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FILOSOFÍAS ÁRABE Y JUDÍA

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Manuel Mac eir as F af ián
J uan Manuel Navar r o Cor dón
Ram ón Rodr í guez Gar c í a

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FILOSOFÍAS ÁRABE Y JUDÍA
Rafael Ramón Guerrero

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© Rafael Ramón Guerrerò

© EDITORIAL SÍNTESIS, S.A.


Vallelíermoso 3 4
28015 Madrid
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ISBN : 978-84-995828-5-6

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cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

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Índice

Introducción

1 El Islam y su cultura
1.1. Los orígenes del Islam
1.2. El Islam como religión
1.3. El Islam como principio de organización política
1.4. El Islam como cultura

2 El Islam y el pensamiento griego


2.1. Asimilación de otras culturas. Las traducciones al árabe
2.2. Fuentes griegas de la filosofía en el mundo islámico
2.3. La Falsa fa o filosofía de raíz griega

3 El pensamiento en el Islam
3.1. El Kalām o teología
3.2. La Historia. Ibn Jaldün y la filosofía de la historia
3.3. La Šī'a. Los Ijwān al-Safā' y Mulla Sadrā
3.4. Mística y gnosis. Ibn 'Arabī de Murcia
3.5. La Zandaqa. Abu Bakr Zakariyya’ al-Rīzi
3.6. Ciencia y Alquimia

4 Al-Kindi, el filósofo de los árabes


4.1. Su vida y su obra
4.2. Filosofía y religión

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4.3. Las doctrinas del alma y del intelecto
4.4. Metafísica y realidad: el Uno y el universo

5 Al-Farabi
5.1. Su vida y su obra
5.2. La filosofía, saber superior a la religión
5.3. Metafísica y estudio del universo
5.4. El hombre y el intelecto
5.5. La Ciudad excelente

6 Avicena
6.1. Vida y obra
6.2. Lecturas del pensamiento de Avicena
6.3. Sistematización de las ciencias
6.4. La metafísica aviceniana
6.5. El hombre: realidad individual y social

7 Del Oriente a al-Andalus


7.1. Algazel. Crítica a la filosofía
7.2. Los comienzos de la filosofía en al-Andalus
7.3. Ibn Masarra
7.4. Ibn Hazm
7.5. La filosofía en los Reinos de Taifas. Abū Salt de Denia

8 Filósofos de al-Andalus
8.1. Ibn al-Sīd de Badajoz
8.2. Avempace de Zaragoza
8.3. Ibn Tufayl de Guadix

9 Averroes
9.1. Vida y obra
9.2. Aristóteles y la filosofía y su relación con la religión
9.3. Saber y ser. Problemas de metafísica

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9.4. El problema del intelecto. La Política
9.5. Ibn Tumlüs de Alcira, discípulo de Averroes

10 La filosofía judía hasta Maimónides


10.1. Los orígenes de la filosofía judía
10.2. La filosofía en el siglo XI. Ibn Gabirol y Bahyá b. Paqūda
10.3. Breve semblanza de la filosofía entre los siglos XI y XII

11 Maimónides y la filosofía judía posterior


11.1. La filosofía de Maimónides
11.2. La filosofía judía en el siglo XIII. Isaac Albalag
11.3. La filosofía judía en los siglos XIV y XV. Gersónides, Moisés de Narbona
y Hasday Crescas

Bibliografía

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Introducción

E l hispano portugués Teodoro de Almeida decía en su Recreación filosófica, allá


por el siglo XVIII, que el honroso nombre de Filosofía anduvo muchos tiempos
falsamente usurpado. En efecto, se sabe hoy del carácter polisémico del término
“filosofía” a lo largo de su historia. Se ha entendido de muchas maneras no sólo por las
diversas culturas que se han servido de él, sino también por distintos grupos dentro de
una misma cultura. A lo largo de la historia ha habido incluso pensadores que no se
consideraron a sí mismos como filósofos y, sin embargo, la historia de la filosofía los
estudia como tales. Por el contrario, algunas culturas han vivido diferentes
manifestaciones de su pensamiento como filosofía y, no obstante, la historia no lo
considera así. Ésta es la razón por la que parece oportuno plantearse previamente qué ha
entendido el mundo islámico por filosofía, para tratar de delimitar así el ámbito de este
estudio.
Se ha pensado y repetido con insistencia que muchas de las manifestaciones del
pensamiento islámico, originadas en la reflexión ante la situación hermenéutica que
planteó a los musulmanes el texto revelado, constituyeron lo que propiamente debería
llamarse filosofía islámica: ésta incluiría las diversas ciencias religiosas, además de las
ciencias racionales que prosperaron en la cultura árabe. Así lo han proclamado algunos
estudiosos, a quienes G. Anawati planteó la cuestión de qué dominio hay que asignar a la
filosofía en el Islam. Reconociendo todos ellos lo delicado de la cuestión, algunas
respuestas llevaron ese dominio hasta contener múltiples aspectos del pensamiento
musulmán: además de la filosofía propiamente dicha, ciencia, derecho, teología, mística
e, incluso en algunos casos, gramática e historia, son disciplinas que la integran. Los
incluyen o porque los problemas y las discusiones versan sobre idéntico objeto en cada
uno de estos aspectos del pensamiento islámico, o porque en todos ellos hay reflexión
sobre datos de la experiencia, cualquiera que ésta sea, o porque usan un método de
razonamiento lógico.
Libros consagrados al estudio de la filosofía en el Islam engloban bajo la
denominación de “filosofía islámica” incluso obras de autores que no tienen especial

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relevancia religiosa dentro del Islam, pero que son consideradas como filosóficas porque
constituyen “una investigación formal sobre la estructura de los conceptos más generales
disponibles”. Concebir así la historia de esta filosofía significa, ciertamente, mostrar la
riqueza y variedad de un pensamiento que continúa vivo en su tradición, descubriendo la
diversidad de culturas habidas en la dar al-Islām.
Evidentemente, no se puede negar la validez de tal proceder. Hubo en el Islam toda
una tradición que estudió, conoció, asimiló e integró no sólo lo elaborado por el
movimiento conocido en la historia islámica con el nombre de Falsafa, mera
transcripción del término griego filosofìa, sino también por otras tendencias y corrientes
surgidas en el seno del Islam que no se han insertado en la tradición intelectual
occidental. A todo este conjunto de ideas y conceptos se le puede, evidentemente, dar el
nombre de “filosofía”, porque el contenido semántico de este término es tan amplio que
admite todo lo que se quiera integrar en él.
¿Quiere decir esto que la existencia de la filosofía depende de la apreciación del
historiador cuando se aplique a determinados textos, esto es, de su hermenéutica
particular? Expresado en otros términos, ¿se trata de una cuestión meramente subjetiva la
que se debate a propósito de determinar qué es la filosofía islámica? Así podría parecerlo
al lector que se enfrenta ante las múltiples respuestas dadas. Pero, además, debe haber
algunos criterios objetivos que permitan estimar como filosófico el quehacer intelectual
de un pensador, independientemente de que sea conocido, además, como teólogo y
hombre de religión. Esos criterios han de nacer de la propia obra del autor y no de la
interpretación que el historiador haga de ella. ¿Cómo determinarlos?
Dice Platón en el Teeteto: “El que ha sido educado realmente en la libertad y en el
ocio es precisamente el que tú llamas filósofo” (175d-e). Y Aristóteles afirma en
Metafísica: “Que no se trata de una ciencia productiva, es evidente ya por los que
primero filosofaron. Pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar
movidos por la admiración; al principio, admirados ante los fenómenos sorprendentes
más comunes; luego, avanzando poco a poco y planteándose problemas mayores, como
los cambios de la Luna y los relativos al Sol y a las estrellas, y la generación del universo.
Pero el que se plantea un problema o se admira, reconoce su ignorancia. Por eso también
el que ama los mitos es en cierto modo filósofo; pues el mito se compone de elementos
maravillosos. De suerte que, si filosofaron para huir de la ignorancia, es claro que
buscaban el saber en vista del conocimiento y no por alguna utilidad. Y así lo atestigua lo
ocurrido. Pues esta disciplina comenzó a buscarse cuando ya existían casi todas las cosas
necesarias y las relativas al descanso y al ornato de la vida. Es, pues, evidente que no la
buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, así como llamamos hombre libre al que es
para sí mismo y no para otro, así consideramos a ésta como la única ciencia libre, pues
ésta sola es para sí misma” ( I, 2, 982b 11-28).
La libertad, entonces, parece consubstancial al hecho filosófico tal como fue
entendido en Grecia, donde nació. Aristóteles estableció la fundamental diferencia
existente entre el saber autónomo de la filosofía y los demás tipos de saberes, sometidos
a exigencias exteriores incluida la propia necesidad de explicar y comprender el mundo,

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como en el caso de las mitologías. En cambio, el saber de la filosofía es un saber que
responde a la natural ignorancia humana; es un saber no productivo, un saber por sí
mismo, que tiende a dar explicación de lo real con la ayuda de los medios de
conocimiento propios del hombre, por lo que es un saber racional, en la medida en que
proviene de lo más específico del hombre, su razón.
Entendida la filosofía como un saber libre, ¿pudo darse en el mundo islámico, en el
que el hombre vivía bajo la influencia de una religión revelada por Dios, que, por
consiguiente, no procedía de la razón humana? ¿Hubo un pensar libre, en el sentido de
que ningún presupuesto ni prejuicio hubieran limitado las formas y el contenido de ese
pensar? O, por el contrario, ¿hay que tomar al pie de la letra las palabras de Sócrates de
que es el dios el que ordena vivir filosofando (Apología de Sócrates, 28e), y juzgar que
en aquel mundo, regido en sus principales actividades por un mandato divino, se filosofó
en tanto que tarea exigida por la misma revelación, como señaló Averroes?
Se sabe que hubo un pensar racional, porque todo pensar, por el hecho mismo de
ser una actividad exclusivamente humana, es racional. Se sabe que la filosofía griega fue
una de las raíces de este pensar. Igualmente, se sabe que los filósofos árabes fueron
conscientes de que en su quehacer filosófico no hacían más que continuar una tarea que
había sido emprendida en Grecia. Pero, como novedad frente al mundo antiguo, ellos
recogieron, asimilaron, consideraron, expusieron y explicaron, desde nueva perspectiva y
en formas diversas, lo recibido de la Antigüedad. Lo que se les había dado en la
revelación les proporcionó enfoques y visiones nuevas, representaciones y sugerencias
originales, y les abrió las puertas para que diferentes y novedosas orientaciones
enriquecieran y completaran lo alcanzado por los antiguos. Este hecho se dio en todas
aquellas culturas medievales en las que se desarrolló un pensar a partir de una revelación:
la cristiana, la musulmana y la judía. Y no sólo en cada una de ellas por separado, sino
que, en muchas ocasiones, con mutuas relaciones y dependencias.
Uno de los posibles criterios para determinar si un autor debe ser considerado
filósofo o no, o, mejor aún, para saber si una determinada forma del pensar medieval
puede identificarse con la filosofía, será preguntar a cada pensador, o a la cultura de la
que forma parte, qué entendió por filosofía y ver si su concepto de este saber concuerda
con lo que la tradición, desde Grecia, ha comprendido por tal. Es cierto que, ante tal
pregunta, muchos de ellos responderían que por “filosofía” entienden algo muy distinto a
lo que se hizo en Grecia; pero habrán de ser las formas y métodos que emplearon las que
denuncien de inmediato si llamaron “filosofía” a algo diferente o si, por el contrario, lo
que hicieron no fue más que una nueva expresión de aquel libre saber.
Tal análisis revelará que las disciplinas que configuraron el pensamiento islámico
deben ser objeto de estudio en una esfera más amplia, que incluya todas las formas del
pensar que vieron la luz en la dar al-Islām, pero no dentro de un aspecto parcial y muy
específico de ellas, como es la filosofía en el sentido antes definido. Que las otras
manifestaciones de ese pensamiento estén basadas en supuestos filosóficos o que hayan
adoptado métodos y doctrinas propios de esa disciplina a la que se da el nombre de
“filosofía”, no quiere decir que todas esas formas tengan que ser incluidas en una historia

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de la filosofía del Islam medieval. Que la reflexión filosófica estuvo en gran parte
propiciada por la reflexión madura sobre el Libro Sagrado no implica que aquélla deba
ser confundida y mezclada con ésta. Si no se comprendiera así, cualquier manifestación
del espíritu humano exigiría ser considerada como filosofía.
¿Qué entendió, entonces, la propia cultura árabe por “filosofía”? Hay múltiples
testimonios históricos que prueban cómo este saber fue visto como algo independiente y
autónomo de las restantes expresiones del pensamiento islámico, pero también como un
género heterodoxo. El escritor Ibn Qutayba (m. 889) afirmó que la formación del hombre
instruido y de los doctores religiosos debe basarse en las ciencias religiosas, en las
filológicas, en la ética y en la falsafa, pero ésta sólo debe ser conocida con el fin de poder
refutarla. Reconoció, además, que los falāsifa (filósofos), aunque no pueden ser
tachados de ateos, tampoco han de ser calificados de musulmanes, con lo que confirmó
el carácter heterodoxo que tuvo la Falsafa en el mundo islámico. Algazel (m. 1111)
dividió a “los que buscan” en cuatro grupos: los teólogos, los que se ocupan del sentido
oculto, los filósofos y los místicos. Caracterizó a los filósofos por el empleo de la lógica y
la demostración y señaló entre ellos a ateos y materialistas, por una parte, y a los grandes
filósofos griegos -Sócrates, Platón y Aristóteles-junto con Al-Farabi y Avicena, que,
apartándose del ateísmo y del materialismo, no supieron sin embargo evitar algunos
errores, rechazables por infidelidad o incredulidad o por innovación, provocados por no
haberse atenido a una estricta demostración lógica: “Fueron incapaces de cumplir con la
demostración según las condiciones que ha establecido la lógica”. Ibn Jaldün (m. 1406)
reconoció la especificidad de la filosofía en relación con las otras formulaciones del
pensamiento islámico, por ser aquélla una ciencia racional y por ser éstas ciencias
tradicionales. Las cuatro ciencias filosóficas: lógica, física, metafísica y matemáticas,
perjudican a la religión, por lo que es necesario exponer cuál es la verdadera doctrina de
la filosofía. Esta consiste, según él, en afirmar la posibilidad de alcanzar, “mediante el
razonamiento reflexivo y las argumentaciones intelectuales”, lo sensible y lo
suprasensible; en conocer las esencias, los modos, las causas y principios de los seres; y
en establecer la posibilidad de que los principios de la fe puedan ser erigidos por
razonamiento y no por transmisión. Las opiniones de los filósofos son falsas porque se
apoyan en demostraciones insuficientes e incompletas y encierran principios contrarios a
la ley divina y al sentido del texto revelado. La filosofía, consecuentemente, es inútil y
vana en sus pretensiones.
De estos testimonios se desprende que la filosofía fue entendida en la cultura
musulmana como un pensar exclusivamente humano, sometido a las leyes de la lógica y
de la demostración, no sujeto a los principios de la revelación divina, por lo cual debía
ser rechazada como ajena a la cultura islámica. Pero también se infiere, y esto es lo
importante, que el mundo del Islam tuvo una clara conciencia de qué era la filosofía: un
preciso y concreto movimiento de pensamiento que pretendía explicar la realidad entera
por medio de la razón natural, extendiéndose desde la investigación sobre el bien humano
y político hasta la contemplación de cómo se constituyó el universo, en un despliegue
que necesariamente implicaba conflicto con los más apegados a la tradición religiosa,

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quienes consideraban que todo se había hecho explícito en la revelación y no había
necesidad de otro tipo de conocimientos.
Entender la Falsafa de esta manera implicaba reconocer que ella se atenía a la
filosofía griega, especialmente a la de Platón y Aristóteles; significaba reconocer que la
filosofía que se hizo en el mundo árabe tuvo sus orígenes en la reflexión iniciada en
Grecia, caracterizada por una búsqueda basada en un riguroso racionalismo y en una
estricta coherencia lógica. No se limitó, como a veces se ha dicho, a repetir lo que recibió
del mundo griego, lo que supondría afirmar que los árabes fueron incapaces de elaborar
una filosofía, sino que los falāsifa supieron repensar los grandes problemas filosóficos a
la luz de su propia cultura. Hubo en ellos una respuesta a las cuestiones que vivían y
sobre las que pensaban. Adoptar y adaptar el pensamiento griego significó, para ellos,
encontrar soluciones concretas a las dificultades y obstáculos con los que tropezaba el
desarrollo y evolución de las ideas en el mundo musulmán. Por su madurez, la filosofía
griega supo proporcionarles respuestas adecuadas a las múltiples preguntas que surgían
en la sociedad de su época. La asimilación, uso y transformación de materiales ajenos a
su cultura original tuvo como resultado la elaboración de un conjunto de doctrinas que
respondían a las grandes cuestiones planteadas en esa cultura: las relaciones entre la
palabra racional y la palabra revelada, la formación y constitución del universo, la
naturaleza y fin del hombre, la justificación racional del hecho profètico, el gobierno y
dirección de la comunidad musulmana. La Falsafa, pues, fue un capítulo nuevo en la
historia del pensamiento en el mundo islámico, que tuvo su originalidad propia.
El pensamiento elaborado dentro de este movimiento no sólo ha dejado una
influencia más o menos perceptible en la cultura occidental, sino que también determinó
en gran medida el propio desarrollo de ésta, al integrarse en ella y al configurarla de
manera esencial. La filosofía occidental no recogió sólo algunos ingredientes procedentes
de la Falsafa a la manera como se cogen elementos de ornamentación y se añaden a una
estructura ya consolidada, sino que, por el contrario, aquellos ingredientes hicieron
posible la consolidación y afianzamiento del pensamiento filosófico occidental, que se
estaba elaborando en la Europa Medieval.
Otros movimientos que hubo en el Islam, que también usaron y asimilaron parte de
la propia filosofía griega, no fueron capaces, sin embargo, de integrarse en la tradición en
la que Occidente se ha formado. Por ello, por muy interesantes, fecundos y fructíferos
que hayan sido, siempre habrán de ser considerados como factores ajenos a la tradición
de la cultura occidental. Por mucha simpatía que se tenga hacia el modo oriental de vida
y por mucho que se pretenda integrarse en él, es un modo de vida muy alejado del
occidental: piénsese en lo que hoy acontece en muchas sociedades musulmanas y su
manera radicalmente diferente de ver la vida y las propias costumbres de Occidente.
Siempre se tenderá a verlo como algo ajeno y exterior a Occidente, como algo que no
forma parte del pensar y del quehacer diario del modo de vida occidental.
Algunos elementos de la Falsafa se han integrado en el pensamiento filosófico
occidental, en el que, quiérase o no, estamos insertos. Fueron pensados, meditados,
discutidos, analizados y, finalmente, asimilados por los pensadores que constituyen un

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eslabón en la cadena filosófica que nos lleva y enlaza con los orígenes de Occidente. Y,
aun cuando desde estos mismos orígenes -los presocráticos- se hayan podido constituir
otras cadenas valiosas, ricas y fecundas de pensamiento, ellas no han constituido nuestra
historia ni se han integrado en nuestra tradición cultural. Conocerlas puede resultar
enriquecedor y prometedor, incluso ayudará a mostrar el camino que pudo ser el nuestro,
pero que no lo ha sido. La historia pasada es inamovible e irreversible: nadie puede
rectificarla. Se podrá, sí, modificar el rumbo a seguir a partir de lo que esas tradiciones
ajenas aporten hoy o de lo que de ellas se asimile y se aproveche, pero no se podrá
nunca modificar lo que otros recibieron antes.
Que Ibn Jaldün sea un gran teórico de la historia e, incluso, tenga un vivísimo
pensamiento filosófico, la época en que pudo ejercer influencia ya pasó. La historia,
nuestra historia, sólo le conoce desde mediados del siglo XIX y, aunque se admita la
magnitud, importancia y clarividencia de su obra y de su filosofía, la tradición
inmediatamente posterior a él no le debe nada porque no le conoció. Sólo a partir de hoy
se podrá integrar en nuestra propia cultura y en nuestra civilización. Que el gran pensador
persa Mulla Şadrā, (m. 1640) sea un gran filósofo, que llegó a pensar en la tradición de
Avicena, y que recreó una profunda ontologia, es algo que no duda nadie que lo haya
leído. Pero, sólo conocido en nuestra tradición desde hace escasos años, ¿qué ha
aportado a ella? ¿Qué ha integrado la filosofía occidental posterior a él de las ricas y
preciosas reflexiones de esta gran figura de la espiritualidad islámica? Nada. Podremos
hacerlo a partir de ahora, pero quienes nos crearon la tradición filosófica a la que
pertenecemos no lo hicieron y no podrán hacerlo. ¿Se puede hacer ahora o ya ha pasado
el momento? Si todavía podemos hacerlo, pongámonos a la obra a ver qué resulta de
ello; si ya ha pasado el momento, por mucho que se quiera, siempre será visto como un
pensador ajeno a la cultura occidental.
Quien más ha insistido en que la filosofía en el Islam debe ser entendida en un
sentido muy amplio, el sabio francés H. Corbin, ha escrito lo siguiente: “Es difícil trazar
los límites exactos entre el empleo del término falsafa (filosofía) y el del término hikmat
iláhlya (theo-sophia). Pero parece que desde SohrawardI cada vez se prefiere más este
último término para designar la doctrina del sabio completo, filósofo y místico a la vez”
(Corbin, 1964: 216). Escribir esto significa que se quieren guardar las distancias con
respecto a la Falsafa. El propio Oriente, en la voz de SuhrawardI, habla menos de
filosofía en sentido griego e insiste más en hikma, término que significa “sabiduría” en la
tradición árabe y musulmana a la que pertenece.
Estas reflexiones me llevan a establecer los límites a la hora de escribir la historia de
la filosofía en el Islam. La circunscribo a aquel movimiento que continuó la misma
tradición de la filosofía griega que es la nuestra. El término final lo establezco allí donde
acaba aquel movimiento cuya influencia y presencia en el pensamiento occidental son
claras, precisamente porque estudio la filosofía en el Islam desde esta perspectiva. No
trato de exponer una historia general del pensamiento en el Islam, sino sólo una pequeña
parte suya: la que tiene que ver con la llamada Falsafa por los mismos historiadores del
Islam, en la medida en que sus aportaciones generaron una reflexión en aquellos

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pensadores que integran nuestra propia historia intelectual. ¿Qué habría sido de la
filosofía en la Edad Media latina y occidental si ésta no hubiese conocido el quehacer
científico y filosófico que se produjo en el mundo islámico? No lo sabemos, pero desde
luego no habría sido lo que fue y sí otra cosa muy distinta de lo que ha sido. La filosofía
procedente del mundo islámico, de la Falsafa en concreto, modificó y cambió el rumbo
del pensamiento que se hacía en la cristiandad medieval latina. Como historiadores, nos
debemos a lo que fue, no a lo que pudo ser y no fue. Sin el Avicena y sin el Averroes
que Europa conoció, la filosofía moderna habría sido muy distinta; pero no lo ha sido sin
el conocimiento de otros pensadores musulmanes, muy importantes en su propia cultura,
pero nada influyentes fuera de su mundo. Sólo en este sentido se puede decir que la
Falsafa acabó con Averroes. Después hubo otros “filósofos” o “sabios” o “teósofos” en
el Islam, pero, mal que nos pese o que pese a algunos, ninguno de ellos ha podido
modificar nuestra propia historia.
Cuanto he dicho aquí respecto a la filosofía en el Islam, podría también decirse,
aunque en menor medida, de la elaborada en las comunidades judías medievales.
Algunos miembros de éstas influyeron y modificaron también el pensar que hemos
heredado; a otros sólo se les conoce desde hace poco. Por muy importante y grande que
haya sido el pensamiento de éstos, la influencia de Ibn Gabirol y de Maimónides fue
incomparable y, ya, inevitable: su huella ha quedado fijada en el pensar de otra cultura, la
latina medieval cristiana, que supo ver la riqueza de sus propuestas. Como no soy
experto en la rica cultura que nos ha legado el pueblo judío, me limito a esbozar los que
considero aspectos más destacados de su filosofía. Que no se quiera echar en falta aquí
lo que no he pretendido hacer.
Todo lo aquí expuesto se apoya en la creencia de que la mayor parte del saber y
todas sus interpretaciones no son sino hipótesis de trabajo cuya depuración constante es
la verdadera esencia del esfuerzo intelectual y en las que el principal criterio de valor no
es tanto su posible verdad como su grado de utilidad para orientar nuevas investigaciones
posteriores. Sólo me resta parafrasear lo que deseaba el gran traductor granadino
Yéhudah ibn Tibbon en el prefacio a su versión hebrea de los Deberes de los corazones
de Ibn Paqūda: Que quien estudie este texto pueda escrutarlo mejor que quien lo ha
escrito; que los sabios que lo estudien se esfuercen en depurar su vocabulario y en
corregir sus faltas en virtud de su donaire y su vasta ciencia.
El sistema de transcripción de los nombres y términos árabes es el seguido en las
advertencias para el uso del Diccionario de la lengua española de la Real Academia
Española, salvo en aquellos nombres que son usualmente conocidos en su forma
latinizada, como Corán, Mahoma, Avicena, Averroes y otros. En los nombres hebreos he
procurado seguir la transcripción utilizada por conocidos hebraístas hispanos; pero algún
error habré cometido que no pasará inadvertido a algún crítico: el único responsable soy
yo, no aquéllos.
La bibliografía sólo recoge unas escasas publicaciones de un catálogo amplísimo y
numerosísimo, con la esperanza de que ellas sean útiles al lector y se conviertan en su
mejor guía.

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1
El Islam y su cultura

E l término Islam es un vocablo que recubre varias acepciones. La primera y


principal de ellas, su sentido originario y el más ampliamente entendido, tiene que
ver con una religión, con la determinada concepción de las relaciones del hombre con
Dios que se expresó en la revelación al profeta Mahoma y que se desarrolló a partir de
ésta. Pero, por el peculiar carácter que esta religión tuvo desde sus mismos orígenes, el
término tiene que ver necesariamente con una explícita concepción del mundo en la que
están contenidas tanto la noción de una comunidad ideal, con su organización política y
social y sus instituciones, como un determinado modo de vida, una cultura y, en suma,
una civilización con su representación del hombre, sus modelos de comportamiento, de
hábitos y costumbres, y sus normas éticas. Todo ello debe ser tenido en cuenta para
saber del Islam, porque no se comprenderá adecuadamente lo que fue y lo que es si no
se conocen al mismo tiempo todas las expresiones en que se ha manifestado. También se
habla del Islam como un espacio geográfico, la dar al-Islām según el término empleado
en el derecho islámico, haciendo referencia al ámbito vital en el que tienen cabida
múltiples pueblos de razas y etnias muy diversas, donde se propagó la religión islámica y
donde ésta dejó impresas las más importantes de sus características, por lo que esos
pueblos han vivido un tiempo que les pertenece a todos y una historia común, la Historia
del Islam, que constituye de suyo un objeto específico de estudio. Todos estos sentidos
están vinculados entre sí, de manera que no son independientes los unos de los otros: el
Islam como religión fue también una estructura política que elaboró, en el seno de unas
instituciones o incluso al margen de ellas, una cultura que se expresó en el arte, en la
literatura, en la historia, en el pensamiento religioso, en la filosofía y en las ciencias, y en
la que se forjó un modo de vivir que se desarrolló en la geografía y en la historia
islámicas.
Cuando se estudia el Islam, pues, hay que valorar no sólo el hecho de que significó

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el nacimiento de una civilización que se forjó en tomo a una religión original y al poder
que emana de ella, sino también las inmensas consecuencias que se han derivado de ello
y que refundió una grandiosa y heterogénea herencia cultural. El término “Islam”, por
consiguiente, es tan complejo como su propia historia. No entenderlo así implicaría
reducirlo a una cualquiera de sus manifestaciones y, por tanto, verlo sólo de una manera
parcial, sin comprender su rica y productiva diversidad, creadora de su propia cultura a lo
largo de la historia.

1.1. Los orígenes del Islam

En el entorno geográfico, religioso, social y cultural, poco conocido aún hoy, de la


Arabia del siglo VI de nuestra era surgió el Islam. Conocida por los primeros
historiadores musulmanes como época de la Yáhiliyya (“ignorancia”), en contraposición
al período “sabio” o “culto” instaurado por el Islam, fue sin embargo una época que
determinó la vida de Mahoma y las condiciones precisas bajo las cuales fundó una
religión unifícadora de hombres y pueblos, creadora y difusora de cultura y civilización,
capaz de transmutar la historia misma de la humanidad. El Islam como religión se basó
en un Libro revelado y en una Tradición que se atribuyó al profeta Mahoma. Para los
musulmanes, es la única religión que merece realmente ese nombre: “Ciertamente, la
Religión, para Dios, es el Islam” (Corán, 3, 19).
Independientemente del juicio que se pueda emitir sobre la personalidad de
Mahoma, lo cierto es que cuanto la historia o la leyenda le ha atribuido ha sido creído por
el musulmán como verídico y ha desempeñado por ello una función histórica que no
puede ser desdeñada.
Su biografía, que cuenta con dos fuentes, el Corán y la Sīra de Ibn Isháq (m. ca.
767), resulta casi imposible de fijar. Sólo dos fechas se pueden establecer como ciertas: el
622, año de la hégira, en que marchó de La Meca a Yatrīb, y el 632, año de su muerte.
Se dice que recibió la primera revelación en torno a los cuarenta años, tras una crisis de
tipo religioso: “¡Recita en el nombre de tu Señor. Que ha creado, / ha creado al hombre
de sangre coagulada! / ¡Recita! Tu Señor es el Munífico, / Que ha enseñado el uso del
cálamo, / ha enseñado al hombre lo que no sabía” (Corán, 96, 1-5). A partir de entonces
se consideró el Enviado de Dios (rasūl Allāh) a los hombres, el último Profeta sobre la
tierra: “Mahoma no es el padre de ninguno de vuestros varones, sino el Enviado de Dios
y sello de los profetas” (Corán, 33, 40).
Predicó inicialmente dos tesis. Primero, la inminencia del Juicio Final, cuya
certidumbre determina la conducta ética: el hombre religioso es quien teme al Señor y
está pendiente de su hora: “La Hora llega para que cada uno sea retribuido según su
esfuerzo” (Corán, 20, 15). “¿Qué pueden esperar sino que les llegue la Hora de
repente?” (Corán, 47, 18). Segundo, la absoluta unicidad de Dios, el tawhīd: “Vuestro
Dios es Dios Uno. No hay más dios que Él, el Compasivo, el Misericordioso” (Corán, 2,

20
163), en un retomo al monoteísmo estricto de Abraham, presentando al Islam como una
religión que continuaba la establecida por el patriarca bíblico: “Los más allegados a
Abraham son los que le han seguido, como este profeta y los que han creído” (Corán., 3,
68). “Luego te hemos inspirado: ‘Sigue la religión de Abraham’” (Corán, 16, 123).
Tras una predicación infructuosa en La Meca, Mahoma marchó a la ciudad de
Yatrīb en septiembre de año 622, cuyos habitantes le habían llamado como pacificador y
árbitro de sus discordias. Esta ciudad tomó entonces el nombre de Madīnat al-nabī, “la
ciudad del Profeta”, y es conocida a partir de entonces como Medina. Este viaje dio fin a
la Yāhiliyya y supuso el inicio de la era islámica. Aquí dio forma al Islam, se convirtió en
jefe de la comunidad y comenzó a organizar la nueva religión. Las revelaciones de ahora
se ocupaban más de asuntos sociales y políticos que de cuestiones estrictamente
religiosas y consistían en reglas y máximas de conducta que habían de guiar la
organización de la comunidad que estaba surgiendo. Mahoma trató de conseguir la
unidad de la fe a través del poder político; se unieron así religión y Estado, que habrían
de regirse por una misma y única Ley: la revelada.
Hubo luchas entre los habitantes de una y otra ciudad, que finalizaron cuando
Mahoma entró definitivamente en La Meca en el año 630. El antiguo culto religioso fue
abolido y las tribus de la ciudad se unieron a la Comunidad. En el año 632, después de
haber realizado la peregrinación a La Meca, la llamada “peregrinación del adiós”,
Mahoma murió. En ese momento su religión había sido abrazada por una heterogénea
multitud de gentes, que se encontraron con que Mahoma no había designado sucesor, lo
que sería causa de graves disensiones que agitaron al Islam en los siguientes años.
La revelación de Dios a Mahoma está contenida en el Corán (al-Qur’ān), término
que deriva de la primera palabra que Mahoma oyó al ángel Gabriel: “¡Predica (iqrā’)!".
La raíz q-r- ’ significa en árabe “declamar, recitar, leer”. Es el libro que hay que recitar,
que hay que leer. El “almocrí” (al-muqrī') es el recitador del Corán en las mezquitas.
También suele ser designado con el nombre de al-Kitāb, “el Libro”, vocablo usado en el
mismo Corán en un contexto más amplio, el de ahí al-kitāb o “gentes del Libro”,
aludiendo a aquellas comunidades religiosas, como judíos y cristianos, que poseen un
Libro revelado. El significado de Corán enuncia fundamentalmente la idea de
comunicación oral, de mensaje recibido, dado en árabe, en el que se declara que él
mismo es un signo (aya) de Dios.
El Corán es una colección de versículos de apariencia fragmentaria. No es un
conjunto de libros, como la Biblia, ni un tratado en el que se exponga de manera
sistemática, con claridad y precisión, una concepción sobre Dios, el hombre o el mundo,
sino una colección de dichos, recibidos por Mahoma a lo largo de veinte años y
ordenados después de su muerte atendiendo a la semejanza de sus materias o a la
identidad del ritmo poético. El texto consta de ciento catorce capítulos o azoras (sūras),
compuestos de un número variable de versículos o “aleyas” (al-āyāt) y dispuestos,
aunque no de manera rigurosa, en orden decreciente en cuanto al número de aleyas que
contienen, excepto la primera azora, llamada al-Fātiha, “la que abre”, que consta sólo de
siete.

21
El texto coránico plantea a los historiadores el problema de su originalidad. Para los
musulmanes, el Corán es la Palabra de Dios misma, eterna e increada, algo inimitable
por tanto, según se afirma allí: “Si los hombres y los genios se unieran para producir un
Corán como éste, no podrían conseguirlo, aunque se ayudaran mutuamente” (Corán, 17,
88). Incluso en su forma material es considerado como sagrado. Reviste así los
caracteres de un absoluto, que es Lògos, Palabra. Ello dio lugar a lo que se ha llamado el
Logocentrismo del Islam, porque todo él gira en torno a la Palabra. Por ser perfecto en
su lengua y estilo, el Corán no puede traducirse a ninguna lengua, según ha afirmado la
tradición más ortodoxa. Por otro lado, es considerada como la primera y principal obra
de la literatura árabe, creadora de un nuevo género literario, el de la prosa rimada, por lo
que actuó como fuente y modelo, incluso de la gramática. Su belleza literaria, en lengua
árabe, lo asemeja a la poesía. Es el libro con el que los musulmanes aprenden a leer, por
lo que sus frases y expresiones han moldeado una determinada y concreta manera de
pensar y actuar, contribuyendo a la unificación de costumbres en todo el mundo
musulmán.
Se puede percibir que el Corán recoge enseñanzas de religiones anteriores e ideas de
la Arabia preislámica, tales como rituales, normas e, incluso, sentimientos morales. Hay
reminiscencias de concepciones judaicas, de piedad monástica cristiana oriental, historias
bíblicas, alguna idea maniquea como la sucesión de revelaciones y elementos tomados de
la religiosidad iraní. El musulmán que acepta estas semejanzas las considera como señal
de que Mahoma fue el último Profeta, que venía a completar las revelaciones anteriores.
Las palabras que Dios le inspiraba eran conocidas porque habían sido reveladas con
anterioridad de modo fragmentario. Para quien aceptaba el mensaje de Mahoma, esas
mismas palabras tenían un sentido completamente nuevo. Para explicarlas y
comprenderlas se crearon las ciencias religiosas, que hicieron posible la exégesis coránica,
entre ellas la ciencia de los comentarios.
Si el primer elemento constitutivo del Corán es el ser Palabra de Dios, otro
componente sin el cual no se habría constituido como libro sagrado es el haber sido
transmitido por mediación de un Profeta. La noción de profecía extendió al ámbito
musulmán un aspecto esencial de las revelaciones judaica y cristiana, que, además,
motivó una profunda reflexión por parte de los propios filósofos y de otros pensadores.
La función profètica de Mahoma difiere de las anteriores y fue la definitiva. El Profeta da
testimonio de lo divino ante los hombres: es el “anunciador de la buena nueva”, el
“avisador”, el “guía”. Con Mahoma, el Islam se incorporó al “mundo de la profecía”,
cuyo fundamento radical es la manifestación histórica del mensaje de Dios a través de los
profetas y hace partícipes a los hombres del mensaje de Dios. Al Profeta no se le debe
rendir culto, puesto que ello implicaría politeísmo (širk) e infidelidad o incredulidad
(kufr), pero sí debe ser reverenciado e imitado, puesto que Dios le ha elegido como su
mensajero.

22
1.2. El Islam como religión

El Islam nació en una sociedad en la que no existía ningún tipo de Estado, a


diferencia de lo que ocurrió con el cristianismo. Mahoma estableció una religión y una
organización socio-política, dictando una ley que enuncia los deberes del hombre hacia
Dios, hacia sí mismo y hacia los demás: es una ley única que abarca al hombre entero,
tanto en su vida individual como en su vida comunitaria. La religión concierne a todas las
manifestaciones de la vida.
Desde su fundación, en el Islam religión y política han estado unidas e implicadas
mutuamente. La misión que Mahoma recibió estaba dirigida a los árabes coetáneos suyos
y a todos los hombres: “Amonesta a los miembros más allegados de tu tribu” (Corán, 26,
214). “Di: ¡Hombres! Yo soy el Enviado de Dios para todos vosotros” (Corán, 17, 158).
“Este Corán me ha sido revelado para que, por él, os amoneste a vosotros y a aquellos a
quienes alcance” (Corán, 6, 19). A todos ellos les dio a conocer que Dios es Uno y
Único, Creador, Señor y Juez, en virtud del cual ha de vivir el hombre. El aspecto
político del Islam está implicado en su definición del sentido de esta vida del hombre.
El Islam afirma que Dios se ha revelado varias veces en la historia y reconoce que
son válidas las Escrituras de judíos y cristianos. Mahoma, sin embargo, ha sido el sello
de la Profecía, a través del cual Dios ha dado la revelación final, por lo que el propósito
de la vida humana ha de ser someterse al contenido de esta revelación, someterse a la
voluntad de Dios. Islam quiere decir “sumisión”; musulmán es “el que se somete a la
voluntad de Dios”, “el que se pone en manos de Dios”. Esta afirmación, en su sentido
más primario, no quiere sino reconocer un hecho innegable de la existencia, puesto que si
Dios es comprendido como la única realidad digna de tal nombre, nada distinto de Dios
es verdaderamente real. O, expresado en términos que implican el sentido profundamente
filosófico contenido en la afirmación inicial del Islam, esa afirmación quiere decir que
todo depende de la realidad de Dios: “¿Desearían una religión diferente de la de Dios,
cuando los que están en los cielos y en la tierra se someten a Él, de grado o por fuerza?
Y serán devueltos a Él” (Corán, 3, 83). La palabra Islam está impregnada del
sentimiento de la dependencia en que se encuentra el hombre ante una potencia ilimitada
a la que debe abandonarse. Éste es el principio que inspira todas las manifestaciones de
esta religión, sus ideas y sus formas, su moral y su culto.
Dios rige la vida y conducta de cada hombre y la de todos los hombres en sus
relaciones mutuas. Por ello, encargó a Mahoma instituir “la mejor comunidad humana
que jamás se haya suscitado” (Corán, 3, 110). La voluntad divina, a la que todo
musulmán se somete, dictó la ley que se aplica a todos los hombres, por lo que el mundo
quedó dividido en dos zonas geográficas claramente delimitadas: la dar al-Islam, en la
que la ley de Dios es aceptada y cumplida, y la dar al-harb, donde la ley islámica no es
aceptada. Al afirmar, por tanto, que la voluntad de Dios ha de cumplirse en individuos y
Estados, el Islam exige instrumentos políticos para su cumplimiento y realización. Por
ello, religión y política son indisolubles en el Islam.
Las enseñanzas contenidas en el Corán sirvieron para constituir un cuerpo doctrinal

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y se convirtió en la fuente primera y principal de la religión islámica. Sin embargo, ésta
no se formuló desde un primer momento como una doctrina coherente, sino que se
desarrolló a lo largo de los tiempos, como resultado de las diversas evoluciones e
influencias hasta llegar a organizarse en un sistema dogmático, jurídico y ético. Como
fuente de la religión, el Corán es un código que dio al Islam el carácter jurídico que le es
esencial. El Islam se define entonces como una Ley aplicable a toda la comunidad de
creyentes por igual. Es la šarī'a, el “seguir la senda”, la “ley canónica del Islam” o
conjunto de prescripciones que regulan las acciones humanas, elaboradas por
generaciones de juristas y teólogos, siendo uno de los principales logros intelectuales del
Islam y expresión compleja y rica del carácter de la civilización islámica. Sin embargo, su
origen es divino y abarca todas las manifestaciones de la vida humana, convirtiéndose en
única guía para el obrar humano y para la política: no puede haber conflicto en el Islam
entre ley religiosa y ley humana, porque es la única ley que domina la vida religiosa y la
vida política, social, económica y cultural. Es la Ley que da sentido a todo el Islam.
El Corán no contiene una exposición sistemática de la religión. Hay en él
disposiciones jurídicas, mandatos y detalles de culto. Se puede decir que es un libro de
carácter ético, que propone cómo se debe vivir en virtud de un Dios único. Las escasas
partes dogmáticas que hay en él, las que indican lo necesario para salvarse, están
mezcladas con indicaciones de tipo práctico sobre problemas diarios, referentes a las
abluciones, oraciones, herencias, alimentación, relaciones conyugales, etc., puesto que en
el Islam el escenario de la actividad religiosa es la vida entera del hombre.
Tres puntos doctrinales, que definen al Islam como creencia, se pueden hallar en el
Corán. En primer lugar, como principio radical y fundamental, el reconocimiento de la
existencia y unicidad de Dios, esto es, de un Ser divino, único, perfecto y eterno, creador
del universo: “Es Dios, el Creador, el Hacedor, el Formador. Posee los nombres más
bellos. Lo que hay en los cielos y en la tierra le glorifica. Es el Poderoso, el Sabio”
(Corán, 59, 24). El Islam se caracteriza por su monoteísmo absoluto: el Dios único es
creador de todo, causa de todo, origen del tiempo y de las creaturas. En el Corán, el
universo tiene un valor de signo, de aleya, que alude y señala al Creador mismo.
En segundo lugar, la afirmación de la creación misma y del hombre como ser creado
por Dios. En la primera azora revelada a Mahoma, la 96, 1-5, Dios se presenta
simultáneamente como el que crea y el que enseña. Se reconoce la existencia de dos
órdenes de creación: vivientes, compuesto por los vegetales y los animales, y no
vivientes, todos ellos “signos” del poder de Dios. Es un universo presentado como
cosmos, como orden, que se está desarrollando; por tanto, es dinámico y está dotado de
las leyes que Dios le ha dado. En este universo y por encima de esos dos órdenes está el
hombre, el ser más excelente que Dios ha creado: “Y cuando tu Señor dijo a los ángeles:
‘Voy a crear a un mortal de barro arcilloso, maleable, y, cuando lo haya formado
armoniosamente e infundido en él de mi Espíritu, caed prosternados ante él’. Todos los
ángeles, a una, se prosternaron, excepto Iblis, que rehusó unirse a los que se
prosternaban” (Corán, 15, 28-31). Hay elementos que permiten adivinar una
antropología, en la que el hombre es presentado con la capacidad de descubrir las

24
propiedades de las cosas, sus relaciones y sus leyes, y con la potestad de actuar para
alcanzar su fin. La vida del hombre es explicada como un peregrinar hacia su salvación,
que se encuentra en Dios. La peregrinación a La Meca cobra, de esta manera,
significado: es un recordar al hombre que su vida en este mundo no es más que mero
tránsito para el otro, un viajar permanente hacia la vida futura. Todo hombre tiene
asignado un fin que le impulsa hacia la eternidad. El Corán abre a cada uno la
perspectiva de un destino eterno.
El tercer principio tiene que ver con la escatologia, con este destino del hombre.
Toda la historia humana debe concluir el día del Juicio Final. Es un día que vendrá
anunciado por el cataclismo, para el que hay que estar preparado: “Cuando el cielo se
hienda, cuando los astros se dispersen, cuando los mares sean desbordados, cuando las
sepulturas sean vueltas al revés, sabrá cada cual lo que hizo y lo que dejó de hacer”
(Corán, 82, 1-5). Ese día todo hombre será recompensado o castigado.
Junto a estos principios doctrinales, hay en el Corán indicaciones prácticas, que se
resumen en las cinco prescripciones rituales a las que está obligado todo creyente,
llamadas arkān al-din o “pilares de la religión”. La primera es el principio fundamental
del Islam, la sahāda o “testimonio” de la fe islámica; es el reconocimiento de la unidad y
unicidad de Dios y del carácter profètico de la misión de Mahoma: No hay dios sino
Dios y Mahoma es su Enviado, que evoca la trascendencia y la unicidad divinas, el
carácter de Principio que tiene Dios y la función profètica de Mahoma, de la que ya se
ha hablado. El segundo precepto es el de la oración o azalá (sala), que consiste en un
acto de alabanza a Dios; se trata de cumplir con las oraciones prescritas: “ ¡Creyentes!
Cuando se llame el viernes a la azalá, ¡corred a recordar a Dios y dejad el comercio! Es
mejor para vosotros. Si supierais…” (Corán, 62, 9). El tercer mandato consiste en pagar
una especie de impuesto destinado a ayudar a los musulmanes pobres, la limosna legal o
azaque (zakat), que ha de valer al creyente una gran recompensa en el otro mundo.
“¡Dad el azaque! ¡Haced a Dios un préstamo generoso! El bien que hagáis como anticipo
para vosotros mismos, volveréis a encontrarlo junto a Dios como bien mejor y como
recompensa mayor” (Corán, 73, 20). La cuarta obligación es la de observar el ayuno
(sawm o siyām) durante el mes de Ramadān, que exige una total abstinencia y
continencia durante el día, desde la salida a la puesta del sol, y al que están obligados
todos los creyentes adultos y sanos, con dispensas para enfermos, viajeros, mujeres
embarazadas, soldados, etc. “Es el mes de ramadàn, en que fue revelado el Corán como
dirección para los hombres y como pruebas claras de la Dirección y del Criterio. Quien
esté presente ese mes, que ayune en él. Quien esté enfermo o de viaje, ayunará un
número igual de días. Dios quiere hacéroslo fácil y no difícil” (Corán, 2, 185).
Finalmente, el último precepto es el de la peregrinación (haŷŷ), al menos una vez en la
vida, a la ciudad santa de La Meca, obligatoria para todo creyente adulto y sano que
tenga medios para realizarla y que no tenga causas ajenas que se lo impidan; consiste en
un conjunto de ritos que tienen valor de purificación, de igualdad entre todos los
musulmanes, sean de la clase social que sean, y simbolizan la unidad de fe de todos los
creyentes. “Dios ha prescrito a los hombres la peregrinación a la Casa, si disponen de

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medios” (Corán, 3, 97). A veces se ha considerado como una obligación para todos los
musulmanes el yihād, que se suele entender como “guerra santa”; sin embargo, el
verdadero sentido de este término es el de “esfuerzo”, tal como es empleado en el
Corán, en donde suele ir casi siempre acompañado de las palabras “en la senda de Dios”,
queriéndose indicar que el creyente ha de esforzarse en seguir la recta vía que Dios ha
establecido.
Esta religión propició una nueva forma de entender la organización de los hombres
entre sí y un desarrollo del pensamiento especulativo y científico, a partir de ese principio
básico, que daría lugar, en un momento dado, a la gran civilización islámica en su época
clásica.

1.3. El Islam como principio de organización política

Aproximadamente un año después de la llegada de Mahoma a Medina se proclamó


un decreto para reglamentar las relaciones entre los diversos grupos allí residentes. Este
edicto, conocido como “Constitución de Medina”, establecía en su artículo segundo que
los creyentes “constituyen una comunidad única, distinta de la de los otros hombres”.
Esta “Constitución” representaba la superación del orden tribal de la sociedad nómada de
la Arabia preislámica y establecía los fundamentos de la nueva institución que surgió con
el Islam, la Umma o Comunidad de creyentes, con su ordenamiento jurídico.
La Umma se configuró como la “Ciudad musulmana”, aunque vino a completar las
costumbres sociales existentes en Arabia: mantuvo prácticas en materia de propiedad, de
matrimonio y de relaciones entre miembros de la misma tribu. No fue una utopía, sino un
ideal histórico concreto, vinculado a hechos reales en la historia del Islam: fue un
organismo político con significación esencialmente religiosa. Por eso, esta Comunidad fue
desde sus orígenes un Estado que se transformó en Imperio. Fue una “teocracia
igualitaria y laica”: teocracia, porque el poder político era detentado por Dios, en el que
residía la soberanía, y administrado por el Profeta, que había recibido su autoridad y su
ley, y sus sucesores, dependiendo el poder temporal del poder espiritual; igualitaria,
porque reconoció la igualdad de todos los creyentes, afirmada en el texto revelado: “Los
creyentes son, en verdad, hermanos” (Corán, 49, 10); laica, porque no existe Iglesia ni
sacerdocio, sino sólo doctores de la ley, los ulemas, a los que se consultan cuestiones no
sólo específicamente religiosas, sino también sociales, jurídicas y políticas, ejerciendo un
derecho que pertenece a todo musulmán apto para ello, el de juzgar de la conformidad o
no de un acto con la ley promulgada.
Esta Comunidad requería una siyāsa, un régimen político o sistema de gobierno,
basado en la única ley posible, la šarī'a, el ordenamiento legal constituido por los
principios generales establecidos en la revelación como reglas fundamentales, de carácter
inmutable e inapelable. La Comunidad se definió no por rasgos lingüísticos o étnicos,
sino por la universalidad de la ley: los miembros de la Umma no estaban ya vinculados

26
entre sí por lazos de sangre, de nacimiento o de parentesco, como sucedía en todo grupo
social, sino sólo y exclusivamente por vínculos de religión. El carácter de miembro de la
comunidad política fue definido en términos religiosos. Por otra parte, la Umma fue el
resultado de la necesidad de que se cumpliera políticamente la voluntad de Dios: la fecha
que puso fin a la ŷāhiliyya no fue el año en que se inició la revelación, sino cuando
Mahoma marchó a Medina y fue reconocido como jefe político de la ciudad. En otras
palabras, el Islam no se instituyó cuando Dios dio a conocer su voluntad, ni siquiera
cuando hubo algunos fieles que la siguieron, sus primeros adeptos en La Meca, sino
cuando existió un reconocimiento explícito de una Comunidad de creyentes que, a través
de su fe común en Dios, pudo prestar obediencia y sumisión a la voluntad divina,
cumpliendo los preceptos establecidos en la revelación. Esto es lo que explica la unidad
absoluta que constituyen política y religión en el Estado islámico, hasta el punto de que
ambas se confúnden. Por eso, la disidencia religiosa adquiere implicaciones políticas y
cualquier opción política está ligada a una opinión religiosa.
Este sistema de gobierno o siyása hubo de encontrar fundamento en principios
coránicos. Fueron dos los preceptos que actuaron como normas intangibles en la
configuración del ordenamiento jurídico: por una parte el “mandato” (amr) de obedecer a
quien tiene autoridad: “ ¡Creyentes! Obedeced a Dios, obedeced al Enviado y a aquellos
de entre vosotros que tengan autoridad” (Corán, 4, 59); por otra, la consulta o šūrā, la
obligación de orientarse y asesorarse para tomar decisiones políticas: “Escuchan a su
Señor, hacen la azalá, se consultan mutuamente” (Corán, 42, 38). Autoridad y consulta
son los dos polos de la formación del Estado, inspirados por Dios y sobre los cuales
pueden constituirse las formas más diversas de organización política.
La única autoridad verdadera es Dios, a quien pertenece todo poder. El poder
proviene de Dios y permanece en él, ejercido a través de un instrumento humano. Por
ello, el poder es asignado también a quien sea elegido para detentarlo. Porque no de otro
modo hay que entender el pasaje antes citado del Corán: “Obedeced a Dios, obedeced al
Enviado y a aquellos de entre vosotros que tengan autoridad”. El min-kum, el “de entre
vosotros”, indica que el poder puede ser ejercido entre aquellos mismos que han de ser
gobernados, lo que podría significar una capacidad de elegibilidad entre todos los
musulmanes y favorecer una situación de democracia, tal como se ha reconocido por
algunos intérpretes y comentaristas del texto. Ésta queda más reconocida aún por el
segundo de los principios que sustentan el sistema de gobierno, la šūrā o procedimiento
de deliberación. El Corán reconoce que quien detenta el poder debe consultar a los
creyentes, sobre todo en lo que se refiere a asuntos que afectan a la comunidad:
“Consúltales sobre el asunto” (Corán, 3, 159). Es una orden que quedó fijada como
principio de actuación en política.
Para establecer los medios por los que se pudiera dar cumplimiento a los fines de
este Estado, hubo necesidad de reflexionar sobre el poder y la autoridad, que concluyó
en la elaboración de una teoría política. Inicialmente ésta se centró en la integración de
los diversos aspectos de la vida de los pueblos en la única ley por la que se gobernaban,
que contemplaba las relaciones de los hombres con Dios y con los otros hombres. Estas

27
relaciones quedaron reguladas en las 'ibādāt o relaciones con Dios a través de las
prácticas cultuales, fundadas en datos coránicos, que no deben sufrir variación a lo largo
de los tiempos, porque son intangibles, y en las mu 'dmalát o relaciones jurídicas y
político-sociales, sobre las que hay pocas referencias coránicas, reducidas éstas a
principios de tipo muy general, y que, por consiguiente, pueden variar según las épocas y
los lugares en que se apliquen. Al depender las relaciones entre los hombres de tiempos y
espacios diferentes, la propia ley, aunque fuera elaborada por juristas en muchos casos
más preocupados por agradar a la autoridad que por la propia realidad social, estaba
sometida a las exigencias de la historia, haciendo posible la existencia de un principio
evolutivo en el Derecho, que le dio uno de sus rasgos más distintivos en sus primeros
momentos: el carácter de mutabilidad de la ley, que luego quedó anulado por la
inmutabilidad que le otorgaron algunas escuelas jurídicas. Pero esa ley, mutable, ya no es
la šarī'a, que es de carácter inmutable, porque supone la expresión de la voluntad de
Dios, el Legislador (al-šāri ). Esa ley que va cambiando con el tiempo y que se pretende
inmutable por algunos es la que resulta del Fiqh o práctica jurídica. El fiqh es la
consecuencia de los esfuerzos que llevan a cabo los especialistas para aplicar las
directrices generales de la san a a las circunstancias diversas a que se vio sometida la
sociedad islámica. El fiqh está subordinado a los principios de la šarī'a y a las
condiciones impuestas por el esfuerzo y la opinión del jurista. El fiqh no puede
permanecer inmutable y estático en un mundo en el que “Dios inicia la creación y luego
la repite” (Corán, 10, 4).
De la reflexión provocada por esa necesidad surgió una primitiva teoría
constitucional, que reflejaba la situación política inicial del mundo musulmán y que se
amplió luego por la tarea de algunos estudiosos centrados en la consideración de los
problemas del Estado. La reflexión política se realizó en cinco niveles distintos: el
teológico, el jurídico, el de la literatura moral, el filosófico y el histórico. Por lo que de
interés tiene aquí, hay que destacar que a la elaboración de la reflexión política en los tres
primeros niveles, con importantes logros literarios ya a fines del siglo VIII, y que tuvieron
como objeto tanto el estudio de la teoría y función del califato entre los sunníes, como la
definición y cualidades del imām entre los šī'íes, se añadió el impulso dado por la
filosofía griega, que ya disponía de teorías políticas muy elaboradas, y que fructificó en
una filosofía política como culminación del saber filosófico y racional del hombre. Dio
también lugar a una reflexión sobre la teoría del Estado como poder, como hizo Ibn
Jaldün, para quien el Estado es aquella unidad política y social que hace posible la
civilización humana y para quien el califato es una institución que apunta al bien general
y que está situada bajo la vigilancia del pueblo, porque el Estado se cimenta en la
'aşabiyya o espíritu de cuerpo de un clan, de una tribu o de un pueblo y sólo
secundariamente en la religión, que sólo refuerza los vínculos precedentes.

1.4. El Islam como cultura

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Se han visto los principios en los que se sustenta el Islam como religión y los que lo
convierten en un principio de organización política, que dio origen a unas formas de
Estado con su cuerpo de leyes y doctrinas. ¿Entendieron todos los musulmanes del
mismo modo esos principios y esas leyes y doctrinas? Desde los inicios, comenzaron a
manifestarse diferencias de opinión y de interpretación, lo que propició que el islam se
desarrollara en el tercero de los aspectos señalados: como civilización y cultura. Más
tarde mostró un gran poder de asimilación de las aportaciones provenientes de otras
civilizaciones y, siempre que pudieran acomodarse a su propia perspectiva, hizo amplio
uso de ellas. Poco a poco fue estableciendo los cimientos para edificar una de las más
grandes civilizaciones que la historia de la humanidad ha conocido.
Esta civilización no fue estrictamente árabe, porque se fue constituyendo por la
colaboración de muchos pueblos distintos, a partir de los aportes iniciales árabes,
pudiéndose decir que éstos fueron primordialmente lingüísticos, literarios y religiosos,
mientras que los de otros pueblos fueron de tipo cultural, administrativo y científico.
Tampoco se ajustó con rigurosidad a las raíces musulmanas que le dieron el impulso
inicial, porque judíos, cristianos y miembros de otras confesiones figuraron entre quienes
realizaron notables contribuciones. Pero sí fue el árabe la lengua en la que se expresó y
también fue el Islam el que la hizo nacer y la cobijó.
El Libro recuerda al hombre su condición de viajero, de caminante. El propio Corán
pide al hombre que demande a Dios que le guíe por el recto camino. El Libro se presenta
como guía para conducir al hombre por esa vía. El término árabe šarī'a (Ley) significa
etimológicamente “camino”, “vía”, porque en sus orígenes designaba el camino que lleva
al abrevadero. La Ley es el camino que Dios ha trazado al hombre para seguirlo. Este
camino conduce a la Verdad: “Aquellos a quienes se ha dado el conocimiento ( film) ven
que <el Libro> que se te ha hecho descender procedente de tu Señor es la Verdad y
conduce al camino del Poderoso, del Alabado” (Corán, 34, 6).
En virtud de esta concepción, el Islam creó un modo de vida en el que el
conocimiento fue su núcleo articulados Pero, ¿fue realmente una religión del
conocimiento, cuando la Historia la ha considerado como la religión de la ignorancia y del
fanatismo? La idea del Islam como religión contraria al conocimiento y a la ciencia ha
tenido una amplísima difusión. Sin embargo, no está en consonancia ni con lo que nos
dicen los textos coránicos ni con el desarrollo histórico del Islam. Así, hay aleyas que
invocan la necesidad de un conocimiento y de una ciencia: “¿O acaso no han considerado
el reino de los cielos y de la tierra y las cosas que Dios ha creado?” (7, 185). “No sigas
aquello de lo que no tienes conocimiento ( 'ilm)” (17, 36). “Dios elevará a aquellos de
vosotros que creen y a quienes hayan recibido la ciencia ( ilm)” (58, 11). También hay
tradiciones del Profeta que invitan al saber: “Más vale la tinta de los sabios que la sangre
de los mártires”. “Buscad la sabiduría, por lejos que esté, aunque sea en China.” “Se
preguntó al Profeta: ¿cuál es la mejor acción? Y el Profeta respondió: Es la ciencia.”
“Dios no hará desaparecer la ciencia quitándosela a los hombres, sino que la suprimirá
haciendo desaparecer a los sabios hasta que no quede ninguno; entonces los hombres
tendrán como jefes a ignorantes que, interrogados, responderán sin el menor saber,

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extraviándose y extraviando a los demás.”
Aleyas y tradiciones demandan un conocimiento que complete la tarea de Mahoma.
Las fuentes del Islam invitan al creyente a aumentar su saber, precisamente porque en la
revelación no se le ha dado todo cuanto el hombre debe conocer: en la Escritura se
afirma que el hombre debe leer, además de las propias aleyas o signos de que consta el
Libro revelado, los numerosos signos que hay en la naturaleza: “Entre sus signos está la
creación de los cielos y de la tierra, la diversidad de vuestras lenguas y de vuestros
colores. Ciertamente hay en eso signos para los que conocen. Entre sus signos están
vuestros sueños, por la noche y por el día, y vuestro deseo <de obtener> su favor.
También en eso hay signos para gente que oye. Y entre sus signos está haceros ver el
relámpago de miedo y de satisfacción y hacer descender de los cielos agua, y con ella
vivifica la tierra después de su agostamiento. En verdad, en eso hay signos para gentes
que entienden” (Corán, 30, 22-24). Se presenta así como un libro abierto que no impone
soluciones definitivas, sino que suscita un amplio horizonte en el que el hombre se
considera a sí mismo, al mundo y sus signos. El Islam, en definitiva, se apoya en el
conocimiento.
En el Corán todo conocimiento se presenta como sagrado en tanto que es
manifestación de la Divinidad. Con ello reconoce la existencia de una hikma, de una
sabiduría. Todo conocimiento reposa en la idea de la Unidad: Dios no es sólo Uno, sino
también Único. Como esta Unidad se muestra en la multiplicidad de los seres de la
naturaleza, el conocimiento es “señal” que conduce a encontrar la Unidad en las formas
de la naturaleza. Al incluir todas las áreas de actividad humana, sirvió de fundamento a
todo el sistema educativo islámico: artes y ciencias, religiosas o profanas, se proponen
poner de relieve la interdependencia de cuanto existe, de manera tal que el hombre sea
conducido, a través de la contemplación del universo, al reconocimiento de la Unidad y
al camino de la Verdad. La profesión de fe, la šāhāda, no es sino la expresión más radical
y profunda de la Realidad divina: el No hay dios sino Dios sólo quiere decir que no hay
más que una única Realidad verdadera y absoluta, de la que pende cualquier otra
realidad. La magnitud metafísica de esta fórmula es tan amplia que pone al alcance de los
más simples el más profundo de los axiomas filosóficos, aquel del que partió la reflexión
filosófica en el mundo griego: la derivación de la multiplicidad a partir de la unidad del
principio.
Esto quiere decir que el Islam apela a la razón humana como fuente del conocer.
Algazel había ponderado la necesidad de meditar sobre las maravillas creadas como
medio para llegar a conocer a Dios y reconoció que la nobleza y capacidad del hombre
proceden de su razón. Averroes señaló explícitamente esta exigencia hacia el
conocimiento existente en el Libro revelado: “Que la Ley exhorta a considerar los seres y
a buscar su conocimiento por medio del intelecto, es evidente en más de una aleya del
Libro de Dios, como cuando dice: “¡Extraed conocimiento, vosotros los que estáis
dotados de visión!” (Corán, 59, 2). Este es un texto que induce a estudiar todos los
seres”. Estas referencias fueron aplicadas a todo conocimiento humano, siendo prueba
del respeto que el pensamiento musulmán tuvo hacia la investigación racional.

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El conocimiento había de aplicarse inicialmente a todo aquello que, de forma directa
o indirecta, hiciera referencia a Dios y a su Palabra, para obtener una mejor comprensión
del Libro revelado y de las enseñanzas del Profeta. La primera reflexión se consagró al
buen discernimiento del texto revelado, precisamente porque el Corán no se muestra
como un libro cerrado, en el que se contenga un cuerpo doctrinal sistematizado y
completo. Al contrario, es un texto abierto, siempre actual, en el que se pueden hallar
diversos niveles de significación y de aplicación. Al ser entendido así, puso a los
creyentes ante una situación hermenéutica nueva, no dada hasta entonces, que obligaba a
realizar una interpretación para dar sentido a esos niveles de significación e inteligibilidad.
Muchas aleyas invitan a la explicación del mensaje divino; comprender la revelación
significaba reconocer la necesidad de una exégesis para percibir el sentido de la Palabra
de Dios. Hubo necesidad de explicar los pasajes oscuros del Corán y las tradiciones
proféticas, lo que motivó el nacimiento de actividades como las de los filólogos, que
emprendieron investigaciones entre las tribus árabes encaminadas a acopiar los elementos
de vocabulario que les permitieran restablecer la lengua árabe en su forma originaria.
Estas actividades surgieron primero en forma embrionaria y luego se desarrollaron con
amplitud.
Se fue constituyendo un conjunto de doctrinas que tuvieron su expresión más
particular en las llamadas “ciencias tradicionales” ( (ulüm naqliyya), cuyo fundamento
está en las prescripciones (šar'iyyāt) del Libro y de la Tradición, obligatorias para todos.
¿Puede esta hikma, esta sabiduría, ser considerada como un capítulo más, el primero, de
lo que la tradición ha llamado “Filosofía árabe o musulmana”? Los términos hikma
(sabiduría) y falsafa (filosofía) se han identificado a veces, aunque de suyo el primero
sea más amplio que el segundo: Aristóteles fue denominado al-hakīm, “el sabio”, “el
filósofo” por antonomasia. Ibn Jaldün, cuando define las “ciencias racionales o
intelectuales” ( 'ulūm 'aqliyya) como las naturales y propias de todos los hombres en
tanto que dotados de la capacidad de reflexionar, afirma que de ellas forman parte las
'ulūm hikmiyya falsafiyya, entendiendo estos dos términos como sinónimos. De esta
identificación ha surgido la creencia de que el saber que parte del Libro y de la Tradición
constituye de suyo una verdadera y auténtica filosofía, porque se dice que los mismos
problemas metafísicos y cognoscitivos que se han planteado todos los filósofos ya habían
sido estudiados y considerados por los primeros musulmanes en su meditación sobre el
conocimiento revelado. La teoría que sostiene que la filosofía musulmana debe su origen
y existencia al pensamiento griego ha sido tachada, incluso hoy, de “ignorante” por no
afirmar que la reflexión se inició con el Islam y no después de entrar en contacto con el
pensar griego.
El Islam, ciertamente, comenzó a elaborar muy pronto un conjunto de saberes que
no pueden ser considerados todavía “filosofía”. Las primeras cuestiones debatidas
tuvieron que ver con las discusiones políticas surgidas poco después de la muerte de
Mahoma y suscitaron diversas actitudes de graves consecuencias históricas. La gran
división de los musulmanes en sunníes y sides tiene su origen ahí, aunque no hay que
olvidar otras facciones y grupos, como jāriyíes y muryíes. Las diferencias doctrinales

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que se manifestaron en ese fraccionamiento religioso contribuyeron a la elaboración del
pensamiento, puesto que promovieron el debate intelectual en tomo a cuestiones y
problemas concretos, en particular el criterio para determinar la legalidad del poder, que,
a su vez, conllevó la cuestión del estatuto del verdadero musulmán, capaz de dirigir a la
Comunidad, y, como consecuencia de esas dos, el problema de la libertad humana, el de
la responsabilidad del hombre sobre sus actos. La exploración del Libro revelado
proporcionó argumentos a todos los contendientes, que justificaron su posición respectiva
a partir de textos diversos del Corán.
La búsqueda de respuesta a aquellas cuestiones y la propia necesidad de comprender
el texto revelado dio lugar a las diferentes ciencias tradicionales, unas religiosas y otras
auxiliares, que configuraron las primeras formas de la hikma islámica. Entre las religiosas
destacan el Derecho y la Teología, si bien no se constituyeron como ciencias hasta que el
Islam entró en contacto con el pensamiento griego. La Teología (Kalām), que reflexionó
sobre Dios y sus atributos, así como sobre la naturaleza del Corán, tuvo sus orígenes en
las primeras ciencias que aparecieron en los comienzos del Islam, tales como la ciencia
del tawhīd, indagación de la unidad y unicidad de Dios; la ciencia de la lectura ('ilm al-
qirā’a) y la ciencia de la interpretación ('ilm al-ta ’wíl), que pretendían leer y dar
inteligencia al texto.
La necesidad de fijar un sistema de normas y reglas referentes a las obligaciones del
creyente, que regularan las conductas del hombre, provocó el nacimiento de la ciencia del
Derecho (Fiqh), que se fundó en las fuentes del Islam y contó con dos disciplinas, los
usūl al-fiqh o principios del derecho, esto es, los procedimientos metodológicos que se
emplearon como reglas para deducir la normativa legal; y los furū ' al-fiqh o ramas del
derecho, es decir, el conjunto de reglas prácticas que proceden de las fuentes. Los
diversos procedimientos metodológicos tuvieron como base la reflexión racional,
aplicados por las diferentes escuelas (madhab) que se constituyeron. Estas escuelas se
pueden clasificar entre la que defendía una lectura literal de los textos hasta las que
sostenían posiciones más abiertas y audaces, siempre dentro de la confrontación entre
quienes aceptaban argumentos racionales y filosóficos, incluso procedentes del
pensamiento griego, y quienes pretendían purgar al pensamiento islámico de elementos
ajenos a él. Las principales escuelas jurídicas fueron las siguientes, mencionadas según su
actitud ante el texto revelado: Zāhiríes, fundada por Dawūd b. Jaláf al-Isfahānī (m. 883),
que sólo admitía como fuente legal los textos en su sentido más literal y externo.
Hanbalíes, establecida por Ahmad b. Hanbal (m. 855), que sólo aceptaba el criterio de la
razón para lo imprescindible, es decir, sólo cuando la inexistencia de textos tradicionales
hacía necesario recurrir a otra fuente. Malikíes o seguidores de Mālik b. Anās (m. 795),
que aceptaba la posibilidad de modificar las tradiciones si se oponían al bien común,
admitía la opinión personal (rā y) y el recurso a costumbres extraislámicas; fue la escuela
que se implantó mayoritariamente en al-Andalus. Šāfī 'ies, fundada por Abū ' Abd Allah
al-Šāfī I (m. 820), quien pretendió eliminar las divergencias existentes entre los doctores
y, aunque rechazó los diversos métodos propugnados por las otras escuelas, aceptó el
qiyās o deducción analógica. Hanafíes, la escuela más racionalista, seguidora de Abū

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Hanīfa (m. 767), que concedía una gran importancia a la opinión personal y a la
deducción analógica y relegaba a segundo plano la tradición.
Estas ciencias, a su vez, requirieron de otras disciplinas que ayudaran en la exégesis
coránica. Y las más importantes fueron la Gramática y la Historia, que tuvieron un gran
desarrollo y que en un momento dado de su historia también tuvieron que ver con la
filosofía procedente de Grecia. La Historia (Ta ríj) se inició para considerar la vida de
Mahoma, las circunstancias de la Revelación y las actividades que realizó. Después se
extendió al conocimiento de otros pueblos y culturas.
La Gramática (al-Nahw) tuvo unos orígenes aún discutidos hoy, porque ha sido vista
como derivada de la lógica griega, de la gramática griega o de los primeros problemas
jurídicos planteados en el Islam. Lo cierto es que la Revelación se había dado en una
determinada lengua: “Esta es una lengua árabe clara” (Corán, 16, 103). “Escritura cuyas
aleyas han sido explicadas detalladamente como Corán árabe para gente que sabe”
(Corán, 41,3). Con el fin de fijar la lengua hablada por Mahoma y la del texto revelado,
se comenzaron a establecer pautas léxicas y gramaticales por parte de la llamada
“Escuela gramatical de Medina”. Además, la necesidad de aprender el árabe por quienes
se convertían al Islam, para tener acceso al texto dado por Dios, reforzó la exigencia de
unas normas gramaticales. Con posterioridad surgieron escuelas -se mencionan las de
Basra, Küfa y Bagdad-, que configuraron definitivamente la Gramática como ciencia y
en las que es posible encontrar elementos ajenos, en especial pertenecientes a la lógica y
a la gramática griegas. La importancia que cobró el estudio de la lengua fue tal, que los
filósofos árabes se interesaron por ella en su intento de comprender la relación existente
entre pensamiento y lenguaje, como hizo al-Fārābī. Por su parte, Avicena escribió una
obra titulada La lengua de los árabes (Usan al- 'arab) de la que su biógrafo nos dice que
era filológicamente inigualable, pero cuya redacción estaba aún en borrador cuando su
autor murió; se ha conservado, en cambio, un pequeño escrito aviceniano titulado Sobre
las causas de la aparición de las letras (Risāia , fī asbb hudūt al-hurūf).
La cultura en el mundo islámico tuvo su propio desarrollo a partir de las fuentes
originales del Islam, aunque algunas de sus expresiones no fueron más que continuación
de la preocupación anterior al Islam por disciplinas como la oratoria, la poesía y otras.
Pero también tuvo que ver con el hecho de entrar en contacto con el pensamiento griego.
Éste se dejó notar en muchos aspectos y manifestaciones de la vida islámica. La
civilización a que el Islam dio lugar no se entendería sin este factor.

33
2
El Islam y el pensamiento griego

L a cultura que los beduinos de Arabia poseían antes del establecimiento del Islam se
veía reducida, en sus líneas más generales, a un elevado sentimiento poético, que
fructificó en una poesía, expresada en un lenguaje de notable riqueza, que se convirtió en
modelo cuyos temas y formas fueron posteriormente imitados. Este lenguaje, a su vez,
constituía otro elemento genuinamente árabe, que se manifestó en la elocuencia u
oratoria, de tan amplia tradición en la historia del Islam. La Arabia preislámica aportó a la
gran civilización y cultura que se desarrolló una lengua que se convirtió en su instrumento
de expresión y que llegó a desplazar las lenguas existentes en las zonas geográficas por
donde se expandió. Por su parte, lo que Mahoma y el Islam proporcionaron como
estrictamente originario a esa civilización fue una fe, esto es, un sistema de creencias y
de culto, y una determinada concepción de las relaciones entre los hombres, que
configuró una forma de Estado regido por los principios establecidos en aquella fe y
contenidos inicialmente en el Corán.
Para entender al Islam en su acontecer histórico no basta con atender solamente a
las circunstancias del Libro, porque, aunque había en él suficientes gérmenes para que
fructificara un pensar y una cultura, sin embargo, ese acontecer histórico se vio necesaria
e ineludiblemente marcado por otros factores, ajenos a sus fuentes, que determinaron
definitivamente lo que el Islam como civilización llegó a ser. Hay que atender a los
aspectos antes señalados, la lengua árabe y la fe musulmana, considerados como
interiores a la propia dinámica del Islam, pero es menester también conocer las
influencias externas que le llegaron procedentes de las culturas, más evolucionadas y
ricas, con que se encontró en su expansión geográfica. Éstas le prestaron no sólo unidad
de contenido, que se incorporó a la unidad religiosa y política y que, incluso, llegó a
sobreponerse a aquélla porque hizo compartir una misma historia cultural cuando la
unidad política y religiosa se fraccionó, sino también una abundante diversidad de

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manifestaciones, expresión de los distintos pueblos y culturas que se integraron en el
mundo islámico.

2.1. Asimilación de otras culturas. Las traducciones al árabe

Poco después de la muerte de Mahoma, el Islam se había expandido a lo largo de


una espaciosa franja del mundo conocido. A los cien años de las primeras predicaciones
de Mahoma, la nueva religión era conocida ya en la amplia zona que va desde la
península Ibérica en el Oeste, pasando por el norte de África y las regiones del Próximo
Oriente e Irán, hasta el río Indo en el Este. El dominio del Islam sobre esta vasta área no
significó una ruptura de la vida intelectual de estas zonas, sino que, por el contrario, poco
a poco muchos elementos procedentes de ellas se integraron y fueron consolidando la
nueva civilización. Destacaron, sobre todo, Egipto, donde en la ciudad de Alejandría
filosofía griega y religiones reveladas -judaismo y cristianismo- ya habían entrado en
contacto desde hacía siglos; Siria, donde se distinguían las ciudades de Antioquía,
Nísibis, Edesa y Harrán, en las que habitaban florecientes comunidades de cristianos
orientales, monofisitas y nestorianos, que conocían y utilizaban la filosofía griega; y
Persia, en la que sobresalía la ciudad de Ŷundišāpūr, centro de estudios clásicos y
notable escuela de medicina, cuyo esplendor perduró hasta finales del siglo VIII y de la
que provinieron los médicos de los primeros califas abasíes.
La apropiación y asimilación de los logros más importantes de estas culturas dio a la
civilización islámica una dimensión de continuidad con las anteriores, especialmente la
griega. Porque fue principalmente el saber que procedía de la Grecia clásica, conservado
de una u otra manera en las culturas de aquellas regiones, el que determinó los logros de
la civilización islámica. A esta recepción se sumó la propia búsqueda del saber, impulsada
por las tradiciones de Mahoma, que propició viajes en pro de la ciencia a través de la dar
al-lslām, hecho que permite superar la visión de un Islam anclado en lo religioso, que es
la visión que suele presentarse de forma tendenciosa como única explicación del
fenómeno histórico del Islam. Como tercer factor que contribuyó a la creación de la
civilización islámica hay que destacar el espíritu de tolerancia que caracterizó, en líneas
generales, al Islam durante su época clásica. En contra de una idea muy divulgada y
aceptada, los musulmanes apeñas tuvieron necesidad de imponer su fe por la fuerza,
pues solían dejar libertad religiosa, económica e intelectual a los distintos pueblos que
vivían dentro de sus confines geográficos.
Hubo influencias persas e indias, que tuvieron mayor presencia en los saberes de
tipo profano propios de los hombres cultos, en el lenguaje de la administración y en
algunas ciencias positivas, como la medicina, la astronomía y las matemáticas. En Persia
se habían refugiado los filósofos expulsados de Grecia cuando el emperador Justiniano
cerró la escuela de Atenas en el año 529. Esa tradición filosófica se conservó en la corte
sasánida y, quizá por ello, el pensamiento iranio ofreció elementos de sabiduría humana,

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fundada en la razón, a los que se añadieron los principios básicos del zoroastrismo y el
maniqueísmo, que provocaron rechazo intelectual en la sociedad islámica, pero que
aportaron ideas gnósticas de amplia repercusión en el mundo del Islam.
Fue, sin embargo, el pensamiento griego el que determinó la configuración de la
filosofía en el Islam. Ésta no puede explicarse sin la presencia y asimilación de la “razón
griega”. Pero hubo otros aspectos y facetas del pensamiento en el Islam que adeudaron
mucho más de lo que a veces se supone al saber que, procedente de la cultura griega,
llegó al mundo árabe desde mediados del siglo VIII hasta finales del siglo X. Fue la
imponente y casi gigantesca empresa de versión de textos griegos al árabe, en ocasiones a
través del siríaco, ejecutada en Bagdad durante esos más de dos siglos, la que puso a
disposición de los estudiosos de lengua árabe gran parte del saber filosófico y científico
producido en la Grecia clásica y helenística. Se debió ello, en gran parte, a su arraigo en
las diversas culturas del Próximo Oriente, afianzado allí por la expansión del helenismo a
través de las conquistas de Alejandro Magno, por una parte, y por la helenización del
cristianismo, por otra. La helenización de Alejandro y de sus sucesores fue superficial,
pero dejó su impronta en toda la zona, luego reforzada por la presencia romana. El
cristianismo, por su parte, se había helenizado profundamente porque se había difundido
inicialmente entre quienes eran griegos de lengua y cultura.
Centros cristianos ortodoxos, monofisitas y nestorianos del Próximo Oriente
adoptaron y utilizaron la enseñanza filosófica corriente en el mundo griego durante los
primeros siglos. Esta filosofía, generalmente de tipo ecléctico, sirvió para aplicar
procedimientos dialécticos en las controversias teológicas de la época. Se estudió la
filosofía griega, en especial la lógica, que se consideró indispensable para su aplicación en
la aclaración de conceptos teológicos. Como la lengua vernácula de estas comunidades
era el siríaco, pronto hubieron de traducir los textos griegos. Así, se sabe que partes del
Organon, junto con la Isagoge de Porfirio, fueron vertidas a la lengua siríaca. Otras
traducciones habían sido patrocinadas por el Imperio sasánida en Persia, para promover
también la asimilación del helenismo. Todas ellas fueron la antesala del gran período de
traducciones de la época musulmana.
Hasta hace poco se pensaba que el hecho de las traducciones del griego o del siríaco
al árabe fue debido a una doble vía de transmisión del saber griego al Islam, la vía difusa
o propagación del pensamiento de la Antigüedad de una manera directa y personal, a
través de tradiciones orales y pautas de comportamiento, que habría preparado la
recepción del legado griego escrito, y la vía erudita, ejercida a través de las traducciones
de esos textos.
Recientes investigaciones, sin embargo, han puesto de manifiesto que fue un
fenómeno social, apoyado por la sociedad abasí en su conjunto, en el que intervinieron
muchos factores, y surgido de necesidades y tendencias que se mostraron duraderas en
esa sociedad; fue, por ello, un fenómeno permanente en el que participaron desde los
gobernantes abasíes hasta mecenas individuales y fundaciones públicas y privadas. No
fue, por tanto, resultado del azar, sino sabiamente programado, con una metodología
rigurosa y casi científica en términos modernos.

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Se citan las versiones de obras alquímicas, astrológicas y médicas del príncipe
omeya Jālid b. YazTd como las primeras que se realizaron: “Jālid b. Yazld b. Mu'áwiya
fue llamado ‘el sabio de los Marwāníes’. Fue un hombre eminente que tuvo un gran
interés y amor por las ciencias. Sintió gran atracción por la alquimia. Por mandato suyo
un grupo de filósofos griegos (al-falāsifa al-yūnāniyya), que vivían en la capital de
Egipto y dominaban la lengua árabe, fueron conducidos a su presencia. Les ordenó
traducir libros de alquimia del griego y del copto (al-qubtī) al árabe. Ésta fue la primera
traducción en el Islam realizada de una lengua a otra” (Ibn al-Nadīm, 1871: 242). Sin
embargo, hoy parece que este texto fue una invención tardía. Sí consta que el
establecimiento de la capital del califato en Damasco, donde no se hablaba el árabe, hizo
necesaria la traducción no sólo de textos administrativos, sino también de literatura del
tipo de “Espejos de Príncipes”, como la supuesta correspondencia entre Alejandro
Magno y Aristóteles. Del mismo modo, textos científicos, especialmente de medicina,
debieron ser vertidos al árabe, si bien no fueron más que episodios anecdóticos, porque
un interés específico no lo hubo durante el califato omeya.
El verdadero movimiento de traducción, y con él la auténtica recepción del legado
griego se inició cuando la dinastía abasí, de origen persa, sustituyó a los omeyas. Se
mostró favorable a las ciencias y a las letras, creó unas estructuras abiertas a las
influencias culturales de los diversos pueblos y comenzó a desarrollar una política de
continuidad con la tradición cultural del Imperio sasánida. Parece que el califa al-Mansūr
(m. 775) fue el primero en mandar traducir obras griegas. Interesado en la astronomía, su
astrólogo hizo predicciones para legitimar el Estado abasí y fueron los astrólogos quienes
determinaron el emplazamiento de la nueva capital en Bagdad. Se cita la anécdota,
probablemente falsa, de la curación de la dispepsia de al-Mansūr por el médico
nestoriano, jefe del hospital de Ŷundišāpūr, Yuryis b. Bajtiŷū’, lo que movió al califa a
interesarse por sus conocimientos. Durante su época, el persa Ibn al-Muqaffa', además
de traducir textos de gobierno y administración del persa al árabe, realizó una paráfrasis
de los primeros escritos del Organon de Aristóteles. El califa Hārūn al-Rašīd (m. 808)
también mostró interés por la versión de textos científicos griegos, especialmente de
medicina. Fue, sin embargo, su hijo al-Ma’mūn (m. 833) el que impulsó y favoreció
poderosamente el movimiento de traducción. De él se cuenta la historia de su sueño con
Aristóteles, quien le indujo a buscar los libros de los filósofos griegos, porque, según le
dijo en el sueño, la razón personal debía convertirse en el criterio supremo para la
interpretación de los textos religiosos. Aunque se le ha atribuido la fundación en Bagdad
de la Bayt al-hikma o “Casa de la Sabiduría”, en realidad las fuentes históricas hablan de
esta institución, durante el califato de Hārūn al-Rašīd como una biblioteca donde se
almacenaban textos de literatura e historia sasánida, así como ejemplos de escrituras
antiguas y un catálogo relativo a los Libros revelados. Esta institución conoció un amplio
desarrollo con al-Ma’mūn puesto que en lugar de estar reservada al califa y a sus
allegados se abrió a los sabios, que comenzaron a trabajar en ella. Allí se depositaron
muchos de los libros que llegaban a Bagdad: los biógrafos hablan del envío de libros
como presentes regalados por el Emperador de Bizancio, de las embajadas enviadas al

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Imperio bizantino para la búsqueda de libros, o del encuentro casual de libros en templos
y edificios antiguos.
El problema de las traducciones al árabe, directamente del griego o a través del
siríaco, establece diversas cuestiones, algunas de ellas difíciles de resolver por la falta de
datos. Se trata de saber no sólo qué y por qué se tradujo, sino también los problemas
metodológicos y de lenguaje que plantearon, tanto en lo que concierne al vocabulario
como a la estructura de la lengua misma. Dos testimonios directos revelan el tipo de
problemas que surgieron: “El libro de Galeno Sobre las sectas (Peri haireseón) había
sido traducido al siríaco por un tal Ibn Sahdá de al-Karj, que fue un traductor mediocre.
Cuando yo era joven, pues tenía unos veinte años de edad, lo traduje para un médico de
Yundisapür, llamado Šīrīsū' b. Qutrub, de un manuscrito griego defectuoso. Más tarde,
cuando yo frisaba los cuarenta años, mi discípulo Hubays me pidió que corrigiera aquella
traducción. Como entonces disponía de un mayor númerode manuscritos griegos, los
cotejé y ofrecí un solo texto correcto; luego comparé el texto siríaco con él y lo corregí.
Tengo por costumbre hacer esto con todo lo que traduzco” (Hunayn b. Ishāq, 1925: 4-
5). “Los traductores usaron dos métodos de traducción. Uno de ellos es el de Yuhannā b.
al-Bitrīq, Ibn al-Na'ima al-Himsī y otros. Según este método, el traductor estudia cada
palabra griega y su significado, escogiendo una palabra árabe de significado equivalente y
usándola; después va a la palabra siguiente y procede de la misma manera, hasta que
acaba vertiendo al árabe el texto que quiere traducir. Este método es malo por dos
razones: porque es imposible encontrar términos árabes que correspondan a todas las
palabras griegas y porque muchas combinaciones sintácticas en una lengua no siempre se
corresponden necesariamente con combinaciones similares en la otra. El segundo método
es el de Hunayn b. Ishāq, al-Yawharī y otros. Según él, el traductor tiene en cuenta una
frase completa y, tras averiguar su significado correcto, lo expresa en árabe con una frase
idéntica a su significado, sin consecuencias para la correspondencia de las palabras. Este
método es superior y, por tanto, no hay necesidad de mejorar las obras de Hunayn b.
Ishāq. La excepción son aquellas obras que tratan de matemáticas, que él no dominaba,
en contraste con las de medicina, lógica, filosofía natural y metafísica, cuyas
traducciones árabes no requieren ser corregidas” (Safadī, 1305/1887,1: 46).
La actividad de traducción, que comenzó en el último tercio del siglo VIII finalizó en
la primera mitad del siglo XI. Durante este amplio periodo se tradujeron muchos textos
filosóficos y científicos griegos y lo poco que quedó sin traducir fueron obras sin
necesidad social o científica. Estas versiones, además de preservar para la posteridad
numerosos textos griegos perdidos en su original o tradiciones manuscritas más fidedignas
que las existentes, hicieron posible el elevado nivel al que llegó la filosofía y la ciencia en
el mundo islámico, convirtiendo su civilización en la sucesora de la civilización
helenística, asegurando la pervivencia del mundo griego clásico en un momento en que el
occidente latino apenas lo conocía.

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2.2. Fuentes griegas de la filosofía en el mundo islámico

La lista de obras traducidas es inmensa, perteneciendo a muy diferentes materias:


agricultura, alquimia, álgebra, astrologia, astronomía, botánica, farmacología, filosofía,
geografía, geometría, gramática, literatura y teoría literaria, magia, matemáticas,
medicina, meteorología, mineralogía, música, óptica, veterinaria y zoología, además de
textos cristianos griegos.
Por lo que se refiere a la filosofía, los árabes llegaron a distinguir a casi todos los
filósofos griegos, al menos de nombre, desde los presocráticos hasta las últimas escuelas
de Grecia. Sin embargo, sólo tuvieron conocimiento directo de unos pocos, porque la
mayor parte de ellos fueron conocidos a través de las referencias de Aristóteles, Plutarco,
Galeno, Porfirio y otros doxó-grafos. La obra del Pseudo-Plutarco De placitis
philosophorum fue traducida al árabe por Qustā b. Lüqá con el título Kitāb al-ārā ’ al-
tabī'iyya (Pseudo-Plutarco, 1980) y fue fuente de información para los autores de
biografías de filósofos y sabios. Abū Sulaymān al-Mantiqī al-Siyistānī (m. ca, 985-990)
afirmó en el Siwdn al-hikma (“Armario de la sabiduría”) (Siŷistānī, 1974) su interés por
la historia de la filosofía y por la transmisión del pensamiento filosófico y científico al
mundo griego; en ella recoge textos de la perdida Historia de los filósofos de Porfirio.
El andalusi Sā'id (m. 1070) da cuenta de lo que sabían los árabes sobre los primeros
filósofos: “Los filósofos griegos son los más eminentes de los hombres por su rango y los
más grandes sabios por el verdadero celo que han mostrado en las diversas ramas del
saber, en las ciencias matemáticas y lógicas, en física y en metafísica, así como en las
ciencias políticas, que tratan de la familia y de la sociedad. Los más grandes de estos
filósofos griegos son cinco: Empédocles, el más antiguo; Pitágoras; Sócrates, Platón y
Aristóteles el hijo de Nicómaco” (Sā'id 1985: 72). Al-FārābT proporciona información
sobre la división de los filósofos griegos en siete escuelas: “Los nombres de las escuelas
que hay en la filosofía derivan de siete cosas. Primera, del nombre del hombre que
enseña la filosofía; segunda, del nombre del país del que procede ese maestro; tercera,
del nombre del lugar en que ha enseñado; cuarta, de la regla de conducta por la que se
rige; quinta, de las opiniones que sostienen sus seguidores acerca de la filosofía; sexta, de
las opiniones que sostienen sus seguidores acerca del fin que se pretende al estudiar
filosofía; y séptima, de las acciones que ejecutan al estudiar la filosofía. La escuela que
toma su nombre del hombre que enseña la filosofía es la de los pitagóricos. La escuela
que es denominada por el nombre del país del que procede el filósofo, es la de los
seguidores de Aristipo, que procedía de Cirene. La escuela que es llamada por el nombre
del lugar en el que se enseñaba la filosofía es la de los seguidores de Crisipo, que son los
estoicos, llamados así porque su estudio tenía lugar en el pórtico de un templo de Atenas.
La escuela que recibe su nombre de la regla de conducta y de las costumbres de sus
adeptos, es la escuela de los seguidores de Diógenes; son conocidos por el nombre de
“perros” (= cínicos), porque acordaron rechazar los deberes impuestos en las ciudades a
los hombres, así como el amor de parientes y hermanos, y odiar a todos los demás
hombres; estas costumbres solamente se encuentran entre los perros. La escuela que

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toma su nombre de las opiniones que sostienen sus seguidores acerca de la filosofía, es la
que se refiere a Pirrón y sus partidarios; es llamada “la que pone obstáculos” (=
escépticos), porque opinan que la gente debe poner obstáculos a la ciencia. La escuela
que toma su nombre de las opiniones que profesan sus adeptos acerca del fin que se
pretende al estudiar filosofía, es la que se refiere a Epicuro y sus seguidores; es llamada
“escuela del placer”, porque opinan que el fin que pretende la filosofía es el placer que
sigue a su conocimiento. La escuela que debe su nombre a las acciones que son
realizadas por sus seguidores, es la de los peripatéticos, seguidores de Aristóteles y de
Platón, porque ambos enseñaban a la gente paseando, con el fin de ejercitar el cuerpo
junto con el ejercicio del alma” (FārābT 1890: 48-49). Éstos son textos que pueden
derivar de manuales o resúmenes procedentes del helenismo tardío, quizá de autores
pertenecientes a la escuela de Alejandría, pero muestran la fuente de los árabes en la
historia de la filosofía griega. Éstos recogieron también la idea de que todas las escuelas
griegas clásicas pueden agruparse en dos tendencias: la de la filosofía natural y la de la
filosofía política: “Éstas son las escuelas filosóficas de los griegos. Las más importantes
entre ellas son las de Pitágoras y la de Platón y Aristóteles, puesto que son el sostén y las
columnas de la filosofía. Los primeros filósofos griegos se aplicaron al estudio de la
filosofía natural (al-falsafa al-tabī'iyya), la que profesaban Pitágoras, Tales de Mileto y
todos los sabeos griegos y egipcios. Los que vinieron después de ellos se inclinaron a la
filosofía política (al-falsafa al-madaniyya), tales como Sócrates, Platón, Aristóteles y sus
discípulos, que se inclinaron a la filosofía moral” (Sā'id, 1985: 94-95).
Platón fue conocido, puesto que los biógrafos citan casi todos sus diálogos. Lo
consideraron como uno de los más importantes filósofos. El conocimiento que de él
tuvieron se debió a la traducción de algunos de sus diálogos o a resúmenes o paráfrasis
de ellos elaborados en la época helenística. Ejercieron influencia la Apología, Critón,
Fedón, Timeo, República y Leyes. Galeno hizo un compendio de los diálogos en ocho
volúmenes, cuyo original griego no se ha conservado, pero sí algunas partes de él en
versión árabe, a través del cual el mundo islámico conoció también a Platón.
El auténtico maestro fue Aristóteles, por quien llegaron a sentir una veneración casi
supersticiosa, llamándolo “el Maestro primero”. Averroes lo vio así: “El nombre del autor
es Aristóteles, hijo de Nicómaco, el más sabio de los griegos, que compuso otros libros
sobre este arte (la Física), sobre la Lógica y sobre Metafísica. Él es quien ha descubierto
y quien ha completado estas tres disciplinas. Las ha descubierto porque lo que se
encuentra escrito de esta cieneia entre los antiguos no es digno de ser considerado ni
como una parte de esta doctrina ni, incluso, los principios de ella. Las ha acabado porque
ninguno de los que han venido después de él hasta el día de hoy, y son mil quinientos
años (ad hoc tempus, quod est mille et quingentorum annorum), no le ha añadido nada,
ni nadie ha descubierto en sus palabras error de cierta consideración. Que tal virtud exista
en un solo individuo, es milagroso y extraño. Y, puesto que esta disposición se encuentra
en un solo hombre, es digno de ser considerado más divino que humano” (Averroes,
1562-74, vol. III Proemium, 4v-5r). Aristóteles fue para todos ellos la culminación de la
filosofía anterior y el compendio de la siguiente.

40
De Aristóteles se tradujo casi todo el corpus conocido: el Organon, al que se
añadieron, según tradición helenística, Retórica y Poética; Física; Del cielo; De la
generación y de la corrupción; Meteorológicos; algunos libros Sobre los animales;
Sobre el alma; Sobre el sentido y la sensación; Metafísica (excepto, quizá, los dos
últimos libros); Etica a Nicómaco; y, quizá, algunos fragmentos de la Política, puesto
que se encuentran citados en algunos autores. Además, libros apócrifos, algunos de los
cuales fueron tan importantes en la constitución de la filosofía en el Islam que merecen
mención aparte.
Se tradujeron también textos de los comentadores de Aristóteles, especialmente de
Alejandro de Afrodisias y de autores neoplatónicos como Porfirio, Simplicio, Ammonio
el hijo de Hermias, Temistio, David el Armenio y Juan Filopono. Como excepción, el
nombre de Plotino no aparece entre los autores árabes, aunque sí su doctrina, como se
verá después. Casi lo mismo cabe decir de Proclo, aunque su nombre sea recogido por
los biógrafos: algunos filósofos copian textos de obras de Proclo, sin citarlo.
Estos últimos textos, junto con los de Aristóteles, constituyeron la base sobre la que
se edificó la filosofía en el Islam. Quiere decir esto que la filosofía que se formó en el
mundo islámico tuvo su punto de partida en el neoplatonismo mezclado con doctrinas
aristotélicas. Averroes quiso ser el más aristotélico de todos los filósofos árabes, para lo
cual se propuso liberar la filosofía de Aristóteles de aquellas ideas neoplatónicas y
elementos islámicos que pudieran perturbarla. El Islam se había instalado en un ámbito
cultural donde el neoplatonismo era la filosofía reinante, que, además, ofrecía afinidades
con el pensamiento islámico. Doctrinas religiosas como las de la Unidad divina y la
creación del mundo encontraron explicación filosófica en la consideración neoplatónica
del Uno y en la doctrina de la emanación de la multiplicidad a partir del Uno originario,
que permitía salvar la unicidad e inmutabilidad divinas y establecer un abismo ontològico
entre Dios y sus creaturas. Además, el neoplatonismo que los árabes recibieron ya venía
impregnado del sentido de la unidad filosófica representada por las doctrinas de Platón y
Aristóteles, coincidentes en sus puntos más esenciales: la escuela de Atenas había
impulsado la enseñanza de Aristóteles creyendo que el estudio de éste preparaba la
comprensión de los diálogos platónicos; la escuela de Alejandría, de la que directamente
dependió el mundo árabe según un testimonio puesto en boca de al-Fārābī, siguió la
misma directriz. Fue una idea que mantuvieron los mismos filósofos en el mundo
islámico. Así lo expresó al-Fārābī: “Cuando he visto a la mayoría de las gentes de mi
tiempo excitarse y disputar vivamente en tomo a la temporalidad del mundo o a su
eternidad y pretender que entre los dos más renombrados filósofos de la antigüedad
existe divergencia en cuanto a la demostración del Creador primero y a la existencia de
las causas segundas, en las doctrinas del alma y del entendimiento, en lo que toca al
premio o castigo de las buenas y malas acciones y en otros problemas de ética, política y
lógica, me propuse en este tratado armonizar las opiniones de ambos filósofos y explicar
lo que conduce a ello, yuxtaponiendo sus doctrinas a fin de que aparezca su mutua
correspondencia, cese toda perplejidad e indecisión en quienes leen sus libros y quede
fijamente determinado el origen de tales dudas. La explicación de todo esto es de lo más

41
importante que se puede proponer y su comentario y clara exposición lo más útil que se
puede desear. La filosofía es la ciencia de los seres en cuanto tales: Platón y Aristóteles
son sus fundadores y los que han desarrollado sus primeros principios y alcanzado sus
últimas consecuencias. A ellos hay que acudir en toda cuestión filosófica, grande o
pequeña, fácil o difícil. Sus opiniones en esta materia constituyen un principio
indiscutible, por exentas de oscuridad y confusión” (Farabi, 1890: 1).
La búsqueda de una doctrina que viniese a armonizar los pensamientos de los dos
grandes maestros griegos fue uno de los motivos por los que se neoplatonizó el
pensamiento de Aristóteles y por los que apareció un conjunto de obras, atribuidas a él,
cuyo contenido podía servir para explicar las principales cuestiones que interesaban a los
musulmanes, mostrando a Aristóteles como autor de una doctrina que coincidía con la
religión. Desde esta óptica fue estudiado y sus obras fueron pensadas y meditadas, si
bien no dejó de haber dudas veladas sobre si éste era el verdadero Aristóteles. Una de las
fuentes originarias de la filosofía en el Islam está, pues, en el pseudo-Aristóteles, es decir,
en aquellos escritos que se le atribuyen y en los que se exponen doctrinas neoplatónicas.
De entre ellos, conviene destacar los más importantes.
La Teología parece haber tenido su origen en un texto griego desconocido, atribuido
al inicio de la obra a Porfirio (Pseudo-Aristóteles, 1978: 47). Fue en el siglo XIX cuando
se cayó en la cuenta de que esta obra no era sino una paráfrasis de las Enéadas IV, V y
VI de Plotino, con algunas interpolaciones que posiblemente pretendían poner de acuerdo
las doctrinas filosóficas de Piotino con las de una religión revelada. En el prólogo se lee
que el objetivo de la obra es exponer la naturaleza de la divinidad, mostrando que es la
Causa Primera, el Uno del que desciende por emanación (fayd) el Intelecto, el Alma
Universal, la Naturaleza y todos los seres del universo sensible. Después, por un
movimiento basado en el amor, se inicia el ascenso del ser creado, el retorno de toda
creatura a su Creador. Esta obra no fue conocida en la Edad Media latina, puesto que su
traducción se realizó en el siglo XVI, cuando fue traída a Italia desde Oriente.
El Libro de las causas, como lo conocieron los latinos medievales, o Libro del Bien
Puro, según los árabes, es un pequeño tratado en el que, a través de treinta y una
proposiciones, se exponen los puntos principales del sistema emanacionista. Huellas de él
se hallan en al-Kindī, por lo que la opinión de que fue compuesto por un personaje
desconocido en Toledo durante el siglo XII ha dejado de tener validez. Su origen fue
identificado por Tomás de Aquino, al señalar que es un extracto de los Elementos de
Teología de Proclo. En esta obra se parte de un principio general, la afirmación de que
toda causa primaria influye más que la causa segunda: “Toda causa primaria es más
influyente sobre su efecto que la causa universal segunda. Si la causa universal segunda
retira su potencia de la cosa, la causa universal primera no retira su potencia de ella; a
saber, que la causa universal primera actúa en el efecto de la causa segunda antes de que
actúe en él la causa universal segunda que lo sigue” (Badawi, 1955: 3). A partir de este
principio, se indican las diferentes causas con su determinación propia y la coordinación
que entre ellas existe. Se concluye que la causa primera es el Uno, que actúa de manera
directa o indirecta sobre todos los efectos. El Uno aparece como el que salvaguarda y

42
mantiene el orden y la permanencia en el universo a través del mismo acto por el que
hace ser a las cosas.
Otros escritos notables atribuidos a Aristóteles, transmisores de una visión platónica
y neoplatónica de su pensamiento, acorde con los principios religiosos del Islam, fueron
el Resumen sobre el alma, traducción de un texto de Gregorio Taumaturgo, escritor
cristiano del siglo III, donde junto a definiciones aristotélicas se encuentran doctrinas
claramente platónicas; el Tratado de la manzana, de gran fortuna en el medievo latino,
obra en la que se narra la muerte de Aristóteles rodeado de sus discípulos, tomando
como modelo el Fedón platónico, y en la que se enseña que el filósofo no debe temer la
muerte, porque ésta significa liberación y felicidad para el alma; y el Secreto de los
secretos, obra que se inscribe en el género de los Espejos de Príncipes y que pretende ser
un programa de educación compuesto por Aristóteles para Alejandro Magno.
El concurso de estas obras y la lectura de los textos traducidos de Aristóteles y de
los demás filósofos y científicos hizo posible no sólo que el pensamiento filosófico se
desarrollara en el Islam, sino que permitió que el propio pensamiento islámico, cuyos
orígenes estaban en la misma tradición musulmana, sufriera notables modificaciones y
recogiera importantes aportaciones.
El pensamiento islámico surgido del contacto con la filosofía griega se diversificó en
dos grandes tendencias, que mostraron manifestaciones muy diversas. Por una parte,
tomó una dirección de orientación gnóstica y hermético-pitagórica, considerado más
como una teosofía que como una filosofía propiamente dicha. Esta tendencia supone que
el saber humano reposa en la interpretación simbólica de los fenómenos físicos y de las
matemáticas. Sus representantes consideraron que era continuación de la sabiduría de los
antiguos profetas y que estaba fundada en una supuesta intervención divina. Estuvo
encamada en grupos islámicos vinculados a la šī'a y en los autores denominados
“orientales”. El persa SuhrawardI (m. 1191), expresó de la siguiente manera esta forma
de filosofía en su Libro de la sabiduría oriental: “Este conocimiento fue, en efecto, la
experiencia íntima de Platón, el guía y el jefe de la Sabiduría, hombre dotado de una gran
fuerza y de la luz interior. Así había ocurrido en tiempos más antiguos, desde Hermes,
padre de los Sabios teósofos, hasta la época de Platón mismo, para otros teósofos
eminentes, pilares de la Sabiduría, tales como Empédocles y Pitágoras y algunos otros
más. Las doctrinas de estos Sabios Antiguos se presentaban bajo la forma de símbolos.
Así no puede haber refutación contra ellos. Incluso si se pretende argumentar contra la
apariencia exotérica de sus doctrinas, no se encuentran sus intenciones verdaderas,
porque los símbolos no se refutan. Es en el símbolo donde está fundada la doctrina
oriental concerniente a la Luz y las Tinieblas, doctrina que constituyó la enseñanza propia
de los Sabios de la antigua Persia” (Suhrawardl, 1986: 88-89).
La otra corriente fue la llamada Falsafa, la filosofía en sentido estricto, continuadora
de la tradición griega representada por Platón, Aristóteles y sus comentadores, sustentada
en el neoplatonismo y en Aristóteles. Sus seguidores proclamaron que el fin de la ciencia
consiste en encontrar el lugar de las cosas en un sistema racional del universo. Para
alcanzar este lugar es menester realizar un gran esfuerzo, limitado por la propia

43
naturaleza de la razón humana.

2.3. La Falsafa o filosofía de raíz griega

No habiendo sabido adaptarse a las circunstancias provocadas por la expansión


territorial del Islam, el régimen omeya sucumbió ante la revolución abasí, cuyo objetivo
era el de integrar a los musulmanes en una comunidad en la que todos, árabes y no
árabes, tuvieran iguales derechos. Al no haberse conseguido este objetivo y habiendo
aparecido nuevos problemas, se suscitaron diversas respuestas, que tomaron la forma de
oposición político-religiosa, que dieron lugar a una crisis política, religiosa y cultural, de la
que nació una gran incertidumbre entre todos aquellos capaces de tomar conciencia de la
crisis. Fue entonces cuando comenzó a asimilarse el saber griego, que ofrecía una nueva
visión del mundo, capaz de orientar a los hombres en su vida individual, social y política.
Se pudo pensar, entonces, que la filosofía griega era una especie de sabiduría que
implicaba un saber cierto y un método de virtud. Ésta es la razón por la que Falsafa y
Hikma fueron identificadas: el sabio, el filósofo, era aquel que integraba en sí una
ciencia, fundada racionalmente, capaz de guiar hacia una práctica de la virtud que
permitiera alcanzar la felicidad. En otros términos, sabio sería el que poseyera un saber
de significado ético encaminado a la vida política.
La filosofía griega fue considerada como la única que podía definir de manera
precisa las condiciones éticas y políticas de la Comunidad. Esta idea, que comenzó a
fraguarse a lo largo del siglo IX, se manifestó plenamente en el siglo X, durante el que se
escribieron diversos tratados, todos ellos basados en el pensamiento griego, en los que se
trataba de establecer las condiciones para el acceso a la felicidad. La filosofía fue definida
como un saber teórico y práctico a la vez, como se ve en al-Kindī: “La más excelsa de
las artes humanas en cuanto a su dignidad y la más noble de ellas por su categoría es la
filosofía, cuya definición es ‘el conocimiento de las cosas en su verdadera realidad, en la
medida de lo posible al hombre’, porque el fin del filósofo es, en su conocimiento,
alcanzar la verdad, y, en su acción, obrar conforme a la verdad” (Kindī, 1986: 46). Se
creyó que el filósofo era el más capacitado para proponer las condiciones para alcanzar la
felicidad.
¿Por qué esta confianza en la filosofía griega, como un pensar capaz de ofrecer
nuevos puntos de vista sobre la realidad individual, social y política y sobre el modo de
lograr la felicidad? Porque la filosofía griega era un saber fundado en la Razón. Aquí está
la clave para entender el sentido que tuvo la filosofía como movimiento específico en el
seno del Islam.
Entre las primeras obras filosóficas que se tradujeron al árabe, como se ha indicado,
se encontraba el Organon de Aristóteles y la introducción que se le había añadido, la
Isagoge de Porfirio. Lo que estos escritos lógicos pusieron de manifiesto en el mundo
árabe fue, ante todo, la existencia de la razón, por la que el hombre puede adquirir la

44
Verdad, independientemente de la revelación. Al abrir los ojos a las sugerencias e
invitaciones contenidas en el Corán sobre la necesidad del conocimiento racional, la
filosofía griega y, en especial, la lógica aristotélica proporcionaron una justificación
perfecta para el conocimiento científico. La lógica fue concebida por los árabes como el
instrumento (ala) que proporciona las reglas y normas que se han de aplicar al
conocimiento y al obrar humanos para apartarlos del error: “El arte de la lógica da en
general los cánones de cuya naturaleza es rectificar al intelecto, guiar al hombre hacia el
camino de lo correcto y hacia la verdad en todos aquellos objetos de conocimiento en
que pueda errar” (Fārābī, 1953: 21-22).
La lógica fue entendida de esta manera precisamente porque no es más que
expresión del Logos, porque es el “lugar del Logos”, como literalmente habría que
traducir el término con el que la designan los árabes: al-mantiq. La estructura gramatical
de esta palabra corresponde a los llamados “nombres de lugar”; está formada sobre la
raíz n-t-q, cuyo masdar o nombre de acción es nutq, que originariamente significa la
“palabra proferida, articulada, pronunciada”, sólo propia del hombre en tanto que dotado
de razón. De ahí que el término nutq pasó a tener el sentido de “razón” y “logos”,
facultad por la que el hombre entiende, el intelecto; el acto propio de esta facultad, la
intelección; y la expresión externa y verbal de lo entendido por esa facultad, el lenguaje: “
En árabe, el término nutq indica el intelecto mismo, pues es la facultad por la que el
hombre intelige. Indica la acción de esta facultad y también la pronunciación en el
lenguaje” (Fārābī, 1971: 34).
Al intentar asimilar cuanto se deducía de esta nueva forma del saber, se produjo en
el mundo árabe un choque con la “cultura de base musulmana”, que era el resultado
exclusivo de la reflexión sobre el Libro revelado. Este enfrentamiento tuvo varios
episodios, de los que quizá el más significativo fue el célebre debate mantenido en el año
932 entre el lógico y traductor cristiano Abū Bisr Mattá por un lado, y el teólogo
musulmán y gramático al-Sīrāfi por otro, sobre las excelencias de la lógica griega y de la
gramática árabe respectivamente, cuyo trasfondo no fue más que la lucha contra el saber
procedente de Grecia, representado en ese momento por Mattá, un saber que, según lo
que vino a decir al-Sīrāfi nada tenía que hacer puesto que sólo daba respuestas a
cuestiones que ya habían hallado solución en el Corán y en la Tradición. Como ya se
dijo, la filosofía fue entendida en la cultura musulmana como un pensar racional,
sometido a las leyes de la lógica y de la demostración, no sujeto a los principios de la
revelación divina, por lo cual debía ser rechazada como ajena a la cultura islámica. Pero,
como también se dijo, el mundo del Islam tuvo una clara conciencia de que la filosofía
era un movimiento que pretendía explicar la realidad entera por medio de la razón
natural, extendiéndose desde la investigación sobre el bien humano y político hasta la
contemplación de cómo se constituyó el universo, en un despliegue que necesariamente
implicaba conflicto con los más apegados a la doctrina religiosa, quienes consideraban
que todo ello se había hecho explícito en la revelación.
Lo que se planteó en el mundo árabe con la llegada de la filosofía griega fue uno de
los problemas que atraviesa la historia misma de la filosofía, problema cuyo origen

45
estuvo al entrar en contacto la filosofía con la religión. Como específico problema
filosófico, la antinomia religión-filosofía fue reconocida por Hegel, cuando afirmó que
ambas tienen un mismo contenido, pero que difieren en la forma en que ese contenido
existe en cada una de ellas: mientras que en la religión se manifiesta como representación,
en la filosofía se muestra como pensamiento, como concepto. En el Islam esta antinomia
se manifestó en la contraposición entre la Palabra de Dios, que es palabra revelada, no
lógica, puesto que no es obtenida por la razón, palabra dada por tanto, y el Logos-Nutq o
palabra de la razón, adquirida por el hombre, no recibida. ¿Qué relación hay entre estos
dos tipos de palabra? ¿Son dos palabras distintas? ¿Son complementarias? ¿Excluye la
una a la otra? ¿La integra? El problema se debatía, entonces, entre una fe en una palabra
dada y una razón creadora de palabra.
El problema de la filosofía islámica, entonces, parece que ha de centrarse en la
reflexión sobre las relaciones entre fe y razón. Y decir “reflexión sobre las relaciones” no
quiere decir que esas relaciones hayan de ser entendidas, según una de las
interpretaciones dadas sobre la Falsafa, como el intento de conciliar, de poner de
acuerdo los dos medios de saber, filosofía y religión. Tampoco se trata de rechazar la
religión desde la filosofía, como quiere otra de las interpretaciones, o de ocultar la
filosofía con un manto de religión, como sostiene una tercera interpretación. No. El
problema de la filosofía islámica sólo tiene sentido si se ve en ella sólo un nuevo camino,
una nueva vía, un nuevo método de acceso a la Verdad, que si tiene algo que ver con el
otro camino, el constituido por la religión, es en la medida en que ambos llevan a una
misma meta.
Los filósofos árabes comprendieron que la religión era necesaria para que las gentes
alcanzaran la verdad por la vía simbólica. Pero todos ellos reconocieron el papel de la
razón como auténtica guía del hombre. La razón se les apareció como configuradora de
un sistema de explicación y comprensión del universo. El hombre, al ocupar el lugar de
mayor dignidad en el universo, puede servirse de éste para, a través de la ciencia,
alcanzar la verdad y su fin último, la felicidad. Por ello, la razón podía ser considerada
como superior a la vía de la religión, puesto que su camino es único y universal para
todos los hombres, mientras que la vía de la religión, por fundarse en símbolos de la
imaginación, es particular y varía de pueblo a pueblo.
La filosofía fue, así, un movimiento que surgió en el Islam con la preocupación por
interpretar y comprender el sentido de la Ley revelada por un camino y por unos medios
distintos a los que eran usuales en aquellos momentos. Se apoyó en el pensamiento
griego, esto es, en la razón, y trató de coordinarlo en la medida de lo posible con el
pensar de raíz islámica. Como los elementos que habían dado forma a estas dos culturas,
la griega y la árabe, eran total y completamente diferentes, los filósofos musulmanes
hubieron de realizar su labor con ciertas dificultades, en unas determinadas condiciones y
con frecuentes choques con otros aspectos del pensar islámico. Fue el suyo un trabajo
peligroso, pues se vieron obligados a no exceder en demasía los límites impuestos por su
cultura de base y a mantener con ella los lazos necesarios e imprescindibles para evitar
cualquier marginación, como lo muestran las teorías de la religión y de la profecía que

46
esbozaron o elaboraron, encuadradas en el ámbito de la psicología y de la teoría del
conocimiento.
La filosofía fue entendida por los falāsifa como un estudio estrictamente racional de
la realidad y del universo, a través del método de la demostración. Fue, para ellos, el
camino que lleva científicamente a la verdad. Al haberla entendido así, plantearon el
problema de la historicidad de la razón, es decir, el reconocimiento de que la razón puede
constituirse en el transcurso de la historia. Con ello, rechazaron el carácter vertical de la
Verdad, el pretender que la Verdad se ha dado de una vez por todas, y afirmaron que la
verdad es progresiva y revisable. La filosofía, pues, ha de ser comprendida como una
sabiduría humana, no limitada por ninguna doctrina religiosa, aunque por ocuparse de
todo lo real haya de incluir en su estudio lo religioso y dé razón de ello. En suma, la
filosofía fue aquel saber libre que había tenido su origen en Grecia. Este espíritu fue el
que transmitió al mundo latino medieval.
Cuando los sectores más tradicionalistas e integristas, reacios a aceptar cualquier
sentido de la Ley que no estuviera explicitado por la tradición, consideraron que estos
límites habían sido transgredidos, la filosofía desapareció de tierras islámicas. Por este
motivo, en el esquema conceptual de la ortodoxia, la filosofía fue considerada como una
forma de heterodoxia, esto es, como un conjunto de doctrinas que fueron expresadas
desde el exterior del pensamiento islámico. Así lo afirmó Ibn Jaldün al estudiar en su obra
la filosofía: “Hombres de elevada inteligencia pretendieron que, por medio de la
especulación y el empleo de deducciones intelectuales, se podía llegar a la percepción del
ser sensible y de aquel que los sentidos no pueden alcanzar… Han enseñado también que
los dogmas de la fe pueden ser establecidos por medio de la razón, sin que haya que
recurrir a la fe. Estos hombres son los llamados filósofos. Adoptaron todas estas
opiniones porque Dios les había permitido caer en el yerro… El lector ya ha visto que
esta ciencia contiene principios contrarios a la ley divina y en oposición con el sentido
evidente de los textos sagrados. A quien quiera estudiar estas ciencias le aconsejo que
esté siempre en guardia contra las consecuencias perniciosas que resultan de ellas, y que
no se comprometa antes de estar bien penetrado de las doctrinas contenidas en la ley
divina y de estar al corriente de lo que la exégesis coránica y la jurisprudencia ofrecen de
cierto” (Ibn Jaldūn, 1977: 960-967).
La filosofía árabe se desarrolló en un ambiente más franco y libre que el de los
grupos tradicionalistas, quienes la consideraron como pensamiento heterodoxo; en un
medio que pretendía dar a la religión un sentido menos legalista (quizá, por ello, algunas
veces ha sido puesta en relación con la mística), más racional, que deseaba un Islam
universal y amplio, abierto a toda idea, tal como fue expresado por uno de ellos: “No
debemos avergonzamos por apreciar la verdad y adquirirla de dondequiera que venga,
aunque sea de razas lejanas a la nuestra y de pueblos diferentes. Para el que busca la
verdad, nada hay más preciado que la verdad” (Kindī, 1986: 48).
La Falsafa, pues, nació de la reflexión sobre una verdad revelada a la que aplicó un
pensamiento ya elaborado; su origen le confirió un cierto carácter religioso. Fue, en
segundo lugar, una filosofía de naturaleza completamente racional, puesto que todo lo

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que formuló procedía única y exclusivamente de la razón humana. Llevó a cabo una
explicación de toda la realidad a partir de doctrinas incluso contradictorias, lo que le
otorgó una índole ecléctica. En fin, tuvo estrecha relación con la ciencia, porque reflexión
científica y reflexión filosófica eran entonces inseparables. El concurso de estas
características explica la existencia de la filosofía en el mundo islámico. Su origen fue
griego; su desarrollo, islámico. Al-Fārābī señaló con claridad la raíz de esta filosofía: “La
filosofía que existe hoy entre los árabes les fue transferida desde los griegos” (Fārābī,
1969: 159). La filosofía se trasladó desde Grecia al mundo islámico. Pero aquí fue
transformada, porque antes había fructificado un pensamiento centrado en el Corán
como palabra de Dios. Así, esta filosofía fue un nuevo camino abierto desde fuera para
comprender y dar sentido a la Ley revelada con medios distintos a los hasta entonces
empleados en el Islam. Por eso, fue religiosa y por eso estuvo vinculada a los otros
aspectos de la cultura en que nació. No puede explicarse sin referencia a las otras
formulaciones del pensar en el Islam.
Tal fue la consecuencia que tuvo entre los musulmanes la introducción del Logos, de
la Razón. Además de originar la filosofía en el mundo islámico, la razón griega obligó a
experimentar notables cambios al propio pensamiento que había surgido de la reflexión
interna del Islam. Las ciencias basadas en la tradición hubieron de contar con la razón,
que anteriormente no había sido tomada en consideración. Muchas de ellas no sólo
integraron elementos griegos en su contenido, sino que también recurrieron a
metodologías propias de la razón griega. Emergieron también movimientos que aceptaron
o incorporaron determinadas tendencias y conceptos griegos y que deben ser
someramente mencionados en una historia de la filosofía árabe, puesto que ésta adquirió
su maduración a partir de las elaboraciones de estos movimientos o en polémica con
ellos.

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3
El pensamiento en el Islam

L a riqueza de situaciones hermenéuticas en el Islam fue tan grande que tuvo


numerosas formas de expresión, favorecidas todas ellas por el contacto que se
entabló con el legado griego. Hubo diversas manifestaciones que reflejaron la recepción
de determinados aspectos de la filosofía griega y que, de alguna manera, tuvieron
también que ver con la filosofía islámica. Porque aceptaron y asimilaron elementos
griegos que modificaron la orientación que habían recibido desde sus inicios, estas
expresiones deben ser conocidas, en tanto que igualmente hay en ellas elementos
filosóficos de notable interés.

3.1. El Kalām o teología

La ciencia religiosa que podría equivaler a la teología es la 'ilm al-kalām o “ciencia


de la palabra”. El término kalām, que propiamente significa “palabra”, tomó muy pronto
la acepción de discurso, discusión, controversia: los “doctores en kalām” fueron los
mutakallimūn, “los que hablan”, loquentes según los traductores latinos medievales, pero
podría también tener el sentido de “los que razonan”. Como ciencia pudo haber sido en
sus orígenes una interrogación o razonamiento sobre la Palabra de Dios. Encontró sus
iniciales fundamentos en las elaboraciones doctrinales de los primeros grupos político-
religiosos en tomo a la unidad y unicidad divinas, la naturaleza del Corán, si era creado o
increado, y el problema general de los atributos, su existencia y sus relaciones con la
Esencia divina en su Unicidad. Por ello fue una disciplina específicamente musulmana, a
pesar de las influencias externas que recibiódespués. Como recurrió a elementos de la

49
filosofía griega, en especial la lógica, para esclarecer la Revelación, pasó a designar el
pensar racionalmente la fe, con lo que, por su parecido con la teología cristiana, el
término kalām suele traducirse por “teología musulmana”.
Su configuración como ciencia tuvo lugar sólo cuando el Islam entró en contacto con
una teología ya elaborada, la cristiana de los Padres de la Iglesia orientales. Los
pensadores islámicos hubieron de acudir a los mismos métodos que utilizaban estos
teólogos: la metodología racional de la filosofía griega, considerada como instrumento
para definir términos y para delimitar problemas. El kalām se caracterizó entonces como
una dialéctica racional, es decir, como una utilización de la argumentación dialéctica para
desarrollar conceptos teológicos, por lo cual fue criticado por los filósofos al no emplear
argumentaciones demostrativas, las propias de la ciencia. Éstos reconocieron al kalām
como una clase distinta de discurso, que pretendía ser una apología defensiva del Islam y
como una teología en tanto que sus supuestos básicos derivaron de la creencia común
musulmana: “El arte del kalām es una propiedad por la cual el hombre puede defender
los dogmas y actos arriba mencionados, exigidos por el fundador de la religión, y
condenar todo lo que se oponga a ellos por medio de razonamientos” (Fārābī, 1953:
100).
Los primeros teólogos fueron los que recibieron el nombre de mu 'tazilíes, grupo no
homogéneo de pensadores que apareció en Basra en el siglo VIII, cuyo nombre aún es
discutido: “los que se ponen aparte”. Estaban animados por un mismo espíritu, el de
ampliar las fuentes del conocimiento religioso en defensa de los ataques que se hacían a
la religión, para lo cual elevaron la razón humana al rango de criterio en asuntos de fe. Y
se les puede definir por una triple actitud: el valor reconocido a la razón en defensa de la
Ley religiosa, convirtiéndose la razón en el criterio (mizán) de la Ley; la preocupación
por liberar la idea de Dios de todo antropomorfismo; y la voluntad de justificar (por la
razón) los valores de la fe contra el “libre pensamiento” de la Zandaqa.
La doctrina de la Mu 'tazila está centrada en dos puntos: Dios como principio de
trascendencia y de unidad absolutas, y el hombre como principio de libertad, lo que
entrañaba la responsabilidad inmediata de sus actos. Sobre estos principios elaboraron un
sistema de pensamiento con implicaciones filosóficas: una metafísica que gira en tomo al
problema de la unidad, en defensa de los ataques de la Zandaqa, y una ética que tenía
como punto nuclear el hombre y sus actos. Para elaborar este sistema se sirvieron de la
razón humana como facultad capaz de alcanzar el conocimiento teórico y apta para
dirigir las actividades del hombre. Considerados por ello como los “teólogos racionalistas”
del Islam, influyeron sobremanera en la aparición de la filosofía. Una de sus tesis más
notables, común a todos ellos, es la del Corán creado: palabra creada por Dios y
comunicada a los hombres, y no, como querían los piadosos antiguos, atributo mismo de
la Palabra, increada y subsistente en Dios. En consecuencia, una libre exégesis (tafsīr),
incluso una libre interpretación (ta wīl) puede y debe ser practicada; y los
antropomorfismos del Corán podrán ser interpretados como metáforas (maŷāz).
Esa doctrina está articulada en tomo a las famosas “cinco tesis” que se les atribuyen:
Unicidad divina absoluta; Justicia divina como obligación permanente en Dios; la

50
Promesa y la amenaza: el creyente debe cumplir los mandatos prescritos en el Corán; el
Estado intermedio entre la fe y la incredulidad: el pecador que no ha renegado de la fe no
es ni verdaderamente creyente ni infiel; el Mandato del bien y la prohibición del mal.
Estas cinco tesis responden a problemas planteados en los primeros siglos de la hégira,
tras las luchas político-religiosas de la Comunidad.
Con el fin de refutar las novedades introducidas por los representantes de la Mu
'tazila y, en especial, contra su racionalismo, surgió un nuevo movimiento que estableció
las bases de la teología ortodoxa sunní: los as' aríes, llamados así por su fundador al-
Aš'arī (m. 960), quien pretendió volver a un pensamiento religioso más acorde con la
tradición y con la enseñanza de los primeros musulmanes. Sin embargo, estos nuevos
teólogos no desdeñaron el valor de la demostración racional, aprovechándose de las
obras lógicas de Aristóteles y situándose a medio camino entre los tradicionalistas más
radicales y el racionalismo de aquellos a quienes combatían. Enseñaron la tesis del Corán
increado; la existencia de atributos divinos, la realidad de los seres escatológicos
mencionados por el Corán o los hadices, y, en fin, que Dios será visto en el más allá. Los
textos coránicos corresponden siempre a la realidad, por lo que los antropomorfismos de
los versículos ambiguos son verdaderos en cuanto a la existencia, pero deben ser tratados
por el bilā kayf esto es, sin saber cómo. Hay, pues, que rechazar tanto las
interpretaciones metafóricas de los mu 'tazilíes como el literalismo exagerado.
Por otra parte, sostuvieron que ninguna realidad creada, comprendidos los actos
“libres” del hombre, escapa a la Omnipotencia divina. Dios crea en el hombre sus actos,
buenos o malos; pero crea también la “adquisición” de estos actos por quien los realiza,
convertido así en jurídicamente responsable, en apto para recibir recompensa o castigo.
Esta teoría de la adquisición pretendía oponerse a los partidarios de la “coacción” divina
y a los seguidores de la absoluta libertad humana. Hicieron uso de una doctrina filosófica
griega: el atomismo, introducido en el mundo árabe en el siglo IX y utilizado por algunos
mu 'tazilíes. El atomismo revelaba una filosofía de la naturaleza que se adaptaba
plenamente a las exigencias de estos teólogos sobre la libertad y omnipotencia divinas.
Dios crea directamente tanto la causa como el efecto de la causa. Los átomos son
realidades materiales, contingentes e indivisibles, creadas continuamente por Dios sin
mediación alguna. La unión de varios átomos da lugar a la formación de los cuerpos, que
también son creados en cada instante por Dios. Y para evitar la continua aparición y
desaparición de los seres del universo, Dios ha de actuar ininterrumpidamente sobre los
átomos, con lo cual se afirma que todo cambio tiene por causa directa y eficaz solamente
la libre voluntad de Dios. Es decir, sostienen una forma de ocasionalismo: los átomos son
ocasión para la producción de un efecto por Dios.
Este modo de entender la relación entre Dios y los seres creados les llevó a suprimir
el concepto de causa referido al universo: los cuerpos no se mueven unos a otros, sino
que es Dios quien los mueve. Además, ni siquiera hay ningún tipo de relación entre las
cosas de este mundo, puesto que nada tienen que ver las unas con las otras. Todo ello es
obra de la acción de Dios. La negación del principio de causalidad fue duramente
combatido por los filósofos, especialmente por Averroes, quien les recriminó haber

51
aceptado el atomismo no como resultado de una reflexión intelectual, sino como simple
recurso apologético: los atomistas musulmanes sostienen esta tesis no porque la hayan
descubierto por su propia reflexión sino porque ven en ella el medio de defender los
principios que previamente habían admitido. Al utilizar la filosofía griega para la
elaboración de sus teorías, los teólogos contribuyeron a los progresos de la filosofía en el
Islam.

3 .2 . La Historia. Ibn Jaldun y la filosofía de la historia

El estudio de la Historia fue un instrumento auxiliar de la exégesis coránica. De aquí


la importancia que esta ciencia tuvo en la civilización islámica.
La abundancia de referencias históricas en el Corán representó el primer incentivo
para ocuparse del estudio de la historia. Pero el estímulo más grande provino de la vida
de Mahoma, en virtud de lo expuesto en el Libro revelado de que él era el máximo
ejemplo que había de ser imitado: “En el Enviado tenéis un hermoso ejemplo para
quienes esperan en Dios y en el último día y recuerdan a Dios con frecuencia” (Corán,
33, 21). Por esta razón, la historia debía comenzar por el estudio de la vida del Profeta,
por las circunstancias que le llevaron a completar su misión, por las actividades de los
Compañeros y por el período privilegiado de los orígenes del Islam. Conocer todo esto
ayudaría a comprender el sentido de la Revelación. Se trataba de recoger todos los
testimonios sobre la vida y las obras del Profeta para comprender su doctrina y
comentarla adecuadamente, logrando con ello alcanzar unos fines edificantes, pero
partidistas en tanto que a través de ellos se buscaba justificar unas determinadas opciones
políticas con el consiguiente menoscabo de otras.
El quehacer histórico en el Islam tuvo así dos objetivos: legitimar el poder del
sucesor de Mahoma y poner de relieve el carácter de lección de los acontecimientos del
pasado; en esa lección el hombre aprende las acciones que se deben imitar y las que
deben ser evitadas. Presentes siempre de un modo u otro, ambos fines establecen el
límite entre las dos etapas, claramente diferenciadas, que existieron en el desarrollo de la
historia en el Islam, caracterizada cada una de ellas por el predominio de un objetivo
sobre el otro. Y, entre ambas etapas, cabe reconocer un período intermedio, que indica el
tránsito de una a otra.
Las obras de la primera etapa, que abarca aproximadamente los dos primeros siglos
del Islam, muestran con claridad el primer objetivo. La cuestión de la legitimación del
poder, planteada a la muerte del califa ' Alī, está expresada en los primeros textos, donde
se trata de juzgar y guiar la acción política del momento poniéndola en relación con la
experiencia del Profeta. Como rasgo común a todas las obras de este período cabe
destacar el proceso de idealización de la “Edad fundadora”, momento histórico que
representa el prototipo de la conducta religiosa, de la acción humana y de la organización
político-social. La perspectiva de las obras escritas en esta primera etapa es muy

52
reducida, de corte religioso y centrada en el problema de definir el estatuto del creyente
para justificar la legalidad del poder.
Los primeros libros que propiamente merecen el nombre de “historias” aparecieron a
lo largo del siglo IX. Fueron obras en las que el carácter religioso no se detecta tan
fácilmente, mientras que comienza a entenderse la historia en sentido utilitario y
pragmático. Fueron libros que formaron parte del género adab, esto es, de aquellos
conocimientos considerados como necesarios para todo hombre culto (adīb), y están
dominados por una idea general: el deseo de conocimiento. Por ello, las historias de este
período intermedio fueron historias más universales, en las que se daba noticia de la
creación del universo y se llegaba hasta la historia de la Umma, pasando por la de otros
pueblos, que se ponían como ejemplo. Compiladores de este tipo de historias fueron al-
Balādurī (m. 892), autor del Libro de las conquistas de los países, resumen de la historia
del mundo como introducción a la historia islámica; y al-Ya'qūbī (m. 897), quien ya
concibió la historia como una ciencia.
Los historiadores de esta época han conocido el pensamiento griego. Unos lo
aceptaron y otros lo rechazaron. Al-Tabarī (m. 923), autor de una obra monumental,
Historia de los enviados y de los reyes, se formó en el ambiente de controversia entre
tradicionistas y helenizantes. Para él, la historia no es una disciplina racional, pues la
razón no puede tener ningún significado dentro de ella: “Los historiadores no han de usar
deducciones racionales ni explicaciones intelectuales” (Tabarī 1897-1901, I: 6). Por su
parte, al-Mas'ūdī (m. 957) contribuyó a fundar sobre bases sólidas la historia en el Islam.
En sus dos obras más importantes conservadas, Las praderas de oro y Libro de la
advertencia, entiende que la historia es un ámbito referido a ideas filosóficas y
científicas, por lo que debe ocuparse de problemas y cuestiones nuevas, tales como la
relación del entorno natural a la historia humana y la analogía entre los ciclos de las
plantas y animales, por una parte, y las instituciones humanas, por otra.
A partir de la segunda mitad del siglo X, los estudios históricos se multiplicaron y
diversificaron. Desde el punto de vista filosófico, el ideal de conocimiento expresado en
las obras de los historiadores anteriores dio paso a una nueva concepción de la historia,
en la que el segundo de los objetivos señalados se hizo más patente y adquirió su
primacía. En varias obras, la perspectiva se hizo más universal y se centró en el hombre.
Ahora interesaban menos los problemas religiosos; tampoco se tendía a un conocimiento
como fin en sí mismo. El motivo de este giro fue que la razón griega había entrado de
lleno en el ámbito de la historiografía. A partir de este momento la historia tenía que
referirse a la situación del hombre en la sociedad; por esto, su punto de referencia fue
una filosofía ética y política. Al aceptarse el pensamiento griego, la sabiduría que éste
aportaba quedó, en el Islam, ligada a la historia. La sabiduría señalaba la conducta ideal a
seguir, que para el musulmán coincidía con la manifestada por la revelación; la historia, al
estudiar y examinar las conductas de los pueblos, proporcionaba los medios para alcanzar
esa conducta ideal. Así, las acciones humanas comenzaron a ser consideradas desde una
perspectiva ética que influía necesariamente en la conducta política. La historia se
convertía en “lección” que había de ser aprendida. Y la historia tenía que contribuir a la

53
formación del gobernante-filósofo, cuyo proceder había de ser tal que asegurase a todos
los hombres las condiciones indispensables para realizar el modo de vida fijado por la
sabiduría y por la revelación.
Quien reflejó esta nueva concepción de la historia fue el persa Miskawayh (m.
1030), autor de Las experiencias de las naciones, obra de claro propósito didáctico
político, en la que considera la historia desde un punto de vista ético. El fundamento de
la historia es la repetición de los hechos: “Después de examinar las crónicas de las
naciones y las biografías de los reyes; después de leer los relatos sobre los países y los
libros de historia, me he dado cuenta de que de ello se puede extraer experiencia sobre
los sucesos que no cesan de reproducirse idénticos a sí mismos y que permiten presagiar
que se producirán otros parecidos y análogos… Me ha parecido que si se conocen de
este tipo de sucesos un ejemplo pasado y una experiencia vivida que se toma después
como regla de conducta, se evitará todo lo que ha sido fuente de adversidad para unos y
se consagrará uno a lo que ha constituido la felicidad para otros. En este mundo los
hechos se asemejan y las situaciones están relacionadas entre sí” (Miskawayh, 1977: 81).
Si la historia se repite, entonces el hombre puede extraer de ella enseñanzas útiles para
sus fines. La historia apunta así al comportamiento moral y tiene que girar sobre dos ejes:
el bien y el mal, la felicidad y la desgracia. Misión del historiador será mostrar al hombre
el camino que ha de seguir para alcanzar la felicidad y el bien. El hombre solamente
puede aprender la lección positiva si apela a su razón, única que le permite escapar de
aquellas dificultades que le impiden su caminar hacia la perfección. Por tanto, el fin
último de la historia consiste en enriquecer la experiencia de los hombres, perpetuar las
lecciones del pasado y, por encima de todo, hacer posible un adecuado uso de la razón.
Tres siglos después apareció la obra del más grande de los historiadores musulmanes
y uno de los más importantes teóricos de la historia de la humanidad, el norteafricano de
origen hispano, Ibn Jaldün (1332-1406). Desconocido durante siglos, pudo ser leído en
Occidente a partir del siglo XIX, despertando desde entonces fervores y entusiasmos
inigualables. Ortega y Gasset, incluso dedicó en 1928 un artículo al historiador
musulmán: “Cronológicamente es la primera filosofía de la historia que se compone. La
que podía aspirar antes que ella a este puesto, parto también de otra mente africana -San
Agustín-, fue propiamente una teología de la historia”. Ha sido, como frecuentemente se
ha dicho, el único pensador entre San Agustín y Hegel, que se ha planteado a fondo el
problema de la historia. De ahí la importancia que tiene el estudio de su obra.
En el Kitāb al- fibar (Libro de las lecciones), que suele ser conocido por Historia
de los beréberes o Historia Universal, relata la historia de los árabes desde la creación
hasta el siglo XIV, a la manera de un vulgar cronista que se limita a acumular datos y
leyendas. No habría merecido el interés de los historiadores de no ser por el primero de
sus volúmenes, titulado Muqaddima, prólogo o introducción, donde se revela como un
gran teórico de la historia y como un gran sociólogo. Esta Muqaddima, concebida como
el libro primero de su obra, está estructurada en un breve prólogo, una introducción, seis
grandes partes, y un epílogo de una página escasa, en el que expresa su deseo de que
otros continúen y desarrollen sus teorías: “Casi nos hemos alejado de nuestro objetivo.

54
Por esto nos hemos decidido a poner fin al discurso en este libro primero, que versa
sobre la naturaleza de la civilización y aquello que le afecta. He agotado aquellos
problemas que sobre ello se plantean de una manera que considero suficiente. Quizá
venga después de mí alguien, favorecido por Dios con un pensamiento correcto y con un
conocimiento claro, que profundice en sus problemas mucho más de lo que nosotros
hemos escrito. No es propio de quien pone de manifiesto una parte de la ciencia
enumerar todos sus problemas, sino que sólo le compete determinar el objeto de esa
ciencia y clasificar sus partes y aquello de lo que se habla en ella. Los que vengan detrás
añadirán poco a poco otros problemas hasta que ella se perfeccione. ‘Dios sabe y
vosotros no sabéis’ (Corán, 2,216)” (Ibn Jaldūn, 1977: 1112-1113).
En el prefacio o breve prólogo plantea el problema central de una forma concisa
pero clara. Se trata del problema de la historia entendida no como simple exposición de
fechas, datos y biografías, sino como profunda meditación basada en la observación, con
el fin de alcanzar las leyes universales que rigen la marcha de la sociedad humana, objeto
último, en definitiva, de la historia. Es consciente de que la historia es una de las ciencias
humanas. Le aplica los tres términos siguientes: arte (farnn), sabiduría o filosofía (hikma)
y ciencia ( ilm). Como ciencia, tiene su método propio y su utilidad. Puede ser concebida
como mera descripción de hechos concretos o como una investigación racional y teórica
de las causas y orígenes de las cosas, realizando un análisis crítico de la civilización
humana, con lo que se convierte en un estudio científico de los pueblos, o, si se quiere
expresar en otros términos, en una filosofía de la historia: “En su aspecto interno (bātin),
la historia es un examen y verificación de hechos, una estricta explicación por las causas
(ta 7/7) de las cosas que suceden y de sus principios, y un conocimiento profundo del
cómo de los acontecimientos y de sus causas (asbāb). Por esta razón la historia es parte
principal e importante de la filosofía y es digna por méritos propios de ser contada entre
sus ciencias” (Ibn Jaldūn, 1977: 92-93). A pesar de su rechazo de la causalidad
secundaria, como los teólogos ortodoxos, sostiene que la historia está sometida al
principio de causalidad y al juicio de la razón. En su forma más propia, la historia es el
estudio de los hechos, narrados en su aspecto externo, con el fin de encontrar las leyes
universales que los rigen y los determinan, que son geográficas, ambientales, económicas,
culturales y dialécticas, en parte inmanentes a los hechos mismos, pero en parte
determinadas por los decretos de Dios.
Esta nueva ciencia debe ser considerada como una filosofía de la historia, puesto
que trata de estudiar las causas de los acontecimientos históricos. Es una meditación
sobre la historia, sobre el devenir social y sobre la naturaleza del hombre. El móvil que le
llevó a escribir la obra y a fundar esta nueva ciencia es el hecho de que la historia debe
ocuparse de damos a conocer el verdadero estado natural del hombre: que es una
realidad social y que vive en una civilización: “Has de saber que la historia realmente
consiste en el conocimiento de la sociedad humana, esto es la civilización ( 'umrān)
humana, y los fenómenos que afectan a la naturaleza de esta civilización, como el estado
salvaje, el ser social del hombre, el espíritu de solidaridad tribal, las diversas clases de
superioridad de unos pueblos sobre otros, los reinos, Estados y sus clases que de ello

55
surgen, y las ocupaciones a las que los hombres dedican sus esfuerzos, como los trabajos
lucrativos, los medios de vida, las ciencias y las artes, así como todas las circunstancias
que tienen lugar en esa civilización por su naturaleza” (Ibn Jaldūn, 1977: 141). La
historia, pues, abarca todas las actividades humanas, a partir de los factores comunes que
las manifiestan en su desarrollo. Para exponerla, el historiador debe conocer los
principios fundamentales de la política, del arte de gobernar, la verdadera naturaleza de
toda realidad, el carácter de los acontecimientos, la diversidad que ofrecen las naciones y
países, la naturaleza geográfica de los diversos territorios, las costumbres, usos,
conductas, opiniones, sentimientos religiosos y cuantas circunstancias influyen en la
sociedad humana y en su evolución. Debe conocer, en suma, las motivaciones de cada
acontecer y la fuente de todo dato.
La verdadera finalidad de la historia como ciencia es, para Ibn Jaldün, mostramos el
estado social del hombre y todo lo que aparece unido a este hecho. Así, la realidad no es
una acumulación sin sentido y accidental de hechos, sino un conjunto coherente de
fenómenos, ligados orgánicamente entre sí, que se condicionan necesaria y
recíprocamente.

3.3. La Sī' a. Los Ijwān al-Safā’ y Mulla Sadrā

Ya se dijo que la segunda parte de la šahāda o testimonio de fe, la frase


“Muhammad es Su Enviado”, revelaba un aspecto esencial del Islam, aquel por el que se
define como fundado en la Profecía. Esto dio lugar a que se elaboraran doctrinas que
explicaran la revelación y el hecho mismo profètico. Teólogos y filósofos se ocuparon de
ello. Los teólogos plantearon los problemas de la necesidad de la profecía, de la
naturaleza misma de la misión profètica y de la inspiración, y el de los caracteres que
deben tener los profetas y las garantías de su autenticidad. Los filósofos buscaron ofrecer
una justificación racional del hecho profètico, afirmando como propio de la naturaleza
humana la capacidad de la visión y la especial relación que algunos individuos -los
profetas- mantienen con el Intelecto Agente, así como la extraordinaria iluminación que
de éste reciben, según se verá más adelante.
Fueron los “partidarios” de 'Alī o seguidores de la Familia del Profeta (ahí al-bayt),
conocidos en la historia con el nombre de sīíes, quienes centraron su pensamiento en
tomo a la Profecía (nubuwwa), hasta el punto de elaborar una profetología o filosofía de
tipo profètico, en la que hay una considerable presencia de elementos gnósticos y
zoroástricos, originarios del mundo persa, donde ese pensamiento tuvo su máxima
expansión. Este movimiento surgió tras los sucesos ocurridos después de la muerte de
Mahoma. El grupo que tomó posición contra los omeyas se unió en tomo al primo y
yerno del Profeta, 'Alī, quien fue considerado como “designado” por el Profeta para
sucederle, lo que confirió dimensión religiosa y política al movimiento y pudo haber
convertido en ilegítimos a los anteriores califas.

56
La idea central del pensamiento šī'í radica en que hay que alcanzar el verdadero
significado de la revelación divina, porque de esta verdad depende la verdad de la
existencia humana: el sentido del origen y del destino del hombre. Como ya no son
posibles nuevas revelaciones, al haber finalizado el ciclo de la profecía, comienza un
nuevo ciclo en el que se manifiesta el conocimiento de lo que está oculto en la revelación.
Se reconoce, así, una doble dimensión en el texto revelado: el āhir, lo manifiesto, y el
bātin, lo oculto que hay que descubrir. De aquí deriva el nombre con que los šī'íes suelen
ser conocidos en algunos tratados sunníes de heresiografía: bātiníes. El nuevo ciclo
reconocido es el de la walâya, término de difícil traducción, que viene a significar algo
así como “el parentesco o amistad con Dios”. Por esto es por lo que la doctrina entera
descansa en la noción de Familia del Profeta, única que, por inspiración divina y en
virtud de su cercanía con Dios, puede acceder al sentido oculto. El sucesor legítimo de
Mahoma sólo podía ser 'Alī, su pariente más próximo, nombrado por sus seguidores
Imām, “el guía”, el que dirige a la Comunidad, encargo que debía transmitirse
hereditariamente. El ciclo de la walāya es el ciclo del Imām que sucede al Profeta, el
ciclo de lo oculto (bātirí) que sigue a lo aparente ( āhir).
Aunque la Imdma no es una institución específica de los š'íes, puesto que los
sunníes -al reconocer el origen coránico del término- la identificaron con el Califato y el
Imām o Califa es para ellos el lugarteniente del Profeta, sin embargo las características
con que unos y otros lo distinguen son radicalmente diferentes. Para los sunníes, el Califa
o Imām evoca sólo el carácter de jefe temporal de la Comunidad, asumiendo la más
eminente de las funciones en la ciudad musulmana: hacer respetar los derechos de Dios y
de los hombres, definidos por el Corán; además, es quien mantiene la tradición y el
encargo de hacer el bien; quien guarda las fronteras y la paz interior; quien libera al
oprimido, hace reinar la justicia y nombra agentes que le representan. Para los š'íes, en
cambio, la cuestión del Imām es la más importante, porque, además de coincidir en sus
funciones con las asignadas por los sunníes, le reconocen cualidades superiores,
personales y por linaje. Destaca, sobre todo, la de estar revestido de un carácter casi
sobrenatural por el que posee el conocimiento de lo oculto, una sabiduría que constituye
una auténtica ciencia, en la que se ponen en juego todas las facultades del hombre y, en
especial, la imaginación, que es facultad creadora y fundamento de la espiritualidad
profètica, al ser el único instrumento de que dispone el hombre para aprehender el
mundo imaginal y simbólico, el mundo de lo oculto, un mundo de imágenes reales que
está por encima de nuestra realidad espacio-temporal, en conexión con el mundo de la
luz, con el Oriente y la iluminación que aquélla produce.
El pensamiento šī'í por tanto, pone en juego un pensamiento esotérico y gnóstico.
Inauguraron con él un universo cognoscitivo y científico nuevo, aplicado a la exégesis de
la revelación, en el que tuvieron cabida todas aquellas ciencias incluidas en la tradición
hermético-pitagórica de la época helenística. Lo prueba el gran documento que de los
ismaelíes, seguidores del séptimo Imām se nos ha conservado: las Epístolas compuestas
por una organización conocida con el nombre de Ijwān al-Safā’, los Hermanos de la
Pureza o Hermanos Sinceros (siglo X). Ellas constituyen una auténtica enciclopedia del

57
saber, catalogado en tres grandes grupos: ciencias prácticas, ciencias religiosas y ciencias
filosóficas, que incluyen desde las matemáticas a la filosofía, pasando por la música, la
mineralogía, la botánica y la alquimia. Todos estos saberes están jerarquizados en una
gradación que, a su vez, exige una ordenación de sabios. El estudio de estas ciencias no
puede ser eludido: “Conviene que nuestros Hermanos, con la ayuda de Dios Altísimo, no
rehúyan ninguna de las ciencias, ni desprecien ningún libro, ni tomen partido por ninguna
doctrina, porque nuestras opiniones y doctrinas incluyen completamente todas las otras
doctrinas y abarcan la totalidad de las ciencias, es decir, son una consideración de todos
los seres existentes, sensibles e inteligibles, desde su comienzo hasta su fin, sean
aparentes u ocultos, claros u oscuros, con una cierta realidad en tanto que todos ellos
proceden de un solo principio, de una sola causa” (Ijwān, 1957, IV: 41-42). El sistema
filosófico que en ellas se encuentra es una mezcla de doctrinas pitagóricas, platónicas y
neoplatónicas, en lenguaje aristotélico, en el que el núcleo es la jerarquía descendente del
Uno, según la doctrina de la emanación, realizada según combinaciones numéricas
procedentes del pitagorismo, y la exposición del origen celeste del alma y de su retomo a
la Unidad, tras la purificación de la materia. Exponen, además, la idea del hombre como
microcosmos, como reflejo del universo creado por Dios, que conociéndose a sí mismo
llega al conocimiento de su creador: “Quien mejor se conoce, conoce mejor a su
Creador” (Ijwān, 1957, III: 178-179). Cabe destacar en ellos una actitud de respeto hacia
las otras religiones, convencidos de que las diferencias religiosas nacen de factores
accidentales, tales como el lugar donde se nace, el medio ambiente en que uno se educa,
la época en que se vive o, incluso, el temperamento personal de cada uno; por encima de
estas diferencias o particularidades que pueden presentar las diferentes religiones, destaca
la unidad y universalidad de la Verdad, que permanece indestructible.
La otra gran rama de los š'íes, está constituida por los imāmíes o seguidores del
duodécimo Imām que está oculto esperando el retomo que tendrá lugar al final de los
tiempos. Desde el punto de vista religioso, sus prácticas apenas difieren de las de los
sunníes y siguen las mismas fuentes que ellos. Filosóficamente es interesante el desarrollo
que hicieron a partir de la llamada “Filosofía de la iluminación”, que había comenzado
con SuhrawardI (m. 1191) y que tuvo su momento de máximo esplendor en la Persia
safawí, durante el siglo XVII, en la Escuela de Isfahan, fundada por Mīr Dāmād. Entre
las diversas orientaciones que esta Escuela desarrolló, hay que mencionar aquella en la
que destacó la afirmación del tiempo, del acontecer, la realidad del mundo imaginal y una
nueva gnoseologia que implicó una revolución de la metafísica del ser.
Su principal representante fue Mulla Sadrā (m. 1640), cuyo pensamiento es
resultado de una amplia síntesis que pretendía aunar filosofía, revelación y gnosis, para
conocer la realidad última y el significado del universo. Su reflexión sobre el ser se
caracterizó por la inversión que hizo de la metafísica de las esencias, expuesta por los
filósofos, en la que enseñaban que la esencia indica lo que una cosa es, sin que este “ser”
implicado aquí haga referencia a la existencia, porque ésta no es elemento constitutivo de
la esencia. Afirmó la realidad “existencial” de la propia esencia, que no es lo que es sino
en virtud de su acto de ser o modo de existir. De aquí que el acto de ser no es sino lo que

58
determina a una esencia, que, por ello mismo, deja de ser inmutable al ser susceptible de
un movimiento “substancial” (haraka ŷawhariyya), que le lleva a pasar por grados de
intensificación o de debilitamiento en una escala ilimitada. Es lo que justifica la radical in-
quietud del ser, la movilidad extrema que se propaga de un lado a otro en la escala de los
seres. Empleando el mismo lenguaje que habían usado los falâsifa, en especial Avicena,
a quien leyó y comentó ampliamente, Mulla Sadră supo ocultar tras ese lenguaje un
contenido gnóstico, muy diferente del sentido que los falāsifa había otorgado a esos
términos.
Aquí está la clave de la inversión aludida: su metafísica no es parte de una Filosofía
(Falsafa) racional, sino de una Teosofía (Hikma) que trasciende la realidad de la razón.
Es lo que se puede deducir del comienzo de su Kitāb al-Mašāir (Libro de las
penetraciones metafísicas): “¡Hermanos que camináis hacia Dios a la luz de la gnosis (
firfán)\ Prestad los oídos de vuestros corazones a mi tratado, para que penetre en lo más
profundo de vosotros mismos la luz de mi teosofía… Ella no consiste en discusiones
teológicas, ni en las tradiciones comunes, ni en la filosofía discursiva censurable, ni en las
imaginaciones propias de los sufíes, sino que es uno de los resultados de la meditación
sobre los signos de Dios (āyāt Allāh) y de la reflexión sobre el reino de sus cielos y de su
tierra, junto con una firme ruptura de aquello a lo que se dedica la naturaleza de los que
discuten y de las gentes comunes, y con el abandono de lo que aprecian los corazones de
las gentes comunes” (Mulla Sadrā, 1982: 2-3). Esta Teosofía representa una radical
ruptura con teólogos, filósofos y sufíes. Es ese acto revolucionario que domina toda la
estructura de su doctrina y en el que está implícito su aspecto más fundamental: la
precedencia del acto de existir sobre la quididad, que condiciona la noción misma de
“ser” (wuŷūd) como presencia (hudūr). Ésta se expresa en una gnoseologia como
unificación del sujeto y del objeto de la percepción, y en una metafísica del Espíritu
donde el ser es el origen y la fuente de todo: “La cuestión del ser (wuŷūd) es fundamento
de los principios teosófícos, base de las cuestiones teológicas y eje sobre el que gira el
molino de la ciencia de la unicidad, de la ciencia de la vida eterna, de la reunión de los
espíritus y de los cuerpos y de muchas cosas acerca de las cuales se nos ha dado ser el
único en inferirlas y el único en deducirlas. A quien ignora el conocimiento del ser, [le
sucederá que] su ignorancia se infiltrará en los orígenes de los problemas y en sus partes
primordiales. Por descuidar [ese conocimiento], se le escaparán los secretos y los arcanos
de la gnosis (ma' àrif), la ciencia de las cosas divinas y de sus profecías, el conocimiento
del alma, sus conjunciones y su vuelta al principio de sus principios y de sus fines”
(Mulla Şadrá, 1982: 4). Aquí está definida con claridad la distinción que él mismo percibe
respecto a la metafísica anterior. La suya no es una metafísica que se apoye y encuentre
su razón de ser en la realidad más inmediata que dé explicación del universo racional y de
sus principios, sino que es un pensamiento que procede “de las pruebas referentes al
desvelamiento de cuya autenticidad da testimonio el Libro de Dios, la tradición de su
Profeta y los hadices de los seguidores de la Casa de la Profecía, de la Amistad (waldya)
y de la sabiduría” (Mulla Şadrá, 1982: 5). La suya es una metafísica afirmada en los
lugares propios de la religión islámica. Su ser (wuŷūd) por ello mismo, se asienta

59
necesariamente en el mandato divino imperativo.

3.4. Mística y gnosis. Ibn ‘Arabī de Murcia’

Una tradición musulmana dice que en la recitación de la Fātiha, esto es, la azora
inicial del Corán, la primera parte de la aleya 4/5, “A Ti te adoramos”, se refiere al
cumplimiento de los preceptos legales contenidos en la Ley, mientras que la segunda
parte, “A Ti pedimos ayuda”, alude a nuestra vida interior. Quedaría con ello abierto el
camino para la vida mística dentro del Islam, no como elemento constitutivo, sino como
fenómeno similar a otros que también se desarrollaron, es decir, como uno más de los
múltiples aspectos que ofrecía la vida musulmana. Fue una actitud o vía de acceso a la
Verdad, la vía del kašf, del “desvelamiento”, de la mística, de la iluminación interior, de la
iniciación, por la que el alma humana es capaz de aproximarse directamente a Dios. Es el
camino de la realización espiritual, cuyo fin es la unión e identificación con Dios, dejando
al margen el ritual externo de la religión tradicional. Constituye la tendencia que se
conoce con el nombre de tasawwuf,] siendo llamados sufíes los que siguen este camino.
Es la vía o actitud mística en el Islam. El problema de sus orígenes es delicado y ha
dividido a los orientalistas y a los musulmanes mismos, pues para unos se trataba de una
imitación de la doctrina y métodos de vida del monacato cristiano, mientras que para
otros fue el resultado de los aspectos ascéticos y místicos contenidos en el propio Corán.
El término şūi proviene de la palabra şūf que significa “hábito de lana” y hace
referencia al uso de este hábito o sayal: şūfi era quien vestía ese hábito de lana. Este
nombre se aplicó a los místicos porque, al parecer, los primeros que adoptaron esta
actitud utilizaban esta vestimenta. El término tasawwuf no significa sino “llevar la vida de
los şūfies” de los que visten el hábito de lana. Por ello, sufismo y tasawwuf son
sinónimos y designan al movimiento definido como aquella conducta de vida que sigue
un método sistemático de unión íntima, experiencial, con Dios.
La mística se presenta como la búsqueda de una regla de vida, que necesariamente
se halla en la interioridad del individuo, en el nivel más profundo de la naturaleza
humana, para conseguir la aniquilación (fanā ’) del yo psicológico y su transformación en
un super-yo capaz de elevarse hasta la “unión con Dios”. Como lo expresó Yunayd (m.
910), uno de los más importantes místicos, versado en derecho y en teología, se trataba
de alcanzar “la aniquilación en Aquel en quien pensamos”. Se trataba de una búsqueda
de la realidad espiritual oculta tras la realidad empírica, una búsqueda que quería llegar a
la percepción absoluta de la Verdad. Para lograr esta percepción, los şūfies prescindieron
de la religión legalista y entendieron que sólo podían obtenerla por una experiencia
personal, que comportaba tres aspectos: el amor, el conocimiento y la unión.
Lo que permite al hombre obtener esa experiencia, esa relación personal e íntima
con Dios que finaliza en la unión, es el amor, entendido como forma de conocimiento. Es
la “ciencia de los corazones”, que por la mortificación del deseo permite al alma

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despojarse de todo apego sensible y transformarse en “espíritu”. Éste, ardiente de amor,
sólo se ocupa en concebir la unicidad divina, preparándose para “abandonarse ante el
Único”. Esta preparación requiere del esfuerzo que ha de realizar el místico para
purificarse, esfuerzo que se lleva a cabo por medio de la meditación y el dikr, la
constante repetición del nombre de Dios y de otras jaculatorias. Este amor, sin embargo,
es una forma de conocimiento que no puede ser enseñado ni aprendido, sino que
proviene de arriba, porque es una iluminación. Así, el conocimiento, para los místicos, es
entendido como una especie de luz que emana de Dios, pues Él mismo es Luz, según el
pasaje coránico: “Dios es la luz de los cielos y de la tierra. Su luz es como una hornacina
en la que hay una candileja… Luz sobre luz. Dios guía a quien quiere hacia su luz”
(Corán, 24, 35). Es, pues, una iluminación directa, una revelación. Este conocimiento se
convierte así en gnosis, en visión reveladora que da acceso a lo invisible, trasciende el
lugar de la percepción sensible y se sitúa en el ámbito de lo imaginal, en el mundo
simbólico, convirtiendo al místico en un gnóstico y haciendo de él un iniciado en el
camino de la salvación. Como es un conocimiento que procede de Dios, es el más noble
de los conocimientos que el hombre puede tener, como apuntó Yunayd: “Si supiera de un
conocimiento más noble que el nuestro bajo el firmamento, me habría apresurado hacia
él y hacia aquellos que lo conocen para aprender de ellos”. Así, Dios mismo es la fuente
de conocimiento en tanto que Luz, y no la razón, porque, según los místicos, Dios
extravía en la perplejidad a quien toma como guía a la razón.
A través del amor y del conocimiento, el místico puede alcanzar la unión con Dios,
tras recorrer un itinerario espiritual, un camino (tarīqa), a lo largo del cual el alma se va
preparando para su absorción en Dios. Ese itinerario, que tuvo dos vertientes, la vertical
de ascenso hacia lo divino, y la horizontal o geográfica de búsqueda de un maestro o guía
espiritual, fue expuesto en una simbologia centrada en el viaje, cuya máxima expresión
fue el viaje nocturno del Profeta, narrado en el Libro de la escala de Mahoma. Al
término del itinerario se obtiene la unión con lo divino, concebida en tres sentidos: como
unión sin identificación (ittisāl, wisāl); como identificación entre el alma y Dios
(ittihād); o como cohabitación (hulūl), como presencia del Espíritu divino en el alma
purificada del místico. La visión, las experiencias gustosas y sabrosas y la presencia que
obtiene quien alcanza el sumo grado son inefables, incapaces de ser expresadas, como
enunció el filósofo Ibn Tufayl: “Resulta claro de lo dicho que lo que pides se refiere a
uno de estos dos objetivos. O bien preguntas por lo que ven quienes, en la fase de la
santidad (walāya), han tenido la visión, las experiencias personales gustosas y la
presencia. Esto es algo cuya afirmación según la auténtica realidad de su asunto no se
puede [exponer] en ningún libro. Cuando alguien ha intentado hacerlo y se ha encargado
[de exponerlo] oral o por escrito, ha alterado su realidad y se ha convertido en parte de la
otra clase, la especulativa: porque cuando aquello se reviste con las letras y los sonidos y
se acerca al universo de lo visible no permanece en la misma situación en la que estaba,
pues las expresiones sobre ello difieren con muchas diferencias; unos cometen error
respecto a la recta vía y opinan que otros son los que han cometido error, pero no ha
sido así. Se trata de una cosa infinita en una presencia de amplias alas, una cosa que está

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circunscrita sin estar rodeada” (Ibn Tufayl, 1936: 10-11). Cualquier intento de explicarlas
por el lenguaje altera su verdadera naturaleza y realidad.
Éstos son, a grandes líneas, los rasgos característicos del tasawwuf No hubo
uniformidad total, pues cada uno de los místicos aportó algo nuevo, resultado de su
experiencia personal. Pero fue esta actitud global la que dio nueva vida a una religión
demasiado legalista, que estaba más preocupada por prácticas de tipo ritual y litúrgico
que por el sentimiento religioso interno, más por lo público y político que por lo
individual e íntimo. Ésta parece haber sido la razón por la que se convirtió en un
movimiento de gran aceptación popular, al buscar más la experiencia viva de Dios que no
el conocimiento puramente especulativo y doctrinario de la religión.
Las contradicciones y oposiciones que se produjeron entre determinadas formas de
mística y el Islam tradicional y legalista dieron lugar a inquietudes y desazones que
generaron una necesidad de elaborar nuevas definiciones de la unión, que fue la obra a la
que se entregaron diversos místicos, que incluyeron, en muchas ocasiones, elementos
tomados de la filosofía y que culminaron en la obra de Ibn 'Arabiī de Murcia, quien
planteó con gran fuerza el problema de las relaciones entre filosofía y mística, entre
gnosis y conocimiento discursivo, entre imaginación y razón, que requieren de un estudio
profundo para ser completamente percibidas y medianamente entendidas.
Nacido en Murcia en 1165, Ibn 'Arabī es conocido por los apelativos de al-Šayh al-
Akbar (El más grande de los maestros), Sultán al- 'ārifin (Sultán de los gnósticos) y
Muhyl l-Dīn (El vivificador de la religión). Vivió en Sevilla, donde recibió su primera
formación y donde conoció a dos grandes mujeres místicas, que ejercieron gran
influencia sobre la orientación de su vida. En Córdoba conoció a Averroes, encuentro
que supuso la reunión de dos grandes personalidades que encamaban caminos distintos
de acceso a la Verdad, el de la gnosis y el de la razón. Viajó por el norte de África y por
Oriente: El Cairo, La Meca, Konya, Bagdad, Alepo y Damasco, donde murió en 1240.
Compuso unas trescientas cincuenta obras, que incluyen desde breves tratados hasta su
gran obra Futūhāt al-Makkiyya (Las iluminaciones de la Meca), que consta de 560
capítulos en los que trata de las diversas ciencias sagradas y de sus propias experiencias
espirituales, constituyendo un compendio de las ciencias esotéricas en el Islam, escritas
por inspiración divina, según confiesa él mismo.
Considerado a veces como un “filósofo” más, adoptó una clara postura ante la
filosofía de origen griego (falsafa): “La ciencia del filósofo no es totalmente vana…
Rechazo la reflexión porque engendra en aquel que la utiliza la confusión (talbūs) y la
ausencia de veracidad ( 'adam al-sidq). Por otra parte, no es algo que se pueda conocer
por el desvelamiento (kašf) o la experiencia espiritual (wuŷūd)). Además, entregarse a la
reflexión [especulativa] es un velo (hiŷāb). Algunos discuten esto, pero nadie entre los
hombres de la Vía lo niega; solamente las gentes de la reflexión especulativa y del
razonamiento por inducción (ahí al-na ar wa-l-istidlāl) pretenden lo contrario. Y si
algunos de ellos [= de los filósofos] experimentan los estados espirituales, como Platón el
Sabio, esto es extremadamente raro; éstos son semejantes a los hombres del
desvelamiento y la contemplación”. El único verdadero filósofo, aquel que merece el

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nombre de “sabio” (hakīm, sinónimo para él de 'ārif, gnóstico), es el que busca
perfeccionar su conocimiento por la contemplación y la experiencia espiritual. Los
demás, los que sólo se apoyan en su intelecto ( 'aql), no perciben jamás más que una
ínfima parte de la verdad.
Expuso la doctrina del Ser y sus manifestaciones de una manera gnóstica y
metafísica más que filosófica en el sentido usual del término. Habló de la Esencia Divina,
los Nombres y Cualidades, la teofania y otras cosas, pero no usó el lenguaje de los
filósofos islámicos al ocuparse del ser (wuŷūd) Su metafísica trasciende la ontologia, pues
comienza con el principio, que está por encima del Ser, del que el Ser es la primera
determinación. Su doctrina de la necesidad incluyó una exposición del significado del
wuŷūd) como Ser y existencia, aun cuando consideró el problema desde un ángulo muy
distinto del de los filósofos. Fue el primero en formular la doctrina de la “unidad
trascendente del ser” (wahdat al-wuŷūd) que luego sería usada por pensadores
posteriores, especialmente por los de la ya citada escuela de Isfahan. Esta doctrina
significa que, siendo Dios absolutamente trascendente respecto del Universo, éste no está
totalmente separado de El, porque la realidad no puede ser radicalmente distinta y
diferente de la Realidad Absoluta, porque, de serlo, se caería en la asociación (širk) de
otros seres con Dios, lo que implicaría la afirmación del politeísmo y la negación del
tawhīd o unicidad divina. La Esencia de Dios constituye una unidad que abarca términos
complementarios y aun opuestos, ya que es el centro en el que se unen todas las
oposiciones y trasciende todas las contradicciones del mundo de la multiplicidad. Hay en
El una “coincidencia de los opuestos”, que no se pueden reducir a categorías de la razón
humana: es, a la vez, exterior ( āhir) e interior (bātin), primero (awwal) y último (ājir),
Verdad (haqq) y creatura (jalq), amante ( 'ašiq) y amado (ma 'šūq), inteligente ( 'āqil) e
inteligible (ma 'qül).
El hombre perfecto (al-insān al-kāmil), razón misma de la existencia del mundo, es
la imagen completa de la realidad divina y contiene en sí todas las posibilidades del
Universo, por lo que es un microcosmos, que conociéndose a sí mismo llega a conocer a
Dios. Es un ser que no tiene necesidad de ningún ornamento o característica especial
para ser honrado y respetado, porque es el vicario de Dios sobre la tierra. No es
necesaria ninguna otra identidad para que los hombres se consideren hermanos. Se ama a
toda creatura porque se ama a Dios. Si Él es creador, todo lo que ha creado es digno de
amor. El alma humana es parte del Alma universal, representada como materia y con su
sede en el cuerpo humano. Comprender la unidad de alma y cuerpo sólo es posible a
través de la vía mística, que es el camino creado por Dios para acercarse a Él. Por eso, el
fin del místico es la unión con lo divino, que es el resultado del amor generado en el
hombre por la belleza divina. A diferencia de otros místicos, para Ibn 'Arabī esta unión
no implica aniquilación ni cese de la existencia, sino un comprender la existencia humana
como un rayo del Ser divino que no poseen las demás cosas: “La mayoría de los que
conocen a Dios mantuvieron que el cese de la existencia y el cese de ese cese eran una
condición para alcanzar el conocimiento de Dios, lo cual es un error y un claro descuido.
Porque el conocimiento de Dios no presupone el cese de la existencia ni el cese de ese

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cese, pues las cosas no tienen existencia, y aquello que no existe no puede dejar de
existir. Porque el cese implica el postulado de la existencia, y eso es politeísmo. De modo
que si sabes que careces de existencia y de cese, entonces conoces a Dios; y si no, no”.
El estado de unión es el fin supremo del gnóstico o sufi, fruto de la práctica de métodos
espirituales que culminan en la oración del corazón.
La influencia de Ibn 'Arabī fue muy grande en el Islam posterior. Gracias a él, se
llevó a cabo la reconciliación entre sufíes y šī'íes imamíes, antes contrarios a la práctica
sufi porque veían en ésta la usurpación de un privilegio de unión con Dios y de
penetración de los secretos divinos, reservados al Imām Los artífices de esa
reconciliación fueron los ya mentados miembros de la escuela de Isfahan, Mlr Dāmād y
Mulla Sadrā. Desde entonces, el gran poema místico de Ŷalāl al-Dln Rūmī, el Maptavī,
es glorificado y venerado por los imamíes de Irán.

3.5. La Zandaqa . Abū Bakr Zakariyyá’ al-Rāzī

Durante la segunda mitad del siglo VIII apareció en el mundo musulmán un


movimiento, iranio de origen, denominado por los heresiógrafos Zandaqa, término que
proviene de la palabra zindiq, en plural zanādiqa, aplicada en el mundo persa a
zoroastrianos, maniqueos y mazdeístas, es decir, a todos aquellos que hacían profesión
de dualismo de principios. Después, al pasar estos términos a la lengua árabe, su
significado se hace difícil de traducir, por la diversidad de grupos e individuos a los que
se aplicó. En general, fueron vocablos que se usaron para designar toda actitud intelectual
que amenazara la integridad de la doctrina islámica. Este movimiento, caracterizado por
su enérgica crítica de toda religión, revelación, profecía y representación coránica de la
divinidad, estuvo encamado en algunos autores de los que han llegado escasas alusiones
o fragmentos de textos.
El aspecto más importante que vinculó a todos ellos fue su actitud racionalista
radical, al afirmar, por una parte, el valor supremo y total de la razón, como única
facultad capaz de alcanzar la verdad, y al negar, por otra, toda concepción religiosa,
revelada o mística por ser fruto del irracionalismo. Atacó ia raíz misma del Islam, sus
estructuras, el carácter profètico de la religión y la unidad de Dios. La respuesta por parte
del Islam a esta radical actitud vino dada por el Kaldm y por la propia Falsafa. La
Teología y la Zandaqa concedieron gran atención a la razón: ambas la pusieron en
relación con la religión. Sin embargo, mientras que unos, los zanādiqa, llegaron a la
conclusión de que la única vía válida para llegar al conocimiento de la verdad es la razón,
rechazando completamente la vía de la revelación, los teólogos sólo se sirvieron de ella
para elaborar la única senda transitable en su opinión, la de la religión, la de la revelación.
La Zandaqa fue un movimiento racionalista radical, que negó por completo la validez de
la religión; la Mu 'tazila fue una dialéctica racional que trabajaba sobre conceptos ya
establecidos por la revelación y que no tenía como objetivo crear un sistema de

64
pensamiento al margen de la religión. En este contexto hay que ver el nacimiento de la
Falsafa y su respuesta a los zanádiqa: reconociendo la necesidad de la religión, los
falāsifa utilizaron la razón griega para componer un sistema completo de pensamiento,
que daba cuenta de toda la realidad, y que seguía un camino paralelo, pero
independiente, de la religión, alcanzando el mismo fin que ella.
La propia naturaleza de este movimiento hace que su presencia en el mundo
islámico sea poco conocida, salvo por las refutaciones que teólogos, juristas e incluso
filósofos hicieron de él. Se habla del literato y traductor, Ibn al-Muqaffa' (m. entre 756-
759), formado en la tradición cultural persa, que llegó a ser secretario del califa abasí al-
Mansūr, como uno de los primeros representantes de este movimiento. Sí se sabe que se
convirtió al Islam desde el maniqueísmo, razón por la cual pudo ser tachado de zindiq,
especialmente porque parece haberse interesado en introducir en la corte abasí los
pensamientos del antiguo Irán y de la India, además de ser introductor de la tradición
racionalista vinculada al pensamiento griego, lo que explicaría que participara en la
versión al árabe de textos lógicos de Aristóteles. Se han conservado, de una obra
antimusulmana que se le atribuyó, unos veinte fragmentos, en los que se hace apología
del maniqueísmo, así como críticas y burlas al Dios del Corán, al Profeta y a las ideas
contenidas en el Libro sagrado, basándose en una actitud racionalista. La fecha de su
muerte es un punto de referencia para determinar el florecimiento de la Zandaqa en el
mundo islámico, puesto que se sabe que años más tarde, entre el 782 y el 787 el califa al-
Mahdī actuó, bajo la acusación de zandaqa, contra diversos personajes, muy
heterogéneos entre sí, que eran šiīes, literatos y poetas, según una lista que proporciona
el biógrafo Ibn al-Nadlm.
Un segundo personaje, no dualista, que también fue acusado de zandaqa, cuyos
fragmentos conservados son notables para percibir algunos de los rasgos que pueden
caracterizar a este movimiento, fue otro persa, Ibn al-Rawandl (m. ca. 910), cuyo padre,
judío, se habría convertido al Islam. Primero mu'tazilí, después šī'í llegó a romper todo
vínculo con la comunidad musulmana. Un compañero mu'tazilí suyo, Abū l-Husayn al-
Jayyāt, escribió una obra para refutarlo y en ella ha conservado fragmentos de su Kitāb
fadīhat almu tazila (“Libro del desenmascaramiento de la mu'tazila”) que, junto con los
fragmentos descubiertos de su Kitdb al-zumurrud (“Libro de las esmeraldas”), ponen de
relieve que su pensamiento habría tenido como ideas principales la afirmación de la razón
como valor supremo, el rechazo de la sabiduría del Creador, la inutilidad de la profecía y
de los milagros coránicos, así como la negación de los conocimientos atribuidos a la
revelación. Sin embargo, recientes descubrimientos de nuevas fuentes permiten revisar
estas ideas hasta ahora conocidas y reivindicarlo como mu'tazilí independiente, opuesto a
la doctrina de la escuela de Bagdad, que, a su vuelta a Irán, escribió numerosas obras
muy reconocidas por teólogos posteriores, que revelan que lo que se le atribuyo en el
Libro de las esmeraldas era en realidad la doctrina que él mismo refutaba allí y que
también fue tenido en alta estima por el filósofo al-Fārābl.
La personalidad más notable asociada a este movimiento en los tratados de
heresiografía es la de Abū Bakr Muhammad b. Zakariyá’ al-Rāzī (m. ca. 925), un gran

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médico y tratadista de la medicina, el Rhazes de los latinos medievales, algunas de cuyas
obras filosóficas son conocidas sólo desde hace pocos años. Admiró a los grandes
filósofos griegos que, como maestros, no pueden ser superados, pero cuyas conclusiones
pueden ser modificadas e, incluso, mejoradas. Entre estas obras suyas cabe mencionar
unos fragmentos del Kitāb al- 'ilm al-ilāhī (“Metafísica”), en donde expone la doctrina
de los cinco principios: Dios, el alma, la materia, el espacio y el tiempo; al-Tibb al-rūhām
(“La medicina espiritual”), donde propone una propedéutica para la filosofía; y al-Sira
al-falsafiyya (“La conducta filosófica”), en la que formula un modelo de vida moderado,
ni demasiado ascético ni entregado a los placeres, como ideal de la vida filosófica.
Afirmó que religión y filosofía son términos encontrados, por lo que la razón
humana es la única facultad por la que el hombre puede obtener la verdad; tiene valor
absoluto y el hombre debe ponerla en práctica continuamente, pese a que ello requiere un
gran esfuerzo. El valor de la razón está expresado claramente en el siguiente texto: “El
Creador, cuyo nombre sea loado, nos ha concedido la razón; nos la ha otorgado para
obtener y alcanzar las cosas útiles, presentes y futuras, que nos sea posible lograr. Es el
don más grande de Dios para nosotros y lo más beneficioso y provechoso que tenemos.
Por la razón somos superiores a los animales irracionales, hasta el punto de que podemos
poseerlos, dominarlos, gobernarlos y disponer de ellos con fines de utilidad, encontrando
provecho para nosotros en ellos. Por la razón comprendemos todo lo que nos honra y
nos es conveniente; por ella nos es grata nuestra vida y alcanzamos nuestros deseos y
anhelos. Por la razón logramos el arte de navegar…, la medicina… y las otras artes que
nos son útiles; por ella percibimos las cosas oscuras y alejadas de nosotros, que nos están
ocultas; por ella conocemos la figura de la Tierra y de las esferas, el tamaño del Sol, de la
Luna y demás astros, sus distancias y sus movimientos; por ella llegamos a conocer al
Creador, que es lo más excelso que podemos aprehender y lo más beneficioso que
podemos lograr. En resumen, es aquello por lo cual nuestro estado no es el mismo que el
de las bestias, los niños y los locos… Si tal es su capacidad, su lugar, su importancia y su
grandeza, entonces, en verdad, no debemos rebajarla ni hacerla descender de su rango y
de su grado; no debemos demandarla enjuicio, pues ella es la juzgadora; ni cercarla, por
ser la que toma las riendas; ni subordinarla, por ser ella la que subordina; antes al
contrario, debemos volvemos en todo hacia ella, ponderar todo por medio de ella y
confiar en ella para todo” (Rāzī, 1977: 17-18).
Su radical racionalismo le llevó a una enérgica crítica contra el Islam, contra la
profecía y contra toda concepción religiosa revelada. Según él, todo hombre ha nacido
con la misma disposición para el conocimiento por medio de la razón; pero unos se
distinguen de otros por el grado de actividad de esa facultad: mientras que unos la
cultivan, otros la olvidan o la orientan hacia distintos caminos. Los filósofos son aquellos
cuya disposición para el conocimiento es mayor, y su misión consiste en liberar al alma
de sus sueños y en dar a conocer el mundo. Por ello, la filosofía está abierta a todo ser
humano, pues es el único camino de salvación que tiene el hombre. No hay lugar
entonces para el profetismo, que es el sustento de toda concepción revelada, ni para la
intuición mística, fruto de la irracionalidad. La falsedad de los profetas se pone de

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manifiesto por las contradicciones existentes entre ellos y porque cada uno se considera
como el único depositario de la verdad. De ahí que la única fe que puede tener el hombre
es creer en sí mismo y en las fuerzas de la razón, que es la que nos puede proporcionar
la ciencia, a través de la cual el hombre puede mejorar verdaderamente y sólo a través de
ella.
Nadie mantuvo en el Islam actitud tan extremista. La razón de ello puede suponerse.
Se ha afirmado que si el Islam hubiera dejado circular libremente a este movimiento,
habría significado un cambio muy radical en sus principios. Quizá conscientes de esta
consecuencia, los filósofos mantuvieron una postura más conciliadora, en tanto que
vieron la religión como necesaria. Ello no quiere decir que no concedieran a la razón toda
su importancia: sus sistemas de explicación del universo lo prueban. Pero intentaron
mantenerse siempre dentro del Islam.

3.6. Ciencia y alquimia

El pensamiento en el Islam también adoptó una expresión estrictamente científica.


Desde que comenzó el movimiento de traducción, fueron muchos quienes se
consagraron a la tarea de continuar lo recibido en herencia. Figura central en la
transmisión del saber en el Islam fue el hakīm, personaje a la vez médico, escritor, poeta,
astrónomo, matemático y filósofo, en suma, aquel que abarcaba el conocimiento de casi
todas las ciencias englobadas bajo la denominación de “ciencias de los antiguos” ( 'ulūm
al-awā 7/), las recibidas de las culturas con las que el mundo árabe entró en contacto.
Estas ciencias fueron incluidas por los distintos autores musulmanes en epígrafes
variados, pero, en líneas generales, fueron cuatro los grupos en que las clasificaron: la
lógica; las ciencias de la naturaleza, con la física, medicina, agricultura, magia, talismanes
y alquimia; las ciencias de los seres que están más allá de la naturaleza, con la metafísica;
y, en fin, las ciencias de las medidas o matemáticas, con las ciencias numéricas
(aritmética, cálculo, álgebra, transacciones comerciales y partición de herencias), las
geométricas (geometría esférica y cónica, agrimensura y óptica), las astronomía (tablas
astronómicas y astrologia judiciaria) y la música, según la clasificación sistematizada por
Ibn Jaldūn.
Las ciencias fueron tenidas como parte de la filosofía, porque continúan una misma
tradición y porque se presentan como estudio racional del universo. Los científicos
fueron conscientes de continuar la tarea emprendida por los grandes maestros griegos,
pero añadieron algo muy importante, que permitió que la ciencia continuara avanzando:
la observación y la experimentación. La ciencia árabe se convirtió, con ello, en una
sabiduría práctica concreta, basada en las necesidades de la vida diaria, por lo que dejó a
un lado su carácter libresco y teórico. Todos los ámbitos del saber científico fueron
cultivados y fue tal la influencia que ejercieron posteriormente, que las lenguas
occidentales han incorporado en su léxico términos científicos árabes. Se señalarán aquí

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solamente algunas de las realizaciones más importantes de los árabes en algunos campos
científicos, suficiente para obtener una visión de conjunto que permita valorar los éxitos
alcanzados y su repercusión en el progreso de la ciencia.
Las matemáticas, que incluían la aritmética, geometría, astronomía y música,
tuvieron un estatuto muy especial, puesto que, además de ser consideradas como
ciencias en sí mismas, fueron entendidas como preparación para la filosofía: “Si alguien
carece del conocimiento de la cantidad y de la cualidad (matemáticas), no tendrá
conocimiento de las substancias primeras ni segundas (física y metafísica), ni alcanzará
ninguna de las ciencias humanas que se obtienen por medio del estudio y del esfuerzo”
(Kindī, 1986: 29). Siguiendo a Platón, se pensó que constituían el paso entre mundo
sensible y mundo inteligible. Pero también se vio en ellas el modo de resolver muchos
problemas planteados por la vida cotidiana. La historia de la Aritmética árabe comenzó
con el célebre matemático persa al-Jwārizmī (fl. ca. 830), que introdujo en el mundo
islámico el sistema de numeración hindú, hoy usual en todo el mundo, que permite
expresar cualquier número por grande que sea. Fue autor de una obra titulada Resumen
de las reglas de la reducción y de la ecuación, que, traducida al latín con el título de
Liber Algorismi, divulgó, por deformación del nombre de su autor, los términos
“algoritmo”, que designa un determinado sistema de cálculo, y “guarismo”, aplicado a las
cifras o signos que expresan una cantidad. La misma palabra “cifra” procede del término
árabe sifr, utilizada por él para señalar la falta de número, esto es, el cero. También
escribió un importante Tratado de álgebra, término que procede de la palabra árabe al-
ŷabr.
Importante matemático fue el persa, nacido cerca de Nišāpūr, 'Urnar Jayyām (m.
1123), además de famoso poeta, autor de las célebres Ruba 'iyyāt, filósofo y astrónomo.
De él se conservan una docena de escritos sobre filosofía y ciencias; realizó trabajos
sobre los axiomas de Euclides y sobre álgebra y compuso un notable tratado titulado
Álgebra, obra maestra de las matemáticas, en la que supo clasificar y resolver las
ecuaciones de tercer grado.
Como aplicación de los principios de la geometría a la luz se realizaron estudios de
óptica, que hicieron posible la construcción de espejos y lentes. El más ilustre de los
ópticos musulmanes fue Ibn al-Haytam (m. 1039), el Alhacén latino, físico, astrónomo y
matemático famoso. Contribuyó notablemente al estudio del movimiento, descubriendo
el principio de inercia y el de la mecánica celeste. Fundándose en Euclides y Ptolomeo,
en los Meteorológicos de Aristóteles y en las Cónicas de Apolonio, transformó la óptica
anterior, haciendo de ella una disciplina ordenada y definida. En su Optica, que tuvo una
sensible influencia en Roger Bacon, Witelo y Kepler, estudió los espejos esféricos y
parabólicos, la refracción de la luz, los fenómenos atmosféricos y realizó una descripción
exacta del ojo, así como señaló los problemas del ojo y de la visión.
Gran alcance tuvo igualmente el estudio de la astronomía, ciencia que continuó la
tradición de Ptolomeo, pero recibió muchas aportaciones iraní e india. Desde el principio
hubo en Bagdad notables astrónomos, como Abū Ma'šar (m. 886), el Albumasar latino,
los hermanos Banū Mūsā (s. IX) y al-Battánl (m. 929), el Albategnius de los latinos,

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cuyas observaciones celestes hicieron época pues se cuentan entre las más pertinentes de
la historia de la ciencia, tal como las expuso en De la ciencia de las estrellas. En el siglo
XI destacó al-Bīrūnī (m. 1051), considerado por muchos como el sabio por excelencia,
quien determinó las longitudes y las latitudes terrestres y las medidas geodésicas,
interesándose con gran novedad por el movimiento de la Tierra en torno al Sol: escribió
una obra, hoy perdida, sobre el sistema heliocéntrico, donde señalaba que se trataba de
un problema de física y no de astronomía; al final de su vida optó por el sistema
geocéntrico, porque la teoría física que sustentaba el heliocentrismo le parecía imposible.
En al-Andalus hubo también importantes astrónomos. En el siglo X hay que mencionar a
Abū 1-Qasim Maslama de Madrid, que comentó el Planisferio de Ptolomeo. Notable
figura fue al-Zarqālī (m. 1100), Azarquiel, que inventó un nuevo instrumento para
sustituir al astrolabio, la azafea, que simplificaba el complicado manejo de aquél.
Compuso, además de un tratado teórico sobre el uso de la azafea, lascélebres Tablas
astronómicas, ampliamente utilizadas por astrónomos posteriores, especialmente en las
tablas alfonsíes. Y, en fin, al-Bitrūyŷī (m. ca. 1204), Alpetragius, quien desarrolló,
siguiendo las teorías físicas aristotélicas de Avempace y de su maestro Ibn Tufayl, un
sistema de esferas homocéntricas, frente al sistema ptolemaico. En su obra Kitāb al-ha
ya (“Libro de cosmología”) menciona por vez primera en al-Andalus la teoría del
impetus, desarrollada poco antes en Oriente por Abū 1-Barakát al-Bagdādī (m. ca. 1165),
y luego ampliamente difundida por el Occidente cristiano del siglo XIV.
Para finalizar esta rápida y fugaz visión de las ciencias en el Islam hay que
mencionar la medicina, una de las ciencias clave en el mundo árabe. Fue el resultado,
una vez más, de la confluencia de la tradición griega, representada especialmente por
Hipócrates y Galeno, con las experiencias y teorías de persas e indios. El gran médico del
Islam fue Abū Bakr al-Rāzī, el Rhazes o Rasis de quien se ha hablado antes. Dotado de
un notable sentido de la observación, fue hábil en el pronóstico y en el análisis de los
síntomas de una enfermedad. Con él la medicina pasó de la heredada del mundo griego a
la medicina autóctona y original, con un sistema de contenidos y razonamientos propios.
Compuso grandes obras -los biógrafos mencionan ciento trece obras principales y
veintiocho menores- en las que muestra un gran conocimiento de la anatomía del cuerpo
humano y en las que resumió las diferentes ramas de la medicina, constituyendo la
primera enciclopedia médica referente a la patología, la farmacología y la dietética,
reflejando la naturaleza sintética de la nueva orientación de la medicina. Estas obras
fueron pilares de la educación y formación médica durante cinco siglos en Oriente y en
Occidente. Es interesante observar cómo comprendió la interrelación entre alma y
cuerpo, por lo que se ha afirmado que fue maestro de la medicina psicosomàtica: el buen
estado del alma es necesario para mantener la salud del cuerpo, puesto que las
enfermedades morales y psíquicas minan a la vez el espíritu y el cuerpo y perturban el
estado de salud general que el médico trata de preservar. Fue el primero en hacer un
cuidadoso estudio orgánico de las enfermedades infecciosas.
Con Avicena la medicina árabe alcanzó su cima y perfección. Su genio filosófico le
permitió unificar el conjunto de las teorías anteriores en un amplio sistema, cuyo núcleo

69
trató de racionalizar. Aunque escribió diversas obras, la que le inmortalizó en el ámbito
de la medicina fue el Canon, intento de ordenar sistemáticamente todas las doctrinas
médicas desde Hipócrates a Galeno y a los últimos médicos alejandrinos: “Uno de mis
más sinceros amigos, habiéndome pedido que le ayudara y que fuera generoso, me ha
impulsado a componer sobre la medicina un libro que contenga sus reglas generales y
particulares de manera completa y con un comentario conciso, cabal, claro y breve. He
realizado esto, pues lo he considerado oportuno. Le he escuchado en eso y he decidido
tratar en primer lugar los asuntos generales de ambas partes de la medicina, es decir, la
parte teórica y la parte práctica; después, trataré de las disposiciones generales y
particulares de las virtudes de los medicamentos simples; después, de las enfermedades
que afectan a cada uno de los órganos y comenzaré primero por la anatomía y utilidad de
estos órganos… Quien quiera conocer bien el arte médico y obtener benefició de él, ha
de conocer y memorizar este libro, pues contiene lo imprescindible para todo médico”
(Avicena, 1970?: 1-2). Está dividido en cinco libros en los que estudia los principios
generales de la ciencia médica, los medicamentos simples, las enfermedades orgánicas,
aquellas que no son propias de ningún órgano en particular y los medicamentos
compuestos, respectivamente.
También en la España musulmana hubo un gran interés por la medicina. Ya en el
siglo X se había introducido la Materia médica de Dioscórides, que volvió a ser
traducida en Córdoba, según nos cuenta Ibn Yulyul (m. ca. 995-1000), autor de una obra
sobre médicos y filósofos. Abū 1-Qāsim al-Zahrāwī (m. ca. 1013), Abulcasis, fue autor
de un tratado de cirugía que tuvo la misma autoridad en los mundos árabe y latino que la
obra de Avicena antes citada. Igualmente, la medicina musulmana debe mucho a la ilustre
familia de los Banū Zuhr, los Avenzoar, quienes escribieron notables obras. Y, en fin,
Averroes escribió su Kitāb al-kulliyyāt fi l-tibb (“Libro de las generalidades de la
medicina”), enciclopedia de gran fortuna en el mundo occidental latino, donde fue
conocida por el título de Colliget, obra en la que el cordobés asentó su análisis sobre
bases nuevas, criticando las teorías anatómicas de Galeno y poniendo de relieve sus
errores, especialmente los relativos a los miembros.
Por lo que se refiere a la Alquimia, el mundo árabe elaboró un vasto elenco de
obras, que elevaron la alquimia al rango de un saber ampliamente difundido y conocido,
convirtiéndose en una arraigada tradición que influyó luego en el mundo europeo de la
Edad Media y del Renacimiento. Ese saber fue entendido como un conocimiento que se
obtenía a través de un largo adiestramiento, precisamente porque incluía un conjunto de
doctrinas metafísicas, cosmológicas y científicas, así como algunas ideas éticas, al señalar
algunos textos que la tarea primordial del adepto ha de ser liberarse de todo aquello que
le impida reconocerse como hombre verdadero, que aspira a la inmortalidad. Trabajando
con concepciones e hipótesis que en su época no eran consideradas como disparatadas,
llegaron a muchas experiencias interesantes y a descubrimientos notables: moviéndose
hacia un mundo que era imaginario, se llegaron a encontrar muchas cosas situadas en ese
camino.
Las premisas primeras de este saber descansaban en que todos los metales son, en

70
realidad, el mismo, por lo que es posible la transmutación de uno en otro; en que el oro
es el más puro de todos ellos; y en que hay una substancia capaz de transformarse
continuamente en metales puros. Estas premisas, a su vez, tenían como fundamento la
idea de que los metales eran seres vivos, susceptibles de desarrollarse y evolucionar en
estados más o menos perfectos, siendo el “elixir” el espíritu que permite esa
transformación. La utilización de las doctrinas filosóficas dominantes en la época, en
especial la del emanacionismo en el que el intelecto humano ocupa su lugar en una
jerarquía de inteligencias superiores y en el que éstas realizan tales operaciones que de
ellas procede la aparición de las formas y de la naturaleza, permitía dar sentido a esa
transformación, especialmente, porque todo procede del Uno y todo vuelve al Uno.
Afirmar la actividad de las causas segundas que del emanacionismo se deducía
implicaba encerrar al universo en unas leyes deterministas y rechazar la providencia
divina y la libertad humana. Se eliminaba este determinismo apelando a la providencia
divina, que había previsto las influencias astrales sobre el hombre. La astrologia, como
ciencia que aprehende las relaciones entre cielo y tierra, no sólo es contemplación de la
armonía del universo, sino también saber práctico que permite al hombre intervenir en
los fenómenos. Y la alquimia, igualmente, facilita el conocimiento de los secretos y
propiedades ocultas de la naturaleza y hace posible su manipulación y transformación. Y,
aunque se pensara en la influencia que sobre el hombre ejercían las fuerzas mágicas de la
naturaleza, más allá de las pretensiones de magos y alquimistas, había en ellos un deseo
de conocer la naturaleza, dominándola, que contribuyó a la consideración del hombre
como imagen de Dios, pues, como éste, también conoce y puede. Las obras alquímicas
en el mundo árabe se teñían con una apariencia de saber filosófico, en el que estaba
implícita una concepción del hombre y de sus relaciones con las cosas.
Autores de obras alquímicas se sirvieron de fragmentos de filósofos para asentar
teóricamente su saber. Un caso conocido es el uso que se hizo en el Picatrix, traducción
latina del tratado árabe Gayat al-hakīm (“El fin del sabio”), compuesto en la España
musulmana entre el siglo X y el siguiente. Esta obra comienza con un largo texto tomado
literalmente de los Fusūl muntaza 'a de al-Fārābl acerca de la sabiduría, cuya búsqueda
es un deber para el hombre, porque ilumina al intelecto y al alma con la luz bella y
eterna. Más adelante son textos referentes al hombre los que el autor de la Gāyat al-
hakīm copia de al-Fārābī, especialmente aquellos que hablan de la perfección del hombre
y de su felicidad.
La alquimia, en su sentido más profundo que apunta a la transmutación del hombre
por reflejar en sí la estructura del universo, se propone desvelar el funcionamiento oculto
de éste, conocer sus leyes y poner de relieve el dinamismo de la vida del hombre, pero
ofreciendo una representación gnóstica del mundo, en la que las categorías lógicas no
tienen lugar. Lejos de ser un mero procedimiento de metalurgia, pretendía más una
verdadera transformación del hombre. Tres categorías se han distinguido en la alquimia
árabe: la espiritual y simbólica, que se propone la transformación del alma; la puramente
material o física, que busca la mutación de los metales; y, en fin, aquella que tiende a la
transformación del alma a partir de las operaciones puramente externas. Alternativas

71
excluyentes o complementarias que, en cualquier caso, apelan a un mejor conocimiento
de la obra alquímica para tratar de precisar el sentido que el Arte tuvo en el contexto
histórico, filosófico y científico en que nació y se desarrolló.

72
4
Al-Kindi, el filósofo de los árabes

D e la traducción de textos científicos y filosóficos griegos a la composición de


obras originales, que fueran ya expresión de un pensamiento elaborado por
autores musulmanes siguiendo la trayectoria de la filosofía griega, quedaba un paso. Éste
lo dio el autor que suele ser considerado como iniciador de la filosofía en el Islam: Abū
Yūsuf Ya'qūb b. Ishāq. al-Kindī, cuya ingente obra escrita -la cifra que dan los biógrafos
oscila entre los doscientos y los trescientos títulos, no conservados en su totalidad-
significó el comienzo de un nuevo camino. Entiéndase aquí por “filosofía” el movimiento
ya aludido, conocido por el nombre de Falsafa, que no significa otra cosa que la
continuación de la filosofía griega en el ámbito musulmán o, como suele decirse también,
la genuina filosofía de inspiración griega en el mundo de habla árabe. Como acreditado
representante del medio cultural en que floreció, supo encauzar el pensamiento
musulmán hacia una nueva vía no entrevista con claridad todavía en el mundo islámico:
la de la razón. Su planteamiento de las relaciones entre religión y filosofía, su
profundización en la cuestión del Uno y de la creación y su actitud hacia la razón corno
facultad que hace posible un auténtico conocimiento humano lo señalan como el
verdadero primer exponente de la filosofía en el Islam.
Fue en verdad el primero que se enfrentó con la necesidad de situar la corriente de
pensamiento procedente de Grecia con otras opciones y alternativas de su entorno
cultural, en especial con la propia sabiduría derivada del Corán. El puente que estableció
entre la actitud intelectual de sus contemporáneos y la rigurosa disciplina de la filosofía
fue lo que realmente le valió el nombre de “filósofo”, mucho más que las soluciones
propiamente filosóficas que pudo aportar. Se encontró frente a dos formas de
pensamiento, distintas entre sí, y trató de unirlas, abriendo una nueva vía para que la
filosofía se desarrollara en el Islam y alcanzara las cotas de originalidad que logró y que
le valieron el mérito de ejercer una profunda, innovadora y fundamental influencia en la

73
historia de la filosofía. Aquí radica el genuino y legítimo valor de nuestro personaje:
haber dado el paso del pensamiento religioso, que era el propio del Islam de sus días, al
pensamiento filosófico. Su modo de pensar se movió entre la razón en los límites del
Corán y la razón universal, la filosófica.

4.1. Su vida y su obra

A pesar de las escasas noticias que transmiten los biógrafos árabes es posible, sin
embargo, situar su vida en la época de esplendor de la corte abasí y del apogeo cultural
de Bagdad. Correspondía al período más fructífero de las traducciones de textos
filosóficos griegos, movimiento en el que de alguna manera llegó a participar, llamado al
parecer por el califa al-Ma’mūn interesado quizá por su reputación como hombre de
letras, para formar parte del grupo de sabios que se ocupaban en traducir obras
científicas y filosóficas. Se desconocen con exactitud las fechas principales de su vida,
pero se puede suponer que debió haber vivido entre los años 796 y 873
aproximadamente. En cambio, casi todas las fuentes biográficas se detienen en dar
noticia de su genealogía, sin duda para subrayar su pura estirpe árabe, que descendía de
diversos reyes de la famosa tribu de Kinda, que en época preislámica había intentado con
algún éxito unir bajo su gobierno diversas tribus arábigas, e inmortalizada por el príncipe
de los poetas árabes preislámicos, Imru’ 1-Qays. Algunos biógrafos informan que su
padre había sido gobernador de Kūfa durante los califatos de al-Mahdī y de Hārūn al-
Rašīd Es posible que perteneciera, entonces, a una familia rica, al menos, en cultura y
estimación. Por ser el único de los filósofos de puro origen árabe ha sido conocido por
los biógrafos con el sobrenombre de “el Filósofo de los árabes”.
Aunque no se conoce la ciudad donde nació -se supone que en Kūfa o en Basra-,
sus primeros años de formación pudieron desarrollarse en esta última ciudad, donde
existía un amplio movimiento intelectual. Se trasladó después a Bagdad, donde pudo
acabar su formación y entrar en contacto con la filosofía griega. Gozó del generoso
patronazgo de los califas al-Ma’mūn (813-833) y su hermano al-Mu'tasim (833-842), a
quien dedicó diversos escritos y de cuyo hijo, el príncipe Ahmad, fue preceptor. Durante
el califato de al-Mutawakkil (847-861) cayó en desgracia en la corte, bien por motivos
político-religiosos, por ser éste, se dice, un califa contrario al movimiento racionalista de
los mu'tazilíes, bien, como parece sugerirlo un biógrafo, por la envidia suscitada por los
Banū Mūsā, los famosos hermanos Munayyim, célebres sabios y astrónomos que
tuvieron reputación por tramar contra todos los que les aventajaran en conocimientos y
que se apropiaron de la biblioteca de nuestro filósofo, denominada “al-Kindiyya”,
recuperada posteriormente por su dueño. La muerte pudo sobrevenirle en la más
completa soledad, retirado del ambiente cortesano en que pasó gran parte de sus días.
Tres cuestiones sobre su vida se suelen debatir. Tienen que ver con sus ideas
religiosas, con su relación con la Mu'tazila, y con su formación científica. Por lo que se

74
refiere a la primera, hay que decir que a partir de lo que refiere un autor árabe se puede
colegir que los biógrafos no coincidían respecto a las ideas religiosas de al-Kindī: mientras
que unos lo consideraron judío, convertido luego al Islam, otros pensaron que fue
cristiano. Esta referencia, unida a la existencia de una obra titulada Apología del
Cristianismo, escrita por otro al-Kindī, hizo suponer que el filósofo fue un ferviente
cristiano. Sin embargo, se sabe desde hace tiempo de la existencia de este otro al-Kindī,
de nombre 'Abd al-Masīh b. Isháq, monofisita o nestoriano, que vivió también en el siglo
IX y que intervino en la polémica mantenida por los cristianos con algunos autores
islámicos. De la fe musulmana del filósofo no sólo queda constancia por sus propias
referencias y observaciones en sus obras, sino también por la existencia de una polémica
en tomo a la Trinidad cristiana que contra unas obras suyas, hoy perdidas, sostuvo Yahyā
b. 'Adī, filósofo cristiano discípulo de al-Fārābl, un siglo posterior a al-Kindī. En estas
obras, tituladas Sobre la unicidad considerada desde el punto de vista del número y
Tratado sobre la refutación del cristianismo, el Filósofo de los árabes parece que
sostuvo la doctrina de que la concepción trinitaria de Dios implica una composición en su
esencia y una contradicción con la unidad real de Dios. Por consiguiente, el al-Kindī
filósofo fue un verdadero musulmán, defensor de la unicidad divina.
La segunda cuestión tiene que ver con su relación con la Mu'tazila. Apoyándose en
ciertas cuestiones abordadas en algunas de sus obras -de las que también se ocuparon los
teólogos mu'tazilíes-, y basándose en la semejanza entre ellos y el filósofo en cuanto al
método de interpretación de las azoras coránicas, algunos estudiosos han querido ver una
cierta afinidad y concordancia de ideas entre al-Kindī y la doctrina mu'tazilí. La actitud
de al-Kindī sin embargo, va más allá que la postura de los teólogos, al afirmar la validez
plena de la razón como fuente de conocimiento y como vía distinta de acceso a la
Verdad. Como ha señalado algún estudioso, su espíritu, su intención y lo esencial de su
pensamiento fueron bastante diferentes de los de la Mu'tazila. Él se presentó como un
renovador de la cultura de su tiempo, aceptando y asimilando presupuestos y elementos
ajenos al pensamiento islámico, dando forma a un quehacer hasta entonces desconocido
en el mundo musulmán: la filosofía como expresión de una cultura secular y ajena al
espíritu religioso. Vio en la filosofía la “más noble y excelsa entre las artes del hombre”,
cuya verdad había de ser aceptada “viniese de donde viniese” (Kindī, 1986: 48). Sus
propios escritos confirman esta intención, aunque, como buen musulmán, intentó mostrar
la identidad entre la verdad alcanzada por la filosofía y la dada en la Revelación. Las
diferencias entre el pensamiento de al-Kindī y el de los mu'tazilíes quedan manifestadas
en la crítica que hace en su obra Sobre la filosofía primera de las prácticas políticas,
religiosas y teóricas de los mu'tazilíes. Sus intereses fueron diferentes de las inclinaciones
de los teólogos; los suyos fueron intereses filosóficos y científicos y las penalidades que
sufrió al final de su vida, cuando se le retiró el favor de la corte y se le confiscó su
biblioteca, muestran las dificultades que hubo de superar por pretender seguir el
desconocido camino que estaba abriendo en el mundo islámico.
Como filósofo, su posición no fue sólo la de proponer una nueva interpretación y
lectura del texto revelado, en lo que sí habría coincidido con los teólogos, sino

75
presentarse como intérprete de los logros de los griegos para las “gentes de nuestra
lengua”. Es decir, se consideró como mediador entre la filosofía griega y el mundo árabe,
en el sentido de ser el primero que ofrecía y ponía a disposición de los hablantes árabes
un nuevo mundo cultural, científico y filosófico que podía renovar los elementos del
pensamiento islámico. Del éxito de su empresa da testimonio la escuela de pensadores
que se formó en tomo a él, integrada por traductores y discípulos.
Entre los pocos datos de los biógrafos no hay la menor indicación sobre sus
maestros y su formación. Si se tiene en cuenta que vivió en Bagdad, donde el
movimiento de traducción alcanzaba un elevado grado de excelencia, no debe extrañar
que su formación científica y filosófica la adquiriera en las obras que se vertían al árabe.
¿Las leyó en su lengua original o sólo en su versión árabe? ¿Tenía conocimiento del
griego? Esta cuestión ha sido planteada por unas referencias dadas por algunos biógrafos.
Para unos, al-Kindī tuvo algún conocimiento del griego, lo que le permitió corregir
pasajes traducidos defectuosamente por otros, entendiéndose en este sentido las palabras
iniciales de la Teología del Pseudo-Aristóteles: “Tratado primero del libro de Aristóteles,
el Filósofo, llamado en griego Teología, que es la doctrina sobre la divinidad, paráfrasis
de Porfirio de Tiro, que trasladó al árabe ' Abd al-MasTh b. 'Abd Allah b. Nā'ima de
Emesa y corrigió Abū Yūsuf Ya'qūb b. Ishàq al-Kindī para Ahmad b. al-Muftasim bi-
Llāh” (Pseudo-Aristóteles, 1978: 47). Otros sostienen que no hay razones para
considerarlo traductor, sino que fue el personaje principal de un grupo de colaboradores
que trabajaba conjuntamente en la versión de obras filosóficas al árabe. Otros, en
cambio, piensan que su función habría sido exponer o adaptar los textos ya vertidos al
árabe. Lo cierto es que conoció textos de Aristóteles, alguno de ellos traducido
expresamente para él, como la Metafísica, y obras de Proclo y el neoplatónico cristiano
Juan Filopono, además de textos de otros comentaristas de Aristóteles, bien
directamente, bien en paráfrasis.
Su obra escrita, filosófica y científica, debió de ser muy grande, abarcando temas
muy variados, desde filosofía y metafísica hasta astronomía, meteorología y medicina.
De las obras conservadas se puede decir que están escritas en forma de epístola, que su
estilo es oscuro y difícil, que abundan las repeticiones y redundancias y que muestra una
gran inseguridad en el uso de los términos filosóficos, al no estar todavía bien definidos y
carecer de confianza en su uso. Algunas de sus obras fueron vertidas al latín durante el
siglo XII. Actualmente se está realizando la edición crítica de todas sus obras
conservadas. Conviene mencionar los siguientes títulos: Sobre la filosofía primera, en la
que fundamenta filosóficamente la existencia del Uno verdadero y la contingencia del
universo. Sobre las definiciones de las cosas, glosario de términos filosóficos, cuya
atribución a al-Kindī se ha puesto en duda sin alegar datos en pro o en contra. Sobre los
libros de Aristóteles, donde expone el propósito de cada uno de los tratados aristotélicos
que allí cita y donde resalta la importancia de su estudio en el riguroso orden señalado
para quien aspira a conocer la filosofía. Sobre la esencia del sueño y de la visión,
estudio psicológico en el que concede especial atención a la imaginación como fuente de
los sueños y de las visiones. Sobre el alma, un análisis del alma y de sus facultades desde

76
el punto de vista platónico y del Aristóteles de juventud, habiéndose hallado en esta obra
un fragmento del Eudemo, uno de los primeros diálogos escritos por Aristóteles. Y, en
fin, la obra que mayor influencia ejerció en el mundo latino, Sobre el intelecto, donde
estudia las diversas funciones del intelecto. Hay traducción castellana de sus principales
obras filosóficas (KindI, 1986).

4.2. Filosofía y religión

En su Libro sobre el arte mayor, comentario a los ocho primeros capítulos del
Almagesto de Ptolomeo, que permanece inédito, al-Kindī como se ha indicado antes,
presenta su propia labor como una interpretación de los logros científicos griegos, pero lo
que en realidad está haciendo es reconocer que la filosofía griega fue una búsqueda de la
verdad. Es consciente, además, de que esta búsqueda es un largo camino que el hombre
ha de recorrer y que solamente obtendrá si acepta la aportación de sus predecesores,
como se puede leer en Sobre la filosofía primera, parafraseando un texto de la
Metafísica aristotélica (II, 1, 993 b 11-19): “Si nuestro agradecimiento a quienes nos han
aportado una parte pequeña de la verdad debe ser grande, cuánto mayor no ha de ser
hacia quienes nos han traído una parte grande de la verdad, pues ellos nos han hecho
partícipes de los frutos de su meditación y nos han facilitado acceder a las verdaderas
cuestiones ocultas, en tanto que nos han proporcionado las premisas que nos allanan los
caminos de la verdad. Si estos filósofos no hubieran existido, estos verdaderos principios
no habrían sido reunidos para nosotros, ni siquiera con una intensa investigación durante
toda nuestra vida. Esos principios sólo han podido ser atesorados en tiempos
precedentes, época tras época, hasta nuestro tiempo, con una intensa investigación, con
asiduidad necesaria y con dedicación fatigosa. Durante la vida de un hombre solo, por
muy dilatada que sea, no se puede reunir lo que se ha acopiado durante mucho tiempo.
Aristóteles, el más destacado de los griegos en filosofía, ha dicho: ‘Debemos dar gracias a
los padres de aquellos que han aportado algo de la verdad, pues son la causa de que ellos
existan; tanto más a los que proceden de ellos, porque los padres son causa de los hijos,
pero los hijos son causa de que nosotros alcancemos la verdad’. ¡Cuán bellas son sus
palabras!” (Kindī, 1986: 47-48).
La filosofía se ha caracterizado por ser una búsqueda de la verdad. El mismo
camino pretende seguir al-Kindī tras la huella de Aristóteles: “No encontraremos la
verdad que buscamos sin conocer la causa. La causa del ser y de la permanencia de cada
cosa es la verdad, porque cada cosa que tiene ser tiene realidad verdadera. Y como la
verdad existe necesariamente, entonces los seres existen” (Kindī, 1986: 46), dice
siguiendo de nuevo el mismo texto aristotélico (.Metafísica, II, 1, 993 b 23-31). Conocer
la verdad significa conocer la causa, porque toda causa es verdadera en tanto que es
condición del ser. La verdad, por tanto, dice relación al ser.
De acuerdo con estas afirmaciones, al-Kindī define la filosofía como el conocimiento

77
de la verdadera realidad de las cosas en la medida de lo posible al hombre, es decir, como
la ciencia de la verdad, porque “el objetivo del filósofo, cuando conoce, es alcanzar la
verdad y, cuando actúa, obrar de acuerdo con la verdad” (Kindī, 1986: 46). El verdadero
filósofo no sólo es aquel que busca la verdad, sino quien combina esta búsqueda y el
conocimiento que obtiene con el ejercicio de su saber. La filosofía es, pues, una actividad
a la vez teórica y práctica.
Como arte más noble y elevado, la filosofía consta de diversos grados. El superior
corresponde a lo que denomina la 'ilm al-rubūbiyya, la ciencia de la divinidad,
empleando la misma terminología que aparece en la Teología pseudo-aristotélica. En
Sobre la filosofía primera señala que la parte más noble y excelsa de la filosofía es
aquella que se llama precisamente “Filosofía Primera”, que consiste en el conocimiento
de la verdad primera, que es causa de toda verdad. Es decir, el objeto de esta Filosofía
Primera es conocer la causa primera. Entonces, se puede concluir que al-Kindī entiende
el último grado de la filosofía como “Teología”, esto es, como uno de los sentidos que
Aristóteles dio a su Metafísica.
El objeto del más elevado grado de la filosofía es, pues, la ciencia de la divinidad.
Pero también lo es de la religión: “En el conocimiento de la verdadera naturaleza de las
cosas está incluido el conocimiento de la divinidad, el conocimiento de la unicidad de
Dios, el conocimiento de la virtud y, además, un conocimiento completo de todo lo que
es útil y de cómo llegar a ello y cómo alejarse de lo que es perjudicial y cuidarse de ello.
Pues bien, la posesión de todo esto es lo mismo que nos han traído de Dios los
verdaderos enviados” (Kindī, 1986: 49). En este texto, afirma explícitamente cómo lo
que el filósofo puede conocer es aquello mismo que nos dan a conocer los profetas por
inspiración divina. Hay, por tanto, una identificación de los objetos de filosofía y religión,
que confirma en otros pasajes de sus obras: “Carece de religión quien se niega a adquirir
el conocimiento de la verdadera realidad de las cosas, calificando a éste de incredulidad”
(Kindī, 1986: 48).
Pero si religión y filosofía coinciden en cuanto a su objeto, en cuanto a su fin, ¿cabe
la posibilidad de que el modo de proceder de las dos sea el mismo? En otras palabras,
¿tienen las dos el mismo valor epistemológico o es distinto? La respuesta que a esta
cuestión da es muy clara: hay diferencia metodológica entre ambas ciencias, la divina y la
humana, como las llama en Sobre los libros de Aristóteles. La ciencia humana, la
filosofía, requiere un gran esfuerzo, una gran aplicación, un razonamiento discursivo
lógico-matemático, un período de tiempo más o menos largo. En cambio, la religión, la
ciencia divina, sólo se adquiere en un instante, sin necesidad de ninguna de aquellas
exigencias; sólo por el concurso de la Voluntad de Dios, que es la que proporciona a los
profetas la inspiración del conocimiento de la verdad: “Al conocimiento que tienen los
profetas Dios Altísimo ha dado como propiedad el ser obtenido sin estudio, sin esfuerzo,
sin investigación, sin recurrir a las matemáticas ni a la lógica, ni siquiera requiere tiempo;
al contrario, es alcanzado por Voluntad de Dios y por la purificación e iluminación de sus
almas hacia la verdad, mediante la ayuda, el apoyo, la inspiración y los mensajes de
Dios. Este conocimiento es propio de los Profetas, pero no se encuentra en el resto de

78
los hombres. Es uno de los maravillosos privilegios que ellos poseen, es decir, uno de los
prodigios que los distinguen de los otros hombres. Los que no son profetas no pueden
acceder a esta excelsa ciencia, es decir, al conocimiento de las substancias segundas
ocultas, ni al de las substancias primeras sensibles, ni al de los accidentes que tienen, sin
estudiar, sin recurrir a la lógica y a las matemáticas y sin tiempo” (Kindī, 1986: 29-30).
Este texto, perteneciente a la obra Sobre los libros de Aristóteles, además de establecer
la distinción metodológica entre filosofía y religión, confirma cuanto se ha indicado antes,
a saber, la identidad de objeto que poseen ambas. Versando las dos sobre el conocimiento
de la verdad (substancias segundas, substancias primeras y sus accidentes), la religión
procede directamente de la Voluntad de Dios, mientras que la filosofía hunde sus raíces
en la propia y limitada naturaleza humana. Este texto, por otra parte, refleja la influencia
que Proclo ha dejado en la filosofía del Islam: cuando el Profeta alcanza la Ciencia
Divina porque Dios ha purificado su alma, le ha iluminado por la verdad y le ha inspirado
sus mensajes, al-Kindī está sirviéndose del esquema de purificación, iluminación y unión-
inspiración, que Proclo expone en su comentario al Alcibiades Primero.
Metodológicamente, pues, la religión aparece como más perfecta que la filosofía,
puesto que no requiere ningún método. La filosofía, al contrario, es un camino que hay
que recorrer de manera ordenada y jerárquica, puesto que exige un método y una
clasificación. Al-Kindī fue el primero entre los árabes que, siguiendo la tradición platónica
y aristotélica, ofreció una clasificación de las ciencias; el primero que reconoció, como se
ha dicho, la existencia de grados en el desarrollo y adquisición de la filosofía. Y, aunque
dedicó dos obras al tema, hoy perdidas, se pueden saber cuáles son estos grados por la
distribución de las ciencias que inserta en Sobre los libros de Aristóteles, libros que él
nos presenta en el orden en que deben ser estudiados: matemáticas, lógica, física,
psicología y metafísica. Como complemento a estas ciencias teóricas están las que versan
sobre la actividad práctica del filósofo: ética y política.
Las ciencias superiores son resultado del conocimiento adquirido en las inferiores,
puesto que éstas son las que proporcionan los principios y los argumentos sobre los que
aquéllas se basan. Tal es la razón por la que debe existir subordinación y jerarquía entre
ellas: “Si alguien carece de las ciencias matemáticas, que son aritmética, geometría,
astronomía y armonía, y utiliza durante su vida los otros libros de Aristóteles, no podrá
perfeccionar nada del conocimiento de éstos; en tal circunstancia aplicarse a ellos no le
reportará nada positivo, como no sea poder recitarlos, si es que tiene una buena
memoria” (Kindi, 1986:28).
El primer objetivo al que debe tender el método filosófico es el de fijar los términos
del discurso, para que los conceptos adquieran una significación concreta. Es necesario,
por tanto, precisar el sentido de los términos, para lo cual redactó o compiló la Epístola
de las definiciones, en la que encontramos un centenar de términos con su significación
filosófica. El segundo objetivo del método filosófico es descubrir el objeto propio de cada
ciencia para poder utilizar el método adecuado a ella. Esta búsqueda ha de comenzar por
plantear las cuatro cuestiones epistemológicas, enumeradas por Aristóteles, en los
Analíticos Segundos: si una cosa es, qué es, cuál es y por qué es. Determinadas estas

79
cuestiones, que llevan al conocimiento de las distintas causas, se llega a comprender, con
fundamento sólido y estable, la verdadera realidad de las cosas.
La filosofía requiere, pues, un largo proceso, que debe ser recorrido con penoso
esfuerzo, estudio intenso y larga aplicación. Parece, por consiguiente, que al-Kindī
somete la razón a los dictados de la revelación, en tanto que ésta se muestra
aparentemente como superior a la filosofía. Pero se sabe que toda la actividad del
filósofo se encaminó a dar una explicación racional de la realidad, incluyendo en ella los
enunciados del Corán. Y esto, como ya se ha dicho, significó una posición
completamente nueva en el mundo árabe. Entonces, ¿no habrá que ver en la actitud que
mantuvo al-Kindī una afirmación implícita de la superioridad de la razón? Expresado esto
en otros términos: si la revelación transmitida por los profetas ha dado a conocer al
hombre todo aquello que éste debe saber, ¿qué necesidad tiene el hombre en esforzarse
por adquirir aquello que ya posee? ¿No será que, llevando religión y filosofía a una
misma verdad, ésta se muestra como un doble discurso, uno de ellos bajo forma de
símbolos, imágenes y alegorías, accesible a todo hombre, y el otro como discurso de la
razón, que sólo los filósofos pueden adquirir y conseguir? Si esto es así, es decir, si al-
Kindī pensó que la verdad, una y única, puede manifestarse en dos formas diferentes,
entonces estaba echando las raíces de la filosofía en el mundo islámico. Y, a la vez, abría
de par en par las puertas de la razón a todos aquellos musulmanes que quisieran seguirlo.

4.3. Las doctrinas del alma y del intelecto

Al valorar tan positivamente la razón como fuente de conocimiento de la realidad, al-


Kindī tenía que ocuparse del estudio de la facultad que hace posible tal conocimiento y
de la sede en que ésta se asienta: el intelecto y el alma, respectivamente. Al hacerlo,
siguiendo la huella de la tradición establecida por Aristóteles, pero realizando una síntesis
con elementos neoplatónicos presentes en todos los falāsifa, delimitó un nuevo ámbito
de investigación que, por su misma naturaleza, tenía que convertirse en tema nuclear de
toda la filosofía musulmana. En él, esta cuestión solamente aparece esbozada, sin una
línea clara de coherencia en sus planteamientos, debido tal vez al hecho de que fue el
primero que se enfrentó a ella en el mundo musulmán.
Considera que el estudio del alma o, de manera más general, el análisis de la vida
humana tiene su lugar entre la Física y la Metafísica, y ello por razón precisamente de su
propio objeto. Pues, en la clasificación de las ciencias que establece en Sobre los libros
de Aristóteles señala el orden en que deben ser leídos: “Primero, los libros lógicos;
después, los físicos; luego, los que versan sobre aquello que puede prescindir de lo físico,
subsistiendo por sí mismo sin necesitar los cuerpos, aunque se encuentra unido a los
cuerpos por alguna de las clases de unión; y, en fin, los que versan sobre aquello que no
necesita de los cuerpos ni está unido a ellos en modo alguno” (KindI, 1986: 25-26).
Después precisa cuáles son los libros de la tercera categoría: “En cuanto a los libros en

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los que habla sobre las cosas que no tienen necesidad de los cuerpos para subsistir y
permanecer, pero que existen con los cuerpos, son cuatro. El primero es el llamado Sobre
el alma; el segundo, De la sensación y del sensible; el tercero, Del sueño y de la vigilia
; el cuarto, De la longitud y brevedad de la vida” (KindI, 1986: 27).
La razón de este lugar de la ciencia del alma entre la Física y la Metafísica parece
estar en que para él el principio de la vida, constituido por el alma, y las manifestaciones
vitales, que se muestran a través de las facultades del alma, son intermediarias entre el
mundo físico, material y corpóreo, y el mundo espiritual, separado e inmaterial, entre el
mundo sensible y el mundo inteligible. Se trata de una noción propia de los neoplatónicos
de Atenas, que al-Kindī adopta.
Así, su concepción se mueve más en una línea platónica que aristotélica, explicable,
quizá, por el hecho de que su espíritu y contexto religioso le impulsaban a entender el
alma como substancia separada e inmortal más que como la forma substancial del cuerpo
solamente. Pero, como ya se sabe, esta concepción del alma no fue sólo expuesta por
Platón sino que, de alguna manera, es la que se expresaba en las primeras obras
aristotélicas, los diálogos perdidos. Perteneciendo a una cultura dominada por la religión,
al-Kindī no podía aceptar cualquier concepción materialista del alma. Por ello se inclina
por la doctrina platónica, sosteniendo en el Discurso sobre el alma que ésta es una
substancia simple, dotada de nobleza y perfección, que procede de la misma substancia
del Creador: “La substancia del alma procede de la substancia del creador, de la misma
manera que la luz del sol procede del sol. Aristóteles ha explicado que esta alma está
desligada y separada de este cuerpo y que su substancia es divina y espiritual, como se
ve por la nobleza de su naturaleza y por su oposición a las pasiones y a la ira que
sobreviene al cuerpo” (Kindī, 1986: 134). En otro texto, Sobre las substancias
incorpóreas, muestra que el alma, al ser la forma específica del ser viviente, no puede
ser corpórea, sino una substancia incorpórea (Kindī, 1986: 130). Al entender, así, la
naturaleza del alma como substancia simple, separada, incorpórea e inmortal, adopta
también con Platón su división tripartita en alma racional, alma concupiscible y alma
irascible.
Pero no sólo Platón y Aristóteles están presentes aquí. El tema plotiniano del
ascenso del alma hacia el Uno también aparece. Para al-Kindī, la situación del alma en
este mundo sensible es transitoria, ya que este mundo es un mero puente que sirve de
paso para el otro, el mundo verdadero de la divinidad, en el que el alma tiene su morada
permanente y en el que verá a su Creador intelectualmente, no con visión sensible,
gozando de su presencia. Como el alma está unida al cuerpo en este mundo, no puede
encontrarse en estado puro para iniciar el ascenso. Tiene que purificarse de las impurezas
del cuerpo a fin de lograr su sede permanente. La purificación sólo la obtendrá si lleva
una vida virtuosa en su unión con el cuerpo. En el caso de que cuando se separe del
cuerpo no esté lo suficientemente purificada, ha de permanecer durante cierto tiempo en
cada una de las esferas superiores, hasta que, acrisolada del todo, pueda alcanzar el
mundo de la divinidad. Se sabe también de la insistencia pitagórica en la purificación del
alma. No ha de extrañar, entonces, que al-Kindī cite a Pitágoras y le atribuya la

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comparación del alma con un espejo que debe ser pulimentado. Se trata de una analogía
que se encuentra en la literatura hermética, muy ligada a la tradición pitagórica en el
mundo árabe.
Si el alma es una substancia separada por su propia naturaleza, su unión con el
cuerpo ha de ser accidental, pues no puede ser substancial al pertenecer el alma al mundo
inteligible y el cuerpo al mundo sensible. El modo por el que se une al cuerpo es a través
de sus actos: “Dijo al-Kindī, que Aristóteles había afirmado que el alma es una substancia
simple, cuyas acciones se muestran a través de los cuerpos. Y Platón dice que ella está
unida a un cuerpo y, al unirse con el cuerpo, une los cuerpos y actúa sobre ellos” (Kindī,
1986: 139). Se trata, pues, de una unión de acción y pasión: el alma actúa sobre el
cuerpo, que, a su vez, recibe la acción del alma.
Después de la muerte, cuando el alma se separa del cuerpo, retoma al mundo del
intelecto, donde le es revelado todo, llegando a conocer cuanto hay en el universo sin que
se le pueda ocultar nada: “Se le manifestará el conocimiento de toda cosa y todo le será
evidente, de la misma manera que es evidente al Creador. Porque si nosotros, que
estamos en este mundo impuro, vemos muchas cosas en él por la luz del sol, ¿cómo será
cuando nuestras almas se hayan separado, hayan llegado a adaptarse al mundo de la
eternidad y hayan comenzado a ver por la luz del Creador?” (KindI, 1986: 135-136).
Alega como prueba para mostrar la adquisición de este conocimiento la anécdota que
pone en boca de Aristóteles, según la cual un rey que agonizaba, cuando volvía en sí,
narraba a quienes le rodeaban cuanto había visto en el otro mundo, que ha sido
identificado como un fragmento del Eudemo.
El destino del alma, auténtico motivo del Discurso sobre el alma, no es otro que
retomar al mundo del que procede, el mundo del intelecto en el que llegará a hacerse
semejante a su Creador. Sin embargo, no todos los hombres son conscientes de este
destino final; por ello abandonan el cuidado de sus almas, alejándolas de Dios y de
alcanzar el estado que les es propio. Al-Kindī, finaliza su escrito exhortando a quienes
olvidan su futuro a llevar una vida conforme requiere la situación transitoria que es el
vivir en este mundo de aquí abajo.
El contenido de esta Epístola se mueve entre el mundo doctrinal de Platón y el del
neoplatonismo. Se supone en ella la existencia de dos universos, el inteligible, mundo de
la divinidad, de la verdad y de la auténtica realidad; y el sensible, el mundo de aquí
abajo, mera sombra y simple apariencia, lugar de tránsito para el alma.
Hay sin embargo un punto en que se aparta ligeramente de los supuestos platónicos
de los que parte: la cuestión del conocimiento. En algunos de los opúsculos conservados,
este asunto está situado en una perspectiva más aristotélica, aunque se hallen aquí y allá
interpolaciones y escolios neoplatónicos. A la hora de considerar las facultades propias
del alma, la orientación es claramente aristotélica. Esto parece implicar que tuvo acceso
al contenido, al menos, del De anima de Aristóteles, representando, así, la primera
elaboración en el mundo árabe de algunos de los temas esbozados en esa obra
aristotélica. Porque en la Epístola sobre la esencia del sueño y la visión enseña cómo el
alma dispone de varias facultades: la sensible; las intermedias -entre las que incluye la

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pasión, la irascibilidad, la nutrición, el desarrollo, la memoria y la imaginación-; y la
intelectual, la más importante de todas y aquella con la que el alma humana se identifica
plenamente. Y, aunque en esta Epístola no se plantea el problema de la naturaleza del
alma, se puede inferir que ya no entiende el alma como substancia separada e
independiente del cuerpo, sino como “algo” -¿forma, quizá?- ligado al cuerpo y en
estrecha interdependencia con él.
Cuando quiere explicar qué es el alma, comienza analizando las facultades por las
que aquélla se manifiesta. Es decir, sigue el mismo procedimiento propuesto por
Aristóteles para estudiar la naturaleza del alma, que se confirma cuando, al señalar que
las facultades intermedias entre la sensación y el intelecto existen todas en el hombre,
añade: “que es el cuerpo vivo que crece” (KindI, 1986: 141), lo que hay que interpretar
en sentido aristotélico: si la naturaleza del alma sólo puede ser conocida por sus
manifestaciones, por sus facultades, y éstas existen en el hombre, haciendo que éste sea
un cuerpo que vive y que se desarrolla, es porque el alma es entendida como principio de
vida, como la causa primera de todas las manifestaciones de la vida, como la causa del
ser en el viviente. Y cuando sostiene que “si entra la corrupción al cerebro, se corrompe
la percepción de las facultades anímicas que emplean para esto el órgano del cerebro”
(KindI, 1986: 143), está reconociendo la interdependencia entre alma y cuerpo. Así,
siendo el alma una forma unida a una materia orgánicamente adaptada, la manifestación
que realiza de sí misma tiene lugar bajo un vínculo de naturaleza fisiológica con el
cuerpo. Las facultades del alma están relacionadas con los diversos órganos que
componen el cuerpo del viviente; por eso, si uno de ellos se lesiona, la facultad que se
sirve de él se resiente y su operación queda debilitada.
La división de las facultades que propone es también aristotélica. Analiza con cierto
detalle el funcionamiento de las facultades sensible e imaginativa, mientras que en la
Epístola sobre el intelecto examina la facultad intelectual.
La sensación es la facultad con la que el hombre percibe las imágenes de los objetos
sensibles en su aspecto material, a través de los órganos sensibles, los sentidos. Es una
facultad que sólo permite aprehender los objetos particulares, pues ella no puede formar
conceptos, operación que es propia de la facultad intelectual, ni tampoco puede
componer imágenes, que es lo perteneciente a la facultad imaginativa o formativa.
Concibe la sensación a la manera aristotélica, como una alteración sufrida por el alma al
estar en presencia de los objetos sensibles. También afirma que hay identidad entre el
alma y la facultad sensible, puesto que ésta no es algo diferente del alma, ya que la
facultad no está en el alma de la misma manera que los miembros están en el cuerpo,
sino que es el alma misma. De aquí que, dentro de la pluralidad del alma en sus
manifestaciones, cabe hablar sin embargo de su unidad. Siendo una, se produce una
identificación total entre el alma cuando conoce y el objeto sensible cuando es conocido.
De las facultades intermedias, la más importante es la que denomina facultad
formativa o imaginación, cuyas funciones tienen que ver con las de la fantasía de
Aristóteles. Su operación propia es la percepción de las formas sensibles individuales,
pero separadas ya de la materia, esto es, una vez que el objeto que había movido a la

83
sensación ha desaparecido, se ha retirado. Se trata de una facultad que supone un paso
más en el proceso de aprehensión de las formas por el alma, que es en lo que radica el
conocimiento. Mientras que en la sensación la percepción de los objetos sensibles tiene
lugar en su materia misma, en la imaginación sólo sucede cuando esa materia ha
desaparecido, cuando las formas sensibles están separadas de su substrato material físico.
Implica ya, por tanto, un cierto grado de inmaterialidad en el proceso del conocer
humano.
Pero no es ésta la única diferencia existente entre las dos facultades. Hay una más: la
sensación requiere la existencia de órganos secundarios para poder ejercerse, mientras
que la imaginación prescinde de ellos: “El sentido obtiene sus objetos sensibles por
mediación de un instrumento segundo y por ello le sobreviene la potencia y la debilidad
de fuera y de dentro a la vez, mientras que la facultad formativa obtiene su objeto sin
instrumento segundo, por lo que no le sobreviene potencia o debilidad, sino que sólo lo
obtiene por el alma separada, y por ello no le afectan ni la impureza ni la corrupción,
aunque sea recibido en el viviente por el instrumento primero, que es común al sentido,
al intelecto, a esta facultad formativa y a las restantes facultades del alma, es decir, el
cerebro, pues este órgano es substrato de todas estas facultades del alma. En cambio, el
sentido tiene instrumentos segundos, como el ojo, el conducto auditivo y la oreja, los
cartílagos nasales y la nariz, la lengua con el paladar y la úvula y casi todos los nervios”
(KindI, 1986: 142-143).
Dejando al margen la interesante observación, de origen galénico al parecer, de que
las facultades del alma están localizadas en el cerebro, al-Kindī, afirma que la imagen
proporcionada por la imaginación es más pura y limpia que la forma sensible que ofrece
el sentido, precisamente porque no emplea órganos corpóreos. Ello hace que la
imaginación desempeñe un papel más activo que la facultad sensible, puesto que está
más libre de la materia: puede crear y componer nuevas formas, así como descomponer
las formas ya percibidas, que es otra, la segunda, de las más importantes funciones de
esta facultad, según Aristóteles. Es una actividad que se lleva a cabo tanto durante la
vigilia como durante el sueño, aunque se realiza mucho mejor en este último caso,
cuando los sentidos están desocupados. Son estas operaciones las que proporcionan al
hombre las visiones, de las que hay dos tipos: las propiamente dichas y las alusivas. Las
visiones alusivas son aquellas que necesitan ser interpretadas, mientras que las visiones
propiamente dichas son aquellas en que se manifiestan las cosas antes de que sucedan.
Este tipo de visión directa sólo tiene lugar en determinados individuos, aquellos cuya
alma es perfecta, aludiendo posiblemente al conocimiento de las verdaderas realidades
que obtienen los Profetas por Voluntad directa de Dios y pretendiendo tal vez justificar
racionalmente el hecho de la profecía.
Junto a las facultades sensible e intermedias, señaló la existencia de la intelectual (
'aqliyya), a cuyo estudio dedicó un pequeño opúsculo, la Epístola sobre el intelecto,
traducida por dos veces al latín en el siglo XII. Aunque el tono de la obra parece
aristotélico, sin embargo la concepción general es de tipo neoplatónico. En otras obras
ofrece pasajes sobre el intelecto, en los que se percibe también ese doble aspecto

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aristotélico-neoplatónico, debido, quizá, a las dos preocupaciones de al-Kindī, su interés
filosófico y su afán por hacerlo coincidir con la religión musulmana. Como hombre de
religión, estaría interesado en mostrar el destino del alma después de la muerte, el estado
de felicidad al que el hombre puede aspirar cuando contempla la nobleza y grandeza del
otro mundo, lo que explicaría la concepción neoplatónica, al entender no sólo el alma,
sino también el intelecto, como substancia separada. Como filósofo, su desvelo consistía
en justificar la nueva vía de conocimiento que había llegado a comprender en su
acercamiento a la filosofía griega, en especial a la de Aristóteles; por ello, pudo concebir
al intelecto como la facultad de conocimiento superior del alma. Y al ocuparse de los
distintos tipos de intelecto señalados por Aristóteles, se situó entre quienes habían
admitido la trascendencia del intelecto agente, uniendo la doble tendencia de su
pensamiento.
En el Discurso sobre el alma se halla la expresión ālam al- 'aql, “el mundo del
intelecto”, descrito como el dominio de la luz divina y el lugar en el que el alma,
purificada, alcanza el saber de todas las cosas: “Cuando el alma se haya desligado y
separado de este cuerpo y haya llegado al mundo del intelecto por encima de las
esferas… entonces se le manifestará el conocimiento de toda cosa” (KindI, 1986: 135).
¿Qué es este intelecto? ¿Cuál es este mundo del intelecto? El término 'aql no designa
aquí la facultad humana, sino que indica una realidad que ocupa su propio lugar. Podría
identificarse con el Noüs neoplatónico, la segunda hipóstasis emanada del Uno, donde
residen las ideas platónicas. De hecho, los calificativos con que al-Kindī, lo describe,
mundo de la divinidad y el más noble y grande de los lugares, concuerdan con los que se
le aplican en la Teología atribuida a Aristóteles. Se mantiene, pues, en la línea
neoplatónica.
En otras dos obras en que hace mención del intelecto, la Epístola sobre la esencia
del sueño y de la visión y en Sobre la Filosofía Primera sí se alude a él como la parte
superior del alma por la que ésta aprehende las formas inteligibles. Se inscriben, pues, en
la tradición aristotélica del De anima. La misma tónica se halla en su Epístola sobre el
intelecto, que es un intento de dilucidar los diversos sentidos de ese término, que
comienza con una enumeración, que atribuye a Aristóteles, de los diversos intelectos;
distingue después las distintas clases de formas; habla brevemente de la sensación para
establecer el símil aristotélico entre sensación e intelección; y finaliza con una segunda
enumeración del intelecto, más esclarecedora que la primera.
La primera enunciación es la siguiente: “La opinión de Aristóteles acerca del
intelecto es que éste es de cuatro clases. La primera de ellas es el intelecto que está en
acto siempre; la segunda es el intelecto que está en potencia y pertenece al alma; la
tercera es el intelecto que ha pasado en el alma de la potencia al acto; la cuarta es el
intelecto que llamamos segundo” (Kindī, 1986: 150) La enumeración del final del
opúsculo es ésta: “Así, pues, el intelecto o es causa y principio de todos los inteligibles y
de los intelectos segundos, o es segundo y pertenece al alma en potencia, en tanto que el
alma no es inteligible en acto. El tercero es el que tiene el alma en acto, que lo ha
adquirido y él se ha convertido en existente para ella; cuando quiere lo utiliza y lo

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manifiesta para la percepción de algo distinto desde ella; es como la escritura en el
escribiente, que la tiene presta y disponible, pues la adquirió y se quedó fijada en él,
haciéndola salir y usándola cuando quiere. El cuarto es el intelecto que se manifiesta
desde el alma, cuando lo hace salir, y existe en acto desde ella para algo distinto” (Kindī,
1986: 151-152).
El primer intelecto es el que está siempre en acto, causa y principio de todos los
inteligibles y de los intelectos segundos. De acuerdo con la teoría de la potencia y del
acto, este intelecto es necesario para que aquello que está en potencia pueda pasar al acto
y se corresponde con el intelecto activo de Aristóteles; sin embargo, al-Kindī, introduce
una diferencia, cuyo origen estaría en su neoplatonismo: al afirmar de los otros tres
intelectos que están en el alma, parece reconocer que este primer intelecto está fuera del
alma. El segundo intelecto es el que está en potencia en el alma, en tanto que ésta no es
inteligente en acto; es decir, es la pura potencialidad del alma para poder recibir las
formas inteligibles; resulta ser, entonces, el intelecto pasivo de Aristóteles.
El intelecto tercero, el que ha pasado de la potencia al acto, es el intelecto en hábito
de los comentadores; es el intelecto que posee el alma en acto, una vez que ya ha
adquirido las formas inteligibles, que puede manifestar y utilizar cuando ella quiera: es la
posibilidad que el intelecto en acto tiene para inteligirse a sí mismo; es la habilidad para
escribir que posee quien conoce el arte de la escritura, en el momento en que no escribe,
según el símil que propone. Por ser algo que aún permanece en potencia en cierta
manera, el filósofo árabe añade la existencia de un cuarto grado de intelecto, aquel que
“llamamos segundo” y que no es sino la manifestación dinámica, plenamente
actualizada, de este tercer intelecto; en otras palabras, es el ejercicio real de lo que ya se
conoce: el momento en que escribe quien conoce el arte de la escritura. Esto significa una
actualización mucho más perfecta, por lo que es un segundo momento del intelecto ya
actual, la posesión plena por el alma de lo que piensa en acto. Es, en definitiva, la
plenitud misma de la intelección. Lo llama entonces “segundo” porque es lo más parecido
que hay en el alma al intelecto primero que siempre está en acto. La diferencia entre el
tercero y el cuarto la expresa de la siguiente manera: “La distinción entre el tercero y el
cuarto consiste en que el tercero es una adquisición del alma, habiendo transcurrido ya el
momento en que ella comenzó a adquirirlo, haciéndolo salir cuando ella quiere. El cuarto,
o bien en el momento de su adquisición primeramente, o bien en el momento de su
aparición después, es cuando lo utiliza el alma. Así, pues, el tercero es el que es una
adquisición del alma, que ella ya había hecho antes y que existe en ella cuando quiere. El
cuarto es el que se manifiesta cuando aparece en acto” (KindI, 1986: 152).
Las formas inteligibles, que no tienen materia ni están en la fantasía, sólo pueden
residir en el intelecto primero, que está siempre en acto. Por eso este intelecto es la
especificidad de las cosas, esto es, el conjunto de los universales. En otras palabras, este
intelecto sólo puede ser el mundo de las ideas, el intelecto universal de los neoplatónicos,
que contiene en sí la multiplicidad de formas inteligibles universales, que son efecto de su
pensamiento. Es causa y principio de los inteligibles, pero también de los intelectos
segundos, bien las otras emanaciones intelectuales del neoplatonismo árabe, bien los

86
otros grados de intelecto que se dan en el alma humana. Al intelecto primero lo califica
de “dador o dispensador de formas”, en tanto que da al alma las formas que ella
adquiere. Son tres, pues, los términos que explican el proceso cognoscitivo: el intelecto
primero, el intelecto en potencia y el intelecto adquirido, es decir, el alma una vez que ha
adquirido desde el intelecto primero las formas inteligibles. Cuando este intelecto
adquirido se manifiesta, se hace reduplicativamente actual y es llamado segundo por estar
plenamente en acto.
El intelecto es entendido por al-Kindī, siguiendo una tradición neoplatónica, como el
verdadero mediador entre los dos mundos, el sensible y el inteligible. Pero, además, es el
que fundamenta el conocimiento científico, en línea aristotélica.
Pese a no haber planteado en toda su profundidad el problema noètico, al-Kindī,
estableció el modelo que luego seguirían los restantes filósofos árabes. Por una parte,
parece haber conocido la tradición aristotélica del De anima, lo que llevaría al problema
de las fuentes e influencias que tuvo. Por otra parte, introdujo en la discusión suscitada
en esa tradición una cuádruple división del intelecto, de la que tampoco sabemos si fue
original suya o de algún autor desconocido anterior. En cualquier caso, su concepción del
alma y del intelecto le permitió resolver dos problemas a los que, como musulmán y
como filósofo, se había enfrentado: la inmortalidad del alma, que el hombre alcanza al
unirse su alma con el intelecto primero, aunque no haya plena identificación entre los
dos; y la fundamentación del conocimiento científico, necesario para alcanzar, por vía
distinta a la de la revelación, la Verdad a la que todo hombre aspira por naturaleza.

4.4. Metafísica y realidad: el Uno y el universo

En las fuentes del pensamiento islámico hay suficientes elementos para hacer posible
la aparición y el desarrollo de una metafísica: abordados de alguna manera en el Corán
están los problemas del Uno y de su relación con lo múltiple, que pueden ser
considerados como los fundamentos de la metafísica clásica. De aquí que se pueda decir
que la metafísica en el Islam se formó y se desenvolvió junto con la dogmática
musulmana, elaborada por los teólogos. Planteado el problema en términos de la esencia
y los atributos de Dios y definido de esta manera el Uno, se procedió a continuación a
establecer su relación con el mundo, esto es, con lo múltiple. Algunos teólogos
recurrieron a la doctrina atomista, como ya se vio: el universo está compuesto de un
número infinito de substancias indivisibles sin extensión ni cualidad, entre las que está el
vacío separándolas a unas de otras; fuera del vacío y de los átomos no hay más que
accidentes pasajeros, por lo que todo cambio en el universo es el resultado del
movimiento de las substancias simples, que está motivado por la acción del Uno.
Aparecieron en las discusiones de la Teología conceptos filosóficos como substancia
y accidentes, cuerpo y movimiento, el ser y el no-ser, la causalidad, alma, etc. que
tuvieron como consecuencia la familiaridad con la metafísica griega y el recurso a la de

87
Aristóteles. Todo ello dio origen a la constitución de la metafísica árabe, especialmente
con las teorías del Primer Motor Inmóvil y del Dios del libro Lambda, unidas a la
doctrina de la emanación neoplatóni-.ca, considerada también aristotélica al ser atribuida
a Aristóteles la Teología ya mencionada.
Que al-Kindī, se interesó por la Metafísica lo muestra el hecho de que, según
informa el biógrafo Ibn al-Nadīm, la obra de Aristóteles fue traducida para él y él
compuso una información o noticia sobre ella. En las listas de las obras de al-Kindī, sólo
una podría responder a esta información o noticia: la que lleva por título Sobre la
Filosofía Primera, que no es ni una traducción, ni una paráfrasis, ni un comentario del
texto aristotélico, sino una obra completamente original, aunque tome como modelo
algunas partes de la Metafísica; en ella, aunque manifiesta su admiración por Aristóteles,
expone doctrinas que no tienen nada que ver con las del filósofo griego: la del Uno
Creador y la del comienzo y fínitud del universo.
En su clasificación de las ciencias, establecida como queda dicho a partir de su
estudio de las obras de Aristóteles en Epístola sobre el número de los libros de
Aristóteles, la metafísica ocupa el cuarto lugar entre las ciencias y señala que el libro
Metafísica versa “sobre lo que no tiene necesidad de los cuerpos ni está unido a ellos”
(Kindī, 1986: 27). En la posterior descripción que de esta obra hace, dice: “Respecto a su
objetivo en el libro llamado Metafísica, consiste en explicar las cosas que subsisten sin
materia y las que existen con materia pertenecientes a lo que no limita con la materia ni
está unido a ella; también consiste en explicar la unidad de Dios Altísimo, sus hermosos
nombres, que es la causa agente y final del universo, Dios del universo y gobernante del
universo por su precisa dirección y su perfecta sabiduría” (Kindī, 1986: 37). Así, en su
consideración de las ciencias, basada en la relación del objeto de cada una de ellas con
los cuerpos, la metafísica ocupa el lugar supremo, porque su objeto ni es cuerpo ni tiene
que ver con los cuerpos y porque versa también sobre el Dios de la religión musulmana,
descrito por los más bellos nombres, asunto éste del que se han ocupado los más
notables pensadores del Islam.
¿Responde esta descripción de la obra aristotélica a su propia concepción? Su escrito
Sobre la Filosofía Primera se componía de dos partes, de las que sólo la primera se ha
conservado. En ella presenta una demostración filosófica de la temporalidad del universo
y de la unicidad de Dios. La segunda parte, anunciada al final de la primera, estaba
basada, al parecer, en la exposición de la jerarquía que desde Dios llega al mundo
sublunar. Al inicio de la obra expone su concepción de la “Filosofía Primera” en los
siguientes términos: “La parte de la filosofía que es la más excelsa y noble en rango es la
Filosofía Primera, es decir, el conocimiento de la Verdad Primera, que es causa de toda
verdad” (Kindī, 1986: 46). La Verdad Primera es el objeto de la Filosofía Primera.
¿Cómo hay que entender esta afirmación? Al-Kindī dice que en el conocimiento de la
Verdad está contenida toda la filosofía. Por eso debe ser llamada “Filosofía Primera”: “Al
conocimiento de la Causa Primera se le llama justamente Filosofía Primera, pues todo el
resto de la filosofía está recogido en su conocimiento, porque ella es lo primero en
nobleza, en género, en rango y en tiempo, pues es la causa del tiempo” (Kindī, 1986:

88
47).
Dos principios articulan las ideas contenidas en el primer capítulo de la obra: que
ningún hombre puede por sí solo alcanzar la verdad en su totalidad y que todos los
elementos de verdad que están en los textos de los antiguos que nos han llegado no se
oponen a la religión. Quiere mostrar que lo que da a conocer la filosofía es lo mismo que
lo que da a conocer la religión. Y si la religión nos da a conocer a Dios, su soberanía y
unidad, lo mismo será conocido en la filosofía y, sobre todo, en su parte más noble y
excelsa que es la Filosofía Primera, según ya se vio anteriormente. La Filosofía Primera
es el estudio de la Verdad Primera, de la Causa Primera; en términos de religión, esto
consiste en conocer la divinidad y la unicidad de Dios. Por consiguiente, la metafísica
sólo puede ser Teología, porque se ocupa principal y fundamentalmente del estudio de
Dios, que es el Uno verdadero y la Causa de la unidad y de la existencia de todos los
demás seres, según se lee en otro texto, Sobre la explicación de la causa eficiente
próxima de la generación y de la corrupción: “Queda claro para ti que Dios es el ser
verdadero que no ha sido no-ser ni será no-ser nunca. No cesó ni cesará jamás de ser. Es
el Uno viviente que de ninguna manera puede multiplicarse. Es la causa primera
incausada, el agente que no tiene a su vez agente, el que perfecciona sin tener un
perfeccionador. El que da el ser a todo a partir del no-ser, el que establece unas cosas
como motivo y causas de otras, según quedó aclarado en nuestra Filosofía Primera de
esta manera que se te ha explicado” (KindI, 1986: 102).
Los tres restantes capítulos de su libro Sobre la Filosofía Primera están dedicados a
poner de manifiesto la realidad eterna de Dios: “Ni cuerpo, ni movimiento, ni tiempo son
eternos; pero hay una esencia eterna en el comienzo del ser” (KindI, 1986: 94). Este
Dios es superior a la capacidad descriptiva del hombre y del cual nada se puede decir
positivamente salvo que es esencialmente Unidad. La metafísica de al-Kindī, inauguró,
de esta manera, una lectura teológica de la Metafísica de Aristóteles en el mundo árabe.
El universo se caracteriza por dos rasgos específicos: la finitud y la multiplicidad. El
primero de ellos es explicado por al-Kindī, a partir de dos principios aristotélicos que él
transformó en conclusiones completamente opuestas a las afirmadas por Aristóteles. En
primer lugar, la imposibilidad de que exista un infinito en acto (Física, III, 5, 204 a 20-
21). En segundo lugar, que lo continuo, a saber, el cuerpo, el tiempo y el movimiento
existen conjuntamente (Física, IV, 11; VI, 1-4).
La imposibilidad de que un cuerpo sea infinito en acto es mostrada en la epístola
Sobre la finitud del cuerpo del universo por medio de argumentos de tipo matemático
que parece haber tomado del neoplatónico de Alejandría, Juan Filopono. Primero
enumera las tres clases de magnitudes existentes, a saber, línea, superficie y volumen.
Después expone varios principios evidentes, referentes a las relaciones entre magnitudes
homogéneas, tales como los siguientes: que todos los cuerpos homogéneos, de los que
ninguno es más grande que otro, son iguales entre sí; que la distancia entre los límites de
cuerpos iguales es la misma en todos ellos; y otros semejantes. A continuación, expone la
contradicción en que se incurriría en caso de afirmar la existencia de un cuerpo infinito
en acto:

89
Si se supone que existe un cuerpo infinito y si de éste se extrae una parte finita,
entonces lo que queda del cuerpo infinito inicial será finito o infinito: Si lo que queda es
finito y se le vuelve a añadir la parte finita que antes se le había quitado, entonces el
cuerpo inicial habrá de contener partes finitas; como era infinito, entonces sucede que
sería finito e infinito a la vez, lo cual resulta absurdo y contradictorio. Si lo que queda es
infinito y se le añade la parte finita que se le había restado, entonces tendríamos que
habría un infinito más grande que otro infinito, puesto que el cuerpo infinito sin la parte
finita ha de ser necesariamente menor que el cuerpo infinito con la parte finita; sucedería
en este caso que un infinito es más grande que otro infinito, lo cual también es absurdo,
porque implicaría la afirmación de que el todo es igual a la parte. Como en ambos
supuestos se llega a la misma conclusión absurda y contradictoria, hay que inferir que la
hipótesis de la existencia de un cuerpo infinito es absurda. Necesariamente todo cuerpo
habrá de ser finito. El universo, pues, es finito por necesidad.
En Sobre la filosofía primera, además de repetir el mismo argumento anterior,
expone otros tres para mostrar que el universo no es infinito en el tiempo. El primero de
ellos está basado en la definición de lo eterno, que es aquello que nunca fue no-ser; como
lo que nunca ha sido no-ser no tiene causa ni género ni especie, mientras que el cuerpo
tiene causa, género y especie, el cuerpo no es eterno. El segundo argumento se
fundamenta en la misma definición de tiempo, que es una extensión y una cantidad
continua, en tanto que es lo que mide el movimiento; como ya ha probado que el cuerpo,
en tanto que magnitud continua, no puede ser infinito, entonces el tiempo, que se da
conjuntamente con el cuerpo y con el movimiento, tampoco puede ser infinito.
Finalmente, como tercer argumento utiliza la consideración dialéctica del tiempo para
alcanzar la misma conclusión: si antes de cada período de tiempo hay otro período de
tiempo, y así hasta el infinito, entonces habrá un tiempo infinito desde la eternidad hasta
el día de hoy; pero si es así, no se podría llegar nunca a un instante determinado en el
pasado, porque el infinito no se puede dividir en instantes, puesto que estaría entonces
compuesto de partes finitas, con lo que sería finito e infinito a la vez. Igual sucede con el
tiempo futuro, es decir, con el espacio de tiempo que va desde hoy hasta el infinito
futuro: se llegaría a la misma conclusión contradictoria y absurda: por consiguiente, el
tiempo ha de ser finito. Si el tiempo es finito, también lo ha de ser el movimiento, por
numerar al tiempo. Y si el movimiento es finito, también lo es el cuerpo. En conclusión,
el universo es finito en el tiempo.
Todos estos argumentos que utiliza al-Kindī, están basados en un concepto
fundamental: el de extensión, común a tiempo, movimiento y cuerpo: “No hay tiempo sin
movimiento, ni movimiento sin cuerpo, ni cuerpo sin movimiento, ni tampoco cuerpo sin
extensión, porque la extensión es aquello en lo que hay ser, es decir, aquello en lo que
hay una cierta cosa” (Kindī, 1986: 58). Este texto de Sobre la filosofía primera expresa
la idea central de la concepción del filósofo árabe, pues por ella puede elaborar sus
argumentos contra la infinitud del universo. La extensión es la condición de existencia de
todo cuerpo, es el atributo fundamental de todo aquello que no es Dios; es un atributo
que posee diversas manifestaciones o modos: la corporeidad, la movilidad y la

90
temporalidad. Por consiguiente, la extensión es la raíz última en la que descansa la fínitud
del universo.
En cuanto al otro rasgo que caracteriza al universo, la multiplicidad, es mostrada
mediante dos argumentos. El primero es de naturaleza física y se fundamenta en la
afirmación de las tres dimensiones de que consta todo cuerpo: longitud, latitud y
profundidad. El cuerpo está compuesto de género, que es la substancia propia de él, y de
diferencia específica, que son sus tres dimensiones. De nuevo se halla como concepto
que sustenta la tridimensionalidad el atributo de la extensión, que es la que fundamenta
entonces la multiplicidad. Es un concepto clave en la metafísica de al-Kindī, El segundo
argumento es de índole metafísica: es un análisis de la unidad y de la multiplicidad, que
al-Kindī, lleva a cabo a partir de textos aristotélicos (Metafísica, V, 6 , 23, 26) y
neoplatónicos, como la Teología platónica y los Elementos de teología de Proclo, esta
última obra en su versión árabe, conocida, como se dijo, por Libro del Bien puro o Libro
de las causas. A lo largo de varias páginas muestra cómo todo aquello de lo que se dice
que es uno, en realidad es múltiple, porque tanto en el individuo como en el género,
especie, diferencia, propiedad y accidente común siempre hay composición. Cuando se
habla de unidad en el universo, sólo se trata de una unidad accidental, metafórica,
impropia.
El universo es finito y múltiple. Como finito, ha comenzado a ser y requiere una
causa que le diera el ser. Como múltiple, en tanto que la multiplicidad siempre exige una
unidad por no ser otra cosa que reunión de unidades, el universo postula la existencia de
una unidad esencial, verdadera, propia, aquella unidad real por la que hay unidad
aparente. Por consiguiente, la fínitud y la multiplicidad del universo proclaman la
existencia de una causa única, verdaderamente una. Esta causa ha de ser exterior al
universo, real, permanente, sin semejanza alguna con sus efectos. Es causa trascendente,
causa eficiente primera, que da razón de la existencia de las cosas por ser creadora de
ellas. Esencialmente una, esta causa sólo puede ser Dios, tal como había afirmado la
revelación coránica.
De esta manera, al-Kindī, propuso una explicación estrictamente filosófica de uno de
los principios religiosos del Islam, el de la unidad y unicidad de Dios. Por esto
precisamente entiende que la metafísica es teología, es decir, discurso racional acerca de
Dios: el objeto de esta ciencia es la Causa primera, verdadero Uno, Dios. Es,
ciertamente, el Dios de la religión, pero también lo es de la filosofía, entendido como
Unidad que sustenta la multiplicidad y como Eternidad que fundamenta la finitud. Así, al-
Kindī, establecía a Dios como Ser necesario, frente al universo que es contingente, en
una doctrina que tendría importantes repercusiones posteriores.
De este Uno verdadero sólo es posible afirmar su negatividad, esto es, que sólo
puede ser descrito en términos de lo que no es, porque no es comparable a ninguno de
los predicados, ni posee ninguna de aquellas propiedades que el hombre puede llegar a
conocer. El Uno no es nada pensable, no es materia, no es movimiento, no es alma, no
es intelecto, no es todo, no es parte. Dios no acepta ser definido para que no pueda ser
abarcado dentro de los límites de los seres contingentes, finitos y múltiples. Sólo puede

91
ser entendido como unidad pura, una unidad que procede de su misma esencia y no de
algo exterior a ella. Dios, por tanto, está por encima de toda intelección humana, más allá
de todo discurso filosófico sobre su naturaleza. La acción de esta Causa primera,
considerada manifiestamente como una creación de la nada, parece que debe ser
entendida como una emanación jerarquizada procedente del Uno, en doctrina que luego
sería ampliamente desarrollada por los restantes filósofos árabes, por la continua
utilización que hace nuestro autor de términos cuya significación precisa es la de
“emanación”.
Dios es, por tanto, causa directa del universo. Pero también lo es indirecta, en
cuanto se sirve de agentes mediadores, los cuerpos celestes, según afirma en la epístola
Sobre la explicación de la causa eficiente próxima de la generación y de la
corrupción, de una manera que recuerda claramente las tesis expuestas en el Libro de
las causas, lo que sugiere, como se ha dicho antes, la presencia de Proclo en el pensar de
al-Kindī, La filosofía griega era, de esta manera, asimilada por el Filósofo de los árabes.
Supo hacer uso de ella para dar una explicación de la revelación a la luz de la razón
humana. Con ello dio comienzo a una nueva forma de entender el Islam.

92
5
Al-Farabi

C
onocido en la literatura árabe por el sobrenombre de al-mu 'allim aitārtī, “el Maestro
segundo” -Aristóteles fue el “Maestro primero”-, al-Fārābī fue el gran promotor de la
filosofía árabe, en tanto que planteó y desarrolló las principales cuestiones que
caracterizaron a la Falsafa. Fue considerado por los antiguos biógrafos como uno de los
más ilustres representantes de la filosofía en el Islam: “Al-Fārābī el conocido filósofo, fue
autor de tratados sobre lógica, música y otras ciencias; fue el más grande de los filósofos
musulmanes, sin que nadie entre ellos haya alcanzado su categoría científica, pues
incluso el ra ls Abū 'Alī ibn Slnà, del que ya hemos hablado, se instruyó con sus libros y
se sirvió de sus tratados”, dice de él Ibn Jallikán. El mismo Avicena se refiere a al-Fārābī
en la Carta a Kiyd diciendo lo siguiente: “En cuanto a Abū Nasr al-Fārābī debe ser
ampliamente engrandecida su doctrina y no debe ser puesto en el mismo lugar que los
demás; puede que sea el más excelente de nuestros predecesores”.
A pesar de ello, fue poco conocido hasta la segunda mitad del siglo XIX, en que
primero M. Steinschneider y luego F. Dieterici lo dieron a conocer de una manera
suficientemente amplia. Su filosofía fue la precursora de las obras y del pensamiento de
Avicena y de Averroes, lo que ha llevado a falsear su talla, desvirtuando su verdadera
perspectiva y su significado histórico. Por otra parte, las pocas obras suyas que hasta
hace poco se conocían han llevado a muchos historiadores a considerarlo como un autor
de segunda fila, citado sólo como precursor de Avicena. El conocimiento de obras recién
descubiertas y editadas permite sostener que al-Fārābī fue un pensador de elevada
categoría y de enorme originalidad, auténtico inspirador de todas las cuestiones filosóficas
que luego se propusieron explícitamente en el mundo islámico, sin cuyo pensamiento
difícil sería entender la posterior filosofía. El mismo Avicena reconoció su deuda con él,
cuando narra en su autobiografía que sólo pudo comprender la Metafísica de Aristóteles,
que había leído cuarenta veces y que había aprendido de memoria, tras la lectura que

93
hizo del comentario de al-Fārābī También Averroes tiene por maestro muchas veces y en
diversas cuestiones a nuestro filósofo.

5.1. Su vida y su obra

Aunque los más importantes biógrafos árabes se han ocupado de este autor, sin
embargo no son muchas las noticias que sobre él transmiten. Además, los más explícitos
son bastante posteriores a la época en que vivió. Así, por ejemplo, Ibn al-Nadīm, que
escribió poco después de la muerte del filósofo, apenas dice nada: que nació en tierras del
Jurāsān y que destacó por su conocimiento de la lógica y de las ciencias antiguas.
Abū Nasr Muhammad al-Fārābī conocido entre los latinos medievales por Al-Farabi
y Abunazar, nació en la Transoxiana, en Wasīŷ, distrito de Fārāb en las orillas del
Yaxartes, Slhün o Syr Dariá, en fecha que no es citada por ninguna fuente, pero que
pudo ser en tomo a los años 870-875, puesto que Ibn Jalliqán indica que murió cuando
tenía ochenta años de edad y todos los biógrafos coinciden en señalar que su muerte tuvo
lugar en el mes de raŷab del año 339, esto es, a fines del año 950. Se dice que su padre
fue un noble persa, oficial del ejército al servicio de los emires sāmāníes.
Poco se sabe de su primera formación. Su lengua materna pudo ser el turco o el
sogdiano y luego aprendió el árabe, como después se verá. Probablemente comenzó sus
estudios de ciencias islámicas y música en Bujará, desde donde pudo trasladarse a Marw,
actual Mari, floreciente centro de cristianos nestorianos, donde parece haber comenzado
a estudiar lógica con el médico nestoriano y notable lógico Yūhannā b. Haylán, con quien
pudo trasladarse a Bagdad durante el califato de al-Mu'tadid (892-902): “De sí mismo
dijo al-Fārābī que estudió con Yūhannā b. Haylán hasta el final del Libro de la
Demostración (Analíticos Posteriores)” (Ibn Abī Usaybi'a, 1882, II: 135). Este mismo
biógrafo, antes de referirse a la estancia de al-Fārābī en Bagdad, informa que fue
vigilante en un jardín de Damasco, donde pasaba las noches enfrascado en la lectura de
libros de filosofía, iluminándose con la antorcha de guardián. Parece que al-Fārābī
aprendió árabe cuando llegó a Bagdad, por lo que su contacto con su maestro pudo ser
en siríaco, en turco, en sogdiano o, incluso, en persa, sin que tampoco pueda descartarse
el griego. El biógrafo Ibn Jallikān afirma que conocía más de setenta lenguas, pero
existen razonables dudas sobre ello.
En Bagdad estudió árabe con Abū Bakr al-Sarrâŷ, uno de los más afamados
maestros de ese arte, a la vez que éste aprendía lógica de al-Fārābī Esta información es
valiosa porque permite adivinar la importancia que Abū Nasr concedió a las relaciones
entre pensamiento y lenguaje, preocupación constante en su reflexión filosófica, como lo
prueban las numerosas páginas que a ello dedica en distintas obras: lógica y gramática
están en íntima relación; pero la gramática, que es una ciencia particular, propia de cada
pueblo, frente al carácter de arte universal que tiene la lógica, no es instrumento idóneo
para la búsqueda de la verdad. Cuando en el Kitdb al-hurūf (“Libro de las letras”)

94
expone sus ideas sobre las relaciones entre lógica y gramática, es posible que tuviera en
mente la célebre disputa que tuvo lugar en Bagdad en el año 932 entre el lógico Abū Bisr
Matta y el gramático al-Sīrāfī sobre las excelencias de sus respectivas artes.
Precisamente, en Bagdad entró en contacto, como discípulo, con este lógico, el traductor
nestoriano, Abū Bisr Matta b. Yünus (m. 940). Es importante realzar estos contactos con
cristianos, entre otras cosas, porque, como se ha afirmado, la fórmula trinitaria usada por
los nestorianos se encuentra, despojada de su significación cristiana, en la concepción
farabiana del Ser primero como Intelecto: El que ama es idéntico a lo amado e idéntico al
amor y el que entiende es idéntico a lo entendido e idéntico al intelecto.
Durante el califato de al-Muktafī (902-908) o al comienzo del de al-Muqtadir (908-
932) pudo dejar Bagdad y trasladarse a Constantinopla, donde poco antes acababa de
morir el ilustrado Patriarca Focio (m. 891), que promovió un renacimiento de los
estudios de Platón y de Aristóteles. Es lo que parece afirmar un biógrafo, al-Jattābī (m.
998), quien dice que, después de completar sus estudios de lógica con Yūhannā b.
Haylán, “viajó a tierras de los griegos y permaneció allí durante ocho años, hasta que
completó el estudio de las ciencias y aprendió el sílabo filosófico completo”, lo que
permite explicar su acceso a ciertas tradiciones y textos y al carácter de su platonismo.
Al-Fārābī estudió también medicina, que nunca llegó a practicar, matemáticas y música,
disciplina ésta de la que fue uno de los primeros y más importantes teóricos medievales,
refiriendo un biógrafo que fabricó un instrumento del que, sabiamente tocado, extraía
maravillosas melodías que embriagaban el espíritu y con el que era capaz de hacer pasar
a sus oyentes de la risa al llanto y de la alegría a la tristeza. Dedicado a la enseñanza en
Bagdad después del año 920, se sabe que tuvo numerosos discípulos, entre ellos el
conocido cristiano jacobita, Yahyā b. 'Adī (m. 975).
Varios estudiosos han señalado la afinidad de pensamiento entre la filosofía de al-
Fārābī y la especulación intelectual de diversos grupos šī'íes. Dos biógrafos indican que
hacia el año 942, un momento en que en Bagdad reinaba una confusión política interna,
al-Fārābī abandonó la ciudad y se trasladó a Siria, a la corte del soberano hamdní Sayf
al-Dawla, conocido en la historia por su filiación šī'í, en cuyos salones se respiraba un
ambiente cultural, elegante y refinado, donde se daban cita hombres de ciencia, poetas y
filólogos renombrados. Su estancia aquí se prolongó hasta la fecha de su muerte, a
finales del año 950, salvo un breve viaje que realizó a Egipto, donde ya se había
establecido el imperio fātimi, también vinculado a los šī'íes. Aquí compuso unos fusl,
secciones o capítulos, para su más conocida obra, el Kitcāb al-madīna al-fidila (“La
ciudad excelente”) y aquí acabó de componer su Kitāb al-siyasa al-madaniyya
(“Política”). ¿Qué sentido pudo tener esta estancia suya en lugares regidos por soberanos
šī'íes. Se ha supuesto que estos viajes tuvieron que ver con cierta afinidad ideológica con
los gobernantes de Alepo y Egipto. En su obra Fusūl al-madam o Fuşūl muntaza 'a hay
una referencia significativa: “Al hombre virtuoso le está prohibido permanecer en las
políticas inmorales, debiendo emigrar a las ciudades virtuosas si es que existen de hecho
en su época. Si no existieran, el virtuoso será entonces un extraño en este mundo y su
vida será un mal, y le será preferible antes morir que seguir viviendo” (Al-Fārābī 1992:

95
142). ¿Estaba aludiendo a los problemas por los que pasaba el califato de Bagdad,
viéndolo como un ejemplo de mal gobierno y decidiendo marchar a una madīna fadila ,
a una “ciudad virtuosa o excelente”, que para él sería la de Sayf al-Dawla?
Sus principales obras, algunas de ellas compuestas en este último período de su vida,
son de carácter fundamentalmente político. En ellas propone una nueva consideración de
la realidad, especialmente de la realidad política, que ha de tomar como base y punto de
partida las normas dimanadas de la razón humana. Parece, entonces, que su intención
fue la de proponer una reforma de Estado islámico. Tal reforma sólo podía ser entendida
desde un no compartir la ideología oficial. Esto, en el ámbito sunní, sólo podría provenir
de quien estuviera próximo a los planteamientos šī'íes. movimiento que en el siglo X se
había caracterizado por una intensa actividad política y misionera. Se podría pensar,
entonces, que la posición farabiana habría sido la propia de un intelectual šī'í Es cierto
que hay paralelismos, similitudes y referencias explícitas entre ambos sistemas. Pero
también lo es que son mayores las diferencias que se pueden encontrar entre ellos,
especialmente en dos temas relevantes: la profetología y la gnoseologia. Si hay
coincidencias, la razón está en la fuente común de la que se nutren ambos sistemas, la
filosofía griega. Su intención, según puede colegirse del análisis de sus obras, fue ofrecer
soluciones a problemas de su época, recurriendo a la filosofía griega. Pensó que sólo
podría proporcionar condiciones universales para estructurar un nuevo Estado islámico,
válido para todo musulmán. Que su propuesta de Estado no pasara de ser una utopía, no
impide dejar de ser visto en este contexto. En otras palabras, aun reconociendo que no
era más que un planteamiento utópico lo que formulaba, ello no implicaba que su
pensamiento no estuviera en conexión con el momento histórico en que le tocó vivir.
Por lo que se refiere a sus escritos, las listas de títulos que nos transmiten sus
biógrafos oscilan en tomo a los cien epígrafes, pero ni todos ellos nos han llegado, ni
tampoco todas las obras que se han conservado son auténticas. Estas obras se pueden
distribuir en tres grandes grupos. En primer lugar, sus Comentarios, en especial a obras
de Platón, Aristóteles, Porfirio, Alejandro de Afrodisia. En segundo lugar, un cierto
número de pequeños escritos o monografías, que versan sobre distintos temas filosóficos,
como lógica, física, psicología, metafísica, ética y política, cuestiones diversas y
refutaciones contra Galeno y Juan Filopono. Finalmente, sus obras más importantes,
como Ihsā al- 'ulūm (“La clasificación de las ciencias”); la trilogía compuesta por TahsTl
al-safáda (“La obtención de la felicidad”), Falsafat Aflátün (“La filosofía de Platón”) y
Falsafat Aristütālīs (“La filosofía de Aristóteles”); su más célebre obra, Mabādi’ ara ahí
al-madína al-fadila (“Principios de las opiniones de los habitantes de la ciudad
excelente”); su importante Kitāb al-hurūf (“Libro de las letras”), especie de comentario a
la Metafísica de Aristóteles. O, en fin, tres obras más de carácter político: Kitāb al-
siyāsa al-madaniyya (“Política”), Kitāb al-milla (“Libro de la religión”) y Fuşūl al-
madanī (“Artículos de la [Ciencia] Política”), también conocida por Fuşūl muntaza 'a
(“Artículos seleccionados”).

96
5.2. La filosofía, saber superior a la religión

La lectura de estas obras permite ver que el pensamiento de al-Fārābī es un intento


de proponer una nueva consideración de la realidad basada en la razón, dentro de una
sociedad, la musulmana, regida por normas de inspiración divina. Del estudio racional de
la realidad podrían extraerse normas para establecer un orden social perfecto, que haría
posible al hombre, definido como un ser social por naturaleza, alcanzar su perfección y
su felicidad última. Gran conocedor de la filosofía griega en general y de Aristóteles en
particular, al-Fārābī admite el natural deseo de conocer del hombre. Este deseo se
expresa en el objetivo al que tiende todo hombre, que es alcanzar su perfección, la
felicidad: “La felicidad es el bien absoluto… Y puesto que el objetivo de que exista el
hombre está en conseguir la felicidad última, es necesario que, para alcanzarla, conozca
la felicidad… Necesita conocer, además, aquellas cosas que debe hacer para alcanzar por
medio de ellas la felicidad y después hacerlas” (Fārābī 1992: 44-47). Aunque sea difícil
precisar con exactitud la naturaleza de la felicidad en el pensamiento farabiano, puesto
que unas veces la comprende como actividad puramente teórica y otras veces como
actividad teórica y práctica a la vez, su búsqueda lleva al hombre al conocimiento, en
tanto que sólo alcanzando la excelencia de su intelecto obtiene su perfección, en la que
consiste la felicidad. Pero ésta, aunque individual, sólo se consigue si el hombre vive en
una comunidad, razón por la que la búsqueda de la felicidad tiene que ver con la
sociedad y con la política.
Para elaborar su pensamiento, guiado por estas ideas, se sirvió de la política
platónica, a la que tomó como modelo. En La filosofía de Platón afirma que el filósofo
griego recurrió al método socrático de investigación científica para instruir y educar a los
habitantes de su nación y hacerlos salir de la ignorancia. Ésta parece haber sido la tarea a
la que él mismo se entregó, según se percibe en su Catálogo de las ciencias, al
clasificarlas a todas ellas en orden a la política. Que la filosofía es el único camino para
establecer una sociedad perfecta, en la que el hombre puede alcanzar su felicidad, es algo
que recorre profundamente toda la obra farabiana. Su identificación del hombre de
Estado con el filósofo-gobernante de Platón y con el profeta-guía de la comunidad
musulmana lo confirma. ¿Qué es lo que sirve de fundamento a esta concepción? Al-
Fārābī es bien explícito: la superioridad de la filosofía sobre la religión. No es esta última
la que puede dar una base racional a la sociedad, porque no procede de la razón.
Distingue dos tipos de conocimientos, los generales o comunes, a los que acceden
todas las gentes, y los propios de las artes, sólo asequibles a los expertos (al-jawāss): “Es
evidente que las gentes comunes y el vulgo son anteriores en el tiempo a los expertos,
pues los conocimientos generales, que son la primera opinión inmediata de todos, son
anteriores en el tiempo a las artes prácticas y a los conocimientos que son propios de
cada una de estas artes” (Fārābī 1969: 134). Hay conocimientos comunes y los hay
específicos. Los comunes componen los primeros saberes que obtiene el hombre, puesto
que dependen de las primeras sensaciones; los otros se constituyen a partir de éstos y de
ellos se ocupan sólo los expertos. ¿Quién es el experto? En principio, es el especialista en

97
cualquier arte dentro de ese arte. Así, se puede hablar del teólogo, del jurista, del
gobernante o del médico como expertos en determinados conocimientos. Pero en sentido
propio, el verdadero experto es el filósofo: “Entonces, los expertos de manera absoluta
son los filósofos que son absolutamente filósofos. El resto de aquellos que se cuentan
entre los expertos sólo están entre ellos porque tienen una semejanza con los filósofos…
Ninguno de estos [otros expertos] debe ser llamado experto a no ser de manera
metafórica. En primer lugar y por excelencia se consideran expertos de manera absoluta a
los filósofos; luego, a los dialécticos y a los sofistas; luego a los legisladores; luego a los
teólogos y alfaquíes” (Fārābī 1969: 133-134).
¿Por qué el filósofo es el verdadero experto? Porque es el único que tiene como
objeto de estudio científico el saber más elevado, la sabiduría, por la que se conocen las
causas de todo lo que existe, la causa de las causas que es el Ser Primero, Uno y
Verdadero, y por la que también se conoce cómo llegan a la existencia todas las cosas y
los grados de los seres según un orden. Es decir, el filósofo es el que adquiere el
conocimiento del universo y de Dios como causa del mismo. Así define la filosofía en
otro texto: “La filosofía consiste en el conocimiento del Creador; que es Uno e
inmutable; que es Causa eficiente de todas las cosas; que es el organizador de este
mundo” (Fārābī 1890: 53).
¿Cómo obtiene el filósofo este conocimiento del universo, que es un conocimiento
sumamente especializado? Siguiendo el método que establece la lógica. Esta es el arte
que determina “las reglas que pueden rectificar la mente y dirigir al hombre por el recto
camino hacia la verdad” (Fārābī 1953: 21-22). Y en cuanto ciencia del pensar humano, la
lógica señala los cinco métodos de razonamiento: el demostrativo, que produce un
conocimiento cierto; el dialéctico, que se usa sólo para argumentar por medio de
afirmaciones comunes y opiniones acreditadas, admitidas por todos los hombres sin
demostrar, con lo que se convierten en proposiciones meramente probables; el sofístico,
que induce a error y a confusión, llegando a convertirse en una habilidad técnica para
engañar y falsificar la verdad; el retórico, cuyo fin es persuadir al hombre acerca de
cualquier opinión, pero sin producir el asentimiento propio de la opinión probable,
característica del dialéctico; y, en fin, el poético, que intenta provocar en la mente una
representación imaginativa, a través de las palabras, para inducir al hombre falto de
reflexión a aceptar o rechazar lo representado.
La filosofía tiene como propio el método demostrativo, aquel que lleva certeza a la
ciencia. Por este método el hombre adquiere un conocimiento científico del universo y de
su causa: “El discurso filosófico se llama demostrativo; aspira a enseñar y hacer clara la
verdad en aquellas cosas cuya naturaleza consiste en llegar al conocimiento cierto”
(Fārābī 1985-87,1: 57).
Pero este conocimiento, reservado a los expertos, también puede ser alcanzado por
todos los hombres. El medio del que disponen es la religión, que sigue los métodos
dialéctico, retórico y poético, por medio de los cuales se enseña a las gentes muchas
cosas especulativas: “La religión no ha sido instituida más que para convencer, no para
ser utilizada en la reflexión ni para descubrir por ella aquello sobre lo que ella persuade”

98
(Fārābī 1971a: 59). La religión no es más que un conocimiento del universo y de su
Causa primera a través de vías distintas a las seguidas por la filosofía: “Puesto que la
dialéctica proporciona una poderosa opinión allí donde las demostraciones proporcionan
certeza, o en la mayoría de los casos, y la retórica produce persuasión en la mayoría de
los casos en que no hay demostración ni tampoco consideración dialéctica, y puesto que
la religión virtuosa no es sólo para los filósofos ni para aquellos cuya situación es
comprender filosóficamente lo que se dice, sino que la mayoría de aquellos a quienes se
les da a conocer y se les hace comprender las opiniones de la religión y aceptan sus
acciones no están en aquella situación -sea por naturaleza, sea porque se han
despreocupado de ello-, no siendo de aquellos que no comprenden las opiniones
generalmente conocidas o los argumentos persuasivos, entonces, por esa razón, la
dialéctica y la retórica son de gran utilidad para que por medio de ellas las opiniones de la
religión entre los ciudadanos sean confirmadas, asistidas, defendidas y consolidadas
firmemente en sus almas, y para que por medio de ellas esas opiniones sean auxiliadas
cuando se presente quien quiera inducir a error y a equivocación a sus habitantes por
medio de la palabra” (Fārābī 1992: 78-79).
La filosofía es el camino de la ciencia; la religión es el que lleva a un conocimiento
inferior metodológicamente a aquél, pero más necesario porque se dirige a los no
expertos. Al-Fārābī proclama la superioridad de la filosofía sobre la religión: aquélla
procede de la razón, facultad superior del hombre; ésta es fruto de la imaginación,
facultad inferior a la razón por la que el profeta traduce la verdad, inspirada y revelada,
en símbolos que pueden ser comprendidos por todos los hombres: “Los principios de los
seres y sus grados, la felicidad y el gobierno de las ciudades virtuosas o bien son
concebidos y entendidos, o bien son imaginados por el hombre. Concebirlos consiste en
que se impriman en el alma del hombre sus esencias, tal como existen realmente.
Imaginarlos consiste en que se impriman en el alma del hombre sus imágenes, sus
representaciones y cosas que los imitan. Esto es semejante a lo que ocurre en las cosas
visibles, como por ejemplo el hombre: lo vemos a él mismo, o vemos una representación
suya, o vemos su imagen en el agua, o vemos la imagen de su representación reflejada en
el agua o en otras clases de espejos. Verlo nosotros a él mismo es como concebir el
intelecto los principios del ser, la felicidad y lo demás. Ver nosotros al hombre reflejado
en el agua o verlo en representación se parece a la imaginación, porque nuestro verlo en
representación o reflejado en el espejo es ver aquello que imita al hombre. Así también,
cuando imaginamos estas cosas estamos en realidad concibiendo aquello que las imita, no
concibiéndolas en sí mismas. La mayoría de los hombres, por disposición natural o por
costumbre, no tiene capacidad para comprender y concebir estas cosas. Son aquellos a
los que hay que representarles en imagen, por medio de cosas que los imitan, cómo son
los principios de los seres y sus grados, el intelecto agente y el gobierno primero. Los
significados y las esencias de éstos son unos e inmutables, mientras que las cosas que los
imitan son muchas y variadas, unas más cercanas a lo que imitan y otras más alejadas;
así también sucede en los objetos visibles: la imagen del hombre reflejada en el agua es
más cercana al hombre real que la imagen de la representación del hombre reflejada en el

99
agua. Por ello, es posible imitar estas cosas para cada grupo y para cada nación sin
servirse de las cosas que las imitan para otro grupo o para otra nación. Por ello, puede
haber naciones y ciudades virtuosas cuyas religiones sean diferentes, aunque todas ellas
se encaminen hacia una y la misma felicidad. La religión consiste en las impresiones de
estas cosas o en las impresiones de sus imágenes en las almas. Puesto que es difícil que
la gente vulgar comprenda estas cosas mismas tal como son, se ha de intentar dárselas a
conocer por otro medio y éste es la imitación. Estas cosas, pues, han de ser imitadas para
cada grupo o nación por medio de aquellas cosas que sean más conocidas por ellos.
Puede suceder, sin embargo, que lo más conocido para cada uno no sea lo más conocido
para otro” (Fārābī 1992: 53-54).
La religión, entonces, no es sino una representación simbólica de la verdad, una
imagen especular realizada por la facultad imaginativa, por lo que la función imitativa de
ésta es sumamente importante en el profeta, legislador y filósofo que rige la ciudad, ya
que a través de ella da a conocer a las gentes los principios de los seres y la felicidad. La
religión descansa en concepciones que “imitan” la esencia de las cosas y se sirve de un
lenguaje retórico y de imágenes. En otro texto se puede leer este significativo pasaje: “El
símbolo y la imitación por medio de imágenes es una de las maneras de enseñar al vulgo
y al común de las gentes numerosas cosas teóricas difíciles, para producir en sus almas
las impresiones de esas cosas por medio de sus imágenes” (Fārābī 1961 : 85). Está
explícita la afirmación del papel secundario de la religión frente a la filosofía.
Ambas, religión y filosofía, tienen una misma fuente, una iluminación superior que
proviene de Dios. Pero no se recibe de manera directa, como ocurría en al-Kindī, sino
por mediación del intelecto agente, entidad separada del hombre, perteneciente al mundo
supralunar, inmaterial e incorpóreo, que tiene como misión regir, en todos sus aspectos,
al mundo sublunar. Cuando del intelecto agente fluye una emanación de formas que
actualizan al intelecto humano, el hombre adquiere conocimiento de las verdades
inteligibles, llegando a ser sabio y filósofo. Si esa iluminación actualiza la potencialidad de
la imaginación, el profeta -único capaz de recibirla en toda su perfecciónreproduce en
imágenes las verdades inteligibles y las comunica a todos los hombres, de manera que las
conozcan todos aquellos que no pueden obtenerlas intelectualmente. De aquí que las
religiones sólo sean un conjunto de opiniones, creencias y acciones, establecidos por el
profeta-legislador de esa religión, que han de ser entendidas como un lenguaje apto para
ser comprendido por los miembros de la comunidad para la que han sido decretadas esas
opiniones y acciones, como expresamente dice en el Libro de la religión.
Esta concepción le permite fijar la idea de que mientras la filosofía es universal,
porque pertenece al ámbito del pensamiento -cuya estructura es idéntica en todos los
hombres, porque está regido por las leyes universales de la razón, por las normas y
cánones descritos en la lógica-, las religiones son particulares, variando de nación a
nación, de pueblo a pueblo, porque los símbolos con que se expresa la verdad son
propios y singulares de cada uno de ellos, aptos para ser comprendidos en cada pueblo o
nación. Hay una sola filosofía, universal, y diversas religiones, particulares, como hay
también una sola lógica, universal porque proporciona reglas universales para todos los

100
hombres, y diversas lenguas y gramáticas, siendo éstas las artes por las que se establecen
las normas y cánones propios de cada una de las lenguas particulares.
Estas afirmaciones no implican un rechazo de la religión. Por el contrario, al-Fārābī
sostiene la necesidad de la revelación, para que la gente común, la no experta, conozca la
verdad; para él, la religión cumple una función social al constituirse en Ley por la que se
rigen las comunidades que la aceptan y al dar a éstas cohesión plena. Sin embargo, es la
filosofía la única que ofrece un conocimiento científico, por demostrativo, de la verdad.
La razón, por lo tanto, es superior a la revelación y la filosofía es una manifestación
universal que se sitúa sobre cada una de las religiones particulares propias de cada
pueblo.
La filosofía, consiguientemente, es superior a la religión. ¿Cómo proporciona los
fundamentos de un orden social justo y racional? Define la filosofía como un saber
teórico y práctico a la vez, puesto que su fin es conocer al Creador, como actividad
especulativa, e imitarlo en la medida de lo posible al hombre, como actividad práctica.
Pero también la filosofía es una reflexión metódica sobre la felicidad humana y sobre el
modo de alcanzarla en una comunidad, según sostiene en La ciudad ideal. Frente a una
concepción del Estado como fruto de una inspiración divina, al-Fārābī opone un Estado
cuyas normas y reglas proceden de la facultad racional en su grado más perfecto. La
ciudad excelente, aquella en la que los ciudadanos han de encontrar las mejores
condiciones para obtener la felicidad, es la que se establece en virtud de las leyes y
constituciones que otorga el Jefe primero, el Filósofo, el Profeta o Imām términos
sinónimos que aluden al filósofo-gobernante platónico.
Este filósofo está obligado a adquirir el conocimiento del universo y el de Dios como
Creador. Tal es su fin teórico. Pero también, y ésta es la actividad práctica que ha de
desarrollar, ha de imitar al Creador. Puesto que Dios es el creador y el que mantiene el
orden del universo, el filósofo ha de fundar y sostener el orden del Estado, cuya
constitución ha de ser análoga a la del universo. Así, Dios, creador del mundo, que es el
Dios de la religión, es también el Dios de la filosofía. Es la Razón universal que gobierna
el universo. Al-Fārābī lo expresa filosóficamente unificando las tradiciones aristotélica y
neoplatónica: es el Uno, el Ser primero, la Causa primera; pero es también el Primer
Intelecto, el Primer Motor que mueve inteligentemente. Dios, el Uno, en tanto que se
piensa a sí mismo, crea por emanación la multiplicidad del universo. Las cosas llegan a
ser, pues, en virtud de la Razón cómo principio de orden.
Conocer este orden del universo le es necesario al filósofo para implantarlo en el
mundo de los hombres, en la sociedad humana. Por este motivo el Estado ha de estar
regido por normas que dimanen de la razón, que es lo divino que hay en el hombre en
tanto que reflejo e imagen de la Razón universal. Solamente si el Estado está fundado en
los dictados de la razón, podrá ser un Estado perfecto, una Ciudad excelente, en la que el
hombre pueda alcanzar de manera plena su felicidad. La filosofía es, entonces, necesaria
en el Estado perfecto. Pero también lo es la religión, porque es el único camino de que
disponen los no filósofos para acceder a la verdad que éstos obtienen por su razón. Esta
religión necesaria en la sociedad ha de adoptar la forma de una religión racional, puesto

101
que ella es humana y da a conocer lo mismo que la filosofía: “Puesto que la religión es
considerada como algo humano, es posterior en el tiempo a la filosofía en general, pues
por medio de ella solamente se pretende enseñar a la gente aquellas cosas, teóricas y
prácticas, que se han deducido en la filosofía, mediante medios que sean asequibles a la
gente” (Fārābī 1969: 131). Así, la filosofía de al-Fārābī se presenta como un intento de
naturalizar los postulados de la razón en una comunidad regida por normas que proceden
de la Voluntad divina, manifestadas en una revelación. Por esto, se puede decir que esta
filosofía tiene un carácter esencialmente político.

5.3. Metafísica y estudio del universo

La Metafísica de Aristóteles entendida como saber acerca de la divinidad tuvo una


larga historia en la tradición aristotélica griega. Como se ha visto por la interpretación de
al-Kindī, también el mundo árabe entendió, al menos en un primer momento, sólo como
teología el objeto supremo de la metafísica. Es lo que parece indicar Avicena en un
pasaje autobiográfico ya aludido, donde dice que, después de haber leído cuarenta veces
la Metafísica de Aristóteles y de sabérsela de memoria, no comprendía su objetivo o
propósito. Sólo cuando leyó una obra de al-Fārābī cayó en la cuenta de cuál era ese
objetivo: “Logré dominar la Lógica, la Física y las Matemáticas, y llegué hasta la
Metafísica. Leí el libro de la Metafísica, pero no comprendí su contenido, pues para mí
era muy oscuro el objetivo de su autor, hasta el punto de que volví a leerlo cuarenta
veces hasta saberlo de memoria; a pesar de ello, no podía comprenderlo ni discernir su
propósito. Desesperé de mí mismo y me dije: “No hay manera de entender este libro”. Al
atardecer de un día acudí al lugar de los libreros y allí un vendedor tenía en su mano un
ejemplar sobre el que llamaba la atención. Me lo ofreció, pero yo lo rechacé disgustado,
creyendo que no tenía utilidad para esta ciencia. Pero entonces me dijo: “Cómpralo, pues
su dueño necesita el dinero y es muy barato. Te lo vendo por tres dirhems”. Lo adquirí y
hete aquí que se trataba del libro de Abū Nasr al-Fārābī Fi agrād kitāb mā ba 'd al-
tabī'a (“Sobre el objetivo del libro Metafísica”). Regresé a mi casa y me apresuré a
leerlo. Al punto se me revelaron los objetivos de aquel libro, porque yo me lo sabía
completamente de memoria. Me puse muy contento por eso y al día siguiente di muchas
limosnas a los pobres en agradecimiento a Dios Altísimo” (Avicena, 1974: 30-34).
En efecto, al-Fārābī se había ocupado ya del problema del objetivo o propósito de la
obra aristotélica y ofrece clara ilustración de la concepción que se tenía en su tiempo
acerca de ella. Es posible que su investigación sea una respuesta contra la interpretación
del objeto de la metafísica como teología islámica, lugar común al parecer en los inicios
de la filosofía en el Islam. Entre sus obras hay dos que podrían estar consagradas a la
Metafísica de Aristóteles. Una es el Libro de las letras, título que era una de las
denominaciones con que se conocía en el mundo árabe esa obra de Aristóteles. Pero el
libro de al-Fārābī no es un comentario al texto aristotélico, sino una obra original, en la

102
que su autor se ocupa de determinadas partículas: de las que sirven para preguntar por
las categorías, de aquellas que los gramáticos árabes no identifican como tal, pero sí los
gramáticos griegos, y de aquellas palabras que, no siendo partículas, por su función
actúan como tales. Al ampliar el contenido de las partículas, lo que al-Fārābī hace es
tomar por materia de sus reflexiones textos de Metafísica, en particular del libro A (V), y
de Categorías, en los que Aristóteles intenta precisar el significado de los términos más
frecuentes en el discurso filosófico. Es aquí donde la obra de al-Fārābī tiene relación con
las aristotélicas, en particular con Metafísica, pero sin que pueda ser considerada como
comentario a ella. Es, más bien, un ensayo sobre el lenguaje, en el que también aborda el
origen del lenguaje y las relaciones entre filosofía y religión.
La otra obra es su pequeño escrito citado por Avicena Sobre los objetivos del
Filósofo en cada uno de los tratados del libro conocido por <Libro de> las Letras
(Maqāla fi agrād). Como dice uno de sus biógrafos, esta obrita es una indagación sobre
el objetivo de Aristóteles en su Metafísica, libro por libro, bien entendido que no abarca
los catorce libros de ésta, sino sólo doce. De ella se ha dicho que no es sino el
complemento de la titulada Falsafat AristütdlTs (“La Filosofía de Aristóteles”), donde
analiza los principales escritos aristotélicos, con la única excepción de Metafísica, de la
que sólo dice lo siguiente: “Por eso Aristóteles, en su libro llamado Metafísica, comenzó
a investigar y a estudiar los seres de manera distinta a la investigación física” (Fārābī
1961 : 132). Esta Falsafat AristütdlTs muestra la necesidad de unir la filosofía teórica y
práctica para alcanzar la felicidad, lo que exige estudiar la razón humana por la que el
hombre alcanza la felicidad. Al considerar la primacía de esta facultad en su último grado
en la naturaleza del hombre, el intelecto adquirido, la investigación llega a un estadio que
supera la mera especulación física: el intelecto agente, cuya naturaleza pertenece a la de
los seres separados del mundo celeste y superando, en consecuencia, el ámbito de lo
físico: “Por eso tuvo que estudiar también las substancias de los cuerpos celestes: si son
una naturaleza, un alma, un intelecto u otra cosa más perfecta que éstas. Pero estas
cosas quedan fuera de la investigación física. Pues la investigación física sólo abarca lo
que está incluido en las categorías. Pero está claro que hay otros seres que quedan fuera
de las categorías: el intelecto agente y aquello que da a los cuerpos celestes el
movimiento circular perpetuo” (Fārābī 1961: 130).
El estudio de estos seres corresponde a la metafísica. Pero la obra de al-Fārābī se
detiene justamente aquí, cuando debiera dar una descripción de la Metafísica de
Aristóteles, como lo ha hecho de los otros libros del filósofo griego. En lugar de hacerlo,
reconoce que “no poseemos la ciencia metafísica”, en una frase nada clara, pero que
posiblemente apunte a la afirmación de que las cuestiones referentes al intelecto agente y
al motor de los cuerpos celestes no están resueltas de manera definitiva en la propia
Metafísica, donde sólo se insinúa la ciencia divina, pero no se desarrolla. En otras
palabras, no encontró en la obra aristotélica la respuesta a las cuestiones que había
planteado acerca del intelecto agente. La Maqāla no es la obra que debería continuar el
texto de la Falsafat Aristütálís, porque no es una investigación acerca de la felicidad
humana, ni sobre su último fundamento, el intelecto agente, como debería concluir la

103
visión farabiana de la filosofía aristotélica.
La Maqāla sólo tiene como objetivo presentar la Metafísica de Aristóteles,
señalando su propósito u objetivo en cada uno de sus libros. Esto no es más que una de
las nueve cosas que “conviene saber antes de aprender filosofía”, que es el título de otro
de sus pequeños escritos (Fārābī 1890: 49), donde dice que la segunda de estas cosas que
conviene saber es, precisamente, el objetivo de Aristóteles en cada uno de sus libros.
Comienza señalando el error en que han caído muchos hombres al prejuzgar que la
Metafísica de Aristóteles trata de Dios, del intelecto y del alma, esto es, de los objetos
inmateriales, siendo así que éstos sólo constituyen el objetivo del libro Lambda; al
hacerlo así, aquéllos identifican metafísica y teología. Que al-Fārābī repare en esta
identificación indica que entender la metafísica como teología era usual en su época. Para
mostrar que no es correcta y para especificar cuál es el verdadero objetivo de la obra
aristotélica, escribió esta Maqāla: “Nuestra intención en esta obra es indicar el objetivo
que encierra el libro de Aristóteles conocido por Metafísica, y las partes principales que
contiene, puesto que muchos hombres han prejuzgado que el contenido y el tenor de este
libro es tratar del Creador Altísimo, del intelecto, del alma y de las restantes cosas
referentes a ellos, y que la metafísica y la ciencia de la Unicidad de Dios (tawhīd) son
una y la misma. Por eso encontramos que la mayoría de los que la estudian se confunden
y se equivocan, puesto que vemos que la mayor parte del discurso que hay en ese libro
carece de ese objetivo; al contrario, sólo encontramos en él un discurso concerniente a
este objetivo en el tratado undécimo, aquel sobre el que está el signo “L”. Entre los
antiguos no se encuentra ningún comentario a esta obra entera, como sí los hay para las
otras obras; sólo el libro “L” tiene uno incompleto de Alejandro y otro completo de
Temistio. En cuanto a los otros libros <de la Metafísica> o no se han comentado o no
han llegado hasta nosotros, si bien se cree, porque se ha visto en los libros de los
peripatéticos posteriores, que Alejandro hubo comentado la obra completamente.
Queremos señalar a continuación el objetivo que hay en esta obra y el que contiene cada
uno de sus libros” (Fārābī 1980: 34).
Antes de describir el objetivo de cada uno de los libros de la Metafísica, al-Fārābī
expone brevemente el lugar de la metafísica respecto de las otras ciencias teóricas, así
como el objeto propio de ellas, siguiendo la doctrina aristotélica. Para delimitar el objeto
de la metafísica, propone una división entre las diversas ciencias, atendiendo al grado de
generalidad de las materias que ellas estudian. Hay ciencias que abarcan tan sólo
determinados seres, reales o no, y otras cuyo objeto de estudio es lo que todos los seres
tienen en común. Aquéllas son ciencias particulares, éstas son universales. Por razón de
su objeto propio, las universales tienen que reducirse a una sola, pues, de existir más de
una, cada una de ellas tendría un objeto específico que no estaría incluido en el ámbito
de estudio de las otras, con lo que dejarían de ser universales para convertirse en
particulares. Sólo puede haber una ciencia universal, cuyo objeto es lo común a todos los
seres; es la que merece el nombre de “Metafísica”. Divide, entonces, las ciencias teóricas
en tres: la Física, la Matemática y la Metafísica, señalando que esta última es más
excelente que las otras dos, porque su objeto es el más excelso. ¿Cuál es éste?

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En el Catálogo de las ciencias expone (Fārābī, 1953: 87-89) las tres partes de que
consta la Metafísica: la que se ocupa de los seres en tanto que tales y de sus accidentes
constitutivos; la que trata de los principios de la demostración en las ciencias teóricas
particulares; y la que tiene como objeto los seres separados, los que no son cuerpos ni
están en cuerpos. Estas tres partes constituyen el objeto de la ciencia metafísica. En
primer lugar, es un estudio del ser en tanto que ser y de aquellos accidentes que le siguen
necesariamente, tales como acto y potencia, causa y efecto, anterior y posterior,
categorías, etc.; se trata de la noción más universal del ser, aquella que no depende de
ninguna otra noción para ser concebida. En segundo lugar, los principios de las restantes
ciencias, por ser la más general y universal de ellas, porque los principios que conducen a
la certeza en el conocimiento no son otros que los principios del ser. Y, en tercer lugar,
los seres separados de toda materia, los seres inmateriales, estudiados en el libro A (XII),
con lo que reconoce que sólo una de las partes de esta ciencia, la “Metafísica”, es la que
versa sobre lo inmaterial, sobre aquellos seres que tienen una existencia separada, no
sometida al cambio: “La teología (al- 'ilm al-ilāhT) debe estar incluida en esta ciencia,
porque Dios es principio del ser absoluto, no de un ser con exclusión de otro. La parte
[de esa ciencia] que incluya la donación del principio del ser debe ser la teología”, dice en
la Maqāla (Fārābī 1890: 35).
En consecuencia, la teología, como discurso racional acerca de Dios y de las demás
sustancias inmateriales, es sólo una parte de la Metafísica, pero no su objeto único. Pero
esto, que es afirmación aristotélica, se refuerza por la influencia neoplatónica ejercida por
la Teología atribuida a Aristóteles, porque ésta se ocupa precisamente de aquellas
cuestiones que al-Fārābī había reconocido en la corriente de su época que criticaba al
comienzo de la Maqāla las cuestiones de Dios, el intelecto y el alma. Puede suponerse, a
partir de esto, que el libro A de la Metafísica y la Teología pseudo-aristotélica pudieron
ser consideradas como idénticas en el mundo árabe: Aristóteles y Plotino vendrían a
afirmar lo mismo. Al-Fārābī que pudo ser consciente de que la Teología no era obra
aristotélica, contribuyó a dar a la metafísica un carácter onto-teológico, cuando afirma la
identificación del Uno neoplatónico con el Dios aristotélico, Primer Motor Inmóvil, que
es pensamiento que se piensa a sí mismo: “Su principio… es necesariamente uno bajo
todos los aspectos. No es posible que haya un ser más perfecto que él, ni que tenga
principio. Él es, por tanto, el principio de todos los principios y el principio primero de
todos los existentes. Éste es el intelecto que Aristóteles menciona en la letra ‘Lám’ del
libro de la Metafísica… Éste es el intelecto primero, el primer ser, el primer uno, la
verdad primera” (Fārābī 1938: 35-36). El Uno-Dios sería el principio de todos los seres,
el ser que es plenamente tal, el objeto primordial de la metafísica. Quedaba configurado,
así, el carácter onto-teo-lógico de la Metafísica, que el mismo Avicena, pese a todas las
apariencias, también afirmó.
De los tres objetos señalados, al-Fārābī se ocupa del estudio del ser, iniciando una
línea de interpretación que, continuada y desarrollada por Avicena, incidió especialmente
en el mundo latino en tomo al problema de la existencia. En primer lugar, hay que
destacar el análisis lingüístico que realiza del término “ser” en su Libro de las letras, un

105
análisis que muestra cómo para él la gramática no es sólo preparación para la filosofía,
sino también punto de partida para una filosofía basada en la experiencia lingüística y en
el contenido significativo de los términos. Este análisis revela que el ser se dice de todas
las categorías, de todos los conceptos mentales y de todas las cosas existentes. El
fundamento de ello se encuentra en que todo lo que es tiene una cierta naturaleza, que le
pertenece en tanto que es y en tanto que puede ser conocida. Y esta naturaleza no es otra
cosa que la universalísima noción del ser: “Es necesario llegar a un concepto último que
no dependa ya de otro concepto anterior, como son, por ejemplo, conceptos últimos lo
necesario, el ser, lo posible” (Fārābī 1890: 56). Estos tres ejemplos permiten establecer
las categorías fundamentales de la metafísica farabiana: el ser es necesario cuando no
puede no existir; el ser es posible o contingente cuando su existencia puede ser negada,
dependiendo de otro para existir: “Los seres son de dos clases. Con una de ellas se
significan los seres cuya esencia no conlleva necesariamente la existencia; son los que se
llaman seres posibles. Con la otra clase se significan los seres cuya esencia implica
siempre la existencia; se llaman seres necesarios” (Fārābī 1890: 57).
Esta distinción supone una nueva concepción del ser contingente, que modifica
profundamente la metafísica aristotélica. El cambio es explicado por Aristóteles por
medio de la teoria hilemórfica. Para al-Fārābī el cambio, que sólo se da en el ser posible
o contingente, se explica además por la distinción de otros dos principios, la esencia y la
existencia: “En todas las cosas que existen hay esencia y hay también existencia. La
esencia no es lo mismo que la existencia. Si la esencia de hombre fuese lo mismo que su
existencia, entonces la concepción que tienes de la esencia de hombre sería la misma que
la que tienes de su existencia” (Fārābī 1890: 66). En el ser necesario ambas se identifican
totalmente, puesto que por su misma definición este ser no puede no existir, y en el ser
posible ambas se diferencian y modifican la concepción del cambio: éste ya no es
entendido sólo como la recepción de una forma por una materia, sino como el paso del
no-ser al ser, del ser posible, que no era, al ser existente que es. Una esencia, por el
hecho de ser posible, no es existente; necesita de un ser que le dé existencia. El ser
posible, aquel que tiene capacidad para existir, sólo actualiza esa potencialidad por la
acción de otro ser, que ha de estar en acto. Por tanto, sólo puede ser el ser necesario.
Así, ser necesario y ser posible están relacionados lógica y ontològicamente, puesto que
por esta relación puede al-Fārābī dar explicación de la creación del universo por Dios,
que se realiza por emanación.
El Ser necesario es Dios, el Ser primero, la Causa primera de todas las cosas. Es
Uno, perfecto, autosuficiente, eterno, incausado, inmaterial, sin contrario y no
susceptible de ser definido, tal como lo describe en los primeros capítulos de La ciudad
ideal. Se trata, pues, del mismo Ser primero que ya había caracterizado Plotino. Pero al-
Fārābī introduce una gran diferencia. El Uno de Plotino, la fuente suprema de donde
proceden todos los demás seres, la absoluta trascendencia que supera la inteligibilidad y
que, por ello, no piensa. Sin embargo, para al-Fārābī es también intelecto, la primera
inteligencia que se piensa a sí misma: “Entiende su esencia por sí mismo; por entender su
esencia se convierte en inteligente y en intelecto en acto” (Fārābī 1985: 70). Al Uno

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plotiniano le añade la determinación aristotélica de ser pensamiento, esto es, intelecto que
se piensa.
El Ser necesario es pensamiento que se piensa a sí mismo y que, al pensarse, crea la
multiplicidad de todas las cosas por vía de emanación. Como en todo sistema
neoplatónico, esta emanación da lugar a una gradación ontologica de seres, en la que los
superiores son más perfectos que los inferiores, en un proceso que es regido
absolutamente por la necesidad. Este necesitarismo no implica que el universo añada
perfección al Ser primero, ni que lo determine teleológicamente, puesto que, de ser así, el
universo se constituiría en causa del Ser necesario.
El Uno inteligente, al pensarse como inteligencia, da lugar como contenido de
conocimiento a algo distinto de sí. Es el primer intelecto emanado, el primer ser creado,
el ser posible que recibe su existencia del Ser necesario. Este primer intelecto, que
también es uno, contiene en sí la pluralidad, puesto que puede pensarse como distinto del
Ser primero. A partir de este primer ser emanado el proceso se realiza como sigue: al
conocer al Ser primero, el primer intelecto emanado da lugar a un segundo intelecto; al
conocerse a sí mismo, produce la esfera del primer cielo, dotada de un cuerpo, que es su
materia, y de un alma, que es su forma. A su vez, este segundo intelecto da origen, por el
mismo proceso, a un tercer intelecto y a una nueva esfera. El procedimiento continúa
idéntico hasta llegar al décimo intelecto, con el que finalizan los intelectos separados, y a
la novena esfera, la de la luna, último de los cuerpos celestes. Este décimo intelecto, que
se identifica con el intelecto agente, es el que produce la Tierra, el mundo sensible o
sublunar. Así, el universo es concebido, en la tradición de los sistemas astronómicos de
Aristóteles y de Ptolomeo, como un conjunto de esferas concéntricas en tomo a la
Tierra.
Hay, en consecuencia, una jerarquía ontològica constituida por seis principios: Ser
primero, intelectos separados o causas segundas, intelecto agente, alma, forma y materia.
Los tres primeros no son cuerpos ni están en los cuerpos; los tres últimos tampoco son
cuerpos, pero están unidos a cuerpos. Que el intelecto agente o décimo intelecto
separado sea considerado como distinto de las otras causas segundas se debe a su
importancia como dador de formas, no sólo noéticas, sino también ontológicas, puesto
que es el que genera el universo sensible, en el que el proceso de desarrollo es distinto e
inverso al del mundo supralunar. En él se avanza de lo imperfecto hacia lo más perfecto,
de lo simple a lo más complejo.
En el nivel más bajo está la materia primera, que es común a todos los cuerpos; le
siguen los cuatro elementos, de cuya composición surgen los minerales, las plantas, los
animales y, en fin, el hombre, con quien finaliza el proceso. El alma desempeña una
función muy importante como principio, ya que ella es la que sirve de nexo de unión
entre los seres emanados y la fuente de su emanación. El fundamento de esta relación es
el deseo: el alma es principio de movimiento porque produce en cada ser que informa
una tendencia a conocer su causa, el intelecto inmediato anterior, y la causa primera. Así,
el alma es el motor que impulsa dinámicamente a los seres, de modo que sin ella el
universo sería inmóvil y estático. Y es, en definitiva, la que explica el movimiento de

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retomo de los seres posibles al ser necesario y primero.
Esta sistematización y organización del universo es lo que debe conocer el filósofo
para poder desarrollar su acción práctica en el Estado perfecto.

5.4. El hombre y el intelecto

Si la filosofía farabiana tenía como fin, según se ha indicado, definir las condiciones
por medio de las cuales el hombre pueda alcanzar el conocimiento de la Verdad, en que
consiste su suprema felicidad, entonces todo su pensamiento necesariamente había de
girar en tomo al hombre. La obra que escribió para exponer la filosofía de Aristóteles se
inicia con una discusión sobre la naturaleza de la felicidad humana y finaliza con un
examen del hombre como ser vivo. Muestra así que para Aristóteles, como también para
él mismo, determinar la naturaleza del hombre era cuestión fundamental en el
pensamiento filosófico. Y apeló para ello a la doctrina aristotélica del De anima,
consagrándose a la exposición de sus aspectos más importantes: las funciones del alma,
su relación con el cuerpo y el problema del intelecto, aunque influido en su concepción
por la interpretación neoplatonizante de la tradición a la que se había incorporado. Y al
examinar el alma y el intelecto le interesaron los dos aspectos que tenían que ver con el
hombre en sí y con su fin, esto es, en cuanto son partes que constituyen la naturaleza del
hombre -aquello por lo que éste es tal-, y en cuanto son las partes por las que éste accede
al conocimiento de la verdad y a la felicidad suprema.
Al estudio de la naturaleza del alma dedicó una Epístola sobre la esencia del alma,
de la que sólo se conserva su versión hebrea. En ella, su autor supone en sus lectores un
conocimiento de principios y nociones de carácter metafisico, a los que acude con
frecuencia sin dar explicación ni justificación, como, por ejemplo, la distinción entre
esencia y existencia. Comienza planteando la cuestión del conocimiento científico de las
cosas e intenta dar respuesta al problema de la esencia y naturaleza del alma. A la
primera cuestión, si el alma existe, responde partiendo de la experiencia proporcionada
por las acciones que el hombre realiza, y concluye en la existencia del alma como algo
distinto del cuerpo, dado que operaciones como el sentido, el movimiento, la sabiduría y
el conocimiento no pueden proceder del cuerpo sino del alma. Existiendo el alma, la
segunda cuestión que se ha de plantear es qué es: substancia o accidente; puesto que
permanece en sí y es sujeto o substrato de las operaciones, que son accidentes, entonces
es substancia no corpórea, una en número. Pero no basta definirla como substancia, sino
que hay que precisar a qué tipo de substancia pertenece. Al no estar sometida al
movimiento ni al tiempo, sino que es causa y principio de movimiento, el alma no puede
ser substancia compuesta, sino simple. Y como existen dos substancias simples, la
materia y la forma, al-Fārābī establece que, como el alma es causa del movimiento,
siendo por ello superior al movimiento, y estando la materia sujeta al movimiento, el
alma ha de ser necesariamente forma, puesto que es el lugar de las formas, entendiendo

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esto como aquella forma que acoge en sí y recibe las formas de los objetos que conoce y
entiende.
Para solucionar la cuestión de cómo es, sostiene que, habiendo formas que son
sensibles y formas que son inteligibles, el alma debe pertenecer a estas últimas, puesto
que es causa del movimiento y del sentido, como ha establecido anteriormente. Si el alma
fuese forma sensible, entonces una forma sensible sería causa del movimiento y del
sentido, con lo que habría que admitir, por ejemplo, que sentido y movimiento habrían
de darse en todo lo que tiene forma sensible, como una madera, un metal y otras cosas
por el estilo, y la experiencia demuestra que no sucede así. Para mostrar que es una
forma inteligible, propone un argumento que se asemeja mucho al que luego formularía
Avicena, el denominado del “hombre flotante”. Así dice: “El hombre existe por el
pensamiento. Si, por hipótesis, se cortasen las manos a un hombre, sus pies, sus orejas,
se le arrancasen sus ojos y se cambiase todo su aspecto y figura, esto no le impediría el
conocimiento, el sentido y el movimiento. Si esto es así, con el argumento de la figura,
está claro que el alma no es una forma aparente, sino una forma inteligible, que es la
causa del movimiento” (Fārābī 1987:434).
La naturaleza del alma es entendida como una substancia simple, forma sin materia
e inteligible. Ahora, siguiendo un método más aristotélico que el platónico hasta este
momento adoptado, pone de manifiesto que el alma posee distintas facultades o
funciones: vegetativa, sensitiva, apetitiva, imaginativa y racional. Estas facultades se
actualizan mediante órganos corpóreos, excepto la última. Tres de ellas, además, poseen
una función cognoscitiva.
La vegetativa tiene como función la nutrición y el crecimiento, encaminadas a
conservar el cuerpo y su substancia, porque está sometido a la corrupción y a la
destrucción. Es una facultad propia de todos los vivientes, que perfecciona el cuerpo y
completa su forma. La facultad sensitiva, a la que en Sobre la esencia del alma llama
“alma vital”, tiene como funciones propias el sentido y el movimiento. Propone la misma
división aristotélica de los cinco sentidos, que son las facultades aprehensivas externas,
que no pueden explicarse sin el cuerpo, en donde están los órganos corpóreos. Estas dos
facultades, la vegetativa y la sensitiva o vital, se actualizan mediante órganos, puesto que
no se dan separadas de la materia, sino que están en ella: están en el cuerpo y tienen
necesidad del cuerpo para realizar su función. Por eso estas almas mantienen una
relación de subsistencia y de acción con el cuerpo. Subsisten en el cuerpo, porque sólo
existen como función suya; por eso dependen del cuerpo. Pero incluso esta conexión del
alma con el cuerpo, que parece situarse en la trayectoria aristotélica, está marcada por el
neoplatonismo: no es más que un proceso gradual de purificación de la materia.
Por tener una función aprehensiva, la facultad sensitiva tiene como ocupación
principal el proceso del conocimiento. Este proceso es afirmado por al-Fārābī de tres
facultades: los sentidos, la imaginación y la racional. En los Fusūl al-madam afirma que
la facultad sensible es aquella que percibe por medio de uno de los cinco sentidos muy
conocidos por todos. En La ciudad ideal explica que esta facultad aparece en el hombre
después de la nutritiva, siendo aquella con la que el hombre percibe los distintos objetos

109
de los sentidos, despertando en éstos una tendencia hacia su objeto, llamada “voluntad”,
presente también en los animales. La sensación, pues, constituye el inicio del proceso del
conocimiento en el hombre. Para al-Fārābī el problema del conocimiento, como en
Aristóteles, se resuelve de una manera completamente empírica: sin los sentidos no es
posible conocer nada, porque la sensación es la base de nuestros conocimientos:
“Decimos, pues, que es evidente y claro que el niño tiene un alma cognoscente en
potencia y que los sentidos son sus órganos perceptores; que la percepción de los
sentidos versa sólo sobre las cosas particulares; y que de las cosas particulares se
adquieren los universales, siendo los universales las experiencias verdaderamente reales.
Sin embargo, hay experiencias que se forman deliberadamente y es costumbre entre las
gentes llamar a aquellos universales que se constituyen deliberadamente “principios de la
experiencia”; en cambio, a aquellos universales que el hombre obtiene no
deliberadamente, puesto que las gentes no tienen un nombre para ellos, porque no se les
ocurre, o tienen el nombre dado por los sabios, se les llama “principios primeros”,
“principios de la demostración” y otros nombres semejantes. Ya Aristóteles había
mostrado en el Libro de la Demostración que quien está privado de un sentido, estará
privado de una cierta ciencia, pues los conocimientos sólo llegan al alma por vía de los
sentidos” (Fārābī 1890: 20).
Una facultad que adquiere un importante valor por su capacidad cognoscitiva
especial es la facultad imaginativa. Siguiendo la tradición aristotélica, al-Fārābī le asignó
dos funciones principales: conservar las formas sensibles en ausencia de los sentidos, y
componerlas y dividirlas unas con otras, según diferentes composiciones y divisiones,
verdaderas unas y falsas otras. Por realizar estas dos funciones, la imaginación es una
facultad intermedia entre los sentidos y la racional, puesto que es tributaria de los
primeros y proveedora de la segunda, pues a la racional le suministra el material
procedente de los sentidos: “La facultad imaginativa es intermediaria entre la sensible y la
racional. Cuando los auxiliares de los sentidos sienten en acto y realizan su operación, la
facultad imaginativa se comporta pasivamente respecto a ellos, ocupándese de los
sensibles que los sentidos le presentan y grabándolos en ella; también se ocupa de servir
a la facultad racional” (Fārābī 1985: 210). Esta primera función pone de manifiesto la
vinculación existente entre la facultad sensible y la imaginativa. Pero la imaginación no es
sólo facultad receptiva, sino que tiene una segunda función, activa en tanto que es la que
compone y divide las imágenes.
Además de estas dos funciones, la imaginación posee una actividad específica suya,
quizá la más importante y aquella en la que radica su valor cognoscitivo. Es una actividad
que no depende del material proporcionado por los sentidos y conservado en la memoria,
ni tampoco consiste en la combinación o separación de las formas sensibles. Es la
función que al-Fārābī llama “imitación”, por la que puede representarse en imágenes la
verdad metafísica y transformarla en símbolos. Así, la imitación es un conocimiento
imperfecto que la imaginación obtiene de los inteligibles. Para realizar esta operación, la
imaginación requiere del concurso del intelecto agente, que actualiza la potencialidad de
esa facultad: “Del intelecto agente emana algo a la facultad imaginativa; entonces, el

110
intelecto agente realiza en la facultad imaginativa una cierta acción, dándole unas veces
aquellos inteligibles cuyo lugar propio es realizarse en la facultad racional teórica, y otras
veces los particulares sensibles, cuyo lugar propio es realizarse en la racional práctica. Así
[la imaginativa] recibe los inteligibles en tanto que los imita a partir de los sensibles que
ella compuso, y recibe los particulares unas veces porque los imagina como son, y otras
veces porque los imita a partir de los sensibles” (Fārābī 1985: 220). Esta actualización
tiene lugar generalmente durante el sueño; pero en algunos individuos puede efectuarse
durante la vigilia: son los profetas, cuya imaginación es muy poderosa y por ella pueden
conocer las revelaciones que proceden de Dios. Al recibirlas, su imaginación las convierte
en símbolos capaces de ser entendidos por todos los hombres, con lo que todos ellos
llegan a conocer la verdad, incluso los que no pueden tener un acercamiento filosófico y
racional a ella. Los profetas son por eso los que ocupan el puesto más elevado en la
humanidad.
Al asignar esta función a la imaginación, sugiriendo que en los profetas se da con
especial vigor, al-Fārābī no sólo explicó psicológica y gnoseológicamente el conocimiento
profètico, ofreciendo justificación racional de él, sino que también mostró la necesidad y
validez social y política de la profecía en su concepción del Estado. Al mostrar la
racionalidad de esa forma de conocimiento, por ser resultado de una facultad
estrictamente humana como la imaginación, al-Fārābī daba respuesta también a quienes
en su época negaban toda validez al conocimiento revelado, los seguidores de la
Zandaqa. La importancia de la imaginación en el pensamiento filosófico de al-Fārābī
queda así manifiesta.
La última de las facultades por las que se manifiesta el alma humana es la racional.
La mayor dificultad que ofrece el estudio del alma racional proviene, sin duda, de sus
características y de su función específica, puesto que su operación está desligada de la
materia y puesto que, a diferencia de las otras facultades, su propia operación constituye
su propia perfección: “Encontramos que al alma racional, cuando actúa, le sucede al
contrario de las otras, como cuando se perfecciona en la sabiduría, en el conocimiento y
en la verdad y cuando recibe adiestramientos buenos y prácticos, favorables al
pensamiento; creciendo y aumentando, ella adquiere luz, fuerza y esplendor” (Fārābī
1987: 439). Esta facultad es aquella por la que el hombre entiende, reflexiona, adquiere
las ciencias y las artes y por la que distingue lo hermoso y lo censurable de las acciones.
Esta facultad es doble: el intelecto práctico, que se ocupa de las acciones humanas
que deben ser hechas, y el intelecto teórico, por el que se perfecciona la substancia del
alma, convirtiéndola en substancia intelectiva en acto. Este intelecto teórico o
especulativo se muestra a través de diversos grados: es intelecto material, es intelecto en
hábito, y es intelecto adquirido. De esta manera, la perfección del alma procede del
intelecto, un término que, por aparecer en diversos contextos, ofrece varias
significaciones. Para dilucidarlas, al-Fārābī compuso su obra Risāia fi ma 'ānī al- 'aql
(“Epístola sobre los significados del intelecto”), conocida en el mundo latino medieval
con los títulos De intellectu o De intellectu et intelligibili, en la que expone los seis
sentidos que el término posee: el vulgar, el que utilizan los teólogos, y las cuatro

111
acepciones en que lo emplea Aristóteles en sus obras.
El primero hace referencia al significado más usual entre la gente, pues se refiere al
buen sentido, a la sensatez que guía el obrar de muchas gentes, como cuando se dice de
alguien que es inteligente. Designa, entonces, la facultad de todo aquel que actúa con
cierta reflexión. El segundo sentido, utilizado por los teólogos cuando afirman que esto es
lo que exige o lo que rechaza el intelecto, se refiere a todo aquello que es claro para la
mayoría de los hombres. Sería una recta razón del pensar, que al-Fārābī critica como
método usado por los teólogos por estar basado en premisas probables en lugar de
fundarse en premisas ciertas y evidentes, que son las que proporcionan ciencia. El tercer
significado, empleado por Aristóteles en los Analíticos Posteriores (II, 9, 100b, 5-17), es
el intelecto como disposición o aptitud natural del hombre por la que adquiere certeza en
las premisas universales, necesarias y verdaderas, sobre las que se funda la ciencia. Es
decir, es el hábito de los primeros principios de la ciencia, que es conocimiento intuitivo
previo a la demostración. La cuarta acepción es la usada por Aristóteles en la Ética a
Nicómaco (VI, 8 , 1142 a, 11-16; 12, 1143 b, 11-14) y designa la parte del alma por la
que ésta adquiere los primeros principios de la vida práctica, los que hacen posible
conocer el bien y el mal. Requiere experiencia individual, por lo que es una cualidad más
propia de los hombres mayores que de los jóvenes.
La quinta utilización del término es la del tratado Sobre el alma aristotélico. Como
antes al-Kindī, al-Fārābī dice que Aristóteles considera este intelecto de cuatro modos: en
potencia, en acto, adquirido y agente. El intelecto en potencia, al que también llama
material siguiendo la denominación utilizada por Alejandro de Afrodisia, es una cierta
entidad, “alma, parte del alma o cierta cosa”, que está preparada para abstraer de la
materia las formas de las cosas existentes. Cuando entra en contacto con ellas, se
actualiza y se convierte en intelecto en acto, en una acción que es simultánea con la
actualización de las formas inteligibles. Se produce entonces una identificación entre el
intelecto y el inteligible, puesto que, para el intelecto, ser inteligente significa convertirse
en la forma que recibe y, para la forma, ser inteligible significa ser recibida en el intelecto.
La actualización del intelecto se realiza a través de las imágenes que están en la
imaginación, con lo que el proceso de abstracción está claramente expresado por al-
Fārābī Pero también a través del lenguaje, ya que hay en el hombre una intuición
lingüística, como lo pone de manifiesto el hecho de que el hombre es capaz de captar de
manera inmediata el sentido de las palabras de su propia lengua. Los inteligibles, al pasar
de la potencia al acto, adquieren un nuevo modo de existencia. Las formas no pueden
existir sin ser inherentes a un cierto sujeto, a una materia. Cuando por la abstracción
quedan liberadas de la materia física que las sustenta, necesitan una nueva materia para
subsistir. Esta nueva materia es el intelecto que estaba en potencia, por lo que éste actúa
como una cuasi-materia para las formas inteligibles. Tienen, pues, dos modos de
existencia: uno anterior a la abstracción, en el que están individualizadas y
particularizadas en su materia correspondiente, y otro posterior a ella, en el que se
convierten en universales, es decir, en predicables de muchos por haber perdido sus
caracteres particularizantes. El proceso de abstracción, concebido aristotélicamente, pero

112
con resonancias neoplatónicas al ser entendido como una liberación de la materia,
constituye el primer grado del conocimiento intelectual. El segundo grado está
configurado por la tercera clase de intelecto, el adquirido. Una vez que el intelecto se ha
convertido en acto, se vuelve sobre sí mismo, sobre su propio contenido, para
reflexionar. Es decir, se piensa como intelecto en acto, que posee las formas inteligibles.
Con esta operación se perfecciona al convertirse en intelecto adquirido. Puede entonces
aprehender las formas puras, los inteligibles separados e inmateriales, que existen siempre
en acto, concibiéndolos por un acto de intuición intelectual directa. Es la perfección del
intelecto humano, que permite al hombre acceder al mundo inteligible superior.
Así, hay una gradación jerárquica en el intelecto humano: en potencia, en acto y
adquirido. Cada uno de ellos desempeña el papel de forma respecto al que le precede,
puesto que lo perfecciona, y el de materia con relación al que le sigue, en tanto que
funciona como sujeto para él. Sin embargo, los tres no son más que grados distintos de
una misma facultad, la racional. Para que se puedan dar estos tres grados, para que se
realice el perfeccionamiento de la facultad racional, su actualización en el doble nivel, en
acto y adquirido, es menester la acción de un cuarto intelecto, que esté siempre en acto.
Es el intelecto agente, entidad separada del alma humana, décimo intelecto que emana
del Ser primero, el que lleva a cabo esta transición de la potencialidad al acto en el
intelecto humano y el que convierte en acto las formas inteligibles que están en potencia,
según el proceso requerido por la doctrina aristotélica de que nada pasa al acto a no ser
mediante algo que ya esté en acto. Y este proceso se asemeja a la irradiación del sol
respecto de la visión, en un símil que ya utilizó el mismo Aristóteles tomándolo de
Platón. La iluminación que el intelecto agente realiza sobre el intelecto humano parece
que ha de ser entendida en el sentido de una donación de luz intelectual que permite al
intelecto humano abstraer las formas inteligibles inherentes en la materia y como la
donación de las formas inmateriales y separadas. Junto a esta función noètica, el intelecto
agente posee también una función ontològica: es el dador de las formas, el que informa la
materia originando el mundo sublunar. Por esto es el que gobierna el universo terrestre y
el que sirve de mediador entre los dos mundos platónicos.
Se llega así al sexto y último sentido en que se usa el término intelecto. Es el que
Aristóteles utiliza en el libro XII de la Metafísica (XII, 7-9). El intelecto agente, en
cuanto es dador de formas, no puede actuar siempre, bien porque la materia sobre la que
ha de aplicarse no está lo suficientemente dispuesta, bien por otros impedimentos ajenos
a él. Y si no actúa siempre, no puede ser primer principio de todos los existentes. En
consecuencia, hay en su substancia una radical imperfección, que es debida al hecho de
que su ser no es por sí mismo, sino por otro. Supuesto esto, al-Fārābī indaga entonces
cuál es ese otro ser, primer principio de todos los existentes y principio del intelecto
agente, en una indagación que tiene como punto de partida lo inferior para alcanzar lo
superior. Los que dan a este intelecto agente la materia sobre la que realiza su operación
son los cuerpos de las esferas celestes. Pero también ellos tienen la causa de su ser en
otro distinto, pues lo deben a sus motores. Y puesto que el motor del primer cielo es el
más perfecto, podría pensarse que él es el primero. Mas, tampoco puede serlo, porque

113
contiene en sí un principio de naturaleza doble: es causa del cuerpo del primer cielo y
causa del motor de la segunda esfera. Carece, pues, de la unidad absoluta que la
naturaleza del primer principio requiere. Este primer principio, que ha de ser uno,
necesario y primero absolutamente, el existente más perfecto, incausado, sólo puede ser
aquel intelecto del que habla Aristóteles, un intelecto que es intelecto primero, primer
existente, primer uno, verdad primera, mientras que los otros intelectos son tales en
virtud de éste. Se trata del Primer Motor Inmóvil aristotélico, que es pensamiento que se
piensa a sí mismo, al que al-Fārābī hace coincidir con el Uno neoplatónico, como se dijo
ya. Es el más excelente de los intelectos, el verdadero intelecto primero, puesto que en él
hay una eterna identificación entre intelecto, inteligente e inteligible. Es la verdadera
causa eficiente de la que emanan todos los seres.
En su concepción del intelecto, al-Fārābī se eleva gradualmente desde una
concepción del intelecto como facultad humana a un intelecto que es dador de formas
ontológicas, gobernante del mundo terrestre, y a un intelecto que es causa y principio de
todo ser. Toda la filosofía farabiana, pues, está involucrada en su teoría del intelecto: en
ella hay implicadas una psicología, una gnoseologia, una cosmología y una metafísica.
Pero también el punto de vista ético y político está entrañado en su concepción del
intelecto. El intelecto agente, además de las dos funciones mencionadas, posee una
tercera: hacer posible que el hombre alcance su felicidad; ocuparse del hombre para
llevarlo al más alto grado de perfección que puede obtener. El hombre llega a este estado
de felicidad por la unión con el intelecto agente, a través de su esfuerzo intelectual, que
se realiza partiendo del intelecto adquirido y liberándose de los lazos corpóreos y de la
materia, es decir, en la actualización plena de la actividad intelectual.

5.5. La Ciudad excelente

La racionalidad que preside la totalidad de lo real se manifiesta también en el


pensamiento político de al-Fārābī que, como se ha dicho antes, puede ser considerado
como el intento de proporcionar nuevas normas sobre las que establecer un orden social
perfecto, ideal, virtuoso o excelente, en el que el hombre, definido como ser social por
naturaleza, pueda alcanzar su última perfección y su felicidad, es decir, en el que se den
las condiciones exigidas para alcanzar aquella unión con el intelecto agente a que antes se
aludía. Este intento confiere a la filosofía farabiana su carácter fundamentalmente
político.
Como ya se ha dicho, el fin de la vida humana es la adquisición de la felicidad,
porque es un fin que se elige por sí mismo y no por razón de otra cosa. Quien quiera
alcanzarla ha de seguir un camino, que no tiene que ser seguido por el hombre individual
como sujeto primero de la felicidad, sino en tanto que forma parte de las naciones, en
tanto que es ciudadano. Y es que, fiel a la comunidad en que vive como a la tradición
platónica y aristotélica, piensa que la felicidad o perfección suprema y última del hombre

114
no es cosa del individuo aislado y solitario, sino que sólo puede ser alcanzada en una
sociedad, con la ayuda de alguien que le conduzca y encamine hacia ella. El maestro o
guía no puede ser otro que el filósofo, que ha de convertirse en el gobernante de la
ciudad perfecta o excelente, única en la que el hombre puede alcanzar la que es
verdaderamente felicidad.
El filósofo-gobernante ha de poseer de manera perfecta la Ciencia Política, que
consiste en el conocimiento de las cosas por medio de las cuales los habitantes de las
ciudades alcanzan la felicidad a través de la asociación política. La Política, así, se
convierte en ciencia necesaria para el fin al que tiende todo hombre: alcanzar la felicidad.
Por mediación de ella, el filósofo-gobernante puede fundar la ciudad excelente, en la que
los ciudadanos puedan encontrar las mejores condiciones posibles para que cada uno de
ellos, en la medida de sus capacidades, obtenga su perfección última.
La asociación política, la vida en sociedad, es necesaria al hombre para realizar su
fin. El hombre no puede vivir por sí mismo, no puede bastarse frente a las necesidades
de la vida y para asegurarse su existencia ha de unirse con los demás en comunidades.
Éstas pueden ser perfectas e imperfectas. El grado de perfección o imperfección depende
de su tamaño. Las incompletas o imperfectas están formadas por las aldeas, barrios,
calles o casas. Las comunidades perfectas son de tres clases: “La comunidad grande es la
comunidad de muchas naciones, que se asocian y cooperan entre sí mutuamente; la
mediana es la nación; la pequeña es la que ocupa el espacio de una ciudad” (Fārābī 1992:
41). La perfección y el bien más excelente se obtienen en la ciudad, pero no en las
sociedades imperfectas, que sólo se limitan a satisfacer las necesidades humanas mínimas
y en las que incluso se ignora en qué consiste la perfección humana.
Las sociedades menores no bastan. Es menester una Ciudad en la que se pueda
obtener la verdadera felicidad: “El bien más excelente y la perfección más elevada sólo se
alcanzan, ante todo, en la ciudad, no en la sociedad que es menos completa que ella. Y
puesto que la verdadera condición del bien es ser alcanzado por la libertad y la voluntad
y, de la misma manera, los males sólo se dan por la voluntad y la libertad, es posible
fundar una ciudad para colaborar mutuamente en conseguir algunos fines que son males.
Por eso, no toda ciudad permite alcanzar la felicidad. La ciudad en la que por la
asociación se pretende la mutua colaboración para aquellas cosas con las que se consigue
la felicidad verdadera es la Ciudad Excelente y la sociedad por la que se colabora
mutuamente para conseguir la felicidad es la sociedad excelente” (Fārābī 1985: 230).
Esta Ciudad es aquella en la que se realiza el orden del universo y, en menor
medida, el orden humano, organizada por el conocimiento de ese orden y estructurada en
sus grados jerárquicos. Sin embargo, por Ideal que sea, no puede ser concebida como
una obra de creación humana según un modelo divino, como si el Profeta-legislador
fuera una especie de Demiurgo. Por el contrario, el bien y el mal dependen de la libertad,
es decir, de la voluntad humana. Esto significa que la edificación de tal Ciudad pretende
eliminar la exigencia del rígido mecanicismo que se da en el universo. La providencia
divina permite que la decisión humana no sea arbitraria, porque el hombre está dotado de
facultad de elección, encaminada especialmente hacia el deseo de felicidad. Para que el

115
hombre pueda elegir, Dios ilumina, a través del intelecto agente, al Profeta-legislador que
hace realidad tal Ciudad Excelente. Pero es necesario, además, que los hombres crean en
su misión, lo que exige conocimiento del orden jerárquico del universo y reflexión sobre
ese orden para poder percibir con claridad cuál es el lugar y la función de ese Profeta-
legislador, filósofo-gobernante o Jefe primero.
De aquí el papel privilegiado que tiene este Jefe. Su puesto es similar al que ocupa la
Causa Primera en la jerarquía cósmica: “La relación de la Causa Primera con el resto de
los seres es como la relación del rey (malik) de la Ciudad Excelente con el resto de sus
partes” (Fārābī 1985: 236). Es comparado también al miembro principal del cuerpo
humano. Debe poseer todas las perfecciones y acumular todas las funciones en materia
de autoridad, aplicando la Ciencia Política como el máximo experto en ella. Es hombre
de Estado, filósofo, legislador y educador. Es un filósofo porque está dotado de la
sabiduría especulativa y práctica. Por medio de la filosofía teórica llega a conocer el
orden divino del universo: “Se sigue necesariamente también que el gobernante primero
de la Ciudad Excelente ha de conocer la filosofía teórica de manera completa, porque
sólo desde ella puede ocuparse de aquella organización que Dios Altísimo ha establecido
en el universo, de manera que pueda imitarlo” (Fārābī 1992: 93). Una imitación que es el
fin supremo de toda filosofía, según la máxima que toma de Platón: “En resumen, <la
ciencia políticamuestra> que <el filósofo> debe imitar a Dios y seguir las huellas de la
dirección de quien rige el universo cuando da a las diferentes clases de seres los dones
naturales, naturaleza y disposiciones propias que les ha establecido y en las que se
asientan… Ha de establecer en las ciudades y naciones cosas similares a éstas,
pertenecientes a las artes, disposiciones y hábitos voluntarios, a fin de que se realicen
completamente los bienes voluntarios en cada una de las ciudades y naciones según su
grado y merecimiento, para que por razón de ello las comunidades de las naciones y
ciudades lleguen a la felicidad en esta vida y en la vida futura” (Fārābī 1992: 92). Ésta es
la tarea de la sabiduría práctica: conocer todas aquellas acciones por medio de las cuales
se establecen y conservan en la Ciudad los hábitos y costumbres virtuosos, capaces de
conducir a sus habitantes a la felicidad verdadera, facultad que requiere de una larga
experiencia.
El conocimiento es necesario al filósofo-gobernante para poder aplicar su saber
político, por el que se consigue la felicidad. Y como la mayoría de los hombres se
muestran incapaces de alcanzarla por sí mismos, el gobierno de la filosofía en el Estado
es la única garantía para ello. De esta manera, al-Fārābī establecía cómo el Estado en el
que pensaba debe regirse por las normas que proceden de la razón, en virtud del
conocimiento que del universo entero adquiere el filósofo a través de su facultad
intelectual. Cualquier otra comunidad no gobernada por las leyes racionales será un
Estado imperfecto.
Describe todas aquellas ciudades opuestas a la Excelente por estar desprovistas de la
sabiduría. El fin de estas ciudades no es el bien verdadero y la felicidad, sino sólo
aquellos bienes particulares que sólo son bienes en apariencia. Estas ciudades son: la
ciudad ignorante, cuyos habitantes no conocen la felicidad verdadera y se subdivide en

116
otras ciudades inferiores, la de la necesidad, la del intercambio, la vil y despreciable, la de
los honores y la del dominio y poder; la ciudad inmoral o corrompida, cuyas doctrinas
son buenas pero sus acciones son malas; la ciudad del error, cuyos habitantes son
engañados en lo que se refiere a la felicidad verdadera; y, en fin, la ciudad extraviada,
aquella cuyos habitantes poseen falsas opiniones.
Al-Fārābī aportó a la filosofía en el Islam su carácter propio: una visión del mundo
en que lo real y lo divino están perfectamente ensamblados, en donde el aristotelismo y el
neoplatonismo se funden en una productiva unión, y en donde el sistema edificado por la
razón concluye en una filosofía política, que establece las reglas por las que se ha de regir
la sociedad humana, tomándolas de las leyes racionales que rigen la estructura similar y
paralela del universo. La totalidad de la filosofía -epistemología, cosmología, metafísica y
ética y política- ha de ser considerada desde la perspectiva de su teoría del intelecto y del
conocimiento. Finalmente, la Política es la ciencia arquitectónica porque es la que enseña
al hombre el camino de un ascenso gradual desde la percepción del mundo físico hasta la
del mundo superior. Tal es la tarea a la que debe consagrarse el Jefe de la Ciudad
Excelente, única que hace posible el verdadero camino hacia la felicidad.

117
6
Avicena

D espués de al-Fārābī hubo en el Oriente islámico un gran florecimiento de las letras


y de las ciencias, en el que también tuvo cabida la filosofía, debiéndose señalar
algunos personajes significativos en tanto que proporcionan el substrato inmediato sobre
el que Avicena edificó su pensamiento. Los Ijwān, al-Safā’, Miskawayh, al-Bīrūnī, Abū
Hayyán al-Tawhldl, Abū Sulaymān al-Sicŷistānī, Abū l-Hasan al-'Amirl son nombres,
algunos ya mencionados, que ocupan un lugar en la historia del pensamiento filosófico en
el mundo islámico. La mayoría fueron persas y su quehacer científico y filosófico se
sitúa dentro de un influyente renacimiento de la tradición persa, que incluyó la
recuperación de su lengua propia como instrumento de expresión y que fue el resultado
de la unión de la cultura islámica con la antigua civilización del Irán.
Conocedor de todo el panorama filosófico anterior, Avicena recogió las aportaciones
de sus antecesores y supo organizarías en un sistema completo, para cuya elaboración
tomó como base la clasificación aristotélica de las ciencias. La sistematización de éstas,
unida a las soluciones que aportó, muchas de ellas ya esbozadas o expuestas por al-
Fārābī le aseguró la gran influencia que ejerció sobre el pensamiento posterior, tanto en
Oriente como en Occidente. Su labor no sólo tuvo que ver con la filosofía, sino también
con la medicina, hasta el punto de que su más célebre obra médica, el Canon, inferior
desde el punto de vista teórico a las obras de otros médicos árabes, es una enciclopedia
que ofrece una clara y exhaustiva clasificación de la materia médica, hasta el punto de
que, tras ser traducida al latín, se convirtió en manual de enseñanza en Europa hasta
comienzos del siglo XVII.
Dotado de una personalidad extraordinaria, de un talento precoz, de una elevada
inteligencia, de una gran fuerza de pensamiento, autor de numerosas, extensas y diversas
obras, compuestas en medio de una vida turbulenta, agitada y apasionada, su vida superó
ampliamente la normal existencia de sus contemporáneos.

118
6.1. Vida y obra

Contrariamente a lo que sucede con la mayoría de los filósofos árabes, cuyas vidas
apenas son conocidas, de Abū 'All al-Husayn b. 'Abd Allah b. Hasan b. ' Alī b. Slná,
nombre latinizado a través del hebreo en Avicena, el más usual para designarle, conocido
por los sobrenombres de “el Príncipe de los médicos” y “el Maestro por excelencia”,
sabemos casi hasta el último detalle de su azarosa vida, gracias a la autobiografía que él
mismo compuso, recogida y completada por su fiel discípulo al-Yüzŷānī. De este poeta,
músico, filósofo, médico, matemático e, incluso, gramático que fue, se podría esperar
todo: desde sufrir persecución y encarcelamiento hasta ser aficionado al vino, porque es
un poderoso reconstituyente de las fuerzas corpóreas e intelectuales, como confiesa en su
autobiografía y explica en el Canon de medicina: “El vino es beneficioso y muy eficaz
para que el alimento [se distribuya] por todo el cuerpo. Separa las flemas y las disuelve.
Hace que la bilis sea expulsada a la orina y a otras [secreciones]. Hace que la atrabilis se
deslice y salga con facilidad; impide sus inconvenientes por la contrariedad. Disuelve toda
complicación sin calentamientos excesivos y raros. Mencionaremos sus clases en su
lugar. Quien es de poderoso cerebro no se embriaga rápidamente, pues su cerebro no
recibe los vapores ascendentes perniciosos ni desde el vino le llegan los calores
apropiados [para la borrachera]. Su mente permanece despejada, mientras que otras
mentes no permanecen despejadas como la suya” (Avicena, 1970?, I: 169).
Nació en el año 980, aunque recientemente se ha propuesto la fecha del 964, en una
pequeña aldea cerca de Bujārā, en la Transoxiana, donde reinaba la dinastía de los
sāmāníes, que desarrollaban una interesante política intelectual, teológica y artística, sin
la cual no se entienden muchos de los datos autobiográficos de la época de formación de
Avicena. Su padre era originario de la ciudad de Balj, la Bactra del imperio de Alejandro
Magno, centro de vida intelectual, cultural y religiosa, con huellas de su pasado helénico
y con una conocida presencia de monjes budistas.
De una precocidad sorprendente, siendo niño todavía estudió el Corán y las
llamadas obras de adab, las bellas letras. Se formó después en derecho musulmán,
lógica, geometría y astronomía, con dos afamados maestros. Asistía, además, a las
discusiones sobre cuestiones ismaelíes, tocantes al alma y la razón, que mantenían su
padre y su hermano con miembros de esa comunidad procedentes de Egipto, quienes
debieron ponerlo en contacto con las Epístolas de los Ijwān, al-Safā’. Tras su experiencia
con al-Nātilī, del que dice que se las daba de filósofo pero era incapaz de resolver los
más simples razonamientos, continuó su formación por sí mismo, sin maestro alguno, en
medicina - ‘ciencia que no es difícil”, dice- y en filosofía. El estudio de la lógica y de las
otras partes de la filosofía le ocupó año y medio, durante el cual apenas dormía: “En este
tiempo no dormí ni una sola noche entera, ni durante el día me ocupé de otra cosa.
Reuní ante mí fichas; dejaba constancia en ellas de las premisas silogísticas que había en
cada argumento que yo consideraba, de su disposición y de las conclusiones que de ellos
podían extraerse; respetaba las condiciones de sus premisas hasta que esa cuestión me
resultaba indudable. Cada vez que un problema me dejaba perplejo, al no poder obtener

119
en él el término medio en el silogismo, acudía a la mezquita y rezaba e imploraba al
Creador del universo, hasta que me abría lo que de él estaba cerrado y me hacía fácil lo
difícil. Por la noche retomaba a mi casa, me preparaba el candil ante mí, y me ocupaba
de leer y de escribir; si el sueño me vencía o yo notaba debilidad, me iba a beber una
copa de vino para que mi fuerza retomase; después continuaba estudiando. Si me
quedaba dormido durante un rato, soñaba con estos mismos problemas: muchas
cuestiones se me aclararon en el sueño. Así continué hasta que arraigaron en mí todas las
ciencias y las supe en la medida de lo posible al hombre. Todo lo que yo ya sabía en
aquel momento es lo mismo que lo que sé ahora. Nada nuevo he añadido a ello hasta
hoy” (Avicena, 1974: 26-30). Dedicado al estudio de la Metafísica de Aristóteles, que
había leído cuarenta veces y se sabía de memoria sin comprender su objetivo, leyó el
comentario de al-Fārābī al que ya se ha hecho mención anteriormente.
El sultán sāmāní de Bujārā, Nūh b. Mansür, cayó enfermo, sin que sus médicos
pudieran curarle. Avicena fue llamado, le curó y entró a su servicio. Un día le pidió
permiso para acceder a su biblioteca, donde vio varias salas llenas de armarios con libros,
algunos de los cuales no había visto antes ni vio después. Pidió los que necesitó, los
estudió y asimiló las enseñanzas que contenían. Tenía entonces entre dieciocho y veinte
años: “Cuando cumplí los dieciocho años de edad, terminé [de estudiar] todas estas
ciencias. Entonces tenía más memoria para la ciencia, pero hoy tengo, en cambio, más
madurez. Como la ciencia es una, nada nuevo se me ha manifestado posteriormente”
(Avicena, 1974: 36-38). Poco después dio comienzo a su quehacer literario y, con
veintidós años, inició su agitada vida política, que le llevó por diversas cortes en Irán, en
las que desempeñó relevantes cargos. Se estableció en Rayy, donde estuvo al servicio de
la Señora de la ciudad, la princesa Zubayda, donde sanó a su hijo, el sultán Mayd al-
Dawla, aquejado de melancolía. Residió en Qazwīn y en Hamadáā, a donde le había
mandado llamar el emir Sams al-Dawla, enfermo de cólicos. Fue nombrado visir, pero el
ejército se le amotinó, asaltaron su casa, saquearon sus bienes y le cogieron prisionero.
Oculto durante cuarenta días en casa de un amigo, fue llamado cuando el emir volvió a
sufrir un cólico. Nombrado visir por segunda vez, fue entonces cuando su discípulo al-
Ŷūzŷānī le pidió que comentara las obras de Aristóteles: “Me respondió que en aquel
momento carecía de tiempo para hacerlo. Tero si te contentas con que yo escriba un
libro en el que exponga lo que para mí es lo verdadero en esas ciencias sin entrar en
discusión con los que opinan de manera contraria ni ocuparme en refutarlos, entonces lo
haré.’ Yo me contenté con ello y comenzó a componer la Física de un libro que llamó al-
Šifā (Avicena, 1974: 54). Sus discípulos se reunían en su casa y leían pasajes del Š ifā ’
y pasajes del Qānūn fi l-tibb. A la muerte del emir Sams al-Dawla, su hijo se hizo cargo
del poder y pidió a Avicena que aceptase de nuevo el cargo de visir. Rehusó y se tuvo
que esconder en casa de un droguero amigo suyo. Mientras, había ofrecido sus servicios
al príncipe de Isfahaā, 'Alā’ al-Dawla. Descubierto por sus enemigos, fue encarcelado en
la fortaleza de Fardaŷān, donde permaneció cuatro meses, que aprovechó para componer
varias obras.
Liberado, volvió a Hamadān, donde estuvo hasta que pudo abandonar la ciudad y

120
refugiarse en Isfahān. Recibido con honores por el príncipe, mantuvo sesiones filosóficas
y científicas los viernes por la tarde, con la asistencia de numerosos sabios y la
presidencia del príncipe ' Alā’ al-Dawla. Continuó bajo la protección de este monarca y el
biógrafo refiere numerosas anécdotas ocurridas durante de este período de su vida. A
pesar de haber caído enfermo, Avicena seguía atendiendo los asuntos de la corte.
“Cuando 'Alā’ al-Dawla marchó a Hamadān y el maestro con él, la dolencia le atacó de
nuevo en el camino, de manera que al llegar a Hamadān se dio cuenta de que sus fuerzas
le habían abandonado y no podía vencer la enfermedad… Siguió así varios días y
después pasó a la presencia de su Señor. Fue enterrado en Hamadān el año 428”
(Avicena, 1974: 8 8 ). Era el año 1037. En Hamadān se conserva su tumba y hace pocos
años fue desenterrado su cráneo y fue objeto de mediciones científicas.
Su vida, relativamente breve, fue muy fecunda. Trabajaba en todo momento y en
cualesquiera circunstancias, escribiendo o dictando sus obras. Parece como si ninguna de
las perturbaciones que se sucedían a su alrededor le afectaran en su vida intelectual.
Inmerso en la vida mundana, amante de sus goces y placeres, fue capaz de comprender,
organizar y sistematizar la filosofía anterior para la posteridad, de sintetizar las tradiciones
médicas y de influir en las ciencias de manera que dejó huella perdurable, incluso en la
literatura popular de Oriente, en la que existe un Avicena fantástico, especie de brujo
benéfico, héroe de aventuras singulares, existiendo una colección de cuentos turcos
consagrados a él.
Sus escritos son numerosos e, incluso, voluminosos. Las opiniones y doctrinas que
expone en ellos han dado lugar a las interpretaciones más encontradas. La lista de sus
obras fue creciendo después de su muerte: de las cuarenta que se citan en la biografía de
al-Ŷūzyānī hasta las doscientas setenta y seis de unos catálogos recientes o las
cuatrocientas cincuenta y seis de otros catálogos. Lo que ocurre es que muchos de los
títulos que figuran en estos catálogos corresponden a una sola obra, mientras que otros
pertenecen a escritos de otros autores. La mayoría de las obras que se han conservado
están escritas en árabe, pero existen algunas compuestas en persa: el Danes Nāmeh (“El
libro de la ciencia, dedicado a 'Alā’ al-Dawla”), que podría ser uno de los primeros textos
filosóficos compuesto en esa lengua, ofrece una particularidad con respecto a las demás
obras del mismo género: el estudio de la metafísica precede al de la física y al de las
matemáticas. Es una obra difícil de leer y de interpretar, con una falta de lógica,
sorprendente a veces, en el desarrollo de las ideas.
Entre las más destacables obras escritas en árabe hay que citar sus enciclopedias
filosóficas tituladas al-Šifā’ (“La curación”); al-Naŷāt (“La salvación”; al-Mabda ' wa-l-
ma 'ād (“El origen y el retomo”); 'Uyūn al-hikma (“Las fuentes de la sabiduría”); Kitdb
al-Išārāt wa-l-tanbīhāt (“Libro de las orientaciones y advertencias”); Kitdb al-insdf
(“Libro del juicio imparcial”), del que sólo restan fragmentos: un comentario al libro XII
de la Metafísica, unas notas al tratado Sobre el alma de Aristóteles, y unas glosas a la
Teología pseudo-aristotélica; en fin, el Kitdb al-mašriqiyyūn (“Libro de los orientales”),
sobre el que pesan serias dudas y en el que, según testimonio del propio Avicena, debía
romper con toda su enseñanza anterior; de él sólo se conserva la parte correspondiente a

121
la lógica. Además, conviene mencionar algunos de sus tratados que se han catalogado
como pertenecientes al género de la mística: Risāla fi l- fisq (“Epístola sobre el amor”),
Risāla al-Tayr (“Epístola del pájaro”), (Risala Hayy b. Yaq ān (“Epístola de Viviente,
hijo de Vigilante”) y Qissat Sa-Iāmān wa-Absal (“Relato de Salāmān y Absāl”), obras
estas dos últimas que ejercieron gran influencia sobre el filósofo andalusi Ibn Tufayl. En
medicina compuso el ya citado Qānūn f¡ l-tibb (“Canon de medicina”), una de las obras
más influyentes en la historia de la medicina, comentada y analizada por autores árabes y
latinos, y la Urŷūza fi l-tibb (“Poema sobre la medicina”), que contiene los principios de
la medicina en versos fáciles de memorizar.

6.2. Lecturas del pensamiento de Avicena

Los escritos de Avicena y su quehacer intelectual han sido objeto de tres grandes
interpretaciones. Primera, su pensamiento se desarrolló en un ambiente filosófico y
religioso musulmán, continuando la tradición de la filosofía árabe. Segunda, fue heredero
directo del pensamiento especulativo griego, aristotélico en particular, y su doctrina sólo
tiene sentido con relación a este pensamiento, siendo entonces representante de la
tradición científica y racionalista griega. Tercera, fue intérprete fiel de la mentalidad y del
espíritu persa y su auténtico pensamiento habría que buscarlo en sus obras místicas, en
las que se muestra como gnóstico y místico; por ello, toda su filosofía sería más bien una
teosofía que incluiría elementos griegos y musulmanes, pero de manera secundaria frente
a su núcleo iranio.
Avicena señala en su Metafísica que algunos filósofos utilizan símbolos con vistas a
un objetivo oculto; se trata de camuflar el pensamiento en virtud de los problemas que
puede acarrear a un determinado tipo de lectores. El andalusi Ibn Tufayl señaló que en
las obras avicenianas hubo una doble orientación: en unas siguió a Aristóteles,
exponiendo una filosofía apta para el común de las gentes, y en otras expresó “los
secretos de la sabiduría oriental”, su verdadero pensamiento, reservado a unos pocos.
Esta observación parece corroborada por el propio Avicena, al afirmar en la introducción
a su enciclopedia al-Šifā’ que su propósito es exponer las ciencias filosóficas de los
antiguos peripatéticos, sin que pueda verse reflejado en ella su propio pensamiento, que
sólo está expuesto en su “Filosofía oriental”: “Aparte de estos dos libros tengo otro; en él
he expuesto la filosofía tal como es por naturaleza y tal como exige una opinión libre, que
no tiene en cuenta el punto de vista de los compañeros en la filosofía, sin temer apartarse
de ellos, como se hace en otros sitios. Es mi libro sobre la Filosofía Oriental. En
cambio, este otro libro (al-Šifā’ ') es más detallado y está más de acuerdo con los
compañeros peripatéticos. Quien quiera la verdad sin rodeos, deberá dirigirse a aquel
libro; quien quiera la verdad de manera que produzca una cierta satisfacción a los
compañeros, un amplio desarrollo y alusiones a lo que, si es comprendido, no necesita
del otro libro, entonces que se dirija a éste (al-Šifā’ ')” (Avicena, 1952: 10). También

122
Averroes propuso su interpretación, viéndole como un mal aristotélico por haber
neoplatonizado el pensamiento del filósofo griego. El oriental Suhrawardì le acusó de no
haber sabido realizar el programa de una “filosofía oriental” por ignorar la raíz del saber,
basado en los principios eternos de la Luz y de las Tinieblas. Del ayer son también las
interpretaciones contrapuestas que hicieron los sabios latinos medievales, quienes
tomaron de Avicena lo que les aprovechaba para sus propias doctrinas.
La polémica planteada por Ibn Tufayl fue resucitada apenas hace un siglo y en ella
aún andan enfrascados prestigiosos estudiosos del filósofo. Como hay obras que parecen
seguir la tradición peripatética y otras escritas en lenguaje simbólico y esotérico, cualquier
intento de exponer el pensamiento verdadero de Avicena estaría llamado al fracaso,
porque ¿cuál es, en realidad, ese verdadero pensamiento? ¿El expuesto para el público en
general? ¿El expresado sólo para los entendidos, para los no ignorantes? ¿Implica esto la
existencia de dos pensamientos y, en consecuencia, de dos verdades? ¿Habría ya en
Avicena un primer esbozo de lo que luego se discutiría como teoría de la doble verdad?
¿O, por el contrario, se trata de un doble lenguaje para exponer una misma cosa?
La tercera interpretación antes señalada ha llevado a los más importantes estudiosos
de Avicena a plantearse la cuestión de sus relaciones con la mística y a saber si realmente
fue un místico. Se basan en el análisis de los llamados Tratados místicos avicenianos.
Unos los entienden de manera alegórica, como exposición imaginada de una doctrina
racional; otros piensan, en cambio, que son expresión simbólica de un conocimiento de
tipo gnóstico obtenido por iluminación, que debe ser percibido por una hermenéutica
apropiada. Según los partidarios de esta tercera interpretación, representada
fundamentalmente por el gran islamólogo e iranólogo francés Henry Corbin, estos
“relatos visionarios” serían particularmente aptos para situar a Avicena en el “pieroma”
del sistema filosófico. Estas narraciones son las etapas que el alma humana debe recorrer
para poder salir de su exilio, por lo que es necesario examinarlas con una particular
exégesis o ta wīl espiritual para dar al texto su verdadero significado. La filosofía de
Avicena giraría en tomo a su angelologia, demostrando el estrecho vínculo entre su
pensamiento, la literatura hermética, la doctrina angélica de Zoroastro y el gnosticismo de
origen iranio, de la que cosmología y noètica sólo son partes fundamentales. En Avicena,
las Inteligencias separadas, las Almas universales y las almas humanas no son más que
un triple coro angélico, enunciado en la Risāia Hayy b. Yaq an, y el pieroma o suma de
todas las Inteligencias avicenianas se identifica con el conjunto angélico señalado por los
teósofos, mostrando su relación con el neoplatonismo griego tardío, origen del
gnosticismo iranio. Las mismas Glosas a la Teología de Aristóteles serían una
introducción a esta interpretación de la tríada angélica. El intelecto agente coincidiría con
el Arcángel Gabriel. Por otra parte, al descenso de los seres corresponde un ascenso, un
retomo al mundo superior y a su origen.
La Risāia Hayy b. Yaq ān relata el inicio de este viaje de retorno: es la narración del
alma humana que, entrando dentro de sí misma, se aísla de las facultades extemas y
encuentra al intelecto agente, encamado en el personaje de Hayy: “Durante mi estancia
en mi país me fue posible salir con mis compañeros hacia uno de los amenos lugares que

123
rodean aquel territorio. Mientras lo recorríamos dando vueltas, he aquí que se nos
presentó un esplendoroso jeque. Era de edad avanzada y estaba marcado por los años,
pero se hallaba en plena juventud, su poderío no se había debilitado, su firmeza no se
había deteriorado y sus blancos cabellos le daban la hermosura de quien ya ha
envejecido. Deseé ardientemente entablar conversación con él. Desde el fondo de mi
alma me propuse que me recibiera con su participación y vecindad. Me dirigí con mis
compañeros hacia él. Cuando estuvimos cerca, fue el primero en saludamos y damos la
paz, mostrándonos unas palabras muy agradables. Mantuvimos una conversación hasta
que fui llevado a interrogarle sobre el fondo de sus circunstancias: deseé conocer su
tradición y su profesión, pero también su nombre, su linaje y su país. Respondió: “Mi
nombre y mi linaje son Hayy ibn Yaq ān mi país es la ciudad de la Casa del Santificado;
mi profesión es viajar por las regiones de los mundos, hasta que los conozca
perfectamente; mi rostro está [vuelto] hacia mi padre: es el Vigilante. He obtenido de él
las llaves de todas las ciencias; me ha guiado por el camino que conduce a las regiones
del mundo, a fin de que yo reuniera con mi viaje los horizontes de las zonas climáticas”
(Avicena, 1889: 1-3). Toda la filosofía aviceniana sería un gnosticismo y una teosofía, en
la que ciertamente hay elementos procedentes del pensamiento griego así como otros
religiosos musulmanes, pero que sólo tienen valor secundario respecto al núcleo
fundamental gnóstico-iranio.
La clave interpretativa del pensamiento aviceniano estaría en su obra Kitāb al-
mašriqiyyūn, el Libro de los orientales, y en su referencia a la “Sabiduría oriental”.
Interpretada esta referencia como si fuera el título de la obra, lo cierto es que sólo se nos
ha conservado la parte correspondiente a la Lógica. Y la atenta lectura del comienzo de
ella parece sugerir que las verdades expuestas tanto en al-Š ifā’ como en Kitāb al-
mašriqiyyūn debían ser las mismas, en una obra de manera clara y sin rodeos y en la
otra de manera alusiva. Esta última obra parece que fue otra suma de filosofía dentro de
la tradición aristotélica, paralela en su contenido a al-Š ifā’ ' pero más sistemática en su
método.
La lectura del doble grupo de obras, las peripatéticas y las supuestamente místicas,
muestra la complejidad del pensamiento de Avicena. En él es posible deslindar, a primera
vista, un doble ámbito de aplicación, el filosófico y el religioso. Aunque se quiera
reconocer la posibilidad de ambas lecturas, sin embargo, hacer filosofía en el mundo
árabe consistió en reflexionar primero y componer después las obras que sus filósofos
han dejado; lo que de ellos se puede saber es lo que hicieron en tanto que comunicaron
su actividad en sus escritos. Aplicado a la filosofía de Avicena, lo que de él tenemos en la
mayor parte de su producción escrita, de su tarea como filósofo, es una obra impregnada
de filosofía griega, situada en la línea del aristotelismo, aunque se encuentre muy
matizado por el neoplatonismo, como en sus predecesores.
Avicena fue antes que nada un filósofo, lo que en su época significaba un
enciclopedista experto en la clasificación de las ciencias, que buscaba esclarecer nuestros
conocimientos deduciéndolos de unos principios. Y para mostrar la coincidencia de metas
en la filosofía y la religión, Avicena optó por el método gnóstico-místico. Recurrió al

124
itinerario del alma sufi y se sirvió de las experiencias de los grandes sufíes, en lugar de
aprovechar la suya propia. Pero en su vida personal no hay el menor índice de una
“interiorización” de los ritos místicos. Al exponer la mística, Avicena escindió el dominio
teórico y descriptivo del puramente práctico. Tomó de la mística musulmana sus
experiencias y su vocabulario, pero los insertó en un marco de filosofía neoplatónica. En
su Kitāb al-Isārāt wa-l-tanbīhāt despliega la filosofía en su orden clásico: lógica, filosofía
natural, que incluye la psicología, y metafísica. En los tres últimos capítulos de la
metafísica expone la vida espiritual, coronamiento de toda la doctrina del hombre, puesto
que por medio del conocimiento el alma entra en relación con lo divino, dando así a la
mística un fundamento natural y racional.
Presenta el conocimiento como una dialéctica que va de lo sensible a lo inteligible,
para permitir al alma la vida verdadera de los inteligibles puros, recibiendo la irradiación
venida de la Luz suprema, el Ser Primero o Dios. Se trata, entonces, de un proceso de
purificación por el que el alma alcanza la aprehensión directa de la Verdad Suprema en el
espejo del alma, en la cima de una contemplación intelectual. Como todo proceso, exige
de unas etapas y grados que hagan posible al alma dejar el estado de perplejidad y
extrañamiento en que se encuentra en su unión con el cuerpo, para alcanzar el Bien
supremo. Describe las tres clases de hombres que son conscientes de la nostalgia
producida por la falta de ese Bien supremo y por el deseo de alcanzarlo. Son el “asceta”
( áhid), el “devoto” ( fábid) y el “gnóstico” ( 'arij). El primero se aleja de los bienes de
este mundo; el segundo es asiduo en los ejercicios religiosos; el tercero orienta su espíritu
hacia la Verdad primera, queriéndola por sí misma, única que es digna de ser conocida y
adorada. Los dos primeros no son buenos si no están unidos al tercer aspecto. Sólo los
gnósticos se despojan de su cuerpo y se vuelven hacia el mundo santo, a través de varios
grados. En primer lugar, por la voluntad (al-irāda), como deseo de entrar en contacto
con Dios. En segundo lugar, por medio de los ejercicios que tienden a liberarse de todo lo
que no sea Dios, que tratan de acostumbrar al alma sensible a ejercer sólo la intelectual y
a afirmar la conciencia para prestar atención a Dios; en este grado ya se alcanzan algunos
“momentos” (awqāt) o destellos de la iluminación divina. En tercer lugar, por la
obtención (nayl), grado en el que el alma es como un espejo pulimentado en el que al
contemplarse a sí mismo contempla a Dios. En este momento se produce la unión
(wusūl), que, a su vez, implica también grados, que no pueden ser expresados por el
lenguaje, siendo necesario ser místico para experimentarlos y padecerlos.
La mística descrita por Avicena, por consiguiente, se sitúa dentro del sistema
filosófico que le sirve de sustento. No es una mística entendida a la manera de los sufíes,
sino el término final de un proceso en el que están implicados todos los demás aspectos
de la filosofía, desde la noètica y la cosmología hasta la misma metafísica y ontologia,
que desemboca en la aprehensión misma de la Verdad, en una experiencia fruitiva de lo
Absoluto. Sólo en este sentido cabe hablar de mística en Avicena: en tanto que la fuente
principal de la que se nutre su pensamiento -el neoplatonismo- también fue mística y en
el sentido en que se puede decir que Platón también lo fue. La filosofía, por consiguiente,
podía asimilar elementos gnósticos y místicos. El pensamiento de Avicena es prueba de

125
ello.

6.3. Sistematización de las ciencias

El quehacer al que se entregó Avicena fue, como se ha dicho, el de sistematizar la


filosofía. Para llevarlo a cabo, se sirvió de la clasificación aristotélica de las ciencias, tal
como la expone en su epístola Sobre la división de las ciencias intelectuales, en la que
hay un interés implícito por encontrar un principio racional que permita coordinar las
distintas ciencias. También ofrece una clasificación de las ciencias al iniciar su
tratamiento de la metafísica en al-Šif ’ y en El libro de la ciencia. Se dijo ya que éste de
la clasificación de las ciencias es un tema tópico en el mundo árabe, afanado por
encontrar el lugar de cada ciencia en el conjunto del saber. Pero, a diferencia de lo que
ocurre en otras clasificaciones, que suelen incluir algunas ciencias religiosas, la aviceniana
sólo se interesa por las ciencias intelectuales o filosóficas, si bien inserta como objeto
parcial de algunas de ellas los temas religiosos que le interesan.
Avicena, confiando también en la posibilidad de un conocimiento accesible al
hombre, sostiene en la parte correspondiente a la “Física” de su obra Las fuentes de la
sabiduría que “la filosofía (al-hikma) es el perfeccionamiento del alma humana por
medio de la simple aprehensión de las cosas y por medio del juicio [formado] por las
verdades teóricas y prácticas en la medida de lo posible al hombre” (Avicena, 1980: 16).
Entiende, pues, la filosofía como el saber establecido con método y rigor para formular
una verdad necesaria. Siguiendo la costumbre de sus predecesores, propone su
clasificación del saber científico que es la filosofía. Recupera la división aristotélica en
ciencias teóricas y prácticas: “Sección sobre la esencia de la füosofía. La filosofía es un
arte teórico por el que el hombre adquiere la percepción de lo que es la totalidad del ser
en sí mismo y de lo que su acción debe necesariamente obtener para que su alma se
ennoblezca, se perfeccione, se haga mundo inteligible correspondiente al mundo existente
y se prepare así para la felicidad suprema y última, según la capacidad humana. Sección
sobre la primera división de la filosofía. La filosofía se divide en puramente teórica y
práctica. La parte teórica es la que tiene como fin la adquisición del conocimiento cierto
del estado de los seres cuya existencia no depende de la acción del hombre; a veces, el
objetivo que busca es alcanzar solamente una opinión, como sucede en la Ciencia de la
Unicidad divina y en la astronomía. La parte práctica es aquella cuyo fin no es la
adquisición del conocimiento cierto de los seres, sino que más bien buscaría a veces
adquirir una opinión verdadera acerca de algo que el hombre ha adquirido con el fin de
obtener de ello un bien; lo que se busca no es sólo obtener una opinión, sino lograr una
opinión con vistas a una acción. El fin de la filosofía teórica es la verdad, mientras que el
de la práctica es el bien” (Avicena, 1880: 71-72). A ellas añade la Lógica como ciencia
instrumental. Afirma, además, que esta división muestra que ninguna de estas ciencias
contiene nada que esté en contradicción con la Ley religiosa y que quienes siguiendo

126
estas ciencias se desvían de la Ley son incompetentes y débiles, porque el error está en
ellos y no en las ciencias.
Otro texto, del comienzo de al-Šifā', es útil para circunscribir los dos criterios que
operan en la determinación del objeto de las ciencias. En él establece qué es la filosofía,
cuáles son sus partes y cuáles son sus fines: “Decimos que el fin en la filosofía es
informar acerca de las verdades de todas las cosas en la medida de lo posible al hombre.
Pues bien, las cosas existentes o bien existen sin depender de nuestra voluntad ni de
nuestra actividad, o bien existen por nuestra voluntad y actividad. Al conocimiento de las
cosas que pertenecen a la primera división se le llama filosofía teórica; al conocimiento
de las cosas que pertenecen a la segunda división se le llama filosofía práctica. El fin de
la filosofía teórica es perfeccionar al alma por el mero conocer; el fin de la filosofía
práctica es perfeccionar al alma, no por el mero conocer, sino por conocer lo que hay
que hacer y hacerlo. Por tanto, el fin de la teórica es la adquisición de una opinión que no
es práctica, mientras que el fin de la práctica es conocer una opinión que es práctica.
Considerando la <noción de> opinión, la teórica es más digna por ello. Las cosas que
existen en sí mismas con independencia de nuestra voluntad y acción, según la primera
división, son de dos clases: unas son las cosas que están mezcladas con el movimiento, y
otras son las cosas que no están mezcladas con el movimiento, como el intelecto y el
Creador. Las cosas que están mezcladas con el movimiento son, a su vez, de dos clases:
aquellas cuya existencia no se da sino en tanto que se concibe mezclada con el
movimiento, como la humanidad, la cuadratura y otras semejantes, y aquellas cuya
existencia se da sin esta condición. Y los existentes cuya existencia no se da sino en tanto
que se concibe mezclada con el movimiento, se dividen en dos: en cosas que para
subsistir y ser concebidas no pueden ser independientes de una cierta materia, como la
forma de la humanidad o de la equinidad, y en cosas que pueden serlo para ser
concebidas, pero no para subsistir, como la cuadratura, que para ser concebida no es
necesario atribuirle alguna especie de materia ni considerarla en algún estado de
movimiento… Las clases de las ciencias teóricas serán o bien las que se aplican a
considerar los existentes en tanto que se conciben y subsisten con el movimiento y
dependen de las materias propias; o bien las que se aplican a considerar los existentes en
tanto que se conciben separados del movimiento y de la materia, pero no existen
separados de ellos; o bien las que se aplican a considerar los existentes en tanto que
existen y son concebidos como separados de ellos. La primera parte de esta división de
las ciencias es la Física; la segunda es la Matemática pura y la ciencia del número es la
más conocida, pues el conocimiento de la naturaleza del número, en tanto que es
número, no pertenece a esta ciencia; la tercera es la Ciencia divina. Como los seres son
en la naturaleza según esta triple división, las ciencias filosóficas teóricas son igualmente
tres” (Avicena, 1952: 12-14).
El primer momento que hallamos en su clasificación de las ciencias es la doble
división en teóricas y prácticas. Es teórica la ciencia que se ocupa del conocimiento de las
realidades cuya existencia no depende del sujeto humano, por lo que ella tiende hacia la
verdad en sí misma. Práctica es aquella ciencia que busca conocer las cosas que

127
dependen de la voluntad humana para la acción; la adquisición de un bien para el hombre
resulta de conocerlas y de hacerlas o no hacerlas. Así, los fines de la ciencia -la filosofía-
son la verdad y el bien.
En su Libro de la Demostración, tratado que corresponde a los Analíticos
Posteriores, afirma que la diferencia y variedad de las ciencias es debida a sus objetos:
“La verdadera diversidad de las ciencias se produce por causa de sus objetos” (Avicena,
1956: 162). Hay que atender a los distintos objetos de que se ocupa la filosofía teórica
para formular su división. Y es lo que hace: señala los dos criterios que permiten fijar los
objetos de las ciencias teóricas. Por una parte, la relación de los seres hacia sí mismos y
hacia nosotros, es decir, la consideración de la existencia de los seres en sí mismos, y la
consideración que nosotros hacernos de los seres, esto es, el existir de las cosas y el
concebirlas. Por otra parte, la relación de las cosas con el movimiento y con la materia.
Así, hay seres que existen sin movimiento y sin materia y se entienden sin movimiento y
sin materia, como Dios y los intelectos, siendo el objeto de la Metafísica; otros que no
pueden existir sin movimiento ni materia, pero se conciben sin movimiento y sin materia,
como la cuadratura, y son objeto de las Matemáticas; y, finalmente, otros no pueden
existir sin movimiento ni materia y no pueden ser entendidos sin movimiento,
constituyendo éstos el objeto de la Física.
Tres son, pues, las ciencias teóricas. Primero, la Física, que se ocupa de aquellas
cosas cuyas definiciones y cuya existencia dependen de la materia corpórea y del
movimiento, siendo, por tanto, substancias sometidas a la generación y a la corrupción.
En segundo lugar, las Matemáticas, que tienen como objeto de intelección aquellas cosas
cuya existencia depende de la materia y del movimiento, pero cuyas definiciones no
dependen de ellos, porque son concebidas independientemente. Finalmente, la Metafísica
o Ciencia Divina versa sobre las cosas cuya existencia y cuyas definiciones no tienen
necesidad ni de la materia ni del movimiento; su objeto es, por tanto, lo inmaterial. Lo
vuelve a repetir en otro texto: “La ciencia teórica comprende tres partes: física,
matemáticas y divina (al-ilāhiyya). El objeto de la física son los cuerpos en tanto que
están en movimiento y en reposo, investigando también los accidentes que les afectan de
por sí en este aspecto. El objeto de las matemáticas o bien es la cantidad que está
desprovista de materia por sí misma, o bien es lo que está dotado de cantidad; lo que se
busca en ella son los estados que afectan a la cantidad en tanto que es cantidad; en sus
definiciones no se toma una especie de materia ni una potencia de movimiento. La divina
estudia las cosas que están separadas de la materia según la subsistencia y la definición.
Has aprendido también que la divina es aquella en la que se estudian las causas primeras
de los seres físicos y matemáticos y lo que de ellos depende; también estudia la causa de
las causas y el principio de los principios, que es Dios Altísimo” (Avicena, 1960: 4).
Cada una de estas ciencias comprende otras, de las que unas son principales y otras
subalternas o secundarias. La Física tiene como principales la Física propiamente dicha,
la ciencia del cielo y del mundo, la de la generación y de la corrupción, la de los
fenómenos superiores, la de los minerales, la de las plantas, la de los animales y la del
alma; como secundarias tiene, entre otras, la medicina, la astrologia, la fisiognomica y la

128
alquimia. Destaca el tratamiento que Avicena concede a la primera parte de esta ciencia,
la más importante porque allí se discuten los principios generales de los seres naturales, el
movimiento, el lugar y el infinito. Hay que acentuar el rechazo que Avicena hace de la
teoría atomista, cuando considera la cuestión de la divisibilidad de la sustancia corporal,
por la importancia que tal teoría había adquirido en el mundo musulmán al haber sido
adoptada por los teólogos para aplicarla a la creación divina. Tras estudiar los cuerpos
celestes, la generación y la corrupción, los movimientos de crecimiento y disminución, la
alteración, los fenómenos celestes y los terrestres, es decir, la formación de los minerales,
Avicena dedica especial atención al estudio del alma y de sus facultades que, por el
complejo papel que el neoplatonismo árabe asigna al alma, adquiere relevancia
fundamental en la estructuración de la realidad, afectando entonces a todo el sistema
aviceniano.
Las Matemáticas tienen como principales las cuatro tradicionales: aritmética,
geometría, astronomía y música, y como secundarias la topografía, el álgebra, la
mecánica, la óptica y la hidráulica, entre otras. La aritmética es la ciencia del número que
estudia las propiedades de éste, sus relaciones y sus especies; la geometría trata de las
magnitudes; la astronomía versa sobre la disposición de las partes del universo, sus
posiciones, sus distancias y los movimientos de los astros; y la música estudia las notas y
las reglas de composición. Estas cuatro ciencias matemáticas constituyen un todo, cuya
unidad se debe a la relación común que liga a sus objetos, puesto que todos ellos giran en
torno al número y a las propiedades de éste.
La Metafísica tiene como partes principales el estudio de las ideas generales
comunes a todos los seres, los fundamentos y principios, la existencia de la Verdad
primera y sus atributos, las substancias primeras espirituales y el estudio de las relaciones
de lo terrestre con lo espiritual, y como partes secundarias la revelación y el retorno o
vida futura. Tres atribuciones posee esta ciencia. Es propiamente Teología porque
establece a Dios como causa necesaria de todo ser; el objeto de ella es el ser en tanto que
ser, pero también Dios como último referente del ser, por ser el Ser Necesario. Es
también Filosofía primera, porque es la ciencia que alcanza mayor grado de certeza y
precisión. Y es, en fin, la ciencia de los primeros principios, en tanto que verifica y
fundamenta los principios de las restantes ciencias.
La filosofía práctica pretende un conocimiento encaminado a la acción. Su fin no se
agota en sí mismo, como el del saber teórico, sino que el bien al que aspira por medio de
la acción está subordinado al saber teòrico, por el que el hombre alcanzará la felicidad
suprema. Tiene que ver, pues, con la conducta humana. Como el régimen o gobierno del
hombre dice relación a sí mismo o a los demás, y como la relación del hombre con los
demás se realiza con los de su propio y más cercano entorno o con los otros ciudadanos,
la filosofía práctica se divide en tres ciencias. La Ética, que nos da a conocer cómo
deben ser las costumbres y acciones del hombre para que su vida sea feliz, tanto en ésta
como en la otra vida. La Económica, que enseña al hombre el régimen de conducta en su
casa, a fin de que la comunidad constituida por esposa, hijos y siervos lleve una vida bien
ordenada y sea capaz de alcanzar la felicidad. Y la Política, que explica las diversas

129
clases de regímenes políticos, gobiernos y sociedades virtuosas y malas, y muestra cómo
se perfecciona cada una de ellas, por qué desaparecen y de qué manera se transforman;
también, la existencia de la profecía y la necesidad de la ley divina revelada, requerida
para la existencia de la especie humana; y se ocupa de los conceptos universales
comunes a todas las leyes religiosas, porque para los filósofos (¿Platón y Aristóteles?) la
ley quiere decir el “modo de vida tradicional”, la “norma” y el “descenso de la
revelación”.
Estas tres partes de la filosofía práctica no se subdividen en principales y
secundarias, como las teóricas. Sin embargo, como se ha indicado, la Metafísica trata de
la profecía y de la revelación, por lo que esta inclusión de lo práctico en lo teórico da que
pensar en que la ciencia Política debe entenderse como la ciencia suprema y
arquitectónica, la que da sentido completo al conocimiento de toda la realidad, porque es
ella la que, en definitiva, tiene que ver con la felicidad humana.
La última sección de la Epístola de las ciencias intelectuales es una descripción de
aquella ciencia que es instrumento para el hombre: la lógica, que explica y enseña el
método en la investigación y en la búsqueda de la verdad. La lógica proporciona al
hombre no sólo las demostraciones apodícticas o científicas, sino también argumentos
dialécticos, esto es, a favor y en contra de una opinión dada; pruebas persuasivas o
retóricas para regir, por medio de la palabra, a la multitud; y representaciones de
imágenes, que pertenecen a la poética, que le ayudan a conseguir su objetivo.
Acerca de la cuestión de si la lógica debe ser considerada como parte de la filosofía
o como ciencia independiente por ser instrumental y propedéutica, sostiene que es una
polémica carente de sentido y de valor, puesto que tiene que ver con la concepción que
de la filosofía se tenga. Afirma que las esencias de las cosas existen en la realidad o en la
mente. La esencia, además, puede ser considerada en sí misma, con independencia de
esos dos modos de existencia. La lógica se interesa por este último aspecto de las
esencias, esto es, por los conceptos, que están en la mente por ser tales, considerados en
sí mismos y por las relaciones que entre ellos se establecen. Quien sostenga que la
filosofía se ocupa sólo de la existencia real o mental, negará que la lógica sea parte de la
filosofía; sólo será instrumento suyo. Pero quien asegure que la filosofía ha de tratar de
toda investigación teórica, habrá de afirmar que la lógica será parte e instrumento. Sea
parte o no, siempre será la ciencia instrumental por excelencia, porque es la que facilita al
hombre una regla canónica que le preserva del error en el ejercicio de su pensamiento. Y
es una ciencia necesaria para quien desee obtener nuevos conocimientos, porque es la
que le sirve de guía a su mente y le previene de aceptar la falsedad y la mentira.
Establece como objeto de la lógica la enunciación y la argumentación, a las que se
llega por la simple aprehensión y por el juicio. Y sostiene también que el objeto de la
lógica son las segundas intenciones, esto es, las nociones abstractas, como las de género
y especie, que dependen de las primeras intenciones inteligibles o conceptos primarios.
Los enunciados pueden ser la definición y la descripción, y las argumentaciones pueden
ser silogismos o inducciones. Todo ello tiene como finalidad llegar a lo desconocido a
partir de lo conocido, pero siempre que se sigan los procedimientos que a ello conduzcan.

130
Por eso, la lógica debe estudiar las reglas del discurso explicativo, mostrando cómo
forman una definición o una descripción, y los principios del razonamiento en su
aplicación al silogismo.
Partes importantes en la lógica aviceniana son los estudios que dedica a los términos
o palabras, elementos que forman el enunciado; el que consagra a la definición, que
puede ser perfecta, cuando se atiene a la esencia de las cosas, o imperfecta, la que sólo
da a conocer el objeto a través de sus accidentes propios y comunes, y es llamada
entonces descripción; el dedicado a la demostración, aquel argumento que consta de
premisas indudables de las que resultan conclusiones indiscutibles y cuya posibilidad
depende de la existencia de principios indemostrables, aprehendidos por la intuición,
término clave de su lógica; y, en fin, el estudio destinado a exponer la teoría de la
modalidad, de gran importancia para el problema del determinismo y de la presciencia
divina y que aplicó de forma radical en la metafísica.

6.4. La metafísica aviceniana

En la Metafísica, Avicena aborda las cuestiones más importantes de su pensamiento


filosófico. Aunque se inspira en Aristóteles, sin embargo, se esfuerza por construir una
síntesis original, que encuentra fundamento en el neoplatonismo y en la tradición islámica
a la que pertenece. La Metafísica o Ciencia divina representa la culminación del saber
teórico, porque es la ciencia superior. El sistema que elabora representa un desarrollo
culminante del pensamiento filosófico en el Islam y una crítica a determinadas doctrinas
de los teólogos musulmanes. Tiene como fin ofrecer una visión de la estructura del
universo como totalidad orgánica, constituida por diversos estratos o niveles ontológicos
de realidad, vinculados entre sí y accesibles a la razón, precisamente porque toda la
realidad, de suyo posible, procede del único ser necesario, Dios, que es puro intelecto,
por lo que todo lo que de él proviene posee carácter racional. Avicena quiso mostrar la
compatibilidad entre una metafísica de lo necesario, de origen griego, y una metafísica de
lo contingente, que dimana de una raíz religiosa revelada. La solución que ofreció fue
tomada como modelo, con las rectificaciones oportunas, por sistemas metafísicos
posteriores.
En Ilāhiyyāt, que es el libro de Metafísica de al-Šifā' Avicena se refiere a la Ciencia
Divina o metafísica de la siguiente manera: “Éste es el saber buscado en esta disciplina.
Ella es Filosofía Primera, porque es la ciencia de la primera de las cosas en la existencia;
es la causa primera y la primera de las cosas en la universalidad, pues es el ser y la
unidad. Es también sabiduría, que es la ciencia más excelente por el más excelente objeto
de conocimiento: en verdad es la ciencia más excelente, es decir, la certeza, por el objeto
cognoscible más excelente, es decir, Dios Altísimo y por las causas que están después de
Él. Es también el conocimiento de las causas últimas del todo. Y es también el
conocimiento de Dios y por ello se define la Ciencia Divina en tanto que es la ciencia de

131
las cosas separadas de la materia tanto en la definición como en la existencia” (Avicena,
1960: 15). Según este texto, lo inmaterial sería el objeto de la Metafísica. Y, aún más que
lo inmaterial, el objeto sería Dios mismo, causa de las causas y principio de los
principios, como dice en otra de sus obras: “Puesto que Dios Altísimo -todas las
opiniones están de acuerdo en esto- no es principio de un ser causado sí y de otro ser
causado no, sino que es principio del ser causado de manera absoluta, es indudable que
la Ciencia Divina es esta misma ciencia [la metafísica]. Y esta ciencia se ocupa del ser
absoluto” (Avicena, 1985: 235). ¿Es, entonces, lo inmaterial el objeto primero de la
Metafísica? ¿Puede ser Dios el objeto de esta ciencia? ¿Acaso es Dios ese “ser absoluto”
del que habla al final del texto?
En su lectura de la Epístola sobre el objetivo de la “Metafísica ” de Aristóteles de
al-Fārābī descubrió que este saber no se puede identificar con la “Teología”, sino que
ésta es sólo una de sus partes. Recurriendo a la epistemología aristotélica, según la cual
una ciencia no puede demostrar la existencia de su objeto propio ni de sus principios,
propuso una distinción entre aquello sobre lo que versa una ciencia, que es lo que
constituye su objeto propio, esto es, lo “puesto”, lo supuesto o presupuesto como
posibilidad para el desarrollo de esa ciencia, y aquellas otras cuestiones que están
relacionadas con el objeto, lo “buscado” en una ciencia, que sólo pueden ser
determinadas con rigurosidad cuando previamente se ha establecido cuál es el objeto de
la ciencia. Como Dios no se presupone, porque no es evidente, sino que su existencia
necesita ser probada, Dios no puede ser el objeto de la Metafísica. La Física no puede
dar razón de la existencia de Dios, porque al versar sobre el ser en movimiento sólo lleva
a probar la existencia de un Primer Motor, mientras que el Dios del que se ha de ocupar
la ciencia aviceniana sólo puede ser principio del ser. Tampoco pueden las otras ciencias,
porque todas ellas son inferiores. Por consiguiente, sólo la Metafísica puede tratar de
Dios, no como objeto, sino como “objetivo”, esto es, como “algo que debe ser buscado”
en esa ciencia.
¿Cuál es el objeto de la metafísica? Lo que reúna las tres condiciones exigidas por
Avicena: imponerse por sí mismo; ser común a todo lo que esta ciencia abarca;
comprender bajo sí a todos los seres que tengan una esencia realizada y actualizada. Y
esto sólo lo cumple el ser en tanto que ser: “De todo esto resulta claro para ti que el ser
en tanto que es ser es algo común a todo esto, y que es preciso establecerlo como objeto
de esta disciplina, tal como hemos dicho. Porque no requiere que se conozca su esencia
ni que se establezca, de manera que necesitara que una ciencia distinta garantizara la
explicación del modo que tiene. Es imposible establecer un objeto y verificar su esencia
en aquella ciencia de la que es objeto, sino que sólo hay que admitir su ser y su esencia.
El objeto primero de esta ciencia es, por tanto, el ser en tanto que ser; lo buscado en ella
son las cosas que le siguen necesariamente en tanto que es ser sin condición” (Avicena,
1960: 13). La Metafísica aviceniana se entiende, entonces, como ontologia. Pero, como
el estudio de Dios es también parte de la Metafísica, porque es una “cuestión” que ha de
ser “buscada” necesariamente y de manera exclusiva; como, por otra parte, Dios es el
último referente al que apunta la fórmula “el ser en tanto que ser”, puesto que es el Ser

132
necesario que da razón de todos los demás seres y es el primer contenido en el concepto
de “ser”, porque es la causa del ser mientras que los demás seres son causados, la
metafísica es también un tratado acerca de Dios, con lo que adquiere su sentido onto-teo-
lógico.
El ser es el objeto central de la metafísica aviceniana. Hay que precisar qué entiende
Avicena por ser. Cuando en su Kitāb al-Isārāt se ocupa del ser, descarta la opinión que
suele identificarlo con lo sensible, puesto que hay ideas y conceptos que no son sensibles,
sino inteligibles puros. No se puede identificar tampoco con el simple y puro existir,
porque el término ser puede tener un uso existencial, referido a cosas reales o a
conceptos mentales, pero también un uso no existencial, como cuando alude sólo a la
esencia de las cosas, sin implicar su existencia.
El ser es un concepto primario, claro por sí mismo, intuido por el alma de manera
inmediata, porque es conocido sin la mediación de ningún otro concepto o principio. Esto
es indudable, puesto que tanto en el pensamiento como en el lenguaje el ser está
implicado de alguna manera, precisamente porque es lo más general o común. Cuando se
pregunta por algo, tanto la partícula con la que se pregunta, el qué, como aquella con la
que se responde, el lo que o algo, son expresión y pensamiento del ser: el ser está
presente en la mente, en el discurso y en la realidad. Por eso, el ser es lo más común que
hay. Como concepto primero, al ser se llega por una doble vía. En primer lugar, cuando
el hombre se percibe a sí mismo como existente, como algo que es, vía que es expresada
por Avicena a través de un argumento al que se le ha llamado del hombre flotante:
“Vuélvete sobre ti mismo y reflexiona si, cuando estás sano y también en algunos otros
estados en tanto que comprendes algo con una sana inteligencia, acaso no te das cuenta
de tu propio ser y no te afirmas a ti mismo. Tengo para mí que esto no le sucede a un
perspicaz observador. Incluso ni al durmiente en su sueño ni al ebrio en su borrachera les
pasa desapercibido su propio ser, aunque su representación de sí mismo no permanezca
en su memoria. Si te imaginas que tu mismo ser ha sido creado desde el comienzo con
un intelecto y una disposición sanos, y si se supone que, en resumidas cuentas, forma
parte de tal posición y disposición que sus partes no sean vistas ni sus miembros se
toquen, sino que, al contrario, estén separados y suspendidos durante un cierto instante
en el aire libre, tú lo encontrarías no dándote cuenta de nada excepto de la certeza de su
ser. ¿Por qué percibes tu ser entonces, antes y después? ¿Qué parte de tu propio ser es la
que percibe? ¿Acaso la parte de ti que percibe es uno de tus sentidos? ¿Es tu intelecto?
¿Es una facultad distinta de tus sentidos, pero análoga a ellos? Si es tu intelecto y una
facultad distinta de tus sentidos por la que percibes, ¿percibes por intermediario o sin
intermediario? No creo que necesites para eso, entonces, de un intermediario, pues no
hay intermediario. No queda sino que percibes tu propio ser sin necesitar otra facultad ni
intermediario” (Avicena, 1960-68, II: 343-346). En segundo lugar, cuando, a través de la
experiencia sensible, aprehende los seres concretos y particulares, encontrando en ellos
una idea o noción común a todos.
Por ser lo más común, por estar siempre y en todas partes y por ser lo más
determinable, del ser no hay definición ni descripción, porque ninguna definición puede

133
informar verdaderamente, ya que ningún otro concepto puede darle claridad. Siendo la
primera adquisición de la mente, la idea de ser es tan imprecisa que es ininteligible en sí
misma, pues carece de género y de diferencia específica. Sólo podrá explicarse
recurriendo a términos análogos, equivalentes en extensión, para poder establecer aquello
a lo que “ser” se aplica. Además del ser hay otros conceptos primeros, como los de cosa
o necesario. Éste se presenta como relativo, puesto que, si los seres que se conocen por
experiencia son siempre necesarios, sin embargo, se sabe que no lo son por sí mismos,
porque han tenido un comienzo, han llegado a la existencia, después de haber sido
solamente posibles. El concepto de necesario está en relación con el de posibilidad;
ambos están, a su vez, en relación con el concepto de imposible. Los tres son
indefinibles, puesto que si se quieren determinar, se entra en un círculo vicioso.
Atendiendo a estas tres categorías modales, el ser es dividido por Avicena en dos clases:
necesario o posible, pues el imposible no puede darse. El ser posible -quizá habría que
decir mejor “contingente”es aquel que por su propia naturaleza puede existir o no existir,
por lo que requiere siempre un comienzo. El ser necesario, en cambio, es tal que es
imposible su inexistencia.
Esta división tiene como raíz la necesaria conexión causal que hay entre las cosas. El
ser posible depende de una causa para existir, pues por sí mismo es indiferente para la
existencia o para la inexistencia. Si existe, es porque una causa lo ha hecho existir; si no
existe, es también por una causa: la ausencia de causa. Su existencia depende de la causa
y está determinada por ella. Avicena parece caer en un determinismo total, del que
pretende escaparse apelando a la naturaleza de la acción de esa causa, totalmente libre
según él. Todo está sometido al control, determinación, conocimiento y voluntad de
Dios. Cuando el ser posible existe en virtud de esa causa, se convierte en ser necesario
por otro, al hacerse necesaria su existencia en relación con esa causa. Esta causa de la
que depende es el Ser Necesario por sí, aquel que no debe su existencia a ninguna causa,
que es uno, único, incausado, necesario en todos los aspectos y causa primera de todos
los demás seres. Sólo a él le corresponde de manera plena, total y propia la noción de
ser.
El fundamento de esta división está en los dos elementos que reconoce en el ser: la
esencia y la existencia. La esencia es la naturaleza propia de una cosa y es conocida por
medio de la definición de esa cosa. La existencia es aquello por lo que una esencia se da
en la realidad o en la mente: “Sabe que toda cosa tiene una esencia; ella sólo es
reconocida como existente en la realidad o concebida en las mentes en tanto que sus
partes [constitutivas] están presentes con ella. Si tiene una esencia cuyo ser no consiste
en existir según uno de estos dos tipos de existencia y cuya constitución no se da por
ninguna de ellas, la existencia será entonces un concepto relativo a su esencia, sea
concomitante o no. Además, las causas de su existencia son distintas de las causas de su
esencia. Pongamos un ejemplo: la humanidad; tiene en sí una cierta naturaleza verdadera
y una esencia, pero no es algo constitutivo de ella el existir en la realidad ni en las
mentes, sino sólo algo relativo a ella. Pues si [la existencia] fuera constitutiva de la
humanidad, entonces sería imposible representarse su idea en el alma desprovista de lo

134
que es parte constitutiva suya. Y sería imposible que la existencia hiciera comprensible [la
idea de] la humanidad en el alma, y plantear la cuestión de si tiene existencia en la
realidad o no. En cambio, respecto del hombre, es posible plantear la cuestión de su
existencia, no para comprenderlo, sino para percibir sus partes” (Avicena, 1960-68,1:
154-155).
Por el hecho de ser posibles, todos los seres tienen una esencia, en virtud de la cual
son meramente posibles; pero, para existir, necesitan de otro ser que les conceda la
existencia. Por esto, en ellos se da la distinción entre los dos elementos, porque en sí
misma la esencia no incluye la idea de existencia, sino que es indiferente hacia ella, es
decir, es existencialmente neutra. Pero en el Ser Necesario por sí mismo se produce total
identificación entre su esencia y su existencia, porque no depende de causa alguna para
existir; su esencia es su misma existencia. ¿Es real esta distinción o es meramente
conceptual? Aunque históricamente se ha interpretado como real, sin embargo Avicena
sólo ha afirmado que la existencia no está incluida en la noción misma de esencia, porque
la existencia no se puede inferir de lo que una cosa es.
El Ser Necesario, identificado con Dios, es causa de la existencia de los seres
posibles. Hay entre ellos una relación, que ha de ser entendida como un proceso causal
conocido por el nombre de creación. Pero ésta no se realiza como creación de la nada,
sino a la manera neoplatónica, como emanación. Avicena considera que la creación
acompaña siempre y necesariamente a la esencia divina, al modo de un flujo permanente
y constante que mana de ella. Los seres posibles son, por tanto, creados. Pero creado no
implica temporalidad, porque no hay prioridad temporal en la relación causa-efecto: si se
da una causa, simultáneamente ha de darse su efecto. Puesto que el ser necesario es
causa de la existencia del ser posible, esta existencia es coeterna con el ser necesario.
Afirma, entonces, la eternidad del universo creado.
Ese proceso emanativo se realiza por vía intelectual. Es explicado por la teoría de los
intelectos, que adquieren rango ontològico. El Ser Necesario, que es inteligencia,
inteligente y objeto de intelección a la vez, conoce su esencia y sus perfecciones, entre
las que se encuentra el ser causa primera. Al entenderse como tal, no puede renunciar a
producir sus efectos. Pero como es uno, le es imposible dar origen a la multiplicidad. Por
ello, al reflexionar sobre sí mismo, emana de él un primer intelecto, que también es uno.
El primer intelecto creado, al tener capacidad de pensar es también creador. Pero se
diferencia del Ser Necesario por su esencia, que sólo es posible, mientras que su
existencia es necesaria al haberla recibido del Ser primero. Así, se encuentra en su mismo
ser una distinción y, por tanto, multiplicidad. Al pensarse a sí mismo, origina un segundo
intelecto; al pensarse como necesario por otro, produce el alma de una esfera; al pensarse
como posible, procede de él el cuerpo de esa esfera. A partir de este intelecto se repite el
proceso de contemplación y se originan las nueve esferas celestes -esfera extrema, esfera
de las estrellas fijas, Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna- y los
restantes intelectos separados, hasta llegar al décimo, el intelecto agente o “dador de las
formas”, el que se ocupa del mundo sublunar: “No nos oponemos a que de una sola cosa
proceda una sola esencia, de la que luego se siga una multiplicidad relativa, que no se da

135
desde el comienzo de su existencia ni entra en el principio de su constitución; al
contrario, se puede afirmar que de lo uno se sigue necesariamente lo uno, y que luego de
este uno se sigue un juicio, una disposición, una cualidad o un efecto; éste es uno
todavía, pero luego, por la participación de ese concomitante, de él se sigue algo. Surge
de él una multiplicidad que, toda ella, acompaña a su esencia… De lo que precede está
claro para nosotros que los intelectos separados son múltiples en número; sin embargo,
no existen a la vez a partir del Primero, sino que es necesario que el más elevado de ellos
sea el primero que existe a partir de él. Luego le seguirán un intelecto tras otro. Y, puesto
que bajo cada intelecto hay una esfera con su materia y su forma, que es su alma, y otro
intelecto bajo él, entonces bajo cada intelecto hay tres cosas en el ser. Y es preciso que la
posibilidad de la existencia de estas tres cosas proceda de ese primer intelecto como
creación, por razón de la triplicidad mencionada que hay en él. Y como lo más excelente
sigue a lo más excelente según múltiples modos, entonces del intelecto primero, en tanto
que conoce al [ser] Primero, se sigue la existencia de un intelecto que está bajo él; en
tanto que se conoce a sí mismo se sigue la existencia de la forma de la esfera extrema y
su perfección, que es el alma; y por la naturaleza de la posibilidad de existir que está
presente en él, incluida en su entenderse a sí mismo, se sigue la existencia de la
corporeidad de la esfera extrema, que está incluida en la totalidad de la esencia de la
esfera extrema según su especie, y es lo que está asociado a la potencia. Por
consiguiente, de lo que entiende al Primero se sigue un intelecto; y de lo que es propio de
su esencia según dos modos se sigue la multiplicidad primera con sus dos partes, es decir,
la materia y la forma, y la materia por mediación de la forma o por estar asociada a ella,
de la misma manera que la posibilidad de existir llega al acto por el acto que corresponde
a la forma de la esfera. Y así es lo que ocurre de intelecto en intelecto y de esfera en
esfera, hasta que se llega al intelecto agente, que gobierna nuestras almas” (Avicena,
1985: 313-314). Esta sucesión está gobernada por la necesidad, en un proceso
completamente determinado en lo que se refiere a la existencia de los seres.
Esta concepción de la creación parece incompatible con la fe en un Dios
trascendente, propugnado por la religión, puesto que todo el universo sería solamente una
manifestación divina, en virtud del monismo inherente a todo sistema neoplatónico. Si el
flujo creador del Ser Necesario no hace más que transmitir el ser, difícilmente los seres
creados pueden distinguirse del Ser Necesario y primero. A este monismo parece haber
escapado por su radical empeño en señalar la distinción entre ser necesario y ser posible,
distinción que aplica como algo real en la naturaleza. Es ella la que permite considerar
que esta diferencia ontològica es una diferencia de naturaleza y no sólo de grado, como
ocurriría en un estricto sistema emanatista.

6.5. El hombre: realidad individual y social

Conocedor del hombre como filósofo y como médico, Avicena ofrece un

136
planteamiento con importantes novedades tanto en el plano filosófico -en el que,
partiendo de la teoría hilemórfica aristotélica afirma neoplatónicamente el carácter
inmaterial y espiritual del alma y su consiguiente inmortalidad-, como en el plano médico
-en el que informa sobre las estructuras, funciones, anatomía, doctrinas fisiológicas
fundamentales y teorías patológicas que afectan al cuerpo humano-. Fue ésta, quizá, una
de las razones por las que su psicología tuvo una gran repercusión en el mundo latino
medieval, carente de un conjunto doctrinal científico acerca del hombre.
Sitúa su estudio del hombre dentro del mundo físico. Sus tratados sobre el alma
están integrados en el saber acerca de las cosas naturales, por lo que es un estudio de una
de las partes que constituyen el mundo de los seres materiales y en movimiento, según la
caracterización que hace de la Física, ciencia que se ocupa de todo lo conocido en su
época sobre cuestiones físicas, sobre el mundo y el cielo, sobre meteorología,
mineralogía, plantas y animales: “En el libro primero hemos agotado el discurso acerca de
las cosas comunes referentes a las cosas naturales. Lo hemos continuado después con el
libro segúndo sobre el conocimiento del cielo y del universo, de los cuerpos, las formas y
los movimientos primeros en el mundo físico y hemos averiguado las disposiciones de los
cuerpos incorruptibles y corruptibles. Luego hemos seguido [en el libro tercero] con el
discurso sobre la generación y la corrupción y los elementos de los cuerpos. [En el libro
cuarto] hemos continuado hablando sobre las acciones y pasiones de las cualidades
primeras y de las mezclas que se originan de ellas. Nos quedaba por hablar de las cosas
que se generan; pero como los minerales y lo que no tiene sensación ni movimiento
voluntario son los más primitivos y más próximos a ellas al generarse a partir de los
elementos, hemos hablado acerca de ellos en el libro quinto. De la Física sólo nos queda
ya considerar las plantas y los animales. Puesto que las plantas y los animales se
convierten en substancias por una forma, que es el alma, y por una materia, que es el
cuerpo y los miembros, y puesto que el conocimiento más digno de una cosa es el que
tiene relación con su forma, nos ha parecido mejor hablar primeramente del alma”
(Avicena, 1956a: 7). Para su estudio, Avicena contó con todas las vías de conocimiento
abiertas al hombre, desde el razonamiento y la deducción hasta la observación y la
experimentación.
El mundo de la generación y de la corrupción es tal porque es el ámbito de los seres
en los que forma y materia constituyen una inseparable unidad. Todos los niveles de
realidad -reinos mineral, vegetal y animal- que hay en él están modelados por la
combinación de los cuatro elementos. El hombre, cima de estos grados, es una mezcla
superior de los elementos, cuya composición ha logrado una correcta proporción y
equilibrio que hacen necesaria la presencia, por atracción, de una facultad del alma del
mundo. De aquí que la vida del hombre no sea una vida como la vegetal o animal, sino la
que manifiesta el aspecto propio del mundo superior, el intelectual, y por el que el
hombre se vincula a este mundo. El hombre es un compuesto de cuerpo y alma, de
materia y forma.
Avicena parte del alma como elemento común a todos los niveles de vida: es la que
establece la diferencia entre los mundos inorgánico y viviente. Y, porque el alma es lo

137
primero que se conoce, por decir relación a la forma, Avicena la entiende no como
realidad accidental, añadida a un cuerpo constituido orgánicamente, sino como principio
de organización del cuerpo y de sus funciones. Deja en claro, así, la distinción que hay
entre alma y cuerpo, pues el alma es independiente del cuerpo y no necesita de él. Pero
el alma es alma de un cuerpo dado, porque no se une a un cuerpo cualquiera por azar o
por arbitrariedad, sino por una inclinación constitutiva hacia ese cuerpo, de manera que
ambos vienen conjuntamente al ser. Hay una específica relación del alma a su propio
cuerpo, relación por la que este cuerpo se distingue de cualquier otro cuerpo. La unión de
cuerpo y alma es una unión necesaria, que Avicena explica por la individualización del
alma. Esa unión es necesaria para que se alcance la primera perfección del hombre.
Después, el cuerpo sólo ayuda en un primer momento al alma, para que ella alcance
nuevos grados de perfección; más adelante, ya sin necesidad del cuerpo, puede obtener
las perfecciones que le son propias.
Como principio formal, el alma es lo primero conocido. De aquí que el estudio del
hombre se centre en el conocimiento del alma, en la que radicalmente consiste aquél.
Para conocer la naturaleza del alma, preciso es antes conocer su existencia. Y para
probar que el alma existe, Avicena reconoce dos tipos distintos de argumentos. Uno
pertenece a la tradición aristotélica, invocando los datos de la experiencia externa de los
que se puede inferir la existencia del alma: hay cuerpos que sienten y que se mueven de
manera voluntaria; hay cuerpos que se alimentan, que crecen y que engendran a sus
semejantes; como no lo deben a su corporeidad, hay que suponer la existencia de un
principio distinto. Este argumento tiene como punto de partida los efectos que el alma
causa, aquellas funciones más elementales que realiza. Así, el alma se muestra como
principio constitutivo del ser vivo, manifestándose a través de diversas acciones. Es,
pues, un conocimiento mediato e indirecto el que de este modo se posee del alma.
El otro argumento concierne a la tradición neoplatónica y está basado en un
conocimiento directo e inmediato, porque está fundado en la intuición que cada uno tiene
de sí mismo. Representa la conciencia de sí: es el argumento del hombre flotante, antes
mencionado, por el que el hombre intuye de forma directa la presencia del ser. El
hombre, por tanto, tiene una presencia inmediata de sí mismo. No se descubre en la
experiencia sensible, sino en su interioridad. Hay una radical toma de postura contra el
aristotelismo, puesto que Avicena se orienta ya en una perspectiva dualista platónica.
Además, este argumento proporciona la inferencia de que el conocimiento intelectual
humano no se apoya necesariamente en la experiencia sensible. Es el platonismo el que
estructura el sistema aviceniano al aceptar la presencia de elementos aprióricos: el
hombre, al intuir directamente su propia alma, su propio yo, percibe inmediatamente en
su interior las nociones del ser y de lo necesario. Alma y Yo son la misma cosa: el
principio y el fin de los movimientos y de los conocimientos del hombre, el centro de
unidad de todas sus actividades, la posibilidad de la unidad de la experiencia.
Define el alma con Aristóteles como perfección de un cuerpo natural dotado de
órganos y que realiza los actos de la vida. Pero esta definición adquiere un sentido nuevo
al encuadrarse dentro del espiritualismo aviceniano: el alma no es sólo forma sustancial

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del cuerpo, sino también substancia en sí misma, en tanto que subsiste por sí, de cuya
unidad aparecen múltiples manifestaciones expresadas en la pluralidad de actividades que
ejecuta el ser vivo. En el nivel inferior están situadas todas aquellas actividades que son
propias del ser vivo, correspondientes al alma vegetativa. El alma es, entonces, la
perfección primera del cuerpo en tanto que el ser vivo nace, crece, se alimenta y se
reproduce. En un segundo nivel están aquellas manifestaciones que son propias del alma
animal, a la que pertenecen dos áreas de actividades: el movimiento y el conocimiento del
particular o conocimiento sensible. Finalmente, el tercer nivel de actividades es el que
caracteriza propiamente al hombre: conocimiento de las formas inteligibles, invención de
las artes y discernimiento de los valores morales; estas actividades se expresan a través
de dos facultades: la práctica y la teórica. La facultad o intelecto práctico es el principio
de movimiento del cuerpo que le empuja a la acción, la deliberación y la elección; actúa
en unión con el cuerpo; se dirige hacia el descubrimiento de las reglas morales, por las
que el hombre elige lo que hay que hacer y lo que hay que evitar; descubre las artes
prácticas; o, cuando ejerce su acción con la facultad apetitiva, aparecen las pasiones, que
son estados del alma por los que se producen movimientos como la vergüenza, la risa, el
orgullo y otros. Por el intelecto teórico, que corresponde a la facultad contemplativa, el
hombre obtiene las formas universales. Avicena consagra a su estudio más atención
porque es el que explica en su totalidad el proceso de conocimiento que se da en el
hombre.
Para explicar el carácter receptivo que cualifica a la facultad humana de
conocimiento, Avicena apela a los diferentes niveles de potencialidad: la posibilidad
absoluta, la posibilidad que dispone de lo necesario para ejercer una actividad y la
posibilidad que posee algo que pueda ejercer totalmente. Al aplicar estos tres grados al
intelecto, Avicena señala la existencia de un primer intelecto, que se halla en estado de
potencia absoluta frente a los inteligibles, comparable al estado de la materia primera, por
lo que lo denomina intelecto material. Después sigue el segundo grado, el intelecto que
está en posesión de los primeros inteligibles, a saber, los primeros principios evidentes; a
este intelecto lo llama intelecto en hábito, del que se puede decir que está en acto
respecto al intelecto material. En tercer lugar existe el intelecto en acto, que ya está en
posesión de los inteligibles segundos, esto es, las formas inteligibles, que pueden ser
pensadas en acto siempre que el intelecto quiera. Sin embargo, este intelecto en acto
también comporta un cierto grado de potencialidad cuando es puesto en relación con el
intelecto adquirido, que es el cuarto intelecto que Avicena señala en la facultad racional,
aquel que piensa realmente los inteligibles y que es consciente de su actividad intelectual:
“Esta facultad especulativa mantiene relaciones diversas hacia estas formas; y esto es así,
porque aquello cuya condición es recibir algo, unas veces lo recibe en potencia y otras en
acto. La potencia se dice de tres modos, según lo anterior y lo posterior. Se dice potencia
a la aptitud absoluta de la que nada sale en acto, ni tampoco dispone de aquello por lo
que sale, como la potencia del niño para escribir. Se dice potencia a esta misma aptitud
cuando ya tiene aquello por lo que le es posible llegar a adquirir el acto sin mediación,
como la potencia para escribir del niño que ha crecido y conoce el tintero, la pluma y los

139
elementos de las letras. Se dice, en fin, potencia a la misma aptitud cuando ha sido
perfeccionada por el instrumento y con el instrumento comienza la perfección de la
aptitud, para que pueda actuar cuando quiera sin necesidad de adquirirlo, sino siendo
suficiente el deseo, como la potencia del escribiente perfecto en el arte (de escribir), pero
en el momento en que no está escribiendo. La potencia primera se llama absoluta y
material; la segunda se llama potencia posible; la tercera se llama perfección de la
potencia. A veces, la relación de la facultad especulativa ante las formas abstraídas, de
las que ya hemos hablado, es como lo que está en potencia absoluta; esto sucede cuando
esta facultad, que pertenece al alma, no ha recibido nada de aquello que es perfección en
cuanto a ella; se llama entonces intelecto material, y esta facultad existe en cada individuo
de la especie; se le llama material por su semejanza con la aptitud de la materia primera,
que no posee por sí forma alguna, pero que es sujeto para toda forma. Otras veces es
como lo que están en potencia posible, y consiste en que en la facultad material se han
realizado ya algunos inteligibles primeros, desde los cuales y por medio de ellos se
alcanzan los inteligibles segundos; entiendo por inteligibles primeros las premisas por las
que tiene lugar el asentimiento, pero no por adquisición ni porque el que asiente perciba
que le es posible prescindir de asentir a ellas en absoluto en ningún momento, tal como
nuestra creencia en que el todo es mayor que la parte y que cosas iguales a una tercera
son iguales entre sí; mientras no se realice en él la idea de lo que está en acto, esta
potencia se llama intelecto en hábito. Y éste puede ser llamado acto por comparación al
primero, porque la potencia primera no tiene que entender nada en acto, pero ésta sí
tiene que entender en acto cuando empieza a investigar. Otras veces es como lo que está
en potencia perfectiva, a saber, que las formas inteligibles que se adquieren después de
los inteligibles primeros, se realizan en ella, pero el intelecto en hábito no las considera ni
se vuelve a ellas en acto, a no ser como si estuvieran almacenadas en él, y cuando quiere
las considera en acto, las entiende y entiende que las ha entendido; se le llama intelecto
en acto, porque es un intelecto que entiende cuando quiere, sin molestarse en adquirirlas,
si bien puede llamarse intelecto en potencia en comparación a lo posterior. Otras veces es
como lo que está en acto absoluto; la forma inteligible está presente en él y éste la
considera en acto, la entiende en acto y entiende que la ha entendido en acto; lo que
entonces se ha realizado en él se llama intelecto adquirido, porque está claro que el
intelecto en potencia sólo pasa al acto por un intelecto que está siempre en acto y que,
cuando el intelecto en potencia se une a este intelecto que está en acto, se imprime en él
una especie de las formas que son adquiridas desde el exterior. Estos son los grados de
las facultades que se llaman intelectos especulativos. En el intelecto adquirido la facultad
humana se ha asemejado a los primeros principios de todo ser” (Avicena, 1956a: 48-50).
Para realizar el paso del estado de pura potencialidad al acto es necesaria la
intervención de un ser en acto, según el principio aristotélico. Por ello, las operaciones
del intelecto humano dependen de un quinto intelecto, el intelecto agente, que es
separado y en el que se encuentran todas las formas inteligibles, que las confiere al
intelecto humano por iluminación, de la misma manera que confiere las formas ónticas a
los seres del mundo sublunar, pues es el dador de las formas. El conocimiento humano es

140
explicado por mediación de esta función iluminadora del intelecto agente. Aunque todos
los intelectos están en disposición de conocer y perfeccionarse, no todos los hombres
poseen la misma capacidad ni el mismo grado de perfeccionamiento. Hay algunos en
quienes la iluminación cognoscitiva se realiza de manera súbita: es el caso del
conocimiento profètico, al que se llega por una conjunción con el intelecto agente; sólo se
requiere que tales hombres posean un intelecto en su grado más elevado y perfecto, por
lo cual se le da el nombre de intelecto santo. Con ello, Avicena puede justificar
racionalmente el saber y los conocimientos de los profetas.
Las facultades del alma están, por tanto, jerarquizadas y ordenadas, de modo que las
superiores rigen a las inferiores y éstas están sometidas a aquéllas. El grado superior es el
intelecto adquirido, suma perfección de contemplación, por lo que se puede concluir que,
para Avicena, el hombre está orientado por su propia naturaleza hacia el saber, si bien el
conocimiento que adquiere no depende del sujeto humano, sino de un principio que lo
trasciende, el intelecto agente, la décima inteligencia que emana del ser necesario. A la
contemplación y a la unión intelectual con éste está destinado todo hombre. Se trata, por
consiguiente, del fin intelectualista que preside toda la filosofía árabe.
La filosofía política descansa, para Avicena, en la teoría de la profecía y de la
revelación, lo que nos revela su profóndo sentimiento religioso. Sus reflexiones políticas
se hallan en su metafísica, porque encuentran su explicación en el contexto de la
estructura del universo, basada en el carácter necesario dela emanación. En la gradación
de seres que proceden del Primero, el hombre ocupa el centro del universo sensible y
hacia él tiende todo el interés especulativo aviceniano; la Metafísica, que tiene que
estudiar el proceso de emanación, también debe investigar el “retomo” del hombre a su
lugar de origen, y las condiciones que han de darse para que el hombre alcance ese
retomo beatificante, la felicidad suprema. Afirma que el hombre es un ser social y
necesita de sus semejantes para encontrar su suficiencia. Tiene que constituir
asociaciones con ellos y establecer convenciones recíprocas que regulen sus relaciones.
Para regir estas asociaciones y para instituir esas leyes, la sociedad de hombres necesita
de un legislador que organice la existencia humana en comunidad. Este legislador es el
profeta: “Se sabe que el hombre se distingue de los otros animales en que no puede vivir
bien si vive en soledad, realizando un solo individuo por sí mismo todas sus ocupaciones
sin compañero que le ayude en sus necesidades. Es preciso, pues, que el hombre
encuentre su suficiencia en otro de su especie, quien a su vez hallará en aquél y en otro
semejante su suficiencia. Por ejemplo, uno proporciona las hortalizas a otro y éste cocerá
el pan para aquél; uno coserá para el otro y éste le proporcionará la aguja, de manera
que, cuando se unen, se bastan mutuamente. Por esta razón se han visto obligados a
fundar ciudades y asociaciones. Y quien entre ellos no se ha preocupado de fundar su
ciudad según las condiciones [exigidas] para la ciudad, sino que con sus compañeros se
ha limitado sólo a asociarse, se verá obligado a un género [de vida] alejado del semejante
a los hombres y carente de las perfecciones de los hombres. A pesar de eso, es necesario
para los que son como él asociarse y asemejarse a los ciudadanos. Si esto es evidente,
entonces es necesario para la existencia y conservación del hombre que se asocie con

141
otros. No se consuma la asociación sino por relaciones recíprocas, así como también son
necesarios para ello otros vínculos que ellos mantienen. Para las relaciones recíprocas
son necesarias la ley y la justicia. Ley y justicia exigen un legislador y administrador de
justicia. Es necesario que éste sea tal que pueda dirigir la palabra a los hombres e
imponerles la ley. Es necesario también que sea un hombre. No puede dejar [actuar
libremente] a los hombres según sus opiniones sobre la ley, pues ellos entonces estarían
en desacuerdo, pues cada uno de ellos creería que es justo lo que es suyo y que es
injusto lo que no es suyo. La necesidad de tal hombre para la pervi vencía de la especie
humana y conservar su existencia es más grande que la necesidad de crecer los pelos
sobre los párpados y sobre las cejas, de la concavidad de la planta de los pies, y de
muchas otras cosas útiles que no se necesitan para la pervivencia, sino que, como
mucho, sólo son útiles para ella. La existencia del hombre íntegro para legislar y
administrar justicia es posible, como hemos dicho antes. No es posible, por tanto, que la
Providencia Primera muestre la necesidad de aquellas utilidades y no muestre la
necesidad de estas otras, que son su fundamento; ni es posible que el Principio Primero y
los Ángeles detrás de Él conozcan aquéllas y no conozcan éstas; tampoco es posible que
lo que Él conoce en el orden del bien como de existencia posible, pero de realización
necesaria para facilitar el orden del bien, no exista. Antes bien, ¿cómo es posible que no
exista, siendo así que lo que depende de su existencia y está basado en ella existe? Es
preciso, entonces, que exista un Profeta; es preciso que sea un hombre; y es preciso
también que posea propiedades que no tenga el resto de los hombres, de manera que los
hombres adviertan en él algo que no tienen ellos y que le distingue de ellos” (Avicena,
1960: 411-412).
El profeta es el único que puede modelar la sociedad humana según las
prescripciones divinas que le son reveladas. Así, esta sociedad ha de gobernarse por
mandato divino, porque Dios, por su propia naturaleza, obra siempre lo mejor, en virtud
del conocimiento que tiene de sí, que da lugar a la providencia divina. El profeta,
entonces, no es más que la realización de una ley general: el hombre ha sido creado de tal
manera que tiene necesidad de las leyes divinas para alcanzar la última felicidad.

142
7
Del Oriente a al-Andalus

C
on Avicena acabó una época en el Oriente musulmán, la época de la Falsafa, de la
filosofía entendida a la manera en que ha sido definida anteriormente, esto es, como el
movimiento que recogió, asimiló y desarrolló el pensamiento filosófico nacido en Grecia,
aquel pensamiento que tuvo como punto de partida la razón humana. Esto no quiere
decir que la filosofía, en un sentido más amplio, tuviera fin allí. Continuó
desarrollándose, incluso de una manera muy fructífera, como también se ha señalado al
recordar en páginas anteriores la escuela de Isfahan. Pero esta filosofía no puede ser
considerada, en puridad, Falsafa. Con claridad lo afirmó Mulla Şadrā, cuya conversión
filosófica fue el resultado de una iluminación divina y no el fruto de un mero discurso
racional, que resulta un guía muy pobre porque su fin es muy limitado. Su pensamiento
procedía, como él mismo dice, “de las pruebas referentes al desvelamiento, de cuya
autenticidad da testimonio el Libro de Dios, la tradición de su Profeta y los hadices de los
seguidores de la Casa de la Profecía, de la Amistad y de la sabiduría” (Mulla Şadrā,
1982: 5).
La reacción contra el racionalismo, que había surgido en el ámbito de la teología con
el movimiento aš'arī, fue ganando terreno poco a poco. A la par, otros movimientos
teológicos y jurídicos, de carácter “fundamentalista”, también se ampliaron y fueron
constituyendo la base del Islam sunní, como la corriente hanbalī. Todos estos
movimientos proporcionaron los elementos que, en una época muy complicada por las
luchas de influencias entre sunníes y sī''íes o entre las diversas escuelas jurídicas,
acabaron definitivamente con el florecimiento de la Falsafa. Dentro de los teólogos
aš'arles varias personalidades marcaron el Islam y han quedado como referencias
prestigiosas hasta el día de hoy. Estos teólogos configuraron lo que Ibn Jaldün llamó la
“vía de los modernos” (tarīqat al-muta ’ajjirīn), que se caracterizó por su amplio
conocimiento y utilización de la filosofía griega para explicar doctrinas como las de la

143
esencia y atributos divinos, la naturaleza del Corán, el antropomorfismo de algunos
versículos, la creación, los actos humanos, etc., pero también y de manera importante
para criticar a los filósofos propiamente dichos.
De entre todos ellos destaca, con luz propia, el autor que asestó un duro golpe a la
filosofía estricta en el Islam: Algazel, el representante más característico de la ortodoxia
musulmana, por su esfuerzo en explorar todas las ciencias de su época, por su
preocupación en acoger todo lo que pudiera enriquecer al Islam y por lo que él mismo
aportó. Además, ha encarnado un caso paradójico en la historia de la filosofía: se le
consideró como autor de un sistema filosófico que llegó a ejercer profunda influencia
sobre los pensadores latinos medievales, quienes lo tuvieron por filósofo. Sin embargo,
su propósito fue el de refutar a los filósofos. Así lo afirmó Ibn Jaldün: “Se introdujo la
refutación a ciertas doctrinas enseñadas por los antiguos filósofos y contrarias a los
dogmas de la fe; se conceptuó incluso a dichos filósofos entre los adversarios de la
religión, debido a la evidente analogía que había entre numerosas opiniones suyas y las
de que las sectas heterodoxas del Islam hacían profesión. Algazel fue el primero que
adoptó ese plan en sus escritos… Recomendamos a quien quiera defender sus creencias
refutando a los filósofos estudiar los tratados de Algazel” (Ibn Jaldüū, 1977: 847-848).
La misma pluma de Algazel ha escrito que el propósito que guió su labor intelectual y su
vida fue atacar la filosofía: “He aprendido que refutar una doctrina (madhab) antes de
comprenderla y conocerla a fondo es caminar a ciegas. Me he tomado muy en serio el
estudio de esta ciencia en los libros… Tras haber comprendido estas ciencias. .. me di
cuenta, sin duda alguna, de la mentira, el engaño, la verdad y el fingimiento que
contienen” (Algazel, 1969: 18). Pero, la paradoja continúa, porque fue un anti-filósofo
que realizó un verdadero ejercicio filosófico, puesto que supo construir doctrinas
filosóficas que, por otras vías y caminos, fueron elaboradas más tarde en el pensamiento
occidental.

7.1. Algazel. Crítica a la filosofía

Abū Hamid Muhammad b. Muhammad al-GazalI nació el año 1058, en Tūs, en el


Jurāsān persa. Se conoce la historia de su ansiedad vital y de sus dudas intelectuales por
la autobiografía de tipo espiritual que escribió, titulada al-Munqid min al-dalāl (“El que
libera del error”), comparada en multitud de ocasiones con las Confesiones de San
Agustín, en la que expone las vías hacia la certeza de la fe.
Formado en el derecho musulmán, en teología y en la filosofía de origen helénico,
mostró una profunda inquietud en búsqueda de la certeza. En 1091 fue encargado de la
enseñanza en la célebre escuela Ni āmiyya en Bagdad, después de haber sido durante
seis años el jefe de la escuela Ni āmiyya de Nīšāpür. En Bagdad su enseñanza fue
brillante y muy conocida. Pocos años después, hacia 1093 o 1094, sufrió una grave crisis
de tipo religioso, de la que se liberó por una iluminación divina, según dice él mismo, que

144
le fortificó en su posición religiosa. Se entregó entonces a la oración y a la meditación,
llevando una vida retirada y de práctica mística. Estuvo dos años en Damasco y luego
hizo la peregrinación a La Meca, donde también permaneció dos años de retiro. Retomó
a Tus, donde se consagró a la mística, a la enseñanza privada y a la composición de
libros, hasta que se le llamó de nuevo para enseñar en la Ni āmiyya de Nīšāpür. En estos
momentos compuso al-Munqid min al-dalāl, su autobiografía, y escribió otras obras de
derecho musulmán y de lógica. Retirado definitivamente de la enseñanza en 1109, murió
en su ciudad natal el año 1 1 1 1 .
Para entender la actitud vital de Algazel es preciso saber que el siglo en que vivió se
caracterizó por una larga lucha entre sunníes y š'íes, en la que se reproducían esquemas
dialécticos y argumentos usados en las disputas entre estoicos y escépticos. Se ha
identificado a los šī'ies como los exponentes de los argumentos escépticos y a Algazel
como el que más arduamente los combatió, superando definitivamente en el mundo
islámico todo rastro de escepticismo. Para llevar a cabo esta tarea, Algazel hubo de
acudir a la lógica aristotélica y a escribir manuales de lógica con objeto de refutar
definitivamente al escepticismo de sus contrincantes musulmanes. Destaca, en particular,
su libro al-Qistās al-mustaqīm (“La balanza fiel”), donde expone las reglas de la lógica
que dimanan de la recta razón, que es la verdadera balanza fiel que sigue incluso el
mismo Dios en los textos de la revelación, como cuenta en al-Munqid min al-dalāl.
Aquí también, Algazel narra su peregrinaje a través de las diversas escuelas de
pensamiento de su época y en ella, según se ha dicho, se da a conocer como escéptico
durante un período de su vida: “Yo, por mi parte, desde que alcancé la pubertad, antes
de los veinte años, en la flor de la vida y en plena juventud, hasta ahora en que he
pasado de los cincuenta, no he dejado de arrojarme a los abismos de este profundo
piélago y de sumergirme en su inmensidad, con atrevimiento, sin cobardía ni temor
alguno, adentrándome en toda tiniebla, arremetiendo contra todas las dificultades,
lanzándome a todo precipicio, escudriñando la creencia de toda secta y tratando de
averiguar los secretos de la doctrina de todo grupo para distinguir entre el veraz y el
mendaz y entre el que sigue la tradición ortodoxa y el hereje que introduce nuevas
doctrinas. No he dejado a ningún esotérico sin querer asomarme a su doctrina, ni a un
literalista sin desear conocer el resultado de su creencia, ni a un filósofo sin intentar saber
el culmen de su filosofía, ni a un teólogo sin esforzarme por examinar el límite máximo
de su teología y de su dialéctica, ni a un sufi sin estar ávido de dar con el secreto de su
sufismo, ni a un piadoso sin observar qué resulta de sus actos de devoción, ni a un
incrédulo negador de Dios sin espiar más allá para apercibirme de los motivos de su
osada postura. La sed por conocer las verdaderas naturalezas de las cosas ha sido mi
costumbre y mi hábito desde un principio y desde la flor de mi vida. Ha sido como un
instinto y como una predisposición innata puesta por Dios en mi naturaleza, no debida a
elección o a industria mía, para que se me desatara el nudo de la imitación ciega y para
que se me resquebrajaran las creencias heredadas, y ello en un tiempo todavía cercano a
la niñez” (Algazel, 1969: 10-11).
Se ha dicho que éste era el lenguaje de un hombre que quiere examinar todo sin

145
pronunciarse sobre ninguna doctrina. Otros autores han visto profesión de escepticismo
en las primeras páginas de al-Munqid. La trayectoria vital de Algazel, recorriendo
distintas escuelas de pensamiento, parece mostrar que no podía abrazar ninguna doctrina
de manera definitiva, precisamente por su naturaleza escéptica. Ni siquiera en el sufismo
pudo encontrar la satisfacción que ansiaba y alcanzar la tranquilidad que deseaba:
“Cuando terminé con estas ciencias, mi interés se dirigió al camino de los sufíes y me di
cuenta de que su camino sólo quedaba perfecto con la teoría y con la práctica…
Resultándome la teoría más fácil que la práctica, comencé a adquirirla mediante la lectura
de sus libros… Luego examiné mis circunstancias y me encontré sumergido en medio de
todo tipo de impedimentos que me había rodeado por todos los lados… Una vez que me
di cuenta de mi impotencia y se vino abajo totalmente mi capacidad de elección, me
volví hacia Dios” (Algazel, 1969: 35-37).
Preocupación radical suya fue perfeccionar la religión musulmana. A ello se entregó
en su obra Ihyā ’ 'ulüm al-dīn (“Vivificación de las ciencias de la religión”), obra que ha
permitido afirmar que su escepticismo fue sólo teórico, superado por la certeza de su fe
en los principios esenciales del Islam; una certeza que buscó dentro de los límites del
Islam: “Lo que había adquirido de las ciencias en las que me he ejercitado y de los
caminos que he recorrido en la investigación de las ciencias legales y especulativas era
una fe cierta en Dios, en la Profecía y en el último Día. Estas tres bases de la fe se
habían arraigado en mi alma no por una demostración específica y precisa, sino por
motivos, indicios y experiencias cuyos detalles particulares no se pueden enumerar”
(Algazel, 1969: 36).
Que Algazel se confirmara en la certeza de la fe no impide reconocer que pasó por
un largo período de búsqueda intelectual, por un “mar insondable en el que naufraga la
mayoría y no se salvan sino pocos” (Algazel, 1969: 10). En este itinerario pasó por su
momento de duda escéptica, que debió coincidir con la época de Bagdad. En un
determinado momento de su vida se preguntó por el valor del conocimiento sensible y del
conocimiento intelectual y la duda empeoró y se prolongó durante dos meses: “Cuando
me sobrevinieron estos pensamientos y prendieron en mi alma, intenté poner remedio
pero no me resultó fácil, puesto que no podía rechazarlos si no era recurriendo al
raciocinio y no era posible mantener en pie el raciocinio si no era a partir de la
combinación de los primeros principios; mas como la probidad de éstos no era
indiscutible, resultaba imposible, por consiguiente, establecer el raciocinio. Se agravó,
pues, esta enfermedad y pasé cerca de dos meses en un estado de escepticismo ( ‘alà
madhabi l-safsata), aunque no profesara explícitamente tal doctrina, hasta que Dios me
curó de aquella enfermedad y recobré la salud y el equilibrio volviendo a aceptar los
primeros principios en la confianza de que estaba a salvo del error y de que había certeza
en ellos. Esto no se ha producido por medio de la ordenación de pruebas, ni por una
secuencia de proposiciones, sino por una luz que Dios Altísimo ha lanzado sobre mi
pecho. Esta luz es la llave de la mayoría de los conocimientos. Quien crea que el
desvelamiento de la verdad se realiza por medio de razonamientos bien dispuestos
anquilosa la inmensa misericordia divina” (Algazel, 1969: 13-14).

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Fue, pues, la luz divina la que lo sacó de su estado de duda. Su escepticismo duró
poco tiempo, porque después comenzó a valorar también la razón, aunque dando un
valor relativo al conocimiento humano, pues la razón sólo puede aplicarse a la
interpretación del texto revelado: “Los profetas son los médicos de las enfermedades del
corazón. La utilidad y el proceder de la razón consiste sólo en damos a conocer esto y en
dar testimonio a favor del Profeta mediante el asentimiento, y en declararse respecto a sí
misma incapaz de alcanzar lo que alcanza el ojo de la Profecía y tomamos de la mano y
entregamos a ella como se entrega el ciego a los que le conducen y como se entregan los
enfermos que no saben qué tratamiento seguir a los médicos solícitos. Hasta aquí llega la
marcha y la andadura de la razón y no pasa de aquí excepto en tratar de comprender lo
que el médico prescribe” (Algazel, 1969: 46). Reconoció la necesidad de meditar sobre
las maravillas de la creación como medio para llegar al conocimiento de Dios, porque la
razón es un compendio de los dones otorgados por Dios y por ella el hombre puede llegar
a Dios: “Resulta,pues, evidente con lo que hemos dicho que la nobleza del hombre, al
igual que su capacidad, proceden de la razón… Hemos de tener presente que [es] grande
su importancia, elevado su poder, excelente su condición, evidente su prueba, excelsa su
estructura y eminentes sus fundamentos” (Algazel, 1959: 43).
Pero la razón que a Algazel le interesó fue sólo la razón lógica, aquella capaz de
establecer un método indispensable para el recto ejercicio del pensar. Por eso, su
escepticismo pudo estar motivado por el uso teológico de la razón, al comprobar que los
argumentos empleados en la teología islámica no eran conformes a la metodología lógica,
sino meras suposiciones que no se justificaban racionalmente. Estuvo ocasionado
igualmente por las doctrinas físicas y metafísicas de los filósofos, cuyos razonamientos
no satisfacen los cánones de la estricta demostración establecida por los lógicos. Algazel
explica que la lógica constituye un método indispensable para el pensamiento, del que
hay que hacer uso no sólo en filosofía, sino también en todos los ámbitos del pensar
humano, porque ella es la que proporciona el correcto ejercicio de la razón. En su
autobiografía podemos leer: “La lógica nada tiene que ver con la religión, ni negando ni
afirmando” (Algazel, 1969: 22). Para él, la razón tiene un importante valor metodológico.
Lo que sí desaprueba son las consecuencias a las que puede llegar el uso exclusivo y
abusivo de la razón. Es aquí donde se puede encontrar la clave para entender la postura
que adoptó.
Después de estudiar la filosofía y de haber sufrido la crisis a la que se ha aludido,
Algazel llegó a la conclusión de que el saber cierto sólo puede ser obtenido por la
investigación y la comprensión de la verdadera revelación, pero no a través del camino
de la razón, esto es, de la filosofía, porque ésta se muestra incapaz de ello: “Cuando
hube terminado de examinar y de estudiar la filosofía, observando las falsedades y
errores que hay en ella, supe que es insuficiente para concluir nuestro propósito, pues la
razón no es apta para conocer todos los problemas ni para descubrir la envoltura de todas
las dificultades” (Algazel, 1969: 28). Por este motivo Algazel se propuso vivificar el
Islam, según reza el título de uno de sus escritos más significativos e importante ya
mencionado, Vivificación de las ciencias de la religión, síntesis de todo el pensamiento

147
religioso. Esta vivificación habría de realizarse a través de la experiencia religiosa, para lo
cual era preciso que antes se destruyeran los sistemas que confiaban en la razón como
guía del humano indagar. Y como Jos máximos exponentes de esta tendencia eran los
filósofos, se hacía necesario combatirlos. Para llevar a cabo esta crítica, concibió una
gran obra, que habría de estar compuesta por tres partes.
La primera de ellas está constituida por el libro que lleva por título Maqásid
alfālāsifa (“Las intenciones de los filósofos”), probable versión árabede la obra persa de
Avicena Libro de la ciencia, en el que Algazel manifiesta que su propósito es hacer una
exposición de las doctrinas que los filósofos del Islam han descrito, como preludio a la
refutación que de ellas hará en la segunda parte: “Me has pedido un tratado claro y
suficiente, donde te descubra el precipicio en que cayeron los filósofos y cuán
contradictorias entre sí son sus opiniones y cómo encubren ellos sus equívocos y faltas
de inteligencia. Pero, antes de darte a conocer sus métodos y de instruirte sobre sus
opiniones, no me siento muy movido a prestarte este favor, porque es absurdo querer
alcanzar la falsedad de sus métodos antes de comprender perfectamente lo que ellos
entienden… Así, pues, he creído necesario que a la exposición de su ruina o precipicio
preceda un estudio breve y sucinto que contenga una mera narración de las intenciones
de ellos en sus ciencias… Cuando lo haya terminado, daré inmediatamente con todo mi
empeño comienzo al mismo asunto en un libro especial que titularé La ruina de los
filósofos” (Algazel, 1963: 3-4). Traducida al latín en el siglo XII, la obra algazeliana le
convirtió en un gran filósofo que exponía doctrinas filosóficas similares a las de Avicena.
Señala allí las cuatro partes de que consta la filosofía: lógica, metafísica,
matemáticas y física. Las verdades matemáticas nada tienen que ver con la revelación,
pues son necesarias y evidentes por sí mismas; por ello no hay que ocuparse de ellas. La
lógica tiene como fin el dirigir la razón, siendo preámbulo de todas las ciencias y
necesaria para quienes quieren defender el Islam; por este motivo expone el objetivo y el
contenido de esta ciencia. Son las otras dos partes, la metafísica y la física, las que deben
ser rechazadas por los peligros que entrañan para la religión: “En cuanto a la Metafísica,
en casi todas sus doctrinas está en contradicción con la verdad y lo razonable en ella es
cosa rara… En la Física, la verdad aparece mezclada con el error; lo razonable en ella es
muchas veces parecido a lo erróneo” (Algazel, 1963: 4).
La segunda obra, aquella en la que realiza la crítica del pensamiento filosófico árabe,
es la que lleva por título, como había advertido en el prólogo antes citado, Tahāfut al-
falāsifa (“La destrucción de los filósofos”), en donde se vuelve a manifestar su
escepticismo y donde realiza la crítica y ataque de los filósofos por mantener doctrinas
peligrosas para el Islam y por no ofrecer pruebas estrictas sobre las verdades
fundamentales: “Cuando vi este filón de desatinos palpitando dentro de estos necios, me
dediqué a componer este libro para refutar a los filósofos antiguos, para exponer la
destrucción de su creencia y la contradicción de su discurso en lo que concierne a la
metafísica (ilāahiyyàt), para poner de manifiesto los peligros y defectos de su doctrina”
(Algazel, 1927: 6). Por ser las de los filósofos ideas procedentes de la razón humana y
por ser algunas de ellas contrarias a los principios del Islam, Algazel reafirmó su escasa

148
credibilidad en la razón humana que no se aplica a alcanzar la otra certeza, la de la fe, y
afirmó su escepticismo ante aquellas doctrinas que sólo proceden de ella, que no se
apoyan en la revelación, porque la razón es incapaz de dar una visión completa del
mundo. Indica allí cómo la decadencia de la fe islámica nació de la fascinación que
algunos filósofos griegos ejercieron sobre los árabes: “La fuente de su incredulidad (kufr)
es haber prestado oídos a nombres como los de Sócrates, Hipócrates, Platón, Aristóteles
y otros y la exageración y los errores de grupos de sus seguidores al describir sus mentes,
la excelencia de sus principios y la precisión de sus ciencias geométricas, lógicas, físicas y
metafísicas” (Algazel, 1927: 5).
Se propuso demostrar, a lo largo de veinte cuestiones, que lo que los filósofos
musulmanes creyeron y sostuvieron carece de fundamento, al entrar en contradicción
con las doctrinas de la revelación. De esas veinte cuestiones, tres son consideradas
atentatorias contra la misma religión y las tacha de infieles y ateas: la eternidad del
mundo, la negación del conocimiento que Dios tiene de los particulares y la negación de
la resurrección de los cuerpos, mientras que a las diecisiete restantes las califica de
herejías que sólo acusan daño o perjuicio a algún punto concreto de la religión. Desde el
punto de vista filosófico, esta crítica se dirige primordialmente contra el necesitarismo
implícito en las teorías de al-Fārābī y de Avicena.
La tesis que, según él, expresa explícitamente este orden necesario del universo es la
afirmación de la eternidad del mundo. Por ello, Algazel trata de mostrar, apoyándose en
argumentos que extrae del neoplatónico Juan Filopono, como ya hizo al-Kindī, que el
mundo ha tenido un comienzo temporal, es decir, que ha sido creado de la nada, porque
Dios así lo ha querido. Sostiene que la creación es un acto plenamente libre, que procede
de la voluntad de Dios directamente, puesto que ella no está condicionada ni coartada en
modo alguno por el conocimiento y por la ciencia que el mismo Dios posee como
atributos esenciales. Así, Dios no es tanto un ser puramente intelectual, sino más bien
voluntad, que es la que decidió que el universo existiera en unos determinados límites
temporales. Si no hay creación necesaria en Dios, al no estar sujeto a ningún tipo de ley,
los conceptos de necesidad, posibilidad y contingencia no tienen razón de ser.
Tampoco existe justificación para aquello en lo que se expresa tal necesidad: el
principio de causalidad, al que Algazel somete a dura crítica, resumida ésta en las dos
siguientes proposiciones: en primer lugar, cuando dos circunstancias existen
simultáneamente siempre, nada prueba que una sea causa de la otra; en segundo lugar,
incluso cuando se admitiera la acción de ciertas causas por una ley de la naturaleza, no se
sigue en modo alguno que el efecto sea siempre el mismo, aunque sea en circunstancias
análogas y sobre objetos análogos. Lo que los filósofos llaman causalidad no es más que
una cosa que sucede habitualmente porque Dios así lo ha querido; lo que se ve como
nexo causal no es más que la costumbre de ver dos fenómenos consecutivos: “La unión
entre lo que habitualmente se cree causa y lo que se cree causado no es necesaria para
nosotros; al contrario, en cada una de estas dos cosas, ésta no es aquélla y aquélla no es
ésta; la afirmación de una no incluye la afirmación de la otra y la negación de una no
incluye la negación de la otra; la existencia de una no exige necesariamente la existencia

149
de la otra y la inexistencia de una no implica necesariamente la inexistencia de la otra.
Por ejemplo, la satisfacción de la sed y el beber, la saciedad y el comer, la combustión y
el contacto con el fuego, la luz y la salida del sol, la muerte y el degüello, la curación y el
ingerir la medicina, la diarrea y el uso del laxante, y así sucesivamente en todas aquellas
cosas que observamos que están unidas, tanto en medicina, como en astronomía, en las
artes y en los oficios. Su unión ha sido preestablecida por un decreto de Dios Altísimo al
crearlas de modo sucesivo, no porque su generación sea necesaria por sí misma sin que
puedan separarse” (Algazel, 1927: 277-278).
Por consiguiente, no hay ninguna necesidad ni ley natural que obligue a la voluntad
divina a actuar de una determinada manera. También en el Munqid sostiene lo mismo:
Dios es la única causa; los seres que nosotros llamamos “causas” no son más que
instrumentos de la acción de Dios: “De todos modos creo con una fe cierta y por haberlo
experimentado que no hay fuerza ni poder sino en Dios, y que no fui yo quien se movió
de un sitio para otro, sino que fue Él quien me movió, que no he sido yo quien ha
actuado, sino que ha sido Él quien me ha empleado como instrumento de su actuación”
(Algazel, 1969: 50).
La consecuencia a la que llegó fue ese escepticismo ante todas las doctrinas que
provienen única y exclusivamente de la razón humana, sin que ésta se apoye en la
revelación divina. Por eso, Algazel concibió un tercer libro en su amplio proyecto antes
señalado, que habría de titularse Las bases de la creen cia, en el que expondría la verdad
fundada en bases inquebrantables. Sin embargo, no parece que llegara a componerlo.
El resultado de la crítica algazeliana fue la desaparición de la Falsafa, como
movimiento específico de una filosofía continuadora de la griega, en el Oriente
musulmán. Se ha afirmado que esta desaparición no deja de ser una leyenda, porque
hubo una cierta continuación de la filosofía. Ya se ha señalado: se encuentran
determinados elementos neoplatónicos en diversos autores posteriores o, incluso, algún
comentario a alguna obra aristotélica. Sin embargo, se trata más bien de pensadores que
desarrollaron la corriente iluminativa, la filosofia išrāqī, que elaboró Suhrawardī y que
luego, con la recepción del pensamiento de Ibn 'Arabī de Murcia, entroncaría en la
escuela de Isfahan, como ha quedado dicho anteriormente. En cambio, la razón, como
facultad humana superior a la revelación, capaz de elaborar un completo sistema de
explicación del universo, quedó apagada en el ámbito oriental: ningún filósofo, tomando
este término en su sentido más estricto, hubo después de Algazel en el mundo musulmán
oriental. El tradicionalismo islámico venció al racionalismo griego implantado en tierras
islámicas. Sólo en este sentido cabe afirmar, sin lugar a dudas, que Algazel significó el fin
de la Falsafa en Oriente.

7.2. Los comienzos de la filosofía en al-Andalus

Las circunstancias que concurrieron para la formación y elaboración de la filosofía

150
en al-Andalus fueron diferentes de las que existían en el Oriente cuando allí surgió la
Falsafa. Cuando los musulmanes llegaron a lo que llamaron yazīrat al-Andalus, “la
península de al-Andalus” en el siglo VIII, la tradición filosófica y cultural que en ella
encontraron era muy diversa de la que se daba en el ámbito geográfico por el que se
difundió el Islam oriental. Los escasos nombres que el mundo visigótico ha legado
vinculados a la filosofía, difícilmente pueden justificar, por mucho que se quiera, la
existencia de una fructífera y fecunda vida filosófica. Aun cuando parece probada la
pervivencia de la escuela isidoriana y de su acervo de erudición y conocimientos, como
se deduce de la presencia de algunos intelectuales en el llamado “Renacimiento
carolingio”, sin embargo, estos elementos culturales pertenecían a otras facetas distintas
de la estrictamente filosófica, especialmente la científica y la literaria. Sin embargo, se
sabe, por una parte, que Ibn Ŷulŷul, historiador del siglo X, utilizó fuentes latinas, citadas
por él mismo: la Historia de Paulo Orosio, las Crónicas de San Jerónimo y una obra de
San Isidoro de Sevilla, posiblemente las Etimologías; y, por otra parte, que esta cultura
hispánica difícilmente pudo infundir en el Islam andalusi el espíritu filosófico que los
orientales habían recibido de las antiguas civilizaciones, especialmente la griega. Así,
aunque existiera una cierta influencia cultural de la España visigótica en los primeros
esbozos de la cultura islámica andalusi, la aparición de la filosofía en al-Andalus no hay
que buscarla en el mundo visigótico anterior a la llegada del Islam.
A la hora de estudiar los inicios de la filosofía en al-Andalus es ya un lugar común
mencionar la desidia y la prevención con que tal saber era mirado en la península Ibérica
durante los primeros siglos de estancia de los musulmanes en ella. Hay un texto del
historiador de la ciencia Sa'id al-Andalusī (m. 1070) que suele ser citado como referencia
del desconocimiento de la ciencia que había en la Hispania que se hallaron los árabes
cuando a ella arribaron. El cadi toledano, en su Kitdb tabaqdt al-umam (“Libro de las
generaciones de las naciones”), escrito durante el año 1068, después de hablar del grupo
de sabios que hubo en al-Andalus una vez que los omeyas se habían apoderado de esta
tierra, refiere lo siguiente: “Antes de esto, en tiempos antiguos, al-Andalus estaba falta de
ciencia; ninguno de sus habitantes llegó a ser conocido entre nosotros por haberse
interesado en ella” (Sā'id al-Andalusī 1985: 155). Se suelen citar también los testimonios
históricos de dos ilustres nombres de la filosofía andalusi, Ibn Tufayl e Ibn Tumlüs. El
primero señala en el prólogo de su Risāia Hayy b. Yaq ān que la primera generación de
hombres “de espíritu elevado” se consagró sólo a las matemáticas, la segunda a la lógica
y la tercera a la especulación y búsqueda de la verdad. Como quiera que incluye a
Avempace en esta última generación y al poeta toledano, versado en ciencias religiosas y
profanas, Abū l-Wal!d al-Waqqašī (m. 1095) en la segunda, la primera generación, y con
ella los orígenes de la ciencia y la filosofía andalusi, no debería ir más allá de comienzos
del siglo XI o finales del anterior. Para Ibn Tumlüs de Alcira ni siquiera la lógica era
suficientemente conocida en al-Andalus, a juzgar por lo que dice en su Kitdb al-madjal
li-sinā 'at al-mantiq (“Introducción al arte de la lógica”).
El problema que plantean estos textos no es tanto el de la presencia o ausencia de
conocimientos filosóficos en al-Andalus, sino más bien otro previo, cuya solución aún

151
hoy parece difícil de encontrar. Se trata del problema de la introducción en al-Andalus de
las obras científica^ y filosóficas griegas que circulaban en el Oriente musulmán y que
desde el siglo IX estaban produciendo importantes frutos para la historia general del
pensamiento humano, y de las obras de los falāsifa orientales. En segundo lugar, como
consecuencia de la entrada de todos estos escritos, se establece y se presenta el problema
del origen de la ciencia y la filosofía en la España musulmana. Aunque hoy se van
conociendo mejor los movimientos intelectuales que hubo inicialmente en al-Andalus y
aunque hay constancia explícita de la existencia de algunas obras científicas y filosóficas
durante el siglo X, sin embargo se desconoce en qué momento exacto y en qué
condiciones se introdujeron los principales textos de los filósofos griegos y árabes
orientales. Y, lo que es más importante, no se sabe cuándo comenzaron a ejercer
influencia real.
El andalusi Ibn Yulyul (m. después de 994) menciona que el interés por la ciencia en
la España musulmana data de mediados del siglo IX. En su obra Kitdb tabaqat al-atibbā’
wa-l-hukamā’ (“Libro de las generaciones de los médicos y de los sabios”), compuesta el
año 987, habla de la existencia de diversos personajes que sobresalieron en medicina en
tiempos del emir Muhammad (852-886). Durante su reinado fue cuando se fija el inicio
de los conocimientos científicos traídos desde Oriente por viajeros y comerciantes,
mientras que hasta ese momento la ciencia en al-Andalus había sido cristiana. Estos datos
vuelven a poner de relieve el asunto de la influencia de la cultura romano-visigótica sobre
los inicios de la cultura andalusi. El texto de Ibn Yulyul dice así: “En al-Andalus había
que recurrir en medicina a uno de los libros de los cristianos que había sido traducido,
conocido por Aforismo, cuyo significado es “suma” o “compilación”; había cristianos
que ejercían la medicina; pero no había (musulmanes) que tuvieran conocimiento de la
medicina, de la filosofía y de las matemáticas durante la época de ' Abd al-Rahmān b. al-
Hakam y sólo descollaron en medicina en la época del emir Muhammad” (Ibn Ŷulŷul,
1955: 92).
Esta noticia fue recogida después por Sa'id al-Andalusī en los siguientes términos:
“Hacia mediados del siglo III hégira, a saber, durante el reinado del quinto emir de los
Banū Umayya, Muhammad b. 'Abd al-Rahmān, varios individuos comenzaron a estudiar
las ciencias, pero no llegaron a ser ampliamente conocidos hasta mediados del siglo IV de
la hégira” (Sā'id, 1985: 158-159). Esta última apostilla no puede ser pasada por alto: el
interés por la ciencia y la filosofía no se manifestó públicamente hasta mediados del siglo
X; en otros términos, antes no interesaron social ni políticamente. A continuación, Sā'id
cita a tres sabios andalusíes que destacaron en el estudio de las matemáticas y la
astronomía: a Abū 'Ubayda Muslim b. Ahmad b. Abl 'Ubayda al-Balansī (m. 888). A
Yahyā b. Yahyā, conocido por Ibn al-Samīna (m. 927), de quien dice que era experto en
varias disciplinas, entre ellas la dialéctica (al-ŷadal), y que fue mu'tazilí; es difícil saber si
por “dialéctica” quiere decir “lógica”, pero quizá haya que suponer que se refiere a la
habilidad en la disputa, puesto que en la biografía del siguiente personaje sí utiliza el
término “lógica” (mantiq). En fin, del último de ellos, Muhammad b. Ismā'īl (m. 943),
conocido por “el sabio” (<al-hakīm), afirma que era un hombre versado en aritmética y

152
en lógica (mantiq), además de notable gramático y lexicógrafo.
De esta manera, las primeras referencias al quehacer científico y filosófico de los
andalusíes datan de fines del siglo IX y comienzos del X, en una tarea acometida por
diversos sabios, que adquirieron más fama en su estudio de la ciencia que de la filosofía
propiamente dicha. Esto confirma, además, que el primer interés por la filosofía quedó
reducido al ámbito de la lógica, con lo que ésta fue el vehículo que sirvió para introducir
las restantes ramas de la filosofía en al-Andalus, igual que había ocurrido en el Oriente
musulmán. Habría que añadir que la lógica debió estar vinculada a la mu'tazila, como en
Oriente, donde este movimiento político-teológico fue usuario de la lógica griega,
especialmente de la aristotélica.
Ciencias y filosofía pudieron ser conocidas en al-Andalus por la relación que desde
pronto se estableció entre al-Andalus y Oriente, tanto en el ámbito político como en el
religioso y cultural. El continuo e incesante movimiento viajero de andalusíes hacia
Oriente, motivado por la peregrinación, la educación, el comercio, el espionaje, el asilo
político y las embajadas, dio a conocer los centros culturales más importantes, en donde
aprendieron las ciencias que allí se impartían. Por otra parte, la afluencia de viajeros
orientales a al-Andalus propició la importación de estas mismas ciencias, a través de
maestros y obras. Hay que señalar, además, que esta interacción se vio favorecida en
gran medida por las condiciones de estabilidad que el emirato omeya alcanzó durante el
siglo IX. Fue en ese momento cuando las diversas formas del pensamiento islámico se
fueron introduciendo, especialmente a través de doctrinas teológicas mu'tazilíes o de
grupos esotéricos, los conocidos como bātiníes.
En la primera mitad del siglo X, ciertamente, hubo un creciente interés por el
conocimiento en general, como lo prueba el hecho de que el famoso adīb, Ibn ' Abd al-
Rabbihi (m. 940), dedicara un tratado completo de su Kitdb al'iqd al-farid (“El collar
único”), el titulado al-Yaqūtā, al tema del conocimiento y la educación (al- 'ilm wa-l-
adab), transmitiéndonos incluso un fragmento bajo el título de Kitdb al-tawhīd, que
podría pertenecer al filósofo al-Kindī, lo que, de ser cierto, sería la primera referencia
andalusi a un filósofo oriental. Este interés por el conocimiento está en relación con el
florecimiento cultural que tuvo lugar al advenimiento del Califato cordobés,
especialmente bajo al-Hakam II, que tuvo como consecuencia la recepción y asimilación
de algunos de los más importantes saberes científicos del Oriente musulmán. Se ha
hablado mucho de la importante biblioteca de al-Hakam II y de cuán rápidamente
llegaban a ella los más selectos libros publicados en Oriente. Pero se desconoce qué
libros filosóficos pudo contener esta biblioteca, si es que tuvo algún libro estrictamente
filosófico. información que sobre los filósofos proporciona Ibn Yulyul no es indicativa de
que él mismo tuviera un conocimiento directo de las obras que cita en sus biografías de
Platón, de Aristóteles o de al-Kindl.
La muerte de al-Hakam II representó el fin del renacimiento cultural en al-Andalus.
Se sabe del expurgo de la biblioteca cordobesa por orden del caudillo al-Mansür y de la
marcha de los sabios de Córdoba a tierras más favorables. Esto pudo ser causa del
retraso en la recepción de los escritos filosóficos en al-Andalus, puesto que, según Ibn

153
Bassām, la puerta de la inteligencia se cerró en Córdoba, dispersándose los hombres de
mérito. La única filosofía que fue conocida en al-Andalus durante el siglo X no debió
pasar de algunas referencias a doctrinas neoplatónicas, así como un conocimiento, no
muy profundo, de la lógica griega.
Las primeras noticias sobre la existencia de obras filosóficas griegas o escritas por
musulmanes de Oriente datan de comienzos del siglo XI. Se cita el año 1000 como el de
la introducción de las Epístolas de los Ijwān, al-Safā’, primero en forma compendiada
por Maslama b. Ahmad al-Mayritl (m. ca. 1004-1008) y luego de forma completa por su
discípulo al-Kirmánl (m. 1066), epístolas que incluso ejercieron gran influencia en la
poesía. Llevadas a Zaragoza por el mismo al-Kirmānī, dejaron huellas evidentes e
insoslayables en todos los autores zaragozanos o que pasaron por Zaragoza. A la par que
estas obras, se irían introduciendo algunos escritos de Aristóteles y de al-Kindī, y,
mediado el siglo, comenzaron a leerse las obras de al-Fārābl. Fue a partir de entonces
cuando realmente empezó el desarrollo de la filosofía en al-Andalus.
Durante el califato de al-Hakam II se menciona a 'Abd al-Rahmán b. Ismá'Il b.
Badr, conocido por el sobrenombre de “el seguidor de Euclides”, que realizó un
compendio de los ocho libros de lógica que, junto con Retórica y Poética, constituían el
Organon de Aristóteles. Aunque nada se sepa sobre este compendio ni sobre las fuentes
a partir de las cuales fue elaborado, el dato proporcionado por Sā'id al-Andalusi confirma
que la lógica fue la parte de la filosofía que se conoció inicialmente en al-Andalus.
También hay que aludir al zaragozano Abū 'Utman Sa'īd b. Fathün, autor de una obra de
introducción a la filosofía, titulada Saŷarat al-hikma (“El árbol de la sabiduría”), que fue
reconocido como maestro en el oficio por Ibn Hazm en su Risāia fi fadl al-Andalus
(“Epístola sobre las excelencias de al-Andalus”). Pero fueron dos nombres, uno a
comienzos del siglo X y otro a comienzos del siglo XI los primeros que merecen
destacarse en cuanto a la filosofía. Ellos fueron los cordobeses Ibn Masarra e Ibn Hazm.

7.3. Ibn Masarra

El primer pensador, el que ha sido considerado como primer filósofo andalusi del
que se han conservado textos, fue Abū 'Abd Allah Muhammad b. Masarra (883-931).
Asín Palacios fue el primero que se interesó por él y creyó reconstruir su pensamiento a
partir de referencias que sobre él daban algunos biógrafos, pero sin llegar a conocer
ninguna de sus obras originales. Supuso que Ibn Masarra había elaborado un
pensamiento mezclado con doctrinas teológicas y elementos neoplatónicos del Pseudo-
Empédocles, pero la publicación reciente de dos obras suyas no confirma esta hipótesis
del ilustre arabista, sino que el cordobés estuvo más cerca de la mística y de la gnosis que
de la filosofía propiamente dicha.
Varias fuentes informan sobre la vida de Ibn Masarra, pero no se sabe mucho de
ella; da la impresión de que los biógrafos ofrecen rasgos de su vida en estilo hagiográfico.

154
Su padre le inició en doctrinas mu'tazilíes y bátiníes y en la vida ascética. Se difundieron
noticias sospechosas sobre sus opiniones y se le atribuyeron las ideas mu'tazilíes del libre
albedrío, de la justicia divina y del cumplimiento de la retribución de premios y castigos
en la otra vida. Abandonó al-Andalus con la excusa de la peregrinación a La Meca. Aquí
conoció a un discípulo del místico al-Ŷunayd y tuvo noticias de las doctrinas de Dü 1-
Nün al-Misrl, quien parece haber dejado huellas en su pensamiento. En Medina visitó la
casa de Maryam, concubina del Profeta, cuyo plano reconstruyó en su retiro de la sierra
de Córdoba. Se desconoce en qué fecha regresó a al-Andalus, pero debió ser después de
la subida al trono de 'Abd al-Rahmán III. Hacia 912-914 los biógrafos lo muestran en la
sierra de Córdoba, rodeado de discípulos y alejado de la vida ciudadana, llevando una
vida ascética. Impartió sus enseñanzas de forma secreta, según el decir de los biógrafos,
por medio de símbolos y alusiones, y predicó la realización del examen de conciencia,
practicado por al-Muhásibl. Las doctrinas que enseñó despertaron de nuevo las
sospechas y los más ortodoxos alfaquíes lograron que el califa condenara por tres veces a
los seguidores de Ibn Masarra. Pero, para entonces, éste ya hacía años que había muerto
en la paz de su sierra cordobesa.
Fue tachado de bdtim por algunas fuentes posteriores, quizá por su vinculación con
la mística, entroncada con la tradición gnóstica islámica. En una de sus obras se le llama
'drif, “gnóstico” y un autor andalusi le atribuye, incluso, “alusiones sufíes”. Se conocen
dos obras suyas.
El Kitāb jawdss al-hurüf wa-haqa ’iqi-ha wa-usuli-hd (“Libro de las propiedades,
verdaderas naturalezas y principios de las letras”) puede inscribirse en la tradición de
textos de tipo gnóstico que pretendían alcanzar un conocimiento de la realidad y de las
más altas verdades a través de la interpretación de las letras. Pudo tener como fuente una
obra del oriental Sahl b. 'Abd Allah al-Tustarl, que es citado varias veces. El tratado
pretende explicar las misteriosas letras con que se inician algunas azoras coránicas. Pone
de manifiesto que el hombre ha sido dotado de dos medios de conocimiento. Por una
parte, el pensamiento, que es una reflexión sobre el mundo de la creación para inferir de
él la unicidad, poderío, nobleza y glorificación de Dios por sus nombres y atributos. Por
otra, la revelación, que Dios, dotado de los más bellos nombres, ha hecho descender y
está contenida en el Libro, el Corán, que es explicación de todas las cosas y suma de las
ciencias de los antiguos y de los modernos, necesarias para pasar de las tinieblas a la luz.
Los nombres divinos son etapas o peldaños en el acceso a la ciencia divina; las letras son
tratadas con un breve discurso general y con una relación de cada una de ellas en
particular.
En esta obra no hay referencias explícitas a posiciones filosóficas. No contiene una
doctrina que se atenga a las ideas que expusieron los falāsifa; sólo algunos principios
filosóficos y algunos términos utilizados por los filósofos, que no convierten a su autor en
un filósofo en sentido estricto, como tampoco lo fueron los sufíes y gnósticos que se
sirvieron de los mismos elementos de raíz filosófica. Esencia divina, Intelecto Universal,
Alma Suprema y Naturaleza son los términos que explican la gradación de los seres. Sólo
son ideas comunes que circulaban por el mundo islámico y no principios de un sistema

155
filosófico.
El otro libro es la Risālat al-i 'tibār (“Epístola de la reflexión”), citado en fuentes
posteriores como Kitāb al-tabsira (“Libro de la visión perspicaz”). A primera vista,
podría tenerse por filosófico, no sólo por el título, en el que emplea un término usado en
los textos de los falāsifa, sino también por el planteamiento inicial, en el que hay una
apelación al intelecto humano, a la razón como facultad más elevada del hombre para
conocer, cuyo uso da lugar a la reflexión. También afirma la existencia de la revelación
para llegar a la Verdad, por lo que se ha pensado que Ibn Masarra inicia en al-Andalus el
reconocimiento de las dos vías o caminos de acceso a la Verdad, la filosófica y la
religiosa, la fundada en la razón humana y la basada en la revelación divina, que
caracterizaron a los falāsifa. Sin embargo, la lectura atenta de la obra muestra que su
autor está lejos de los propósitos de los filósofos, pues sólo pretende explicar la idea
coránica que recomienda y exhorta repetidamente al hombre a considerar desde la razón
los signos que Dios ha puesto en el mundo, para hallar en ellos lo oculto y elevarse hasta
el reconocimiento de un Supremo organizador del universo y de su Unicidad absoluta.
De esta obra se encuentran algunos antecedentes en la tradición gnóstica sufi a la que
pudo pertenecer Ibn Masarra. El séptimo Imām slT había expuesto los diferentes
aspectos espirituales del intelecto, presentándolo como una facultad de aprehensión de lo
divino, de percepción de las realidades superiores, identificándolo con la visión interior y
mostrándolo como una luz localizada en el corazón por la que se distinguen y reconocen
los signos de Dios. Varios místicos orientales habían escrito sobre el intelecto y habían
usado ya de elementos tomados de la filosofía griega, alguno de ellos claro antecedente
del compromiso filosófico-gnóstico de Sahl b. 'Abd Allah al-Tustarī, el místico citado en
la obra anterior. Por ello, parece necesario un estudio de las posibles fuentes de Ibn
Masarra, comparando sus obras con textos de gnósticos y místicos anteriores para
determinar en qué medida fue deudor de estos textos.
Afirma que el universo es un libro, cuyas letras son sus palabras, que leen quienes
ven con los ojos del pensamiento. Hay que estudiar y leer este libro, que confirma cuanto
ha dado a conocer el Libro revelado. Se trata de seguir un camino al que repetidamente
invita el Corán. Alude a un conocimiento que se obtiene por la visión interior del corazón
y que da a conocer las realidades ocultas. Es un conocimiento distinto al estrictamente
filosófico. El hombre debe aplicarse con sus facultades al estudio del universo, porque
desde abajo hacia arriba, en una reflexión que pone en juego la vida interior del hombre,
descubre la Verdad, confirmando el testimonio revelado, en una acción que supone unir
el camino descendente de la revelación con el ascendente de la reflexión. Los filósofos,
por no seguir este camino recto y pasarlo por alto, ensoberbecidos por las mentiras en las
que no hay luz, no han llegado al Creador a través de sus señales. En cambio, los
Profetas sí han afirmado todo eso. La profecía viene al principio, descendiendo desde el
Trono hasta la tierra; la reflexión, actividad propia del hombre y no sólo de los filósofos,
asciende desde la tierra hasta el Trono: no hay diferencia. Tampoco se ven con claridad
principios capaces de fundar un sistema filosófico; tan sólo algunos elementos comunes a
la tradición gnóstica. Aquí, Ibn Masarra sólo quiere atenerse a la recomendación coránica

156
de hacer uso del intelecto para comprender los signos que Dios ha puesto en el universo.
Ninguna de las doctrinas del Pseudo-Empédocles se encuentran en sus obras, salvo
la afirmación del Alma, del Intelecto y del Creador. Pero estos conceptos no fueron ideas
propias del Pseudo-Empédocles, sino más bien nociones comunes divulgadas con el
neoplatonismo difundido por el mundo islámico. En consecuencia, el primer pensador
andalusi debe ser considerado más como un exponente del pensamiento esotérico, bātin,
en el que hay elementos filosóficos, que como un filósofo en el sentido en que se viene
entendiendo aquí este término.

7.4. Ibn Hazm

En la primera mitad del siglo XI hay que destacar la figura del cordobés Abū
Muhammad 'Alī b. Ahmad b. SaTd b. Hazm (994-1063), autor, según su propio hijo, de
unas cuatrocientas obras, con un total cercano a las ochenta mil páginas según testimonio
de la época, que no se han conservado en su totalidad. Algunas, incluso, se han
descubierto recientemente. Murió en un relativo olvido, después de encontrar asilo en lo
que quedaba de las propiedades de su familia, en el distrito de Huelva, cora de Niebla.
Aunque fue más poeta, teólogo, jurista, polemista e historiador de las ideas, que
filósofo propiamente dicho, sin embargo Ibn Hazm no debe faltar en ninguna historia de
la filosofía en el mundo islámico. A pesar de los elementos tomados del aristotelismo y
del neoplatonismo que se pueden encontrar en su obra, no es posible hallar en él ni
comentarios a las obras de Aristóteles o de otros filósofos griegos -como hicieron los
considerados filósofos en el mundo árabe-, ni un sistema de pensamiento metafisico,
cosmológico, gnoseològico, psicológico, ético y político al uso entre aquellos filósofos
que mantuvieron y continuaron la tradición procedente de Grecia. Ni siquiera pretendió,
como sí lo hicieron algunos de los otros, ser propagandista del pensamiento griego en el
mundo islámico andalusi. El historiador Sā'id al-Andalusī, contemporáneo suyo, refiere
de él lo siguiente: “Entre los sabios que se ocuparon del arte de la lógica, apartándose del
resto de la filosofía, se halla el alfaqui Abū Muhammad 'Alī b. Ahmad b. Sa'Id b.
Hazm… Compuso en relación con ella un libro que llamó Kitāb al-taqrīb li-hudūd al-
mantiq (“Aproximación a las definiciones de la lógica”), en el que ofrece un discurso
para explicar los métodos de las ciencias y en el que utiliza ejemplos jurídicos y
recopilaciones de la Ley islámica. Contradice a Aristóteles, que fue quien instituyó esta
ciencia, en algunos puntos fundamentales; son contradicciones de quien no ha
comprendido el objetivo de esta ciencia y de quien no se ha instruido en los libros de
aquél. Por esta razón, su libro contiene muchos errores y fallos evidentes” (Sa'id al-
Andalusī, 1985: 181-182). Según este testimonio de quien conoció directamente a Ibn
Hazm (“me escribió de su puño y letra que nació tras la oración de la aurora…”, dice
Şā'id en otro momento, p. 184), su conocimiento de la filosofía fue escaso. Sin embargo,
Ibn Hazm merece figurar, por derecho propio, en la historia de la filosofía árabe. ¿Por

157
qué?
En primer lugar, por la actitud intelectual que adoptó, promovida por un enorme
interés humanístico y por su gran afán de saber. Ibn Hazm, además de ser un hombre
profundamente religioso, supo reconocer el valor de la razón humana, en una postura de
equilibrio para resolver las diferencias que planteaban los incondicionales de una fe
religiosa a ultranza, aquellos que sólo aceptaban el valor de la revelación, y los partidarios
de una razón exclusiva y, a la vez, excluyente del sentimiento religioso, a los que también
critica en su gran obra, Kitāb al-Fişal fil-milal wa-l-ahwā’ wa-l-nihal (“Historia crítica
de las ideas religiosas”, según la traducción de Asín Palacios), donde se ocupa de las
diferentes religiones conocidas por él; especie de historia de las religiones, trata en ella
también de las actitudes de las que el espíritu humano es capaz en presencia de una
realidad religiosa. Combinando un riguroso método científico con criterios religiosos,
pudo reconocer que todas las ciencias profanas, aun las más exactas y veraces,
matemáticas y lógica por ejemplo, son útiles únicamente como propedéuticas y auxiliares
para llegar al conocimiento y a la práctica de la ciencia revelada. Las ciencias humanas
ayudan y preparan al hombre en su investigación de la verdad.
En segundo lugar, por su concepción de la ciencia. Hombre de letras en su más
amplio sentido de la palabra, vio con claridad tanto el valor que el saber tiene para el
desarrollo integral del hombre como la interdependencia que las distintas disciplinas que
integran este saber mantienen entre sí, hasta el punto de haber compuesto una obra
dedicada expresamente a la clasificación de las ciencias y las relaciones de unas con las
otras, Marātib al- 'ulūm (“Los grados de las ciencias”), en la que parece seguir un
modelo supuestamente aristotélico. Para él, la ciencia es un saber universal; por eso han
de tener cabida en ella tanto los conocimientos teológicos como los filosóficos, puesto
que el origen de todos ellos es Dios. Y, de entre todas las ciencias humanas, concede
especial valor a la lógica y al lenguaje, la una porque ayuda a distinguir lo cierto de lo
probable y la otra porque sirve para precisar y esclarecer los enunciados del Libro
Sagrado, el Corán. Son dos ciencias que están en relación con el saber teológico, el que
representa la cima de la sabiduría humana y el que, con toda propiedad, debe merecer la
atención del hombre.
En tercer lugar, por el uso que hizo de algunas ciencias filosóficas. Un uso muy
limitado, porque es dudoso que durante su vida se hubieran introducido en al-Andalus el
conjunto de las ciencias filosóficas que se desarrollaban en Oriente. Ni siquiera es seguro
que hubiese conocido a los más notables filósofos islámicos anteriores a él: no conoció a
su coetáneo Avicena, ni cita a al-Fārābī. Sólo leyó alguna obra de al-Kindī, cuyas
doctrinas refuta en su libro Al-Radd 'alā al-Kindī, al-faylasūf (“Refutación de al-Kindī,
el filósofo”), donde ofrece una extensa impugnación de una parte de la metafísica de al-
Kindī, la que versa sobre Dios como causa. Y es dudoso, porque, como se ha dicho ya,
los testimonios sólo hablan de la filosofía en al-Andalus de manera muy general, sin
apenas damos noticias concretas sobre filósofos y obras conocidas. El mismo Ibn Hazm
ofrece una pobre visión de la filosofía en tierras andalusíes, cuando en su Rìsāla fi fadl
al-Andalus (“Epístola sobre las excelencias de al-Andalus”) dice que los andalusíes se

158
han abierto a la gramática, la poesía, la lexicografía, la historia, la medicina, la aritmética
y la astronomía, sin mencionar la filosofía; más adelante, cuando pasa revista a los libros
compuestos en al-Andalus, sólo es capaz de mencionar, entre los filosóficos, una
colección de disertaciones y de textos del zaragozano Sa'īd b. Fathün, y las epístolas de
su propio maestro, Ibn al-Kattānī. Muy poco para lo que podría esperarse a esas alturas
de la civilización hispano-musulmana.
Y, en cuarto y último lugar, porque aplicó soluciones filosóficas a problemas
fundamentalmente teológicos. Tras exponer en su Historia crítica de las ideas
religiosas una clasificación de aquellas opiniones que se han dado acerca de la verdad y
de la eternidad del mundo, Ibn Hazm plantea, en ésta y en otras obras, problemas de
ontologia referentes a la esencia y la existencia y la substancia y los accidentes;
problemas de cosmología acerca del mundo y su creación; y cuestiones de antropología,
referentes a la libertad del hombre, la virtud ética y el amor. En suma, cuestiones por las
que otros han pasado a la historia de la filosofía. Ibn Hazm supo resolverlas de una
manera muy original, no influido todavía por una reflexión sistemática, como la de los
filósofos musulmanes seguidores de la tradición griega. Por esto se puede decir que su
pensamiento goza de una frescura no igualada en el mundo islámico y andalusi. En ello
reside su mayor mérito y gloria.
La obra más representativa de Ibn Hazm, aquella que le ha asegurado un lugar de
honor entre los escritores, el libro de “tan bello título” como dijo Ortega y Gasset, es
Tawq al-hamāma (“El Collar de la paloma”). Narra, con suma sutileza y penetración
psicológica y social, las más complejas circunstancias relativas al amor: su naturaleza, sus
formas y sus grados. Para el cordobés, el amor es connatural al ser humano; es una
especie particular dentro del principio universal de la atracción entre los seres. Un
fenómeno único que, sin embargo, presenta múltiples tendencias, que dependen de la
variedad del deseo humano. El amor es tendencia y deseo enraizados en el mismo ser del
alma humana, por ser impulso innato. Este impulso, del que nace el sentimiento
amoroso, se inicia cuando se produce una toma de contacto visual por parte de un
observador que contempla la imagen o forma de otro ser y la percibe como bella,
provocando en el observador un sentimiento de simpatía y afecto, que puede ir
ascendiendo de grado hasta llegar al delirio o, incluso, hasta la muerte. Elevándose hasta
formas más bellas en grado, puede proporcionar al hombre la mayor felicidad a que éste
puede aspirar, aquella que da al alma la máxima alegría, serenidad y quietud, aquella que
aporta todas las perfecciones en su grado máximo e instala en el ser humano una “vida
renovada”.
Para Ibn Hazm, el ser humano se distingue de los animales, ante todo, por la
capacidad que le confirió Dios para realizar la virtud y vencer el deseo, que es el que lo
empuja hacia la sinrazón y el mal. El mejor empeño del hombre para dominar este deseo
es el conocimiento o saber, único medio que le permite superar la ignorancia en que vive
el común de los mortales. La contemplación estética, el conocimiento de lo bello, es lo
que provoca esa renovación de la vida, que significa también una nueva ética, referida a
las acciones morales de los individuos. Toda su teoría del amor ha de ser entendida con

159
una proyección ética regulada por el mensaje divino y el correcto ejercicio de la razón.
Una ética que él expone de una manera muy personal, a través de sus propias
experiencias, en su Risāia fi mudāwāt al-nufūs (“Epístola sobre la terapéutica del
alma”), más conocido por otro título, traducido por Asín como Los caracteres y la
conducta. Tratado de moral práctica, especie de diario personal en el que fue anotando
sus meditaciones, observaciones y juicios sobre la gente y la vida en general, que revela
también la vida del autor en al-Andalus.

7.5. La filosofía en los Reinos de Taifas. Abū Salt de Denia

El negro panorama que se había cernido sobre las ciencias y la filosofía tras las
medidas adoptadas por el caudillo Almanzor, cambió por completo después de la guerra
civil que dio al traste con el Califato omeya. El establecimiento de lo que se ha llamado
“Reinos de Taifas” hizo posible que soplaran nuevos aires favorables al desarrollo
cultural. Así lo vio al-Šaqundī: “Cuando, después de fragmentado este imperio, se
alzaron los Reyes de Taifas y se dividieron el territorio, los más ilustres súbditos
estuvieron unánimes en reputar favorable tal decisión, pues ellos animaron el mercado de
las ciencias y rivalizaron en recompensar a poetas y prosistas” (Šaqundī, 1976: 78). Las
principales ciudades que fueron sede de los distintos Reinos se convirtieron en notables
centros intelectuales. Fue a partir de esta época cuando comenzó la amplia recepción de
las obras filosóficas que circulaban en Oriente, sobre todo las de Aristóteles.
Se sabe, por las noticias que dan diversos autores, que a comienzos del siglo XI ya
existían algunos partidarios del sistema filosófico de al-Rāzī, que era conocido desde
antes en al-Andalus, a juzgar por la biografía que le dedica Ibn Yulŷail. Sus obras fueron
introducidas por un comerciante de Jaén, quien en uno de sus viajes a Oriente trabó
conocimiento con el célebre médico. Las doctrinas de al-Rāzī, debieron difundirse
pronto: Ibn Hazm informa que algunos médicos las sostenían y señala que son doctrinas
contrarias a la religión, por lo que escribió un libro para refutar la Metafísica de al-Rāzī,
De al-Fārābī hay referencias explícitas a comienzos de la segunda mitad del siglo XI.
Hay citas literales de su obra en el libro Gāyat al-hakīm (“El fin del sabio”), que fue
traducido al latín con el título de Picatrix, porque fue atribuido al sapientissimus
philosophus Picatrix. Se ha considerado que el autor de esta obra fue el madrileño Abū
Maslama al-Maŷrītī, que la habría compuesto en torno a los años 1052-1056. Recientes
investigaciones señalan como autor de esta obra a un cordobés del siglo X, Maslama b.
Qásim al-Qurtubī (m. 964), posible discípulo de Ibn Masarra, pero entonces queda en pie
el problema de los textos de al-Fārābī en ella copiados: ¿son interpolaciones posteriores o
conoció su autor las obras del filósofo oriental? Después de la segunda mitad del siglo XI,
citan a al-Fārābī ampliamente Şā'id al-Andalusī e Ibn al-Sīd de Badajoz (1052-1127).
También es mencionado por dos filósofos judíos, el granadino Moisés b. Ezra (ca. 1060-
1135) y el barcelonés Abraham bar Hiyya (1065-1136), quienes se sirven de doctrinas

160
políticas farabianas expuestas en La ciudad excelente.
Las principales ciudades andalusíes se convirtieron en centros intelectuales, donde
comenzaron a recibirse las obras de los filósofos orientales y, por mediación de éstos, las
de los griegos. En esta actividad científico-filosófica destacaron especialmente las cortes
de Toledo y Zaragoza, que se convirtieron en focos de irradiación cultural durante la
segunda mitad del siglo XI. El despliegue cultural de Toledo se produjo bajo el gobierno
de Yahyā al-Ma’mūn que se distinguió por su actividad guerrera, combatiendo a los reyes
vecinos, aunque pactó con los cristianos, y falleció poco después de apoderarse de
Córdoba, según habían predicho los astrólogos. Sin embargo, su renombre lo debe al
auge que la corte toledana adquirió en el ámbito de la cultura. Rodeado de hombres
prestigiosos, todas las ramas del saber estuvieron representadas en Toledo. De la
magnificencia y fecundidad poética y artística de sus reuniones culturales nos da prueba
la expresión, hecha proverbial en al-Andalus, de “las fiestas de los Dū-l-Nūn”. En
Zaragoza fueron los Banū Tuyib primero y después los Banū Hūd quienes promovieron
un amplio movimiento cultural, en el que destacaron dos ramas de la ciencia, la
matemática y la astronomía, por un lado, y la filosofía, especialmente la lógica, por otro.
En ambas ciudades, además, había importantes comunidades judías, que, de seguro,
desempeñaron un papel muy importante en la transmisión y conocimiento del saber.
Se conocen por las referencias de un testigo directo, Şā'id al-Andalusī, los nombres
de diversos personajes que se entregaron al estudio de la filosofía. Ninguno de ellos
estaba especializado en una sola ciencia, sino que todos sobresalían en varias. Se
desconocen aspectos concretos del estudio que allí se realizaba, pero se puede deducir
que desde la segunda mitad del siglo X se conocía algo de lógica, quizá el Organon o
algún resumen de éste, como lo muestra el uso que de la lógica aristotélica hace Ibn
Hazm en su obra al-Taqrīb. Se conocía también la Física de Aristóteles, porque era leída
y dominada en Zaragoza por el judío Abū l-Fadl Hasdā’y b. Yüsuf b. Hasdá’y, quien
también comenzaba a leer el tratado Sobre el cielo de Aristóteles, cuando Şā'id al-
Andalusl lo dejó, según cuenta éste: “[Abū l-Fadl] se ha consolidado en la ciencia de la
lógica y se ha adiestrado en el método de la investigación; luego se ha elevado hasta [el
estudio] de la ciencia natural, comenzando con la Física de Aristóteles hasta dominarla
completamente. Después se puso [a leer] el Libro del cielo y del mundo. Yo me separé
de él el año 458 (h.) cuando había penetrado sus arcanos. Si vive largo tiempo y si su
empeño se mantiene, llegará a conocer completamente la filosofía y comprenderá todas
las ramas de la sabiduría” (Şā'id al-Andalusī, 1985: 205-206). ¿Se trataba de los genuinos
textos de Aristóteles en su versión árabe, o eran meros compendios o resúmenes?
Hay que mencionar, por su importancia, la obra lógica de Abū Salt de Denia (1067-
1134), titulada Taqwīn al-dihn (“Rectificación de la mente”) compendio de lógica a partir
de la Isagoge de Porfirio y de los cuatro primeros libros del Organon aristotélico, donde
su autor pretende rectificar la mente, fin que “es el más importante, útil y provechoso
para todo aquel que estima en más su facultad intelectual que su facultad sensitiva, y su
energía anímica más que su energía corpórea” (Abusalt, 1915: 6). Para ello, se precisa
adquirir la certeza a través de la demostración, que solamente se obtiene conociendo la

161
teoría del silogismo, que, a su vez, requiere conocer sus elementos, las proposiciones,
que están compuestas de sujeto y predicado, esto es, de términos o palabras que
significan las ideas universales. Éste es, entonces, el plan que ha de seguirse al estudiar la
lógica: ideas universales, palabras que las significan, proposiciones, silogismo y
demostración. Tales son las cinco partes en que divide la obra.
Aristóteles ha sido recibido en al-Andalus, posiblemente a partir del siglo X, pero con
certeza en el siglo XI, como lo prueban las referencias ya dadas: la lógica en Ibn Hazm y
en Abū Salt de Denia; la Física y el tratado Sobre el cielo en Zaragoza, a comienzos de
la segunda mitad de siglo, por un miembro de la comunidad judía, Abū l-Fadl Hasdā’y.
Al-Kindī ha sido, al menos, conocido en el siglo X, por las referencias que sobre él da el
historiador Ibn Yülyul y más tarde por la refutación que escribe Ibn Hazm de Córdoba.
Al-Fārābī pudo haber sido conocido a fines del siglo X, aunque no hay evidencia de ello;
pero sí es conocido ya en el siglo XI: hay explícitas referencias en Şā'id al-Andalusī a
varias obras suyas y, al referirse a La filosofia de Aristóteles, habla del “ejemplar que
nos ha llegado” (al-nusha al-wāsila ilaynaā (Şā'id al-Andalusl, 1985: 139). Y no hay que
olvidar la presencia de textos de al-Fārābī en Gāyat al-hakīm, el texto de magia y
alquimia antes citado, donde, ciertamente, al-Fārābī sólo es mencionado una vez por su
nombre, a propósito de un supuesto escrito suyo, Tratado de alquimia, pero donde se
copian literalmente varias páginas de los Fuşūl al-madanī y del Kitāb al-madīna al-
fādila, aunque sin citar a su autor. Queda planteado, sin embargo, el problema del autor
de este Fin del sabio y la fecha de su composición, con lo que ello implica sobre estos
textos de al-Fārābī. En cualquier caso, a fines del siglo XI la filosofía ya estaba
suficientemente asentada en al-Andalus para producir los grandes nombres del siglo XII,
aquellos que se verán en los próximos capítulos.

162
8
Filósofos de al-Andalus

A
unque Abū Salt, de quien se ha hablado brevemente en el capítulo anterior, sea,
prácticamente, un autor que se adentra ya por su biografía en el siglo XII, sin embargo,
la escasa obra que ha dejado solamente permite considerarlo como uno de los pioneros y
receptores de la filosofía, griega o árabe, que procedía del Oriente. Por ello, fueron otros
los nombres que pueden ser considerados como los verdaderos filósofos andalusíes, en
tanto que ya se halla en ellos una verdadera reflexión filosófica, en el sentido de
elaboración sistemática de un pensamiento desde la razón y en diálogo con los textos
filosóficos griegos. Y, aunque este desarrollo ha estado preparado por los importantes
personajes ya mencionados, que no pueden ser olvidados, hay que convenir en que
fueron el pensamiento y las doctrinas de al-Fārābī los que impulsaron la reflexión
filosófica en al-Andalus de tal manera que, sin lugar a dudas, puede ser considerado,
después de Aristóteles, como el verdadero maestro de los filósofos andalusíes, como su
auténtico “segundo maestro”. A partir de su recepción en tierras de la España
musulmana, la filosofía andalusi quedó definitivamente orientada. Cuatro grandes
nombres representaron esta recepción y esa orientación, Ibn al-Sād de Badajoz, de quien
se ha dicho que inauguró un nuevo estilo de discurso, el auténticamente filosófico, el que
caracterizaría a los siguientes personajes de esta historia; Avempace de Zaragoza; Ibn
Tufayl de Guadix; Averroes de Córdoba. No se debe olvidar, sin embargo, la autoridad
que el mismo al-Fārābī ejerció sobre la comunidad judía hispana, donde nombres
importantes, entre ellos el de Maimónides, también reconocieron explícitamente su deuda
con el filósofo oriental. Los dos primeros autores que se van a considerar tienen que ver
con Zaragoza, uno porque allí residió, el otro porque allí nació. Es prueba de la
importancia que tuvo la capital de los Banū Hūd desde el punto de vista de la filosofía:
allí se leyeron también, como ya se dijo, las Epístolas de los Ijwān, al-Safā’, textos
importantes como se verá en el primero de los autores que se estudian.

163
8.1. Ibn al-Sīd de Badajoz

Poco conocido en las historias de la filosofía, porque ninguna de sus obras fue
traducida al latín y ni siquiera tuvo la fortuna de que se le conociera indirectamente, por
referencias posteriores, como ocurrió con los otros dos autores que se estudiarán en este
capítulo, Abū Muhammad 'Abd Allah b. Muhammad Ibn al-Sīd al-Batalyawsī, nació en
el año 1052. Su vida, como dijo su primer biógrafo, Asín Palacios, se desarrolló en un
período crítico de transición entre los reinos de taifas y la invasión almorávide. Su nisba,
o nombre de origen, señala que nació en Badajoz, donde gobernaba la dinastía beréber
de los Aftasíes, durante el reinado de Abū Bakr Muhammad al-Mu affar Ibn al-Aftas
(m. 1067), hombre cultivado que fomentó el estudio de las letras, autor de una antología
en cincuenta tomos. Ibn al-Sīd abandonó pronto su ciudad natal y se trasladó primero a
Albarracín y luego a Valencia. Residió después en Toledo, donde aún reinaba al-Ma’mūn
ciudad en la que debió participar en actividades literarias, puesto que un biógrafo cita un
trozo de poesía que Ibn al-Sīd recitó a al-Ma’mūn Residió también en Zaragoza, donde
dedicó una alabanza a al-Musta'īn b. Hūd (m. 1110) y donde pudo mantener con
Avempace una ya tradicional controversia sobre cuestiones de lógica y gramática, que
recuerda en cierto modo la mencionada disputa de 932 en Bagdad ante el visir del califa,
recogida posteriormente en su libro sobre diversas cuestiones. Fue, además de filósofo,
uno de los más notables gramáticos andalusíes, formado también en literatura, poesía,
lexicografía y tradiciones islámicas. Murió en Valencia en 1127, empleado en la redacción
de sus obras.
Éstas, según el catálogo de sus biógrafos, versan sobre gramática, lexicología, crítica
literaria y derecho islámico, pero algunas de ellas tiene también carácter filosófico. Las
dos más importantes, desde este punto de vista, son el Kitāb al-masā 7/ wa-l-aŷwiba fi
l-nahw (“Libro de las cuestiones y de las respuestas en gramática”), donde algunas de
estas cuestiones son de lógica y especulaciones de carácter filosófico, y el Kitāb al-
Hadā;iq (“Libro de los cercados”).
El primero de estos tratados está constituido por seis cuestiones, de las que se han
editado, entre otras, las que tienen que ver con la lógica y la gramática, por una parte, y
sobre las relaciones entre la razón y la fe, por otra. Este problema está expuesto bajo una
forma literaria original, la interpretación de una poesía. Sugerida por la supuesta
incredulidad de un poeta toledano, Abū l-Walīd al-Waqqašī, esta cuestión, al contrario de
lo que había ocurrido en el Islam oriental del siglo X, no tiene, al menos en apariencia,
nada que ver con el objeto del libro, el de las relaciones entre lógica griega y gramática
árabe, puesto que el autor trata estas cuestiones de forma independiente, confirmando la
idea de que no asocia gramática y ciencias religiosas, por una parte, y lógica y filosofía,
por otra. Crítico contra algunos autores de obras literarias e históricas, el poeta toledano
fue acusado de kufr (infidelidad o incredulidad) por los siguientes dos versos, según la
narración de Ibn al-Sīd: “Aflígeme [el pensar] que las ciencias de la humanidad son dos
[tan sólo], que, si las aprendo, no tengo más [que aprender]: // Una ciencia cuya
comprobación real es imposible, y una ciencia cuya verdad de nada sirve”. El filósofo de

164
Badajoz tomó la defensa del poeta en los siguientes términos: “ ¡Por vida mía que la
poesía esa es bien oscura y anfibológico el sentido de lo que en ella quiso decir su autor!
Cabe, sin embargo, tomarla en buen sentido e interpretarla de un modo bien distinto. Él
dijo: -¿Pero es posible interpretarla de otro modo? Yo le respondí: -Sí. Dice al-Fārābī que
los filósofos griegos, todos ellos, tanto Aristóteles como los demás, pensaban que no hay
diferencia alguna entre la filosofía y la revelación en cuanto al fin que se proponen. Sólo
que la filosofía establece las cosas por demostración apodíctica y representación
intelectual, mientras que la revelación las establece por razonamiento persuasivo y
representación imaginativa” (Ibn al-Sīd, 1935: 384-385).
La doctrina en cuestión es la de la coincidencia de fines de la filosofía y la
revelación, así como la diversidad de vías que cada una de ellas sigue para alcanzar la
verdad; se trata, en definitiva, de la afirmación de la superioridad metodológica de la
filosofía (método de la demostración, científico) sobre la religión (método de
argumentaciones retóricas y poéticas). Ibn al-Sīd apoya la defensa que hace de la
polémica en la tradición de la Falsafa, pues se trata de una doctrina que, como ya se ha
visto, al-Fārābī había expuesto en sus principales obras. Sólo podía ser al-Fārābī el
maestro de Ibn al-Sīd, en ésta como en otras cuestiones filosóficas, porque era el único
filósofo hasta entonces acreditado en al-Andalus. Es doctrina farabiana lo que se halla en
el resto de la “cuestión”: que, no habiendo contradicción entre filosofía y religión, porque
son dos caminos distintos que llevan a un mismo fin, y siendo superior
metodológicamente la filosofía a la religión, sin embargo ésta es necesaria individual y
socialmente, puesto que ha de cumplir la función de dar a conocer al vulgo cuanto el
filósofo halla por su razón, siendo la única que permite, por eso mismo, mantener la
cohesión en la sociedad.
En la misma obra hay otra cuestión que está dedicada expresamente a dar respuesta
a dos preguntas suscitadas por la clasificación de los universales de al-Fārābī una consulta
sobre su enumeración de los universales y otra sobre la diferencia específica. Las dos
consultas versan sobre temas que al-Fārābī ha tratado en su Exposición de la “Isagoge”
de Porfirio. Esta obra de Ibn al-Sīd, por tanto, muestra que al-Fārābī ha sido plenamente
recibido en al-Andalus, y que, incluso, se ha convertido en autoridad filosófica, puesto
que es citado junto a los nombres de Platón y Aristóteles. Por otra parte, también revela
este texto que la obra lógica del filósofo oriental ya es conocida y debatida en al-Andalus,
hasta el punto de que sobre ella se plantean problemas de interpretación.
En la segunda obra, el Kitdb al-hadā ’iq, no aparece citado el nombre de al-Fārābī
ni ninguna de sus obras, pero no cabe la menor duda de que en ella el pensamiento
farabiano es ampliamente utilizado. Este libro es una especie de manual de iniciación en
las doctrinas filosóficas y, según su editor y traductor Asín Palacios, el primer intento en
al-Andalus de armonizar el pensamiento griego con la teología islámica. Para realizar esta
concordancia, Ibn al-Sīd expone la doctrina de la emanación como explicación de la
existencia del universo a partir del Ser primero o Uno divino. Es decir, trata de mostrar el
tránsito de la Unidad a la multiplicidad, que en la religión ha recibido el nombre de
“creación” por Dios, a través de una exposición rigurosamente filosófica, tomando como

165
base doctrinas neoplatónicas y neopitagóricas. El núcleo central de su descripción parece
estar tomado de las Epístolas de los Ijwān, al-Safā’, quienes erigieron una jerarquía de
entidades, cuyo esquema se asemeja a la generación de los números a partir del uno -lo
que muestra el influjo neopitagórico en esas obras-, tal como se puede deducir del
siguiente pasaje de Ibn al-Sīd: “La manera más aproximada de representarse cómo la
existencia de los seres (wuŷūd) almawyüdat) procede de Dios Altísimo es la manera
como la existencia de los números proceden del número uno” (Ibn al-Sīd, 1988: 36).
Parece que no hay duda alguna en el hecho de que la fuente de la obra fueron las
citadas Epístolas, como ya señaló Asín y, tras él, otros muchos. Porque, en efecto, esa
especie de “cultura media”, formada por un neoplatonismo como base y otras doctrinas
bastante heterogéneas entre sí, tuvo como fuente principal la obra de los Ijwān, al-Safā’,
Sin embargo, existen diferencias fundamentales entre el sistema de los Ijwān, y el de Ibn
al-Sīd, que permiten suponer, una vez más, que el verdadero maestro fue al-Fārābī en su
explicación de la jerarquía de los seres procedentes del Primero.
Para poner de manifiesto estas diferencias, conviene leer el siguiente texto de los
Ijwān, donde éstos determinan el origen de las primeras hipóstasis o entidades: “Has de
saber, hermano, que la primera cosa que el Creador, exaltado sea, originó y creó a partir
de la luz de su unidad fue una substancia simple, que se llama Intelecto Agente, de la
misma manera que produjo el dos a partir del uno por repetición. Luego produjo el Alma
celeste universal a partir de la luz del Intelecto, de la misma manera que creó el tres por
adición del uno al dos. Luego produjo la Materia Primera a partir del movimiento del
Alma, de la misma manera que produjo el cuatro por adición del uno al tres” (Ijwān,
1957,1: 54). La jerarquía establecida aquí es la siguiente: Creador, Intelecto Agente o
Intelecto Universal Agente como lo llaman en otro lugar, Alma Universal y Materia
Primera.
En cambio, la jerarquía establecida por Ibn al-Sīd en su Kitāb al-hadā’iq es la
misma que la propuesta por al-Fārābī: Ser Primero, nueve intelectos y nueve esferas -que
constituyen los llamados “seres segundos” o “causas segundas”-, el intelecto agente y el
mundo sublunar, como se ve con toda claridad en el siguiente texto del filósofo andalusi:
“La explicación de esto es que el Creador Altísimo posee el grado primero en el ser, pues
Él es único en su ser, sin que nada participe de Él en su ser como tampoco lo participa en
ninguno de sus atributos. Los primeros seres que el Altísimo hizo existir y creó (awŷadu-
hu wa-abda 'u-hu) son los seres que [los filósofos] llaman los “segundos” y “los
intelectos separados de la materia”, que son nueve según el número de las nueve
unidades; se ordenan en cuanto al ser que procede de Él como los grados de los
números: primero, segundo, tercero, así hasta el noveno, que es el término de ellos… Al
grado de estos nueve seres segundos sigue después el grado del intelecto, encargado del
mundo de los elementos, al que ellos llaman “el intelecto agente”; coincide con los nueve
seres segundos en que, como éstos, es un intelecto separado de la materia. Lo distinguen
de estos seres y lo ponen aparte en un grado décimo solamente bajo dos aspectos: uno,
que los nueve seres segundos están encargados de las nueve esferas, mientras que el
intelecto agente está encargado del mundo de los elementos; dos, que el poder de este

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intelecto agente se propaga en los cuerpos racionales que están bajo la esfera de la luna,
de la misma manera que se propaga la luz del sol; de él procede la razón (nutq) en todo
ser generable que es apto para recibir la potencia racional” (Ibn al-Sīd, 1988: 37-39).
Además, en este capítulo primero Ibn al-Sīd expone el siguiente orden de seres: en
primer lugar, el Creador, a quien los filósofos llaman Causa Primera, Primer Agente y
Causa de las causas; en segundo lugar, los seres que estos filósofos llaman “segundos”;
en tercer lugar, el grado del intelecto, al que llaman Intelecto Agente, encargado del
mundo de los elementos; cuarto, el grado del alma, que, como los intelectos, no es
cuerpo, pero se diferencia de ellos en que está en el cuerpo; quinto, el grado de la forma,
y el sexto es el grado de la substancia que sustenta a la forma, es decir, la materia. Pues
bien, estos distintos grados de seres no son otros que los seis principios con cuya
enumeración comienza al-Fārābī su Kitāb al-siyása al-madaniyya, su Libro de la
Política, que también es conocido por el título Fi Mabādi ' al-mawyūdāt (“Sobre los
principios de los seres”), obra que fue conocida y utilizada ampliamente en al-Andalus,
citada por Averroes y Maimónides.
Hay todavía algunos paralelismos más. Pero es suficiente lo hasta aquí expuesto
para ver cómo el sistema que propone Ibn al-Sīd para explicar el universo debe mucho a
los Ijwān, y también a al-Fārābī quien ya ha comenzado a ejercer su influencia en el
pensamiento andalusi, y no sólo en el ámbito de la lógica, la ética y la política, como se
deduce de la información de Şā'id al-Andalusī, sino también en los demás aspectos de la
filosofía, con sus principales teorías metafísicas. A partir de Ibn al-Sīd de Badajoz, el
pensamiento filosófico andalusi quedó definitivamente encaminado en la tradición de los
falāsifa orientales.

8.2. Avempace de Zaragoza

El primero de los tres grandes falāsifa de al-Andalus fue Abū Bakr Muhammad b.
Yahyā b. al-Sā’ig b. Báyya, llamado Avempace por los latinos, aunque ninguna de sus
obras fue trasladada al latín; fue conocido a través de las referencias y citas que de él
ofrece Averroes. Sólo traducido al hebreo, pasó desapercibido su pensamiento hasta que
en 1859 Salomon Munk lo daba a conocer en Occidente a partir, precisamente, de esas
versiones hebreas. Hacia 1900 comenzó a ser conocido ya, cuando Asín Palacios
publicaba unos artículos sobre él y traducía algunas de sus obras. La reciente aparición
del manuscrito de Berlín, desaparecido durante la Segunda Guerra Mundial, ha permitido
revisar y rehacer las ediciones de sus textos.
Avempace nació en Zaragoza en el último tercio del siglo XI, sin que sea posible
precisar la fecha exacta, quizá entre 1070 y 1080, mientras reinaba en dicha ciudad la
dinastía de los Banū Hūd. Pocas son las noticias que se nos han conservado acerca de su
vida. Según algunos testimonios, fue ministro del gobernador de la ciudad, después de
que los almorávides ocuparan en 1 1 1 0 la ciudad de Zaragoza. Antes de que Alfonso I

167
el Batallador de Aragón conquistara la ciudad en 1118, se refugió en Játiva y
posteriormente viajó a Sevilla y Granada, donde parece que alcanzó cierto renombre.
Después se instaló en Marrākus, frecuentando la corte de Yūsuf b. Tasufìn (1107-1143),
donde parece que tuvo dificultades con los cadíes, por lo que es posible que fuese
encarcelado durante algún tiempo, inculpado de herejía. Se trasladó a Fez, convirtiéndose
en consejero del gobernador, y, a pesar de las intrigas, permaneció desempeñando este
puesto bastantes años, hasta que murió misteriosamente, quizá envenenado, en 1138.
Esta agitada vida podría ser una manifestación del deseo de huir del desorden y de la
agitación, pero también podría ser el resultado de un personaje que se vio frustrado en su
aspiración de desempeñar una función relevante desde el punto de vista político,
semejante a la que pretendía su maestro al-Fārābī y su otro maestro Platón: que el
filósofo ocupara un lugar privilegiado en el gobierno de la ciudad. No en vano el punto de
partida de su pensar está en la idea farabiana de que el filósofo es el único que por su
sabiduría es capaz de afrontar la renovación del Estado, de tal manera que el hombre
sólo alcanzará la suprema felicidad en el seno de una sociedad perfecta. Algo de esto
puede adivinarse en algunos de sus más notables textos políticos.
Su obra parece reflejar la esmerada educación que recibió y los conocimientos que
adquirió: medicina, música, matemáticas, astronomía, poesía y filosofía. Entre estos
escritos hay que destacar sus Comentarios lógicos a obras de Aristóteles y de al-Fārābī
pues la lógica fue una de las disciplinas filosóficas en las que sobresalió: Ibn al-Sīd, a
propósito de la discusión que mantuvo con Avempace sobre cuestiones gramaticales,
afirmó que éste, al tratar del sujeto y del predicado gramaticales, introducía términos
técnicos de la lógica (al-alfāz al-mantiqiyya), por lo que le dijo: “Tú quieres introducir el
arte de la lógica en el arte de la gramática” (Ibn al-Sīd, 1935: 346). Comentó también la
Física, Sobre la generación y la corrupción, alguna parte de La historia de los
animales, una parte de los Meteorológicos, de Aristóteles, y una parte de la obra
pseudo-aristotélica Historia de las plantas, comentarios que muestran que Aristóteles
fue suficientemente conocido por él. Escribió también obras originales, entre otras, las
siguientes: un Kitāb al-nafs (“Sobre el alma”); Risālat al-wadā' (“Epístola del adiós”);
Risāia fi ittisāl al- 'aql bi-l-insān (“Epistola sobre la unión del intelecto con el hombre”)
y el más conocido de todos sus escritos, el Tadbīr al-mutawahhid (“El régimen del
solitario”).
Entiende Avempace que la lógica proporciona instrumento para la correcta
exposición de todas las ciencias. Las prácticas, como la medicina y la agricultura, para
ayudarse del razonamiento silogístico; las ciencias teóricas, cuyo objeto es el mundo de la
naturaleza, como método dialéctico que intenta convencer al interlocutor; sólo la filosofía
se sirve de la lógica y de su argumentación, la demostración, para descubrir la verdad.
Una filosofía que concibe como “el más perfecto de los estados de las formas espirituales
humanas, salvo para quienes no la conocen” (Avempace, 1946: 57). Una filosofía que en
Avempace se convierte, fundamentalmente, en un saber vinculado al problema del fin
último del hombre y, en definitiva, a la felicidad.
Como se ha dicho, toma como punto de partida las doctrinas de al-Fārā bī y las de

168
Platón, que para él abren en este ámbito unas perspectivas más amplias que las
apuntadas por Aristóteles. Preocupado por la perfección humana, las circunstancias
históricas que él vivió le llevaron a una cierta actitud de resignación frente a la idea
central de la filosofía política de la tradición en la que se inscribe: da la impresión de que
está convencido de la imposibilidad de que sea la filosofía la que pueda realizar los
cambios oportunos y necesarios en el Estado. Sin embargo, sus doctrinas políticas son
distintas de las de al-Fārābī. No hay en su obra una discusión de las diferentes clases de
regímenes y de gobiernos políticos, aunque sí hay mención de esas clases de ciudades;
tampoco considera las leyes, ni se ocupa del propósito propio de la ciudad y habla muy
poco de lo que constituye el régimen virtuoso. No hay en ella tampoco reglas para los
gobernantes, para los legisladores o para los ciudadanos. No plantea las cuestiones
referentes a la relación entre la ley divina y las leyes humanas, la religión en la ciudad, la
naturaleza de la profecía, temas fundamentales en la filosofía política islámica.
Avempace adopta, al igual que sus antecesores árabes, el ideal contemplativo
aristotélico, la tesis de la Etica a Nicómaco según la cual la última felicidad del hombre
consiste en una especie de imitación de Dios en la que la naturaleza intelectual del
hombre se realiza completamente en la vida de contemplación. Entonces, Avempace
señala que su método al abordar la cuestión no ha sido seguido por nadie anteriormente:
“Tengo que comunicarte… la descripción del fin al cual llega la naturaleza humana
recorriendo aquel camino. Ese fin lo han descrito ya quienes me han precedido. Uno de
los que lo han descrito reiteradas veces es Abū Nasr al-Fārābī y bien sabido es el alto
rango que ocupa en esta ciencia; pero yo no encuentro, en la totalidad de sus libros
llegados a al-Andalus, el método éste que yo he alcanzado” (Avempace, 1943: 42-43).
Si el fin del hombre es la realización plena de su vida intelectual, que se alcanza
cuando el intelecto humano se une con el intelecto agente, tal como expone en su
Tratado sobre la unión del intelecto con el hombre, Avempace se ve forzado a
desarrollar el clásico tema de la progresión intelectual, desde la condición de pura
potencialidad del intelecto hasta la de actualidad y hasta el contacto del intelecto
adquirido con el intelecto agente, que sólo los privilegiados pueden alcanzar. Este fin
supremo, la perfección intelectual, solamente puede lograrse en el Estado perfecto y
virtuoso, fundado en la misma naturaleza, en el que no se necesitan ni médicos ni jueces,
pues sus habitantes están unidos por el amor y sus acciones siempre son rectas: “La
ciudad perfecta se caracteriza por la propiedad de estar privada del arte de la medicina y
del arte de la judicatura, y eso porque el amor mantiene unidos a los ciudadanos…
Además, todos los actos de la ciudad perfecta son atinados, ya que ésta es su
característica propia que la acompaña necesariamente” (Avempace, 1946: 38).
Pero como la ciudad perfecta no existe en la realidad, sino sólo los cuatro Estados
imperfectos, injustos y perversos que había descrito al-Fārābī la única felicidad en estas
ciudades es la que obtiene el solitario individual, aquel individuo que por el puro pensar,
por su sola razón, obtiene su fin último y su felicidad: “Todas las maneras del vivir social
que existen en esta época y que existieron en la mayoría de las épocas anteriores cuya
noticia haya llegado hasta nosotros -salvo, claro está, lo que Abū Nasr cuenta de la

169
primitiva manera del vivir social de los persas-, todas ellas están compuestas de las cinco
conductas, aunque la mayor parte de lo que en ellas encontramos sea tan sólo de las
cuatro conductas… Los afortunados, si es posible que se encuentren en estas ciudades,
tan sólo poseerán la felicidad propia del que vive solitario; y, por lo tanto, el buen
régimen será tan sólo el régimen del hombre aislado’" (Avempace, 1946: 42).
El régimen del solitario no es, entonces, un tratado de ciencia política, sino una
guía para la verdadera felicidad, destinada al filósofo que inevitablemente vive en las
ciudades imperfectas. Orienta entonces su búsqueda de la felicidad humana allí donde
ninguna instancia externa puede oprimir y avasallar al hombre, a su propia interioridad,
de tal manera que transforma la razón política y comunitaria de al-Fārābī en una razón
ética individual, rechazando el papel político del filósofo, argumentando a favor de la
vida solitaria. Y donde el solitario es el filósofo de Avempace. De aquí que el papel de la
razón en su pensamiento filosófico puede ser calificado de “razón ética”, porque el
problema que debate a lo largo de sus más importantes obras es primordialmente ético.
Es la consideración del individuo lo que señala la novedad de Avempace con
respecto a sus antecesores. Porque, convencido de que la verdadera felicidad no puede
ser alcanzada en el Estado perfecto, no por razón de la felicidad misma, sino por la
imposibilidad de que exista tal Estado, ya que sólo los Estados imperfectos descritos por
al-Fārābī son los que tienen existencia real, Avempace sostiene que la única felicidad
alcanzable en estas ciudades imperfectas es la del solitario individual, aquel que por la
realización de su capacidad cognoscitiva, por la perfección inherente a ella, obtiene su fin
último y su felicidad. Para él, los autores antiguos, en especial Platón y Aristóteles, ya se
habían ocupado de la ciudad perfecta. Adopta de ellos la idea de que la naturaleza del
hombre es social, con lo que ese solitario no puede ser nunca un bien en sí mismo, sino
sólo por accidente. Trata, entonces, de demostrar la posibilidad de un discurso racional
sobre estos individuos que, por sus especiales condiciones, merecerían formar parte de la
ciudad perfecta, aunque en realidad sólo existan en las ciudades imperfectas. El problema
lo plantea, entonces, de la siguiente manera: “Es evidente que toda opinión que se dé en
la ciudad perfecta (al-madīna al-kāmil), distinta de la opinión de sus habitantes, será
falsa, y toda acción que se produzca en ella, distinta de las acciones habituales en ella,
será errónea. Lo falso no tiene una naturaleza determinada, por lo que no es posible
conocer en absoluto qué sea lo falso, según lo que se explicó en el Libro de la
Demostración… Por tanto, en la ciudad perfecta no hay lugar para tratar sobre quienes
tienen opiniones o acciones distintas a las que se dan en ella. En cambio, en las cuatro
ciudades (imperfectas) esto es posible” (Avempace, 1946: 9-10). Las doctrinas de los
habitantes de la ciudad perfecta, aquella en la que el hombre recibe lo mejor de cuanto
merece por su aptitud, son verdaderas. Toda doctrina que sea distinta de éstas será falsa,
por lo cual no es posible proponer un discurso racional sobre los individuos que las
profesan, dado que lo falso carece de naturaleza determinada. En cambio, en las
ciudades imperfectas existen individuos cuyas opiniones y doctrinas difieren
notablemente de las propias de esas ciudades, aunque las doctrinas de ellos sean
verdaderas o falsas.

170
Avempace se ve llevado, entonces, a una aparente paradoja: ¿Cómo ocuparse del
hombre como ser social si no existe la sociedad perfecta en la que pueda encaminarse
hacia la verdadera felicidad en asociación natural? Y, sin embargo, existen individuos que
tienden a su auténtica perfección, por lo que es necesario ocuparse de ellos: “Quienes
caen en la cuenta de una opinión verdadera, que no existe en aquella ciudad (imperfecta)
o que es contraria a las que se profesan en ella, son llamados ‘brotes’ (nawábit). Cuantas
más numerosas e importantes sean estas opiniones mejor les conviene este nombre. De
ellos se predica este nombre propiamente, pero en sentido general se dice de quien tiene
opiniones que son distintas de las usuales entre los habitantes de la ciudad, sean
verdaderas o falsas. Este nombre se les aplica traslaticiamente tomándolo de las hierbas
que brotan de manera espontánea en medio de los sembrados. Nosotros lo aplicaremos
propiamente a quienes sostienen opiniones verdaderas” (Avempace, 1946: 10).
Los individuos que existen en las ciudades imperfectas, con opiniones y doctrinas
verdaderas, son los llamados “brotes”, término que al-Fārābī había usado en su Kitāb al-
siyàsa al-madaniyya para designar a los individuos perjudiciales para la ciudad virtuosa.
Avempace reconoce que éste es el significado propio del término, pero él prefiere tomarlo
en un sentido general, aplicándolo a quienes tienen opiniones verdaderas, viven bajo el
régimen de la razón, son movidos a obrar por la recta razón y son seres que poseen
dones naturales y espirituales extraordinarios, por lo que son perfectamente autónomos y
solitarios en medio de una sociedad corrompida. Es el “extranjero” del que hablan los
místicos. La razón que alega para ocuparse de estos individuos, que sólo existen en las
ciudades imperfectas, es que de ellos puede nacer la ciudad excelente: “Propio de la
ciudad perfecta es que no existan en ella brotes, si se aplica en su sentido propio este
nombre, porque en ella no hay opiniones falsas; pero tampoco en su sentido general,
pues, si sucediera esto, enfermaría, se estropearía y vendría a ser imperfecta. En cambio,
en los otros cuatro regímenes existen brotes y su existencia es causa de que aparezca la
ciudad perfecta” (Avempace, 1946: 10-11).
El individuo puede ser tomado en consideración por Avempace y es posible elaborar
un discurso racional sobre él -hacer ciencia- precisamente por tener como referente la
ciudad ideal, de la que puede llegar a ser ciudadano. Mientras tanto, este individuo debe
convertirse en un solitario en la ciudad en que vive, para alcanzar allí, por su razón, por
su puro pensar, por su tarea intelectual, la felicidad y el fin último. Es la tarea que le
impone la filosofía, la verdadera ciencia.
Y lo impone porque es fruto de un estudio de la realidad que le rodea. Avempace,
según se deduce de su biografía, observó la sociedad en la que vivía y condenó algunos
de sus aspectos, que explican esta referencia al solitario. Su explícita alusión al momento
histórico en que vive es clara: “Todas las maneras del vivir social que existen en esta
época y que existieron en la mayoría de las épocas anteriores cuya noticia ha llegado
hasta nosotros… están compuestas de las cinco conductas, aunque la mayor parte de lo
que en ellas encontramos sea tan sólo de las cuatro conductas” (Avempace, 1946: 11 ).
También es claro el texto en el que expone la compatibilidad de este solitario con el ideal
de la propia naturaleza social humana: “Todas las maneras del vivir social que existen en

171
nuestra época y que existieron en la mayoría de las épocas anteriores, cuya noticia ha
llegado hasta nosotros…, todas ellas están compuestas de las cinco conductas, aunque la
mayor parte de lo que en ellas encontramos sea tan sólo de las cuatro conductas. La
explicación de este punto hay que dejarla para quien se proponga estudiar a fondo las
maneras del vivir social que en este tiempo existen… Los afortunados, si es posible que
se encuentren en estas ciudades, tan sólo poseerán la felicidad propia del que vive
solitario; y, por lo tanto, el buen régimen será tan sólo el régimen del hombre aislado,
tanto si éste es uno solo como si es más de uno, mientras no se ponga de acuerdo con él,
para seguir su doctrina, toda una nación o una ciudad” (Avempace, 1946: 11). “Lo que,
según esto, resulta evidente es que, por su naturaleza, el solitario no debe acompañarse
del hombre corpóreo ni de aquel cuya finalidad espiritual esté mezclada con la corporal,
sino sólo de los hombres consagrados a la ciencia. Mas como éstos abundan poco en
ciertas sociedades y mucho en otras, hasta el punto de que en algunas llegan a faltar por
completo, resulta que el solitario estará obligado en ciertas sociedades a aislarse por
completo de la gente, en cuanto le sea posible… o bien deberá huir de aquellas
sociedades para buscar otras en las que las ciencias sean cultivadas, si tales sociedades
existieran. Esto no contradice lo que en la ciencia política se afirma ni lo que se
demuestra en la física. Allí se demuestra que el hombre es social por naturaleza y que el
aislamiento es enteramente malo. En efecto, el aislamiento es un mal por esencia, pero
sólo un bien por accidente” (Avempace, 1946: 78).
Si el hombre es social, el aislamiento y la soledad sólo son un bien en tanto que
momento necesario ante la inexistencia de la sociedad perfecta en la que pueda alcanzar
su verdadera felicidad. De ahí que el solitario debe aspirar a la perfección del hombre
plenamente libre, autosufíciente y autónomo, aquel que realiza plenamente su función
propia y específica como hombre: la perfección de su capacidad intelectual consiste en
inteligir los intelectos o inteligibles simples, siendo un estado alcanzable sólo por unos
pocos, resultando de ello la conjunción con el intelecto agente, en lo que constituye el fin
último del hombre y la inmortalidad.
El individuo solitario en la ciudad imperfecta se constituye, por consiguiente, en
objeto de estudio en El régimen del solitario. Avempace se centra en tomo a las
diversas acciones humanas, especialmente en aquellas que conducen a establecer las
condiciones requeridas para la unión con el intelecto agente. De aquí que su propósito
sea el de ayudar al solitario a obtener la felicidad allí donde existan condiciones difíciles,
en virtud de las sociedades corruptas en las que viven, pues ellos se ven sometidos a
influencias ajenas, que les impiden alcanzar esa felicidad. Parte, por tanto, de una
concepción del hombre según la cual éste está constituido por tres grados de ser: el
cuerpo, el espíritu y el intelecto: “La forma de todo cuerpo generable y corruptible tiene
tres grados en cuanto al ser: el primero es el de la forma espiritual general: es la forma
intelectual, la especie; el segundo es la forma espiritual particular; el tercero es la forma
corpórea” (Avempace, 1946: 31). Estas formas representan los tres niveles que
configuran al ser: el material o corpóreo, constituido por los seres inferiores en la escala
de la realidad; el ser propio de los sentidos y de la razón, que se alejan progresivamente

172
de la materia; y, en fin, el ser propio del intelecto, que está por encima de la razón y en el
que el hombre puede alcanzar la perfección suprema.
Avempace también establece una distinción entre diversos tipos de actos: los que son
necesarios, comunes a todo ser, que responden a leyes de la naturaleza, tales como el
caer desde lo alto o el quemarse con el fuego; los bestiales o instintivos, propios de los
animales, aquellas conductas de tipo emocional que no responden a ningún fin
determinado; finalmente, los actos propiamente humanos, que, por su intencionalidad,
proceden de la voluntad y de la reflexión, siendo los actos verdaderamente libres,
aquellos en los que cabe la significación ética: “Todos los actos que pertenecen por
naturaleza al hombre y que son propios de él son [los que realiza] con libertad. Todo acto
que es hecho por el hombre con su libertad no existe en ninguna de las demás especies
de cuerpos. Las acciones propiamente humanas son las que se hacen con libertad y todo
lo que realiza el hombre con libertad es acción humana. Toda acción humana es acción
con libertad. Y por ‘libertad’ quiero decir la voluntad que procede de reflexión”
(Avempace, 1946: 14).
El solitario, en tanto que está constituido por la corporeidad, no puede sustraerse a
las acciones que tienden a la perfección corporal, como el comer, el beber, etc. Pero su
fin no es sólo buscar esta perfección, como sí hacen otros hombres, sino que,
asumiéndola como algo completamente necesario, ha de moverse a una perfección
superior, aquella que corresponde al grado de ser que le sigue, la forma espiritual.
Los actos que tienden a la perfección de esta segunda forma son de varias clases, en
virtud de los diferentes grados que hacen que esta forma sea más o menos espiritual, esto
es, más o menos unida a la corporeidad: sentido común, imaginación y memoria. A este
segundo grado de ser pertenecen, entre otros actos, las virtudes morales, que no deben
ser tomadas como fin en sí mismas, sino como puntos de apoyo para elevarse a la
perfección última. Avempace considera, de esta manera, que la vida que lleva una
práctica de virtud es solamente preparatoria e instrumental para alcanzar la verdadera
perfección real, la que corresponde a la forma suprema, la intelectual.
El fin último al que aspira el solitario sólo puede ser la perfección del hombre que es
realmente libre, autosuficiente y autónomo, aquel que realiza totalmente su fúnción
propia y específica en tanto que hombre: perfeccionar su forma intelectual, su razón.
Mientras que los actos morales de la vida espiritual hacen noble al hombre, los actos
puramente intelectuales lo convierten en el ser más excelente y divino: “Por lo corpóreo
el hombre simplemente es; por lo espiritual es ya un ser más noble; por lo intelectual es
divino y virtuoso. Quien esté dotado de la sabiduría será necesariamente un hombre
virtuoso y divino… Cuando llega al fin último -es decir, cuando intelige los intelectos
simples y substanciales que se mencionan en la Metafísica, en el libro Sobre el alma y en
el libro Sobre el sentido y lo sensible-, entonces llega a ser uno de aquellos intelectos y
resulta cierto de él que [se le llame] divino solamente, pues se alejan de él las cualidades
sensibles perecederas y las elevadas cualidades espirituales y sólo le conviene el
calificativo de divino simplemente” (Avempace, 1946: 61-62). Este momento último, que
representa la realización plena de la razón por el hombre, significa su unión con el

173
Intelecto Agente, que es, con respecto a los inteligibles, como la luz física respecto de las
cosas sensibles, cuyas formas singulares se hacen visibles por ella, según explica usando
la alegoría de la caverna, tomada explícitamente de Platón. Describe la felicidad última
del hombre como un gozar de Dios por su proximidad a Él. Reconoce que este último
estadio puede ser concedido gratuitamente por Dios, como donación, pero debe ser
alcanzada directamente por el propio esfuerzo del hombre, el sabio o solitario.
El hombre que tiene tales aspiraciones intelectuales no encuentra posibilidad de
desarrollarlas en las sociedades imperfectas. Sólo le cabe o emigrar a una ciudad
perfecta, donde encontrará la ayuda común de todos sus habitantes, o, al no existir tal
régimen, autoexcluirse y aislarse en la sociedad imperfecta para no ver frustradas sus
legítimas aspiraciones. Avempace postula, por tanto, el autogobierno del pensador
especulativo, que se retira dentro de sí, que se esfuerza por lograr la perfección y la
felicidad en el apartamiento absoluto de la sociedad, pero siempre actuando de acuerdo a
su razón. Un ejemplo de solitarios podrían ser los místicos, pero por permanecer al
margen de la pura racionalidad, por adentrarse por vías ajenas a las de la razón, son
criticados por Avempace: “Como los şūfies son incapaces de alcanzar las formas
espirituales puras, estas otras formas espirituales (las sensibles) ocupan en ellos el lugar
de aquéllas… Por eso afirman los şūfies que la aprehensión de la felicidad última no se
consigue con el estudio, sino con la entrega plena [a Dios], y sin dejar ni un momento de
recordar al Absoluto… Todo esto no es más que suposición, pues tal acción está fuera de
la naturaleza; la aprehensión de este fin, que creen que es el verdadero y el fin del
solitario, se da por accidente y no por esencia; incluso el aprehenderlo no constituiría una
ciudad [perfecta]” (Avempace, 1946: 27).
La postura que propone Avempace, que puede ser considerada como antisocial,
parece radicalmente incompatible con la tradición que le ha inspirado, la griega y la
musulmana a la vez, donde el hombre tiene un componente esencialmente político. Pero
es la única actitud realmente posible: al estar la sociedad actual definitivamente
corrompida, sólo queda la conducta apolítica, aquelia que reniega de la responsabilidad
social, que parece la única que puede ser justificada éticamente. A partir de su
experiencia, que le hace renunciar a la promoción de la ciudad excelente, convierte la
razón política en razón ética: sólo la conducta humana que se base en el puro pensar es la
que realiza plenamente el fin del hombre. Y su obra, en lugar de ser un tratado de
política, como lo eran los textos de su maestro al-Fārābī se convierte en una obra de
moral racional.

8.3. Ibn Tufayl de Guadix

La imagen perfecta del hombre solitario como única posibilidad que le queda al sabio
para alcanzar por sí mismo las cimas de la razón, en virtud de la corrupción que impera
en toda sociedad humana y por la imposibilidad de reformarla, fue elaborada por Abū

174
Bakr Muhammad b. ' Abd al-Malik b. Muhammad b. Muhammd b. Tufayl al-Qaysī
nacido en Guadix, aunque algunos biógrafos precisan que nació en alguna población del
valle del Almanzora, Purchena o Tíjola, a comienzos del siglo XI, quizá antes de 1110.
Apenas se han conservado noticias sobre su vida. Se ha dicho que fue discípulo de
Avempace, pero el mismo Ibn Tufayl lo desmiente en el prólogo de su obra Risālai Hayy
b. Yaq án. Parece que residió en Granada, donde ejerció la medicina y mantuvo relación
con los gobernantes almohades. Tras ser secretario del gobernador de Ceuta y Melilla,
llegó a ser nombrado médico de cámara y visir del sultán Abū Ya'qūb Yūsuf (1163-
1184), gran mecenas que le ayudó a reunir un círculo de importantes hombres dedicados
al estudio y la práctica de las ciencias, entre los que hay que mencionar a Averroes,
quien, según el relato de al-Marrākušī, fue presentado al sultán en 1169 por Ibn Tufayl
en un célebre episodio.
Fue un gran conocedor de la astronomía, matemáticas, medicina, poesía y filosofía,
además de estar versado en las ciencias tradicionales, especialmente el Derecho islámico,
pues parece que fue alfaqui según refieren fuentes contemporáneas suyas. Poco más es
lo que se sabe de su vida. Después de retirarse como médico en 1182, por su avanzada
edad, y dejar este cargo a Averroes, se recluyó en Tíjola, dedicado al retiro y a la
oración. Regresó a Marrākuš, donde murió en el año 581 de la hégira, que corresponde a
11 85-1186 . Aquí fue enterrado con honores oficiales. Se ha dicho que formó parte de
una tarīqa mística, pero recientes investigaciones parecen confirmar que se trata de una
mala interpretación del pasaje donde se informa sobre esa tarīqa
Se han conservado varios poemas, de carácter muy diverso, de Ibn Tufayl. Dos de
ellos se ocupan de asuntos filosófícos-ascéticos. El primero de ellos, titulado por el editor
Fī l- uhd (“Sobre la ascesis”) en verso basīt, hace referencia a la separación del alma y
del cuerpo y dice así: “ 1. Tú, que lloras la larga distancia que te separa de tus seres
amados, ¿no lloras también la separación del alma y del cuerpo? 2. Una luz [aprisionada]
en el barro se dirige a la meta suprema: huye a las alturas y deja el barro para la mortaja.
3. ¡Cuán grande es ahora su separación tras haber estado fuertemente unidas! La
considero una interrupción momentánea. 4. Si la reunión de ambas no estuviese
consentida por Dios, ¡qué negocio tan fraudulento se concluiría!” (Ibn Tufayl, 1946:
195). El otro poema, al que el editor titula FT l-tabT'a al-nafs (“Sobre la naturaleza del
alma”) en verso munsarih, se refiere a la jerarquía que existe entre los hombres con
relación al grado del conocimiento; sus versos son los siguientes. “1. No todo el que
inhala percibe un olor. En esto los hombres difieren asombrosamente. 2. Algunos, los
distinguidos, meditan, penetrando en el verdadero sentido. 3. Otros sólo se quedan en la
superficie e ignoran la quintaesencia de lo que querían conocer. 4. No pueden llegar a
conocer la realidad, ni cumplir su objetivo. 5. Nadie puede rebasar su talento natural,
repartidos los rangos que cada cual debe ocupar” (Ibn Tufayl, 1946: 195). Las ideas
expuestas en estos dos poemas aparecen también en su obra principal.
Varias fuentes, entre ellas el mismo Averroes, informan que Ibn Tufayl escribió
obras sobre medicina y astronomía. Se ha conservado una Urŷūza fT l-tibb (“Poema en
metro rayaz sobre la medicina”), sólo editado en parte, de carácter didáctico. Sobre

175
astronomía, parece que concibió un sistema que explicaba el universo de los astros sin
recurrir a las excéntricas y epiciclos, pero no se ha conservado ningún escrito suyo, a
pesar de que había prometido a su discípulo al-Bitrūŷl redactar un libro sobre esta
cuestión. Escribió, según al-Marrākušī,, una Risāia fī l-nafs (“Epístola sobre el alma”),
que no se ha conservado, aunque el biógrafo dice que la vio escrita del puño y letra del
mismo Ibn Tufayl.
La única obra filosófica suya que ha llegado hasta hoy es la que lleva por título
Risālat Hayy b. Yaq án fī asrār al-hikma al-mašriqiyya (“Epístola de Hayy b. Ya án
sobre los secretos de la sabiduría oriental”), más conocida por el título que le dio su
primer editor, el arabista inglés Edward Pococke, quien en 1671 la editaba y traducía al
latín con el título de Philosophus autodidactas, sive Epistola Abi Jaafar ebn Tophail de
Hai ebn Yokdhan, in qua ostenditur, quomodo ex inferiorum contemplatione ad
superiorum notitiam Ratio humana ascendere possit. Es el título que se ha hecho
clásico para referirse a ella, puesto que se conserva en muchas de las versiones
occidentales que se han hecho, desde la holandesa de 1672 hasta las dos castellanas, la
de Pons Boigues y la de González Palencia. No fue conocida por los latinos medievales,
pero fue vertida al hebreo y luego comentada en 1349 por Moisés de Narbona. A partir
de esta versión hebraica, Pico della Mirandola tradujo el texto de Ibn Tufayl al latín, a
fines del siglo XV, hacia 1492 o 1493, aunque esta versión se perdió pronto. La edición
de Pococke fue conocida por Leibniz, quien la cita en una carta fechada en 1697,
diciendo lo siguiente: “Los árabes han tenido filósofos cuyos sentimientos hacia la
Divinidad han sido tan elevados que podrían estar entre los más sublimes filósofos
cristianos. Esto se puede conocer por el excelente libro sobre el Filósofo Autodidacto que
M. Pokock ha publicado del árabe’'. Lo cierto es que la obra tuvo un éxito muy
importante: parece que Benedicto de Spinoza se interesó por ella y que ocupó un lugar de
honor entre los hombres de la Ilustración, lo que explica las diversas versiones que
durante el siglo XVIII se hicieron, porque vieron en ella dos ideas: la razón que
experimenta y el mito del salvaje que se desarrolla por sí mismo. El capítulo que la
Enciclopedia dedica a los “Filósofos sarracenos” está basado en su mayor parte en Ibn
Tufayl.
La obra es una especie de novela en la que se narra la historia de un personaje,
Hayy b. Yaq án (Viviente hijo de Vigilante), tomado de la obra del mismo título de
Avicena. La novela, en la que se señala el valor práctico de la religiosidad popular como
algo independiente de la filosofía, se inicia con una introducción en la que su autor
expone el propósito que le guió al escribir la obra: descubrir los secretos de la sabiduría
oriental mencionada por Avicena. Así, aunque su fuente de inspiración fuera Avempace,
el sistema filosófico que preside la obra es el de Avicena y, aunque criticado
explícitamente, también el de al-Fārābī sin olvidar la presencia de elementos aristotélicos
y neoplatónicos en ella. Luego, ya en el cuerpo de la obra, el autor explica que Hayy,
nacido por generación espontánea a partir de la arcilla y con el concurso de los cuatro
elementos y de la emanación del Espíritu divino, según una teoría, o abandonado en una
canastilla por su madre por ser fruto de amor prohibido, según otra teoría, vive desde su

176
más tierna infancia en una isla solitaria, amamantado y cuidado por una gacela. Cuando
ésta murió, el niño hubo de cuidar de sí mismo. Sus diferentes períodos de edad, de siete
en siete años, están señalados por los progresos sucesivos en el ámbito del conocimiento.
Inicialmente se limita a las cosas sensibles; la experiencia le conduce a adquirir las
nociones de la ciencia natural. La misma experiencia le lleva a comprobar cómo los seres,
siendo múltiples, también son unos, cómo están compuestos de materia y forma, cuál es
el significado de las causas y cómo el universo necesita de un Creador. Conoce también
las nociones de la Física y de la Astronomía, la visión de los Intelectos superiores, que
mueven las esferas celestes. Finalmente, a través de la introspección, conoce la existencia
de su alma, por la que se alcanza la verdad y por la que se desea la vida contemplativa,
máxima perfección del hombre, que conduce a la unión mística con Dios. En la última
parte de la obra su autor trata de mostrar cómo los resultados que el solitario Hayy ha
obtenido no contradicen lo que enseña la religión. En este momento aparecen en la
escena otros dos personajes, Salāman y Absāl, tomados igualmente de las obras de
Avicena. El primero representa la religiosidad popular y exterior, aquella que se atiene al
sentido literal de la revelación, que obedece los preceptos de ésta y se sirve de la función
social que la religión desempeña. El segundo personifica la religión interior, al hombre
que profundiza y busca el sentido más hondo de su religión, aquel que se expresa a
través de símbolos y alusiones. Absāl decide retirarse a la isla que él cree desierta para
consagrarse a la meditación y a la contemplación; llega a la isla, conoce a Hayy, le enseña
a hablar y, al oír lo que éste cuenta, se maravilla viendo cómo, por su sola razón natural,
ha conseguido comprender las mismas verdades que él había conocido en su meditación
de la verdad revelada. Habiéndole hablado de las gentes que viven en una isla cercana,
Hayy siente el noble impulso de enseñarles la verdad que ha conocido; acuden ambos a
la isla habitada, donde mora y gobierna Salāmān, para mostrarles el camino de la verdad
y de la contemplación a sus habitantes, pero fracasan en su intento debido a la ignorancia
de las gentes que allí residen. Convencidos de la imposibilidad de llevar a buen término la
tarea que se habían impuesto, regresan a la isla solitaria, renunciando para siempre a la
sociedad, a fin de realizar la vida perfecta de la contemplación en un total aislamiento.
Tal es el contenido del escrito del filósofo de Guadix. Varias han sido las
interpretaciones que de ella se han ofrecido. Para unos, la novela es un intento de
mostrar cómo la razón puede desarrollarse independientemente de la influencia ejercida
por la sociedad: por su propio esfuerzo y por el impulso que recibe del intelecto agente, la
razón humana es capaz de desentrañar los secretos de la naturaleza y las más elevadas
cuestiones de tipo científico y filosófico. En cambio, para otros, el problema fundamental
que Ibn Tufayl intentó resolver fue el de la conciliación entre la filosofía y la revelación.
Estas dos interpretaciones no se oponen, sino que se complementan. El filósofo
autodidacto es una exaltación de la razón humana: el solitario es capaz por sí mismo de
alcanzar la cima de la ciencia, construyendo un sistema filosófico, una interpretación del
mundo, que le permite llevar una vida ética perfecta, consagrada al proceso de
contemplación intelectual en soledad, y obtener la visión intuitiva y mística de Dios. Y el
fruto de la razón humana coincide en lo esencial con lo que muestra el camino de la

177
religión, siempre que ésta sea el resultado de la experiencia interior y no se limite a su
literalidad externa y al mero culto exterior. La obra es una magnífica exaltación de la
Razón: el personaje Hayy, a través de la razón y de la experiencia y siguiendo métodos
deductivos e inductivos, es capaz de elevarse a la cima de la ciencia, de construir una
filosofía que le permite obtener una vida ética superior y una visión intuitiva de Dios.
Cuando el hombre de religión, Absāl, llega a la isla, se sorprende y maravilla al ver cómo,
por la razón natural, ha alcanzado las mismas verdades que él había aprendido por la
religión. Filosofía y religión, por tanto, obtienen el mismo fin, aunque el método de
acceso a él sea distinto.
Se trata, pues, del problema original de la filosofía en el Islam, el que se inició con
al-Kindī: las relaciones entre filosofía y religión como dos caminos que conducen a un
mismo fin, de dos aspectos de una misma verdad. Es cierto que el autor realiza una
crítica de al-Fārābī en las primeras páginas de la obra porque éste sitúa la filosofía por
encima de la revelación: “Además de eso, están las malas doctrinas que profesa respecto
de la profecía; cree que son propias de la facultad imaginativa, afirmando y prefiriendo la
filosofía por encima de ella” (Ibn Tufayl, 1936: 14). Pero también lo es que Ibn Tufayl
parece dar primacía a la filosofía, desde el momento en que la contemplación, esto es, el
uso pleno de la razón humana, es el fin supremo al que debe aspirar todo hombre, puesto
que la sabiduría, la perfección y la felicidad sólo se consiguen a través del intelecto, de
acuerdo con la propia naturaleza humana. La admiración que subyuga a Absāl parece
confirmar la superioridad de la filosofía para Ibn Tufayl, según se desprende de lo que
dice cuando Absāl oyó relatar lo que Hayy había visto concerniente al universo y a la
Verdad: “Se abrieron los ojos de su corazón, se encendió el fuego de su pensamiento, se
puso en su alma de acuerdo lo racional con lo tradicional, los métodos de la
interpretación se le hicieron más familiares, no encontró ya en la ley dificultad alguna que
no se le hiciera evidente, ni cosa cerrada que no se le abriera, ni oscura que no se le
iluminase. Vino a ser uno de esos hombres dotados de tal penetración que profundizan lo
más abstruso de los problemas. Por esto miraba a Hayy ibn Yaq án con veneración y
respeto, certificándose de que era uno de los santos de Dios, que no tendrán ningún
temor ni serán afligidos. Se impuso la obligación de servirlo, de imitarlo y de seguir sus
indicaciones, respecto de las prácticas religiosas que se le ofreciesen, ya aprendidas por él
en su religión” (Ibn Tufayl, 1936: 144-145). La filosofía es, por tanto, superior a la
religión, ya que ésta es sólo visión simbólica frente a la pura contemplación intuitiva.
La filosofía que el sabio solitario puede desarrollar, este camino que el hombre
puede seguir por su sola razón, ha de realizarse fuera de toda sociedad humana, para que
su quehacer no estorbe la normal aplicación de la religión. Esta tiene un valor social, ya
que su misión es acomodarse a la naturaleza de la mayoría de los hombres: “Cuando vio
que los velos del castigo los rodeaban, que las tinieblas de la separación los cubrían, que
todos, excepto unos pocos, se aferraban a lo mundano de su religión… se convenció con
certeza total de que dirigirles la palabra con el método que descubre la verdad no era
posible; que asignarles en su modo de actuar algo superior a esta medida era irrealizable;
que para la mayoría de la gente el provecho que podían obtener de la Ley religiosa

178
(šarī'a) sólo estaba en su vida mundana para pasar tranquilamente su vida, sin que nadie
les usurpe lo que ellos consideran como propio; que ninguno de ellos obtendría la
felicidad futura, salvo raras excepciones” (Ibn Tufayl, 1936: 151-152).
Por otra parte, la razón que propugna Ibn Tufayl es una razón empírica, puesto que
su camino natural, su proceder propio, es seguir la vía de la experiencia, tal como hace el
solitario Hayy. Para el filósofo andalusi, los problemas de la filosofía encuentran solución
a través de los resultados de las observaciones empíricas. En el examen de los
fenómenos que le rodean, Hayy va inquiriendo las cuestiones fundamentales acerca del
hombre y del universo. Halla respuesta en los descubrimientos que realiza en su
experiencia cotidiana y en sus experimentos, como se describe en un hermoso pasaje:
“Siguió estudiando todo esto por la disección de los animales vivos y muertos. Y no cesó
en sus estudios y reflexiones hasta que llegó a adquirir en todo eso un saber propio de los
grandes naturalistas. Le fue evidente que todo animal individual, a pesar de la
multiplicidad de sus miembros y de la variedad de sus sensaciones y movimientos, es uno
gracias a este espíritu (rūh), que tiene por origen un centro único, desde donde se
distribuye en los restantes miembros; que todos los miembros son solamente servidores o
instrumentos suyos; y que la situación de este espíritu respecto de la administración del
cuerpo es como la situación del propio Hayy respecto de la administración de los
instrumentos que él manejaba” (Ibn Tufayl, 1936, 50-51). El procedimiento que Ibn
Tufayl sugiere como propio de la razón humana es, por consiguiente, el de la ciencia
empírica, aunando así, de manera perfecta, toda la tradición filosófica y científica de la
civilización árabe. Este proceder, que conduce a la verdadera y auténtica ciencia, no es
más que un medio para el solitario, puesto que su realización plena sólo culmina en el
conocimiento de Dios y en el reconocimiento de que todo no es más que efecto de Dios:
“Su investigación llegó, por este método, a lo mismo que había llegado por el método
primero, sin que le perjudicara en ello su duda acerca de la eternidad o producción del
universo, pues los dos métodos a la vez le certificaban la existencia de un Autor
incorpóreo… Se le hizo evidente entonces que todos los seres necesitan para existir de
este Autor y que ninguno de ellos puede subsistir sino por Él. Por consiguiente, Él es
causa de ellos y ellos son efectos suyos” (Ibn Tufayl, 1936: 85-86). Reconoce, pues, la
superioridad de esta razón empírica, que puede alcanzar la verdad por medio de un
proceso completamente natural, el de la experiencia, externa e interna, y la reflexión. Una
verdad reservada por esta vía a quienes sean capaces de desarrollarla fuera de las
influencias sociales, de las costumbres y usos que siguen quienes están entregados, como
Salāmān, a la vida mundana. Solamente el auténtico solitario puede lograr su perfección.
Finalmente, otra de las interpretaciones que se han dado de esta Risāia de Ibn
Tufayl la entiende como una exposición de la vía mística de acceso a la Verdad, esto es,
como una obra en la que Ibn Tufayl explica el ascenso del alma hasta la unión mística
con Dios. Sabiendo ya que filosofía y mística son, en el Islam, dos caminos distintos para
llegar a la Verdad, la lectura de la Risāia descubre una gran paradoja: Si se considera a
Ibn Tufayl como un místico şūfi que pretende ofrecer su vía hacia Dios, ¿por qué no
escribe con el mismo tipo de lenguaje que usan los otros místicos? ¿Por qué su manera

179
de expresarse es más la de un filósofo que la de un místico? Por el contrario, si no fue un
místico, ¿por qué aparenta serlo en su obra? ¿Por qué describe lo que se supone que
debe ser una vía mística de acceso a la Verdad, siendo así que ésta es una experiencia
inefable?
Produce esto la misma incertidumbre que las llamadas “obras místicas” de Avicena.
En ambos casos se trata de textos estrictamente filosóficos, pero en los que se usa una
forma de exposición alegórica. Es la segunda de las vías que anuncia Ibn Tufayl en el
siguiente texto: “Resulta claro de lo dicho que lo que pides se refiere a uno de estos dos
objetivos. O bien preguntas por lo que ven quienes, en la fase de la santidad, han tenido
la visión, las experiencias personales gustosas y la presencia. Esto es algo cuya
afirmación según la auténtica realidad de su asunto no se puede [exponer] en ningún
libro. Cuando alguien ha intentado hacerlo y se ha encargado [de exponerlo] de palabra o
por escrito, se ha alterado su realidad y se ha convertido en parte de la otra clase, la
especulativa: porque cuando aquello se reviste con las letras y los sonidos y se acerca al
universo de lo visible no permanece en la misma situación en la que estaba, pues las
expresiones sobre ello difieren con muchas diferencias; unos cometen error respecto a la
recta vía y opinan que otros son los que han cometido error, pero no ha sido así. Se trata
de una cosa infinita en una presencia de amplias alas, una cosa que está circunscrita sin
estar rodeada. Él objetivo segundo, de los dos que hemos dicho que tiene tu pregunta, es
que deseas conocer este asunto según el método de los que profesan el estudio racional.
Esto -¡que Dios te honre con su santidad!- es algo que puede ser escrito en los libros y de
lo que las expresiones pueden dar cuenta. Pero es más inexistente que el azufre rojo,
especialmente en esta región en la que vivimos, porque es hasta tal punto raro aquí que
tan sólo individuos aislados lograrán encontrar un poco. Quien obtiene un poco de él, no
hablará de ello a los hombres, sino sólo alegóricamente. Ciertamente, la religión ortodoxa
y la ley de Muhammad prohíben entregarse a ello, pues desconfían de ello” (Ibn Tufayl,
1936: 1 0-11).
Tres ideas fundamentales hay en este texto. En primer lugar, la afirmación de los dos
ámbitos o dominios que tienen que ver con el conocimiento de las más altas realidades: el
conocimiento místico, la visión intuitiva y sabrosa de esas realidades, por una parte, y el
conocimiento propio y específico de la razón. En segundo lugar, la declaración de que la
experiencia mística es inefable, es inexpresable, pues el lenguaje humano no es apto para
narrar lo que el místico ha percibido. En tercer lugar, la manifestación de que el
conocimiento racional de los misterios de la sabiduría es algo tan raro como rara es la
existencia del azufre rojo; sin embargo, cuando alguien alcanza este conocimiento, puede
exponerlo por medio del lenguaje, aunque conviene que sólo sea a través de símbolos,
puesto que el discurso racional es un discurso no apropiado para la mayoría de la gente,
como lo prueba el hecho de que la Ley musulmana no recomienda tal conocimiento, sino
que lo prohíbe.
Se trata, entonces, del camino del estudio racional, que puede ser descrito en libros,
aunque haya de expresarse de una manera simbólica, alegóricamente, porque el filosófico
es un discurso no apto para la mayoría de la gente. Ibn Tufayl intenta mostrar en su obra

180
la diferencia existente entre la filosofía, la mística y la religión popular a través de tres
símbolos, que son los tres personajes que intervienen en la obra. Tres personajes que
reproducen las tres vías de acceso a la Verdad.
Salāmān mantiene la posición de la religión popular, apegada a la tradición, que se
rige únicamente por su sentido externo. Es la personificación de aquellos hombres
“amantes del bien y anhelantes de la verdad, pero que por la imperfección de su
naturaleza no se dirigen hacia la verdad por su camino, ni la toman por la vía en que hay
que realizarla ni la buscan por su puerta, sino que quieren conocerla por el camino de [la
mayoría] de los hombres” (Ibn Tufayl, 1936: 150-151). Representa la vía de la tradición,
que se atiene principalmente al conjunto de enunciados y conductas prácticas que
expresaron el Profeta y sus Compañeros, definida por la mayoría de los musulmanes
como el único camino válido para el creyente, aquel que se limita al sentido literal de los
textos revelados.
Absāl es la imagen de aquella otra vía que, aunque respetuosa con las prácticas
prescritas y cumplidora de ellas, atiende más a la interioridad. Absāl es presentado como
tendiendo “por naturaleza a una continua meditación, a la busca de interpretaciones, a
sumergirse en los sentidos [ocultos] de sus símbolos y esperaba alcanzar en la soledad
muchas de estas cosas” (Ibn Tufayl, 1936: 137). Por eso marchó a la isla en que
habitaba Hayy, donde quedó adorando a Dios, meditando sobre sus nombres y atributos,
como hacían los místicos şūfies sin que nada le interrumpiese el pensamiento ni la
meditación. Pasó algún tiempo en la más completa felicidad y en la mayor intimidad con
su Señor. Representa la vía del hombre que vive su religión no en el ámbito de la
sociedad, de la ritualidad pura y externa, sino del que la lleva en su corazón, del que
sigue la vía mística del amor para alcanzar por ella la Verdad. Una vía que cuando
produce un verdadero y profundo conocimiento, es decir, cuando el que la sigue ha
llegado a obtener, a saborear algunos de los significados ocultos contenidos en lo
trascendente, se convierte en 'irfan, en gnosis, en un conocimiento intuitivo de la
realidad última que trasciende la racionalidad ordinaria, a través de la experiencia mística,
a través del desvelamiento de lo oculto. Absāl puede ser el místico que va bien
encaminado por esta vía, aunque aún no haya alcanzado la perfección suprema.
Finalmente, Hayy simboliza la vía propiamente humana, conforme con la naturaleza
del hombre, hacia la Verdad. Es la vía que se basa en el saber científico de la razón, que
parte inductivamente de la experiencia para elevarse deductivamente hacia los principios
últimos que explican la realidad. Hayy es quien confía en los argumentos de su razón
para construir un tipo de saber que no se funda en tradición alguna, aunque no se elabora
más que dentro de una tradición. Representa la vía de la filosofía, ocupándose de los
mismos asuntos a los que se han dedicado los hombres de religión, los místicos y los
farijun, los gnósticos. Una vía, la de la filosofía, que, a su vez, debe recorrer un camino
duro, arduo, difícil, laborioso, si quiere llegar a su meta. Una vía que puede también
aunarse con el estadio supremo del camino seguido por Absāl, porque el filósofo perfecto
puede convertirse también en 'arif, en gnóstico, como Hayy.
Son, pues, los tres caminos que llevan a la Verdad, una sola Verdad que por producir

181
la felicidad suprema es la Verdad que salva. Ibn Tufayl, pues, escribió una obra que
puede ser calificada como exposición alegórica de la vía filosófica.

182
9
Averroes

L a excelencia que la razón alcanzó con Ibn Tufayl fue llevada a su límite extremo
por Averroes, quien no sólo supo hacer frente a los ataques que Algazel había
lanzado contra los falāsifa, representantes del sistema filosófico griego en el mundo
islámico, sino que, además, por sus lecturas y profundo conocimiento de Aristóteles,
consiguió que la facultad humana alcanzara su momento culminante, su plena autonomía
en el mundo islámico, y, por eso mismo, su destrucción por las formas más rigoristas,
anquilosadas y reaccionarias del Islam.
Como señaló uno de sus primeros estudiosos, la extraña deformación que los latinos
realizaron del auténtico nombre del filósofo, Abū l-Walīd Muhammad b. Ahmad b.
Muhammad b. Rusd, transformándolo en el de Averroes, debe ser considerada como un
símbolo de la deformación que se operó con muchas de sus doctrinas. Mal conocidas,
dieron lugar a la aparición de leyendas en tomo tanto a la personalidad de su autor, como
a su enemistad con Avicena, a su ateísmo, a su impiedad, etc., que han impedido fijar la
atención en el auténtico logro de Averroes, fruto de su profunda educación científica y
humanista, que fue ver en la filosofía, esencialmente en la aristotélica, la máxima
expresión de la razón humana. Creadas durante la Edad Media latina, los siglos
posteriores repitieron esas misma fábulas que foijaron una leyenda sobre Averroes: autor
pernicioso, representante de la impiedad del aristotelismo. La historia del averroismo,
según la conclusión de Renan, no es más que la historia de un vasto contrasentido:
intérprete libre de la doctrina peripatética, Averroes se vio interpretado a su vez de una
manera más libre aún. Para no leer a un Averroes interpretado, hubo que esperar hasta el
siglo XIX, cuando se empezó a recuperar al genuino Averroes. Desde entonces se está
valorando su verdadera contribución a la historia del pensamiento occidental.
Leído y estudiado en tres lenguas: árabe, hebreo y latín, su pensamiento fue el
germen que luego hizo fructificar importantes movimientos y corrientes de reflexión

183
dentro de las culturas judaica y cristiana, por lo que se ha asegurado que debe ser
considerado uno de los padres de Europa, puesto que fue uno de los pilares sobre los que
se asentó la modernidad. Las historias de la filosofía y de la medicina tienen una deuda
muy importante con el filósofo andalusi.

9.1. Vida y obra

Averroes nació en Córdoba en el año 1126, en el seno de una familia de


jurisconsultos muy importante. Se le dio el apodo de “el Nieto”, para distinguirlo de su
abuelo, llamado igual que él, notable experto en derecho mālikī, que desempeñó un
importante papel durante la época almorávide, que fue juez de Córdoba e Imām de su
mezquita y que escribió valiosas obras de carácter jurídico. También el padre de
Averroes fue jurista, aunque de menor prestigio que el abuelo. No es de extrañar, por
tanto, que los biógrafos insistan en la gran formación jurídica que recibió de manos de los
más renombrados maestros en ciencias tradicionales, habiéndose aprendido de memoria
la Muwatta' del Imām Málik. La biografía de Ibn al-Abbar lo presenta como estudioso
del derecho y de sus fundamentos metodológicos; este estudio le llevó a acentuar su
interés por la objetividad, la lógica, la racionalidad y la sistematización. Pudo conducirle,
incluso, al estudio de la obra lógica de Aristóteles, única con la que podría obtener el
suficiente rigor de pensamiento para aplicarse a la justicia. A pesar de esto, es poco lo
que se sabe de su formación filosófica, aunque un biógrafo nos informa que se interesó
por las ciencias filosóficas a raíz de estudiar la medicina y matemáticas con un célebre
médico natural de Trujillo, versado en las obras de Aristóteles y de los antiguos médicos,
que estuvo luego al servicio del sultán almohade Abū Ya'qūb Yūsuf, el protector de
Averroes. Un dato a tener en cuenta para la mejor comprensión de su pensamiento es
que estudió a Aristóteles mientras se ejercitaba en medicina, lo que explica que se
interesara también por las ciencias naturales aristotélicas.
Por un dato proporcionado por el mismo Averroes en su Comentario al Sobre el
cielo de Aristóteles, se sabe que en el año 1153 se encontraba en la ciudad magrebí de
Marrākuš, realizando investigaciones astronómicas, que confirman lo que dice en el
Comentario a la Metafísica de que en sus años jóvenes se interesó por la astronomía.
Pero se ignora qué hizo con posterioridad a esta fecha, aunque pudo ser cuando entrara
en contacto con Ibn Tufayl, cuyas ideas astronómicas pudieron ejercer influencia en las
de Averroes. Fue después cuando tuvo lugar su conocida presentación ante el sultán
almohade en 1169 por Ibn Tufayl, aunque algunas fuentes parecen apuntar al hecho de
que la presentación fuera realizada por el propio padre de Averroes. El historiador al-
Marrākušī, es quien ha transmitido la noticia, basándose en la información que le
proporcionó uno de los discípulos de Averroes, según la cual, la presentación la realizó
Ibn Tufayl. Fue un acontecimiento que parece haber tenido una importancia capital no
sólo para su vida posterior, sino también para el desarrollo de su filosofía, puesto que,

184
según este testimonio, significó su dedicación completa a Aristóteles, al recibir el encargo
de comentar los libros del maestro griego, aunque sabemos que con anterioridad ya había
escrito algunos resúmenes de ellos, al menos de las obras lógicas, además de obras de
medicina y de derecho. El texto del relato de al-Marrākušī, merece ser leído:
“Abū Bakr [Ibn Tufayl] no cesó de atraerse ante Abū Ya'qūb a los sabios de todos
los países y de llamar sobre ellos la atención, los favores y el elogio del soberano. Fue él
quien llamó la atención sobre Abū l-Walīd b. Rusd, que desde entonces fue conocido y
apreciado. El discípulo de Ibn Tufayl, el jurisconsulto y maestro Abū Bakr Bundüd b.
Yahyā al-Qurtubī me ha dicho haber oído muchas veces a Abū l-Walīd [Ibn Rusd] contar
lo siguiente: “Cuando fui introducido ante el príncipe de los Creyentes, Abū Ya'qüū, lo
encontré con Abū Bakr [Ibn Tufayl] y no había nadie con ellos. Abū Bakr se dedicó a
hacerme el elogio, hablando de mi familia y de mis antepasados y añadiendo
benévolamente elogios que yo estaba lejos de merecer. Después de haberme preguntado
mi nombre, el nombre de mi padre y el de mi linaje, el Príncipe de los Creyentes trabó
conversación conmigo, haciéndome la siguiente pregunta: ¿Qué opinan [los falāsifa] del
cielo? ¿Lo creen eterno o engendrado? Lleno de temor y confusión traté de soslayar la
respuesta y negué que yo me dedicara a la filosofía, puesto que yo ignoraba lo que Ibn
Tufayl había tratado con él. El Príncipe de los Creyentes advirtió mi terror y mi
confusión, y volviéndose hacia Ibn Tufayl se puso a hablar de la cuestión que me había
planteado. Recordó lo que habían dicho Aristóteles, Platón y todos los filósofos, y citó
también todos los argumentos alegados contra ellos por los musulmanes. Pude
comprobar en él una erudición que yo nunca habría sospechado, ni aun en ninguno de
los que ordinariamente se ocupan de estas materias. E hizo tanto y tan bien para
tranquilizarme, que acabé por hablar y pudo saber lo que yo tenía que decir. Cuando me
retiré, hizo enviarme un regalo en dinero, un magnífico vestido de honor y una
cabalgadura”. Este mismo discípulo me refirió de él las palabras siguientes: “Abū Bakr
[Ibn Tufayl] me mandó llamar un día y me dijo: He oído al Príncipe de los Creyentes
quejarse hoy de la oscuridad del estilo de Aristóteles o del de sus traductores y de la
dificultad para comprender sus doctrinas. Si estos libros -decía- encontrasen alguien que
los comentase y expusiese su sentido, tras de haberlo comprendido perfectamente,
entonces se podría uno consagrar a su estudio. [Entonces Ibn Tufayl me dijo:] Si tienes
fuerza para un trabajo de este tipo, debes emprenderlo; y sé que podrás rematarlo, ya
que conozco tu gran inteligencia, tu lucidez mental y tu gran afición por el estudio. Lo
que me impide a mí mismo encargarme de esta empresa es la mucha edad que ya ves
que tengo y también las ocupaciones propias de mi cargo y mis tareas, eso sin contar
preocupaciones más graves. Ved pues -añadió Ibn Rušd- lo que me llevó a escribir mis
comentarios a los diversos libros del filósofo Aristóteles”.
A partir de entonces gozó del favor del príncipe almohade, fue nombrado cadi de
Sevilla y continuó trabajando en sus comentarios y paráfrasis. En 1171 ocupó el mismo
cargo en Córdoba. En 1182, tras la renuncia de Ibn Tufayl como médico de cámara del
sultán, Averroes fue nombrado médico oficial, cargo en el que fue confirmado por
Ya'qūb al-Mansūr, sucesor de Abū Ya'q ūb Yūsuf, en 1184. Las relaciones entre ambos

185
se mantuvieron cordiales hasta que se vieron interrumpidas sin que sea posible establecer
los motivos de ello. Según un biógrafo, en 1194 una comisión de cordobeses se desplazó
a la corte en Marruecos reclamando la condena de Averroes en aquellas materias en las
que “se salía de la ortodoxia”. Los alfaquíes habían recogido diversos pasajes de sus
obras que consideraban heterodoxos, y los entregaron al sultán. Cuando éste llegó a
Córdoba en 1195, le ordenó comparecer. No pasó nada. Más tarde, en 1197, el califa, de
nuevo en Córdoba, convocó una asamblea en la mezquita, en la que Averroes y otros
amigos y discípulos suyos fueron víctimas del fanatismo. Se han alegado diversas
conjeturas: su amistad con el gobernador de Córdoba y hermano del sultán, su falta de
cortesía ante éste, un cierto comentario sobre el sultán. Lo cierto es que sus doctrinas
fueron anatematizadas por una comisión de juristas y alfaquíes cordobeses, quienes
ordenaron quemar sus libros de filosofía por considerarlos peligrosos para la religión.
Incluso un predicador le acusó de todos los errores posibles y fue desterrado a Lucena,
población tradicionalmente judía, porque “se decía que era de origen judío y no se sabía
que perteneciera a ninguna de las tribus [árabes] de al-Andalus”. Aislado, sus discípulos
se dispersaron y algunos llegaron a renegar de él. La condena, sin embargo, no fue contra
Averroes sólo, sino contra la filosofía, como se deduce de la carta que el secretario del
sultán envió a las principales ciudades para condenar “a los que se imaginan que la razón
es el criterio de la ley religiosa y que la verdad consiste en la demostración lógica de ella”.
La rehabilitación vino poco después. Averroes y otros representantes de la vida
intelectual de Córdoba perseguidos y condenados fueron llamados a Marrākuš. Se ha
señalado como causa de ello la intervención de los sevillanos en favor de Averroes. El
sultán canceló todos los edictos contra Averroes. Pero apenas pudo gozar de esta
restitución, porque al poco de llegar a la ciudad magrebí moría durante la noche del 10 al
1 1 de diciembre de 1198.
Su cuerpo fue enterrado en las afueras de la ciudad y más tarde trasladado a
Córdoba, donde se celebraron honras fúnebres a las que asistió el místico murciano Ibn
'Arabī, quien de joven había mantenido una entrevista con el filósofo según nos cuenta él
mismo: “Cierto día, en Córdoba, entré en casa de Abū l-Walīd Ibn Rusd, cadi de la
ciudad, que había mostrado deseos de conocerme personalmente, porque le había
maravillado mucho lo que había oído decir de mí, esto es, las noticias que le habían
llegado de las revelaciones que Dios me había comunicado en mi retiro espiritual; por
eso, mi padre, que era uno de sus íntimos amigos, me envió a su casa con el pretexto de
cierto encargo, sólo para dar así ocasión a que Averroes pudiese conversar conmigo. Era
yo a la sazón un muchacho imberbe. Así que hube entrado, levantóse del lugar en que
estaba y, dirigiéndose hacia mí con grandes muestras de cariño y consideración, me
abrazó y me dijo: ‘Sí’. Yo le respondí: ‘Sí’. Esta respuesta aumentó su alegría, al ver que
yo le había comprendido; pero dándome yo, a seguida, cuenta de la causa de su alegría,
añadí: ‘No’. Entonces Averroes se entristeció, demudóse su color, y comenzando a dudar
de la verdad de su propia doctrina, me preguntó: ‘¿Cómo, pues, encontráis resuelto el
problema, mediante la iluminación y la inspiración divina? ¿Es acaso lo mismo que a
nosotros nos enseña el razonamiento?’ Yo le respondí: ‘Sí y no. Entre el sí y el no salen

186
volando de sus materias los espíritus y de sus cuerpos las cervices’. Palideció Averroes,
sobrecogido de terror, y sentándose comenzó a dar muestras de estupor, como si hubiese
penetrado el sentido de mis alusiones. Más tarde, después de esta entrevista que tuvo
conmigo, solicitó de mi padre que le expusiera éste si la opinión que él había formado de
mí coincidía con la de mi padre o era diferente. Porque como Averroes era un sabio
filósofo, consagrado a la reflexión, al estudio y a la investigación racional, no podía
menos de dar gracias a Dios que le permitía vivir en un tiempo en el cual podía ver con
sus propios ojos a un hombre que había entrado ignorante en el retiro espiritual para salir
de él como había salido, sin el auxilio de enseñanza alguna, sin estudio, sin lectura, sin
aprendizaje de ninguna especie. Por eso exclamó: ‘Es éste un estado psicológico cuya
realidad nosotros hemos sostenido con pruebas racionales, pero sin que jamás
hubiésemos conocido persona alguna que lo experimentase. ¡Loado sea Dios que nos
hizo vivir en un tiempo, en el cual existe una de esas personas dotadas de tal estado
místico, capaces de abrir las cerraduras de sus puertas, y que además me otorgó la gracia
especial de verla con mis propios ojos!’. Quise después volver a reunirme con él, y por la
misericordia de Dios se me apareció en el éxtasis, bajo una forma tal que entre su
persona y la mía mediaba un velo sutil, a través del cual yo le veía, sin que él me viese ni
se diera cuenta del lugar que yo ocupaba, abstraído como estaba él, pensando en sí
mismo. Entonces dije: ‘En verdad que no puede ser conducido hasta el grado en que
nosotros estamos’. Y ya no volví a reunirme con él, hasta que murió. Ocurrió esto el año
595, en la ciudad de Marruecos, y fue trasladado a Córdoba, donde está su sepulcro.
Cuando fue colocado sobre una bestia de carga el ataúd que encerraba su cuerpo,
pusiéronse sus obras en el costado opuesto para que le sirvieran de contrapeso… Y dije
para mis adentros: ‘A un lado va el maestro y al otro van sus libros. Mas dime: sus
anhelos ¿viéronse al fin cumplidos?”’. Averroes dejó varios hijos; uno se consagró a las
ciencias jurídicas, mientras que el otro siguió los pasos de su padre como médico y
filósofo.
Conocido en el mundo latino como el Comentador por antonomasia de Aristóteles,
se generalizó pronto la idea de que su obra no fue más que una mera paráfrasis de los
escritos aristotélicos, sin pretensión alguna de originalidad, concepción que aún hoy
repiten muchos manuales. Es cierto que Averroes dedicó un notable y extraordinario
esfuerzo a la comprensión del pensamiento aristotélico, y que fruto de él son sus tres
lecturas del texto de Aristóteles, es decir, los tres tipos de comentarios que realizó: los
Yawāmi' (pequeños comentarios, resúmenes o epítomes), Talājis (comentarios medios o
paráfrasis) y los Tafsīrāt (las exégesis o grandes comentarios). Los primeros son
pequeños compendios o resúmenes dirigidos a los que se inician en la filosofía. Los
segundos son obras en las que, apoyándose en el texto aristotélico, expresa su propio
pensamiento, introduciendo explicaciones y ejemplos que toma del mundo musulmán. En
fin, los terceros, los verdaderos comentarios, siguen los modelos usuales de este tipo de
literatura; presenta en ellos el texto aristotélico completo, que es explicado, criticado a
veces y comparado con lo que otros autores han dicho sobre ello; el interés por
comprender puntualmente a Aristóteles, le llevó en estos comentarios a realizar tareas de

187
crítica textual, aun sin saber griego: unas veces compara las diferentes traducciones de un
mismo pasaje, otras indica la existencia de lagunas en el texto aristotélico que tiene entre
manos, otras, en fin, corrige lo que le parece incoherente o incomprensible en la
traducción que maneja.
Además de sus comentarios al corpus aristotelicum, escribió comentarios a la
República de Platón, conservada en las versiones latina y hebrea, y a obras de Alejandro
de Afrodisia, Temistio, al-Fārābī y Avempace, en textos hoy perdidos. También compuso
obras originales de contenido filosófico, religioso, médico y jurídico. Entre las más
importantes convendría citar: Tahāfut al-tahàfut al-falāsifa (“La Destrucción de la
Destrucción de los filósofos”), donde refuta las tesis de Algazel en su obra de este título.
El Fasi al-maqāl (“Doctrina decisiva y fundamento de la concordia entre la revelación y
la ciencia”). El Kašf (“Libro de la exposición de los caminos que conducen a la
demostración de los artículos de la fe”). El Kitdb al-kulliyyāt (“Libro de las
generalidades de la medicina”), conocido en el mundo latino como Colliget, resultado de
su metodología empírica, libro en el que eleva hechos contingentes a leyes universales.
Se han elaborado pormenorizados estudios de la cronología de sus escritos, útiles no sólo
para conocer el grado de madurez de su autor en el momento en que los redactó, sino
especialmente para comprender el desarrollo y evolución de sus ideas.

9.2. Aristóteles y la filosofía y su relación con la religión

Es muy posible que la formación jurídica que por tradición familiar recibió desde
joven le encaminara al estudio de la filosofía. La metodología utilizada en el derecho
musulmán comportaba, como se ha señalado, un uso del razonamiento y de la lógica
griega, lo que, en el caso de Averroes, pudo haberle conducido a interesarse por un rigor
de pensamiento que solamente podía obtenerse a través del estudio de la lógica
aristotélica. Quizá por ello, Averroes comenzó su tarea de filósofo comentando obras de
Aristóteles, como se ha indicado. Fue una ocupación a la que se consagró a lo largo de su
vida: desde antes de 1159 hasta después de 1190. Y, como se ha señalado, fue conocido
entre los latinos por “el Comentador”. Aunque esta denominación no hace verdadera
justicia al trabajo de Averroes, su papel en la historia del pensamiento filosófico ha
permanecido como el de intérprete de Aristóteles. ¿Se conocería hoy realmente a
Averroes si no hubiese sido por su obra de comentador? En el mundo árabe fue casi
olvidado de inmediato. El mundo latino se sirvió de él como comentador, ignorando la
mayoría de sus obras originales, pero preservando gran parte de sus comentarios, algunos
de ellos perdidos en su original árabe. Por consiguiente, para comprender la concepción
que de la filosofía tuvo Averroes hay que partir de su relación con la obra de Aristóteles.
El intento de verlo desde cualquier otro punto de vista, sin tener en cuenta esa relación,
podría desfigurarlo.
La importancia que él mismo concedió a Aristóteles viene confirmada en varios

188
pasajes de sus obras, donde afirma la superioridad del Estagirita sobre los demás
filósofos: “El nombre del autor es Aristóteles, hijo de Nicómaco, el más sabio de los
griegos, que compuso otros libros sobre este arte (la Física), sobre la Lógica y sobre
Metafísica. Él es quien ha descubierto y quien ha completado estas tres disciplinas. Las
ha descubierto porque lo que se encuentra escrito de esta ciencia entre los antiguos no es
digno de ser considerado ni como una parte de esta doctrina ni, incluso, los principios de
ella. Las ha acabado porque ninguno de los que han venido después de él hasta el día de
hoy, y son mil quinientos años (ad hoc tempus, quod est mille et quingentorum
annorum), no le ha añadido nada, ni nadie ha descubierto en sus palabras error de cierta
consideración. Que tal virtud exista en un solo individuo, es milagroso y extraño. Y,
puesto que esta disposición se encuentra en un solo hombre, es digno de ser considerado
más divino que humano” (Averroes, 1562-1574,111:4-5).
El resultado de esta admiración fue el esfuerzo que dedicó a la comprensión del
pensamiento aristotélico, que parece responder a una intención. Para descubrirla, hay que
leer dos textos casi idénticos. El primero se encuentra en su Taljis kitāb al-sama al-tabī'ī
(“Paráfrasis de la Física”), del que sólo se conoce la versión latina de los tres primeros
libros y una versión hebrea. Al final de la versión hebrea se lee: “Lo que hemos escrito
sobre estos temas no lo hemos hecho más que para dar su interpretación en el sentido de
los peripatéticos, a fin de facilitar su comprensión a quienes deseen conocer estas cosas,
siendo nuestro fin el mismo que el de Abū Hamid (Algazel) en su libro Las intenciones
de los filósofos; porque, cuando no se profundizan las opiniones de los hombres en su
origen, no se pueden reconocer los errores que se les atribuyen, ni distinguirlos de lo que
es verdadero”. El segundo texto está al inicio del Epítome de Física y casi coincide con
el anterior: “Lo que nos impulsó a hacer esto fue el que la mayoría de la gente se dedica
a refutar la doctrina de Aristóteles, sin conocerla realmente, siendo esto causa de que no
se sepa qué hay de verdad en ellas o su contrario. Abū Hāmid había perseguido este
objetivo en su libro conocido por Las intenciones de los filósofos, pero no alcanzó lo
que se proponía” (Averroes, 1983: 8).
La clave para entender el significado del aristotelismo de Averroes puede estar
precisamente en la referencia que hace a Algazel, quien, después de haber expuesto en su
obra Las intenciones de los filósofos las doctrinas de Avicena, compuso La destrucción
de los filósofos, donde, como se vio, con argumentos de naturaleza filosófica y teniendo
en cuenta las reglas de la lógica, defendió las principales doctrinas de los teólogos
musulmanes y criticó los más importantes aspectos de la filosofía. Para defender a los
filósofos contra los ataques de Algazel, Averroes escribió su libro La destrucción de la
destrucción, donde se sirve de las doctrinas aristotélicas que conocía y que había
desarrollado en sus comentarios. Pero, además, también pretendía restaurar el verdadero
pensamiento de Aristóteles, liberándolo de las injerencias neoplatónicas con que se había
ido mezclando entre los filósofos orientales.
Para Averroes, el discurso algazeliano no es un lenguaje estrictamente filosófico,
porque los razonamientos de los que se sirve son meramente probables, dialécticos o
retóricos y persuasivos, pero no demostrativos ni, por consiguiente, científicos. Así, la

189
obra comienza exponiendo el primer argumento dado por Algazel contra los filósofos y a
continuación Averroes critica este tipo de razonamiento: “Al referir la prueba de los
filósofos sobre la eternidad del universo, Abū Hamid dice: ‘Nos limitaremos en este
capítulo a aquellas pruebas suyas que ocupan un lugar en el alma. Este capítulo consta de
cuatro pruebas. Prueba primera: cuando ellos dicen que es imposible que lo que
comienza a ser proceda de lo absolutamente eterno; porque, si suponemos a lo eterno sin
que de él proceda el mundo, por ejemplo, y luego procede de él, entonces no procedería
antes, porque no había nada que le inclinase a ser; al contrario, el ser del universo era
posible a partir de él con posibilidad absoluta. Cuando comenzó a ser, no se libró de que
algo que le inclinase llegara o no llegara a ser. Si algo que le inclinase no hubiera llegado a
ser, entonces el universo permanecería en pura posibilidad, tal como era antes; si algo
que le inclinase llegó a ser, entonces habría que trasladar la cuestión a este algo que le
inclinase: ¿por qué inclinó ahora y no antes? El asunto procedería así hasta el infinito o se
llegaría a algo que inclinase, que nunca habría dejado de inclinar’. Y yo digo: Este
argumento es un argumento que está en el grado más alto de la dialéctica, pues no llega al
grado de la demostración, porque sus premisas son comunes y las comunes están
próximas al equívoco, mientras que las premisas de las demostraciones pertenecen a
cosas substanciales y que se corresponden mutuamente” (Averroes, 1930: 4-5).
Hay un texto aún más significativo, en el que expresamente señala el error de
Algazel en sus luchas contra los filósofos: “Debes comprender que cuando los discursos
de los filósofos son despojados de las artes demostrativas se tornan en discursos
dialécticos, si son indudablemente admitidos de modo general, o en ignorados y extraños,
si no son suficientemente conocidos. La causa de esto es que los discursos demostrativos
sólo se distinguen de los discursos no demostrativos cuando son considerados por
relación al género de la ciencia sobre el que se especula. Aquel que cae bajo la definición
del género o que el género está incluido en su definición, es un discurso demostrativo;
aquel en el que no se da esto es un discurso no demostrativo. Esto no es posible a menos
que se defina la naturaleza de este género sobre el que se especula y se determine el
modo por el que existen los predicados esenciales de este género en relación con el modo
por el que no existen, cuidando de que este modo sea reconocido en cada uno de los
discursos establecidos en esta ciencia, teniendo siempre presente el objeto de la mirada.
Cuando el alma tiene presente que el discurso es esencial a ese género o es algo que se
sigue necesariamente de su substancia, el discurso es recto; pero cuando esta relación no
se presenta a la mente que especula o se presenta de manera débil, entonces el discurso
es opinión, pero no es certeza. Por ello la diferencia entre la demostración y la opinión
probable en la verdad del intelecto es más sutil que ver el cabello y más recóndita que el
límite que hay entre la sombra y la luz, especialmente en las cosas materiales para las
gentes comunes, por la confusión de lo que en ellas es esencial con lo que es accidental.
Por esto vemos lo que hizo Abū Hāmid, que, al referir las doctrinas de los filósofos en
éste y en otros libros suyos y al publicarlos para quienes no han estudiado en los libros de
los filósofos con las condiciones que para ello se precisan, cambia la naturaleza de la
verdad que hay en sus discursos o desvía a la mayoría de las gentes de todos sus

190
discursos” (Averroes, 1930: 409-410).
Para entender esta crítica hay que saber que Averroes reduce a tres los tipos de
argumentos que Aristóteles había especificado en sus obras lógicas: el demostrativo, el
dialéctico y el retórico. El propio de los filósofos es el demostrativo; el de los teólogos, el
dialéctico; el de la gente vulgar, el retórico, que es el que se sirve sólo de la imaginación:
“No es conveniente exponer esto a la gente común; puesto que el intelecto de la gente
común no deja de recurrir a la imaginación; al contrario, lo que no pueden representarse
por la imaginación lo tienen por nada. Puesto que no es posible imaginar lo incorpóreo y
tampoco pueden asentir a la existencia de aquello que no es imaginable, la Ley ha evitado
exponerles con claridad esa idea y les describe a Dios, loado sea, con descripciones que
están próximas a la facultad de la imaginación” (Averroes, 1998: 124).
Sobre esta distinción de tipos de argumentación funda la diferencia entre filosofía y
religión, destinada la una a los sabios, capaces de la demostración, y la otra a la gente
común, que ha de contentarse con el sentido literal del texto revelado: “En su libro
titulado El que libera del error va contra los filósofos y señala que la ciencia solamente
se consigue con el aislamiento y la reflexión y que este grado de conocimiento pertenece
al género de los grados de conocimiento de los Profetas. Igualmente, expone esto mismo
en su libro titulado Alquimia de la felicidad. A causa de este desorden y confusión los
hombres se han dividido en dos grupos. Uno de ellos se dedica a denigrar a los filósofos
y la filosofía; el otro grupo se dedica a interpretar la Ley y a querer someterla a la
filosofía. Todo esto es un error. Antes al contrario, se debe aceptar la Ley en su sentido
literal y no exponer a la gente común la armonía entre la Ley y la filosofía, porque
exponerles eso es exponerles las conclusiones de la filosofía sin tener demostración
apodittica de ellas. Esto no es lícito ni está permitido; me refiero a exponer algunas de las
conclusiones de la filosofía a quien no tiene demostración apodíctica de ellas, porque eso
no es propio de los sabios que armonizan la Ley y el intelecto ni tampoco de la gente
común que está supeditada al sentido literal de la Ley” (Averroes, 1998: 122).
Pero estos reproches que dirige contra el atacante de la filosofía de procedencia
griega, los extiende también a los filósofos musulmanes, a los que acusa de servirse de
argumentos dialécticos y probables: “Por esto, quien de este modo quiere demostrar al
agente, lo hace por un discurso persuasivo y dialéctico, pero no demostrativo; se piensa
que Abū Nasr (al-Fārāblī) e Ibn Sīnā siguieron este método para probar que todo acto
tiene un agente, pero es un método que los antiguos no practicaron; ellos dos siguieron en
esto a los teólogos de nuestra religión” (Averroes, 1930: 54). “Los discursos
demostrativos están en los libros de los antiguos, que escribieron acerca de esta ciencia,
en particular en los libros del Sabio Primero, no en lo que sobre esto afirmaron Ibn Slná
y otros de los que pertenecen al Islam, si algo se encuentra en ellos sobre esto, pues lo
que sostienen acerca de esta ciencia pertenece al género de los discursos probables,
porque constan de proposiciones comunes y no particulares, es decir, ajenas a la
naturaleza de lo investigado” (Averroes, 1930: 325).
Para combatir el ataque de Algazel contra los filósofos, Averroes no utiliza, como
parecería lógico, el sistema elaborado por ellos ni tampoco sus obras, sino que recurre a

191
los argumentos expuestos por los antiguos filósofos y, en concreto, los de Aristóteles,
porque está persuadido de que las obras de éste contienen el principio de toda verdad y la
definitiva explicación del sistema del universo. Lo que Averroes propone, entonces, es
defender la filosofía que él cree verdadera, la de Aristóteles. Atenerse a las soluciones
que se deducen de los principios aristotélicos, no usar más que los términos definidos con
precisión por el filósofo griego y proponer las interpretaciones del texto que eviten
doctrinas no aristotélicas, tal fue la tarea a la que se consagró, convencido de que ésta era
la única manera de restaurar esa verdadera filosofía. Se trataba, pues, de evitar la mala
interpretación que del pensamiento de Aristóteles se había hecho anteriormente.
Para coronar esta tarea, Averroes necesitaba, además, demostrar que nada había en
la filosofía que pudiera amenazar las creencias religiosas, puesto que ambas, filosofía y
religión, coinciden fundamentalmente: si hay aparente conflicto, éste se debe a los
distintos modos de expresión de cada una de ellas. Expuso una teoría de la múltiple
expresión, porque es múltiple el punto de vista desde el que se puede ver la realidad y,
sobre todo, porque hay hombres con distintas capacidades, a los que hay que hablarle en
el lenguaje apropiado. La tarea que le preocupaba se mostraba difícil en la medida en que
se dirigía a una sociedad reacia a la filosofía, pero, a la par, tarea necesaria. A ella
consagró varias obras en las que se limitó a continuar la tradición iniciada por los
primeros filósofos árabes, quienes sostuvieron que filosofía y revelación no son más que
dos manifestaciones distintas de una misma y única verdad, y no la expresión de una
doble verdad. El fundamento de esta teoría estaba en la creencia de la unidad de la
verdad en todas sus manifestaciones: para él, filosofía y revelación no tienen más que un
único y mismo fin, conocer la verdad y actuar conforme a ella: “Debes saber que el fin
de la Ley es únicamente enseñar la ciencia verdadera y la práctica verdadera. La ciencia
verdadera es el conocimiento de Dios Altísimo y de los restantes seres tal como ellos son,
especialmente los más nobles, y el conocimiento de la felicidad y de la desgracia en la
otra vida. La práctica verdadera consiste en realizar actos que promuevan la felicidad y
evitar aquellos que procuren la desgracia” (Averroes, 1998:97).
El Faşi comienza poniendo de manifiesto que la filosofía no es más que un estudio
reflexivo de los seres, que nos permite llegar a conocer al Autor del universo, a cuyo
estudio también nos invita la ley divina. El propósito que guía a Averroes a escribir esta
obra está expresado en sus primeras líneas: “ El fin de este discurso es examinar, desde el
punto de vista del estudio propio de la Ley, si el estudio de la filosofía y de las ciencias
de la lógica está permitido por la Ley religiosa o prohibido, o mandado como
recomendación o como obligatorio. Decimos entonces: Si la tarea de la filosofía no es
más que el estudio y la consideración de los seres, en tanto que son pruebas de su Autor,
es decir, en tanto que han sido hechos -pues los seres sólo muestran al autor por el
conocimiento de su fábrica y cuanto más perfecto sea el conocimiento de su fábrica,
tanto más perfecto será el conocimiento del autor-, y si la Ley religiosa invita y exhorta a
la consideración de los seres, está claro entonces que lo designado por este nombre es
obligatorio o está recomendado por la Ley religiosa” (Averroes, 1998: 75-76).
Averroes se propone defender la verdad de la filosofía, no filosóficamente, sino por

192
medio de una defensa legal de la propia filosofia, dentro del contexto jurídico propio del
Islam. Lo que la ley religiosa hace es encomendar al creyente el estudio de la filosofía,
puesto que el Corán invita al hombre a considerar los seres existentes por medio de la
razón, esto es, por medio de las reglas de la lógica, mediante el cumplimiento de las
condiciones exigidas por Aristóteles para todo conocimiento científico, la demostración,
según interpreta Averroes: “Puesto que está establecido que la Ley exige el estudio y la
consideración de los seres por medio del intelecto, y puesto que esta consideración no es
otra cosa que inferir y deducir lo desconocido a partir de lo conocido -y esto es el
silogismo o lo que se obtiene por medio del silogismo-, entonces debemos estudiar los
seres por medio del silogismo racional. Es evidente que esta clase de estudio a que la Ley
divina nos exhorta e induce es la más perfecta de las clases del estudio, [realizada] por
medio de la más perfecta de las clases del silogismo, el que se llama demostración”
(Averroes, 1998: 77).
La filosofía, entonces, consiste en el estudio racional del ser y del universo a través
de la demostración. Para corroborar esta concepción y para mostrar cómo ha de ser
integrado el saber racional en el estudio de la revelación, Averroes señala que hay que
prestar atención a la investigación filosófica anterior, precisamente porque ya se ha
descubierto la demostración; en caso contrario, habría que hallarla: “Puesto que se ha
establecido que, según la Ley, es obligatorio estudiar el silogismo racional y sus clases, tal
como es obligatorio estudiar el silogismo jurídico, está claro entonces que, si nadie antes
de nosotros hubiera examinado el silogismo racional y sus clases, estaríamos obligados a
comenzar a examinarlo, y que los que vengan después encontrarán ayuda en los
anteriores, de manera que se perfeccione el conocimiento. Pues es cosa difícil, o incluso
imposible, que un solo hombre, por sí mismo y desde el inicio, esté informado de todo lo
que se necesita para eso, de la misma manera que es difícil que uno solo descubra todo
lo que es necesario para conocer las clases del silogismo jurídico; por el contrario, el
conocimiento del silogismo racional requiere más que esto. Si otros han examinado esto,
está claro entonces que debemos servimos en nuestro estudio de lo que han dicho acerca
de esto quienes nos han precedido, tanto si estos otros pertenecen a nuestra religión
como si no. Respecto del instmmento con el que se realiza correctamente el sacrificio
ritual, para que sea correcto el sacrificio no se tiene en cuenta si ese instmmento
pertenece a quien comparte nuestra religión o no; puesto que [lo importante es] que se
den en él las condiciones para que sea correcto. Por “los que no comparten [nuestra
religión]” me refiero a los antiguos que han estudiado estas cosas antes del Islam. Puesto
que esto es así y puesto que todo lo que es necesario estudiar sobre los silogismos
racionales ya lo estudiaron los antiguos de manera perfecta, entonces debemos poner
nuestras manos en sus libros para estudiar cuanto dijeron sobre eso. Si lo consideramos
acertado, lo aceptaremos; si en ello hay algo que no es acertado, lo advertiremos”
(Averroes, 1998: 78-79).
El filósofo cordobés explica la diversidad de métodos de argumentación por la
heterogeneidad de grados existente en los hombres respecto a su capacidad de
aprobación, ya que unos asienten a la demostración, otros a los discursos dialécticos y

193
otros, en fin, a los discursos retóricos; métodos que están contenidos en la revelación,
pues dice que claramente lo afirma el Corán. Al asimilar la sabiduría con la
demostración, la hermosa exhortación con la argumentación retórica o persuasiva y la
discusión con el razonamiento dialéctico, Averroes pretende mostrar que la filosofía o
sabiduría es una de las vías reconocidas como válidas por la revelación y que la
demostración científica de Aristóteles es compatible con la enseñanza coránica.
Compatibilidad, sin embargo, no comprensible por todos los hombres, por lo que las
demostraciones científicas no deben comunicarse al vulgo, porque la filosofía está
reservada sólo a los sabios, a los expertos, únicos que pueden comprobar cómo su
verdad es la misma que la de la religión: “Lo correcto, entonces, es no exponer la
filosofía al vulgo; si por casualidad se le expone, en tal caso lo correcto es enseñar, al
grupo de gentes que creen que la Ley contradice a la filosofía, que no se da
contradicción; asimismo, a los que creen que la filosofía contradice a la Ley, de entre
aquellos que pertenecen al linaje de la filosofía, [hay que enseñarles] que no se da
contradicción” (Averroes, 1998: 123).
La revelación considera que la filosofía es completamente adecuada para alcanzar la
verdad, precisamente porque el razonamiento demostrativo del que se sirve no puede
conducir a conclusión alguna contraria a lo expresado por la Palabra divina. De aquí la
conclusión a la que llega Averroes: “Lo correcto, entonces, es no exponer la filosofía al
vulgo; si por casualidad se le expone, en tal caso lo correcto es enseñar, al grupo de
gentes que creen que la Ley contradice a la filosofía, que no se da contradicción;
asimismo, a los que creen que la filosofía contradice a la Ley, de entre aquellos que
pertenecen al linaje de la filosofía, [hay que enseñarles] que no se da contradicción”
(Averroes, 1998, 83).
La verdad no es contraria a la verdad; la verdad no puede sino estar de acuerdo
consigo misma. Afirmar lo contrario sería negar los principios lógicos supremos de
identidad y de contradicción. Hay, pues, una sola y única verdad; los caminos para llegar
a ella son diferentes.
Averroes muestra, entonces, que no hay contradicción o desacuerdo entre lo que se
afirma en la revelación y lo adquirido por la filosofía, porque las verdades enseñadas en
el Corán no están por encima de las capacidades de la razón humana, pues son verdades
naturales. Pretender descubrir lo esencial de la revelación por la sola razón no conduce a
negar la revelación. Así, cuando la conclusión a la que llegue un silogismo demostrativo
esté de acuerdo con lo que se afirma en la Ley divina, no existe ningún tipo de dificultad.
En cambio, cuando no se descubre esa concordancia, se trata de un desacuerdo aparente
debido a los pasajes ambiguos, es decir, a la existencia de un sentido aparente y de un
sentido oculto en el texto revelado, por causa de la diversidad que hay en la naturaleza de
los hombres y en sus disposiciones en relación con el asentimiento. En caso de
desacuerdo, el filósofo debe recurrir a la hermenéutica del texto revelado, a la
interpretación alegórica, que Averroes define de la siguiente manera: “‘Interpretación’
quiere decir hacer pasar el significado de la palabra del sentido real al sentido figurado,
sin infringir en ello la costumbre de la lengua de los árabes en el uso de la metáfora,

194
denominando a una cosa por su semejante, su causa, su consecuencia, lo que le es
comparable o por cualquier otra cosa que se enumera en la lista de las clases del discurso
figurado. Si el alfaqui actúa así para muchas de las prescripciones legales, ¡cuánto más no
ha de hacer el que practica la ciencia de la demostración! De hecho, el alfaqui sólo
dispone de un silogismo basado en la opinión, mientras que el que conoce dispone de un
silogismo cierto” (Averroes, 1998: 84).
Después de haber analizado las distintas interpretaciones que teólogos y juristas han
dado sobre algunos pasajes coránicos y de haber mostrado la falta de unanimidad en
ellas, lo que prueba que carece de consistencia la acusación que se ha lanzado contra los
filósofos, Averroes afirma: “Puesto que no se debe acusar de infidelidad a nadie por
haber violado el consenso unánime al hacer una interpretación, dado que no puede
imaginarse en ello consenso unánime, ¿qué decir de los filósofos que pertenecen al Islam,
como Abū Nasr (al-Fārāblī) e Ibn Sī;nā? Ciertamente Abū Hamid ha concluido
categóricamente la infidelidad de ambos en su libro conocido por al-Tahāfut en tres
cuestiones: en la afirmación de la eternidad del universo, en que Dios Altísimo no conoce
los particulares y en la interpretación acerca de la resurrección de los cuerpos y de los
modos de la vida futura” (Averroes, 1998: 87).
El Faşi, por tanto, es una defensa de la filosofía contra los teólogos del Islam. Éstos,
al ser incapaces de alcanzar la verdad por medio de la demostración, han provocado
interpretaciones divergentes de un mismo texto. En cambio, los filósofos, por utilizar los
principios lógicos, son los únicos capaces de encontrar el verdadero sentido de las
doctrinas religiosas por medio de la interpretación: son, por consiguiente, los mejores
intérpretes de la ley. Por ello, en el Kasf sostiene que la teología debe ser condenada,
porque incluso el sentido literal es preferible y más satisfactorio que las interpretaciones
del teólogo; por ello, a las gentes hay que darles a conocer sólo lo que puedan entender:
“Lo que la gente común debe conocer es solamente lo que proclama la Ley: reconocer la
existencia de ellos sin pormenorizar el asunto de una manera detallada, pues no es posible
que sobre esto obtenga la gente común certeza alguna. Por ‘gente común’ entiendo aquí
todo aquel que no se ocupa de las artes demostrativas, tanto si ha adquirido el arte del
kalām como si no lo ha adquirido, pues no hay en el arte del kalām poder suficiente para
obtener este grado en el conocimiento, ya que los grados del arte del kalām son
suficientes sólo para la filosofía dialéctica, pero no para la demostrativa. Y no hay poder
suficiente en el arte de la dialéctica para obtener la verdad sobre esto. Resulta evidente de
este discurso el grado de conocimiento que debe exponerse al vulgo acerca de esto y los
métodos que deben seguir para ello” (Averroes, 1998: 118).
En su Exposición de la “República ” de Platón, Averroes insiste en la coincidencia
de fines de la ley revelada y de la filosofía. Ilustra su tendencia a continuar la tradición de
los falāsifa orientales, especialmente de al-Fārābī: “Lo que las Leyes religiosas existentes
en nuestro tiempo mantienen en relación con este asunto es que el fin último del hombre
está establecido por la voluntad de Dios, pero que el único camino para saber este asunto
de la voluntad de Dios es la profecía. Y esto, si se medita sobre las Leyes religiosas, se
divide en estricto conocimiento abstracto, tal como nuestra Ley ordena respecto del

195
conocimiento de Dios, y en acciones prácticas, como las cualidades éticas que aconseja
observar. A tal propósito, su intención es idéntica al fin de la filosofía, tanto en el modo
como en su finalidad. Por esto piensan los hombres que estas Leyes religiosas siguen la
antigua sabiduría” (Averroes, 1986: 80-81).
En el Tahāfut también hay pasajes explícitos sobre las relaciones entre filosofía y
religión: tienen el mismo fin, conocer a Dios y el universo y llevar al hombre a la
felicidad. La única diferencia está en que la religión se dirige a todos los hombres,
mientras que la filosofía está reservada a unos pocos: “Piensan, en suma, que las Leyes
son artes políticas necesarias, cuyos principios son tomados del intelecto y de la Ley,
principalmente lo que es común a todas las Leyes, aunque difieran en esto en más y en
menos. Sostienen, además, que no hay que oponerse, con un discurso afirmativo o
negativo, a sus principios comunes, como, por ejemplo, si es obligatorio servir a Dios o
no, y, más aún, si existe o no. Afirman esto respecto de los demás principios suyos,
como la doctrina sobre la existencia de la felicidad última y acerca de su cualidad, porque
todas las Leyes están de acuerdo en otra existencia después de la muerte, aunque difieren
al describir esa existencia, de la misma manera que están de acuerdo en el conocimiento
de su existencia, de sus atributos y operaciones, aunque difieren en lo que afirman acerca
de la esencia, del Principio y sus operaciones en más y en menos. Así también, todas
ellas están de acuerdo en las acciones que conducen a la felicidad en la otra morada,
aunque difieren respecto a la determinación de estos actos. En resumen, puesto que ellas
dirigen hacia la sabiduría de una manera común para todos, son obligatorias según ellos,
porque la filosofía dirige hacia el conocimiento de la felicidad sólo a algunos hombres
inteligentes y es condición de ellos aprender la filosofía, mientras que las Leyes
pretenden enseñar a la gente en general” (Averroes, 1998: 135-136).
La religión es necesaria en todo tiempo y lugar, puesto que es la única posibilidad
que tienen muchos hombres para llegar a conocer la verdad. Pero, además, aun cuando
el filósofo pueda alcanzar por sí mismo la verdad, también él necesita de la religión al
ofrecerle ésta sugerencias y contenidos que no aparecen claramente en la filosofía y que
el filósofo, sin embargo, debe conocer, puesto que se refieren a la realidad o sentido
oculto de la revelación. Pero no se trata de una religión cualquiera aquella a la que debe
pertenecer, sino que debe escoger la que crea que es la mejor de su época: “Debe,
además, elegir la mejor [de las Leyes] de su tiempo, aunque todas ellas sean verdaderas
para él, y debe creer que la mejor será abrogada por otra mejor que ella. Por eso, los
sabios que enseñaban a la gente en Alejandría se hicieron musulmanes cuando les llegó la
Ley del Islam; los sabios que había en el Imperio romano se hicieron cristianos cuando
les llegó la Ley de Jesús, sobre él sea la paz. Nadie duda de que entre los israelitas había
muchos sabios; esto resulta evidente de los libros que se encuentran entre ellos,
atribuidos a Salomón” (Averroes, 1998: 136-137).
Para entender el sentido de esta exigencia, no hay que olvidar que, según Averroes,
toda sociedad ha de estar regida por unas leyes promulgadas por un legislador. La religión
es el ámbito en el que se establece la normativa política que fundamenta y asegura el
orden social de la comunidad. Ella es la que hace posible la existencia y la actividad

196
especulativa del filósofo. Éste, al cultivar libremente la filosofía y la ciencia, cumple de la
manera más perfecta la misión que se le ha encomendado y, en definitiva, su propio
deber religioso. La religión, entonces, fundamenta la razón que el filósofo ha de ejercer
en la sociedad religiosa: “Puesto que en los principios de las artes demostrativas hay
cosas que son fuentes y fundamentos establecidos allí, cuánto más merece que esto
exista en las Leyes, obtenidas a partir de la inspiración y del intelecto. Toda Ley existe
por la inspiración, pero el intelecto está mezclado con ella. Quien admite que es posible
que una Ley exista solamente por el intelecto, debe admitir necesariamente que es más
imperfecta que las Leyes que surgen del intelecto y de la inspiración” (Averroes, 1998:
137).
La religión natural es imperfecta, porque, al proceder sólo de la razón, no sirve para
desempeñar su función social. Es necesaria la religión revelada. Ella hace del filosofar un
deber para los hombres capaces de esa tarea. La actividad filosófica que la religión
promueve goza de total libertad, precisamente por ser la única capaz de interpretar el
sentido literal del texto revelado, pues no está forzada por ese sentido. Esto no quiere
decir que la filosofía pueda afirmar cualquier cosa, sino que su misión es profundizar por
la razón aquel conocimiento al que la revelación le obliga, el saber acerca del universo y
de su Autor.
Por no estar atada al sentido literal, la filosofía representa el camino que alcanza
científicamente la verdad. En tanto que procede de la razón y se funda en la revelación,
la filosofía se muestra superior a la religión, pues el filósofo, que llega a una conclusión a
través de un razonamiento riguroso, ha de aceptar esta conclusión de manera ineludible,
puesto que no puede rechazarla por la conexión necesaria que se da en la argumentación.
De ahí que las enseñanzas de Aristóteles, como sumo representante de la filosofía y
del método apodíctico, en nada contradicen la revelación; lo prueba la propia
interpretación que Averroes hace del pensamiento aristotélico. Para Averroes, exponer al
genuino Aristóteles, sin ninguna limitación ni adaptación a doctrinas religiosas, significaba
entender la filosofía como estricta sabiduría humana. En otras palabras, la lectura de
Aristóteles que Averroes propone no es más que el reconocimiento de la posibilidad de
consagrarse a la filosofía, una vez que la ley religiosa ha reconocido su necesidad y la ha
fundado, sin ningún otro magisterio que el de la razón humana. Significaba admitir un
desarrollo autónomo e independiente de la filosofía, como el único ámbito en que puede
desenvolverse la ciencia humana. Tal es el sentido que para él tiene la filosofía.
Su proyecto de restaurar el verdadero aristotelismo entrañaba, en consecuencia, la
consagración y la dedicación a la filosofía, sin ningún tipo de prejuicio, sin ningún otro
magisterio que el de la sola razón. Representaba, en suma, el triunfo total de la razón
dentro del Islam. Pero esta consecuencia era algo que el propio Islam, al menos la parte
no andalusi del mismo, no estaba dispuesta a tolerar. La lectura averroísta de Aristóteles
llevaba en sus entrañas la clausura total del pensamiento filosófico en el mundo islámico.
Sólo pudo continuar en el mundo latino.

197
9.3. Saber y ser. Problemas de metafísica

De cuanto se ha dicho, parece que queda clara la idea de que el verdadero inspirador
de Averroes en su concepción de la filosofía fue la lectura que hizo del genuino
Aristóteles, no tamizado por la versión neoplatónica que de él ofrecían los filósofos
orientales, precisamente porque quiso independizarse de todo “patrocinio” en esa lectura,
aunque, como han mostrado recientes investigadores, Averroes no pudo eliminar
totalmente la herencia que sobre Aristóteles recibía de sus correligionarios al-Fārā bī y
Avicena.
Por haber rechazado interpretaciones anteriores y querer liberarse de ellas, Averroes
no se limitó a ser un simple “comentarista” de Aristóteles. Todo su empeño se centró en
experimentar cuanto le fuera posible: observó los fenómenos de la naturaleza y los
celestes, analizó los efectos del clima sobre las complexiones de los hombres, estudió el
comportamiento de los animales, se fijó en las características peculiares de diferentes
pueblos. De sus observaciones y experimentos, que podrían ser considerados
verdaderamente científicos para su época, extrajo conclusiones a veces diferentes de las
que había obtenido Aristóteles, lo que permite percibir su libertad respecto de los aciertos
y desaciertos de éste. Pero la oscuridad de muchos textos aristotélicos, debida en muchos
casos a la deficiente y, a veces, incomprensible traducción que tenía, le impidieron dar
correcta interpretación de pasajes aristotélicos. Parece que procuró interpretar los textos
de manera que se subrayara la oposición entre Aristóteles y Platón, y se criticaran y
corrigieran las opiniones de Avicena. Vio siempre a Aristóteles como el maestro de lógica,
cuyo rigor en las demostraciones debía ser seguido continuamente.
La lógica es, precisamente, la que perfila el camino que sigue el conocimiento del
hombre, desde lo sensible hasta la verdad intelectual. Sus comentarios a los tratados
lógicos de Aristóteles ofrecen interpretaciones tras las cuales se ha querido ver
evocaciones de las relaciones entre filosofía, religión y política. No compuso ninguna
obra dedicada a la clasificación del saber, quizá porque siempre tuvo claro el esquema
propuesto por Aristóteles, que adaptó para proponer los tres métodos para llegar a la
verdad que ya se han visto: retórica, dialéctica y demostración. Éstos métodos son
proporcionados por la lógica, que es así la parte instrumental de la filosofía, según
establece en su Compendio de Metafísica: “Las artes y las ciencias son de tres clases: o
especulativas, que son las que tienen por único objeto el conocimiento; o prácticas, que
son aquellas en que el conocimiento es un medio para la acción; o auxiliares y directivas,
que son las artes lógicas” (Averroes, 1919: 5). Las ciencias especulativas o teóricas son
tres: la Física, que versa sobre el ser en movimiento; la Matemática, que se ocupa de la
cantidad abstraída de la materia; y la Metafísica o Teología, que estudia el ser en general.
Las dos primeras son particulares, al tratar de seres en estados determinados, mientras
que la última es ciencia universal, por ocuparse de todo lo que tiene que ver con el ser en
absoluto.
Son la Física y la Metafísica las dos ciencias principales de las que se ocupa
Averroes. Para entender su planteamiento de ambas hay que tener presente su crítica a

198
Avicena. Es una invectiva profunda, centrada en los siguientes puntos: Avicena introduce
demostraciones físicas en Metafísica, como la prueba de la existencia del Primer Motor;
confunde el uno trascendental con el uno numérico; considera la existencia como un
accidente por relación a la substancia; admite una influencia inmediata de las formas
separadas sobre las cosas engendradas; considera que del uno no puede proceder sino
una sola cosa; su distinción entre lo posible y lo necesario no está fundada; su
interpretación de la creación es falsa; estima que los cuerpos celestes tienen facultades
imaginativas; cree que la tridimensionalidad es un elemento distinto de la corporeidad y
distingue una forma de la corporeidad que individualiza.
Su crítica a la supuesta distinción entre esencia y existencia le lleva también a
rechazar la concepción aviceniana del ser necesario y del ser posible. Una quididad, en el
pensamiento, no es más que la explicación del sentido de un nombre, y sólo cuando se
sabe que esta significación existe fuera del alma es cuando se sabe que ella es una
esencia. No se puede separar realmente esencia y existencia; la distinción sólo se da en el
pensamiento. Aquí, dice Averroes, está el error de Avicena. Fuera del pensamiento sólo
existe una esencia existente o no hay nada. Si existiera, “añadirle” la existencia para que
sea no tiene ningún sentido. Y si no existe, es evidente que no se le puede añadir nada.
Cuando Avicena define lo posible como lo que tiene una causa hay que precisar de qué
causa se habla, porque fuera de la ficción de una causa que diera existencia añadida a
una pura esencia, si la noción de causa entra en la de posible, o bien lo posible se hace
necesario, puesto que la causa que lo necesita forma parte de la definición, o bien se cae
en una tautología: lo que tiene una causa es posible, es decir, tiene una causa; así hasta el
infinito. Con esto, Avicena destruye la noción de posible, porque hace de ella o algo
necesario o una simple noción verbal en el pensamiento.
Averroes admite la existencia de lo posible real que desemboca sobre lo posible
necesario, entendiéndolo como una realidad necesaria fundada sobre una verdadera
posibilidad, es decir, sobre una potencia. La causa es el agente que hace pasar de la
potencia al acto. No hay más acción que ésta. Dios actualiza las potencias que están en el
mundo, siendo el mundo en su totalidad un puro posible que recibe la existencia, un
conjunto organizado necesario por el juego de causas que son sus leyes; todo en él se
organiza a partir de potencialidades, y la prueba es que todo está sometido al
movimiento.
Dios es realmente un agente y se sabe en qué consiste su acción, por lo que se le
puede llamar creador: “La tercera doctrina es la que hemos tomado de Aristóteles: el
agente sólo realiza el compuesto de materia y forma por el hecho de que él mueve la
materia y la hace cambiar a fin de que lo que en ella está en potencia para la forma pase
al acto. Esta opinión es semejante a la de quien piensa que el agente sólo realiza una
unión y una ordenación de las cosas dispersas; es la doctrina de Empédocles. No hemos
prestado atención a esta doctrina sobre el agente cuando se mencionaron las doctrinas de
los filósofos. Sin embargo, para Aristóteles el agente no une realmente dos cosas, sino
que es el que hace pasar al acto lo que está en potencia” (Averroes, 1937-48, III:
14981499). Así, la creación para él es “hacer pasar una cosa del ser que está en potencia

199
al ser que está en acto” (Averroes, 1930: 133). Los principios sobre los que Dios ejerce
su acción son la materia y la forma. Estos principios no son generales, sino eternos; sólo
hay generación de la unión de ellos. La materia es común a todos los seres. Además,
posee potencialmente en sí misma la forma, aunque de manera intrínseca. Por este
motivo, la acción de Dios no consiste en dar una forma a una materia, lo que le
convertiría en mero dador de formas, sino en producir la educción, la extracción de las
formas que la materia posee, esto es, generar su unión mediante el movimiento eterno de
las esferas celestes. En consecuencia, para Averroes el universo es ciertamente eterno,
siguiendo así a Aristóteles.
Esto no ocurre en el Dios de Avicena. Entonces, la división del ser en acto y en
potencia es más realista que la de Avicena en necesario y posible, puesto que es una
división que sigue al ser mismo, al poder decirse de las diez categorías y al explicar el
movimiento según estas categorías. Las categorías avicenianas de posible y necesario son
vagas porque ponen a un lado a Dios y al otro al mundo; no pueden explicar las
relaciones entre ambos más que a partir de imágenes sin precisión. Limitan la acción de
Dios a un solo acto: la procesión única del primer intelecto. En cambio, el Dios de
Averroes es un verdadero agente, puesto que actúa sobre todos los seres; está presente
en el mundo físico, siendo la clave de bóveda del universo, pero no por ello es menos
trascendente y el intelecto humano sólo puede alcanzarlo como creador, como primer
motor. En tal universo, la divinidad es la causa metafísica de orden físico; por ello, es
natural que la física demuestre la existencia de Dios y de todos los otros seres divinos,
que se convierten así en el objeto propio de la metafísica. La crítica aviceniana que
realiza Averroes lleva, pues, a la cuestión de la metafísica como ciencia.
Para Avicena, la Metafísica es la ciencia que se ocupa de lo que está más allá de la
Física; para Averroes, en cambio, es una ciencia cuyo estudio viene después de la Física.
Avicena había querido probar la existencia de substancias separadas a partir de algo
distinto del mundo sensible. Averroes, en su Tafsīr a la Física observa lo siguiente: “Se
ha de notar que este género de ser, a saber el separado de la materia no se muestra más
que en esta Ciencia Natural. Quien dice que la Filosofía Primera se esfuerza en mostrar
que hay seres separables comete yerro. Estos seres son objeto de la Filosofía Primera. Se
ha mostrado en los Analíticos Posteriores que es imposible que una ciencia demuestre
que su objeto exista, pero ella admite que existe bien porque es manifiesto por sí mismo,
bien porque se ha demostrado en otra ciencia. De aquí que Avicena ha cometido gran
yerro cuando dijo que el filósofo primero demuestra que el Primer Principio existe y por
esto ha procedido en su libro sobre la Ciencia Divina por la vía que ha estimado
necesaria y esencial en aquella ciencia” (Averroes, 1562-1574, IV: 47).
La Metafísica, pues, sólo puede constituirse cuando la Física haya probado la
existencia de ese Primer Principio, que, según Averroes, es el Primer Motor. Así se lee
en otro texto de su Tafsīr a la Metafísica, libro XII: “Pues la física muestra la existencia
de la substancia eterna, y esto al final del <libro> octavo de la Física, de la misma
manera que se han mostrado los principios de la substancia generable y corruptible en el
<libro> primero de este tratado. Entonces, ¿cómo se dice que el físico los supone, siendo

200
así que su existencia no puede ser mostrada sino en la física? […] Puesto que los
primeros principios del objeto de la física no tienen primeros principios, no se puede
demostrar la existencia de los primeros principios del objeto de la física a no ser mediante
cosas que son posteriores en la física. Por esto, no hay manera de explicar la existencia
de una substancia separada si no es por el movimiento. Las vías que se piensa conducen
a la existencia del primer motor, distintas de la vía del movimiento, son todas ellas vías
persuasivas. Si fueran correctas, serían pruebas indicativas numeradas en la ciencia del
filósofo, pues de los principios primeros no puede haber demostración […]. En cuanto a
Ibn Slná, puesto que cree que esta doctrina es válida en tanto que ninguna ciencia
demuestra sus principios, y toma esto de manera absoluta, afirma que es el que se ocupa
de la filosofía primera el que ha de encargarse de exponer la existencia de los principios
de la substancia sensible, sea eterna o no. Afirma que el físico supone que la naturaleza
existe y que el que se ocupa de la teología es el que demuestra su existencia; en este
aspecto no distingue entre las dos substancias, como sucede aquí en este discurso en su
sentido aparente. Se puede objetar: ¿El que investiga los principios del ser en tanto que
ser no es el que se ocupa de la filosofia primera? ¿El que investiga los principios del ser
en tanto que ser no es el que investiga los principios de la substancia, como se ha dicho al
comienzo de este libro? ¿Los primeros principios y los orígenes de la substancia no son
los principios del objeto de la disciplina de la física? Entonces, ¿no es la teología la que se
encarga de exponer los principios del objeto de la física, mientras que la física sólo los
supone? Se responde: Sí, el filósofo primero es el que busca cuáles son los principios de
la substancia en tanto que es substancia y explica que la substancia separada es principio
de la substancia natural. Pero, cuando expone esta cuestión, presupone lo que se ha
explicado en la física; por lo que se refiere a la substancia generable y corruptible,
presupone lo que se ha explicado en el libro primero de la Física, a saber, que está
compuesta de forma y materia; por lo que se refiere a la substancia eterna, presupone lo
que se ha explicado al final del libro octavo, a saber, que el motor de la substancia eterna
es algo que está libre de la materia. Explica después que los principios de la substancia
generable y corruptible son substancias, que los universales no son substancias de éstas,
ni los números ni, en general, las formas ni las <cosas> matemáticas. […] También
explica en este libro que el principio de la substancia primera separada es igualmente
substancia, forma y fin, y que mueve por ambos modos a la vez. Esto es aquello cuya
explicación pretende en primer lugar en este libro; pero como el método de investigar de
esta ciencia consiste en investigar los principios de la substancia en tanto que es
substancia, sea eterna o no, en este libro comienza por los principios de la substancia no
eterna, recordando lo que sobre ello ha explicado en la física y en los libros precedentes,
aunque su investigación en ellos ha sido por el método propio de esta ciencia. Luego, a
continuación, comienza a explicar los principios de la substancia eterna, y establece
también lo que sobre ello se ha explicado en la física, y la investigación de ello es la
propia de esta ciencia, como que es una substancia, forma primera y fin primero. Estudia
luego esta substancia inmóvil: ¿es una o múltiple? Si es múltiple, ¿cuál es el uno al que se
reduce y cómo se ordena esta multiplicidad a partir de él? Así se ha de entender lo que

201
tienen en común estas dos ciencias, quiero decir la física y la teología, al investigar los
principios de la substancia. Me refiero a que la física explica su existencia en tanto que
son principios de la substancia móvil, mientras que el que se ocupa de esta ciencia los
investiga como principios de la substancia en tanto que es substancia, no de la substancia
móvil” (Averroes, 1937-1948,111: 1422-1426).
La Metafísica viene después de la Física, pero no es continuación de ella, puesto que
ésta estudia los principios de la substancia en tanto que principios del movimiento,
mientras que el metafisico lo hace como principios de la substancia. Se trata de una
consideración nueva de aquellos principios, de una nueva perspectiva desde la que son
vistos. Ella se ocupa, pues, de la substancia y de sus principios. El filósofo repite lo
hecho en la Física; pero el modo y el objetivo de la investigación son diferentes, pues la
investigación que realiza la Metafísica es más general y más abstracta. Esta concepción
de la Metafísica como posterior a la Física nos lleva a precisar cuál es su objeto.
Como aristotélico, acepta la definición de que es un estudio del ser en tanto que ser.
Plantea el problema de descubrir el significado de estas palabras de Aristóteles, porque
tarea de la metafísica es también ocuparse de las palabras. El análisis de los términos
forma parte de la metafísica, en donde tienen un sentido analógico. En las otras ciencias,
las palabras -unívocas- son los signos inmediatos de los objetos de experiencia o de
nociones generales; en cambio, en metafísica son signos, pero su significado no puede ser
reemplazado por ningún otro, ni siquiera por el Uno absoluto, simple postulado
indeterminado por relación a la multiplicidad de los seres concretos. Por ello, la
metafísica debe referirse a la diversidad fundamental de los seres según las diez
categorías, en las que el ser se da siempre.
El examen del ser lleva a Averroes, como a Aristóteles, a comprenderlo como
substancia. Pero Averroes entiende que este ser del que se ocupa la metafísica es aquella
realidad que existe independientemente de la mente, por lo cual la metafísica ha de
interesarse por la substancia, porque es la única categoría que existe independientemente
de las demás, y por sus principios y causas: “Esta es otra razón por la que también la
investigación debe tratar sobre la substancia, excluyendo las otras categorías, pues, si la
substancia se pone aparte de las otras cosas, ninguna de ellas existe en absoluto; ellas
sólo existen para la substancia. Ejemplo de esto es que ni de la cualidad ni de los
movimientos se dice que existen absolutamente, pues de ellos sólo se dice que existen
como cualidades y que existen como movimientos, no que existan absolutamente. A
saber, el movimiento es movimiento de algo y la cualidad es cualidad de algo, pero la
substancia no es substancia de algo. El ser propia y absolutamente es la substancia; las
otras categorías existen por relación” (Averroes, 1937-1948,111: 1414-1415).
La Metafísica estudia la substancia como primera realidad entre los seres. El
metafisico debe comenzar por el estudio de la substancia sensible, no en tanto que
sensible, sino en tanto que substancia; debe comprender, además, la materia y la forma y
el primer motor en tanto que principios de la substancia. Y el estudio de la materia y de la
forma le llevan a conocer la forma primera de todos los seres, porque del estudio del
Primer Motor resulta el conocimiento del fin último de todos los seres. El Primer Motor

202
de la Física, primera substancia de la Metafísica, mueve todo porque es principio y fin de
todo: “El físico es el que proporciona las causas motriz y material de la substancia móvil,
pero no puede hacerlo respecto de la formal y final, mientras que el que se ocupa de esta
ciencia es el que expone cuál es la causa de la substancia móvil que se ha descrito, me
refiero a la formal y la final; y esto, porque da a conocer que el principio motor, cuya
existencia ya se ha explicado en la física, es el principio de la substancia sensible a la
manera de forma y fin. Desde este punto de vista, el que se ocupa de esta ciencia busca
los elementos de la substancia sensible, que son los elementos que tiene el ser en tanto
que ser. Explica en esta ciencia que el ser inmaterial, que ha sido explicado como siendo
motor de la substancia sensible, es una substancia anterior a la substancia sensible y que
es principio suyo en tanto que es su forma y fin. De esto debemos comprender que el
que se ocupa de esta ciencia examina los primeros principios de la substancia física, es
decir, la forma primera y el fin. El físico es el que examina la causa motriz y la material,
mientras que en esta ciencia se establece la existencia de estas dos causas como principio
para examinar las otras dos” (Averroes, 1937-48, III: 1433-1434).
La causa de la substancia móvil es la substancia inmóvil, el Primer Motor, cuya
existencia ya ha demostrado el físico, con lo que, en definitiva, la Metafísica es el estudio
de Dios en tanto que substancia eterna. Expresado de otro modo, la Física estudia los
principios próximos y materiales de las substancias; la Metafísica sólo se ocupa de los
principios últimos: las formas puras y la forma inmaterial por excelencia, Dios, la
substancia eterna como fin último de la Metafísica.
Queda una última pregunta: ¿es este Dios de la filosofía el mismo Dios de la
religión? El siguiente texto puede dar la respuesta: “Después dice: ‘Y el intelecto, aquel
que es por sí y que le pertenece, es una vida perfecta’. Quiere decir: si el que intelige es
viviente, puesto que su acto es vida, entonces la cosa que es inteligente por su propio
intelecto, no por el intelecto de otro tal como sucede en nuestro intelecto, esa cosa es el
viviente, es aquella a la que le pertenece la vida, aquella vida en la cima de la excelencia.
Y por eso la vida y la ciencia son los atributos más específicos del dios. El dios es, pues,
viviente y omnisciente. Por consiguiente, los cristianos se han equivocado al afirmar la
trinidad en la substancia, y no es sustraerse a este error pretender, como hacen ellos, que
en el dios la trinidad sea unidad, bajo el pretexto de que si la substancia es múltiple el
compuesto es uno, por el concepto de uno que se añade al compuesto. Yo digo: Esto
mismo se sigue en los as'aríes, entre las gentes de nuestra comunidad, porque ellos
sobreañaden los atributos a la esencia, lo que les obliga a admitir que no es más que uno
por el concepto de uno que se añade a la esencia y a los atributos. Así, unos y otros son
llevados a reconocer la composición. Pero todo compuesto es producido, a no ser que se
pretenda que existen cosas que son compuestas por sí mismas. Pero si existieran tales
cosas, pasarían de la potencia al acto por sí mismas y se moverían por sí mismas sin
motor” (Averroes, 1937-1948, III: 1619-1620).
Aunque, hable de “el dios” (al-ilāh), en lugar de escribir Dios (Allāh, la explícita
referencia a los cristianos y a los teólogos musulmanes permite afirmar que se trata del
Dios de la religión. Se está, pues, ante una concepción onto-teo-lógica de la metafísica en

203
Averroes. A ella ha llegado por un camino completamente opuesto al de Avicena: éste
alcanzaba de manera apriórica la idea de Dios como el Ser Necesario que fundamenta
todo ser. Averroes, al contrario, la alcanza por la vía empírica aristotélica, afirmando la
prioridad gnoseològica de la substancia sensible, desde la que hay que elevarse hasta sus
principios y causas. De aquí que, también al contrario que en Avicena, la Física, según
Averroes, es ciencia preliminar y necesaria para la Metafísica; ésta, a su vez, completa el
conocimiento que en aquélla se había iniciado.

9.4. El problema del intelecto. La Política

Donde mejor se muestra la preocupación de Averroes por entender las dificultades y


aporías del texto aristotélico es en sus distintas redacciones de un mismo comentario. Y
con mayor claridad, en sus lecturas del De anima, una de las obras que más interés
despertó en él, como lo prueban el Compendio, la Paráfrasis o comentario medio y el
Gran comentario, además de varias cuestiones y opúsculos consagrados a problemas
planteados allí; compuso un total de siete escritos en los que se ocupa del problema
histórico más importante debatido en el De anima: el del intelecto, en cuya solución
participó activamente.
A propósito de su doctrina sobre el intelecto, que fue de las primeras en ser conocida
en la Europa latina medieval hacia el año 1225, los latinos pusieron en su boca una teoría
que ha quedado compendiada en el siguiente texto de Santo Tomás de Aquino,
perteneciente a su obra De la unidad del intelecto contra los averroístas: “Desde hace
algún tiempo se extiende en muchos un error acerca del intelecto, que tiene su origen en
lo dicho por Averroes, quien sostiene que el intelecto al que Aristóteles denomina posible,
y que él mismo llama con el inconveniente nombre de material, es una cierta substancia
separada del cuerpo según el ser, y que en modo alguno se une a él como forma; y,
luego, que este intelecto posible es uno para todos los hombres”.
Los latinos leyeron, como se ha dicho, el Gran Comentario al Sobre el alma, que
únicamente nos ha llegado en su versión latina. Aquí Averroes sostiene efectivamente
que el intelecto material, por ser independiente del cuerpo, es uno numéricamente para
todos los individuos. Ésta es una opinión a la que ha llegado después de revisar varias
veces su propia doctrina inicial. En un primer momento, Averroes sostenía que el
intelecto material era una disposición existente en el hombre para recibir las formas
inteligibles. Después sostuvo que este intelecto se generaba cada vez que el intelecto
agente actuaba sobre el hombre. La versión final, tal como se halla en ese Gran
comentario,, es la de que el intelecto material es una substancia simple y eterna, única
para todos los hombres.
Esta afirmación se inscribe en la polémica que mantuvo con los comentadores
aristotélicos, especialmente contra Alejandro de Afrodisia, quien, al concebir al intelecto
posible como una verdadera materia individualizada en cada hombre, lo entendía como

204
algo perecedero y divisible, además de implicar que el ser humano no poseería por sí
mismo ninguna actividad propia, a no ser la meramente pasiva de ser informado por el
intelecto agente. Averroes, al sostener la unicidad de este intelecto material, al que llama
de esta manera por comportarse como la materia, es decir, por estar en potencia para
recibir todos los inteligibles, podría dar cuenta de cómo el hombre conoce el universal
por la actuación del intelecto agente.
También en su Comentario medio al tratado Sobre el alma reconoce la unidad plena
de los intelectos que, sin embargo, se manifiestan de modo diverso: “El mismo intelecto
material es el intelecto agente. En tanto que está unido a esta disposición corporal, es
preciso que sea un intelecto en potencia que no puede percibirse a sí mismo, pero que
puede percibir lo que no es él, es decir, las cosas que poseen materia. En tanto que no
está unido a esta disposición, ha de ser un intelecto en acto, que se percibe a sí mismo y
que no percibe las cosas de este mundo, esto es, las cosas materiales. Así, hay en nuestra
alma dos clases de acción: una, la de hacer los inteligibles; se llama intelecto agente; otra,
en tanto que los recibe, se le llama intelecto pasivo. Pero ambas no son más que una y la
misma cosa”. Es decir, intelecto material e intelecto agente no son otra cosa que una
única y misma substancia. En tanto que autor de las formas inteligibles, se le denomina
agente; en tanto que recibe esas formas, es material o en potencia. Ahora bien, no recibe
las formas en sí mismo, sino unido a una disposición corporal, esto es, cuando está en el
alma humana, donde las recibe abstrayéndolas de las imágenes sensibles, que son las que
se forman en la capacidad imaginativa, que es lo propio del hombre.
Cuando realiza esta operación, cuando el intelecto material recibe las formas de la
imaginación, se constituye en intelecto adquirido, que es el auténtico intelecto individual;
es la ciencia concreta de que dispone cada individuo humano. Este intelecto individual es
coparticipación en el saber universal. En consecuencia, el intelecto material, como
disposición que el intelecto agente comunica a las almas, es único para todos los
hombres. Es evidente, por consiguiente, que la negación de la inmortalidad del individuo,
pero no de la especie humana, podría deducirse sin dificultad alguna.
Averroes se ocupó explícitamente de la política, persuadido de que el bien supremo,
la última perfección y felicidad sólo se alcanza en la Ciudad Perfecta. Para conocer su
pensamiento político hay dos obras, las Paráfrasis a la República de Platón y a la Etica
a Nicómaco de Aristóteles. Mientras que éste es un comentario estrictamente teórico, la
exposición de República hace frecuentes referencias a la actualidad en que Averroes
vivía. También hay referencias dispersas en la Paráfrasis a la Retórica, donde desarrolla
la teoría de la eudemonia como felicidad esencialmente comunitaria y social, y no
meramente individual, donde señala la importancia del discurso político para la
comunidad, puesto que el lenguaje debe suscitar acciones virtuosas y justas como
requisito imprescindible para una vida humana razonable y honesta, y donde afirma que
la retórica está compuesta del arte del discurso y del arte de la ética, es decir, de la
política.
Al comienzo de la exposición de la República, señala que la obra versa sobre la
ciencia práctica o política, cuyo objeto difiere de las ciencias teóricas, puesto que su fin

205
consiste en los actos que pertenecen a la voluntad, es decir, en cuanto se basan en el libre
arbitrio y la elección: “Decimos, pues, que esta ciencia, llamada sabiduría práctica, difiere
esencialmente de las ciencias teóricas. Esto es evidente en tanto que su objeto difiere de
los objetos de todos y cada uno de los saberes teóricos, y en cuanto sus principios son
diferentes de los principios de éstos. Pues el objeto de esta ciencia práctica es el pensar
volitivo, cuyo control está al alcance de nuestras fuerzas, y en tanto el fundamento de tal
pensar es querido y preferido; del mismo modo como el principio del saber natural es la
naturaleza, y su objeto el conocimiento físico, y como el fundamento de la ciencia divina
es Dios, y su objeto el conocimiento divino. Además, esta ciencia práctica difiere de las
ciencias teóricas, cuyo fin es el estricto saber, pues si conducen a cualquier tipo de acción
lo es de modo accidental, como suele suceder con algunas cuestiones peculiares de los
conocimientos matemáticos. Por el contrario, ahora el fin de esta ciencia práctica es
exclusivamente la acción; más aún, sus partes difieren en razón de su proximidad a dicha
actividad” (Averroes, 1986: 4).
Aunque forma parte de las ciencias prácticas por la naturaleza de su objeto, de sus
principios y de su fin, pueden distinguirse en ella dos partes: una general o teórica, que
versa sobre las costumbres y hábitos del alma, es decir, los problemas generales sobre los
que se basan las acciones políticas; otra estrictamente práctica, que muestra cómo estas
costumbres y hábitos se establecen en el alma, así como la organización de estas
costumbres en los grupos sociales. La Ética a Nicómaco tiene como objeto la primera
parte de la sabiduría práctica, mientras que la segunda es tratada por Aristóteles en la
Política y por Platón en su República. Como la obra aristotélica no había llegado a sus
manos, se ha de conformar con exponer la obra platónica: “La primera parte de este arte
se contiene en el libro de Aristóteles llamado Ética nicomáquea, y la segunda parte en su
libro llamado Política y también en este libro de Platón que intentamos exponer porque
el libro de Aristóteles sobre la Política no ha llegado a nuestras manos” (Averroes, 1986:
5).
En el Comentario a la Ética a Nicómaco, allí donde Aristóteles trata del pasaje
aristotélico en que se habla de la subordinación de las ciencias y de la política como la
ciencia que proporciona el fin más deseable, en tanto que es el bien del hombre, Averroes
insiste en que el principal propósito del discurso ético es el gobierno de la ciudad y, más
específicamente, el bien que debe ser buscado en ese gobierno. Después dice que lo que
está en discusión no es más que el noble arte de gobernar la ciudad. Para él, la parte
teórica de la política debe enseñar cómo el gobierno político ha de dirigirse a la felicidad
de los ciudadanos y debe contener cuantas observaciones generales se refieran a esa
felicidad. Vuelve así a la consideración de que la felicidad del hombre sólo es posible
conseguirla como ciudadano de un Estado y no en la soledad a la que habían llegado
Avempace e Ibn Tufayl. Para Averroes, el hombre es fundamentalmente un ser político,
porque tiene necesidad de los demás para alcanzar las virtudes por las que se consigue la
perfección humana: “También parece evidente que es imposible para un hombre alcanzar
por sí solo todas las virtudes, o que si fuese posible resultaría improbable, por lo cual un
principio aceptable sería que pudiéramos encontrarlas realizadas separadamente en un

206
conjunto de individuos. Asimismo, parece que ninguna de las esencias humanas pueda
realizarse a través de una sola de estas virtudes, a no ser que un grupo de hombres
contribuyan a ello; pues para adquirir su perfección un sujeto concreto necesita de la
ayuda de otras gentes. Por esto el hombre es por naturaleza político” (Averroes, 1986:
6).
La idea general que se extrae del comentario de Averroes es la de que sólo la
filosofía es la que puede dar la interpretación correcta de la Ley religiosa, que es la única
y verdadera constitución del Estado en que piensa. De aquí que esté más vinculado a la
propia comunidad islámica que lo que estaba al-Fàràbl, maestro suyo en este arte,
precisamente porque era más consciente de la supremacía de la Ley divina y de su
función política. De ahí la crítica que hace de las instituciones políticas musulmanas,
cuando éstas consideran que no es la filosofía la que puede regular e interpretar la Ley.
En el Faşi había afirmado la identidad entre filosofía y religión revelada. También ahora
lo hace en esta Paráfrasis: “Lo que las Leyes religiosas existentes en nuestro tiempo
mantienen en relación con este asunto es que el fin último del hombre está establecido
por la voluntad de Dios, ¡ensalzado sea!, pero que el único camino para saber este asunto
de la voluntad de Dios es la profecía. Y esto, si se medita sobre las Leyes religiosas, se
divide en estricto conocimiento abstracto, tal como nuestra Ley ordena respecto del
conocimiento de Dios, ¡ensalzado sea!, y en acciones prácticas, como las cualidades
éticas que aconseja observar. A tal propósito, su intención es idéntica al fin de la filosofía,
tanto en el modo como en su finalidad” (Averroes, 1986: 80).
Sólo el filósofo, mediante el “conocimiento abstracto” contenido en la Ley, puede
explicar y aplicar la unidad política y religiosa del Islam. No es preciso, entonces, una
nueva Ley promulgada por el Profeta-Filósofo, sino que basta con la correcta
interpretación que se haga de la Ley ya revelada. De aquí la importancia que Averroes
reconoce a la filosofía en el Estado islámico y la oposición y crítica que realiza de los
teólogos musulmanes, quienes, creyéndose verdaderos intérpretes de la Ley, no hacen
más que falsearla.
Dentro de esta concepción, la política es el arte que tiene como fin guiar a los
ciudadanos hacia su propia perfección. De ahí que el gobernante, como perfecto hombre
de Estado, es el Imām, el que guía y el que debe ser seguido: “Así, pues, estos nombres
de filósofo, rey y legislador son sinónimos; y lo mismo en el caso de Imām, porque entre
los árabes se considera Imām al que se sigue en sus actos. Por ello, quien es seguido en
estas acciones por ser un filósofo es un Imām en sentido absoluto” (Averroes, 1986: 72).
Así, para Averroes, el filósofo es necesario para la ciudad, para la comunidad, para la
Umma, porque es el único que puede transformar de manera gradual las conductas de los
ciudadanos y restablecer la definitiva ciudad ideal.

9.5. Ibn Tumlüs de Alcira, discípulo de Averroes

207
La muerte de Averroes representó el fin de la filosofía, en el sentido en que se ha
venido entendiendo aquí, en el mundo islámico. La cima a la que había llevado la razón
por medio de su obra no encontró sostenimiento ni apoyo en la posteridad. La razón
quedó confinada al ámbito de la lógica exclusivamente.
Ibn Tumlüs de Alcira (m. 1223), del que el biógrafo Ibn al-Abbār dice que fue
discípulo de Ibn Rusd y que aprendió de él la ciencia, habla de Averroes en su Sarh al-
Urŷūza fi l-tibb li-Ibn Siria (“Comentario al Poema sobre la medicina de Avicena”) en
los siguientes términos: “He constatado que el más eminente de los sabios y el más
virtuoso entre los doctos, el sayj, el alfaqui y el cadi Abū l-WalId Muhammad ibn Rusd,
al que Dios conceda la bendición, glorifica y tiene en muy alta estima entre los
dignatarios y los grandes de este tiempo a Abū Yahyá”. Se trata de un Comentario
compuesto hacia los años 1179-1184, antes desde luego de que Averroes y la filosofía
cayeran en desgracia. Indica, por otra parte, la directa relación que debió existir entre los
dos personajes, Averroes e Ibn Tumlüs. Sin embargo, en una obra que debe ser
posterior, la ya antes citada Introducción al arte de la lógica, no menciona al filósofo
cordobés ni una sola vez en todo su libro, a pesar de que, como dice Asín Palacios, la
materia le invitaba a ello a cada paso, principalmente cuando en el prólogo se lamenta de
la falta de libros para el estudio de la lógica y cuando enumera las varias persecuciones a
que en España se vieron sometidos todos los que cultivaron los estudios especulativos,
prefiriendo usar los libros de al-Fārābī para interpretar a Aristóteles.
Fue, pues, la suya una obra de lógica y fueron los teólogos musulmanes los que
continuaron la tradición lógica, en el sentido de que, como ya se indicó, este arte podía
proporcionar una metodología útil para la hermenéutica de los enunciados de la
revelación. Pero también ellos sufrieron el ataque, que acabó incluso con el empleo de la
lógica en este sentido, del tradicionalista egipcio del siglo XIV Ibn Taymiyya, quien
escribió una significativa obra titulada Refutación de los lógicos.
Después de Averroes y de Ibn Tumlüs hubo ciertamente pensadores posteriores en
el Islam que muchos historiadores consideran como filósofos. Pero, atendiendo a lo que
se ha entendido por filosofía en esta obra, no deben ser considerados como fieles
representantes de la tradición filosófica procedente de Grecia. Fueron autores que, al
elaborar una determinada forma de pensamiento, tuvieron presentes ciertas aportaciones
y algunos elementos griegos, pero, en rigor, no desarrollaron ningún sistema filosófico
continuador directo de la filosofía inaugurada en Grecia. Pueden ser filósofos, pero no
fueron falāsifa. Por este motivo, por no estar incluidos en los límites que nos hemos
impuesto aquí, ellos no tienen cabida en esta obra.
La verdadera continuación de la filosofía árabe hay que buscarla en el mundo latino,
que recibió en herencia gran parte de la filosofía elaborada por los autores aquí
estudiados, gracias a las traducciones que de sus textos, junto con las versiones de textos
griegos a través del árabe, fueron realizadas en varias ciudades de la España medieval y
de Italia, destacando la ciudad de Toledo, verdadero lugar de transmisión de culturas.
Aunque hubo notables personajes europeos que realizaron esta labor de traducción, no
hay que olvidar el gran papel que jugaron los judíos hispanos, verdaderos mediadores

208
entre las obras árabes y latinas. Aunque las traducciones remontan al siglo X,
realizándose en la Marca Hispánica, particularmente en los monasterios de Vich y Ripoll,
sin embargo fue en Toledo donde, a comienzos del siglo XII, se creó un centro de
actividad traductora, empresa borgoñona y cluniacense, en el que trabajaron tanto
hispanos, cristianos, judíos y musulmanes, como europeos que afluyeron a la ciudad
toledana atraídos por su relevancia cultural.
La actividad de pasar al latín las obras árabes fue de suma importancia para el
pensamiento latino, porque hizo posible el encuentro entre la filosofía árabe y la latina,
que permitió restablecer la continuidad de la tradición neoplatónica y aristotélica; porque
dio a conocer la obra de Aristóteles en su totalidad, lo que causó una profunda
conmoción en el mundo latino al minar las bases sobre las que se asentaba su
pensamiento, de tradición platónico-agustiniana; y, finalmente, porque introdujo el tema
de la razón, tal como éste se había planteado en el mundo árabe, con su autonomía
respecto a la religión revelada, lo que permitió la posibilidad del pensamiento moderno.
Las consecuencias que todo esto tuvo en la Europa medieval se manifestaron a través de
la diversidad doctrinal del siglo XIII.

209
10
La filosofía judía hasta Maimónides

E. Renan comienza su Historia del pueblo judío, publicada entre 1887 y 1893,
señalando que para un espíritu filosófico, preocupado por los orígenes del hombre, sólo
hay tres historias importantes: la de Israel, la griega y la romana. Las tres reunidas
constituyen la historia de la civilización, porque ésta no es sino el resultado de la
colaboración de aquéllas. Acaba la obra confesando que el judaismo y el cristianismo
podrán desaparecer, pero la huella de Israel será eterna. La clave para entender estas
palabras de Renan quizá la pueda dar el inicio del Eclesiástico, el libro sapiencial que
compila tesoros de la religión y de la tradición compuesto para la práctica de la vida:
“Numerosas y grandes cosas se nos han dado mediante la ley, los profetas y los otros
escritos, que han seguido a aquéllos, por los cuales se debe elogiar a Israel de instrucción
y de sabiduría” (Eclesiástico, prólogo, 1).
Las afirmaciones de Renan, válidas en sus líneas más generales en lo que se refiere a
la historia de la civilización, también pueden aplicarse al ámbito de la historia de la
filosofía. Desde las investigaciones de otro sabio francés del siglo XIX, Salomón Munk,
se sabe de la vitalidad, variedad y riqueza de la filosofía judía durante la época medieval.
Aunque subraya al final de su esbozo histórico sobre la filosofía entre los judíos que
éstos, como nación o como sociedad religiosa, no juegan en la historia de la filosofía más
que un papel secundario, porque no fue su misión propia, sin embargo, comparten con
los árabes el mérito de haber conservado y propagado la ciencia filosófica y el valor de
haber ejercido una influencia civilizadora sobre el mundo europeo.
Investigaciones posteriores a las de estos dos escritores del siglo XIX han mostrado
y puesto de relieve que el cometido de la filosofía judía no fue tan secundario como
había querido Munk. Estas pesquisas han precisado tanto la verdadera naturaleza de la
filosofía judía, que se desarrolló en contacto con la filosofía elaborada por los
musulmanes, como su indiscutible originalidad, que tuvo mucho que ver con un volver a

210
pensar los orígenes mismos del pensamiento judío y su relación con la razón humana. La
filosofía judía, que propiamente debe ser considerada como aquel pensamiento elaborado
por judíos durante la Edad Media, se enmarca dentro de un episodio más amplio, que
corresponde al de la literatura hebrea en general producida durante la Edad Media, con
rasgos muy distintos de la literatura elaborada en épocas anteriores, que se caracterizó
por girar casi en su totalidad en tomo al texto revelado, a la Biblia hebrea. La literatura
forjada en la época medieval fue muy heterogénea en sus motivos, ofreciendo múltiples
aspectos que abarcaban desde la poesía y la prosa literaria hasta los textos filosóficos y
científicos, con un interés especial por el hombre y la naturaleza, por la belleza recién
descubierta y, quizá lo más importante, por el esfuerzo de intentar coordinar el
pensamiento originario de las fuentes judías con el procedente de una actitud mental tan
distinta como era el de los griegos, que fue realizado por algunos pensadores medievales.
En la Edad Media hubo dos grandes espacios territoriales creadores de una cultura:
el mundo latino-cristiano y el árabe-islámico. No hubo un ámbito geográfico y cultural
que identificara a los miembros de la tercera gran comunidad religiosa existente, la judía
o hebraica, puesto que ellos habitaron dentro de uno u otro de los dos espacios
mencionados: o en la Cristiandad o en el Islam. Desde las conquistas de Alejandro, los
judíos de la diàspora vivieron dispersos en grupos amplios, pero siempre dentro de
comunidades políticas extrañas y ajenas a ellos mismos. Durante el período medieval, la
mayoría de ellos quedaron integrados en el mundo islámico, con el peculiar estatuto de
ser considerados como “gentes del Libro”, esto es, creyentes que seguían una revelación
parcial, la otorgada por Dios a Moisés, que no era la definitiva del Corán. Y, aunque
generalmente se habla de tres tipos distintos de filosofía durante la Edad Media: la
cristiana, la musulmana y la judía, que sería la desarrollada por miembros de la
comunidad de los judíos, la cultura judía en que esa filosofía se fraguó carecía de una
dimensión propia político-social, por lo que los judíos usaron las formas y métodos de
aquellas otras filosofías, en especial las de la filosofía árabe. Por eso, el lugar más propio
de su estudio sería dentro de estas otras culturas. No obstante, también es posible
diferenciarla de las otras por algún rasgo específico.
La revelación bíblica fue admitida por todos los que en las comunidades judías
medievales se consagraron al estudio de la filosofía. Pensaron en función de esa
revelación y estuvieron convencidos de que era expresión de la verdad total. Por ello,
sólo se podría hablar de filosofía judía dentro de esas comunidades en la medida en que
se adoptara el pensamiento griego, poniéndolo siempre en relación con los textos de la
tradición, para buscar en él la justificación de esos textos. Ésta es la razón por la que,
pese a lo que se ha afirmado, filosofía judía no significa filosofía elaborada por un judío,
ni tampoco alude a una filosofía cuyas fuentes sean judías. Más bien, con ese término
habrá que entender aquella filosofía que, aparecida en un momento dado de la historia,
se ha referido a la tradición judía y ha mostrado los rasgos comunes existentes entre
ciertos textos de la herencia hebrea y el sistema de pensamiento griego; sería la
explicación de creencias y prácticas judías por medio de conceptos filosóficos de origen
griego. En cierto sentido, tiene su paralelo con lo que hasta aquí se ha visto en el mundo

211
árabe: no todo el pensamiento creado por los judíos debe ser considerado como filosofía,
aunque se sirva de elementos filosóficos. La historia de la filosofía judía en la Edad
Media ha de ser la historia del esfuerzo de los judíos por conciliar la filosofía y el texto
revelado. La búsqueda de una armonía entre dos sistemas de pensamiento, el religioso y
el filosófico, en una verdad única fue el asunto fundamental de toda la filosofía judía
medieval. Tuvo, por ello, su propia originalidad, que se manifestó especialmente desde el
momento en que puede ser considerada como el intento de dar solución desde la razón a
aquellos problemas específicos que se debatían en la comunidad judía, y que, por
coincidir de alguna manera con aquellos otros que se presentaban en las otras dos
comunidades, explican la interrelación e influencias de los pensamientos surgidos en ellas.
En este capítulo y en el siguiente se esbozarán brevemente las ideas filosóficas
principales expuestas por los más importantes judíos hispanos y europeos durante la
Edad Media dentro de esas dos comunidades antes señaladas; ellos fueron los verdaderos
creadores y artífices de lo que se conoce por el nombre de “filosofía judía”, tal como se
ha entendido.

10.1. Los orígenes de la filosofía judía

Para los judíos, el pueblo elegido, la verdad revelada está contenida en el Antiguo
Testamento, en la Mishná y en el Talmud. El primero de ellos, la Biblia hebrea,
constituido por un total de veinticuatro libros, conjunto establecido definitivamente en el
año 90 después de Cristo, contiene la Ley escrita, revelada al legislador y al profeta;
entre los libros de que consta destaca la Torà o Pentateuco, que contiene los preceptos
fundamentales del Judaismo. La Mishná es una compilación de leyes, que complementan
y explican los preceptos de la Torà; la tradición ve en ella un resumen de la Ley oral dada
en el Sinaí junto a la Torà escrita; comprende las interpretaciones y comentarios a la
palabra de la Ley. Finalmente, el Talmud es el testimonio escrito más vasto e importante
del Judaismo; contiene la Mishna, exégesis, tradición popular y conocimientos generales,
por lo que atesora la creación intelectual judía durante siglos; depende de la tradición y
de la fe en esta tradición para su aceptación y validez.
Aquí precisamente es donde se descubre el aspecto que mejor caracteriza al pueblo
hebreo: la tradición. Una tradición que está enraizada en la historia de ese pueblo, tejida
de infortunios y esperanzas, dominada por el poder de Dios que rige con mano fuerte el
curso de la historia. Ya lo expresó Pedro Abelardo en el siglo XII, cuando en su Diálogo
entre un filósofo, un judío y un cristiano puso en boca del Filósofo estas palabras, al
iniciar su diálogo con el Judío: “En primer lugar os pregunto simultáneamente una sola
cosa, que me parece os concierne por igual a vosotros, que os apoyáis lo más posible en
la Escritura: si os ha inducido alguna razón a estos credos religiosos vuestros o si
solamente habéis seguido aquí la opinión de los hombres y el amor de los de vuestro
pueblo. Si es por la primera de estas dos cosas, se ha de alabar muchísimo, de la misma

212
manera que la otra se ha de reprobar absolutamente. Sin embargo, no creo que la
conciencia de ningún hombre de discernimiento sea capaz de negar que la última es
verdadera; particularmente cuando tenemos experiencia de ello con numerosos ejemplos.
Pues sucede a menudo que, cuando entre algunos cónyuges uno u otra se convierte a un
credo religioso distinto, sus hijos, cualquiera que sea el padre con el que permanezcan,
mantienen la inquebrantable fe de éste, y puede más en ellos la educación que el origen
de la sangre o la razón, puesto que por cualesquiera de los dos que los niños hayan sido
educados en la fe, como también en la alimentación, habrán de reconocer como padres a
quienes hubieren hecho esto, lo cual no le pasó desapercibido a quien dijo: ‘El hijo no
podrá hacer algo, a menos que vea hacerlo al padre’ (Juan, 5, 19). Pues cada uno de los
hombres tiene por naturaleza el amor por los de su propio linaje y por aquellos con los
que se ha educado, de tal manera que siente aversión de cualquier cosa que se diga
contra la fe de ellos; convirtiendo la costumbre en naturaleza, cualquier cosa que
aprenden los niños, de adultos lo mantienen firmemente, pues, incluso antes de que sean
capaces de comprender lo que se les dice, ellos afirman creerlo”.
Sólo en la tradición es posible, para el judío, la especulación racional. Porque en esta
religión, al igual que en el cristianismo, no hay nada que sea filosófico en su origen, en su
Ley escrita. Los libros del Antiguo Testamento no son libros filosóficos, aunque algunos
de los que forman parte de los llamados “libros sapienciales” aluden de forma precaria a
determinados problemas que tienen que ver con la filosofía. El Eclesiastés fue una obra
muy apreciada por los filósofos medievales por su contenido en ideas filosóficas no
dominadas por concepciones teológicas. Otros libros introducen el concepto de sabiduría
y la invitación a amarla por ser el espíritu de Dios que llena el mundo, imagen de la
bondad divina y reflejo de la luz eterna. Proverbios ofrece una imagen personificada de
la Sabiduría: “Yo, Sabiduría, estoy junto a la perspicacia y poseo ciencia y reflexión…
Yahvé me creó desde el principio de su poder, antes que a sus obras, antes de entonces.
Desde la eternidad fui establecida; desde los orígenes, desde los principios de la tierra”
(Prov., 8, 12-23). Se trata de una Sabiduría que existe desde antes de la creación, aunque
haya sido engendrada. Esta Sabiduría sería el resultado del primer acto creador de Dios,
cooperando con él en la creación del mundo. El Eclesiástico insiste en la eternidad de la
Sabiduría, aunque haya sido creada antes de todas las cosas: “Antes de todas las cosas
fue creada la sabiduría, y la prudente inteligencia existe desde la eternidad” (Echo., 1, 4).
Y los capítulos 7 al 9 del libro de la Sabiduría no son más que un elogio de la Sabiduría.
Fueron textos escritos en la época helenística, cuando los judíos ya habían entrado en
contacto con la cultura griega, por lo que pueden reflejar concepciones filosóficas griegas
comunes y difundidas ampliamente. Pero no se puede decir que estos libros se
constituyeran en fuente del pensamiento filosófico en el mundo judío.
Los libros sagrados de los judíos no pudieron dar lugar a un pensamiento filosófico
propio y el judaismo tuvo que recibir la filosofía desde fuera. Esta es la razón por la que
la filosofía judía sólo puede ser una elaboración, eso sí, original, de doctrinas griegas,
consideradas desde un peculiar punto de vista. Cuando entraron en contacto con la
filosofía griega, los judíos que se adhirieron a ésta, se esforzaron en mostrar

213
filosóficamente la posibilidad de la revelación y en poner de manifiesto históricamente su
realidad; al buscar razones para ello, no hicieron más que confirmar lo que ya estaba
firmemente establecido. Porque la actividad filosófica está comprometida por la
revelación, el quehacer de los filósofos está determinado por su responsabilidad ante la
revelación: los escritos filosóficos tienen como misión mostrar que la propia actividad
filosófica es un deber, porque la filosofía corresponde en su forma y en su contenido a la
opinión de la revelación. La tarea inmediata y distintiva de los filósofos judíos frente a
cristianos y musulmanes fue, entonces, fundar la filosofía a partir de la Ley.
Aquí radica la peculiaridad de la filosofía judía: en la aplicación de las ideas recibidas
al contenido de la Ley religiosa para darle fundamento, para conciliar las contradicciones
de la verdad filosófica que reclama sus derechos frente a esa verdad revelada. Y este
mismo hecho de querer conciliar la tradición y la creencia con las ideas filosóficas
entraña ya una cierta actitud filosófica, que se ha concretado históricamente en las
distintas posturas filosóficas adoptadas por algunos judíos. Fue Maimónides el que llevó
a cabo el máximo esfuerzo por hacer real esta actitud filosófica de conciliación de la
aparente contradicción entre filosofía y revelación, contradicción que sumía en la
perplejidad a los sabios judíos iniciados en la filosofía. Así, su Guía de perplejos no es
tanto un desarrollo sistemático de un pensamiento, sino una suma de cuestiones, donde la
razón parece estar en pugna contra la fe. La tarea de Maimónides fue intentar mostrar el
acuerdo entre ambas, introduciendo una interpretación alegórica de los textos de las
Escrituras que causan problema a la razón. A este fin parece responder la Guía de
perplejos. Para él, la fe de Israel y la sabiduría griega no son adversarios irreconciliables.
La filosofía es el único medio del que dispone el hombre para asimilar el contenido de la
fe. Por consiguiente, más que de concordar hay que hablar de “hallar” la filosofía en los
textos revelados.
Pero esta actitud de encuentro con la filosofía griega ya se había dado en la
Antigüedad, cuando explícitamente se aplicaron conceptos filosóficos griegos a la
explicación de doctrinas judías. Tuvo esto lugar en la ciudad de Alejandría, donde
durante los dos últimos siglos de la era anterior a Cristo la filosofía helenística había
cobrado renovadas fuerzas y donde habían confluido diversos movimientos de tipo
espiritual: religiones orientales, religión judía, cultura greco-romana, además de un
complejo variado de doctrinas y prácticas de todo tipo. La consecuencia que tuvo esto
fue la modificación del concepto mismo de filosofía, que se fue convirtiendo
paulatinamente en una especie de doctrina de salvación del hombre. Aquí fue donde la
colonia judía se abrió pronto a las influencias de la civilización griega, frente al judaismo
oficial, que mantenía un conflicto con el helenismo, personificado en la lucha de los
Macabeos contra Antioco IV Epifanes. Se cita el nombre de Aristóbulo (ca. 150 a. C.),
autor de un Comentario en varios libros al Pentateuco, como el primero que trató de
mostrar que la filosofía griega no era más que una derivación de la Biblia, habiendo
afirmado, según Eusebio, que existió una traducción griega de la Ley de Moisés, anterior
a la versión de los Setenta, de la que tomaron sus doctrinas la mayoría de los filósofos
griegos, especialmente Platón.

214
Fue sin embargo Filón de Alejandría (m. ca. 50 d. C.) el primero que intentó aplicar
conceptos griegos a las doctrinas judías de manera sistemática. Perteneciente a una
importante familia de Alejandría, adquirió una gran formación en su cultura originaria y
en la griega. Casi toda su numerosa obra es de tipo hermenéutico, destinada a la
interpretación del Antiguo Testamento, pero también fue autor de algunas obras en las
que hubo mayor presencia de ideas filosóficas griegas, en un intento de presentarlas
como un comentario alegórico del Génesis. Influido por doctrinas platónicas y, en menor
medida estoicas, manifestó que la filosofía, como las Escrituras, es una especial donación
de Dios, por lo que tiene que haber notables semejanzas entre ambas, al proceder de una
misma fuente. Al afirmar que la sabiduría mosaica tiene un sentido oculto que va más
allá de su expresión literal, consideró necesario realizar una interpretación alegórica del
Antiguo Testamento, en la que intervinieron elementos tomados del platonismo, que le
llevaron a elaborar una visión del universo fundada en su idea del Logos de Dios, que
puede ser considerada, en gran parte, como fundamento del platonismo posterior. La idea
que subyace a toda su elaboración doctrinal es la posibilidad de unificar la fe en una
revelación procedente de Dios y la especulación racional griega.
Las ricas creaciones de Filón no tuvieron, sin embargo, ni siquiera una posteridad
medianamente reconocible en el mundo judío. Paradójicamente, su pensamiento, en
especial su concepción del Logos, ejerció una considerable influencia sobre el
pensamiento cristiano de los Padres de la Iglesia. Ni siquiera los judíos medievales lo
tuvieron en cuenta. Por ello, hubo que esperar hasta los siglos IX y X para ver
reaparecer el pensamiento judío, esta vez en conexión directa con los frutos que
comenzaba a dar la cultura árabe e islámica. Fue en este momento cuando aparecieron
los primeros autores que plantearon las primeras cuestiones de índole filosófica, luego
desarrolladas por autores posteriores. La principal ocupación de estos autores fue discutir
la cuestión de si la filosofía es compatible con la ley religiosa. No hubo una explícita
preferencia de los pensadores judíos en determinados textos filosóficos escritos por
judíos, sino que en la mayoría de los casos su tarea se centró en la lectura de escritos
filosóficos árabes y en la respuesta a los problemas que ellos planteaban; de hecho, se ha
dicho que los filósofos islámicos fueron fuente de inspiración para los judíos, quienes,
incluso, se sirvieron del árabe como lengua culta.
Las primeras manifestaciones del pensamiento judío en la Edad Media tuvieron lugar
en Oriente y se expresaron como formas de un kalām mu 'tazilí, en el que los judíos
eligieron tesis de los mu'tazilíes musulmanes, de los teólogos cristianos orientales e,
incluso, de la filosofía griega, para producir una doctrina que estuviera en armonía con la
tradición judía. David al-Muqammis (m. ca. 890) fue autor de dos escritos polémicos
contra el cristianismo y de un libro titulado Veinte tratados, conservado
fragmentariamente, en el que para definir la unidad de Dios se detiene en el análisis del
concepto “uno”, y en el que se ocupa de los atributos divinos a la manera de los teólogos
musulmanes.
El primero que “tomó la palabra en todos los dominios”, según afirmó Abraham b.
Ezra, fue Saadia Gaón (m. 942), iniciador de varias disciplinas en el mundo judío:

215
gramático, exegeta, traductor de la Biblia, teólogo, polemista y filósofo. En su Libro de
las creencias y de los dogmas distingue cuatro fuentes de conocimiento: los sentidos, el
intelecto o razón, las inferencias necesarias y la información fidedigna dada por personas
que merecen confianza o tradición verídica. Los conocimientos que el hombre puede
adquirir por las tres primeras fuentes vienen a coincidir con el que proporciona la
tradición verídica. Saadia está persuadido de que el saber científico y el saber tradicional
-Torà y Talmud- son dos aspectos de una misma realidad, por lo que no pueden
contradecirse. Así, la razón humana es capaz de conocer por sus propios medios el
contenido de la verdad revelada. En este mismo libro y en su Comentario al Libro de la
Creación se plantea el problema de la creación del universo por Dios. Sostiene ahí que la
demostración de la creación temporal del mundo debe preceder a la manera de mostrar la
existencia de Dios. Las diversas pruebas que elabora se basan en doctrinas aristotélicas,
aunque llegando a conclusiones distintas de las de Aristóteles pero que se aproximan a las
de Juan Filopono, de manera semejante a como hacía al-Kindī, Finalmente, otro aspecto
filosófico que desarrolló este pensador egipcio que residió en Bagdad fue el de la
conducta humana, que debe guiarse por el designio divino, criticando las concepciones de
las conductas que se apartan de la doctrina de la tradición canónica.
Más importante fue el médico Isaac Israeli (m. 955), porque fue el primer
neoplatónico en el mundo judío, lector de fuentes griegas, y porque dos de sus obras
fueron traducidas al latín durante el siglo XII por Gerardo de Cremona: el Libro de las
definiciones y el Libro de los elementos. Conoció las obras de al-Kindī, que le inspiraron
parte de su pensamiento: el Libro de las definiciones está compilado a partir del libro del
mismo título del filósofo árabe. Su neoplatonismo deriva del de Plotino a través de la
Teología atribuida a Aristóteles. Insiste en la creación: Dios crea, por su voluntad y su
poder, la forma primera, que se identifica con la sabiduría, y la materia primera, que es el
substrato de todas las cosas corpóreas e incorpóreas. Ésta tiene prioridad ontologica,
porque es sumamente indeterminada y, por tanto, posee el más elevado grado de
generalidad, que es uno de los criterios por los que los neoplatónicos griegos, en especial
Proclo, determinaban la prioridad ontologica de una realidad. De la materia y de la
forma, por una acción necesaria, procede por emanación el Intelecto, del que, a su vez,
procede el alma racional y el mundo a través de los cuatro elementos. El hombre, que es
fundamentalmente alma racional, debe liberarse de las almas animal y vegetal para
acercarse al Intelecto y alcanzar su perfección. Isaac Israeli expone también la teoría que
atribuye la profecía a la acción iluminativa del Intelecto sobre la facultad imaginativa,
que, como se vio, apareció con al-Kindī, y fue desarrollada por al-Fārābī.
Aunque hay varios nombres más que podrían añadirse a éstos, no fueron lo
suficientemente relevantes. Saadia e Isaac Israeli fueron los primeros que acometieron en
serio el problema de la filosofía en el mundo judío. Ambos lo resolvieron a la manera que
habían encontrado entre sus fuentes más directas, los pensadores musulmanes. Quienes
se convirtieron en continuadores suyos y quienes acrecentaron y mejoraron esta tarea
fueron los judíos hispanos.

216
10.2. La filosofía en el siglo XI. Ibn Gabirol y Bahyá b. Paqūda

Los judíos residían en la península Ibérica desde la época del Imperio romano. Tras
las persecuciones dirigidas contra ellos por los reyes visigodos, cuando éstos
abandonaron el arrianismo y se convirtieron al catolicismo, los judíos vieron favorable el
establecimiento de los árabes en la mayor parte de la Península. Pero se desconoce, por
la escasez de documentos, cuál fue el estatuto del que gozaron. El califato iniciado por '
Abd al-Rahmán III, que instauró un reino unificado y poderoso, de elevado nivel cultural,
marcó un hito al reconocer la valía de los judíos y conceder lugar de honor a Hasdáy b.
Saprut, médico, traductor, diplomático, jefe de las comunidades judías y, sobre todo,
gran mecenas de la cultura, de quien Şā'id al-Andalusī dice que fue el primero que abrió
la puerta a los saberes propios de los judíos, pues hasta entonces dependían de la
comunidad de Bagdad. Menciona también a otros varios judíos que destacaron en al-
Andalus por su saber, Menāhim b. al-Fawwāl, habitante de Zaragoza, eminente en la
medicina, en la lógica y en las restantes ciencias filosóficas, autor de una obra de
introducción a la filosofía titulada El Tesoro del Pobre, en forma de preguntas y
respuestas sobre lógica y física; el médico y filólogo Marwān b. Yanáh, cordobés
habitante de Zaragoza; Ishāq. b. Qustár, entendido en medicina, familiarizado con la
lógica y conocedor de las opiniones de los filósofos, que murió en Toledo en 1056; el
lector de las obras de Aristóteles, Abū l-Fadl Hasdāy, también habitante de Zaragoza.
Pero el más importante de todos estos primeros judíos destacados en la ciencia y en
el saber fue el malagueño Ibn Gabirol, de quien Şā'id afirma que era un apasionado del
arte de la lógica y poseedor de una fina inteligencia y un excelente juicio. Considerado
también como uno de los más notables poetas del noble pueblo judío, Salomón ibn
Gabirol fue conocido en el mundo latino desde finales del siglo XII por el nombre de
Avicebrón, sin que los latinos llegaran realmente a saber quién se escondía tras ese
nombre, pues unas veces suponían que era un musulmán y otras que era un cristiano,
por la razón que más adelante se dirá. De su vida se sabe muy poco.
Nació en Málaga, aunque su familia procedía de Córdoba; residió y se educó en
Zaragoza, donde murieron sus padres y hubo de buscar protectores y donde escribió
parte de sus obras; parece que vivió en Granada algún tiempo, apoyado por el visir
Samuel ibn Nagrella; murió probablemente en Valencia hacia 1058, según el testimonio
de Sā'id pero hacia 1069 o 1070 según testimonios de autores judíos posteriores, quizá
basados en una poesía a él atribuida en la que habla de los pecados de su vejez. De él
afirmó poco después el granadino Moisés ibn Ezra que encaminó su alma hacia lo
espiritual y que adoptó las sutilezas de las ciencias filosóficas; también aseguró que,
aunque era filósofo por naturaleza y conocimientos, su alma colérica dominaba sobre su
inteligencia, pues poseía un genio indómito que le produjo muchos problemas con los
poderosos. Un poema autobiográfico refiere que se interesó muy pronto por la ciencia:
“Me esforcé en la ciencia desde mi primera juventud, puesto que amable a mi alma era
su fruto; ella, desde mi adolescencia, ha sido como mi hermana, y entre los donceles me
ha distinguido como pariente” (Ibn Gabirol, 1993: 18). El filósofo aparece en su obra

217
poética, en la que muestra su actitud de búsqueda de la sabiduría como actitud vital: “Yo
he escrutado los secretos del lenguaje cadencioso, y he franqueado las puertas de las
ciencias y del saber, entre sus piezas dispersas, collares pude recoger, y entre lo que era
olvidado, perlas pude coleccionar… Yo penetré en sus moradas, las cuales permanecían
arcanas a todo sabio, y así escribo cánticos que a mi alma alivian, y al corazón refrigeran
de sus aflicciones” (Ibn Gabirol, 1993: 18). Este interés queda confirmado por una frase
que inserta en su obra más importante, donde dice: “Aplícate a esto y ama (stude ergo in
hoc et ama), porque tal es el fin de la existencia del alma humana y allí está la gran
delicia y la mayor felicidad” (Ibn Gabirol, 1987: 183).
Escribió numerosos poemas, entre los que destaca uno por su carácter filosófico, el
Keter Malkut (“Corona real”), compuesto por unos cuatrocientos versos, en los que
canta a Dios y a la creación. Puede dividirse en tres partes. En la primera se ocupa de los
atributos divinos, tales como existencia, unidad, eternidad, poder, voluntad y sabiduría
divinas: “Tú eres sabio y de tu sabiduría has derivado una Voluntad determinada,
semejante a un obrero y artista, a fin de educir la materia de la nada, a la manera como
dimana la luz que del ojo sale” (Ibn Gabirol, 1993: 168). En la segunda expone su
concepción cosmológica, según la cual de la Voluntad divina proceden la materia y la
forma, de cuya unión surge el universo, con sus cielos y esferas, y del movimiento de las
esferas procede el mundo sensible; partiendo de este mundo, el poeta se eleva hasta
llegar a la esfera del intelecto, la última, sede del Trono de Dios. La última parte es una
invocación a Dios, en la que alaba la misericordia divina frente a la insignificancia del
hombre: “¿Qué soy yo? ¿Qué es mi vida, qué mi fuerza, qué mi justicia? Estimado como
nada todos los días de mi vida, ¡cuánto más después de mi muerte! De la nada vengo y a
la nada voy” (Ibn Gabirol, 1993: 185). Es una obra tardía, escrita quizá durante los
últimos años de su vida.
Compuso un pequeño tratado de moral práctica. Se trata del Kitāb islāh al-ajlāq
(“Libro de la corrección de los caracteres”), compuesto en árabe en 1045 según todas las
referencias y traducido luego al hebreo por Juda b. Tibbon. En esta obra describe, en un
lenguaje popular y con abundancia de referencias bíblicas y talmúdicas así como a las
normas que se deducen de la razón humana, las virtudes y defectos del alma, con
referencias a normas de la ética griega y del mundo islámico, aceptando la idea de que
todas las normas morales, sean judías, griegas o árabes, no son más que reflejo de la
condición natural humana: “Si no fuera por lo muy largo del tema y por nuestro amor a
la concisión, continuaríamos añadiendo a estas alegorías, otras pruebas evidentes,
tomadas de argumentos racionales y de la ciencia de la tradición” (Ibn Gabirol, 1990:
62). Partiendo de la idea de que el hombre es la cima de la creación, porque comparte
con los ángeles el alma racional y con el mundo sensible los cuatro elementos, pone en
relación, de una manera muy original, las virtudes y los defectos del hombre con los
cinco sentidos y con los temperamentos: “Cuando nos dimos cuenta de que el hombre es
la más excelsa de las creaturas del Hacedor, supimos que él era el objetivo perseguido en
la creación de todas las substancias y los seres. También supimos que era el más
proporcionado de todos los animales, en cuanto a temperamento. Además de esto, nos

218
dimos cuenta de que su forma es la más precisa y bella y de que el hombre está
perfectamente hecho, dotado de un alma racional, substancial, sabia, inmortal, que no se
corrompe. Para demostrar todo esto hay argumentos, tanto racionales como escriturarios,
todos ellos evidentes, que no se ocultan al que tiene inteligencia. Decimos que lo más
sólido para reconocer que el hombre es la más excelsa de las creaturas es que comparte
el estado de los ángeles, en el hecho de hablar y de pensar. Estas dos cualidades son
divinas y espirituales. .. Dios creó la totalidad del microcosmos humano de acuerdo con
los cuatro elementos naturales: puso en él la sangre, correspondiendo al aire, la bilis
amarilla al fuego, la bilis negra a la tierra y la flema al agua. Luego Dios hizo al hombre
con una forma perfecta y completo en los órganos, no faltándole nada. Le creó cinco
sentidos” (Ibn Gabirol, 1990: 59-62). Caracteriza, pues, al hombre con los sentidos y
señala que de cada sentido proceden cuatro cualidades, opuestas entre sí, lo que en total
da una suma de veinte cualidades primarias y principales: orgullo y humildad, modestia y
desvergüenza, amor y odio, compasión y crueldad, alegría y pena, tranquilidad y
arrepentimiento, ira y complacencia, envidia y vitalidad, generosidad y avaricia, valentía
y cobardía. El uso de las diversas facultades debe ser proporcionado, de manera que se
alcance una mejora ética que lleve al hombre a su fin último, que es Dios.
Su principal obra es La fuente de la vida, sólo conocida por su versión latina del
siglo XII, Fons vitae, realizada por Domingo Gundisalvo e Ibn Daud, por haberse
perdido el original árabe, cuyo título debió ser Yanbüf ai-hayā. Un autor judío, Šem Tob
ibn Falaquera, hizo en el siglo XIII una versión hebrea en extractos, traduciendo las
partes principales del original y señalando en el prefacio que estos extractos contienen
toda la doctrina del autor, habiendo eliminado aquellas discusiones que no añaden nada al
conjunto de la doctrina. Estos extractos no fueron editados hasta mediados del siglo XIX
por S. Munk.
La obra no permite suponer el judaismo de su autor. Atribuida en el mundo latino a
un tal Avicebrón o Avencebrol, algunos medievales o estudiosos posteriores pensaron que
se trataba de un musulmán y otros sostuvieron que era un cristiano, pues no se usa en
ella terminología judía alguna, ni se citan textos religiosos. Por ello, se ha afirmado que la
obra de Ibn Gabirol se ha prestado a un equívoco fundamental. Poeta y filósofo, nunca
fue aceptado como tal a la vez. O fue reconocido como poeta y autor de textos morales
en el mundo judío, pero no como filósofo, o fue enjuiciado sólo como filósofo por los
latinos, quienes no conocieron su poesía y su obra de moral práctica. La razón de ello
puede verse en el elaborado sistema neoplatónico del Fons vitae, en donde,
contrariamente a la costumbre usual entre los judíos, no se hace mención de los textos
sagrados de la tradición. Y sin embargo se sabe que ha influido en autores posteriores,
como en Moisés ibn Ezra, quien repite ideas que se hallan en la obra de Ibn Gabirol,
aunque sin citar a éste. Su personalidad judía no se reveló hasta mediado el siglo XIX,
cuando S. Munk descubrió los extractos hebreos. Fue una obra que gozó de gran
predilección en el mundo medieval, especialmente entre los franciscanos, quienes vieron
en él un cierto parecido con el agustinismo, al que ellos se consagraron en oposición al
aristotelismo.

219
Está compuesta en forma de diálogo didáctico entre un maestro y su discípulo, se
divide en cinco libros en los que el maestro va enseñando a éste el verdadero
conocimiento filosófico: “Discípulo: ¿Qué es, pues, lo que el hombre debe buscar en esta
vida? Maestro: Puesto que la parte inteligente del hombre es de todas las suyas la mejor,
lo que más le importa buscar es la ciencia; lo que de la ciencia es más necesario saber, es
que se sepa a sí mismo, para que por esto sepa en verdad las otras cosas que están fuera
de él, porque su esencia es comprenderlo y penetrarlo todo, y todas las cosas están
sujetas a su potestad; con esto debe buscar también la ciencia de la causa final para la
que ha sido creado, para que se aplique mucho a ella, pues que por esto se consigue la
felicidad” (Ibn Gabirol, 1987: 42). A pesar de la prolijidad del texto, fue una obra capaz
de transmitir de una manera efectiva la doctrina neoplatónica de la existencia de una
gradación de planos ontológicos en los que los inferiores derivan de los superiores, con la
consiguiente prioridad ontològica de éstos. Sin embargo, la idea clave que rige toda la
obra y a través de la cual expone aquella doctrina es la de la composición hilemórfica de
materia y forma en todos estos grados de realidad: “Primera parte, acerca de la
Sabiduría, esto es, de la materia y de la forma universales. Se divide en cinco tratados.
En el primero se trata de aquellas cosas previas para la determinación de la materia
universal y de la forma universal y para la determinación de la materia y forma en las
substancias compuestas. En el segundo se trata de la substancia que sostiene la
corporeidad del mundo. En el tercero, de la demostración de las substancias simples. En
el cuarto, del conocimiento de la materia y forma en las substancias simples. En el
quinto, de la materia universal y de la forma universal” (Ibn Gabirol, 1987: 39). Más
adelante expresa con claridad esta misma idea, exponiendo además cuál será el desarrollo
que va a seguir en la obra: “Puesto que nuestro propósito ha sido especular acerca de la
materia y de la forma universales, hemos de decir que lo compuesto de materia y forma
se divide en dos; uno de los cuales es la substancia compuesta corpórea y el otro la
substancia simple espiritual, y que la substancia corpórea se divide en otras dos, porque
una de ellas es la materia corpórea sustinente de la forma de las cualidades, y la otra la
materia espiritual, que sostiene la forma corporal, por lo que se ofrecen aquí
necesariamente a nuestra consideración dos tratados: el primero, de lo que debe
anteceder a la asignación de la materia universal y de la forma universal, y al examen de
la ciencia de la materia y de la forma en las cosas sensibles, y para hablar de la materia
corporal que sostiene las cualidades, y el segundo, para hablar de la materia espiritual que
sostiene la forma corporal, y puesto que la materia espiritual necesita de pruebas por las
cuales se le asigne el ser, y de demostraciones con que se certifique, porque es necesaria
la ciencia de lo que aún no es conocido por sí mismo, por eso es necesario aquí un tercer
tratado que se ocupe de la demostración de las substancias simples, y también lo es que
haya un cuarto en que se hable de la inquisición de la ciencia de la materia y de la forma
en las substancias simples, y cuando hayamos completado la consideración de estos
tratados, será preciso que estudiemos la materia y la forma en sí, siendo, pues, este
quinto tratado el propio para la consideración de este propósito, por lo que todo lo que
debemos considerar de la materia y de la forma se encontrará en los cinco tratados que

220
hemos distinguido, y eso es todo lo que en este libro se contiene” (Ibn Gabirol, 1987: 48-
49).
El primer principio es la Esencia primera, que puede identificarse con Dios. A
continuación en el orden del ser están la Voluntad divina, la materia y la forma
universales, luego las substancias simples, es decir, intelecto, alma y naturaleza, y
finalmente el mundo corpóreo y sus partes. Todas estas substancias, espirituales y
corpóreas, están compuestas de materia y forma. Todas las distinciones entre materia y
forma provienen de la distinción entre materia universal y forma universal. En esta
filosofía de la materia y la forma se podría esperar otra versión de la adaptación del
sistema aristotélico a la fe abrahámica. Pero Ibn Gabirol se opuso al sistema aristotélico
en tanto que propuso una materia espiritual universal más etérea, graduando así la
jerarquía de emanaciones y evitando un latente dualismo entre el espíritu como algo
completamente trascendente y la materia como combinación substancial de pura materia
y forma. En las restantes partes de su sistema sigue estrechamente el modelo
neoplatónico de la emanación. La materia es la substancia subyacente a todo ser, con la
única excepción del Creador mismo; surge de la esencia del Creador, formando la base
de todas las emanaciones. La forma, que deriva de la Voluntad divina, es la que
determina y constituye a las realidades. Por tanto, las substancias espirituales del mundo
celeste, que es el mundo inteligible, tienen una materia que subyace y sustenta a su
forma. De hecho, la materia misma es inteligible o espiritual, no corpórea, con lo que
corporeidad y materialidad son dos cosas diferentes..Los dos extremos del universo son
Dios y el mundo corpóreo; intermedios entre ellos son las substancias espirituales,
Inteligencia, Alma y Naturaleza. El hombre es entendido en este sistema como un
microcosmos, como un universo en pequeño, y se explica de la misma manera que éste.
Lo que Ibn Gabirol hace, como se ha dicho, es una metafísica “ontoteológica”, porque su
ciencia se ocupa del todo en tanto que ser y de la Esencia primera.
Que Ibn Gabirol fuera poeta para los judíos y filósofo para los no judíos, como ya
se ha dicho, muestra la realidad de que la filosofía judía fue el intento de compatibilizar
una exigente fe con las pretensiones racionales de una tradición filosófica.
El mismo intento de mostrar la conveniencia o coincidencia entre la religión y la
filosofía, entre la revelación y la razón, se encuentra en uno de los autores más populares
del pensamiento judeo-español, Bahya b. Paqūda (m. ca. 1110), que vivió la mayor parte
de su vida en Zaragoza también y de cuya vida apenas se sabe nada. Su obra filosófica,
que tiende poderosamente hacia la espiritualidad y hacia la mística y por ello tuvo una
gran influencia posterior, fue la que lleva el título árabe de Kitāb al-hidāya ilā farā ’id
al-qulūb (“Libro de la dirección de los deberes de los corazones”), traducida del árabe al
hebreo en 1161 por Yéhudah ibn Tibbon con el título Deberes de los corazones, por el
que es usualmente conocida. Es una especie de tratado de moral espiritual, en el que su
autor describe las obligaciones religiosas externas, que divide en racionales y tradicionales
y cuya ejecución corresponde a los miembros del cuerpo, y las creencias y actitudes del
corazón o deberes interiores, con frecuencia olvidados por aquellos otros.
Ya en el prefacio de la obra expone cuál es su objetivo. Ibn Paqūda apela a la ciencia

221
( film) como uno de los dones más preciados que Dios ha dado al hombre: “El don más
noble con que ha regalado Dios a los seres racionales, después de haberles dotado de
discernimiento y comprensión, es la ciencia, la cual es vida para los corazones de los
hombres y lámpara para sus entendimientos, sirviéndoles éste de guía para tener
satisfecho al Señor” (Ibn Paqūda, 1994: 3). Esta ciencia, que abarca la totalidad del saber
humano, es triple: la física, la matemática y la teología. Las dos primeras se ocupan de lo
que es útil para la vida práctica; la última sirve para adquirir los conocimientos religiosos
sin procurar ventajas mundanas: “La ciencia se divide en tres clases. La primera es la
ciencia natural, la cual trata del conocimiento de las cualidades naturales de los cuerpos y
de sus accidentes. La segunda es la ciencia matemática, es decir, la aritmética, la
geometría, la astronomía y la ciencia de la composición de las melodías, o sea, la música.
La tercera es la teología, que versa sobre Dios, sobre su Libro y sobre el resto de las
cosas inteligibles, tales como el alma, el entendimiento y las personas espirituales. El
sentido de estas clases de ciencia, de acuerdo con la índole propia de cada una, es que
todas ellas constituyen puertas que Dios ha abierto a los seres inteligentes para que, por
su medio, logren entender tanto la religión como las cosas de este mundo. Pero mientras
algunas ciencias se relacionan más especialmente con la religión, otras se refieren más en
particular a la utilidad mundana. Las que se relacionan de modo específico al provecho
terreno constituyen las ciencias más bajas y son, concretamente, la ciencia que trata de
las cualidades naturales y accidentes de los cuerpos y la ciencia intermedia, a saber, las
matemáticas. Esas dos ciencias nos enseñan, de modo general, los secretos de este
mundo y la utilidad y provecho que nosotros podamos sacar de él; pues nos indican la
clase de acciones y los tipos de técnicas que debemos usar con vistas a las cosas que son
necesarias para el cuerpo y a los distintos provechos que queremos obtener del mundo.
La ciencia que específicamente se relaciona con la religión es la más sublime de todas. Se
trata de la teología. Con ella a lo que estamos obligados es a buscar la comprensión de la
religión, estándonos totalmente prohibido el que pretendamos conseguir provechos
mundanos” (Ibn Paqūda, 1994: 4). La teología se ocupa de Dios y de las substancias
espirituales, intelecto y alma y tiene, pues, un campo de aplicación más amplio que el de
la ciencia de la religión, que se aplica solamente a la Escritura y a la Tradición.
La ciencia de la religión se divide en dos partes: la de los deberes de los miembros
corpóreos, que es una ciencia exterior ( áhir), y la de los deberes de los corazones, que
es una ciencia interior u oculta (bātin). En ambas interviene la razón, a la que valora muy
positivamente como don dado por Dios al hombre: “Las puertas que abrió Dios para que
el hombre accediera al conocimiento de la religión y de su Ley son tres. La primera es la
razón, exenta de todo mal. La segunda es el Libro verdadero de Dios, revelado al
Profeta. Y la tercera, las Tradiciones transmitidas oralmente por nuestros antepasados,
tomadas de los Profetas. Nuestro maestro Sa'adia comentó todo esto hace tiempo de
manera suficiente” (Ibn Paqūda, 1994: 4-5). Razón, revelación y tradición van unidas,
siendo necesarias las tres para que el hombre fundamente su conducta moral y para que
descubra a Dios y sus obligaciones hacia El. La razón es la que certifica la veracidad de
la revelación: “Respecto a la grandeza de la bondad de Dios para con nosotros por

222
habernos dado la razón y el discernimiento con que nos distinguió del resto de las
especies de seres vivientes, no se nos oculta su gran utilidad para gobernar nuestros
cuerpos y para organizar nuestros movimientos, salvo en el caso de aquellos que han
perdido la razón por algún daño que les ha sobrevenido a su cerebro. Las ventajas que se
derivan de la razón son muy abundantes. En efecto, con ella podemos demostrar que
tenemos un Creador, Sabio, Único, Señor Inmutable, Uno, Eterno, Poderoso; que no le
envuelve ni el tiempo ni lugar alguno; que está por encima de las cualidades creadas y
más allá de la mente de cualquier ser; que es Misericordioso, Noble, Liberal; y que nada
se puede comparar con Él, ni Él puede ser comparado con nada… Por la razón también
se nos confirma nuestra fe en el Libro verdadero de Dios, por el que se reveló a su
Enviado, el cual nos indicó cómo es Dios” (Ibn Paqūda, 1994: 76).
Tan importante es la razón, que todos los preceptos encuentran fundamento en ella:
“Los deberes de los miembros corpóreos se dividen en dos partes. La primera contiene
los deberes que encuentra la razón, aunque no los mencione el Libro. La segunda, los
deberes recibidos por la Tradición, los acepte o los rechace la razón. En cuanto a los
deberes de los corazones, todos ellos se fundamentan en la razón, tal como lo explicaré
con la ayuda de Dios” (Ibn Paqūda, 1994: 5). Ley y razón se presentan, entonces, como
los principios de educación del hombre; la razón parece tener la primacía, pero la Ley y
la Tradición son necesarias para que el hombre pueda cumplir sus obligaciones hacia
Dios. Ibn Paqūda, como se ha dicho, trata de mostrar la conveniencia entre revelación y
razón, esforzándose por equilibrar el papel de ambos elementos en la vida del hombre.
Los deberes u obligaciones de los corazones son enumerados y estudiados en los
diez capítulos o tratados de que consta la obra: obligación de creer en la unidad de Dios;
obligación de considerar las creaturas; obligación de aceptar la obediencia a Dios;
obligación de confiarse en Él; obligación de dirigir todos nuestros actos a Dios; obligación
de mostrar humildad ante Dios; obligación de arrepentirse; obligación de rendir cuentas
del alma; obligación de la ascesis y la abstinencia; y, finalmente, obligación del amor a
Dios. El sistema de Ibn Paqūda, pues, se inicia con el reconocimiento de la existencia y
unidad de Dios a través de una rigurosa aplicación de los principios de la lógica, que
constituye también la base de la fe y de la religión, y finaliza con el amor a Dios, tras un
recorrido en el que el hombre se va liberando de cuanto le ata para alcanzar su fin:
“Debes comprender y saber, hermano mío, que todos los deberes de los corazones,
excelentes cualidades y honorables virtudes del alma que hemos mencionado antes en
este libro, no son sino peldaños y escalones para llegar al tema culminante que ahora
pretendemos explicar en el presente capítulo. Igualmente es preciso que sepas que todos
los deberes y virtudes obtenidos por la razón, por la Escritura o por la Tradición no son
sino gradas y moradas por las que se asciende a esta cima, que es el objetivo y fin último
sobre el que ya no hay otra meta” (Ibn Paqūda, 1994: 307). El hombre se sirve de todo
aquello que le ha proporcionado Dios para cumplir sus deberes de gratitud hacia Él a la
vez que le permite, a través de la vía contemplativa, única posible, llegar a Dios. La
razón se convierte, así, en el guía del alma hacia su destino. Pero no un guía que sólo
dirige, sino también un guía que lucha y combate, porque es la que impulsa al hombre a

223
su meta.

10.3. Breve semblanza de la filosofía entre los siglos XI y XII

El siglo XII se inicia con la presencia de varias personalidades que muestran el vigor
del pensamiento judío en la España medieval. En este breve esbozo que se está trazando
de la filosofía judía no cabe un estudio pormenorizado de estas personalidades. Pero sí
deben mencionarse sus nombres y sus obras, siquiera sea para que no caigan en el olvido
del lector. Neoplatónico cordobés, influido tal vez por Ibn Gabirol y ciertamente por
Isaac Israeli, fue Josef ibn Saddiq (m. 1149), autor de un texto no conservado en su
original árabe, Al- 'Álam al-sagīr (“Microcosmos”), sino sólo en su versión hebrea, en el
que sostiene que por el conocimiento de sí mismo el hombre puede llegar a conocer el
mundo corpóreo y el mundo espiritual, puesto que la estructura del cosmos encuentra su
imagen en la estructura del hombre. Dividido en cuatro libros, los dos primeros se
ocupan del mundo material y del mundo espiritual, donde estudia los principios del
conocimiento de Dios, la materia y la forma, la substancia y el accidente, el hombre y sus
almas vegetativa, animal y racional. En los dos últimos se aplica al examen de la unidad y
atributos de Dios y de los deberes del hombre desde una perspectiva próxima a la
teología judaica.
El granadino Moseh ibn 'Ezra’ (m. ca. 1138), miembro de una notable familia que
había ejercido cargos administrativos, hombre de educación esmerada, conocedor
profundo de la cultura árabe y de su cultura originaria. Además de escribir colecciones de
versos y poemas, compuso un importante libro, que se podría encuadrar en el género
adab de los árabes, pues es fuente de conocimientos sobre la cultura árabe y hebraica,
especialmente la poesía, titulado Kitāb al-muhādara wa-l-muādkara (“Libro de las
conversaciones y de las evocaciones”): “Tratado que comprende la disertación y el
recuerdo, en el que se contienen notas acerca de la poesía y los poetas, aspectos de la
técnica de la prosa y de los prosistas, unas gotas de las opiniones de la ciencia y de los
sabios, testimonios de las palabras de los hombres píos y honorables, lo nuevo entre las
noticias de los filósofos y jurisconsultos, destellos de las historias de los hombres
principales y famosos, algunos párrafos de las excelencias de escritores y entendidos en
retórica, frases de los vestigios de los gramáticos y sabios en cuestiones religiosas” (Ibn
Ezra, Moisés, 1985-86,1: XLIII-XLIV). Fue autor también de una obra de carácter
filosófico, la Maqālat al-hadīqa fi ma 'na l-maŷāz wa-l-haqīqa (“Tratado del Jardín
sobre el sentido metafórico y el propio”), escrita también en árabe y luego traducida al
hebreo, en la que se han identificado citas literales del original árabe del Fons vitae de
Ibn Gabirol. La obra está estructurada en dos partes, una filosófica y otra retórica y
lexicográfica, unidas por un hilo conductor: la elaboración de una teoría de la metáfora
bíblica ilustrada por el compuesto humano, por lo que su primera parte es una exposición
filosófica de todo lo que tiene que ver con el hombre: unicidad de Dios y negación de sus

224
atributos; movimiento y producción del universo; leyes racionales y tradicionales;
composición del hombre; naturaleza; intelecto; y las tres almas. Expone ideas
neoplatónicas y en la obra ya cita expresamente a al-Fārābī con referencias explícitas a
algunas de sus obras: “Al-Fārābī explica en su libro al-Sira al-fadila que la incapacidad
de los intelectos para aprehender la Esencia primera no se debe a una deficiencia por su
parte en el orden de la realidad, puesto que de Ella deriva una perfección consumada,
sino a la insuficiencia de nuestros intelectos, revestidos de materia y sujetos a la
privación”.
Uno de los más prestigiosos autores hispanojudíos fue Yéhudah ha-Levi (m. 1141),
nacido en Tudela y muerto a las puertas de Jerusalén, de quien se ha dicho que en la vida
de este hombre extraordinario todo es grande, luminoso, elevado y puro. Formado en las
culturas hebraica y árabe, residió en Lucena, Sevilla, Córdoba y Granada, donde fue
amigo de Moseh Ibn 'Ezra’ y sus hermanos. Abandonó Sefarad, residió en Egipto y viajó
a Tierra Santa. Sobresaliente lírico y apologista, su obra más importante, además de
numerosísimas poesías, es el Kitāb al-huŷŷa wa-l-dalīl fi nusr al-dín al-dalīl (“Libro de
la prueba y del fundamento en defensa de la religión menospreciada”), que fue traducido
al hebreo por Yéhudah ibn Tibbon en 1167 con el título Sefer ha-Kuzar, del que ha
derivado el nombre por el que se le conoce, Cuzarí. En 1660 fue traducido al latín por
John Buxtorf y en 1663 al castellano por el judío de origen hispano Jaacob Abendana.
El Cuzarí enfrenta el judaismo al cristianismo, al Islam y a la filosofía y tiene como
punto de partida un hecho histórico: la conversión al judaismo de los jázaros. Defiende la
superioridad de la religión revelada y profètica sobre los argumentos racionales. Su
argumento se asemeja al del Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano de su
coetáneo Pedro Abelardo. Yéhudah ha-Levi presenta al rey de los jázaros, hombre
piadoso que no pertenecía a ninguna de las grandes religiones, interesado en mantener un
diálogo con un filósofo, un cristiano, un musulmán y un judío, por causa de un sueño:
“Me acordé de lo que havia oydo de las rasones del Haber que tuvo con el Rey Cuzar, el
qual tomó la religión judaica havrá yo incirca de quatro cientos años, como se haze
mención y se sabe de sus coronicas, que le fue repetido un sueño muchas vezes, como
que un Angel hablava con el y le dizia: tu intención es acepta delante el Criador, pero tus
obras no le son agradables. Y el era muy devoto y deligente en los ritos de la ley de
Cuzar, en tal extremo que el mismo servia en la administración del Templo y de los
Sacrificios, con coragon perfecto y grande devoción; pero quando mas deligente era en
estas cosas, le venia el Angel de noche y le dizia: tu intención es acepta, y tus obras no
son aceptas; y esto fue causa para especular y inquirir todas las opiniones y las religiones,
y por fin se hizo judio” (Jehuda ha-Levi, 1979: 27). Se ha dicho que las palabras del
ángel deben tenerse por una revelación, por lo que Levi parece sugerir que la actividad
espontánea de la razón humana no impulsa al hombre hacia la búsqueda de la verdadera
religión, puesto que para ello es necesaria la profecía y la revelación. No satisfecho con
las respuestas del filósofo, del cristiano (el sabio de Edom) y del musulmán (el sabio de
Ismael), hubo de dirigirse al judaismo: “Yo veo que me es necesario consultar a los
judios, porque ellos son la reliquia de los hijos de Israel, porque yo veo que ellos son la

225
demostración y la prueva para todo el que tiene religion, de que aya ley del Criador en la
tierra” (Jehuda ha-Levi, 1979: 34).
El filósofo argumenta exponiendo doctrinas neoplatónicas y aristotélicas y
estableciendo las diferencias esenciales entre el Dios aristotélico, que desconoce al
individuo humano y se muestra totalmente indiferente ante los hombres, y el Dios de la
religión: “Entiendo la diferencia que ay del Dios de Abraham al Dios de Aristóteles”
(Jehuda ha-Levi, 1979: 196). Expone también cómo las actividades del hombre no le
pueden ayudar a alcanzar su fin supremo, que consiste en alcanzar la unión con el
Intelecto Agente y en la que conseguirá el conocimiento de todas las cosas inteligibles. Se
podría decir que aquí sigue, de manera resumida, la filosofía de Avempace. El rey, que
está impresionado por su sueño, le plantea la duda de por qué la filosofía no ha tenido
nunca profetas y por qué los sueños verdaderos no advienen a los hombres que más
saben. Si la filosofía fuese la verdadera religión, entonces el filósofo, como más próximo
a la unión con el Intelecto Agente, debería ser también profeta y, sin embargo, no lo es.
Es una pregunta que muestra no haber conocido bien la doctrina alfarabiana, que, como
ya se sabe, acepta la identificación del Filósofo-gobernante con el Profeta. Para el rey
jázaro, filosofía y profecía van por distinto camino; por eso le apunta al filósofo que no
hay certeza absoluta en la filosofía, porque su pretensión de aclarar la realidad descansa
en una confusión; además, la religión del judío está basada en el hecho de que Dios
puede tener una relación muy estrecha y directa con el hombre. Este podrá conocer a
Dios no a través de la consideración del universo, sino aplicándose a la historia judía, a
su tradición, a su ley en definitiva: “De todo lo que havemos dicho, consta claramente
que no se puede aproximar a Dios sino por medio de preceptos de Dios; y que no se
pueden saber los preceptos de Dios, sino por via de Prophecia, no por entendimiento
humano ni por consideración, y que no se puede dar entre nosotros y entre essas cosas
otra pro-pinquacion, sino por verdadera tradición; y los que nos entregaron essos
preceptos, no fueron singulares y pocos, sino muchos y grandes Sabios, que alcanzaron a
los Prophetas; y aunque no fueran Sacerdotes, Levitas y Ancianos, que recibieron la
tradición continua de la Ley mental, sin interrupción dende Mosseb” (Jehuda ha-Levi,
1979: 159).
Ha-Levi sólo aceptó la validez de la percepción sensible y de los argumentos lógicos
y matemáticos, negando que la mente humana sea capaz de alcanzar verdades físicas y
metafísicas. La prueba de ello es que muy diversos filósofos suelen estar de acuerdo en
las verdades lógicas y matemáticas, pero discrepan entre sí a propósito de las físicas y
metafísicas: “Cuzary. Parescerne que estas cosas Philosophicas tienen más subtileza y
certeza que las demás cosas. -Haber. Esto es lo que recelava de ti, que te persuadieses a
sus opiniones y se satisfíziesse tu alma con ellas; que por quanto se vé que ellos tienen
demonstracion en las sciencias Matemáticas y en la Logica, se confiaron los hombres en
todo lo que ellos dixeron en la Phisica y en la Metaphisica, y entendieron que todo lo que
dizen es demonstrative” (Jehuda ha-Levi, 1979: 239). El autor insiste continuamente, en
especial en los discursos cuarto y quinto, en que las fuerzas naturales del hombre no
bastan apara alcanzar el conocimiento de Dios que sólo obtenemos por revelación:

226
‘‘¿Cómo podre denotar con nombre propio aquel de quien no tenemos ningún
conoscimiento sino solo nos consta su ser por sus obras? -Pero lo denotaremos por
conoscimiento Prophetico y por vision espiritual; que las pruevas y rasones intelectuales
son falaces y hazen yerrar a los hombres, y de las rasones intelectuales viene el hombre a
heregia y a opiniones falsas y perniciosas; quién induzió a los que creyan haver dos
Dioses, a que dixessen que havia dos causas abeternas, sino las rasones intelectuales? y
ansi mismo los que tuvieron por opinión la abeternidad del mundo, que cosa los movio a
decir que la Espera Celeste era abetema, y que era causa de sí misma, y causa de otra,
sino las rasones intelectuales?” (Jehuda ha-Levi, 1979: 175). “Y estas cosas que no se
alcanzan por la consideración intelectual las negaron los Philosophos Griegos, porque la
consideración intelectual no admite lo que no se vé; y las recibieron y confirmaron los
Prophetas, porque no pudieron negar lo que vieron con el ojo espiritual, por el qual les
fue dada singular excelencia” (Jehuda ha-levi, 1979: 185).
A pesar de la crítica que dirige a la filosofía, ha-Levi no la rechaza, porque, en el
fondo, el racionalismo está sumergido en el pensamiento del pensador judío y reconoce
la validez que puede tener la filosofía: “Pero, aunque [los Philosophos] se alexaron tan
lexos de la verdad, no deven ser culpados, por quanto no alcanzaron el conoscimiento de
Dios sino por la especulación intelectual, y esto es lo que alcanzaron por su discurso y
especulación; y el que dellos confessare la verdad, dirá a los que profesan la ley, como
dixo Socrates al Pueblo, esta es vuestra ciencia Divina yo no digo que es falsa, mas
digo que no la entiendo ni la alcango, pero yo soy Sabio en la ciencia humana”(Jehuda
ha-Levi, 1979: 192). Para él, la filosofía es indubitable en sus principios, aunque sus
resultados sean equívocos: “Tuvo Abraham nuestro padre esta especulación, quando
alcangò por su especulación natural la Deidad y la unidad, antes que hablasse con él en
vision; y después que habló con él, dexó todas sus especulaciones intelectuales, y se
conviritiò a buscar la voluntad de Dios” (Jehuda ha-Levi, 1979: 212-213).
Ha-Levi expone en el quinto discurso algunas de las principales doctrinas filosóficas:
teoría de la materia y de la forma, los cuatro elementos, la naturaleza, el alma y sus
funciones, en expresiones que parecen estar tomadas de Avicena. No concede
importancia a todas estas doctrinas filosóficas, porque reitera de nuevo que el verdadero
creyente ha de confiar sólo en la revelación y en la tradición: “En todas [esas cosas] ay
dudas, y no ay conformidad entre un Philosopho y su compañero; pero con todo esso
deven ser escusados y merescen alabanza por lo que alcanzaron de su simple
especulación y tuvieron intención a buen fin, y hizieron las leyes intelectuales, y
aborrecieron el mundo; y en todo modo son dignos de loor, siendo que no eran obligados
a recebir lo que tenemos por tradición y nosotros somos obligados a recebir el testimonio
y la tradición ” (Jehuda ha-Levi, 1979: 243).
El Cuzarí es más una obra apologética que filosófica. Pero el uso que hace de
doctrinas filosóficas, así como su reconocimiento de la filosofía como resultado de la sola
razón natural (“Sobre estas cosas y otras semejantes es buena la especulación”, Jehuda
ha-Levi, 1979: 258) la convierten en una obra importante para la historia del pensamiento
judío, de una gran popularidad y muy apreciado.

227
Abraham bar Hiyya’ (m. ca. 1138) fue filósofo, matemático, astrónomo y traductor,
que vivió en la España cristiana y se formó en la cultura árabe. Originario del reino de
Zaragoza, vivió en Barcelona, donde ocupó un elevado cargo público. Fue el primer
judeo-español que escribió una obra de carácter filosófico en hebreo, la Meditación del
alma triste, donde realiza una síntesis de elementos neoplatónicos y aristotélicos y donde
propone una base racional para la religión. Y no deja de proponer una especie de filosofía
de la historia: el sistema del mundo está ordenado a la existencia de Israel; su fin último
no es el hombre en general, sino el pueblo de Israel; por tanto, lo que da sentido a la
historia es la historia de Israel. De aquí que analice la nación judía y señale la existencia
de tres categorías de creyentes según sea su conducta ante las leyes reveladas, en una
elaboración de las reflexiones de al-Fárabl sobre las diversas clases de ciudades.
Abraham ibn 'Ezra’ (m. ca. 1167), tudelano formado en la cultura árabe y judía, que
vivió en Toledo, Córdoba, Lucena, norte de África, Roma y diversas ciudades europeas,
donde hizo gala de dominio del latín. Poeta, gramático, astrónomo, matemático y
filósofo, también escribió comentarios a la Biblia que contribuyeron a difundir entre los
judíos el pensamiento filosófico griego, al que hizo muchas referencias. Su fama se
centra más en sus escritos exegéticos y astronómicos y fue autor de un Libro del
Nombre, que fue de gran influencia en el desarrollo de la Càbala, en el que estudia los
misterios del nombre divino Yahveh o Jehová, que se distingue de todos los demás
aplicados a Dios porque indica su esencia, mientras que los otros son atributivos. Por el
contrario, su pensamiento filosófico es aún poco conocido. A lo largo de sus obras se
percibe una tendencia neoplatónica, debida no a Ibn Gabirol sino a Avicena. De hecho,
escribió una obra, Hay ben Meqis (“Viviente, hijo del que vela”), en la que se aprecia
claramente la huella del filósofo árabe al tomar como modelo la obra aviceniana del
mismo título, existiendo notables identidades, pero también diferencias entre ambas,
especialmente las continuas referencias bíblicas que hay en el texto de ibn 'Ezra’.
Describe un ascenso desde el mundo inferior al mundo superior con un carácter mucho
más místico que el relato de Avicena. El texto se inicia con una introducción presentada
como una alocución sapiencial: “Vosotros, oh sabios, escuchad mis palabras. Vosotros, oh
hombres de conocimiento, prestad atento oído. Entended, jóvenes y ancianos, atended,
ignorantes e incultos, porque mi boca va a comunicar la verdad y mi lengua lo correcto”
(Ibn Ezra, Abraham, 1977: 102). Tras mostrar cómo hizo el ascenso, el sabio expone el
mundo inferior, describiendo al hombre, los tres reinos y los cuatro elementos, el mundo
superior de las esferas, el mundo de los ángeles y las almas y a Dios. Su doctrina
astrológica tuvo enorme influencia en algunos filósofos.
El introductor del aristotelismo en la filosofía judía fue Abraham ibn Daud (m.
1180), nacido en Córdoba y residente en Toledo. Habiendo adquirido una ingente
formación en las culturas judía, árabe y cristiana y gran conocedor de la filosofía griega,
supo liberarse de la tradición neoplatónica en la que se movía el pensamiento judío hasta
ahora y logró introducir el aristotelismo, preparando así el camino para la obra de
Maimónides. Su obra filosófica, al- 'AqTda al-rafifa (“La fe sublime”), perdida en su
original árabe y conservada en su versión hebrea, da muestras de un conocimiento

228
amplio de Aristóteles y de Avicena. Su objetivo parece haber sido mostrar el acuerdo de
la Escritura con las doctrinas aristotélicas. El libro está dividido en dos partes, una física,
en la que se ocupa de la filosofía y expone las pruebas para la existencia del Primer
Motor, y una segunda en la que trata de la religión. Y defiende la conveniencia entre la
revelación y la razón, como lo prueba el hecho de que la Escritura contiene muchas
cosas que otros pueblos han alcanzado por su sola razón. Está plenamente convencido de
este acuerdo profundo: “Si rechazamos la opinión de los filósofos por completo, aunque
esté firmemente fundada en demostraciones y sea de un elevado nivel; aunque pongamos
en duda sus pruebas, hagamos poco caso de su eminencia y nos apoyemos en lo que
resulta necesariamente del texto revelado, veremos entonces que los textos [de la Torah]
se contradicen”. La causa de que se recele y se desconfíe de este acuerdo está en el
desconocimiento de la filosofía aristotélica. Como peripatético, dirige una crítica contra el
neoplatonismo de Ibn Gabirol, a quien caracteriza diciendo que en su obra, La fuente de
la vida, se ocupa de un asunto que interesa a todos los hombres y no sólo a los judíos,
extendiéndose mucho sobre esa cuestión, de manera que su libro podría haberse reducido
a menos de una décima parte de lo que ha escrito; forma, además, silogismos con
premisas imaginarias, materialmente dudosas. Pero, sobre todo, lo critica por atribuir
materia a las substancias simples. Pero él mismo tuvo dificultades para acomodar la
doctrina aristotélica de la eternidad de la materia con la creencia judía en la creación del
universo, por lo que su intento de hacer concordar la teología judía con la filosofía
aristotélica, sin embargo, quedó en mera tentativa. Llevar a cabo esta tarea fue la misión
del gran filósofo de Córdoba, Maimónides.

229
11
Maimónides y la filosofía judía posterior

e ha visto en el capítulo anterior que aunque a lo largo de la historia de la filosofía ha


S habido épocas en que pensadores judíos han elaborado una “filosofía judía”, el
período por excelencia del desarrollo de esta filosofía es el perteneciente a los siglos X-
XV, correspondiente a la Edad Media, habiendo dos épocas perfectamente diferenciadas,
siendo Maimónides el gozne sobre el que giran ambas. Se ha señalado también cómo esta
filosofía que elaboran los judíos apareció tras la gran creación de la filosofía en el Islam,
que no fue un fenómeno fortuito por el encuentro con los textos filosóficos procedentes
de Grecia, sino fruto de una concepción propiamente islámica del conocimiento. La
filosofía judía surgió, además, en aquellas zonas geográficas donde la cultura islámica era
más poderosa y se expresó, además, en lengua árabe y no en la hebrea.
Esta realidad incontestable dio lugar a que algunos historiadores de antaño, fiados en
las apariencias más que en la propia realidad, establecieran que la filosofía judía no era
más que una mera copia de la que habían ido elaborando los musulmanes. Sin embargo,
esta opinión comenzó a ser rechazada de manera convincente cuando vieron la luz los
primeros estudios serios sobre la filosofía judía, en especial los trabajos publicados por el
ya citado Salomón Munk, de gran valor aún hoy. Que la filosofía judía sea un simple
calco de la musulmana ya no puede ser sostenido, según se ha ido viendo en el capítulo
anterior, donde se ha pretendido que quedara claro que los pensadores judíos asimilaron,
revivieron y recrearon en la geografía islámica su patrimonio tradicional y sólo en diálogo
con éste.
Así, la filosofía judía tuvo su propia originalidad y personalidad, como la tuvo la
árabe respecto a su fuente, el pensamiento filosófico griego. Esa originalidad, como se
apuntó, se manifestó desde el momento en que la filosofía judía puede ser considerada
como el intento, llevado a cabo por determinados intelectuales de la comunidad hebraica
medieval, de dar solución desde la razón a problemas específicos debatidos en la

230
comunidad. También se ha sugerido cómo esa filosofía no es sino un reflejo de la
problemática especial planteada por la fe y la religión judía ante la razón. Y se acababa el
capítulo anterior señalando que quien mejor supo resolver en la comunidad judía tal
problema fue el cordobés Maimónides.
Considerado quizá el más eminente personaje de su época, fue él quien, como
hombre abierto y cultivado que desconfiaba de los comportamientos rígidos, creó lo que
podría ser considerado como el racionalismo judío, que no debe entenderse tal como en
la filosofía árabe, como un reconocer la superioridad de la razón por encima de la
revelación, sino como un mostrar que el verdadero sentido de la Escritura, no el literal,
sino el propio, está en concordancia con las verdades de la filosofía, así como un afirmar
la superioridad de la contemplación sobre los ritos prescritos por la tradición. Con ello
llegó a alcanzar una síntesis aceptable en sus líneas más generales por los miembros de
las otras religiones.
Junto con Avicena y Averroes fue una de las grandes figuras de la filosofía medieval,
que se constituyó en base e inspiración de la filosofía elaborada en Europa a partir de la
recepción del legado griego, árabe y judío. Talmudista, codificador de la Torà, filósofo,
matemático, médico, dotado de un talento literario sin igual, llegó a transformar la
comunidad judía de Egipto y a ofrecer un nuevo orden para los judíos del mundo. Su
herencia fue decisiva para el mantenimiento de la fe y de la unión del pueblo judío y toda
la filosofía judía posterior tiene que ver con la suya, bien por tomarse como punto de
partida de nuevos desarrollos, bien por ser punto de fricción y de desacuerdo en la
comprensión de la realidad impuesta por la visión judaica del mundo. Pero, y esto es otro
punto que hay que tener en cuenta, Maimónides ha leído y discutido los textos de su
Escritura muchas veces en relación con la cultura islámica y frente a ella. No es sólo lo
que toma de los falàsifa, sino también de los propios teólogos musulmanes, a los que
critica como conocedor del pensamiento islámico. Esto le permite ser muy audaz al
responder a la crítica que Yéhuda ha-Levi había dirigido contra la filosofía griega. No
obstante, permaneció siempre fiel a su judaismo y se dirigió siempre a los judíos.

11.1. La filosofía de Maimónides

Moseh ben Maymón, conocido por Maimónides, nació en Córdoba el año 1135, o
en 1138 según apuntan recientes investigaciones basadas en documentos descubiertos en
la Geniza de El Cairo. Pertenecía a una familia de jueces, cuya genealogía dice remontar
hasta el rey David. Muy pocas son las noticias que se conservan de su juventud: que se
formó en la Torà y en el Talmud. Al establecerse los almohades en Córdoba, en 1148 y
desatar persecución contra las comunidades judía y cristiana, la familia de Maimónides
decidió establecerse fuera de Córdoba, probablemente en Almería, hasta que los
almohades la conquistaron en 1157.
Después, hacia 1160, la familia abandona la Península y se establecen en Fez, sin

231
que se sepa con certeza por qué acuden a esta ciudad, centro de poder de los almohades.
Se sabe que aquí existía una notable escuela, donde enseñaban un gran talmudista
Yéhudah ha-Kohen ibn Sosan, con quien completó su formación, interesándose por
temas filosóficos y por la medicina. Se ha dicho también que aquí se convirtió al Islam,
según narración referida por dos historiadores de los médicos, Ibn al-Qiftī e Ibn Abī
Usaybi'a. El relato del primero es el siguiente: “Cuando 'Abd al-Mu’min, el berebere que
conquistó el Magreb, proclamó en el país sobre el cual reinaba la expulsión de los judíos
y de los cristianos, les fijó un término y les estipuló que quien se convirtiera al Islam allí
donde se encontrara podría conservar sus medios de subsistencia y tendría los mismos
derechos y deberes que un musulmán. Pero el que continuara con la religión de su
comunidad debía o bien partir antes del término fijado, o bien estaría expuesto, al acabar
ese término, a la muerte y a la destitución de sus bienes. Cuando este decreto fue
proclamado, los que tenían pocos bienes y familia se marcharon; pero quienes tenían
grandes posesiones y quienes no querían separarse de su familia se mostraron
convertidos al Islam, pero disimulaban su infidelidad. Mūsā b. Maymün estuvo entre
ellos y permaneció en la ciudad. Cuando mostraba las apariencias del Islam, se limitaba a
manifestar las partes externas del Islam, a saber la lectura del Corán y la oración.
Continuó comportándose de esta manera hasta que se le presentó la ocasión para partir,
después de un período en el que se preparó y que fue apto para facilitarle este viaje.
Partió de al-Andalus para Egipto con su familia, se estableció en la villa de Fustāt entre
los judíos, manifestó entonces su religión judía y habitó en un barrio llamado al-Massīa.
Para vivir, comerciaba con piedras preciosas y otras cosas semejantes” (Ibn al-Qiftī,
1903: 318). Ibn Abl Usaybi'a confirma esta versión diciendo que cuando vivía en el
Magreb se convirtió al Islam, sabiéndose de memoria el Corán y ocupándose del Fiqh,
aunque cuando llegó a El Cairo renegó de la religión islámica. La Carta de la conversión
forzosa o Epístola de la apostasia, fechada en Fez en 1160 o 1161 parece confirmar este
relato de la conversión aparente al Islam.
En 1165, tras la ejecución de su maestro ibn Sosan, abandonó Fez y embarcó en
Ceuta para dirigirse a Palestina. Llegó a Acre, donde permaneció cinco meses,
habiéndose acercado a Jerusalén en un breve viaje de tres días de duración. Poco
después abandonó Palestina y se dirigió a Alejandría y de allí a Fustát, entonces vieja
población en las afueras de El Cairo, donde fijó definitivamente su residencia. Murió su
padre y después murió su hermano David, quien se encargaba del sustento de la familia.
Este hecho le produjo una gran depresión y se sintió enfermo durante un año. Entonces
Maimónides se dedicó a la práctica de la medicina, hasta que en 1185 el visir de
Saladino, el cadi al-Fádil al-Baysáml le nombró médico personal, cargo que luego
ejercería para el hijo de Saladino, al-Afdal Nūr al-Dln. A ambos les dedicó escritos de
medicina. Sin más datos de relieve, entregado diariamente a sus deberes médicos con el
rey hasta el mediodía, a sus pacientes particulares, judíos y no judíos, importantes y no
importantes, por la tarde en su casa, tomando antes de atenderlos un ligero refrigerio,
única comida en todo el día, y al llegar la noche extenuado hasta el punto de no poder ni
hablar, según su propio relato. Así fúe su vida hasta que murió en noviembre, según unas

232
fuentes, o en diciembre, según otras, del año 1204. Fue enterrado en Tiberiades, según
deseo que había expresado antes de morir. Maimónides se consideró toda su vida un
sefardí, un judío inserto en la tradición cultural del hebraísmo hispano, tan impregnado
de cultura árabe.
Cuatro ámbitos de investigación ocupan la obra de Maimónides. En primer lugar, su
labor de estudioso de la tradición judía. Aquí destacan sus obras Luminar o Comentario
a la Misná, terminada de componer en Fez, en 1168, donde pretende ofrecer una
interpretación de cada misná para conocer el sentido de sus palabras; fue redactada con
el propósito de proporcionar respuesta a las dificultades y necesidades del pueblo judío y
con la finalidad de preservar la unidad de su pueblo. En ella, Maimónides se atiene
estrictamente a los principios de la tradición para ofrecer un cuadro casi dogmático que
representa el verdadero credo del judaismo. En segundo lugar, la Misné Torà, su gran
obra rabínica terminada de redactar en 1180, que es una amplia codificación de todas las
leyes o normas del judaismo; esta obra debería guiar a sus lectores a través de las
oscuridades e imprecisiones del Talmud, en el que está contenida la vida interior y
exterior del judaismo; expone, en un lenguaje claro y breve la Ley, porque quería que
ésta estuviese en la boca de todos los hombres. Al componerlo, tenía conciencia de estar
escribiendo un libro definitivo: “Nadie tendrá necesidad de ayuda para conocer la ley
judaica, si tuviera mi obra que constituye una colección completa de todas las
instituciones, usos y decretos, desde Moisés hasta el fin de la redacción del Talmud,
incluyendo las explicaciones posteriores”. Era la primera vez en la historia del pueblo
judío que un solo hombre osaba recoger en una sola obra la totalidad de lo que constituía
la ciencia hebraica. Los intentos anteriores habían fracasado. Como consecuencia de este
segundo libro que se cita y para permitir clasificar todas las prescripciones, leyes y
decisiones de los 613 preceptos, escribió el Libro de los preceptos, donde hace un
recuento razonado de los preceptos que constituyen el contenido positivo del judaismo,
basándose en nuevos criterios de clasificación, guiado por su propia hermenéutica; escrito
también en lenguaje accesible, ofrece un camino más fácil para adquirir conocimiento
respecto a los preceptos. En la primera parte del texto, establece los catorce fundamentos
o principios lógicos que utiliza para determinar qué es un precepto. Finalmente, otra obra
de este ámbito rabínico que merece mención aquí es el libro que lleva por título Los ocho
capítulos [sobre ética], en el que intenta armonizar doctrinas éticas filosóficas; afirma el
libre arbitrio humano y rechaza tanto el determinismo astral como la predestinación
divina. Es una obra en la que habla de las fuentes que ha usado: diversos textos
rabínicos, filósofos antiguos y modernos y, en general, de escritos de muchos hombres.
Habla, además, de un “libro muy conocido”, sin querer indicar el nombre de su autor.
Recientes investigaciones han mostrado que este libro al que se refiere sin citarlo es el
libro de al-Fàràbl Fuşūl al-madanī (“Artículos de la [ciencia] política”). La dependencia
de Maimónides respecto de este libro es muy amplia, existiendo pasajes en los que
Maimónides repite cuanto escribió el filósofo musulmán, especialmente aquellos que
tienen que ver con la psicología y con la ética. Incluso toma a al-Fārābī como fuente de
la filosofía ética griega. Sólo se aparta de él cuando al-Fārābī habla de la naturaleza de

233
Dios y de su relación con el universo así como respecto de la función del político,
adoptando Maimónides en tal caso una posición más acorde con su tradición escrituraria
y religiosa.
Como médico, Maimónides ha escrito diversas obras, entre las que cabe mencionar
Aforismos médicos de Mosé, Tratado sobre el asma, Sobre los venenos, Sobre las
hemorroides, Comentario a los aforismos de Hipócrates, Comentario de los libros de
Galeno y Comentario sobre los nombres de las drogas. Como astrónomo compuso
Tratado sobre el calendario y la Carta a los rabinos de Montpellier sobre la astrologia,
en la que establece como principios los datos de los sentidos, el intelecto y la tradición:
“Sabed, señores, que el hombre no debe creer en nada que no se base en uno de estos
tres enunciados. Primero: Aquello que presente una clara evidencia para el intelecto
humano, como ocurre con las matemáticas, la aritmética o la astronomía. Segundo:
Aquello que el hombre perciba con sus cinco sentidos. Así sabe si algo es rojo o negro,
etc., por el sentido de la vista, también gusta lo dulce y lo amargo, siente el frío y el
calor, oye que una voz es ronca y otra aguda, puede percibir olores agradables y
pestilentes, etc. Y en tercer lugar: Todas las verdades que han recibido los hombres de
los profetas y de los hombres justos. Todo ser racional tiene que usar su razón y su
intelecto para distribuir según estos tres enunciados todas las verdades en las que cree”
(Maimónides, 1987: 237).
Pero son sus obras filosóficas las que interesan aquí. Parece que la primera obra que
escribió fue su Maqāla Ji sinā 'at al-mantiq (“Tratado de lógica”), que data del año
1158. Fue traducida tres veces al hebreo, sin que se pueda precisar si fue por un gran
interés por el texto o porque no tuvieron difusión las distintas versiones. La primera por
Mošé ibn Tibbon en tomo al año 1254; la segunda vez por Ahitub b. Isháā, médico de
Palermo, hacia 1260; la tercera vez por Yosef ben Vives, de Lorca, en el siglo XIV. La
primera y única versión latina, debida a Sebastian Munster, fue hecha en 1527. Es un
tratado que apunta a formar el razonamiento del aprendiz de filósofo, pues en él
Maimónides expone de manera clara y concisa los términos más importantes de la lógica.
Es un resumen de lógica elemental, en la que falta la lógica modal, en el que incluye
además una clasificación de las ciencias en la que la lógica aparece como un simple
instrumento de éstas. La obra, según cuenta al principio, se escribe a petición de un
imaginario personaje, especialista en ciencias religiosas y que domina el arte del lenguaje,
para explicar los neologismos que forjan los lógicos: “Un gran personaje entre los
especialistas de las ciencias que tienen relación con las leyes religiosas y de aquellos que
poseen la corrección y la elocuencia en lengua árabe pidió a un hombre que examina el
arte de la lógica que le explicara el sentido de los términos que se hallan frecuentemente
en el arte de la lógica, que le clarificara los neologismos que forjan los adeptos de este
arte y que lo hiciera con los términos más concisos posibles, sin diluir exageradamente las
ideas, a fin de no alargar el discurso. En efecto, su fin no es aprender este arte a partir de
lo que yo voy a mencionarle ahora, porque las preparaciones que existen para quien
quiera hacer el aprendizaje de este arte son numerosas, mientras que su fin era solamente
conocer sus neologismos en las más importantes de sus expresiones, nada más”

234
(Maimónides, 1996: 33-34).
A lo largo del librito no se percibe en ningún momento que haya sido escrito por un
judío. Ni siquiera los ejemplos que aporta pertenecen a la cultura judaica, sino a la árabe.
Sólo la labor de los traductores modificó el texto original en este sentido, añadiendo
nombres hebreos allí donde Maimónides se atenía a los propios de los lógicos
musulmanes, como cuando elige los nombre propios usuales en los autores árabes de
Zayd y 'Amr. Es ahora cuando se percibe la gran deuda de Maimónides con al-Fārābī al
que se debe considerar como el verdadero maestro del filósofo judío. Hay en ella
múltiples huellas de los escritos lógicos de su maestro árabe. Recuérdese el elogio que
hace de al-Fārābī en carta a su traductor Samuel Ibn Tibbon, fechada en 1199, casi al
final de su vida: “Toma la precaución de estudiar las obras de Aristóteles con sus
comentarios, los de Alejandro y Ternistio y la explicación de Averroes… En general te
digo que no te ocupes de los libros de lógica, excepto los del sabio Abunazar al-Fārābī
porque todo lo que compuso, y especialmente el Libro de los principios de la existencia
del todo [su libro Política], es como harina blanca” (Maimónides, 1988: 121-122).
Así, por ejemplo, además de la división del atributo o predicado, con que se inicia la
obra, en nombre, verbo, partícula o frase, que está expuesta por al-Fārābī en varias de
sus obras, conviene destacar dos textos que son completamente paralelos. El primero de
ellos se encuentra en el capítulo octavo de la Maqāla, donde Maimónides dice lo
siguiente: “Las aserciones que son conocidas y que están exentas de demostración son
cuatro especies: los datos de los sentidos, como nuestro conocimiento de que esto es
negro, esto está azucarado y esto es caluroso; los inteligibles primeros (axiomas), como
nuestro conocimiento de que el todo es más grande que la parte, de que el dos es un
número par o que cosas iguales a una tercera son iguales entre sí; las opiniones
acreditadas, como nuestro conocimiento de que descubrir la desnudez es vergonzoso y
de que responder con buenas acciones a un benefactor es bello; y las opiniones recibidas,
como todo aquello que recibimos de parte de una persona de confianza o de un grupo de
gente de confianza” (Maimónides, 1996: 60-61). La misma división establece al-Fārābī
en su obrita sobre lo que es preciso saber para iniciarse en el arte de la lógica.
Más significativo es el texto con el que Maimónides comienza el capítulo
decimocuarto de la Maqāla, porque allí muestra hasta qué punto su concepción de la
lógica es la misma que la de los pensadores musulmanes y, en especial, la de al-Fārābī. El
texto de Maimónides reza de la siguiente manera: “El término logos, según el uso de los
antiguos sabios de las comunidades desaparecidas, es un término equívoco que se aplica
en tres sentidos. El primero es la facultad por la que el hombre se singulariza y por la que
intelige los inteligibles, comprende las artes y distingue entre lo vil y lo noble. El segundo
sentido es el inteligible mismo que el hombre ya ha inteligido, y ellos lo llaman logos
interno. El tercer sentido es la expresión por la lengua de estos conceptos impresos en el
alma, y lo llaman logos externo” (Maimónides, 1996: 94-95). Este mismo texto en su
literalidad se encuentra en dos obras de al-Fārābī la Risāia sudira bi-hā al-kitāb
(“Epístola de introducción a la lógica”) y el comentario al Peri Hermeneias aristotélico.
Escribió también textos breves y cartas de carácter filosófico, como Epístola de la

235
resurrección de los muertos, Sobre la conversión forzosa, Carta a los judíos del Yemen,
Sobre la unidad de Dios y Sobre la felicidad.
Pero la obra que le ha dado gloria universal es la titulada Dalālat al-ha 'i-rin (“Guía
de perplejos”), traducida por dos veces al hebreo con el título Moré nebukim, primero
por Samuel ibn Tibbon, hacia 1204, aún en vida de su autor y poco más tarde por
Yéhudá al-Harizí, y muy pronto, todavía en la primera mitad del siglo XIII, vertida al
latín a partir de esta segunda versión hebrea, con el título Dux neutrorum vel dubiorum.
Respecto de la primera versión hebrea, se conserva una carta que su traductor, Samuel
ibn Tibbon escribió a Maimónides en la que le dice: “Te envío asimismo las tres partes
del tratado que tenemos, las disponibles que nos han llegado de ahí. De ellas hice la
traducción que envío a nuestro venerable señor. Pido a tu Reverencia que ordenes a
alguno de tus discípulos que las corrija con solícito esmero, una y otra vez, hasta que se
hagan escritos seguros, en los que no quede ningún error. Que nuestro señor tenga a bien
rubricarlos una vez que se cerciore de lo exacto de la corrección… No me he sentido
coartado a importunar a nuestro señor en esto, porque sé que es grato a tus ojos remover
el error de nuestras casas. Pero mi corazón tampoco quedará tranquilo y satisfecho en
tanto no supiera que aquel tratado está corregido, porque quién es el que puede estar
seguro de que no hay error cuando los errores en los libros son tan abundantes. Incluso
se le escapan muchos lugares al sabio que inspecciona atentamente el escrito, cuánto más
a mí que no he percibido el aroma de la sabiduría. Nuestro señor habrá visto en la tercera
parte algunas correcciones aparte de las correcciones del segundo texto que llegó a mis
manos. Parte de aquella sección no estaba tan errada como la primera. Porque la primera
versión, tal como comuniqué a nuestro venerable señor, parece que había sido copiada
de un códice con escritura árabe o de un códice que había sido copiado a su vez de otro
con escritura árabe. Por esto había en ella muchas faltas, como había visto nuestro
señor” (Maimónides, 1989: 28). La preocupación del traductor por ser fiel fue muy
grande. La tradujo a petición de los sabios de Lunel, en la Provenza, sabedores de la
categoría que tenía la obra de Maimónides. Las reacciones que provocó esta versión
fueron de entusiasmo, dejando huella en todos los pensadores judíos posteriores. De
hecho, se han conservado en tomo a 170 copias manuscritas de esta versión, mientras
que sólo dos copias de la versión de al-Harizí.
La obra, que muestra un gran conocimiento de la cultura filosófica árabe y
musulmana así como de la tradición religiosa del judaismo, está dividida en tres partes,
como refiere su traductor en la carta antes citada. La primera parte consta de una
introducción; un estudio del lenguaje religioso, nombres y verbos, aplicados a Dios, por
el uso de expresiones que no se pueden tomar en su sentido literal; un análisis del
conocimiento humano y sus límites; los atributos divinos; y una exposición del Kalām
islámico, al que somete a crítica, incluyendo en esa invectiva a algún judío que se puede
considerar como formando parte de dicho Kalām, La segunda parte, la más filosófica de
las tres, está compuesta por una introducción; las pruebas filosóficas sobre la existencia
de una Causa primera; estudio de las esferas celestes y los Intelectos superiores; análisis
de las teorías sobre el origen del universo; estudio de la profecía. La tercera parte se

236
ocupa de la visión de Ezequiel; la materia y la forma; el bien y el mal, la creación; la
providencia y la omnisciencia de Dios; la Ley divina; y sobre la conducta del hombre
hacia Dios. Se trata, pues, de una verdadera suma teológico-filosófica en la que se
expone el pensamiento de Maimónides.
En la Introducción a la Primera parte, verdadero preámbulo a toda la obra, expone
cuál es el objetivo que se propuso al escribirla: “El primer objetivo de este Tratado es
explicar los significados (ma 'ānī) de algunos términos que se hallan en los libros de la
profecía (kutub al-nubuwwa). Entre estos términos hay algunos que son equívocos
(mustaraka); los ignorantes, sin embargo, les atribuyen sólo alguno de los sentidos que
tiene ese término equívoco. Otros son usados metafóricamente (musía 'ara); también los
toman en el sentido primitivo del que está sacada la metáfora. Y hay otros que son
anfibológicos (imusakkaka), de modo que unas veces son considerados como unívocos
(tawátu ’) y otras veces como equívocos. No es objetivo de este Tratado hacer
comprender todos ellos a la gente común y a los que se inician en el estudio, ni enseñar a
quien sólo estudia la ciencia de la Ley ( 'ilm al-šarī'a), es decir, su jurisprudencia. El
objetivo de todo este Tratado y de todo lo que es como él es la ciencia de la Ley en su
verdadera realidad; más bien es el dar indicaciones al hombre religioso en cuya alma está
establecida y se ha convertido en creencia suya la veracidad (sihha) de nuestra Ley. Ese
hombre es perfecto en su religión y en sus costumbres, ha estudiado las ciencias de los
filósofos y conoce sus significados; la razón humana lo ha atraído y lo ha dirigido para
ocupar su puesto; pero se ve impedido por los sentidos exteriores de la Ley y por lo que
no ha dejado de comprender o se le ha hecho comprender acerca de los significados de
aquellos términos equívocos, metafóricos y anfibológicos. Permanece, por tanto, en [un
estado de] perplejidad y estupefacción: o bien se deja llevar por su razón, rechaza lo que
sabía de esos términos y cree que ha rechazado los fundamentos de la Ley, o bien se
atiene a lo que ha comprendido respecto de esos términos y no se deja arrastrar por su
razón. En tal caso habrá vuelto la espalda a su razón y se habrá alejado de ella; cree con
ello que ha atraído sobre sí un perjuicio y un daño en su religión; permanece con esas
creencias imaginarias, pues de ellas procede el miedo y la turbación, y no dejará de tener
dolor de corazón y una intensa perplejidad (hayra šadīda). Este Tratado contiene un
segundo objetivo, que es explicar alegorías muy recónditas que vienen en los libros de los
profetas, sin que esté claro que sean alegorías; más bien al ignorante y al desconcertado
le parecen que sólo tienen su sentido externo ( āhir) y no un sentido intemo (bátin). Sin
embargo, si las considera quien es verdaderamente sabedor y las interpreta en su sentido
extemo, le advendrá una intensa perplejidad. Pero si le explicamos esa alegoría o le
advertimos que es una alegoría, entonces estará en la buena senda y se librará de esa
perplejidad. Por eso he titulado este libro Daldla al-hā’irín (“Guía de perplejos”)”
(Maimónides, 1974: 5-6).
Dos son, pues, los objetivos que se propone Maimónides en esta obra: interpretar,
en primer lugar, el significado de aquellos términos contenidos en la Escritura que no
tienen un sentido preciso y claro, sino que se prestan a ambigüedad por tener varios
sentidos o por tomarse metafóricamente, porque existía la creencia de que más allá del

237
sentido literal de los textos religiosos había un significado más profundo; y, en segundo
lugar, exponer a qué se refieren las alegorías y parábolas que hay en la Escritura, porque
formaba parte del contenido de la filosofía judía en general la interpretación de versículos
y enseñanzas bíblicas, así como de expresiones de los rabinos consolidadas por la
tradición. Y, sin embargo, la obra es, fundamentalmente, un intento de estudiar la
probable conveniencia entre la filosofía y la religión judía, tratando de mostrar, por medio
de la interpretación alegórica, las verdades filosóficas que oculta el texto de la revelación.
Es lo que parecen ocultar sus palabras del capítulo segundo de la segunda parte, cuando
dice lo siguiente: “Has de saber que lo que he pretendido en este Tratado mío no es
escribir algo acerca de la Física ni resumir las nociones de la Metafísica según algunas
doctrinas, ni demostrar lo que se ha demostrado ya de ellas. Tampoco ha sido mi
intención en él resumir y compendiar la disposición de las esferas celestes ni dar a
conocer su número, pues los libros compuestos sobre todo esto bastan, y si no fueran
suficientes en alguno de los asuntos, lo que yo pudiera decir sobre ese asunto no sería
mejor que todo lo que se ha dicho. El objetivo de este Tratado es solamente lo que ya te
di a conocer en su principio: aclarar las ambigüedades de la Ley y poner de manifiesto las
verdaderas realidades de sus significados internos, que están muy por encima de lo que la
gente común puede comprender. Por eso si ves que hablo del establecimiento y del
número de los intelectos separados, o del número de las esferas y de las causas de sus
movimientos, o de investigar la significación de la materia y de la forma, o sobre el
significado de la emanación divina o algo similar a estas nociones, no debes creer ni se te
debe pasar por la mente que yo sólo he pretendido investigar esa significación filosófica
nada más, puesto que esos conceptos ya han sido expuestos en muchos libros y se ha
demostrado la veracidad de muchos de ellos. Por el contrario, solamente pretendo
mencionar aquello cuya comprensión pueda aclarar algunas ambigüedades de la Ley y
desenredar muchos nudos con el conocimiento de aquella noción que yo resumo. Ya
sabes, por el inicio de este Tratado mío, que su eje gira sobre la explicación de lo que
pueda comprenderse del Relato de la creación y sobre el Relato del mandato (qissa al-
jalq wa-qissa al-amr) y la aclaración de las ambigüedades referentes a la profecía y al
conocimiento de Dios. En todo capítulo en el que me veas hablar de aclarar un asunto ya
demostrado en la Física, o de un asunto demostrado en la Metafísica, o explicar que es
digno de ser creído, o de un asunto referente a lo que se ha explicado en las
Matemáticas, has de saber que eso es clave imprescindible para comprender algo de los
libros de la profecía, me refiero a sus alegorías y a sus secretos; por esa razón lo he
mencionado, lo he explicado y lo he puesto de manifiesto por el conocimiento del Relato
de la creación o del Relato del mandato que nos proporciona, o para la explicación de
algún principio respecto a la noción de la profecía o respecto a la creencia en una opinión
verdadera perteneciente a las creencias de la Ley” (Maimónides, 1974: 278-279).
Maimónides parece encubrir con el estudio y aclaración de las anfibologías de la Ley el
conocimiento filosófico de la realidad. Y al querer establecer la conveniencia de la Ley
religiosa con la filosofía, quiere ejemplificarlo con dos relatos que propone como
equivalentes a la física y a la metafísica; primero, entre el relato de la creación o del

238
origen del mundo, referido en el libro del Génesis, y la física; segundo, entre el relato del
mandato, amr como se lee en el texto árabe, o del carro, markaba como se lee en la
versión hebrea representando la visión de Ezequiel, narrada en el capítulo primero del
libro de Ezequiel, y la metafísica, según refiere en la introducción a la obra: “Hemos
expuesto en nuestros escritos talmúdicos cosas resumidas acerca de este asunto, hemos
advertido sobre muchos conceptos y hemos mencionado en ellos que el Relato de la
creación es la Física (al- 'ilm al-tabī'a) y que el Relato del mandato es la Metafísica (al-
ilm al-ilāhī)” (Maimónides, 1974: 6-7).
Este proceso de racionalización de la religión, al que parece verse abocado
Maimónides, tiene también que ver con al-Fārābī. Como ya se puso de relieve, para al-
Fārābī el fin de la religión y de la filosofía coinciden, porque conocer a Dios en la medida
de lo posible al hombre e imitarlo en sus acciones es lo propio de la religión. Es un
propósito típicamente platónico, que implica una clara concepción intelectualista del
hombre, ya que el fin de éste, su felicidad suprema, radica en desarrollar al máximo su
capacidad intelectual. La misma interpretación se encuentra al final de la Guía de
perplejos, donde su autor señala cómo la perfección del hombre consta de dos estadios,
siendo uno la percepción de Dios y del universo, y el otro la imitación de las acciones de
Dios en la actividad práctica: “La cuarta clase (de perfección) es la verdadera perfección
humana; consiste en la adquisición de las virtudes intelectuales, me refiero a la
concepción de los inteligibles que proporcionan opiniones correctas sobre asuntos
metafísicos. Esto es el fin último y es lo que perfecciona verdaderamente al individuo,
pues le pertenece a él solo; le da una existencia perdurable y por medio de ello el hombre
es hombre. Si consideras cada una de las tres perfecciones antecedentes, hallarás que
pertenecen a los otros, pero no a ti, aunque, según las opiniones acreditadas, pertenecen
a ti y a los otros. Esta última perfección, sin embargo, es propia de ti solo y nadie la
comparte contigo de ninguna manera… También los Profetas nos han expuesto y
comentado estas mismas nociones, tal como las han comentado los filósofos, y nos han
puesto de manifiesto que ni la perfección de la posesión, ni la perfección de la salud, ni la
perfección de las costumbres morales son perfecciones de las que haya que
enorgullecerse ni apetecer, y que la única perfección de la que hay que enorgullecerse y
desear es el conocimiento del Altísimo, que es la verdadera ciencia… El fin al que
[Jeremías] alude en ese texto es que está claro que la perfección del hombre de la que
verdaderamente puede enorgullecerse es haber adquirido, según sus facultades, la
percepción de Dios Altísimo, y haber reconocido su providencia sobre sus criaturas al
crearlas y al gobernarlas tal como es. La conducta de tal individuo, después de haber
obtenido esa percepción, será el proponerse siempre las buenas acciones, la rectitud y el
buen juicio, imitando las acciones del Altísimo, tal como hemos explicado varias veces en
este Tratado” (Maimónides, 1974: 737-740).
Para fundar esa racionalidad de la Ley, accesible solamente a los capacitados que
dominen el estudio de las ciencias religiosas y de las ciencias filosóficas, especialmente la
lógica, Maimónides pretende apoyarse en la filosofía aristotélica, tal como fue entendida
por la tradición cultural en la que se ha formado, la perteneciente a la filosofía árabe. Y

239
allí, el exponente más importante del aristotelismo era Averroes, el paisano coetáneo de
Maimónides, cuyos comentarios, como se ha visto antes en la carta a Samuel ibn Tibbon
de 1199, recomienda. ¿Conoció y asimiló realmente el Aristóteles de Averroes?
Desde antiguo se ha dicho, leyenda incluida, que durante su destierro en Lucena
Averroes mantuvo una relación amistosa con Maimónides. Lo único cierto es que éste
residía desde hacía años en El Cairo. Y hasta aquí le llegaron los escritos de Averroes.
Así lo confirma en carta a su discípulo Yosef bar Yehudá, escrita durante la última
década del siglo XII, donde le dice lo siguiente: “Esto me ha llevado a la situación de que
yo consumo permanentemente el día en El Cairo, en la visita de los enfermos. Cuando
regreso a Fostat, a lo más me contento, en lo que queda del día y de la noche, con leer
algo buscado por mí de los libros de medicina. Tú sabes, en efecto, qué amplia es esta
disciplina y qué difícil es para un hombre consciente y responsable, porque yo no quiero
proferir ningún juicio si no conozco previamente las razones, por qué se dice y cuál es el
camino de la analogía en aquel ámbito. Esto (de nuevo), me ha llevado a la situación de
que no encuentro ningún momento para leer nada de la Torà no pudiendo leer (la Biblia)
más que en el sábado. Respecto al resto de las ciencias, no hallo ningún momento libre
para prestarles mi atención. Bajo este punto de vista es grande la aflicción que esto me
provoca. En este período de tiempo me ha llegado todo cuanto escribió Averroes sobre
los libros de Aristóteles, fuera del (libro) Del sentido y de lo sensible. Me parece que ha
acertado, pero hasta ahora no he encontrado ningún momento libre para leer sus libros”
(Maimónides, 1989: 70-71).
Aunque Maimónides tuvo conocimiento de las obras de Averroes, sin embargo no
hay ninguna evidencia que avale su influencia, mientras que por otros textos se sabe que
se había declarado discípulo de al-Fārābī y de Avempace solamente. Parece inconcebible
que hubiera dejado de mencionar al menos alguna de las más importantes doctrinas de
Averroes, como la de intelecto, si es que tuvo conocimiento de ellas cuando escribía sus
obras. Lo que parece probable, cuando se ven planteamientos semejantes en ambos, es
que el fondo filosófico de los dos fue el mismo, el ambiente cultural y filosófico de al-
Andalus, en el que se había formado el mismo Maimónides. Consumado conocedor de la
teología musulmana, se inició en el conocimiento de la filosofía con algún discípulo de
Avempace, a quien cita con gran frecuencia en sus obras, aunque, como ya se ha
expuesto, su verdadero maestro en filosofía fue al-Fārābī. Y aunque también pudo recibir
influencia de Avicena, resulta demasiado sospechoso el hecho de que no sea nombrado ni
una sola vez en la Guía de perplejos. Por consiguiente, el aristotelismo que está presente
en el pensamiento de Maimónides parece ser más el aristotelismo neoplatonizante de al-
Fārābī que el aristotelismo del genuino Aristóteles o el de Averroes, aunque fuera lector
consumado de Aristóteles. Hay claros textos que avalan la opinión de que el Aristóteles
de Maimónides está muy cerca del Aristóteles de al-Fārābī.Así, por ejemplo, cuando
dice: “Está claro para ti, de la doctrina de Aristóteles y de la doctrina de todos los que
afirman la eternidad del universo, que dice que esta existencia [del universo] procede del
Creador en virtud de necesidad; que el Altísimo es su causa y [el universo] su efecto, y
así ello fue necesario” (Maimónides, 1974: 324). “El Intelecto que mueve a la esfera más

240
próxima a nosotros es causa y principio del Intelecto Agente. En él finaliza la existencia
de los [Intelectos] separados, tal como sucede con los cuerpos que comienzan en la
esfera más elevada y finalizan en los elementos y lo que está compuesto de ellos. No es
verdad que el Intelecto que mueve a la esfera más elevada sea el Ser Necesario, puesto
que tiene en común con los otros intelectos un solo concepto, que es la moción de los
cuerpos, y cada intelecto se distingue de los otros por un solo concepto; por tanto, cada
uno de los diez [intelectos] está dotado de dos conceptos. Es indudable entonces que
tiene que haber una sola causa para todos ellos. Ésta es la opinión y el parecer de
Aristóteles” (Maimónides, 1974: 282-283). Compárese este último texto con lo que al-
Fārābī establece en los últimos párrafos de su Epístola sobre los diversos sentidos del
término intelecto y podrá verificarse cómo se trata de este Aristóteles. Así, el Aristóteles
mediatizado por al-Fārābī fue el que sustenta muchas de las opiniones de Maimónides, en
especial su concepción de la filosofía como praeparatio animae.
La comprensión de las relaciones entre Ley revelada y filosofía, la concepción de la
lógica, el sistema físico y cosmológico, las teorías del intelecto y de la profecía, tal como
se encuentran en los escritos de Maimónides no son otra cosa que elaboraciones
personales hechas a partir de una fuente que se puede identificar con facilidad: al-Fārābī.
Ya se vio con respecto a la lógica y a la ética, en aquellas obras específicas que
Maimónides consagra a estas materias. El Dios de Maimónides, pese a que se ha
afirmado que es el Dios de Aristóteles, sin embargo está más cerca del Dios de la
filosofía árabe. Es un Dios uno e incorpóreo, el Ser necesario que exigen los seres
posibles como razón de su ser.
Sin embargo, hay también diferencias entre Maimónides y sus maestros árabes. Así,
a propósito de la cuestión de la eternidad del universo o de su creación en el tiempo,
Maimónides, aceptando la distinción entre argumentos dialécticos y demostrativos,
rechaza las pruebas que los teólogos musulmanes han elaborado sobre la creación por
dialécticas y sofísticas. Y piensa también que Aristóteles basó en argumentos solamente
dialécticos su doctrina de la eternidad del universo. Rechaza los razonamientos de
Aristóteles como simples ocurrencias mentales y afirma que el mismo Aristóteles fue
consciente del carácter no demostrativo, por tanto no científico, de sus pruebas a favor
de la eternidad del universo: “Es sabido que si esta cuestión se hubiese probado por
medio de demostraciones convincentes, Aristóteles no habría necesitado apuntalarla con
la opinión de los físicos precedentes” (Maimónides, 1974: 313). Por ello, trata de rebatir
las razones en pro de su eternidad, dadas por los aristotélicos y luego afirmar la creación
del mundo basándose en argumentos dialécticos, que considera más persuasivos que los
aportados por Aristóteles a favor de la eternidad.
Una de las razones de los aristotélicos es la que sostiene que si Dios hubiese creado
de la nada, entonces tendría que haber sido un agente en potencia y, al crear el mundo,
habría pasado a ser un agente en acto; es decir, habría existido en Dios una posibilidad y
la consiguiente necesidad de otro agente que le moviera a pasar de la potencia al acto.
Para refutar esta argumentación, Maimónides recurre al texto de al-Fārābī diciendo lo
siguiente: “El primer método que ellos mencionan es aquel por el que nos vemos

241
obligados a admitir que Dios pasa de la potencia al acto cuando actúa en un momento y
no actúa en otro momento. La refutación de esta duda es muy clara. A saber: esta
conclusión se sigue necesariamente sólo en todo lo que está compuesto de materia,
dotada de posibilidad, y de forma. Es indudable que, cuando ese cuerpo actúa en virtud
de su forma después de no haber actuado, es porque hay en él algo que estaba en
potencia y pasa al acto, indudablemente por medio de un agente; pues esta premisa ha
sido demostrada sólo en las cosas dotadas de materia. Respecto a lo que no es cuerpo ni
tiene materia no tiene en su esencia posibilidad bajo ningún aspecto, pues todo lo que
tiene está en acto siempre. No se sigue esto necesariamente en él, pero no es imposible
en él que actúe en un momento y que no actúe en otro. Pues pasar de la potencia al acto
en los seres separados no implica cambio. Una prueba de esto es el Intelecto Agente,
según la opinión de Aristóteles y sus seguidores. Es separado y, sin embargo, actúa en un
momento y en otro momento no, tal como explicó Abū Nasr en su tratado Sobre el
intelecto, donde establece un discurso cuyo texto dice: ‘Es evidente que el Intelecto
Agente no actúa siempre, sino que actúa unas veces y otras no’. Éstas son sus palabras y
es una verdad clara” (Maimónides, 1974: 321).
Y hay también diferencia a propósito del tema del universo, pues para al-Fārābī la
existencia de este universo es necesaria, aunque deba su existencia a otro, mientras que
para Maimónides es algo que sólo depende de la Voluntad divina. Para refutar la
necesidad y el determinismo implícitos en el pensamiento farabiano van dirigidas las
críticas de Maimónides contra Aristóteles y sus seguidores.
La misma concepción que Maimónides tiene de la profecía depende de la
justificación racional que al-Fārābī establece de este hecho religioso. Cuando Maimónides
expone qué es lo que entiende por profecía, lo hace en los siguientes términos: “Has de
saber que la verdadera realidad y disposición de la profecía es una emanación que emana
de Dios, loado y ensalzado sea, por mediación del Intelecto Agente, a la facultad racional
en primer lugar y a la facultad imaginativa después. Éste es el grado más elevado del
hombre y el ápice de la perfección que puede existir para su especie. Tal estado es el
ápice de la perfección de la facultad imaginativa. Esto es algo que no puede darse en todo
hombre en modo alguno, pues no es un asunto al que se llegue por la perfección en las
ciencias especulativas y del mejoramiento en las costumbres morales” (Maimónides,
1974: 400). “Has de saber que cuando esta emanación intelectual emana a la facultad
racional solamente y no emana de ella nada a la facultad imaginativa, bien sea por la
parquedad de lo que emana o por una deficiencia que haya en la imaginativa en su
disposición original, que no le permite recibir la emanación del intelecto, es la clase de los
sabios especulativos. Cuando esta emanación llega a las dos facultades a la vez, es decir,
a la racional y a la imaginativa, como nosotros y otros filósofos hemos explicado, y si la
imaginativa está en el ápice de su perfección por su disposición original, entonces será la
clase de los profetas” (Maimónides, 1974: 406).
La profecía, pues, es una iluminación que procede de Dios y que se difunde a través
del Intelecto Agente, que requiere en el hombre no sólo la máxima perfección intelectual
y moral, sino también la excelencia de su facultad imaginativa. No hay en la concepción

242
de Maimónides huellas de la explicación de Avicena, para quien la profecía se alcanza
fundamentalmente a través del grado más perfecto del intelecto humano, el intelecto
santo. Es, en cambio, la misma explicación que aparece en al-Fārābī como ya se vio.
Durante algunos siglos la presencia de Maimónides fue patente tanto en las
comunidades judías, como en el mundo cristiano latino. Su Guía de perplejos ejerció una
profunda y perdurable influencia. Tras él, la filosofía judía todavía mantuvo en el mundo
cristiano un enorme vigor, contribuyendo a la difusión de la filosofía aristotélica y árabe.

11.2. La filosofía judía en el siglo XIII. Isaac Albalag

Hacia el siglo XI, los judíos españoles habían perdido el uso del hebreo como lengua
de comunicación. La lengua culta, el árabe, se había impuesto en la comunidad hebrea
incluso en aquellas obras de mayor relevancia judía, como el Cuzarí. Sólo después de la
persecución que sufrieron por parte de los almohades comenzaron a recuperar el hebreo.
La razón de ello debe buscarse en el exilio al que se vieron forzados. Quienes se
establecieron en Cataluña y el Sur de Francia llegaron a perder el uso habitual del árabe;
éste fue sustituido por las lenguas romances y ellos recuperaron el hebreo como lengua
culta y religiosa. La filosofía, sin embargo, se expresaba ahora en latín, lengua
desconocida para los judíos procedentes de al-Andalus. Por ello, al recobrar el hebreo, lo
utilizaron como la lengua en la que expresaron su quehacer filosófico y científico. Y el
primer paso que hubieron de dar fue traducir las obras que habían sido compuestas en
árabe, tanto de autores judíos como de autores árabes y musulmanes. Esta tarea
representó uno de los períodos más importantes en la historia de las traducciones,
después del que ya se ha hablado, el de Bagdad en los siglos VIII-XI, y junto con el que
ya había comenzado, a finales del siglo XI, en la cristiandad, el de la versión de textos
científicos y filosóficos griegos y árabes al latín. Fue un momento muy fecundo en la
historia intelectual del pueblo judío, con una gran trascendencia para la propia historia del
pensamiento occidental.
Impulsada por el gran mecenas Rabi Mésullam b. Ya'aqob de Lunel, en la Provenza,
el granadino Yéhudah ibn Tibbon (ca. 1120-ca. 1190) inició la tarea de traducir al hebreo
obras de autores judíos hispanos, que estaban escritas en árabe y no podían ser leídas
por los judíos de las comunidades de diversas regiones de Europa. Tradujo obras de Ibn
Gabirol, de Ibn Paqūda, de ha-Levi y de otros autores, viéndose obligado a recrear la
lengua hebrea por la aportación de nuevos términos tomados del árabe o creados
específicamente para verter tecnicismos específicos. Su hijo Samuel ibn Tibbon (nacido
ya en Lunel, ca. 1160-ca. 1232) fue, como ya se sabe, el traductor de la Guía de
perplejos al hebreo, además de otros textos de Maimónides. Parece que también fue el
primer traductor al hebreo de algunos escritos de Averroes, con lo que las obras de los
dos geniales cordobeses comenzaron a ser conocidas entre los judíos de Europa poco
antes de 1232. Hay que mencionar también a la familia, originaria de al-Andalus, de

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Yosef Qimhi (ca. 1105- ca. 1170) y sus dos hijos, Mose (m. ca. 1190) y David (ca.
1235), gran defensor del racionalismo de Maimónides, quienes se establecieron en
Narbona y se dedicaron a la traducción de textos judíos escritos en árabe, convirtiéndose
en promotores, junto con los Tibbonidas, de un movimiento dentro del cual nacieron y se
propagaron ideas filosóficas. Junto a las comunidades judías de Provenza, hay que
señalar la corte napolitana de Federico II y de su hijo Manfredo como otro lugar donde
se realizaron traducciones al hebreo, iniciadas por Jacob b. Abba Mari Anatolio,
proveniente de la comunidad de Marsella y traductor de obras de lógica y de astronomía,
así como algún comentario de Averroes. Trabajó junto a Miguel Escoto, uno de los
primeros traductores latinos de Averroes.
Fueron estas versiones de textos árabes, pertenecientes a autores judíos o
musulmanes, las que se convirtieron en elementos propagadores de cultura general para
amplias capas de población judía en Provenza e Italia y las que determinaron el quehacer
filosófico posterior en estas comunidades judías y en las existentes en la España cristiana.
Fueron tres los autores sobre cuyo pensamiento giró todo ese trabajo filosófico:
Maimónides, Averroes y Aristóteles. En diálogo con ellos, bien para aceptar sus
opiniones, bien para rechazarlas, se constituyó el pensamiento filosófico judío de los
siglos XIII al XV.
Durante la primera mitad del siglo XIII, las comunidades judías del Sur de Francia y
del reino de Aragón se vieron afectadas por una polémica en tomo a Maimónides, en la
que se enfrentaron partidarios y detractores de sus obras. La traducción de la Guía de
perplejos tuvo una importancia sin igual entre los judíos de Cataluña y Provenza. Junto a
quienes vieron en su autor al jefe espiritual del judaismo, porque exponía allí la verdadera
ciencia, la de Aristóteles, mostrando que el judaismo era la religión que alentaba esta
ciencia, también hubo quienes se erigieron en censores de algunas de sus doctrinas,
especialmente por haberse negado a hablar del dogma de la resurrección de los cuerpos y
la eliminación de la acción sobrenatural de Dios con el sometimiento del universo al
necesitarismo de las leyes de la naturaleza, en primer lugar, y, en segundo lugar, la
legitimación del recurso a la interpretación alegórica y al comentario filosófico de la
Escritura.
Hacia el año 1230, un grupo de rabinos de Montpellier, Narbona, Béziers y Lunel,
sospechando la existencia de herejía en la obra de Maimónides, pronunciaron un anatema
contra todo el que leyera sus obras y contra quien se dedicara al estudio de la filosofía en
general. Incluso se manifestaron quejas por el espectáculo proporcionado por “hombres
enterrándose en los libros de Averroes”. Los partidarios de Maimónides y de la filosofía
lanzaron un contra-anatema, que tuvo una favorable acogida en las comunidades
aragonesas de Zaragoza, Calatayud, Huesca y Monzón. Como consecuencia de esta
polémica, se despertó un amplio interés por Maimónides y, quizá a la par, por Averroes,
cuyas obras comenzaron a ser traducidas al hebreo. Los traductores se interesaron por
los comentarios de Averroes y sus tratados filosóficos independientes, realizando dos y
hasta tres versiones distintas de algunas obras. En el curso de los noventa años
posteriores, casi todos sus comentarios habían sido traducidos al hebreo. Por fortuna,

244
perdidos los textos originales, estas traducciones han conservado la obra de Averroes.
Así, junto a la influencia predominante de Maimónides, el pensamiento judío se fue
impregnando, como se ha apuntado antes, de las enseñanzas de Averroes, cuyas
doctrinas unas veces fueron favorablemente acogidas y otras combatidas con destreza.
La Guía de Maimónides fue usada como libro de texto para introducción al estudio de la
filosofía, mientras que lo que se discutió fueron doctrinas derivadas de Averroes,
insuficientemente expuestas en la Guía.
El primer traductor de Averroes al hebreo, el ya citado Samuel ibn Tibbon, compuso
escritos originales, que podrían ser considerados como comentarios a pasajes ambiguos o
difíciles de la obra de Maimónides. Al ocuparse de las visiones de Isaías y de Ezequiel,
señala que éstos quisieron mostrar cómo el hombre puede elevarse hasta Dios, en un
proceso intelectual que parte siempre del mundo terrestre. Este movimiento es el mismo
para el profeta y el hombre, pero éstos difieren no por la percepción intelectual, sino por
otro cometido: los profetas desarrollan una función política que los filósofos no tienen.
Aquí puede reconocerse la influencia de Averroes junto con la de Maimónides.
Fueron bastantes los autores judíos que escribieron textos filosóficos, pero se
señalará a continuación algunos de los más ilustres nombres. Unos aceptaron, junto a
Maimónides, ideas de Averroes y dieron lugar a la apelación de “averroismo judío”,
como se conoce a este movimiento que se difundió en algunas comunidades hebreas.
Otros, en cambio, usaron de las doctrinas de Averroes para refutar las de Maimónides
tenidas por heterodoxas. Un dato a tener en cuenta es que todos ellos escribieron sus
obras con posterioridad a 1250, lo que significa que Averroes no fue conocido en la
Europa latina y cristiana por mediación judía, con la excepción de alguna obra.
Conviene mencionar a Šem Tob ben Yosef ibn Falaqera (ca. 1225-1295), nacido en
el norte de España, quizá en Tudela, formado en las culturas árabe y judía y seguidor de
las ideas de Maimónides, quien compuso en 1280 una Guía de la Guía, que pretendía
ser una guía para la lectura de Maimónides y en la que coteja ideas de Maimónides con
las de autores árabes, en especial con las de Averroes. También parece haber escrito unas
Teorías de los filósofos, resumen de la física y de la metafísica de Aristóteles tal como
son presentadas por Averroes. Su pensamiento se orienta en la línea aristotélica. Afirmó
la existencia de dos vías ofrecidas al hombre, la profètica y la científica. Esta última,
descrita por Maimónides, consiste en examinar y comprender todo lo que existe y lleva al
hombre a Dios. Por ello, es una vía universal: ciencia y filosofía aportan al hombre la
verdad, independientemente de quién sea el filósofo que la enuncie.
El toledano Yéhudah ha-Kohen, nacido hacia el año 1215, mantuvo, al parecer,
correspondencia con un “filósofo” de la corte del emperador Federico II y pudo
participar en la tarea de traducción que este príncipe estaba impulsando. Se sirvió de los
comentarios medios de Averroes a la lógica, la física y la metafísica de Aristóteles, y al
parecer también de Avicena, en su obra Exposición sobre la ciencia, escrita hacia 1245,
en la que resume como aristotélicas aquellas doctrinas. Sin embargo, no parece aceptar
sin crítica las ideas de Aristóteles y de Averroes, cuando afirma lo siguiente: “Aristóteles
ha expuesto aquí los argumentos teóricos sin reflexión suficiente y Averroes ha afirmado

245
de manera concluyente como verdadera la opinión de Aristóteles, según tiene costumbre
hacer frente a aquellos que la ponen en duda, e incluso frente a quienes exponen una
opinión verdadera a la vista de todos, como Galeno ha hecho: el Comentador ha tomado
de Galeno aquello que le parecía convenir a la opinión de Aristóteles, como si Aristóteles
fuese un ángel de Dios al que no se pudiera criticar”.
Moseh ben Yosef ha-Levi (s. XIII), de origen sevillano, escribió un Tratado sobre la
metafísica, en el que trata de demostrar la existencia de la Causa Primera e indaga las
emanaciones que proceden de ella, contraponiéndolas a las doctrinas de Aristóteles,
Alejandro de Afrodisia y Averroes, y en el que ha conservado fragmentos de una perdida
obra de Averroes sobre el Primer Motor, el Kalām lahu fala al-muharrik al-awwal
(“Sobre el primer motor”) al que cita para refutarlo.
Hillel ben Samuel de Verona (ca. 1230-ca. 1295) fue autor de un notable tratado, las
Retribuciones del alma, fragmentos tomados de diversos autores, entre ellos Avicena y
Averroes, en el que se cita el Tractatus de Animae Beatitudine atribuido explícitamente a
Averroes, que, según recientes investigaciones, podría haberse originado en el círculo de
Hillel. Resume las posiciones de Averroes sobre el alma y el intelecto, primero
refiriéndose al comentario al De anima, del que adopta la idea de que el alma de todos
los individuos es una e idéntica, debiéndose su multiplicidad accidental a su unión con
cuerpos diversos, y luego discutiendo la teoría de Averroes de que sólo existe un intelecto
posible. Para refutar esta doctrina y mostrar la existencia de una multiplicidad de
intelectos pasivos, utilizó el mismo argumento empleado por santo Tomás de Aquino en
su De unitate intellectus contra averroistas, obra que ampliamente utilizó. El hecho de
que copiara de esta obra de santo Tomás de Aquino muestra la interdependencia que
hubo entre autores judíos y cristianos a lo largo de estos siglos medievales.
El más notable de los filósofos judíos del siglo XIII fue Isaac Albalag, que vivió
durante la segunda mitad de este siglo en Cataluña y en Provenza. Su obra es una
exposición del aristotelismo a través de las palabras de Averroes y un rechazo de aquellas
doctrinas de Maimónides en las que éste se aleja del filósofo árabe. Sigue fielmente a
Averroes en la idea de creación eterna: ambas nociones, la de creación y la de eternidad
no son incompatibles; Dios es el Primer Motor y causa permanente de la subsistencia del
universo; a esta subsistencia permanente se le da el nombre de creación y le conviene
más que al acto único de producción en el tiempo. Siguiendo también a Averroes, afirma
que Dios actúa no por voluntad sino por sabiduría, entendiendo por tal el que las cosas
proceden de la inteligencia divina, donde todas las formas constituyen una unidad.
Acepta, igualmente, la crítica que Averroes hace de la doctrina de la emanación expuesta
por Avicena. También comparte la concepción de la ciencia de Dios. Sin embargo,
rechaza la idea de la naturaleza del intelecto expuesta por Averroes. En su doctrina de las
relaciones entre filosofía y ley revelada es donde muestra más su originalidad. En su
introducción a la versión hebrea de las Intenciones de los filósofos de Algazel, realizada
en 1292, expone la tesis de Averroes de que la revelación contiene la verdad racional
bajo una forma adaptada a la comprensión del vulgo. Pero va más allá que el propio
Averroes al defender la existencia de dos órdenes distintos de verdad que pueden

246
coexistir contradiciéndose, sin llegar a anularse el uno al otro: “Sé por la demostración
que tal cosa es verdad por vía de naturaleza y sé por las palabras de los profetas que lo
contrario es verdad por vía de milagro”. “El sabio debe creer al filósofo cuando éste
aporta una demostración y debe recibir la enseñanza del profeta por modo de fe simple.
Pero si las palabras de uno contradicen las del otro, ninguno de los dos debe ceder su
lugar al otro, porque es una cualidad específica de la fe escrituraria que, desmentida por
la demostración, puede permanecer como verdadera.”
La huella del Fasi al-maqal de Averroes se deja ver cuando Albalag propone que
filosofía y revelación tienen dos finalidades distintas, una destinada a comunicar las
verdades al común de la gente y la otra apta sólo para los sabios: “De estas
consideraciones se siguen necesariamente cuatro creencias, comunes a todas las leyes
reveladas y constituyen sus bases. La filosofía las admite igualmente y trata de
establecerlas, con esta diferencia entre ellas: la legislación revelada las enseña según un
método [adaptado a la inteligencia] del vulgo, es decir, por el método narrativo, mientras
que la filosofía las enseña por el método demostrativo, que no conviene más que a los
expertos”. Al admitir la posibilidad de una contradicción entre la verdad por vía de
naturaleza y la verdad por vía de milagro, Isaac Albalag fue el auténtico portavoz de la
teoría de la doble verdad que los latinos atribuyeron a Averroes. El problema está en
saber si los latinos llegaron a conocer estas ideas de Albalag o, por el contrario, si el
llamado “averroismo latino” ejerció alguna influencia sobre él y le llevó a desarrollar esta
doctrina. Ningún tipo de contacto ha podido probarse hasta ahora.

11.3. La filosofía judía en los siglos XIV y XV. Gersónides, Moisés de


Narbona y Hasday Crescas

Tres grandes nombres dominan todavía la filosofía judía. Los tres pertenecen al siglo
XIV, aunque el último de ellos murió ya iniciado el siglo siguiente. Fue una época en la
que continuaron los estudios de la Guía de Maimónides como obra principal, a la que se
añadían comentarios de Averroes y textos de Aristóteles.
Yosef ibn Abba Marin ibn Kaspi, uno de los autores más prolíficos de su época,
nació en 1270 en el Languedoc. Escribió una especie de testamento moral a su hijo
pequeño Salomón, en el que se describe lo que se ha considerado como una descripción
del currículum filosófico del siglo XIV, en el que se describe el orden de los estudios que
debe hacer el joven que se iniciaba en el aprendizaje de la sabiduría: Biblia y Talmud;
después, las ciencias exactas en los libros de aritmética de Ibn 'Ezra’, los libros de
Euclides, la astronomía de al-Fargani y Abraham bar Hiyya; instrucción moral en los
libros sapienciales, textos de Maimónides, Etica de Aristóteles y las Sentencias de los
filósofos; a continuación más textos de la Escritura, junto con la Mime Torà de
Maimónides; lógica; física; Metafísica de Aristóteles y de sus comentadores; y,
finalmente, la Guía de perplejos. Ben Kaspi tuvo tal admiración por Maimónides, que

247
viajó a Egipto para conocer a sus descendientes, aunque los encontró faltos de
instrucción y malos filósofos.
Levi ben Gerson (Gersónides) (1288-1344) fue uno de los pensadores judíos
medievales más profundos e importantes. Gran lector de Maimónides y Averroes, utilizó
con sentido crítico las doctrinas de ambos, con una amplia independencia de criterio, y
afirmó que analizaría todas las opiniones posibles sobre un asunto, con los argumentos en
pro y en contra de ellas, antes de exponer sus propias opiniones y razonamientos. Al ser
consciente de que escribía para filósofos, no se preocupó de la fe de los creyentes, por lo
que su escritura es clara, ordenada y precisa. Compuso comentarios a los comentarios
medios a Física y al conjunto del Organon y a los compendios de Física, De generatane
et corruptione, Meteorologica, De anima, De partibus animalium, De generatione
animalium y Parva naturalia, compuestos entre 1321 y 1324. También comentó el
Tratado sobre la conjunción con el Intelecto Agente. En ellos acusa a Averroes de
distorsionar la verdad por su excesiva admiración a Aristóteles, aunque son textos que
tienen mucha utilidad para interpretar el pensamiento de Averroes. Levi ben Gerson
entendió la posibilidad de un discurso estrictamente filosófico cuando pretende que su
obra es una exposición científica, que se atiene a los principios de la razón: “Como ha
explicado Maimónides, es evidente que debemos creer una proposición cuya verdad ha
sido establecida por la especulación. Si sucede que la Tora, según lo que resulta del
sentido literal del texto, se opone, entonces es preciso interpretarla de tal manera que
concuerde con la especulación”.
En su principal obra, Las guerras del Señor, piensa a Aristóteles a través de
Averroes y quiere realizar una síntesis armoniosa de la filosofía y la revelación. Las
cuestiones de las que se ocupa son señaladas al comienzo de la obra: sobre la
inmortalidad del hombre y sus grados; sobre el conocimiento del futuro, por adivinación
o por profecía, y sobre su causa; sobre el conocimiento que Dios tiene de las cosas;
sobre la providencia divina; sobre el movimiento de las esferas celestes; sobre la
eternidad o temporalidad del mundo, afirmando aquí que el universo es creado, tal como
prueba el orden que hay en el cosmos, que supone la existencia de una causa final única,
reguladora de la existencia del mundo. Fue duramente criticado por algunos de los
averroístas judíos, entre ellos Moisés de Narbona, por rechazar algunas de las doctrinas
más clásicas del filósofo cordobés, en especial la teoría del intelecto, acerca de la cual
prefirió las interpretaciones de Alejandro de Afrodisia y de Temistio. Así, no acepta la
posibilidad de una unión con el Intelecto Agente separado, negando que el hombre pueda
alcanzar todos los inteligibles que están en el Intelecto, y rechaza la unidad del intelecto
adquirido, que no es más que resultado de la acción del Intelecto Agente.
Samuel ben Judá de Marsella, nacido a finales del siglo XIII, fue pionero en el
estudio de la filosofía política y afirmó la existencia de un ámbito de especulación secular,
que puso en duda las pretensiones de la religión de ser autoridad absoluta en el dominio
de la acción. Lo hizo basándose en la lectura de la Exposición de la República de Platón
y de la Exposición de la Etica a Nicómaco de Aristóteles, obras de Averroes que
tradujo al hebreo.

248
Fiel averroísta fue Moisés de Narbona, también conocido como Maestro Vidal
Bellsom, nacido en Perpiñán hacia el año 1300 y muerto en Narbona en 1362. Fue autor
de numerosas obras, especialmente comentarios a Maimónides, a Averroes, a Algazel y a
Ibn Tufayl, en los que busca poner de acuerdo la tradición bíblica y talmúdica con la
filosofía, y conoció textos de al-Fārābī y de Avempace. Leyó a Aristóteles siguiendo a
Averroes, a quien consideró como el intérprete más fiel que el pensamiento del filósofo
griego haya podido tener. En sus comentarios a Averroes no llega nunca a separarse de
éste en ningún punto doctrinal y en los que da muestra de profundidad e inteligencia, y
critica a Maimónides por su dependencia de Avicena, que sería el auténtico responsable
de los errores que se halla en la Guía de perplejos. En su comentario al De substantia
orbis de Averroes apunta lo siguiente: “Averroes ha dicho que todas las ciencias en su
conjunto, es decir, la lógica, la física y la metafísica emplean los principios de Aristóteles.
Averroes dice que no es preciso poner en duda la enseñanza de Aristóteles. Esto quiere
decir que la esencia divina ha dotado a Aristóteles de un conocimiento total y fiable en el
ámbito de los inteligibles primeros… Averroes tiene razón al decir que es Aristóteles
quien siempre tiene la primera y la última palabra”. En su Comentario al Hayy b. Yaq ān
de Ibn Tufayl, que debió de tener una amplia difusión a juzgar por el número de copias
manuscritas conocidas, se ocupa de Dios, su esencia y su ciencia; el universo, su
creación o eternidad; materia y forma; cuerpo, infinito y naturaleza; intelectos separados;
naturaleza del alma e inmortalidad del intelecto; profecía; la Escritura. Como se puede
deducir, una suma completa de las cuestiones filosóficas debatidas en aquella época.
Hasday Crescas (1340-1412), nacido en Barcelona y muerto en Zaragoza, llevó a
cabo, en su principal obra, La luz del Señor, especialmente en el libro primero, una
reprobación del pensamiento de Maimónides, basándose en que la raíz del pensamiento
de éste es falsa, pues la vía que lleva a Dios no es el conocimiento de los inteligibles, sino
el temor y el amor de Dios. Sólo la Escritura puede llevar al hombre a Dios. Concede
valor a la razón, pero sólo para conocer algunas verdades generales. Sin embargo, lo que
más interesa es su dura crítica de las tesis aristotélicas y sus lecturas por Averroes,
utilizando rigurosas pruebas filosóficas. Argumentó en contra de las nociones aristotélicas
de la física: materia y forma, infinito, vacío y lugar, tiempo y movimiento, en la creencia
de que sólo una reprobación radical de los fundamentos filosóficos en que se basaron
Averroes y Maimónides era la que podía definitivamente eliminar el papel principal que
algunos concedían a la filosofía. Intentó, así, liberar a la religión de las huellas que en ella
había dejado la filosofía, negando, como consecuencia de ello, la posibilidad de probar la
existencia de Dios por pruebas físicas. También rechazó la idea de la creación según el
esquema neoplatónico, como acto necesario por el que el universo surge necesariamente
de la perfección divina; para él, la creación surge por un acto voluntario, libre y amoroso
de Dios. Por ello, afirmó el valor del amor, que procede de la voluntad, por encima del
conocimiento para el acercamiento del hombre a Dios, sosteniendo que el amor es factor
de unión y de perfección.
Discípulo de Crescas fue Yosef Albo, aragonés que tomó parte activa en la Disputa
de Tortosa de los años 1413-1414 y que terminó de redactar su Libro de los principios

249
en Soria, en el que reelaboran los principios del judaismo: creencia en Dios, creencia en
la divina revelación y creencia en la divina justicia, necesarios para que el hombre
alcance su destino, la felicidad suprema, puesto que la razón por sus solas fuerzas es
incapaz de obtenerlo.
El último portavoz de la filosofía y, en concreto, del averroismo en el mundo judío
fue el cretense Elia del Medigo (1450-1493), autor muy importante para la historia del
averroismo italiano del Renacimiento por haber sido profesor en Padua, en donde tuvo
como discípulo a Pico della Mirandola. Sus preocupaciones estuvieron centradas en el
problema de la relación entre religión y razón y en el del intelecto, doctrinas que parecen
haberle creado ciertas dificultades en Padua.
Después de él, los judíos o se volvieron hacia la tradición religiosa rabínica, como
hizo Isaac Abravanel (1437-1508), padre de León Hebreo, que mantuvo una dura
oposición hacia la filosofía averroísta por su postura antiracionalista, o se incorporaron a
la modernidad, como hizo, ya en el siglo XVII, Baruch de Spinoza.

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257
258
Índice
Portada 2
Créditos 6
Índice 8
Introducción 11
1 El Islam y su cultura 19
1.1. Los orígenes del Islam 20
1.2. El Islam como religión 23
1.3. El Islam como principio de organización política 26
1.4. El Islam como cultura 28
2 El Islam y el pensamiento griego 34
2.1. Asimilación de otras culturas. Las traducciones al árabe 35
2.2. Fuentes griegas de la filosofía en el mundo islámico 39
2.3. La Falsa fa o filosofía de raíz griega 44
3 El pensamiento en el Islam 49
3.1. El Kalām o teología 49
3.2. La Historia. Ibn Jaldün y la filosofía de la historia 52
3.3. La Šī'a. Los Ijwān al-Safā' y Mulla Sadrā 56
3.4. Mística y gnosis. Ibn 'Arabī de Murcia 60
3.5. La Zandaqa. Abu Bakr Zakariyya’ al-Rīzi 64
3.6. Ciencia y Alquimia 67
4 Al-Kindi, el filósofo de los árabes 73
4.1. Su vida y su obra 74
4.2. Filosofía y religión 77
4.3. Las doctrinas del alma y del intelecto 80
4.4. Metafísica y realidad: el Uno y el universo 87
5 Al-Farabi 93
5.1. Su vida y su obra 94
5.2. La filosofía, saber superior a la religión 97
5.3. Metafísica y estudio del universo 102
5.4. El hombre y el intelecto 108
5.5. La Ciudad excelente 114

259
6 Avicena 118
6.1. Vida y obra 119
6.2. Lecturas del pensamiento de Avicena 122
6.3. Sistematización de las ciencias 126
6.4. La metafísica aviceniana 131
6.5. El hombre: realidad individual y social 136
7 Del Oriente a al-Andalus 143
7.1. Algazel. Crítica a la filosofía 144
7.2. Los comienzos de la filosofía en al-Andalus 150
7.3. Ibn Masarra 154
7.4. Ibn Hazm 157
7.5. La filosofía en los Reinos de Taifas. Abū Salt de Denia 160
8 Filósofos de al-Andalus 163
8.1. Ibn al-Sīd de Badajoz 164
8.2. Avempace de Zaragoza 167
8.3. Ibn Tufayl de Guadix 174
9 Averroes 183
9.1. Vida y obra 184
9.2. Aristóteles y la filosofía y su relación con la religión 188
9.3. Saber y ser. Problemas de metafísica 198
9.4. El problema del intelecto. La Política 204
9.5. Ibn Tumlüs de Alcira, discípulo de Averroes 207
10 La filosofía judía hasta Maimónides 210
10.1. Los orígenes de la filosofía judía 212
10.2. La filosofía en el siglo XI. Ibn Gabirol y Bahyá b. Paqūda 217
10.3. Breve semblanza de la filosofía entre los siglos XI y XII 224
11 Maimónides y la filosofía judía posterior 230
11.1. La filosofía de Maimónides 231
11.2. La filosofía judía en el siglo XIII. Isaac Albalag 243
11.3. La filosofía judía en los siglos XIV y XV. Gersónides, Moisés de Narbona
247
y Hasday Crescas
Bibliografía 251

260
261

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