizada, la educación en la familia
39
nuclear configura una excelente escuela para lograr la conducta específicamente autoritaria en el seno
de esta sociedad. [...] Los caminos que llevan al poder no están señalados, en el mundo burgués, por
la realización de juicios de valor moral, sino por una hábil adaptación a las circunstancias. Esto lo
experimenta el niño en modo impresionante a partir de las circunstancias que encuentra en su familia.
Puede pensar como quiera acerca del padre: si no quiere causar difíciles rechazos y conflictos, debe
subordinarse y procurar contentarle. El padre siempre tiene razón en última instancia, representa el
poder y el éxito; y la única posibilidad que el hijo tiene de mantener una armonía interior entre los
ideales y la acción obediente, armonía perturbada con bastante frecuencia hasta el fin de la pubertad,
depende de que el padre, es decir, el fuerte y acaudalado, lo provea de todas las cualidades que se
reconocen como positivas. Ahora bien, dado que la obra económica y educativa del padre es de hecho
indispensable para los niños en las circunstancias dadas, y que, en sus funciones educativas y
administrativas, aun en su rigor, se realiza una real necesidad social -si bien en forma problemática,
hasta que arribe el cambio de toda la sociedad—, resulta imposible que en el respeto de sus hijos se
separen los elementos racionales de los irracionales, y en la familia nuclear la niñez se acostumbra a
una autoridad que reúne en forma oscura el ejercicio de una función social idónea con el poder sobre
los hombres (1974: 131-132).
40
entender los intereses individuales.
Horkheimer cree que la institución de la familia no ha sabido reaccionar a las
transformaciones económicas y culturales que han tenido lugar en el último siglo y que
sitúan a los miembros del grupo familiar en situaciones y relaciones de tipo distinto a lo
que era habitual en otros tiempos. Allí donde se mantiene la jerarquía autoritaria vacía de
contenido, se propicia el desarrollo de personalidades rígidas, dogmáticas y agresivas.
Pero hoy el niño no conoce el amor ilimitado de la madre y, por ello, su propia capacidad de
amor permanece subdesarrollada. Reprime al niño que vive en su interior [...] y actúa como un
pequeño adulto, sin un ego independiente y sólido pero con una tremenda cantidad de narcisismo. Su
testarudez y, al mismo tiempo, su sumisión ante el poder verdadero le predisponen a aceptar las
formas totalitarias de vida. [...] Los resultados [de un estudio sociológico sobre el carácter autoritario]
demuestran que la ideología de los individuos que se pueden considerar altamente sensibles a la
propaganda fascista, preconiza la identificación rígida, acritica, con la familia; y son individuos
totalmente sometidos a la autoridad familiar durante la primera infancia. Al mismo tiempo, se
comprueba la adulteración básica de la familia, en la medida en que los individuos de mentalidad
fascista no sienten, en el fondo, ninguna vinculación auténtica con los padres, a quienes aceptan de
modo convencional y externo. Esta configuración de la sumisión y de la frialdad es lo que
mayormente define el potencial fascista de nuestra época.
Las personas de mentalidad fascista analizadas en el estudio en cuestión idealizan invariablemente
a sus padres. Uno de los entrevistados, que se puede considerar como caso típico, contestó a la
pregunta de cuáles eran para él las personalidades más grandes de la Historia, diciendo: “Mis padres”.
Este culto a los padres se basa, en la mayoría de los casos, en la adoración de un padre rígido y
punitivo. Se observan rasgos de hostilidad contra éste pero, en general, la resistencia contra la
autoridad paterna se desplaza y se vuelve exclusivamente contra los débiles. Por consiguiente, la
aceptación de la familia sirve para expresar el narcisismo social del sujeto. Los padres, los hermanos y
todo el grupo-nosotros son siempre “gente maravillosa”; en cambio los otros “no están al mismo
nivel”, son gente sucia, despreciable. Al establecer una rígida distinción entre los que son “como uno
mismo” y el resto del mundo, las tendencias autoritarias del fascista potencial llegan a un grado de
abstracción inhumana, a una glorificación de la autoridad per se sin ninguna idea específica del
objetivo a que sirve esta autoridad. La personalidad autoritaria es profundamente convencional y
estereotípica (1970: 187-188).
Las primeras vivencias infantiles sobre las distintas formas de trato interpersonal que
se producen en la familia son de una importancia decisiva para el desarrollo de la
41
personalidad. Son muchos los estudios empíricos que muestran la relación existente entre
la aceptación de la desigualdad y la discriminación y las situaciones familiares que
inducen tales comportamientos. Susan Moller Okin, apoyándose en estudios de Mary
Benin, Debra Edwards, Celia Wainryb y Elliot Turiel, ha llamado la atención sobre “los
efectos que produce en las criaturas el haberse criado en familias injustas en uno o más
sentidos” (1996: 139).
En algunos grupos de familias patriarcales, en los que la autoridad y el poder del
cabeza de familia es realmente preponderante, éste toma decisiones sobre las actividades
de los otros miembros de la familia, especialmente de las mujeres. Aunque pueden ser
mandatos muy arbitrarios e incidir en cuestiones tan variadas y decisivas como la
aceptación de un empleo, las relaciones de amistad, sacar el permiso de conducir,
etcétera, éstas suelen amoldarse a ellos. Los resultados de una encuesta fueron que “casi
el ochenta por ciento de las mujeres y de las jóvenes juzgaron que era injusto que un
marido decidiese y optase por su mujer”. Sin embargo, el noventa y tres por ciento
dijeron que “la esposa debía consentir”.
Las contradicciones de vivir en una situación que se considera injusta, pero que se
tiene que consentir, son el caldo de cultivo de tensiones y patologías difícilmente
superables.
42
2
La construcción simbòlica del mundo
El ser humano es portador de una herencia genética acrisolada por muchos milenios
de evolución y que le provee de un potencial de facultades extraordinario. Los individuos
de la especie humana pueden comportarse de manera muy compleja gracias al desarrollo
de tales facultades. Para ello es preciso llevar a cabo un conjunto amplio y diverso de
aprendizajes: deambulación, equilibrio, orientación espacial, articulación de lenguaje,
expresión (corporal, verbal, pictográfica, por escrito...), conductas típicas de distintas
situaciones contextuales vinculadas a actos de habla pertinentes, operaciones de carácter
abstracto con lenguajes específicos (instrumentales, técnicos, matemáticos, lógicos, ...).
El elemento primordial necesario para desempeñar dichas habilidades es el dominio
del lenguaje. Toda actividad humana se sustenta en la interacción significativa, en los
diferentes tipos de actos de habla y las implicaciones que comportan. Ya Aristóteles,
asimilando y perfeccionando ideas de los presocráticos y de Platón, estableció de manera
inequívoca la relación inseparable entre la adquisición de lenguaje y el desempeño de las
actividades propias del ser humano. En la Política escribe: “[...] el hombre es el único
animal que tiene palabra. [...] la palabra es para manifestar lo conveniente y lo
perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los
demás animales: poseer, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto,
y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y
la ciudad” (Política, 1253a: 10-12).
Y en De anima: “[...] el lenguaje, en efecto, está compuesto de palabras y cada una
de las palabras constituye un símbolo” (De anima, 437a 14).
El lenguaje compartido, con su carácter simbólico y proyectivo que configura
sentidos interiorizados por los miembros de una comunidad, constituye una condición
necesaria para la realización del ser humano como tal.
Decimos “lenguaje compartido”, porque la característica de todo lenguaje consiste
en estar regido por reglas intersubjetivas, que consciente o inconscientemente siguen
todos los hablantes en un contexto determinado. Estas reglas son de tipo sintáctico,
semántico y pragmático. Su uso implica que son comunes a los miembros de la
comunidad de habla, aunque pueden darse formas muy diversas de objetivación y crítica
de determinados sentidos. La cultura es el resultado del esfuerzo por el mantenimiento de
43
las significaciones heredadas de la tradición y por su transformación, siempre necesaria, a
fin de encontrar respuestas adecuadas a los nuevos problemas de cada situación histórica
y de los diversos sujetos sociales.
Ernst Cassirer, con su filosofía de las formas simbólicas (tres densos volúmenes
publicados por primera vez en los años veinte de nuestro siglo), llamó la atención sobre el
hecho de que el ser humano, más que un animal social o un “animal racional” es un
“animal simbólico”. La diferencia específica de las personas respecto de otros animales
no es la sociabilidad, puesto que muchas especies están organizadas en colonias y grupos,
sino su forma de vivir a partir de sentimientos y experiencias asociados a símbolos, desde
los cuales el mundo circundante y la conciencia de sí mismo cobra determinados
sentidos. Los contenidos simbólicos configuran el pensamiento y se proyectan sobre el
mundo empírico.
La peculiar capacidad de ideación simbólica de los seres humanos le ha permitido
dar un salto cualitativo de unas formas de vida meramente biológicas a otras más
complejas, que le permiten una interacción con el entorno físico y humano muy potente
y diferenciada. En expresión de Cassirer, el hombre “ya no vive solamente en un puro
universo físico sino en un universo simbólico. El lenguaje, el mito, el arte y la religión
constituyen partes de este universo, forman los diversos hilos que tejen la red simbólica,
la urdimbre complicada de la experiencia humana. Todo progreso en pensamiento y
experiencia afina y refuerza esta red. El hombre no puede enfrentarse ya con la realidad
de un modo inmediato; no puede verla, como si dijéramos, cara a cara. La realidad física
parece retroceder en la misma proporción que avanza su actividad simbólica. En lugar de
tratar con las cosas mismas, en cierto sentido, conversa constantemente consigo mismo.
Se ha envuelto en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbolos míticos o en
ritos religiosos, en tal forma que no puede ver o conocer nada sino a través de la
interposición de este medio artificial. [...] Vive, más bien, en medio de emociones,
esperanzas y temores, ilusiones y desilusiones imaginarias, en medio de sus fantasías y
de sus sueños” (Cassirer, 1987: 47-48).
Ésa es la grandeza y la miseria de la mediación lingüística. Por un lado, permite la
construcción de universos conceptuales y, con ello, dota al género humano de un espíritu
único entre todas las especies, que propicia la singularización de cada uno de los
individuos, el dominio del entorno físico y la creación de estructuras organizativas,
sociales y políticas, dando lugar a diversos tipos de civilizaciones; por otro lado, la
interposición del lenguaje entre el hombre y la realidad dificulta el acceso a la
multiplicidad de ésta, no sólo la que se refiere al mundo externo al sujeto, sino también
aquélla que concierne su propio ser. En este sentido negativo, la historia muestra hasta
qué punto el lenguaje y la realidad se confunden, algunas fórmulas expresivas y sus
significados se sacralizan, se establecen sistemas de jerarquización, de inclusión y
exclusión (“los nuestros”/los otros, los nacionales/los extranjeros, amigos/enemigos, los
puros/los impuros, los elegidos por Dios/los no elegidos, la raza superior/las razas
inferiores, el género fuerte (varón)/el género débil (mujer) y un larguísimo etcétera).
Como indica Cassirer (1987: 91):
44
En el pensamiento primitivo resulta muy difícil distinguir entre las dos esferas del ser y del
sentido, se hallan constantemente confundidas: un símbolo es considerado como si estuviera dotado
de poderes mágicos o físicos, pero en el progreso ulterior de la cultura se siente claramente la
diferencia entre cosas y símbolos, lo cual quiere decir que la distinción entre realidad y posibilidad se
hace cada vez más pronunciada.
Hay una gran diversidad de tipos de signos y de lenguajes, que repercuten en las
posibilidades de acción de las personas y de sus interrelaciones posibles con las cosas, los
fenómenos naturales y las otras personas de su entorno. Umberto Eco, en su libro
titulado Signo (original italiano de 1973 y edición castellana de 1976) ofrece una
excelente síntesis de las aportaciones de distintos autores; como primer paso
introductorio a esta compleja temática, anótense las siguientes distinciones:
45
Cuadro 2.1.
Pero no sólo es relevante la relación del signo con su referente objetual (denotación),
sino también aquella que le une con su sentido o concepto. A menudo se supone que el
pensamiento de los sujetos es el que nombra y define las relaciones entre los signos y sus
referentes, sin atender al hecho de que la capacidad de denominación y juicio se
construye a partir de lenguajes ya establecidos, aprendidos en la infancia y asumidos
consciente e inconscientemente, pudiendo enmascarar y confundir en grado sumo los
46
aspectos objetivos, subjetivos y conceptuales (abstracción semántica). Muchas prácticas
rituales y formas de pensamiento mágico y supersticioso tienen su origen en falsas
identificaciones entre una palabra, la realidad que designa y ciertas connotaciones y
consecuencias asociadas a ella.
La multiplicidad de relaciones de los signos o expresiones lingüísticas con otros
elementos pueden esbozarse así:
— Signo:
• Acción del individuo que lo utiliza: acto mental que acompaña el uso del
signo.
• Significación general, concepto: universal, idea.
• Objeto, ente o acción designados.
• Contexto de acción dentro del que se utiliza el signo.
W. von Humboldt escribió que “el hombre se rodea de un mundo de sonido para
asumir en sí el mundo de los objetos y manejarlo. El hombre vive con los objetos tal
como el lenguaje se los trae” (Escritos sobre el lenguaje). Las imágenes mentales, los
juicios, los distintos tipos de enunciados se forman a través de experiencias urdidas en la
trama de los signos y los estímulos percibidos por los sujetos. Desde el punto de vista de
la filosofía social tienen especial interés las estructuras simbólicas que articulan la vida
cotidiana, la ciencia, el arte, la religión y la política. Por ello, los signos lingüísticos tienen
una especial relevancia, así como los distintos usos y formas narrativas.
Karl Bühler (Teoría del lenguaje, original alemán de 1934, reedición de la versión
española 1979) distinguió tres funciones básicas del lenguaje:
1. Función expresiva.
2. Función señalizadora o apelativa.
3. Función representativa o asertiva.
47
4. Función argumentativa.
cualquier mensaje producido por una fuente emisora “comunica” algo a un receptor. Un
semáforo (etimológicamente, sêma, señal y foros, que lleva) indica cuándo se puede
pasar y cuando no; el mismo mensaje puede ser transmitido por los gestos de un guardia.
En el juego de la oca, las distintas casillas ordenan determinados movimientos. Escuchar
un cuarteto de Beethoven pone en contacto al receptor con un mensaje, que tiene
entidad en sí mismo, y con los emisores (el autor y los intérpretes). Si se utiliza el
término comunicación en los tres casos, es obvio que se le atribuye un sentido
extraordinariamente amplio y vago: “indicar o decir algo”, “ordenar o permitir alguna
acción”, “transmitir ideas musicales, sentimientos, etc.”.
La complejidad del último ejemplo pone en evidencia la excesiva simplificación del
esquema anterior. R. Jakobson (1975) propuso uno más elaborado:
48
Aquí se especifica la importancia del contexto en la determinación del mensaje y la
dependencia de éste respecto de un código (sistema de signos y reglas sintácticas,
semánticas y pragmáticas).
Algunos ejemplos del lenguaje cotidiano:
Cuadro 2.2.
49
imperativos, los mandatos y las leyes no son fórmulas comunicativas, sino
reglas de acción.
3. Finalmente, algunos autores sólo consideran comunicativos los mensajes que
reúnen ciertas características específicas: intencionalidad comunicativa,
condiciones de intercambio de mensajes (réplicas), etc. La dinámica
comunicativa requiere partir de una base explicativa más amplia que la
supuesta en el primer esquema anterior; especialmente, conviene destacar:
50
son inherentes.
El lenguaje lleva implícito un potencial comunicativo en sentido fuerte, porque
incluye tres reglas pragmáticas que posibilitan las interacciones orientadas a lograr
acuerdos por la fuerza de la convicción (y no de la coacción):
51
contextos esta dimensión instrumental es la única relevante. Pero considerar que toda
interacción lingüística se circunscribe a esta perspectiva supone un reduccionismo del
potencial contenido en los actos de habla. Si bien esto es habitual en la vida cotidiana, no
es menos cierto que el intercambio comunicativo humano por excelencia consiste en el
entendimiento sobre sentidos y valores. Para lograr una convivencia en términos de
desarrollo personal y respeto recíproco es necesario el despliegue del potencial
comunicativo del lenguaje. La racionalidad de la acción se identifica con el ejercicio de
explicitar, intercambiar, criticar y llegar a acuerdos sobre las razones que justifican o
desaconsejan determinadas conductas.
Esta tensión entre lo que es posible hacer con el lenguaje y lo que de hecho hacen
los hablantes (instrumentalización y limitación de su fuerza expansiva) constituye una
fuente de discusiones entre los teóricos. Las diferentes posiciones reflejan concepciones
dispares de la realidad social y de sus vínculos con los fenómenos comunicativos.
Michel Foucault se ha destacado por sus análisis de esta problemática, siguiendo
incitaciones que ya se encuentran en Nietzsche, Blanchot y Bataille. En su obra Las
palabras y las cosas escribe:
Los códigos fundamentales de una cultura —los que rigen su lenguaje, sus esquemas
perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, la jerarquía de sus prácticas– fijan de antemano
para cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se
reconocerá (1968: 5).
En este fragmento hallamos una idea ampliamente compartida por muchos autores:
el lenguaje prefigura las formas de experiencia posible, tanto con relación al mundo,
como en lo relativo a su propia identidad. Por lo tanto, el control institucional sobre los
usos y costumbres lingüísticos (rituales o no) tiene trascendencia, no sólo para el orden
socio-político establecido, sino también para la constitución de la personalidad individual.
En Micro física del poder da un paso más, al presentar la verdad indisolublemente
ligada al poder y a sus variados mecanismos de imposición y sanción:
Lo importante, creo, es que la verdad no está fuera del poder, ni sin poder (no es, a pesar de un
mito, del que sería preciso reconstruir la historia y las funciones, la recompensa de los espíritus libres,
el hijo de largas soledades, el privilegio de aquellos que han sabido emanciparse). La verdad es de este
mundo; está producida aquí gracias a múltiples imposiciones. Tiene aquí efectos reglamentados de
poder. Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su “política general de la verdad”: es decir, los tipos
de discursos que ella acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que
permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la manera de sancionar unos y otros; las
técnicas y los procedimientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el estatuto de
aquellos encargados de decir qué es lo que funciona como verdadero (1978: 187).
52
de fuerza en diferentes direcciones; pero siempre, invariablemente, ejerce esta función de
censor del discurso y de las significaciones. Verdad y poder van de la mano; afirmación
que evoca las expresiones nietzscheanas “voluntad de verdad” y “voluntad de poder”
(Nietzsche: Verdad y mentira en sentido extramoral y En torno a la voluntad de poder).
La obra de Foucault inicia la radicalización posmoderna consistente en negar la
posibilidad de existencia de un lenguaje capaz de expresar el orden racional o natural y,
por ello, capaz de establecer certezas e impugnar otros órdenes discursivos. Cada sistema
de signos, cada código, permite establecer un mundo simbólico, un tipo de coherencia;
primar a uno por encima de otros no tiene más justificación que las preferencias
personales o los intereses pragmáticos. Los discursos ofrecen imágenes y metáforas con
los que retenemos en nuestra memoria algunos elementos del acontecer proteico y
multiforme, salvándolos del devenir efímero.
Los mundos simbólicos de las distintas épocas muestran la diversidad de estrategias
y formas de concebir su adecuación a los hechos y a las realidades supuestas. La obra de
Foucault ofrece análisis muy detallados de esta historia: Las palabras y las cosas, La
arqueología del saber, Historia de la sexualidad (3 vols.), etc. En el primer volumen de
ésta (La voluntad de saber) afirma: “En el discurso es donde poder y saber se articulan.”
“El poder se halla por doquier. Una red sutil de discurso, de saberes, de placeres y
poderes.” Las pretensiones universalistas, “el mito” de la adquisición de la verdad como
“recompensa de los espíritus libres”, la falacia de la comunicabilidad de los discursos son
objeto de una crítica feroz.
Foucault y Habermas se han enfrentado abierta y directamente. El universalismo y la
racionalidad comunicativa habermasiana son tachados de injustificados e ingenuos; éste
responde que los argumentos de su oponente presuponen en parte la razón crítica que
rechaza.
Esta discusión es relevante en muchos sentidos. ¿La articulación
lenguajepensamiento-realidad y la interrelación entre la construcción social de la realidad
y la dinámica discursiva se efectúan de manera convencional, a partir de las estrategias
de poder, o existen elementos apriorísticos, estructuras profundas que marcan tendencias,
condiciones sine qua non de la deriva de los discursos, que imponen una lógica y unas
pautas de transformación?
La mayoría de los antropólogos y sociólogos adoptan la hipótesis del relativismo
cultural. Los valores y las significaciones fundamentales de una cultura se constituyen a
partir de una dinámica particular y las condiciones de posibilidad que le son inherentes.
La cuestión de si existen estructuras universales subyacentes a las distintas
configuraciones culturales ha generado más argumentos en contra que a favor, pero
nunca se ha zanjado de manera concluyente.
La diversificación de los discursos, de las formas narrativas, de las metáforas, de los
recursos expresivos, es la única fuente de captación de nuevas perspectivas de la
existencia, ocultas, desplazadas o reprimidas por los sistemas de signos conocidos y los
esquemas cognitivos a ellos asociados. Los fenómenos se presentan según las formas
simbólicas, porque son éstas las que dan contornos y relieves, luz y sombra, al constante
53
fluir de la existencia. Pero concebir esta diversidad en términos absolutos, como si cada
articulación discursiva gozara de un estatus de existencia independiente de cualquier otra,
parece una exageración, más propia de un nuevo dogmatismo narrativista que de la
inflexión antisistémica y, a veces, pragmatista que quiere tener.
Una de las críticas de Habermas a Foucault puede ayudar a reflexionar sobre estos
supuestos:
El postulado estructuralista de que toda formación discursiva ha de entenderse rigurosamente a
partir de sí misma, sólo parece poder cumplirse si las reglas constitutivas del discurso pueden
también, por así decirlo, regir su base institucional. Según esta idea, es el discurso el que une las
condiciones técnicas, económicas, sociales y políticas para formar una red funcional de prácticas,
que después sirven a su reproducción.
Pero este discurso devenido completamente autónomo, liberado de restricciones contextuales y
condiciones funcionales, es decir, un discurso que gobierna y regula las prácticas que le subyacen
adolece de una dificultad de principio. Como fundamentales se reputan las reglas accesibles en
términos arqueológicos, que gobiernan la correspondiente práctica discursiva. Pero estas reglas sólo
pueden hacer comprensible un discurso en punto a sus condiciones de posibilidad; mas no bastan para
explicar la práctica discursiva en su funcionamiento efectivo. Pues no hay reglas que puedan regular
su propia aplicación. Un discurso regido por reglas no puede regular por sí solo el contexto en que
está inserto (1989b: 321).
54
y el arte en sus distintas facetas aportan significaciones vitales para dicha dinámica.
La sensibilidad y la identidad personal se nutren de las imágenes, expresiones y
metáforas que nos trasmite la cultura y que configuran la “conciencia colectiva” de un
pueblo o comunidad. La conciencia individual se constituye en contraste con ella y con la
de las otras personas, pero mantiene sentidos y sentimientos compartidos por el efecto de
ese substrato común. Durkheim llamó la atención sobre la importancia del fenómeno de
la “conciencia común”.
Habermas comenta en su Teoría de la acción comunicativa:
si [...] entendemos por conciencia colectiva un consenso a través del cual se crea la identidad del
colectivo correspondiente, hay que explicar cómo se relaciona esta estructura simbólica, creadora de
unidad, con la diversidad de las instituciones y de los individuos socializados. Durkheim habla de que
todas las grandes instituciones se originan en el espíritu de la religión. Esto sólo puede significar, por
de pronto, que la validez normativa tiene fundamentos morales y que por su parte la moral tiene sus
raíces en lo sacro; en un principio, las normas morales y jurídicas tenían, ellas también, el carácter de
preceptos rituales. Pero cuanto más se diferencian las instituciones, tanto más laxa se hace su
conexión con la praxis ritual. [...] En las sociedades pertenecientes a las “civilizaciones”, las imágenes
del mundo desempeñan, entre otras cosas, la función de legitimar la dominación política (1987: II,
83).
Otro autor de talante y obra muy distintos, T. W. Adorno, reflexiona sobre el arte
moderno de esta manera (Teoría estética):
El oficio artístico moderno es radicalmente distinto de las reglas artesanales de la tradición. Su
concepto incluye la totalidad de las capacidades por las que el artista hace justicia a su concepción y
corta el cordón umbilical de la tradición. Ese totum tampoco aparece nunca en la obra aislada. Ningún
artista avanza hacia su obra con sólo ojos, oídos o sentido del lenguaje. La realización de lo que es
específicamente suyo presupone siempre cualidades situadas más allá del círculo de lo específico;
sólo los dilettantes confunden la tabula rasa con la originalidad. La totalidad de fuerzas reflejadas en la
obra de arte, aparentemente sólo subjetiva, es presencia potencial de lo colectivo según la medida de
fuerzas productivas de que se disponga: aun sin tener ventanas, la mónada ya incluye lo colectivo
(197 1: 64).
El artista expresa realidades que él mismo puede ignorar; su entorno y sus relaciones
con él quedan reflejadas, más allá de sus propósitos y de su propio pensamiento. Lo
55
colectivo y su rechazo o apropiación por el artista son la otra cara de la subjetividad
plasmada en su obra.
Las obras de arte aportan novedades formales y técnicas, con las que se accede a
nuevos espacios expresivos, pero, sobre todo, proyectan luces y sombras, ritmos y
pausas, tensiones y éxtasis, con los que se hace presente lo innombrable. La creación de
símbolos “abre mundos”, es la llave de acceso a ámbitos antes velados para la
percepción y la sensibilidad humanas.
En el trabajo del artista lo colectivo, lo subjetivo, lo formal y lo constructivo se
articulan de tal manera que el resultado final trasciende la circunstancialidad de sus partes
(las limitaciones del pensamiento o la sensibilidad subjetiva y de las tradiciones formales,
estéticas o de sentido).
Este fenómeno tiene una importancia decisiva, tanto para la sociedad como para los
individuos. Los miembros de una comunidad adquieren una identidad personal en
función de la dinámica establecida entre la herencia cultural, la conciencia colectiva y las
posibilidades de multiplicación y transformación de los sentidos dominantes. La
diferenciación sólo es posible cuando se encuentran fórmulas expresivas adecuadas.
Sin embargo, en cada época se producen condiciones sociales que obstaculizan la
actividad creativa o que perturban su influencia innovadora. En la sociedad actual, la
utilización del arte como artículo de consumo propicia la degeneración del arte en
mercancía.
56
plano los dos órdenes de cosas así separadas; la solución de continuidad que se da entre lo sagrado y
lo profano pone de manifiesto que no existe entre ellos una medida común, que son radicalmente
heterogéneos, inconmensurables, que el valor de lo sagrado es incomparable al de lo profano (1967b:
80).
Estos rituales tienen muchos significados y funciones. Los participantes se ocupan seriamente
de proteger a sus tótems y asegurar su reproducción. Pero la pertenencia restringida del grupo ritual
también indica que están representando el dogma mitológico de su ascendencia común. Las
ceremonias del tótem reafirman e intensifican el sentido de identidad común de los miembros de una
comunidad regional. La manipulación del churinga confirma el hecho de que el grupo totémico tenga
“piedras” o, con una metáfora más familiar, “raíces” en una tierra concreta (1995: 433-435).
57
aquello que sabemos de la naturaleza y particularidades del tótem, y no se comprende cómo ha podido
introducirse en el totemismo. No extrañamos, pues, ver admitir a ciertos autores que la exogamia no
tenía el principio, lógicamente, nada que ver con el totemismo, sino que fue agregada a él en un
momento dado, cuando se reconoció la necesidad de dictar restricciones matrimoniales (1972: 1748-
1749).
Cuadro 2.3.
58
Para el estudio de la dinámica interactiva que existe entre la estructura simbólica, lo
sacro y ritual, los principios morales y las prácticas sociales, es fundamental el trabajo
histórico-comparativo del desarrollo de las distintas religiones, las actitudes que han
generado con relación al mundo y las actividades que han incentivado o demonizado.
Tanto Durkheim como Weber llevaron a cabo investigaciones de gran calado, que han
sido recogidas y rearticuladas por J. Habermas.
Max Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, defiende la tesis
59
de que el cristianismo protestante instauró un talante, una concepción moral y un sentido
del trabajo y del tiempo, que fueron extraordinariamente eficaces para el desarrollo del
capitalismo. En su trabajo intenta “determinar la influencia de ciertos ideales religiosos en
la formación de una “mentalidad económica”, de un ethos económico, fijándonos en el
caso concreto de las conexiones de la ética económica moderna con la ética racional del
protestantismo ascético. Por tanto, nos limitamos a exponer aquí uno de los aspectos de
la relación causal” (1979: 18). Sus análisis le llevan a considerar:
Cuando se pasa revista a las estadísticas profesionales de aquellos países en los que existen
diversas confesiones religiosas, suele ponerse de relieve con notable frecuencia un fenómeno que ha
sido vivamente discutido en la prensa y la literatura católicas y en los congresos de los católicos
alemanes: es el carácter eminentemente protestante tanto de la propiedad y empresas capitalistas,
como de las esferas superiores de las clases trabajadoras, especialmente del alto personal de las
modernas empresas, de superior preparación técnica o comercial (1979: 25-27).
[...] aquí en la tierra, el hombre que quiera asegurarse su estado de gracia, tiene que “realizar las obras
del que le ha enviado, mientras es día”. Según la voluntad inequívocamente revelada de Dios, lo que
sirve para aumentar su gloria no es el ocio ni el goce, sino el obrar; por tanto, el primero y principal de
todos los pecados es la dilapidación del tiempo: la duración de la vida es demasiado breve y preciosa
para “afianzar” nuestro destino. Perder el tiempo en la vida social, en “cotilleo”, en lujos, incluso en
dedicar al sueño más tiempo del indispensable para la salud -de seis a ocho horas como máximo-, es
absolutamente condenable desde el punto de vista moral. Todavía no se lee como en Franklin: “el
tiempo es dinero”, pero el principio tiene ya vigencia en el orden espiritual; el tiempo es infinitamente
valioso, puesto que toda hora perdida es una hora que se roba al trabajo en servicio de la gloria de
Dios (1979: 213-214).
Como se ve, Max Weber establece una vinculación importante entre creencias
religiosas, actitudes morales, prácticas cotidianas y desarrollo socio-económico. Concedía
tal valor a esta interrelación que dedicó tres densos volúmenes (en la versión castellana)
al estudio de la “ética económica”, de las repercusiones socio-económicas de las grandes
religiones universales: cristianismo, islamismo, hinduismo, budismo y confucianismo-
taoísmo (su intención fue incluir el judaismo, pero la muerte sólo le dio tiempo a escribir
algunos esbozos); merece la pena retener su título, Ensayos sobre sociología de la
religión.
En su Teoría de la acción comunicativa, Habermas se apoya en Durkheim, Weber
y Parsons para elaborar su filosofía social; pero es especialmente la obra de Weber la que
le permite constatar elementos interrelacionados en los procesos de cambio histórico: la
propia evolución de las formas religiosas y la multiplicación de instituciones y de
funciones institucionales alejan cada vez más a éstas de su origen ritual y sacro, hasta
alcanzar un grado de formalismo y abstracción muy grande, independiente de los nexos
religiosos. Esta nueva situación tiene consecuencias diversas, entre las que cabe destacar
los cambios en la autocomprensión social y en la constitución y definición de la identidad
60
de los individuos.
La articulación sistemática de símbolos y acciones, es decir, el despliegue de la
racionalidad humana, es un proceso que comienza con las narraciones míticas y con las
conductas rituales ancestrales y llega hasta nuestros días, con la adecuación a las
exigencias del sistema económico capitalista y a la globalización de muchos sectores
sociales. Los diversos sistemas de leyes van plasmando los cambios decisivos en la
organización del mundo, en los sistemas de justificación de creencias, en la legitimidad de
las distintas estrategias de acción, etc.
Los esquemas de Habermas reflejan la amplitud y trascendencia del fenómeno. En
primer lugar, destaca la descripción que hace Weber de las grandes religiones universales
y sus distintas formas de conceptualizar y valorar el mundo:
61
Weber/Habermas: actitudes frente al mundo.
Por tanto, el lógos inscrito en los discursos religiosos, en los diferentes tipos de
simbologías y narraciones míticas, produce reglas prácticas para la vida cotidiana, que se
articulan con otros órdenes de la realidad. En la medida que incluye más o menos
elementos de coherencia cognitiva y emotiva, capaces de responder a necesidades
humanas, se puede hablar de un mayor o menor potencial de racionalización:
62
precedentes, y a un pensamiento más formal y abstracto, orientado por la objetivación de
la lógica de la situación, la lógica de la dinámica económica, el cálculo de preferencias, la
justificación formal del Derecho y las instituciones políticas. Max Weber calificó este
proceso de “desencantamiento” (Entzauberung), por lo que tiene de superación de
creencias mágicas y hechicerías. Sin embargo, es contradictorio, porque, por un lado,
amplía la capacidad dominadora y transformadora del mundo físico y económico, pero,
por otro lado, produce una pérdida de sentido que afecta negativamente al desarrollo
social y humano, al vaciar de contenido identidades históricas y homogeneizar
diferencias, provocando patologías sociales e individuales.
Por ello, el autor habla de la paradoja de la racionalización: nos ha liberado de
creencias supersticiosas y de sentidos y poderes espurios, pero ha introducido “un
politeísmo de poderes impersonales”, un antagonismo de órdenes últimos de valor y la
confrontación entre creencias últimas irreconciliables.
Contra esta racionalización fragmentaria y patológica, Habermas reclama la
necesidad de avanzar en la realización fáctica de las potencialidades que ofrece el
discurso: la racionalidad comunicativa. Para ello, hay que progresar en la actividad
dialógica de discusión crítica y donación de sentido, establecimiento de convicciones
compartidas a través del diálogo social, generación de los medios necesarios para lograr
una política verdaderamente deliberativa y un derecho ajustado a los principios de
democracia y justicia.
63
problemas de la ciudadanía. Los segundos son formas derivadas de las anteriores, que
caen en la corrupción porque son utilizadas por los gobernantes en su propio provecho
(ya sea un tirano, un grupo de oligarcas o los demagogos que se amparan en la voluntad
popular).
De hecho, algunos piensan que existe una sola democracia y una sola oligarquía, y eso no es
verdad, de modo que no deben olvidárseles las distintas variedades de los regímenes, cuántas son y de
qué maneras pueden componerse (Política, 1289a8).
No sólo, en efecto, se debe considerar el mejor régimen, sino también el posible, e igualmente el
que es más fácil y el más accesible a todas las ciudades. Actualmente, en cambio, unos buscan sólo el
más elevado y que requiere muchos recursos, y otros, que hablan con preferencia de una forma
común, suprimen los regímenes existentes y alaban el de Laconia o algún otro. Pero es necesario
introducir una organización política tal que los ciudadanos, partiendo de los regímenes existentes, sean
fácilmente persuadidos y puedan adoptarla en la idea de que no es tarea menor reformar un régimen
que organizado desde el principio, como tampoco es menos desaprender que aprender desde el
principio (Política, 1288b6-1289a7).
64
Las democracias modernas han instaurado: la división de poderes (ejecutivo, legislativo y
judicial), la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y la presunción de inocencia, la
publicidad de los asuntos reladonados con el gobierno y el bien público, el respeto por la
privacidad y la delimitación clara entre lo público y lo privado, la no confesionalidad del
Estado, medidas de protección social, etc.
Sin embargo, la persistencia de ciertos prejuicios, el excesivo formalismo, la
ineficacia funcional, la demagogia y la corrupción que han aquejado a muchos regímenes
democráticos, han devaluado el sentido y los principios que les sirven de justificación.
Para remediar tal situación, son precisas la reflexión y la crítica teórica, así como la
institucionalización de mecanismos de control adecuados y la intervención ciudadana en
los asuntos públicos.
Habermas, Benhabib, C. S. Nino, Joshua Cohen y otros autores proponen ahondar
en los planteamientos democráticos a partir del modelo de “política deliberativa”. La
concepción democrática liberal legitima el Estado sobre la base del contrato social, por el
que los individuos ceden parte de sus derechos al poder político, a cambio de que éste
arbitre los conflictos entre intereses privados e intereses sociales; la concepción
republicana (socialdemócrata) puso de relieve las insuficiencias de ese planteamiento y
concibió el poder político como gestor y garante de la soberanía del pueblo y como
instrumento para la construcción de una comunidad política, pero no ha sabido superar
los problemas de la burocratización, disfunciones de organización, etc. La comunidad
política necesita reforzar y ampliar los mecanismos de información, opinión y decisión
colectiva (formación de “voluntad común”), para contrarrestar la influencia de los
intereses privados potenciados por la dinámica económica, la propaganda y sus vínculos
con las instituciones.
Los defensores del nuevo modelo de “política deliberativa” propugnan el desarrollo
de un espacio público, en el que sean posibles las “interacciones entre la formación de la
voluntad común, institucionalizada en términos de Estado de derecho, y los espacios de
opinión pública movilizados por la cultura, que, a su vez, encuentran su base en las
asociaciones de una sociedad civil equidistante del Estado y la economía” (Habermas,
Facticidad y validez, p. 378; versión alemana, p. 365). Se trata de potenciar las voces
de la sociedad civil, que expresan la pluralidad de los ciudadanos y la multiplicidad de sus
necesidades, frente a los requisitos abstractos de la lógica burocrática del Estado y de la
dinámica económica.
La evolución actual de los medios de comunicación, la aldea global que pone en
nuestras manos la red de Internet y las posibilidades de desarrollo de estas técnicas,
abren nuevas vías de intercambio comunicativo y de libertad. La vida cotidiana de los
ciudadanos y las maneras de ejercer la política sufrirán transformaciones importantes en
cuanto a capacidades de interacción. Una parte de los déficit democráticos actuales
podrán ser abordados con mejores garantías de éxito con estos recursos; pero, una vez
más, también se desplegarán estrategias de control, manipulación y dominación que
sesgarán y debilitarán su potencial comunicativo.
En cualquier caso, la imaginería simbólica y las reglas pragmáticas de lo político se
65
verán fuertemente afectadas. Si los dos últimos siglos han supuesto una transformación
muy profunda en la conceptualización y la práctica de la política, el próximo siglo puede
significar un salto mucho mayor.
En su último libro (1999, Kulturelle Vielfalt und demokratische Gleichheit) Seyla
Benhabib habla de un “constitucionalismo internacional”, asociado a la siguiente
reflexión:
Estamos sobre todo enfrentados a la tarea de dar respuestas convincentes a las siguientes
preguntas: ¿Se pueden componer las cuentas colectivas de las identidades establecidas y con voz
propia de tal modo que no legitimen la enemistad contra los extranjeros, la paranoia política, la
agresión y la intolerancia frente a “los otros”? ¿Podemos realizar la justicia y la solidaridad en nuestras
democracias sin invalidar el egoísmo del Estado del bienestar y sin cerrar las fronteras a los
emigrantes y asilados? ¿Cómo tienen que configurarse las identidades democráticas en una era de
globalización? (1999: 113).
66
3
Sociedad y comunicación
67
siglos que tienen que venir) no se puede comprender sin referencia a la dinámica de los
medios, sus distintas funciones, sus posibilidades de progresión y expansión.
Información, propaganda y poder han ido siempre unidos, en todos los tiempos. La
prensa comenzó su historia en el siglo XVII; otros medios como la radio (1920) y la
televisión (1929) son característicos del siglo XX; pero los pueblos antiguos tenían
también sus fórmulas de comunicación social y de intervención institucional, mutuamente
vinculadas.
Cuadro 3.1.
68
Los cambios entre los sistemas de comunicación antiguos y los actuales no
provienen tan sólo de cuestiones relativas a los medios empleados; las distintas
situaciones históricas y culturales obligan a considerar el cambio en un sentido complejo:
maneras de concebir el ámbito público y el ámbito de lo privado, opacidad (“secretismo”)
69
o transparencia (relativa) de los poderes públicos, control estatal de la información o libre
circulación de noticias, escritos, libros, etc., monopolio o oligopolio de los medios,
profesión controlada por gremios y corporaciones o libre acceso a los puestos de
trabajo...
El núcleo de esta complejidad puede definirse a partir de las distintas delimitaciones
de lo público y lo privado y su vinculación con el poder político y la economía. Por ello,
el análisis de dichos conceptos y las referencias históricas correspondientes nos ofrecen
un material especialmente significativo para la comprensión de la sociedades humanas.
Desde las más antiguas culturas (aunque no en todas), el derecho y las instituciones
de gobierno han establecido y protegido la distinción entre los ámbitos de lo público y de
lo privado, porque concierne a la propiedad patrimonial de los individuos y los derechos
de ciudadanía, las dos cuestiones básicas que debe contemplar todo legislador.
En las diferentes formas de organización social varían las concepciones peculiares de
los espacios de lo público y de lo privado y sus interrelaciones.
Hannah Arendt y J. Habermas han llevado a cabo investigaciones sobre esta
cuestión. La primera, ofrece un original análisis en su obra La condición humana; el
segundo ha dedicado un libro al surgimiento y desarrollo de la esfera pública, Historia y
crítica de la opinión pública. El objetivo principal de éste es la concepción de lo público
y la estructura de la publicidad en la época moderna, pero también suministra una
panorámica general (apoyándose en la propia H. Arendt y otros especialistas como
Kirschner, autor de Aportaciones para la historia del concepto de “público” y
“Derecho público”).
Hannah Arendt pone especial énfasis en el cambio radical que supone la modernidad
respecto de épocas anteriores por la manera de concebir lo privado, lo público, lo político
y lo social. En la Grecia clásica lo público es lo político, el espacio común de actividades
humanas de trascendencia histórica, compartidas por los hombres libres (liberados de las
necesidades y contingencias del día a día y de la esclavitud del trabajo vinculado a dichas
necesidades); lo privado se concibe referido a un dueño y señor, que tiene su espacio
vital particular, habitado por seres (cosas, animales y personas) que dependen de él y que
están “privados” tanto de derechos políticos como de proyección social. En la época
moderna, los derechos políticos se universalizan y la perspectiva social penetra en todos
los ámbitos de la vida; surge asimismo un nuevo concepto de privacidad, restringido a la
intimidad, que se contrapone no sólo a la esfera de la publicidad, sino también a la esfera
social (a pesar de su dependencia de ella). Las tesis arendtianas son:
70
privado por la propiedad privada en un interés público” y la conversión de lo
público en una función de los procesos de creación de riqueza, siendo ésta “el
único interés común que queda”.
3. Sin embargo, este interés común no crea espacios de significación vital
compartida, sino que sirve al mero incremento de la acumulación de capitales.
“Lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el número de
personas, o al menos no de manera fundamental, sino el hecho de que entre
ellas el mundo ha perdido su poder para agruparlas, relacionarlas y separarlas”
(1993: 62).
4. “El descubrimiento moderno de la intimidad parece un vuelo desde el mundo
exterior a la interna subjetividad del individuo, que anteriormente estaba
protegida por la esfera privada” (1993: 75).
Resulta instructivo retener las precisiones conceptuales que aporta esta autora para
explicar su posición (1993: 59 y ss.):
Cuadro 3.2.
71
72
Como se ve, la propiedad era privada, pero también era la puerta de acceso a la
esfera pública. El señor de la casa era ciudadano de la polis, miembro con plenos
derechos de la comunidad política. Pero el bien común y la tarea de gobierno no se
identificaban con las ganancias privadas.
Los romanos fueron maestros en el arte de armonizar los intereses privados con la
participación en la vida pública y “nunca sacrificaron lo privado a lo público, sino que por
el contrario comprendieron que estas dos esferas sólo podían existir mediante la
coexistencia” (Arendt, 1993: 68).
La multiplicación de los negocios societarios y las nuevas dinámicas monetarias
surgidas en la época moderna, diluyen la distinción entre propiedad y riqueza. La
propiedad privada (“sagrada” y definitoria de la pertenencia a un país) se equipara a la
riqueza (que puede ser pública o privada, de extranjeros...). La política se concentra cada
vez más en la economía y la administración (desarrollo de la economía política o
“economía nacional”) y se consideran desde la perspectiva social aspectos antes
marginados al ámbito privado. “Social” es el género humano en cuanto conjunto de
individuos y lo es la res publica por su objetivo de velar por el interés común. “La
sociedad es la forma en que la mutua dependencia en beneficio de la vida y nada más
adquiere público significado, donde las actividades relacionadas con la pura supervivencia
se permiten aparecer en público” (1993: 57).
Habermas adopta las tesis de H. Arendt y ofrece nuevos materiales que las apoyan y
amplían en su libro Historia y crítica de la opinión pública, sobresaliendo su análisis de
los sistemas de comunicación a partir de la época moderna (en otros textos critica la
relación entre opinión pública y poder que defiende esta autora). Su argumentación
puede esbozarse así:
73
entre los ciudadanos, en el ámbito de lo público, gracias a su posición social de
oikodéspotas. Y el elemento característico del ejercicio de la libertad y de la
igualdad consiste en el ejercicio de la discusión, en la “publicidad” que tiene
lugar en el ágora y que se prolonga en la conversación entre ciudadanos, en las
deliberaciones de los distintos tribunales, en la dirección de las empresas
comunes, etcétera.
El ciudadano, definido a partir del lugar de nacimiento y del patrimonio,
tiene derechos en el ámbito público que son vedados a las personas que
dependen de él como su patrimonio privado. La distinción entre lo público y lo
privado constituye, por lo tanto, la piedra angular fundamental de la sociedad
griega.
• Época medieval’ Renacimiento. En la época medieval, la contraposición entre
publicas y privatus proviene de una distinción del derecho romano,
desdibujada con el tiempo. También en la vieja tradición jurídica germánica se
cuenta con la diferenciación gemeinlich y sunderlich (común y particular),
que adquiere relevancia en el mundo feudal.
A mediados del siglo XVI se encuentra el término privat del alemán,
derivado del latín privatus, con un sentido similar al que se atribuye a private
en inglés o privé en francés: sin oficio público, sin ocupar cargo público o
posición oficial, sin empleo relacionado con los asuntos públicos, en otras
palabras, exclusión de la esfera del aparato estatal. Lo privado se contrapone a
lo común y a lo estatal; la oposición entre interés común e interés privado o
particular confiere autoridad al Estado absoluto como garante de aquel interés
común. La publicidad y “el público” se circunscriben al ámbito del poder
político y de las “personas públicas”, es decir, aquellas que ejercen cargos o
empleos públicos; es una “publicidad representativa”.
Nuevos factores sociales introducen grietas importantes en esta
concepción autoritaria y absolutista: la Reforma protestante, el progresivo
aumento del intercambio de información como mercadería y la creación del
Publikum (the public, le public) como expresión de la opinion de personas
privadas; todos ellos implican elementos de carácter económico-político, y, en
su conjunto, aportan transformaciones sustantivas.
En primer lugar, la crisis reformista del cristianismo supone una ruptura
importantísima en la concepción público-autoritaria de la Iglesia, en la que se
identificaba el interés de la Iglesia, con el interés público y el interés privado.
“La posición de la Iglesia se transforma con la Reforma; el vínculo con la
autoridad divina que ella representaba, la religión, se convierte en un asunto
privado. La llamada libertad religiosa caracteriza históricamente la primera
esfera de autonomía privada; la Iglesia misma prolonga su existencia como
una corporación de Derecho público”.
En segundo lugar, la vida de las ciudades, la intensificación del
intercambio de mercaderías, la creación de bancos y negocios monetarios
74
requieren cada vez más el manejo de informaciones fidedignas de lo que
acontece en los distintos lugares. Hay un “tráfico epistolar” que se desarrolla a
partir del siglo XIV como “sistema profesional de correspondencia”. Surgen
los “correos ordinarios” como agencias de noticias, que actúan con discreción
y privacidad. Hay que esperar a finales del siglo XVII para que aparezca la
actividad periodística regular que informa al público en general. Un siglo más
tarde, la información pública romperá sus ataduras con la voluntad soberana
del Estado absoluto.
Finalmente, estos y otros factores llevan a un nuevo concepto de la
publicidad. Frente a la publicidad representativa empieza a tomar fuerza la
opinión pública, expresión pública de las ideas de los súbditos que se
consolidan como personas privadas; poder público que puede alzarse contra el
poder soberano, el poder del Estado. “El público raciocinante comienza a
prevalecer frente a la publicidad autoritariamente reglamentada.” La historia
de este proceso es larga. Habermas recuerda la lucha de los monarcas contra
la expresión pública de opiniones “privadas”, como cuando Federico II de
Prusia escribe en 1784: “una persona privada no está autorizada a emitir
juicios públicos, especialmente juicios reprobatorios [...]”. También rememora
las vicisitudes relacionadas con la tradición literaria: mundo lector, público de
un espectáculo o conferencia y público que juzga.
Hay, pues, una “publicidad” gubernamental, vinculada a la estructura de
lo público, y la publicidad relacionada con la opinión de un público constituido
como conjunto de personas privadas, ciudadanos burgueses, que,
paulatinamente, proyectan su racionalidad en diversos aspectos sociales y se
afirman como jueces de las decisiones políticas.
La publicidad propiamente dicha hay que cargarla en el haber del ámbito privado, puesto
que se trata de una publicidad de personas privadas. En el seno del ámbito reservado a las
personas privadas distinguimos, por consiguiente, entre esfera privada y publicidad. La esfera
privada comprende a la sociedad burguesa en sentido estricto, esto es, al ámbito del tráfico
mercantil y del trabajo social; la familia, con su esfera íntima, discurre también por sus cauces.
La publicidad política resulta de la publicidad literaria; media, a través de la opinión pública, entre
el Estado y las necesidades de la sociedad (1981: 68).
75
obras los fundamentos de dicha concepción y la revolución burguesa
plasma sus principios en la “Declaración de derechos del hombre y del
ciudadano de 1789”, que inspira la Constitución francesa de 1791. La
libertad de pensamiento, expresión de opiniones y difusión de ideas, junto
con la no discriminación (tolerancia), igualdad ante la ley (aparejada a la
presunción de inocencia) y libertades de asociación y movimiento, abren
nuevos caminos para la vida ciudadana y recomponen la estructura de lo
público/privado/íntimo y lo “publicitado”/Vinterés social/negocio privado.
Frente a la publicidad reglamentada por los poderes públicos, surge la
publicidad crítica, que proclama la necesidad del enjuiciamiento público de los
intereses generales y las actuaciones gubernamentales.
El pouvoir como tal es puesto a debate por una publicidad políticamente activa. Ese debate
está encargado de reconducir la voluntas a ratio, ratio que se elabora en la concurrencia pública
de argumentos privados en calidad de consenso acerca de lo prácticamente necesario en el
interés universal (1981: 118).
La razón no es ni más ni menos que la capacidad discursiva que surge de las razones
de las personas privadas que piensan y expresan sus ideas, es decir, de los sujetos
ilustrados, informados, con criterio. Por ello, la publicidad política no es algo aislado, sino
que constituye una parte del proceso de ilustración general posible por el intercambio
comunicativo. La publicidad literaria, artística, científica, etc. son igualmente relevantes.
La forma peculiar de subjetividad burguesa nace en este contexto. El desarrollo de la
literatura de intercambios epistolares, diarios íntimos y forma autobiográfica lleva a la
fórmula de la novela de descripción psicológica. “Cuando Rousseau con la Nouvelle
Héloïse y luego Goethe con las Werther Leiden se sirve de la forma de la novela
epistolar, es ya imposible hacer marcha atrás. Las postrimerías del siglo se mueven
gozosamente y con soltura en el terreno de la subjetividad, apenas explorado en sus
comienzos” (1981 : 86-87). Este interés por penetrar en los secretos de la naturaleza
humana y en las peculiaridades de la subjetividad está asociado a la idea de “humanidad”
ilustrada, en la que se vinculan razón humana y naturaleza humana, buena voluntad
particular y voluntad general.
La Enciclopedia
Diderot y d'Alembert (eds.)
76
gobiernos.
No debemos achacar a la libertad de la prensa las molestas consecuencias que
seguían a los discursos de los arengadores de Atenas y de los tribunos de Roma. Un
hombre en su habitación lee un libro o una sátira solo y con gran frialdad. No hay
que temer que se contagie de las pasiones y el entusiasmo de otro, ni que salga de sí
mismo por la vehemencia de una declaración. Aunque adquiriese una disposición a la
revuelta, jamás tiene a mano ocasiones para hacer estallar sus sentimientos. La
libertad de la prensa no puede, pues, aunque se abuse algo de ella, excitar tumultos
populares. En cuanto a las murmuraciones y a los secretos descontentos que puede
originar, ¿no resulta útil que, excitando sólo con palabras, advierta a tiempo a los
magistrados para que los remedien? Hay que convenir en que en todas partes el
público está dispuesto a creer cuanto se le diga en disfavor de los que gobiernan, pero
esa disposición es la misma en un país de libertad que en los de servidumbre. Una
información al oído puede correr tan de prisa y producir tan grandes efectos como un
folleto. Incluso esa opinión puede ser igualmente perniciosa en los países en que la
gente no está acostumbrada a pensar en voz alta y a distinguir lo verdadero de lo
falso, y, sin embargo, no hay que inquietarse por tales discursos.
Finalmente, nada puede multiplicar tanto las sediciones y los libelos en un país en
que el gobierno permanece en estado de independencia como la prohibición de esa
impresión no autorizada o el hecho de dar a alguien poderes ¡limitados para castigar
todo lo que le disguste. Tales concesiones de poderes en un país libre se convertirían
en un atentado contra la libertad, de modo que podemos asegurar que se perderían
esa libertad en la Gran Bretaña, por ejemplo, en el momento en que las tentativas de
maniatar a la prensa tuvieran éxito. Por eso no se deciden a crear esa especie de
inquisición.
77
fase, debe haberse confundido de tal modo, objetivamente, con el interés
general, que esa opinión ha podido pasar por opinión pública -posibilitada por
el raciocinio del público— y racional” (1981 : 122).
• Contemporaneidad
Marx denuncia a la opinión pública como falsa consciencia: ella se oculta a sí misma su carácter
de máscara del interés de clase burgués. La crítica marxiana de la economía política toca, en efecto, a
los presupuestos sobre los que se basa la autocomprensión de la publicidad políticamente activa
(1981: 155).
Las críticas del siglo XIX a la concepción ilustrada ponen de manifiesto los
supuestos acríticamente asumidos y las falsas identificaciones que le sirven de base.
El ideario de libertad e igualdad pensado por ciudadanos burgueses para una
humanidad formada por individuos como ellos, no se corresponde con la realidad social y
su estructura de clases, grupos y subgrupos, más o menos marginados, separados y
discriminados respecto de los sujetos políticos de pleno derecho. Amplios sectores de la
población se movilizan reclamando derechos civiles (mujeres, negros, emigrantes) y
mejoras económicas (obreros).
Se discute sobre el papel que juega y el que debería desempeñar la opinión pública.
Las posiciones de los distintos sectores y de los intelectuales más ilustres son muy
divergentes y extremas: la “opinión pública” es tildada por unos como tiranía de las
masas incultas y desposeídas, fácilmente manipulates; por otros se ve como un órgano de
control de los asuntos públicos y de consolidación de la influencia de la sociedad civil.
En los siglos XIX y XX se lleva a cabo el proceso de transformación social por el
que se consolidan los mecanismos de la sociedad de masas y el predominio de la cultura
tecnológica y la política tecnocrática. La multiplicación de los medios de comunicación, la
constitución de grandes sociedades, consorcios y oligopolios, sus formas de relación con
el poder político, etc. configuran la realidad social de manera peculiar, introduciendo
elementos de afianzamiento democrático, pero también nuevos instrumentos de
dominación y manipulación.
El Estado ejerce funciones de configuración social, porque estructura y orienta
aspectos importantes de la dinámica social: con la política fiscal interviene en los
procesos económicos, con sus planificaciones en los distintos sectores estimula o frena
determinadas actividades. El dirigismo estatal y su reglamentación legal de todos los
fenómenos relevantes de las esferas pública y de la privada, de las instituciones políticas
y de la sociedad civil, diluyen los antiguos límites, penetrando incluso en las relaciones
familiares y en aspectos de la intimidad. A ello se ha unido un proceso de disgregación de
la “publicidad” de los medios de comunicación: la despolitización aparente de los medios
no impide el desplazamiento de la publicidad crítica por la publicidad manipuladora y la
reducción de la comunicación, entendida como discusión sobre intereses generales
(público que juzga y opina), a material específico de consumo para la masa.
La actividad del ocio da la clave de la pseudo privacidad de la nueva esfera, de la desintimización
78
de la llamada intimidad. Lo que hoy acostumbra a delimitarse como ocio, frente a una esfera
profesional autonomizada, tiende a ocupar el espacio de aquella publicidad literaria en la que, en otro
tiempo, estuvo instalada la subjetividad surgida en la esfera íntima de la familia burguesa (1981: 188-
189).
79
la propia autorregulación y depuración de los medios de comunicación y de sus métodos
y técnicas. Efectivamente, los medios se han multiplicado en todos los sentidos:
diferentes sistemas de transmisión de mensajes (prensa, libros, radio, magnetófono, cine,
vídeo, teléfono, televisión, Internet, etc.), variedad de modelos y fórmulas dentro de
cada sistema, diversidad de estructuras organizativas y políticas empresariales.
Hasta hace poco se solía hablar de cinco generaciones de medios de comunicación
(Jesús Timoteo Alvarez, 1987: 51 y ss.):
Ahora debe añadirse una sexta generación: la de la red. Internet ofrece un medio de
transmisión global y abierto (universal en el sentido de todo el planeta y con relación a
cualquier persona), audiovisual y con nuevo protagonismo del texto. El “ciberespacio”,
término acuñado por William Gibson en 1984, es “el espacio de comunicación abierto
por la interconexión mundial de los ordenadores y de las memorias informáticas” (citado
por Pierre Lévy, 1998: 71). La transformación social que generará la red será de gran
magnitud, por sus repercusiones en las formas de organización, el comercio, el empleo, la
enseñanza, las posibilidades de interrelación personal y de los individuos con las
instituciones. La “aldea global” de la que hablaron McLuhan y Bruce R. Powers (1989)
está afianzándose irremisiblemente. La “cultura de la virtualidad real” empieza a dominar
todos los escenarios, tanto públicos como privados.
Umberto Eco dio argumentos contrarios a la idea de una cultura de masas uniforme
en un célebre trabajo titulado “¿Tiene la audiencia efectos perniciosos sobre la
televisión?”:
80
(constituidos por vestigios históricos, cultura de clases, aspectos de la cultura ilustrada transmitidos
mediante la educación, etc.) (1994: 98).
81
contexto de su capacidad de comprensión, su cultura y sus convicciones), algunos
medios procuran presentar los acontecimientos desde distintas perspectivas.
El análisis de los hechos, la exposición de argumentos explicativos y evaluativos es
más importante que la mera constatación de los sucesos. Los artículos de opinión en los
que se expresan razones coherentes y los programas que estimulan la capacidad reflexiva
y crítica constituyen una base fundamental para el desarrollo efectivo de la racionalidad
humana (frente a la meramente técnica o económica).
En la actualidad hay un flujo de información tan grande que puede llegar a provocar
saturación y confusión, un efecto contrario a los objetivos primarios de la comunicación,
pero que no es ajeno a los designios de algunos manipuladores de opinión. La dinámica
de la multiplicidad indiscriminada puede conducir a la imposibilidad de recibirla y
articularla en un sentido propiamente humano.
Cada vez se mezcla más la información con la propaganda y con la diversión o el
entretenimiento. Las estrategias propagandísticas han penetrado múltiples actividades
comunicativas que, per se, no son mercantiles: campañas electorales, “información”
institucional, políticas sectoriales, etc. Algunos principios que se establecieron a partir de
las estrategias informativas practicadas en tiempo de guerra, como propaganda patriótica,
se siguen empleando y se aplican a otros usos. Jesús Timoteo Alvarez (1987: 89) refiere
estas leyes recopiladas primero por P. Quentin y, más tarde, por J. M. Domenach:
Todas estas leyes inciden en las características que definen la propaganda: utilización
de los resortes de la emotividad y del instinto, excitación de deseos inconscientes,
creación de “necesidades” meramente inducidas, persistencia y dosificación de los
mensajes, desconexión o cortocircuito de elementos racionales. La propaganda busca que
el mensaje sea aceptado por “simpatía”, no por la reflexión, y genera acciones
82
impulsivas, que no se rigen por la voluntad inteligente del actor sino por la del promotor.
Representan la antítesis de la comunicación en su pleno sentido. La acción
comunicativa es aquella que se dirige a la persona integral, capaz de sentir y de pensar,
de recibir mensajes e interpelar, de considerar diversas perspectivas e intereses y actuar
en beneficio propio y de otros, sopesando las consecuencias individuales y sociales.
Las sociedades en que es posible la libertad de expresión suelen reaccionar contra la
manipulación comunicativa, de manera que, a medio o largo plazo, los efectos se vuelven
contra los manipuladores. Esto ocurre sobre todo en casos flagrantes, que son
objetivados y denunciados por distintos sectores. El problema de la vida cotidiana es que
la utilización de medias verdades puede llegar a ser habitual, por parte de la mayoría;
entonces la vida social se convierte en una selva poco apta para el entendimiento
humano.
Artículo 18
83
él sin consentimiento del titular o resolución judicial, salvo en caso de flagrante
delito.
3. Se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las
postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial.
4. La ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la
intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus
derechos.
Artículo 20
84
documentales (documentos públicos y privados), de los despachos transmitidos por
servicios de telecomunicación, etc.
La legislación española es parecida a la de otros países de nuestro entorno. En todos
ellos la discusión sobre la suficiencia o insuficiencia de tales disposiciones es muy amplia.
Los perjuicios que produce la calumnia o la intromisión en la intimidad son muy graves y,
a menudo, irreparables, aunque luego se produzca una sentencia judicial favorable al
calumniado o al perjudicado por la transgresión de su intimidad.
Los abusos de los medios con relación a los derechos individuales y el conflicto
entre éstos y los derechos sociales tienen que ver con una casuística tan variada que
resulta difícil encontrar regulaciones que satisfagan las exigencias de justicia para todos
los implicados.
En el terreno de la información, la dependencia de fuentes no siempre seguras,
habitualmente parciales, y las muchísimas posibilidades de aludir y eludir aspectos
significativos de manera consciente o inconsciente complican extraordinariamente el
enjuiciamiento de ciertas conductas. El buen profesional del periodismo sabe que la
forma de presentar y tratar un mensaje (fondo, forma, contenido) incide en la captación
y comprensión de los receptores.
La realidad de los sucesos que se transmiten está escindida en la pluralidad de
elementos que forman parte del proceso de elaboración de la información (intervención
de distintos profesionales, organización del medio, técnicas audiovisuales utilizadas para
la composición y transmisión de la noticia). Algunas de estas partes tienen que ver con la
“virtualidad”, de modo que entre lo sucedido, lo producido y emitido y la captación
subjetiva del mensaje no siempre hay líneas nítidas de correspondencia, como tampoco
las hay entre la realidad plena y la realidad virtual.
A pesar de todo, la distinción entre veracidad y manipulación es posible y necesaria,
si no queremos confundir la realidad con la ficción y el acontecer con los deseos del
manipulador de turno (véase más adelante “el principio de verdad”).
Finalmente, señalaremos algunas precisiones sobre la virtualidad. Se empezó a
trabajar con “lo virtual” en los años sesenta, cuando los pilotos de los EEUU iniciaron
sus entrenamientos con simuladores de vuelo; más adelante se ampliaron y
perfeccionaron estos sistemas para preparar operaciones de combate y aprendizajes
interactivos. Consisten en el uso de una red de ordenadores, sensores y efectos
audiovisuales estereoscópicos que producen las sensaciones características de las
situaciones con las que se quiere experimentar. Esas técnicas se emplean ahora para
funciones muy distintas como los videojuegos y el adiestramiento de prácticas de
medicina, biotecnología y otras. Sobre la idea de virtualidad explica P. Lévy (1998: 43-
44):
La palabra “virtual” se puede entender, como mínimo, en tres sentidos, un sentido técnico
vinculado a la informática, un sentido corriente y un sentido filosófico. La fascinación suscitada por la
“realidad virtual” proviene en gran medida de la confusión entre estos tres sentidos. En la acepción
filosófica, es virtual aquello que sólo existe en potencia y no en acto, el campo de fuerzas y de
problemas que tiende a resolverse en una actualización. Lo virtual se mantiene por encima de la
concreción efectiva o formal (el árbol está virtualmente presente en la semilla). En el sentido
85
filosófico, lo virtual es, evidentemente, una dimensión muy importante de la realidad. Pero en el uso
corriente, la palabra “virtual” se emplea a menudo para designar la irrealidad, en tanto que la “realidad”
supone una efectuación material, una presencia tangible. La expresión “realidad virtual” suena como
un juego de manos misterioso. Generalmente se cree que una cosa tiene que ser o bien real o bien
virtual, y que no puede presentar las dos cualidades a la vez. Sin embargo, en rigor filosófico, lo
virtual no se opone a lo real, sino a lo actual: virtualidad y actualidad sólo son dos modos diferentes de
la realidad. Si en la esencia de la semilla existe el poder de producir el árbol, la virtualidad del árbol es
bien real (aunque no sea aún acto). [...] Una imagen que se ha visto durante la observación de una
“realidad virtual” no está registrada generalmente tal cual en una memoria informática. Casi siempre ha
sido calculada en tiempo real (en el momento y según la demanda), a partir de una matriz informática
que contiene la descripción del mundo virtual. El ordenador sintetiza la imagen según unos datos
(constantes) de esta matriz y unas informaciones (variables) referentes a la “posición” del explorador
en sus acciones anteriores. Un mundo virtual —considerado como un conjunto de códigos
numéricos– es un potencial de imágenes, mientras que la visión, fijada en el curso de una inmersión
en el mundo virtual, actualiza este potencial en un contexto de uso particular. Esta dialéctica del
potencial del cálculo y de la fijación contextual caracteriza la mayoría de los documentos o conjuntos
de información con soporte numérico.
86
irresponsables (a través de los colegios profesionales o de otras fórmulas).
Esta controversia hace patente hasta qué punto la legalidad es insuficiente para atajar
los abusos y distorsiones que se cometen en el día a día de los medios. Para afianzar las
buenas prácticas profesionales es preciso que las formas de organización estimulen y
refuercen el sentido de la responsabilidad. En muchos casos la realidad demanda todo lo
contrario, cuando los intereses comerciales y el beneficio inmediato se convierten en
objetivo único o primordial, desentendiéndose de las consecuencias sociales y de los
perjuicios que se derivan para terceras personas.
El periodista Salvador Alsius ha dedicado dos libros al análisis de estas cuestiones:
Ética y periodismo (1998) y Códigos éticos del periodismo televisivo (1999). Las
tradiciones de ciertos medios consolidados a lo largo de los años y la situación política de
cada país originan diferentes maneras de enfrentarse a los problemas de la profesión. En
el segundo texto, se realiza un exhaustivo análisis de los planteamientos deontológicos de
corporaciones o empresas (American Broadcasting C., Columbia Broadcasting System,
National Broadcasting C., Société Radio-Canada/CBC, BBC, ITC, RAI, NAB y
ABERT), de asociaciones periodísticas (Declaración de principios de la Federación
Internacional de Periodistas de 1954, código deontológico de la Society of Professional
Journalists, Sigma Delta Chi, de 1973, revisado en 1984) y de organismos internacionales
(UNESCO, ONU), haciendo comparaciones sistemáticas. El trabajo se estructura a partir
de los principios fundamentales, que define y concreta de manera detallada; la mera
consideración de su esquema permite aquilatar la complejidad y dificultad que encierra la
tarea de los informativos de televisión (1999: 31-32):
Cuadro 3.3.
87
de la información: cámaras ocultas y grabaciones subrepticias.
Plagio
Principio de justicia
Principio de libertad
Principio de responsabilidad
88
mediática.
89
4
La acción social
90
estructura de la acción social, 1937) que son exponente del intento de fundir acción y
sistema:
Toda la obra de Parsons puede ser catalogada como variaciones sin fin a la fórmula compacta:
action is system [...] Esto es todavía más notable si se tiene en cuenta que la sociología posterior a
Parsons, que se refugió en Max Weber para desarrollar una teoría de la acción, y todavía
recientemente seguidores importantes del complejo teórico de la rational choice, han tratado de
contraponer incisivamente la teoría de sistemas frente a la teoría de la acción (Luhmann, 1996: 31).
91
Comportamiento que se espera de un individuo que ocupa una determinada posición social. La
idea de rol social procede originalmente del teatro y hace referencia a los diferentes personajes que
interpretan los actores en una obra. En cada sociedad los individuos representan ciertos papeles
sociales diferentes, según varíen los contextos de sus actividades (Giddens, 1995:784).
92
concebiría que hay un sujeto que actúa, que no hay acción sin “alguien” que actúe, al
reinterpretarla en términos de sistema Parsons cambia los términos: las condiciones de
posibilidad de la acción para un actor se dan en “una concatenación de valores
colectivos”, cuando la diferencia entre fines y medios está establecida: “Debe existir,
entonces, un contexto de condiciones de la acción que debe quedar presupuesto en la
sociedad para que pueda efectuarse una acción. Desde esa óptica el sujeto es un
accidente de la acción; el actor queda subordinado a ella” (Luhmann, 1996b: 33).
La traducción de la estructura de la acción social a sistema es, en Parsons, una
compleja teoría analítica estructural-funcional cuyo esquema básico es:
93
comunicación. Le parece que ésa es una posibilidad para ir más allá del debate de la
filosofía social y de la misma sociología sobre el estatus del sujeto. Luhmann piensa que
la necesidad para las teorías filosóficas de orientarse hacia el ser humano es un problema
para la sociología porque no puede dejar de lado las orientaciones humanistas o
antropológicas.
Esa propuesta la enlaza con el debate de las ciencias sociales sobre el estatus del
sujeto humano y la cuestión de la antropologización. Luhmann reinterpreta el debate de
la filosofía social sobre la relación entre individuo y sociedad en términos de sistema de
conciencia-sistema de comunicación.
Su objetivo es “lograr el aislamiento específico de lo social” (Luhmann, 1996b: 187).
Considera que con el instrumental teórico de la teoría de sistemas podría “resolverse el
emplazamiento de los seres humanos en una teoría de la sociedad” (ver aquí).
Para comprender lo que defiende hay que precisar su desvinculación del concepto
de acción, concepto que para los sociólogos ha sido un concepto fundante. Sin embargo,
él piensa que:
Con la teoría de la acción no es posible concebir un campo de reflexión en el que se pueda poner
entre paréntesis al hombre.
Distinto del concepto de comunicación que está más atado al proceso que vincula a los
diferentes seres humanos, el concepto de acción se encuentra referido al individuo particular. El
concepto sugiere un cierto grado de necesidad que el ser humano es lo que está colocado detrás de la
acción como su portador, su sujeto (1996b: 187).
94
el emplazamiento del ser humano en el entorno de lo social deja un campo de
mayor libertad de reflexión con respecto al hombre: la teoría de sistemas ofrece
más posibilidades por ejemplo, que la teoría crítica de la sociedad para pensar
de manera mucho más radical la tendencia al individualismo [...].
Gracias a la distinción entre entorno y sistema se gana la posibilidad de concebir al hombre
como parte de la sociedad, puesto que el entorno, en comparación con el sistema es el campo de
distinción de mayor complejidad y menor orden. Así, se conceden al ser humano más libertades en
relación con su entorno, particularmente ciertas libertades de comportamiento irracional e inmoral
(Luhmann, 1996b: 191-192).
95
establecieran sus condiciones de posibilidad. Desde ahí el actor no se podía concebir en
su actuar sino que, al contrario, su actuar era posible en relación a la acción misma
definida desde esos marcos de referencia. En el caso de Luhmann se va más lejos ya que
el sistema, como sistema de acción, pasa a redefinirse mediante el concepto de
autopoiesis como sistema de comunicación.
Desde la teoría de sistemas una concepción como la de Auendt se entendería fuera
del análisis sociológico. Pero lo bien cierto es que el estudio de la acción no es privativo
de la sociología y que tanto la historia como la filosofía social, la filosofía política y la
ética se han ocupado del problema de la acción. Por otra parte, diversas concepciones
filosóficas algunas de las cuales han tenido su especificidad sociológica —como pueden
ser la fenomenología, el existencialismo, la hermenéutica– han hecho de la acción un
tema de investigación primordial.
El análisis de la acción de Arendt parte de distinguir la “labor” y el “trabajo” de la
“acción”. Son tres condiciones básicas de la “condición humana”. La labor “es la
actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano” y el trabajo
corresponde a lo “no-natural de la exigencia del hombre [...]” y proporciona un “artificial
mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales”. Los rasgos
de la acción tienen una peculiaridad: ser la condición de toda vida política: “es la
actividad que se da entre los hombres sin la mediación de las cosas o materia,
corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de que los hombres, no el
Hombre, vivan en la tierra y habiten el mundo” (ver aquí).
La pluralidad humana como característica de la acción —y, para Arendt, también del
discurso– introduce “el doble carácter de igualdad y distinción” entre los seres humanos:
Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y prever para el futuro las
necesidades de los que llegaran después. Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser
humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso
ni la acción para entenderse. Signos y sonidos bastarían para comunicar las necesidades inmediatas e
idénticas (Arendt, 1993: 200).
96
Lo que Arendt describe como acción es algo diferente de “la acción con arreglo a
fines”. De la misma manera que el discurso también es algo más que un medio de
comunicación e información:
Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su
única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física
se presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad
propia. El descubrimiento de “quién” en contradicción al “qué” es alguien —sus cualidades, dotes,
talento y defectos que exhibe u oculta– está implícito en todo lo que ese alguien dice y hace (Arendt,
1993: 203).
97
La acción, además, no es posible en aislamiento. Necesita de los otros, necesita la
pluralidad de los individuos para poder darse como tal:
Parece como si cada acción estuviera dividida en dos partes, el comienzo, realizado por una sola
persona, y el final, en el que se unen muchas para “llevar” y “acabar” la empresa aportando la suya
[...]
Debido a que el actor siempre se mueve entre y en relación con otros seres actuantes, nunca es
simplemente un “agente”, sino que siempre y al mismo tiempo es un paciente. Hacer y sufrir son
como las dos caras de la misma moneda, y la historia que un actor comienza está formada de sus
consecuentes hechos y sufrimientos (Arendt, 1993: 213).
98
acabado. Eso hace posible su carácter irreversible y no pronosticable. Por ello, también,
es peligroso usar la acción en cualquier esfera que no sea la de los asuntos humanos y
actuar a la manera del “hacer” o de la fabricación.
99
conocimiento científico de la sociedad. Se analizará en este apartado la primera cuestión
exclusivamente. El segundo problema rebasa los límites de este capítulo -y de los
objetivos de este libro– porque se trataría de analizar el problema de la crítica y de las
posibilidades de una teoría crítica en las ciencias sociales.
Por lo que concierne al trabajo como un concepto clave para conceptuar la sociedad
hay que tener en cuenta que ya antes que Marx había sido puesto en el centro de la
filosofía social por Henri de Saint-Simon, socialista utópico y predecesor, al mismo
tiempo, de la sociología de Augusto Comte. Su concepción de la sociedad como un
sistema industrial que funcionara de forma semejante a una empresa hacía de los
“productores” el eje de la integración social y la acción de los hombres por excelencia era
el trabajo en contraposición a la ociosidad. La clave de la nueva sociedad moderna estaba
en la industria y la clave de ésta era el trabajo, la producción. Desde ahí todo el proceso
del desarrollo de la producción y de la división de funciones según el esquema de la
división técnica del trabajo así como todo el proceso de control por parte de los
científicos e ingenieros se atribuía por igual a quienes trabajaban en una empresa como a
quienes formaban parte de la nueva sociedad industrial —la industria misma y sus formas
de producción eran la misma sociedad-. En un lenguaje actual se podría afirmar que la
acción era considerada por esa filosofía fundamentalmente como acción instrumental.
Esta forma de concebir la sociedad industrial en la que los productores o
trabajadores constituían la nueva clase social representaba una alternativa a la sociedad
tradicional, pero el problema era encontrar nuevas formas de orden social. Por ello,
Saint-Simon dio a la industria un carácter moral. Las nuevas relaciones industriales eran
las que tenían que posibilitar una forma de “solidaridad social” para la nueva sociedad.
Esto resultaba muy problemático desde el momento en que la propiedad estaba basada
en la propiedad privada y cada vez más aparecía el antagonismo entre sectores de la
industria-ios propietarios y los trabajadores. Aparecía el antagonismo entre las clases
sociales de la nueva sociedad industrial.
100
propiedad privada considerando que se producen varias formas de enajenación o
alienación del sujeto:
101
Todas estas formas de la alienación hacen que Marx derive analíticamente la
propiedad privada desde el concepto de “trabajo alienado”. Si bien es cierto que la
propiedad privada era la condición por la que se producía el trabajo alienado, es desde
este concepto de “trabajo alienado” desde donde se puede derivar analíticamente aquella.
Esta “interacción recíproca” entre ambos conceptos “trabajo alienado” y “propiedad
privada” es la clave del concepto de trabajo en Marx.
Pero esta concepción del “trabajo alienado” no agota el significado del concepto de
trabajo en Marx. Hay que apuntar, aunque no sea posible desarrollarlo, el significado que
adquiere el trabajo en Marx como “forma de autoconstitución de la especie”. La vuelta
materialista de Hegel es posible porque Marx explica el proceso de autoconstitución
humana desde el propio desarrollo de las fuerzas productivas y no desde la reflexión de la
conciencia y porque en su filosofía del trabajo lo que en Hegel era un proceso de
autorreflexión de la conciencia lo concibe desde la relación producción-apropiación. Todo
ello inició una nueva forma de crítica de la sociedad en la que la actividad humana era
concebida fundamentalmente como actividad productiva, como “trabajo”. Los conflictos
sociales y especialmente la lucha de clases eran centrales en la forma de entender el
trabajo. Sin embargo, desde otras filosofías sociales, como la de Durkheim, por ejemplo,
el trabajo —y en concreto su división social– era visto como generador de “solidaridad”.
Al poner como objeto de estudio la división del trabajo social Durkheim intentaba
tratar un hecho de la vida moral según el método de las ciencias positivas:
La división del trabajo, al mismo tiempo que es una ley de la naturaleza, es también una regla
moral de la conducta humana, y si tiene este carácter, ¿por qué causas y en qué medida? No es
necesario demostrar la gravedad de este problema práctico; cualquiera que sea el juicio que se tenga
sobre la división del trabajo, todo el mundo siente qué es y se vuelve cada vez más una de las bases
fundamentales del orden social (Durkheim, 1967: 41).
102
función de la división del trabajo es tal, debe tener un carácter moral, pues las
necesidades de orden, de armonía, de solidaridad social pasan generalmente por ser
morales” (ver aquí).
El objetivo de Durkheim va a ser doble: a) indagar si la solidaridad social deriva de
la división social del trabajo, y b) comprobar si produce integración social o no. Para ello
comparará diferentes tipos de lazos sociales mediante el análisis del derecho y de las
normas jurídicas:
Nuestro método está totalmente delineado, ya que el derecho reproduce las formas principales
de la solidaridad social, sólo tenemos que clasificar los diferentes tipos de derecho para encontrar
inmediatamente cuales son las diferentes clases de solidaridad social que les corresponden (Durkheim,
1967: 64).
Pero lo que interesa destacar aquí de todo ese análisis es la conclusión a la que llega
la investigación de Durkheim tras distinguir entre las normas represivas, como en el
derecho penal, y las normas restitutivas, como en el caso del derecho civil, comercial,
procesal, administrativo y constitucional.
Hay un tipo de lazo social cuya ruptura es el crimen al que corresponde el derecho
represivo. Durkheim define un acto criminal como aquel que “ofende los estados fuertes
y definidos de la conciencia colectiva” (ver aquí) entendiendo por “conciencia colectiva”:
“El conjunto de creencias y de sentimientos comunes al término medio de los miembros
de una misma sociedad, forma un sistema determinado que tiene vida propia” (ver aquí).
Esa “conciencia colectiva”, distinta de la conciencia individual que constituye nuestra
personalidad individual, representa “el tipo colectivo”, “la sociedad sin la cual no
existiría” (ver aquí). Durkheim concluye que se produce a partir de ahí una cohesión
social determinada que conforma las conciencias particulares al tipo común: “En estas
condiciones no sólo todos los miembros del grupo están individualmente atraídos unos a
otros porque se asemejan, sino que están ligados también a la condición de existencia de
este tipo colectivo, es decir, a la sociedad formada por su reunión” (ver aquí). Cuando se
unen las conciencias por mediación de ese tipo común se produce una solidaridad “que
nacida de la semejanza, une directamente el individuo con la sociedad. Es la solidaridad
mecánica que proviene del hecho que un cierto número de estados de conciencia son
comunes a todos los de una misma sociedad. Es a ella a quien el derecho represivo
representa materialmente” (ver aquí). Este tipo de solidaridad social, solidaridad
mecánica, que se relaciona con la forma de la restitución del derecho penal, es distinta de
la que se relaciona con el derecho cuyas penas son restitutivas y no represivas.
La primera cuestión relativa a las penas restitutivas es que sus reglas son extrañas a
la conciencia común y sus relaciones son restringidas a un determinado número de
individuos y pueden ser negativas: reducidas a pura abstracción, o bien, positivas o de
cooperación. Son estas últimas las relacionadas con la división del trabajo social.
La solidaridad negativa no produce ninguna clase de integración social mientras que
la solidaridad positiva sí. Esa integración es de dos formas diferentes: solidaridad
mecánica y solidaridad orgánica.
103
1. Solidaridad mecánica:
2. Solidaridad orgánica:
La división del trabajo social hace posible esa “solidaridad orgánica” llamada así por
la comparación constante que Durkheim hace entre la sociedad y los organismos vivos:
“cada órgano, en efecto, tiene allí su fisonomía especial, su autonomía y, no obstante, la
unidad del organismo es más grande cuanto más marcada es la individualidad de las
partes” (ver aquí).
La estructura social correspondiente a la solidaridad mecánica es definida como “un
sistema de segmentos homogéneos y parecidos entre sí” mientras que la correspondiente
a la solidaridad orgánica “es un sistema de órganos diferentes teniendo cada uno un rol
principal, y que están formados por partes diferenciadas” (ver aquí).
4.3.3. División del trabajo: anomia social, clases sociales y lucha de clases
La división del trabajo social produce la solidaridad orgánica, pero Durkheim explicó
también las formas anormales que producen, como, por ejemplo, las crisis industriales o
el antagonismo entre trabajo y capital: “a medida que las funciones sociales se van
especializando más, la lucha se vuelve más viva, aunque la solidaridad aumente” (p.
302).
El fenómeno de la “anomia social” fue analizado por Durkheim para mostrar esos
104
antagonismos entendiendo que no eran una consecuencia lógica de la división del trabajo
sino consecuencias “anormales”. Incluso consideraba imposible que la vida social
existiera sin luchas ni tampoco era necesario: “el rol de la solidaridad no era suprimir la
competencia, sino moderarla” (p* 311).
Cuando no se produce solidaridad mediante la división del trabajo es debido a que
“las relaciones de los órganos no están reglamentadas, es porque están en un estado de
anomia”. La anomia no se produce cuando los órganos solidarios están en contacto
suficiente y suficientemente prolongado.
Los conflictos entre trabajo y capital son analizados a partir del concepto de
“anomia” para indicar las formas patológicas que adquiere la falta de solidaridad debida a
las coacciones de la división del trabajo: “para que la división del trabajo produzca
solidaridad, no basta con que cada uno tenga su tarea, es necesario además que esta tarea
le convenga” (p. 319).
Esta forma de entender los conflictos sociales por parte de Durkheim, difiere de la
de Marx. En Durkheim la función de la solidaridad orgánica es la función prioritaria de la
división del trabajo y cuando no produce solidaridad se considera una forma patológica a
la que llama anomia.
Sin embargo en Marx la división del trabajo está relacionada con la propiedad
privada y produce la división en clases de la sociedad convirtiéndose la lucha de clases en
el conflicto catalizador de todos los conflictos sociales y económicos. El enfoque de
Marx, tal y como se vio en el apartado del trabajo alienado, relaciona el trabajo con las
relaciones entre las clases sociales: quienes poseen la propiedad privada de los medios de
producción constituyen la clase de los propietarios (burgueses, capitalista) y quienes
producen con la fuerza de sus brazos son los trabajadores cuya actividad se caracteriza
por estar enajenada por resultarles extraña. En este proceso la propiedad privada es
“apropiación de la vida humana”.
En La ideología alemana, donde desarrolla las tesis claves de una concepción de la
historia materialista, Marx establece un paralelismo entre la división del trabajo y las
diferentes formas de propiedad que se han dado en la historia de la humanidad. A su vez
la división del trabajo es apreciada como un fenómeno que impone, en definitiva, a cada
ser humano una función determinada a cumplir de la cual difícilmente puede escapar:
Finalmente, la división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de cómo, mientras los
hombres viven en una sociedad natural, mientras se da, por tanto, una separación entre el interés
particular y el interés común mientras las actividades, por consiguiente, no aparecen divididas
voluntariamente, sino por modo natural, los actos propios del hombre se erigen ante él en un poder
ajeno y hostil, que le sojuzga, en vez de ser él quien los domine (Marx-Engels, 1972: 34).
La división del trabajo da lugar a un reparto desigual cuyo ejemplo más claro se da
en la división sexual del trabajo en el seno de la familia.
Con la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas contradicciones y que descansa, a su
vez, sobre la división natural del trabajo en el seno de la familia y en la división de la sociedad en
diversas familias contrapuestas, se da, al mismo tiempo, la distribución y concretamente, la
distribución desigual, tanto cuantitativa como cualitativamente, del trabajo y de sus productos (Marx-
105
Engels, 1972: 33).
De manera que la división del trabajo que era para Durkheim una fuente de
solidaridad –la solidaridad orgánica– es en Marx la fuente de la división en clases de la
sociedad y, por lo tanto, el origen de la lucha de clases porque está directamente
relacionada con la propiedad privada. La división entre trabajo material y trabajo
intelectual es la clave para esa división en clases de la sociedad industrial. De todas
maneras Marx hace depender el surgimiento de la clase de los trabajadores del desarrollo
del maquinismo:
Resumiendo, obtenemos de la concepción de la historia que dejamos expuesta los siguientes
resultados: 1° En el desarrollo de las fuerzas productivas, se llega a una fase en la que surgen fuerzas
productivas y medios de intercambio que, bajo las relaciones existentes, sólo pueden ser fuente de
males, que no son ya tales fuerzas de producción, sino más bien fuerzas de destrucción (maquinaria y
dinero) y, lo que se halla íntimamente relacionado con ello surge una clase condenada a soportar todos
los inconvenientes sin gozar de sus ventajas (Marx-Engels, 1972: 81).
Una de las tesis fuertes de la filosofía social de Marx radica en pensar la lucha de
clases como motor de la historia. El comienzo del Manifiesto comunista (1848) reza así:
“la historia de todas las sociedades que han existido hasta ahora es la historia de la lucha
de clases”. Se trata de un análisis de las clases sociales en la sociedad burguesa moderna
que analiza la polarización que se produce en esa sociedad entre dos clases antagónicas:
burguesía (capitalistas) y proletariado (trabajadores). La burguesía como clase tiene
necesidad de un desarrollo imparable de las fuerzas productivas que Marx entiende que
no tiene precedente en la historia. Pero, además, la división del trabajo provoca, junto a
la extensión de la maquinaria, que el trabajo de los proletarios sea algo más que una mera
mercancía: los trabajadores venden su fuerza de trabajo por un salario, pero su lucha
contra la burguesía comienza desde el momento mismo de su existencia, de su
constitución como clase.
El criterio para diferenciar las clases en la sociedad es la propiedad de los medios de
producción y el proletariado se forma porque los trabajadores venden su actividad como
una mercancía más. Pero, además de esto, Marx relacionó las clases sociales con el
dominio ideológico. Su tesis es que “las ideas de la clase dominante son en cada época
las ideas dominantes”. De manera que la clase dominante —la burguesía en la sociedad
burguesa moderna– no sólo domina los medios materiales sino también los medios de la
producción intelectual.
4.3.4. Labor-trabajo
106
humanas. Al exponer la “acción como narración” en la concepción de Hannah Arendt ya
aparecían algunas diferencias entre trabajo como “fabricación” y acción como
“revelación del agente”. Se caracterizará ahora el trabajo en relación a la “labor” que es
otra distinción que hace Arendt:
Todas las actividades humanas que surgen de la necesidad de hacerles frente se encuentran
sujetas a los repetidos ciclos de la naturaleza y carecen en sí mismas de principio y fin, propiamente
hablando; a diferencia del trabajar, cuyo final llega cuando el objeto está acabado, dispuesto a
incorporarse al mundo común de las cosas, el laborar siempre se mueve en el mismo círculo,
prescrito por el proceso biológico del organismo vivo, y el fin de su fatiga y molestia sólo llega con la
muerte de ese organismo.
Cuando Marx definió la labor como “el metabolismo del hombre con la naturaleza”, en cuyo
proceso “el material de la naturaleza se adapta mediante un cambio de forma a las necesidades del
hombre”, de manera que “la labor se ha incorporado a su circunstancia”, indicaba con claridad que
hablaba “fisiológicamente” y que labor y consumo no son más que dos etapas del siempre repetido
ciclo de la vida biológica (Arendt, 1993: 112).
107
163-164).
108
hasta nuestros días encontramos las actitudes típicas del homo faber. su instrumentalización del
mundo, su confianza en los útiles y en la productividad del fabricante de objetos artificiales; su
confianza en la total categoría de los medios y fin, su convicción de que cualquier problema puede
resolverse y de que toda motivación humana puede reducirse al principio de utilidad; su soberanía, que
considera como material lo dado y cree que la naturaleza es “un inmenso tejido del que podemos
cortar lo que deseemos para recogerlo a nuestro gusto”; su ecuación de inteligencia con ingeniosidad
[...] por último, su lógica identificación de la fabricación con la acción (Arendt, 1993: 330-31).
Arendt criticó que “el auge de lo social” en la Época Moderna, ocupando la esfera
pública, hubiera llevado a que la acción no fuera lo preponderante en ella, incluso que se
hubiera producido esa “identificación de la fabricación con la acción”.
Pero ese diagnostico de la Época Moderna también podría caracterizar la época
actual —nuestro presente– que, sin embargo, se ha calificado de “posmoderno”. Se trata
de un término, “la posmodernidad”, controvertido y cuya definición no puede ser única
porque hay varias formas de entenderla —por otra parte lo mismo sucede con la
modernidad—.
La primera vez que se utilizó el término “posmodernidad” de forma sistemática fue
en la obra de J. F. Lyotard La condición posmoderna (1979). Se trataba de un “informe
sobre el saber” y no de un análisis sociológico. Se daba cuenta de las características de la
“posmodernidad” como una “condición”. A partir de ahí se ha entendido posmodernidad
como: la muerte del sujeto, el fin de la historia, el fin de los metarrelatos. Esa calificación
de los conocimientos y, sobre todo, el auge de nuevas formas artísticas, arquitectónicas,
etc. fueron introduciendo un nuevo enfoque sobre lo cultural y, posteriormente, sobre lo
social.
Si la “modernidad” puede calificarse como “el auge de lo social” la posmodernidad
se ha caracterizado como “la disolución de lo social” (F. Jameson, Teoría de la
posmodernidad). Desde esa concepción, “la posmodernidad” se produciría cuando el
proceso de modernización social acaba, cuando la naturaleza se ha convertido totalmente
en una construcción cultural, cuando se puede considerar la cultura como “una segunda
naturaleza”. Sería aquella sociedad en la que la esfera de lo cultural fuera omniabarcante
y en la que se habría producido una “aculturación de lo real”. Se trata de una concepción
de la posmodernidad que recoge la idea de Marx del “fetichismo de la mercancía” como
expresión de la modernización social. La sociedad posmoderna sería una sociedad en la
que el mercado mismo es una mercancía y en la que la “cultura” sería un “producto”. La
posmodernidad sería la “pauta cultural dominante de la lógica del capitalismo tardío”. La
originalidad histórica de nuestro sistema social como “cultura posmoderna” sería el
presupuesto en torno al cual gira todo el debate. Es ese rasgo de originalidad histórica el
que hace pensar que hay una diferencia estructural radical entre lo que se denomina
“sociedad de consumo” y los momentos anteriores del capitalismo desde los que se
supone que esta sociedad surgió.
Este enfoque sobre la posmodernidad (Jameson) se denomina “posmodernidad
histórica”. Se caracteriza por considerar lo cultural como formando parte de la
infraestructura. La cultura está adherida a lo económico y el término “capitalismo tardío”
sería adecuado para plasmar la interrelación economía-cultura.
109
El concepto de “capitalismo tardío” fue utilizado inicialmente por Adorno y
Idorkheimer para indicar tanto el nuevo signo del control burocrático, que ya Max Weber
describiera, como la interrelación entre los gobiernos y las grandes empresas. Pero, esos
rasgos iniciales aparecen ahora como aspectos casi naturales de la sociedad a los que se
añaden otros que introducen una continuidad con aquellos, como son:
La nueva división internacional del trabajo, una vertiginosa dinámica nueva en la banca
internacional y en las bolsas, nuevas formas de interrelación en los media, la informática y la
automatización y la escapada de la producción a zonas del tercer mundo, junto con consecuencias
sociales más conocidas como la crisis del trabajo tradicional, la aparición de los yuppies y el
aburguesamiento a una escala que, hoy, ya es global (Jameson, 1996: 19).
110
indica de manera clara que fenómenos existenciales, como los de la alienación y la
angustia, no son en absoluto los que pueden corresponder a un “mundo posmoderno”.
Por otra parte, se produce lo que Jameson llama “espacialización del tiempo”. La crisis
de la historicidad produce una reorganización de lo temporal en una cultura dominada por
la lógica de lo espacial y esa nueva lógica imposibilita la formación de una experiencia
coherente entre pasado y futuro para el sujeto lo que le incapacita para “extender
activamente sus pro-tenciones y re-tenciones”.
Todo ello se puede interpretar en el sentido de que la “acción social” no puede tener
ya una lógica que sea capaz de normativizar la acción como una “acción con arreglo a
fines”, como la dominante en la modernidad, según Weber. Hay una producción cultural
nueva en la que domina lo fragmentario, lo heterogéneo y lo aleatorio y es eso lo que se
plasma en nuevas formas de concebir el sujeto: la muerte de un sujeto centrado en sí
mismo como un individuo autónomo. Pero hay que tener en cuenta que el análisis lo
centra en el sujeto concebido desde la forma de producción artística, aunque luego tenga
consecuencias para lo político y lo moral. A la desaparición del estilo personal, la
variedad de estilos en el arte y la literatura le ha seguido “una fragmentación lingüística
de la vida social misma hasta el punto de que la propia norma se ha esfumado” (ver
aquí).
Esa fragmentación de la vida social es posible por la fragmentación cultural cuya
lógica se ha extendido a lo social. La separación de esferas que se produjo en la
modernidad acaba ahora en un predominio de lo cultural sobre las otras esferas. Se trata
de introducir una interpretación de lo social desde una interpretación de lo cultural-
artístico junto con la mercantilización que supone. Se entiende que la multiplicidad
exhaustiva de lo artístico en lo cotidiano, que caracteriza a la sociedad de consumo y la
mercantilización que supone liega a impregnar de tal manera lo social que no se
diferencian (las latas de Coca-Cola y sopas Campbel de Andy Warhol no serían el único
ejemplo).
Tal y como se presenta la sociedad posmoderna, el fetichismo de la mercancía llega
a convertirse en lo social mismo, pero con un añadido, la mercancía es un producto de
consumo a la vez que un producto artístico. Es la “disolución de lo social puesto que
todo lo social es cultural en tanto que es la expresión misma de la imagen del simulacro.
Es una “disolución de lo social”, entendiéndola como “una prodigiosa expansión de la
cultura por el ámbito social”. De manera que “todo” se ha vuelto “cultural”: lo
económico, lo estatal, las prácticas, la estructura mental. Es lo que Jameson llama la
“lógica cultural del capitalismo tardío”, lo que sugiere que se mantiene un nivel
económico-social a pesar de la hegemonía de lo cultural e, incluso, se proponen políticas
a seguir en lo cultural. Eso significará, en cierta medida, mantener aspectos de la
modernidad. Sin embargo, desde una postura de posmodernidad más radical que la de
Jameson se sostendría que la noción de simulacro y de ficción omniabarcante, que
adquieren las redes de comunicación, supondría la imposibilidad de establecer una
política al respecto.
En los últimos años del s. XX ha habido una proliferación de reflexiones en torno al
111
diagnóstico de nuestro tiempo. Las expuestas (Arendt y Jameson) son sólo un ejemplo
del debate en torno a la modernidad que se ha convertido en otro debate en torno a la
posmodernidad. Pero hay otros (Habermas, Giddens, Vattimo, Benhabid, Wellmer, etc.).
A su vez se trata de un tema que ha incidido en otras corrientes de pensamiento como,
por ejemplo, en el feminismo (Judith Butler, Nancy Fraser).
En Desintegración. Fragmentos para un diagnóstico sociológico de la época Axel
Honneth recogía las investigaciones en torno a ese debate. Lo que se pone de manifiesto
en su análisis es que el término posmodernidad no es el único para caracterizar el cambio
de época. Otros como “cambio de valores”, “sociedad del riesgo” o “sociedad de la
vivencia” son algunos de los utilizados.
Honneth discute que sean términos adecuados porque pretenden generalizar
excesivamente fenómenos que tienen un alcance limitado en términos históricos y
sociales. Esos fenómenos podrían resumirse en: 1. Procesos sociales de individualización;
2. Procesos de estetización del mundo de la vida; 3. El cuestionamiento de que la
modernización social se produzca forzosamente por la vía de la diferenciación funcional.
Hay autores, como Beck, que a partir de las investigaciones sociológicas empíricas
explican las diversas tendencias del cambio en una sola dinámica de desarrollo: la
individualización:
En la medida en que los sujetos son arrancados de los referentes comunitarios tradicionales y
llegan a ser vectores individuales de toma de decisiones crece también, según su convicción, su
dependencia respecto de procesos de decisión externos, que ya no son socialmente visibles (Honneth,
19 99:2 8).
Ese cambio desde el “homo economicus” hasta el sujeto vivencial de las sociedades
modernas ha producido una erosión cultural de la ética del trabajo en nuestras
sociedades. La progresiva formación de valores nuevos, posmaterialistas es fuerte y,
según Honneth, ha dado lugar a un debate entre quienes consideran esa estetización del
mundo de la vida una amenaza para nuestra cultura porque rompe la separación entre
arte y vida. Otros ven en la estetización del mundo de la vida una oportunidad para la
112
liberación de la creatividad y la espontaneidad individuales tal y como son propuestas en
los conceptos posmodernos.
El tercer fenómeno —cuestionar que la modernización social se produzca por vía de
diferenciación social– pone en evidencia la tesis clásica de Max Weber sobre la
racionalización social. En el capítulo quinto sobre “racionalidad social” se tratará la
cuestión de la “racionalidad con arreglo a fines” de Weber. Baste ahora apuntar que la
“teoría de sistemas” adopta el concepto de “diferenciación funcional” para referirse al
mismo fenómeno. Si en Weber se hablaba de “burocratización” en la teoría de sistemas
se habla de “signo de un nuevo estadio en el proceso evolutivo de la diferenciación
sistémica que el capitalismo va a poder promover cuando consiga desligar el mundo de la
vida, haciendo de esta un subsistema autónomo que se rige según su propia lógica”
(Honneth, 1999: 63).
Desde la teoría de sistemas, las características de las empresas capitalistas serían
vistas como: 1) “formas de empresas que se han hecho independientes de las
orientaciones axiológicas de sus miembros en la medida en que tratan el trabajo
meramente como una contraprestación en un intercambio neutralizado éticamente” (63);
2) empresas desvinculadas de su entorno social y de su tradición cultural para poder
definir sus objetivos desde una perspectiva meramente funcional con finalidades
productivas; 3) sustituyen la comprensión y relación comunicativa a regulaciones
formales y jurídicamente estructuradas de las decisiones.
El problema es hasta qué punto la organización de la economía capitalista se
corresponde aún ahora con esta teoría de la modernización. La crítica que se ha
producido respecto de esa concepción se puede resumir en:
113
5
Racionalidad, dominio y libertad
5.1. Racionalidad
114
una importancia fundamental.
Weber distinguió entre “racionalismo”, “racionalización” y “racionalidad” porque
entendió que los procesos de racionalización eran posibles en varias direcciones. Por lo
tanto, “si es posible racionalizar la vida en varias direcciones”, entonces se pueden
distinguir diversas formas de racionalismo. El “racionalismo práctico” es aquel modo de
conducta que refiere conscientemente el mundo a los intereses terrenales del yo
individual y hace de ellos la medida de toda valoración” (ver aquí). Esa forma de
racionalismo característica de la Ilustración hay que distinguirla de aquella otra forma
requerida por el capitalismo en la que se da un “sentido misional de la profesión”. Es por
ello por lo que Weber afirma que:
El “racionalismo” es un concepto histórico, que encierra un mundo de contradicciones, y
necesitamos investigar de qué espíritu es hijo aquella forma concreta de pensamiento y la vida
“racionales” que dio origen a la idea de “profesión” y a la dedicación abnegada (tan irracional, al
parecer, desde el punto de vista del propio interés eudemonistico) al trabajo profesional, que era y
sigue siendo uno de los elementos característicos de nuestra civilización capitalista. Este elemento
“irracional” que se esconde en todo concepto de “profesión” es precisamente lo que nos interesa (ver
aquí).
El concepto de “racionalización” hace referencia al proceso por medio del cual una
sociedad “tradicional” pasa a ser una sociedad moderna. Aunque no es completamente
equivalente al concepto de modernización, ambos conceptos están unidos.
“Racionalización” significa el proceso hacia cada vez más y mayores cotas de
racionalidad y un progreso hacia la razón en todos y cada uno de los ámbitos de la
sociedad. La “racionalidad” sería el control y normatividad de la acción y el
conocimiento por un sistema coherente de ideas.
115
extramundano” propio de los religiosos de los monasterios. La vida del capitalista se
convierte así en una forma de “acción social” controlada por el sistema de ideas del
calvinismo. Esta concepción religiosa impone la necesidad de dar signos de estar entre los
elegidos para paliar la angustia que produce a los fieles la idea de predestinación. Este
“dar signos” se convierte en una forma de vida regulada y con estrictas normas en todos
los ámbitos. Junto a ello está la idea de que “ganar dinero” es un bien ético y la
“acumulación de riqueza” es una “máxima ética” frente al goce. Es una actitud
antiutilitarista.
Aquella idea peculiar -tan corriente hoy y tan incomprensible en sí misma- del deber profesional
de una obligación que debe sentir el individuo y siente de hecho ante el contenido de su actividad
“profesional” consista esta en lo que quiera -y dejando de lado el que se la sienta naturalmente como
pura utilización de la propia fuerza de trabajo o de la mera posesión de bienes (“capital”)-, esa idea,
decimos es la más característica de la “ética social” de la civilización capitalista, para la que posee, en
cierto sentido, una significación constitutiva (p.49).
La explicación weberiana del “tipo ideal” “espíritu del capitalismo” requeriría una
más amplia exposición, pero baste tener en cuenta que es: una “individualidad histórica”,
esto es, un complejo de conexiones en la realidad histórica, que nosotros agrupamos
conceptualmente en un todo desde el punto de vista de su significación cultural.
La conexión entre las dos formas ideal típicas “ética protestante” y “espíritu del
capitalismo” no es una relación causal sino una “posibilidad objetiva” en el curso de la
acción. Ahí está la clave de la explicación weberiana de los procesos de racionalización
que significan un aumento de racionalidad.
Los diferentes procesos de racionalización, que Weber describe en el Prólogo de La
ética protestante y el espíritu del capitalismo, han sido clasificados por Habermas
aplicando la división de Parsons en: a) sociedad, b) cultura y c) personalidad.
116
1. Primero, esferas culturales de valor (ciencia y técnica, arte y literatura, derecho
y moral) como componentes de la cultura.
2. Segundo, sistemas culturales de acción: organización del trabajo científico
(universidades y academias), organización del cultivo del arte, el sistema
jurídico y la comunidad religiosa.
3. Tercero, los sistemas centrales de acción que fijan la estructura de la sociedad,
la economía capitalista, el Estado moderno y la familia nuclear.
4. Cuarto, en el plano del sistema de la personalidad, “las disposiciones para la
acción y las orientaciones valorativas típicas que subyacen al comportamiento
metódico en la vida y a sus alternativas subjetivista” (Habermas, 1987, I:
224).
117
que la acción racional con arreglo a fines no tiene una única condición —la racionalidad
instrumental de los medios– sino que también incluye la racionalidad de la elección de un
fin seleccionado con arreglo a valores. Sin embargo, hay dos aspectos importantes para
clarificar el concepto de acción racional: que la elección de los fines con arreglo a valores
dependa de factores que no son susceptibles de ser racionalizados (decisión) y que la
racionalización de la acción tenga lugar a costa de la acción afectiva y de la tradicional.
Otro aspecto importante de su concepto de la racionalidad es la distinción que Weber
hace entre “racionalidad formal y racionalidad material”:
Llamamos racionalidad formal de una gestión económica al grado de cálculo que le es
técnicamente posible y que aplica realmente. Al contrario llamamos racionalidad material [...] a una
acción social de carácter económico orientada por determinados postulados de valor [...] de suerte
que aquella acción fue contemplada, lo será o puede serlo, desde la perspectiva de postulados de valor
(Weber, 1969: 64).
118
impiden la comunicación, que hacen de la vida humana un mecanismo falto de
significado y libertad.
En nombre de la racionalidad se impone un dominio político no explícito en la
misma sociedad racionalizada. La racionalidad tecnológica instituye una lógica de la
dominación que da lugar a nuevas fomas de control en las sociedades industriales
avanzadas. La denuncia de este dominio inherente a la racionalidad fue puesto de
manifiesto y criticado por la Teoría Crítica de la Escuela de Fráncfort: Adorno y
Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración lo expresan así:
Bajo el monopolio privado de la cultura, “la tiranía deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya
no dice: Pensad como yo o moriréis”. Dice: “Sois libres de pensar como yo. Vuestra vida, vuestros
bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros.” Quien no se
adapta es golpeado con una impotencia económica que se prolonga en la impotencia espiritual del
solitario. Excluido de la industria, es fácil convencerle de su insuficiencia. Mientras que hoy, en la
producción material, el mecanismo de la oferta y la demanda se halla en vías de disolución, dicho
mecanismo actúa en la superestructura como control en favor de los que dominan (Adorno y
Horkheimer, 1994: 178).
Las explicaciones de los procesos de socialización del niño han constituido una
fuente de las formas de racionalización individual. El problema es explicar cómo aparece
el yo. En general son explicaciones unidas a los procesos socializadores y educativos. Las
fuentes de la identidad y del yo han sido un problema filosófico, sociológico y psicológico
119
y las teorías han sido diversas según se destacaran los aspectos cognitivos, los
emocionales o los de interacción.
De entre las teorías sobre ese problema que más repercusión han tenido en la
filosofía social actual cabe citar: el psicoanálisis de S. Freud, la teoría de la interacción
social de G. H. Mead y la teoría del desarrollo cognitivo de J. Piaget. De todas ellas se
expondrá la teoría de la interacción social de Mead puesto que está más vinculada con los
procesos de racionalización social.
La “formación” de la sociedad mediante un “proceso de racionalización” tiene su
paralelismo en la “formación” del individuo mediante procesos que, según las diferentes
concepciones psicológicas y filosóficas, adquieren un significado racionalizados Así, por
ejemplo, el fenómeno de la “racionalización” en el psicoanálisis de Freud se refiere a
ocultar el verdadero motivo de la acción y dar explicaciones que la “racionalizan”. Forma
parte de los “mecanismos de defensa del yo”. Piaget en su psicología evolutiva explica el
proceso de formación del individuo mediante las “etapas del desarrollo del conocimiento
en el niño”.
La génesis del “sí mismo” comienza a explicarla Mead a partir de los procesos de
interacción. Esos procesos se dan ya en el mundo animal refiriéndose a que hay una
“conversación de los gestos” que envuelve alguna forma de “actividad cooperativa”. La
concepción de G. H. Mead sobre el “sí mismo”, como una interacción con el otro, ha
sido una de las teorías que más ha influido en la filosofía social contemporánea,
especialmente en la “teoría de la acción comunicativa” de Habermas. Se introduce, en
este subapartado una breve referencia a dicha concepción para poder dar cuenta
posteriormente de la “racionalidad comunicativa”.
Según Mead, el sí mismo puede llegar a formarse en la medida en que puede tomar
la actitud de otro y actuar hacia él mismo como otro actúa. En la medida en que la
conversación de gestos puede llegar a ser parte de la conducta en dirección y control de
experiencia entonces puede surgir el “sí mismo”. Lo que constituye un sí mismo es: “el
proceso de influir a otros en una acción social y luego tomar la actitud de los otros
surgida por los estímulos y después reaccionar a esa respuesta” (Mead, 1934: 171).
Para Mead, una teoría exclusivamente fisiológica de la conciencia necesita
complementarse desde una perspectiva psico-sociológica porque sólo mediante el proceso
social en sus niveles más altos el organismo individual llega a ser un objeto para él mismo
y, por lo tanto, llega a ser autoconsciente; la autoconsciencia proporciona a la estructura
primaria del sí mismo un fenómeno más cognitivo que emotivo. La experiencia en el
desarrollo del “sí mismo” está constituida por el proceso intelectual, un pensamiento que
Mead define como: “la internalización y dramatización interiorizada por el individuo de la
conversación exterior de gestos significantes que constituyen su modo fundamental de
interacción con otros individuos que pertenecen a la misma sociedad” (Mead, 1934:
173).
Esta insistencia en explicar el “sí mismo” mediante los procesos de interacción con
los otros en el medio social es matizada con la distinción entre el “I” y el “me”: “El ‘I’ es
la respuesta del organismo a las actitudes de los otros; el me’ es la estructura organizada
120
de actitudes de los otros que uno mismo asume. Las actitudes de los otros constituye el
me’ organizado y luego uno reacciona hacia ello como un ‘I” (Mead, 1934: 175).
El “me” es la identidad del individuo como socializada porque es la imagen que el yo
presenta a otro en una interacción. El “I”, en la relación entre el “I” y “me”, es algo que
“está respondiendo a una situación social que está en el interior de la experiencia del
individuo. Es la respuesta que el individuo tiene en relación a la que otros toman hacia él
cuando él asume una actitud hacia ellos. Ahora bien, las actitudes que toma hacia ellos
están presentes en su propia experiencia pero su respuesta hacia ellos contendrá un
elemento nuevo (novel). El ‘I’ da el sentido de la libertad, de la iniciativa” (ver aquí).
Esta separación entre el “I” y el “me” supone que no son enteramente idénticos y
que el “I” introduce el sentido de imprevisibilidad, de iniciativa. Pero juntos constituyen
una personalidad. La experiencia social nos proporciona esas personalidades (p.177).
Mead entiende que es necesaria esta diferencia analítica entre el “I” y el “Me”
porque uno y otro no aparecen en el mismo sentido en la experiencia y da las siguientes
razones:
El “me” representa una organización definitiva de la comunidad en nuestras propias actitudes, y
pide respuestas, pero la respuesta que tiene lugar es algo que simplemente sucede (ver aquí).
El “I” y el “me” son dos fases que, aunque separadas, permanecen unidas siendo el
“sí mismo” un proceso social que funciona con ellas, las cuales proporcionan
reponsabilidad consciente y novedad en la experiencia.
Mead introdujo el concepto de “el otro generalizado” para explicar las relaciones
entre el individuo y la comunidad. “El otro generalizado es la comunidad organizada o el
grupo social que da al individuo su unidad del sí mismo. La actitud de ‘el otro
generalizado’ es la actitud de toda la comunidad” (ver aquí).
121
Habermas parte de una distinción entre “trabajo” e “interacción” para la
reelaboración del concepto de racionalización de Weber: “Por ‘trabajo’ o acción racional
con respecto a fines entiendo o bien la acción instrumental o bien la elección racional o
una combinación de ambas” (Habermas, 1984: 68). Mientras que: “Por ‘acción
comunicativa entiendo una interacción simbólicamente mediada. Se orienta de acuerdo
con normas intersubjetivamente vigentes que definen expectativas recíprocas de
comportamiento y que tienen que ser entendidas y reconocidas, por lo menos por dos
sujetos agentes” (Habermas, 1984: 68).
Esta distinción entre un tipo de “acción instrumental” y otro de “acción
comunicativa” le permite a Habermas diferenciar los sistemas sociales según predomine
en ellos uno u otro tipo de acción:
El marco institucional de una sociedad se compone de normas que dirigen las interacciones
lingüísticamente mediadas. Pero existen subsistemas, como son el sistema económico o el aparato
estatal, para seguir con los ejemplos de Max Weber, en los que fundamentalmente lo que queda
institucionalizado son acciones racionales con respecto a fines. En el lado opuesto, tenemos
subsistemas, como son la familia o el parentesco, que ciertamente están asociados con una gran
cantidad de tareas y habilidades pero que fundamentalmente descansan en reglas morales de
interacción (Habermas, 1984: 71).
122
Habermas considera en su Teoría de la ación comunicativa que ese proceso de
racionalización es un proceso de cosificación desde la perspectiva de Weber (también
desde la perspectiva del marxista G. Luckács y de los autores de la Escuela de Fráncfort,
Horkheimer y Adorno). Para superar esas paradojas de la racionalización lo que realiza
es una transformación desde lo que él llama los supuestos de la filosofía de la conciencia
a una forma de entender las relaciones sujeto-objeto distintas. Buscará en la obra de
Mead y en la de Durkheim una concepción de la “comunicación” que desarrolla en su
Teoría de la acción comunicativa.
123
Existen tres tipos puros de dominación legítima. El fundamento primario de su
legitimidad puede ser:
Para Weber, bajo el supuesto de la dominación legal están las estructuras modernas
del Estado y piensa que las asociaciones modernas constituyen los representantes más
conspicuos de ese tipo de dominación.
Una de las explicaciones del cambio de las sociedades es que sufran crisis de
legitimación. En el proceso de racionalización social, que dio lugar a la modernización de
las sociedades modernas, se encuentra el desmoronamiento de las viejas legitimaciones
tradicionales.
La ciencia y la técnica modernas al institucionalizarse se convirtieron en fuentes de
secularización y contribuyeron al desencantamiento de las cosmovisiones. Ello hizo
posible que entraran en crisis las formas de orientación de la acción tradicionales y fueran
sustituidas por formas de acción social “racionalizadas”. Se apuntaba en el apartado
anterior las relaciones entre racionalidad y dominio. Si se siguen las consecuencias de
esta vinculación se puede interpretar que las sociedades racionalizadas modernas son en
sí mismas sociedades de dominio en el sentido en que la “razón técnico-instrumental” es
124
“un ejercicio de control”. Por lo tanto, se produce la institucionalización del dominio.
Hay dos factores claves de este fenómeno: el desarrollo técnico-científico y la
burocratización del aparato estatal.
La filosofía social desde sus orígenes había puesto de manifiesto las relaciones entre
el desarrollo de la sociedad industrial —desarrollo técnico y empresarial– y el domino
sobre los hombres que ese desarrollo de las fuerzas productivas implicaba. Tanto el
positivismo (Comte), como el socialismo utópico (Henry de Saint-Simon), como el
socialismo científico (Marx y Engels) habían dado cuenta del poder de dominio social
que tenía el desarrollo de las fuerzas productivas.
Este fenómeno se acrecienta en las sociedades industriales del capitalismo avanzado
dando lugar a que se conceptúe la ciencia y, sobre todo, la técnica como una fuente de
dominio social. Según Marcuse, en estas sociedades el dominio tiende a ser “racional” y
deja de tener las características de opresión. Lo que interesa es ampliar el “aparato de
producción técnica” hasta el punto de que el fundamento de la “legitimación” del sistema
estará en las mismas fuerzas productivas, en concreto, en el progreso científico técnico.
Lo que denuncia Marcuse -como ha destacado Habermas- es que en estas
sociedades la “legitimación del dominio” se ha centrado en una productividad técnico-
científica sin límites, que proporciona a los individuos una mejor forma de vida en el
sentido de confortabilidad y consumo y, al mismo tiempo, le impone renuncias y
represiones innecesarias. Se trata de un tipo de legitimación “históricamente nuevo”:
La racionalidad en el sentido de Max Weber muestra aquí su doble rostro. Ya no es sólo la
instancia crítica del estado de las fuerzas productivas, ante el que pudiera quedar desenmascarada la
represión objetivamente superflua propia de formas de producción históricamente caduca, sino que
es, al mismo tiempo un criterio apologético en el que esas mismas relaciones de producción pueden
ser también justificadas como un marco institucional funcionalmente necesario (Habermas, 1984: 57).
125
en el capitalismo liberal, sino que interviene. La situación que se ha producido es una
generalización de los llamados “derechos universales” propios de la democracia formal
burguesa, entre los cuales se encuentra el derecho de participación política. Pues bien,
según Habermas, el problema que no se tematiza, y que la democracia formal suple, es
que una democracia participativa llegaría a presentar como evidente “la contradicción
entre una producción administrativamente socializada y un modo de apropiación y de
empleo de la plusvalía que sigue siendo privado” (ver aquí). Lo que se produce es una
situación en la que los mecanismos de decisión del gobierno se dan con independencia de
lo definido por los ciudadanos. Lo cual comporta que se cree un mecanismo de
legitimación que provee motivos generalizados (una lealtad de masas difusa en su
contenido), pero que evita la participación.
Aunque no se pueda hablar de “fenómenos de crisis específicos del sistema”, sí se
constata que hay una serie de tendencias a la crisis. Eso se produce en la medida en que
los problemas derivados del crecimiento en el capitalismo tardío se acrecientan,
problemas como: “la ruptura del equilibrio ecológico, la quiebra de los requisitos de
congruencia del sistema de la personalidad (alienación) y la carga explosiva de las
relaciones internacionales” (58).
Las tendencias a la crisis específicas del sistema son clasificadas por Habermas en
dos tipos:
126
5.3. Sentido de libertad positiva y de libertad negativa
Las relaciones entre individuo y sociedad han sido una fuente inagotable de
propuestas y controversias en la filosofía social y política. En el apartadosobre
“racionalidad social” se vio cómo la acción racional con arreglo a fines daba lugar a una
acción individual metódica (la del empresario) que implicaba una sociedad racionalizada.
Desde la filosofía social y política el concepto de ciudadanía y sus relaciones con la
sociedad y el Estado ha puesto de relieve los complejos problemas que surgen en torno a
las relaciones individuo-sociedad. Uno de ellos es el de la contraposición entre “libertad
negativa” y “libertad positiva”. En líneas generales la “libertad negativa” se refiere a la no
interferencia de la sociedad sobre el individuo y la “libertad positiva” a aquello que es la
causa de la interferencia, incluso puede ser uno mismo.
Se analizarán en este apartado: 1. La definición de autonomía y soberanía; 2. Los
significados de libertad negativa y libertad positiva y, finalmente, 3. El significado de
libertad comunicativa y las condiciones de una cultura democrática.
La “autonomía” etimológicamente significa “darse a uno mismo las leyes”, del griego
autos, uno mismo y nomos, leyes. Fue en la modernidad social y en la filosofía política
modernas cuando apareció la idea de “autonomía” vinculada a la de “soberaría”. La
soberanía se vinculó a los Estados-nación para indicar que “el soberano” ya no era el rey
sino “el pueblo”. Por ello se puede afirmar que:
La idea de soberanía —que un gobierno tenga autoridad sobre una zona con fronteras
claramente señaladas, dentro de las cuales ejerce el poder supremo-, tenía poca relevancia para los
estados tradicionales. Por el contrario, todos los estados-nación son soberanos (Giddens, 1995: 435).
Dominio político indiscutido de un Estado sobre un área territorial dada (Giddens, 1995: 756).
127
manera u otra con el deseo.
La introducción del “deber” como norma de las acciones de los seres humanos está
unida a la autonomía del ser humano —como ser racional– para darse a sí mismo las
leyes. No depende su acción moral de causas heterónomas. La idea de autonomía en este
sentido moral se une a la idea de soberanía mediante la concepción de la ciudadanía. Un
Estado soberano es posible si aquellos que lo forman son ciudadanos y no súbditos.
Aunque haya diferencia entre el ser humano como ser moral y el ser humano como ser
político, sin embargo la autonomía de la voluntad parece requerida en la concepción del
Estado moderno.
Kant define el papel del ciudadano constitutivo de toda asociación en términos de la
“res-pública”, una “identidad política” en la que no hay aún la distinción hegeliana entre
“sociedad civil” y “Estado”. Pero el papel de esa “identidad política” propia de la “res-
pública” tiene el significado moderno de “soberanía popular” sobre la base de la
“autonomía individual”.
Para Kant “sólo la voluntad unida del pueblo puede ser legisladora”. Ese es el
principio de construcción de una actividad legisladora “republicana” en tanto que puede
haber una “voluntad concordante”. Ahora bien esa formulación de la soberanía desde el
presupuesto de la autonomía individual no se traduce en una separación de la sociedad y
el Estado. El ciudadano moderno, a pesar de que es un ciudadano autónomo y no como
el ciudadano de la polis griega —caracterizado por la isonomía y la democracia– sigue
teniendo en Kant características del ciudadano de la polis.
Fue Hegel quien realizó la distinción entre “sociedad civil” y “Estado”, una distinción
en la que se opera una clara separación entre los intereses particulares de los ciudadanos
y los asuntos generales de los que se debe ocupar el Estado. Desde esa perspectiva la
“soberanía popular” unida al “ciudadano” empieza a no ser congruente y aparece un
ciudadano liberado de la política, un ciudadano cuya actividad se ejerce en las
asociaciones que pueda llevar a cabo –apolíticamente– en el ámbito de la sociedad civil
en la que ejerce su actividad subjetiva (privada), en un ámbito de “libertad negativa”.
Mientras que en el Estado la actividad política es ejercida por el funcionario.
Entre algunas de las consecuencias de esta distinción está la de que el ciudadano
tiene una identificación como espectador con el “espectáculo” del Estado, pero no tiene
“participación” en la actividad del Estado. La “soberanía popular” desde la concepción
hegeliana sólo tiene sentido como identidad de la conciencia ciudadana con la voluntad
general plasmada en el Estado. Pero con lo que el ciudadano se identifica aquí es con lo
“universal” y no con las “particularidades” de religión, cultura, raza, nación etc.
Se trata de un derecho que expresa el poder negativo de la disociación de el libre
juego de fuerzas: la libertad negativa. Lo esencial de la “soberanía popular” y de la
“ciudadanía” para Rousseau y Kant consistía en la vinculación del propio arbitrio con lo
que el ciudadano quiere ser en “comunidad con los demás”, lo que constituye la
“voluntad unida del pueblo”. Es la forma como se explica la vinculación entre los
ciudadanos como miembros activos de la comunidad. Hegel, sin embargo, introduce la
libertad negativa, subjetiva y civil para formar la esfera apolítica de la “sociedad civil”,
128
reduciendo la libertad pública o política. Sin embargo, Hegel no renuncia a los conceptos
modernos de ciudadanía y de “soberanía popular”, con los que rompe la idea de “polis”
griega identificada con la sociedad misma, por lo que desvincula lo político con el fin de
una vida buena, como en la concepción aristotélica.
Por lo tanto, el problema que realmente se está introduciendo con Hegel consiste en:
¿Cómo es posible la democracia moderna?, o expresado de otro modo, ¿cómo es posible
mantener la “soberanía popular” a partir de la distinción entre “sociedad civil” y
“Estado”?
129
Las teorías individualistas de la libertad se centran en torno al concepto de derechos
fundamentales; la libertad queda ubicada en los derechos fundamentales de los individuos. Las teorías
comunalistas de la libertad ponen, en cambio, la libertad en una forma intersubjetiva de vida; entienden
primariamente la libertad no (negativamente) como ausencia de coerción externa, es decir, en el
sentido de un espacio o ámbito de libertad de los individuos, jurídicamente asegurado, sino
(positivamente) como una forma de individuos en sociedad caracterizada normativamente, es decir,
que ha de responder a determinados criterios normativos. La libertad comunal es en un sentido
esencial libertad pública; en la tradición de la Ilustración fue sobre todo el concepto de razón el que
desempeñó un papel normativo central en el tránsito de un concepto (puramente) negativo de libertad
a un concepto positivo, comunalista de libertad (Wellmer, 1996: 41-42).
Las distinciones entre libertad negativa y libertad positiva referenciadas en los textos
de Berlin y de Wellmer tienen muchos puntos en común, pero difieren entre sí en uno
fundamental y que hace posible que Wellmer juzgue su distinción como inconmensurable
respecto de la de Berlin. Wellmer subraya la distinción entre individualismo y
comunalismo (comunitarismo), por medio de la cual se concibe que la libertad individual
está posibilitada por la comunal:
La idea básica del comunalismo es que de libertad individual no puede hablarse si no es haciendo
una interna y positiva referencia a formas de vida e instituciones de una sociedad: la libertad individual
es una libertad comunalmente posibilitada en el sentido de que los otros no solamente son los límites,
sino también la condición de posibilidad de mi libertad (Wellmer, 1996: 43).
130
moderna ha introducido la normatividad, siendo el concepto de razón el que introdujo la
normatividad para definir la libertad pública (libertad positiva). El problema radica en que
los conceptos de libertad pública, en la modernidad filosófica, en líneas generales, se
preocupan de normativizar las relaciones entre los individuos en aras a buscar unos fines
sociales (realización personal, justicia, igualdad etc.), que no son exactamente lo que el
sentido de libertad negativa introduce.
Según la concepción de Berlin, uno de los fines de los seres humanos en la
modernidad sería defender un ámbito de actividad propio, individual, aunque fuera
mínimo, de no interferencia ni coacción por parte de los demás, ni del gobierno ni de la
sociedad. Esa concepción forma parte de la tradición liberal, pero Berlin hace algunos
matices respecto de ella. Lo que le interesa destacar no es tanto el sentido de que la
libertad negativa sirva para la autorrealización personal como que sea efectivamente un
valor en sí mismo.
Berlin concibe la libertad positiva no sólo como libertad pública sino como libertad
individual. Ahora bien, esa libertad positiva como libertad individual la concibe desde las
teorías de la autorrealización personal. Desde ahí diferencia la “libertad negativa” de la
“libertad positiva” en que la primera se refiere a la defensa de un ámbito de no
interferencia de los demás —de la sociedad, de la autoridad– sobre el individuo, mientras
que la libertad positiva se refiere a la autorrealización, a la exigencia de status, de
reconocimiento, etc. La insistencia del autor en la importancia de la libertad negativa para
el significado de la libertad estriba en que, en líneas generales, se asocia “libertad” a la
libertad positiva, la cual tiende a confundirse con la autorrealización, con la exigencia de
reconocimiento o con la solidaridad. Por ello, desde la tradición liberal (Locke, Constant,
J. S. Mili, el mismo Kant), Berlin subraya que el sentido genuino de libertad radica en la
no interferencia de los otros sobre uno mismo. Que, al menos, cierta parte de la vida
humana quede fuera del control social:
Tenemos que preservar un ámbito mínimo de libertad personal, si no hemos de “degradar o
negar nuestra naturaleza”. No podemos ser absolutamente libres y debemos ceder algo de nuestra
libertad para preservar el resto de ella. Pero cederla toda es destruirnos a nosotros mismos. ¿Cuál debe
ser, pues, ese mínimo? El que un hombre no pueda ceder sin ofender a la esencia de su naturaleza
humana. ¿Y cuál es esa esencia? ¿Cuáles son las normas que la implica? Esto ha sido, y quizá será
siempre, tema de discusiones interminables (Berlin, 1974: 141).
Esta postura fue defendida por Mili en su obra Sobre la libertad (1861). En la
introducción afirma rotundamente el principio que ha de regir las relaciones entre la
sociedad y el individuo:
Este principio consiste en afirmar que el único fin por el cual es justificable que la humanidad,
individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros
es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser
ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su propia voluntad, es evitar que
perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser
obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos porque eso fuera mejor para él,
porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo. Estas
son buenas razones para discutir, razonar o persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún
131
perjuicio si obra de otra manera diferente. Para justificar esto sería preciso pensar que la conducta de
la que se trata de disuadirle producía un perjuicio a algún otro. La única parte de la conducta de cada
uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le
concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su
propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano (J. S. Mili, 1981: 65-6 6).
Esta propuesta de Mili sobre la libertad establece un criterio para dirimir cuando hay
conflictos entre la acción de los individuos y las demandas de la sociedad. Este criterio
obedece al principio de “no interferencia” con la excepción de que se vaya a producir un
daño para los demás. La defensa de la libertad consiste en este fin negativo. La
afirmación de la individualidad no significa que no tenga que haber leyes, ni controles, ni
interferencias sociales, lo que significa es que éstos no han de ejercitarse sobre el
individuo por su propio bien, su felicidad, por creer que es mejor, para él o ella, que es
más racional, etc. Lo que se establece como criterio es si perjudica o no, a los demás.
Lo relevante desde esta perspectiva —de Mili y de Berlin– es centrar el significado
de libertad en buscar el mayor ámbito posible de no interferencia de los demás sobre un
individuo siendo esto compatible con un mínimo de exigencias de vida social. Se entiende
desde ahí que la interpretación de la palabra “libertad” ha de incluir el sentido negativo de
alguna manera.
La mayor parte de los otros significados que la palabra “libertad” pueda incluir son
considerados como “libertad positiva” y analíticamente diferentes de lo que el significado
negativo comporta. La “libertad” propiamente es la “libertad negativa” porque los
significados positivos se refieren a la autorrealización, al control racional de uno mismo, a
la autonomía como forma de que el gobierno de uno sea desde uno mismo.
Berlin entiende que hay que distinguir todos estos sentidos y precisa en qué consiste
la diferencia fundamental: el deseo de ser gobernado por mí mismo es distinto del deseo
de un ámbito libre de acción y defiende que estos dos deseos pueden estar relacionados,
pero que no es el mismo tipo de deseo: “La respuesta a la pregunta de 'quién me
gobierna es lógicamente diferente de la pregunta sobre 'en qué medida inteviene en mí el
gobierno’” (1988: 144). Berlin intenta poner de relieve el contraste entre esos dos
sentidos de libertad —negativa y positiva—, entendiendo que la libertad positiva acaba
centrándose en la respuesta a la pregunta de “por quién estoy gobernado” o “quién tiene
que decir lo que tengo y lo que no tengo que hacer o ser”. La libertad positiva se refiere
al “ser libre para algo”, lo cual es diferente de el “estar libre para algo”.
Desde la perspectiva de los liberales que, como Berlin, defienden el pluralismo y la
“libertad negativa”, la idea de libertad positiva es considerada como formando parte de
las teorías políticas de la autorrealización personal o colectiva. Entienden que la metáfora
de “ser dueño de uno mismo” se une muchas veces a la justificación de modelos de “ser
dueños de uno mismo” que sirven para coaccionar a los seres humanos en nombre de un
bien superior una mejor realización personal o, incluso, mayores cotas de libertad. Por
ello piensan que formas de autoabnegación, autorrealización, autodominio o
autoidentificación con ideales que puedan ayudar a conseguir el propio fin suelen
enmascarar formas de coacción.
Se indicaba al comienzo del apartado que la distinción entre “libertad negativa’ y
132
“libertad positiva” no era la misma en autores como Berlin (1974) o Wellmer (1996).
Ambos responden a tradiciones distintas de pensamiento: Berlin a una radicalizadción de
la tradición liberal yWellmer a la reformulación de la teoría crítica de la sociedad desde la
teoría de la acción comunicativa de Habermas, que enlaza con la tradición anterior. Se ha
precisado la diferencia que Berlin establece entre ambos sentidos de la libertad, en el
siguiente subapartado se analizará la definida por Wellmer. La comparación entre ambos
autores da cuenta de que continúa vigente en la filosofía social la controversia sobre
cómo hacer posible la libertad en el mundo moderno, un mundo en el que la racionalidad
social ha desarrollado un fuerte dominio sobre los individuos, dominio que aun siendo
“racional” (o precisamente por ello) pudo ser calificado como “una jaula de hierro”
(Weber).
133
apuntaba este problema tal y como se dilucidaba en los clásicos de la filosofía política
desde Kant a Hegel. Se veía cómo Hegel diferenciaba entre “sociedad civil” y “Estado”
para, entre otras cosas, dar cuenta mediante el concepto de “sociedad civil”, de la
“libertad negativa” de los individuos burgueses en su actividad privada,
fundamentalmente económica y relacionada con la propiedad privada. De manera que
ese sentido de “libertad negativa” no es exactamente el mismo que se ha puesto de
relieve como “no interferencia en un ámbito de acción individual”, sino que está
refiriéndose a la actividad económica de derechos de propiedad, aunque no del todo
porque Hegel también incluía el derecho jurídico de la persona:
La sociedad civil, tal como la analiza Hegel, es una sociedad de propietarios que, con
independencia de sus diferencias religiosas, raciales o políticas, son iguales ante la ley y,
consiguientemente, tiene un mismo derecho, sancionado por una ley de tipo general, a defender sus
intereses personales y a perseguir sus concepciones idiosincrásicas de la felicidad, a elegir libremente
su plan de vida, su profesión, su puesto de trabajo, su lugar de residencia y su círculo social
(Wellmer, 1996: 47).
La “sociedad civil” significa la institucionalización de una libertad “negativa” igual y general; pero
ello significa tanto la institucionalización de derechos del hombre como la institucionalización de un
antagonismo social general (Wellmer, 1996: 47).
El problema desde ahí es cómo hacer compatible los principios universalistas del
derecho natural con las formas de vida de una determinada sociedad. El sentido de
libertad negativa y positiva es visto desde una perspectiva comunalista de forma distinta
al definido desde el pluralismo liberal de Berlin. En la actualidad hay un intento de
investigar las posibilidades de una “libertad comunicativa” que supere los dos modelos de
libertad del mundo moderno —la libertad negativa y la libertad positiva– estableciéndolos
como no antagónicos.
Ese intento, que es el de J. Habermas y la teoría crítica actual (A. Wellmer, Seyla
Benhabib, A. Honneth) responde a la idea de encontrar un sentido de “libertad positiva”
como “libertad pública” que aúne el “comunalismo” con la idea de universalidad de los
derechos. Esa propuesta tiene su génesis en la concepción hegeliana de la “eticidad”,
pero se reinterpreta este concepto desde la ética del discurso y la concepción de la acción
comunicativa de Habermas. No es posible sintetizar la serie de argumentos que sustentan
esta propuesta de “libertad comunicativa”, pero se apuntarán las líneas generales de la
misma. Se pretende con ello dar cuenta de que el sentido de libertad negativa y el de
libertad positiva es distinto del defendido por el liberalismo de Berlin. Sin embargo, hay
que tener en cuenta que no se trata por ello de una propuesta antiliberal —no se
comparte desde ella el sentido de libertad negativa en el que tanto hincapié hace Berlin–
pero integra la libertad negativa como libertad del individuo en un sentido de libertad
positiva. Por ello enlaza con propuestas del liberalismo de J. S. Mili o de Tocqueville.
Si la libertad en el mundo moderno incluye un dualismo normativo de libertad “negativa” y
libertad “positiva”, comunal, entonces la propia idea universalista de libertad lleva inscrita una tensión
dialéctica. Yo creo que es precisamente esta tensión entre libertad positiva y libertad negativa la que
trataron de analizar tanto Hegel, como también Tocqueville. Esta tensión podemos entenderla como
una tensión entre individualismo y comunalismo en la idea moderna de democracia (Wellmer, 1996:
134
75).
135
tanto que destinatarios de las mismas. Por ello, la llave que garantiza aquí las libertades iguales es el
uso público de la razón institucionalizado jurídicamente en el proceso democrático (Habermas-Rawls,
1998: 180).
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la controversia entre “libertad negativa”
y “libertad positiva” repercute en otros debates de filosofía social y política en la
actualidad. Se verán, en el capítulo sobre “Universalismo, multiculturalismo y
comunitarismo”, los debates concretos sobre las culturas y las relaciones con la justicia.
También es una controversia que incide en cómo se entienda el “espacio público” y el
“espacio privado”, cuestión que se ha tratado en el capítulo tercero.
Sin embargo, aquí interesaba la concepción de la libertad como un límite a la
racionalidad social que conlleva dominio y se está comprobando que las interrelaciones
que este problema tiene con otros pone de manifiesto las interrelaciones entre filosofía
social y filosofía política.
136
6
La diferencia de los sexos y el problema de la
igualdad
Ahora bien, esa desigualdad, que implica para las mujeres “encontrarse en
desventaja” y “ser infravaloradas” frente a los hombres, es observada y explicada de muy
distintas maneras. Una diferencia básica entre las filosofías sociales respecto a este tema
137
es la justificación, o no, de esa desigualdad. Cuando una filosofía social no justifica ni
propugna que tenga que continuar siendo así, sino que su normatividad implica cambiar
esas formas de relación se puede decir que se trata de una filosofía social que introduce
la crítica feminista. Cuando esto se produce se dan distintas explicaciones de en qué
consiste el dominio y se buscan soluciones para poder cambiar las relaciones entre los
sexos. La filosofía social enlaza aquí con la filosofía política y con la ética. Aunque, en
principio, pudiera parecer que la filosofía social es exclusivamente explicativa de lo que
“es” frente a la ética que da normas, sin embargo, la mayor parte de las filosofías
sociales dan normas de actuación.
138
debates al respecto, unos más influyentes que otros. Desde luego el de Rousseau fue el
más influyente y de ahí la exclusión de las mujeres del derecho de ciudadanía. Pero en la
modernidad se produce un difícil equilibrio en la redefinición de las relaciones entre los
sexos en líneas generales. De hecho, hay concepciones que defienden la igualdad entre
los sexos en varios escritos de los siglos anteriores. Por ejemplo, Egalité des hommes et
des Femmes de Marie de Gournay, una escritora que preparó la edición de los Ensayos
de Michel de Montaigne, abogaba por la igualdad entre los hombres y las mujeres en
polémica con el propio Montaigne quien excluía a las mujeres de determinados saberes
estableciendo diferencias para su educación con los hombres. Marie de Gournay
defendía la igualdad basándose en la “Naturaleza” y en la autoridad de los sabios de la
antigüedad. Es uno, entre muchos ejemplos, de que los debates en torno a este tema se
han dado en todos los momentos históricos y desde diferentes discursos. Pero la
introducción de la idea de igualdad entre los sexos legitimada en la razón es debida a un
filósofo cartesiano, Poullain de la Barre, quien en 1675 escribió un tratado de filosofía
titulado De l’egalité des deux sexes defendiendo en él la igualdad entre los sexos y el
cartesianismo como nuevo saber. Su pensamiento constituyó un paso fundamental para
defender la igualdad de hombres y mujeres frente al dominio interesado que la costumbre
y los sabios no cartesianos sostenían. Comienza así una crítica a la desigualdad entre los
sexos basada en una concepción de la razón y del sujeto como sujeto pensante, y en la
tesis de que l’esprit ría pas de sexe.
La indagación en la argumentación racional para la justificación de la igualdad entre
los dos sexos se unió en el siglo XVIII a la “vindicación”. Mary Wollstonecraf, una
pensadora del círculo de los radicales ingleses, escribió Vindicación de los derechos de
la mujer (1792), una obra en la que aparece un aspecto clave en lo que será el desarrollo
del feminismo: hablar “en nombre de las de mi sexo”. Lo que introducía el punto de vista
de quienes constituían el sujeto excluido. El debate en aquellos momentos de crisis
revolucionaria, social, económica y política se canalizó en torno al derecho de ciudadanía
para las mujeres y, como consecuencia de ello, al tipo de educación que les era
requerida. Wollstonecraft contestaba con su “vindicación” de derechos y su petición de
igual educación para el desarrollo intelectual de las mujeres a la propuesta de J. J.
Rousseau. Este, quien defendía la igualdad y libertad de todos los seres humanos, sin
embargo, propuso un modelo de individuo, “Emilio”, cuya formación era inmanente a sí
mismo y un tipo de individuo, “Sofía”, complemento del varón. Toda una concepción de
la “mujer virtuosa” comenzaba en una redefinición del patriarcado moderno que daba
respuesta a la crisis de legitimidad patriarcal de aquel momento.
Pero también apela a la Razón para justificar su conceptualización de la mujer como
“hecha para deleite del varón”. Un ilustrado, crítico con la Ilustración, como era
Rousseau, necesitaba frente a otros ilustrados como d’Alembert y Diderot justificar que
el nuevo orden social, la nueva democracia, tenía que configurarse en un orden racional
y no arbitrario. Ese orden racional suponía una forma política específica: el “contrato
social”, que implicaba que la libertad de cada uno podía garantizarse haciendo dejación
de parte de esa libertad para constituir un cuerpo político de ciudadanos como voluntad
139
general. El “contrato social” tenía otro aspecto. Para poder llevar a cabo el ejercicio de la
ciudadanía como una identidad política dominante —el ciudadano es ciudadano las
veinticuatro horas del día– se necesitaba de otros que cumplieran las funciones de
mantenimiento de la especie y de los trabajos de cubrir las necesidades, entre otras cosas.
Esos “otros” van a ser “otras”, las mujeres. Lo cual va a significar, una concepción de la
mujer entre la misoginia y el romanticismo, con un programa educativo diferente para
cada uno de los sexos que va a tener enormes repercusiones en las sociedades
occidentales modernas. La plasmación política y social de la concepción de Rousseau
tuvo un éxito enorme. De hecho, Comte, Durkheim, Simmel repiten el esquema básico
de Rousseau: los hombres en el espacio público, las mujeres en el espació privado. Esta
concepción de la sociedad va a ser contestada desde Condorcet, Olympia de Gouges,
Harriet Taylor y J. S. Mili. Todos ellos, “vindicando los derechos de las mujeres”,
abogando por el derecho de ciudadanía, afirmando que la esclavitud de las mujeres es “la
violación solitaria de la modernidad”, expusieron las bases teóricas y vindicativas de todo
un movimiento de lucha por el sufragio femenino que era como una polarización de
múltiples luchas por eliminar esa exclusión del ejercicio democrático.
La redefinición de las relaciones entre los sexos desde la concepción de Rousseau
supone la creación de un sujeto político que responde a la idea de ciudadano como una
identidad política exclusiva y, por otra parte, la construcción de “lo masculino” y lo
“femenino” definidos como diferencia social, cultural y política. Hombres y mujeres
constituyen y definen sus identidades desde esas construcciones de lo masculino y lo
femenino. Con la salvedad de que “lo masculino” es identificado con la especie. “En todo
lo que no se refiere al sexo, la mujer es igual que el hombre” pero “El hombre sólo es
macho en un instante, la mujer es hembra toda la vida” (J. J. Rousseau, Emilio, Cap. V).
El modelo educativo de Rousseau marcaba la diferencia de los sexos configurando
un espacio público ocupado en exclusiva por los ciudadanos varones y un espacio
privado en el que las mujeres carecerían de derechos de ciudadanía dedicándose a la
“pequeña patria” que es la familia. Esa formación de una “identidad femenina” es
cuidadosamente elaborada por Rousseau y supone un dosificado equilibrio entre
misoginia y romanticismo. La mujer es exaltada por sus especiales cualidades de dulzura,
belleza, astucia, saberes no más de lo necesario ni menos de lo conveniente, educadoras
de los hijos y deleitadoras del varón. El modelo educativo de Rousseau era una propuesta
de legitimar la desigualdad entre los sexos basándose en la Razón y no desde el prejuicio.
Su insistencia en que eran la Razón y la Naturaleza las que legitimaban la división en
sexos de la sociedad no deja de llamar la atención en alguien que entiende que la
convención social y los pactos es lo que puede formar la sociabilidad. Pero se trataba de
legitimar una propuesta de sociedad, prescribir cómo debían ser las relaciones entre los
sexos en la nueva sociedad y había que garantizar, en ese sentido, que fuera desde la
razón.
Marcar la diferencia de los sexos como desigualdad social y política entre hombres y
mujeres fue en detrimento de éstas porque comportaba un dominio de lo masculino sobre
lo femenino, no sólo un reparto de funciones. Dominio y desvalorización de lo femenino
140
que se repitió en diferentes propuestas de la filosofía social y de la sociología a lo largo
de los siglos XIX y XX.
Dos ejemplos que podemos tomar como modelo son los de G. Simmel y T. Parsons.
En el caso de Simmel se produce un análisis de la “cultura femenina” como
completamente diferente de la “cultura masculina”, aunque entiende que la única cultura
dominante es la “cultura de los varones” más que la de los hombres, porque se trata de
especificar la cultura de un género. Dicho de otra manera, no hay una “cultura humana”,
que es de hombres y mujeres, sino que, siendo dominante la acción de los varones en la
cultura se interpreta como que se trata de un dominio de género que excluye al otro
género. Esta idea proviene de una larga tradición en el s. XIX de “misoginia romántica”
que desde A. Schopenhauer a S. Kierkegaard conceptualizó a hombres y mujeres con un
significado fuerte del sexo al que pertenecen, de manera que el carácter sexual-genérico
marcaba su identidad. Ni que decir tiene que la identidad de las mujeres, como “lo
femenino” las hacía tan idénticas que su individualidad desaparecía mientras que el
carácter sexualgenérico que marcaba a los varones sí que les posibilitaba ser individuos.
Aunque aparentemente la diferencia entre una cultura femenina y otra masculina no tiene
por qué implicar jerarquía, de hecho, esa polarización la implica. Lo masculino es
valorado positivamente frente a la desvalorización de lo femenino. La unión de “sexo y
carácter” quedó expresada por autores como Otto Weininger de manera rotunda con lo
que las características psicobiológicas quedan marcadas por el sexo. Ese esencialismo del
sexo —el carácter sexual– como clave de la identidad es lo que hace posible configurar
una naturaleza masculina y otra femenina. Los rasgos que definen una y otra son
generalmente: actividad, individualidad, iniciativa, independencia y razón para lo
masculino, y pasividad, afectividad, sentimiento, concreción para lo femenino.
Aunque en el caso de Simmel el análisis se centra en la “cultura” y se pregunta sobre
las posibilidades de una “cultura femenina”, una “cultura objetiva propia” como
alternativa a la cultura dominante masculina, hay en él una enorme influencia de este
sentido del “carácter sexual” al que aludíamos. Carácter sexual que se considera que ha
de ser afianzado por la educación para lograr la “diferencia” natural entre los sexos. Lo
cual se potenció con una educación específica para cada uno de los sexos. Entre otras
cosas, esto fue creando en las familias de la burguesía y las clases medias la “ficción
doméstica”. Aunque las mujeres trabajaran fuera del hogar, lo que era un hecho en la
clase trabajadora, e hicieran todos los trabajos en la agricultura, en los talleres, en la
industria, incluso en las minas, la “ficción doméstica” mantenía el carácter esencial de lo
femenino inalterado. Lo cual se reafirmaba con la exclusión de las mujeres del espacio
público, en concreto de la ciudadanía y su inclusión en el ámbito familiar en exclusiva.
Hay una larga tradición de esa dicotomía privado-público. Desde la división entre
oikos y polis en las ciudades-estado griegas hasta la redefinición de la familia, en los
siglos XVIII y XIX. Las funciones en la familia según el sexo de sus miembros se
impone. Pero, también en el funcionalismo sociológico de T. Parsons encontramos
nuevas formas de mantener esa diferencia, ahora justificándose por su funcionalidad.
La familia en la concepción de Parsons es una institución básica para mantener el
141
sistema social y en ella los roles ejercidos por hombres y mujeres corresponderán a las
orientaciones de la acción instrumental y expresiva. La familia moderna siguiendo el alto
grado de especialización de la sociedad también requiere de una especialización de
funciones, necesaria y funcional para el mantenimiento de la integración social. En esa
especialización a los hombres les corresponde el papel instrumental de representar a la
familia en el exterior, social y políticamente, además de mantenerla económicamente. A
las mujeres les corresponde de forma normal, natural y positiva, la socialización de los
niños, la atención y el cuidado emocional y físico de los miembros de la familia y la tarea
fisiológico-reproductiva de la crianza.
Todo ello indica la fuerza de los “estereotipos sexuales” en las relaciones sociales. E
introduce varios problemas que se analizarán a continuación: la cuestión del sexo-género,
la de la identidad-diferencia, la de la igualdad.
142
mantiene la idea de la inalterabilidad del dualismo sexual, aunque la descripción que
realizan también muestra, curiosamente, que son funciones sociales adquiridas. La
cuestión radica, sin embargo, en legitimar el dualismo sexual-genérico como básico,
fundamentador de un diferencia que implica desigualdad.
Los estudios de género surgieron en los años setenta del siglo XX para explicar este
problema. Hay dos fenómenos que los hicieron posibles: por una parte, el auge de las
teorías feministas contemporáneas que recogieron la tradición del feminismo de la
igualdad y de filosofías sociales que la defendían. Y, por otra parte, el aumento de los
estudios sobre el problema de las relaciones entre los sexos desde la psicología,
antropología y sociología fundamentalmente. Estos “estudios de género” dieron una
enorme difusión a un problema que había sido fundamental en el feminismo. De la
misma manera que el siglo XIX, en líneas generales, aportó una abundante literatura
sobre el “carácter sexual”, en el siglo XX los estudios de género incidieron en el carácter
social y construido de lo biológico.
Hay otro tema a destacar y es que los estudios de género y, en concreto, las
investigaciones en la teoría feminista contemporánea sobre “el sistema sexogénero” se
desarrollan en un ámbito de investigación anglosajón sobre todo en EEUU. La utilización
del término inglés gender está implicada en construcciones y clasificaciones de diferencia,
pero:
En todas sus versiones las teorías feministas sobre el género tratan de articular la especificidad
de la opresión de las mujeres en el contexto de culturas que distinguen entre sexo y género (Haraway,
1985: 220).
143
ha sido el desarrollo de los estudios del género. En todo caso, aunque los enfoques han
sido distintos, lo que estos estudios han significado es que:
Género es un concepto desarrollado para contestar la naturalización de la diferencia sexual en
múltiples terrenos de lucha. La teoría y la práctica feministas en torno al género tratan de explicar y de
cambiar los sistemas históricos de diferencia sexual, en los que “los hombres” y “las mujeres” están
constituidos y situados socialmente en relaciones de jerarquía y antagonismo (Haraway, 1985: 221).
Hay diferencias entre las formas de abordar el estudio del género. Así, la
antropología de Gayle Rubin, quien acuñó por primera vez el término para hablar del
“Tráfico en las mujeres: notas para la economía política del sexo” (1975), destaca el
intercambio de las mujeres en la construcción de la cultura mediante el parentesco. Las
interacciones simbólicas que adquiere ese intercambio marcará una heterosexualidad
obligatoria y la dominación de las mujeres. Posteriormente tuvieron lugar investigaciones
en las que se cuestiona la distinción sexo-género al entender que: no hay nada
prediscursivo, no puede haber “sexo” que escape a la construcción. Esta concepción
postestructuralista de Judith Butler, propuesta en su obra Gender trouble. The subversion
of identity (1991), investiga el problema de la identidad de las mujeres, por lo que
concierne a la identidad personal y a la identidad política. Otra aproximación desde los
estudios de género, como Equidad y género. Una teoría integrada de estabilidad y
cambio, de Janet Saltzman, incide sobre el problema del poder y cómo el poder social,
económico y político repercute en la estratificación de los sexos.
Los estudios de género tienen aproximaciones distintas al problema dependiendo del
paradigma teórico y de la disciplina en los que se dan. Así la antropología estructural
pone énfasis en la universalidad de las características del género porque incide en la
relación de dominio de los hombres sobre las mujeres. Mientras que desde el análisis del
discurso se resalta la fragmentación y la pluralidad de las identidades desde donde abogar
por un universal genérico. Los estudios sociológicos, al destacar la estratificación social y
las relaciones de poder, buscan teorías explicativas de alcance medio.
Ahora bien, las teorías aludidas tienen algo en común; todas ellas son feministas, lo
cual introduce junto a las explicaciones y descripciones una referencia al cambio, a la
transformación de las relaciones de dominio de los hombres sobre las mujeres. Son
teorías críticas de la situación existente aunque la forma de proponer soluciones varíe.
Así, mientras en el caso de Gayle Rubin se propugna la eliminación de los géneros, desde
la propuesta de Butler no se considera pertinente proponer los objetivos políticos de
forma previa a la acción de los propios grupos de mujeres. Se piensa que no hay una
identidad, “las mujeres”, que pueda definirse previamente como el sujeto del feminismo.
Las teorías feministas abogan por cambios y transformaciones de la desigualdad
existente, pero hay modelos de análisis que la sociología y la filosofía social
contemporáneas han desarrollado, que no se comprometen con normativizar al respecto.
Esto nos da ya las claves sobre el problema que se analizará: cómo la teoría feminista es
una teoría crítica porque no sólo realiza un análisis que explique las relaciones de
dominación sino que introduce el nivel ético normativo.
Interesa ver, en primer lugar, los modelos de análisis de género no feministas y
144
clarificar luego las cuestiones sobre identidad-diferencia e igualdad y el tema del
feminismo.
Hay un modelo de análisis de género, el de Pierre Bourdieu, que investiga en la
dominación masculina desde una perspectiva antropológica. Está basado en las
estructuras de mitología colectiva de la cultura de la Kabila argelina. Desde el análisis
mítico-ritual va perfilando la división sexual con un carácter fundante. Entre otros
aspectos el que interesa para el problema que estamos analizando es el de:
el desenmascaramiento de la naturalización que subyace a la diferenciación biológica entre
cuerpos masculinos y femeninos y la diferenciación anatómica entre órganos sexuales,
diferenciaciones que operan como justificación indiscutible de la diferencia socialmente instituida entre
los sexos, lo que hace del sexismo un esencialismo difícil de erradicar pues está inscrito en el
lenguaje, en el pensamiento, en la estructura fundante de la cultura, y también en la biología, en tanto
que construcción social biologizada (Varela y Álvarez-Uría, 1998: 13-14).
Al analizar los términos sexo-género para explicar las relaciones entre hombres y
mujeres se hacían alusiones al problema de la identidad-diferencia. En las relaciones de
género aparece este problema porque se identifica a los individuos específicamente como
masculino o femenino, según el sexo al que pertenecen. Sin embargo, lo que subyace, a
partir de que la diferencia de sexos se ha definido históricamente mediante el dominio de
lo masculino, es que la identidad masculina difícilmente es definida como “diferencia”,
mientras que la identidad de las mujeres se define desde la diferencia. Por las relaciones
de poder en que se encuentran hombres y mujeres la identidad de género masculina
adquiere características de sujeto y la femenina de objeto.
145
De entre las distintas formas de abordar este problema la filosofía existencialista de
Simone de Beauvoir es particularmente interesante. La pregunta ¿qué es una mujer?, le
lleva a constatar que, desde diferentes discursos, la mujer es conceptuada como “lo
Otro”. La asunción de los hombres como sujeto se había hecho en el pensamiento
filosófico y sociológico desde diversas perspectivas. La diferencia de los sexos apareció
en los discursos filosóficos como una diferencia en masculino y femenino, sólo que los
dos polos del dualismo se jerarquizaban. Se adscribían características de activo y fuerte a
lo masculino, frente a lo pasivo y débil de lo femenino. Sin embargo, lo que tuvo
mayores implicaciones fue el calificar a “lo masculino” como “lo Mismo”, como una
identidad cuya característica básica es el ser idéntica a sí misma. Mientras que “lo
femenino” se caracterizó como “lo Otro”, se entiende, de lo Mismo incluso como “la
Alteridad absoluta”. Esa dicotomía pensaba la diferencia de los sexos no en términos
sexual-biológicos como la diferencia anatómica, ni tan siquiera como una diferencia social
cultural. Se pensaba la diferencia de los sexos como ontologica.
Simone de Beauvoir analiza cómo ha podido construirse esa diferencia, pero no está
interesada en polemizar sobre la misma. Califica como “infructuosa polémica” debatir
sobre si las mujeres son inferiores, superiores, iguales o diferentes. El problema no radica
en eso sino en averiguar “cómo puede cumplirse una libertad en la condición femenina”.
Por lo que hará un análisis fenomenologico de cómo se ha producido esa “condición” e
investigará cómo se ha construido lo que se llama el “destino” de las mujeres. Mediante
las aportaciones de la biología, el psicoanálisis, el materialismo histórico, etc., se
adentrará en las aportaciones que explican ese destino y que a la vez colaboran a
formarlo.
Por otra parte, indaga en cuál es la “situación” de las mujeres, y cuáles son las
“figuras de la mujer” que se presentan: la madre, la esposa, la lesbiana, etc. Deconstruirá
los mitos que se han construido históricamente desde todas las culturas. Sin embargo, lo
fundamental de su análisis es que su crítica a la conceptualización de la mujer como “lo
Otro” introduce la afirmación de que “ella es también para sí misma una conciencia”. Por
lo tanto, desde una concepción que defienda la afirmación de cada uno de los individuos
de la especie como una trascendencia, como una libertad, la “diferencia de los sexos” no
ha de implicar desigualdad. Tampoco ha de implicar subordinación y dominio de un sexo
al otro.
Sin embargo, persiste el problema de la identidad de un sujeto en “la condición
femenina”. El problema radica en que históricamente y en líneas generales la
construcción de una identidad femenina se ha hecho desde los varones. Es una identidad
que no se forma desde el propio sujeto sino que es heterodesignada. Son los otros, los
varones, quienes la han designado. Es lo que se ha llamado el pensamiento androcéntrico
que, por una parte, se ha apropiado de los valores y la cultura de la especie humana, y,
por otra, ha definido a las mujeres desde su privilegiada situación. A partir de ahí, la
crítica feminista ha tenido que deconstruir el androcentrismo poniendo de relieve que se
han silenciado y desvalorizado las aportaciones de las mujeres y que los hombres se
abrogaban como “masculina” la cultura de toda la especie humana.
146
Todo ello ha llevado a tener que afirmar el valor de las mujeres, lo cual ha
introducido en la crítica la necesidad de definir en qué consistía ese valor, esas
características específicas de las mujeres. Ya vimos como Simmel buscaba definir una
cultura femenina como “diferente” de la masculina.
Esto ha significado un problema porque ha habido la necesidad de plantear la
cuestión de la diferencia al tener que dar cuenta de una identidad tan constrictiva como
es la del género. Pensar la diferencia de los sexos lleva implícitamente unido la crítica al
androcentrismo y la postura sobre la identidad y, en consecuencia, pronunciarse sobre el
valor de esa diferencia. En los apartados 6.2 y 6.3, se hacía alusión a la diferencia
conceptualizada como inferioridad respecto de lo masculino que se presentaba como la
identidad hegemónica y, por lo tanto, la asimilable a la universalidad de la especie.
Aunque no implicara desvalorización, lo femenino suponía generalmente lo
complementario de lo masculino.
Sólo el feminismo, y la filosofía social que defiende la igualdad de todos los
individuos de la especie, abogaban para que la diferencia fuera un argumento en pro de
esa igualdad y no un obstáculo. Por lo tanto, hay que tener en cuenta dónde se sitúa el
discurso de la diferencia porque cuando se articula con la defensa de la igualdad adquiere
un significado distinto al que tiene si se mantiene la desigualdad.
El feminismo se ha pronunciado sobre esa cuestión de diversas maneras. Incluso ha
sido lo que ha producido que haya varios “feminismos”: el feminismo de la igualdad y el
de la diferencia. El feminismo que defiende la “diferencia sexual” lo hace de forma
completamente distinta a las concepciones que marcaban la diferencia entre los sexos
para desvalorizar a las mujeres o para darle al carácter sexual unas connotaciones
esencialistas que lo hacían insuperable. El “feminismo de la diferencia sexual” se
caracteriza por una valoración positiva de la diferencia. Es cierto que por parte de
concepciones androcéntricas puede haber una utilización de la diferencia, sin embargo, lo
que caracteriza a este feminismo es la afirmación positiva que hace de la diferencia y,
desde luego, la crítica del dominio de lo masculino.
Esa afirmación positiva de la diferencia se hace de diversos modos pero todos ellos
se relacionan con el problema de la identidad: se especifica una identidad femenina
diferente de la masculina y se buscan las formas de su representación. En el pensamiento
contemporáneo el origen del pensamiento de la diferencia sexual se encuentra en la
crítica al pensamiento filosófico y político que ha producido un concepto de razón
vinculado al pensamiento identificante. La afirmación de la diferencia propondrá la
valoración de lo no-idéntico. Esta crítica filosófica se encuentra en corrientes filosóficas
distintas, como la de la teoría crítica de Adorno, o la del postestructuralismo de G.
Deleuze. En el pensamiento feminista fue expuesta por Luce Irigaray quién la unió al
psicoanálisis de Lacan. A partir de ahí desarrolló toda una concepción de “la diferencia
sexual”. Se trata de una concepción que defiende que hay algo más que el pensar lógico-
racional que configura el discurso masculino. Habría un “hablar femenino” situado en un
plano más profundo de emociones que trascendería el discurso patriarcal. Se trataría de
hacer posible la identificación femenina que implicaría una “ética de la diferencia sexual”.
147
Todo ello ha de significar una forma de lo político distinta. Si se acentúa la diferencia
sexual y se buscan genealogías fuera del ámbito masculino, por ejemplo, y si se
construye la genealogía materna, se tendrán las bases para una afirmación de lo femenino
y de las mujeres. Se define “la feminidad” desde aquellos aspectos que hacen posible la
unión del cuerpo femenino con el universo: todo lo relacionado con la sexualidad
femenina, los ciclos, el embarazo, la maternidad, etc.
A partir de ahí una política de la diferencia tendría que suponer: un código civil y
una constitución orientados a los sexos. Puesto que varones y mujeres no son iguales, ya
que la diferencia sexual es la característica de identidad fuerte, todo lo que se proponga
como igualdad de derechos significará para las mujeres un fracaso. Se incorporan a lo
masculino a cambio de perder su identidad lo cual implica riesgos en su integridad ya que
esos derechos no hacen justicia a las especificidades del cuerpo de las mujeres.
El feminismo de la diferencia sexual ha elaborado a partir de ahí una filosofía y una
política que busca definir las formas específicas de relaciones entre las mujeres en
consonancia con un “orden simbólico de la madre”. Conceptos como el de
“affidamento”y el de “autoridad femenina” investigan en las posibilidades de relación
entre mujeres. De manera que el reconociminento mutuo, la posibilidad de solidaridad
femenina, que implique una relación horizontal entre hermanas, se presenta frente a la
relación autoritaria y vertical propia del patriarcado.
Uno de los aspectos más positivos de la defensa del principio de la diferencia sexual
radica en eliminar todo victimismo. El reconocimiento que han de hacer de sí mismas las
mujeres ha de serlo desde una valoración positiva de su “diferencia”. Los aspectos
negativos de la propuesta estarían en que se proponen formas de “autoridad” entre las
mujeres que jerarquizan la relaciones entre ellas. Por otra parte, las propuestas políticas
de una democracia en la que rigiera el principio de la diferencia y que implicara la
construcción de dos sujetos —mujeres y varones– tiene la enorme dificultad y el riesgo
de olvidar el pluralismo y que hay otras identidades configuradoras de los individuos,
como la etnia, la lengua, etc.
6.5. Igualdad
148
es que, de hecho, social, política y culturalmente, las diferencias se han tomado como
base para justificar las desigualdades y la exclusión. Por lo que hubo que argumentar para
defender la igualdad. Ese fue el caso también en las defensas de la igualdad de los sexos.
No significaba que las mujeres fueran masculinas, implicaba que las mujeres eran
humanas y se denunciaba que los varones se habían adjudicado los valores humanos en
exclusiva. Desde Marie de Gournay en el s. XV hasta Harriet Taylor y John S. Mill en el
siglo XIX, pasando por Mary Wollstonecraft y Olympia de Gouges en el siglo XVIII, la
defensa de la igualdad de los dos sexos se ha hecho desde posiciones filosóficas distintas,
pero todas ellas con un denominador común: no se podía excluir a la mitad de la
humanidad de lo que se le concedía a la otra mitad. Desde la posibilidad de igual
educación, poder aprender a leer y escribir, adquirir las mismas ciencias, desarrollar los
mismos oficios y trabajos si se tiene capacidad individual para hacerlo, detentar los
cargos de ejercicio del poder, tener los mismos derechos y deberes, etc. Los defensores
de la igualdad entre hombres y mujeres han argumentado, en líneas generales, que: la
razón es una y no tiene sexo, que los hombres han ejercido un dominio interesado sobre
las mujeres, que se han abrogado como masculinas cualidades humanas, que mediante
las leyes, especialmente las del matrimonio, han supeditado la mujer al varón.
La idea de igualdad implica un universalismo que no se cumple en el caso de las
mujeres porque la democracia que surgió a partir de la Revolución francesa fue una
democracia excluyente. Exclusión que significó: negarles el derecho de ciudadanía, el
acceso a la educación, propugnar una educación diferente, etc. La base para concretar
social y políticamente esta exclusión radicó en propugnar dos esferas de actuación de los
seres humanos según fueran varones o mujeres: un espacio público para los varones y un
espacio privado para las mujeres. Los varones tenían derecho de ciudadanía y podrían
ejercerla como función propia así como participar en todos los ámbitos de lo público,
negocios, comercio, relaciones, y a las mujeres se les negaba ese derecho porque sus
especiales características femeninas (que se definían como afecto, sentimiento, belleza,
etc.) las hacían idóneas para lo privado. Su espacio propio era el privado-doméstico:
cuidado de los hijos, ancianos, enfermos; administración de la casa; soporte del marido.
Hay que resaltar que desde filosofías políticas que defienden la igualdad, como es el
caso de Rousseau y de Kant, se da la paradoja de que, como hay que atender a las
funciones señaladas, se busca una explicación “natural” para excluir a las mujeres de la
vida pública, justificar el ejercicio en exclusiva de funciones domésticas y la falta de
conveniencia de ejercer otras. Los defensores de la igualdad de los sexos evidenciaron
cómo se justifica la desigualdad en algo natural que es, sin embargo, construido a partir
de la exclusión que se les impone.
Una de las formas de superar la infructuosa polémica entre igualdad-diferencia es la
afirmación de Hannah Arendt en La condición humana:
La pluralidad humana, básica condición tanto de la acción como del discurso, tiene el doble
carácter de igualdad y distinción. Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y
prever el futuro las necesidades de los que llegaran después. Si los hombres no fueran distintos, es
decir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no
necesitarían el discurso ni la acción para entenderse. Signos y sonidos bastarían para comunicar las
149
necesidades inmediatas e idénticas (Arendt, 1993: 200).
6.6. El feminismo
El feminismo es tanto una filosofía política específica, que trata del problema de la
diferencia de los sexos, como un movimiento social y político de las mujeres para
vindicar desde su libertad y autonomía su plena participación en todos aquellos espacios
y funciones que elijan.
La tradición feminista ha configurado un pensamiento crítico que comporta, por una
parte, evidenciar la situación de exclusión y dominio específico por el sexo que se ejerce
sobre las mujeres, y, por otra, propone normas de acción para cambiar la situación
existente por considerar que no debe ser así. En ese sentido trae consigo también, una
ética.
Tanto en la teoría como en la política, la diversidad de los “feminismos” es un
hecho. La pluralidad de investigaciones y propuestas se ha multiplicado en los últimos
veinte años de manera notable. Sin duda, la incorporación de las mujeres al trabajo
remunerado, la igualdad en la educación, el acceso de las mujeres a la educación
superior, la consecución del derecho de ciudadanía, el cambio en las leyes del
matrimonio, el divorcio, los anticonceptivos, etc. han hecho posible un cambio
sociológico sin precedentes en el siglo XX. Pero, sin duda también, han sido las acciones
de las mujeres en todos los campos, vindicando, sobre todo, su derecho a la ciudadanía y
participando activamente en todas las esferas de la actividad pública y privada, lo que ha
hecho posible una situación nueva.
Sin embargo, el dominio sexual continúa: violencia contra las mujeres, sentido de
propiedad sobre su cuerpo por parte del marido o pareja, discriminación salarial (menos
sueldo por igual trabajo), doble jornada (trabajar fuera del hogar y dentro); no
reconocimiento, ni del trabajo “de puertas a dentro” como trabajo productivo, ni del
reproductivo (crianza de los hijos, socialización); poca participación en los ámbitos donde
se toman las decisiones que implican poder económico y político. Todo ello ha dado
lugar, en los países desarrollados, a una diferenciación amplia de grupos feministas y
asociaciones de mujeres con vindicaciones específicas en el trabajo, en la educación, en
la sanidad, en la política: desde las amas de casa hasta las mujeres emigrantes, mujeres
separadas y divorciadas, mujeres para la salud, etc. El feminismo históricamente ha sido
diverso aunque haya habido hegemonía de algunos movimientos. Siempre ha habido
discursos afirmativos de las mujeres y obras importantes de mujeres que se han
silenciado, que se desconocen, que no se han incluido en la “cultura”. Es el caso de
Christine de Pisan, quién escribió La ciudad de las damas en el s. XV, o el de Sor Juana
150
Inés de la Cruz y la ya nombrada Marie de Gournay.
Pero, como movimiento social con características propias vindicativas, su
surgimiento fue a finales del XVIII cuando se produce una crisis de legitimación
patriarcal junto a las otras crisis de legitimación del estatus y los diversos linajes en la
Revolución francesa. Las mujeres se organizaron en “clubs de mujeres” presentando sus
vindicaciones para criticar que eran el “tercer estado dentro del tercer estado”, donde se
las recluía al excluirlas del derecho de ciudadanía.
Al escribir y proclamar los “Derechos de la mujer y de la ciudadana” (1791),
Olympia de Gouges llevaba al terreno de la lucha política revolucionaria el “punto de
vista” de un nuevo sujeto que Mary Wollstonecraft había estipulado al afirmar: “hablaré
en nombre de las de mi sexo”. Era un nuevo sujeto que se formaba por partida doble: al
definirse como quien habla, como el sujeto que afirma el discurso y al constituirse en una
identidad desde la diferencia excluida. Se introducen las condiciones de posibilidad de un
nuevo sujeto “las mujeres” al pasar de “la sangre (el linaje) al sexo” como formas de
exclusión. El sexo que se excluye y define como “el segundo sexo”, como “el otro sexo”
empezará desde ahí una larga y compleja lucha.
Larga, porque históricamente siempre se vuelven a reformular las formas de la
exclusión y el dominio. Baste citar que los clubes de las mujeres de la Revolución
francesa fueron cerrados por los jacobinos y Olympia de Gouges guillotinada, porque se
entendió que querían ser hombres de Estado aquellas cuyo destino por “naturaleza” era
ser madres y esposas. Las discriminaciones que se dan en la actualidad, y que se citaban
anteriormente, también evidencian nuevas formas de dominio.
Compleja, porque, al ser en parte la identidad de las mujeres una identidad
designada desde la exclusión su afirmación resulta siempre paradójica. No se sabe muy
bien, al afirmar una identidad desde la diferencia, si se estará afirmando la construcción
de una identidad subordinada y dominada. Subvertir esto es la tarea común que el
feminismo ha de proponer: la superación de las “infructuosas polémicas sobre la igualdad
y la diferencia” estriba en lograr que la vindicación de las mujeres desde su propia
libertad sea una afirmación de su identidad propia y no de la construida por la exclusión.
El feminismo histórico representa la invención y puesta en práctica de estrategias
diversas para lograrlo. Y a lo largo del siglo XIX y parte del XX va a potenciarse como
movimiento autónomo, organizado internacionalmente, con una identidad propia al lado
de otros movimientos sociales como el socialismo, el comunismo y el anarquismo.
El feminismo se caracterizó durante la segunda mitad del siglo XIX y primera del
XX por la vindicación del voto. La petición del sufragio dio nombre al feminismo como
“sufragismo”. Fue más intenso en EEUU y Gran Bretaña.
Característica del sufragismo fue su planteamiento interclasista. Este movimiento
defendió que era un derecho que concernía a todas, independientemente de que las
mujeres fueran de la clase trabajadora o de la burguesía o clase media así como de
ideologías políticas distintas. Abarca desde el sufragismo americano con la Declaración
de Séneca Falls en 1848, con Elisabeth Cady Staton, Susan B. Anthony, hasta la petición
en el Parlamento inglés por parte de J. S. Mili, quien abogó por la causa de las mujeres
151
siendo objeto de burla.
En Francia el feminismo estuvo relacionado con los movimientos socialistas. Las
sansimonianas como Claire Démar o Flora Tristán, en la década de 1840, especificaron
vindicaciones para las mujeres trabajadoras, crearon periódicos, abogaron por nuevas
leyes del matrimonio y el divorcio, por formas de solucionar el cuidado de los hijos,
organizaron casas de acogida para las mujeres maltratadas, etc. En líneas generales se
puede entender que mientras el feminismo anglosajón se centra en los derechos
individuales, ciudadanos y políticos, el continental se preocupó de solucionar los
problemas que las mujeres de clase trabajadora tenían en el trabajo y en el hogar. Tanto
la alemana Clara Zetkin (1854-1933) como la rusa Alexandra Kollontai crearon
organizaciones específicas de las mujeres en los partidos de izquierda a los que
pertenecían.
Manifestaban que el acceso al trabajo era en inferioridad de condiciones junto con
los problemas que tenían en la vida cotidiana. Las que más hincapié hicieron en la
necesidad de cambios en las relaciones sexuales con sus compañeros y en la vida
cotidiana fueron las anarquistas, como Emma Godman, al defender que la libertad y la
convicción individual eran imprescindibles.
En España durante la Segunda República el feminismo se fomentó principalmente en
torno a la exigencia del derecho al voto para las mujeres. Fue Clara Campoamor,
abogada, diputada del Partido Radical y presidenta de la organización Unión Republicana
Femenina, quien propuso a las Cortes Constituyentes que las mujeres tuviesen derecho al
voto. El principio de igualdad y los principios democráticos así lo exigían.
El feminismo español no era un feminismo fuerte. No había una tradición de lucha
social y política de las mujeres. Las razones que se dan son el poco desarrollo industrial,
el atraso económico y la débil implantación de la revolución burguesa en España. Pero
hay otros, como la poca integración de las mujeres en el mercado laboral y la poca
educación básica de las mujeres.
Ahora bien, aunque no hubiera un movimiento político y vindicativo fuerte, sí se
dieron movimientos sociales que iban cambiando la forma de entender las relaciones
entre los sexos:
Hay la posibilidad de conceptualizar el feminismo histórico como un proceso social de
renegociación de los términos del contrato social de género, es decir, de modificación y de reajuste de
las bases de dominación de género establecidas en la sociedad (Nash, 1995: 158).
152
Tanto la Guerra Civil española como la Segunda Guerra Mundial dieron lugar a
situaciones en las que las mujeres salían masivamente a realizar en el campo y en las
industrias los trabajos que antes hacían los hombres. Como en otras guerras, las mujeres
también intervinieron en la lucha directa o en la retaguardia. Sin embargo, después de las
guerras las mujeres volvían al hogar y se producía de nuevo “la mística de la feminidad”.
Hubo en la posguerra dos textos fundamentales sobre la situación de las mujeres, El
segundo sexo (1949) de Simone de Beauvoir, del que ya se han referido sus tesis básicas,
y La mística de la femineidad de la norteamericana Betty Friedann (1963).
Si la lucha por el voto caracterizó en líneas generales la “primera ola de feminismo”
los objetivos de lucha se diversifican en la llamada “segunda ola de feminismo” desde los
años sesenta. Se trata de movimientos organizados y acciones puntuales para conseguir
objetivos concretos. Por poner dos ejemplos: en EE UU, la Organización Nacional de
Mujeres (NOW); en Francia, el Movimiento por la Liberación de las Mujeres (MLF).
Los problemas que aparecen son: los del aborto, la situación de las mujeres trabajadoras,
la insatisfacción y explotación de las amas de casa, el problema de la “doble jornada”, el
divorcio, la violencia contra las mujeres, etc.
La complejidad y riqueza de propuestas del feminismo en los últimos treinta años del
siglo XX ha llevado a que se hable de “feminismos”. Así se ha dado el “feminismo
radical” norteamericano de los años setenta con el movimiento de las Women’s Lib. Una
de las representantes teóricas del mismo sería Kate Millet, cuyo libro Política sexual
analizaba, desde la historia y la literatura, el dominio sexual como un dominio político. El
patriarcado es visto como “política sexual”, es decir, una serie de estratagemas destinadas
a mantener el sistema de dominio de los hombre sobre las mujeres. Las relaciones entre
los sexos son vistas como relaciones de poder que implican una determinada política. El
feminismo radical insistía en la especificidad del dominio sexual independientemente de la
clase y de la etnia. Ella habla de la “colonización interior”. Otra representante fue
Shulami Firestone autora de La dialéctica de los sexos. La nueva política para las
mujeres que se propugnaba era la condena de los estereotipos sexistas en los medios de
comunicación que pedían información sobre anticonceptivos y el aborto. Desde el
feminismo socialista se ponía de relieve que la identidad de clase tenía que unirse a la
identidad genérica. La crítica de las feministas dentro del paradigma socialista era
considerar que el género era un aspecto fundamental para poder entender la estructura de
poder de nuestras sociedades capitalistas. Había que introducir, pues, junto al análisis del
modo de producción, el análisis del modo de reproducción. Iris Young acuñó el término
“sistema dual o doble sistema” de capitalismo y patriarcado para caracterizar las
aportaciones de teóricas feministas como Julliett Michel, Zillah Eisenstein o Heidi
Hartmann. En España se desarrolló en torno a la figura de Lidia Falcón y su concepción
de las mujeres como clase.
Es interesante comprobar cómo, poco a poco, las teóricas del feminismo socialista van
formulando sus demandas en el marco de una teoría general del poder. Las pretensiones feministas
socialistas van más allá de una teoría que dé cuenta de la particular situación de opresión de la mujer.
El incorporar las relaciones de sexismo a las relaciones económicas no sólo tiene significado para el
análisis feminista sino que, enriquece el análisis social general. Hartmann, por ejemplo, cree que
153
nuestra sociedad va a ser mejor entendida una vez que se reconozca que está organizada no sólo de
una forma capitalista sino de un modo patriarcal (Molina Petit, en Amorós (coord.), 1994: 233).
154
Uno de los problemas centrales del feminismo de los últimos veinte años ha sido el
problema del “sujeto” del feminismo. La crisis del sujeto social e histórico, que desde la
perspectiva marxista era la clase obrera, repercutió en el feminismo. Empezaba a
cuestionarse el genérico “mujeres” como sujeto del feminismo porque no estaba clara la
identidad genérica que pudiera ser la base de ese sujeto.
La apretada síntesis de las principales corrientes del feminismo nos ha presentado la
diversidad de propuestas, pero sobre todo daba cuenta de que lo que fuera la identidad
de la mujer era altamente problemático. Por una parte, era una “identidad
heterodesignada”, en la expresión de Amelia Valcárcel, y, por otra, había feminismos que
apelaban a una identidad que había que reconstruir mediante la experiencia de las
mujeres, mediante la búsqueda de una genealogía desde el orden simbólico de la madre,
o mediante la “escritura femenina”.
Se han citado algunas de estas corrientes pero hay otras. Así, por ejemplo, había un
sector del feminismo norteamericano que desarrolló la concepción de “un pensamiento
maternal” (maternal thinking). Se entendía la maternidad como un vínculo intrínseco y
básico entre las mujeres (Adrienne Rich, Mary Daly, Nancy Chorodow). En concreto
Nancy Chorodow en una obra que causó gran impacto, The reproduction of mothering,
de 1978, relaciona la dominación masculina y la maternidad; la identidad genérica estaría
marcada en las mujeres por su función maternal y esa función contribuiría a la
dominación masculina. Chorodow explica, pues, el dominio masculino mediante la
“reproducción del rol maternal en las mujeres”:
Las mujeres, en tanto que madres, producen hijas con capacidad y deseos maternales. Estas
capacidades y necesidades se cimentan y desarrollan a partir de las relaciones madre-hija. Por el
contrario, las mujeres en tanto que madres y los varones en tanto que no madres (as not mothers)
producen hijos cuyas capacidades y necesidades de atender a los demás han sido coartadas y
reprimidas. Ello prepara a los varones para su menor papel afectivo en su familia posterior, así como
para su participación preponderante en el impersonal mundo extrafamiliar del trabajo y la vida pública.
La división sexual y familiar del trabajo, en la cual las mujeres son madres y están más implicadas que
los varones en relaciones interpersonales y afectivas, produce entre las hijas y los hijos una división de
las capacidades psicológicas que les conduce a reproducir dicha división familiar y sexual del trabajo
(Chorodow, 1984: 7).
El feminismo de los años ochenta y noventa se debatió entre posturas como la citada
del “pensamiento maternal”, la lucha y crítica de la pornografía como fuente de
explotación sexual de las mujeres, posturas relacionadas con la ecología el pacifismo
(ecofeminismo), etc. Sin embargo, el debate se ha centrado en los últimos años en las
cuestiones en torno al sujeto, a las políticas de la identidad-diferencia, el problema de la
identidad política y el problema de la ciudadanía.
La dificultad ha sido tener que definir de forma apremiante el sujeto del feminismo,
desde un punto de vista político, cuando se presentaba la posibilidad de realizar políticas
que tuvieran en cuenta a las mujeres. En la larga tradición de lucha de las mujeres es una
cuestión inédita, porque esas luchas siempre se planteaban como acciones de afirmación
y/o resistencia para un reconocimiento social, económico y político negado. Pero cuando
se tiene en algunos países, el derecho de ciudadanía como ahora, el problema no es ese
155
derecho sino qué es lo que representa para la identidad personal de las mujeres y para la
identidad de las mujeres como género. Si la cuestión de la clase socavó el universal “las
mujeres” para hablar de las “mujeres proletarias”, la cuestión de la etnia vino a minar,
más aún, la categoría de “mujeres” y lo que parecía un sujeto claro del feminismo: “las
mujeres” empezó a tambalearse.
“Mujeres” dejó de ser un término con significado estable y comenzó a ser altamente
problemático. En la base estaba la sospecha de que las mismas relaciones de género —
relaciones heterosexuales– y de dominio lo habían construido como sujeto estable. Una
identidad de género estable para las mujeres como “madres”, como “explotadas
sexualmente”, como portadoras de valores específicos no era pertinente porque era una
construcción de cómo han de ser los sexos.
Todos estos problemas se presentaron como un debate entre diferentes
“paradigmas” dentro del feminismo. Uno de ellos fue la polémica entre Carol Gilligan,
autora de una obra fundamental del pensamiento contemporáneo In a different voice, y
Chatherine MacKinnon autora de Hacia una teoría feminista del estado. La obra de
Gilligan defiende la tesis de que las mujeres articulan una serie de valores específicos —
ética del cuidado—, que son valores positivos y no sólo de explotación y subordinación.
Mientras que, para MacKinnon, dado el estado de opresión y subordinación de las
mujeres esos valores de cuidado de los otros, empatia, etc., no pueden ser positivos.
Seyla Benhabib resume así las propuestas de diferentes “feminismos” que subyacen en
estas posturas;
Si las mujeres como sujetos sociales y políticos son portadoras de un conjunto de valores
diferentes y distintivos, que deberían promover y por los que deberían luchar en la esfera pública, o si
las mujeres deberían luchar por el poder y la igualdad movilizando los recursos existentes y las
instituciones disponibles en la sociedad en su conjunto. Llámese a esto un choque de paradigma entre
“feminismo de la diferencia” y “feminismo de la igualdad” o un choque entre “moralismo” y
“realismo” o entre “utopía” y “realpolitik” (Benhabib, 1996: 24).
156
que la raza, el género y la clase engarzan como determinantes de identidad que deben orientar los
paradigmas empíricos de investigación. Raramente, por no decir nunca, se plantea la cuestión de qué
entendimiento del yo (self) se debe presuponer para conceptualizar la confluencia de estas identidades.
¿Son estas activas? ¿Son como capas de ropa superpuestas que los actores sociales pueden ponerse y
quitarse? ¿Cómo las experimenta una mujer que en sí misma es una totalidad concreta que las reúne
todas en una única historia de vida? (Benhabib, 1996: 33-34).
Esa propuesta de Seyla Benhabib se mantiene dentro del universalismo, pero recoge
las críticas del feminismo para concluir: hay que “generizar el sujeto del razonamiento
moral, no en orden a relativizar las exigencias morales sino para corresponder o cuadrar o
estar en forma con las diferencias de género” (Benhabib, 1992: 6).
Otro de los debates relacionados con el del problema anterior fue el del concepto de
ciudadanía. Las distintas formas de entender la identidad han condicionado el concepto
de ciudadanía. También la separación entre lo público y lo privado determinó que la
ciudadanía se concibiera de forma excluyeme para las mujeres en sus inicios. El
monopolio masculino del espacio público y su hegemonía en la teoría y en la práctica
política desde los inicios de la democracia fue siempre caballo de batalla del pensamiento
feminista. El problema de “las mujeres” se retoma como el problema de un “nosotras”
que quiere afirmarse en lo político. El concepto de ciudadanía y el concepto de esfera
pública que se tenga darán respuestas diferentes a esa afirmación en relación a la
universalidad.
Las concepciones feministas que abogan por un “punto de vista femenino”
responderán al debate sobre la ciudadanía con un concepto de la misma que dé cuenta de
un sujeto que exprese la diferencia sexual. Lo que se quiere expresar son tipos
diferenciados varones-mujeres encontrando pertinente la diferencia sexual para el
157
concepto de ciudadanía. Según el feminismo del “punto de vista femenino” habría dos
sujetos políticos que legitimarían el concepto de “ciudadanía”. Desde esta postura puede
haber diferentes formas de entender lo que define a las mujeres, incluso algunas
excluyentes: por ejemplo, el concebirlas desde su papel de “explotadas y dominadas por
los hombres” o concebirlas desde los valores específicos que procuran, como los
concernientes a la ética del cuidado. Lo cual plantea el problema de la pertinencia del
género para definir la ciudadanía.
Otra respuesta a estos interrogantes —además de la ya expuesta de Seyla Benhabib-
es la propuesta desde una política democrática radical hecha por Chantal Mouffe
(“Feminismo, ciudadanía y política democrática radical”). Mouffe ve imposible que los
límites del universalismo ilustrado se puedan subsanar apelando a dos clases de
ciudadanos según dos clases de “universalidad”, sexualmente diferenciada. Propone que
la diferencia sexual no sea pertinente para definir la ciudadanía. Para ello define la
“ciudadanía” como una “identidad política” que articula diferentes posiciones de sujeto.
Eso significa concebir al “agente social” como “articulación de un conjunto de posiciones
de sujeto correspondiente a la multiplicidad de las relaciones sociales en las que se
inscribe”. Entiende que la diferencia sexual puede ser pertinente en múltiples discursos,
prácticas e instituciones pero que eso no significa que tenga que serlo en otros.
Desde ahí pretende reformular la distinción típica del liberalismo entre el “espacio
público” y el “espacio privado”. Afirmar la libertad individual, pero rechazar la exclusión
de las mujeres por haberlas definido en y por el espacio privado. La ciudadanía como
“identidad política” tendría que articular las diferentes actuaciones, empresas, nociones
de bien que se mantuvieran. Tendría también que permitir “una pluralidad de lealtades
específicas y el respeto de la libertad individual”. Redefinir la distinción público-privado
desde ahí, supondría distinguir entre la privacidad de los deseos, decisiones y opciones y
las realizaciones de los mismos que pertenecerían a lo público. Tendría que desarrollar
nociones de actividad cívica de responsabilidad pública y de participación política.
Esa concepción de la ciudadanía como una “identidad política” -como principio
articulador de las diferentes posiciones de sujeto– reconoce los principios de igualdad y
libertad de las democracias modernas, aunque mantiene que puede haber tantas formas
de ciudadanía como interpretaciones hay de las mismas. Mouffe concluye que el
feminismo es “la lucha para la igualdad de las mujeres”. El problema radicará en
formular esa lucha desde una concepción de la ciudadanía como identidad política en la
que no sea pertinente la diferencia sexual. Lo cual significa que la política feminista no ha
de basarse en una “identidad de mujer” previamente dada o definida, pero de ahí no se
concluye que no pueda haber formas de unidad y de políticas feministas.
Ahora bien, hasta qué punto serán específicamente feministas estas políticas quedará
definido no por responder a una identidad de mujeres sino por proponer metas y
aspiraciones feministas, entendiendo por tales “la transformación de todos los discursos,
prácticas y relaciones sociales donde la categoría mujer está construida de manera que
implica subordinación” (Las ciudadanas y lo político, p. 19).
El problema sobre la identidad, el sujeto político y la ciudadanía es amplio y
158
complejo dentro del feminismo. Las aportaciones reseñadas indican que se trata de un
debate abierto que sin duda incidirá en nuevas propuestas políticas de vindicación de las
mujeres.
159
7
La pluralidad, cultural humana
160
multiculturalismo es amplio y con ellos se califican posturas que no son unitarias y que,
las más de las veces, se encuentran entre una y otra postura. Hay, pues, que precisar los
debates y problemas que se discuten para a través de los mismos conocer estas
concepciones.
Por otra parte, la concepción universalista es una concepción de larga tradición, que
tiene su origen en la idea kantiana de la razón y de los principios que la rigen. También
tiene una amplia tradición el comunitarismo, ya que responde a una concepción ética en
la que la afirmación de bienes constitutivos de una determinada comunidad es prioritaria
respecto de la afirmación de autonomía y los derechos individuales propios del
liberalismo. Por otra parte, el multiculturalismo es un término nuevo que responde a
alternativas actuales al universalismo y al comunitarismo pero que puede recoger
aspectos de una y otra tradición. Así, en la postura comunitarista de Charles Taylor, el
reconocimiento de las identidades diferenciadas se hace apelando a los valores auténticos
y a los bienes constitutivos de las diferentes culturas mientras que, en el multiculturalismo
de Will Kymlicka, se afirman los derechos de los grupos diferenciados manifestando que
el liberalismo ha de responder a esa demanda, pero que ha de dar satisfacción también a
la libertad individual. Por lo tanto, habría un multiculturalismo comunitarista y otro
liberal.
De la misma manera, el universalismo y el liberalismo adquieren distintos matices
según se defienda una idea de justicia en la que sea básica la defensa de los derechos del
individuo y las reglas procedimentales para lograrlos, como es el caso de J. Rawls,
mientras que un universalismo interactivo, como el de Habermas, Benhabib y Wellmer,
defendería una ética deliberativa en la que la cuestión del procedimiento no excluyera el
diálogo ni la aportación del debate público.
Aunque este debate parezca un problema ético-político en exclusiva hay que tener
en cuenta que son problemas implicados en la concepción de la sociedad que se tenga,
según se enfatice la afirmación individual, al margen de la comunidad, o se defienda la
imposibilidad de concebir el uno sin la otra.
Además, el debate incluye la autocomprensión que de sí misma ha hecho la sociedad
occidental y grupos privilegiados dentro de ella. Desde ahí se comprenden otras
controversias que aparecen en torno a este tema, como son: a) la contraposición entre
universalismo y relativismo; b) la distinción entre relativismo y pluralismo, y c) la
cuestión de si es etnocéntrico el universalismo.
Esa autocomprensión de la sociedad occidental y de grupos privilegiados dentro de
ella (especialmente los varones protestantes blancos) configuró una imagen de un
Nosotros frente a los Otros, muy distorsionadora. Al abrogarse una etnia, una religión y
un sexo, la posibilidad de ser el Nosotros referencial de la cultura occidental se
caracterizaba como los Otros, a las sociedades no occidentales, pero también a grupos de
diferente sexo, religión y etnia.
El debate en torno a este problema se ha presentado en la filosofía social
contemporánea unido a otro no menos importante: el de la posibilidad de diálogo entre el
Nosotros y los Otros. Pero en torno a esa posibilidad o imposibilidad de un diálogo
161
cultural hay varias cuestiones implicadas como, por ejemplo, la de “quiénes somos
Nosotros y quiénes los Otros”; la de si el Nosotros posee. un lenguaje, unas reglas y unas
formas de vida tan específicas y peculiares que son inconmensurables con las de los
Otros, o si hay posibilidad de traducción de unos lenguajes a otros. La filosofía
contemporánea del lenguaje y la antropología social y cultural relacionada con ella han
puesto de relieve esta problemática.
Ahora bien, en todo esto hay un problema central, el de que es la cultura peculiar de
las sociedades occidentales la que está en entredicho y reformulándose. Se trata de una
cultura caracterizada por la modernidad y la racionalidad. Hay que dar cuenta de lo que
supone esta cultura como definición de un Nosotros y con qué Otros se relaciona.
162
(Elias, 1987: 57).
163
mientras que la civilización hacía un uso inadecuado de la misma. El contraponer una
forma de realización auténtica y otra inauténtica había sido recogida por Kant del
pensamiento de Rousseau, quien la formuló como una búsqueda de la “virtud” en la
autenticidad existencial, en la interioridad. Cuando aparece el problema de la autenticidad
en la búsqueda de la identidad propia en los debates sobre el multiculturalismo se
presenta como una reformulación de esa forma de enfocar el problema por parte de
Rousseau y Kant.
Pero hay otra cuestión que también es central en esos debates y que igualmente se
inició en el complejo mundo intelectual entre la Ilustración, el Idealismo alemán y el
Romanticismo: el problema del reconocimiento. Cuando desde el multiculturalismo se
está afirmando la identidad de determinados grupos se hace aludiendo a sus
características propias, que quedan definidas como una “cultura” peculiar que los
“diferencia” de los otros grupos culturales. El “grupo diferenciado” puede tener, como se
verá, características étnicas, lingüísticas, etc., pero, en todo caso, se trata de una
“cultura” cuya identidad se diferencia de otra que se legitima por su autenticidad y que
demanda, o exige, “reconocimiento”. Cuando Hegel expuso el concepto de “lucha de las
autoconciencias por el reconocimiento” (Fenomenología del espíritu), inició una
reflexión conceptual que plasmaba un elemento originario de las relaciones “del yo al
nosotros y del nosotros al yo”. El mutuo reconocimiento, cualquiera que sean las
características que adquiera, se convierte en condición de posibilidad de formación de un
“nosotros”. Se verá más adelante la importancia de este concepto.
Vinculado a estos problemas se inicia la tensión entre universalismo y
comunitarismo. La diferencia más clara entre uno y otro se encuentra en la crítica hecha
por Hegel a Kant respecto de la base para sostener la postura moral. La filosofía kantiana
fundamenta la ética en la universalización de las máximas de la acción de cada individuo
particular. De ahí la necesidad de formular principios y normas de acción y de constituir
un derecho y un concepto de ciudadano que se defina respecto de “ser fin en sí mismo”
tener, como individuo, unos derechos intrínsecos e inalienables, etc. Hegel buscará una
“forma de vida”, una interrelación originaria entre los individuos, que forme un mundo
ético común (el primer Hegel lo llama “eticidad” o Sittlichkeii). Sin ser “comunitarista”
en el sentido actual del término, sí propuso una forma de comprender al individuo, al
ciudadano y su vinculación política desde la “comunidad”. En su Filosofía del derecho
diferenció entre la legalidad abstracta del derecho, la moralidad y la vida ética, de manera
que forman esferas con prácticas distintas.
En Hegel esa “eticidad” tiene un carácter normativo, y no se refiere tanto a unos
bienes intrínsecos defendidos por la comunidad como al modelo de vinculación entre los
individuos que ha de ser una apelación a formas de vida comunes. Sin embargo, el
comunitarismo actual, en líneas generales, entronca con la tradición aristotélica poniendo
en la base del discurso moral “la vida buena” más que la cuestión de lo justo, del
derecho, de la legalidad estricta. Y ésa es precisamente la crítica que hacen al liberalismo:
su fijación en el procedimiento para lo justo según leyes universabilizables, tradición que
arrancaría de Kant.
164
Lo que se contrapone son distintas formas de entender la ética que tiene sus
repercusiones políticas. En líneas generales las características serían: el universalismo
defendería la búsqueda de lo justo en defensa de los derechos del individuo; para ello
utilizaría un procedimiento de universabilidad de las máximas de acción de manera que
fueran coherentes con la ley universal; se busca la neutralidad y se hace hincapié en el
procedimiento formal para conseguirla y se entiende que el Estado tendrá que garantizar
esos procedimientos, de manera que el derecho cumpla el papel de ser justo para todos y
cada uno de los individuos que participan en él como ciudadanos. La tradición liberal del
Estado democrático cumpliría esas propuestas y en la actualidad la concepción de John
Rawls representa una defensa de esa tradición.
Las críticas a esa tradición tendría dos líneas, que se plasman en los debates
actuales, la crítica hegeliana, ya apuntada, y la crítica de los neoaristotélicos. Dos críticas,
que son diferentes, pero que tienen puntos en común. Critican el formalismo y valoran la
comunidad y lo que representa más que al individuo. Lo que ocurre es que la forma de
resolver esas acusaciones y la alternativa que se proponen son muy distintas. Desde
Hegel se adopta la postura de la concepción de una modernidad política que se plasma en
un Estado que articulará junto con la esfera de la legalidad la de la eticidad, el nivel de los
derechos formales universales con el nivel moral y con la formas de vida peculiares de
cada comunidad, teniendo el individuo la tarea de integrar los diferentes reclamos de cada
esfera. Desde ahí la política se entenderá como una esfera gobernada por la necesidad
del bienestar de la colectividad como algo fundamental junto al cosmopolitismo y el
universalismo kantiano que serían considerados demasiado abstractos.
La alternativa al liberalismo desde los neoaristotélicos es muy distinta porque se
centra en las concepciones del bien desde la ética, lo que va a dar lugar a la defensa de
las concepciones del bien que determinadas comunidades defienden. La controversia
principal estriba en que el neoaristotelismo defiende que no pueden establecerse
principios de legitimidad sin presuponer alguna concepción de la “vida buena’. Los
críticos comunitaristas del liberalismo mantienen esa postura. Piensan que es insostenible
una postura ética universalista que sea “neutral” con las diversas formas de vida que son
múltiples.
Pero todas estas cuestiones se han generado por lo que se ponía de relieve en la
Introducción: hay una determinada forma de entender el problema que ha sido
hegemónica en la sociedad occidental y de la cual ha dado cuenta el pensamiento racional
crítico de la Ilustración.
Por lo que se refiere a los debates sobre el tema que nos ocupa, el problema clave
quedó delimitado en las famosas palabras de Max Weber en el Prólogo a La ética
protestante y el espíritu del capitalismo: '¿Qué serie de circunstancias han determinado
165
que precisamente en Occidente hayan ciertos fenómenos culturales, que (al menos, tal
como solemos representárnoslos) parecen marcar una dirección evolutiva de universal
alcance y validez?”
Se delimita así cómo una determinada forma de sociedad, que es una cultura
particular, la occidental, tiene unas características tales que siendo particulares de esa
cultura “parecen marcar” una evolución general de todas las demás sociedades y
culturas. Ya en el planteamiento de Weber hay una tensión entre reconocer la
“particularidad de la cultura occidental” e indicar la universalidad de algunos de los rasgos
que la configuran. La tensión aparece porque, sin duda, una sociología comparativa tiene
que mostrar la complejidad y riqueza de las diversas culturas mientras que, al mismo
tiempo, se constata que “el punto de vista” de quienes realizan la investigación es un
punto de vista privilegiado. El problema radica en que ese “privilegio” no está claro que
sea únicamente un privilegio epistemológico, debido a la forma de la investigación
utilizada, racional, contrastable..., sino que a ello se une el elemento “colonizador” de la
cultura occidental. ¿En qué radica, pues, la “el universal alcance y validez” de sus
características? Y, además, ¿hasta qué punto las “otras culturas” evolucionan de la misma
manera, como procesos de diferenciación y racionalización autónomos, o, les viene
impuesto por el punto de vista etnocéntrico y la acción política colonizadora?
La tensión entre universalismo y particularismo es una de las claves en los debates
actuales en torno al multiculturalismo. En él se ha puesto de manifiesto cómo el problema
aludido afecta al interior mismo de la sociedad occidental porque “la cultura occidental”
se muestra hoy más que nunca como una cultura hegemónica, entre otras formas
culturales. Eso obedece a que se ha puesto de relieve algo que, por otra parte, siempre
había sido así, la heterogeneidad de la propia sociedad occidental, dando cuenta de que
su pretendida “homogeneidad” se debía más bien a una hegemonía de determinados
aspectos de la misma extrapolados a lo que podía definirla, como son el racionalismo, el
universalismo, la neutralidad.
Se hace necesario, pues, aclarar el significado de universalismo, relativismo y el
propio término de multiculturalismo. Al mismo tiempo, hay que delimitar los problemas
que se producen en torno a éste, como son: la cuestión de la inconmensurabilidad, el
problema de la otredad; homogeneidad-heterogeneidad; identidad y reconocimiento;
respeto mutuo, justicia e igualdad de derechos.
166
7.3.1. Diferentes significados de universalismo
Ahora bien, uno de los aspectos que se ponen de relieve en el múltiple significado de
universalismo es la utilización, como su opuesto, del término relativismo. De manera que,
si se critica el universalismo, se entendería que se mantiene una postura relativista. Pero
eso no es necesariamente así porque también el relativismo tiene diferentes significados.
La tensión entre universalismo y relativismo se apuntaba en el anterior texto de Max
167
Weber en el que se destacaba cómo desde una cultura particular, determinada, la
occidental, se podían entresacar rasgos de “validez universal”. Weber es consciente de la
“relatividad” de su afirmación porque la cultura occidental es una, entre otras, pero, sin
embargo, indica su universal alcance y validez. ¿En qué sentido es su postura
universalista o relativista?
Distinguir entre relativismo y pluralismo ayuda a clarificar por qué no es necesario
que una postura que no defienda el universalismo como una estrategia de justificación
haya de considerarse relativista. La distinción entre relativismo y pluralismo fue realizada
por I. Berlin (El fuste torcido de la humanidad). Entenderá que es un error que se
califique relativismo la defensa de la autonomía cultural de las diferentes sociedades, así
como la inconmensurabilidad de sus diferentes sistemas de valor porque están en
oposición a los ideales universalistas de la Ilustración. Será más bien pluralismo:
El hecho de que los valores de una cultura puedan ser incompatibles con los de otra o que
puedan chocar dentro de una cultura o grupo o de un solo ser humano en distintas épocas (o, en
realidad, en una misma época) no entraña relativismo de valores, sólo la idea de una pluralidad de
valores no estructurada jerárquicamente; lo cual entraña, claro, la posibilidad permanente de choque
inevitable de valores, así como de incompatibilidad entre los puntos de vista de civilizaciones distintas
o de etapas de la misma civilización (Berlin, 1992: 92).
168
tanto a situaciones de pluralismo poliétnico como multinacional. Incluso hay otra
aplicación del término multiculturalismo para referirse a aquellos grupos que han tenido
una situación de exclusión y marginación histórica, como las mujeres, la clase obrera, los
homosexuales etc.
Se clarificará más adelante esta cuestión precisando el término multicultural a partir
de las diferentes posturas. Charles Taylor, por ejemplo, defiende un multiculturalismo
desde las políticas del reconocimiento, que se encuentra cerca del comunitarismo, pero
sin mantener una postura neoaristotélica, sino neohegeliana. A diferencia del
multiculturalismo defendido por Kymlicka, quien aboga por el multiculturalismo desde la
postura liberal.
Hay que tener en cuenta que la ambigüedad del término y sus posibles confusiones
provienen también de la misma ambigüedad del significado de cultura. Se indicaba, en la
génesis histórica del problema, las diferencias entre cultura y civilización. Pero, en la
actualidad, el significado de cultura ha cambiado de forma tal que tiene que adjetivarse,
por ejemplo, se habla de “cultura popular” o “cultura gay”, etc.
La complejidad del término “cultura” es, pues, enorme, pero se podría precisar que:
Si cultura alude a las “costumbres de un grupo”, resulta obvio que los diversos grupos con estilo
de vida propios, los movimientos sociales y las asociaciones voluntarias que podemos encontrar en
cualquier sociedad moderna poseen sus propias “culturas” [...] Si cultura alude a “civilización” de un
pueblo, entonces prácticamente todas las sociedades modernas comparten la misma cultura. Según
esta definición, incluso el país más multinacional, como Suiza, o el país más poliétnico, como
Australia, no son excesivamente “multiculturales” en la medida en que los diversos grupos nacionales
y étnicos participan de la misma forma de vida social moderna e industrializada (Kymlicka, 1996: 35-
36).
169
La precisión sobre el significado de los términos universalismo, relativismo y
multiculturalismo ha puesto de manifiesto que hay una serie de problemas
epistemológicos y éticos implicados en la defensa de cada una de las posturas. Antes de
exponer concepciones concretas hay que delimitar y definir algunos de estos problemas.
170
lenguajes y culturas, pero no sostiene que cada una de ellas sea autorreferencial sino que
pueden compararse y evaluarse. Lo que se defiende para ello es un punto de vista
hermenéutico-interpretativo y no epistemológico universal, ésa es la diferencia. No es
necesario que haya una conmensuración perfecta para sostener la posibilidad de apertura
de horizontes de comparación y diálogos entre lenguajes, tradiciones y culturas.
La “fusión de horizontes” fue un término acuñado por H. G. Gadamer (Verdad y
método), desde una postura hermenéutica que da respuesta a estos debates
epistemológicos permitiendo el diálogo entre tradiciones, lenguajes, culturas.
Queda pendiente, de todas maneras, la posibilidad de fracasar en el entendimiento de
tradiciones y culturas extrañas a la nuestra. Pero:
la respuesta a la amenaza de este fracaso práctico debe ser ética, esto es: asumir la responsabilidad de
escuchar con atención, usar nuestra imaginación lingüística, emocional y cognitiva para captar lo que
es expresado y dicho en tradiciones “extrañas” (Bernstein, 1991: 13-14).
Esa actitud ética para salir de la situación, requiere varias condiciones: no asimilar a
los otros a nuestras propias categorías y lenguaje, tradiciones. Hay que evitar caer en el
falso esencialismo de calificar cada cultura y tradición con características propias e
inamovibles;.
Teniendo en cuenta la afirmación weberiana de cómo una cultura particular
determinada muestra aspectos de validez universal, hay que calibrar todas las culturas y
tradiciones en sentido parecido. Se trataría de tener en cuenta que los participantes en
contextos determinados e inconmensurables están, sin embargo, realizando demandas de
validez universal. En cierto sentido, pues, lo que encontramos es, dentro del pluralismo,
la búsqueda de una responsabilidad universal. Se verá cómo la traducción política de
estos problemas nos depara distintas respuestas democráticas a la crisis del universalismo
y el liberalismo.
Lo que está poniendo de relieve todo esto es de qué manera puede establecerse el
diálogo o el encuentro con los Otros. La cuestión de la Otredad aparece en el contexto
filosófico como un problema fenomenológico-existencia! en la tradición desde Hegel a
Husserl, Heidegger y Levinas. Pero lo que interesa desde la crisis del universalismo y la
búsqueda de alternativas, es dar cuenta de que la afirmación de la Otredad radical, se
presenta como un contrapunto crítico a la hegemonía de “lo Mismo” frente al “Otro” en
el dualismo de la alteridad. La búsqueda de una alteridad más originaria de carácter ético,
una relación ética primaria (Levinas lo denomina “el cara-a-cara”) cuya característica
estará en no quedar reducida a la dicotomía “lo Mismo” y “lo Otro”, en la que “lo
Mismo” es siempre hegemónico. El pluralismo, el diálogo, consistiría en “reconocer,
apreciar y no violar la alteridad del 'Otro’” (Bernstein, 1991: 21).
En el fondo de esta cuestión subyace un problema sobre la propia cultura occidental.
Se trata de la creencia de que la cultura occidental es homogénea cuando lo bien cierto es
que se ha ido formando desde la interrelación y el diálogo intercultural por mucho que se
hayan privilegiado aspectos de la misma que han resultado hegemónicos, excluyentes y
colonizadores. Pero esos rasgos son algunos entre muchos otros. Precisamente el debate
sobre las alternativas democráticas a la crisis del universalismo pone de relieve la génesis
171
compleja de nuestra cultura y se matiza a partir de ahí el etnocentrismo del que se ha
acusado al universalismo.
La pregunta sobre si el universalismo es etnocéntrico delata una cierta inquietud. Es la inquietud
que ha acompañado a Occidente desde la conquista de América porque algunos aspectos de su forma
de vida, su sistema de creencias y sus valores son radicalmente diferentes de los que otras
civilizaciones han desarrollado a lo largo de la historia de la humanidad. Aunque reconozco esta
inquietud, también pienso que se basa en una serie de generalizaciones falaces sobre el propio
occidente, sobre la homogeneidad de su identidad, la uniformidad de sus procesos de desarrollo, la
cohesión de sus propios sistemas de valores. Por otra parte, con mucha frecuencia quienes sugieren
que “el universalismo es etnocéntrico” tienen igualmente una visión homogeneizadora de otras culturas
y civilizaciones, con lo que se descuidan los elementos de otras culturas que pueden ser
perfectamente compatibles con o pueden residir en la raíz del propio descubrimiento del universalismo
por parte de occidente (Benhabib, 1997: 1).
172
A los problemas de tipo epistemológico y filosófico reseñados se unen otros que,
aunque también estén en relación con las controversias sociales y antropológicas entre las
diversas culturas, entre el Nosotros y los Otros, apuntan al problema de las relaciones
intraculturales.
Dicho de otra manera, en los Estados democráticos se ha producido en los últimos
años un auge de políticas de identidad-diferencia, basadas en el reconocimiento de los
diversos grupos, etnias, lenguas, culturas, etc., como respuesta a la crisis de la
democracia y la ciudadanía de la civilización occidental.
A principios de la década de los noventa aparecieron una serie de investigaciones
sobre el reconocimiento. La obra de Axel Honneth La lucha por el reconocimiento
(1992) fue una de ellas. Su objetivo era que desde el modelo hegeliano de
reconocimiento se entresacara un contenido normativo de básico para una teoría de la
sociedad. El concepto acuñado por Hegel desde sus primeras obras hasta la
Fenomenología del espíritu contiene la posibilidad de mostrar la estructura
intersubjetiva, las interrelaciones entre el yo y el tú, entre dos autoconciencias, en
términos hegelianos, que constituyen la forma originaria del “nosotros”. Lo que Honneth
pone de relieve es que en el desarrollo de las estructuras normativas morales, jurídicas y
políticas de nuestra sociedad tienen un papel fundamental la negación del reconocimiento
a los individuos. También Habermas ha expuesto una concepción de las luchas por el
reconocimiento unida al ideal de autonomía y al universalismo. Pero la concepción actual
del reconocimiento que más influencia tiene para una concepción multicultural de la
ciudadanía y la democracia es la de Charles Taylor.
A partir de los noventa, pues, se elaboraron unas propuestas políticas de
reconocimiento que venían a dar respuesta a los problemas de los grupos de las
sociedades occidentales cuyas demandas no estaban tanto en la petición de recursos
económicos sino en la necesidad de que fueran reconocidas sus identidades específicas,
culturales, étnicas, sexuales, etc.
En el apartado sobre la sociogénesis de los conceptos de cultura y civilización se
indicaba una idea que ahora vuelve a estar en el centro de los debates. Cuando se refiere
el concepto cultura, en su significado alemán, a la particularidad, se hace destacando la
autenticidad de la identidad cultural frente a lo superficial de la civilización. Ahora,
vuelve a aparecer esa misma idea: “El reconocimiento debido no sólo es una cortesía que
debemos a los demás: es una necesidad humana vital” (Charles Taylor, 1993: 45).
También se destaca la idea de la importancia que tiene el falso reconocimiento en la
autodepreciación de un individuo o un grupo al entender que es uno de los instrumentos
de la opresión.
La exigencia de reconocimiento como un objetivo político ha de tener en cuenta un
problema conceptual que aparece inmediatamente, ¿qué es lo que hay que reconocer?
Aparece entonces la vinculación entre reconocimiento e identidad: “donde este último
término designa algo equivalente a la interpretación que hace una persona de quién es y
de sus características definitorias fundamentales como ser humano” (Taylor, 1993: 43).
Esa vinculación entre identidad y reconocimiento se pone de relieve por defender la
173
tesis de que el reconocimiento y su falta moldean la identidad de una persona. Porque se
considera que un individuo, o un grupo, puede sufrir “una auténtica deformación” por la
falta de reconocimiento. Eso nos introduce en la cuestión de vincular “reconocimiento” y
“autenticidad”. Sin embargo, Taylor no sólo vincula el reconocimiento a la autenticidad
sino, también, a la autonomía. Lo cual le lleva a distinguir, a su vez, entre dos clases de
políticas de reconocimiento: la política de igual dignidad y la política de la diferencia.
Autonomía y autenticidad serán los ideales en los que se basen ambas políticas.
La importancia del reconocimiento en las sociedades contemporáneas tiene su
génesis, según Taylor, en el cambio que da lugar al reconocimiento desde el concepto de
honor, básico en una sociedad jerárquica. Es el concepto de dignidadel que viene a
sustituir al del honor, incompatible ya con una sociedad democrática. A ello se une el giro
subjetivo de las sociedades modernas que desde finales del siglo XVIII va produciendo
una afirmación de la identidad como “un ideal de la autenticidad”. Ideal que se une a la
idea de considerar a los seres humanos dotados “de un sentido moral intuitivo de lo
bueno y lo malo”. El modo original de cada ser humano, su modo de ser peculiar, esa
idea de que la identidad está constituida por un contacto moral con nosotros mismos, que
descubro en mí mismo interiormente desvinculado de la función social que ocupo, con la
representación en muchos casos “falsa”, relaciona la identidad con la autenticidad.
Las diferencias entre los seres humanos no dependen de la posición social que
ocupan sino del significado moral que cada uno tiene en su originalidad propia. Sólo
desde dentro de mí mismo encontraré la forma auténtica de vivir por lo que no he de
moldearme según modelos externos. La autenticidad en la formación de la identidad
conlleva también objetivos de autor realización y autoplenitud.
Pero esta vinculación entre autenticidad e identidad no se produce sólo desde el
punto de vista individual. Con anterioridad se dio la concepción de la cultura como la
particularidad de grupos, de un “pueblo” que pretende vivir de modo auténtico. Fue
Herder quien puso de relieve esa forma de entender que el modo de ser auténtico de una
persona y de un pueblo ha de generarse internamente, desde su peculiaridad propia para
el “pueblo” (Volk).
Otro aspecto que aparece en torno a esta serie de problemas es el de la necesidad
dialógica en la formación de la identidad. Aunque el ideal de autenticidad pudiera parecer
una desvinculación de los Otros, el caso es que “la conexión entre identidad y
reconocimiento sólo puede darse por el carácter dialógico de la condición humana”
(Taylor, 1993: 52). Por medio del diálogo con los Otros, en parte externo y en parte
interno, es como elaboro mi propia identidad. Eso produce la tensión entre el
reconocimiento de la igual dignidad, que haría referencia al ideal de autonomía, y el
reconocimiento de la identidad, que se referiría a la autenticidad. Lo que pone de relieve
Taylor es que el reconocimiento igualitario ha tenido no sólo la versión de la ciudadanía
universal e igualitaria en la esfera pública de las sociedades modernas, sino también ha
surgido la política de la diferencia a partir de la afirmación de la identidad. También ésta
tiene una base universalista: “Cada quien debe ser reconocido por su identidad única”
(Taylor, 1993: 61). Sin embargo, lo que ocurre es que si se enfatiza la “dignidad
174
igualitaria” se puede menoscabar la diferencia al considerar la “identidad” como algo
único. La política de la diferencia necesita del reconocimiento de una identidad
específica, peculiar distinta.
La política de la diferencia surge, en realidad, de una nueva interpretación de la
igualdad. Lo común a todos los seres humanos deja de tener importancia y se aplica la
igual dignidad para reconocer la identidad diferente. La autonomía se asocia a la política
de igual dignidad, y la autenticidad a la política de la diferencia. No se trata, pues, de
exigir el reconocimiento de un potencial humano universal sino exigir el reconocimiento
de igual valor para lo que cada quien haya podido hacer de ese potencial. Se verá más
adelante la repercusión de estos planteamientos en la concepción del multiculturalismo así
como en la crítica de Taylor al “liberalismo procedimental”.
Todas las cuestiones epistemológicas, éticas, antropológicas, etc., que han ido
surgiendo en relación a los problemas del universalismo, el comunitarismo y el
multiculturalismo, se concretan en determinadas concepciones de filosofía política que se
dan como respuesta a la crisis del Estado democrático liberal. Las causas que han hecho
que las filosofías social y política contemporáneas se centren en torno a los límites del
liberalismo para dar respuesta a los conflictos de las democracias son muy complejas,
pero se pueden apuntar:
La imposibilidad de una exposición de todos los autores y corrientes que intentan dar
respuesta a esta crisis se va a subsanar con la descripción sucinta de cuatro respuestas: 1.
175
Liberalismo y pluralismo razonable; 2. Comunitarismo y multiculturalismo; 3.
Multiculturalismo liberal; 4. Democracia deliberativa y diálogo cultural complejo.
176
la “posición original” y la formulación de los dos principios de la justicia será la base en la
que sustentará el acuerdo en la posición original:
Enunciaré ahora, de manera provisional los dos principios de la justicia respecto a los que creo
que habría acuerdo en la posición original. La primera formulación de estos principios es un tanteo. A
medida que avancemos consideraré varias formulaciones aproximándome paso a paso a la
enunciación final que se dará más adelante.
La primera enunciación de los dos principios es la siguiente:
Primero: Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades
básicas iguales que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás.
Segundo: Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que
a la vez: a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos y
cargos asequibles para todos (Rawls, 1979: 82).
Primer Principio
Cada persona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema total de
libertades básicas, compatible con un sistema similar de libertad para todos.
Segundo principio
Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de
manera que sean para: a) mayor beneficio de los menos aventajados, de
acuerdo con un principio de ahorro justo, y b) unido a que los cargos y las
funciones sean asequibles a todos, bajo condiciones de justa igualdad de
oportunidades.
Primera Norma de Prioridad (La Prioridad de la Libertad)
Los principios de la justicia han de ser clasificados en un orden
lexicográfico, y, por lo tanto, las libertades básicas sólo pueden ser restringidas
en favor de la libertad en sí misma.
Hay dos casos:
a) Una libertad menos extensa debe reforzar el sistema total de libertades
compartido por todos;
177
b) Una libertad menor que la libertad igual debe ser aceptada por aquellos
que detentan una libertad menor.
Segunda Norma de Prioridad (La prioridad de la Justicia sobre la eficacia
y el Bienestar).
El segundo principio de la Justicia es lexicográficamente anterior al
principio de la eficacia, y al que maximiza la suma de ventajas; y la igualdad
de oportunidades es anterior al principio de la diferencia. Hay dos casos:
a) la desigualdad de oportunidades debe aumentar las oportunidades de
aquellos que tengan menos;
b) una cantidad excesiva de ahorro debe, de acuerdo con un examen
previo, mitigar el peso de aquellos que soportan esta carga (Rawls, 1979:
341).
178
El “liberalismo político” ofrece una serie de respuestas a nuestras sociedades:
modernidad, secularidad, pluralismo. El “pluralismo de los puntos de vista” es esencial
para caracterizar nuestras sociedades, lo cual indica no sólo la tolerancia sino algo más
radical, los límites de la razón humana para dar respuestas concluyentes.
Una de las críticas a Rawls ha sido la de que sólo tenga en cuenta la diferencia que
representa la desigualdad socioeconómica. Lo cual es un problema para dar respuesta a la
democracia contemporánea ya que ésta se caracteriza por la necesidad de reconocimiento
de las diferencias.
Posteriormente, cambia su enfoque a una concepción política de la justicia, no
comprehensiva, lo que llama “justicia como equidad” (Justice as Fairnais) y, a partir de
ahí, introduce los conceptos de “consenso entrecruzado o sobrepuesto” (overlaping
consens) y de razón pública.
El esfuerzo de Rawls por caracterizar el presente y sus problemas así como por
buscar soluciones le lleva a un “liberalismo” político que mediante la concepción de la
“justicia como imparcialidad” y de una razón pública establezca un “consenso
entrecruzado”. Su intento es aunar las teorías clásicas de la tradición democrática
occidental (Locke, Rousseau) y buscar un consenso de los valores políticos
fundamentales. La justificación de los principios de igual libertad y el de la diferencia sólo
se pueden justificar con referencia a un “consenso” y no a los principios kantianos.
La ciudadanía democrática ha de lograr un consenso en el espacio público. En cierta
medida se acerca a una postura de redescripción de las prácticas, de las creencias
empíricas. Intenta una justicia política y no metafísica. Para ello y, en debate con los
comunitaristas, elabora respuestas a los conflictos actuales y a la pluralidad de doctrinas
de valor moral diferente.
La respuesta del liberalismo político que defiende es que tenemos que hacer una
distinción entre nuestras creencias en la vida privada y en la esfera pública. Una cuestión
son las creencias que tenemos y, otra, la doctrina pública que nos permite coexistir. En
cierta medida, la teoría del liberalismo político es la articulación de leyes de
jurisprudencia, de los procedimientos de las mismas para dirimir públicamente en
conflictos morales respecto de los cuales hay una pluralidad de puntos de vista.
Hay en el liberalismo político el presupuesto de reflexibilidad, como una disciplina
mental pública, mediante la que nosotros mismos relativizamos las bases de nuestras
creencias como si fuéramos conscientes de la contingencia de nuestros sistemas de
valores. Tenemos, por una parte, la afirmación del pluralismo (lo que sería una expresión
de nuestra condición posmoderna) y, por otra parte, los límites del pluralismo. Rawls
habla de “pluralismo razonable” para indicar esos límites y considerará que si se aceptan
los principios de justicia se podría argumentar como “no razonables” diversos puntos de
vista como: una doctrina racista, violenta, sexista o dogmática. Lo que hace Rawls es dar
argumentos racionales para los límites de la razón. Desde su concepción política —una
teoría política (no metafísica) de la política– quedan pendientes los criterios a establecer
para no caer en el “todo es aceptable”. Porque no es aceptable decir: “Yo tolero la
diferencia”, porque hay formas de “diferencia” que no se pueden tolerar, como en los
179
ejemplos citados. Se necesitarán argumentos epistemológicos, criterios, para marcar un
sistema de moralidad respecto a otro.
En el “liberalismo político” expone una doctrina de la “razón pública”. La “razón
pública” es la “razón de la ciudadanía”. Es ella la que debe guiar el razonamiento de los
ciudadanos.
Su idea de la sociedad como “sistema justo de cooperación” que establece en
Liberalismo político (1993) básicamente contiene la forma de conseguir un “consenso
sobrepuesto” que respete el hecho del pluralismo razonable: presentar ideas que los
demás puedan compartir, a pesar de la diversidad de las doctrinas comprehensivas. Esa
es su idea organizativa básica.
Hay una cuestión básica que diferencia el liberalismo del comunitarismo y es que
éste subordina el “yo” a sus roles sociales. El problema podría plantearse con la pregunta:
¿Es posible articular los diferentes “yoes” o individuos y un concepto de persona pública
que está en el derecho? Mientras que el liberalismo pide la neutralidad del Estado y de las
leyes respecto de las ideas de bien de los individuos y las distintas comunidades, el
comunitarismo (Alasdair MacIntyre, Michel Sandel) entienden que esa neutralidad del
Estado significa un relativismo moral que indica que nuestras sociedades son incapaces
de formar un concepto de bien.
El ejemplo de la permisividad de la pornografía en las sociedades liberales mostraría,
según los comunitaristas, de qué manera el Estado liberal permite algo que daña a las
mujeres por lo que piensan que una comunidad tenga la posibilidad de rechazarla
basándose en su idea de bien y entienden como “nihilismo” la permisividad liberal.
Hay varias alternativas “comunitaristas” aunque difieren entre sí. Son calificadas
bajo ese rótulo tanto las posturas neoaristotélicas de A. McIntyre como las de Ch. Taylor
y M. Walzer, quienes mantienen una postura más bien multicultural y de “liberalismo de
segundo grado” en los términos de Walzer. Se indicarán, primero, los rasgos generales del
comunitarismo neoaristotélico y, en segundo lugar, las tesis básicas del multiculturalismo
y las políticas del reconocimiento.
• Las preguntas que se hace MacIntyre acerca de las propuestas del liberalismo
Las preguntas que se hace MacIntyre son: “Justicia, ¿de quién?, y Racionalidad,
¿cuál?” Parte de una defensa de la comunidad política basada en un acuerdo práctico
sobre el concepto de justicia. Pero el problema que ve en el liberalismo individualista es
su incapacidad para establecer la virtud, que él entiende como: “la disposición o
sentimiento que producirá en nosotros la obediencia a ciertas reglas, el acuerdo sobre
cuales sean las reglas pertinentes será siempre una condición previa del acuerdo sobre la
180
naturaleza y contenido de una virtud concreta” (MacIntyre, 1987: 300).
Su intención es reformular la tradición clásica -aristotélica y cristianade las virtudes
prácticas en tanto que serían las que podrían proporcionar una idea de bien fundada. Las
tres tradiciones principales, a su entender, serían la aristotélica, la agustiniana y la
escocesa del sentido común. Considera que cada una de ellas intenta racionalmente
resolver, o no, los conflictos internamente a sus propias ideas de bien. Las demandas de
justicia y de racionalidad en cada una de ellas serán incompatibles -e incomensurables–
con otras tradiciones, pero internamente tienen sus propias formas racionales de abordar
los problemas.
De entre todas ellas MacIntyre resalta como tradición modélica y superior “la
aristotélica” por lo que propone que sea “racionalmente vindicada”. Lo hace por varias
razones, por su desarrollo de las virtudes desde una filosofía práctica —la práctica de las
virtudes– como forma de vida. Por configurar una concepción del ser humano como un
ser cuyo fin es la eudemonia, la felicidad que podrá ser alcanzada en tanto que se
ejerciten en la práctica de las virtudes y, especialmente, en la que es “función propia del
hombre”, que es la aplicación de la actividad racional en la práctica, la “prudencia”
(phrónesis) como la capacidad de ejercer el juicio en casos particulares.
La supremacía de esa tradición se ve como solución a la crisis de la sociedad
moderna, una crisis profunda, a su entender, tanto moral como políticamente y que ha
llevado a una pérdida de lo armonioso, de una unidad de vida: “pensar en la vida humana
como narración unitaria es pensar de manera extraña a los modos individualista y
burocrático de la cultura moderna” (MacIntyre, 1987: 279).
Charles Taylor hace una crítica al liberalismo del procedimiento porque desde esa
concepción no hay posibilidad de buscar el bien colectivamente. Piensa que hay “bienes
colectivos” y que es posible desde un punto de vista normativo pensarlos:
Más y más sociedades de hoy resultan ser multiculturales en el sentido de que incluyen más de
una comunidad cultural que desea sobrevivir. Y las rigideces del liberalismo procesal pronto podrían
resultar impracticables en el mundo del mañana (Taylor, 1993: 91).
181
El liberalismo 1 está comprometido con los derechos individuales, con un Estado rigurosamente
neutral, es decir, un Estado sin perspectivas culturales o religiosas o, en realidad, con cualquier clase
de metas colectivas que vayan más allá de la libertad personal y la seguridad física, el bienestar y la
seguridad de sus ciudadanos. El segundo tipo, liberalismo 2, permite un Estado comprometido con la
supervivencia y el florecimiento de una nación, cultura y religión en particular, de manera que los
derechos básicos de los ciudadanos que tienen diferentes compromisos, o que no los tienen en
absoluto, estén protegidos. [...] El liberalismo 2 es tolerante y no determinado. Los liberales de la
segunda clase, escribe Taylor “están dispuestos a sopesar la importancia de la supervivencia cultural y
optan, a veces, en favor de esta última. El liberalismo 2 es opcional y una de sus opciones es el
liberalismo 1” (Walzer, Comentario a Taylor, 1993: 139).
Esa elección del liberalismo 1 dentro del liberalismo 2 a la que alude Walzer indica
muy claramente el sentido del multiculturalismo que defienden ambos y el tipo de
liberalismo que critican. Se trata de pedir al Estado que se haga cargo de la supervivencia
cultural, lo que el liberalismo procedimental rechazaría.
La postura de Taylor se basa en la necesidad del “reconocimiento” no sólo de la
humanidad de cada persona —lo que es esencial al liberalismo– sino que también se
busca el reconocimiento de las prácticas y formas de vida que son inseparables de los
individuos del grupo particular y que son valoradas de manera singular (las mujeres, los
aborígenes, los afroamericanos etc.). Se ha visto esta problemática sobre reconocimiento-
identidad y autenticidad, en el apartado 7.3.2. Se verán ahora las implicaciones
directamente políticas y que afectan a la idea de democracia y ciudadanía.
En su Introducción al ensayo de Taylor ( 1993)> A. Gutman especifica esa
traducción institucional de la política del reconocimiento. Siguiendo la perspectiva
señalada por Walser de un Liberalismo del tipo 2, se permitiría que las instituciones
públicas introdujeran políticas de reconocimiento de identidades culturales específicas.
Las condiciones de estas políticas serían: “1) se deben proteger los derechos básicos de
todos los ciudadanos, incluyendo la libertad de expresión, de pensamiento, de religión y
de asociación; 2) nadie será manipulado (y por supuesto, no se le obligará) a aceptar los
valores culturales que representan las instituciones públicas, y 3) los funcionarios y las
instituciones públicas encargados de realizar las elecciones culturales también serán
democráticamente responsables, no sólo en principio sino también en la práctica”
(Taylor, 93, –Intr. Gutman, 24).
Ahora bien, desde la concepción de Taylor el problema del liberalismo procedimental
se halla en su falta de tolerancia de la diferencia cultural en un sentido muy preciso, el de
que la tolere, pero no reconozca metas colectivas que permitan el desarrollo de esa
diferencia y la supervivencia de las identidades diferentes. El ejemplo paradigmático para
entender la concepción de Taylor es su postura respecto de la propuesta de una
enmienda constitucional de Canadá por la cual se proponía reconocer a Quebec como
“sociedad distinta” desde la cual debía reinterpretarse la propia Constitución. El problema
para Taylor fue la falta de entendimiento y el conflicto que se generó entre la defensa de
la sociedad liberal procesal y la defensa del reconocimiento de metas colectivas:
Cada sociedad percibió falsamente a la otra durante todo el debate del lago Meech [lugar donde
se redactó la enmienda constitucional]. Pero aquí ambas se percibieron mutuamente con precisión... y
182
no les gustó lo que vieron. El resto de Canadá vio que la cláusula de la “sociedad distinta” legitimaba
las metas colectivas. Y Quebec vio que el paso destinado a dar precedencia a la Carta imponía una
forma de sociedad liberal que le era ajena, y a la cual Quebec jamás podría acomodarse sin sacrificar
su identidad (Taylor, 1993: 90).
183
La pregunta final de Taylor sobre si sería posible encontrar un punto medio entre un
liberalismo procedimiental y homogeneizador de culturas y el respeto a la diversidad de
culturas tiene una respuesta desde el liberalismo multicultural de Will Kymlicka. En su
propuesta intenta integrar el punto de vista multiculturalista —la afirmación del valor de
una cultura– con el liberalismo. La preocupación de Kymlicka radica en hacer compatible
el valor de las culturas con la preferencia de la autonomía individual. Eso lo hace de dos
maneras: a) entendiendo que la cultura es el horizonte en el que se forman las opciones
significantes para las personas; y, b) la cultura es la totalidad que nos imparte también un
sentido del “yo” aunque no determine su “identidad”. Por lo que no ve contradicción
entre cultura y libertad individual sino que, al contrario, la cultura sería un bien básico
necesario para el desarrollo personal:
Una teoría liberal de los derechos de las minorías debe explicar cómo coexisten los derechos de
las minorías con los derechos humanos, y también cómo los derechos de las minorías están limitados
por los principios de libertad individual, democracia y justicia social (Kymlicka, 1996: 19).
184
sobrevivir cuando se relaciona o se da en el interior de otra “cultura societal”.
Kymlicka aboga por defender los “derechos diferenciados por grupos” como
derechos de las minorías, que deberían contemplarse en un nuevo concepto de
“ciudadanía” (derechos de autogobierno, derechos poliétnicos, derechos especiales de
representación). Se trata de “derechos colectivos”.
El problema es que las respuestas a determinados conflictos de este tipo no son
obvias sino que requerirían ponerse en el lugar del Otro de manera que no se produjera
una situación etnocéntrica, pero que sí se mantuviera la defensa de la autonomía
individual junto al derecho de pervivencia de determinadas culturas.
La respuesta de Kymlicka a este problema se centra en establecer una distinción
entre a) las restricciones internas y b) las protecciones externas en el tipo de
reivindicaciones que un grupo étnico o nacional podría hacer:
El primero implica la reivindicación de un grupo contra sus propios miembros; el segundo
implica la reivindicación de un grupo contra la sociedad en la que está englobado. [...] El primer tipo
tiene el objetivo de proteger al grupo del impacto desestabilizador del disenso interno (por ejemplo, la
decisión de los miembros individuales de no seguir las prácticas o las costumbres tradicionales),
mientras que el objetivo del segundo es proteger al grupo del impacto de las decisiones externas (por
ejemplo, las decisiones políticas y económicas de la sociedad mayor) (Kymlicka, 1992: 58).
185
realidades culturales fundamentar los derechos colectivos. Desde ahí, un derecho de
ciudadanía de grupos diferenciados no sería pertinente para resolver los conflictos entre
grupos diferenciados en el Estado liberal. La democracia deliberativa rechazaría tanto
esta postura como la intervención paternalista o judicial de los Estados para resolver los
conflictos entre individuo-grupo diferenciado-Estado constitucional.
La posición de la democracia deliberativa es defender que todos tienen derecho en el
el “espacio público” para poder articular y debatir los diferentes asuntos y conflictos. Sin
considerar que se produzca por ello la solución correcta a los mismos, sí se defiende que
habrá una base más igualitaria para dirimir los problemas.
J. Habermas, desde la teoría del discurso introduce un modelo de democracia “cuyo
núcleo normativo sea un concepto procedimiental de política deliberativa”. Se tratará de
un modelo que se diferencia del republicanismo, en tanto que éste mantiene una
concepción del Estado como comunidad ética, y del liberalismo, en tanto que centra al
Estado en la protección de la sociedad basada en la economía.
Su concepto de política estará en el núcleo de esa concepción de la democracia
como política deliberativa: la política como “proceso de formación democrática de la
opinión y la voluntad común, que se plasma en procesos informales de deliberación, en
procesos electorales y en resoluciones parlamentarias” (Habermas, 1994: 11). Es en el
espacio público en donde se producirán las deliberaciones; la teoría del discurso tomará
elementos tanto del republicanismo como de la concepción liberal. Pero, mientras la
concepción liberal centra la formación democrática de la opinión en aunar compromisos
entre intereses y la concepción republicana lo hace en forma de una autocomprensión
ética, en un consenso de fondo entre los ciudadanos, la teoría del discurso introduce:
el concepto de un procedimiento ideal para la deliberación y la toma de resoluciones. Este
procedimiento democrático establece una interna conexión entre negociaciones, discursos de auto
entendimiento y discursos relativos a cuestiones de justicia, es decir, entre tres formas distintas de
comunicación, cada una de las cuales tiene su propia lógica, y sirve de base a la presunción de que
bajo tales condiciones se obtienen resultados racionales o fa ir (Habermas, 1994: 11).
186
discurso es:
la intersubjetividad de orden superior que representan procesos de entendimiento que se efectúan en la
forma institucionalizada de deliberaciones en las corporaciones parlamentarias o en la red de
comunicación de los espacios públicos políticos (Habermas, 1994: 15).
Hay, por lo tanto, una idea de “sociedad civil” entendida corno “base social de
espacios públicos autónomos” en la cual se tendría que poder desarrollar la solidaridad.
En los espacios públicos autónomos diversificados radicaría la fuerza de la integración
social y se distinguiría tanto del sistema de acción económica como de la administración
pública.
Seyla Benhabib argumenta que la teoría de Habermas necesita incorporar los
problemas que el multiculturalismo ha evidenciado y no dejarlos de lado. Desde la “teoría
del discurso” ella introduce una forma que va más allá de la democracia deliberativa,
aunque asumiéndola, pero proponiendo un “diálogo intercultural”.
Los retos del multiculturalismo son evidentes, pero la respuesta a los mismos no
sería defender un concepto de ciudadanía que tuviera en cuenta los derechos de los
grupos diferenciados -o derechos de las minorías— sino “un diálogo intercultural
complejo”. Ese diálogo tendría que tener en cuenta sus demandas, intentaría resolverlas
mediante la introducción del debate, en el que la relevancia del participante tiene que ser
fundamental. El proceso de articular razones y dar razones en la vida pública es también
un principio de razón para las minorías. Se han de poder articular razones que
pudiéramos entender desde el punto de vista de “los otros”.
Seyla Benhabib se percata de la complejidad y la ambivalencia moral de nuestras
sociedades que hace necesario proponer “una mentalidad amplia” (Hannah Arendt)
porque, aunque la democracia deliberativa sea un punto de vista de procedimiento,
también es necesario para la fuerza de la democracia la formación del juicio político. Hay
que determinar el punto de vista de la moral y el de la política. Sin embargo, en el diálogo
entre liberalismo y democracia deliberativa no hay que dejar de lado las propuestas que
tienen en cuenta las demandas del multiculturalismo. Sobre todo tendría que aceptar
como básico el pluralismo y, en ese sentido, la pluralidad de formas de expresión
lingüística tendría que ser asumida por la democracia deliberativa (Wellmer).
Un “diálogo cultural complejo” ha de introducir como prioritario el “derecho a la
participación”. Es por ello que “un igualitarismo universalista basado en una ética
discursiva”, como es la postura de Benhabib, asume los retos del multiculturalismo, pero
no asume las respuestas dadas por Taylor y Kymlicka. Su crítica a estas posturas está
centrada en el concepto de “reconocimiento” de Taylor y en el de “cultura societaria” de
Kymlicka.
Respecto del primero considera que es un concepto con excesiva carga histórica
—“la lucha por el reconocimiento” de Hegel– que hace difícil su viabilidad para el
análisis de las sociedades contemporáneas. No menor es su ambigüedad. Respecto de la
“cultura societaria” entiende que es un concepto “holista” de cultura que privilegia una
forma de identidad nacional y basada en la lengua en última instancia. A su modo de ver:
187
las culturas no son totalidades homogéneas, son autodefiniciones y simbolizaciones que sus
participantes articulan mientras comparten prácticas significantes y sociales complejas (Benhabib,
1997: 18).
188
8
Metodología
Cuadro 8.1.
189
Diferentes concepciones teóricas
190
causales de las personalidades, estructuras y acciones individuales
consideradas culturalmente importantes" (Economía y sociedad).
"La vida cotidiana se presenta como una realidad interpretada por los
hombres y que para ellos tiene el significado subjetivo de un mundo
coherente. Como sociólogos hacemos de esta realidadel objeto de nuestros
Peter Berger y Thomas análisis. Dentro del marco de referencia que proporciona la sociología, en
Luckmann: cuanto cienc ia empírica, cabe tomar esta realidad como dada, aceptar
como datos fenómenos particulares que se producen en su seno, sin
investigar mayormente sus fundamentos, tarea ésta que concierne a la
filosofía" (La construcción social de la realidad).
191
(1902-1979) diferenciadas y particularizadas, todos los cuales exigen referencias
culturales para poder tener sentido y ser legítimos" (Societies).
"No es posible que los especialistas en ciencias sociales eviten los juicios
de valor o que dejen de incluirlos en el conjunto de su obra. Los
problemas, como las situaciones y las dificultades, implican amenazas a
los valores esperados, y no pueden ser formulados claramente sin el
reconocimiento de dichos valores. Se acentúa cada vez más la tendencia
a utilizar la investigación y a los especialistas en ciencias sociales para
Pragmatismo crítico: C.
fines burocráticos e ideológicos. Siendo esto así, en su condición de
Wright Mills
individuos y de profesionales, los estudiosos del hombre y de la sociedad
deben determinar si tienen concienc ia de los usos y de los valores de su
propio trabajo, si estos últimos están sometidos a su propio control, y si
quieren tratar de controlarlos... Por el hecho mismo de su existencia
todos los especialitas en ciencias sociales están implicados en la lucha
entre la ilustración y el oscurantismo" (La imaginación sociológica).
192
elementos cualitativos y de cambio social que caracterizan la realidad,
considerada en su complejidad y no a través de las falsas abstracciones
simplificadoras de las metodologías positivistas. "Cuando domina la
voluntad metodológica de convertir todo problema en "falsable", en
unívocamente decidible, sin mayor reflexión, la ciencia se ve reducida a
Teoría crítica: Escuela de alternativas que sólo emergen en virtud de la eliminación de variables, es
Fráncfort (Hlorkheimer, decir, haciendo abstracción del objeto y, en consecuencia,
Adorno), Habermas transformándolo. De acuerdo con este esquema, el empirismo
metodológico trabaja en dirección contraria a la experiencia." "El objetivo
de los métodos sociológicos cuantitativos debería ser, asimismo, la
comprensión cualitativa; la cuantificación no es un fin en sí misma, sino
un medio para dicho fin." Habermas se distancia de las formas de
razonamiento dialéctico de Adorno, pero mantiene la necesidad de
desarrollar procedimientos racional-críticos que permitan investigar la
realidad social sin cosificarla, ni ahogar las fuerzas transformadoras
inherentes a su propia dinámica, ni caer en el reduccionismo relativista.
Cuadro 8.2.
193
preguntas intencionales o estímulos comunicados" (E. K.
Entrevista: Scheuch). Hay que precisar: objetivo de la entrevista,
selección de entrevistados, elección de la formulación de
las preguntas, propiedades de las diferentes formas de
pregunta, la conducta del entrevistador, la elección de
entrevistadores, etc.
194
descripción y explicación de dicha información.
Lo que se “descubre” en los datos es una función de dos factores: la información contenida en
los datos y la forma como se extrae esa información. La información que los datos contienen depende
de la forma como se los reúne. Algunos métodos de reunir datos “permiten” más que otros la
manifestación de características de la conducta. En un sentido opuesto, algunos métodos de reunir
datos imponen en forma peculiar propiedades sobre la conducta. Evidentemente, las propiedades
impuestas sobre los datos por el método de observación no pueden considerarse propiedades de la
conducta misma (Coombs, 1987).
No se tratará aquí cada una de estas perspectivas teóricas y técnicas, puesto que
requerirían un volumen completo, sino que se analizarán los conceptos nucleares de las
polémicas acerca de los procedimientos idóneos para el conocimiento, la explicación y la
prospectiva de la dinámica social. Estas ideas básicas tienen que ver con cuestiones tales
como:
195
proyecto, explicación observacional y comprensión de sentidos.
• La sociología como ciencia: “neutralidad valorativa” de los investigadores,
valores de los sujetos estudiados, dependencia de ambos de intereses
sistémicos determinados.
• La validación empírica de las teorías: fenómenos sociales e incidencia social de
las teorías.
196
explorado la relación entre la historia vivida, la ciencia de la historia y las distintas
dimensiones significativas del lenguaje:
La historia es la forma necesaria de la ciencia de todo lo que llega a ser. La ciencia de las lenguas
es la historia de las literaturas y de las religiones. La ciencia del espíritu humano, es la historia del
espíritu humano. Pretender sorprender un momento en esas existencias sucesivas con el fin de aplicar
la disección, manteniéndolas fijamente bajo la mirada, equivale a falsear su naturaleza. Pues esas
existencias no existen en un momento dado; se están haciendo. Tal es el espíritu humano (Renan,
1976).
La hermenéutica de la Antigüedad tardía y de la Edad Media está dominada por la doctrina del
‘cuádruple sentido de la Escritura”. El presupuesto filosófico de esta teoría hermenéutica está en el
conocimiento de una cuádruple eficiencia del lenguaje. La palabra comunica un estado de cosas,
expresa la actitud por la que está determinado quien habla frente al destinatario de su discurso,
reclama al oyente para quien habla y para lo comunicado por él, y funda entre ambos una comunidad
que orienta y obra hacia el futuro. A este respecto, la comunicación, la expresión y la promesa de un
futuro no están distribuidos exclusivamente entre diversas formas de discurso, sino que, aunque con
acentos diferentes, están contenidas en cada palabra pronunciada de persona a persona. Si, por eso, lo
escrito ha de hacerse comprensible como interpelación de un autor a un lector, debe ser interpretable
siempre de cara a estas cuatro significaciones.
Para la exposición de la Biblia eso significa: la tarea de exponerla como “palabra de Dios a los
hombres” exige del intérprete que saque de ella una comunicación sobre un suceso (sensus históricas),
que, por la forma como sucedió y fue comunicado en la Biblia, contiene a la vez una
autorrepresentación de Dios (sensus allegorica), que por su parte interpela al hombre de tal manera,
que exige de él un cambio de dirección (tropos; sensus tropologicus), y le abre una “ascensión”
(anagoge) hacia un futuro prometido (sensus anagogicus). Ahora bien, como la comunicación de una
cosa funda conocimiento, la autorrepresentación de Dios se dirige a la fe, la exigencia de conversión
se cumple por el amor, y la promesa de un futuro funda esperanza; en consecuencia estas cuatro
significaciones de la Escritura pudieran designarse también como sensus scientiae, fidei, caritatis et
spei (Schaeffler, 1977: 318-319).
197
fenómenos económicos).
Frente a esta concepción se alzaron los propulsores de nuevos métodos analíticos. El
importante economista vienés Karl Menger publicó en 1883 un libro de metodología
aplicada a las ciencias sociales en general y a la economía política en particular, en el que
proponía procedimientos analíticos y marginaba los estudios históricos, a los que
consideraba solamente como complementarios. La literatura a favor de una u otra opción
fue abundante y se prolongó durante décadas. El debate confrontó el estatuto lógico de
ambos métodos (histórico y analítico), el uso de la deducción y la inducción, la
elaboración y validez de hipótesis explicativas, el problema de la causalidad y los distintos
tipos de la misma...
Por una parte, se acentuaba el hecho del continuo cambio de los condicionamientos
históricos y la imposibilidad de reducir éstos a esquemas estadísticos, desestimando el
valor de las delimitaciones analíticas y negando la posibilidad de una real sistematización
de regularidades en forma de leyes socioempíricas. Por otra parte, Menger trataba de
incompetentes a los historiadores por su incomprensión del importante papel que la
abstracción desempeña en toda ciencia, así como de la necesaria autolimitación del
campo de estudio, única forma de progresar en una verdadera racionalización científica.
Para Menger estaba claro que las hipótesis elaboradas en economía, así como las ideadas
en otras ciencias, se refieren a unos elementos relacionales básicos que explican
determinados hechos empíricos; su grado de idealización o de abstracción a priori no es
más que el primer paso de un proceso que acaba en la comparación de las consecuencias
que de ellas se derivan respecto de la realidad. Según Menger, y conviene destacarlo, es
un grave error confundir la economía política teórica con la historia de la economía. La
influencia de estas consideraciones fue extraordinaria.
Desde la filosofía, Dilthey (1833-1911) abogó por una teoría historicista que fija su
atención en el carácter evolutivo de toda realidad humana, siempre vinculada a las
vivencias de la conciencia y a sus formas de experiencia posible. “Lo que el hombre sea
lo experimenta sólo a través de la historia.” Si se tiene en cuenta ese hecho fundamental,
el conocimiento de la historia humana no puede construirse con los métodos empíricos y
las categorías de las ciencias de la naturaleza, puesto que su objeto es totalmente diverso.
Por ello, es necesario distinguir entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu
(luego llamadas ciencias humanas o ciencias sociales).
Los fenómenos de la naturaleza suceden de forma regular, según relaciones causales
necesarias; por ello se pueden establecer leyes de las regularidades empíricas, que
expresan los nexos necesarios detectados por la investigación; ello permite explicar,
desde un punto de vista externo, el acontecer fenoménico del entorno natural. Pero el
dominio humano tiene peculiaridades irreductibles: 1) la realidad cultural es siempre una
creación humana, es objeto interno del mundo humano, con significaciones que sólo son
efectivas en la medida en que son vividas por los sujetos; 2) el motor de las acciones es
la intencionalidad, la determinación voluntaria hacia objetivos y metas autoimpuestos por
los mismos individuos (libertad). La acción humana es finalista, teleologica; 3) el
conocimiento de las vivencias humanas modifica la experiencia posible (es decir, el
198
conocimiento de las vivencias humanas modifica la experiencia posible (es decir, el
conocimiento del objeto modifica el objeto). Las ciencias del espíritu deben buscar una
lógica y una metodología adecuadas a su peculiar objeto, sobre la base de la captación
vital del sentido, la comprensión.
Nos enteramos de lo que fuimos una vez, de cómo nos desarrollamos y nos convertimos en lo
que somos, por el modo como actuamos, y nos enteramos de los planes de vida que tuvimos, de
nuestra acción en un oficio, por medio de viejas cartas olvidadas o de juicios sobre nosotros que se
pronunciaron hace mucho tiempo. En una palabra, se trata del hecho del comprender mediante el cual
la vida se esclarece a sí misma en su hondura y, por otra parte, nos comprendemos a nosotros
mismos y comprenderemos a otros a medida que vamos colocando nuestra propia vida “vivida” por
nosotros en toda clase de expresión de vida propia y ajena. Así, pues, tenemos que la conexión de
vivencia, expresión y comprensión constituye el método propio por el que se nos da lo humano como
objeto de las ciencias del espíritu. Las ciencias del espíritu se fundan, por lo tanto, en esta conexión
de vida, expresión y comprensión. [...] En las ciencias del espíritu se lleva a cabo la estructuración del
mundo histórico. Con esta expresión figurada designo la conexión ideal según la cual, sobre la base de
la vivencia y de la comprensión, y en una serie gradual de realizaciones, encuentra su existencia el
saber objetivo acerca del mundo histórico (Dilthey, 1944: 107-108).
199
los valores. Mientras las ciencias de la naturaleza no están vinculadas a ámbitos de
valores, las ciencias idiográficas se construyen desde la perspectiva valorativa. Hay
valores relativos a determinados contextos y culturas, pero también existen “valores
objetivos” (suprahistóricos), que resultan evidentes de forma inmediata, por una
capacidad intuitiva especial que tienen todos los individuos. La filosofía tiene por objeto
examinar y descubrir “los valores de validez universal”.
Rickert, discípulo de Windelband y su sucesor en la cátedra de Heidelberg (1916),
siguió investigando en esta línea, intentando superar los muchos problemas que suscitaba
la obra de su maestro. La oposición entre ciencias nomotéticas e idiográficas es
demasiado radical tal como la formula Windelband; es necesario introducir una gradación
y sistematización. Por ello propone una clasificación de las ciencias más matizada,
entrecruzando los criterios de generalización/individualización y exención de valores/
inclusión de valores:
200
existente entre valores y significaciones singulares.
Ricker utiliza los términos de valor, avaloración y no-valoración para afirmar que los
historiadores e investigadores sociales no deben valorar sus objetos de estudio (actitud
objetivante), pero han de saber detectar los sentidos y valores que inciden en la actividad
social y que hacen emerger realidades asociadas a dichas valoraciones:
El historiador como tal no valora sus objetos, en cambio sí se encuentra con avaloraciones tales
como la del Estado, de las organizaciones económicas, de la religión, del arte, etcétera, como hechos
a comprobar empíricamente, y a través de la relación teórica de los objetos con los valores, que así
son avalorados de hecho, es decir, teniendo en cuenta si su individualidad significa algo para esos
valores, y debido a qué, se le estructura y organiza a él la realidad en elementos esenciales y no-
esenciales, sin que por ello tenga que emitir ningún juicio valorativo directo, positivo o negativo,
acerca de los objetos mismos (Rickert, 1961: 70).
Max Weber, amigo de Rickert y buen conocedor de su obra, intentará conjugar una
metodología más sistemática y analítica con la captación de las significaciones y
valoraciones, decisiva para las acciones individuales y sociales. Para él está claro que una
cosa son los sentidos, valores y propósitos de los sujetos estudiados y otra cosa es la
actitud del investigador, que debe regirse siempre por el principio de la “neutralidad
valorativa” (Werífreiheit); también insistirá en que la sociología ha de poder dar
explicaciones generales, como se verá en el apartado siguiente.
Según Max Weber y otros autores, los ámbitos de valores y su incidencia en las
actuaciones sociales pueden ser estudiados de manera objetiva, con métodos
descriptivos, analíticos, estructurales o funcionales. La antropología cultural, la geografía
humana, la sociología empírica, la psicología social, etc. se han desarrollado como
ciencias empíricas, con la pretensión de suministrar un conocimiento objetivo y riguroso
de la conducta social.
201
También hay que tener en cuenta que los motivos aducidos por los actores sociales
encubren muchas veces las conexiones reales de la trama de la acción. Los testimonios
subjetivos, aunque sean sinceros, sólo tienen un valor relativo. La tarea de la sociología
consiste “en averiguar e interpretar esa conexión, aunque no haya sido elevada a
conciencia o, lo que ocurre las más de las veces, no lo haya sido con toda la plenitud con
que fue mentada en concreto” (1969: 9).
Por lo tanto, la idea de “comprensión” weberiana tiene que ver con dos aspectos
distintos: por una parte, la “comprensión actual” del sentido mentado en una acción; por
otra parte, la “comprensión explicativa”. “'Explicar significa [...] captación de la conexión
de sentido en que se incluye una acción, ya comprendida de modo actual, a tenor de su
sentido 'subjetivamente mentado’” (1969: 9).
Estas definiciones hacen patente la importancia que otorga el autor a dos aspectos
clave: 1) el despliegue de acciones sociales es inconcebible sin la referencia a un sentido
intencional de los actores; 2) la investigación debe saber detectar esta conexión, en su
doble vertiente (lo que creen estos actores y lo que pone de manifiesto una observación
imparcial), y debe saber explicarla, de manera rigurosa y justificada. Comprensión y
explicación se complementan en la concepción weberiana, sin confundir la investigación
social con la historia.
Para poder explicar adecuadamente las acciones y procesos sociales, el científico
debe construir modelos explicativos. Por eso propone “conceptos tipo”, “tipos puros”
(ideales), “construcciones típico-ideales” para analizar la realidad y establecer
comparaciones (véase “la distancia existente entre la construcción ideal y el desarrollo
real”); estas construcciones conceptuales (hipotético-explicativas) no deben confundirse
con los “tipos promedio” habituales de los estudios estadísticos.
La sociología construye conceptos-tipo [...] y se afana por encontrar reglas generales del
acaecer. Esto en contraposición a la historia, que se esfuerza por alcanzar el análisis e imputación
causales de las personalidades, estructuras y acciones individuales consideradas culturalmente
importantes. La construcción conceptual de la sociología encuentra su material paradigmático muy
esencialmente, aunque no de modo exclusivo, en las realidades de la acción consideradas también
importantes desde el punto de vista de la historia. Construye también sus conceptos y busca sus leyes
con el propósito, ante todo, de si pueden prestar algún servicio para la imputación causal histórica de
los fenómenos culturalmente importantes. Como en toda ciencia generalizadora, es condición de la
peculiaridad de sus abstracciones el que sus conceptos tengan que ser relativamente vacíos frente a la
realidad concreta de lo histórico. Lo que puede ofrecer como contrapartida es la univocidad
acrecentada de sus conceptos (1969: 16-17).
Está claro, pues, que la sociología es una ciencia que establece “reglas generales”
explicativas de las acciones sociales que se producen por determinados nexos de sentido;
sólo en la comprensión de estos nexos pueden explicarse adecuadamente intereses,
intenciones, objetivos, conflictos, etc. En estas relaciones significativas aparece
inmediatamente la importancia del vínculo de los individuos con las instituciones y los
ámbitos simbólicos y reglamentados que éstas suponen. Por eso Weber se dedica a la
construcción conceptual explicativa de los distintos tipos de asociaciones (empresarial,
política, etc.), tipos de dominación, formas de economía, las comunidades étnicas y
202
política, etc.), tipos de dominación, formas de economía, las comunidades étnicas y
religiosas, el ámbito del derecho, etc.
Este planteamiento weberiano fue en un principio criticado por casi todos: los
defensores del rigor analítico y formal no entendían su insistencia en la “comprensión”
del “sentido” de la acción; los historicistas y hermeneutas estaban en desacuerdo con su
teoría sociológica “explicativa”, generalista y tipológica. Posteriormente, ha sido
reivindicado por varias corrientes contrapuestas entre sí: por ejemplo, el racionalismo
crítico de Karl Popper y Hans Albert, y la teoría crítica de Habermas (como se ha podido
ver en capítulos precedentes).
203
historia de la ciencia es una invención griega, un invento que resulta tanto más sorprendente, cuanto
que gracias a él se obtuvo conocimiento en un dominio que no hubiera sido alcanzado a través de la
normal comprensión griega de las cosas (Collingwood señala la tendencia antihistórica del
pensamiento griego). Desde entonces hay un mayor o menor desarrollo continuado del pensamiento
histórico, tras el helenístico, el romano, el cristiano medieval y la escritura de la historia de
Renacimiento y de la Ilustración, hasta la ciencia de la historia moderna, como se ha desarrollado en el
siglo XIX. Pero todavía hasta el tiempo de la Ilustración, este pensamiento estaba en consonancia con
la concepción ya defendida por Tucídides, según la cual, el acontecer histórico se funda en la
naturaleza humana y se halla inmerso en la regularidad cósmica, de modo que no se intentaba
contraponer historia y naturaleza, ni desde un punto de vista ontològico ni metodológico. En esta
línea, fue algo completamente comprensible que pensadores interesados en el desarrollo histórico de la
humanidad, como los moralistas scottistas del siglo XVIII, se esforzaran en aplicar el esquema de
conocimiento, extraordinariamente fructífero, de las teorías científico-naturales al dominio de la
realidad social, para lograr de este modo una ciencia teórica de la vida social, es decir, de la economía
política. Esta aspiración de aclarar los procesos sociales a partir de regularidades, por analogía con la
física newtoniana, condujo a la obtención de una impresionante construcción de proposiciones
teóricas que, como muestra la discusión actual, no se puede limitar en modo alguno al dominio de la
“economía” en sentido estricto. Mientras, el programa naturalista también se ha mostrado de algún
modo fructífero en el ámbito del saber sobre los seres humanos, sus orientaciones culturales y los
contextos sociales en los que se encuentran.
204
con las que se trabaja en los procesos sociales de conocimiento en la vida cotidiana y también en la
investigación histórica, sin querer con ello poner en tela de juicio que puedan lograrse resultados no
triviales en la investigación de ciencias teóricas bajo circunstancias de importancia. [...] la aceptación
fundamental histórica de la no existencia de regularidades relevantes no es compatible con las
posibilidades de la investigación aceptadas para llevar adelante la ciencia de la historia. La
reconstrucción del acontecer basado en las fuentes sería apenas posible sin elementos nomológicos
(Albert, 1979).
205
consiste en encontrar y “ensayar posibles soluciones para sus problemas”; la consistencia
de tales propuestas ha de pasar la prueba de repetidos intentos de refutación (teoría
falsacionista aplicada a la sociología).
Las hipótesis científicas nunca pueden ser aceptadas como teorías definitivas,
porque el hecho de no haber sido refutadas (hasta la fecha) no supone que no lo sean en
un futuro. Las teorías permiten establecer “sistemas deductivos”, es decir, ensayos de
explicación de un problema científico, sujetos a la crítica racional. La lógica deductiva
actúa como método crítico al determinar las inferencias que se derivan de las hipótesis (o
teorías) y que deben ser contrastadas con la realidad empírica; la contradicción presente
o futura entre ambos extremos refuta (o “falsa”) las tesis científicas.
Es de todo punto erróneo conjeturar que la objetividad de la ciencia depende de la objetividad del
científico. [...] Lo que puede ser calificado de objetividad científica radica única y exclusivamente en
la tradición crítica,> esa tradición que a pesar de todas las resistencias permite a menudo criticar un
dogma dominante (1973: 109-110).
206
existen. Conocemos, por ejemplo, muchas utopías que son impracticables sólo porque no los tienen
suficientemente en cuenta. El fin de la metodología tecnológica que estamos considerando sería el de
proporcionar medios de evitar construcciones irreales de esta clase. Sería antihistoricista, pero de
ninguna forma antihistórica. La experiencia histórica sería su fuente de información más importante.
Pero, en vez de intentar descubrir leyes del desarrollo social, buscaría las varias leyes u otras
uniformidades (aunque éstas, dice el historicista, no existen) que imponen limitaciones a la
construcción de instituciones sociales (1973: 60).
La “teoría crítica” de la Escuela de Fráncfort surgió en los años veinte como una
propuesta de filosofía social crítica, que pretendía superar el idealismo académico y
salvaguardar la independencia teórica respecto de la ortodoxia marxista del momento.
Horkheimer, el principal protagonista junto con Adorno del nuevo proyecto de
investigación social, cree que hay que abordar una cuestión capital:
[...] [en la ciencia] aparece una doble contradicción. En primer lugar, vale como principio el que cada
uno de sus pasos deba tener un fundamento, pero el paso más importante, a saber, la elección de sus
tareas, carece de fundamentación teórica y parece abandonado al capricho. En segundo lugar, la
ciencia ha de ocuparse de conocer las relaciones de mayor amplitud; pero ocurre que no es capaz de
aprehender en su real vitalidad la más amplia de las relaciones, de la cual depende su propia existencia
y la orientación de su trabajo, a saber, la sociedad (1974: 20).
207
En el prólogo a La crítica de la razón instrumental (1946, trad. cast, de 1973),
Horkheimer escribe: “[...] nuestro objetivo aquí es investigar la noción de racionalidad
que sirve de base a la cultura industrial actual”. La racionalidad predominante en nuestra
época es aquella que se refiere a la utilización adecuada de medios con vistas a conseguir
un fin determinado. Se trata de un concepto de razón funcional, instrumental, que reduce
la racionalidad a la relación correcta entre medios y fines, estrategias y objetivos (como
defienden el funcionalismo, el pragmatismo, o como subyace en gran parte del
pensamiento científico, la planificación política, etcétera). No entra en consideración la
determinación de los fines, sino tan sólo “la adecuación de modos de procedimiento a
fines”.
Poca importancia tiene para ella la cuestión de si los objetivos como tales son razonables o no. Si
de todos modos se ocupa de fines, da por descontado que también éstos son racionales en un sentido
subjetivo, es decir, que sirven a los intereses del sujeto con miras a su autoconservación, ya se trate
de la autoconservación del individuo solo o de la comunidad, de cuya perdurabilidad depende la del
individuo (1973: 15-16).
Esa subjetividad de los fines u objetivos hace que el autor califique la razón
instrumental de “subjetiva”. Este reduccionismo de la racionalidad lleva implícito un
proceso de eliminación de instancias racionales objetivas, que desemboca en dos
fenómenos a la vez opuestos y complementarios: la formalización y la cosificación.
Contra esta tendencia hay que recuperar una idea de racionalidad crítica, no dogmática,
que tenga en cuenta las interrelaciones de la totalidad, que supere las contradicciones
derivadas del desarrollo desequilibrado de la Ilustración y del individualismo y atomismo
generados por ella.
Toda noción debe ser contemplada como un fragmento de una verdad que lo involucra todo y en
la cual la noción alcanza su verdadero significado. Ir construyendo la verdad a partir de tales
fragmentos constituye precisamente la tarea más importante de la filosofía (1973: 176).
208
teoría social expuestos en sus obras capitales.
En Teoría y praxis (1966), Habermas analiza la función que ha tenido y tiene la
sociología. Al igual que la economía, se empezó a constituir como saber autónomo
durante la segunda mitad del siglo XVIII, al delimitar un ámbito propio, separado de la
filosofía práctica. Es una consecuencia de la concepción naturalista y evolucionista de
autores como A. Smith, A. Ferguson y John Millar; éste supo entrever la relación
efectiva de los distintos componentes sociales y su dimensión histórico evolutiva:
[...] las leyes civiles y las instituciones del poder dependen, tanto como la actitud de los hombres,
como sus sentimientos y necesidades, del state of society; y que esta constitución social integral
queda determinada por la etapa evolutiva dentro de la Historia Natural de la sociedad civil (1966: 107).
La perspectiva evolutiva implica la idea de una ley interna del “progreso civilizador
de la humanidad”, que se combina, en el caso de Millar, con la idea del natural y
necesario afianzamiento de las posiciones políticas progresistas. Este razonamiento tiene
un peso específico frente a la tradición conservadora y la secular veneración de las
autoridades e instituciones, introduciendo el pensamiento de que la propia historia natural
es portadora del cambio (aunque éste puede acelerarse o reducirse por la acción
consciente de los individuos); en este sentido y contrariamente a lo que se afirma muchas
veces, la sociología tiene una función crítica desde sus orígenes; es antidogmática y
persigue el interés crítico del “esclarecimiento de la vida publica política”.
Habermas afirma que, a partir de la Revolución francesa, la sociología pasa a ser
una “ciencia de crisis”, un saber sobre la crisis y los desajustes de la sociedad y sobre las
necesarias transformaciones sociales. Pero éstas pueden entenderse de manera progresiva
o regresiva, como ilustran las concepciones de Saint-Simon y De Bonald. El primero
hace una sociología al servicio del “industrialismo”, la fuerza que puede lograr, según él,
una nueva organización de la sociedad; por el contrario, De Bonald pretende reconstituir
el orden natural quebrado por los acontecimientos históricos. Marx recoge la tradición del
socialismo utópico y logra lo que éste no había sido capaz de realizar: la unión de la
teoría y la práctica sociopolítica. Las técnicas sociales dejan de ser un instrumento en
manos de los planificadores sociales para ser un conocimiento adquirido y transmitido
por la praxis de los “luchadores de clases”: “Marx propuso a la sociología dialéctica la
tarea crítica de convertirse en poder práctico” (1966: 115).
Sin embargo, “hoy sabemos que ésta [la sociología] al tomar por ese camino, se ha
enredado, a su vez, en una dialéctica no prevista por ella: en la dialéctica de un
humanismo revolucionario y del terror stalinista” (1966: 115).
La sociología contemporánea se caracteriza por el predominio de la concepción
científico-empirista, vinculada a instituciones burocrático-estatales, y se ha convertido en
una “ciencia auxiliar al servicio de las administraciones”. La racionalización que esta
aplicación podría suponer en principio, queda desmentida en muchas situaciones por el
hecho de que es utilizada y manipulada para justificar decisiones interesadamente
predeterminadas.
La ciencia, además de ser un conjunto de procesos lógico-teóricos y experimentales,
es un proyecto social y una actividad estratégicamente concebida desde varios puntos de
209
vista. Una actitud crítica no puede contentarse con una mera formulación epistemológica
de supuestos teóricos: requiere una teoría crítica de la sociedad, una concepción
sistémica en la que intereses, acciones y conocimiento se consideren en su articulación
dinámica.
Habermas define “interés” a partir de las nociones de interacción, conocimiento y
trabajo:
Llamo intereses a las orientaciones básicas que son inherentes a determinadas condiciones
fundamentales de la reproducción y la autoconstitución posibles de la especie humana, es decir, al
trabajo y a la interacción. Esas orientaciones básicas miran, por tanto, no a la satisfacción de
necesidades inmediatamente empíricas, sino a la solución de problemas sistémicos en general (1982:
199).
El interés está vinculado a acciones que, aunque en constelaciones diversas, fijan las condiciones
de conocimiento posible, a la vez que, por su parte, dependen de procesos de conocimiento (1982:
214).
Cuadro 8.3.
210
diversas formas de articulación teórica y práctica; debe, pues, aplicarse tanto a las
ciencias empíricas como a las hermenéuticas y debe combatir todo tipo de dogmatismo,
incluyéndose a sí misma. Habermas adopta una posición “falibilista” respecto de todo
conocimiento posible, es decir, afirma que todo enunciado cognitivamente relevante es
susceptible de revisión y reformulación.
Los distintos objetivos de conocimiento producen construcciones teóricas diversas,
caracterizadas por el tipo de enunciados y las pretensiones de validez que los justifican:
Cuadro 8.4.
211
de habla cotidianos. El uso comunicativo del lenguaje presupone el interés
práctico de alcanzar acuerdos y éstos se obtienen gracias a la posibilidad de
compartir las pretensiones de validez mediante procesos de argumentación. El
diálogo racional presupone las reglas fundamentales definidas por la “situación
ideal de diálogo”, es decir, reversibilidad (posibilidad de intercambio completo
de los puntos de vista), universalidad (inclusión en el discurso de todos los
afectados por la situación) y reciprocidad (reconocimiento igual de las
pretensiones de cada participante por parte de los demás).
212
En su largo recorrido teórico discute y asume algunos elementos de los modos de
argumentación de Toulmin, de los análisis de Austin, Strawson, Searle, Davidson,
Putnam, la perspectiva teorica de la psicologia evolutiva de Piaget, Kohlberg y otros, así
como del interaccionismo simbolico americano. Especialmente significativo para el
problema de la validez es su reflexión crítica sobre la posición de Dummett, que pretende
defender una semántica veritativa, pero que, finalmente, “abandona por completo la idea
básica del verificacionismo”. Habermas ofrece la siguiente cita del trabajo de Dummett
“What is a Theory of Meaning?”, G. Evans y J. McDowell (eds.), Truth and Meaning,
Oxford (1976: 126):
Una teoría verificacionista se aproxima, tanto como puede hacerlo cualquier otra teoría plausible
del significado, a una explicación del significado de una oración en términos de las razones en virtud
de las cuales esa oración puede ser aseverada; por supuesto que ha de distinguir entre las razones
efectivas del hablante que no sean concluyentes, o que puedan ser indirectas, y la clase de razones
directas y concluyentes en términos de las cuales se da el significado, particularmente en el caso de
oraciones tales como las que aparecen en futuro, para las que el hablante no puede tener en el
momento en que las emite razones del segundo tipo. Pero una teoría falsacionista [...] vincula el
contenido de una aserción al compromiso que el hablante contrae al hacer esa aserción; una aserción
es una especie de apuesta de que el hablante no resultará equivocado (1989: 406).
Habermas comenta:
En todo caso, esta versión revisada de la semántica veritativa da cuenta de la circunstancia de
que las condiciones de verdad no puedan explicarse con independencia de saber cómo hay que
proceder para decidir la correspondiente pretensión de verdad. Entender una afirmación significa
saber cuándo un hablante tiene buenas razones para salir garante de que se cumplen las condiciones
de verdad del enunciado que afirma (1989: 407).
213
Por ello, es necesario un acceso como el que ofrece la teoría de la acción
comunicativa, con su reconstrucción teórica de las reglas pragmático-formales
constitutivas de los mundos simbólicos y que permiten comprender el carácter normativo
vinculado a ellos. Este tipo de investigación pone de manifiesto los elementos universales
que subyacen a toda actividad social y que obligan a una sistematización racional en
términos universalistas y críticos.
Si los conceptos básicos de teoría de la acción, en que toda Sociología se funda, llevan siempre
inscrito algún concepto de racionalidad, el desarrollo de la teoría sociológica corre el riesgo de quedar
reducido de antemano a una perspectiva cultural o históricamente ligada, a menos que los conceptos
básicos puedan plantearse de modo que el concepto de racionalidad que comportan sea abarcador y
general, es decir, satisfaga pretensiones universalistas. La exigencia de tal concepto de racionalidad se
sigue también de consideraciones metodológicas. [...] Ni desde el punto de vista metateórico, ni desde
el punto de vista metodológico cabría suponer objetividad alguna al conocimiento sociológico si los
conceptos de acción comunicativa y de interpretación, conceptos que están relacionados el uno con el
otro, sólo fueran expresión de una perspectiva de racionalidad ligada a una determinada tradición
cultural (Habermas, 1987: 190-191).
214
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224
Índice
Portada 2
Créditos 4
Índice 5
Introducción 8
Filosofía social y ciencias sociales 8
Filosofía y sociedad 9
Desarrollo temático 10
1 La existencia humana: individuos, estructuras y sistemas:
16
Margarita Boladeras
1.1. Individuo y sociedad 16
1.2. Familia y estructura social 23
1.3. Tipos de familia 27
1.4. Sistemas sociales 31
1.5. Las sociedades contemporáneas 34
1.6. Lazos familiares y personalidad individual en las sociedades del Primer
36
Mundo
1.7. La reflexión de Horkheimer sobre la familia 39
1.8. Aprendizajes básicos en la familia sobre justicia e injusticia 41
2 La construcción simbólica del mundo: Margarita Boladeras 43
2.1. El ser humano como “animal simbólico” 43
2.2. Lenguaje e interacción comunicativa. Verdad y poder 45
2.3. La expresión simbólica: cultura y arte 54
2.4. La religión: mito, rito y conciencia colectiva 56
2.5. La política: la razón de la voluntad única y la racionalidad democrática 63
3 Sociedad y comunicación: Margarita Boladeras 67
3.1. La sociedad de la comunicación: el poder de los medios 67
3.2. Comunidad y privacidad: el ámbito público y el ámbito privado 70
3.2.1. La “esfera pública” en las distintas sociedades 73
3.3. Información, opinión y propaganda 79
3.4. Medios de comunicación y derechos individuales. Veracidad y virtualidad 83
3.5. Deontologia de los medios 86
4 La acción social: Neus Campillo 90
225
4.1. Actores y roles sociales: acción y sistema 90
4.2. Acción y narración 95
4.3. El concepto de trabajo 99
4.3.1. El trabajo alienado 100
4.3.2. División del trabajo: solidaridad mecánica y solidaridad orgánica 102
4.3.3. División del trabajo: Anomia social, clases sociales y lucha de clases 104
4.3.4. Labor-trabajo 106
4.4. Sociedades modernas y posmodernas 108
5 Racionalidad, dominio y libertad: Neus Campillo 114
5.1. Racionalidad 114
5.1.1. Racionalidad social 115
5.1.2. Racionalidad técnica y dominio 118
5.1.3. Racionalidad individual 119
5.1.4. Racionalidad comunicativa 121
5.2. Legitimación. Dominación y crisis de legitimación 123
5.3. Sentido de libertad positiva y de libertad negativa 127
5.3.1. La definición de autonomía y soberanía 127
5.3.2. Libertad positiva y libertad negativa 129
5.3.3. Libertad comunicativa y las condiciones de una cultura democrática 133
6 La diferencia de los sexos y el problema de la igualdad: Neus
137
Campillo
6.1. Identidad, sexo y género 137
6.2. Aproximación histórica al problema 138
6.3. Los conceptos de sexo y género 142
6.4. Identidad y diferencia 145
6.5. Igualdad 148
6.6. El feminismo 150
6.7. Identidad, sujeto, ciudadanía 154
7 La pluralidad cultural humana: Neus Campillo 160
7.1. Universalismo, multiculturalismo y comunitarismo 160
7.2. Génesis del problema 162
7.2.1. Cultura y civilización 162
7.2.2. Universalidad y “eticidad”. El bien y lo justo 163
7.2.3. Particularidad y validez universal 165
7.3. Significado de los términos 166
226
7.3.1. Diferentes significados de universalismo 167
7.3.2. Relativismo, pluralismo, multiculturalismo 167
7.4. Delimitación de problemas 169
7.4.1. Inconmensurabilidad, otredad, diálogo intercultural 170
7.4.2. Reconocimiento, identidad, autonomía 172
7.5. Estado actual de la cuestión: respuestas a la crisis de la democracia y de la
175
ciudadanía
7.5.1. Liberalismo y pluralismo 176
7.5.2. La crítica comunitarista al liberalismo 180
7.5.3. Ciudadanía multicultural 183
7.5.4. Democracia deliberativa y diálogo cultural complejo 185
8 Metodología: Margarita Doladeras 189
8.1. Métodos de la filosofía social y de las ciencias sociales 189
8.2. Ciencias “explicativas” y ciencias “comprensivas” 196
8.3. Acción social y sentido según Max Weber 201
8.4. El Racionalismo crítico 203
8.5. La teoría crítica 207
Bibliografía 215
227